El Rostro de La Sombra

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El rostro de la sombra

Primera edición: diciembre de 2013


Tercera reimpresión: marzo de 2019

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domingo, 04:15 horas

El lugar era perfecto. 5

El primer tramo de la carretera de Castilla, saliendo de la ciu-


dad, se encontraba completamente a oscuras. En cuanto se
dejaba atrás el puente de los Franceses se entraba de lleno
en la boca del lobo. Solo los que habitualmente hiciesen ese
recorrido podrían saber que a la izquierda se hallaba el bosque
de pinos de la Casa de Campo, y a la derecha, las praderas
onduladas del campo de golf. Y ni una sola luz. Ni siquiera
se distinguía el perfil de los árboles centenarios recortando
caprichosamente la noche. Todas las farolas que tachonaban
la carretera estaban apagadas, sin duda por alguna avería.
Caminaban muy juntos, quizá por temor a perderse si se se-
paraban demasiado, aunque el camino lo conocían de sobra,
o quizá para poder sujetarse a algo en caso de tropezar, y no
porque el suelo fuera irregular; más bien tenían dificultades
para mantenerse por sí mismos en posición vertical.
Borja trataba de explicar a sus dos amigos el motivo de aque-
lla oscuridad:
–Lo dijeron en un telediario. Una banda de rumanos se dedica
a robar los cables para vender el cobre. Abren un registro,
atan una soga a los hilos y desde un coche tiran a lo bestia.
Destrozan todo, pero se llevan unos cuantos metros.
–¡Y nos dejan sin luz, los muy cabrones! –se lamentó Claudio.
–¡Pero a nosotros nos lo han puesto en bandeja! –rio Adrián.
Cuando llegaron a la altura de la pasarela ciclista, que cruza
todos los carriles de la carretera, se detuvieron junto a una
fuente. Abrieron el grifo y, uno por uno, fueron metiendo la
cabeza debajo del chorro.
–¿Estáis tan pedo como yo? –preguntó Claudio, sacudién-
dose como un perro mojado.
6 –Yo creo que estoy peor –reconoció Borja.
–Es que no sabéis beber –Adrián se pasaba las manos por el
pelo una y otra vez, como si con ese gesto quisiera espantar
a algún espíritu que rondase su cabeza–. Os falta práctica.
–¡Quién fue a hablar! –saltó Claudio–. Recuerda que la última
vez te tuvimos que llevar en brazos hasta tu casa.
–Ese día me sentó mal.
–¡Sí! ¡Esa es la excusa que dan todos! –remachó Borja.
Los tres se rieron escandalosamente y, sin motivo, comenza-
ron a empujarse. Borja estuvo a punto de caer y solo un car-
telón que había junto a la fuente le impidió perder el equilibrio.
De vez en cuando, de manera muy espaciada, pasaba algún
coche por la carretera, a tan solo unos metros de donde se
encontraban. Oían el rugido del motor abriéndose paso en el
silencio envolvente de la noche y sentían el barrido de los
faros, que solían llevar las luces largas conectadas. Luego,
el ruido se iba apagando lentamente, muy lentamente, hasta
que, por lo general, se confundía con otro que comenzaba a
acercarse.
Claudio se secó la cara con la manga de la camisa.
–Tengo frío –dijo–. Vámonos a casa.
–¡Pero qué dices! –pareció molestarse Adrián–. ¿Crees que
nos hemos dado esta caminata a las cuatro de la madrugada
para nada?
–Entonces... –titubeó Claudio, antes de hacer la pregunta–,
¿vamos a hacerlo?
Borja se volvió de inmediato a Adrián, buscando una respuesta.
–¿Tú qué dices? –preguntó.
–¡Claro que vamos a hacerlo! 7

Claudio comprendió en ese momento que de nada le valdría


oponerse. Adrián había dicho que seguirían adelante y nada
los haría retroceder, sobre todo porque Borja siempre se po-
nía de su lado. Dos contra uno. Por consiguiente, solo le quedaba
aguantar. Aguantarse. Eso, o marcharse. Pero no se encontraba
bien, le dolía el estómago y su cabeza parecía no pertenecerle.
Ni siquiera estaba seguro de poder llegar solo hasta su casa.
Tendría que aguantar con sus amigos, que probablemente no
estaban mejor que él. Debían de estar incluso peor, mucho
peor, pues los dos habían bebido el triple, por lo menos.
–No me encuentro bien –insistió por última vez, pero sus ami-
gos ni siquiera le escucharon.
Adrián y Borja ya habían comenzado a caminar, siempre en
paralelo a la carretera. Claudio los siguió de mala gana. Sabía
que no irían muy lejos, pues el sitio elegido estaba próximo.
Se trataba de otra pasarela más antigua que la que utilizaban
los ciclistas, totalmente metálica, pintada de gris. Recordaba
a esos viejos puentes de hierro de las redes ferroviarias. La de
los ciclistas cruzaba justo por donde la carretera se bifurcaba
y eso les parecía un inconveniente; sin embargo, la antigua, a
tan solo doscientos metros, estaba ya en plena carretera. El
lugar perfecto.
Claudio observaba cómo sus dos amigos se agachaban de
vez en cuando, apartaban los hierbajos más altos y daban
patadas a algunas piedras. Observó también cómo usaban
sus móviles para ver mejor. No tardaron en encontrar lo que
andaban buscando: un par de piedras de tamaño considera-
ble. Con ellas a cuestas, llegaron hasta la rampa de la pasa-
rela, donde las dejaron caer. Claudio, prácticamente, ya los
había alcanzado.
8 Adrián se sacudió las manos para librarse de algún resto de
arenilla o de alguna brizna de hierba. Luego sacó su móvil y se
lo mostró a sus amigos.
–¿Estáis de acuerdo en que yo lo grabe? –les preguntó.
Borja afirmó decidido con un gesto contundente de su ca-
beza. Claudio, resignado, asintió también.
Adrián señaló los dos pedruscos, que parecían estar mon-
tando guardia junto a la pasarela. Borja y Claudio, como si tu-
vieran la lección bien aprendida, se agacharon y los cargaron.
Este gesto y el hecho de ver frente a él a sus dos amigos con
aquellas piedras entre las manos, sumisos, dispuestos a se-
guirlo, le hizo sentirse el líder indiscutible del grupo, cargo que
nadie le había cuestionado jamás.
–Yo me colocaré en la cuneta, tras la valla de protección, y
vosotros subís a la pasarela –comenzó a elaborar el plan en
voz alta, aunque en realidad sus amigos sintieron que había
comenzado a dar órdenes–. Recordad que os tenéis que colo-
car sobre el carril derecho. ¿Quién va a tirar primero la piedra?
Borja hizo un gesto con la cabeza señalando a Claudio, que
permanecía algo encogido, y dijo:
–Este.
Adrián se acercó a Claudio hasta que sus alientos pestilentes
se confundieron.
–Tienes que soltar la piedra antes de que pase el coche. No
tiene que impactar sobre él. Que el conductor la vea caer y
que haga una maniobra para esquivarla. De eso se trata. ¿Lo
entiendes?
–Estoy mareado –la voz de Claudio le llegaba a los labios entre
arcadas, mezclada con un sabor agrio, muy desagradable.
–¿Lo entiendes? –repitió la pregunta Adrián, y esta vez sus
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palabras sonaban a amenaza.
–Sí –respondió al fin Claudio.
–¡La piedra tiene que caer antes de que pase el coche! –insis-
tió Adrián–. ¡Que el conductor la vea y se acojone!
Borja y Claudio asintieron con la cabeza. Los dos creían ha-
berlo entendido a la perfección. Era sencillo. Sin embargo,
algo les hacía dudar, era difícil de explicar: una sensación
de tener los pies sobre la tierra y flotar al mismo tiempo, no
ver nada y ver muchas cosas, percibir el silencio como algo
gigantesco e inquietante...
Mientras Adrián buscaba un sitio estratégico en la cuneta,
Borja y Claudio ascendieron lentamente por la rampa con su
pedrusco a cuestas. El camino era largo, parecido a una zeta,
pues, para salvar la pendiente sin brusquedad, la pasarela
tenía varios tramos.
Adrián encendió su móvil y activó la cámara. Encuadró la
carretera. La imagen abarcaba la pasarela y un largo tramo
de calzada, casi recto. Además, había un matorral alto que
le protegía. Era imposible que le vieran, que sospecharan in-
cluso que estaba allí, agazapado. Desde su escondite, miraba
con ansiedad a sus amigos. Al fin iban a culminar el plan que
se les había ocurrido aquella misma noche bebiendo en el
parque. Cuando apuraron la primera botella y comenzaron
con la segunda, ya lo tenían todo pensado. Primero debían
conseguir una buena grabación, y después, difundirla por
internet. Ahora estaban a punto de lograr el primer objetivo
de su plan.
A Adrián le preocupaba sobre todo Claudio, y no por su estado
físico, que evidentemente no era el mejor, sino porque siem-
pre era el más indeciso, al que había que llevar a rastras en
10 muchas ocasiones. Era un buen amigo, pero parecía que le
costaba serlo, que tenía que hacer un esfuerzo. Estaba con
ellos y, sin duda, se sentía a gusto, pero siempre ponía pegas,
veía dificultades, hacía un mundo de cualquier insignificancia,
lo cuestionaba todo... Adrián solía ponerle un mote, aunque
tenía la delicadeza de decirlo solo en privado: Claudio el to-
capelotas. Y sí, a Adrián le preocupaba que en el último mo-
mento no se atreviese a arrojar la piedra, o que reaccionase
de una manera imprevista.
Habían elegido con premeditación los carriles de entrada a la
ciudad, y lo habían hecho, sobre todo, pensando en la huida,
pues siempre podrían escabullirse con facilidad por la Casa
de Campo, un lugar que conocían muy bien, pues a menudo
iban allí a montar en bicicleta; casi se sabían de memoria
todos sus caminos, y la oscuridad no sería un obstáculo para
encontrarlos y escapar a toda prisa.
La noche era muy oscura. Adrián levantó la cabeza y buscó la
luna. No la encontró. Seguía con el móvil preparado, activo.
Apenas veía nada, solo contornos difusos; pero confiaba en
que el coche que se acercase iluminara la escena con sus
faros. Ese era el plan.
No tuvieron que esperar mucho tiempo. Un resplandor leja-
no los avisó de que se acercaba un vehículo. En lo alto de
la pasarela, Borja alertó a Claudio. Él debía tirar la primera
piedra. Este afirmó con la cabeza, como dando a entender
que se había dado cuenta. Colocó la piedra sobre el pretil de
la barandilla y esperó, con la mirada fija en el asfalto, que se
iba aclarando a medida que el coche se acercaba. Recordó
las indicaciones de Adrián: la piedra tenía que caer justo antes
de que llegase el coche. Calculó mentalmente la distancia y,
cuando creyó que había llegado el momento, la lanzó.
Adrián, desde su escondrijo, no pudo ocultar un gesto de ale-
gría al comprobar que Claudio lo había hecho a la perfección. 11
Lo estaba grabando todo. La piedra estalló contra la calzada
unos metros antes de que el coche llegase a ella. Para no perder
detalle, seguía con el móvil los faros del vehículo. Esa debía ser
siempre su referencia. El coche viró bruscamente hacia la
izquierda y, por un momento, dio la sensación de que el con-
ductor perdería el control, pero se rehízo y continuó la marcha
por el carril izquierdo. Vieron cómo, una vez controlada la
situación, se encendían las luces de frenado y, luego, las de
alarma. Pensaron que el coche se detendría, y en ese caso
el plan era echar a correr. Pero el coche no llegó a detenerse
del todo, quitó las luces de alarma y reanudó finalmente la
marcha.
Los tres amigos eran conscientes de que el conductor de ese
vehículo habría avisado de inmediato a la policía, lo que signi-
ficaba que no podían entretenerse mucho tiempo. Arrojarían
la segunda piedra y se marcharían a toda prisa.
Tuvieron suerte, pues el siguiente vehículo pasó casi a con-
tinuación. Emocionado, pensando en las imágenes que había
grabado, Adrián volvió a dirigir su móvil hacia la calzada.
Las luces se aproximaban. Ahora le tocaba el turno a Borja,
seguro que él no iba a fallar. Además, ya tenía la referen-
cia de la piedra anterior, cuyo lanzamiento había resultado
perfecto.
Y Borja tampoco falló. Arrojó la piedra en el momento ade-
cuado y, como la vez anterior, está se estrelló contra el asfalto
unos metros antes de que el coche llegase.
Adríán ya lo estaba grabando. Esta vez el coche hizo una
maniobra distinta. En vez de girar a la izquierda y tratar de
esquivar la piedra por ese carril, giró con brusquedad a la de-
recha, tratando de salvarlo por el arcén; pero lo que consiguió
fue golpearse contra el protector de hierro y salir despedido
12 sin ningún control. Cruzó todos los carriles y se estrelló contra
la mediana. Como consecuencia del nuevo impacto, volcó
hacia un lateral y dio dos vueltas sobre sí mismo, quedando
panza arriba, con las ruedas girando, envuelto en una nube
de humo.
El ruido del accidente fue espeluznante, pero a Adrián no le
tembló la mano y lo grabó todo. Borja y Claudio descendie-
ron como locos por la pasarela. Se reunieron los tres junto a
la fuente.
–¡Alucinante! –exclamó Adrián, que se sentía muy agitado.
–¡Qué pasada! –Borja negaba con la cabeza, como si no se
lo pudiera creer.
Claudio solo repetía una y otra vez la misma palabra, mientras
negaba con la cabeza:
–¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!
Adrián agarró con fuerza el móvil y se lo mostró a sus amigos.
No podía disimular un gesto de orgullo.
–¡Aquí esta todo! –les dijo.
Oyeron la sirena de la policía. Estaba claro que algún coche
patrulla ya se acercaba a toda velocidad hacia el lugar del
accidente.
–¡Vámonos!
Y como si el mismísimo diablo los estuviera persiguiendo
–y tal vez fuese así–, echaron a correr y se internaron en la
oscuridad de los pinares de la Casa de Campo. Al princi-
pio, lo hicieron campo a través, desestimando el asfalto del
paseo de Piñoneros, pues les parecía que debían evitar los
pocos lugares por los que pueden transitar vehículos dentro
del gran parque. Cruzaron las vías del tren y solo se detuvie-
ron junto a la pendiente del Camino de Garabitas. Los tres 13
sudaban y jadeaban como si les faltase el aire. Se miraban
y parecía que iban a hablar, a decirse alguna cosa; pero la
fatiga los mantenía mudos, más pendientes de encontrar el
aire imprescindible para ventilar sus pulmones, para bom-
bear sus corazones. Primero, se imponía recobrar el aliento.
En aquel lugar, el silencio era imponente, absoluto. Parecía
que todos los animalillos que a buen seguro vivirían por allí
se hubieran callado de repente, asustados por aquellos intru-
sos inesperados; incluso el viento se había calmado y había
cesado el ulular de las ramas de los árboles. Adrián levantó la
cabeza y miró al cielo. Volvió a buscar la luna, pero tampoco
la encontró, a pesar de que el cielo estaba limpio y despejado.
Por un lado, una noche sin luna era un pequeño fastidio, y por
otro, una gran ventaja. Ellos verían menos, pero también sería
más difícil que los vieran.
De repente, Claudio se dobló sobre sí mismo y se agarró el
estómago con las dos manos.
–¡No puedo más! –exclamó justo antes de que su boca se
convirtiera en un surtidor.
Borja y Adrián tuvieron que apartarse para que el vómito no
les cayera encima. Pero ellos no se encontraban mejor, y
quizá fue el olor profundo y desagradable que los invadió lo
que precipitó el desenlace. Borja y Adrián casi se doblaron
a la vez y ni siquiera pudieron pronunciar una sola palabra.
Todo lo que llevaban dentro de sus aparatos digestivos co-
menzó a salir al exterior sin control, como cuando se abren
las compuertas de un embalse y el agua se precipita enfure-
cida, incontenible.
Estuvieron varios minutos casi inmóviles, tratando de mante-
14 ner erguidos sus propios cuerpos, que por momentos parecían
convertirse en pesados sacos a punto de derrumbarse. Luego,
poco a poco, se fueron recuperando e, instintivamente, se ale-
jaron de esos charcos nauseabundos que ellos mismos habían
provocado.
Bajaron toda la cuesta de Garabitas en silencio, por uno de
los caminos que transcurren paralelos a la pista de asfalto.
Y los tres notaron que, después de haberse liberado de la
pesada carga etílica que llevaban dentro, la caminata y el aire
limpio de la Casa de Campo les estaban recomponiendo el
organismo.
Muy cerca de la M-30, en una plazoleta por la que se accede
a un túnel que cruza la autovía de circunvalación, se de-
tuvieron junto a una fuente. Volvieron a meter las cabezas
debajo del chorro, volvieron a lavarse la cara y las manos; se
enjuagaron la boca. Ya se sentían otra persona o, en realidad,
se sentían las personas que eran. No obstante, ninguno se
decidía a hablar, ni siquiera un comentario intrascendente.
Cruzaron la M-30. Estaban llegando a su barrio. A sus domi-
nios. Agradecieron las farolas encendidas, los rótulos lumino-
sos de algunos comercios y de los cartelones publicitarios.
Tenían la sensación de haber vuelto a la civilización después
de un largo y accidentado viaje. Y el barrio, como de costum-
bre, se mostraba protector, familiar, en calma, aparentemente
ajeno a los sentimientos de todos sus vecinos, pero solo apa-
rentemente.

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