Las huellas del pasado
Por Chantelle Shaw
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A Rocco D'Angelo no le iban las mujeres dependientes, y comprometerse no era lo suyo. Sin embargo, la atracción que sintió al conocer a Emma Marchant, la enfermera de su adorada abuela, iba más allá del desafío que suponía para él cada nueva conquista.
La prudente Emma jamás habría imaginado que un día cambiaría el tranquilo pueblecito inglés en el que vivía por la exótica costa de Liguria, en Italia, y mucho menos que la cortejaría un hombre con tan mala reputación como Rocco. Ella podría ser la mujer que domase al indomable Rocco... a menos que su enamoramiento fuese más peligroso de lo que había imaginado...
Chantelle Shaw
Chantelle Shaw enjoyed a happy childhood making up stories in her head. Always an avid reader, Chantelle discovered Mills & Boon as a teenager and during the times when her children refused to sleep, she would pace the floor with a baby in one hand and a book in the other! Twenty years later she decided to write one of her own. Writing takes up most of Chantelle’s spare time, but she also enjoys gardening and walking. She doesn't find domestic chores so pleasurable!
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Las huellas del pasado - Chantelle Shaw
Capítulo 1
LA NIEVE llevaba todo el día cayendo sobre Northumbria, enterrando los páramos bajo un grueso manto blanco y coronando los picos de las colinas Cheviot. Una imagen pintoresca, sin duda, pero no era nada divertido conducir por las carreteras resbaladizas, pensó Emma mientras aminoraba para tomar una curva cerrada. Además estaba oscureciendo, la temperatura había descendido en picado, y en la mayor parte de las carreteras comarcales, como aquella, no habían esparcido sal.
En el noreste de Inglaterra solía nevar en el invierno, pero era algo inusual a esas alturas del año, bien entrado el mes de marzo. Por suerte el viejo todoterreno que conducía, y que antes había hecho un buen trabajo a sus padres en su granja de Escocia, se manejaba bien en esas condiciones. Tal vez no fuera un vehículo con estilo, pero era práctico y robusto… que era el aspecto que tenía ella en ese momento, pensó contrayendo el rostro. El grueso anorak acolchado que llevaba sobre su uniforme de enfermera hacía que pareciese una pelota de playa, pero al menos la mantenía calentita, igual que las botas forradas de piel de borrego que calzaba.
Nunstead Hall estaba todavía a unos cinco kilómetros y aunque llegase al aislado caserón Emma temía quedarse atrapada allí por la nieve. Se planteó por un momento dar media vuelta, pero hacía dos días que no visitaba a Cordelia, y le preocupaba, pues la anciana vivía allí sola.
Frunció el ceño al pensar en aquella paciente. Aunque Cordelia Symmonds pasaba ya de los ochenta años, era un mujer dispuesta a defender su independencia con uñas y dientes. Sin embargo, seis meses atrás se había caído y se había roto la cadera, y hacía unos días había te nido un accidente en la cocina y se había hecho una quemadura bastante fea en la mano.
Estaba cada vez más frágil, y no era seguro para ella seguir viviendo sola en Nunstead, pero se negaba a mudarse a una casa más pequeña que estuviera más cerca del pueblo.
Era una lástima que su nieto no hiciese más por ayudarla; claro que vivía en el extranjero y parecía que siempre estaba demasiado ocupado como para ir a hacerle una visita. Cordelia hablaba de él con cariño y orgullo, pero la verdad era que su nieto, que era además su único pariente, la tenía prácticamente abandonada.
Aquello no estaba bien, pensó Emma indignada. El abandono de los ancianos era algo que la afligía enormemente, sobre todo después de un episodio reciente a principios de año, cuando había ido a visitar a un paciente de noventa años, el señor Jeffries, y lo había encontrado muerto en su silla de ruedas. La casa estaba helada, y su familia se había ido de vacaciones por Navidad y no había buscado a nadie que se pasase a verlo de vez en cuando en su ausencia. El pensamiento de aquel pobre muriendo allí solo aún la atormentaba.
Precisamente por eso no podía permitir que continuara igual la situación de Cordelia. ¿Debería intentar ponerse en contacto con su nieto y persuadirlo de que tenía que responsabilizarse de ella?, se preguntó.
Con la nevada que estaba cayendo en ese momento lo que tenía que hacer era concentrarse en la carretera, se dijo. Había sido un día largo y difícil, pensó cansada, pero cuando terminase con esa visita, que era la última, podría ir a recoger a Holly a la guardería y volverían a casa.
Se mordió el labio al recordar que su hija había empezado a toser otra vez esa mañana cuando la había dejado en la guardería. Había pasado una gripe bastante virulenta y el largo invierno no estaba ayudando a la pequeña a acabar de reponerse.
Estaba deseando que llegara la primavera. El calor del sol y poder volver a jugar en el jardín le haría mucho bien a Holly y pondría algo de color en sus pálidas mejillas.
Cuando tomó la siguiente curva Emma dio un grito al ver aparecer las luces de los faros de un coche a pocos metros delante del suyo. Frenó al instante y suspiró temblorosa al darse cuenta de que el otro coche estaba parado. Un análisis rápido de la escena le dijo que el coche debía haber resbalado por el hielo y girado como una peonza para acabar chocando con el muro de nieve que se había acumulado en el arcén de la carretera. De hecho, la parte trasera del vehículo se había empotrado en la nieve y estaba medio atascada en ella.
Parecía que solo había un ocupante en su interior, un hombre, que abrió la puerta en ese momento y se bajó. No daba la impresión de estar malherido.
Emma detuvo el todoterreno junto a él y se inclinó hacia la derecha para bajar la ventanilla.
–¿Está usted bien?
–Yo sí, aunque no puede decirse lo mismo de mi coche –respondió el hombre, lanzando una mirada al deportivo plateado medio enterrado por la nieve.
Su voz, con un timbre grave y un acento que Emma no acertó a distinguir, hizo que un cosquilleo le recorriera la espalda. Era una voz muy sensual, acariciadora, como chocolate derretido. Emma frunció el ceño al pillarse pensando esas cosas. ¿Qué hacía una persona sensata y práctica como ella dejando que esa clase de pensamientos cruzaran por su mente?
Como el hombre estaba de pie a un lado del deportivo, fuera del alcance de la luz de los faros, no podía distinguir bien sus facciones, pero sí se fijó en su excepcional estatura. Debía medir más de un metro ochenta. Era fuerte y ancho de espaldas, y aunque no podía verlo bien tenía un aire sofisticado que le hizo preguntarse qué estaría haciendo en aquel lugar tan remoto.
Hacía un buen rato que había dejado atrás el pueblo más cercano, y más adelante solo había kilómetros y kilómetros de desolado páramo. Bajó la vista a los pies del hombre, y al ver los zapatos de cuero que llevaba descartó de inmediato la idea de que hubiera ido a allí a hacer senderismo. Con ese calzado debía tener los pies helados.
El hombre se puso a dar pisotones para entrar en calor y se sacó un móvil del bolsillo.
–Sin cobertura –masculló–. No me cabe en la cabeza por qué querría vivir nadie en un lugar como este, olvidado de la mano de Dios.
–Northumbria tiene fama por sus parajes vírgenes –se sintió obligada a apuntar Emma, algo irritada por su tono despectivo.
Si pretendía atravesar los páramos en medio de una tormenta de nieve debería haber tenido el buen juicio de haberse llevado una pala y otras cosas que pudiera necesitar en una emergencia como aquella.
Además, tal vez fuera una opinión personal, pero a ella le encantaban los paisajes de Northumbria. Cuando Jack y ella se casaron, habían alquilado un apartamento en Newcastle, y no solo no le había gustado la experiencia de vivir en una ciudad bulliciosa, sino que además había echado en falta lo agreste de los páramos.
–Y hay algunas rutas de senderismo bien bonitas en el Parque Nacional –añadió–. Aunque en el invierno el paisaje es bastante desangelado –admitió. Al notar que el hombre se estaba impacientando, le dijo–: Me temo que mi teléfono tampoco tiene cobertura en esta zona. Muy pocos operadores la tienen. Tendrá que llegar al pueblo para pedir ayuda, pero dudo que manden una grúa a remolcar su coche antes de mañana –vaciló un instante, algo reacia a ofrecerse a llevar a un desconocido, pero su conciencia le dijo que no podía dejarlo allí tirado–. Tengo que hacer una última visita y luego volveré a Little Copton. ¿Quiere acompañarme?
Rocco se dio cuenta de que no le quedaba otra opción más que aceptar el ofrecimiento de aquella mujer. Las ruedas traseras de su coche estaban hundidas en casi un metro de nieve, y aunque intentara sacarlo del arcén las ruedas delanteras no harían sino resbalar en el hielo.
Lo único que podía hacer era encontrar un hotel donde pasar la noche y hacer que fueran a recoger su coche por la mañana.
Miró a la mujer al volante del todoterreno y dedujo que debía ser de una de las granjas de la zona. Quizá hubiese salido a ver cómo estaba el ganado; no se le ocurría otra razón por la que nadie en su sano juicio atravesase aquel paraje solitario con la nevada que estaba cayendo.
Asintió con la cabeza y fue a sacar su bolsa de viaje del asiento de atrás.
–Gracias –murmuró al subirse al todoterreno.
Se apresuró a cerrar y de inmediato lo envolvió el aire caliente de la calefacción. La mujer llevaba un gorro de lana calado sobre la frente y una gruesa bufanda le cubría la barbilla, así que no pudo hacerse una idea de la edad que tendría.
–Ha sido una suerte que pasara usted por aquí.
De lo contrario habría tenido que caminar varios kilómetros bajo la nieve. Y también tenía suerte de que no hubiera resultado herido al chocar.
Emma soltó el frenó de mano y arrancó de nuevo con cuidado, apretando el volante con las manos. Pasó a segunda, y se puso tensa cuando su mano rozó el muslo del hombre. Con él dentro del vehículo era aún más consciente de lo grande que era aquel tipo. De hecho, al lanzarle una mirada rápida se fijó en que la cabeza casi tocaba el techo. Sin embargo, como llevaba subido el cuello del abrigo, podía ver poco más de él que su cabello negro.
–¿A qué se refería cuando ha dicho que tenía que hacer una última visita? –le preguntó–. La noche no está como para cumplir con compromisos sociales –observó mirando la carretera, sobre la que seguía cayendo la nieve, iluminada por los faros del coche.
Había sido un golpe de suerte que aquella mujer fuese en la dirección a la que él se dirigía antes del accidente que había sufrido, pensó Rocco, aunque lo intrigaba dónde iría ella. Que él supiera por allí solo se llegaba a una casa, que era donde él iba; más allá únicamente se extendía el páramo.
Aquel cosquilleo volvió a recorrer la espalda de Emma al oír la voz acariciadora y sensual del extraño con ese peculiar acento. Decididamente no era francés, se dijo; tal vez fuera español, o italiano. Sentía curiosidad por saber qué lo había llevado hasta allí, de dónde vendría, y a dónde se dirigiría. Sin embargo, por educación, no se atrevía a preguntarle.
–Soy enfermera –le explicó–, y una de mis pacientes vive aquí cerca.
Notó que el extraño se tensaba de repente. Giró la cabeza hacia ella, como si fuese a decir algo, pero justo en ese momento surgió de la oscuridad un arco de piedra.
–Hemos llegado: Nunstead Hall –dijo Emma, aliviada de haber llegado de una pieza–. Es una propiedad enorme, ¿verdad? –comentó cuando hubieron pasado por debajo del arco–. Incluso hay un pequeño lago artificial.
Alzó la vista hacia el imponente y viejo caserón que se alzaba a lo lejos, frente a ellos, completamente a oscuras salvo por una ventana iluminada, y luego miró al extraño, preguntándose por qué la hacía sentirse incómoda. Tenía el ceño fruncido, y estaba visiblemente tenso.
–¿Su paciente vive aquí?
No podía verle bien los ojos, pero su mirada penetrante estaba poniéndola nerviosa.
–Sí. Creo que podrá llamar desde aquí y pedir que vengan a recoger su coche –le dijo, dando por hecho que era eso lo que lo preocupaba–. Tengo una llave de la casa, pero creo que será mejor que se quede aquí mientras le pregunto a la señora Symmonds si le importa que use el teléfono.
Se volvió para tomar su bolsa del asiento de atrás, y de pronto oyó abrirse la puerta y notó que una ráfaga de aire frío entraba en el coche.
–¡Eh! –gritó girándose.
Pero la puerta ya se había cerrado, y vio con irritación que el extraño, que había hecho oídos sordos y se había bajado del todoterreno, se dirigía hacia la casa.
Se bajó a toda prisa y corrió tras él.
–¿Es que no me ha oído? Le he dicho que se quedara en el coche. Mi paciente es una mujer anciana y podría asustarse al ver a un extraño a la puerta de su casa.
–Espero no resultar tan aterrador a la vista –respondió él, entre divertido y arrogante. Se paró frente a la entrada y se sacudió la nieve de los hombros–. Aunque como no se dé prisa en abrir la puerta voy a parecer el Yeti.
–No tiene gracia –lo increpó Emma al llegar junto a él.
Un gemido ahogado escapó de sus labios cuando el hombre le quitó la llave de la mano y la metió