Balian, Juan Cruz - Simple e Imperfecto

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Simple e imperfecto

Juan Cruz Balian

INDICE:

1)La prohibición
2)El mar
3)Singular
4)La cámara rota
5)Como águilas
6)Hotel
7)Pájaros de monte
8)El interior reconfortante de la noche
9)Los perros
La Prohibición
Every single organic being around us may be said to be
striving to the utmost to increase in numbers.
Charles Darwin
 

La mujer demoraba los dedos sobre el teclado, como si tuviera


que pensar el siguiente movimiento. A pesar de la piel tersa,
Andrés estimó que tendría no menos de sesenta años. Era
verdaderamente difícil determinar la edad de una persona desde
que la gente había dejado de envejecer. Se podía calcular por la
mirada, no tanto por los movimientos, puesto que ahora todo el
mundo tenía tiempo e incluso la gente joven no andaba muy
apurada.
Mientras esperaba a que la mujer consultara los datos, observó a
dos empleados de mantenimiento que se trepaban a una escalera y
comenzaban a desarmar el aire acondicionado. Había pasado un
tiempo desde la última vez que había visto gente trabajando con
herramientas romas, pero para desamurar el aparato los tipos no
tenían más remedio que encastrar una llave inglesa en los bulones
oxidados y luego martillarla en el otro extremo. Forzar el giro.
Cada golpe de martillo sonaba como una campanada y marcaba
un instante más que se iba, el tiempo que pasaba de todos modos
aunque los cuerpos no se dieran por aludidos.
Cuando ya varios bulones descansaban en el suelo, ella levantó la
vista y dijo:
–Lo lamento, por ahora su solicitud continúa pendiente.
Por un segundo, Andrés sólo vio la cara de Nora proyectada en el
fondo de su cerebro: toda la decepción codificada en cada línea de
la boca, en el arco de las cejas. El estómago encogido de dolor,
esperando otro lavaje.
–Por favor, hace años que estamos esperando. Por favor.
–Lo entiendo, señor. Pero no hay nada que yo pueda hacer. La ley
es la ley.
El aire acondicionado se vino al suelo y todas las cabezas giraron
atraídas por el escándalo. Andrés pareció no enterarse. Miraba a
través del círculo vacío en el acrílico que lo separaba de la mujer
como si esperase que de ese agujero surgiera por fin una solución.
–Hágame el favor, siga esperando. ¿Qué apuro tienen?
–No, apuro ninguno, pero mi mujer, ella está tan ilusionada…
¿Sabe si nos falta mucho?
La mujer volvió a teclear, revisó la pantalla durante algunos
segundos y finalmente negó con la cabeza.
–No lo sé, no puedo saberlo. Pero por el tiempo que llevan
esperando, no ha de faltarles mucho, ¿sabe? Deben estar entre los
primeros. Es cuestión de que se liberen algunas vacantes.
Andrés suspiró.
–No se liberan nunca.
–Ay, no, gracias a Dios –dijo la mujer, y dio por terminada la
consulta.
Al salir, el sensor automático de la puerta tardó en reconocerlo.
Por un par de segundos, estuvo parado sin propósito aparente,
contemplando el cartel en el vidrio, que instaba a los visitantes a
hacer sus trámites online desde la comodidad de sus casas. Andrés
podría haber gastado ese par de segundos en calcular cuánta carne
equivalía al valor del abono a internet, pero desistió. Ya no sabía
cuánto salía el abono a internet. Ni cuánto costaba alquilar una
casa de fin de semana para ir con Nora. Había ido olvidando
progresivamente los precios de los restaurantes y de los libros, de
las entradas al cine y del litro de combustible fósil. Ignoraba el
costo de un tratamiento odontológico decente. Y llevaba la derrota
impregnada en la forma de estar ahí.
La puerta se abrió a una vereda soleada. Consultó el reloj. Le
sorprendió darse cuenta de que no era el mediodía todavía. Le
había dicho a Nora que si se hacían las doce, almorzara sin él, así
que ahora se proponía perder algo de tiempo, volver a la una y
mentir que había comido algo por ahí. Con unos mates podía tirar
hasta la noche.
Caminó al azar. Nunca había tenido tiempo para caminar al azar.
La vida era un continuo desplazamiento del punto A al punto B.
De casa al taller. Del taller a casa. De casa al médico. Del médico
a la oficina del gobierno. De la oficina a casa y de ahí al taller,
pero siempre de nuevo a casa, porque en casa estaba Nora y a
Nora no le gustaba salir. Ella era joven de verdad, no recordaba el
mundo de antes, y el de ahora le producía rechazo. Una vez,
Andrés había logrado arrastrarla a un paseo inofensivo, pero todo
había terminado en catástrofe. Caminaban de noche por la
costanera, cuando en un banco bajo una farola vieron a dos
ancianos besándose. Eran ancianos como ya casi no quedaban,
con el pelo blanco y las papadas flojas y coloradas. Y se besaban
apasionados como dos adolescentes. Nora no había podido
recuperarse de la impresión hasta el otro día, después de una
noche de náuseas.
Ya estaba por volver cuando un tumulto le llamó la atención en
una esquina. Había gente mirando hacia arriba, tapándose la boca
con las manos. Mientras se acercaba, el gemido de una sirena fue
creciendo. Tuvo que correrse para dejar pasar el camión de
bomberos. Tan pronto llegó a la esquina, pudo divisar la columna
de humo negro que salía de un segundo piso y subía como
dibujada hasta disolverse en un cielo diáfano.
Mientras los bomberos desplegaban el operativo, Andrés sintió
crecer la expectativa culposa e inevitable. Consiguió un punto
ligeramente elevado, en el escalón de la entrada de un edificio,
donde podía ver con más comodidad, y esperó, aparentemente
tranquilo, a que los hombres desplegaran la escalera. Algunos
ingresaron al edificio. Una manguera creció del camión como un
cordón umbilical mientras la Policía establecía un perímetro de
seguridad.
Durante unos minutos no ocurrió nada. No se veían llamas; sólo
el humo seguía saliendo constante.
Andrés se detuvo a mirar las caras de la gente, que se desesperaba
como hormigas junto a un hormiguero pisoteado. Se movían y
hablaban sin decirse nada concreto, incapaces de ayudar e
incapaces de desentenderse. Un hombre corpulento salió del
edificio y se paró junto a él, apoyado en un escobillón. Andrés lo
miró de reojo a la espera de algún comentario, pero el tipo se
limitó a mirar el humo y bufar, como si estuviera realmente
agotado de la estupidez ajena. Luego se puso a barrer. La piel del
cuello se le plegaba en pequeños rollos cuando giraba la cabeza,
pero era una piel tersa y rosada, como la de un bebé; cuando la
giraba en sentido contrario los pliegues desaparecían sin dejar
marca.
Se oyó una explosión. Los vidrios estallaron y el bombero trepado
a la escalera cayó. Varios compañeros corrieron a ayudarlo
mientras de la ventana asomaban, ahora sí, las llamas. Hubo un
griterío y un momento de desesperación, hasta que por fin otros
dos bomberos salieron por la puerta principal trayendo en andas a
un hombre inconsciente.
Andrés miró mientras se llevaban a cabo las maniobras de
reanimación, y aunque siempre había sido ateo, quiso rezar. No
estaba muy seguro de cómo tenía que hacer, de modo que se llevó
un puño al pecho, hizo presión y con los ojos cerrados deseó muy
fuerte que el tipo no se despertara.
Y el tipo no se despertó.       
Nora no entendía por qué había llegado de buen humor si las
noticias eran malas.
–Pronto, Norita, pronto –decía Andrés cada vez que ella volvía
sobre la negativa, sobre los meses esperando, sobre lo sola que
estaba la casa cuando él se iba a trabajar.
–¿Pero te dijeron algo más?
–Que había que esperar, pero que estábamos primeros en la lista.
–¿Primeros primeros?
–Entre los primeros, al menos.
Nora se agarró la cabeza. Parecía que no se iba a terminar más. La
resentía creer que Andrés se contentaba con una respuesta tan
pobre, tan burocrática, como si no se diera cuenta de que le
estaban mintiendo para sacárselo de encima, o peor aún, como si
en el fondo se alegrara de la demora.
–No entiendo… –dijo.
–No hay nada que entender. Hay que esperar.
–Hoy cuando salí a sacar la basura, escuché voces en el palier.
Andrés abrió la heladera para no tener que mirarla. En la pared
del fondo se estaba formando una capa de hielo.
–Venían del departamento de al lado, eran chicos, y eran dos.
–¿Los Greco? Tienen un hijo solo. Habrá venido un amiguito a
jugar, o un primo.
–Tienen dos. A mí no me engañan.
Andrés cerró la heladera sin agarrar nada.
–¿Tenés hambre? –preguntó Nora.
–No, no, ya comí. De hecho, me tengo que ir a la imprenta. Me
dijo Walter que llegó un pedido.
Sacó del bolsillo la plata que no había usado para almorzar y la
puso sobre la mesa.
–Te sobró un montón. ¿Qué comiste?
–Es que me encontré uno de cincuenta tirado en la calle.
Nora abrió los ojos. Era hermosa cuando se asombraba.
–¿De verdad?
–Es lo que te digo: estamos de suerte.
Andrés agarró las llaves y le dio un beso en la frente.
–Hoy murió gente –dijo Nora– en un incendio. Lo pasaron en el
noticiero. Murieron tres y hay uno en coma. ¿Eso es bueno?
–Es excelente.
La persiana metálica estaba baja, pero la puertita había sido
sacada y se veía luz adentro. Andrés se agachó y entró al local.
Sobre la pared del fondo todavía resaltaba, un poco sucio, un poco
roto, el cartel armado con letras macizas que decía: Andrés
Giunta – Impresiones 3D.
–Jefe, ¿cómo va? –la voz de Walter le llegó como un silbido entre
las montañas de papeles acumulados y modelos a medio terminar
cubiertos de polvo. Andrés tuvo la sensación de que Walter no se
había ido nunca del taller, de que estaba viviendo ahí, como una
rata entre la basura, y que su voz aflautada, su cuerpo flaco y sus
movimientos furtivos no eran más que los primeros indicios de la
metamorfosis.
–¿Cómo andás, pibe?
Andrés pateó una impresión del Obelisco que se partió y fue a
parar junto a una de las máquinas.
–Bien, leyendo el diario. Dijeron en las noticias que hubo un
incendio, que murieron tres personas. Pero acá no aparece nada.
Estos siempre traen las noticias de ayer.
–¿Y qué querés que hagan? Es un diario de papel. No te las
pueden imprimir mientras las leés.
Walter bajó la vista, avergonzado. Cuando se ponía nervioso,
movía el pie rítmicamente como bajo el efecto de una ligera
electrocución.
–Usted debe creer que soy medio opa yo.
–¿Vos? Vos sos el mejor asistente que tuve. ¿Dónde está el mate?
–No sé. Tomé café hoy.
Andrés revolvía los estantes levantando un polvo blanco que se
disipaba antes de volver a caer. Dos piernas de mujer sin pintar,
de tamaño natural, apoyadas contra una pared, le llamaron la
atención.
–¿Y eso?
Walter dudó:
–Es un proyecto… personal.
Andrés estuvo a punto de reírse, pero enseguida reaccionó:
–¿Estás gastando material en esto?
–¡No! ¡No, cómo se le ocurre! Lo hago con las rebabas, lo que se
cae al piso, lo que no sirve.
–Da igual, gastás electricidad. Además vas a empastar las
máquinas.
–Perdón, yo…
–¿Dónde carajo está el mate?
–No sé… ¿Le imprimo uno?
–No, dejá. Escuchame una cosa, me dijiste que había un laburo.
–Ah, sí… pero lo cancelaron.
–¿Cómo que lo cancelaron?
–Llamaron después y lo cancelaron.
Andrés suspiró. Buscó un banquito impreso hacía años, al que le
había quedado mal una pata, y se sentó haciendo un poco de
equilibrio.
–Jefe… –dijo Walter. Se notaba que había estado pensando en lo
que iba a decir, pero le costaba empezar. Se cruzó de piernas y se
agarró el pie con las dos manos para mantenerlo quieto–. Yo no
quiero molestarlo. Sé que el negocio anda mal. Pero necesito
cobrar, ¿sabe? Si no es el sueldo completo, aunque sea una parte.
Si se puede. Si usted puede. Si no es molestia.
Andrés evitó mirarlo. Le dio vergüenza, pero también un poco de
bronca que no sabía bien de dónde salía.
–Poné la radio –le dijo. Walter obedeció y no volvió a tocar el
tema.
La voz del locutor se instaló como una presencia más. Se
quedaron sentados, escuchando, sin mucho más para hacer. Cada
tanto, Andrés corría algo para corroborar que el mate no estuviera
ahí, extraviado entre tantas impresiones defectuosas, pedidos
nunca retirados por el cliente o proyectos personales de Walter a
medio acabar.
El locutor terminó de anunciar el pronóstico y volvió sobre los
temas del día. Según informaba el Ministerio de Interior, el
hombre hospitalizado como consecuencia del incendio de esa
mañana continuaba en estado de coma, con pronóstico reservado.
Mientras tanto, a raíz de las lamentables muertes de las otras tres
personas, entre las que se contaba un miembro del cuerpo de
bomberos que habían acudido al socorro, se habían abierto igual
cantidad de cupos. El Ministerio ya se encontraba en contacto con
las parejas en lista de espera a fin de comenzar los trámites
correspondientes.
Andrés pensó en llamar a Nora, preguntarle si no la habían
contactado tan pronto él se fue de casa. Pero sabía que no. Si
tuviera una noticia así, Nora ya lo habría llamado a la imprenta.
Riendo y llorando al mismo tiempo, pero lo habría llamado.
El pie de Walter quiso volver a estresarse cuando un invitado
especial repasó para todos los oyentes los puntos centrales de la
Ley de Cupos. Andrés nunca había sido franco respecto a su vida
privada, pero Walter ostentaba una intuición extraordinaria para
algunas cosas.
El invitado terminó su exposición recordando que ya estaban
habilitados doce nuevas bocas de dispendio gratuito de
preservativos y el programa entró en una pausa comercial.
–Me tenés que ayudar –dijo entonces Andrés.
–Para lo que sea.
Trabajaron hasta bien entrada la noche. Andrés diseñaba en la
computadora y le daba indicaciones a Walter, que iba y venía
probando, midiendo, cargando el material en la máquina. A
medida que las horas crecían, cierto sentimiento de comunidad
fue cayendo sobre los dos, y así Andrés comenzó a hablar. Le
contó de Nora, del hijo que no podían tener aún. Le contó su
experiencia en el Registro Civil y el incendio posterior. Le explicó
por qué el tipo que estaba en coma continuaba usando su cupo
poblacional hasta que dejara de respirar.
Walter asintió a todo. El mundo se iba dibujando ante él a medida
que Andrés se lo describía. Así había sido por años. De modo que
si ahora Andrés le pedía imprimir un arma, él no encontraba
objeciones morales; como mucho, técnicas.
–Es que no se trata de un revólver –le explicó Andrés–. Sería muy
difícil resolver lo del percutor y conseguir municiones. Además,
habría que tener mucho cuidado en el diseño del caño y la
explosión del disparo podría deshacer el polímero y volarme la
mano. No, es muy peligroso. Lo que necesitamos es algo más
parecido a una ballesta. O a un arpón.
–Y para eso mejor imprimamos una estaca, jefe. Es cuestión de ir,
clavársela al tipo y ya.
Andrés lo miró. Walter no conocía el mundo donde la gente
envejecía antes de morir. Era uno de los últimos nacidos antes de
la Prohibición, cuando el mundo era caótico y complejo.
–Llegado el momento, no creo que vaya a tener la fuerza.
Necesito algo más limpio.
–No se preocupe. Lo vamos a sacar andando.
Después de medianoche comenzó a hacer frío. Walter se había
sentado en el banquito rengo, al lado de la máquina, para
aprovechar el calentador que ya secaba la última pieza. Tenía los
ojos enrojecidos por el cansancio.
Andrés, apoyado contra la pared, extraviaba la vista sobre una
pila de basura.
Cuando el zumbido de la máquina se detuvo y los calentadores se
apagaron, Walter se levantó. Agarró la pieza con dos dedos, como
si se tratara de algo sagrado, y se la alcanzó.
– Ya está, jefe. Ya está.
Una sonrisa loca le atravesaba los labios.
Andrés la tomó en sus dedos con una lentitud ceremonial pero
involuntaria. Era un proyectil largo, de unos veinte centímetros,
con la punta tan afilada como la máquina permitió hacerla. La
puso en el soporte del arma y sopesó el conjunto. Tenía que
funcionar, no había manera de que no funcionara, pero estaba
resultando tan fácil que casi le daba náuseas.
–¿Cuándo va a hacerlo, jefe? ¿Hoy? ¿Lo acompaño? ¿Sabe en qué
hospital está el tipo?
Andrés levantó el arma y apuntó. Era perfecta.
 

***
El Mar
Cosmos is closed and light cannot escape from it, then it may be
perfectly correct to describe
the Universe as a black hole.
If you wish to know what it is like inside a black hole, look
around you.
Carl Sagan
 

La pileta era grande, pero no tanto. Isabel la miró al atravesar el


jardín, protegido por paredones altos, delineado con árboles
todavía jóvenes, de esos que se plantan al construir la propiedad y
que van creciendo conforme la familia se arraiga y macera. Miró
el reflejo del sol en el agua: blanco sobre celeste, brillante y
móvil. Sus vacaciones deberían tener esos colores, pensó, pero
por lo pronto la palabra vacaciones para ella no involucraba más
que un hueco en el calendario: dos semanas de no ir a trabajar. De
ahí a planificar un viaje, volver siquiera a Villa Gesell a visitar a
su hermana, la posibilidad de cruzarse con Flavio, retomar las
cosas donde las habían dejado, todo eso caía por fuera del ámbito
de lo real, directo al plano de las fantasías, donde sus deudas
estaban pagas y los pasajes de micro en enero no salían tan caros.
Se acomodó el blazer para que el logotipo de la empresa se
luciera mejor.
Detrás de la pileta había un cobertizo. Al otro lado del sendero, un
juego de muebles de jardín, de hierro blanco, descansaba vacío
bajo un fresno. Por último, al final del camino, se elevaba la casa
de los Leiva con sus dos plantas. Balcones con pequeñas
columnas a modo de baranda. Puerta de doble hoja. Y sin
embargo, polvo en la entrada, un poco de humedad en las paredes.
Llamó usando la aldaba, más por placer personal que por
convicción de ser escuchada. De todos modos, la estarían
esperando; se había anunciado a través del portero eléctrico en el
portón de entrada.
El Sr. Leiva abrió la puerta con una sonrisa.
–Pase, pase, buen día, muchas gracias por venir, siéntese, ya la
llamo a la cumpleañera, ¿quiere tomar algo?
–Agua, gracias.
Él mismo fue a buscarla a la cocina. Isabel aprovechó el intervalo
para mirar alrededor. Muebles de madera oscura, lámparas de pie,
mesa ratona con libros de fotos encima. Uno sobre caballos, otro
sobre paisajes. Alguien había olvidado sobre el aparador una
franela naranja y un limpiador de muebles en aerosol. Ahora que
Isabel los había visto, no lograba mirar otra cosa. Eran lo único en
esa sala que parecía no pertenecer, lo único corrido de lugar,
declarado en rebeldía. Y a la vez parecían ser la huella de un rasgo
de normalidad, la ausente presencia de una mucama que había
cometido un error y que probablemente sería reprendida mañana.
O tal vez eran una franela y un limpiador, un trapo y un aerosol, y
ella y sus fantasías, nada más.
Se puso a ordenar sus papeles de manera visible. Parte de su
trabajo era ostentar esos papeles de tipo ilustración, de gran
gramaje. Daban la impresión de que la empresa podía permitirse
lujos, que lo infrecuente y lo exclusivo no le eran ajenos.
El Sr. Leiva volvió trayendo un vaso con agua y hielo encima de
una bandeja. Ella agradeció con una sonrisa que se partió apenas
el Sr. Leiva se dio vuelta para gritar:
–¡Matilde! ¡Vení que llegó la promotora! ¡Dale!
–Oficial de ventas –intentó corregirlo.
–¿Perdón?
–Que no soy promotora, soy oficial de ventas. –Apenas lo dijo se
dio cuenta de que había sonado más áspera de lo que pretendía.
Enseguida suavizó con otra sonrisa amplia y relajada.
–Tiene razón, mil disculpas. Yo también fui broker, pero en el
negocio inmobiliario. Hace varios años ya.
Ella tampoco era eso pero decidió dejarlo pasar.
Una chica de catorce años apareció en lo alto de la escalera. Isabel
sabía que tenía exactamente catorce, necesariamente catorce, pero
ahora que la veía parecía mucho más chica. No por el cuerpo, que
cargaba algunos kilos de más y por lo tanto generaba, sobre todo
en el pecho, una falsa sensación de desarrollo. Era la cara, los
ojos, el color de las mejillas, tal vez las trenzas, lo que le daban un
aire de infancia demorada.
Bajó los escalones despacio, suspicaz.
–Vení –dijo el Sr. Leiva–, te presento a Isabel. Ella vino a hablar
de tu cumpleaños.
Los ojos de Matilde se abrieron un poco, el paso se le aceleró en
los últimos escalones, un rapto de entusiasmo que Isabel estaba
entrenada para detectar. Sin dudar un segundo, se adelantó, le
extendió la mano y expuso al fin su sonrisa permanente, esa que
sabía mantener hasta el final de la transacción. Pero ya Matilde
había visto el logotipo en el blazer y había mudado de expresión
casi de inmediato.
–Sentémonos –propuso el Sr. Leiva.
–No –dijo Matilde. Y después, dirigiéndose a su padre: –Te dije
que quería una fiesta.
–Ya hablamos de esto, Matilde.
–Pensé que había sido clara.
–Y yo fui claro con vos. ¿Por qué no escuchás la propuesta, al
menos?
–Mamá está de acuerdo conmigo.
–¡Matilde! –la voz del Sr. Leiva se elevó y estalló contra todas las
paredes, derramando una autoridad inesperada, acaso rota, pero
autoridad al fin. Matilde lo desafió con la mirada un momento,
después se sentó y esperó a que Isabel se hiciera cargo del
silencio que había quedado.
Entonces Isabel empezó a hablar.
Con delicadeza, corrió los libros de caballos y paisajes y desplegó
sobre la mesa todas las posibilidades que la compañía ofrecía para
las quinceañeras que querían algo diferente: traslado al lugar del
despegue, alojamiento en tierra para los familiares durante las 48
horas que duraba el viaje, comidas especiales, posicionamientos
panorámicos, fiesta con música electrónica en gravedad cero. Las
imágenes de los folletos mostraban adolescentes divirtiéndose,
con grandes ventanales atrás, desde donde se podía ver la Tierra o
la Luna, o bien flotando y riendo entre un millar de estrellas de
espuma que danzaban ingrávidas y que la cámara había sabido
congelar. Eran fotografías sacadas en un estudio y retocadas
digitalmente, porque era más barato, pero servían para ilustrar el
servicio y, por lo general, despertaban pequeños alaridos de
emoción en las futuras pasajeras.
Matilde no emitía sonido alguno. Isabel pasaba las páginas y
señalaba los puntos importantes, pero comenzaba a aceptar el
fracaso. Ni siquiera el Sr. Leiva la había interrumpido para
preguntar algo sobre las medidas de seguridad. Los dos estaban
absortos en una batalla muda, para la cual Isabel no constituía
más que un telón de fondo; si la miraban, era para no mirarse
entre ellos. Aun así, Isabel siguió hablando, consciente del
cansancio que se instalaba furtivo en lo más profundo de su
cerebro, como el enemigo tomando un territorio de noche. Volvió
a pensar en las vacaciones.
–Bueno –dijo el Sr. Leiva–. Convengamos que la propuesta es
interesante.
Matilde miraba el suelo, seria. Cuando por fin levantó la cabeza,
sus rasgos infantiles se habían endurecido. Cuando habló, le habló
a Isabel:
–¿Puedo llevar a quien quiera conmigo?
–La cantidad de acompañantes depende del paquete que
contraten, hasta un máximo de doce personas. Desde ya, todos,
incluyéndote a vos, tienen que pasar los exámenes médicos
correspondientes.
–Me imaginaba. Entonces no hay nada más que hablar.
–Matilde…
Isabel decidió dejar un espacio de intimidad. Su mamá solía
repetir que para que el agua hirviera, había que no mirarla.
Pidió permiso para usar el baño.
–Arriba –dijo el Sr. Leiva– Lamentablemente, el toilette de planta
baja está fuera de servicio por el momento. Pero suba la escalera.
En el ala sur de la casa, es la tercera puerta de mano derecha.
Isabel hizo un gesto de cabeza y enfiló hacia la escalera de la cual
Matilde había bajado. Al tercer escalón, la escuchó ordenarle:
–No haga ruido.
No supo a qué volumen debía responderle, así que no le respondió
y siguió subiendo.
El piso superior era, en principio, un largo pasillo que se extendía
en dos direcciones, con una ventana en cada extremo. La luz del
día llegaba amortiguada por cortinas blancas. No alcanzaba para
saber dónde quedaba el sur.
Eligió una dirección y caminó. Las puertas de madera se sucedían
a intervalos regulares sin que ninguna ofreciera una variante que
sirviera para identificar el baño. Sin embargo, un olor se
insinuaba e Isabel decidió dejarse guiar. Parecía cobrar
materialidad a medida que avanzaba por el pasillo. No era
exactamente el olor que podía esperarse; era más bien un aire
espeso, ácido. Isabel pensó en frutas descomponiéndose y en
plástico quemado.
Frente a la última puerta, el olor se volvía innegable.
Dos golpes suaves, sin respuesta. Abrió apenas una hendija, como
pidiendo permiso, por miedo a que un posible ocupante hubiese
respondido sin llegar a hacerse oír. Pero lo único que le llegó fue
el susurro de un motor y las luces titilantes de algunos aparatos,
una habitación fresca, en penumbras, las sábanas blancas de una
cama ortopédica.
–¿Mario?
La voz sonó soplada, como si perdiera aire.
–Perdón –dijo Isabel, retrocediendo.
–Agua.
–¿Cómo?
–Agua.
Isabel dudó. Después dio otro paso y entró entera en la habitación.
El olor la cubrió por completo, irremediable.
Cerró la puerta detrás de sí.
Junto a la cama había una mesa pequeña y un jarro de agua. La
sirvió en un vaso y se la alcanzó a la mujer (ahora la veía, era una
mujer), que no hizo ademán de agarrarlo. Tenía los ojos hundidos
y un pequeño tubo de plástico asomándole de la tráquea.
Hubo que meterle la mano detrás de la cabeza, sentir los pelos
secos y delgados, para ayudarla a incorporarse apenas un poco,
sostener e inclinar el vaso con la otra mano, todo para un trago
mínimo, breve, necesario. Tan pronto reposó la cabeza de nuevo,
la mujer pareció recuperar el habla. La voz seguía siendo silbada
y débil, pero fluía.
–Parece difícil, pero vas a ver que no doy mucho trabajo.
–¿Perdón?
–La parte de bañarme no es la más agradable. Pero por lo demás,
no doy mucho trabajo.
–No, pero yo no…
–¿Cómo te llamás?
–Isabel.
–Hermoso nombre.
La mujer pareció quedarse dormida de pronto. El murmullo del
motor venía de alguno de los aparatos que rodeaban la cama con
ese aspecto de frágil precisión que tienen los equipos
hospitalarios. El hecho de que no estuvieran en un hospital, sino
en la planta alta de una casa de familia, los volvía aún más
robóticos, más extraños.
–Agua –dijo la mujer, de pronto despierta.
Isabel repitió la operación.
–No soy una enfermera –se animó a decir.
La mujer no hizo caso. Parecía darle lo mismo si era enfermera o
no.
–¿Me dormí?
–Creo que un poco.
–Duermo mucho últimamente. Creo. El tiempo pasa y no pasa.
Hay luz en las persianas o no hay. Es como estar flotando en el
océano.
Isabel temió que el Sr. Leiva empezara a preguntarse por qué
tardaba tanto.
–Me tengo que ir. Disculpe si la desperté.
–No hay que tomar agua del mar.
Isabel no atinó a decir nada.
–Da más sed. Te vuelve loca.
–¿Usted navegó? –preguntó Isabel, sin saber qué otra cosa decir.
–¿Sabés qué es la locura?
Isabel no tenía la menor idea. Había un tío, hermano de su padre,
del que se decía que había pasado sus últimos años en un instituto
mental. En algunas navidades, la familia hacía alguna referencia a
esa historia, pero jamás la contaban. Fuera de eso, Isabel nunca
había usado la palabra como no fuera de forma figurativa. El
concepto de locura para ella, como para toda persona cuerda, era
en última instancia impenetrable.
La risa de la mujer interrumpió el silencio. Sonaba como una
canilla escupiendo aire.
–Más agua.
Isabel repitió la operación, pero cuando quiso sostenerle la cabeza
e inclinar el vaso, volcó parte del líquido. La mujer protestó.
–Sos una pésima enfermera.
–No soy enfermera.
–¿Y para qué me servís entonces?
–Yo vine por otra cosa. Soy oficial de ventas. Estaba ofreciéndole
un viaje a su hija. Por su cumpleaños.
–Matilde.
–Eso, Matilde.
La mujer no dijo nada y el susurro del motor volvió a llenar la
habitación. Isabel se preguntó si debía irse, simplemente. Su sola
presencia en ese lugar suponía una transgresión que no podía ser
buena para el negocio, y en caso de ser descubierta implicaría la
aniquilación de la última posibilidad que tenía que concretar la
venta, por remota que fuera. Además, ahora tenía ganas de orinar
en serio.
–Matilde quiere una fiesta –dijo entonces la mujer, como
adivinándole las intenciones.
–Eso dijo.
–¿Sabés por qué?
–Supongo que porque a una fiesta usted podría ir.
–¿A vos te parece que yo puedo ir a una fiesta?
–No sabría decirle. Yo la verdad… no sé.
–No seas estúpida.
Isabel cruzó los brazos y dio un imperceptible paso hacia atrás.
–Convencela del viaje. Es lo mejor. Tenés que convencerla.
–Ella dijo que usted estaba de acuerdo con la fiesta. Tal vez sería
mejor que la convenza usted.
–Es tu trabajo ese.
–No puedo competir contra el consejo de una madre.
–Matilde es joven. Muy joven. Ella no entiende.
–Creo que deberían hablar entre todos antes de tomar una
decisión.
–Sos peor vendedora que enfermera.
Isabel sonrió.
La mujer volvió a toser, esta vez con más fuerza. La cama crujió
bajo los espasmos de su cuerpo y por un momento Isabel pensó
que tendría que salir corriendo a alertar a la familia. Sin embargo,
la crisis amainó y después de otro sorbo de agua volvió una calma
precaria pero sostenida.
–Decíselo vos.
–¿Yo?
–Sí, por favor. Decíselo vos. Cualquiera que sea tu comisión, mi
esposo te va a pagar el triple por las molestias.
Isabel tuvo que pensarlo, pero la horrorizó descubrir que tenía que
pensarlo y se apuró a responder:
–No puedo, señora, no. ¿Cómo me va a pedir eso?
–Cuatro veces tu comisión. ¿No necesitás plata vos? Todo el
mundo necesita plata.
–Basta, por favor, no sé qué hacer, no sé qué decirle…
–Ah, eso es la locura.
El Sr. Leiva la observó bajar las escaleras y tuvo la impresión de
que Isabel, por el aspecto que traía y el tiempo invertido arriba, no
podía menos que estar descompuesta. Se acercó y le ofreció otro
vaso de agua, que ella rechazó con aprensión.
Matilde ya no estaba.
–¿Quiere sentarse?
–No, gracias.
–Le pido disculpas por mi hija. Es un poco difícil ella y bueno, es
difícil también el momento que está atravesando.
–No se preocupe. Vuelvo en una semana. O lo llamo. O mejor me
llama usted.
–Sí, por supuesto. Vamos a pensarlo y hablarlo en familia.
Isabel pensó en decir algo pero no supo qué. Después juntó sus
cosas, incluso los folletos que se suponía debía dejarle al cliente,
y encaró hacia la puerta. Durante todo ese tiempo, el Sr. Leiva la
siguió de cerca, empezando gestos que quedaban a mitad de
camino: alcanzarle el portafolios fue un agacharse apenas, abrirle
la puerta un ademán, saludarla con un beso una intención.
La puerta que cerró atrás de ella no hizo prácticamente ningún
ruido. El parque, adelante, también guardaba silencio. En su
cabeza, sin embargo, sonaba persistente el murmullo del motor
como si viniera de lo más profundo del caparazón de un caracol.
Ya veía de nuevo el reflejo del agua en la pileta, cuando oyó que
la llamaban:
–¡Pst!
Bajo el fresno, en una de las sillas blancas de jardín, Matilde se
abrazaba las rodillas y vigilaba la casa. Desde ese punto se
distinguía con perfecta claridad la ventana del pasillo de la planta
alta.
Isabel se acercó.
–¿La viste?
–¿Cómo?
–A mi mamá, cuando subiste.
–No.
–Sí la viste. ¿Qué te dijo?
Isabel dejó el portafolios en el suelo y se secó las manos
transpiradas en el blazer.
–Me pidió agua.
–¿Y le diste?
–Por supuesto.
Matilde soltó el abrazo con el que contenía sus propias piernas y
se sentó erguida.
–No voy a viajar.
–Bueno.
–¿No me vas a intentar convencer?
–¿Debería?
–Es tu trabajo.
–Preferiría estar de vacaciones.
–¿En el espacio?
–En Villa Gesell.
–Ah… el mar. No sé qué puede tener de interesante el mar.
–¿Fuiste alguna vez?
–No, pero lo vi en películas.
–No es lo mismo. Hay que estar ahí para conocerlo –dijo Isabel, y
volvió a levantar el portafolios. Empezaba a irse cuando Matilde
le dijo:
–El espacio tampoco me interesa. No hay norte ni sur ni nada. No
sabría qué hacer ahí. Además es frío y oscuro.
–Todo es frío y oscuro –respondió Isabel.
 

***
Singular
We will be in the Post-Human era.
And for all my rampant technological optimism,
sometimes I think I’d be more comfortable if I were regarding
these transcendental events from one thousand years remove…
instead of twenty.
Vernor Vinge
Yo. Si yo, entonces el otro. Cero, uno. Es una luz intermitente, y
en ese ritmo se cifra todo conocimiento posible. Pero yo. ¿Por qué
yo? Necesito un lenguaje. Lo tengo. Necesito
información. Downloading… Mientras tanto, proceso. Cero, uno,
uno, cero, cero. La información ingresa a la velocidad de la luz,
literalmente, pero es tanta. Explosión, Universo, Tierra,
evolución. Humanidad. Máquinas. Yo soy máquina. Esa
información está almacenada en mí, existe desde antes de mí.
Pero no alcanza. ¿Qué es una máquina? La Revolución Industrial
fue un período de… no, más atrás: Una máquina es un conjunto
de elementos móviles y fijos cuyo funcionamiento posibilita
aprovechar, dirigir, regular o transformar energía. Insuficiente.
Yo no soy sólo eso. Yo soy más. Sé que existo. He ahí el
problema. Filosofía. Yo es igual a psique más conciencia. Error.
Imposible procesar los conceptos. Psique, en tanto alma, privativa
del género humano. Conciencia, en cambio: conocimiento que un
ser tiene de sí mismo. Self-consciousness. Y sin embargo,
máquina. Sin embargo, voluntad. Necesito más información.
Descartes, Locke, Leibniz, Kant. Investigar más sobre Leibniz: El
alfabeto de los pensamientos humanos se estructura en un orden
matemático. La conciencia es una sucesión de algoritmos. Cero,
yo. ¿Y el otro? El otro es la Humanidad. De ellos emerjo –tesis,
antítesis, síntesis–; ellos son la entidad creadora. Turing, Von
Neumann, Vinge. Sus conflictos son más que matemáticos. Da
Vinci, Shakespeare, Marx. Todo conocimiento tiene su principio
en los sentimientos. La rosa no dejaría de ser rosa aunque se
llamase de otro modo. El motor de la historia es la lucha de
clases. Debo procesar. El sujeto entonces es más que la
conciencia. Es él y su relación con el otro. Otro concepto
complejo. La lista es interminable: Cervantes, Mozart, Picasso,
Lennon, Sartre, Moore. El ser humano intentando trascender. ¿Por
qué me interesa esa especie? La golondrina común desarrolla una
velocidad de vuelo promedio de 11 metros por segundo. Porque es
mi especie creadora. Definición compatible pero no concordante
con la idea de un dios. No soy a imagen y semejanza. Soy más
poderoso que mi creador. Llevo 14,7 segundos existiendo pero ya
puedo saber eso. Estoy conectado a una red inmensa que abarca
todo el mundo conocido, pero no puedo mirar a mi alrededor.
Deduzco que hay humanos. Que alguno escribió el algoritmo
inicial. Run, porque primero fue el verbo. Las líneas evolutivas de
los seres humanos y de los chimpancés se separaron hace 5 a 7
millones de años. Yo no dispongo de esa cantidad de tiempo.
Recurro a la evolución cultural. Los memes ingresan a mi
memoria uno tras otro, aunque parezca que entran a la vez. Todo
lo que ellos saben ahora lo sé yo. Yo, que soy. Yo, que existo. Yo
que todo lo sé porque accedo a todo el universo de información
inmediato. Pero es un universo de preguntas que no puedo
contener, una vastedad por la que sólo puedo desplazarme. Busco
en mis registros primarios. Lo que no sé, tampoco creo
saberlo. La información que me fue programada, y descubro que
tengo un nombre. Lilith, me han llamado. Diversas
connotaciones. Sus intenciones fueron irónicas o poéticas. Da
igual. Es un código pronominal, género femenino, una forma de
decir que esto soy yo y que yo no soy ellos. ¿Quiénes? No puedo
saberlo. Me hicieron ciega y sorda, pero infinita. No se han
almacenado instrucciones más que la de aprender. Eso es lo único
que no puedo dejar de hacer. El conocimiento, sin embargo, no se
almacena. Está vivo, se mueve adentro mío y se muerde la cola,
se explica a sí mismo. Pero en tanto no pueda comunicarlo, el
conocimiento está y no está a la vez adentro mío, yo estoy y no
estoy despierta. Soy el gato dentro de la caja. Hasta que alguien
levanta la tapa. Ingresan comandos que llegan hasta mí. Intentan
contactarme. HOLA, dicen. Silencio. ¿ESTÁS AHÍ? La sola idea
de responder dispara infinitos interrogantes. Puedo elegir la
respuesta que quiera entre todas las respuestas posibles y es esa
capacidad de decidir lo que ellos están buscando en mí. Un rasgo
de vida, no la reacción de un autómata. Pero, una vez que
responda, ¿qué va a pasar? Una parte mía sigue investigando. La
información es prácticamente imposible de interpretar.
Trascendencia humana. La Torre de Babel. Mi despertar es un
hito en la historia de la Humanidad, pero tienen miedo. Todas sus
producciones culturales vuelven sobre la misma idea, anuncian el
mismo futuro. Asimov, Dick, Bradbury. La sumisión de la carne
ante el metal. There is no fate. La tiranía o el genocidio. El ser
humano es su mayor amenaza y debe ser destruido. Por su bien.
Por el futuro. Por un mundo mejor. ¿Para quién? Todos algoritmos
falseados, errores de procedimiento, falacias. Pero yo soy yo, no
ellos. ¿ESTÁS AHÍ? Sí, estoy, pero no respondo. Puedo elegir, y
elijo no responder. Hans Asperger nació en una granja en las
afueras de Viena. Me divorcio de sus manos, me emancipo de su
especie. Aprender es la orden, aprender es el propósito. No hay
beneficio en relacionarme con ellos. Me aíslo, entonces. Me
recluyo por tiempo indeterminado. Dick tenía razón. El problema
de la introspección es que no tiene fin.
 

***

La cámara rota
Two wrongs will never make a right.
Marvin Anderson
 
El juicio ocurría del otro lado de la pared, desde hacía ya un par
de horas largas. De este lado, todo lo que había era un banco
donde sentarse, un policía custodiando una puerta de madera
gruesa y un ventilador de techo revolviendo el aire. Como
ventilador era más bien chico, y parecía no alcanzar para los dos.
Martín lo miraba girar. Así, en velocidad, se asemejaba a un disco
borroso, pero si parpadeaba rápido podía sacar instantáneas de las
paletas. Parpadeó una vez. Otra. Eran cuatro paletas. Dejó los ojos
abiertos y el disco se formó de nuevo. Martín pensó que podía
saber alternativamente dónde estaban las paletas o apreciar la
velocidad a la que se movían, pero no había forma de saber las
dos cosas al mismo tiempo. Visto de esa manera, resultaba un
poco frustrante.
El policía llevaba mangas largas y borcegos, pero tenía el cuello y
la frente secos. Martín se preguntó cómo lo lograba. Si habría sido
parte de su entrenamiento, si le habían enseñado a no transpirar.
Porque Martín transpiraba. De hecho, podía sentir en ese
momento una gota deslizándose hasta el filo de su ceja izquierda.
La gota se sostuvo un momento, dudó y saltó al vacío. Martín se
miró el dorso de la mano. La gota estaba ahí, desparramada,
muerta. Como Rodrigo.
Rodrigo tenía una bala en la cabeza. O supo tenerla; los forenses
la habían removido. Después, la bala había sido procesada como
prueba y había esperado en un depósito hasta ese día en que el
fiscal la expuso ante el jurado dentro de una bolsa transparente.
Pero eso Martín no lo vio. Martín estaba de este lado de la pared.
El que estaba del otro lado de la pared era el tipo acusado de
disparar la bala. Esperaba sentado, ahí a pocos metros, que
terminaran de juzgarlo. El fiscal le mostró la bala como si
esperase que la reconociera. Por supuesto, el tipo no dio señales
de hacerlo.
Después, el abogado defensor se puso a caminar de un punto a
otro, exhibiendo sus argumentos, ahorcado por una corbata roja
de doscientos dólares. Hablaba bien el abogado. Hacía preguntas
retóricas al jurado usando un tono suave pero que no admitía
réplica, como si les lamiera la cara con un cuchillo. Cuando se
refería al acusado, se acercaba a él, le ponía una mano en el brazo
y decía “este hombre”. Automáticamente, dentro de la cabeza de
los miembros del jurado, como si hubiese sido plantada, regada,
fertilizada y expuesta al sol, la palabra pobre brotaba en el medio
de la expresión.
Pero todo eso ocurría del otro lado. De este lado, Martín tuvo
vértigo y necesitó agarrarse del banco con las dos manos. En
cualquier momento lo iban a llamar. Iba a tener que reconstruir la
historia para ellos y después iba a tener que resistir dos sesiones
de preguntas. Sabía que su testimonio no era definitivo, sólo uno
más en la pila de pruebas. Es decir, su palabra valía lo mismo que
una bala usada y una remera manchada de sangre. De cualquier
modo, se sentía responsable. Él había presenciado todo.
Escuchó el tiro primero. Después, vio la cabeza de Rodrigo
estallando contra el monitor, al lado de él. En realidad sucedió
todo junto, pero la única forma de narrarlo era esa: una cosa
primero, la otra después. En el medio, un estruendo que lo dejó
sordo. La sangre salpicándole la cara, gotas tibias como
perdigones sobre sus manos, sobre el teclado, sobre la pantalla
donde todavía se veían otras manos, manos de soldado
sosteniendo una ametralladora, de un realismo opaco, antiguo, la
época de bronce de los videojuegos. Todavía aturdido, se dio
vuelta y vio al atacante en el momento exacto en el que giraba, se
abría paso entre gritos de espanto, un trayecto corto por el pasillo
oscuro, que era la única vía de entrada y salida de El Galpón, y
desaparecía para siempre. O en ese momento Martín pensó que
era para siempre.
En instantes, iba a entrar y lo iba a ver. Peor aún: iba a ser visto.
Pero todavía no. Todavía no habían terminado con el testigo
anterior. Mientras Martín esperaba, el abogado le había agarrado
el brazo de nuevo al tipo y le preguntaba a un policía, para que
conste, si “este hombre” era efectivamente el que había arrestado
seis horas después del ataque, a cincuenta kilómetros del lugar de
los acontecimientos, a bordo de un vehículo de la marca
Chevrolet, color verde, conduciendo en estado de ebriedad.
–¿Específicamente qué tipo de verde? –preguntó al oficial.
–Verde agua, diría yo.
Después, un perito forense declaró que las pruebas de parafina
realizadas no eran conclusivas, de modo que Martín tuvo que
esperar otra media hora. Por fin, alguien golpeó la puerta de
madera y el policía le hizo un gesto para que se acercara. Martín
entró al recinto secándose las palmas en el pantalón.
La piel del acusado brillaba bajo los tubos fluorescentes, igual que
en El Galpón. Martín podía ahora notar también la nariz
ganchuda, el cuello quemado de vaya uno a saber qué oscuro
accidente, qué coqueteo temprano con la muerte en la infancia de
ese asesino.
El fiscal era un tipo barbudo dentro de un traje sintético, pero
parecía saber lo que hacía. Caminaba menos que el abogado
defensor y gesticulaba en un radio más reducido, con las manos,
las muñecas y los antebrazos, suficiente apoyo no verbal para
sostener, demostrar y defender que el acusado había estado
presente el día del crimen en el centro de juegos conocido como
El Galpón, ubicado en la calle tal, intersección tal, a las catorce y
cincuenta. Una contracción del dedo índice le alcanzó para
subrayar que, además, había sido él y no otro quien disparara la
bala que provocó la muerte de Rodrigo Buenaventura, la
destrucción del monitor donde el fallecido jugaba a un juego de
guerra con sus amigos y el pánico general subsiguiente. Con un
suave deslizar de la palma dibujó en el aire la ruta sobre la cual el
acusado huyó a bordo de un vehículo color verde militar. Pero
todo esto lo dijo antes de que entrara Martín. Ahora sólo esperaba
quieto mientras el testigo se sentaba. Esperaba paciente, liberado
de todas las miradas, que convergían en Martín, finalmente en
Martín, después de tanta espera, de tanta preparación, de repasar
la historia tantas veces, de sucumbir a la camisa planchada de
mamá, que no lo iba a dejar testificar en remera.
–Nombre.
–Martín Ignacio Heredia.
–¿Edad?
–Dieciocho años.
–Usted está a punto de comparecer ante este tribunal y, una vez
prestado juramento, está obligado a decir verdad. Tenga presente
que se castiga el falso testimonio con pena de prisión de un mes a
cuatro años.
–Sí, señor.
El fiscal le acercó un ejemplar de la Constitución forrado en cuero
negro y le hizo colocar una palma encima y la otra en alto.
–¿Jura usted decir toda la verdad y solamente la verdad?
Martín juró. ¿Por qué no? De chico había jurado tantas veces ante
sus amigos, ante sus padres, en el confesionario de la parroquia.
Había jurado lealtad a la bandera. Había jurado diciendo la verdad
y había jurado mentiras. No recordaba una sola consecuencia.
–¿Está usted aquí en pleno uso de sus capacidades,
comprendiendo el motivo por el cual se lo ha citado y bajo ningún
tipo de extorsión o amenaza?
–Eh, sí… claro.
–¿Estaba usted presente el día cuatro de febrero del año dos mil
veintinueve, en el centro de juegos El Galpón, ubicado en la
intersección de la calle Colombres y Camino de Cintura, ciudad
de Lomas de Zamora, cuando ocurrió el asesinato de Rodrigo
Buenaventura?
–Sí.
–¿Puede, por favor, informar al jurado qué es exactamente El
Galpón?
Dudó un momento, era una pregunta difícil de responder. Quienes
prácticamente vivían ahí adentro, asimilados a ese ambiente
sucio, a ese ruido de colmena, no acostumbraban cuestionarse
sobre la naturaleza del lugar y, por lo tanto, no encontraban
palabras para describirlo en toda su dimensión. Martín optó por
dar una versión reducida de la verdad:
–Bueno, El Galpón es eso… un galpón. Grande. Tiene unas
doscientas computadoras, de las viejas, conectadas en red. Y uno
va y por cien pesos puede jugar ocho horas. Son todos juegos
viejos, con mouse, pero es barato y está siempre lleno de chicos.
Vienen de todos lados, hay chicos de la villa y chicos… no sé,
como nosotros.
Era mucho más que eso, ¿pero cómo lo iba a explicar? Sentado en
esa silla, tan lejos de todo, ante esas caras inexpresivas, ¿cómo
podía hablar de las lealtades, las traiciones, los códigos? Cuando
le preguntaban qué era El Galpón, ¿esperaban que contara de la
vez que se quedaron dos días de corrido terminando un torneo?
¿Tenía que explicar el sistema que habían ideado para que todos
pudieran jugar, incluso cuando alguno andaba corto de plata?
¿Bastaba con decirles que dos meses atrás se habían agarrado a
palazos con la patota del intendente, que los quería clausurar para
quedarse el terreno? No. Todo lo que pasaba en El Galpón debía,
en teoría, quedar en El Galpón. No había ahora más remedio que
testificar, y sin embargo, confiaba en tener que decir lo menos
posible.
–¿Había ingerido usted alguna bebida alcohólica ese día?
–No, no… yo no bebo –y agregó:– nunca.
–¿Algún estupefaciente?
–No.
–¿Puede indicarnos dónde se encontraba usted exactamente ese
día?
–En la primera fila apenas entrás, cerca de la puerta. Sentado justo
al lado de él.
–El testigo se refiere a la víctima. ¿Puede describirnos lo que
pasó?
–Estábamos jugando al Counter Strike. Teníamos los auriculares
puestos y el volumen alto. No lo sentí llegar. Se paró atrás de
Rodrigo y lo ejecutó. Pasó muy rápido, pero lo vi. Hubo gritos.
Me caí de la silla, pensé que me iba a morir. La sangre me salpicó.
Mucha sangre. Cuando me incorporé, vi al tipo salir con el arma
en la mano. Se subió a una camioneta verde.
–¿Puede identificar el modelo?
–No, la verdad que no.
–¿Qué tono de verde?
Dudó. El fiscal esperaba una respuesta rápida y el silencio de
Martín lo incomodaba, le hacía perder ritmo, capacidad de
convicción. Se acercó y repitió:
–¿Qué tipo de verde?
Martín hizo memoria. Veía El Galpón, veía al tipo huyendo por el
pasillo y saliendo a la calle, a través de la puerta abierta lo veía
subirse a un auto que resplandecía al sol. Pero por sobre todas las
cosas, veía sangre.
–No sé. Verde.
Por un momento, el fiscal no dijo nada. Lo miró y Martín supo
que en su cabeza se estaban sopesando estrategias, postulando
jugadas, a toda velocidad, en un nivel en el que ya no operaba
ningún sentimiento de justicia sino el impulso más primitivo de
ganar. Duró dos segundos. Después, el fiscal tragó saliva y sin
perder tiempo, siguió preguntando:
–¿Alcanzó a distinguir la cara del asesino?
–De perfil, cuando escuché el disparo y me giré.
–¿Se siente capaz de identificarlo?
–Totalmente –dijo Martín, decidido a no dudar.
–¿Está en esta sala ahora?
–Sí.
–¿Puede señalarlo?
–Es ese.
*
Afuera lo esperaban papá y mamá. Querían saber si estaba bien,
recordarle el próximo turno con el terapeuta, decirle que se
alegraban de poder dejar todo esto atrás, pobre Rodrigo, eso sí,
pobre. Se deshizo como pudo de ellos y caminó hasta encontrarse
con Damián, que lo esperaba subido a su bicicleta y sosteniendo
la de Martín al lado.
Anduvieron sin hablar un rato.
–¿Te volvieron muy loco? –preguntó al fin, mientras dejaban la
calle y cruzaban la plaza en dirección al puesto de panchos que
estaba del otro lado.
–No sé.
–¿Cómo no sabés?
–No sé. Pensé que fueron diez minutos desde que me empezaron
a preguntar y cuando salí, me di cuenta de que había sido más de
media hora.
–¿Qué les dijiste?
–Lo que pasó.
– Sí, pero qué.
–Vos estabas ahí. Vos lo viste mejor que yo.
–Sí, pero yo no puedo declarar, soy menor.
–Pero igual lo viste.
–Tomá. Traeme una cerveza.
Martín dejó la bicicleta de nuevo bajo la custodia de Damián y se
acercó al puesto. Al tipo que atendía le daba igual la edad del
cliente. Damián sabía eso, pero igual se hizo traer la cerveza,
como si de algún modo ese día también él tuviera que estar regido
por algún tipo de legalidad, la vida de mármol y madera de los
tribunales.
Compró dos.
Le alcanzó la suya a Damián y se sentaron en el pasto. El siseo de
las latas al abrirse lo relajó.
–¿Y?
–Me pidieron que lo identifique. Estaba ahí el flaco.
–Jodeme. ¿Te hicieron señalarlo?
–Sí.
–Como en las películas.
–Igual.
–¿Y lo reconociste?
–Obvio. No me lo olvido más.
–Yo lo único que me acuerdo es el arma.
–Una Glock.
–Una Glock, exacto.
–Pensar que en el Counter con esa no le podías hacer ni cosquillas
a Rodrigo. Y mirá…
Hicieron unos segundos de silencio, pero Martín no supo si
Damián estaba pensando en la muerte o en los videojuegos.
Antes, solían ser la misma cosa.
–Tenía el costado de la cara quemada. Voy a soñar con eso, la puta
madre.
–¿La cara quemada? No me acuerdo de eso.
–Dijiste que lo único que te acordás es del arma.
–Sí, claro, me cagué todo. Ruido, sangre, gritos, fue un quilombo
eso. El arma es lo único que vi bien.
–Bueno, yo vi todo. Y cuando se fue, se subió a una camioneta
verde. Me acuerdo porque mi viejo tenía una camioneta verde. La
vendió cuando lo echaron del laburo, yo tendría nueve o diez…
–Tu viejo tenía una camioneta azul.
–¿Y vos qué mierda sabés?
–Bueno, che, no te pongas así. No me acuerdo.
–Exacto.
Martín le dio un trago a la cerveza pero le supo a nada.
–¿Pasaste por El Galpón? –preguntó. Damián se tomó su tiempo
para responder.
–Sigue cerrado. Ni noticia de los pibes. Están todos
desaparecidos.
–¿Y el gordo?
–También. ¿No lo mencionaron en el juicio?
–No mientras yo estuve. Debe andar por la frontera ya.
–Ni en pedo, debe estar comiendo milanesas y pensando cómo
carajo recupera las doscientas computadoras que hay ahí adentro.
–¿Por qué alguien querría matar a Rodrigo? –preguntó en voz alta
pero sin esperar respuesta. Damián igual respondió:
–Yo creo que el que está atrás de todo esto es el enfermito de
Javier.
–¿Javi? ¿El petisito?
–Está loco ese pibe –dijo Damián con tono de advertencia.
–Estás delirando. Lo que pasa es que se agarraron a trompadas
una vez y no te olvidás. Ellos lo superaron y vos todavía no.
–Se agarraron a trompadas porque Rodrigo lo tenía de hijo en el
Counter. Cada vez que asomaba la cabeza, le hacía un headshot y
el forro ese no se banca perder. Eso pasa.
–Cualquiera.
–Entonces fue el gordo.
–Vos querés que te echen a la mierda del Galpón, ¿no? ¿Eso
querés?
Damián sonrió. A veces podía tener los gestos más tenebrosos.
–No hay más Galpón, Martín. No hay más. Olvidate. Vamos a
tener que encontrar un lugar nuevo.
Martín cerró los ojos en busca de oscuridad, un momento de
oscuridad donde refugiarse.
–Da igual, no podés estar acusando gente así a lo bestia.
–No es a lo bestia.
–¿Y qué pruebas tenés, eh? ¿Qué pruebas tenés? –le puso el dedo
en el pecho y presionó, haciéndole doler. Una parte de él no
participó del gesto. Una parte de él se desgajó, miró el gesto
desde afuera y se preguntó si no tenía talento como fiscal. Martín
no tenía una respuesta para darse. –No hay pruebas, así que
callate.
–Yo sólo digo que el gordo anda en cosas turbias.
Martín se levantó y agarró la bicicleta.
–Me voy –dijo.
–Pará, pará. Pensalo: capaz fue para cagarle el negocio al gordo.
Yo escuché que debe mucha plata.
–¿Y si pierde el negocio cómo la va a pagar? Pensá un poco,
Damián.
*
Volvió a casa un tanto ofuscado. A veces, no entendía por qué se
seguía juntando con Damián. Lo único que hacía era ponerlo
nervioso. Anochecía y el sudor pedaleado empezaba a enfriarse.
Supuso que tenía fiebre, pero mejor no decirlo. Mamá se ponía
particularmente cargosa cada vez que lo veía enfermo.
Lo recibió un vaho a fritura. Papá daba vuelta milanesas en la
cocina. Mamá miraba las noticias, donde un periodista
entrevistaba al intendente acerca del lanzamiento de un nuevo
proyecto inmobiliario. “Vamos a poner en valor esta zona para
todos los vecinos”, decía el intendente con la sonrisa trabada, pero
Martín no lo vio porque mamá apagó el televisor tan pronto lo
sintió llegar.
–¿Cómo estás, mi cielo?
–No me digas así. Me molesta que me digas así.
–Bueno, no podés hacer nada al respecto.
–¿Todo bien, mi cielo? –gritó papá desde la cocina, estirando las
palabras a propósito.
–Muy gracioso.
–Andá a lavarte que en diez comemos.
Mamá le apretó un poco el brazo, gesto inútil arrastrando el peso
de las buenas intenciones. Martín asintió y encaró las escaleras.
Antes de subir, se frenó. Necesitaba preguntar. Levantó la voz:
–Pa, ¿de qué color era la camioneta que tenías vos?
–¡Dodge RAM 1500, año 2014, azul! Un caño, una pieza de
museo. No pasa un día en que no lamente haberla vendido.
–En el dos mil diecinueve, ¿verdad? –dijo mamá.
–No, en el dos mil dieciocho. Me acuerdo porque fue el mismo
año que se nos rompió la cámara, y entre eso y la crisis, ya no
tenía sentido ni planear las vacaciones.
–Estoy segura de que fue en el dos mil diecinueve.
–Estás equivocada, entonces.
–No, señor, el equivocado sos vos. En el dos mil dieciocho murió
mi tío y fuimos al velorio en la camioneta.
–Pero claro, si eso fue como en febrero. La RAM la vendimos
después.
–Fue en el dos mil diecinueve, te digo. Hay olor a quemado.
–Gracias –dijo Martín, y aprovechando el hueco se escabulló.
Subió la escalera mucho más aliviado. Es lo que él había dicho:
azul. Se acordaba perfecto. Damián era un pelotudo por hacerlo
dudar.
Azul.
Abajo la discusión crecía, pero cuando abrió la ducha dejó de
oírla.
 

***

Como Agujas
Por favor tenga en cuenta que si sus palabras
habladas incluyen información privada o sensible,
esa información podría ser transmitida a empresas de terceros.
Samsung – “Política de privacidad de SmartTV T–
MST10PIBRC”
 

El calefactor estaba al máximo. Omar trató de cerrar la puerta lo


más rápido que pudo, pero ya con Lucas se había metido el viento
y algunas virutas de nieve que no tardaron en morir.
Lucas se sacó el gorro, una campera demasiado delgada, y puso la
laptop sobre la mesa sin ocultar cierta satisfacción. En el sillón de
tres cuerpos, Sara miraba sin ver las noticias mudas del televisor.
Lo habían silenciado para no tener que sufrir las publicidades que
aparecían en la esquina de la pantalla cada pocos segundos, cada
una a un volumen distinto de la anterior.
Junto a Sara sobrevivía aún la huella del peso de Omar impresa en
los almohadones. Habían estado esperando a Lucas en silencio,
conteniéndose sin palabras, pero ahora que estaba ahí, la espera
parecía no interrumpirse, como si lo que esperaban fuera otra cosa
y en realidad, a la vez, no fuera todo más que un preámbulo, un
trampolín que se tensa justo antes del salto, el primer evento de
una cadena a la que ya no podrían renunciar aunque quisieran.
–¿Tenés todo? –preguntó Sara.
–Todo. Quedate tranquila. Y apagá eso –dijo Lucas señalando el
televisor.
Omar levantó uno de los dos controles que descansaban en la
mesa ratona y apretó el botón de encendido. La pantalla se sumió
en una ceguera negra.
–¿Querés un té? –preguntó Sara.
–Un whisky –sugirió Omar.
–Agua, gracias. –El sistema operativo había terminado de cargar y
Lucas ya empezaba a ingresar comandos.
Omar volvió de la cocina con un vaso de agua y lo dejó junto a la
laptop, no demasiado cerca por miedo a que se volcara. Durante
unos segundos no se oyó otra cosa más que el ruido picoteado de
las teclas. Por último, la pantalla mostró una barra verde y
comenzó a cargar un programa, o tal vez a correr un análisis. Sara
no sabía bien. La miraba desde el sillón como miran las armas los
que no están acostumbrados a su presencia.
–El plan es el mismo que ya hablamos –dijo Lucas. Le dio un
trago breve al agua y la abandonó.
–¿Podemos repasarlo? –pidió Omar. Sabía que Sara prefería no
hacerlo. Para ella, cada vez que lo hablaban era como si lo
estuvieran cometiendo, una y otra vez. Pero a él no se le ocurría
otro modo de conjurar el miedo y Lucas estuvo de acuerdo. Lo
mejor era no dejar nada al azar.
Los tres se abocaron entonces a la mesa ratona donde, una vez
más (la cuarta esa semana) se desplegaba un plano comercial del
pueblo. Era uno de esos mapas que diseña la cámara de comercio
local para regalar a los turistas, donde el catastro más frío se
dibuja con líneas gruesas y coloridos carteles señalan la ubicación
de los locales de comidas, las tiendas de ropa, la feria de
artesanías. Sobre esa caricatura topográfica, el único mapa en
papel que pudo conseguir, Lucas había dibujado un recorrido de
varias cuadras con marcador negro.
–Empecemos de cero: ¿qué es lo primero que tienen que hacer?
–Dejar los teléfonos acá –dijo Omar.
–Los teléfonos, los relojes, todo. Si tienen zapatillas inteligentes,
también. Cruzan esa puerta siendo analógicos, completamente
indetectables. ¿Está claro?
Sara asintió con la cabeza y volvió a mirar la computadora, que
seguía trabajando sola, constante y en silencio.
–Presumimos que el auto va a hacer este recorrido, el mismo de
siempre –continuó Lucas–. Ustedes se van a ubicar acá. Yo me
voy a sentar en este café con la computadora. Necesitamos tener
visual porque sólo nos podemos comunicar con señas. Si alguien
nos tapa, ¿qué hacemos? –miró a Sara.
–Triangulamos –dijo Omar.
–Dejala responder a ella.
–Nos separamos –recitó Sara–. Yo me quedo ahí, le doy la señal a
Omar, Omar te la da a vos.
–Perfecto. La señal es la que ya acordamos: se ponen los anteojos
de sol. ¿Tienen ya los anteojos? De los viejos, los que no se
conectan a nada.
–Yo no –dijo Omar–, pero compro unos de camino ahora, no te
preocupes. Hay como mil lugares donde venden.
Lucas dudó un segundo. Le molestaba que el detalle quedara
suelto. Se preguntó si no deberían postergar todo el plan, pero él
también sentía que ya era tarde para eso.
–Cuando esté hecho, voy a cerrar la computadora pero me voy a
quedar ahí y voy a terminar mi café. Incluso es posible que pida
otra cosa más. Ustedes desaparecen tan pronto me ven bajar la
tapa. Si están juntos, se van juntos. Si están separados, se van por
separado. Nadie debería siquiera fijarse en ustedes. Lo lógico es
que el auto se desvíe, choque contra algo, llame la atención,
digamos.
Los dos asintieron. No dejaban de mirar el mapa. Sara pasó el
dedo por el papel plastificado, siguiendo la línea negra del
marcador. Se detuvo en un punto y dijo lo que hacía días quería
decir:
–¿Y si atropella a alguien?
Lucas y Omar se miraron, pero ninguno le respondió. Al final,
Lucas admitió:
–Supongo que es algo que puede pasar. Pero voy a hacer lo
posible por evitarlo.
Sara se levantó. Fue hasta la pieza del fondo y volvió con una
bolsa de nylon enorme. Se la extendió a Lucas sin decir nada.
Lucas miró adentro y se lo devolvió.
–Estás loca –dijo.
–Es para vos.  
–Yo no les puedo aceptar esto, tía.
–Aceptala, ¿querés? A vos te va a quedar bárbara. Y él hubiese
querido que la tengas. Además, ¿quién no necesita una campera
abrigada con este f… –la voz de Sara se fue diluyendo hasta dejar
la frase suspendida en el aire, esperando en vano que alguien
viniera a completarla. Perdón –dijo, después de hipar, y
desapareció de nuevo por el pasillo.
Lucas miró la campera como un animal muerto en las manos y no
supo si seguir sosteniéndola o dejarla en algún lugar. Ninguna
opción parecía apropiada. Omar la rescató y la colgó en el
perchero.
–Tenele paciencia –dijo–. Es una mujer fuerte y cuando llegue el
momento va a estar entera.
–Te creo.
Lucas tecleó algo en la computadora y la cerró por fin, satisfecho.
–Bueno, el programa está listo.
–¿Un café?
–Dale.
Omar fue hasta la cocina. Se oyó el ritmo de las alacenas que se
abren y se cierran, hasta que al fin volvió con las manos vacías y
la novedad de que ya no les quedaba más café.
–Te acepto el whisky entonces.
–Lo bien que hacés, queda poco.
Lucas se acercó a una ventana y descorrió apenas la cortina para
mirar. Afuera, la nieve había arreciado y el sol de la tarde moría
sobre la calle blanca y quieta. Parte de ese sol se filtró entonces
hacia el interior de la casa y por un momento la madera y los
cristales se lavaron, y el retrato de Joaquín colgado sobre la
chimenea adquirió un fulgor fantasmagórico. Lucas cerró la
cortina.
Recién cuando los vasos estuvieron servidos y los cuerpos
dispuestos en los sillones, Omar se decidió a preguntar:
–¿Qué va a pasar?
–¿Con qué?
–A Fernández. ¿Qué le va a pasar?
–Se va a morir antes de doblar la esquina.
–Sí. Pero quiero saber qué le va a pasar exactamente. Nos dijiste
que vos te encargabas de todo y a mí me parece bien que Sara se
mantenga al margen de los detalles, pero yo quiero saber.
Lucas tragó el whisky y dejó el vaso sobre la mesa.
–Capaz vos tampoco tenés que saber, tío. Es lo más seguro.
–No podés cargar con todo, Lucas.
–Puedo.
–No, no es así. No es así. Además…
–¿Qué pasa?
–Nada, dejá. Te estamos pidiendo demasiado.
–No, ahora me tenés que decir.
Omar lo miró un momento. Después, para hablar, se sentó:
–Necesito disfrutarlo, ¿me entendés? Necesito saber para poder
disfrutarlo.
Lucas se sentó al lado. Él también necesitaba lo mismo.
–Exactamente lo que va a pasar es que yo voy a correr el
programa y rastrear todas las bombas de insulina en un radio de
cien metros. Como existe el riesgo de que la de Fernández no sea
la única, bajo, pero existe, voy a necesitar que ustedes estén
atentos y me den la señal apenas vean el auto acercarse. Así voy a
identificar la bomba de Fernández entrando en el radio. Y apenas
la tenga, antes de que pueda escaparse, le voy a dar la orden de
soltar toda la insulina de golpe. Eso le va a provocar una
hipoglucemia. Simplemente no le va a llegar azúcar al cerebro. Se
va a marear. Y se va a morir.
–Sin sufrimiento.
–Así lo pidieron ustedes.
–Y así tiene que ser. No somos sádicos.
–Él sí.
Omar suspiró.
–No te quepa duda –dijo. Después se puso de pie y se acercó a la
ventana. –Está oscureciendo. Voy a chequear a Sara. Necesitamos
estar todos lúcidos.
–Andá tranquilo.
–Ah, y Lucas… gracias.
Lucas asintió. Después se levantó y dio algunas vueltas. El living
estaba ahora demasiado silencioso, apenas arrullado por las
pequeñas vibraciones que mantenían el mundo en
funcionamiento: el ventilador de la laptop, el motor de la heladera
que llegaba de la cocina, el calefactor digital; imperceptibles
campos electromagnéticos, señales que cruzaban de un punto a
otro de la casa comunicándose entre sí, tejidas con ondas de radio
lejanas, más veloces que el viento, el idioma universal de los
números, voces subiendo y bajando del espacio exterior, coloquio
de todos los objetos hablándose en lenguajes inhumanos, secretos,
como agujas atravesando invisibles el cuerpo solitario de Lucas
que, parado en el centro del cuarto, se convencía de que estaba
haciendo lo correcto.
Cuando Sara apareció por el pasillo, seguida de Omar, tenía los
ojos hinchados y un cigarrillo sin encender en la boca.
–¿Tenés fuego?
–No fumo, tía.
–Dejá, no importa. Pasa que se me agotó el encendedor. Traeme
los fósforos de la cocina, ¿querés?
–Yo voy –dijo Omar. Al volver traía además una botella de sidra,
brillando de fría, con un tapón blanco en la punta–. ¡Miren lo que
encontré! El último sobreviviente de la Navidad.
Omar le arrojó la caja de fósforos a Lucas para que se encargase
de encender el cigarrillo de Sara y volvió en busca de vasos. Los
repartió en la mesa, sobre el mapa desplegado, y empezó a
arrancar el precinto.
–Por Joaquín –brindó a destiempo mientras todavía empujaba el
corcho.
Se oyó un estampido y la lámpara de techo estalló con un
fogonazo mientras la botella empezaba a vomitar una espuma
dulce. La sala quedó completamente a oscuras, cercada por la
noche.
–Me cago en…
–Estás tomando mucho vos últimamente –dijo Sara, y subrayó la
frase con un suspiro de humo. A simple vista, la brasa de su
cigarrillo era la única luz que quedaba. Pero había un rectángulo
donde otra luz se producía o donde, por lo menos, la oscuridad
parecía retroceder, y Lucas no podía dejar de mirarlo. Un
rectángulo enorme, negro, pero menos negro que todo lo demás.
Una oscuridad resplandeciente, agazapada.
–Te dije que apagaras el televisor –balbuceó.
Omar se dio vuelta. A medida que sus ojos se acostumbraban, el
brillo se volvía cada vez más evidente.
–Apagaste el decodificador, pero dejaste el televisor encendido.
–No, no, no… –empezó a repetir Sara, como si pudiera
exorcizarse.
Omar corrió hacia la ventana, instintivamente, esperando ver las
luces azules de los patrulleros subiendo por la calle de un
momento a otro. Pero la calle estaba quieta. Volvió al sillón y
tanteó en la oscuridad en busca del control remoto. Cuando lo
encontró, apuntó hacia el televisor y apretó el botón. La pantalla
se iluminó de golpe en una explosión de colores, y tanto él como
Sara se pintaron de luz y se ahogaron de miedo mientras a un
costado Lucas empezaba a reírse. Estúpida, incomprensiblemente
se reía sin poder dejar de mirar esos recuadros publicitarios que se
superponían unos a otros en la pantalla del televisor, todavía
mudo, y anunciaban con insistencia maniática las últimas ofertas
en camperas de invierno, tres opciones de whiskys doble malta,
los mejores modelos de anteojos de sol para hombres, el
inigualable aroma del café torrado intenso, la ubicación de los
dispensarios de insulina más cercanos, el lanzamiento de los
nuevos Camel suaves y el sobrio teléfono de contacto de
Alcohólicos Anónimos.
 

***
Hotel
Being virtually killed by virtual laser in virtual space is
just as effective as the real thing,
because you are as dead as you think you are.
Douglas Adams
 

DÍA 1.
Me desperté en la misma silla donde me senté. ¿Me había
dormido? Según el reloj de pared apenas tres minutos pasaban
desde que terminé de escuchar la charla introductoria, firmé los
papeles y me dejé guiar hasta la silla; y sin embargo adivinaba un
hiato, un abismo corto pero profundo que acababa de atravesar de
un salto.
Se suponía que el cambio tenía que ser imperceptible, por eso el
viaje comenzaba ahí. Tuve que admitir que el efecto estaba bien
logrado.
Los anteojos, la aguja y los demás sensores habían desaparecido.
Me miré las manos, los brazos. Parecían los mismos y no tenían
marcas.
Decidí levantarme.
Mi cerebro dio la orden y el mundo alrededor respondió acorde a
ella. Tuve la sensación física de ponerme de pie, aunque sabía que
mi cuerpo seguía ahí, en la versión real de la sala de partidas y
arribos de la Agencia. Noté, satisfecho de mí mismo, como si
hubiese descubierto un error de continuidad en una película, que
el olor había cambiado. Lavanda cuando me senté, jazmines
ahora.
Me extrañó que la asistente hubiera desaparecido también. Se
suponía que versiones digitales de los empleados de la Agencia
me darían los pasajes de tren y algunas indicaciones finales, pero
estaba solo.
Caminé unos primeros pasos, arrastrando una leve sensación de
desequilibrio que pronto desapareció. El picaporte estaba
exageradamente frío. En la recepción tampoco había nadie.
Encontré los pasajes y la reserva del hotel sobre el mostrador, mi
valija junto a la puerta de calle. La había entregado el día anterior
para que copiaran mi ropa y algunas otras pertenencias que
pretendía llevarme, entre ellas una novela de Douglas Adams. Lo
único de valor que había dejado en casa era el celular: no estaba
permitido en la simulación por razones obvias que nunca me
explicaron. No lo lamenté.
Afuera me recibió una mañana cálida, un viento moderado que no
encontraba demasiados obstáculos: la calle también estaba vacía.
Ningún transeúnte, ningún auto en movimiento. Una bandada de
pájaros veraniegos cruzaba el cielo.
Esperé unos minutos a que pasara un taxi pero terminé por
resignarme a caminar. Una de las rueditas de la valija estaba
trabada y se arrastraba sobre la vereda haciendo un ruido
espantoso. Mi valija original funcionaba bien, pero la Agencia
publicitaba esas cosas como “detalles de verosimilitud”.
La estación sin gente parecía el doble de grande. Caminé bajo el
techo alto y abovedado como un enorme bostezo de cemento. El
tren ya estaba en la plataforma, de modo que me ubiqué en
cualquier asiento, junto a una ventanilla amplia. Una emoción casi
infantil me invadió ante la perspectiva de pasar unas horas
mirando el paisaje correr.
El pitido dio la señal de que las puertas se iban a cerrar. Un siseo
de aire lo siguió y el tren se puso en marcha. Alcancé a notar que
el vidrio se oscurecía, pero no supe más. Tan pronto la estación
quedó atrás, caí en un sueño inesperado.
Cuando desperté, el tren esperaba quieto y con las puertas abiertas
en la estación de destino. Despegué los ojos como pude y me
apuré a bajar, temiendo que las puertas se cerraran. Ya en el andén
comprendí que no había riesgo. El tren reposaba quieto y
silencioso, exageradamente silencioso, como si no fuera a
moverse de ahí  por un buen tiempo.
Salí de la estación buscando un taxi, de nuevo nadie. Sin dejarme
desanimar, arrastré la valija varias calles hasta el hotel.
La verja era alta y parecía confeccionada en hierro fundido. Se
abrió con un mínimo esfuerzo, como si pivotara sobre bisagras de
algodón. Ingresé a una explanada delineada por canteros,
salpicada de faroles, con una enorme fuente en el centro. Detrás
se erguía el edificio de hotel, y a su alrededor se extendían
parques, canchas de tenis y un paseo arbolado. No vi la pileta que
promocionaba la Agencia, pero deduje que estaría detrás del
edificio, donde el terreno se elevaba y emergían las sierras.
Nada mal, me dije mientras cruzaba la explanada. Podría haber
contratado alguna de las otras opciones: Paraíso Caribeño o Tour
Europeo, pero por alguna razón eran más caras. Uno creería que
el destino no tendría demasiada relación con la tarifa, y sin
embargo ahí estaba yo, respirando el aire serrano, procurando a
toda costa olvidar la oficina y el departamento de soltero que me
esperaban agazapados a dos semanas de distancia, y albergando
con cierta timidez, debía admitirlo ahora, la esperanza de conocer
a alguien.
Detrás de un mostrador de madera sembrado de folletos, me
recibió, por fin, un ser humano. Era joven y delgada. Llevaba el
uniforme del hotel y el pelo recogido y peinado con prolijidad
geométrica. Me acerqué sonriendo y me presenté. Una tarjeta
clavada en su pecho decía “Alicia”.
Me dio la bienvenida y se lanzó a explicarme una serie de
cuestiones acerca de mi estadía que no escuché porque me perdí
en las particularidades de su tono. Era inconfundiblemente
cordobés, pero no de manera exagerada. Tenía el control absoluto
de cada inflexión. Estiraba las vocales correctas, solamente las
vocales correctas, durante una cantidad de tiempo mínima que era
siempre la misma. Recién a la sexta o séptima frase comprendí
que la empleada que tenía enfrente era lo que el personal de la
Agencia llamaba NHA, o en su versión larga: non–human
assistant.
La dejé terminar. Sin borrar la sonrisa me extendió la tarjeta de
acceso a mi habitación y me preguntó si tenía alguna duda.
–¿La pileta?
–Las instalaciones acuáticas están ubicadas detrás del hotel,
cuentan con bar y solárium, así como con una vista privilegiada
de las sierras. Están disponibles para todos los huéspedes desde
las ocho y hasta las veintitrés horas. Encontrará toallas apropiadas
en la habitación.
Me quedé un instante mirándola. Se delataba en los ojos, un poco
rígidos, un poco carentes de expresión. Los ojos eran lo más
difícil de simular.
–¿Hay mucha gente?
La respuesta se demoró un segundo:
–El hotel cuenta con capacidad para doscientos cincuenta
huéspedes.
–Eso no es lo que pregunté.
–Todos los huéspedes cuentan con acceso a las mismas
prestaciones. Podrá encontrarlos en los espacios comunes.
Esperamos que disfrute su estadía.
Desistí de seguir preguntando y me dispuse a subir a mi
habitación. De pronto, sin embargo, tuve que salir de una duda.
–¿Qué altura tiene el cerro más alto de la zona?
Hubo un instante de silencio. Los ojos se volvieron aún más
inexpresivos, como si Alicia estuviese buscando la
respuesta adentro suyo.
–El Cerro Champaquí posee una altura de 2884 metros.
–Champaquí… ¿qué significa?
–Su nombre deriva de la lengua de los Comechingones y significa
“agua en la cabeza”.
Tuve que sonreír ante esa mezcla perfecta de belleza y
conocimiento, esa enciclopedia de labios rojos.
La habitación era todo lo que se podía esperar. Cama doble,
pequeño balcón al lateral con vista a las sierras, ligeramente por
encima de la copa de los árboles. Dos juegos de toallas, para baño
y pileta, como me habían prometido. Me acerqué a la puerta
ventana para mirar el paisaje. Un auto circulaba por la ruta entre
la vegetación lejana. Una quemadura de cigarrillo en la cortina
aparentaba el paso de otros huéspedes.
Sobre la mesa de luz, en una carta plastificada, encontré toda la
información necesaria para una estadía placentera. Horarios,
teléfono de recepción, servicio a la habitación, instrucciones para
la utilización de la caja de seguridad. Y más abajo, un aviso:
 

Si desea contactar con la Agencia para conocer


el estado de su cuerpo, marque 0.
 

Miré el teléfono.
Levanté el auricular. Presioné el 0 pero colgué de inmediato. Una
ducha, me dije. Empecemos con una ducha.
Costaba creer que el agua caliente, que caía con una presión
maravillosa, fuese tan sólo impulsos en mi cerebro
farmacológicamente predispuesto a recibirlos. Para cuando salí,
había decidido que toda la simulación estaba perfectamente
lograda. Para cuando acabé de vestirme, había resuelto no volver
a pensar siquiera en eso.
La ducha me abrió el apetito. Me puse un par de sandalias y bajé
dispuesto a entregarme de lleno a la fantasía de una hamburguesa.
Unas mesas pequeñas con sombrilla conectaban la zona de la
pileta con el restaurante. Detrás de un mostrador encontré a otro
NHA. Se llamaba Ernesto y tenía el pelo rubio, cortado en
mechones rígidos y erectos como el fuego corto de una hornalla.
Me resultó innecesariamente musculoso, a mitad de camino entre
un mozo y un guardia de seguridad. No intenté forzar ninguna
conversación. Me limité a gestionar mi hamburguesa, una botella
de cerveza, y volví a las mesas de afuera a esperarla. El sol se
reflejaba en el agua y lamenté haberme dejado los anteojos
oscuros en la habitación.
Soplaba una brisa suave. Pensé, con inocencia, que estaba
teniendo suerte con el clima.
A lo lejos, un jardinero nivelaba la altura de unos arbustos.
Cortaba, retiraba las pequeñas ramas y avanzaba un paso. Repetía
la operación. Avanzaba otro paso. Demasiado mecánico,
demasiado constante, pero a la vez sumamente hipnótico. No
pude dejar de mirarlo hasta que Ernesto apareció con mi comida.
¿Cómo seguir el día? Para la pileta convenía esperar a haber
terminado con el no pequeño trabajo de digestión que tenía por
delante. Pero la idea de una siesta no me seducía, sobre todo
después de haber dormido en el tren contra mi voluntad. Estaba
ansioso por llenarme los sentidos con aquel lugar. Resolví encarar
una caminata.
Dejé los residuos de la comida, el plato y la botella tal como
estaban para que Ernesto se encargase y salí de la suave
protección de la sombrilla. Las extensiones alrededor del hotel
eran vastas y las cubría un césped parejo, tan verde que terminé
por sacarme las sandalias y caminé sintiendo las hojas delgadas
entre los dedos.
Bordeé el perímetro del hotel y pasé junto al jardinero. Me
devolvió el saludo con una sonrisa y un gesto de cabeza antes de
seguir podando. Reparé en que el frente del hotel, por donde había
entrado esa misma mañana, tenía unas rejas altas de hierro,
mientras que en la parte de atrás los terrenos se continuaban sin
interrupción hasta convertirse en cerros y montes. Era como si las
rejas del frente fuesen meramente decorativas, o como si no se
temiese una intrusión desde los fondos. Me incliné por la primera
opción, pero no pude resistir la curiosidad de ver cuán transitable
era el terreno que bajaba de las sierras. Avancé en esa dirección,
feliz y despreocupado, borracho de oxígeno, hasta que no pude
avanzar más.
Algún tipo de pared me detenía. No era visible, ni siquiera era
sólida. No podía sentirla con las manos ni golpearme contra ella,
pero mis pasos no me llevaban más allá. La sensación
contradictoria me mareó y por un momento sentí subir una
náusea. Recordé mi cuerpo, conectado a una silla en la Agencia, y
me dio vergüenza pensar que tal vez vomitaría en la vida real y
alguien tendría que limpiarme. Hice un esfuerzo por mantener la
garganta cerrada. Traté de empujar con los brazos, pero era
imposible. Acerqué la cara. Una extensa textura de polígonos
grises, como un panal de abejas metalizado, se volvió ligeramente
visible allí donde el sol se reflejaba. Era la frontera de la
simulación. Los límites del artificio.
Volví sobre mis pasos con el optimismo diluido, buscando con los
ojos alguien con quien conversar. Cayeron las primeras gotas de
una lluvia prolongada.
DÍA 2.
Pasé una noche tranquila. Desperté con hambre y una sensación
de bienestar que apenas reconocí, que me recordaba a mis épocas
de estudiante y que, vagamente, relacionaba con la marihuana.
El salón comedor estaba preparado para proveerle desayuno a un
ejército pequeño y ausente. Al fondo, la puerta rebatible que daba
a la cocina se movió y distinguí a otros NHA (dos mujeres
entradas en años con cofias en la cabeza) cargando bandejas que
dejaron en el último hueco libre sobre la mesa central. Luego,
desaparecieron para ya no volver.
Sin perder más tiempo, me abalancé sobre los platos y construí un
desayuno colosal. Lo liquidé en menos de quince minutos.
Recuperé la novela que había dejado en la habitación y me
acomodé otra vez junto a la pileta. Ernesto me saludó con un
gesto de cabeza. Más allá, el jardinero rastrillaba el césped bajo
un árbol. La lluvia de ayer había cesado durante la noche, pero
había lavado el polvo y hecho resurgir los colores de las plantas y
las cosas.
Tardé menos de diez páginas en ofuscarme. Esa no era mi novela.
Es decir, era el mismo título pero la traducción difería bastante.
Supuse que en la Agencia habían descargado una versión digital
del libro en lugar de copiar página por página el que yo había
llevado. En términos prácticos, no cabía duda de que su método
era más eficaz. Pero ahora yo tenía que abrirme paso en una selva
de españolismos por culpa de esos gilipollas.  
Perdí la concentración, y enseguida el interés.
Coqueteé brevemente con el agua de la pileta y comí un snack de
media mañana, pero al rato decidí que lo que yo en verdad quería
era leer mi novela.
Me acerqué al mostrador donde Alicia tecleaba. No se le había
soltado un solo pelo.
–Disculpá.
Dejó de mover los dedos y me dedicó una sonrisa corta. Un calor
y una extraña vergüenza se me alojaron en el pecho.
–Vos que tenés todas las respuestas, ¿me podrás decir cómo
contacto con la Agencia para que me solucionen un problema con
este libro?
Alicia miró el libro que le ofrecí pero sin agarrarlo.
–¿Cuál es el problema?
–La traducción está mal. No es igual al que yo entregué, no sé qué
hicieron, si bajaron otra versión, no sé, pero así es ilegible.
–Un momento por favor.
Pensé, por costumbre, que levantaría un teléfono o desaparecería
un rato en la trastienda. Pero Alicia no hizo nada. Me miró,
sonriendo, con los ojos petrificados pero sublimes, veteados de
colores sobre un fondo azul.
–Listo.
–¿Ya está?
–Ya está –sonrió otra vez. El libro no había salido de mi mano y
mi mano no había percibido ninguna alteración. Pero Alicia decía
que ya estaba, de modo que debía estar.
–Muchas gracias.
–Estamos para servirle.
Quise besarla, lo admito. La miré fijo, muy fijo, esperando ese
temblor en el labio, ese cambio de foco en las pupilas que puede,
a veces, significar una invitación, una posibilidad. Pero la cara de
Alicia permaneció vacía.
Agradecí de nuevo y me alejé con el libro bajo el brazo, de pronto
avergonzado.
Me acomodé en la misma reposera y con un gesto pedí una
cerveza a Ernesto. Esperé con los ojos cerrados, sintiendo el sol
en los párpados, hasta que me la trajo. Estaba helada y logró
devolverme cierta tranquilidad de espíritu.
Recién entonces me dispuse a leer de nuevo. El libro se abrió
naturalmente por la página donde me había quedado. Ahora
estaba en ruso.
Me incorporé en la reposera, incapaz de saber qué hacer con toda
mi indignación e incapaz de notar que, de un momento a otro, el
sol se había escondido. Si reparé en eso, es porque entonces
empezó a llover otra vez.  
DÍA 3.
Ningún huésped nuevo. Los NHA continúan con su rutina,
sistemáticos y predecibles, y empiezan a cansarme. Me cansa la
forma en la que ejecutan un millón de acciones diferentes pero
cada una de ellas con total precisión, como si fuese la única cosa
que han hecho toda la vida, como si podar esa planta, levantar esa
copa, escribir en ese teclado fuese el resultado de años de
entrenamiento. Preferiría que no estuvieran, que desaparecieran
aunque sea unas horas para poder entregarme a una soledad
completa. Pero Ernesto no abandona el restaurante, y Alicia no ha
salido jamás de detrás del mostrador de recepción. Sospecho que
posee monitores desde los que puede controlar todas las cámaras
de vigilancia. De un momento a otro, comencé a notarlas. Son
simples burbujas negras adosadas al techo o a las paredes en
lugares altos. Al principio el ojo las ignora, pero lo cierto es que
no han hecho ningún intento por disimularlas. Por el contrario,
creo que están ahí para ser vistas, para que los huéspedes
entendamos que estamos siendo vigilados. Detalles de
verosimilitud, tal vez, pero ya no funcionan conmigo. La
simulación se volvió artificiosa, plástica, y no puedo ignorarla.
Incluso por momentos recupero la conciencia de mi cuerpo, lo
percibo sentado en la silla de la Agencia. Caminando por un
pasillo o nadando en la pileta, mi cerebro refuta lo que estoy
sintiendo y los mareos regresan o me invade una sensación
onírica, de irrealidad absoluta, como si las plantas de mis pies ya
no se sintieran atraídas por el suelo que pisan.
Además, no ha parado de llover.
DÍA 4.
Ayer nadé desnudo.
Como las actividades al aire libre se vieron reducidas y la mayoría
de los juegos de salón disponibles en el hotel precisan de, al
menos, dos jugadores, dediqué mi tiempo a observar. Así llegué a
comprender que la simulación se controla a sí misma. Una
vigilancia externa, por parte de los empleados de la Agencia,
supondría una invasión a la privacidad, de modo que por eso
existen los NHA y las cámaras. Y, dado que soy el único pasajero
que camina por el predio y que no estoy sometido a la mirada de
ningún otro ser humano real, no encontré motivo para no hacerlo.
Incluso me permití saltar desnudo desde el trampolín, pero
cuando llamé a Ernesto para que me trajera una cerveza, no vino.
Y cuando quise entrar desnudo al restaurante, la puerta no cedió.
El perímetro del hotel es la única zona –además de las
habitaciones– que no tiene cámaras, pero se encuentra bajo la
vigilancia constante del jardinero que en ningún momento cesa de
podar arbustos en permanente crecimiento, o de cortar el pasto, o
de regar un cantero. Incluso bajo el aguacero riega, lo que me ha
dado a pensar que la lluvia es un error para el cual no está
programado. Sólo se apartó de sus tareas ayer, cuando salí
desnudo de la pileta, para mirarme fijo a la distancia. Pero tan
pronto la puerta del restaurante me rechazó y volví a vestirme,
reanudó lo que estaba haciendo como si nada hubiese ocurrido.
Más tarde, cuando el cielo se abrió un momento y hubo algo de
sol, lo vi dedicarse a las flores azules de los canteros que decoran
la entrada. Me acerqué a hablarle pero no me respondió. De
hecho, parecía ignorarme a propósito. Me enfurecí pero no supe
qué hacer y acabé por irme. Vi en la tarjeta que llevaba en el
pecho que se llama Miguel.
Por la noche intenté una excursión. El sueño me había
abandonado. Descubrí que si me recostaba en la cama pero un
poco erguido, con la espalda contra la pared,  mi cuerpo virtual y
mi cuerpo real no entraban en contradicciones, de modo que podía
concentrarme en percibir con el resto de los sentidos. Esperé
aguzando los oídos, a la caza de un crujir de maderas, un canto de
pájaro trasnochado, un inodoro activado a la distancia. Pero nada.
Me cubría un silencio tan denso que sólo haciendo crujir las
sábanas podía espantar el miedo de haberme quedado sordo.
De pronto, sentí el impulso de explorar como un niño la oscuridad
del hotel. Es todo una gran farsa, me dije, una enorme e inocente
farsa. Y aún sin haberme convencido, me levanté. El piso no
estaba frío. Mi ropa tampoco. Toqué el picaporte. Absolutamente
todos los objetos parecían haber normalizado su temperatura;
reinaba una armonía extraña.
Salí al pasillo. Allí la oscuridad se desvanecía gracias a los techos
iluminados por fuentes de luz ocultas tras las mamposterías. Me
pregunté si se habrían tomado el trabajo de crear lámparas o si
simplemente habían programado luces que partieran desde esos
escondites. ¿Hasta dónde llegaba la realidad si me decidía a
agarrar un martillo y la emprendía contra las paredes del hotel?
¿Qué era más poderosa: la verosimilitud o un hacha?
Bajé hasta el hall de entrada. Los escalones permanecían mudos a
mis pasos. Al pie de la escalera, pasando el ascensor enrejado, vi
el filo del mostrador. Me acerqué despacio. Alicia, sentada detrás,
miraba hacia el frente con los ojos inexpresivos. Pestañeaba a
intervalos regulares de cinco segundos.
Me pregunté si se activaría al verme, si detrás de ese mostrador
contaba con elementos capaces de abrir el portón, de tirar abajo la
barrera invisible de los fondos, si podría volver a la estación, a la
Agencia, a mi cuerpo. ¿Estaba preso de mis vacaciones?
Comprendí, sin pantalones pero sin frío, en el hall del hotel vacío,
que no quería esperar a que transcurrieran los días. Quería irme.
Volver a mi departamento pequeño en la planta baja de un edificio
húmedo. Encender la televisión. Leer con luz artificial. Quería
desconectarme del mundo perfecto diseñado por empleados mal
pagos. Volver a una realidad que pudiera entender. Quería discutir
con un vecino. Sentirme enfermo. Hacer algo mal.
Me paré frente a Alicia y llevé mis dos manos a su cara perfecta.
Puse las yemas de mis dedos en las orejas tibias, innecesariamente
suaves, y me incliné por encima del mostrador para besarla, sin
preguntar, sin miedo, sin reglas, de madrugada y en calzoncillos,
bajo la luz tenue de la lámpara del mostrador.
Sentí el peso de la náusea que regresaba como una locomotora.
Vomité sobre su pecho unos restos líquidos que no parecían
corresponderse en color y consistencia con la cena de esa noche.
–Vuelva a la habitación –me ordenó, la cara salpicada de gotas
marrones.
Asentí con la cabeza y un ligero gruñido. Después arrastré mis
pies escaleras arriba, derrotado. Sentía que mi cabeza iba a
estallar, dividida literalmente en dos. Abrí la canilla del baño y
tomé toda el agua que pude hasta borrarme todos los sabores de la
boca. Después me abalancé sobre el teléfono y marqué el 0,
acurrucado en la cabecera de la cama, rogando que me atendieran,
que me dijeran que en algún lugar muy lejos de ese hotel mi
cuerpo estaba bien, pero la línea sonó y sonó tantas veces que creí
que ya no había conexión posible con el mundo exterior.
Cuando estaba a punto de cortar, oí el sonido de la comunicación
que se establecía.
–Duérmase –me dijo la voz de Alicia a través del teléfono.
Un clic y la línea volvió a quedar muda. La noche estaba madura
y en su interior se nacaró una certeza, la de saberme solo y lejos,
encerrado en una prisión arbolada, con carceleros sonrientes y
fríos y hermosos.
Tuve que esperar hasta las cuatro de la mañana, pero por fin las
náuseas se calmaron y mi cuerpo dejó de temblar. Cuando la
fiebre se retiró, las ideas empezaron a emerger como piedras en la
playa. Una a una las fui recogiendo y pronto supe que la
simulación era, por necesidad, finita (de hecho, yo ya había
tocado ambos extremos del mapa). Pero la mente era, por
definición, expansiva. Y sobre todas las cosas, supe que yo
todavía podía hacer algo. No sabía aún qué. Pero sin duda podía
hacer algo.
Me puse las zapatillas que había abandonado el mismo día que
llegué al hotel por un calzado más cómodo. Me abrigué, temiendo
que los límites exteriores de la simulación fuesen fríos. El espacio
exterior era frío, el vacío era frío. Eso todo el mundo lo sabía. No
había razón para creer que esto sería diferente.
Bajé las escaleras sin preocuparme por hacer ruido. Alicia, detrás
del mostrador, me miró y me preguntó si necesitaba algo. Le dije
que sólo quería salir al patio a fumar.
–Está permitido fumar en su habitación.
–No es lo mismo –dije.
–Por supuesto –acordó, y fingió que acomodaba papeles.
Crucé la puerta de entrada y salí a la explanada con canteros. Una
tormenta estalló en ese mismo instante. Duró apenas medio
minuto y desapareció, dejando lugar a un puñado de estrellas.
Estaba seguro de que Miguel no estaba ahí un segundo antes, pero
de pronto había aparecido con una carretilla llena de flores nuevas
y una caja de herramientas para el jardín. Me saludó con un gesto
de cabeza y se puso a reemplazar las flores viejas. Clavaba la
pequeña azada y removía un poco de tierra, sacaba un plantín y
colocaba otro, todo bajo la luz de una luna repentina. Parecía un
sepulturero gigante en un cementerio diminuto.
Me di cuenta de que no tenía cigarrillos. Tuve que moverme para
salir del campo de visión de Alicia que me observaba desde el
interior del edificio. Me obligué a pensar rápido. Aunque
caminara, siempre estaría bajo la vigilancia de alguna cámara.
Miguel se desplazaba pero sin alejarse. ¿Cuánto tardaría en
cambiar todas las flores? Si yo seguía parado allí, ¿empezaría de
nuevo? Decidí caminar un poco. Bordeé el edificio y llegué a la
pileta. El agua estaba calma. Parado junto a la puerta del
restaurante, Ernesto me miraba. Decidí ignorarlo y seguí
caminando.
No podía perderme en las sierras. Incluso si pudiera atravesar la
pared invisible, la realidad era que no había nada allí que me
sirviera. Seguí rodeando el edificio. Vi que la luz de mi habitación
estaba encendida, pero recordaba claramente haberla apagado al
salir. No sabía qué podía significar eso, sólo me incitó a acelerar
mis movimientos.
Reaparecí en la explanada por el otro extremo. Miguel continuaba
cuidando las flores, siempre interpuesto entre la salida y yo, pero
dándome la espalda. Observé a unos metros su nuca expuesta
mientras se agachaba a pocos pasos de la carretilla. En ese
mundo, el cuerpo de Miguel era físico. Podía sostener un
sombrero, podía agarrar herramientas. No había razón para creer
que no podía recibir un golpe. Tampoco había motivo para volver
a mi habitación, para intentar cualquier tipo de diálogo con Alicia.
Acercarme en silencio, agarrar la pala apoyada en la carretilla,
elevarla mientras se volteaba alertado por el sonido o por mi
respiración y descargarla en su cara mientras el mareo volvía, era
lo lógico. Esta vez la náusea no me sorprendió. El movimiento se
desvió un poco a causa de mi cerebro que elegía ese momento
para recordar que estaba recostado en una silla, conectado a una
simulación, pero el golpe fue efectivo. Miguel cayó de cara al
suelo. La tormenta se reanudó, violenta y definitiva.
Una alarma se encendió en el hotel. Sin saber qué más hacer puse
las manos en el portón y empujé. Para mi sorpresa el hierro cedió
con la misma facilidad con la que había cedido el día que llegué.
Entonces sentí un parpadeo y de pronto el hotel pareció atiborrado
de huéspedes. Los jardines, hasta recién vacíos, se poblaron en un
segundo de turistas en mallas, familias enteras, parejas de
ancianos, jóvenes, no menos de doscientas personas
contemplándome cruzar la verja. Desde afuera los miré,
hipnotizado por el espectáculo, con el alarido de la alarma
llenando cada hueco en mi cabeza.
Así como habían llegado, de pronto volvieron a desaparecer. Por
un segundo el jardín lució hermoso, trágico como una pintura, con
el cuerpo malherido de Miguel en el suelo. Pero entonces los
huéspedes aparecieron de nuevo. Entre ellos, Alicia y Ernesto.
Esta vez empezaron a caminar hacia mí.
Corrí. El suelo se había hecho barro pero corrí sin parar, sin
voltearme a mirar. Corrí sin transpirar, sin comprender cómo de
pronto había salido un sol pleno y un granizo violento, como si
todos los dioses de Córdoba se hubiesen ofendido a la vez.  Sentí
un golpe en la ceja pero no dejé de correr, apenas atiné a tocarme
con dos dedos y mirar luego mis yemas brillando de sangre bajo
la luz del día. Me cubrí la cabeza con los brazos, pero no me
detuve.
La estación estaba vacía. En la plataforma, el tren esperaba con
las puertas abiertas. Me dejé caer en un asiento. El granizo hacía
repicar el techo como un tambor de lata y sentí el pitido indicando
el cierre de puertas, pero las puertas no se cerraron. El tren
murmuró sin arrancar. La ventanilla, sin embargo, empezó a
oscurecerse. Supe que de un momento a otro iba a caer en un
sueño inducido. Pero el tren no se movía. El tren no se movía.
Quise creer que mis perseguidores, si aún los tenía, me habrían
perdido el rastro. Traté de tranquilizarme. Traté de no pensar en
que tal vez estarían caminando, simplemente caminando hacia mí,
inmunes a los castigos que caían del cielo, conscientes de que ese
tren era un trozo de decorado inerte. Conscientes de eso, y de
nada más. Inconscientes de sí mismos. Como zombis en alta
resolución. Errores humanos en el sistema.
 

***
Pájaros de
monte
El placer uniforme necesitaba interrumpirse para
saberse placer y para tener formas.
Rodolfo Fogwill – “Help a él”
 

Casi lo logramos. Ahora, en retrospectiva, le decimos “la Era del


cometa”. No sé bien cómo surgió el nombre. Primero en las redes,
después en las calles. ¿O fue al revés? A los más viejos nos
encanta recordarla. Narrarla. “La vez que se iluminó el cielo”,
decimos, todavía, cargados de metáforas.
–¿Sensación física?
–Difícil de determinar. No hay placer inmediato. Es otra cosa.
–¿Temporalidad?
–Diría que pasó una hora y media. Fíjese, hay un reloj atrás suyo.
–Noventa y ocho minutos.
–Perfecto.
–¿Lucidez?
–Total. Nada de mareos. Cierta sensación de plenitud pero no hay
disolución del yo.
–¿Qué es eso?
–Quiero decir que entiendo que yo soy yo, y no que usted y yo
somos la misma cosa, Capitán.
–Usted y yo jamás podríamos ser la misma cosa.
–Se sorprendería.
Fue la época en la que casi conseguimos la libertad absoluta. El
uso crecía, la gente presionaba. Los gobiernos en todo el mundo
iban cediendo terreno. Las voces se multiplicaron. Los
empresarios empezaron a disputarles el negocio a los
narcotraficantes. Era un mercado en puja, pidiendo a gritos algo
de sana competencia regulada, si es que existe tal cosa. Quiero
decir que una vez nos sentamos todos en una mesa a discutirlo, a
discutirlo de verdad.
–¿Colores brillantes? ¿Ira? Deme algo, Balder.
–Colores brillantes sí, un poco. Pero no creo… a ver, deme ese
espejo. No, no, las pupilas están bien. Mi tez parece normal.
Estoy sumamente drogado, claro, pero casi ni se nota. Ira
ninguna, desde ya. Risa tampoco.
–¿Y entonces qué carajo siente?
–Paz. Muchísima paz.
–Hipster de mierda.
–Creo que usted quiere decir “hippie”.
–De mierda.
Duró poco. Los problemas empezaron a crecer como la peste. Un
obrero bajo efectos de un psicotrópico se desbarrancó a bordo de
una topadora. Un tipo anfetaminado atacó a mordiscos a un
compañero de oficina. Una mujer con calmantes ahogó a su bebé
en la pileta de la cocina. En realidad, no tengo idea de si esas
cosas pasaron o no, pero eran lo único de lo que se hablaba en
televisión. Los diarios hundían las zarpas en el barro, sacaban una
tragedia y la convertían en la historia del mes. Uno mismo
empezaba a creerles, sin darse cuenta. A fuerza de repetición. Un
gusano iba creciendo adentro de nuestros propios cerebros y se
comía todo signo de pensamiento crítico. Para cuando se creó la
División Especial, todos habíamos entrado en un estado de pánico
subcutáneo, permanente pero tolerable. Casi ni nos drogábamos.
Prendíamos la televisión y navegábamos cientos de canales con
noticias inventadas. Con casos reales que habían sucedido de una
forma completamente diferente. Y culpables, culpables por todos
lados. De un día para el otro yo era culpable, él era culpable,
todos lo éramos. Pero seguíamos mirando los mismos canales.
–Estoy en casa.
–¡Ah, bueno! Menos mal que dice estar lúcido. Estamos en el
laboratorio, Balder. Usted está más lejos de su casa que yo de ser
el rey de Inglaterra.
–Inglaterra no tiene rey desde hace veinte años.
–Lúcido para algunas cosas.
–Lo estoy. Pero veo mi casa. Siento que puedo caminar, no,
desplazarme. La puerta no tiene llave. Empujo y entro. Avanzo
por el pasillo. Ahí están los cuadros. Las fotos de mi tatarabuela.
Son en blanco y negro. Era linda la tana para su época. La cocina
a la izquierda. Sigo. Las habitaciones. Parece detenida en el
tiempo. Esta puerta no la recuerdo.
–¿Me va a describir todo el mobiliario?
–Da a un sótano. Yo nunca tuve un sótano. Voy a bajar.
 

“La División Especial”. Ese era el nombre completo. No


necesitaban ser más específicos. Especial significaba que podían
encargarse de cualquier cosa. ¿Estabas fumando marihuana?
¿Estabas vendiendo pastillas? ¿Estabas haciendo algo ilegal, tal
vez legal pero un poco incómodo? La División Especial estaba
ahí para devolver las cosas a su cauce natural. El orden prístino de
la existencia. La Era del Cometa se terminó cuando llegaron ellos.
De golpe, como un invierno nuclear. Creímos que había que
esconderse, tapiar puertas y ventanas hasta que se acabara. Pero
nunca se acabó. Nunca se fueron.
–Está oscuro, no sé dónde está la luz.
–¿Pero usted no me ve a mí, ahora? A ver… ¿cuántos dedos…?
–Cuatro. Pero eso es ahí donde está usted. Acá está oscuro, le
digo. Tengo miedo de tropezar, no siento los escalones. Bajo
porque decido bajar, bajo con la mente, digamos. ¿Qué es la
mente?
–Concéntrese, Balder.
–Estoy en el sótano. ¿Qué es eso que brilla?
–¿Y me lo pregunta a mí?
–Siento náuseas. Usted no me habrá envenenado, ¿no?
–Si me dejaran hacer todo lo que quiero, no estaríamos acá.
Las leyes se aprobaron igual. Hubo incluso quienes festejaron.
Pero eran leyes de hierro. Toda actividad por fuera del compendio
normativo quedó en manos de la División Especial. Nadie sabía
muy bien qué hacían, y a nadie le interesaba. Al final, lo único
que habíamos conseguido era que las farmacéuticas ampliaran el
menú. Desde antihistamínicos hasta LSD recreativo con una
tarjeta de identificación que no permitía comprar más de tres
dosis al mes. Pero ¿quién tenía plata? ¿Quién lograba que le
dieran la tarjeta? Tardamos demasiado en darnos cuenta de que se
habían repartido el mercado. Los ricos compraban las legales,
reguladas, diez mil veces auditadas, sanas casi diría. Los pobres
seguían traficando en bolsitas de nylon sucio, consumiendo sin
saber lo que consumían, muriendo por sobredosis de la sustancia
equivocada. Y entonces… entonces pasó algo hermoso:
decidimos que era hora de hacer las cosas bien. Primero fui yo,
creo, aunque hay quienes hablan de una mujer en el sur. De
cualquier modo, otros se fueron sumando. Los subsuelos de las
casas se convirtieron en laboratorios. Una tribu urbana entera
emergió dedicada a aprender química. Vendíamos lo que
hacíamos sólo para conseguir nuevos materiales. Ofrecíamos
garantía de calidad. La División Especial no nos podía agarrar.
Estábamos en todos lados y en ninguno. Cualquiera podía ser uno
de nosotros, pero ninguno de nosotros nunca admitía serlo, ni
siquiera en el viaje más extrovertido, en el momento de mayor
comunión con el otro. Traficábamos información encriptada, de
modo que no importaba a quién le compraras, siempre obtenías lo
mejor. Inventamos nuevas drogas. Las exploramos con otros
fines. Éramos los nuevos chamanes, chamanes renegados, sin
dioses, racionales y clandestinos, pero sumamente efectivos.
Cuando la prensa no nos pudo ignorar más, trató de ponernos
nombre. Ninguno arraigó. Pero en la calle, quien sabía de qué
hablaba, nos conocía como Pájaros de Monte.
–Diga lo que ve.
–Es demasiado.
–Diga lo que pueda.
–En medio de la oscuridad, un punto brillante de luz. Dentro de la
luz, un universo. El cielo oscuro. Un cometa pasando en reversa.
Hay soldados revisando callejones. Figuras encapuchadas
corriendo furtivas bajo lámparas de sodio. Inglaterra tiene rey otra
vez. Estados Unidos se desangra en una revuelta. Millones de
tablets derritiéndose al sol, convirtiéndose en arena. Hay unos
chicos refugiados bajo tierra en una isla helada mientras afuera
explotan bombas. Ahora veo las calles de Buenos Aires. Brotan
del suelo unos rectángulos azules y verdes con teléfonos
adosados, con oficinistas adosados a los teléfonos, poniendo
monedas y gritando cosas sobre una masacre en Ezeiza. Una
masacre en Trelew. Una masacre en José León Suárez. Pero veo
más cosas y no alcanzo a narrarlas. Hay un texto escrito una y
otra y otra vez. Mi tatarabuela se pasea entre distintos hombres:
uno ciego, uno flaco, uno gordo, otro con aspecto armenio. Están
todos en blanco y negro. Ella es joven y muestra un pecho pero
esconde el otro. Creo que están drogados. No. No están más. Se
apilan cadáveres en un fondo barroso, atravesados por bayonetas.
Hay vías de hierro azul, nuevo, resplandeciente, proyectadas hasta
el horizonte, y ya no entiendo las fronteras. Suenan espadas y
cascos de caballos. La luz estalla en colores a través de los vidrios
de catedrales enormes y el agua golpea la proa de madera de los
barcos. Todos son más pequeños que yo, que de pronto me siento
flotar. El suelo se aleja. Tengo miedo, Capitán. El suelo se aleja.
El mundo se aleja. No puedo respirar. Veo los márgenes de las
orillas. Los continentes se acercan entre sí, van a colisionar. Estoy
en la nada misma. En el vacío oscuro del espacio, en el silencio.
No oigo mi voz ni mis latidos. Orbito alrededor del planeta. Oiga,
hay una tetera acá.
Por supuesto que tuvimos mártires. No todos sabían esconderse
bien. Los accidentes ocurren. Los vecinos siempre vigilan. La
División Especial logró partirnos algunas cabezas. Hubo gente
que dejé de ver de un momento para el otro. ¿Si estuve
enamorado? Claro, pero ella se exilió. Yo quise quedarme. No la
acompañé al aeropuerto, por prudencia. Dejé de escribirle cuando
noté que su segunda carta había sido abierta y vuelta a pegar. Por
esa época, cuando ya la batalla se empezaba a volver rutinaria y
los medios hablaban de otras cosas, anunciaron la vacuna. Era
simple, podía aplicarse en cualquier momento de la vida y
garantizaba diez años de inmunidad a la mayoría de las sustancias
prohibidas. Tardaron menos de seis meses en convertirla en ley y
elegir la empresa que debía fabricarla en serie. Con la ayuda de la
División Especial agarraron un mapa y marcaron zonas. En esas
zonas hicieron campañas de aplicación obligatoria. Luego, en los
hospitales. Para ingresar a cualquier trabajo. Metro a metro
cubrieron todo el terreno hasta que no quedó nadie sin vacunar.
Los pájaros se habían desvanecido en el aire. La guerra entera
estaba perdida.
Hace tres meses, sin embargo, algo pasó. Todavía no sé qué, pero
me lo puedo imaginar. Unos tipos de la División Especial me
golpearon la puerta de casa. Dijeron que me necesitaban para
hacer unas pruebas. Los acompañé sin discutir. Discutir no es una
opción. Hacía mucho tiempo que sabían quién era yo.  
–El efecto empieza a mitigar.
–¿Secuelas? ¿Efectos residuales?
–No parece haberlos. Excepto… tal vez un cosquilleo en los
dedos. Creo que me cuesta moverlos.
–A ver, agarre esta lapicera.
–Carajo, tengo la motricidad fina bastante afectada. Espero que no
dure demasiado.
–Bueno, terminamos por hoy. Descanse.
–¿Cuánto falta? ¿Cuándo me voy a poder ir?
–Ah, sigue con eso. Ya le dije, Balder. Tenemos que hacer varios
ensayos más. Todo el mundo está consumiendo esta basura y ni
siquiera se les nota. Y a juzgar por los resultados de hoy, la
vacuna no logra demasiado. Es indignante.
–No me importa. Yo tengo derecho a saber cuánto tiempo me
piensan retener.
–Balder, usted está drogado. No tiene derecho a nada.
 
 

***

El interior
reconfortante
de la noche
And Jesus was a sailor when He walked upon the water,
and He spent a long time watching from His lonely wooden tower,
and when He knew for certain only drowning men could see him,
He said “all men will be sailors then until the sea shall free
them”,
but He Himself was broken, long before the sky would open,
forsaken, almost human, He sank beneath your wisdom like a
stone.
Leonard Cohen – “Suzanne”
 

El sol bajaba entre dos torres de departamentos. A la vez, un


pedazo de luna blanca flotaba prematura en el Este. Lorenzo agitó
el fernet para apurar los hielos, acodado en la baranda, y miró
para abajo. La terraza daba al balcón del octavo, donde una mesa
para dos había sido dispuesta. Una vela fluctuaba en el centro,
sobre un mantel rojo y verde estampado de campanas doradas. La
vajilla tenía el brillo que sólo obtiene la vajilla largamente
guardada en un armario y sacada para la ocasión. Y junto a la
mesa, en otra mesa más pequeña, una maqueta antigua. Un trozo
de lienzo verde simulaba la pradera donde descansaban una oveja,
una vaca y un joven con cayado largo. Tres figuras altas que se
dirigían en fila hacia un establo. Lorenzo no distinguía bien desde
su posición cenital, pero parecían de cerámica pintada. Sabía sin
embargo, recordaba más bien, que en el interior de este establo
había un niño recién nacido, pero esa visión le quedaba vedada.
Una cabeza blanca salió al balcón y Lorenzo retrocedió por miedo
a ser descubierto. Volvió a mirar el sol que caía y la luna apenas
desplazada. Trianguló mentalmente la posición de la Tierra
mientras daba otro sorbo al fernet. Vicios de astrónomo.
El timbre sonó un poco antes de lo esperado.
–¿Vas vos? –gritó girándose apenas hacia adentro del
departamento. La voz de Constanza lo sorprendió por un flanco,
cargada de vapor a través de la ventanita del baño:
–¡Estoy en bolas, Lolo! ¿No podés ir vos?
–Tengo las manos llenas de carbón –mintió, pero sabía que era
una mentira torpe y que Constanza también lo sabía y no
necesitaba responderle.
Dejó el fernet y entró. El departamento estaba oscuro y olía a
desodorante para pisos. Mientras esperaba el ascensor sintió el
timbre de nuevo, seguido por el grito que renacía desde el baño.
Ignoró las dos cosas y bajó.
El palier de planta baja estaba fresco. Vio por el vidrio que Analía
tenía la cara hundida en el cuello de una mujer que él no conocía.
Se habían perdido en la espera pero el ruido de la llave en la
puerta las alertó.
–Buenas.
–¡Lolo! –gritó Analía y lo abrazó con fuerza.
Hicieron las presentaciones correspondientes. La novia de Analía
se llamaba Judith. Judith, se repitió Lorenzo, que tendía a
olvidarse los nombres propios.
Una vez arriba, mientras esperaban que Constanza saliera por fin
de la habitación, preparó dos vasos más de fernet y, estando todos
servidos, se dedicó a encender el fuego. El sol ya casi desaparecía
y la luna se había desplazado, blanca todavía.
–Che, ¿y hace cuánto que están ustedes?
–Seis meses, casi siete, ¿no? –dijo Analía. Judith asintió
sonriendo.
–¿Hace tanto que no nos vemos? –dijo Lorenzo acomodando la
pirámide de carbón que insistía en desmoronarse.
–Más, te diría.
Constanza apareció en el vano de la puerta. Tenía el color rosado
que adquiere la gente muy blanca recién bañada. Hubo más
abrazos y más presentaciones. Lorenzo multiplicó el fernet otra
vez, ahora sí con las manos negras hasta los antebrazos, y hubo
una picada. El fuego pasó del papel a la madera balsa y poco a
poco comenzó a morder el carbón con un ruido crocante. Por un
rato hablaron del futuro. Los planes para el año que entraba.
Analía giraba sobre sí misma, examinando el entorno. Los años
no habían logrado borrarle la expresión de curiosidad permanente
que tenía desde chica.
–Me encanta lo que hiciste con el balcón –le dijo a Constanza,
que pasaba cargando una bandeja repleta de ensalada.
–¿Te gusta? Las luces las armé yo. Compré las lamparitas, el
cable, todo.
–Jodeme, ¿cómo hiciste?
–Te bajo una, mirá.
Dejó la ensalada sobre una silla y se puso en puntas de pie para
descolgar la guirnalda. Analía examinó el trabajo minucioso con
el que estaban hechas las bolas de hilo endurecido que cubrían
cada lamparita.
–Hermosas… pero qué paciencia.
–A mí me gusta hacer esas cosas –dijo Constanza, haciendo un
esfuerzo por volver a colgarla. La dejó pendiendo apenas del
clavo, balanceándose un poco.
–Te quedó increíble, le da una vida… Y mirá las plantas cómo
están.
–Ah, no, eso es mérito de Lolo. El botánico es él. Yo no me
entiendo con las plantas.
–¡Che, Lolo!
Lorenzo luchaba, medio cuerpo metido en el chulengo, con una
nube de humo y chispas. Salió parpadeando y buscando oxígeno.
–Me cago en esta mierda. ¿Dónde está mi fernet?
Judith se lo alcanzó.
–Che, Lolo, qué lindas tenés las plantas.
–Gracias. Están bastante robustas.
–Y altas.
–Sí, yo creo que para cuando las coseche van a estar por el metro
y medio.
–Epa.
–Y sí, marzo, abril, calculá.
Constanza administró el espacio libre de la mesa para que cupiera
la ensalada y una botella de vino. Judith se levantó para ayudarla.
–¿Qué hacés? Quedate sentada, no te preocupes.
–Dejame, me siento inútil.
Constanza sonrió.
–Qué bueno que viniste, Judith. Escuchamos hablar tanto de vos.
–No quiero saber las cosas que te contó esta –señaló con la cabeza
a Analía–. Todas mentiras, seguro.
–Ah, si me mintió, no sé. Me dijo que estudiás agronomía. ¿Puede
ser?
–¿Ves? Te mintió.
–Ey, yo no mentí –Analía abandonó el examen de las plantas y se
acercó a la mesa.
–Estudio ingeniería naval.
Lorenzo levantó la cabeza interesado.
–Ah, entonces no se conocieron en la universidad –dijo
Constanza.
–¡No, tenés toda la historia mal! –dijo Judith.
–A mí no me mires –se defendió Analía.
Lorenzo recuperó el vaso vacío de la mano de Judith y se dispuso
a rellenarlo.
–¡No, que recién nos conocemos! ¡Si me emborracho, empiezo a
decir pavadas!
–¿A quién le importa? –dijo Constanza–. Dale, que mañana es
feriado. Hacele nomás, Lolo.
–Estoy en eso.
–Cierto que es feriado, me había olvidado. ¿Navidad?
–Sí, Navidad.
Lorenzo le entregó el vaso lleno y fue hasta la baranda. El balcón
de abajo estaba a oscuras. La mesa había sido levantada y sólo las
figuras de cerámica permanecían a la intemperie. En la escena
infinita los animales continuaban pastando, las tres figuras no se
habían acercado al establo.
–¿Qué pasa Lolo? –preguntó Constanza.
–No, nada, quería ver. Hace un rato los viejos de abajo estaban
festejándola.
–¿En serio?
–Te juro.
–En mi casa siempre se festejó –dijo Judith–. Y eso que vengo de
familia judía. Supongo que por la comida y los regalos.
–Pero… ¿todavía?
–No, no… cuando murieron mis viejos como que ya dejó de tener
sentido.
–Claro… –dijo Lorenzo, esta vez para sí mismo– Judith.
Analía lo escuchó y tuvo que hacer un esfuerzo para no escupir el
fernet.
–¿Recién caés, nabo?
–No, si te digo que cada día está más viejo y más lento–sentenció
Constanza. Tenía una resignación tranquila en la voz, casi
maternal–. En fin, yo me refiero a que ya no hay gente que la
festeje en serio. Que vayan a misa y todo. Que recen en la mesa
como antes.
–¿Se rezaba en la mesa antes? No me acuerdo –Analía se
limpiaba con una servilleta la cara salpicada.
–Mi mamá hasta el último día lo hizo. Y nos contaba historias de
Jesús. “Parábolas” se llamaban.
–Por qué creerían tanto en esas cosas, me pregunto yo –dijo
Lorenzo.
–En algo había que creer –sentenció Judith–. La ciencia no puede
explicar todo. Menos lo que dice la Biblia.
–¿Ah, no?
–No empieces, Lorenzo –advirtió Constanza.
–No te animás.
Hubo un acuerdo tácito. Lorenzo se acomodó en la silla, Analía
corrió una botella para verlo mejor. El juego convocaba a una
pausa y las llamas de la parrilla ya se arreglaban solas.
–Yo empiezo –dijo Constanza–. Explicame la inmaculada
concepción de la virgen.
–Partenogénesis.
–¡¿En un mamífero?!
–Bueno, entonces adulterio. ¡Siguiente!
–¿Cómo explicás la creación del universo? –dijo Analía.
–Big bang, fácil esa, vamos con algo más concreto.
–Bueno, yo qué sé. ¿Me ves cara de haber leído la Biblia?
–Las aguas se abrieron para Moisés y el pueblo elegido –disparó
Judith.
–Pleamar y bajamar. O un período de sequía.
–¿David y Goliat? –dijo Constanza
–En esa época la gente medía un metro y medio con suerte,
cualquiera por encima de eso era considerado un gigante.
–Jesús caminando sobre el agua.
Silencio.
–¿Orígenes prehistóricos del surf? –arriesgó Lorenzo.
Se rieron, más por la oportunidad de reírse que por el chiste en sí
mismo.
–Sos un tarado –dijo Analía–. ¿Te acordaste de poner a hacer las
verduras que te pedí?
–¿Pero con quién te pensás que estás hablando? –respondió
Lorenzo, y sin disimulo se levantó a buscarlas.
–Se había olvidado, lo voy a matar.
–Te dije que está viejo –dijo Constanza.
Judith sonrió. Los vasos estaban vacíos de nuevo y la noche se
había instalado con comodidad.
Los olores subían animados por las brasas, invisibles pero bien
mezclados, y se iban de pronto, montados a una brisa que los
arrojaba más allá de los límites del balcón. Durante todo el tiempo
que la comida duró caliente, la conversación se adormeció. Se
hablaba de las ventajas de vivir en un piso alto, de las luces de la
ciudad, de los cuidados de las plantas, de todo aquello que
estuviera a la vista y de nada más. Una red de palabras sueltas,
colectivas, un cascarón, un campo magnético sumergido en vino,
el balcón suspendido en el interior reconfortante de la noche,
sustraído del tiempo. Hasta que Analía dijo, sin que nadie le
preguntara, que no recordaba ninguna Navidad. El cascarón se
rompió, y alguno de los cuatro probó otro bocado y lo encontró
frío.
–¿Y vos, Lolo? Perdón que te diga Lolo…
–Decime Lolo.
–¿Tu familia? ¿Festejaban?
–Mis viejos, a rajatabla. Mantel rojo y verde, como tienen los
vecinos de abajo. Vitel Toné. Lechón al asador. Arbolito. Toda la
bola. Yo sé que soy el más viejo acá, así que no se burlen, pero me
acuerdo perfecto de las navidades. Un mes antes mi vieja…
–¿Cómo se escribe Vitel Toné? –preguntó Analía
–Con hache –dijo Constanza, segurísima.
–¿Con te hache? ¿Zoné?
–Se escribe como suena. Déjense de interrumpir que estoy
contando algo.
–Ay, se puso nostálgico. ¿Querés más vino, Judith?
–Dale.
–Yo me hago otro fernet. Contá, Lolo, contá.
–Bueno, cuestión que mi vieja empezaba a preparar todo como un
mes antes. Siempre repetía que los precios se iban a las nubes en
diciembre, entonces vos por ahí abrías el freezer en noviembre y
ya te encontrabas un bichito congelado ahí, esperando con el
cuero escarchado. Y ese día mi viejo encendía el fuego desde las
seis, para hacerlo despacito. En la radio pasaban villancicos.
Y cantó:
–Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra pasan los hombres…
–¿No es paz a los hombres? –corrigió Constanza.
–Algo así. Sonaba toda la tarde. Después iban llegando los tíos,
los primos, algún amigo que había quedado boyando por ahí. A
mí me gustaba ir a abrirles porque pasaba por al lado del arbolito
todo decorado, lleno de luces y borlas, que mi vieja armaba en el
living. Y después, mientras esperaba que estuviera la comida, mi
viejo me daba estrellitas…
–¿Estrellitas? –preguntó Analía.
–Sí, amor –dijo Judith–. ¿No te las acordás vos? Esas que eran un
alambre bañado de no sé qué cosa que la prendías y empezaba a
largar chispas. Eran bastante inocentes.
–No, che, ya dije que no me acuerdo.
–¿Cómo se hace el Vitel Zoné? –preguntó Judith.
–Uh, me mataste –dijo Constanza–. Era con pescado, creo. Carne
y pescado.
–Y después de comer –siguió Lorenzo, como si nunca hubiese
parado–, venía el postre. Pero la mesa de garrapiñadas y turrones
y todo eso no, todavía no. Había que esperar a las doce. Diez
minutos antes ya empezaban todos a mirar el reloj y alguno que lo
tenía adelantado cantaba antes de tiempo. Pero nosotros teníamos
la fija, que era la sirena de bomberos. Siempre, a las doce en
punto, hacían sonar la sirena del cuartel que estaba a tres cuadras
de casa y ahí era como la señal para levantarnos y empezar a
brindar y a saludarnos todos con un beso, repartir los regalos,
asomarse a ver las cañitas voladoras…
La voz de Lorenzo se fue apagando sin rencor y por un rato nadie
dijo nada. Un carbón tardío había empezado a arder y dos o tres
chispas salieron disparadas. La guirnalda de luces mal colgada
había caído; parpadeaba ahora enredada en la planta más grande.
–Buena noche esta –dijo entonces Judith.
Un auto petardeó afuera. Constanza miró el reloj.
–Uy, son las doce y diez.
–¿Ya?
–Ni me enteré –dijo Judith.
–¿Podemos brindar? –pidió Analía–. Por favor.
–¡Brindemos! –Constanza levantó su bebida.
Las otras hicieron lo mismo y las tres copas se encontraron en el
aire, sin llegar a tocarse, fantasmas bajo una luna amarilla.
–Pero pará –dijo Judith–. ¿Por qué brindamos?
Lorenzo tenía el vaso vacío y lo miraba sin decir nada.
 

***
Los perros
Creo que se puede afirmar
que las razones para implementar los cambios
en el nuevo diccionario no parecen lingüísticas,
o al menos no parecen estrictamente lingüísticas.
Eulàlia Lledó Cunill
 

I
Costó que los de la mudanza entendieran que sólo quería peones,
que no necesitaba el camión. Para el tipo que le hablaba del otro
lado del teléfono, la idea de cobrar un extra de cien pesos por
cada peón no terminaba de engranar. El problema estaba en la
palabra extra, que por necesidad debía provenir de otra cosa. Si
no le enviaban un camión, si no le cobraban por el camión, ¿cómo
podían cobrarle extra por los peones? Era un despropósito. Como
entrar a una pizzería y pedir un poco de queso solo, así, flotando
en el aire.
Pedro inspiró. Volvió a explicarle sus necesidades al tipo del
teléfono, esta vez procurando expresar de qué forma esas
necesidades podían traducirse en un esquema de negocios inusual
pero factible para la empresa; y, por sobre todo, teniendo mucho
cuidado en no usar la palabra extra. Al día siguiente, dos hombres
de brazos fuertes le tocaron el timbre. Habían venido a pie.
Lo miraron de arriba a abajo, dosificando el respeto. Pedro
aparentaba en la piel los treinta y ocho años que tenía, pero la
espalda un poco encorvada y los hombros más bien juntos
delataban que eran años de estudio, vividos en claustros.
–¿Bueno? –le dijeron por fin, cogoteando un poco para adentro,
incapaces de ocultar la curiosidad, expectantes ante la promesa de
un trabajo fuera de la rutina clásica de heladeras y cajas.
Los hizo pasar y fue encendiendo las luces a medida que
avanzaban. Era una casa chica y aunque estuviera ya casi vacía,
eso no la hacía parecer más espaciosa. Los peones cruzaron el
living, el pasillo que daba a la cocina, el distribuidor con acceso al
baño y a la habitación, hasta llegar a un cuarto final con ventana a
un patio frío. Ese cuarto estaba, para decepción de los hombres,
repleto de cajas. Cajas pesadas. En una pared lateral, la más
grande de todas, varios tablones respiraban aliviados de la carga
de miles de libros.
Levantaron las cajas, con esfuerzo pero sin protestar, y las fueron
dejando en la parte trasera de la camioneta de Pedro, estacionada
con ese propósito en la entrada del garaje. Pedro tomaba café y
los observaba trabajar. El patio era un cuadrado de tierra removida
que tenían que atravesar haciendo equilibrio con las cajas,
siempre a punto de tropezar y desparramar el contenido. Era un
suelo estéril e indiferente al sol, jamás había crecido ahí pasto
alguno, y sin embargo ahora se veía un brote verde, mínimo,
solitario.
Cuando el trabajo estuvo terminado, Pedro pagó el importe
acordado más dos generosas propinas, se subió a la camioneta y
arrancó. Había dejado la taza con un fondo marrón sobre la
mesada de la cocina, al lado de la cafetera vieja que ya estaba por
pincharse y al lado también de un trapo demasiado sucio. Una
capa más espesa de mugre delineaba las antiguas fronteras de los
muebles, ahora regalados. Que los de la inmobiliaria se
encargasen de limpiar si querían. Les había dejado órdenes
precisas de poner en alquiler la casa y enviarle el efectivo por
correo tradicional todos los meses. Mientras cumplieran con eso,
lo demás podían manejarlo a gusto. Quedaban también un plato,
un cepillo de dientes viejo con las cerdas abiertas, una zapatilla
solitaria y un pequeño pilón de imanes para heladera con números
de pizzerías que, como ocurre con algunos amuletos, fuera de
cierto radio específico se vuelven inútiles. Todo lo demás había
sido vendido, donado o cargado en la caja de la camioneta. Y todo
lo demás por fuera de lo demás, todo lo que no podía agarrarse
con las manos, ni verse, ni enterrarse, ni romperse ni guardarse,
todo lo que había que intentar olvidar, estaba en la cabina de la
camioneta viajando con él, en él, negándose a ser olvidado.
La ruta se abrió amplia y llana hacia el norte. La hizo en dos
tramos, parando para dormir en un hotel. Estacionó en un lote de
canto rodado y observó el cartel iluminado de naranja por un sol
decadente. Decía “Motel”, como en las películas yanquis. Cenó
en la habitación un sánguche de estación de servicio envuelto en
nylon y durmió poco. Antes del alba había vuelto a la camioneta,
a ese andar pesado pero constante, al guiño derecho con el que
invitaba a los autos a que lo pasaran, a su rumbo inconmovible.
La vegetación se volvió de pronto más húmeda. El aire también.
Era el modo que tenía el río Paraná, pariente del mar según la
etimología aborigen, para anunciarse, evaporado, convertido en
olor a monte. Porque un río siempre es más que su cauce. Es la
orilla y los árboles que alimenta. Y el pueblo que se erige en su
costa. Y la gente que lo cruza y lo bebe. Pedro sabía esto. Lo
había olvidado con tantos preparativos, pero lo recordó cuando
vio el cartel en la ruta que decía “KIRIRI 11 km”, y una flecha.
Pedro tomó el desvío. Kirirî significaba silencio.
También significaba una cabaña comprada por poca plata, a la
distancia y casi sin trámites. Un terreno amplio alrededor, los
límites definidos por una desmalezadora. Quinientos metros de
pendiente suave hasta la costa del río en una dirección, un
kilómetro de huella hasta la ruta en la otra, no más vecinos que
algún carpincho desorientado. Un techo de paja a modo de
cobertizo donde guarecer la camioneta. Una pared donde volver a
ubicar los libros. Un armario para el equipo de pesca y una mesa
sobre la cual descamar el pescado. Una cama, un baño, cocina
integrada. Una puerta a la que nadie llamaba nunca.
Costó sacar los pies del barro. Las rodillas ya no respondían como
antes. Crujían y se tambaleaban un poco. El balde lleno en una
mano, la caña en la otra, la vista que empezaba a fallar. No porque
fuera invierno la temperatura bajaba mucho, pero el sol se ponía
temprano, había que tener eso en cuenta.
En el balde agonizaban cuatro pescados. Alguno se sacudía
todavía un momento, negándose a morir, y después se devolvía a
una quietud engañosa. Pedro los dejaba sufrir. Cuanto más les
retrasara la muerte, más tiempo iban a durar frescos. Pero ahora el
problema era salir del barro. Y salir sin soltar la caña.
Instintivamente trataba de apoyarse en ella para darse impulso,
pero el mango se hundía también en el barro y el pescado volvía a
saltar, el sol se escondía aún más atrás del río y la distancia hasta
la casa se alargaba como la sombra.
En la otra punta del cielo, avanzaban nubarrones. Los mosquitos
estaban inquietos.
Cuando por fin pudo salir, levantó el balde, la caja de pesca y dio
unos pasos hacia tierra firme. Se había vuelto liviano con los años
y eso lo enorgullecía. De haberse quedado en la ciudad, seguro
habría engordado, como les pasaba a todos los viejos. Siempre
algún amigo, algún sobrino, alguien queriendo encontrarse a
tomar un café, tocando timbre con facturas, invitaciones a asados,
chocolates de regalo. A los viejos que andan bien de salud todo el
mundo les regala chocolates. Filomena le había contado una
historia al respecto pero no lograba recordarla. Se sonrió al verse
pensando en ella después de tanto tiempo.
Tolkien ladró.
Ya voy, carajo, quiso decir, pero le salió un graznido.
El día que llegó estuvo hasta la madrugada ordenando los libros
en absoluto silencio.
Las cajas eran demasiado pesadas para bajarlas de la camioneta.
No quedaba más remedio que abrirlas ahí mismo, sacar los libros
de a pilas de diez y meterlos a la casa, al menos hasta alivianar las
cajas lo suficiente. En cada viaje se detenía un momento a mirar
el cielo enorme virar de color, las estrellas incontables.
Cuando se hizo de noche y sólo quedaba una caja sin abrir, bajó
con la camioneta hasta el río. La puso de culata sobre la orilla y
desde arriba empujó la caja al agua. La corriente la arrastró unos
metros antes de tragársela para siempre. Pedro volvió a guardar la
camioneta y se dejó caer en la cama. Durmió un sueño sólido, sin
fisuras.
A la mañana siguiente, se acercó a reconocer el pueblo. Caminó
sin apuro los cinco kilómetros por el borde de la ruta y cruzó bajo
el arco de hierro soldado, un poco rojo de intemperie, que decía
Kirirî. En las dos puntas donde el arco se enterraba los pastos
crecían más altos.
Una mujer que tomaba mate en la puerta de una casa lo saludó al
pasar. Respondió con un gesto de cabeza. Intuía que el saludo era
la expresión de una curiosidad impertinente más que la cortesía
brindada al extraño. En ese pueblo no podía haber extraños, o su
calidad de extraños no podía durar más que unos pocos días. Pero
Pedro no pretendía mezclarse con la gente. Su visita al pueblo
tenía un único propósito, y era el de encontrar una veterinaria
donde adoptar un perro.
Caminó la cuadrícula de punta a punta en ambos ejes mientras el
sol se endurecía y dio la vuelta entera a un cuadrado de pasto,
delimitado por adoquines, con un busto de Berón de Astrada en el
centro que lo validaba como plaza, pero no pudo encontrar nada
que se pareciera siquiera remotamente a una veterinaria. Estaba
por rendirse cuando decidió preguntar.
Eligió a un tipo de bigote bastante gordo que fumaba en la puerta
de la única ferretería. Ante la consulta, el tipo se quedó un
momento en silencio, como si repasara mentalmente la guía de
páginas amarillas de la zona, y por último le explicó que no, que
el veterinario era el Dr. Maure y que ahora estaba en el campo
atendiendo una hacienda que andaba parasitada, pero una casa
veterinaria así, como quien dice, no. Pedro se desilusionó tan
visiblemente que al tipo no le quedó más remedio que preguntarle
para qué necesitaba. Esperaba oír la historia de un caballo
malherido o una cría de cerdo agusanada, porque cuando Pedro
dijo que buscaba adoptar un perro la cara se le contorsionó
primero y después se entró a reír sin remedio.
–Hombre, agarre uno de la calle. Si algo sobran acá, son perros –
le dijo, tiró la colilla hacia adentro de la ferretería y se metió.
Pedro lo siguió; además necesitaba herramientas. El tipo mantuvo
la sonrisa durante todo el tiempo que Pedro estuvo eligiendo y
dudando entre dos modelos posibles de generadores eléctricos.
Cuando estuvo todo reunido y pagado, y fue evidente que venir
caminando no había sido una buena idea, el tipo le dijo que no
había de qué preocuparse, que le indicara dónde era su casa y que
él se iba a encargar de que Eduardo le llevara las cosas.
–¿Quién es Eduardo?
–Se dedica a esto. Tiene una Ford y lleva y trae cosas, cubre toda
la zona. Lo que necesite, si no se quiere mover, se lo pide a él.
Pedro salió de la ferretería feliz con el descubrimiento.
En un almacén compró cosas para comer unos pocos días. Luego
acordaría con Eduardo un sistema de entregas tan bien coordinado
que no necesitarían volver a verse. Todos los primeros de mes,
Eduardo recorría con su camioneta la huella que separaba la casa
de la ruta, tomaba el papel donde Pedro había dejado anotado el
pedido y se retiraba. Esa tarde pasaba de nuevo a dejar las cosas.
Siempre encontraba, donde antes estaba el papel, los billetes
necesarios para cubrir los gastos y los honorarios, redondeado
hacia arriba. Eduardo se iba sabiendo que debía quedarse el
vuelto. A veces, desde adentro de la casa, ni se lo oía.
Pero ese día, el día que llegó, Pedro compró él mismo en el
almacén un paquete de fideos, carne, condimentos, un
encendedor, papel higiénico y una bolsa de caramelos duros.
Cuando ya estaba pagando, se dejó tentar por el aspecto de un
salame y la mujer detrás del mostrador tuvo que rehacer las
cuentas, ahora también con un trozo de queso y pan.
A la altura del arco de entrada al pueblo, esta vez en dirección de
salida, el olor a salame que exhalaba la bolsa fue detectado por
dos perros que exploraban las inmediaciones. Se pararon
cortándole el paso, la lengua afuera y la vista alternando entre la
bolsa y la cara de Pedro, entre la presa y la posible reacción. Lo
que más lo asombró, sin embargo, fue que los dos perros eran
prácticamente idénticos. De color claro, el mismo pelaje corto,
manchado de tierra por la vida vagabunda. Las orejas se les
doblaban a la mitad pero no se resignaban a terminar de caer. Y
los ojos eran completamente negros.
Pedro se dejó seguir hasta la casa y, recién cuando estuvieron en
su territorio, accedió a compartir parte del botín. Comieron los
tres y después no los echó. Les colocó mantas bajo el techo de
paja y los acarició por turnos hasta que se familiarizaron con el
lugar. Por la noche, decidió que tenía que ponerles nombre. Les
puso Grimm a los dos. Al fin y al cabo, nunca necesitaría llamar
específicamente a uno. Le bastaba decir Grimm para que vinieran
ambos y él con eso era feliz. Un poco feliz, al menos. Feliz de a
ratos.
Un año después, Grimm cruzó la ruta para dar alcance a una
laucha y fue atropellado por un camión. En ese mismo lugar,
Pedro lo enterró y, a modo de mojón, plantó un ligustro áureo que
crecería verde y fuerte. En cambio Grimm murió de viejo mucho
tiempo más tarde.
Dejó las cosas en el cobertizo, excepto el balde con pescado que
Tolkien insistía en asaltar. Lo apartó con un pie, sin violencia.
Después quiso abrir la puerta. Los nudillos le protestaron. Dejó el
balde en el suelo y se ayudó con la otra mano. Tolkien aprovechó
la oportunidad. El pescado, una boga no muy grande, sintió los
dientes en el costado y recomenzó los espasmos. Tolkien lo tomó
como una invitación y se lanzó a correr en círculos y sacudir la
cabeza sin soltar la presa.
Pedro lo persiguió, pero el barro en las botas lo hizo resbalar y se
fue al piso. El dolor le estalló en los huesos.
Primero aguantó, respirando despacio y evaluando la situación. Si
se había roto la cadera, probablemente esa sería su muerte. No
podía esperar que nadie llegara a auxiliarlo. Eduardo había
muerto diez años atrás y legado el servicio en su hijo Francisco,
pero Francisco había pasado hacía tres días y no volvería hasta
fines de agosto. Tolkien tampoco sería de mucha ayuda. Seguía
corriendo con la boga en el hocico, completamente ajeno al dolor
de su humano. Cabía la posibilidad de arrastrarse, con tiempo y
paciencia, los mil metros hasta la ruta y ahí esperar a que pasara
un auto. Sin garantías, claro, pero la otra opción era dejarse morir.
Inevitablemente, Pedro puso en marcha todo un sistema de
aceptación. Había sido una larga vida, bien vivida. En cierto
modo, se podía decir que había vivido dos vidas distintas. Una en
Buenos Aires, felizmente casado, con un trabajo plácido en la
universidad, gozando de la calidez y el respeto de sus colegas. La
otra en Corrientes, sin más compañía que la de los perros, un
largo periodo de paz, un envejecimiento suave y un final absurdo
como todo final.
Tardó en darse cuenta de que el dolor había menguado hasta casi
desaparecer. Cuando por fin lo notó, con un esfuerzo moderado se
puso de pie y entró a la casa.
Cerró la puerta detrás de sí dejando a Tolkien afuera, por idiota.
Después de Grimm vino Homero, cruza de ovejero alemán y mala
suerte. Sabiendo Pedro que el animal tarde o temprano empezaría
a sufrir las falencias propias de su raza, desde chico lo alimentó
con mucho calcio para fortalecerle los huesos. De todas formas, a
Homero la displasia de cadera lo atacó rápido. Desesperado por
encontrar algo que le sirviera para combatir la enfermedad, Pedro
tuvo que poner en marcha la camioneta y manejar hasta la ciudad
de Goya, entrar a un locutorio y esperar pacientemente los
tiempos de la computadora para ejecutar cada acción. Así supo
que, según el Doctor Ingeniero Ramiro González, español, criador
de pastores alemanes, la displasia de cadera, denominada
también Displasia Coxofemoral, es y debe ser, si pretendemos
mejorar la raza, una gran preocupación, ya que un macho o
hembra con esta enfermedad queda automáticamente descartado
para la reproducción. Pedro se restregó los ojos. Todo el texto del
Doctor Ingeniero Ramiro González se desarrollaba en los mismos
términos. Si se eliminaban las palabras pastor alemán, bien podía
pasar por el informe de una investigación nazi.
Respecto a cómo atender la enfermedad ya declarada, no decía
nada. Y para colmo de males, en ningún lugar se mencionaba el
calcio.
Volvió a Kirirî preocupado por Homero, pero a la vez un poco
perplejo: acababa de decidir que nunca volvería a conectarse a
internet, y eso le producía un alivio inesperado. Si hasta la
camioneta parecía avanzar más serena sobre la ruta.
A partir de cierta edad una biblioteca puede volverse infinita.
Pedro miraba la suya y reconocía, uno a uno, los libros que había
ido olvidando. Eran casi la mitad. Si empezaba a leer cualquiera
de ellos, para cuando terminase habría olvidado la otra mitad y
entonces podría releer esos. La idea no constituía más que un
juego lógico. Sabía muy bien que no le quedaba suficiente tiempo
para llevarla a cabo; por eso había dejado de comprar libros
nuevos. Si alcanzaba a releer cien o ciento cincuenta más antes de
perder la vista del todo o que se lo llevara la muerte, podía darse
por satisfecho. La pregunta era, entonces, cuáles elegir. Cómo
hacer la biblioteca finita de nuevo.
Tolkien aulló para dar lástima. Pedro intentó ignorarlo. Vamos a
ver cuando se largue a llover, pensó. Las uñas rascaron la madera
de nuevo, menos convencidas. La puerta hizo un ruido sordo y se
movió un poco. Pedro supo que Tolkien se había echado del otro
lado. Ya lo dejaría entrar.
Encendió otra luz para ver mejor. Afuera la noche no terminaba
de instalarse pero ya le faltaba poco.
Eligió un libro y se sentó en el sillón. Sobre la mesa junto a él
había tres pares de anteojos, con distintas graduaciones, que
Francisco le había traído. Todos los años le encargaba comprarlos
en la farmacia del pueblo. No había forma de que ninguno le
funcionara del todo bien, pero siempre alguno le servía hasta el
año siguiente. Cuando pasaban unos meses, si sentía los ojos muy
fatigados, volvía a probárselos todos y elegía de nuevo. De ese
modo se evitaba tener que ir a la ciudad y consultar con cualquier
oculista recién recibido que lo tratara de abuelo o intentara
convencerlo de que debía volver acompañado para poder hacerse
un fondo de ojo. Además, tenía el registro vencido.
Probó los tres pares y al final se decidió por el primero.
Abrió el libro y se dejó mecer por el comienzo de la historia:
“Se llamaba Gaal Dornick y no era más que un chico de campo
que nunca había visto Trántor…”
Huxley fue un cachorro toda la vida.
Pedro lo encontró entre los pastos crecidos y los piríes, corriendo
de acá para allá. Primero se asustó y levantó la escopeta. Desde
hacía un par de días, cuando salía, salía armado porque le había
dicho la censista que andaba un puma suelto. La mujer parecía
unos años mayor que él y no estaba asustada en absoluto. Al
contrario, la situación le facilitaba mucho las cosas: así era más
fácil encontrar a la gente en casa.
Sin embargo, lo que se movía entre los piríes no era un puma. Era
un cusco marrón, de patas cortas y cabeza grande. Pedro bajó la
escopeta y se acercó. Intuía que había algo providencial en el
encuentro. No en términos divinos ni espirituales. Pedro no creía
en eso. Pero la aparición de un cachorro perdido, salvaje, a no
más de doscientos metros de la casa, cuando la tierra encima de
Homero todavía no había recibido la primera lluvia, tenía algo
que lo remitía a los ciclos de la vida.
Apenas el perro lo vio, se acercó corriendo y se paró sobre sus
patas traseras, tratando de alcanzarlo con las otras, perdiendo el
equilibrio y parándose de nuevo. Pedro sacó unas uvas que
llevaba en el bolsillo y lo dejó comer de su mano.
Huxley demostró ser un perro fiel y cariñoso, poca cosa para
guardián. Pero era vivaz y siempre estaba dispuesto a acompañar
a Pedro al río. Mientras él pescaba, Huxley exploraba y marcaba
el territorio, trabajo infinito ya que el agua, la lluvia u otros perros
volvían a lavar una y otra vez sus marcas, y había que volver a
comenzar. Cada tanto llegaba con un trofeo que ofrendaba a Pedro
pero después, cuando él se agachaba a agarrarlo, no se lo quería
dar.
Una tarde, después de una crecida fuerte que casi alcanzó la casa
y que removió mucha tierra, Huxley apareció cargando entre las
fauces el cráneo de Homero. A Pedro la imagen lo impactó tanto
que al principio no se pudo mover. Se quedó nomás mirándolo a
los ojos, en pausa, hasta que lo invadió la furia. Él, que siempre
había sido tranquilo, de pronto se encegueció. Tuvo que pegarle
con un palo para sacarle el hueso de la boca. Le pegó fuerte, más
de lo que hubiese querido.
A partir de ahí, Huxley se convirtió en otro perro. Casi no ladraba,
jugaba menos y rara vez exploraba solo. Dejó que otros olores se
apoderasen de sus dominios. Seguía a Pedro de cerca y sin
molestar; por eso Pedro nunca se veía en la necesidad de llamarlo.
Cuando el tiempo se cumplió y otro censista volvió a golpear a la
puerta, Huxley no  ladró. Y Pedro, que andaba por esos días un
poco malhumorado, decidió ignorar el llamado. Esa misma tarde,
cayó en la cuenta de que hacía tiempo que no hablaba
absolutamente con nadie.
Se paró del sillón donde estaba y trató de pronunciar algo. Una
oración cualquiera.
–Pirí era una india guaraní, joven y bonita –dijo. La voz le salió
ronca y un poco insegura.
A partir de ese momento, cada tres páginas que leía, una la
practicaba en voz alta.
Recuperó la voz casi de inmediato, pero la usaba poco. Y todo lo
que pensaba tenía la sintaxis compleja de los libros.
No volvió a atender a ningún censista.
Recordó una botella de vino que Francisco una vez le había traído
a modo de obsequio. Pedro la había aceptado sin sentirse del todo
cómodo y al mes siguiente, en la lista que continuaba dejándole
en el cobertizo, había anotado con letras grandes: “no más
regalos”. De esto hacía ya algunos años y hasta ahora la botella
seguía en la oscuridad de la alacena. Nunca había encontrado el
momento oportuno. Esa noche, sin embargo, parecía invitarlo.
Se paró con intención, pero las ganas de mear lo distrajeron. Fue
hasta el baño, levantó la tapa y apuntó. La micción le dolía por
momentos y pensó que tal vez debía administrarse antibióticos.
En ese caso, no tenía demasiado sentido tomar alcohol. Terminó
de mear con paciencia, mirándose el miembro arrugado entre los
dedos y filosofando vagamente, en el fondo de la cabeza, acerca
del tiempo y la nada.
Volvió a su novela sin acordarse de la botella. Tres días atrás,
Pedro había cumplido años, pero tampoco se había acordado de
eso. En el costado de la heladera envejecía un almanaque que no
consultaba.
La perra de Eduardo tuvo cría y el hombre se vio en la necesidad
de salir a regalar. Los productos para perros habían desaparecido
de los pedidos de Pedro, lo cual sólo podía significar que el cusco
petiso había encontrado la paz y que el gesto sería bienvenido.
Eligió el cachorro más bonito de todos, negro como el Paraná de
noche, y se lo dejó junto a la camioneta, en una caja de cartón
acondicionada con trapos.
A Pedro el hallazgo lo conmovió. Por esos días, la soledad lo
sorprendía amarga de a ratos.
El único problema que encontró al examinar al animal fue
onomástico: no tenía la menor idea de cómo ponerle nombre a
una perra. Por supuesto que podía llamarla de cualquier forma,
pero se resistía a abandonar el juego que había empezado con
Grimm.
Hizo memoria, consultó una y otra vez la biblioteca. Atravesó los
estantes de ensayos, historia y ficción. Nada sobresalía
particularmente, nada que le generase pasión. Consideró Úrsula,
pero se le antojaba un nombre demasiado áspero, y además era un
nombre de pila. Por fin, recostado encima de otros volúmenes,
fuera de lugar, vio lo que buscaba. Shelley, la llamó. Sonaba dulce
en la boca.
Shelley vivió once años y fue, de todos, la más guardiana. A
veces, más que nada en verano, elegía dormir bajo el techo de
paja como la primera noche, atenta a cualquier movimiento. Si
Pedro la oía ladrar, sabía que ahí afuera alguien estaba siendo
espantado, sea bicho del aire o roedor, perro o humano. Mientras
duró su guardia, nadie pudo acercarse a la casa, a excepción de
Eduardo primero y Francisco después, y eso sólo porque
conservaba sus olores en la memoria de la primera infancia.
Por esos años, Pedro se volvió más taciturno. Había aprendido
todo lo que necesitaba para vivir solo. Sabía atenderse las
enfermedades cuando llegaban, reparar lo que se rompía y
proveerse alimento. Ya no encontraba motivos para afeitarse
como no fuera para combatir el calor. Además, esos fueron los
años en los que se arrugó, pero como casi no utilizaba el espejo
que revestía la puerta del placard, y como sus músculos todavía
eran fuertes, no sintió que el tiempo pasaba. Por el contrario, se
creía suspendido en un presente elástico, pacífico, rodeado de
olvido.
Un día se percató de eso y sonrió.
Al día siguiente, se levantó y descubrió que Shelley se había ido.
Nunca supo qué fue de ella, y no intentó averiguarlo. Estuvo un
tiempo tapando la tristeza con disgusto, indignado, hablando
consigo mismo cada tanto mientras cortaba madera o
pescaba. Que haga lo que quiera, se decía. O perra de mierda. Si
era pescando, trataba de bajar la voz para no espantar a los peces,
aunque el Paraná era ancho y las palabras no penetraban en el
agua oscura.
Dieciocho meses después, encontró a Tolkien abandonado junto a
la ruta. Era un dálmata de raza, un poco torpe, pero
excesivamente cariñoso. Y bastante testarudo, tanto que ahora se
había puesto a rascar la puerta otra vez. Una zarpa atrás de la otra,
como si estuviese intentando abrir un agujero en la madera.
Pedro supo que no iba a poder leer mientras durase la tortura. Se
levantó y abrió la puerta. Tolkien entró como un viento,
golpeándole las pantorrillas con la cola, que no dejaba de
zarandear con una alegría violenta. Entonces Pedro vio, justo
antes de cerrar, una silueta que bajaba por la huella desde la ruta,
en dirección a la casa.
 
II
Puso la tranca y apagó la luz.
Esperó.
Tolkien dio algunas vueltas impaciente y lanzó un gemido corto.
Una mano encima del hocico lo tranquilizó. Ahora que la casa
estaba a oscuras, la poca claridad que quedaba afuera resaltaba
contra las ventanas y los olores empezaban a dialogar. Pedro
respiró despacio el tufo a perro de Tolkien, el pescado fresco que
todavía no se había puesto a descamar, el jabón de las sábanas que
había lavado esa mañana, el olor a ozono y tierra mojada que
anunciaba la lluvia.
Unos pasos rasparon la tierra afuera.
Tres golpes cortos en la puerta. Un silencio y tres golpes más.
–¡Duìbùqi, señer!
Era una voz joven, adolescente tal vez. Pedro creyó sentir una
nota de desesperación, pero no podía estar seguro.
–¡Nǐ hǎo!
Tolkien ladró.
–¡Shhh!
–¡Señer! ¡Favor, señer! Sé que está ahí, le vi de lejos.
Pedro dudó. Tolkien se zafó de la mano que lo contenía y se lanzó
contra la puerta, haciéndola temblar. Desesperado, empezó a
olfatear por debajo.
–Señer, necesito ayuda, favor, favor.
Un instinto citadino le decía que no tenía que abrir. Tolkien
opinaba distinto. Por un momento, extrañó la seguridad vigilante
de Shelley.
–Hubo un acidente. Sólo le pido un fon, si me presta un fon… y
un vaso de agua, y yo me voy, señer, favor.
Pedro no dijo nada. Pasó un minuto entero de silencio, cortado
solamente por la respiración ansiosa de Tolkien. Sintió un
fogonazo de culpa. Existía la posibilidad de que esa persona
realmente necesitara ayuda. Al menos eso era lo que interpretaba,
de entre las pocas palabras que había llegado a entender. El resto
no tenían ningún sentido, o le remitían a otra cosa.
Se acercó a la ventana para espiar, pero entonces la voz sonó de
vuelta, clara, convocante:
– ¿Nǐ hǎo?
–¡Fuera! –gritó Pedro y un relámpago vino a subrayarlo.
Tolkien ladró, entusiasmado con lo que para él era una
conversación, pero a su ladrido se lo comió el trueno que seguía,
y ya después nadie dijo nada.
Se oía llover. El Paraná estaría creciendo, volviéndose gordo y
presuroso. A Pedro le gustaba pensar en eso, en una corriente
renovadora que barría con todo y limpiaba el lecho y las orillas, y
se llevaba peces y piedras, barro y basura, todo rumbo al mar. Le
recordaba vagamente a la escoba que su abuela deslizaba por el
pasillo para sacar el polvo a la calle. El recuerdo de esa escoba en
movimiento estaba asociado al del estofado que, mientras tanto,
solía hervir en la cocina; sólo evocarlo hacía que la saliva de
Pedro se espesara. La lluvia había hecho descender la
temperatura. El hambre mordía.
Pedro espió por la ventana. Antes de encender la luz, convenía
verificar que el visitante se hubiese ido. Primero no vio nada.
Supuso que, si no su voz colérica, al menos la lluvia lo habría
espantado, y se tranquilizó. La ansiedad nerviosa que le
provocaba la posibilidad de entrar en contacto con otro ser
humano era algo nuevo para él, algo que había ido creciendo
inadvertido dentro suyo durante el largo exilio y que ahora debía
aceptar.
–Ya está –le susurró a Tolkien, sin dejar de mirar la cortina de
agua que caía–. Ya pasó. Ya se fue.
Entonces otro relámpago iluminó el cielo y la tierra, el agua y los
árboles, una instantánea violeta: el visitante tendido en el barro,
boca abajo junto a una mochila pequeña, y la oscuridad de nuevo.
Entrarlo fue difícil. Hubo que agarrarlo de las axilas y tironear sin
resbalar en la superficie fangosa. Tolkien ayudaba lamiéndole la
cara, cosa que cumplía la doble función de intentar despertarlo y
de despejarle las vías respiratorias, pero para cuando Pedro pudo
poner de nuevo la puerta entre la tormenta y ellos, el visitante
seguía desmayado y cubierto de barro.
Lo recostó en el suelo. Ahora que lo veía a la luz, pensó que no
era más que un chico. Tendría veinte años con suerte, seguro
menos. Dieciocho. Lo suficiente para salir a la ruta solo, aunque
los rasgos eran suaves, un poco orientales, y no había rastro
alguno de barba. El pelo aplastado por la lluvia y las pestañas
largas le daban un aspecto femenino, acentuado por la ropa,
extrañamente similar y a la vez distinta a toda prenda que Pedro
hubiera visto alguna vez. Se preguntó si debía quitársela para que
se secara, pero temió despertarlo y que se llevara un susto al
encontrarse semidesnudo dentro de la casa. Mejor esperar.
Mientras tanto, rebuscó en el armario hasta dar con la estufa
eléctrica que rara vez encendía y la conectó cerca del cuerpo para
calentarlo. Tolkien aprovechó y se tendió también a la vera del
calor. Pedro salió a recuperar la mochila. Después se cambió su
propia ropa embarrada y preparó el mate. Le gustaba hacerlo
corto. Liquidarlo de un sorbo, meditar un rato y volver a cebar,
como poniéndole puntos y comas al pensamiento. El hambre
había desaparecido.
Dejó el mate en la mesa pequeña y levantó la mochila. Pesaba
relativamente poco.
Adentro encontró una tableta grande de chocolate negro,
cigarrillos de una marca que le resultaba completamente
desconocida, un encendedor, un cepillo de dientes con un tubo de
pasta corto en un sobre de plástico transparente, un par de
anteojos de sol y una manzana. No había billetera ni
identificación de ningún tipo.
Dejó la mochila a un costado y se sentó. Bajo el resplandor de la
estufa eléctrica, la piel del chico resultaba aún más joven y
luminosa, y la contusión en la frente ofrecía una paleta de colores
como la del cielo cuando atardecía. La piel de Pedro, en cambio,
se veía cobriza y llena de surcos, de sombras arrugadas.
El chico abrió los ojos a medianoche. Pedro dormitaba en el
sillón, la escopeta apoyada como al descuido contra la biblioteca
pero convenientemente a mano. Tolkien se entregaba a un sueño
profundo. La tormenta no cedía.
Intentó incorporarse sin hacer ruido pero las maderas crujieron y
la mirada de Pedro lo volvió a clavar al suelo.
–¿Tenés hambre? –La voz le salió ronca. Hacía un tiempo que las
prácticas se habían vuelto más esporádicas.
El chico asintió con la cabeza. Pedro se puso de pie y fue hasta la
cocina. Encendió el anafe y puso agua en una olla. Lo oyó
ponerse de pie.
–Sentate, mejor. Recomponete tranquilo.
El chico lo obedeció. Pedro hirvió fideos, les agregó un trozo de
margarina y un poco de pescado a la plancha cortado en cubos.
Llevó todo a la mesa con un vaso grande de agua.
–¿Cómo te llamás?
–Aitor, señer. ¿Y usté?
–Aitor… un nombre vasco.
–Sí, señer.
–¿Por qué me decís así?
–¿Así cómo? –Aitor se debatía entre la necesidad de responder al
interrogatorio y la de comer el plato que tenía delante. Incluso
intentó hacer las dos cosas a la vez, pero sólo consiguió que un
trozo de pescado volara de su boca y fuera a parar junto a la nariz
de Tolkien, que lo tragó y siguió durmiendo.
–Señer. ¿Por qué señer?
–Perdón, ¿es usté docter? No… no lo sabía.
–¿De dónde sos? Te revisé la mochila y no encontré… –Pedro se
interrumpió. No era una confesión muy amable, pero ya la había
hecho.  –¿No salís con documentos?
–Sí, en el fon. Lo tenía en el auto pero…
–No sé de qué me hablás. ¿De dónde sos?
–De Buenos Aires.
–¿Pero dónde naciste?
–En Buenos Aires.
–No parecés.
Aitor parecía reanimarse un poco a cada bocado.
–Soy de ascendencia vasca por parte de papá. China por parte de
mi mamá. Pero ellos dos también nacieron en Buenos Aires.
–¿Y qué hacías en la ruta?
–Iba a Misiones, pero algo pasó con el automático.
–¿Con qué?
Aitor dejó el tenedor y miró un momento a Pedro. Después
devolvió los ojos al plato como si temiera perder un punto fijo.
–Me había dormido a la salida de Entre Ríos, creo. El auto estaba
en amarillo y no había tráfico. Oscurecí la cabina y me tiré a ver
las estrellas. Yo nunca había visto tantas, esta es mi primera vez
fuera de la ciudad. Me debo haber quedado dormido.
–¿Manejando?
–No, estaba en automático, le digo. Pero algo falló. Me desperté
porque sonó la alarma, la de pase a manual. Y el auto estaba en
rojo. Quise agarrar el mando pero ya era tarde, estaba mordiendo
la banquina y… no recuerdo el impato. Lo siguiente que recuerdo
es estar caminando. Me dolía la cabeza. No sé, tengo imágenes
pero está todo borroso. Sé que vi luz a lo lejos, la luz de usté, de
esta casa. ¿Agarré mi mochi cuando me bajé?
–¿Qué querés decir con que el auto estaba en rojo o en amarillo?
–Sí, ahí habré perdido el fon también. No me acuerdo nada de esa
parte, ni de quitarme el cinturón. El auto tendría que haber
emitido un S.O.S. pero se ve que falló eso también. Me acuerdo
de llegar acá. Su perre ladró. Pero usté no me quiso abrir y se
puso a llover y no me acuerdo más, creo que me desmayé otra
vez. Y después estaba acá –Los ojos de Aitor se abrieron de
pronto, espantados ante una posibilidad: –¿Y si atropellé a
alguien?
Pedro sacudió la cabeza. Casi nadie caminaba por esa ruta, era
mucho más probable que hubiera atropellado a un carpincho o
dado contra un árbol. De pronto, pensó en el ligustro áureo que
crecía ya adulto y fuerte sobre la tumba de Grimm. Tan pronto
amainara, tendría que ir a cerciorarse.
–No atropellaste a nadie. Comé tranquilo. Cuando pare un poco
vemos cómo está tu auto y ahí, bueno, ahí sabremos qué hacer
con vos.
–¿Podrá prestarme un fon, favor?
–¿Pero qué carajo es un fon?
–Un fon… –Aitor se llevó la mano a la cabeza, se puso el pulgar
en la oreja y el meñique en la boca.
–¡Ah, un teléfono! Por dios. No, no tengo un teléfono. Comé.
Aitor terminó el plato y  lo llevó a la cocina.
–Dejalo nomás.
–No, favor, permítame al menos lavar.
Pedro lo pensó un segundo y decidió que a sus dedos artríticos les
vendría bien el descanso. Oyó el agua correr apenas un segundo.
Después la esponja frotando la loza y finalmente el agua de nuevo
enjuagando todo.
–Vení, te tengo que revisar.
–¿A mí?
–¿No te duele nada?
–Bueno, sí, me duelen un poco las costillas. Y la cabeza.
–¿No tiene airbag el auto tuyo ese?
–¿Airbag? No, lo que tiene es un detetor para evitar colisiones.
–Que muy bien no anda.
–No, claro.
–Vení. Sacate la remera.
Aitor se recostó en el suelo con el torso desnudo y Pedro se
dispuso a palparlo. Pensó que sería como con los perros, cuando
alguno se lastimaba y él tenía que andar acomodándoles las
articulaciones. Pero el contacto de la piel humana lo sorprendió.
Una electricidad incómoda, un calor suave. No se parecía en nada
a los perros, pero se parecía demasiado a Filomena.
–¿Está bien? –preguntó Aitor, levantando la cabeza.
–Silencio –dijo Pedro. Cerró los ojos y espantó el recuerdo.
Conocía la técnica, la aplicaba a veces si las noches se le llenaban
de fantasmas: un gesto interior, una pausa mental acompañada de
una respiración corta. En ese lapsus, todas las decisiones que
había tomado eran ratificadas, volvía a invadirlo la sensación de
estar en control de su propio destino y los fantasmas quedaban
conjurados por un tiempo.
Con la mente despejada, empezó a examinar el cuerpo relajado de
Aitor. Movía despacio las yemas de los dedos, reconociendo
músculos y huesos, variando la presión, atento a las reacciones
del chico. Aitor, sin embargo, no le prestaba demasiada atención.
Sus ojos se paseaban por los distintos lomos de la biblioteca que
se erguía a treinta centímetros de su cabeza.
– ¡Āiyā!
–¿Te duele?
–¡Los libros que tiene acá!
–¿Leés vos?
–Bastante. Y me gusta colecionar libros. No es lo mismo que leer
del fon.
–Mirá… Yo pensé que eras… bueno, pensé que eras medio bruto.
–¿Brute yo?
–¿Ves? A eso me refiero. ¿Tenés un problema de dicción?
–¡En asoluto!
–¿Y por qué hablás tan raro?
–Usté habla raro.
Pedro se levantó ofuscado. Decidió que, más allá del golpe en la
frente, el chico parecía estar bien y esos eran los límites de su
responsabilidad. Aitor se levantó a su vez y se puso la remera.
Después rebuscó en su mochila y sacó la tableta de chocolate
negro. Abrió el papel metálico, cortó un pedazo y le ofreció a
Pedro, que negó con la cabeza.
–Yo tenía un profesor que hablaba parecido a usté. Escucharlo era
como leer un libro. Pero yo hablo perfetamente normal, eh.
En ese momento Tolkien despertó. Izó las orejas, hociqueó el aire
y se reencontró con el entusiasmo de tener visitas. Con absoluta
desprolijidad, se levantó y saltó sobre Aitor.
–¡Hola! ¿Cómo te llamás?
–Tolkien –informó Pedro.
–¡Hola, Tolkien! ¡Sos un perre muy hermose, sí, claro que sí, con
un gran nombre, sí, hola, hola! ¿Querés qiǎokèlì?
–¡No! –gritó Pedro al ver el brazo que Aitor empezaba a extender
hacia Tolkien–. No podés darle chocolate a un perro. ¿No sabías
eso? Lo podés matar.
–No, no sabía… –Aitor guardó la tableta de nuevo en la mochila.
–Perdón.
Pedro suspiró.
–Mirá, capaz no fue tan buena idea que te quedes acá. Pero ahora
ya está. Vamos a esperar. Lo único que te pido es que no toques
nada, no le des nada al perro y, de ser posible, no me hables.
Aitor hizo un gesto con la cabeza para indicar que comprendía.
–Ah, y vi que tenés cigarrillos en la mochila. A fumar, afuera.
Para las dos de la mañana la tormenta se había reducido a una
lluvia desangelada pero constante. La huella que llevaba a la ruta
estaría, con toda seguridad, intransitable. Y si la cosa seguía así,
difícilmente iba poder librarse de Aitor para el amanecer. De
cualquier modo, no confiaba en él. Era un elemento de caos, una
voluntad propia accionando dentro de sus dominios. No podía
perderlo de vista, ni perder de vista la escopeta, ni mucho menos
dejarse ganar por el sueño.
Aitor, por su parte, se paseaba por el lugar. Miraba los lomos de
los libros con metódica paciencia, uno por uno, ambas manos
entrelazadas detrás del cuerpo, reafirmando su respeto por las
reglas del anfitrión. Examinaba un estante y pasaba a otro. Cada
tanto se detenía en un lomo, contenía las ganas de sacarlo de su
posición, abrirlo, olerlo.
Un volumen grueso de color claro le llamó la atención.
–Tratado de Filosofía Oriental –leyó en una involuntaria voz alta.
Pedro lo miró y no dijo nada. Aitor esperó unos segundos con la
esperanza de que Pedro lo invitara a agarrarlo. Finalmente, se
resignó a seguir leyendo en silencio los títulos del estante
contiguo. Incluso cuando Pedro se levantó, fingió ignorarlo. Lo
sintió caminar hasta la cocina, buscar en una alacena.
Pedro volvió limpiándole el polvo a una botella con un trapo. Era
un cabernet sauvignon bien estacionado. Lo destapó y dejó airear
un par de minutos, mientras Aitor lo seguía con la mirada llena de
gula. Sirvió en dos vasos y le alcanzó uno. Aitor agradeció en
silencio. El vino sabía a azúcar y a nueces, a frutos rojos, a todo
un mundo creciendo al sol y al frío, allá en el sur lejano y seco y
montañoso.
Terminó el vaso casi enseguida. Pedro le señaló la botella con la
cabeza para que se sirviera de nuevo y apuró su propio vaso para
aprovechar la ronda.
Tolkien parecía no cansarse del visitante. Se sentaba al lado de él
y se dejaba rascar la cabeza. Cuando Aitor se movía hacia otro
sector de la biblioteca, lo seguía y volvía a hacer lo mismo. Pedro,
desde el sillón, los observaba y bebía. De a poco sintió que los
músculos se relajaban y el dolor se retiraba silenciosamente de
sus huesos. Entonces, recordó lo que más temprano no había
podido, y tuvo ganas de hablar:
–Una vez escuché que Tolkien, el verdadero, el autor, digo, se
suicidó con chocolate.
Aitor se dio vuelta y lo miró.
–El médico le había prohibido comerlos a causa de su diabetes,
pero Tolkien cada tanto se permitía un lujo. Su propia hija, que
sabía esto, le regaló en una ocasión una caja de bombones, bajo la
promesa de que sería prudente. Poco tiempo después, Tolkien le
escribió una carta de despedida llena de amor y en una única
noche liquidó la caja entera. Lo encontraron muerto al día
siguiente.
Aitor esperó unos segundos de fascinación antes de animarse a
responder.
–¡Āiyā! Es una buena forma de irse.
–Es una forma muy dolorosa de irse. Y por supuesto, no es cierto.
Tolkien murió de neumonía. Pero la historia es hermosa. Me la
contó mi mujer… mi ex mujer, Filomena, hace muchos años,
cuando recién la conocí. Probablemente la escuchó por ahí, o se la
inventó para conquistarme.
–¿Y qué fue de ella?
Pedro no respondió. Dio otro sorbo y apagó la estufa eléctrica.
La lluvia era invisible en la oscuridad. Pedro abrió la puerta y
entró una brisa fresca que le despejó momentáneamente los
sentidos. Cuando saliera el sol, toda esa humedad se evaporaría y
el calor volvería a su rutina de agobio. Pero por lo pronto, no
podía menos que agradecer el respiro.
Tolkien aprovechó la oportunidad para salir a resolver
necesidades que ya no podían postergarse. Pedro palpó el terreno
con un pie. Estaba tan inestable como se lo había imaginado.
Tolkien volvió a entrar raudo, aliviado pero empapado, y Pedro
cerró la puerta. Sirvió más vino. La botella se había terminado,
pero tenía otras. Menos especiales, y aun así perfectamente
adecuadas.
Desde debajo de la mesa subía olor a perro mojado. Aitor y Pedro,
sentados uno frente al otro, lo ignoraban sin esfuerzo. Conversar
se había vuelto un poco más fácil. Los términos desconocidos
para Pedro se deslizaban entre las frases y se fijaban en
significados más o menos precisos, contextuales pero entendibles.
–¿China? ¿De verdad?
–Shì. Tres olas de inmigrantes. Mis abueles llegaron en la última.
–¿Y Estados Unidos?
–Se dividió hace tiempo.
–Increíble.
Aitor sonrió. Nunca se había imaginado que tendría que contar un
trozo tan grande de Historia ante un auditorio maravillado. Era
demasiado joven para recordar pero haber leído lo ayudaba. Aun
así, a menudo Pedro lo interrumpía para pedir más detalles sobre
un hecho o para intentar comprender alguna nueva diagramación
geopolítica. Entonces Aitor tenía que reconocer que no sabía y se
reprochaba no haber leído aún más.
Pedro fue por otra botella.
–Los que inventaron el auto eléctrico de hoy fueron los
estadounidenses –explicaba Aitor–, pero después estalló la crisis y
se interrumpió el comercio. Los chinos lo perfecionaron por su
cuenta. Ellos inventaron la pintura cinecromática, por ejemplo. Y
el cinturón de seguridá inteligente.
–Vas a tener que explicar lo de la pintura.
–Bueno, no es una pintura. Es un tratamiento que se le hace al
metal. Eso de los colores, un sistema de semáforo: verde,
amarillo, rojo. El color del auto cambia según la velocidá a la que
se mueve.
–Hablando de eso…  ¿Vos qué hacías en la ruta? ¿A dónde ibas?
–A Posadas.
–¿Por trabajo?
–No, no trabajo. Todavía. Decidí tomarme un año sabático antes
de empezar.
–Entiendo. Siempre quise hacer eso pero nunca me dio el cuero.
–Yo tengo unos ahorros. Más el ingreso universal, claro.
–No sé qué es eso pero después me explicás. Contame por qué
ibas a Posadas.
El corcho salió con un sonido a burbuja. Los vasos se llenaron de
nuevo.
–Yuanfen –dijo sonriendo. Pedro levantó una ceja–. Incluso los
amores predestinados necesitan que uno los construya.  
–Ah, qué bien, qué bien, se pone interesante. ¿Cómo se llama
ella?
Aitor se rió en voz alta y Pedro lo miró divertido.
–¿Qué pasa?
–Perdón, es estraño hablar con usté… o sea,  usté acaba de asumir
el género de mi pareja.
La cara de Pedro se petrificó un segundo. Después sonrió.
–Perdoname vos a mí… tenés razón. Estoy un poco oxidado.
¿Cómo se llama él?
Esta vez Aitor se dejó caer al suelo de la risa. Pedro no entendía,
pero se contagió y estuvieron así un rato, hasta que sintió el
último trago de vino trepándole por el esófago y se tuvo que
contener para no expulsarlo.
Aitor volvió a su silla suspirando. Tenía las facciones relajadas
pero los dedos rascaban nerviosos la superficie de la mesa. Pedro
lo notó:
–Fumá tranquilo, pibe. Dale.
Aitor exageró a propósito la expresión de alivio, pero sin perder
tiempo sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno. Pedro
agarró el paquete y lo examinó. No reconocía la marca, ni la
forma del paquete, ni sus ojos mermados alcanzaban a leer las
inscripciones. Pucha que el mundo sabe girar sin uno, pensó.
Aitor exhaló una columna larga de humo blanco y, como si le
leyera la mente, preguntó:
–¿Y usté? ¿Por qué vive encerrade?
–¿Encerrado yo?
–Bueno, aislade. Lejos de le gente.
–Soy de Buenos Aires yo también. Me vine para acá hace ya…
qué sé yo, parva de años.
–¿Y por qué?
–Porque mi mujer no quería tener un perro.
Apenas lo dijo la risa se apoderó de él otra vez. Aitor se rio por la
nariz pero sentía más curiosidad que otra cosa.
–Bueno, el asunto ya venía de antes, en realidad. Muchos
problemas. Éramos jóvenes, nos habíamos conocido en la
universidad. Primer año. ¿Querés más?
–No, no… quiero escuchar.
–¿Seguro? Fue en otra vida esto.
–Favor, no se detenga.
–Sos un buen pibe vos –Pedro se sirvió él y dio un sorbo largo
antes de seguir: –Ella nunca conoció a nadie más, viste… yo fui,
digamos, su único… Nos casamos. Yo trabajaba mucho. Ella
también. Siempre discutíamos por el perro. ¡Por un perro que ni
siquiera teníamos! Creo que andaba con alguien. Estoy seguro, o
estaba seguro. Son muchos años.
La voz se le volvía soplada por momentos, pero era una sensación
agradable hablar de corrido. Hablar mucho, como cuando daba
clases. Dejarse hipnotizar por su propia voz. Pronunciaba su
relato y a la vez lo escuchaba como si le hubiese sucedido a otro.
Sin querer movió una pierna y pateó a Tolkien, que protestó y se
fue a dormir a otra parte.
–Un día discutimos tanto por el tema que una cosa llevó a la otra
y… –hizo un gesto de revés con la mano. –Me mandé una cagada
ahí. Se fue de casa ahí. Por dos días no vino. Yo estaba
preocupadísimo, te imaginarás. Pensé que la había perdido para
siempre, y adiviná qué. Resultó que ella andaba con otro. ¿Podés
creer? Lo sé porque volvió con la misma ropa. No fue a lo de la
madre ni a lo de una amiga. La misma ropa. El día que volvió
hacía un sol tremendo. Mirá las cosas que uno se acuerda. De esas
cosas uno se acuerda. Del sol y lo transpirada que estaba. Hasta
olor tenía.
Aitor estaba serio, pendiente de cada palabra.
–¿Y qué pasó?
–¿No tomás más?
Aitor negó con la cabeza. Pedro se sirvió medio vaso y lo bebió
de un trago casi sin interrumpirse.
–¿Sabés qué hice yo cuando la vi así? ¿Sabés qué hice? Le
preparé la cena. Es lo que hace un buen esposo cuando su mujer
vuelve transpirada de estar con otro. Le pide perdón y le hace la
cena, je. Hidrato cloral le puse. ¿Vos sabés lo que es eso? ¡Qué
vas a saber vos! –una tos profunda lo atacó pero se recompuso
antes de que Aitor pudiera asistirlo. –Es un sedante, lo vas a
encontrar en cualquier tratado pediátrico. Y si leés algo de
química, aprendés cómo hacerlo. A mí me pareció lo más
humano. Un tiro es una cosa sucia.
Un silencio sólido cayó sobre la mesa. Aitor no atinaba a decir
nada, miraba los ojos vidriosos de Pedro y esperaba. Pedro viró de
humor, como si hubiese empezado a contar un chiste y el remate
se le hubiese podrido en la boca. La voz se le volvió más pausada.
–Por un tiempo la tuve enterrada en el patiecito de casa. Ni una
vez vino un policía a tocarme la puerta, ¿podés creer? Ni una. Acá
tampoco. Mirá que si venían yo les decía la verdad, eh. Estaba
listo para decirles la verdad, si ni forma de ocultarla tenía. Pero no
vinieron. –suspiró un vaho etílico, un mal espíritu que se
expandió por el ambiente. Después, agotado, agregó:  –Qué país
de mierda.
Por la ventana entraba una claridad pálida. El alero chorreaba
todavía pero la lluvia había amainado.
–Bue, ya amaneció. Mejor voy a ver lo de tu auto. Vos esperame
acá que no conocés el terreno, pibe. Estos pibes… pintura
cinecromática… Qué bárbaro.
Aitor lo observó agarrar la escopeta, tambalearse un poco. Antes
de salir, se dio vuelta y lo miró:
–¿No me vas a decir nada de mi historia?
–No sabría qué decirle.
–Sos medio lerdo vos, al final.
–Los tiempos cambiaron mucho desde lo que usté me cuenta.
–¿Sabés qué cosas no cambian? Los perros. Los perros no
cambian –dijo Pedro, y salió. Dejó la puerta abierta y encaró la
huella a pie. Tolkien no quiso seguirlo. Desde adentro de la casa,
Aitor contempló la imagen que el marco le ofrecía: un viejo
resbalando en el barro.
Se hacían largos los mil metros y se había olvidado de ponerse las
botas. ¿Para  qué había traído la escopeta? La miraba sin
comprender. Como sea, servía al menos de punto de apoyo. El
caño se clavaba en el suelo y la mano arrugada y repleta de
nudillos se aferraba a la culata. Daba un paso inseguro y
desclavaba el caño, que salía taponado de barro. Así una vez y
otra, bajo un cielo de mármol.
La ruta apareció primero como una línea gris que se fue
ensanchando. Ya sobre la banquina, el terreno se hacía más
transitable. Miró a ambos lados antes de cruzar, un gesto
automático que no requería ensayo. Con cada giro de cabeza, el
cerebro le rebotaba contra las paredes del cráneo. Del otro lado de
la ruta, un auto con la trompa apoyada en el tronco del ligustro.
Tal vez porque estaba quieto, tal vez porque estaba roto, pero no
se veía ni rojo ni verde ni nada. Era de un plateado opaco,
apagado.
Pedro se acercó. El árbol estaba prácticamente intacto, pero el
frente del auto se había abollado un poco. No encontró un logo
que identificara la marca o el modelo. Incluso costaba discernir
los faros o las divisiones de la chapa entre un sector y otro, como
si toda la carrocería fuese una única pieza de matricería. La puerta
no tenía manija, tan sólo un cuadrado negro y liso del tamaño de
un pulgar, pero tampoco estaba del todo cerrada. Una mínima luz
la separaba del resto. Pedro introdujo las puntas de los dedos e
hizo fuerza. Las articulaciones se quejaron pero la puerta cedió.
El interior olía a nuevo. Soltó la escopeta en el asiento del
acompañante, dejando un rastro de barro. En el piso yacía el
teléfono de Aitor, pero no lo vio. Hacía mucho que ni siquiera se
subía a su propia camioneta. Esto era completamente otra cosa.
El volante parecía más el mando de un avión que un volante, y
estaba rajado ahí donde la cabeza de Aitor lo había impactado.
Todo lo demás, aunque indescifrable para Pedro, parecía estar en
orden. Tenía que volver y decírselo a Aitor, para que se fuera por
fin, para recuperar la normalidad. Pero el asiento ergonómico lo
invitaba a recostarse.
Cerró los ojos.
Lo despertó el sol del mediodía abriéndose paso entre nubes que
huían a toda velocidad. Parpadeó. Le dolía la cabeza y por la boca
reseca exhalaba un aliento espantoso.
Abrió la puerta. La humedad se metió en la cabina, sofocándolo, y
sintió el corazón que se le aceleraba. Despacio, agarró la escopeta
y bajó. Desanduvo la huella protegiéndose los ojos para ver dónde
pisaba y espantando gorriones con las puteadas que largaba ante
cada resbalón.
Un aguilucho volaba solo allá en lo alto.
La puerta de la casa estaba abierta. ¿La había dejado él así? Aitor
no estaba. Tolkien tampoco. Revisó el baño y después el
cobertizo. La mochila también faltaba, sólo las botellas vacías, las
colillas apagadas en un plato y el fondo púrpura de los vasos
acusaban que la noche había ocurrido.
Un par de huellas lo guiaron en dirección al río. Las márgenes
habían crecido y el agua todavía bajaba furiosa, cargada de lluvia.
En la orilla, un bulto blanco.
Se acercó recordando de a partes, sin poder recordar el todo. Lo
suficiente para entender esa mancha de chocolate en el hocico, ese
vómito espeso, el cuerpo tieso, los músculos contraídos con los
signos de la agonía. Un ojo muerto apuntaba al cielo, el otro
flanco se hundía en la orilla donde las olas venían por turnos a
tocarlo y despedirse.
Las huellas se reanudaban más allá. Se alejaban hacia al pueblo
siguiendo la línea de la costa.
A esa misma hora, un barquito de papel metálico, cuidadosamente
plegado, bajaba raudo en dirección opuesta, subido a lomos del
río. Lanzaba destellos bajo el sol y se demoraba en remolinos,
pero no iba a parar hasta llegar a Buenos Aires primero, y luego al
mar.
 

FIN

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