Lara Rivendel-El Baul de Los Sueños PDF

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El

baúl de los sueños


a medida

Las delirantes aventuras de Ada la Empecinada


Lara Rivendel

Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos que
aparecen son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco
de la ficción. Cualquier parecido con personas reales, empresas,
acontecimientos o lugares es coincidencia.





Título original: El baúl de los sueños a medida
© Lara Rivendel
© Norma Estrella
© Diseño de cubierta: Alexia Jorques
© Diseño de la bola de videncia: Gràcia Lázaro
Barcelona, España, 2016
Todos los derechos reservados

Sinopsis

¿Qué es la vida? Un frenesí. Cuando Ada es acusada de corrupción y apartada
de su cargo de concejala se le viene el mundo encima, ya que ella entró en
política para luchar contra las injusticias. Incapaz de soportar las miradas de
desprecio de sus vecinos, se traslada a la casa que su abuela le dejó en herencia
en la Costa Brava.
¿Qué es la vida? Una ilusión. Ada encuentra el baúl donde su abuela guardaba
las sábanas bordadas y esa noche vuelve a soñar como cuando era una niña y
pasaba los veranos peleándose con Millán, el hijo del pescador. Ada
reconstruye su vida entre los pintorescos habitantes de Soñada, un pueblo de
costa donde nada es lo que parece, mientras trata de no obsesionarse con
Millán, que se ha convertido en un viudo tan arisco como los erizos de la zona.

Y los sueños, ¿sueños son? Cuando sus amigas la visitan y pasan unas noches
de sueños muy vívidos, empiezan a sospechar que las sábanas ocultan un
secreto. Y cuando las ancianas del lugar le advierten del peligro de querer
descubrir los secretos del baúl, Ada la Empecinada hace lo que ha hecho
siempre: lanzarse de cabeza a la aventura. ¿La acompañas?

Haz de tu vida un sueño, y de tu sueño una realidad.


ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

Dirán que pasó de moda la locura, dirán que la gente es mala y no merece, más
yo seguiré soñando travesuras. Acaso multiplicar panes y peces.
SILVIO RODRÍGUEZ

Si un hombre se imagina una cosa, otro la tornará en realidad.

JULIO VERNE
1

Soñada, Costa Brava, septiembre de 2017

Ada se detuvo en la última curva antes de llegar al caserón y soltó el aire,
aliviada. Si había algún lugar en el mundo donde podría volver a sentirse
segura era allí, en la vieja casa de su abuela.
«Pues sí que está vieja, sí», se dijo, sintiéndose culpable por haber dejado
pasar tanto tiempo sin ocuparse del edificio, que parecía mirarla con reproche
a través de los ventanales cubiertos de polvo.
El edificio era singular, por llamarlo de alguna manera. Ada estaba
acostumbrada a verlo desde niña, pero incluso así era imposible no darse
cuenta de que no se parecía en nada al resto de edificaciones que se había ido
encontrando por el camino.
«¿Quién sería el arquitecto?», se preguntó. «¿Y qué se habría fumado el
día que la diseñó?»
La casa estaba situada en lo alto de un acantilado cercano al faro de San
Sebastián, en algún punto entre Llafranc y Tamariu. Desde tierra quedaba
protegida de miradas curiosas, aunque tenía espléndidas vistas al mar. La
piedra empleada en la construcción era casi del mismo color que el acantilado
por lo que, si las luces estaban apagadas, era difícil distinguirla desde el mar.
Desde la carretera, una pista de tierra que trazaba una curva le daba intimidad;
los viajeros pasaban de largo sin verla. El único sitio desde donde era visible
era desde la curva donde Ada se había detenido.
«¡Pero qué sucios están los cristales! Si los viera la yaya Aurora le daría
tal patatús que volvería a morirse.»
Ada sintió una punzada de añoranza al recordar a Aurora fingiendo
asustarse cada vez que ella se escondía tras una puerta para sorprenderla.
«¡Ada, casi me da un patatús!», exclamaba siempre, sabiendo que a su
nieta le hacía mucha gracia esa expresión.
Ojalá su abuela estuviera allí, esperándola en la puerta de la casa para
darle el abrazo que tanto necesitaba después de la debacle.
—¡No pienses en ello ahora! —se ordenó, soltando el freno para acabar
de recorrer la distancia que la separaba de su nuevo hogar—. Tienes mucho
que hacer. Ya habrá tiempo para revolcarte en la miseria más tarde.
Aparcó frente a la casa. La entrada era muy normal; nada en ella llamaba
la atención, pero la fachada que daba al acantilado se apoyaba en dos enormes
arcos apuntados que se clavaban en la roca como si fueran garras. Sobre los
arcos se encontraba la joya de la casa: las cristaleras, desde donde en verano se
veía salir el sol sobre las aguas cristalinas y en invierno se podía disfrutar de
la furia de los elementos tras la protección de los cristales. Sobre el tejado,
mediterráneamente plano, una bola coronaba el conjunto. Dalí se habría
sentido como en casa.
Sacó del coche las cuatro cosas que se había llevado en la huida —
porque no se engañaba: aquello no era una mudanza, era una huida— y, tras
pelearse un poco con la cerradura, logró abrir la puerta. Al entrar en la casa,
notó un escalofrío. Tal vez fuera por el contraste de temperatura entre el
interior y el exterior, pero tuvo la sensación de que la casa le hablaba.
—¿Qué? —preguntó, volviéndose en redondo—. ¿Tú también me vas a
machacar? Porque no estoy para aguantar más insultos hoy.
Ada dejó las dos bolsas de viaje sobre la mesa del comedor y se acercó a
la cristalera que recorría la parte trasera de la casa de punta a punta, tanto en la
planta baja como en las superiores. Se notaba que hacía días que no llovía,
porque la humedad del mar y el polvo habían ido acumulando capas y capas de
suciedad que no dejaban ver el paisaje. La ventana se resistió a dejarse abrir,
pero ella insistió una y otra vez. Con cada nuevo estirón, oía la voz de su
madre, riñéndola como cuando era pequeña: «Adela, déjalo ya, ¡no seas
empecinada!» Pero eso era como pedirle al mar que no fuera imprevisible o al
cielo que no fuera sobrecogedor. Nació un once de mayo, era Tauro hasta la
médula, y no podía ser de otra manera. Había acabado por decírselo a sí
misma y, de tanto repetirlo, sus amigas se lo habían puesto de mote.
—¡Aaaaaaaaah! —Con un grito que habría despertado la envidia de
Carolina Marín, la campeona olímpica de bádminton, Ada logró abrir la
ventana—. ¡Sí, joder!
Se apoyó en la madera resquebrajada, asomó la cabeza y respiró hondo
con los ojos cerrados, empapándose de la humedad y el salitre del mar. Tal vez
fuera por el contraste con los cristales, pero le pareció que nunca había visto
un cielo tan limpio. Supo que había hecho bien en venir; allí podría respirar y
recuperarse antes de volver para defender su honor. La humedad y el salitre
debieron de concentrarse y de llegarle a los labios en forma de gota. O eso o
estaba llorando y no le daba la gana de llorar, así que se secó la boca con un
golpe brusco del dorso de la mano y fue a abrir las demás ventanas. Abrió las
del comedor-salón y luego la de la cocina. Subió al piso de arriba, dejó las
bolsas en su habitación de siempre y ventiló los cuatro dormitorios. Antes de
volver a bajar, echó una ojeada a la escalera que subía al desván.
«Otro día», se dijo. «Me temo que vas a tener tiempo hasta de poner
orden ahí arriba.»
Volvió a la cocina para abrir el paso del agua y del gas y al entrar le
pareció ver a su abuela, alisando la masa de galletas con un rodillo.
«¡Qué bien huele, yaya!», se oyó diciendo.
«Las primeras ya han salido del horno. ¿Quieres una?»
«Mamá me ha dicho que no coma nada antes de cenar.»
La abuela Aurora le guiñó el ojo y le dio una galleta en forma de
corazón.
«Será nuestro secreto.»
Ada se sentó en la silla baja situada junto a la ventana y respiró hondo
varias veces, tratando de eliminar la bola de angustia que cada vez le
dificultaba más el respirar.
Se sacó el móvil del bolsillo y vio que tenía unos veinte mensajes de
WhatsApp esperando a que los leyera. Hizo un barrido rápido con la vista por
si alguno era importante. Casi todos eran de números desconocidos,
probablemente periodistas. Ni su padre ni su madre le habían escrito, pero
tenía un mensaje del Judas y varios del grupo Tocadas del Ala.
El nombre se lo había puesto precisamente el Judas, también llamado
Pedro Picón, una noche en que Ada prefirió verse con sus amigas Ángela y
Belén en vez de acompañarlo a una cena en casa de un influyente juez.
«Un ángel, un hada y el belén al completo. Entre las tres tenéis tantas
alitas que como os pillen en el Kentucky Fried Chicken, se hacen de oro. Anda,
vete con las Tocadas del Ala. Yo seguiré trabajando para levantar este país.»
Sí, Pedro tenía una gran visión comercial que había ido creciendo con el
paso de los años y que Ada no compartía. Para ella había cosas más
importantes que los negocios, y la amistad era una de ellas. Aquella noche
Ángela estaba en un pozo de amargura porque su novio Yago la había dejado
una vez más y, cada vez que Yago decidía que Ángela no era lo que necesitaba
en su vida ahí estaban sus amigas para recordarle que ella no tenía ningún
problema. El problema lo tenía Yago, que le daba tantas vueltas a las cosas que
en vez de cerebro debía de tener un estropajo nanas en la cabeza.
Ada leyó primero el mensaje de su novio.

Pedro: Me ha llamado el Secretario General. Ha estado a punto de
echarme del partido. Lo he convencido de que no tenía nada que ver con esto,
pero me ha exigido que hiciera un comunicado. Saldrá en las noticias. Espero
que lo entiendas, no es nada personal.

Ada resopló, sacudiendo la cabeza. No, con Pedro cada vez menos cosas
eran personales. Al menos había salido algo bueno de ese día espantoso: se
había dado cuenta de cómo era su novio —exnovio— en realidad. Con el
mazazo de la imputación, el paseíllo a comisaría bajo las cámaras de los
periodistas y los insultos de la gente que miraba, Ada estaba en shock. No era
un mal día para que tu novio te dejara. Cuando ya tenías el alma hecha añicos,
un poco más de dolor apenas se notaba.
Leyó los mensajes de sus amigas:

Belén: Cómo estás? Dinos algo, por Dios.
Ángela: Dónde estás? Qué podemos hacer? Vamos a tu casa?

Respondió:

Ada: No os preocupéis por mí. Necesito estar sola.

Ada suspiró. No podían hacer gran cosa, pero ya estaban haciendo
mucho, mucho más que cualquier otra persona en el mundo: le estaban
demostrando que para ellas seguía siendo la de siempre; que una acusación
surgida de la mente criminal de alguien no era suficiente para hacerlas dudar
de su integridad. A estas alturas debían de ser las únicas.
«No estás sola», oyó en su cabeza.
Ada cogió el cojín bordado que tenía a la espalda y lo abrazó con fuerza,
cerrando los ojos.
—Yaya, ojalá estuvieras aquí. Ojalá pudiera abrazarte.
Ada se había quedado con las ganas de despedirse de su abuela. Un
infarto fulminante se la había llevado de su vida demasiado pronto. Apartando
un poco el cojín, se fijó en los bordados en forma de galletas y de utensilios de
cocina y sonrió. Su abuela era una mujer muy activa; no soportaba estar sin
hacer nada, siempre decía que ya descansaría cuando muriera. Cuando no
estaba limpiando o cocinando, bordaba. La casa estaba llena de bordados en
cojines, cortinas, manteles… pero la especialidad de su abuela eran las
sábanas. La abuela Aurora tenía un enorme armario cuyo cuerpo central estaba
lleno de sábanas. Los dos cuerpos laterales eran para colgar ropa y abrigos. A
Ada le encantaba esconderse entre los abrigos de la abuela cuando era niña; le
parecía estar entrando en un mundo mágico, pero su abuela volcaba toda su
pasión en las sábanas.
«¿Dónde estarán? ¿Las tendrá mi madre? No lo creo. A mi madre no le
gustan las cosas antiguas. Todo lo que la rodea tiene que estar siempre a la
última moda.»
Ada suspiró, se levantó, dejó el cojín en su sitio y abrió los armarios de
la cocina. Tal como se imaginaba, estaban vacíos. Los botes seguían donde
siempre, pero no había nada dentro.
«Mejor, así tengo algo que hacer.»
Abrió la puerta de la despensa que quedaba en la esquina y encontró el
cesto de la compra en su sitio, colgado de la pared.
Mientras la casa seguía ventilándose, volvió a subir a su coche de toda la
vida, un Seat Ibiza rojo que la había acompañado desde que cumplió los veinte
años. Ada cumpliría treinta el año siguiente, así que su relación con el Ibiza era
de casi una década.
Mientras bajaba a Soñada, una diminuta localidad situada entre Llafranc,
Tamariu y Palafrugell no pudo evitar perderse en los recuerdos. Si se lo
hubieran preguntado el día anterior, habría dicho que había sido una década
prodigiosa. Guardaba muy buen recuerdo de los años de carrera en Bellaterra,
donde se había hecho amiga de Belén y de Ángela. Ada se había apuntado a
Periodismo huyendo de su madre, que quería que siguiera sus pasos en la
política. Su madre Irma Camarga —o Irma la Amarga, como solían llamarla
— era una de las figuras más importantes del panorama conservador español.
Muchos periodistas la veían como la candidata con más posibilidades de
suceder al actual presidente del gobierno español.
Ada siempre había odiado la política y sí, era algo personal. Para ella la
política era la malvada rival que le había robado el amor y la atención de su
madre. Y si ya la odiaba antes, cuando su padre le contó que se divorciaba de
Irma por diferencias irreconciliables y que se iba a vivir a Terranova, pasó a
aborrecerla. Al acabar la carrera, Ada entró a trabajar en un periódico. Se
ocupaba de los grafismos; adoraba llenar las páginas de color. Creía que un
buen grafismo ayudaba a que el lector asimilara mejor la información en un
mundo muy visual, con muy poco tiempo para la lectura reposada. Pero en
2011 el periódico cerró. Con demasiado tiempo libre y mucha rabia
acumulada, Ada se plantó en la plaza Cataluña para desesperación de su madre,
que en aquel momento era diputada del TPLP al parlamento catalán. En la
acampada de la plaza se enteró de que la gente había rebautizado el partido de
su madre y que, aunque teóricamente las siglas significaban Tecnopolítica al
servicio del Liberalismo Plural, la gente lo llamaba el partido del Todo Por la
Pasta.
Ada había escuchado hablar a los indignados y al darse cuenta de que
hacía falta alguien que canalizara toda aquella energía e indignación, se
descubrió poniendo orden en los turnos de palabra y organizando los comités.
Ada fue la primera sorprendida al darse cuenta de que lo que había mamado en
su casa durante toda la vida había calado en ella sin darse cuenta. Era un animal
político de la misma envergadura que su madre, solo que de signo opuesto.
Fueron meses intensos a todos los niveles: los eternos comités para
decidir cuáles eran las prioridades que se debían defender, la lucha por la
supervivencia económica, los choques cada vez más frecuentes con Pedro…
Ada se enamoró de él en la facultad. Coincidieron en varias clases y lo
suyo fue amor a primera vista. O eso creyó ella. Belén estaba convencida de
que Pedro no se fijó en su amiga hasta que se enteró de quién era su madre.
Belén estaba en la misma mesa del bar cuando una compañera lo mencionó y,
según ella, la cara de Pedro había cambiado por completo. Ese mismo día la
invitó a salir. Belén trató de advertirla, pero las estrellas que brillaban en los
ojos enamorados de Ada la habían cegado. Solo sabía que el chico más guapo
y carismático de toda la promoción se había fijado en ella. Compartían sueños
e ideales. Desde las páginas de los periódicos o las tertulias televisivas
pondrían su granito de arena para cambiar esa sociedad enferma.
«Enferma te vas a poner como no comas», se dijo. «Para a tomar algo».
Entró en Ca la Irene, el pequeño hostal situado en el cruce entre dos
carreteras a cinco kilómetros del mar, pidió un menú y se sentó. Aunque no
quería hacerlo, no pudo evitar seguir pensando en el que, hasta ese día, creía
que era el hombre de su vida. Pedro era guapo, tenía ese tipo de belleza casi
demasiado perfecta, americana, a lo familia Kennedy. El pelo castaño claro,
los ojos azules; la sonrisa enorme y siempre a mano. Cuando ponía en marcha
la función boost de encanto, todo el mundo caía rendido a sus pies. Era como
estar frente a Jesucristo o a Martin Luther King; ya en la universidad era
evidente que llegaría adonde quisiera.
Hizo las prácticas como becario en una televisión local y la cámara se
enamoró de él. No fue la única. Durante los dos años siguientes, Pedro fue
saltando de canal en canal, hasta acabar en la tertulia de los sábados por la
noche de una importante cadena estatal. Y si al principio llamó la atención del
público por cantarles las cuarenta a los políticos que acudían a las tertulias,
pronto se integró en su entorno. Lo cierto era que se sentía de lo más cómodo
entre ellos, cenando unos buenos huevos estrellados y conociendo antes que
nadie los entresijos de la política y la economía. Fue en esas cenas mixtas entre
periodistas y políticos donde aprendió a perfeccionar el uso de la que se
convertiría en su muletilla y frase estrella: «No es nada personal.»
Ada se atragantó con un trozo de tomate de la ensalada al ver aparecer a
Pedro —su Pedro— en la pantalla. No hizo falta que pidiera al resto de
comensales que guardaran silencio para poder oír lo que decía porque todo el
mundo enmudeció, pendiente del comunicado que los informativos llevaban
toda la mañana anunciando.
—Señoras, señores, gracias por venir. Les he convocado aquí para
acallar los rumores que se han disparado a raíz de la imputación de la
concejala del PAP, el Partido Asambleario del Pueblo, Ada Cruces Camarga.
«Mierda.» Ada agachó la cabeza y cerró los ojos con fuerza. Pedro
nunca usaba su segundo apellido para referirse a ella. Usarlo en ese momento
no era algo casual. Estaba asestando un golpe a dos bandas. Por un lado,
recordaba a los votantes de Ada que era la hija de la candidata neoliberal y por
otro lado salpicaba a su madre en el escándalo. El jefe de prensa del partido de
Pedro —El CESPED, el Centro Español de Progreso, Euforia y Democracia—
se había ganado el sueldo ese día.
—Estoy desolado, ya que como todos saben el CESPED se fundó para
barrer de la faz del país la lacra de la corrupción y para asentar los cimientos
de una nueva democracia, más rica, más próspera y más eufórica.
—Sí, chaval, con tres elecciones durante este año ya nos sabemos el
programa de memoria —protestó Irene, la dueña, cocinera y camarera del
local—. Dinos lo que queremos saber: ¿vas a apoyar a tu novia o le vas a dar
una patada para salvarte el culo?
«Sí, chaval. Yo ya lo tengo claro, pero quiero oírtelo decir con todas las
letras, masoquista que es una.»
—Aunque mi esperanza era fundar un hogar y una familia con la
concejala, no puedo poner los cimientos de una relación junto a alguien sobre
quien ha caído la sombra de la duda.
«Que manía con los cimientos. Pareces constructor más que político.»
—Es por eso que he anunciado al comité central del CESPED que he
puesto fin a mi relación con la concejala —exconcejala ya— y que a partir de
hoy pienso dedicarme en cuerpo y alma a mi país. ¡Abrazo el celibato en
nombre del bien común!
Ada estaba cada vez más furiosa por el numerito que estaba montando
Pedro, cuyo tono de voz y gestos le recordaban al de un telepredicador o un
vendedor de robots de cocina de la teletienda.
«Claro, como nuestra relación te quitaba tanto tiempo, ¡capullo! ¡Si ni
siquiera celebramos nuestro último aniversario!»
—Antes de acabar, querría pedirles un favor. Les ruego que no juzguen
los errores de la señorita Cruces Camarga con demasiada dureza antes de que
se celebre el juicio. No debemos olvidar nunca la presunción de inocencia.
Irene acababa de retirarle el segundo plato a Ada y se lo había cambiado
por el plato de postre, donde bailoteaba un flan casero. Ella, con la mirada fija
en la pantalla situada en lo alto de la pared, no se había dado cuenta y al oír la
última frase de su exnovio dejó caer la cabeza hacia delante y se estampó la
cara contra el flan.
—Caramba, ¡qué entusiasmo! —exclamó Irene—. Ya sé que está para
chuparse los dedos, pero nunca había visto a nadie tirarse con tanto ímpetu
sobre el flan.
Ada se estaba secando los ojos con la servilleta.
—Aaaaahhhh, pican.
—Anda, ve al baño, está al fondo a la izquierda.
Mientras se aclaraba los ojos con agua y se lavaba la cara y el cuello,
Ada pensó que al menos no habían puesto ninguna foto suya durante la
intervención de Pedro.
«Se puede ser más cínico», se dijo, mientras se secaba con la toalla
bordada con motivos marineros. «Primero me echa a los leones y luego pide
que respeten la presunción de inocencia. Algo bueno ha salido de este día de
mierda: me he librado del tío más cínico del país».
Al volver a entrar en el comedor, dispuesta a pagar y a seguir su camino
hacia la tienda, vio que todos los presentes se habían vuelto en sus sillas y la
estaban mirando fijamente. Alzó la vista hacia la tele y, tal como se imaginaba,
vio las imágenes de su detención repitiéndose en bucle en la pantalla mientras
la presentadora del telediario entrevistaba a tres expertos en cualquier cosa que
tocara ese día.
—Cóbrame, Irene —pidió un cliente—. Me marcho; algo huele mal por
aquí.
Ada se ruborizó y empezó a temblar. Le daba mucha rabia. Era inocente
y odiaba la corrupción, pero hasta que la justicia no se pronunciara, era inútil
tratar de justificarse. Lo había intentado varias veces esa misma mañana, pero
solo había conseguido insultos y miradas de desprecio que aún llevaba
clavadas.
El resto de comensales se marchó también, mostrándole su rechazo.
Cuando se quedó a solas con Irene, la mujer se acercó a ella.
—Eres la nieta de Aurora, ¿verdad? Tu padre y mi marido eran buenos
amigos.
Ada la miró, asombrada. Estaba acostumbrada a que se refirieran a ella
como la hija de Irma Camarga o la novia de Pedro Picón, pero no como la
nieta de Aurora. ¡Qué bien sonaba! Mucho mejor que «corrupta, choriza o
mangante», las tres palabras que más había oído ese día.
—Sí, menos mal que la abuela ya no está. Al menos se ha ahorrado esta
vergüenza.
—Mírame a los ojos.
Ada miró fijamente a la mujer que le estaba sosteniendo la barbilla como
si tuviera cinco años. La recordaba; habían celebrado unas cuantas comidas
familiares en su restaurante. Era un establecimiento pequeño pero tenían un
pescado fresquísimo que pescaba su marido cada mañana.
—Tienes la mirada limpia, mucho más limpia que ese señoritingo que ha
salido hablando hace un rato.
—No he hecho nada de lo que me acusan. No he robado ni un céntimo ni
he amañado contratos —replicó con firmeza.
Irene asintió lentamente con la cabeza.
—Te creo. —Irene le dirigió una sonrisa melancólica—. Recuerdo un
día que estabas almorzando aquí con tus padres y tus abuelos y viste llegar a
Siset con la pesca del día. Un boquerón que aún coleaba cayó del cesto al
suelo. Recuerdo tu desesperación. Lo recogiste y te lo llevaste corriendo
carretera abajo: querías devolverlo al mar.
Ada asintió y se llevó una mano a la garganta. Ella también recordaba la
angustia de aquellos momentos.
—Tu padre se puso como un loco —siguió diciendo Irene—. Tenía
miedo de que te atropellaran. —La dueña del restaurante sacudió la cabeza—.
He visto pasar a mucha gente por aquí y ¿sabes una cosa? La gente cambia
muy poco. Los niños que se divertían maltratando a los gatos cuando eran
pequeños, ahora se divierten maltratando a sus empleados. Las niñas capaces
de perder la vida por salvar a una anchoa no suelen robar el dinero de los
contribuyentes cuando llegan a adultas.
Ada se sentó y apoyándose en la mesa —que Irene había recogido
mientras ella estaba en el baño— lloró escondiendo la cabeza entre los brazos
y soltando toda la angustia que había acumulado durante el día. La mano de
Irene, que la consolaba acariciándole la espalda, le transmitió calor y paz. Al
cabo de un par de minutos inspiró hondo, entrecortadamente y alzó la cara.
—¿Siset? —Dejó la pregunta en el aire.
—Murió.
Ada le apretó la mano.
—Lo siento. —Lo primero que se preguntó fue de dónde sacaría ahora el
pescado. ¿Tendría hijos? Ese pensamiento le despertó el recuerdo de un niño
varios años mayor que ella, un niño moreno, muy callado, de ojos grises.
Irene la miraba fijamente y parecía leer sin problemas lo que estaba pensando
en cada momento.
—Millán. Millán me trae el pescado ahora.
El nombre le provocó una nueva remesa de recuerdos.
—Millán —susurró, recordando al niño que, cuando sus padres la
alcanzaron y la obligaron a meterse en el coche, llegó en su bicicleta y le dijo:
«¡Dámelo! ¡Yo lo llevaré al mar!».
—Sí —fue lo único que dijo Irene antes de volver a la barra.
Ada notó que no le apetecía hablar de su hijo y no insistió. Al parecer iba
a quedarse por allí una temporada; ya habría tiempo de ponerse al día.
—¿Me cobra, por favor? —Se acercó a la barra.
Irene negó con la cabeza.
—Supongo que has venido a instalarte en casa de tu abuela, ¿no? —Ada
asintió—. Pues invita la casa, regalo de bienvenida… con una condición.
Ada suspiró, pensando que iba a decirle que esperaba que no la
decepcionara, y que si acababa siendo declarada choriza oficial en vez de
presuntamente choriza, volviera por allí a pagarle la comida.
—Tutéame, anda. Los de aquí no nos andamos con tantos miramientos.
A Ada se le iluminaron los ojos y a punto estuvo de saltar la barra para
darle un abrazo.
—Claro, me encantará… Irene. ¡Gracias, muchas gracias! No te
imaginas lo mucho que me ha ayudado tu confianza en estos momentos.
—Me hago una idea —murmuró Irene, viéndola salir del restaurante y
sacudiendo la cabeza—. Ojalá otros se dejaran ayudar como tú, pequeña
rescatadora de anchoas.
2

—No, no tengo té blanco, ni kale, ni quinoa, ni tortitas de Inés —replicó Tere,
una chica de la edad de Ada, hija de la dueña y dependienta de la única
tiendecita de Soñada, que no acababa de acostumbrarse a las peticiones de los
visitantes de la capital—, pero me quedan unos flaons de Cadaqués que están
deliciosos.
—¿No tendrás crespells? —preguntó Ada, salivando al recordar las
sabrosas galletas que preparaba su abuela.
—No, se han acabado.
—Vaya. —Ada suspiró. En otro momento habría comprado los
ingredientes para prepararlos ella, pero no tenía ni fuerzas ni ganas de cocinar.
Nunca se había sentido tan cansada—. Pues me llevo una bolsa de madalenas.
Tere se encogió de hombros y empezó a contar el importe de la compra,
anotando los precios en la caja registradora y metiendo los productos en el
cesto de paja. Hacía tiempo que había dejado de intentar entender los gustos de
la gente de ciudad; lo único que tenía claro era que cambiaría su vida por la de
cualquiera de ellos.
Ada estaba agotada por el estrés; tan cansada estaba, que estuvo a punto
de preguntarle a Tere si conocía a alguien que pudiera limpiarle la casa, pero
al recordar que su situación económica estaba en el aire, se lo repensó.
Probablemente iba a tener tanto tiempo libre que podría limpiar hasta las juntas
de las baldosas con un pincel.
Eso sí, la cristalera que daba al acantilado era otra historia. ¿Cómo la
limpiaría la abuela? Le vino a la mente la imagen de un hombre colgado de
una cuerda y ahogó una exclamación.
—¡Mujer, si aún no te he dicho el precio! —Tere alzó una ceja.
—¿Eh? No, no es eso. Es que acabo de recordar a un hombre que
limpiaba los cristales de casa de mi abuela colgado de una cuerda cuando yo
era niña. ¿Sabes si aún se dedica a eso y dónde podría encontrarlo? No veas la
cantidad de porquería que se ha acumulado en los ventanales.
Tere miró a la recién llegada de arriba abajo. Aunque no era ninguna
modelo, era demasiado guapa para su paz mental. Había dado por hecho que
estaba de paso, pero al parecer tenía intención de quedarse. Soñada era un
pueblo muy pequeño, con muy pocos solteros y solo uno que valiera la pena:
Millán Salgado. Tere llevaba años tratando de conquistarlo y últimamente
parecía que estaba un poco más sociable. No le hacía ni gota de gracia la
competencia. ¿Qué se pensaba esta urbanita, que iba a venir a recoger los
frutos después de que ella se hubiera pasado años sembrando y aguantando los
desplantes del soltero?
—No sé quién lo haría antes, pero ahora es Millán quién se ocupa del
mantenimiento del pueblo. Limpia las cristaleras y se encarga de todos los
trabajos de riesgo.
—¿Millán, el hijo de Irene?
Tere la miró con desconfianza.
—¿Os conocéis?
Ada sonrió recordando el episodio «Liberad a Anchoa».
—Más o menos.
La tendera apretó el paquete de harina con tanta fuerza que se rompió.
—¡Oh! —Ada dio un paso atrás, mientras una nube blanca se elevaba
entre ellas.
—¡Mierda! —exclamó Tere, tirando lo que quedaba del paquete a la
basura y sacudiendo luego el cesto—. Anda, ve a buscar más. —Mientras Ada
iba a buscar la harina, Tere pensó en cómo impedir que la recién llegada le
quitara a Millán. Se lo había cruzado esa mañana y estaba de un humor de
perros. Tal vez sería buena idea enviarla a hablar con él. Si le hablaba de
cristaleras… bueno, lo más probable era que a la recién llegada no le quedaran
ganas de volver a verlo.
Cuando Ada volvió con la harina, Tere le dio el ticket de compra para
que viera a cuanto ascendía. Mientras esta buscaba el monedero, Tere le dijo:
—Si quieres contratar a Millán para que te limpie las cristaleras, ve a
buscarlo cuanto antes. Se ocupa de todos los chalets de la zona y tiene lista de
espera.
Ada pagó la compra y le dio las gracias. Aunque no le apetecía nada
hacer más gestiones, para volver a casa tenía que pasar por delante de Ca la
Irene, así que decidió parar un momento y hablar con ella.
Al llegar al aparcamiento, vio una furgoneta color teja. Las puertas
traseras estaban abiertas y un hombre alto, de pelo castaño y anchas espaldas,
estaba sacando algo del interior. Supo, sin necesidad de que nadie se lo dijera,
que el impresionante hombre al que aún no había visto la cara era Millán. Y
supo también que su vida acababa de complicarse.
—¡Hola! —saludó, bajando del coche—, creo que te estaba buscando a ti.
¿Eres Millán?
El dueño de la furgoneta se volvió, cargando una caja llena de
herramientas como si no pesara nada.
A Ada se le secó la garganta y tragó saliva con dificultad. Por primera
vez en todo el día encontró algo positivo con lo que consolarse. El niño que
recordaba se había convertido en un pedazo de hombre. Tendría unos treinta y
cinco años y un cuerpo musculado, de esos que no se consiguen en un
gimnasio sino por llevar una vida al aire libre. Con una sonrisa bobalicona,
Ada esperó su respuesta.
«Cierra la boca o te van a cambiar el mote. En vez de Ada la Empecinada
te van a llamar Ada la Alelada.»
—Así me llaman. ¿Querías algo o solo comerme con los ojos? —
preguntó él, con una mirada burlona—. Porque, que yo sepa, no formo parte
del menú.
«Pues qué lástima. Seguro que habría más cola en Ca la Irene que en el
Bulli hace unos años. ¡Ada, por favor! El tío está más bueno que el pan de
hogaza pero ya va bastante sobradito, no hace falta que lo jalees.»
—Sí, me han dicho que te ocupas de limpiar cristaleras. Necesito que
alguien limpie las mías.
A Ada le pareció que sus ojos, claros como el mar de la Costa Brava en
verano, se oscurecían como si acabara de cubrirlos una tormenta inesperada.
—Necesitas que te limpien las putas cristaleras —murmuró él,
abrasándola con la furia y el odio que desprendía su mirada.
Ada abrió mucho los ojos. En su trabajo conocía a capullos todos los
días, pero lo de este tipo era distinto. Esa mirada no era la de un simple
maleducado, era la de un perturbado.
—Em, sí. He venido para instalarme en el pueblo. Bueno, en la casa de
mi abuela, en el acantilado, la casa que tiene una bola en el tejado.
Millán tenía los ojos más expresivos que Ada había visto nunca. Por
desgracia, todas las emociones que los iluminaban eran negativas. Si había
empezado siendo arrogante y provocador, había acabado mirándola con unos
niveles de agresividad preocupantes.
—Necesitas que le limpie las alas al pájaro precisamente hoy. ¿No hay
más días en el año? ¿Quién te envía? ¿De dónde vienes? ¿Qué quieres de mí,
maldita bruja?
Ada retrocedió instintivamente, alejándose de los ojos de asesino que la
taladraban. Al topar con su coche se detuvo, pero él siguió avanzando hasta
clavarle la caja en el vientre. Ella bajó la vista y se encontró con un montón de
herramientas. Sin pensárselo, aprovechando que él tenías las manos ocupadas
con la caja, tomó una llave inglesa y la levantó a la altura de la cara.
—¡Tranquilo! Te estaba ofreciendo trabajo. Por si no te has enterado, la
tasa de paro de este país sigue estando en el 20%. Así que, si no te interesa, lo
dices y busco otra empresa. No hace falta ponerse como Jack Nicholson en El
Resplandor. No sé de qué me hablas; no sé nada de brujas ni de pájaros y no
me envía nadie. Soy la nieta de Aurora, la dueña de la casa de la bola. Nos
conocemos; una vez te di una anchoa para que lo devolvieras al mar. —Ada
sonrió, tratando de reconducir la situación.
Millán no había dejado de taladrarla con los ojos, lo que le dio
oportunidad de comprobar que eran de color azul grisáceo. El gris tormentoso
perdió intensidad y el azul ganó protagonismo. Ada soltó el aire; parecía que
iba a entrar en razón.
—Entonces, ¿te interesa limpiar las cristaleras?
Millán volvió el torso y soltó la caja en el suelo con estrépito. Ada
agarró la llave inglesa con más fuerza, pero no sirvió de nada. Él se la
arrebató como si fuera un palito en el pico de un gorrión y la tiró al suelo, a
varios metros de distancia.
—Mira lo que ha traído el oleaje hasta aquí: la niña de la anchoa. —
Aunque empezó a hablar en voz muy baja, casi un susurro que hizo que Ada se
estremeciera, su tono de voz fue aumentando hasta acabar a gritos—. Pues
podías haberte quedado dondequiera que estuvieras en vez de venir aquí a
tocar los cojones. ¡No, no pienso limpiar tus jodidas cristaleras, bruja! ¡Vete a
tu casa y no vuelvas por aquí!
La puerta del restaurante se abrió. Cuando él se dirigió hacia la
furgoneta, Ada vio que su madre los miraba preocupada. Millán solo dio tres
pasos; luego se volvió de nuevo hacia ella, se acercó demasiado y le plantó el
dedo índice ante la cara.
—Y que sepas que la anchoa llegó muerta al agua. Para lo único que
sirvió tu arrebato fue para que mis padres dejaran de ganar dinero. Y que yo
recuerde, no les sobraba; no como a los tuyos, ¡niña pija! ¡Largo de aquí,
Anchoa!
Ada había aguantado el chorreo en silencio porque la había pillado por
sorpresa, pero no pudo más. Agarró el dedo acusador de Millán y lo mordió
con rabia.
—¡Aaaaaah! —gritó él, apartando el dedo y acunándolo con la otra
mano. Si se hubiera vuelto hacia el restaurante, habría visto a Irene
cubriéndose la boca con la mano; tal vez por la sorpresa, tal vez para
aguantarse la risa.
—¡Anchoa será lo que tienes tú entre las piernas, capullo, para tratar así
a alguien más pequeño! Algo tendrás que compensar para actuar de esta
manera; los hombres de verdad no necesitan apabullar a los débiles.
Desde la puerta del restaurante llegó una especie de ronquido. Ada miró
hacia los árboles. ¿Habría jabalíes en la zona?
—Tienes razón, perdona, me he equivocado contigo —dijo él y Ada alzó
las cejas, sorprendida. Era una gran defensora de la no violencia, pero tal vez
en casos como ese iba a tener que replantearse sus ideas—. No eres una
anchoa, ¡eres una piraña! —Millán volvió a plantarle el dedo en la cara, pero
esta vez estaba enrojecido. Al ver que no añadía nada más, ella estuvo a punto
de volver a mordérselo y no parar hasta que lo tuviera como E.T.
—¿No tienes nada más que decir? ¿Esa es tu disculpa? —Ada estaba
harta: harta de injusticias, de insultos a la cara y en Twitter, de matones que se
creían con derecho a apabullar a concejalas de partidos modestos, harta de que
su madre se burlara de ella por defender a los desfavorecidos, y sobre todo,
¡harta de que siguieran llamándola niña pija!—. Pues yo seré una anchoa, ¡pero
tú eres un erizo! ¡Así te pinches con tus propias púas cuando vayas a mear! Ya
sé que tienes mucho trabajo, pero no es manera de tratar a una posible clienta.
—Él frunció el cejo—. Aunque tal vez no me estás entendiendo. Si solo sabes
comunicarte con los dedos, no te preocupes, ¡yo también hablo tu idioma!
Ada levantó el dedo corazón y lo plantó con saña ante la nariz de Millán.
Él apretó mucho los dientes. Las ventanas de la nariz se le abrieron y empezó a
respirar sonoramente, como un búfalo furioso. Le agarró el dedo y, por un
momento, Ada temió que fuera a pagarle con la misma moneda, y se le hizo un
nudo en el estómago, esperando el mordisco. Pero no lo hizo. Tras abrasarle
las entrañas con una mirada que era plomo fundido, Millán le soltó el dedo
con el mismo movimiento que había usado para tirar al suelo la llave inglesa.
Fue a buscar una moto de gran cilindrada que guardaba en el garaje y se alejó
a toda velocidad.
Las dos mujeres lo observaron hasta que desapareció de la vista mientras
Irene se acercaba a la abrumada joven.
—¿No lleva casco?
—No, no lleva casco. —Irene suspiró.
—Pero eso es peligroso. Hay muchas curvas, precipicios, autocares…
La madre del guapo pero espinoso motorista sacudió la cabeza.
—Se lo he dicho mil veces, pero él siempre me responde que más
peligrosa es la vida.
Ada ladeó la cabeza. Sin duda aquel estaba siendo el día más surrealista
de toda su vida.
—Hoy hace seis años que murió Ximena; no le tengas en cuenta nada de
lo que te haya dicho, es un día muy duro para mi hijo.
—Vaya, lo siento. He elegido un mal momento para hablar con él.
—No es culpa tuya. Las cosas pasan y no son culpa de nadie; ojalá Millán
lo entendiera de una vez.
Ada asintió en silencio, subió al coche y volvió a casa. No quiso decirle
nada a Irene porque era una buena mujer, pero estaba claro que su hijo no
estaba bien de la cabeza. La muerte de su esposa debió de afectarle mucho,
porque se había comportado como un auténtico energúmeno. Mientras
conducía, vio una gaviota lanzándose en picado hacia el agua, lo que le hizo
recordar las enigmáticas palabras de Millán: «Necesitas que le limpie las alas
al pájaro precisamente hoy». Ada sacudió la cabeza. «Qué lástima», se dijo.
«Está más bueno que una tostada de pan con tomate y anchoas, pero tiene el
cerebro más agujereado que sus redes».


A media tarde, Ada oyó el ruido de algo mecanizado que se acercaba. Por la
cantidad de silbidos, crujidos y explosiones, no estaba segura de si se trataba
de un coche, un tanque o una cafetera salida de un tiovivo. Se acercó a la
ventana y apartó los visillos bordados con alegres motivos culinarios como
teteras, fruteros o rodillos de amasar.
Aunque seguía teniendo los ánimos por los suelos, no pudo evitar
sonreír al ver que, para algunas cosas, —como la moto Ural con sidecar de los
años cuarenta que acababa de detenerse ante la puerta— no pasaba el tiempo.
Se dirigió al recibidor para dejar entrar a las dos amigas de su abuela,
Felicidad y Armonía, pero debía de haber dejado la puerta mal cerrada, porque
esta se abrió sola un instante antes de que las dos mujeres entraran en la casa
con la fuerza de un tifón.
—¡Ada! ¿Por qué no nos has avisado de que ibas a venir? Habríamos
preparado la casa. Toma, deja esto por ahí. —Felicidad le dio una caja de
madera forrada con tela llena de lo que parecían ser provisiones.
—¡Ada, cielo, qué alegría verte! —exclamó Armonía, pellizcándole la
mejilla—. Se lo dije a Feli la semana pasada y no me hizo caso.
—Eeeem, hola, pasad, pasad —dijo Ada, cerrando la puerta con el pie
antes de seguir a las dos septuagenarias a la cocina.
«Menos mal que he limpiado un poco», pensó al ver que empezaban a
abrir armarios y cajones.
—Es que últimamente estás muy despistada, Nía, pero tenías razón, la
niña iba a venir y aquí está. —Feli sacó una tetera de hierro, bastante plana,
pintada de color calabaza, con la pintura gastada por los bordes y adornada
con la imagen de una libélula.
Ada, que había dejado la caja sobre la mesa, se llevó las manos a la boca
al verla.
—¡Feli, la tetera de la abuela, la has encontrado! ¿Dónde estaba? He
limpiado ese armario y no la he visto.
Feli hizo un ruido burlón.
—Sí, ya sé yo cómo limpiáis los jóvenes. Anda, pásame primero los
tuppers, que los pondré en la nevera. Luego dame los botes.
Ada conocía a las dos comadres de la abuela Aurora desde que era niña y
sabía que era inútil discutir con ellas, así que hizo lo que la autoritaria Feli le
pedía. Aunque los años pasan para todos, las dos mujeres conservaban su
esencia. Feli era más alta, rondaba el metro setenta. Era pelirroja y llevaba el
pelo cardado, en una melena corta por debajo de las orejas. Solía vestir en
tonos lilas, violetas y negros y casi nunca se quitaba el sombrero de vaquero
color lila marca de la casa. Solo se lo quitaba para ponerse el casco vintage
cuando iba en moto. La imagen de Armonía —echada hacia atrás,
aguantándose el casco amarillo decorado con flores— y de Feli inclinada
hacia delante en plan hormiga atómica era un clásico de la comarca.
—¿Cómo os habéis enterado de que estaba aquí?
—Nos ha llamado Irene —respondió Armonía, que había puesto agua a
hervir—. Ada, cielo, alcánzame el juego de té que está en ese estante.
—Voy. —Ada se subió al taburete de dos escalones al que tantas tardes
había escalado cuando era niña para ver cocinar a su abuela. Con cuidado, bajó
la bandeja con seis tazas, tetera, azucarera y jarrita para la leche.
Mientras lo lavaba y secaba con mucho mimo, Armonía le fue cantando
a Ada lo que contenían los tuppers.
—Uno es de ensalada de pasta; otro de estofado de carne y en otro hay
unos calamares con patatas y guisantes que me quedaron de muerte, aunque
esté mal que yo lo diga.
—Estaban impresionantes —corroboró Feli—. No hay nada de malo en
reconocer los méritos propios.
—He comprado un paquete de Hornimans en la tiendita de la Tere —
comentó Ada, mientras dejaba el juego de té en la mesa de la cocina—. No
había nada más.
—Tranquila, aquí La Hierbas ha venido preparada —Feli le guiñó el ojo.
—No creas —se lamentó Nía—, con tan poco tiempo solo he cogido lo
que tenía a mano. Otro día te traeré más cosas.
Abrió la bolsa de tela y empezó a sacar paquetes de hierbas. Algunas las
había recolectado ella misma en la zona; otras eran compradas en la última
feria comarcal.
—Vamos a tomarnos una mezcla de melisa, pasiflora y hierbaluisa. —
Nía abrió dos paquetes e introdujo las hierbas en la preciosa tetera—. Creo que
te vendrá bien relajarte un poco. Para mañana, te dejo esta mezcla —Le mostró
un cono de papel de estraza en el que había escrito «Menta, jengibre y hierba
de san juan»—. Tienen la fuerza de la tierra. Te darán energías para afrontar el
primer día de tu nueva vida.
Ada se dejó caer pesadamente en el taburete mientras Feli y Armonía se
sentaban en las dos sillas de la cocina.
—¿Os han llegado las noticias?
—Claro, hija —respondió Feli—, estamos apartadas de la civilización,
pero tampoco tanto.
—Os prometo que todo lo que dicen es mentira. No he robado nada, no
he hecho nada malo; joder, si casi no me había dado tiempo ni a instalarme.
Armonía le acercó una taza humeante.
—No te han dado tiempo a instalarte ni a levantar ninguna alfombra,
pero quienes te han atacado estaban seguros de que lo harías en cuanto
pudieras; tenían que sacarte de allí cuanto antes.
Ada ladeó la cabeza.
—¿Me creéis, así, sin más pruebas?
Nía le puso una taza delante a Feli, que gruñó. La pelirroja se levantó y
fue a la despensa, de donde volvió con una botella de ratafía —un licor que se
obtiene de la maceración de hierbas, especias y frutas—. Guiñándole el ojo a
Ada, se sirvió un chorrito en el té y le ofreció la botella.
—¿Te importa? —le preguntó Ada a Nía.
—No, cariño. —Armonía señaló su taza—, anda, Feli, comparte, bruja.
Aquí si volamos, volamos todas. —Mientras Feli aumentaba el octanaje de las
infusiones, añadió—: Claro que te creemos, eres la heredera.
Feli se sobresaltó y un poco de ratafía se derramó sobre la mesa.
Mientras Ada se levantaba a buscar un trapo, Feli fulminó a su amiga con la
mirada y se llevó el dedo a los labios.
—¿La heredera? Dudo que mi madre vaya a dejarme nada en herencia
después de haber entrado en el PAP.
—La heredera de algo mucho más importante —dijo Nía, haciendo que
su amiga se tensara—, la casa de Aurora. —Feli se relajó—. ¿Vas a quedarte a
vivir aquí?
—Me temo que sí, vais a tener que aguantarme.
A las dos mujeres se les iluminaron los ojos. Feli alzó la delicada taza
como si fuera una jarra de cerveza y dijo:
—Bienvenida a Soñada, esta es tu casa.
Armonía asintió.
—Bienvenida a tu casa; te estaba esperando.
3

—¡Qué vergüenza!
—¡Choriza!
—¡Y venía dando lecciones!
—¡Anda, vete con tu madre!
—¡A la cárcel las dos!
—¡De tal palo, tal astilla!
Ada trataba de abrirse camino entre la multitud que se había congregado
frente al ayuntamiento de la pequeña localidad del Maresme donde trabajaba
como concejala. Tenía que entrar; los ciudadanos la habían elegido para que
luchara contra la corrupción y defendiera sus intereses, tenía que cumplir con
su deber.
Alguien le arrojó un papel arrugado, que le dio en la cabeza. Fue como
el pistoletazo de salida. De repente le cayó encima una lluvia de hortalizas,
bolas de papel y otros objetos que no identificó porque se había tapado la
cabeza con los brazos.
Cuando al fin llegó a la puerta, el guardia de seguridad se plantó ante
ella de brazos cruzados.
—Carlos, déjame entrar, soy yo.
Ada agachó la cabeza, alucinando al ver que alguien acababa de lanzarle
un biberón medio lleno.
«Joder, qué mala leche», se dijo, y se habría reído de su propio chiste de
no ser porque al alzar la mirada vio que Carlos se había trasformado en un
agente de la Guardia Civil. Y a su lado había otro. Sujetándola uno por cada
brazo, la obligaron a repetir el paseíllo de la vergüenza, esta vez en dirección
contraria.
«Ahora ya sé cómo se sintió Cersei, pero yo no tengo un hermano como
Jaime que me consuele.»
—¡No, por favor, yo no he hecho nada! ¡Tienen que creerme! —gritaba,
cada vez más cerca del coche.
—Seguro, pero eso se lo cuentas al juez; nosotros cumplimos órdenes.
—Pero ¿órdenes de quién? ¿POR QUÉ?
Ada abrió los ojos y se incorporó, sobresaltada. El corazón le latía con
tanta fuerza como si hubieran convocado una tamborrada en su pecho sin
pedirle permiso. Miró a su alrededor: no había tomates en el suelo, ni
biberones, ni Guardias Civiles. Estaba en casa de abuela, concretamente en el
sofá del salón.
«Ha sido un sueño, gracias a Dios».
No sabía por qué no se había acostado en su habitación; supuso que la
mezcla de hierbas que le había preparado Armonía la había dejado K.O.
«O la ratafía de la abuela», se dijo, gruñendo.
Frotándose la nuca dolorida, recordó los acontecimientos que la habían
llevado hasta allí. Recordó la vergüenza en el ayuntamiento cuando los dos
agentes se la habían llevado detenida; la indignación en comisaría cuando se
enteró de que la acusaban de estar implicada en el caso POKEMON-GO, cuyo
lema era «Hazte con todos», —los contratos, se entiende— de corrupción
urbanística; la impotencia en el juzgado de guardia; la decepción cuando todo
el mundo le dio la espalda.
Cuando en comisaría le preguntaron si quería ponerse en contacto con su
abogado, Ada llamó a la dirección de su partido para que le facilitaran uno.
Pero la secretaria le recordó, con mucha brusquedad, que el PAP tenía una
política de tolerancia cero con la corrupción y que los estatutos marcaban que
Ada quedaba fuera del partido hasta que el juez no se pronunciara sobre su
caso. Le rogó que no volviera a ponerse en contacto con ellos para no
perjudicar la imagen del partido ni del candidato a la presidencia, Julio
Salvador. Cualquier novedad le sería comunicada.
Las dos siguientes llamadas obtuvieron el mismo resultado. Tampoco
pudo hablar directamente con Pedro, su novio. No le respondió al móvil y
cuando llamó a la sede del CESPED, su secretaria le pidió que no se pusiera en
contacto con él. El país necesitaba un partido firme y libre de corrupción. Era
una cuestión de responsabilidad social y de visión de estado, nada personal.
—¿Y todas estas milongas no me las podía haber dicho él
personalmente? —preguntó Ada, dolida.
—Yo…
—Sí, ya, tú cumples órdenes.
Mientras marcaba el teléfono de su madre, Ada esperó por un momento
que todo se arreglaría. Su madre era una mujer fría y calculadora; no esperaba
que la consolara entre sus brazos, pero era única sacando provecho de
cualquier situación. Tal vez creyera que ayudar a su hija en un momento duro
mejoraría su imagen de arpía y le haría ganar votos entre el sector femenino
de votantes entre cuarenta y sesenta años.
«Es lo que tiene la esperanza», se dijo. «Es una especie de dragón
bromista que nos monta en su lomo y nos eleva hacia el cielo, solo para
dejarnos caer desde lo más alto.»
Irma Camarga había discutido ya el caso con sus asesores, que le habían
aconsejado lo mismo que a Pedro: mostrar firmeza y rechazo total a la
corrupción. Demostrar a los votantes que nada pasaba por delante de su
compromiso con los ciudadanos, ni siquiera la familia.
A diferencia de Pedro, su madre se había puesto al teléfono y se lo había
dicho en persona. No le tembló la voz, ni perdió la oportunidad de clavarle la
puntilla:
—¿Dónde están tus compañeros de comuna? No he visto que ese
greñudo que tenéis de líder salga a dar la cara por ti.
Ada se mordió el puño con rabia antes de responder:
—No, mamá, al parecer hoy nadie va a dar la cara por mí.
Cuando el juez de guardia la dejó en libertad con cargos, Ada salió a la
calle en shock. Su mundo se había desmoronado en pocas horas. No tenía
trabajo, ni novio y su madre… bueno, con su madre ya hacía tiempo que no
contaba.
Al llegar a casa, se había encontrado con una nube de periodistas que la
esperaban. Estuvo a punto de huir para no tener que repetir el horrible paseíllo
de la vergüenza. Era como cuando en el colegio se ponían todos en dos hileras
y el perdedor del juego sufría una lluvia de collejas, pero peor.
No lo hizo porque necesitaba la protección y la seguridad del hogar; en
esos momentos era el único sitio donde podría estar tranquila… o eso creía. A
la tercera llamada de un periodista dejó el teléfono descolgado. El telefonillo
la estaba volviendo loca. Se puso los auriculares con la música de Muse a tope
para no oírlo y respondió a los WhatsApps preocupados de Belén y Ángela,
sus amigas. Un tomatazo certero rompió uno de los cristales del comedor.
Cuando se acercó a la ventana a ver qué pasaba, vio que se había reunido una
multitud a la puerta de su casa, que la insultaba y amenazaba.
No podía quedarse ahí. El hogar es el lugar donde nos sentimos seguros,
protegidos, donde podemos relajarnos y dormir por las noches; ese ya no era
su hogar.
Una imagen de su abuela Aurora arropándola y deseándole dulces
sueños se abrió paso entre el horror que la paralizaba.
«La casa del acantilado. Allí estaré a salvo.»
Había preparado una bolsa con varias mudas de ropa, la documentación,
el portátil y su álbum de recuerdos, y había respirado hondo para enfrentarse
al que esperaba que fuera el último paseíllo del día.
Ada suspiró. Había dejado esa locura atrás. Tendría que revivirlo todo
cuando se celebrara el juicio pero, de momento, podría recuperarse del golpe
y ver cómo enfocaba el futuro.
«Necesitaré un abogado», se dijo. «Pero bueno, ahora mismo lo que
necesito es algo que me espabile.»
Estiró los brazos y la espalda y se levantó. Puso agua a hervir para
prepararse las hierbas estimulantes de Armonía y fue corriendo al baño a
desbeber; necesitaba sitio para la siguiente ronda de infusiones.
Tras lavarse las manos, se las secó con una de las preciosas toallas de la
abuela. Se quedó mirando el ancla, las cuerdas y la estrella de mar
cuidadosamente bordadas sobre la tela blanca y le vinieron imágenes de la
playa que había al pie de la casa, una playa con más roca que arena, pero con
un agua limpia y transparente como la de una piscina. Se vio de niña, saliendo
del agua, feliz, con un caparazón de erizo de mar sin púas en la mano. Pensar
en erizos de mar le hizo recordar a otro ser con púas: el guapísimo pero
insoportable hijo de Irene, Millán.
Venir a Soñada había sido una gran idea. Ver la aceptación incondicional
en los ojos de Irene y, más tarde, de Felicidad y Armonía había sido el
bálsamo que su alma herida necesitaba. Lástima que Millán hubiera aparecido
en ese momento. Ya había tenido bastante agresividad injustificada; no
necesitaba más. Y desde luego, no necesitaba más capullos en su vida —se dijo
sintiendo un pellizco en el corazón—, había quedado escarmentada con Pedro.
El sonido del agua al hervir la sacó de sus pensamientos.
Acompañada por una taza humeante, Ada se dirigió a los ventanales para
contemplar el mar, pero la suciedad de los cristales le hizo fruncir el ceño.
Volvió a la cocina, se sentó a la mesa y conectó el móvil que había dejado ahí
la tarde anterior.
Al ver los mensajes preocupados de sus amigas sintió remordimientos
por no haberlas avisado de que estaba en la costa. Los últimos mensajes eran
de hacía unos minutos.
Ángela: Q tal, niña? Cómo estás?
Belén: Te llevamos unos churritos para desayunar?

Ada sonrió. Incluso las peores experiencias tenían un lado bueno y en
esos momentos Ángela y Belén le estaban demostrando que eran las mejores
amigas del mundo.
Ada: Hola, chicas! Buenos días! No vayáis a casa que no me vais a
encontrar. Ayer me escapé y vine a casa de mi abuela.
Belén: Estás en la playa, cabrona?
Ángela: Ufff, me alegro, tía, pero podías haber avisado, me he pasado la
noche sufriendo por ti. Vi por la tele las imágenes de los periodistas y la gente
gritando a la puerta de tu casa.
Ada:  Tienes razón! Lo siento, solo pensé en escaparme y cuando
llegué aquí apagué el móvil. Necesitaba aislarme de todo.
Belén: Entonces, no viste al HDP de Pedro en la tele?
Ada: No me hables de ese Judas!! Sí, me pilló en el restaurante. Lo vi en
directo. Y las caras de los que comían a mi lado también las vi en directo 
Ángela: Ay, niña, qué injusto todo!
Belén: Voy a pedir permiso en el trabajo y subo hoy mismo.
Ada: Ni se te ocurra! Tal como están las cosas en tu empresa, no les des
excusas para echarte. Además, no estoy sola. Ayer vinieron Feli y Nía. Hoy
volverán.
Ángela: Estás segura?
Ada: Segurísima. Si mañana ya es viernes!!
Belén: Mañana no te libras de nosotras.
Ángela: Mañana por la noche, aquelarre!!!!
Belén: Y si necesitas cualquier cosa antes, avisa. No te lo quedes to pa
dentro, que nos conocemos, melona.
Ada: Qué ganas de achucharos! Voy preparando el aquelarre! ;)
Tras tomarse dos madalenas mojadas en la infusión, Ada volvió al
ventanal y lo abrió con fuerza. El mar la saludó. Era su época favorita del año,
cuando las hordas de turistas ya se han retirado y el agua conserva aún el calor
acumulado durante todo el verano. En la Costa Brava finales de septiembre es
época de fuertes tormentas que traen con ellas el otoño, pero durante los días
despejados, las calas solitarias son un auténtico regalo para los privilegiados
que pueden disfrutarlas.
«Dicen que todo tiene un lado positivo, ¿no? Pues mira por dónde, el
cabrón que me ha metido en esto acaba de regalarme unas vacaciones en la
mejor época del año.»
Dos gaviotas pasaron volando sobre la casa en dirección al agua.
Gritaban, jugaban, se provocaban. Cuando una de ellas se hundió en el agua, la
otra la siguió, y cuando la primera sacó un pescado en el pico, la segunda trató
de arrebatárselo.
«Oh, no, pobre pececillo».
La visión desde los ventanales era privilegiada, pero no se conformaba
con ver el agua, quería notarla en su piel; quitarse de encima toda la mala
energía que le habían vomitado encima.
«No has traído bañador, alma de cántaro», se recordó mientras subía a la
habitación. La cama seguía sin hacer. «De hoy no pasa», se dijo, pero no venía
de una hora; primero, al agua. Por inercia, miró en los cajones donde la abuela
le guardaba los bañadores cuando era niña. Recordó uno de una pieza, blanco,
decorado con anclas de color rojo y azul marino. Le encantaba aquel bañador,
pero claro, no estaba.
«Y si estuviera ¿qué?, lumbreras. ¡No te iba a caber!»
Le pediría a las chicas que recogieran unas cuantas cosas en su casa antes
del fin de semana. Por suerte, las dos tenían llaves.
Se miró en el espejo basculante, de pie, que estaba en un extremo de la
habitación. Siempre le había parecido un espejo mágico.
—¡Pufff, qué pelos! Anda, no te mires que es peor. Al agua y luego ya
verás lo que se puede hacer.
Se puso unas sandalias, bajó al comedor, salió al exterior y rodeando la
casa, bajó el caminito que llevaba directamente a la playa rocosa, situada unos
cincuenta metros más abajo. A medida que iba descendiendo, se sentía más
emocionada. Todo le traía recuerdos: el intenso aroma de los pinos, el viento
que le revolvía el pelo, los gritos de las gaviotas.
Pisar al fin las rocas fue como saludar a un viejo amigo muy querido.
Eran unas rocas distintas a las del resto de calas de la zona. Parecía como si se
hubieran fundido por el calor y hubieran adoptado formas blandas. Podrían
haber salido perfectamente de la imaginación de Salvador Dalí, el genio
universal nacido no muy lejos de allí.
El sol hacía varias horas que había salido y el agua estaba muy calmada.
Las diminutas olas rompían contra la arena casi sin hacer ruido. Ada se detuvo
debajo de su pino. Le apoyó la mano en el tronco con alegría y le dio varias
palmaditas. Desde siempre había dejado sus cosas al pie de ese pino: las aletas,
las gafas de bucear, el libro que estuviera leyendo… Ese día solo llevaba las
sandalias, las braguitas y una camiseta amplia, que le había servido tanto de
pijama como de modelito playero.
Mientras se lo quitaba todo, se aguantó la risa pensando en la cara que
pondrían su madre y sus amigas de Pals si la vieran, ellas que nunca se perdían
los desfiles de los diseñadores de alta costura cuando presentaban sus
colecciones para crucero. Ada no solía bañarse desnuda, pero la cala era
prácticamente privada y no iba a quedarse sin su baño por no tener a mano un
bañador.
Se acercó a la orilla, se mojó las manos y se lavó la cara con ella. Estaba
fresca pero limpia como un espejo. Dio tres pasos y cuando el agua le llegaba
por los muslos dio un salto y se zambulló de cabeza. Siempre le había
encantado nadar y bucear, desde pequeñita. Había aprendido con su padre, el
farero. Miguel Ángel Cruces había sido un hombre muy ligado a la comarca,
pero cometió un error que pagó muy caro: se enamoró de una mujer con el
corazón de hielo.
Ada se desplazó bajo el agua todo lo que pudo aguantar antes de salir a
respirar con una enorme sonrisa en la cara. Sacudió la cabeza a un lado y a
otro, salpicando agua y optimismo a su alrededor. Se dio la vuelta en redondo,
por pura alegría de vivir, trazando un círculo en el mar con las puntas de los
dedos. Se tumbó de espaldas, levantó las piernas y miró el horizonte entre los
pies. Si le hubieran dicho hacía dos días que iba a estar allí, relajándose de
buena mañana con la única compañía de los peces, no se lo habría creído.
«Mucho mejor estar entre peces de roca que entre tiburones», se dijo,
tratando de animarse, aunque aún no se había quitado de encima la sensación
de que se habían librado de ella de una patada en el culo. Le daba mucha,
mucha rabia.
Bajó las piernas y se puso a nadar con decisión hacia el fondo de la cala
y hacia la izquierda, es decir, en dirección norte. Justo donde la cala se
convertía en mar abierto, vio la entrada de la pequeña cueva donde tantos
buenos ratos había pasado de adolescente observando la fauna marina con las
gafas de bucear y se dirigió hacia allí.
Todo seguía como siempre. Las paredes de piedra, el agua que entraba y
chocaba contra las rocas, las lapas, algún caparazón vacío de los erizos que
poblaban la cueva en invierno… Era un consuelo ver que algunas cosas no
cambiaban de un día para otro.
De camino hacia la orilla se detuvo y miró hacia arriba. La casa era la
misma pero parecía gris, apagada, sin vida. Era imposible no darse cuenta de
que Aurora era el alma que hacía brillar la casa. Aunque le daba mucha pena
no haber disfrutado más de su abuela durante los últimos años, Ada se juró
devolverle el brillo a su casa.
El primer paso era limpiar las cristaleras para dejar entrar la luz. Por
mucha pereza que le diera volver a ver al amargado del hijo de Irene, tendría
que insistir. Era imposible limpiar esas cristaleras si no se tenía el equipo
necesario… y ningún vértigo.


La noche anterior Millán había recorrido a oscuras el trozo del camino de
ronda que iba desde su cabaña hasta la playa de la cueva de los erizos. El día
anterior había sido muy duro, pero la vida seguía. Por desgracia, durante los
últimos seis años había tenido muchas oportunidades de comprobar que a la
mala puta de la vida le daba igual si tenías el corazón roto en veinticinco mil
pedazos.
Por si no hubiera sido bastante duro ver la fecha en el calendario, la
llegada de la pijipi —mitad niña pija, mitad hippie— de la nieta de Aurora
había acabado de sacarlo de quicio. Había que tener muy poca empatía o
mucha mala leche para pedirle que volviera al lugar donde Ximena había
muerto justo el día del quinto aniversario de su muerte.
Le había dado tanta rabia que había sentido unas ganas enormes de darle
una bofetada. Y, aunque durante esos seis años había hecho muchas tonterías
huyendo del dolor, todavía no le había levantado la mano a una mujer y
esperaba seguir así. Había pensado ir a buscar consuelo en brazos de Sonia.
Sabía que siempre era bienvenido en su casa, a las afueras de La Junquera.
Tanto ella como Siset, su hijo de tres años, se alegraban mucho cada vez que
los visitaba. Pero al llegar a la carretera nacional, se dio cuenta de que se había
dejado el casco. Había dado unas cuantas vueltas más por carreteras
comarcales y había vuelto a casa.
Aunque la furgoneta y el material de trabajo los guardaba en el garaje
del restaurante, Millán vivía en una casa muy modesta. De hecho era el viejo
cobertizo que sus antepasados habían usado para guardar los aparejos de
pesca. Él mismo había hecho las reformas mínimas para poder vivir allí.
Sabiendo que le iba a ser imposible dormir sin ayuda, sacó del armario
la botella de whisky, se sentó a la puerta de la cabaña y a la luz de la luna
volvió a fustigarse reviviendo una y otra vez las malas decisiones que habían
llevado al trágico momento. Una fuerza irresistible lo llevó hasta el pie de la
casa de las cristaleras, donde se sentó con la espalda apoyada en un pino y
siguió bebiendo. Recordó la noche del entierro de Ximena cuando, al quedarse
solo, bajó a esa misma cala y se metió en el agua, dispuesto a acabar con el
sufrimiento y la culpabilidad. Pero al pensar en el dolor que le causaría a su
madre, no pudo hacerlo. Aquella noche la pasó llorando en la playa, con un
nuevo saco a la espalda: el de la vergüenza. Seis años más tarde había vuelto al
lugar del crimen —porque aunque la policía hubiera concluido que había sido
un accidente, para él seguía siendo un crimen y él el único culpable— y había
vuelto a bañarse a la luz de la luna. Y horas más tarde, en el valle que
formaban dos piedras alargadas que parecían corrientes de lava solidificadas,
se durmió.

Ada salió del agua con dos caparazones de erizo y fue a dejarlos secar sobre
una de las rocas. Al dejarlos sobre la piedra, una mano pareció salir de dentro
de la tierra.
—¡Aaaaaaaah! —gritó, como si acabara de ver aparecer la aleta de un
tiburón estando dentro del agua.
—Aaaaaaaaah! —gritó el intruso, levantándose de golpe.
Ada no pudo evitarlo, sus ojos hicieron un descenso vertiginoso por el
torso del desconocido hasta llegar a la… aleta de tiburón que despertó todas
sus alarmas.
Cubriéndose el pecho con un brazo y el pubis con la otra mano, Ada dio
un paso atrás, tropezó y cayó sobre la arena.
El intruso se acercó, apartándose el pelo revuelto que le ocultaba media
cara.
—¿Estás bien? —le preguntó con la voz ronca.
Ada lo reconoció, era Millán.
—¡Joder, qué susto me has dado! No puedes ir así por la vida, ¿tú te has
visto? ¡Vas desnudo! —exclamó, tratando sin éxito de que la vista no se le
dirigiera al boquerón de Millán, que mientras la miraba se estaba convirtiendo
rápidamente en un jurel.
«¡Qué lástima!», pensó él, alzando una ceja. «Tan buena que está y con
tan pocas luces. No sé por qué todas las niñas pijas serán así. ¿Sufrirán una
sobredosis de petitsuises de pequeñas? Igual se les queda el cerebro blando y
rosa.»
—¡Oh, Dios, mío! ¿No me digas? —exclamó él con las manos en la
cintura. La desnudez no parecía preocuparlo en absoluto—. Tú en cambio, no.
Llevas un bañador precioso. Muy… insinuante.
—¡Capullo! —Ada se arrastró un poco hacia atrás en dirección al pino
donde estaba su ropa, pero al llegar a otra piedra alargada tuvo que levantarse.
Apoyándose en la roca, se incorporó y fue corriendo hacia el árbol.
Millán no se perdió detalle de su trasero y se sorprendió odiando la
arena que no le permitía verlo por completo. Sintió ganas de abalanzarse sobre
ella, cargársela al hombro y meterla en el agua para librarla de la impertinente
e inoportuna arena.
Cuando ella se agachó a por la camiseta, Millán entornó los ojos,
tratando de descubrir los secretos que ocultaba entre sus piernas. Sin duda
serían gustosos y salados como los erizos de la cueva cercana donde solía
empezar el día entre enero y abril. Sin venir a cuento pensó que no le
importaría despertarse en los días fríos del invierno buscando el tesoro en la
cueva de la preciosa morena y no en las aguas revueltas del Mediterráneo.
Ada se puso las bragas, con cuidado de no mostrar más de lo necesario
al psicópata del hijo de Irene, que la estaba devorando con la mirada sin
cortarse ni un pelo. Aunque lo que le apetecía en aquel momento era salir de
allí corriendo, acababa de prometerse que le devolvería el brillo a la casa de la
abuela. Iba a tener que hacerlo tarde o temprano; cuanto antes se lo quitara de
encima mejor. Alzó la vista y abrió la boca para dirigirse a él, pero la mirada
hambrienta que Millán le estaba dirigiendo se unió a los pensamientos de Ada,
que se habían alborotado solos y sin permiso y seguían jugando con el
concepto «quitarse a Millán de encima». Una vez más se encontró boqueando
como un besugo y roja como un salmonete.
«Ada», se dijo. «Imagínate que es el jefe de la oposición. Tú puedes.»
—Ejem, Millán, sé que no hemos empezado con buen pie, pero un
resbalón lo tiene cualquiera. Olvidemos el pasado y empecemos de cero.
Bueno, al menos había conseguido que el hijo de Irene dejara de mirarla
como si fuera un buñuelo de bacalao que quisiera devorar, pero ese hombre
era tan volátil como el bromo y un instante después la estaba mirando como si
quisiera asesinarla muy despacio.
Instintivamente, Ada dio un paso atrás y chocó contra el pino. En
segundos Millán la había aprisionado contra el tronco del árbol. Ella trató de
apartarlo golpeándole el pecho, francamente asustada porque era evidente que
ese hombre estaba muy mal de la cabeza, pero la ira aumentaba la fuerza de
Millán, que no era poca. Le sujetó las muñecas y se las clavó al árbol, a la
altura de las caderas.
—¿Quién coño eres, bruja? —le preguntó, tan cerca que ella notó su
erección rozándole el vientre y su aliento en los labios—. ¿Quién te envía para
martirizarme?
—Aaah, em… —A Ada le temblaban las piernas y la voz. De miedo, se
dijo, para no admitir que ese energúmeno la excitaba más de lo razonable—.
Ya te lo dije ayer, soy la nieta de Aurora. Solo quiero que limpies las
cristaleras. En serio, no pretendo nada más; no me envía nadie, estoy… estoy
sola.
—Pues si no eres ningún fantasma llegado del más allá para
martirizarme es que eres mucho más hija de puta de lo que me imaginaba. —
Millán le dio un golpe con la cabeza en la frente que hizo que la cabeza de Ada
rebotara contra el pino.
—¡Eh! ¡De qué vas! —se quejó ella, pero Millán ya la había soltado y se
dirigía rápidamente a las rocas.
Mientras se ponía los vaqueros, Ada lo observó. Aquellos músculos
estirándose y flexionándose eran un festival para los sentidos. Le recordó a
Henry Cavill, el actor, pero en versión grunge.
—¡¿De qué vas tú?! —Millán no se molestó ni en abrocharse los
vaqueros. Con la camisa y los zapatos agarrados en una mano y la botella de
whisky en la otra, se alejó en dirección al camino de ronda—. ¡No vuelvas a
hablarme de resbalones ni de las jodidas cristaleras! —Se detuvo en seco y se
volvió hacia ella. Señalándola con la botella, añadió—: Te lo pondré fácil para
que puedas entenderlo con tus dos neuronas vestidas de Chanel: no vuelvas a
dirigirme la palabra. ¡No quiero volver a verte nunca más!
Ada pegó un golpe en el suelo con el pie y sintió ganas de arañar la
arena como un toro.
—¡Pues no será fácil como sigas viniendo a dormir a los pies de mi
casa, gilipollas!
Mientras él se alejaba furioso, subiendo el camino a grandes zancadas, a
la mente de Ada —que al parecer había decidido tomarse también una baja
laboral— le dio por pensar que no le importaría tenerlo a sus pies cada
mañana.
Ada alzó la vista hacia los ventanales y suspiró. Iba a tener que buscar
otra solución para devolverles el brillo. Tras asegurarse de que Millán había
desaparecido del todo, emprendió la subida. Al bajar a darse un baño había
querido librarse de las malas energías de la vida urbana y de la política. Y sí, la
ciudad y el partido le quedaban ya mucho más lejos y el escándalo empezaba a
parecerle algo que le hubiera sucedido a otra persona, pero Millán la había
llenado de otro tipo de energía. Ya fuera por el cabezazo, el roce de su
erección o el odio que le había transmitido con la mirada, una corriente
eléctrica le recorría el cuerpo a tal velocidad que acabó subiendo los escalones
que formaban el último tramo del camino a la carrera. ¡Necesitaba hacer algo
para quemar esa energía!
4

Al llegar a casa, escribió en el grupo de las Tocadas del Ala antes de que se le
olvidara:

Yo: Bikinis. Subidme un par de bikinis, por favor!!!
Belén: Báñate en bolas, tía. Total, ahí no te ve nadie.
Yo: Eso pensaba yo.
Belén: Te has encontrado a un submarinista buenorro? Ha salido del mar a
enseñarte su tridente a lo Poseidón?

Se ruborizó al recordar el tridente de Millán.

Belén: No dices nada? Tan pequeña la tenía? Menuda decepción. Dichosa
crisis, hasta las Bratswurts de los alemanes se han convertido en salchichas de
Frankfurt!!!
Ángela: Qué bruta eres, Belén!! Tranquila, Ada, yo me encargo de subirte los
bikinis.
Belén: Bruta yo? No, nena, realista es lo que soy. Ada? Tierra a Ada? Aterriza
y di algo.
Ada: Os echo de menos, chicas.
Belén: Sí, sí, muy bonito, yo también te adoro, pero quiero detalles del tritón
teutón.
Ángela: Has dormido bien, cariño?
Belén: Déjate de ñoñeces. DE-TA-LLES, Ada.
Ada:
Belén: ?
Ángela:
Ada:

Belén: ???
Ángela:
Ada: Definitivamente
Belén:
Ángela:
Ada: Lo malo es que no es teutón, es…
Belén: Italiano?
Ángela: Francés?
Ada: Un capullo integral, un borde insufrible, un chalao peligroso, más
gilipollas y no nace…
Ángela: Ups!
Belén: Lástima, porque para eso ya tienes a Pedro… Mierda!!!! Sorry, tía!!!
Ángela: Brutaaaaaa!
Ada: No pasa nada, en serio, estoy mejor sin él. Y sabéis qué os digo?? Que
Belén tiene razón. Pedro la tenía como una salchicha de Frankfurt… DE LAS
DE CÓCTEL!!!!!!!! ¡Que te den, Pedrito!
Ángela:
Belén:

Durante el resto de la mañana, Ada aprovechó la rabia para barrer, fregar,
limpiar el polvo y los cristales de las habitaciones que daban a la montaña. La
gigantesca cristalera que daba al acantilado permaneció como estaba. No
quería ni mirarla; la ponía de mal humor porque le recordaba a Millán y no
quería pensar en él ni en ningún otro hombre.
La cama seguía sin hacer porque no había encontrado las sábanas de la
abuela. Las había buscado por todas las habitaciones y nada, ni rastro. El
armario de la abuela estaba vacío. Había un baúl al pie de su cama, pero estaba
cerrado y no encontró la llave por ningún lado. Hablaría con Feli y Nía; eran
su última esperanza.
A mediodía se calentó uno de los tuppers que le habían traído el día
anterior y comió en la cocina. Las amigas de su abuela tenían razón, los
calamares con guisantes estaban deliciosos. Mientras se tomaba una madalena
de postre porque no tenía fruta, revisó los mensajes del móvil.
Ni Irma, ni Julio ni Pedro se habían puesto en contacto. No es que
confiara en ello, pero siempre quedaba una chispa de esperanza en lo más
hondo del alma, esperando cualquier combustible, por insignificante que
fuera, para volver a prender la llama.
Lo que les había dicho a las chicas esa mañana era la pura verdad. Había
visto a Pedro tres veces en todo el año y las tres habían resultado ser un fiasco.
El guapo y carismático líder la había dejado plantada las tres veces, a causa de
alguna crisis u otra.
«Se ha quitado un peso de encima el cabrón. Quería dejarme y no sabía
cómo.»
Ada era consciente de que, en temas de relación no hay culpables y que
todo es siempre cosa de dos. Sabía que lo suyo con Pedro estaba muerto y
enterrado desde hacía tiempo. Hacía años que no se encendían mutuamente
discutiendo sobre la mejor manera de arreglar el mundo antes de acabar
firmando la paz entre las sábanas. Lo que empezó como un amor universitario
se había convertido en una relación práctica para ambos porque no les robaba
tiempo de su auténtica pasión: la política. Además, que su madre desaprobara
su relación le daba muchos puntos a Pedro. Sabía que era una actitud muy
inmadura, pero su madre siempre le provocaba esa reacción. Cada vez que
Irma le decía que dejara a su novio, ella decidía continuar con él; era como un
acto reflejo.
Suspirando, Ada revisó el correo electrónico. Al ver tantos mensajes en
la bandeja de entrada estuvo a punto de volver a cerrarlo y de esconder el
móvil en el desván donde su abuela guardaba los tesoros cuando ella era
pequeña, pero no podía postergarlo eternamente. Tendría que leerlos un día u
otro.
Diez minutos más tarde, la bandeja de entrada estaba prácticamente
despejada y la papelera de reciclaje a rebosar. Casi todos los correos eran de
periodistas que le pedían una entrevista y, de momento, no tenía nada que decir.
Si algún día descubría quién la había metido en ese berenjenal, ya hablaría. Se
iba a quedar bien a gusto.
Se quedó con dos mensajes. Dos personas distintas —una periodista
llamada María Guerrero y alguien cuya dirección de correo era
[email protected]—, la animaban. Le decían que estaban
investigando su caso y que cuando tuvieran información en firme se volverían
a poner en contacto.
Respondió a la periodista, dándole las gracias por su tiempo.
JusticieroVirtual acababa su mail diciéndole que no se pusiera en contacto, así
que no lo hizo. Esperó unos momentos, mirando el mail fijamente antes de
archivarlo, pero no, no se autodestruyó en cinco segundos.
Ada miró la hora. Feli y Nía le habían dicho que volverían esa tarde a
merendar con ella.
«¿Qué hago? ¿Subo al desván?»
Sintió que un escalofrío le recorría la espalda y le erizaba los pelillos de
la nuca. No se consideraba una chica miedosa, pero algo le dijo que sería
mejor esperar a que llegaran las amigas de su abuela.
Mientras tanto, agarraría el toro por los cuernos. No podía seguir
negando la evidencia: las cosas no iban a arreglarse solas. No podía esperar a
que todo volviera a ser como antes. Tenía enemigos y necesitaba descubrir
quiénes eran para poder defenderse. Buscó el teléfono de su primo Martín y lo
llamó.
—Martín, soy Ada, ¿te pillo en mal momento?
—Hola, un segundo. —Ada oyó el ruido de una silla al ser arrastrada
sobre el suelo. Se oían voces de fondo y algún grito. Parecía que lo había
pillado en un restaurante— Ya, estaba comiendo con unos clientes, pero soy
todo tuyo. Te vi en las noticias. ¿Cómo estás, prima?
—Pues podría estar mejor. De hecho, por eso te llamo, porque quiero
descubrir quién me ha metido en esta mierda. ¿Tú podrías ayudarme?
Martín resopló.
—Directamente, no. Papá y el resto de los socios convocaron una
reunión ayer mismo para tratar el tema. Ninguno de los abogados del gabinete
tiene permiso para representarte. —Martín Camarga junior era hijo de Martín
Camarga, el hermano de Irma la Amarga y socio mayoritario de uno de los
gabinete de abogados más prestigiosos de España.
—No te preocupes, Martín; de verdad, lo entiendo.
—Lo siento mucho, prima; me da mucha rabia. Sé que no has hecho
nada. Te conozco, eres un cacho de pan.
—Gracias por no decir que soy idiota perdida.
—No eres idiota, eres idealista. En el fondo te admiro, aunque luego
cuando salgo del trabajo conduciendo mi BMW Serie 7 Sedan se me pasa. —
Ada puso los ojos en blanco—. Pero no me parece bien lo que está haciendo la
familia contigo. Aunque te hayas vuelto una perroflauta sigues siendo una
Camarga. Y la familia está para ayudarse.
Ada no supo si darle las gracias o salir huyendo. Empezaba a sentir la
misma opresión en el pecho que cada vez que iba a una reunión familiar.
—No te preocupes, ya…
—Déjame acabar —la interrumpió Martín—. Personalmente no puedo
representarte, pero ayer llamé a un colega con el que coincidí en la
universidad. Ha creado una cooperativa de abogados izquierdosos y me dijo
que estarían encantados de representarte. De hecho, iba a llamarte esta tarde;
me has ahorrado la llamada. Pensaba que me dirías que el partido ya se
ocupaba de tu defensa, pero ya veo que no.
Ada suspiró, aliviada. Al fin una puerta que no se le cerraba en las
narices.
—No, para mis colegas políticos ahora mismo soy una apestada.
Preferirían hacerse una foto con un tesorero de partido de derechas que
conmigo. ¡Gracias, muchas gracias, Martín! ¡Eres un tío legal!
—Ja, ja, muy graciosa, perroflauta. Te paso el teléfono de mi colega por
WhatsApp. Se llama Toni Cruz.
La charla con Toni había ido muy bien. Ada tendría que hacerse socia de
la cooperativa y a partir de ahí, ellos se encargarían de su defensa. Quedaron
en que le enviaría un mail con instrucciones y pidiéndole la documentación
personal que necesitaban para ponerse a trabajar en su caso inmediatamente.
—No te engaño, Ada. Me caes muy bien, te admiro desde hace tiempo y
llevaría tu caso aunque no fuera a enterarse nadie, pero no va ser así. Tu caso
va a ser uno de los más mediáticos del año que viene y aunque sé que para ti es
una putada, para nosotros es un regalo. Pienso aprovechar el tirón para dar a
conocer la cooperativa. Hay mucha gente que no se defiende porque cree que
no puede costeárselo. Sé que ahora lo estás pasando mal, pero tómatelo así:
gracias a tu caso, muchos inocentes se enterarán de que existimos y podrán
conseguir que se haga justicia.
Ada había colgado el teléfono mucho más serena. Se había quitado un
gran peso de encima y además, de pronto, su vida volvía a tener sentido.
—He perdido una batalla —dijo en voz alta—, pero entérate, enemigo
cabrón y cobarde que no das la cara, pienso ganar esta guerra. ¡Te arrepentirás
de haberte metido con Ada la Empecinada!

Cuando Feli y Nía hicieron su escandalosa aparición un poco más tarde, la


encontraron pletórica, llena de ánimo y de ganas de hacer cosas.
—¿Quién eres tú y qué has hecho con la acelga pocha que dejamos ayer
durmiendo en el sofá? —preguntó Feli, antes de darle un fuerte abrazo.
—Es verdad, pareces otra —Armonía la sujetó por los brazos y la miró
fijamente a los ojos—. La energía que transmites ha cambiado por completo. Y
mis hierbas son buenas pero no mágicas. ¿Qué ha pasado?
Mientras merendaban, Ada las puso al día. Les contó la conversación con
el abogado y les habló de sus amigas, que vendrían a pasar el fin de semana.
—Por cierto, necesito las sábanas de la abuela. Hoy he dormido en el
sofá porque tus hierbas me dejaron KO, pero tengo que hacer las camas. No
están en su armario ni en las otras habitaciones.
Feli y Nía se cruzaron una mirada que Ada no entendió. Feli suspiró
mientras Nía se levantaba asintiendo con solemnidad.
—Sí, ha llegado la hora —dijo—. Vamos a buscar las sábanas.
Ada siguió a las dos mujeres al piso superior. Al entrar en la habitación
de la abuela, la visión de las cristaleras cubiertas por una gruesa capa de polvo
le hizo chasquear la lengua.
—Qué rabia me da ver los cristales así. Recuerdo lo orgullosa que estaba
la abuela de sus cristaleras. ¿No sabréis de alguien que se ocupe de limpiar
cristales de edificios altos?
—Claro, Millán —respondió Feli, echándose el sombrero vaquero de
color lila hacia atrás.
—¡Ja! Perdón, no me he explicado bien. Quería saber si conocíais a
alguien que no estuviera como una cabra y que limpiara cristales.
—¿Has tenido problemas con Millán? No se lo tengas en cuenta, ayer fue
el aniversario de…
—Sí, de la muerte de su esposa. Lo entiendo y me sabe muy mal, pero
sus reacciones no son normales. Dos veces le he ofrecido limpiar los cristales
y os juro que he pasado miedo.
Nía tragó saliva.
—¿Dos veces? ¿Desde que llegaste ayer?
—Sí, se lo pedí ayer en el restaurante y esta mañana cuando me lo he
encontrado durmiendo en la playa, al pie de las cristaleras.
Feli se quitó el sombrero, que le quedó colgando a la espada, sujeto al
cuello por un cordón, y se rascó la cabeza.
—Ufff —soltó el aire.
—Ay, pobrecillo —se lamentó Nía, llevándose las manos a la boca.
—¿Pobrecillo… él? ¡Pensaba que iba a pegarme! Solo le estaba
ofreciendo trabajo.
—Ada, hija, ¿no te acuerdas del accidente?
—¿Qué accidente?
Feli y Nía volvieron a cruzar una mirada.
—Vamos a por esas sábanas —dijo Nía—. Y luego hablamos en la
cocina. Voy a necesitar un trago de la ratafía de tu abuela.
—Creo que mañana subiré una botella de vodka —refunfuñó Feli.


La habitación de matrimonio no era muy grande, aunque si algo más amplia
que las demás. La gran cama ocupaba buena parte del espacio central. Uno de
los laterales estaba cubierto por el armario y en el otro había un tocador. A
Ada le resultaba imposible mirarlo sin ver a su abuela sentada frente al
mueble, peinándose la larga melena antes de trenzarla.
—¿Dónde están las cosas de la abuela? —preguntó Ada—. No está su
cepillo ni el espejo de mano. Ni la mecedora. Y el armario está vacío. —
Suspiró y agachó la cabeza—. Me da mucha vergüenza haber tardado tanto en
venir. Siento… siento que mientras trataba de hacer más fácil la vida de gente
que no conocía, le fallé a la persona que más me necesitaba.
Armonía le rodeó los hombros con un brazo.
—Pues no te fustigues, cielo. Tu abuela estaba muy orgullosa de ti. No
veas la paliza que nos daba siempre. ¿A qué sí, Feli?
—Pufff, cada día igual. ¡A la nena la han nombrado coordinadora de su
zona! ¡La nena se ha reunido con el presidente de la patronal para exigir que
no desahucien a las familias con niños pequeños! La nena se presenta a las
elecciones! La quería con locura, pero ¡qué pesadita se ponía Aurora con su
nena!
Ada reconoció las palabras y el tono de su abuela en la cariñosa
imitación de Feli y sonrió.
—Tu madre nos pidió que nos encargáramos de todo —dijo Armonía.
—Tu padre no estaba para nada, se disgustó mucho —añadió Feli.
Armonía se llevó la mano al escote y sacó una cadena de oro de la que
colgaban varios objetos.
—Ada, cielo, ábreme el cierre, que estos dedos ya no son lo que eran.
—¡Quejica! —la azuzó Feli—. Si estás como una flor.
—Ya, pero una flor pocha.
Ada sonrió mientras desabrochaba el cierre.
Nía sacó varios objetos de la cadena, se los guardó en el bolsillo del
pantalón de peto vaquero que llevaba sobre una blusa floreada y alzó la cadena
con la llave ante los ojos de Ada.
—Tu abuela me pidió que, si algún día faltaba, cuidara yo de las sábanas
hasta que tú estuvieras preparada.
—¿Preparada? —Ada la miró sin entender—. ¿Estamos hablando de
sábanas o de una misión de la NASA?
A Feli se le escapó la risa por la nariz.
—Esta es de las mías —comentó, dándole dos fuertes palmadas en la
espalda.
Ada se tambaleó hacia delante y la miró con el ceño fruncido.
—¿Y eso es bueno o malo?
Las amigas de Aurora se echaron a reír y le dirigieron una mirada
emocionada.
—¿Qué pasa?
—Por un momento, he visto a tu abuela —respondió Nía.
—Tal cual. Sois clavaditas. Y siempre nos hacía esa pregunta cuando no
veía las cosas claras.
—Sí, era su frase de cabecera.
—Vaya, supongo que se me quedaría grabada en el subconsciente sin
darme cuenta. La verdad es que la digo mucho; en política lo que parece bueno
a veces es malo, y al revés.
A Ada nunca se la había ocurrido pensar que pudiera parecerse a su
abuela. Al fin y al cabo ella era una niña y su abuela, una abuela y, obviamente,
las abuelas y las niñas no se parecen. Pero el tiempo lo cambiaba todo. Ada ya
no era una niña y su abuela tampoco era ya una abuela. Era un recuerdo en la
mente de las personas que la amaban y, como tal, tenía la edad que esas
personas quisieran ponerle. Sentirse conectada a su abuela la hizo sentir bien.
—Busca los álbumes de fotos de Aurora —le aconsejó Nía—. Son
preciosos. Están en el desván, guardados en cajas. Pero ahora ven. ¿Cuántos
juegos de sábanas necesitas? —Se arrodilló frente al baúl que estaba lleno de
ropa de cama y empezó a rebuscar.
—Tres: para mí, para Belén y para Ángela.
—Bonitos nombres —comentó Feli—… para dos novicias.
Ada se echó a reír.
—Pues con lo que les gustan los hombres, creo que no habrían hecho
carrera en la Iglesia.
—Mejor para ellas —afirmó Feli—. La vida es corta y hay que
aprovechar todo lo que nos ofrece.
—Toma —Nía le alargó las sábanas antes de apoyarse en el borde del
baúl para levantarse.
Ada soltó un grito al ver los bordados.
—¡Sí! Las sábanas de Peter Pan —exclamó pasando un dedo por encima
de Peter, de Wendy, de Campanilla, de los niños perdidos y del barco pirata—.
Me había olvidado de ellas. ¡Eran mis favoritas! ¡Oh! —añadió, al ver que
sobre un extremo de las sábanas había una foto de Aurora clavada con un
alfiler—. Yaya —susurró, emocionada.
—¿Qué le has dado para las novicias cachondas? —preguntó Feli, para
aligerar el ambiente.
—Las del prado alpino y las de la playa del Caribe.
Feli frunció los labios y alzó las cejas, asintiendo con aprobación.
—Las monjitas van a cantar como sor María en Sonrisas y Lágrimas —
comentó.
—¿Eh?
—Nada, hija, venga, volvamos a la cocina. —Nía le dio un empujoncito
hacia la salida—. Tenemos una charla pendiente.


Cuando poco después Ada dejó la taza de té fortificado con ratafía sobre la
mesa de la cocina, estaba más blanca que las sábanas de su abuela.
—¿Me estás diciendo que la mujer que resbaló en el camino y murió a
los pies de la casa era la esposa de Millán?
Nía suspiró.
—Sí, Ximena, pobrecilla, tan joven.
—¿Cómo puede ser que no te acordaras, niña? —preguntó Feli.
Ada, aún en shock, repasó los acontecimientos de 2011.
—Fue un año muy intenso. La acampada en la plaza, las asambleas,
acompañar a Pedro a Madrid para ayudarlo a instalarse. Creo que cuando pasó
la desgracia, yo estaba en Madrid. ¡Sí, ahora me acuerdo! Me llamó la yaya
Aurora. Estaba destrozada. —Apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las
manos, masajeándose las sienes.
—Es lo peor de estas muertes; los que se quedan aquí se martirizan
pensando que, de alguna manera, son responsables. Que si hubieran hecho
algo de otra manera, no habría pasado. —Nía sacudió la cabeza.
Ada ladeó la cabeza en su dirección.
—¿Y no es así?
Armonía negó con la cabeza.
—Todos tenemos una misión en la vida. Tenemos el destino marcado
desde que nacemos.
Feli le dio una palmada en la espalda a Ada.
—¡Paparruchas! Anda, acábate el mejunje ese, que estás más blanca que
el culo de un sueco.
—¿No crees en el destino, Feli?
—Claro que no. Las cosas no son tan fáciles. Si queremos que nos vayan
bien, hemos de ponernos las pilas y luchar por ellas. La gente es muy cómoda.
Se piensa que va a venir su dios a sacarle las castañas del fuego porque se lo
pida por favor. ¡Las cosas no van así! Si quieres algo, te lo tienes que trabajar.
Nadie regala nada.
—Tienes razón. —Ada apoyó las manos en la mesa, dando una doble
palmada que hizo temblar el delicado juego de té—. Yo he decidido limpiar mi
nombre y limpiar las cristaleras. Estoy harta de permitir que cuatro
desgraciados lo ensucien todo. Me han echado una carretada de mierda
encima, pero —Se puso de pie y levantó el puño.— ¡A Dios pongo por testigo
que dejaré mi nombre tan limpio como esas cristaleras!
Las dos ancianas ladearon la cabeza.
—Bueno —aclaró Ada—, como esas cristaleras cuando estén limpias de
una jod… puñetera vez. —Volvió a sentarse y se desinfló—. ¿Cómo voy a
conseguir que Millán las limpie?
—Algo se te ocurrirá —Felicidad alzó las cejas varias veces.
—¡Feli! No todo se arregla con sexo —protestó Armonía.
—¿Ah, no? Bueno, niña, tú verás. Puedes ofrecerle un buen polvo o una
infusión de hierba luisa, a ver qué prefiere.
Ada no pudo evitar que se le escapara la risa por la nariz, pero enseguida
recuperó la seriedad.
—No, está claro que he metido la pata hasta el fondo. He sido una
insensible. —Sacudió la cabeza mientras recordaba el mal aspecto del hijo de
Irene al encontrárselo en la playa. Porque aunque era el hombre más guapo
que había visto nunca, tenía aspecto de acabar de volver de una guerra; y de las
peores, de las que se luchan contra uno mismo—. ¡Jodeeeeer! ¡Adaaaa, qué
mal! Tengo que pedirle disculpas.
—Sí, pedirle disculpas estará bien, pero no te tortures, cielo. —Nía le
apoyó una mano en el antebrazo—. Ese es precisamente el problema de Millán.
Ada la miró sin comprender.
—La muerte de Ximena fue una desgracia muy grande, pero han pasado
seis años. No debería estar todavía en la primera fase del duelo. Si no puede
superarlo, es porque no se perdona; se culpa de la muerte de su esposa y no
hay peor tortura que esa.
Ada recordó la cara de dolor de Irene al ver alejarse a su hijo en moto
sin casco.
—Y por eso no se cuida nada.
—Nada. Los primeros meses nos lo encontrábamos durmiendo borracho
por cualquier rincón del pueblo. Menos mal que lo superó. Pensábamos que
acabaría alcoholizado —le contó Nía.
Ada recordó la imagen de Millán alejándose camino arriba con una
botella de whisky en la mano. Estuvo a punto de comentarlo, pero un
sentimiento de lealtad hacia ese hombre que no había hecho más que insultarla
lo impidió. Ahora entendía su agresividad. No la estaba atacando; se estaba
defendiendo.
—Está mucho mejor —añadió Nía—. Ha vuelto a trabajar; de hecho no
para; acepta todos los trabajos que le salen.
—Menos el mío —murmuró Ada, con amargura. Frunciendo el ceño,
preguntó—: Pero… alguien ha limpiado los cristales durante estos años. He
venido poco —admitió, avergonzada—, pero cuando venía estaban
resplandecientes.
—Sí, tardó un año y medio pero volvió —le aclaró Feli—. Ha estado
limpiando las cristaleras dos veces al año desde entonces.
«Necesitas que le limpie las alas al pájaro precisamente hoy», las
extrañas palabras de Millán resonaron en la cabeza de Ada que levantó las
manos con las palmas hacia arriba.
—¿Sabéis por qué llama a las cristaleras las alas del pájaro?
Las amigas se cruzaron una mirada.
—Me temo que el whisky acabó afectándole la cabeza —dijo Feli
finalmente, encogiéndose de hombros—. Qué pena, un chico tan guapo y
acabar así, con el cerebro hecho esponja.
Ada hizo un ruido escéptico, con la boca cerrada. Ese par le ocultaban
cosas, no hacía falta ser Einstein para darse cuenta. Sabía que si no se las
contaban era porque creían que no era buen momento, pero empezaba a
hartarse de secretos y mentiras. El shock la había atontado durante varios días,
pero se estaba recuperando.
«Prepárate, Soñada. Ada la Empecinada está a punto de volver.»
5

Ada miró a su alrededor. Estaba en una playa, pero no se parecía en nada a las
pequeñas y recogidas calas de la Costa Brava. Ni las aguas blancas, ni las
palmeras ni el barco pirata eran propios de la zona.
«¿Un barco pirata? ¿Dónde estoy, en Disneyland, en Port Aventura?»
Se cubrió los ojos haciendo visera con la mano y vio que una barca a
motor se acercaba a la orilla. Curiosamente, no sintió miedo. Todo le resultaba
muy familiar; era como estar dentro de una película de Disney de esas que has
visto veinte veces o más. No le habría extrañado nada que dentro del bote
viajaran el Capitán Garfio y Smee.
La barca de detuvo junto a la orilla y alguien dejó caer una pasarela
abatible. Un marinero se echó al agua y ayudó a bajar a un grupo de jubilados
vestidos —ellos— con camisas floreadas y —ellas— con vestidos holgados y
pamelas multicolores.
Cuando se hubieron dispersado por la playa, Ada se acercó a la pasarela.
—¡Ah del barco! —gritó.
—Anda, mira a quién tenemos por aquí. ¿Cómo estás, pequeña Ada?
Ada se quedó observando al anciano que la miraba casi como si fuera su
nieta. Aunque había cambiado un poco, la voz era inconfundible.
—¿Smee? ¿Eres tú? Y… ¿nos conocemos?
El viejo marinero sacudió la cabeza.
—Anda, sube. No tengo que recoger al grupo hasta dentro de tres horas.
Te llevo a dar una vuelta.
—¿Por qué no? —Ada se encogió de hombros, sonrió y subió por la
pasarela. Aceptó la mano que le ofrecía el marinero y saltó a bordo.
—João, ¿vienes o te quedas?
El marinero más joven hizo un gesto para que se marcharan.
—Te espero en el chiringuito de Tigrilla. Hace unos espetos que quitan
el sentido.
Smee se llevó la mano a la gorra y puso la marcha atrás para alejarse de
la orilla.
—Anda, siéntate a mi lado, pequeña. —La invitó, dirigiéndose hacia una
zona de la isla dominada por una colina—. Hacía mucho que no venías a
vernos.
—No recuerdo haber estado nunca aquí. Esto es… ¿la isla de Peter Pan?
Smee frunció los labios e hizo un sonido burlón.
—Sí, sigue siendo la isla de Peter Pan, pero lo único que queda de Nunca
Jamás es el nombre. La compró Disney y ahora esto es una franquicia. Yo
estoy al frente de la sede principal, pero el resto de piratas están repartidos por
todo el mundo.
Ada alzó las cejas.
—¿Y Garfio?
Smee sacudió la cabeza en silencio.
—¿Está al frente del barco pirata de Disneyland, en Orlando? —insistió
Ada.
—Que no salga de aquí —dijo Smee bajando la voz—. La versión oficial
es que está disfrutando de una jubilación dorada.
Ada ladeó la cabeza.
—¿Y no es así?
Smee le dirigió una mirada triste.
—Perdió la chaveta. Cuando llegó el primer grupo de turistas, los atacó.
Cualquiera que tuviera una camisa verde o una dentadura profidén se convertía
en su cabeza en un cocodrilo.
Ada miró a su alrededor.
—¿Tic Tac sigue en la isla?
—¿Sigues respirando? —preguntó Smee.
Ada inspiró hondo.
—Eso creo, pero ya no sé qué es real y qué no lo es.
Smee sonrió.
—Nos pasa a todos, pequeña, no te preocupes. La realidad está
sobrevalorada. Lo importante es lo que haces con tus fantasías. —El viejo
pirata le hizo un gesto con el dedo para que se acercara y añadió, bajando la
voz—: Las fantasías son poderosas. Dibujan un mundo distinto en nuestra
cabeza y luego… si somos valientes y trabajamos duro, podemos lograr que
ese mundo de fantasía se vuelva realidad.
Ada miró a su alrededor.
—¿Con magia? ¿Polvo de hada? ¿Campanilla sigue aquí?
Smee agachó la cabeza.
—Esto ha cambiado mucho, niña.
—Bueno, yo también. Por si no te has dado cuenta, ya no soy una niña.
El marinero le dirigió una mirada irónica.
—Hombre, algo de la niña Ada debe de quedar en ti o no estarías aquí.
Ada abrió la boca para preguntarle a qué se refería, pero Smee señaló al
frente.
—Mira, esa cabaña de ahí es el pub Lost.
Ella volvió a cubrirse los ojos con la mano y vio que se acercaban a un
chiringuito de playa.
—¿Tiene algo que ver con la serie? ¿Se grabó aquí? —preguntó
sorprendida.
—No, qué va. El chiringuito es anterior a la serie, pero desde que
empezaron a llegar turistas pensándose que tenía algo que ver, los chicos
redecoraron. No te dejes engañar, los trozos de avión que hay colgando de las
paredes los compraron en eBay.
Ada alzó las cejas.
—Ya estamos.
—¿Por qué me has traído aquí?
—Buscas a Peter, ¿no?
Ella titubeó.
—No era consciente de estar buscando nada.
—Aquí todo el mundo viene buscando algo —replicó Smee, mirándola
con cariño. Luego se dirigió al lateral del barco y dejó caer la pasarela.
Ofreciéndole la mano para ayudarla a bajar a tierra, añadió—: Espero que
encuentres lo que buscas, pequeña.
Ada le dio un beso en la mejilla.
—Gracias, Smee.
Al bajar de la pasarela, Ada se hundió hasta las rodillas, pero salió del
mar sin dificultades. A medida que se acercaba a la barra, los clientes del pub
tropical se fueron volviendo uno a uno hacia ella.
«Vaya, qué decepción. No está Peter»
—Hola, Ada. Menuda sorpresa. Te has convertido en un auténtico pibón.
—El barman la saludó como si fuera una clienta habitual—. ¿Qué te apetece?
Invita la casa.
—Ah, no. A la señorita la invito yo —replicó el primer hombre de la
fila, un tipo de unos cuarenta y tantos, con tripita cervecera que desprendía un
olor tan desagradable que estuvo a punto de tirarla para atrás—. Ponle un Sex
on the Beach. —Inclinándose hacia ella, añadió—: Y nos lo vamos a tomar a la
playa, tú y yo solos. ¿Qué me dices, baby?
Ada estaba a punto de sugerirle que fuera a darse una ducha, pero se lo
ahorró, porque el segundo parroquiano —Un tipo muy corpulento, que debía
de pesar unos ciento treinta kilos— le quitó la palabra.
—No molestes a la señorita, Mofeta. Bienvenida a la isla, preciosa.
¿Quieres que te dé un paseo en mi deportivo? Es un descapotable rojo, último
modelo.
Ada alzó las cejas y no pudo evitar pensar en lo que solía decirse de los
dueños de ese tipo de coches. Como si quisiera poner imágenes a sus
pensamientos, el vecino de taburete del segundo hombre llamó su atención
haciendo un gesto con el pulgar y el índice, indicándole que algo medía unos
tres centímetros.
—Osezno, no creo que la señorita sea de las que se deja impresionar por
un coche reluciente.
—¿Ah, no? —preguntó, molesto—. ¿Qué le propones tú, Mapache? ¿Una
reunión familiar? Porque que yo sepa, nunca haces nada sin tu hermano.
Al fijarse mejor, Ada vio que el gigantón tenía razón. El tal Mapache
tenía un gemelo idéntico a su lado. Los dos iban vestidos con camisas de
amplias rayas horizontales grises y azuladas.
—¿Y dónde está el problema? El doble de manos, el doble de labios, el
doble de…
Ada le dirigió una mirada de advertencia.
—Placer. El doble de placer. ¿Nunca has querido hacer un trío, preciosa?
Seguro que sí. No me creo que una mujer sofisticada como tú no haya
fantaseado con ello.
Si algo no le faltaba a Ada era fantasía y, sí, desde luego que había
fantaseado con hacer tríos más de una vez, pero siempre con personas que
despertaran su admiración y su deseo… y no era el caso.
Una vez más, fueron los propios clientes del pub los que se encargaron
de eliminar a la competencia.
—Un hombre solo es suficiente si sabe cómo moverse en la cama —fue
la sutil intervención del último parroquiano. Todos estaban en la cuarentena y
su aspecto físico dejaba bastante que desear. El que no estaba pasado de quilos,
tenía el pelo grasiento, y el gusto en el vestir de todos era… inexistente;
vamos, que eran un auténtico cuadro.
Ada no solía juzgar a la gente por su aspecto. Tenía amigos de todas las
edades y apariencias, pero cuando un ramillete de cuarentones le entraba de un
modo tan zafio, era imposible no prepararse unas cuantas respuestas por si
tenía que pararles los pies.
—Vamos, Conejo. Ya sabemos que tu pistola es el más rápida del oeste
—intervino el barman mientras acababa de preparar un combinado—, pero a
las mujeres les gusta dedicarle tiempo a las cosas placenteras. ¿Me equivoco?
—Le guiñó el ojo a Ada y deslizó la copa en su dirección. Era del mismo tono
azulado que las aguas de la bahía y desprendía una bruma de aspecto mágico
—. El amor no es una carrera de Fórmula 1. Toma, preciosa, el combinado
especial de la casa. El Nunca Jamás. Quien lo toma no envejece.
Ada dirigió una mirada escéptica a sus compañeros de barra, lo que hizo
que el barman se echara a reír.
—Bueno, o al menos no se da cuenta. Anda, pruébalo. A ver si en vez de
Ada la Empecinada vamos a tener que llamarte Ada la Rajada.
Ella abrió la boca para preguntarle de qué conocía su apodo, pero el alto
y esbelto barman pelirrojo hizo un gesto invitándola a beber.
Ada se encogió de hombros y dio un sorbo cauteloso a través de la
pajita. El sol tropical estaba en lo alto del cielo. Hacía calor y la bebida estaba
deliciosamente fresca. Tras soltar un entusiasta gemido de placer que hizo que
la hilera de hombres con nombre de animal se recolocara los pantalones, Ada
dio un segundo trago, más contundente.
«¿Nombres de animales?» Algo hizo clic en la cabeza de Ada.
Lentamente los miró uno por uno. Al llegar al barman, este le estaba
dirigiendo una sonrisa irónica.
—Te ha costado, ¿eh?
—Tú eres… ¿Zorrillo?
Él la saludó con una reverencia.
—El Zorro del Caribe, mis pócimas están a tu servicio, bella Ada.
—¡Sois los Niños Perdidos! Pero, pero… ¿qué pasó?
Mofeta resopló, enviándole una nueva oleada de aliento pútrido que Ada
trató de esquivar hundiendo la nariz en la copa. A través del cristal, vio que los
demás se encogían de hombros o agachaban la mirada.
—Que te lo cuente Peter… si es que puede —respondió Conejo, con
amargura, señalando hacia la zona de las tumbonas.
Ada siguió la dirección de su mirada y vio lo que parecía un turista
dormido al sol. Podría haber sido tirolés por el tono verde aloe de su camisa y
el sombrero de fieltro verde botella que le tapaba la cara.
—¿Es…
Zorrillo asintió con la cabeza.
—Anoche acabó un poco… perjudicado. Toma —le alargó lo que
parecía ser un Bloody Mary—. Si le llevas esto igual no te arranca la cabeza.
—Em, gracias.
Ada avanzó insegura. Se sentó junto a Peter y dejó las copas en la mesita
que compartían ambas tumbonas. Una iguana la miró desafiante antes de darse
media vuelta y alejarse.
«Sí, creo que eso es lo que debería hacer yo, pero no sé cómo he llegado
hasta aquí. ¿Cómo voy a volver a casa?»
Peter roncaba bajo el sombrero de fieltro verde. La camisa le iba un
poco demasiado apretada, pero lo que había debajo no estaba mal para un
hombre de su edad. Calculó que tendría unos cuantos años más que los Niños
Perdidos.
Al cabo de unos minutos, al ver que carraspear no servía de nada, Ada le
levantó el sombrero muy lentamente.
Peter alzó la mano y la sujetó por la muñeca. Ella trató de liberarse, pero
él apretó con más fuerza. Con la otra mano, le quitó el sombrero y se lo puso,
protegiéndose los ojos del sol.
—Vaya, vaya, vaya. Qué preciosidad ha traído la marea —susurró con la
voz ronca. Al ver que Ada fruncía el ceño, cambió de táctica—. Oh, ¿nos
conocimos anoche? Perdona, cielo, es que a estas horas no soy persona.
Ada le ofreció el Bloody Mary en silencio y el rostro de Peter se
iluminó, recuperando su aspecto de niño travieso.
—Cásate conmigo —le pidió antes de dar un buen trago. Al ver que Ada
volvía a fruncir el ceño, se apresuró en aclarar—: Era broma. —De pronto,
palideció—. ¿Nos casamos anoche? ¿Eres la señora Pan?
—No, ni soy la señora Pan ni he venido a echarte el lazo; respira,
machote.
Peter Pan recobró el color en la cara.
—Es que la noche me confunde y no veas lo desesperadas que están las
mujeres por casarse. Bajan en manada de los cruceros y no hay noche que no
acabe huyendo de alguna que quiere llevarme al altar. No te imaginas cómo se
ponen las solteras cuando ven que sus amigas van a casarse antes que ellas.
Dan miedo; mucho miedo.
Ada alzó una ceja y le dio un repaso de arriba abajo. Peter había sido un
chico resultón, que conquistaba a la gente más por su energía que por su físico.
El hombre que tenía delante estaba un poco dejado y desastrado, pero había
envejecido bien. Los años le habían aportado carácter. Bajo el sombrero
asomaban algunas canas y la barba de varios días le daba un aspecto de tipo
duro. Le recordó a Nathan Fillion, el actor de Castle.
—¿Así, por las buenas? ¿Te ven y no pueden reprimir sus ansias de
llevarte al altar? ¿No haces nada que las lleve a pensar que estás interesado en
una relación?
Peter la miró como si no la entendiera.
—No, por supuesto que no. Las copas, los piropos, la cena y el baile a la
luz de la luna, la hamaca bajo las estrellas oyendo el romper de las olas… todo
eso forma parte del cortejo. Si no les das todo eso, no se acuestan contigo.
Muchas lo entienden. Vienen buscando aventura, una noche excitante, algo que
contar a sus amigas a la vuelta y con lo que poder soñar en las noches de
invierno. Yo les doy lo que buscan y luego se van. —Le guiñó el ojo—. Lo que
pasa en Nunca Jamás, se queda en Nunca Jamás. Pero otras vienen de caza.
Al ver que Ada hacía una mueca burlona, él ladeó la cabeza.
—¿No te lo crees? —Peter resopló y dio un buen trago al Bloody Mary
antes de seguir hablando—. La vida del soltero atractivo en la flor de la vida es
un infierno.
Ada no pudo aguantarse la risa y él le dirigió una mirada tormentosa.
—No tiene gracia. Cuando Campanil… Cuando ella se fue, tuvimos que
buscarnos la vida. Las cosas han cambiado mucho por aquí. Trabajo no falta,
gracias al turismo, pero esto quema mucho.
—Sí, se te ve estresado.
Peter sacudió la cabeza.
—No sabes nada.
—Jon Nieve —Ada acabó la frase de manera automática.
Él le dirigió una mirada dolida.
—Me confundes con otro. Yo soy Pan, Peter Pan.
«Con licencia para follar» se dijo Ada, aguantándose la risa.
—¿Y tú? —preguntó Peter.
—¿No sabes cómo me llamo? Pues debes de ser el único. Desde que he
llegado a la isla todo el mundo me ha reconocido.
Peter le alargó la copa a Ada, que la dejó en la mesita. Con movimientos
lentos, propios de una tortuga de tierra, se sacó algo del bolsillo de la camisa y
bajó las piernas al suelo. La pareja quedó sentada frente a frente. Al verlo con
las gafas negras de Clark Kent, Ada sonrió.
—Vista cansada —admitió él, encogiéndose de hombros.
—Te quedan muy bien; te dan un aire interesante.
—¿Ah, sí? —Peter se sentó más derecho y metió tripa—. Gracias, tú eres
realmente preciosa, pero me temo que sigo sin reconocerte, lo siento. ¿Eres la
morena de la despedida de soltera de la semana pasada? ¿La que me vendó los
ojos?
Ada alzó las cejas.
—Frío, frío.
—¡Ya lo sé! ¡Eres SexOnWheels91, la de chatroulette! ¡Has venido a
conocerme!
Exasperada, ella se mordió el labio inferior por un lado y soltó el aire
por el otro.
—No, no soy SexOnWheels91, ni HotMama ni SexyPussy.
Peter entornó los ojos y se pasó la lengua por el labio inferior.
—Lástima —susurró, arrastrando mucho la ese—. ¿Quién eres, pues?
Ada se lo quedó mirando en silencio unos segundos.
—La verdad, esperaba que me lo dijeras tú. Supongo que he venido
buscando respuestas.
Peter la miró fijamente.
—Para encontrar respuestas, primero tienes que formularte las preguntas
adecuadas. —Ada se perdió en sus ojos oscuros, que le recordaron a dos
pozos muy profundos—. Empecemos por el nombre; los nombres son muy
importantes. ¿Cómo te llamas, preciosa?
—Ada —murmuró ella, inclinándose hacia él, perdida en su embrujo.
—¡Hada! —exclamó él, rompiendo el hechizo—. ¿Eres tú, Campanilla?
¿Has vuelto al fin? ¿Te has hecho algo en el pelo, no? —Peter la miró
extrañado, pero un instante después se puso en pie, la tomó en brazos y la
sacudió con fuerza—. Me gustabas más rubia, pero da igual. Vamos, suelta
esos polvos mágicos que tanto he echado de menos. La casa del árbol del
ahorcado nos espera. No veas cómo está. Hace una semana que no paso por ahí
porque no quedaba ni un vaso limpio. —Peter besó a Ada, que estaba
demasiado aturdida con las sacudidas para protestar—. Te he echado mucho de
menos. No hagas caso de las tonterías que acabo de decir. SexOnWheels91 no
significa nada para mí. Venga, cariño, riégame con tus polvos. Estoy harto de
caminar. Me duelen las rodillas de jugar a pádel con los chicos. ¡Hacerse
mayor es una puta mierda!
—Bájame, Peter. No soy Campanilla. Me llamo Ada, sin hache.
—¿Ada sin hache? Qué nombre tan raro, ¿no?
Ada estaba empezando a perder la paciencia.
—¡Ah, mira, mi nombre es raro! Porque Peter Pan es normalísimo, ¿no?
Lo tuyo no es un apellido, es algo que se come con jamón o con queso.
Él le dirigió una mirada exasperada.
—¿Seguro que no eres Campanilla? Pues tenéis la misma mala leche.
¿Quién eres entonces?
—Soy Ada, la hija de Miguel Ángel y de Irma, la nieta de Aurora…
A él se le iluminó la cara.
—¿Eres la nieta de Aurora? ¡Claro, la pequeña Ada! Llevabas tanto
tiempo sin venir… Perdona por haberte olvidado. Por un momento pensé que
al fin…
Peter se volvió, pero Ada vio que le temblaba la barbilla, estaba a punto
de echarse a llorar.
—¿Campanilla se fue?
Él asintió con la cabeza.
—¿Tienes muchas ganas de verla?
Volvió a asentir en silencio.
—¿La echas mucho de menos?
—Mucho —susurró.
—¿Pensabas que yo era ella y lo primero que le dices es que limpie la
casa porque está hecha un asco?
—Es que no hay quien entre. No puedo llevar a ninguna churri y tengo la
espalda hecha trizas de dormir en las tumbonas.
Ada puso los brazos en jarras y soltó el aire muy lentamente por la boca
antes de decir:
—Peter, si la casa está sucia, límpiala y si no tienes ganas, contrata a
alguien que lo haga y págale un buen sueldo. Deja de aprovecharte de la
desesperación de las mujeres que llegan aquí abrumadas por el bombardeo de
mensajes que les llegan por todas partes: ¡Cásate, cásate, cásate! Abusar de la
desesperación de las personas no es gracioso, es de mala gente. ¡Y la mala
gente no vuela! La mala leche pesa demasiado.
Él bajó la vista, avergonzado.
—Adiós, Peter.
—¡Espera!
—Me largo de aquí.
—Sí, ya lo veo y no puedo impedirlo. Espero que encuentres lo que estás
buscando, pero hazme un favor. Si en tus viajes encuentras a Campanilla, dile
que lo siento y que la quiero. Pídele que vuelva, por favor. Se llevó la magia y
aunque la busco entre las piernas de cada mujer que me llevo a la cama, no he
vuelto a encontrarla.
—¿En serio quieres que le diga eso?
—Bueno, corta lo que te parezca. —Le guiñó el ojo—. Ya sabes, ponlo
bonito.
Ada resopló y se marchó de allí sintiendo los ojos de Peter y de los
niños perdidos clavados en ella. Se dirigió al mar aunque no había ningún
barco a la vista, se lanzó de cabeza al agua y empezó a nadar mar adentro.
Al cabo de un par de minutos vio tierra, pero no era la isla de Peter Pan,
era su cala, su acantilado, con la casa de los cristales en lo alto. Sin ningún
esfuerzo salió del agua y subió el camino. Llegó a su habitación, se metió en la
cama y se tapó con las sábanas bordadas.

A poca distancia de allí, Millán se enfrentaba al insomnio leyendo uno de sus


libros favoritos: La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Desde la muerte de
su esposa se sentía prisionero de la vida y más de una noche el alcohol lo
había empujado a gritar alzando un puño amenazador en dirección al cielo:
«¡Ay mísero de mí, ay, infeliz!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros naciendo.»

Había llegado al famoso monólogo de Segismundo con quien, por
desgracia, tanto se había identificado durante los últimos años. Enfrascado en
la lectura no se dio cuenta de que un extraño juego de luces penetraba por la
ventana y danzaba sobre su cara.

«Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?»

«El ave», repitió, y alzó la cara.
Las luces habían aumentado la intensidad de su danza. Millán suspiró y
miró a su alrededor. Ni rastro de botellas ni de copas. Se había quedado sin
alcohol y no había comprado más para no volver a perder el control.
—Maldita sea —murmuró, dejando abierto boca abajo el libro que tenía
las puntas de las páginas arrugadas de tanto releerlo—. Otra vez esa maldita
luz. —Se levantó, se asomó un momento a la ventana y salió de la cabaña. Con
los brazos en jarras vio dos haces de luz que bailaban, como si salieran de un
faro con dos focos que bizquearan—. Y esta vez no puedo echarle la culpa al
whisky.
No era la primera vez que veía las luces y sabía que no provenían de
ningún faro. Una de las veces las había visto desde el mar, durante una noche
de borrachera. Como si estuviera en un palco privado, vio como sobre la casa
de las cristaleras se encendían dos luces. La casa acababa de transformarse ante
sus ojos. Los arcos en los que se apoyaba parecían dos garras; los cristales se
abrían y cerraban como si fueran las alas de un pájaro que quisiera echar a
volar y en el tejado, la bola decorativa parecía una cabeza, con dos ojos que
lanzaban rayos danzantes a su alrededor.
Asustado, volvió a tierra y, por primera vez en muchos meses hizo caso
de los consejos de los que le decían que no bebiera tanto. Tras la muerte de
Aurora no había vuelto a ver ninguna luz y se convenció de que eran
alucinaciones causadas por el alcohol, pero no cabía duda: la nieta de Aurora
había despertado la casa.
Una imagen de Ada agachándose para recoger su ropa en la playa lo
asaltó a traición. Millán suspiró y volvió a entrar en la cabaña. El pájaro no era
lo único que se había despertado.
—Brujas —musitó, malhumorado—, son todas unas brujas.











6

Armonía miró a su amiga y negó con la cabeza.
—¡Que no, que no, Piscis, ni se te ocurra! —Exclamó Feli mirando a
cámara—. El oráculo dice que como lo dejes volver a entrar en tu casa, no te
lo quitas de encima ni con agua caliente.
—Pero es que dice que me quiere, que no puede vivir sin mí.
Armonía puso los ojos en blanco y se le escapó un ruido burlón de la
boca que sonaba como la llamada de un ave de las marismas.
—¿Y eso no se le ocurrió antes, cuando te dejó sola y embarazada? ¿Se
le ha ocurrido ahora, cuando la niña ya va al colegio y tú has rehecho tu vida?
—Es que ha sufrido mucho. Su alma está torturada. Yo creo que es un
alma vieja; es taaan sensible. A ver si encuentro lo que me envió el otro día por
WhatsApp. Un momento… ya, aquí. Me escribió: «Daría cualquier cosa por
volver a esos momentos, todo a cambio de un segundo juntos, porque cuando
todo empieza a ir mal, lo único que deseo es volver a tu lado y abrazarte
fuerte.»
Armonía puso los ojos en blanco.
—Eso es de El Diario de Noah —murmuró. Estaba sentada junto al
ordenador portátil que usaban para grabar el programa y emitirlo
digitalmente. Situada frente a Feli, los espectadores no podían verla—. Que no,
que no ceda. Ese tipo es un chupasangres —añadió.
—¡Piscis! —exclamó Feli, levantando los brazos a lado y lado de la bola
de videncia que tenían como atrezzo—. No creas nada de lo que te diga ese
hombre. La bola me está enviando señales clarísimas. ¡Ese hombre es una
garrapata, un escorpión, una cucaracha! Un mal bicho, ¿lo entiendes? Si
vuelve, amenázalo con llamar a la policía. Que se vaya a chupar la sangre a
otra.
—Es que yo… le quiero. No logro olvidarlo.
—No lo quieres a él. Te has montado una película en el cabeza… pero el
hombre de tu cabeza y el de verdad ¡no se parecen en nada! A ver, Piscis,
¿cuándo te he engañado yo?
—Nunca, Felonía.
—Cuando me preguntaste si esperabas niño o niña, ¿te engañé?
—No —respondió Piscis, con una sonrisa en la voz—. Me dijiste que era
una niña morena y vivaracha, que me iba a hacer correr mucho detrás de ella
pero que sería el sol de mis días y así ha sido.
—Y cuando me preguntaste si la Garrapata volvería antes de que naciera
la niña, ¿te engañé?
—No, me dijiste que estaba engañando a otra más boba que yo y que no
volvería hasta que ella lo echara del sofá donde se había apalancado.
—Qué bruta eres, Feli —susurró Armonía.
—Pero en cambio, cuando me contaste que el carnicero del mercado te
había invitado a cenar redondo de ternera, ¿qué te dije?
—Ejem, me preguntaste si sabía lo que era el carrete filipino.
Feli se echó hacia atrás en la silla y apoyó las manos en la mesa, en una
palmada de satisfacción.
—¡Lo recuerdo, qué gran programa, batimos todos los records de
reproducciones online!
—Porque te empeñaste en enseñárselo a Piscis con un dibujo —musitó
Armonía entre dientes.
—¿Y qué tal quedó… el redondo?
—Ejem, bien atadito, jugosito, en su punto —respondió Piscis, haciendo
reír a las dos amigas.
—¿Y cómo te trata el carnicero fuera de la cama?
Piscis suspiró.
—Igual que dentro, Felonía, con muchísimo respeto.
—¿Y a la niña?
—La adora… y es mutuo.
—¿Pero?
—¿Cómo?
—Si me has llamado es porque algo no va bien, Piscis. Si las cosas
fueran bien en tu matrimonio, no le darías bola a la Garrapata en WhatsApp.
Piscis suspiró.
—Mi marido es un gran hombre y tengo mucha suerte, lo sé. Igual que sé
que la Garrapata no me conviene; no soy idiota, lo que pasa es que ese hombre
me pone muchísimo. Me dice cualquier cosa y me convierto en charco. No
solo me encharco… ahí abajo; el cerebro también y así no hay quien piense.
Podría recitarme una multa de tráfico y me pondría como una moto. ¡Es que es
tan guapo!
—Guapo por fuera tal vez, ¡pero su alma es negra como el chapapote! El
oráculo nunca engaña.
Nía puso los ojos en blanco. Felicidad no creía en la magia, pero era una
gran comunicadora. Debería haberse dedicado a la actuación, habría sido una
gran diva de la escena.
—Lo sé, lo sé, hace años que te sigo, poderosa Felonía y nunca has
fallado una predicción. Tengo plena confianza en el oráculo. —Piscis volvió a
suspirar, resignada—. ¡De acuerdo! Si la Garrapata vuelve, le daré con la
puerta en las narices.
—Bien que harás, Piscis. —Feli vio que Nía bostezaba. Eran ya las cuatro
de la madrugada—. Mira, esto no me viene en la bola, pero es un consejo de
amiga. Si el carnicero no te pone, prueba a leer uno de estos libros
picantones… o imagínate que estás con la Garrapata en la cama.
Armonía abrió mucho los ojos; se había espabilado de golpe.
—Ejem, la verdad… —Piscis titubeó—, la verdad es que ya lo hago,
Felonía. Lo hago desde la primera vez que nos acostamos, pero me da mucha
vergüenza admitirlo.
—¡Déjate de monsergas, todo el mundo lo hace! Mira, ya lo hacía la
mujer de Noé en el Arca. —Armonía se llevó un dedo a la frente y lo hizo
girar, preguntándole a su amiga si se había vuelto loca; a la Iglesia no le
gustaba que las mujeres como ellas se metieran en su terreno—. Noé era un
viejales y su esposa, pues claro, se aburría un poco allí en el arca, sin nada que
hacer en todo el día más que limpiar excrementos de tanta bestia. Al cabo de
unos días empezó a mirarse a los animales con otros ojos. Sobre todo a los
mejor dotados, ya sabes, ¡toros, búfalos, elefantes! —Armonía se tapó la cara
con las manos—. La imaginación es libre. No le haces ningún daño a tu
marido dejándola volar. Al contrario, seguro que él disfruta viéndote
motivada.
—Visto así…
—Piensa en la niña; es lo más importante. Tu marido la adora, la vio
nacer, le ha dado su apellido; es su auténtico padre. La Garrapata es buena
soltando su semilla por ahí; como inseminador no tiene precio, pero no le
pidas más.
—¿No crees que si conociera a la niña se le despertaría el instinto
paternal? ¿No crees que tiene derecho a conocerla?
Feli hizo el paripé de mirar la bola fijamente, pero al alzar la vista y ver
a Armonía sacudiendo la cabeza obtuvo la información que necesitaba.
—No, Piscis. Eso es lo que a ti te gustaría que pasara, pero no va a pasar.
La Garrapata es como es y no puede cambiar. Siente que el mundo le debe
estar agradecido por adornarlo con su belleza. Nunca te cuidará ni cuidará de
la niña porque no sabe hacerlo. Solo le preocupa su comodidad; y si para estar
a gusto tiene que gastarse el dinero de la universidad de la niña, lo hará, no lo
dudes.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto en la bola? ¿Lo has visto gastándose el
dinero de la universidad de la niña, ese dinero que mi marido y yo empezamos
a ahorrar el día que nació?
Feli asintió, muy solemne.
—Lo he visto. Se lo gastaba en un viaje a las Vegas. Se pasaba una
semana de putas y a la vuelta te decía que lo había hecho para doblar el dinero
en el casino y que la niña pudiera estudiar en una universidad de Estados
Unidos. Tú lo perdonabas una vez más, como no, pero tu hija se quedaba sin ir
a la universidad —Hizo una pausa dramática—… y no te lo perdonaba.
Piscis ahogó un grito, que resonó en el desván y se unió a dos
exclamaciones más.
Feli alzó la vista. Uno de los gritos ahogados era de Armonía, pero el
otro había surgido de la zona de la puerta. Al mirar hacia allí, no vio a nadie.
Sacudió la cabeza; habría sido el eco.
—¿Qué pasa, Felonía? —preguntó Piscis, asustada—, ¿qué más has
visto?
Feli aprovechó para remachar el clavo.
—He visto un futuro muy negro si dejas entrar a la Garrapata en tu
vida… pero eso no va a pasar. Úsalo para lo único que sirve, para tus fantasías,
pero cuando vuelva —porque volverá, no lo dudes—, échalo a patadas. Ni
siquiera lo dejes pasar para echar un polvo; eso sería la sentencia de muerte de
tu matrimonio. En tus sueños haz lo que quieras, tíratelo del derecho y del
revés, pero no dejes que te toque o estarás perdida. Cuando llame a tu puerta,
que te encuentre preparada. Ten un papel de aspecto oficial a mano. Dile que lo
has denunciado por acoso y que, como vuelva, le llegará una orden de
alejamiento. Eso servirá.
—¡Gracias, gracias, Felonía! No sé qué haría sin ti.
—Cagarla, cariño, pero no te preocupes, para eso está el oráculo, para
evitarlo —replicó ella con aplomo—. Y con este buen consejo, El oráculo de
Felonía se despide de todas vosotras hasta el próximo programa. —Feli cubrió
la bola con un paño de terciopelo lila—. No os olvidéis queridas, el sexo es
vida. Folla más y joderás menos al prójimo.
Armonía conectó el reproductor de cintas de cassette y empezó a sonar
la canción de Locomía, la que se llamaba igual que el grupo. Feli se levantó y
tomando los dos abanicos que tenía sobre la mesa para eso, se puso a bailar
mientras cantaba: «Feli y Nía, lo comía. Felicidad lo tenía, Armonía lo quería,
¿Quién lo sabe? Felonía. No lo dudes, ¡Felonía!
Nía sonrió y apretó el botón para dejar de grabar. A partir de ese
momento y hasta que volvieran a conectar con sus clientes todo el que pasara
por su canal vería la imagen de un imponente ave surcando el cielo sobre el
nombre del programa —El oráculo de Felonía— y el teléfono de contacto.
Feli le pasó un brazo por los hombros a su amiga, a la que cada vez le
costaba más aguantar despierta hasta tan tarde.
—Anda, vámonos.
—¿No podríamos cambiar el horario de emisión?
—Somos brujas piratas, Nía; no podemos emitir a las cinco de la tarde,
en horario infantil.
Las amigas salieron del desván de la casa de Aurora y bajaron la
escalera tan silenciosamente como pudieron. Al pasar frente a la puerta de la
habitación de su amiga, Armonía quiso abrirla para ver si la pequeña Ada
descansaba, pero Feli lo impidió.
Pronto tendrían que contarle que desde su casa se emitía un programa de
videncia, pero temían que fueran demasiadas cosas para asimilar al mismo
tiempo: la denuncia, el abandono de su novio, la pérdida del trabajo…
Siguieron bajando la escalera lentamente y en silencio. Hacía años que
las tres amigas habían puesto en marcha El oráculo de Felonía. El nombre
había sido idea de Aurora, que fue la tercera pata del oráculo hasta su muerte.
Le gustaba el toque canalla que le daba, y al mismo tiempo unía los nombres
de Feli —la cara visible del canal— y de Armonía —la que tenía el don de la
clarividencia.
La magia también era poderosa en Aurora, pero la canalizaba de un
modo distinto, mucho más íntimo, más doméstico. Cuando Feli tuvo la idea de
abrir el canal de videncia aprovechando el tirón de otros programas parecidos,
sus amigas habían puesto el grito en el cielo, pero algo les hizo cambiar de
opinión.
La sobrina de Feli apareció un día en su puerta. Tenía dieciséis años y se
había marchado de su casa muerta de vergüenza porque se había quedado
embarazada y tenía miedo de la reacción de sus padres. Felicidad la acogió, la
calmó, llamó a sus padres para tranquilizarlos diciéndoles que la niña estaba
con ella y, pasados unos días, sus padres fueron a buscarla. Feli sabía que tanto
su hermano pequeño como su cuñada la querían con locura. Habían tardado
muchos años en tenerla y era la luz de sus vidas. Sabía que la apoyarían en su
decisión, pero las lágrimas de vergüenza y desesperación de la niña-mujer no
se perdieron en la arena. Feli convenció a sus amigas para abrir el canal de
videncia. Por un lado, les dijo, podrían ayudar a un montón de gente necesitada
de orientación y, por otro lado, el dinero que ganaran lo invertirían en ayudar
a chicas en la misma situación que su sobrina, pero que no contaran con el
apoyo de su familia.
Cuando Aurora le hizo notar que para emitir un programa de televisión
hacía falta infraestructura, Feli le había guiñado el ojo.
—Tú despeja ese desván tuyo; yo me encargo de los detalles técnicos.
Armonía y Aurora se habían cruzado una mirada de complicidad.
Aunque Feli no creía en la magia, era tan bruja como ellas o más. La única
diferencia era el canal que empleaba para ejercerla. Si la magia de Armonía
nacía de su mente y la de Aurora se canalizaba a través de su corazón, el poder
de Feli manaba de su vientre. Siempre había sido una mujer muy activa
sexualmente; los hombres caían rendidos a sus pies allá donde fuera. Y la edad
no había debilitado ese poder.
Aurora, Armonía y Felicidad habían recorrido Europa durante un
verano. La Holanda de los años sesenta se había ganado su corazón. En
Ámsterdam fue donde Armonía conoció a su Jon, con quien se casaría un par
de años más tarde al quedarse embarazada de los gemelos a los que pusieron
de nombre Eva y Adán.
El amigo de Jon, Ruud, viajó con él en busca de las dos catalanas que los
habían conquistado el verano anterior y se instalaron en Pals, un pueblo
cercano. Ruud era técnico audiovisual y había encontrado trabajo en Radio
Liberty, la emisora propagandística estadounidense que emitía desde allí
durante la Guerra Fría. Cuando las antenas desaparecieron del horizonte de la
Costa Brava la emisora llevaba ya varios años sin emitir. Y nadie se dio cuenta
de que faltaba una pequeña antena que Ruud y Jon se habían llevado durante
una tranquila noche de invierno.
Los holandeses habían instalado la antena en el tejado de la casa con la
ayuda de Quim, el marido pescador de Aurora y, para evitarse problemas
legales, la habían cubierto con una bola de madera hecha con cuadernas de
barco, restos de tablones curvados. Quim era muy mañoso y había trabajado la
madera hasta que las piezas encajaron perfectamente formando una bola. Un
mecanismo permitía abrir y cerrar el invento con facilidad. Al apretar un
botón situado al pie de la escalera que llevaba del desván al terrado las
cuadernas se abrían como si fueran los gajos de una naranja, dejando la antena
al descubierto. El mismo interruptor servía para ocultarla. La madera pintada
de blanco reflejaba la luz de la luna y, vista desde el mar, la bola parecía la
cabeza de un pájaro. Al menos, eso decía Millán, pero ya se sabe que con una
botella de whisky en la mano uno pierde mucha credibilidad.
Un par de años atrás, Quim y Juud las convencieron para que usaran un
ordenador portátil con cámara para emitir el programa en directo. Así podrían
hacerlo ellas solas y tendrían más intimidad. O esa fue la excusa que pusieron.
En realidad, la edad pasaba factura y cada vez les costaba más estar despiertos
hasta la madrugada. Feli era la única noctámbula y cada vez le costaba más
arrancar a Armonía de su sofá y llevarla a la casa donde tan buenos ratos
habían pasado con su Aurora.
Mucho se temía que, o llegaba sangre fresca al proyecto o El Oráculo de
Felonía pronto llegaría a su fin.
Al llegar al recibidor, las dos amigas se miraron extrañadas. Habían
dejado los abrigos y los cascos en el lugar de siempre, pero no estaban.
«Mierda, el ruido que he oído antes no era un fantasma, ¡era un ladrón!»,
se dijo Feli, mirando a su alrededor.
Por suerte no lo dijo en voz alta, porque a la persona que las miraba
apoyada en el quicio de la puerta de la cocina con los brazos cruzados sobre el
pecho no le habría hecho ninguna gracia que volvieran a dudar de su
honestidad.
—¿Habéis perdido algo? —les preguntó Ada—. Aparte de la memoria,
claro, porque al parecer os olvidasteis de comentarme algunas cosillas.
—¡Ada, cielo, no queríamos despertarte! —exclamó Nía, acercándose a
ella—, ¿no has tenido dulces sueños?
Ada carraspeó.
—He tenido un sueño… de lo más interesante, es verdad, pero no
cambies de tema, Armonía. ¿Qué demonios os traéis entre manos? Ahora esta
es mi casa; creo que tengo derecho a saber qué se cuece bajo mi techo, ¿no?
Las dos amigas se miraron y suspiraron.
—Voy a preparar una infusión —dijo Armonía—. Esto va para largo.
—Os esperaba. El agua está hirviendo —replicó Ada. Volviéndose hacia
Feli, añadió—: Y la ratafía en la mesa.
La cara visible del oráculo le guiñó el ojo.
—Pues no la hagamos esperar.
7

La charla con las amigas de la abuela se había alargado un par de horas.
Cuando finalmente la Ural se alejó de la casa, Armonía levantó la mano para
despedirse de Ada, con su casco amarillo en la cabeza y una mantita de
cuadros sobre las piernas. Las dos ancianas se emocionaron al verla en la
puerta del caserón, ocupando el lugar desde donde tantas veces las había
despedido su querida amiga.
Ada decidió que no tenía sentido volver a acostarse. Pensó en darse un
baño para despejarse, pero el tiempo había cambiado. El viento soplaba con
fuerza y en aquella zona el mar de fondo jugaba a veces malas pasadas. Ada
era una enamorada del mar, pero precisamente por eso lo respetaba. Esperaba
que el tiempo mejorara para que sus amigas pudieran bañarse, pero si no, ya
se entretendrían de otra manera.
«Tema de conversación no nos va a faltar», se dijo.
Subió al desván y curioseó a sus anchas. Era un espacio abierto, sin
paredes medianeras, con suelo de madera y vigas vistas en el techo. Se
iluminaba gracias a la luz natural que entraba por las mismas cristaleras que
recorrían la parte exterior de la casa de arriba abajo.
Ada miró a su alrededor boquiabierta. A lo largo de los años, varias
generaciones habían ido acumulando todo tipo de cosas. Había muebles viejos,
cuadros apoyados en las paredes, aparejos de pesca, una bicicleta antigua, la
mecedora… La máquina de coser de su abuela llamó su atención.
—¡Madre mía! ¡Qué maravilla! —susurró, acariciando la funda que la
cubría. Al tocarla, le vinieron a la mente recuerdos muy vívidos de la yaya
Aurora, cosiendo. Aunque los bordados siempre los hacía a mano, las fundas
de los cojines y de las almohadas las cosía a máquina. También la usaba para
confeccionar ropa o para ribetear, añadir encajes, tiras o motivos decorativos.
Se dirigió al rincón más alejado del desván. De no haber visto a las dos
brujas en acción un rato antes, el modesto estudio de grabación no le habría
llamado la atención. Ese par eran muy discretas. Al acabar la emisión cubrían
el ordenador con un paño de terciopelo negro. La mesa tenía un mantel de
color violeta intenso, del mismo tono que el retal que usaban para cubrir la
bola. Todo estaba festoneado con hilo dorado. El motivo decorativo era
geométrico, pero en cada esquina había una estrella y, al fijarse más, Ada vio
otro tipo de símbolos que no reconoció. Tendría que volver a interrogar a Feli
y a Armonía. Estaba harta de secretos.
«Pensábamos contártelo todo, Ada. Solo te estábamos dando un poco de
tiempo para que te recuperaras del golpe», le había dicho Feli, aunque tras
verla en acción delante de la cámara ya no sabía si creerse sus palabras o no.
Esa mujer era demasiado convincente; en política, arrasaría.
Ada entendió los motivos que las habían llevado a montar algo así, pero
lo que no le entraba en la cabeza era que no se lo hubieran contado y que
hubieran esperado a que ella estuviera perdida en Nunca Jamás para colarse en
la casa de su amiga y llevar a cabo su… ¿cómo lo habían llamado?
—Inofensivo hobby de dos jubiladas con demasiado tiempo libre —
repitió Ada entre dientes—. ¡Ja! Esas dos no tienen nada de inofensivo —
siguió hablando sola—. Seguro que me echaron algo en la infusión para que
durmiera como un tronco y no me despertara en toda la noche. ¡Menudo
sueño! Peter y los demás eran ¡tan reales! No me extrañaría verlos aparecer
por la puerta en cualquier momento.
Ada se acercó a las cristaleras para ver el mar desde allí pero la suciedad
de los cristales la puso de mal humor y se alejó rápidamente. Junto a la
escalera que llevaba al terrado encontró el botón del que le habían hablado. Lo
apretó y subió para comprobar con sus propios ojos si le habían contado la
verdad. Mientras subía la escalera, un chillido agudo la sobresaltó.
Al salir al exterior, vio una enorme gaviota que parecía mirarla mal
desde el cielo. Supuso que el mecanismo de abertura de la bola protectora la
había sorprendido. Porque sí, al menos eso era cierto: en el centro del terrado
una pequeña antena era el centro de una especie de naranja de madera
desgajada. Los rayos del amanecer proyectaban una alargada sombra sobre el
suelo. A Ada le pareció un original reloj de sol.
Se acercó a la baranda y miró hacia la playa. El batir de las olas al
chocar contra la orilla se mezclaba con el aullido del viento y los chillidos de
las aves marinas. Eran días como ese los que daban sentido al nombre de esa
zona costera que había inspirado a tantos artistas: la Costa Brava.
Se asomó buscando a Millán entre las rocas, pero enseguida se reprendió
por haberlo hecho.
«Lo que tienes que hacer es disculparte con él, no tratar de verlo
desnudo. Que poquita vergüenza, Ada, de verdad.»
Volvió a bajar al desván y apretó el botón para esconder la antena. Ya era
de día y cualquier helicóptero o dron que pasara por encima de la casa podría
descubrir el pastel de las videntes piratas. Al mirar hacia la mesa, vio que la
bola de videncia había quedado destapada y fue a dejarla como la había
encontrado, pero un impulso irresistible la llevó a sentarse en el lugar que
hacía poco había ocupado Felicidad.
Tomó el paño y se lo puso en la cabeza, como si fuera un manto.
Aguantándose la risa, colocó las manos sobre la bola sin llegar a tocarla y
exclamó:
—Oh, gran oráculo de Felonía.
—¿Qué quieres saber, hija mía? —se replicó a sí misma, cambiando la
voz.
—¿Es gilipollas mi novio?
—Sí y no.
Ada suspiró.
—Oráculo, ¿no podrías ser más claro?
—Es gilipollas, pero ya no es tu novio.
—Ups, touché, oráculo, no se te escapa una.
Ada se relajó y, al apoyar las manos en la bola, sintió una fuerza muy
potente. Una especie de corriente eléctrica que le puso el vello de punta. Al
mismo tiempo, oyó la voz de su abuela en su mente.
«Ada, el baúl de las sábanas bordadas. ¡El baúl, Ada!»
Asustada, se levantó de golpe, haciendo caer la silla a su espalda. Sin
molestarse en recoger nada, bajó corriendo a la que había sido la habitación de
sus abuelos y que ahora era la suya. Se arrodilló frente al baúl y abrió con la
llave que había dejado puesta en la cerradura. Le había parecido muy poco
práctico tener que llevarla siempre encima. Tal vez fuera eso lo que había
molestado a su abuela.
Abrió el baúl de madera. La parte interior estaba forrada con tela
estampada con flores muy pequeñas blancas y lilas. Había tres hileras de
sábanas. En la de la izquierda vio sábanas que no conocía. Parecían muy
antiguas. Tenían bordados discretos, hechos con hilo blanco o plateado, que
costaba distinguir de la tela de algodón. Levantó las dos primeras con mucho
cuidado. Estaban separadas unas de otras con papel de seda. Ada tuvo la
sensación de estar contemplando un tesoro. Sintió un gran respeto y volvió de
dejarlas como estaban, con delicadeza.
En el centro estaban las sábanas de la abuela, que tan buenos recuerdos le
traían. Las fue levantando, fijándose en los bordados. Las primeras eran de
unos pájaros en vuelo. Le sonaban mucho pero no habría sabido decir de qué.
Debajo encontró otras bordadas con un niño y un enorme lobo.
«¡Sí, Pedro y el Lobo!», se dijo. «Recuerdo estas sábanas.»
Su abuela solía contarle un cuento cada noche antes de irse a dormir. Al
dormirse mirando la imagen bordada en el embozo, los sueños eran siempre
mucho más vívidos que los que tenía en la casa de su madre en Barcelona.
—¡Caperucita! —exclamó sonriendo al ver las siguientes, pero al cabo
de un momento se le borró la sonrisa de la cara. Si al acostarse con las sábanas
de Peter Pan había tenido un sueño tan vívido, no se quería ni imaginar lo que
sería encontrarse con el enorme lobo en un sueño. Se estremeció, y levantó
otro juego de sábanas. Sonrió al reconocer las tres hadas del cuento de La
Bella Durmiente. Las sábanas que había debajo de estas eran más sencillas;
solo estaban adornadas por una franja de hierba. Las sacó del baúl y las dejó
sobre sus rodillas. Estaba muy cansada; necesitaba dormir del tirón. Esa noche
cambiaría las sábanas. No le apetecía volver a encontrarse con Peter. Si volvía
a pedirle que le limpiara la casa, le enseñaría la escoba y lo animaría a usarla y
no precisamente para volar.
Volvió la vista hacia el montón de sábanas de la derecha. Eran totalmente
blancas y los embozos estaban sin decorar. Levantó la primera para asegurarse
de que todas estaban en blanco y vio un sobre de color crema. Lo sacó de allí
con curiosidad, se sentó en el suelo con cuidado de que no se le cayeran las
sábanas decoradas con hierba y apoyó la espalda en el baúl.
Al ver el contenido del sobre ahogó una exclamación. Dentro de una
hoja de papel doblada había una foto de su abuela, una foto que le había hecho
Ada con la cámara Kodak que le regalaron por su primera comunión. En ella
se veía a la abuela bordando, con las gafas de cerca apoyadas en la punta de la
nariz. La foto tenía ya unos añitos y por mucho que se fijó, no fue capaz de
distinguir qué estaba bordando; probablemente porque la foto no tenía
demasiada definición, aunque tal vez las lágrimas que habían asomado a sus
ojos tuvieran algo que ver.
Con el antebrazo se secó las lágrimas antes de darle un beso a la foto y
de dejarla cuidadosamente sobre la hierba bordada de las sábanas para leer la
carta.

Querida Ada:
Si estás leyendo esto, es que ya no estoy aquí para abrazarte. No, no
llores; que no puedas verme no significa que ya no esté en tu vida. Estoy segura
de que, dentro de ti, me sientes. ¿Me equivoco?

Ada volvió a secarse las lágrimas y negó con la cabeza. Desde que había
puesto un pie en el caserón, no podía librarse de la sensación de que no estaba
sola; de que su abuela estaba en algún lugar de la casa. No era una sensación
amenazadora; todo lo contrario. Se sentía acompañada, protegida de las
amenazas del mundo exterior, comprendida y aceptada sin preguntas.

Es posible que, si estás aquí, sea porque las cosas se hayan puesto feas y
busques refugio entre estas paredes que tanto han visto y que tanto saben del
sufrimiento.

Ada alzó las cejas y miró a su alrededor buscando una cámara oculta.
Sí, la vida la había vuelto desconfiada, pero es que su abuela había dado en el
clavo de tal manera que le parecía demasiada casualidad.

Podría decirte muchas cosas, pero a estas alturas de la vida, si algo he
aprendido es que los consejos sirven de bien poco. Las cosas hemos de
aprenderlas viviéndolas, experimentándolas, disfrutándolas y sufriéndolas.

«¡Yaya, no serás capaz!», protestó Ada, viendo que la nota llegaba a su
fin. «No pido que me desveles el sentido de la vida o dónde encontrar el santo
Grial, pero ¡dime algo más! No me vuelvas a dejar así.»

Te pasarán cosas que no entenderás, y tendrás momentos de desánimo en
los que querrás tirar la toalla, pero sé que no lo harás. Te conozco desde que
naciste y sé que eres una luchadora. Solo quiero que recuerdes dos cosas: que
no estás sola y que la magia vive en ti. Te quiero más de lo que puedo decirte
con palabras. Te quiero con todo mi cuerpo, con mi carne, mi sangre, mi mente
y mi alma. Las sábanas son tuyas. Haz que vivan en ti.

Ada permaneció un rato en silencio, releyendo la carta varias veces y
contemplando la foto de su abuela. Aunque era una carta preciosa, le sabía a
poco. Tenía tantas ganas de tener una charla relajada con su abuela. Deseaba
que la consolara pero sobre todo, tenía muchas ganas de preguntarle sobre su
vida. ¿De qué sufrimiento hablaba en la carta? ¿Qué había pasado? Nunca la
había visto triste ni desanimada. Pensaba que había tenido una vida feliz, pero
si algo se les da bien a los adultos es esconder sus problemas. Ada no tenía
hijos, pero siempre había pensado que, cuando los tuviera, les contaría sus
problemas para que se sintieran parte de su vida, para que no les pasara como
a ella, que sentía a sus padres como dos extraños.
Una imagen de su padre le vino a la mente.
«Papá».
Se preguntó si se habría enterado de la debacle. Lo dudaba bastante. Su
padre solo se ponía en contacto con ella dos veces al año: por Navidad y el día
de su cumpleaños, en mayo. Miguel Ángel Cruces era farero, como su padre,
Quim, que había trabajado toda su vida en el cercano faro de san Sebastián.
Todos pensaban que seguiría la tradición familiar, pero algo se torció
irremediablemente el día en que Miguel Ángel conoció a Irma Camarga, una
chica preciosa, morena y llena de vitalidad, que veraneaba en Pals. Miguel
Ángel la dejó embarazada tras una noche de pasión en la playa. Los padres de
Irma eran muy religiosos y tradicionales. Para ellos solo había una solución
posible: el matrimonio. Por eso la familia Camarga al completo se había
plantado a las puertas de la casa del acantilado, casa que pertenecía desde hacía
varias generaciones a la familia de la abuela Aurora.
Miguel Ángel se casó enamorado. Irma estaba demasiado avergonzada
por lo sucedido para resistirse, pero ya durante la noche de bodas se dio cuenta
de que había cometido un tremendo error. Al clan de los Camarga les pareció
que lo mejor sería que Irma se quedara a vivir con su marido y sus suegros en
la costa. Ya que su rebeldía había impedido que se celebrara la unión entre dos
grandes familias de la burguesía catalana tal como siempre habían soñado, el
destierro en casa de los Cruces les pareció un buen castigo. Y como tal lo
vivió Irma.
La Costa Brava en verano era un lugar alegre, luminoso, lleno de vida y
de diversión, pero las tormentas otoñales se llevan a los turistas y veraneantes
como si fueran hojas secas. A Aurora le encantaba el invierno y ese año tenía
una razón poderosísima para pasarse el día canturreando, feliz. No solo su
hijo se había casado enamorado, sino que su nuera iba a darle una nieta, a la
que esperaba pasarle su legado.
Los médicos aún no habían confirmado el sexo del bebé, pero Aurora
sabía que era una niña. La había visto en sus sueños; era la bebita más preciosa
que había visto nunca; morena como su madre, con los ojos verdes como su
padre.
Aurora empezó a hablar con ella a través de la tripa de su madre y
siempre la llamaba Ada. Al darse cuenta de que su ataque de rebeldía para
castigar a sus padres por algo que ya no recordaba se había vuelto contra ella,
Irma cayó en una especie de apatía. Estaba a punto de acabar la carrera de
Derecho, pero ese año lo perdió de manera absurda. La niña nació en mayo.
Podría haber ido a clase prácticamente todo el curso, pero sus padres se
negaron a que se presentara en clase embarazada aunque estuviera casada. Y
como eran ellos los que pagaban la matrícula en la universidad privada, se
quedó sin ir a clase y lo echó mucho de menos.
Aurora trataba de animarla diciéndole que disfrutara de ese momento tan
mágico en la vida de una mujer. Le decía que tenía toda la vida por delante
para acabar la carrera; que aunque en esos momentos el embarazo se le
estuviera haciendo eterno, en realidad pasaba volando. Le aconsejaba que
creara el vínculo con su hija y se ofrecía cada día a enseñarle a coser para
preparar la canastilla del bebé.
Pero para lo único que servían los esfuerzos de Aurora era para sumir a
Irma en una depresión cada vez mayor. Se sentía castigada de manera injusta;
apartada de los estudios y de la vida social de Barcelona. Tenía veintidós años,
estaba en la flor de la vida; era injusto que la castigaran a pasar las inacabables
tardes de invierno en compañía de esa aburrida vieja obsesionada con los
bordados. Y cuando venían sus dos amigas locas aquello ya era insoportable.
Cuando las veía aparecer, se metía en la cama y las oía reír desde allí. Se
creían que eran muy sabias, pero no eran más que tres cotorras perdidas en el
culo del mundo.
Irma se fue amargando cada vez más. Odiaba aquella casa y a todos los
que entraban en ella. Odiaba a Miguel Ángel por haberla dejado embarazada,
odiaba su nueva vida y, aunque no podía decírselo a nadie, empezó a odiar al
bebé que llevaba en las entrañas por haberle arrebatado su vida anterior.
Miguel Ángel trató de tener paciencia. Quiso convencerse de que la
actitud de su esposa era cosa de las hormonas, pero ver el odio con que lo
miraba le creaba una gran frustración. No sabía qué hacer para verla feliz.
Ada nació durante una noche de tormenta. Quim y Miguel Ángel estaban
en el faro. Cuando llegó el aviso de que un yate de recreo estaba a la deriva en
la zona, Miguel Ángel y otros voluntarios del pueblo que formaban parte de la
patrulla de salvamento de Soñada salieron a rescatarlos.
Irma dio a luz en la cama de sus suegros, triste, asustada y muy
indignada con su familia por haberla dejado tirada entre salvajes. Estaba
furiosa con Aurora y las otras dos brujas que tenía por amigas porque se
habían negado a llevarla a un hospital.
Aurora trató de explicarle que, si la sacaban de casa en aquel momento,
la pequeña nacería en el coche ya que estaba prácticamente dilatada del todo. Y
con la cantidad de agua que estaba cayendo, las carreteras estaban muy
peligrosas. Armonía y Felicidad trataban de animarla diciéndole que dentro de
muy poco podría tener a su bebé en brazos.
Pero Irma no escuchaba ni razonaba. No tenía ilusión por conocer a ese
alien que le había deformado el cuerpo y arruinado la vida. Estaba sumida en
una pesadilla donde solo existían el miedo y el dolor. Y ni siquiera tenía allí al
culpable de todo para darle la mano o aguantar sus gritos, porque Miguel
Ángel estaba por ahí ofreciendo ayuda a los barcos que atravesaban la
tormenta, ¡a todos menos a ella!
Tras muchas horas de luchar contra los elementos, la patrulla de
voluntarios salvó al yate y a sus ocupantes. Miguel Ángel tardó en llegar a casa
porque no sabía que su mujer se había puesto de parto y los acompañó al
hospital comarcal antes de volver.
Aurora recibió a su nieta entre sus manos, y con ayuda de Armonía y de
Feli se ocuparon de cortar el cordón, de lavarla y de envolverla en una toalla
bordada con la imagen de las tres hadas del cuento de La Bella Durmiente.
A la mañana siguiente llegó el médico a visitar a madre e hija. A pesar de
las protestas de Irma, el médico las felicitó diciéndoles que habían hecho lo
correcto. Por suerte no había habido desgarro. Cuando Armonía comentó que
el emplaste de hierbas que le había colocado en la zona había facilitado el
parto, Irma la miró con odio.
La nueva madre miraba a su alrededor sin entender nada. En su familia
los niños nacían en lujosas y asépticas clínicas, y la madre recibía a las visitas
apoyada en cómodos almohadones mientras llegaban mensajeros cargados de
ramos de flores y de peluches gigantes. ¿Por qué no podía tener ella nada de
eso? ¿Es que aún no había acabado de purgar su pecado? Pensaba que con el
parto se acabaría la tortura, pero las cosas iban de mal en peor. Desde que
había llegado el bebé, nadie le hacía ni caso. ¿Dónde estaban sus flores? ¿Y sus
peluches?
Después del parto, la lente negra a través de la cual lo veía todo desde
hacía nueve meses se hizo todavía más opaca. Cuando sus padres fueron a
visitarla al cabo de tres días, Irma les rogó llorando que la sacaran de allí. Les
pidió perdón, les dijo que reconocía su error y que quería divorciarse de
Miguel Ángel. Que si la ayudaban a salir de aquel infierno, sería la hija
modelo. Acabaría la carrera, sería la primera de su promoción y se pasaría el
resto de la vida haciendo que se sintieran orgullosos de ella. Sus padres le
habían dicho que lo que debía hacer en ese momento era acabar de
recuperarse, pero que convocarían reunión familiar y lo hablarían. La famiglia
se apiadó de ella y, argumentando que hasta en la Biblia habían recibido con
los brazos abiertos al hijo pródigo, la acogieron de nuevo en su acomodado
seno.
Cuando sus padres enviaron al chófer a buscarla, Irma bajó a la cocina
donde su aún marido y sus suegros estaban desayunando; les comunicó que se
iba y les pidió que a partir de aquel momento, cualquier cosa que quisieran
decirle, lo hicieran mediante el bufete de abogados de la familia.
Cuando los Cruces lograron reaccionar, ya era tarde. Irma y la pequeña
Ada habían desaparecido de su vida. Aurora y sus amigas trataron de animar al
desconsolado padre, que había encontrado en la pequeña Ada el amor y la
calidez que no había logrado despertar en su esposa, solo para perderlo todo
días después.
Contrataron a un modesto abogado de familia que rechazó los intentos
de soborno de la parte contraria y consiguió que la niña conservara el nombre
de Ada y que pasara con la familia paterna un mes en verano y una semana por
Navidades. Irma nunca entendió que su exmarido se empeñara tanto en que la
niña conservara el nombre que su abuela había elegido. Siempre había pensado
que si tenía una hija le pondría un nombre con clase, como Diana o Alexandra.
Ada era un nombre ridículo. Todo el mundo pensaría que se llamaba Hada y
que ni siquiera sabía escribirlo bien, que se había olvidado la hache. ¡Patético!
Pero Miguel Ángel y Aurora habían hecho frente común. Las tres brujas
costeras le habían comido la cabeza al farero, ese calzonazos sin ambición que
le había arruinado la vida.
Irma cedió pero, aunque su nombre oficial era Ada, para los Camarga la
niña siempre había sido Adela, un nombre mucho más digno a sus ojos.
Una de las primeras cosas que hizo Irma al volver a la ciudad fue ir a la
peluquería. Cuando, tras cuatro horas de tratamientos, salió de allí con una
melena rubia como el oro, supo que había vuelto al buen camino. Estaba
empezando a recuperar el control de su vida.
Miguel Ángel, incapaz de encontrarle sentido a la suya, decidió cambiar
de escenario. Cuando se enteró de que buscaban farero en un solitario rincón
de la isla de Terranova, no se lo pensó dos veces y se trasladó al destartalado
faro de color rojo. Ya que no había podido evitar que su corazón se estrellara
contra las rocas del amor, dedicaría su vida a salvar vidas de marineros.
Miguel Ángel volvía a la Costa Brava una vez al año, en verano, coincidiendo
con las vacaciones de Ada en la casa de los abuelos. Aunque había tardado
mucho tiempo en curarse, finalmente conoció a una mujer, india micmac, que
se había convertido en la luz de su alma. Ada tenía dos hermanos, de nueve y
seis años a los que veía muy de vez en cuando.
Para casi todo el mundo, Irma era madre soltera. Había tenido varios
amantes, pero nunca se quiso volver a casar. Ada estaba convencida de que su
madre era incapaz de amar. La ambición y las ansias de poder ocupaban un
trozo tan gran grande de su alma que no dejaban espacio para otros
sentimientos. Con una determinación de hierro, Irma había ido logrando todos
sus objetivos. Se ganó fama de abogada implacable, entró en el TPLP, el
partido liberal fundado entre otros por su padre, y fue ascendiendo puestos
desde abajo, lentamente pero con determinación. Tras subir hasta lo más alto
del partido en Cataluña, no dudó ni un segundo cuando le propusieron
presentarse a las elecciones generales. Llevaba ya una legislatura completa
viviendo en Madrid, donde se sentía en su salsa. La pequeña de los Camarga no
se mordía la lengua. Sus discursos, cargados de ironía, eran el azote de la
oposición y siempre causaban reacciones tanto en el Parlamento como en
Twitter, donde la habían bautizado como Irma la Amarga.
De todos modos, su madre siempre lograba sorprenderla. Tras su
detención, Ada había dado por hecho que no dejaría pasar una oportunidad
como aquella para regalarle un «Te lo dije» de esos que se quedan resonando
en la habitación, pero habían pasado ya varios días y no se había puesto en
contacto con ella. Al menos en eso sus padres estaban unidos. Miguel Ángel
tampoco había dado señales de vida. Durante las primeras horas lo agradeció,
porque estaba abrumada por los acontecimientos, pero empezaba a
recuperarse. Lo notó en la indignación que se apoderaba de sus entrañas.
Aunque había tenido más éxito el apodo de Empecinada, ella se
identificaba mucho más con el de Ada, la Indignada.
Harta de pintar menos que un pulpo manco en la vida de sus padres,
cogió el teléfono y les escribió el mismo mensaje a los dos, por separado por
supuesto.

Ada: Estoy en casa de la yaya. Bueno, ahora es mi casa. Gracias por tu
apoyo. Da gusto saber que puedes contar con la familia en los malos
momentos.

Levantó el dedo para darle a enviar, pero un instante antes de hacerlo, un
pellizco en la tripa le dijo que no lo hiciera. Borró el mensaje, suspiró y
agachó la cabeza, apoyando la frente en la hierba bordada.
8

Ada miró a su alrededor. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles,
envolviéndolo todo en una luz verdosa. Eran unos árboles muy raros,
altísimos y esbeltos.
—He vuelto a la isla —murmuró, frunciendo el ceño—. ¿Por dónde se
saldrá de aquí? Necesito encontrar el mar para poder volver nadando.
Echó a andar sin saber hacia dónde iba. A lo lejos se oía el ruido de
insectos, aves y algún que otro rugido amenazador. Al cabo de unos minutos
oyó un quejido.
—¡Au!
«Sea quien sea, parece humano; bueno, humana.»
Se dirigió hacia la voz y se encontró a una chica guapísima sentada en un
tronco, aguantándose un pie.
—Hola —la saludó.
—¡Hola! —la chica, que iba vestida solo con un bikini de punto la miró,
haciendo una mueca de dolor—. ¡Duele, duele, duele!
—¿Qué te pasa?
—Me he clavado una astilla. Ayúdame, por favor.
Ada se agachó a los pies de la chica, que tenía unas piernas kilométricas.
Enfocó el pie hacia arriba para que le diera la luz directamente, sacudió la
tierra y encontró la astilla. Atrapándola entre dos uñas, logró quitársela al
primer intento y se la mostró, satisfecha.
—¡Ah, qué alivio, muchas gracias!
—¿Te quedan más?
—Creo que no. Te debo una.
—¿No sabrás por dónde se sale de aquí? ¿Sabes hacia dónde queda el
mar?
—Te acompaño. Yo soy Pulcra, por cierto. Pulcra Garci, aunque puedes
llamarme Pul. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Ada.
—¡Qué nombre tan bonito! No como el mío, lo odio.
—Tu nombre es… original. Seguro que tiene una historia detrás.
—Pues sí, mis padres se conocieron en un supermercado discutiendo
para ver quién se llevaba la última botella de Pulco Limón —Pul puso cara de
fastidio, como si hubiera oído la historia cientos de veces—. Al final mi madre
y sus amigas fueron a casa de mi padre y sus amigos, unieron las dos fiestas en
una, luego unieron otras cosas…, bla, bla, bla.
Un rugido sonó entre los árboles, un poco más cerca que hacía un rato.
Ada se estremeció.
—¿Podemos darnos prisa? Esos rugidos me están poniendo nerviosa.
¿Falta mucho para llegar al mar?
—Mucho, poco… eso es relativo, como casi todo en la vida.
—Vaya, muy profundo. ¿Eres filósofa?
Pulcra se echó a reír.
—No, soy top model, y durante un tiempo fui miss. Me presenté a varios
certámenes y tenía preparadas varias respuestas como esta, para salir del paso.
A veces el jurado hace unas preguntas muy cabronas.
Ada asintió, miró por encima del hombro, sintiendo una presencia
amenazadora y cada vez más cercana.
—¿Qué haces por aquí? —le preguntó a la modelo, que iba descalza
igual que ella.
—Tenía rodaje fotográfico, pero el equipo entero me ha dejado plantada.
O eso, o no entendí bien el sitio. —Se encogió de hombros—. Me dijeron que
estuviera junto al árbol número veinte, pero claro, ¿número veinte a partir de
qué? —Suspiró y levantó los brazos—. ¡Todo es relativo! —Bajando la voz,
susurró—. Yo creo que lo hacen expresamente; quieren minarme la moral
porque mi padre es un famoso director de cine y mi madre era modelo. He
salido a mi madre, gracias a Dios, y no pueden soportar que sea tan guapa.
Necesitan creer que soy idiota. No, no es solo eso. Si solo fuera eso, podría
soportarlo, pero es que además necesitan que yo lo crea. Si me ven
acomplejada, con miedo a abrir la boca, pueden tolerar que sea guapa, pero
que tenga mis propias ideas… ¡Ah, no! Eso sí que no; hasta ahí podríamos
llegar. No lo entiendo. ¿Por qué no se dedicarán a conocerse a ellos mismos; a
mejorar como personas? Tendrían trabajo para toda la vida. Pues no, tienen
que meterse en la vida de los demás, a machacar al que destaca por algo.
—Estoy de acuerdo contigo en casi todo.
Pulcra la miró, curiosa.
—¿En qué no estás de acuerdo conmigo?
—Creo que llevas una filósofa dentro, aunque no lo sepas.
La modelo se echó a reír.
—Me gustas. —Levantó la mano para que le chocara los cinco y Ada lo
hizo—. ¿Y a ti qué te trae por aquí?
Ada no entendía qué hacía en la isla, así que, en vez de eso, le contó la
razón que la había llevado a mudarse al caserón de su abuela y le habló de la
decepción enorme que le había causado la reacción de buena parte de su
entorno.
—Para mi padre no existo y para mi madre soy un engorro, una astilla
en el talón. Para mi novio —«¡exnovio, joder, exnovio, acostúmbrate!»—…
para mi exnovio fui una escalera y como ya no le sirvo para trepar, me ha
tirado a la basura. Y el líder de mi partido, ese que tantas palmaditas en la
espalda me dio para convencerme de que me presentara a las elecciones
municipales… ¿Tú lo has visto? Yo tampoco.
Al volverse hacia Pulcra, que estaba negando con la cabeza, Ada notó
que el suelo temblaba y vio que los árboles se sacudían un instante antes de que
una monstruosa cabeza apareciera entre los esbeltos troncos. El horrible ser
que parecía venido de otro planeta abrió la boca y Ada creyó que estaba a
punto de convertirse en exconcejala a la brasa. Quería avisar a Pulcra; quería
huir, buscar un arma, lo que fuera, pero no pudo hacer nada: se había quedado
paralizada.
Por suerte, la modelo reaccionó mejor. La agarró del brazo y tiró de
ella.
—¡Corre!
Las dos chicas corrieron tan deprisa como pudieron por el terreno
irregular. A ratos se separaban para rodear árboles que crecían demasiado
juntos y no las dejaban pasar a la vez. Por suerte para ellas, el bosque era tan
frondoso que al monstruo le costaba avanzar, pero no podían seguir corriendo
eternamente.
—¡Pul, déjate de filosofías, por favor! —le rogó, jadeante, cuando
volvieron a encontrarse—. ¿Cuánto falta para llegar al mar?
—No tengo ni idea; nunca he visto el mar. No sé por qué dices que esto
es una isla. Es un bosque, y por más que lo recorro, nunca encuentro la salida.
Ada se quedó quieta, sin comprender. Cuando el monstruo soltó un ruido
impaciente a su espalda, reaccionó y echó a correr más deprisa.
«Prioridades, Ada», se dijo. «Si no te libras de este bicho, ¿qué más te da
no conocer la salida del bosque?»
Siguieron corriendo, pero esta vez Ada se obligó a buscar una solución.
Huir de los problemas era tentador, pero poco práctico.
—Pul, conoces bien el bosque, ¿verdad?
—Pufff, hasta a las setas las llamo por su nombre de pila.
—Bien. Tengo un plan. Necesitamos dos árboles que estén unidos por la
base pero que se separen al crecer, formando una uve.
—¿Quieres colgar una hamaca? —Pulcra tropezó, pero Ada la enderezó
y siguieron corriendo—. Entiendo que estés cansada, pero igual no es el mejor
momento…
Ada la miró frunciendo el ceño.
—No saques a pasear a Miss Pelo Bonito ahora; déjala donde estaba.
Necesito tu ayuda.
Pulcra sonrió.
—¿Somos un equipo? ¡Me encanta! ¿Cuál es el plan?
—¿Hay algún árbol como el que te he descrito por aquí cerca?
—Sí, hay varios. Si seguimos recto, encontraremos uno en unos cinco
minutos.
Ada inspiró hondo sin dejar de correr. Por suerte el monstruo no era
demasiado ágil y las seguía, pero sin ganar terreno.
—Cuando lleguemos a los árboles, me detendré en el pico de la uve,
para que el monstruo no los rodee. Cuando se acerque, me apartaré para que
me siga y se le queden encalladas las patas o ese culo gordo que tiene.
—¡Bien pensado! ¿Seguro que no eres modelo-filósofa? Tienes
recursos.
—Ya me felicitarás luego, si funciona. Por si no lo logramos, me ha
encantado conocerte y correr a tu lado, Pul.
—Sí, ha sido breve pero intenso. —La preciosa rubia le guiñó el ojo. Al
cabo de un par de minutos, señaló al frente—. Allí, eso es lo que querías, ¿no?
Efectivamente, entre los troncos que crecían verticales, Ada distinguió
dos árboles que iniciaban su trayecto vital unidos pero que se separaban poco
después, como las historias de dos amantes en tiempo de guerra.
—¡Sí, es perfecto! Pasa tú delante, salta entre los troncos. ¡Yo te sigo!
Con la adrenalina recorriéndole las venas, Ada subió de un brinco al
lugar donde los dos árboles gemelos se bifurcaban, formando lo que parecía
la base de un enorme tirachinas, y volvió la cara hacia el horrible alien
verdoso de ojos saltones. El ser hizo una mueca que a ella le pareció una
sonrisa burlona y se acercó a ella. Ada saltó por el otro lado y siguió
corriendo hacia Pulcra, que se había detenido unos metros más allá. A Ada le
resultaba curiosa la actitud de la modelo. No parecía asustada; más bien
parecía que estuviera haciendo una sesión de running matutino por Central
Park.
Tal como había esperado, el monstruo la siguió. Metió las patas
delanteras y la cabeza por el hueco pero se quedó encallado y no pudo salir.
—¡Sí! —exclamó Ada, volviéndose hacia Pulcra y dándole un abrazo. La
modelo se lo devolvió, y juntas saltaron arriba y abajo dando vueltas como
niñas en el patio del colegio—. Bufff, qué alivio. ¿Cómo es que estabas tan
tranquila?
La modelo se encogió de hombros.
—Una se acostumbra a todo, hasta a convivir con los peores monstruos.
—Pasándole un brazo por encima del hombro, animó a Ada a mirar al gigante
varado—. Mira, ahora empieza lo feo.
Ada ladeó la cabeza, sin entender, pero Pulcra insistió, señalando hacia el
monstruo con la barbilla.
Al volverse hacia él, vio que la cabeza del bicho empezaba a
desenroscarse. Dio varias vueltas completas y cuando llegó al final del tornillo
que la sujetaba al cuerpo, cayó al suelo, dejando a la vista una nueva cabeza, de
rasgos armoniosos pero, para ella, mucho más terrorífica.
—Hola, hija —dijo Irma, mirándola con dureza.
Ada empezó a temblar. Se soltó de Pulcra y dio tres pasos hacia atrás,
hasta chocar con un árbol.
—¿Pero qué… —No pudo acabar la frase. Temblaba como una hoja. Si
no se hubiera apoyado en el árbol, las piernas no la habrían sostenido y habría
acabado en el suelo
—Anda que menudas pintas me llevas —fueron las primera palabras de
su madre, a la que hacía meses que no veía.
Ada se miró. Iba vestida con la camiseta con la que había dormido.
Debajo llevaba unas bragas cómodas y nada más, pero así y todo, su aspecto
era mil veces mejor que el de su madre. Por muy perfecta que llevara la
melena, ¡seguía teniendo cuerpo de insecto!
—¿Tú te has visto? —replicó, a la defensiva, aunque no pudo evitar
sentirse inadecuada. Su madre siempre le causaba ese efecto. Por mucho que
Ada se esforzara por arreglarse, poniéndose ropa bonita y peinándose con más
esmero del habitual, la reacción de su madre siempre era la burla y el escarnio.
—No me cambies de tema; estamos hablando de ti. Estaba esperando a
que me llamaras para pedirme perdón, pero ya veo que sigues siendo la misma
niña consentida y empecinada de siempre.
Como solía pasarle, a la sensación de miedo y de no ser suficiente para
su madre, se unió el enfado. Tenía que pararle los pies antes de que la metiera
en la batidora junto a sus palabras hirientes y le diera al botón.
—¿Ah, sí? ¿Y puede saberse por qué tendría que pedirte perdón? No he
hecho nada malo.
El ser con cuerpo de cigarra y cabeza de dirigente liberal sacudió la
cabeza y alzó una pata con elegancia.
—Adela, Adela, esas no son maneras de hablarle a tu madre. Si yo les
hubiera hablado así a mis padres, me habrían dado una bofetada.
—Así, ¿cómo? ¿Con sinceridad?
—¡Descarada!
—Que tus padres te trataran de manera injusta no quiere decir que tú
tengas que hacer lo mismo conmigo, mamá. Yo también esperaba que me
llamaras para preguntarme cómo estaba.
—Ya sé cómo estás: mal, escondida en ese horrible caserón, muerta de
vergüenza por haberte equivocado. Yo también fui joven y pasé por eso, pero
supe reconocer mis errores y volver al buen camino.
Las palabras de su madre fueron como una bofetada.
—¿Tus errores? Eso somos mi padre y yo para ti, ¿no? Tus errores de
juventud.
Por el rabillo del ojo, Ada vio que Pulcra hacía una mueca de
solidaridad.
—Adela, hija, llevo mucho tiempo esperando este momento. No quiero
que seamos enemigas. Quiero que aceptes lo que eres con orgullo. Eres una
Camarga; eso es un gran privilegio, pero los privilegios tienen su precio. El
nombre es más importante que las personas porque estaba aquí antes que
nosotras y seguirá aquí cuando nosotras ya no estemos. Es un nombre que han
llevado grandes hombres antes que nosotras.
—¿Hombres? Pues yo no pinto nada ahí.
—No seas insolente. Las mujeres antes no tenían vida pública. Nosotras
somos doblemente privilegiadas porque venimos de la estirpe de los Camarga
pero además somos mujeres del siglo XXI, estamos preparadas y somos
ambiciosas: el mundo es nuestro, está esperando a que lo conquistemos. Tú y
yo juntas, Adela, seríamos invencibles. Yo aportaría la experiencia y tú la
modernidad.
—¿De qué estás hablando? —Ada no entendía nada—. ¿Qué estás
maquinando, mamá?
Su madre se frotó las patas delanteras en un gesto que a Ada le recordó
al señor Burns, de Los Simpson.
—La próxima legislatura es nuestra. La gente está harta de los políticos
de siempre. Quieren cambios, pero no a cualquier precio. La gente es sensata y
no le gustan los experimentos. Es nuestro momento. Los hombres nos han
apartado de los cargos importantes porque saben que, si conseguimos el
poder, el pueblo se dará cuenta de que las mujeres les damos tres vueltas en
todo. Pero, aunque se resistan, lo estamos logrando. Mira a Hillary, a Merkel, a
Christine Lagarde. Hasta las alcaldesas de Madrid y de Barcelona son mujeres;
mujeres con absurdas ideas izquierdosas, pero mujeres.
Ada puso los ojos en blanco.
—Tan absurdas no serán sus ideas si la gente las ha votado.
Irma sacudió la cabeza, para echar la melena hacia atrás sobre sus
estrechos hombros de insecto.
—Vuelve a casa, Adela. La familia te abrirá sus puertas si les pides
disculpas y aceptas un par de cosillas sin importancia.
Ada sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¿Un par de cosillas? —repitió.
—Sí, tu nombre ahora mismo está enfangado, pero hay pocas cosas que
el dinero no pueda limpiar. Tendrás que dar una rueda de prensa. Mi gabinete
te preparará el discurso. Tendrás que acusar a los dirigentes de tu partido,
decir que Julio Salvador estaba al corriente de todo. Y tu novio también.
—Pe… pero eso no es verdad.
—Ay, niña, te queda tanto por aprender. La verdad no es ni deja de ser; la
verdad se fabrica.
Ada resopló. Las conversaciones con su madre nunca llegaban a buen
puerto.
—Mamá, no entiendo qué pretendes. Yo no pinto nada en tus proyectos.
—Twitter, nena, esa red infernal. Te necesito para que lleves mi cuenta.
Cada vez que digo algo, salen mil listillos haciendo memos.
Ada y Pulcra se aguantaron la risa.
—Memes. Se llaman memes.
—¡Memeces, eso es lo que son!
—Pues si son memeces, ¿para qué me necesitas? Pasa de ellos.
—Si quiero ser la nueva presidenta del gobierno, necesito llegar a todas
las edades. Donald me ha dicho que me ponga las pilas.
—¿El pato?
La cigarra chasqueó la lengua.
—Trump. Necesito el voto joven y, sin ese Twitter del demonio, está
difícil. Tú sabes de eso. Te mueves por ahí como pez en el agua.
—Mamá, Twitter es una herramienta, cualquiera puede usarla. Lo
importante es lo que haces con ella; lo que dices. Y yo no voy a usar mi Twitter
para difundir tus ideas porque, por si aún no te has dado cuenta, ¡tus ideas y las
mías no pueden ser más distintas!
—¿No vas a ayudar a tu madre cuando más lo necesita?
—¡Tú no me necesitas para nada! ¡Tú lo que necesitas es un Community
Manager!
—¡Eres una desagradecida, Adela, una mala hija! ¡Te corre mala sangre
por las venas!
Ada estaba a punto de defender a la familia de su padre y de su abuela,
tan digna de respeto como cualquier otra familia del mundo, pero no le dio
tiempo porque, en ese momento, una sombra se cernió sobre la cigarra Irma.
Ada alzó la cara y vio horrorizada como un gigantesco dragón se abalanzaba
sobre su madre, haciéndola parecer diminuta. Abrió una boca enorme y se la
zampó de un bocado. Las patas traseras de la cigarra-política seguían
moviéndose en el aire mientras el dragón la miraba fijamente.
—¡Mamá! —Sin pensárselo dos veces, Ada rodeó el árbol y se subió al
dragón por la cola, intentando llegar a su boca para obligarlo a que la abriera
y soltara a Irma.
—¿Qué haces? Baja de ahí, vámonos —gritó Pulcra—. No era tu madre;
era una cigarra comeautoestima, abundan por aquí. Tocan mucho las narices,
pero no son peligrosas. Lo mejor es ignorarlas.
Ada apenas la escuchaba. Había entrado en modo protector y cuando se
le activaba, nada podía pararla. No sentía miedo porque ella dejaba de ser el
centro de su universo. Lo importante eran los desahuciados, los necesitados,
cualquiera que necesitara su protección. Y en esos momentos, su madre —o el
trocito de su madre que había en ese monstruoso insecto— la necesitaba
desesperadamente.
Cuando estaba a punto de alcanzar el tronco del dragón, Ada sintió que el
suelo se abría bajo sus pies y caía al vacío.
—¡Aaah!
Desde el suelo, miró a su alrededor. El cuerpo del dragón le quedaba a
un lado, como una pared alta y resbaladiza, imposible de escalar. Del otro lado
estaba la cola, que se había separado del cuerpo y se sacudía enérgicamente.
—Sal de ahí —le gritó Pulcra—. Te puede cortar con las escamas.
Además, está a punto de…
No le dio tiempo a acabar porque del lugar que había ocupado la cola
empezó a brotar una nueva.
Ada estaba aterrorizada. La nueva cola era bífida, dividida en dos como
la lengua de una serpiente, y crecía tan rápidamente que amenazaba con
convertirla en brocheta de exconcejala.
Pulcra volvió a salvar los muebles. Se acercó a Ada por la espalda y tiró
de ella, alejándola de la nueva y doblemente peligrosa cola del dragón.
—Te… tengo que ayudar a mi madre —protestó Ada, con la voz
entrecortada.
—No es tu madre, de verdad —susurró Pul, pero Ada no la escuchó.
Tomó una de las puntas de la cola y tiró con fuerza, para distraer al
dragón y que soltara a su madre.
Las dos nuevas colas se soltaron al notar el contacto y bailotearon
alrededor de las dos chicas como si fueran peces recién pescados.
—¡Mierda! Empieza el show —refunfuñó Pulcra—. ¡Vamos, sal de ahí!
—La modelo la agarró y tiró de Ada hasta llegar a uno de los troncos—. Sube
o nos van a rebanar los tobillos.
Ada trepó y al cabo de un momento Pulcra la siguió, escalando el tronco
vecino con la agilidad de una acróbata. Al bajar la vista al suelo, Ada alucinó
con el espectáculo. Las colas no paraban de dividirse, cada vez más deprisa,
haciendo un "pop" cada vez que aparecía una nueva pareja. Y cuando
alcanzaban un cierto tamaño, empezaban a hablar con una voz aguda y
molesta, como el chirrido de las ruedas de un tren sobre las vías.
—¡Pija! —gritaba una.
—¡Culo gordo!
—¡Greñuda!
—¡Niña de mamá!
—¡Hipócrita!
—¡Puta!
—¡Choriza!
—¡Malfollada!
Ada miró a Pulcra, que le devolvió una mirada preocupada al ver que a
su nueva amiga se le aflojaban los brazos y las piernas por el linchamiento que
estaba recibiendo.
—¡Aguanta! ¡No te rindas! —la animó.
Los insultos se repetían una y otra vez, como en bucle. Una vez Ada trató
de hablar con las colas en forma de lengua bífida, pero solo sirvió para que se
multiplicaran a más velocidad y gritaran más fuerte.
Ada perdió la noción del tiempo; no supo si pasaban minutos u horas.
Los brazos y las piernas le quemaban por el esfuerzo.
—No puedo más, me voy a soltar.
Pulcra miró a su izquierda y se volvió hacia su amiga con una sonrisa.
—¡Sí puedes! Aguanta. Ya casi han terminado.
Ada miró hacia el punto del bosque que había llamado la atención de
Pulcra y, al principio, no vio nada, pero poco después distinguió una sombra
oscura que se arrastraba a ras de suelo.
—¿Qué es eso, Pul? —preguntó alarmada.
—Son las arañas. Son unas cabronas, pero si te quedas muy quieta y no
nos ven, acabarán con la hidra en un momento.
—La… ¿la hidra? Pensaba que era un dragón. Además, a este bicho le
crecen colas. ¿A la hidra no le crecían cabezas?
Pulcra puso los ojos en blanco.
—Cabezas, colas… ¿qué más da? No te pongas literal, Ada, pensaba que
tenías más imaginación. No, es la hidra-lagartija del linchamiento, verde como
la envidia. Se ha hecho dueña y señora de las redes sociales y se alimenta de
retuits, de pantallazos, de comentarios hirientes. Cada comentario que hace
corta como una katana. Cuando pilla a alguien desprevenido no para hasta
convertirlo en carne picada.
Ada sintió que se le erizaba la piel de todo el cuerpo al ver la negra nube
de arañas que pasaba bajo sus pies en dirección a la hidra-lagartija y sus colas.
Esta hacía ya tiempo que había acabado de tragarse a la cigarra
comeautoestimas. Ada esperaba que su nueva amiga no la estuviera engañando
y que fuera verdad que su madre no estaba en la tripa de aquel bicho. Y aunque
no era fan de las cigarras ni de las lagartijas gigantes, ninguno de esos seres le
causaban el pavor que le provocaban las arañas. Pensar en sus patas peludas
ascendiendo por sus piernas le dio tanta grima que ascendió un par de palmos
más por el tronco.
—¡Estate quieta! —susurró Pulcra, alarmada.
Ada cerró los ojos y se abrazó con fuerza al tronco, que era liso como
un alto abedul de la taiga rusa, sin ninguna rama en la que apoyar los pies.
Las arañas llegaron a las colas y empezaron a rodearlas por todas partes.
Aunque la hidra trató de defenderse de ellas a mordiscos, eran demasiado
pequeñas e insidiosas y se le escapaban.
Pronto esa zona del bosque cambió el verde por el negro y poco después
por el blanco, cuando todas las arañas empezaron a tejer su tela al mismo
tiempo. La repulsión que le daban las arañas solo era superada por el asco que
le daban las telarañas, desde que un día una se le había pegado en la cara
cuando subió al desván de su abuela siendo niña. Al cabo de unos minutos,
tanto la hidra como las colas se habían convertido en una especie de capullos
de seda de todos los tamaños.
—¿Está… muerta?
—¿Quién?
—La hidra.
Pulcra negó con la cabeza.
—No, paralizada.
—¿Son arañas venenosas?
Pul suspiró.
—Sí y no.
Ada alzó una ceja, preguntándose si su amiga tendría antepasados
gallegos.
—Son las arañas del miedo —le aclaró Pulcra—. No tienen veneno, pero
nos provocan un miedo tan grande que nos envenenamos nosotros mismos.
Nos envuelven con su tela, en la que tejen palabras como «fracaso», «ridículo»
o «compromiso» y acabamos paralizados. Son el monstruo más peligroso con
el que convivimos. Nunca podemos librarnos de él porque vive dentro de
nosotros.
—Quedamos convertidos en un capullo, como Frodo atrapado por Ella
la Araña —murmuró Ada.
—¿Quién es ese Frodo? ¿Es modelo de pasarela, de fotografía?
—No, es… viajante de joyería —respondió Ada, con una sonrisa
irónica—, aunque como modelo de pies para tallas grandes podría ganarse la
vida.
La charla con Pulcra hizo que se relajara. Sus músculos cansados no
aguantaron más y cayó deslizándose por el esbelto tronco. Trató de no gritar
para no atraer la atención de las arañas. Al llegar al suelo, apoyó la espalda en
el árbol y encogió las piernas.
Las arañas notaron su presencia y, como si fueran un solo cuerpo
formado por multitud de células, se dirigieron hacia ella, como una mancha de
chapapote animado.
Ada trató de levantarse pero las piernas no le respondieron; el miedo
había empezado ya a paralizarla.
Las arañas avanzaban rápidamente, saltando y pisándose unas a otras.
Ada oyó un zumbido, pero no supo si eran las arañas o su cabeza. Tal
vez estaba a punto de desmayarse.
«¡Reacciona, no te rindas ahora! ¡Levántate y corre!»
Se agarró al tronco y empezó a levantarse sobre las piernas
temblorosas, pero una nube de arañas que no había visto la alcanzó por detrás
y empezó a subirle por los pies.
Soltó un grito aterrorizado al notar los primeros mordiscos.
Pulcra bajó de su árbol.
—¡Vete! —gritó Ada—. ¡Sálvate tú! ¡Corre!
La modelo metió la mano en un hueco del tronco y sacó una botella de
ratafía, igual que la que usaba Feli, pero mucho más pequeña.
—¡Toma, bébete esto!
—El alcohol no es la solución a los problemas —replicó Ada,
pensando en Millán.
—¡Déjate de frases hechas y bebe, que esto no es la final de Miss
Universo!
Con las manos temblorosas, Ada le quitó el tapón a la botellita de
ratafía y la vació de un trago. Tal vez crecería de golpe como Alicia en el país
de las maravillas y podría acabar con las arañas de un pisotón.
Pero no creció. Instantes después de tragarse el licor, notó que se hacía
diminuta; tan diminuta que fue a parar sobre una bola de semillas de diente de
león y empezó a elevarse.
Al pasar frente a Pulcra, la modelo atrapó la bola de semillas entre sus
manos con delicadeza.
—¿Has probado a usar migas de pan para encontrar la salida del
bosque? —le propuso Ada, que no sabía cómo agradecerle todo lo que había
hecho por ella.
—¿Para ir adónde? —replicó Pulcra, encogiéndose de hombros.
Además, aunque nos llamemos igual, Pulgarcito y yo no somos familia. De
hecho, me puso una demanda por apropiación indebida de nombre, el muy
capullo. Si le copio lo de las migas, no sé qué haría.
«Y yo que pensaba que las cosas no podían ponerse más surrealistas»,
se dijo Ada.
—¿Compartes nombre con Pulgarcito?
Pulcra resopló por una de las comisuras de los labios.
—Sí, hija mía, cosas de mi agente. Lo de Pul Garci le pareció poco
glamuroso y me lanzó al mundo de la moda como Pulgarcita.
—¡Pero si eres muy alta!
—Alta, baja, gorda, delgada, grande, pequeña… —se encogió de
hombros—. En la caja de botones los hay de todos los tamaños y ninguno es
mejor que otro.
—Lo importante es encontrar el botón adecuado para cada ocasión —
murmuró Ada.
—Bien, veo que lo has entendido, pequeña saltamontes.
Al oír la palabra saltamontes, Ada se acordó del destino de su madre y
se sobresaltó. Pulgarcita abrió las manos y ella salió volando cada vez más
alto, dejando a sus pies el bosque y sus extraños habitantes. Al llegar a la altura
de las primeras nubes, se dio cuenta de que lo que había tomado por un bosque
era en realidad una enorme extensión de hierba.
Y de entre las briznas le llegó la voz de Pulgarcita:
—Eres grande, Ada, eres muy grande. No dejes que nadie te convenza
de lo contrario.
Al inclinarse buscando a su amiga entre la hierba, se desequilibró y
cayó de nuevo hacia el suelo.
Sobresaltada, levantó la cabeza de las rodillas, ahogando un grito. Miró
a su alrededor. No había nubes, ni bosques, ni hierba, ni modelos filósofas, ni
insectos con cabeza atornillada. Estaba en su habitación, en la casa de la yaya
Aurora. Soltó el aire por la boca lentamente, aliviada.
Al bajar la vista hacia las sábanas, miró con otros ojos el
aparentemente sencillo bordado de hierba.
«Y yo que pretendía dormir tranquila esta noche.»
La franja decorativa del embozo estaba bordada con hierba verde desde
un extremo hasta el otro. Le vino a la mente una imagen de su abuela,
animándola a bordar a su lado.
«Es muy aburrido, yaya. Prefiero ir a jugar.»
Las cosas habían cambiado. Bordar ya no le parecía aburrido, pero no
tenía ni idea de cómo se hacía. Sintió unas ganas enormes de aprender para
ayudar a Pulgarcita a salir del bosque de hierba.
—¡Aguanta, amiga! Te sacaré de ahí —le prometió—. Aprenderé a
bordar y luego… ¡no sé qué bordaré, pero aguanta. Algo se me ocurrirá!

9

Ada dejó las sábanas sobre la cama y, al mirar el móvil, vio que tenía varios
mensajes de sus amigas, recordándole que se verían pronto.
«¡No, si al final llegarán y aún no habré preparado nada!»
Desayunó en la cocina y bajó a Soñada a comprar. Al entrar en la tienda
situada frente al ayuntamiento —que no tenía cartel ni nada que la señalizara
como comercio, ya que los habitantes de la zona la conocían de toda la vida—
vio a una anciana sentada en un rincón, con las piernas tapadas por una manta
de cuadros.
Al verla, Ada le dirigió una sonrisa, pero la anciana le devolvió una
mirada tan glacial que la sonrisa se le congeló en la cara y notó que el frío le
penetraba en el cuerpo, amenazando con helarle el corazón.
Agachó la cabeza para romper el contacto visual, cogió un cesto de
plástico rojo y empezó a llenarlo con las cosas que necesitaba, básicamente
comestibles.
—¡Nenaaaaa! —gritó la anciana, con tanto ímpetu que Ada se sobresaltó.
—¿Qué pasa, mama?
—Bajaaaa, que hay clientes.
Tere, la hija de Teresa, bajó refunfuñando la escalera que comunicaba el
local con el piso donde vivían los tenderos.
—Ya vaaaa —dijo. Al ver a Ada, hizo una mueca de disgusto—. Ah, eres
tú otra vez. Pensaba que ya habrías vuelto a la ciudad, que te habrías aburrido
de esta vida.
«Caramba, es digna hija de su madre; ha heredado su don de gentes, pero
vamos, después de pasar un rato en el bosque de Pulgarcita estos monstruos ya
no me dan ningún miedo.»
—Pues no, me temo que vais a tener que aguantarme un poco más.
Tere se encogió de hombros.
—Tú sabrás, anda que si yo pudiera, me largaba bien lejos de aquí. —La
anciana refunfuñó—. ¡Calla, mama, que no callas ni un momento! ¡Qué harta
me tienes!
Ada, que estaba eligiendo peras y guardándolas en una bolsa de plástico,
se sobresaltó otra vez por la agresividad de la joven con su madre. Irma y ella
discutían mucho, pero nunca en público. Era algo sagrado; los trapos sucios se
lavaban en casa y Ada se dio cuenta de que, aunque pensara que era muy
distinta a su madre, lo había integrado a su modo de actuar. ¿Cuántas cosas
más habría mamado sin darse cuenta? ¿Tendría razón su madre, harían buen
equipo juntas?
Ada sacudió la cabeza. Había estado a punto de llamarla para asegurarse
de que seguía teniendo la cabeza sobre los hombros, pero al final se había
conformado con mirar su WhatsApp. Al ver que se había conectado por última
vez hacía cinco minutos, se dio por satisfecha.
Mientras Tere hija le pesaba la fruta, un chico entró ruidosamente en la
tienda.
—¡Ya era hora! —le gritaron las dos mujeres en estéreo, haciendo que
Ada, que estaba entre las dos, pegara un brinco—. ¿Dónde te habías metido,
Ramón? —preguntó la joven—. No se tardan dos horas en ir a buscar patatas y
cebollas al almacén.
Ramón, el hermano mayor de Tere, dejó las tres cajas apiladas junto a la
fruta.
—No te quejes, bruja, que también he traído pimientos.
—Ah, pues espera —le dijo Ada a Tere, que estaba acabando de cobrarle
—, me llevaré un poco de cada para hacerlos a la leña.
Mientras Ada se agachaba para elegir las hortalizas, Ramón le pegó un
buen repaso a la retaguardia.
—¿No tendréis bolsas de papel? Es por no gastar tanto plástico. —Al
volverse, pilló al chico en plena inspección. Se incorporó y le ofreció la mano
—. Hola, soy Ada —se presentó, con una sonrisa irónica—. Por si te interesa
quedarte también con mi nombre y con mi cara.
—No tenemos bolsas de papel, ni cestos de mimbre, ni de fibra de coco
—respondió Tere, resoplando—. El plástico es más práctico. Porque ahora en
la ciudad os haya dado a todos por llevar camisas de leñador, vestiditos
floreados, bicicletas y cestos de mimbre hasta para ir a la oficina, no nos
vengáis a tocar las narices.
Ada miró a su alrededor. Aunque estaba muy desordenada y mal
iluminada, la tienda era muy grande y aunque los dueños no veían la necesidad
de hacer reformas —ni de tratar a los clientes con educación ya que no tenían
competencia—, tenía posibilidades.
—Pues ahora que lo dices, si la renovarais, usando materiales naturales y
ofreciendo productos locales, podríais atraer a más clientela. Lo veo, un cartel
de madera en la puerta, una web…
—¡Chorradas! —exclamó la anciana Teresa—. ¡La tienda siempre ha
estado así y así se quedará!
Ada se volvió hacia ella y se estremeció. Había algo en ella que no le
cuadraba. La recordaba de cuando venía a comprar con su abuela. Debía de
tener la edad de Aurora, más o menos, pero aparentaba ser mucho mayor. La
anciana se alteró tanto que acabó ahogándose y llevándose la mano al pecho.
—Ya lo has oído. —Tere se encogió de hombros—. Propongas lo que
propongas, esa va a ser la respuesta. Pero si tanto te interesa el tema, hazlo tú
misma —Tere se acercó a su madre y le lanzó el Ventolín sobre el regazo—.
¿Qué dices, madre? ¿Le vendemos la tienda a la nieta de Aurora? Con lo que
nos den, te metemos en una residencia y Ramón y yo nos podemos largar de
este culo de mundo.
—¡Calla, idiota, que estamos de alquiler! —La anciana miró a su hija con
odio y trató de pegarla, pero la joven se apartó con agilidad.
—¿Eres la nieta de Aurora? —preguntó Ramón, súbitamente interesado
—. Yo te cobro.
Cuando Ada estaba a punto de coger las dos bolsas de plástico para
marcharse, él se adelantó.
—Ya te las llevo —dijo, guiñándole el ojo—; servicio completo.
—No te molestes, puedo llevarlas perfectamente.
—No es ninguna molestia —insistió Ramón—. En realidad es una
excusa, estoy harto de esta tienducha. Y no suelen venir muchas chicas guapas
por aquí. Pensaba que estabas de paso, pero ya que vamos a ser vecinos…
—Ya. —Ada sintió que le clavaba el cartel de «Carne Fresca» en la frente
cada vez que la miraba.
—¿Has venido a desconectar de la ciudad o piensas quedarte por aquí
una temporada?
Ada comprobó satisfecha que no todo el mundo estaba al corriente de su
situación. Sería agradable estar con alguien que no la juzgara ni la mirara con
pena para variar.
—Estaré por aquí una temporada.
Al llegar al coche, abrió el capó y él dejó las bolsas dentro. Sin perder
comba, le dijo:
—Anota mi teléfono. Nunca se sabe qué te puede hacer falta a media
noche. Estás muy aislada en ese caserón y una mujer como tú no debería estar
sola. Si necesitas algo, a cualquier hora del día… o de la noche —apoyó un
brazo en el coche, por encima del hombro de Ada, encajonándola— no tienes
más que llamarme y te lo llevaré encantado.
—Caramba, servicio 24 horas —replicó ella, con ironía. Estaba a punto
de darle un empujón en el pecho para apartarlo cuando vio que una furgoneta
aparcaba a su lado.
—Joder, qué oportuno —murmuró Ramón.
La puerta de la furgoneta se abrió y el ambiente se cargó
instantáneamente de electricidad. Millán salió del coche y los miró con fingida
indiferencia.
—Hola —lo saludó Ada—, precisamente contigo quería hablar. ¿Tienes
un momento?
—No —respondió él, dirigiéndose a la entrada de la tienda—. Tengo
prisa.
Ada, que había pensado disculparse por su falta de tacto del otro día, se
sintió rechazada y humillada sin razón. Recordó las palabras de Pulgarcita y se
enfureció. Estaba harta de insectos castradores, por muy guapos que fueran.
No pensaba dejarse pisar por nadie ni aceptar que la hicieran sentir el botón
más pequeño de la caja.
—Claro, Ramón —dijo en voz alta—, dame tu teléfono. Te apunto mi
móvil para que me llames cuando quieras.
Ramón no se lo hizo repetir. Ada tecleó su número rápidamente y abrió
la puerta del coche.
—Te llamaré, no lo dudes —le aseguró el hijo de Teresa.
Millán se detuvo un instante ante la puerta y se volvió bruscamente.
—Pasaré esta tarde a limpiar los cristales.
Ada cada vez entendía menos la actitud de aquel hombre. Pero ¿de qué
iba?
—Será si me va bien, ¿no?
—Haz que te vaya bien. Mañana empiezan los trabajos de mantenimiento
de la línea de alta tensión. Estaré una temporada sin poder ocuparme de nada
más.
Ada se debatió entre el impulso de mandarlo a la mierda y las ganas de
poder ver el mar desde la casa. Abrió la boca furiosa, pero una imagen de su
infancia, desayunando leche y tostadas junto a su abuela en una mesita frente a
los ventanales, con el canto de los pájaros mezclado con el batir de las olas en
la orilla, se la hizo cerrar.
—Está bien.
Millán se despidió con un seco golpe de cabeza y entró en la tienda,
donde Tere lo recibió con una exclamación de alegría.
Al mirar a Ramón para despedirse, Ada captó la mirada asesina que
estaba dirigiendo hacia la puerta. Al darse cuenta de que ella lo miraba, intentó
sonreír pero el resultado fue una mueca.
—Hay tipos que no saben cómo tratar a las mujeres. No le hagas caso, es
un amargado. Te llamaré y te demostraré que no todos los hombres de la
comarca somos así.
—Claro, tranquilo.
Ada arrancó el coche y se alejó de allí. Dos hombres acababan de entrar
en su vida, pero no era eso lo que le pedía el cuerpo en aquel momento. Por
suerte, su tratamiento contra la tristeza estaba a punto de llegar.
10

—¡Churriiiiiiiiii! —gritó Belén por la ventanilla, mientras Ángela aparcaba el
coche de cualquier manera—. ¡Por fin! ¡La semana se me ha hecho eterna!
Pensaba que no iba a llegar nunca el viernes.
Ada se acercó al coche y abrazó a la morena de pelo rizado por la
ventanilla.
—Espera que bajo y te achucho en condiciones.
Mientras Ada y Belén se abrazaban frente a la casa, Ángela bajó
corriendo y se unió al abrazo.
—Ya os vale, anda que esperáis.
Ada se separó de Belén para darle un abrazo en exclusiva a la dulce
Ángela y, por segunda vez en un minuto, sintió que sus reservas de energía se
recargaban rápidamente.
—¡Qué alegría veros! —exclamó Ada—. Así puedo imaginarme que
estamos de vacaciones y no en el exilio.
Las amigas la miraron preocupada.
—¿Cómo lo llevas? —preguntó Ángela.
—Pues mucho mejor que hace dos días —respondió, dándose cuenta de
que no tenía que mentir para tranquilizarlas; era la pura verdad—. Esta tierra
tiene algo que atrapa. ¿Será el aire de mar? Venga, os ayudo con las bolsas. Os
estaba esperando para merendar.
—¡Sí! ¡A la mierda la dieta! —exclamó Belén, con sentimiento—. Quiero
decir… si mi amiga necesita tomar dulces para recuperarse del disgusto, yo la
acompaño. Ya sabes, por mis amigas… ¡MA…TO!
Dejaron las bolsas junto a la escalera, pero no se molestaron en subir
porque las tres tenían las prioridades muy claras, y merendar pasaba por
delante de deshacer maletas.
Las amigas se conocían desde la universidad. Actualmente Ángela estaba
al cargo del gabinete de prensa del ayuntamiento donde Ada había entrado a
trabajar como concejala tras las últimas elecciones.
Belén había optado por el marketing y trabajaba en una empresa de
ofertas por internet, vendiendo a la gente esas cosas imprescindibles sin las
que no podían vivir, aunque ellos aún no fueran conscientes de que las
necesitaban.
Mientras mojaban las pastas en la bebida caliente —Ada en su té con
leche, Belén en el café con leche y Ángela en la leche con cacao—
intercambiaron las últimas novedades.
—Fifty-fifty, diría yo —respondió Ángela, jugueteando nerviosa con un
mechón de su melena castaña cuando Ada le preguntó cuántos en el
ayuntamiento creían que era culpable.
—¿La mitad? Vaya, casi no me atrevo ni a preguntártelo. ¿Entre esa
mitad están los de mi partido?
Ángela dio un sorbo al cacao para ganar tiempo.
—De todo hay —admitió al fin.
Ada soltó el aire con los labios apretados. Si ni siquiera los que la
conocían personalmente confiaban en su honestidad, ¿qué posibilidades tenía
de convencer a la gente que no la conocía de nada?
Con una mirada lastimera en dirección a las pastas que quedaban en el
plato, Belén se levantó y fue a buscar una de las bolsas. Su misión ese fin de
semana era distraer a su amiga; hacer que no pensara en nada que tuviera que
ver con la política.
—¡Mira! —exclamó, sacando un bikini de la bolsa—. ¿A que es divino
de la muerte?
—Eh, que eso es de parte de las dos —protestó Ángela, uniéndose a la
estrategia de distracción de Belén—. ¡No te pongas todas las medallas!
—Este de los floripondios de colores lo elegí yo. Tú elegiste ese, el de
ganchillo color crema… ¡Qué cosa más sosa, por favor! Si me recuerda a los
pañitos que ponía mi abuela encima de la tele.
Ada se echó hacia atrás, riendo ante los esfuerzos de sus amigas por
distraerla. No la engañaban porque las conocía perfectamente y sabía cuándo
estaban actuando, pero lo agradecía igualmente. Teniéndolas a su lado se sentía
capaz de enfrentarse a cualquiera, hasta a erizos malcarados con ojos grises y
cuerpos de infarto que deberían estar prohibidos por la ley.
—¿Y esa cara? —A Ángela no se le escapaba nada.
—De alegría, por veros.
—¡Ja! Sé que nos adoras, pero en esa mirada había algo más… Tú
estabas pensando en un tío, ¡no lo niegues!
Ada suspiró. Millán probablemente estaría a punto de llegar. No tenía
sentido ocultárselo a sus amigas, lo descubrirían todo antes o después.
—¡Suéltalo ya! —la animó Belén—. ¿Cómo se llama?
—Millán, ¡pero deberían llamarlo Erizo o Alfiletero!
—Mmm —Belén se mordió el labio inferior—. ¿Es de esos de barba
cerrada que te dejan los muslos como si te hubieran pasado papel de lija? Me
encantan.
—No es por la barba, es por lo que suelta por la boca cada vez que la
abre. ¡Qué tío tan arisco!
Ada les contó quién era y los horribles encuentros que habían tenido
desde que llegó.
—Pues sí, Alfiletero le viene al pelo, Alfi para los amigos —comentó
Ángela—. ¡Qué lástima que todos los tíos buenos sean unos creídos o estén
como una cabra!
Ada sintió una punzada de culpabilidad por no haberles contado la
historia de la muerte de su esposa, pero quería disfrutar un rato más del apoyo
y la solidaridad de sus amigas; ya habría tiempo.
En ese momento, sonó el timbre.
—¿Esperas a alguien? —Belén ladeó la cabeza.
Ada hizo una mueca.
—Al Alfiletero.
Las dos amigas se cubrieron la boca con las manos para ahogar gritos
de entusiasmo.
—¡Habéis quedado, perri, y no nos habías dicho nada!
—Viene a quitarme el polvo.
—Dirás a echártelo —la corrigió Belén, mientras Ángela murmuraba:
—Falta te hacía.
Ada se dirigió a la puerta, pero Belén echó a correr y llegó antes que
ella. Abrió y, aunque estaba preparada, no pudo contener un silbido de
admiración.
—¡Guau! Alfi, Ada no exageraba.
La nieta de Aurora echó de menos el baúl para poder esconderse dentro.
Millán asomó la cabeza y al ver a Ada haciendo frenéticos gestos con la
mano, como si quisiera cortarse el cuello, para indicarle a Belén que no
siguiera por ese camino, frunció el ceño y le dirigió una mirada más
tormentosa que el cielo de Terranova en invierno.
—No, no soy Alfredo, yo vengo a por los cristales; ¿si me permites?
Belén dio un paso atrás e hizo un exagerado gesto de bienvenida con el
brazo.
—Adelante —dijo Ada—. Feli y Nía me contaron que te encargabas del
mantenimiento de las cristaleras, así que ya sabes dónde está todo, ¿no?
—Sí, señora; tranquila, señora; yo me ocupo de todo —respondió él, con
un sarcasmo helado.
Ada tuvo la sensación de que le estaba hablando como si se dirigiera a su
madre. A Irma sin duda le encantaba que la trataran así, pero ella lo odiaba.
Además, aunque las palabras de Millán destilaban cortesía, la mirada que le
dirigió era pura provocación. Si hubieran estado solos, le habría dejado las
cosas claras, pero no quería volver a pelearse con él delante de sus amigas.
Mientras Millán subía la escalera vestido con vaqueros gastados, una
camiseta negra y una gran bolsa colgada del hombro, Ángela y Belén se lo
merendaron con la mirada. Belén se había olvidado por completo de las pastas
que quedaban sobre la mesa y Ángela no hacía más que boquear.
Solo cuando oyó que se abría la puerta del terrado, Ada habló.
—Ya os vale, de verdad. ¡Queréis dejar de babear! ¿No lo habéis oído?
¡Ese tío es gilipollaaaas! —susurró, aunque lo que le apetecía era gritarlo bien
fuerte, pero no iba a dejar pasar la oportunidad de ver al fin el mar desde la
casa. Cuando los cristales estuvieran limpios ya se desahogaría—. Cualquiera
diría que sois vosotras las que no os habéis llevado a un tío a la boca en…
¿meses? —dijo, por no decir años.
Las dos amigas se acercaron a ella, entusiasmadas. Ángela la abrazó y
Belén le palmeó la espalda mientras decía:
—Babeamos por ti, boba —dijo Belén—. No te imaginas lo feliz que me
hace que haya entrado en tu vida un alfiletero, erizo, gilipollas, llámalo como
quieras. Es un tío de verdad. Un erizo es mil veces mejor que un fantasma.
Ada se soltó del abrazo, se acercó al sofá y se desplomó en él, seguida
de sus amigas.
—Pedro no es un fantasma —trató de excusarlo por la fuerza de la
costumbre; llevaba haciéndolo desde el inicio de su relación. Pedro nunca
estaba, ni en los cumpleaños, ni en Navidades, ni en las vacaciones de verano.
Siempre tenía algo más importante que hacer: unas jornadas internacionales,
un congreso regional, una visita a unos mineros en huelga, un funeral de
estado… «Es por la foto», le decía siempre. «Tengo que salir en la foto.»
—Mira, en eso te doy la razón —dijo Ángela. Las dos amigas la miraron
extrañadas—. No es un simple fantasma, ¡es un fantasma doble! ¡Un fantasma
al cuadrado! —se embaló—. Siempre fue un fantasmón del quince, un
salvapatrias, un mesías con chaqueta de pana, y encima… nunca ha estado a tu
lado. Los espectros hacen más compañía que él. A ver, Ada, piensa. ¿Cuándo
fue la última vez que lo hicisteis?
Ella carraspeó y fingió estarlo pensando, pero por desgracia no tenía
que esforzarse mucho.
—En 2012 —admitió con un hilo de voz—. Cuando España ganó la
Eurocopa… Lo vimos juntos, se emocionó con el beso de Casillas a
Carbonero y… «Tienen razón. Me empeciné, como siempre. Defendí lo
indefendible. ¡Cinco años en dique seco por mi dichoso empecinamiento!»
—¡En 2012! ¡Ay, Dios, si mi abuela en la residencia tiene más vida sexual
que tú! —exclamó Belén, horrorizada.
Ángela la miró mal.
—Anda que tú también… eres única animando. ¿Cómo no nos dijiste
nada? —le preguntó a Ada, acariciándole el brazo.
—Pues… al principio pensaba que era una mala racha… la tensión de la
política, la distancia… Pensaba que cuando estuviéramos más tranquilos lo
arreglaríamos. Siempre me decía que me compensaría; que iríamos a pasar un
fin de semana largo en Florencia o en San Francisco, pero luego siempre salía
un imprevisto de última hora y… —Sacudió la cabeza—. Al final, reconozco
que no os decía nada porque me daba vergüenza.
Belén estaba furiosa.
—Ese tío tiene una amante en Madrid. ¿Lo tienes claro, no?
Ángela solía pensar siempre bien de todo el mundo, pero en este caso,
estuvo de acuerdo con su amiga.
—O una en cada sede del partido —susurró.
—Y encima el cabronazo se permite el lujo de dejarte en público, delante
de todo el mundo, quedando como una víctima. ¿Se puede ser más cínico? —
Belén estaba indignadísima—. Esto no quedará así. Le voy a decir de todo. ¡Y
en Twitter! Que se entere todo el mundo. Que sepa lo que se siente cuando te
humillan en público.
Ada se llevó la mano al pecho y respiró hondo.
—Te lo agradezco, de verdad, pero no lo hagas. Sé que lo harías por mí,
pero no es lo que quiero. Lo que menos me apetece ahora es entrar en una
guerra sucia.
—Dime al menos que has tenido un desahogo durante este tiempo. Que te
tirabas al rubio ese de los rizos que te hacía ojitos o…
—No —respondió Ada—. Estuve tentada un par de veces. Ya sabes, la
euforia de los resultados electorales, la celebración, la camaradería… —Las
amigas asentían, animándola, pero ella se hizo una bola en el sofá—, pero no
fui capaz. Me decía que no podía hacerle eso, que sería una deslealtad; que
cortaría con él la próxima vez que nos viéramos. Pero cada vez que estaba a
punto de hacerlo, mi madre me llamaba, me decía que dejara al sociata de mi
novio y que ella me presentaría a alguno de los jóvenes delfines de su partido
y por puro empecinamiento, seguía con él.
—Pufff, no me digas más. Por llevarle la contraria a tu madre hasta yo
saldría con Pedro, y mira que siempre me ha dado grima ese hombre. —Belén
fingió estremecerse.
—A mí también —comentó Ángela—. Me recuerda a una serpiente.
—Ufff, calla, tía. No digas las palabras Pedro y serpiente en la misma
frase que sabes que tengo la mente muy sucia y hay cosas que prefiero no
imaginarme.
—Tampoco hay gran cosa que imaginar, no te creas —replicó Ada, con
un gesto despectivo de la mano.
Sus dos amigas se volvieron hacia ella con los ojos muy abiertos.
—¿Qué pasa? Ya no es mi novio; ya no le debo lealtad. Y las cosas como
son… Hablar de serpiente es ser muy generoso; culebrilla como mucho.
Las dos amigas se echaron a reír con ganas.
—Pues nada, lo que ya sabíamos: que estás mejor sin él.
—Sí, y sobre todo, no entres en detalles —le pidió Ángela—. Prefiero no
imaginarme a Pedro desnudo, si no te importa.
Las tres fingieron estremecerse a la vez.
—Eso, guárdate los detalles para cuando metas en la cama a ese
Spiderman que tienes ahí fuera —comentó Belén.
Millán se había descolgado y estaba limpiando una primera hilera de
cristaleras, de arriba abajo.
—Mmm, sí. ¡Menudo Tarzán! —suspiró Ángela—. Creo que esta noche
voy a soñar con lianas.
Ada se llevó las manos a la cabeza.
—¡Vaya otro! ¿No os habéis dado cuenta de que ese tío no está bien de la
cabeza? Cada vez que nos vemos estamos a punto de llegar a las manos,
¿cómo voy a tener una relación con alguien así?
Belén y Ángela intercambiaron una mirada exasperada.
—No te enteras de nada, Ada. Pareces una novicia —dijo Belén—. ¡Las
relaciones de pareja son así! ¿Acaso te crees que Richi y yo paseamos sobre un
camino de nubes cuando vamos a comprar juntos al súper? Nuestros gritos son
legendarios. Las cajeras se ríen cuando nos ven entrar. ¿Y crees que no me
saca de quicio cuando estamos cenando en un restaurante y no para de mirar el
móvil porque está a punto de empezar la subasta de un chollazo en eBay que
no se puede perder?
Ada se aguantó la risa. Belén no exageraba. Richi había llegado a
perderse las campanadas de Navidad por estar enganchado a las ofertas de
productos tecnológicos; productos que casi siempre acababa revendiendo. Por
eso le habían puesto de mote el Chollos.
—Exacto. ¿Y qué me dices de Yago? —preguntó Ángela, refiriéndose a
su novio—. El hombre ideal, ¿no?
Ada puso cara de póquer. A Yago lo llamaban el Nanas porque era todo
lo contrario a Richi. Si el novio de Belén se dejaba llevar por los impulsos, el
de Ángela debía reflexionarlo todo y examinarlo desde todos los puntos de
vista antes de lanzarse a la acción. Era realmente exasperante. Si encontraban
una oferta para un viaje a Sicilia, en vez de reservarla se ponía a buscar ofertas
mejores con otras agencias de viaje. Y cuando acababa, buscaba ofertas
mejores en otras islas del Mediterráneo. Y luego, ¡en todo el mundo! No
soportaba la idea de estarse perdiendo algo mejor. Y por culpa de esa
obsesión, acababa perdiéndose un montón de cosas, ya que Ángela se hartaba y
acababa yéndose de fin de semana con sus amigas mientras él seguía buscando
la oferta ideal.
—Los tíos no son perfectos, Ada —dijo Belén—. Sé que tenías a Pedro
en un pedestal, pero solo porque apenas lo veías. A distancia ninguno tiene
defectos, no se tiran pedos ni les huele el aliento por la mañana, pero no
podías seguir así. Francamente, para tener a un novio solo de nombre, estás
mucho mejor sin él. Al menos ahora vuelves a estar en el mercado.
—Sí, y los productos de la zona parecen… frescos —Ángela le guiñó el
ojo.
Desde el sofá tenían una visión privilegiada de los ventanales, por los
que había empezado a caer agua en cascada.
—El Chollos, el Nanas, el Fantasma y el Erizo… —Ada suspiró—. Esto
parece «Las crónicas de Narnia».
—No desesperes —la animó Ángela, dándole una palmadita en el muslo
—. Los erizos tienen púas amenazadoras, pero no son para atacar; son para
defenderse. Si logras acercarte a él lo suficiente, igual descubres que tiene un
interior tierno y sabroso.
—Eso, un poquito de limón, a poder ser acompañado de tequila, y ya
verás… rico, rico.
—Y con fundamento.
—Y hablando de tequila, ¿cómo está el mueble bar?
—A ver, Belén, esto es casa de mi abuela. No hay mueble bar, pero en la
despensa guardaba unas botellas de ratafía. Las amigas de mi abuela, que son
un poco brujas, se lo echan en el té.
—Puaj.
—¿Puaj? —Ada alzó las cejas—. Puaj dice la que lo mezcla todo con
Coca Cola. La que hace calimochos en los restaurantes con los vinos Gran
Reserva; la que le echa Coca Cola al moscatel por Todos los Santos…
—Tienes que probar el moscamocho, Ada. No sabes lo que te estás
perdiendo.
Ángela y Ada intercambiaron una mueca de asco.
—No pongáis esa cara. Sois vosotras que me empujáis a hacer
marranadas. Sácame un buen whisky o un buen ron y no tendré que hacer
experimentos. Si solo tienes… ¿cómo has dicho?
—Ratafía.
—Pues tendré que hacerme un ratamocho. O eso o vamos a comprar.
—No puedo irme. Tengo que esperar a que… ejem… Spiderman acabe
—replicó Ada, con la boca seca porque Millán estaba llegando otra vez a su
altura. De momento solo quedaba a la vista la mitad inferior de su cuerpo.
Llevaba puesto un arnés que le enmarcaba el paquete, haciendo que fuera
imposible no fijarse en él.
Belén se levantó como una zombi poseída y se acercó a la cristalera.
—¡Belén! Por favor, vuelve aquí. ¡¿Quieres disimular un poco?!
Pero su amiga apoyó las dos manos en el cristal y, por un momento, Ada
temió que empezara a darle lametones.
Se tapó la cara con una mano, pero al cabo de un segundo entreabrió los
dedos para ver.
—Dios mío, Ada. Dime que no vas a dejar escapar a un espécimen como
ese. Pe… pero… ¿tú has visto eso? —preguntó Ángela—. Si no lo quieres, ¡me
lo pido!
«Sí, lo he visto. De cerca… y sin ropa». Ada tragó saliva con dificultad.
Millán descendió un poco más y saludó a Belén con una media sonrisa.
Ella miró a sus amigas y vocalizó en silencio: «¡Oh!... ¡My!... ¡God!» antes de
volver a pegar las manos al cristal. Cuando él deslizó la goma del limpiador
de cristales sobre una de sus manos, las tres amigas se estremecieron a la vez.
Ángela se sacó el teléfono del bolsillo.
—¡Se acabó! —exclamó y Ada la miró extrañada—. ¡Voy a cortar con
Yago!
Ada le arrebató el teléfono.
—No hagas una locura. Piénsalo bien.
La mirada asesina de su amiga hizo que Ada se encogiera en el sofá.
Ángela era una mujer muy paciente y calmada, la que siempre ponía paz en
cualquier crisis; era muy raro verla así. Casi tan raro como ver a Belén
convertida en una gatita mimosa, acariciando el cristal. Solo le faltaba
empezar a ronronear. Sacudió la cabeza.
«Es esta casa. Nos cambia a todas. No puede ser que el aire de mar nos
trastoque de esta manera.»
—¡No me da la gana! —exclamó Ángela—. Estoy harta de tanto pensar
bien las cosas. O corto de cuajo o voy a acabar como Yago. Seremos el señor
y la señora Nanas. ¡Pues no, no y no! ¡Hasta aquí hemos llegado!
Ángela recuperó el teléfono, se levantó y llamó a su novio.
—Hola, sí, hemos llegado bien, pero déjame hablar. ¡Te dejo, Yago!
Estoy harta. Lo nuestro no va a ninguna parte… No, no quiero hablarlo con
calma. ¡Qué no! No quiero debatir los pros ni los contras. ¡Métetelos todos
juntos por donde te quepan!
Ángela colgó, dejando a su ya exnovio con la palabra en la boca y se
volvió hacia sus amigas, que la estaban mirando boquiabiertas.
—¿Dónde has dicho que estaba la bebida esa de las brujas? —preguntó,
temblorosa por la adrenalina que le recorría el cuerpo.
—¡Eso! ¡Lo que necesitamos es un buen aquelarre!
Ada fue a buscar la ratafía, la Coca Cola y los vasos y lo colocó todo en
una bandeja.
—Vamos arriba.
Ángela y Belén subieron las bolsas y eligieron dormitorio, pero se
reunieron todas en la habitación de la abuela, desde donde contemplaron a
Millán, que había vuelto a subir al terrado para desplazarse lateralmente y
limpiar la siguiente hilera de ventanas.
Tras tomarse una primera ronda de ratamochos, se juraron ir a comprar
bebidas decentes al día siguiente. Ada pensó en hablarles de los sueños, pero
Ángela había empezado a llorar, así que la prioridad pasó a ser consolarla.
Tras varias rondas del combinado infernal, Millán llamó a la puerta de la
habitación de Ada, pero no entró. Se quedó en el quicio, observando divertido
a las tres amigas desparramadas sobre la cama.
Al verlo, Ada se sobresaltó.
—He llamado desde abajo, pero no me habéis oído.
—¡Alfi! —exclamó Belén, entusiasmada—. Únete a la fiesta. Toma, un
rata… tatatata… mocho —dijo, imitando el sonido de una ametralladora.
Él alzó las cejas. El agua de la manguera que usaba para limpiar los
cristales le había mojado la camiseta, el pelo y parte de los vaqueros. Iba
despeinado, pero eso no hacía más que aumentar su atractivo.
—Tentador —replicó con ironía—, pero tengo prisa. Me voy.
—Espera —Ada se apresuró a levantarse y tropezó. Se habría caído de
boca de no ser porque él se adelantó rápidamente y la sujetó.
Belén y Ángela se dieron la vuelta y se apoyaron en el baúl, a los pies de
la cama, para no perderse detalle.
—Cuidado, Anchoa —bromeó él, a un centímetro de su cara—. Si bebes
tanto vas a parecer un boquerón en vinagre.
—Te tengo que pagar, pero no llevo dinero encima; ha sido todo tan
precipitado…
—Ya. No esperaba otra cosa, la verdad. La gente, cuanto más rica es,
peor paga. Los pobres se lo quitan de la boca antes de endeudarse.
A Ada le daba vueltas la habitación y se sujetó con fuerza de los
poderosos antebrazos del erizo, perdiéndose en sus ojos azulados y sonriendo,
pensando en que además de guapo, tenía conciencia social: el hombre perfecto.
—¡Cuánta razón tien… ¡eh! ¿Me estás llamando rica? ¡Pero si no tengo
ni un duro ni sé cuándo voy a volver a cobrar algo!
—Pero vas contratando a alguien que te limpie los cristales… Eso es
porque sigues teniendo alma de niña rica. No te preocupa el tema porque
aunque hoy no tengas dinero, sabes que puedes conseguirlo sin dificultad. Y
sin miedo a que nadie mate a tus seres queridos si no eres capaz de
devolverlo… —Ada trató de interrumpir su discurso alzando el dedo, pero él
se lo atrapó y se lo llevó a la boca. Ada se encogió esperando su venganza en
forma de mordisco, pero se estremeció al notar que él le succionaba el índice
y le pasaba la lengua por la punta—. Estaré unos días fuera, en la línea de alta
tensión. —Bajó la voz y añadió en un susurro—. Ya arreglaremos cuentas tú y
yo cuando vuelva. —Se volvió hacia Belén y Ángela, que lo miraban
embobadas—. Un placer, señoritas.
Cuando desapareció escalera abajo, Ada se quedó unos instantes sin
saber cómo reaccionar, pero al ver que Ángela empezaba a llorar otra vez, fue
a consolarla. Belén cogió su teléfono de la mesilla de noche.
—¿Richi? Sí, estupendamente. Oye, que te dejo. —Ángela dejó de llorar
y miró a Ada. Luego las dos se volvieron en silencio hacia su amiga—. He
encontrado un chollo en casa de Ada. No puedo dejarlo escapar; lo entiendes,
¿verdad? —Colgó—. Vale, ya está. No iba a ser la única con pareja.
¡Solidaridad, hermanas! —Ada alzó una ceja—. ¡Mañana vamos a quemar la
noche como cuando estábamos en la facultad!
—¡Brindo por eso! —Ángela alzó la botella vacía de ratafía con tanto
ímpetu que se cayó de espaldas sobre la cama.
Ada se contagió de la risa de su amiga y cayó sobre ella. Belén se acercó
rodando por el otro lado.
Y así, entre lágrimas y risas, acabaron quedándose dormidas las tres en
la cama de la abuela.


11


Ada oyó los sollozos que venían de dentro de la cueva.
«¿Quién será, Belén o Ángela?», se preguntó mientras entraba. Pero una
vez dentro, vio que se trataba de una desconocida de aspecto nórdico. Tenía
una larga melena rubia trenzada a la espalda. La chica se secó los ojos con el
antebrazo y siguió cosiendo a la luz que entraba por una grieta en el techo.
—Hola.
La desconocida se sobresaltó y soltó la prenda de ropa que estaba
cosiendo.
—¡Aún no he terminado, pero acabaré a tiempo! ¡Por favor, por favor,
deme un poco más de tiempo!
—Tranquila. —Ada se agachó a recoger la prenda, se la dio y
permaneció acuclillada para mirarla a los ojos—. No sé quién crees que soy,
pero no voy a hacerte daño. —Ada miró a su alrededor, esperando encontrar
las instalaciones de un taller ilegal, pero no vio nada. La chica estaba sola y a
sus pies solo había un ovillo de lana plateada.
—¿Trabajas para una empresa?
—No, no trabajo, porque nadie me paga. Soy una prisionera.
—¿Te tienen esclavizada? ¿Esto es un taller ilegal? ¡No te preocupes; yo
te ayudaré a salir de aquí! Te acompañaré a poner la denuncia y luego iremos
al sindicato para…
—No, no soy una esclava; soy prisionera.
Ada cada vez lo entendía menos. La chica la miró exasperada.
—No puedes sacarme de aquí porque esto es un cuento de hadas y tus
normas no funcionan en el reino de la fantasía.
—¿Estoy soñando otra vez?
—Tú sabrás. ¿Has venido a ayudarme o a entretenerme? Porque tengo
mucho trabajo. Tengo que acabar de coser los equipamientos para mis once
hermanos.
Ada ahogó una exclamación al recordar el cuento de los once cisnes
salvajes que le contaba su abuela. Siempre le había parecido un cuento muy
cruel. La pobre Elisa, tejiendo once camisas para sus hermanos usando hilo de
ortigas y sin poder quejarse…
—¿Te llamas Elisa?
—Me llamo Elsa. Vengo de un reino helado.
«¿Cómo? Se me están mezclando los cuentos. Ya solo me faltaba eso.»
—Ajá, Elsa. Y estás cosiendo once camisas para tus hermanos, que son
unos príncipes encantados que se transforman en cisnes durante el día por el
maleficio de la malvada madrastra, ¿no? Si los acabas antes de mañana, los
liberarás del maleficio. ¡Yo te ayudaré!
La joven le dirigió una mirada apenada.
—Estás muy mal de la cabeza, ¿no? Bueno, tranquila, no te juzgo, nadie
es perfecto. Pues mira, no. Estoy haciéndoles camisetas para su equipo. Juegan
al hockey sobre hielo, pero claro, son once y mis padres no pueden pagar
tantas equipaciones.
—¿Hockey?
—Ajá, son once tiarrones del norte; tendrías que verlos.
Ada carraspeó.
—¿Y no estás tejiendo con lino de ortigas que has obtenido aplastando
las hojas con tus propios pies?
Elsa la miró como si le hubieran salidos cuernos de vikingo en la
cabeza.
—Emmm, no. Las hago con hilo mágico. Son más resistentes y no se
manchan.
—¡Guau! ¿Y por qué llorabas?
—Porque hoy empieza la nueva temporada de mi seria favorita en
Netflix y mis padres no me dejan verla. Me han encerrado aquí, en esta maldita
cueva donde no hay WiFi, ni banda ancha, ni tele, ¡ni nada!
—¿Cuál es tu serie favorita?
—Grimm, pero mis padres solo me dejan ver Once upon a time. Tienen
miedo de que el jefazo se enfade si se entera de que miro la serie de los
hermanos Grimm. Es que no se tragan.
—¿Quién es el jefazo?
—Hans Cristian Andersen; él es el que corta el bacalao por aquí.
—¿Y cómo has dicho que se llamaba la serie?
—Once upon a time.
—¿Eso no significa «Érase una vez»?
—Sí, ¿no has visto la serie?
—No, yo es que soy más de Juego de Tronos y de El Ministerio del
Tiempo.
—Ja, Juego de Tronos. La petarda esa de los Targaryen me ha copiado el
estilismo, pero vamos, no me llega ni a la suela de los zapatos.
Ada se aguantó la risa.
—¿Has llamado petarda a Daenerys?
—Se cree que es gran cosa, pero no tiene poderes. Son las lagartijas
voladoras que la acompañan las que le dan la fuerza del fuego, ¡pero yo les
congelo ese aliento apestoso con una sola mano!
—Claro, claro, no te alteres; eres muy poderosa —la tranquilizó Ada, a
la que no le apetecía nada que Elsa congelara la cueva, ya que no había cogido
una rebequita antes de salir de casa. Es lo que pasa cuando tu abuela ya no está
y tu madre solo piensa en política—. Perdona que insista, pero… lo de las
camisetas de tus hermanos…
—Sí, tengo que tenerlas listas antes de mañana o los bajarán a segunda
división. Pensaba que eras la enviada del comité deportivo.
Ada sacudió la cabeza.
—No, tranquila, si quieres te ayudo. Dame otra madeja de hilo mágico
y…
Elsa se echó a reír a carcajadas.
—Pero qué atrevida es la ignorancia. La magia no está en el hilo; la
magia está en mí.
—Vaya. ¿Cuántas te quedan por hacer?
—Estoy con la tercera, así que me faltan…
—Ocho. —Ada se acercó a las camisetas terminadas y las fotografió por
delante y por detrás—. Pues voy a ver qué puedo hacer por ti. Volveré.
—Sí, sí, claro. —Elsa siguió tejiendo sin levantar la vista.
Era evidente que no la creía y a Ada le daba mucha rabia que no la
creyeran, especialmente desde el fiasco del ayuntamiento.
—¡Hasta pronto! —gritó antes de salir de la cueva.
Ante ella se abrían dos caminos. Estaba dudando sobre cuál elegir
cuando vio acercarse a una ejecutiva sobre una scooter dorada, vestida con
traje sastre de falda tubo y zapatos de tacón, todo de color verde alga. La
ejecutiva llevaba el pelo rubio recogido en un moño y en la mano blandía un
smartphone de última generación. Le recordaba a alguien pero no supo decir a
quién.
—Em, ¡buenos días! —la saludó Ada en voz alta para advertir a Elsa de
su llegada—. ¿Buscaba a alguien?
La ejecutiva la miró como si fuera un insecto y siguió caminando. Ada
estaba harta, muy harta de que la ignoraran.
—¡Disculpe! Soy Ada Cruces y le he hecho una pregunta.
La mujer de verde se volvió hacia ella con una mezcla de respeto y
diversión en la mirada.
—Buenos días, Ada la Empecinada. No esperaba encontrarte por aquí.
—¿Nos conocemos?
—¡Es la señora Bell! —le llegó el grito de Elsa desde el interior de la
cueva—. La señora Tinker Bell, la mano derecha del señor Andersen.
—¡Campanilla! —Ada la reconoció al fin—. Justo el otro día estuve con
Peter Pan y los Niños Perdidos. —La ejecutiva formó una letra ele con el
índice y el pulgar y se la plantó ante la frente. Ada conocía el gesto. La ele
significaba loser, «perdedor» en inglés, y sí, tenía que reconocer que definía
muy bien al grupo que había visto en Nunca Jamás. Aguantándose la risa,
siguió hablando para darle tiempo a Elsa a acabar su misión—. Tenía muchas
ganas de hablar contigo. ¿Tienes tiempo? Te invito a un café o a lo que te
apetezca.
Campanilla la miró con curiosidad.
—Hacía tiempo que nadie me llamaba por mi nombre de pila. —Hizo
una pausa dramática y bajó la voz amenazadoramente—. Ni me tuteaba. De
acuerdo, vamos. Soldadito de plomo y Bailarina ha abierto una tetería cerca de
aquí. Llevaba días queriendo acercarme a inspeccionar el local, pero con las
prisas del día a día es imposible.
—Ya te digo, qué me vas a contar. Llevaba años queriendo ir a ver a mi
abuela y de pronto…
—Siento lo de Aurora, una gran mujer.
Ada la miró extrañada.
—¿Conoces a mi abuela?
—Claro, aquí todos la conocemos. Vamos, monta en la moto. Te llevo.
Ada sacudió la cabeza. Se le acumulaban las ideas. Quería transmitirle a
Campanilla el mensaje de Peter Pan, y pedirle ayuda para Elsa, pero también
quería saber más cosas sobre su abuela, sobre todo qué relación tenía con los
sueños.
Al llegar a la tetería, se sentaron y pidieron una infusión. Al ver que el
Soldadito de Plomo tomaba la bandeja para llevarles las cosas a la mesa, Ada
se levantó.
—¡No te molestes, ya lo llevo yo! —exclamó para evitar un estropicio.
El soldadito no le hizo caso y salió de detrás de la barra caminando con
gracia. Ada vio sorprendida que bajo el uniforme militar llevaba una pierna
ortopédica como las que había usado el atleta Oscar Pistorius en las pruebas de
velocidad.
—¡Vaya! ¡Qué bien te veo, Soldadito! —exclamó Ada—. Me alegro.
—Otra a la que le pierden los uniformes —refunfuñó una voz femenina
desde la cocina.
—Es Bailarina; es un poco celosa. —Soldadito hizo una mueca de
disculpa y se marchó.
—Soldadito me pidió que lo ayudara con la pierna y lo hice —dijo
Campanilla—. Y tú, ¿qué vas a pedirme, Ada?
Ada jugueteó con su taza mientras recordaba las palabras de Smee, el
viejo pirata: «Aquí todo el mundo viene buscando algo… Espero que
encuentres lo que buscas, pequeña» y las de Peter Pan: «Para encontrar
respuestas, primero tienes que formularte las preguntas adecuadas.» Pero aún
no había encontrado las preguntas adecuadas, así que decidió ayudar a Elsa; al
menos ella tenía clara su misión.
—Necesito ocho camisetas de hockey plateadas, talla XXXL.
Campanilla la miró muy sorprendida.
—Vaya, esto sí que no me lo esperaba. De acuerdo: ¡Deseo concedido! —
El hada apretó un botón en su smartphone y la aplicación Polvo de Hada hizo
vibrar el teléfono, del que salió un resplandor especial seguido de lo que
parecía una tarjeta de visita—. Toma.
—¿Qué es esto?
—Un bazar donde venden productos teóricamente venidos de Asia.
Tienen de todo y lo que no tienen, lo fabrican. Haz una foto de las camisetas
y…
—Ya la tengo; la he hecho antes.
—Bien, muy previsora. Pues detrás de aquella colina —señaló por la
ventana— encontrarás un centro comercial. En la planta baja verás tiendas de
las principales cadenas de moda de todo el mundo, pero en el sótano 1 hay un
gran bazar chino. Las trabajadoras que tienen en el taller de la trastienda te las
harán en un momento. —Campanilla se inclinó sobre la mesa y susurró—. ¿De
dónde te crees que salen los productos que venden las boutiques exclusivas de
la primera planta?
Ada negó con la cabeza.
—¿Perdón? ¿Me estás hablando de un taller ilegal?
—Bueno, dudo mucho que esas chicas tengan los papeles en regla, la
verdad.
—Pero pensaba que harías aparecer las camisetas por arte de magia.
Campanilla sacudió la cabeza muy lentamente y el brillo de sus ojos se
apagó.
—La magia es algo muy valioso y delicado. Hubo un tiempo en que la
creaba constantemente, pero eso ya pasó. Mi magia brotaba del corazón y
cuando Peter me lo rompió…
A Ada le pareció que los ojos de Campanilla se empañaban y se echó
hacia delante.
—¿Aún lo quieres? —susurró—. Puedes volver. Peter te está esperando
con los brazos abiertos.
Ada le devolvió una mirada dura, sin rastro de emoción.
—Ya lo sé; quiere que vuelva para que le limpie la casa. No me quiere,
nunca me ha querido; solo se quiere a sí mismo. —Miró por la ventana—. Le
di mil oportunidades, pero al final me harté. No valoraba lo que teníamos así
que, para qué malgastar la magia en alguien que no la valora.
Ada quería animarla, pero no supo qué decir. Campanilla tenía toda la
razón sobre Peter. De repente le recordó a otro Pedro, su Pedro, y vio claro
que tampoco la había querido nunca. La había utilizado igual que Peter a
Campanilla, aprovechándose de sus contactos para medrar en política.
—¿Has perdido la magia?
Campanilla negó con la cabeza.
—Tengo que dosificarla. Si no vuelvo a enamorarme no podré
fabricarla a borbotones, como antes. Era mi amor por Peter el que hacía
florecer la magia, pero he descubierto que hay otras cosas en la vida. Me he
volcado en el trabajo. Sin el lastre que me suponía Peter y todos sus Niños
Perdidos he ascendido hasta lo más alto de la Corporación. Me ha ganado
fama de implacable, lo que no resulta difícil cuando te han machacado el
corazón una y otra vez hasta dejarlo convertido en polvo de hada, que el viento
se llevó.
Ada tragó saliva, conmovida.
—Entonces, ¿la magia surge del amor? —preguntó, pasados unos
segundos.
—No toda. —Campanilla miró la hora con impaciencia—. Te veo muy
verde en el tema, la verdad, y no tengo tiempo de aclarar todas tus dudas. Hay
distintos tipos de magia. La gente la busca en las canciones, en las películas, en
los pasteles, en la risa de los niños, en las novelas románticas… El mundo está
lleno de magia, hay que saber encontrarla. Por ejemplo, hace un momento, has
hecho que la barra de batería de magia de mi app aumentara mil créditos.
—¿Yo?
—Sí, tú. Cuando te he dicho que pidieras un deseo, podrías haberme
preguntado quién estaba detrás de tu acusación o si encontrarías el amor
verdadero, o lo que pensaba que ibas a pedirme: cómo ponerte en contacto con
tu abuela. Pero no, has elegido ayudar a una persona a la que acababas de
conocer.
Ada se ruborizó. Era muy halagador que Campanilla pensara que era
generosa, pero no soportaba ponerse medallas que no le correspondían.
—No sabía que podía pedirte eso, la verdad —susurró.
—Ja, ja, ja. Y encima sincera. Mira —Campanilla le mostró su
smartphone y Ada vio como la barra de magia aumentaba mil créditos más—.
No te preocupes, ya lo averiguarás; pero ahora más te vale ir al centro
comercial si quieres ayudar a Elsa. No le queda mucho tiempo. Y yo soy un
hada, pero para esto tipo de cosas, no hay nada mejor que un bazar chino. Son
milagrosos; que se lo pregunten a una madre cuando se acerca Carnaval. Lo
que no encuentres allí, no lo encuentras en ninguna parte.
—Es que no puedo ir allí. Llevo años defendiendo el comercio justo, los
productos de proximidad, la sostenibilidad del planeta, denunciando los abusos
de las grandes empresas textiles, la deslocalización…
Campanilla se levantó y se alisó las arrugas de la falda tubo.
—Tú me has pedido una cosa y yo te he dado la solución. Lo que no
puedo hacer es decidir por ti. En los cuentos nos hacen creer que hay malos
muy malos y buenos muy buenos, pero las cosas no son así. Nada es blanco o
negro. Si quieres ayudar a Elsa, más te vale dejarte los principios en casa. —
Campanilla le alargó la mano. Ada titubeó pero acabó estrechándosela—.
Bienvenida a la edad adulta.
Campanilla salió a toda prisa de la tetería, montó en su scooter dorada y
desapareció. Ada dejó un billete sobre la mesa y se dirigió a la colina.
Siguiendo las indicaciones de Campanilla, en un par de horas estaba de vuelta
en la cueva de Elsa con ocho camisetas de hockey bajo el brazo. Al verla
aparecer, a la joven de pelo claro se le iluminó la cara.
—¡Vaya, así que has vuelto! Genial, porque yo ya he terminado esta. Ya
tenemos las once. ¡Vámonos! ¡Libre soy, libre soooooooooy!
Salieron de la cueva y vieron acercarse un trineo volador tirado por
renos. El conductor del trineo aparcó frente a la cueva y, sin bajar, recogió las
camisetas y se elevó al cielo una vez más.
—Ven, te invito a tomar algo en un bar que he abierto a medias con Jon
Nieve. ¡Todo está hecho de hielo; es lo más! Estamos abriendo franquicias por
todo el mundo. Si funciona, me largo de casa y les doy la patada a mis
hermanos, igual que hizo la señora Bell con los Niños Perdidos. ¡Qué harta me
tienen!




12

—No, no más chupitos, Elsa —protestó Ada—. Bueno, vale, el último, pero de
Schnapps no; mejor de vodka.
—No me hables de alcohol, mala bruja. —La voz que llegó a sus oídos
no era la de Elsa. Era una voz que había oído muchas veces con ese mismo
tono resacoso.
—¿Belén? ¿A que no sabes con quién acabo de estar? —Se echó a reír,
pero la risa hizo que se le agudizara el dolor de cabeza y gruñó antes de añadir
—: He estado con la Campa. Otro día te la presento. Belén y la Campa juntas.
Esto parece el Salvame de Luxe.
Ángela entreabrió un ojo y la miró.
—Estás fatal, el licor de ratas ese que nos diste ayer pega más de lo que
parece.
—No es licor de ratas, es ratafía.
Belén gimió.
—No vuelvas a pronunciar ese nombre en mi presencia.
Ada se incorporó un poco y buscó el embozo de las sábanas. No
recordaba cuáles había elegido. Al fijarse, se dio cuenta de que lo que le
habían parecido simples pájaros en vuelo, eran en realidad cisnes. Empezó a
contarlos, señalándolos con el dedo.
—¿Qué haces? —preguntó Belén—. De verdad, qué resaca tan tonta.
—Once, son once —susurró Ada.
—No, son las diez —protestó Ángela—. ¿Dormimos un poco más?
—¿Vosotras no habéis soñado, chicas? —les preguntó Ada, apartándose
el pelo de la cara.
—Emmm, sí —Esta vez el gemido de Belén fue mucho más sugerente—.
He soñado que un Spiderman vestido con vaqueros y camiseta negra aparecía
colgado boca abajo mientras miraba por el ventanal y me robaba un beso… y
luego las bragas.
—Yo también he soñado con que me comía un erizo —admitió Ángela, y
el rubor de sus mejillas le dijo a Ada que no estaba hablando de las deliciosas
garoinas que servían en los restaurantes de la comarca—. ¿Tú también?
Ada resopló. «¿Por qué no puedo tener yo sueños eróticos normales y
corrientes como cualquier mujer sana de mi edad? ¿Qué me ha dado a mí
ahora con los cuentos de hadas?»
—Estabas hablando con una tal Elsa —comentó Belén—. ¿Soñabas con
la Pataky? Mira, ya tienes algo en común con Richi. —Las tres amigas se
quedaron mirando al techo con los ojos muy abiertos, al recordar de pronto lo
sucedido la noche anterior—. Decidme que lo he soñado.
—Eeeem…
—Aaaah…
—¿Dejé al Richi?
—Eso me temo —le confirmó Ada.
—¿Y yo a Yago? —preguntó Ángela, llevándose la mano a la boca—.
¿Por qué?
Ada carraspeó.
—Dijisteis no sé qué de solidaridad femenina. Y os lo agradezco mucho,
de verdad, pero no hace falta. No necesito que dejéis a los chicos para sentir
que me apoyáis. Sois las mejores amigas del mundo. —Abrió los brazos y sus
amigas cayeron sobre ella con la gracilidad de dos leones marinos—. ¡Auuch!
Cuidado, que yo he bebido más que vosotras. Y no veas como pega el
Schnapps. Elsa se empeñó en hacer un brindis por cada uno de sus hermanos
y…
Las dos amigas se apartaron y la miraron.
—Tú sigues soñando. —Ángela se levantó de la cama—. Voy a hacer
café. Tú dúchate.
—Tengo una idea mejor —dijo Belén—. ¿Hace un baño en el mar?

Por la noche, tras pasar el día tiradas en la playa, las tres amigas se dirigieron
en el coche de Ángela a la discoteca más grande de la zona. Belén le dejó a
Ada un top con escote vertiginoso, ya que, con las prisas, no había metido ropa
de fiesta en la maleta al dejar su antigua vida atrás. Sus amigas se habían
arrepentido de dejar a sus parejas así, a lo loco, pero habían decidido que
harían las paces con ellos el domingo por la noche al volver a casa. Ese fin de
semana lo importante era Ada y la solidaridad femenina. Y, ya que las tres
estaban oficialmente solteras, salieron a quemar la noche del sábado.
—Un Mai Tai —pidió Belén al camarero que se les acercó—. Y una
Coca-cola.
—Cómo te hagas un MaiTaimocho no te vuelvo a hablar —la amenazó
Ada.
Belén parecía estar a punto de protestar, pero la llegada de tres chicos,
más jóvenes que ellas y claramente extranjeros, la distrajo.
—Hola, hot sinioritas —les entró el más decidido, un chico moreno, con
un gran tupé— ¿Ser ardientes spaniolas? —Las amigas lograron no reírse en
su cara, pero no les resultó fácil—. Yo Mark. Mis amijos ser Ethan and Matt.
—Hola. Yo ser Belén y mis amijas son Ada y Ángela. Y lo de ardientes…
un poco. El estómago, básicamente, pero nada que una Coca-cola no arregle.
Los chicos sonrieron educadamente aunque estaba claro que no habían
entendido ni la mitad de las cosas.
—¿Ada? —preguntó Mark—. Te compro.
—¿Perdón? No estoy en venta, guapo.
—Te compro… una bebida.
—Ah, que me invitas. —Vio que sus amigas estaban hablando con los
otros dos chicos y se encogió de hombros—. Pues vodka con limón.
—¡Lemon vodka for la siniorita!
—¿De dónde sois?
—Manchester. Venir por sol, fiesta y spaniolas ardientes. Mira —el joven
Mark le enseñó un folleto donde, efectivamente, anunciaba vacaciones en la
Costa Brava con las tres S —Sun, Sea and Sex—. Sol, mar y sexo. —Sexo
guaranteed dice aquí. Pero estar en Costa Brava dos días y nothing! Buscamos
chicas más jóvenes pero… —La examinó de arriba abajo—. Ok, not that bad.
No tan mal, mi primera cougar, cool.
—¿Cougar? —Ada, que solía ver series con sus amigas de vez en
cuando, conocía la palabra de oírla en algún capítulo de Cougar Town o
Mujeres desesperadas y sabía que se usaba para definir a mujeres de mediana
edad que buscaban parejas más jóvenes—. Pero ¿cuántos años te crees que
tengo, chavalín?
Aunque llevaba un lustro de sequía, no estaba tan desesperada ni había
bebido lo suficiente como para irse con el primer saco de hormonas desatadas
que se le pusiera por delante. Miró a sus amigas, que parecían estar disfrutando
tanto como ella de la conversación de los casanovas británicos, es decir que
preferirían estarse depilando las axilas a la cera.
—Mira, Marquitos…
Él le apoyó la mano en la cintura y fue ascendiendo hasta rozarle el
pecho.
—Mmm, Markitos, I like it.
Ella le apartó la zarpa de un manotazo.
—¡Que no! Que no me apetece, déjame. A ver, son las diez de la noche.
Para vosotros igual es tarde, pero aquí la noche está empezando. Anda, vete a
buscar a otra más joven. Alguna picará.
Él se encogió de hombros y cuando Ada estaba a punto de llevarse el
vaso de vodka con limón a la boca, se lo arrebató.
—No sex, no drink —le dijo, con una mueca, antes de alejarse.
Ángela, que acababa de librarse de su inglés, dijo:
—No hace falta que me traduzcas eso; lo he entendido perfectamente.
—Ala, vete a jugar con tus amiguitos —les llegó la voz de Belén—.
Menos mal, ya pensaba que iba a tener que aguantar a ese plasta toda la noche.
¡Camarero, por favor! ¡Unas tablas de chupitos, es una emergencia!
—¿Qué pasa? —preguntó Ada, mientras se dirigían a una de las mesas.
—Que estoy rarísima. No hago más que pensar en Richi. ¿Y si está en
una discoteca, con sus amigos, aprovechando que está soltero?
Cuando Ángela palideció de golpe, supieron que se estaba imaginando la
escena con Yago.
Las amigas se sentaron y Ada le rodeó los hombros con el brazo.
—No te preocupes —la tranquilizó—. Aun en el caso hipotético de que
hubiera salido con los amigos y estuviera en una discoteca, no pasaría nada.
—Tiene razón —asintió Belén—. El Nanas no sería capaz de decidirse
entre la rubia del escote de vértigo, la morena del culo enorme o la pelirroja
de la sonrisa pícara.
Ángela ladeó la cabeza, pero no se dejó convencer.
—Ya. ¿Y qué me dices de Richi? ¿Y si encuentra un chollo?
—Chicas, aquí tenéis los chupitos —anunció el camarero.
Belén se abalanzó sobre su tabla y se bebió el primero sin esperar a sus
amigas.
—Pues eso —dijo Ángela—. Yo me tranquilizaré cuando lo hagas tú.
—A ver —dijo Ada—. ¿Se puede saber qué coño hacemos aquí?
—Te estamos apoyando —respondió Belén—, para eso están las amigas.
Venga, vamos a brindar. ¡Por que encuentres al hombre perfecto!
—¡Eso! —Ángela se vino arriba—. Brindo por que encuentres a un
hombre guapo, inteligente, sensible, fiel y que te quiera con locura. —Al ver
que sus dos amigas le dirigían miradas escépticas, bajó el listón—: ¡Por que
encuentres al hombre perfecto para ti!
Ada bebió con los ojos cerrados y una imagen de Millán recortado
contra el cielo tras las cristaleras le aceleró el pulso. Luego brindaron por el
amor, por el buen sexo, por la amistad y, aunque sus amigas pusieron cara
rara, Ada brindó por los sueños.
Cuando tres italianos se sentaron con ellas, las tres amigas estaban ya
mucho más desinhibidas.
—¿De Napoli? ¡Ah, adoro Nápoles! —exclamó Belén—. Es una ciudad
tan ardiente…como el Vesubio.
Los italianos estaban a punto de demostrarles lo ardientes que eran los
napolitanos, cuando una sombra doble cayó sobre la mesa.
—Andate… Ragazze sonno con noi… —murmuró el acompañante de
Belén, sacudiendo una mano sin mirar a los recién llegados.
—Yo no estaría tan seguro —replicó una voz grave y masculina, en un
tono que indicaba que no estaba para puñetas.
—¡Richi! —exclamó Belén, aún colgada del cuello de su italiano—. ¡Qué
bien que hayas venido! Te presento a mi amigo, un volcán nalopitano…
napilotano… natinopalo…
—Un palo es lo que le voy a meter por el cráter como no deje las manos
quietas —murmuró.
—¡Yago! —Ángela trató de levantarse pero volvió a caer de culo, esta
vez sobre el regazo de su italiano—. ¡Qué ganas tenía de verte!
—Pues, sí, no hace falta que lo jures —replicó él, irónico—. Se nota.
Ada se los quedó mirando extrañada.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Estoy soñando otra vez?
—¿No pensaríais que nos íbamos a quedar tan tranquilos? Nos dejáis las
dos sin un motivo, sin una explicación… aunque bueno —Yago recorrió a los
italianos con la mirada—, ya veo, teníais otros planes.
Ángela trató de levantarse otra vez.
—¡No teníamos planes! Ellos acaban de llegar. —El italiano se resistió a
soltar a su presa y la abrazó por la cintura. Ángela le dio golpes en las manos
—. ¡Suéltame! Es Yago, mi…
—¡Su marido!
—¿Marito? —exclamó el italiano, soltándola como si quemara—. ¡Ma
cosa fai qui? ¡Andate a casa!
—¿Será si nos da la gana? —protestó Ada—. ¿Serán machistas? ¡Andate
vosotros! ¡Largo de aquí!
—¿Marido? —preguntó Ángela, acariciando la cara de Yago, que se
había sentado a su lado.
Él le tomó la mano y estuvo a punto de besársela, pero recordó que ella
lo había dejado.
—Llevo meses buscando el anillo perfecto para pedirte que te cases
conmigo. Y justo este fin de semana lo he encontrado. Richi me acompañó; nos
pasamos toda la tarde del viernes de joyerías…
—Yo le propuse comprarlo en Catawiki, hay cada chollazo, pero nada,
se empeñó…
—Quiero hacer las cosas bien, pero me temo que la he cagado. He
tardado demasiado y te he perdido… Ángela, perdóname, prometo cambiar.
Prometo ser como tú quieres, más espontáneo, más decidido…
Ella se volvió hacia sus amigas. Ada estaba suspirando y Belén se estaba
secando una lagrimilla.
—¿Puedo ver el anillo?
Yago se sacó una cajita del bolsillo y la abrió. Las tres amigas
contuvieron una exclamación.
Ángela se llevó la mano a la boca, emocionada, al ver la banda de oro
blanco que quedaba abierta unos milímetros en la parte superior. Dos
diamantes remataban los dos extremos.
—¡Qué maravilla! Es… es… —Yago la animó a seguir con la cabeza—.
Es perfecto.
Yago cerró la caja e hizo el gesto de guardársela en el bolsillo.
—¡Pero qué haces! —exclamó Ángela.
Belén miró a Ada y murmuró:
—¡Será cenutrio!
—Ahora ya tengo el anillo. Falta encontrar el restaurante perfecto, la
ocasión perfecta…
Ángela se puso en pie bruscamente y se tambaleó. Yago se levantó y la
agarró por la cintura para evitar que cayera sobre sus amigas.
—¡Santiago Casas! Si no te das cuenta de que el momento perfecto es
este, tú y yo no tenemos nada más que decirnos.
Yago se revolvió inquieto. Su naturaleza le ataba dos grandes sacos a los
pies, que le impedían lanzarse a hacer nada, pero por otro lado, llevaba
veinticuatro horas temiendo que Ángela se hubiera hartado de él
definitivamente. Ahora que la había encontrado, no podía perderla otra vez.
Volvió a abrir la caja, sacó el anillo y lo puso en el dedo que ella le ofreció,
para que no tuviera que decidir cuál sería el dedo más adecuado.
—Ángela… tú… yo…
—¡Sí! —exclamó ella, echándole los brazos al cuello y besándolo con
una enorme sonrisa en los labios y un brillo doble en los ojos, el del alcohol
unido al del amor, un coctel irresistible.
Yago cogió a Ángela en brazos y la sacó del local a lo Oficial y
Caballero.
Belén y Ada suspiraron a la vez.
—Ha sido perfecto —susurró Ada—. Qué pena que sea un sueño.
Belén la ignoró y se volvió hacia Richi, que estaba sentado a su otro
lado.
—¿Cómo nos habéis encontrado?
—Puff, no preguntes —dijo Ada, echándose hacia atrás en el sofá y
cerrando los ojos—. Los sueños no tienen ninguna lógica; van a su bola.
Richi miró a Belén y señaló a Ada con el pulgar.
—¿Y a esta qué le pasa?
—Va empalmando cogorzas —respondió Belén, acercándose mucho a él
—. Es que se le ha juntado todo, pobrecita.
Cuando estuvieron a pocos milímetros de distancia, sus labios se unieron
sin que nadie les diera la orden de hacerlo, saludándose con un beso nacido
tanto del amor como de la costumbre.
—¿En serio me has dejado, tía? —le preguntó él, llenándole el cuello de
besos, arriba y abajo, como sabía que le gustaba.
Ella gimió de placer.
—No, bobo, pero no trates de despistarme. ¿Cómo nos habéis
encontrado?
Él aumentó la dosis de besos e introdujo un arma complementaria,
generalmente irresistible —las caricias detrás de la rodilla—, pero la
curiosidad de Belén era demasiado fuerte y ganó la partida.
—¿Richi? —insistió, apartándolo.
—Con un gadget. No pude resistirme a comprarlo, ¡era un chollo!
—¿Qué gadget?
—Uno que instalé en tu móvil. Va en el adhesivo que te regalé.
Belén sacó el móvil y miró la margarita que su novio le había regalado
hacía unos meses.
—¿Esto es un gadget? ¿Por eso insististe tanto en que no lo quitara?
—Emmm
—¿Qué tipo de gadget?
—Una especie de GPS…
—¿Un chip? ¿Me has puesto un puto chip en el móvil para saber dónde
estaba? —Belén fue aumentando el tono de voz hasta acabar gritando—. ¿Qué
será lo próximo, ponérmelo en el cerebro para saber lo que pienso?
—Mujer, no te pongas así. Y lo bien que ha venido para encontrar a
Ángela. El pobre Yago estaba muy preocupado y…
—¡Me pongo como me da la gana! —Belén le dio un empujón en el
pecho y se levantó—. ¡Es que no me lo puedo creer! Mira, ¿sabes qué?
Olvídate de lo que te dije; seguimos estando juntos. —Ada la miró extrañada y
Richi soltó el aire, aliviado—. Porque así puedo darme el gustazo de volverte
a dejar. ¡Y esta vez mirándote a la cara! ¿Querías chollo? Toma chollo. —
Belén arrancó la margarita adhesiva y se la tiró a la cara—. ¡Vete a chipar a
otra! ¡A ver cómo me encuentras ahora, listo!
Mientras se alejaba, Ada sacudió la cabeza.
—Te has pasado tres pueblos, Richi. Has violado su intimidad.
—¡Joder! Encima que os he encontrado. ¿No pensaríais volver a casa en
este estado? Así no podéis conducir.
—Pues ve a por ella, que se escapa.
Richi fue el siguiente en desaparecer por la puerta del local. Ada empezó
a recoger sus cosas y las de sus amigas para seguirlos, pero cuando se dio la
vuelta, un hombre se había sentado a su lado con una copa en cada mano.
—Hola, preciosa —la saludó—. No esperaba verte por aquí.
—¡Ramón! —Ada reconoció al hijo de Teresa, la tendera—. Ni yo a ti.
Gracias por la copa, pero ya me iba. Mis amigos…
—Una copa de bienvenida al pueblo; no me la puedes rechazar, sería de
muy mala vecina.
Ella miró el líquido anaranjado de la copa. Los chupitos le habían dado
sed y las escenas protagonizadas por sus amigas le habían recordado lo sola
que estaba.
En ese momento le entró un mensaje al grupo Tocadas del Ala.

Belén: Sal, tía, que nos vamos.

Ada trató de responder, pero le daba vueltas todo y no acertaba a
encontrar las teclas adecuadas. Sin pedirle permiso, Ramón le quitó el
teléfono, y tecleó una rápida respuesta.
—¿Qué haces?
—Le digo a tu amiga que se vaya; que has encontrado al hombre de tu
vida y que te quedas un rato; que ya volverás con él.
Ada miró a su alrededor.
—¿Está aquí?
—¿Quién?
—Millán —respondió, porque el alcohol había hecho que su corazón
bajara la guardia y la había dejado sin filtros en la lengua.
Ramón se tensó, pero ella no se dio cuenta porque seguía buscando al
Erizo.
—Toma —Ramón le devolvió el móvil y luego le plantó la copa en la
mano—, bebe.
Ada bajó la vista hacia la copa, muy sorprendida por su propia reacción.
«¿Millán? ¿El hombre de mi vida? Estoy fatal de lo mío, pero muy, muy
mal.»
—Ada, Ada, Ada. —Ramón sacudió la cabeza—. Me preocupas; te veo
muy perdida en la vida, falta de cariño. —Los chupitos habían hecho mella en
las defensas de la exconcejala, que sintió que los ojos se le llenaban de
lágrimas. El hijo de Tere no perdió el tiempo. Se acercó y le rodeó los
hombros con un brazo—. Ven aquí, desahógate. —Mientras Ada lloraba con la
cara hundida en su pecho, él siguió hablando—. Si necesitas un hombro en el
que llorar, piensa en mí. Me preocupa que vayas a caer en las redes de ese tipo.
La mente de Ada no tardó en fabricar una escena ardiente sobre las redes
de Millán extendidas en la arena. El pescador y ella se amaban a la luz de la
luna, mientras las olas les acariciaban los dedos de los pies.
—No te preocupes —Ada apartó un poco la cara y se secó las lágrimas
con el antebrazo—, ya soy mayorcita. Sé cuidar de mí misma.
Ramón casi no le dejó ni acabar la frase. Le sujetó la nuca con la mano
abierta y volvió a hundirle la cara en el pecho.
—¡Mnhghmhgtmm!
—¿Qué? —Ramón aflojó la mano.
—¡Que me ahogo!
—Perdona, perdona. Es que no puedo… —Ramón estaba cada vez más
tenso—. ¡Aléjate de Millán! Ese hombre no te conviene. Ni a ti ni a nadie.
¡Debería estar en la cárcel!
Ada se apartó de él bruscamente.
—¿Por qué dices eso? Lo de su mujer… fue un accidente, ¿no?
—¡No la llames así! ¡Ximena! ¡Se llamaba Ximena!
El odio que vio en los ojos de Ramón la asustó, pero solo duró un
instante. Enseguida se recuperó y volvió a parecer un hombre centrado y
preocupado por ella.
—Perdona, es que odio a los tipos como él, que tratan a las mujeres
como objetos y se creen que están ahí para desahogar sus bajas pasiones. ¡No
lo soporto! —Apretó tanto los puños que Ada le apoyó una mano en el brazo
para calmarlo—. Cada vez que veo que se acerca a mi hermana, me vuelvo
loco. Lo que hizo con Ximena…
Las alarmas de Ada se dispararon.
—¿Qué le hizo?
Él sacudió la cabeza.
—No puedo… ni hablar de ello —respondió, roto de dolor—. ¿Sabes
dónde está ahora?
Ada frunció el ceño. Sí, se lo había dicho.
—Pues… ¿trabajando en la línea de alta tensión?
Ramón se echó a reír sin ganas.
—¿Ahora se le llama así? Dime, Ada, ¿el… amor de tu vida te ha
hablado de Sonia?
Ada sintió que Elsa había lanzado un chorro de hielo escondido en las
palabras de Ramón que le llegó directo al corazón.
—¿Sonia?
—Toma, bebe.
Ada no se hizo de rogar y, mientras apuraba la copa, el hijo de Tere le
contó con pelos y señales las frecuentes visitas de Millán a La Junquera, donde
había pasado buena parte de los últimos años en los prostíbulos de la localidad
fronteriza. Y de tanto frecuentarlos había acabado dejando embarazada a una
de las mujeres, Sonia.
«El amor de tu vida… y cada día el de más gente», se dijo, imitando la
voz del presentador Matías Prats en su cabeza. «Qué manía con buscar el amor
donde no hay más que… fantasías, Ada. ¿Hay algo en tu vida que sea real?»
Cuando logró deshacer el nudo que se le había formado en la garganta,
se volvió hacia Ramón. Él ladeó la cara, se acercó lentamente a ella y la besó.
Ada le dejó hacer, básicamente porque la tomó por sorpresa, pero
también porque sentía una gran necesidad de incorporar algo real a su vida.
Sin embargo, pasados unos segundos cortó el beso, porque la realidad le
estaba resultando fría y muy amarga.
«¡Qué tentador es perderse en el mundo de los sueños, donde todo es
exactamente como lo deseamos, donde podemos fabricar un mundo a nuestra
medida!»
Sintió un escalofrío y Ramón le dirigió una sonrisa canalla, seguro de
haber sido la causa de su estremecimiento.
—Llévame a casa, por favor.
Ramón, seguro de haber triunfado, le dio un pico en los labios y la
ayudó a levantarse. Pero cuando poco después llegaron a casa de Aurora, dos
parejas estaban sentadas frente a la puerta principal y el hijo de Tere no pudo
reprimir un gruñido.
Richi se acercó al coche. Belén y Ángela parecían estar dormidas, con la
cabeza apoyada en los hombros de Yago.
—Aquí hay demasiada gente —murmuró Ramón—. Y a mi casa no
podemos ir; la bruja de mi madre tiene un sueño muy ligero, pero hay un
descampado por aquí cerca…
Richi abrió la puerta del coche.
—Menos mal que has llegado. No tenemos llaves.
Ada se alegró mucho de ver al novio —o exnovio, o lo que fuera— de
Belén. Estaba mareada; le daba vueltas la cabeza, y no le gustaba nada la actitud
de Ramón, que se había pasado el trayecto acariciándole el muslo cada vez que
ella cerraba los ojos. Aceptó la mano de Richi y empezó a salir del coche, pero
Ramón la agarró con fuerza del brazo.
—Eh, ¿no te despides? ¿Así me agradeces todo lo que he hecho por ti?
Al ver que ella hacía un gesto de dolor, Richi agarró a Ramón por la
muñeca y apretó hasta que soltó a su amiga, mientras lo amenazaba con una
mirada que había aprendido en su barrio de las afueras de Barcelona, una
mirada que decía en voz alta y clara: «De la cárcel se sale, del cementerio, no.»
—Tranquilo, tío. Solo trataba de protegerla de las malas compañías, no
hace falta que te pongas así.
—¿Lo de malas compañías va por nosotros? —La ceja de Richi se alzó
tanto que parecía tener vida propia.
—No, claro que no; ella ya sabe por quién va. Espero que no lo olvides,
Ada.
—Buenas noches, Ramón. Gracias por traerme a casa. —Ada se abrazó a
la cintura de su amigo, y recorrió los metros que la separaban de la puerta.
—Anda que estáis finas las tres.
—Calla, Richi. —Le dio su bolso para que buscara las llaves—. Y abre
tú, acabarás antes.
13

El domingo Ada despidió a las dos parejas desde esa misma puerta. Habían
dormido hasta tarde y sus amigas estuvieron ocupadas reconciliándose con sus
parejas, por lo que no salieron de la habitación hasta pasadas las tres. Ada bajó
a Soñada en su coche a comprar algo de marisco y pescado de roca con el que
preparó un arroz para sus amigos. Era lo mínimo que podía hacer por ellos
después del fin de semana que le habían dedicado. Aunque la salida a la
discoteca había sido un desastre, al menos Yago se había decidido a dar el paso
que Ángela llevaba años esperando. Y gracias a eso, durante el resto del día no
habían vuelto a hablar ni de política ni de la falsedad de los hombres. La boda
había pasado a ser el centro de todas las conversaciones. Ada les había
ofrecido la cala y la casa, y a Ángela le había encantado la idea. El Nanas había
empezado a decir que tenían muchas cosas que decidir, pero la mirada de
Ángela le hizo dejar la frase a medias, por lo que los demás pudieron relajarse
y disfrutar de la sobremesa.
Mientras el atardecer teñía de tonos azules, grises y anaranjados el cielo
y el mar, Ada contemplaba las sábanas que había sacado del baúl, sentada en la
que había sido la cama de su abuela. Al acariciar los bordados, le vino a la
mente la imagen de un costurero. Era un mueble no muy grande, de madera
oscura; un costurero de pie que su abuela tenía siempre a su lado mientras
bordaba en la mecedora, junto a los ventanales. Miró a su alrededor, pero no
lo vio.
«¿Estará en el desván?»
No tenía nada mejor que hacer, así que fue a buscarlo. Levantó las
sábanas viejas que cubrían varios muebles para protegerlos del polvo y soltó
una exclamación de alegría cuando lo encontró.
«Lo recordaba más grande», se dijo. De niña se había asomado a él,
agarrándose al borde con las dos manos, como quien se asoma a un pozo,
maravillándose por los objetos variados que había en su interior.
Lo abrió allí mismo —deslizando hacia lado y lado las dos mitades
correderas de la tapa que lo cubría— y sonrió. Estaba tal como lo recordaba.
No faltaba nada, ni la caja de caramelos viuda de Solano llena de botones, ni
las bobinas de hilo, ni las cajas de alfileres y agujas… Sonrió al ver el
alfiletero floreado lleno de agujas clavadas porque le recordó a Millán.
«¿Y eso?». Tomó una funda y al abrirla vio que contenía las gafas de su
abuela. Aurora era corta de vista y cuando se ponía las gafas para coser
parecía que tenía los ojos enormes. A Ada siempre le habían parecido unas
gafas mágicas. Se las puso y lo vio todo borroso. Cuando empezó a darle
vueltas la habitación, se las quitó. «No más vueltas. Ya bastantes vueltas me ha
dado la cabeza todo el fin de semana.»
Levantó el costurero y bajó con él al dormitorio. Al llegar, lo dejó junto
a la cama, sacó todos los hilos y los extendió sobre la colcha. No puedo
resistir el impulso de acariciar los cisnes del embozo de las sábanas con las
que había dormido ese fin de semana.
«Elsa ya tiene las camisetas que necesitaba y con los bares de hielo, todo
le irá bien, estoy segura.»
Se volvió hacia el montón de sábanas que había dejado sobre la cama y
las fue revisando.
«El mar. Tengo que bordar el mar para que Pulgarcita pueda salir del
bosque, pero no sé cómo hacerlo. Mejor que empiece por algo más fácil.»
Se quedó mirando las sábanas de Nunca Jamás. El barco pirata, la
ensenada, el campamento indio, la calavera donde el capitán Garfio lleva
prisionera a Tigrilla…
—¡Sí! —exclamó—. Nunca Jamás ha perdido la magia. Eso sí me veo
capaz de bordarlo.
Encendió la luz de la mesita, buscó el hilo amarillo, enhebró una aguja y
empezó a bordar estrellitas a lo largo de todo el embozo. Cuando llegó al otro
extremo, levantó la sábana y la miró con el ceño fruncido. Si las puntadas de
los bordados de su abuela eran tan diminutas que apenas se distinguían, las
suyas eran enormes. Con una puntada horizontal y otra vertical formaba una
cruz, y con otras dos en diagonal formaba estrellas, pero eran tan grandes que
más parecían astros como Vega o Sirius A que polvo de hada.
«Tendré que volver a Nunca Jamás una de estas noches a ver si ha
funcionado.»
Ada dejó la sábana a un lado. No estaba acostumbrada a coser ni a bordar
y eso de tener que parar a cada momento para cortar el hilo con las tijeras de
la abuela, anudarlo y volver a empezar le resultaba agotador. Le parecía oír a
Aurora en su cabeza.
«Dos nudos, Ada, tienes que rematar con dos nudos.»
—Sí, yaya. Ya lo he hecho.
«Has hecho un nudo, ¿qué te crees, que no te he visto?»
Refunfuñando, Ada hizo un segundo nudo para impedir que el hilo se
aflojara… y que su abuela la riñera, para qué se iba a engañar. Se levantó y se
acercó a la cristalera. Gracias al buen trabajo de Millán, tenía una vista
inmejorable de la caleta. Las olas rompían contra la orilla en un vaivén
relajante. La luna creciente, que había empezado a ascender por el cielo, hacía
brillar la espuma con su luz plateada.
Sintió un anhelo en el vientre y supo que tenía dueño. No era Pedro el
causante del oleaje que se había despertado en sus entrañas, ni tampoco
Ramón. Era Millán quien ponía sus mareas en marcha con solo pensar el él. Ni
siquiera la amenazadora advertencia de Ramón había logrado romper la
obsesión cada vez más grande que ese hombre le provocaba.
«No te empecines, Ada, que nos conocemos. Estás a tiempo; aléjate de él
ahora que puedes, piensa en otras cosas.»
Aunque trató de pensar en otras cosas, como en su familia, sus
compañeros de partido que no la llamaban o el juicio que se avecinaba, el
remedio resultó ser peor que la enfermedad. Cuando la realidad era tan
deprimente, ¿qué mal había en perderse un poco en los sueños?
Se arrodilló ante el baúl y sacó todas las sábanas. Dejó a mano unas en
las que Alicia tomaba el té con el Sombrerero Loco, pero la mirada se le fue al
montón de sábanas totalmente blancas, sin decorar. Se imaginó que bordaba
una cala, con una cabaña y una barca con un nombre escrito. Se esforzó en
descifrar el nombre pero no lo logró.
«¿Marina? Parece que pone Marina. Aunque tal vez sea Ximena y me
niego a verlo», se dijo, pero rápidamente apartó esa inquietante idea de su
mente. No quería creer que el hombre por el que sus amigas y ella se habían
pasado la tarde del viernes babeando mientras limpiaba las cristaleras pudiera
ser un asesino. No estaría tranquilamente por la calle si lo fuera, ¿no? Lo
hablaría con Feli y Armonía cuando las viera. Las dos brujas volverían pronto
para emitir el programa y su casa volvería a convertirse en El oráculo de
Felonía.
Se le escapó la risa al pensarlo. ¿Quién lo iba a decir? La vida era
bastante capulla cuando se lo proponía, pero no se podía negar que tenía
sentido del humor.
Bajó la vista una vez más hacia las sábanas. La idea de bordar a Millán
para soñar con él cada vez le resultaba más atractiva. En esos momentos no
quería tener una relación seria con nadie, y muchos menos con alguien tan
problemático como el erizo, pero no estaba pensando en nada serio, solo en un
revolcón. Bueno, en un revolcón serio, eso sí.
«Si tuviera una foto suya que me sirviera de modelo tal vez podría...»
Ada contuvo el aliento cuando las cosas hicieron clic en su cabeza. «¡Claro!
¡La foto! Pero cómo no me he dado cuenta antes. ¡Qué burra soy!»
Ada fue a buscar la foto de su abuela que ella misma le había dejado
clavada con un alfiler en las sábanas, junto a la nota.
—Perdona, yaya. Tu nieta se ha pasado los últimos días con la cabeza
metida en el… sí, ahí, donde estás pensando. Bordar no es lo mío, ¡pero lo voy
a intentar!
Por suerte, en el costurero encontró papel de calco y un carboncillo.
Tras varios intentos, logró dibujar una cara parecida a la de su abuela. Sin
perder ni un momento, la bordó lo mejor que supo.
Con el corazón rebosante de esperanza, cambió las sábanas y se acostó.

Ada se despertó y comprobó decepcionada que seguía estando en la cama de la


abuela. Se apoyó en los codos y vio que estaba amaneciendo. A la tenue luz del
alba distinguió una sombra junto a los ventanales. Tal vez fuera porque la
figura era menuda y le resultaba familiar, pero no sintió ningún miedo.
«¿Será posible?»
—¿Yaya?
Apartó las sábanas y se levantó para lanzarse en sus brazos pero al llegar
junto a la sombra se dio cuenta de que seguía siendo eso: una sombra.
—¡Yaya! ¿Eres tú?
«Sí, soy yo», oyó en su cabeza. Era la voz de su abuela; la misma que la
había estado acompañando desde que entró en la casa.
Ada intentó abrazarla, pero era como tratar de abrazar un holograma.
Frustrada, se sentó en el suelo y se dio cabezazos contra las rodillas antes de
levantar la cara ante la sombra que se alzaba ante ella.
—¡Qué desastre! ¿Por qué no prestaría más atención en clase de dibujo?
Por suerte, la voz de su cabeza resonó más clara que nunca,
probablemente porque había aprendido a no ignorarla.
«No es culpa del dibujo», la tranquilizó su abuela. «No me has sacado
muy favorecida, las cosas como son», añadió, coqueta, y Ada se cubrió la cara
con las manos, muerta de vergüenza. «Pero el problema es otro.»
Las palabras de su abuela la animaron. Si había un problema concreto,
encontraría la solución.
—¿Cuál es el problema? ¿Qué puedo hacer para remediarlo?
Su abuela carraspeó y Ada tuvo la extraña sensación de que el
holograma gris, que parecía estar formado por interferencias en una pantalla
de televisión, se ruborizaba.
«Ffffffffff»
Ada ladeó la cabeza, pero no la interrumpió.
«Ffffffffff», insistió Aurora.
—¡Un gato! ¡Claro! ¡Necesito un gato! No hay bruja que se precie que no
tenga un gato.
«¡Qué no! Bueno, tener la compañía de un gato siempre es buena idea,
pero no. Lo que tienes que hacer es fo… —El fantasma carraspeó—. A ver,
¿cómo te lo explico? La magia de Soñada corre por las venas de nuestra
familia, Ada. Normalmente pasa de madres a hijas y, cuando nació tu padre,
temí que la línea quedara interrumpida, pero la noche en que naciste, tus
madrinas y yo tuvimos muy claro que eras como nosotras. Esa tormenta no fue
una tormenta normal. Esa noche, las fuerzas de la fantasía y de la realidad
lucharon duro.»
Ada abrió mucho los ojos. Había oído a su madre hablar de la noche en
que ella llegó al mundo, pero siempre lo contaba con tanto resentimiento que
solía avergonzarse de ello. Sin embargo, en boca de su abuela sonaba… épico.
Era como estar oyendo hablar del nacimiento de alguien legendario, como el
rey Arturo… o Harry Potter.
«Las chicas y yo nos ilusionamos. Pensamos que podríamos mantener
viva la magia en este rincón del mundo, pero la realidad tenía una baza
poderosa que te apartó de nosotras.»
—¡Mi madre! —exclamó Ada, que no necesitó oírlo en boca de su
abuela. Simplemente, lo supo. Irma se había pasado la vida tratando de
moldearla a su imagen y semejanza, ridiculizando la vida de pueblo, los
ideales, la entrega a los demás y por supuesto, la magia.
«Tu intuición es potente, Ada, escúchala. Te ha traído hasta aquí. Estoy
muy orgullosa de ti.»
—Pero ¿qué dices, yaya? Si no puedo verte ni abrazarte. Soy un desastre.
«No seas boba. ¡Todo se aprende! Y tú no has tenido a nadie a tu lado
diciéndote lo que tenías que hacer. Lo has averiguado sola. —Su abuela se
echó a reír—. Mi primer intento fue mucho peor. Algún día te lo contaré, pero
ahora no quiero distraerte con anécdotas. El caso es que las estrellas que has
bordado en las sábanas de Nunca Jamás no funcionarán porque, como te dijo
Elsa, la magia no está en el hilo, está en quien borda.»
—Y yo no tengo magia —acabó la frase Ada, abatida.
«La tienes, pero hay que activarla.»
La joven arrugó la boca y la nariz, como si fuera un conejo.
—Como si fuera una tarjeta de crédito.
La abuela se echó a reír.
«No exactamente. De un modo mucho más agradable.»
—¡Pues venga! ¿A qué estamos esperando? ¡Ayúdame! Me muero de
ganas de abrazarte.
Aurora carraspeó.
«No es a mí a quien tienes que abrazar, niña.»
Una imagen de Millán, esperándola con los brazos abiertos se apoderó
de su cabeza con tanta fuerza que la sobresaltó.
«Bien. Veo que lo vas entendiendo.»
—No, yaya, no entiendo nada.
Aurora suspiró con sentimiento.
«La magia es siempre magia, pero cada una de nosotras la genera de un
modo distinto. Armonía es cerebral, ve las cosas en su mente. Yo…»
Ada acabó la frase por ella:
—Tú eres todo corazón, yaya.
La abuela sonrió.
«Muy bien. ¿Podrías decirme dónde le nace la magia a Felicidad y así me
ahorras el apuro?»
Ada ladeó la cabeza un instante.
—¡No! ¿No me dirás que…
«Sí» —replicó la abuela—. «El poder de Feli está en su vientre, en su
útero concretamente. Siempre ha sido muy… entregada a los hombres.»
Ada se echó a reír.
—Sí, es pura pasión. —Rio con ganas, disfrutando de la conversación—.
Entonces, como soy tu nieta, mi magia brota del corazón. ¿Por eso no
funciona, porque está roto?
Le pareció que el espectro de su abuela se rascaba la cabeza.
«No funciona así, Ada. Igual que mis ojos son azules y los tuyos
verdes… cada persona tiene su propio manantial.»
—A ver, recapitulemos, que yo me aclare… Me estás diciendo que tengo
magia pero que no funciona porque me falta activarla. Y que mi magia no
brota del corazón… por lo que, a menos que la mía nazca de un lugar distinto
como por ejemplo… los pies, cosa que no descarto, nos quedarían la mente y
—se llevó las manos al vientre— el útero.
«¡Exacto!», exclamó la abuela aliviada. El sexo había formado parte de
su vida terrenal y nunca había tenido problemas en hablar del tema con sus
amigas, pero con su nieta le costaba; la seguía viendo como a una niña.
—Y por lo incomoda que estás, creo que ya tengo mi respuesta.
«Eres muy lista, Ada. Que la magia brote de tu vientre no significa que
seas menos inteligente ni que tu corazón no sea enorme.»
—Gracias, yaya, tú que me miras con buenos ojos. Muy lista no soy; si
no, no estaría desterrada. Mi corazón… hace lo que puede y en mi útero… —
Ada negó con la cabeza— hay menos actividad que en la biblioteca de Mujeres
y hombres y viceversa.
«Siempre te voy a mirar con buenos ojos, igual que cualquiera con dos
dedos de frente. Lo que necesitamos ahora es que tú te veas tal como eres: una
mujer brillante, solidaria y llena de magia.»
Ada le dirigió una mirada escéptica.
«Aunque no te lo creas, la magia es muy fuerte en ti.»
—Ya, pero se ha quedado sin batería, a cero de rayitas, como mi móvil.
Aurora se echó a reír.
«Pues te daré una buena noticia, cariño. Tienes el cargador muy cerca.»
—Yaya, no sé si te has enterado, pero estoy sola, Pedro me ha dejado.
El holograma con moño resopló con desprecio.
«¡Pedro! Ese hombre lo único que te cargaría serían los nervios. Estoy
hablando de otro hombre. Sí, ese, en el que estás pensando. Ese que hace que se
te activen las mareas. Ahí, en esas mareas está tu magia.»
—¿En serio? ¿Me estás diciendo que si me acuesto con el Erizo seré una
bruja poderosa? ¿Seré capaz de bordar como tú? ¿Qué poderes tendré?
Ada sintió la sonrisa de su abuela directamente en su corazón.
«Solo te daré un consejo: usa una aguja más pequeña. Lo demás, mi niña,
vas a tener que averiguarlo sola. No tengas miedo. Entrégate y disfruta del
viaje.»
14

Cuando se despertó, el sol ya había salido. Ada se frotó los ojos, levantó un
poco la cabeza y vio que, tal como se imaginaba, en la mecedora que había
bajado del desván y había colocado junto a la cristalera no había nadie sentado.
Tomó el embozo de la sábana y acarició con un dedo la silueta mal bordada de
su abuela.
«¿Lo he soñado? ¿He soñado que soñaba? ¡Buf, necesito un café!»
Bajó a la cocina y mientras se preparaba la cafetera, se acercó a los
ventanales. Aunque no quería admitirlo, al mirar hacia la cala no disfrutó del
verde de los pinos ni del azul del mar o del cielo. Sus ojos buscaban otra clase
de belleza, una más dura, más salvaje.
«¿En serio ayer mi abuela me dijo que me quitara las telarañas de ahí
abajo? ¿Se puede ser más patética?»
El caso es que la idea de revolcarse con Millán —ya fuera entre sábanas
o sobre la arena de alguna playa— cada vez le resultaba más apetecible.
Siempre y cuando el Alfiletero fuera capaz de mantener la boca cerrada, claro,
pero como sabía que él iba a estar fuera unos días, decidió empezar a poner en
orden su vida. La operación LIDODUDA —limpieza de otoño del útero de Ada
— iba a tener que esperar un poco más.
Tras desayunar frente a la cristalera, se duchó y vistió antes de conectar
el ordenador portátil en la mesa del comedor y revisar el correo. Había
recibido bastantes emails, todos de periodistas, pero no vio ninguno de María
Guerrero. Le escribió, preguntándole si había descubierto algo, y luego envió
un segundo correo, prácticamente idéntico, a Toni Cruz, su abogado. Leyó por
encima todos los emails. Tal como se había imaginado, todos los periodistas
querían entrevistarla. Responderles en ese momento sería una pérdida de
tiempo; no tenía nada que decir.
«¡Pliñ!»
Acababa de entrar la respuesta de Toni Cruz. Abrió el mail, esperanzada,
pero la alegría duró poco. El abogado le decía que las cosas iban lentas y que
en cuanto tuviera alguna novedad, se la haría saber. Cuando estaba a punto de
apagar el ordenador para no caer en la tentación de entrar en las redes sociales
para ver lo que se decía de ella, entró la respuesta de María Guerrero.

¡Hola, Ada!
Justo ahora iba a escribirte. Anoche estuve chateando con Justiciero
Virtual. Ha entrado en ordenadores de personas cercanas a ti y ha encontrado
cosas interesantes. El problema es que todos los nombres que aparecen citados
están en clave y ahora mismo no sabemos a quién se refieren. ¿Tienes idea de
quien puede ser la Reina Blanca? ¿Y la Reina Roja?
¡Hablamos! ¡Cuídate!

Ada releyó el mail antes de responderle que no, que no tenía ni idea, pero que
le daría unas vueltas al tema.
«¿La Reina Blanca?» Una imagen de su madre, la teñidísima y rubísima
Irma Camarga la Amarga, le vino a la mente. «¿Mi madre? ¿Podría estar mi
madre detrás de la falsa acusación?». Por desgracia, no fue capaz de descartar
la idea por completo. Aunque sabía que su madre se movía a otros niveles y
que la política municipal le quedaba muy pequeña —sobre todo tratándose de
un municipio tan modesto como el suyo—, la veía capaz de eso y de mucho
más. Cuando le contó que iba a ser la candidata del PAP se enfureció. Trató de
convencerla por agotamiento y de sobornarla ofreciéndole pagarle un master
en gestión política en la universidad de Quebec —la universidad más cercana
al faro de Terranova donde trabajaba su padre, por supuesto; su madre no daba
puntada sin hilo—. Cuando ni siquiera eso dio resultado, la amenazó. Muy
sutilmente, pero la amenazó, diciéndole que recordara el cuento de la lechera,
que por mucho soñar se había quedado sin nada.
«¡Qué curioso que mi madre me hablara de sueños y de cuentos! No me
había dado cuenta hasta ahora.»
Se levantó a mirar por la ventana mientras pensaba en quién podía ser la
Reina Roja. Lo más obvio sería pensar en la líder del partido socialista, por lo
de la rosa roja, pero no la conocía de nada. ¿Qué interés podría tener en
desbancar a alguien tan insignificante como ella?
«¡Y si fuera…? ¡No!» Le vino a la cabeza la imagen de la novia de Julio
Salvador, el líder de su partido: el PAP —Partido Asambleario del Pueblo—.
Algunos periodistas habían tratado de buscar una relación que no existía entre
Julio y Ada. El romance entre el carismático líder obrero y la hija de la
principal política conservadora les parecía una moderna historia de Romeo y
Julieta. Al parecer, que entre ellos no hubiera nada era lo de menos. ¿Y si la
diputada y novia de Julio se lo había creído y había querido apartarla de la
política?
Ada resopló. Le costaba entender que la gente se metiera en la vida de los
demás para perjudicarlos, pero la realidad le recordaba cada día que así era.
Que ella no lograra encontrarle el sentido no significaba que esa realidad
fuera a cambiar, pero lo que no iba a permitir era que los acontecimientos la
cambiaran a ella. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que lo que
realmente la hacía feliz era ayudar a los demás. Si no podía mejorar la calidad
de vida de sus antiguos vecinos, buscaría otro objetivo más cercano.
Estiró los brazos por encima de la cabeza y sonrió con optimismo. El
paisaje era precioso, el sol brillaba llenándola de energía y las aves se
lanzaban sobre el mar, graznando y contagiándole sus ganas de vivir.
Sintió que la vida le estaba dando una nueva oportunidad, apartándola de
un camino que en realidad no era el suyo. El rechazo de sus vecinos al
publicarse la acusación le había demostrado que para ellos era una extraña.
Nadie le había dado la oportunidad de explicarse. En Soñada, en cambio, era
alguien: era la nieta de Aurora, la hija de Miguel Ángel. Por supuesto que no
todos eran sus amigos, pero las raíces estaban ahí y tener raíces en una
sociedad tan deshumanizada como la del siglo XXI era algo muy valioso.
Conectó su emisora favorita en el ordenador y soltó un grito
entusiasmado cuando reconoció las notas de Shape of you[1], la canción de Ed
Sheeran. Dando saltitos, bailó por todo el comedor y movió las caderas y los
hombros frente a la cristalera con movimientos que habrían llamado la
atención de cualquiera que la viera desde la playa. Cualquiera. No tenía por qué
ser necesariamente Millán. No. Meneó los hombros hasta que la camiseta se
deslizó dejándole la piel al descubierto. Ladeó la cabeza y se acarició la
mejilla con el hombro, añorando el roce de otra piel que no fuera la suya.
«Deja de pensar en ese hombre; es un problema con patas, bastantes
malas experiencias has tenido ya», se reprendió. «Pero entonces, ¿por qué me
ha animado la yaya? Supongo que todos soñamos con lo que en realidad
queremos oír, ¿no? Que me hace falta echar un polvo es evidente; cualquiera
se daría cuenta, pero nada de empecinarme con Millán. Si se me pone otro a
tiro, ¡a por él! Tengo que recuperar la magia y la energía.»
Iba a necesitar mucha energía para empezar de cero. Esta vez haría las
cosas bien. Empezaría por ayudar a la gente más cercana. Iría al restaurante de
Irene. Seguro que ella sabría qué necesitaba la gente del pueblo.
—Y de paso almuerzo, que no queda nada en la cocina, y no se puede
salvar el mundo con el estómago vacío.

—Toma, tu tostada de pan con tomate y atún.


—Pensaba que pediría pan con chorizo —comentó alguien en la esquina.
El comentario fue recibido con varias risas.
Ada se tensó y sintió el impulso de salir huyendo, pero lo reprimió.
Sabía que no iba a ganarse la confianza de sus vecinos en un día. Iba a tener
que picar bastante piedra, pero ese día estaba animada. Era un momento tan
bueno como cualquier otro para darle la vuelta a la tortilla. Agarró el café con
leche con una mano y la tostada con la otra y se dirigió al grupo de hombres.
—¿Puedo sentarme un momento? Os prometo que no os robaré nada. —
Los hombres, con aspecto de jubilados, intercambiaron miradas incómodas,
pero la actitud valiente de la joven los descolocó. Eso y la mirada de
advertencia de Irene desde la barra. A regañadientes, asintieron—. Me llamo
Ada, ¿y vosotros sois?
—Yo soy Joan, de Cal Ferrer.
—Yo Jordi, de Ca la Maria y él es mi hermano Pep.
—Mucho gusto. Yo soy Ada de Ca l'Aurora. Bueno, ahora es mi casa,
Aurora era mi abuela.
—Sabemos quién eres. ¿No tendrías que estar en la ciudad, preparando la
defensa con los abogados de tu madre?
—Hace tiempo que no vivo con mi madre, me gusta hacer las cosas a mi
manera. Además, no necesito preparar ninguna defensa porque yo no he hecho
nada malo. Lo único que necesito es descubrir quién me ha acusado sin
motivo. Ya se están ocupando de ello y os aseguro que lo descubriré, pero no
pienso estarme aquí sin hacer nada. Hay muchas cosas por mejorar en este
mundo.
Los hombres se echaron a reír.
—¿Y las vas a mejorar tú?
—Lo voy a intentar, sí.
Jordi sacudió la cabeza.
—Las cosas son como son y siempre han sido así.
—Eso no es verdad. Las cosas cambian constantemente. Y si hoy
disfrutamos de muchos derechos es porque alguien luchó por conseguirlos.
—¿Qué derechos? ¿El derecho a pescar que tenían mis abuelos y mis
padres, pero que se acabó el día que tu madre y sus amigachos abrieron el
puerto deportivo en el pueblo de al lado? Mira, mona, ya que no podemos salir
a pescar, al menos no nos robes el derecho a almorzar tranquilamente. —Los
hombres se levantaron. Con una mirada de advertencia a Irene, Jordi añadió—.
O tendremos que buscarnos otro sitio.
Ada los siguió con la vista hasta que salieron. Bajó la vista hacia el
almuerzo, pero se le había cerrado el estómago y apartó el plato.
—Ah, no. Eso sí que no te lo voy a consentir.
Ada tragó saliva.
—Lo siento mucho, no quería quitarte clientes.
Irene se sentó ante ella y empujó el plato.
—No he perdido clientes; estos tres eran los mejores amigos de Siset, no
se irán a ningún lado. Lo que no voy a consentir es que salgas de aquí sin
acabarte la tostada, tu abuela nunca me lo perdonaría.
La aceptación incondicional de Irene le calentó las entrañas una vez más.
El nudo se deshizo y Ada abrió mucho la boca y clavó los dientes en la tostada.
—Así me gusta. Come, come, no pares; ya me encargo yo de hablar. —
Ada gimió. Estaba deliciosa—. Tienes razón; hay mucho trabajo por hacer en
el pueblo. El alcalde… no se ha estado ocupando como debería. —Ada quiso
preguntarle quién era el alcalde, pero tenía la boca llena—. Pero con esos tres
carcamales no vas a conseguir nada. —Irene permaneció pensativa unos
momentos—. Tú y yo vamos a hacer un trato. Necesito ayuda en el restaurante.
Millán se pasa la vida huyendo de aquí. Te diría que fueras a pescar por las
mañanas en tu cala y me trajeras pescado fresco, pero me temo que eso no
funcionaría.
Ada negó vivamente con la cabeza. Odiaba pescar. Sabía que era muy
hipócrita por su parte porque disfrutaba comiéndose una tostada con atún o
anchoas como la que más, pero su padre había tratado de enseñarle a clavar el
gusano en la caña y aún estaba traumatizada. Además, cada vez que lo
acompañaba a pescar, el cubo acababa misteriosamente en el agua de una
patada —totalmente involuntaria, por supuesto— de Ada, que pretendía
convencerlo de que la inactividad le provocaba espasmos en la pierna.
—¿Puedo ayudarte de otra manera?
—Sí. Necesito a alguien que me sustituya en la barra mientras voy a
comprar al pueblo o hago gestiones. Cada vez que voy al médico, tengo que
cerrar porque ese hijo mío no puede estarse quieto y apenas le veo el pelo. Si
te interesa, el trabajo es tuyo. No podré pagarte mucho, pero tendrás
flexibilidad de horario. Si necesitas salir para visitar a tu abogado o… lo que
sea, no hay problema; nos organizaremos. Además, te ayudaré a ganarte la
confianza de los vecinos. Estoy harta de ver la desgana general que ha caído
sobre Soñada en los últimos años. Es como si nos hubiéramos hundido en una
especie de letargo. —Sacudió la cabeza—. Han sido muchas muertes en poco
tiempo: Siset, Aurora, Ximena… Pero ¡ya! No podemos seguir de luto toda la
vida. Hemos de devolverle al pueblo las ganas de vivir y si alguien puede
hacerlo, eres tú. Tienes… algo especial. Cada vez que te veo… veo parte de
Aurora en ti.
Ada ladeó la cabeza.
—Es normal, era mi abuela.
Irene hizo un sonido de protesta.
—No me refiero a eso. No puedo explicártelo… pero yo me entiendo.
«¿Estará hablando de la magia?». Ada prefirió pasar a un tema más
seguro.
—¡Pues muchas gracias por tu oferta! Mi futuro profesional está en el
aire; no tengo ni idea de qué voy a hacer en los próximos años —Irene se
encogió de hombros como diciendo «Ni tú ni nadie, hija»—, pero acepto ese
empleo encantada. ¡Muchas gracias por tu confianza! No te defraudaré. ¿Por
dónde empiezo? ¿Quieres que entre cajas del almacén? ¿Barro el suelo?
Irene se echó a reír.
—Ese es el entusiasmo que necesitamos por aquí. Quieta, acaba de
almorzar. Voy a buscar un papel y un boli. Hace tiempo que veo que hay cosas
que se podrían hacer mucho mejor, pero no sabía cómo cambiarlas. Seguro
que a ti se te ocurre algo.
Al cabo de media hora, la lista de proyectos ocupaba toda la página por
delante y por detrás. Ada le había puesto incluso título: Despertar a Soñada.
—La idea de crear un grupo de ayuda mutua entre ancianos y niños
pequeños me parece brillante —comentó Irene, entusiasmada—. Resuelve el
problema de muchas madres y también de familias con personas mayores a su
cargo.
—Podemos organizar turnos o contratar a alguien que siempre esté allí.
Así empezamos a resolver también el problema del paro. Creo que lo más
urgente es contactar con el alcalde. Si no piensa hacer nada, al menos que deje
que otro resuelva las necesidades de la gente.
—Mmm, sí, sobre ese tema…
—Es que no lo entiendo. ¿Por qué se presenta alguien a las elecciones si
luego no piensa mover un dedo por los demás?
—Bueno, a veces la vida se interpone en las mejores intenciones y…
En ese momento, Tere, la hija de la tendera entró en el restaurante.
—Hola, Irene. Te traigo la compra.
—Gracias, hija. Ya no hará falta que me la traigas más. Ada va a
ayudarme en el restaurante y podré hacer la compra yo misma.
Tere miró a Ada con el ceño fruncido.
—Entonces, ¿no te has ido aún? Pensaba que te aburrirías en dos días.
—No, no me he ido aún. Y no creo que me aburra; hay mil cosas por
hacer.
Tere se echó a reír con ganas.
—¿Cosas por hacer? ¿En este hoyo? Estás mal de la cabeza; aquí nunca
hay nada que hacer.
—No es verdad y te lo demostraré. Voy a empezar ahora mismo. Buscaré
al alcalde y le pediré las llaves del ayuntamiento. Voy a ver si hay alguna sala
que sirva para el grupo de apoyo mutuo. ¿Sabes dónde vive el alcalde?
Tere apoyó la espalda en la pared y se fue deslizando hacia el suelo. La
risa la había dejado sin fuerza en las piernas.
—Loca, ja, ja, ja, ja, ja, ja. Está como una regadera. ¿Cómo no va a saber
dónde vive el alcalde si es su hijo, idiota!
Ada se volvió hacia Irene, sin entender nada.
—Millán —le aclaró su nueva jefa, con cara de circunstancias—. El
alcalde es Millán.
15

—¡Llego tarde, llego tarde!
Ada abrió los ojos. Se había quedado dormida en un prado de
margaritas, unas margaritas tan grandes que le podrían servir de paraguas si,
de pronto, se pusiera a llover; pero hacía un día radiante y no parecía que fuera
a encapotarse.
Se apoyó en los codos para ver quién llegaba tarde y no le extrañó
demasiado ver unas orejas y una cola de conejo alejándose a toda prisa. Pero,
a diferencia del cuento de Alicia en el país de las Maravillas donde parecía
haberse despertado, el ser que se alejaba no era un conejo con aspecto de
peluche; era una conejita, de las de Play Boy.
Ada se desperezó rápidamente y la siguió.
—¡Hola! —la saludó al llegar a su lado.
—¡Hombre, Ada! Tú por aquí, me han hablado de ti.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Pulcra. Somos amigas, estamos en la misma agencia de modelos.
—¡Pulgarcita! —Ada sintió una punzada de culpabilidad por haberse
olvidado de su amiga—. ¿Cómo está?
—Mejor que nunca, pero ven; acompáñame y lo ves tú misma.
—Claro, ¿adónde vas?
—Al parque de atracciones que hay detrás de aquella colina. Hoy se
inaugura una nueva atracción. Nos han contratado para que las fotos queden
vistosas.
Ada miró el maillot negro ajustado, las medias de rejilla, la diadema con
orejas rosas y la cola algodonosa de la amiga de Pul.
—Pues sí, vistosa vas. ¿Cómo te llamas, por cierto?
—Connie, por lo de Conejita, ya sabes.
Ada se echó a reír.
—Te pega. Encantada, Connie.
Este sueño le estaba resultando mucho más relajado que los anteriores.
Aunque tal vez fuera ella, que ya se había acostumbrado y no se angustiaba
ante la idea de descubrir cosas nuevas. Connie llevaba unos tacones altos, por
lo que no caminaba muy deprisa y Ada tenía tiempo de disfrutar del paisaje.
Aunque en Soñada era otoño, en el sueño parecía ser primavera, uno de esos
días de primavera en los que los árboles, los arbustos y las flores se
desparraman de amor por la vida y llenan el aire de polen. Por suerte, Ada no
era alérgica. Al menos, no al polen; la injusticia y la prepotencia eran otra
historia.
—Ayúdame —le pidió Connie, al llegar ante una piedra que se interponía
en su camino—. ¡Llego tarde, llego tarde! Siempre me pasa lo mismo,
¡dichosos tacones!
—¿Has pensado en ir con zapatillas hasta el sitio y luego cambiarte los
tacones, como en las películas de Nueva York?
—¿Y luego dónde dejo las zapatillas? No lo veo, pero gracias por
preocuparte por mis pies.
Oyeron la música del tiovivo poco antes de alcanzar la cima. Una vez
arriba, descansaron unos segundos.
—¡Guau! ¡Es impresionante!
—Sí, los parques Disney nos dan trabajo a todos; no sé qué haríamos sin
ellos. Mira, allí está Mary. Se la rifan para las inauguraciones de tiovivos.
Menos mal, porque las niñeras británicas ya no están de moda. La pobre pasó
unos años malísimos hasta que se reconvirtió.
Ada se frotó los ojos. Subida a uno de los caballos del tiovivo estaba
efectivamente Mary Poppins, aunque le costó reconocerla sin las severas
faldas. Llevaba un body tan ajustado como el de Connie, y estaba de pie sobre
el caballo, bailando alrededor de la barra que subía y bajaba al ritmo de la
música.
—¿Mary Poppins está haciendo Pole Dance?
—Ajá, es la reina de la barra. Y ya verás cuando salgan los pingüinos a
hacerle los coros.
Ada sacudió la cabeza en silencio. Se había quedado sin palabras.
—¿Te quedas o vienes conmigo? —le preguntó Connie.
—¿Pulcra en qué atracción está?
—En la misma que yo: La Tetería del Pulpo.
—¿La… Tetería del Pulpo? ¿Qué atracción es esa?
—Ahora la verás.
Las dos chicas avanzaron entre la multitud que se había reunido para
disfrutar de la feria. El parque era lineal. Las atracciones se concentraban a
lado y lado de la gran avenida. Al mirar a su derecha, vio que niños y no tan
niños disfrutaban dando mazazos a los siete enanitos, que asomaban la cabeza
de manera aleatoria por los agujeros abiertos en una plataforma. Cuando un
niño alcanzó en la cabeza a Blancanieves, todos vitorearon, menos Ada, que
hizo una mueca de dolor.
—Si le das a Blancanieves, te llevas un peluche —Connie se encogió de
hombros.
—¡Pobre Blancanieves!
—Sí, pero es que la madrastra es la dueña de este parque.
—¡Ups! ¡Se ha ensañado con ella!
—No creas, tiene mala leche para todos por igual. Si te digo a qué se
dedica el pobre Pinocho…
Ada abrió mucho los ojos.
—No me dejes así. ¿A qué se dedica?
Connie negó con la cabeza. Le tomó la mano y le mostró la pulserita
floreada que llevaba en la muñeca.
«¿Y esta pulserita de dónde ha salido?»
—Tú tienes pase para sueños familiares. Pinocho juega en otra liga; va
bordado en sábanas de raso negras, no te digo más.
«¿Un pase familiar? ¿Y con esto pretendes que me quite las telarañas,
yaya? Ya hablaremos tú y yo.»
A la izquierda, otro grupo de visitantes lanzaban lo que parecían ser
fichas blancas a unas cestas. Cuando una niña encestó, una enredadera empezó
a elevarse rápidamente hacia el cielo. El padre de la niña la levantó en brazos y
la niña empezó a trepar por la enredadera.
—Son las habichuelas mágicas de Jack. Cuidado con él, no es de fiar.
—¿Jack no es de fiar? —Ada miró con preocupación a la niña que
ascendía confiada por la planta, recibiendo una chuchería cada vez que
alcanzaba una hoja nueva.
—Invirtió toda su fortuna en cultivos transgénicos que acabaron con la
biodiversidad de una gran zona de África y, cuando se arruinó porque la
guerra arrasó con todo, transgénico y no transgénico, vino a pedir trabajo al
parque.
—Madre mía, ¿es que no hay ningún personaje de cuento que haya tenido
un final feliz?
Connie meneó la colita y siguió avanzando.
—Todos y ninguno. —Se encogió de hombros—. El final feliz depende
solo de donde elijas poner el final de la historia. —Se sacó un pequeño reloj
de cuerda del escote y lo consultó —. ¡Ya llegamos, justo a tiempo!
La multitud soltó una exclamación cuando en lo que parecía ser una
tetera gigante se abrieron puertas y ocho brazos articulados se extendieron a la
vez, como si fueran los brazos de un pulpo. En el extremo de cada brazo había
una taza o un pastelito con asientos dentro para los usuarios de la atracción.
—¡Corre, ven, sube conmigo! —la invitó Connie y Ada no se lo pensó.
Hacía mucho tiempo que no iba a un parque de atracciones.
Una música de guitarra que llevaba meses sonando en todas las
discotecas, bares y emisoras de radio despertó el delirio de los que se habían
congregado alrededor de la atracción para no perderse la inauguración.
Mujeres, hombres, niños y niñas empezaron a bailar al ritmo caribeño.
—¿Qué canción es? —le preguntó Ada a Connie, que bailaba de pie en
la taza que había empezado a dar vueltas lentamente alrededor de la atracción
—. Me suena mucho.
—Tú eres el imán y yo soy el metal —cantó Connie—. ¿No sabes qué
canción es? ¿Tú en qué mundo vives?
«Ay, Dios. Una conejita de cuento me pregunta en qué mundo vivo. Sí, es
oficial, tendría que salir más.»
—Me voy acercando y voy armando el plan…
Los brazos del pulpo se movían a veces hacia un lado y a veces hacia el
otro, cruzándose con el resto de extremidades. Ada observó a los ocupantes de
las demás cazoletas. Los brazos se movían despacio.
—Des… pa… ci… to [2]… —coreó Connie, moviendo las caderas.
Al fijarse, se dio cuenta de que todos eran personajes del cuento de
Alicia en el país de las Maravillas. Aparte del conejo, que estaba a su lado,
distinguió al Sombrerero Loco. Al pasar por su lado, el Sombrerero le ofreció
un té.
—Pero no tengo taza —comentó Ada.
—Toma —Connie la hizo aparecer y se la puso en la mano sin dejar de
cantar:
—Solo con pensarlo se acelera el pulso.
El sombrerero alargó la tetera y duchó a Ada con un buen chorro, que
fue a parar a todas partes menos a la taza.
—¡Eh! —protestó, pero en ese momento Connie y los demás cantaron:
«¡Sube, sube, sube!» y los brazos del pulpo se levantaron varios metros en el
aire. Ada se agarró a los bordes de la taza, con el estómago en la boca. Pero
cuando añadió: «esto hay que tomarlo sin ningún apuro», el ritmo de la
atracción volvió a estabilizarse y los brazos a descender al nivel del suelo.
Un gato a rayas con una sonrisa que le ocupaba más de media cara se
acercó en su cazoleta en forma de cupcake.
«Esa cara me suena mucho.»
Al pasar junto a ella, el gato la saludó.
—Ada, me alegro de verte tan bien.
—¿Julio? ¡Será posible! —exclamó Ada al reconocer al que había sido
el líder de su partido hasta que la expulsaron si darle la oportunidad de
defender su inocencia—. ¿Cómo que te alegras? ¡Pero si no has querido hablar
conmigo! —La atracción había seguido girando y Julio y su sonrisa habían
desaparecido.
—Esto hay que tomarlo sin ningún apuro —añadió Connie, meneando
las caderas y haciendo un gesto con los brazos, como aconsejándole que se
relajara.
—¿Leche, querida? —Ada se volvió hacia la voz. Flanqueada por dos
cartas armadas con lanzas, la Reina Blanca se acercaba a ella, jarrita en mano.
Ada buscó la taza que rodaba por el suelo, la levantó y se la ofreció a la
reina, que hizo el gesto de servirle leche. Sin embargo, cuando miró en el
interior la taza seguía tan vacía como antes. Miró a la reina a la cara y se dio
cuenta de que, tal como había sospechado, se trataba de su madre, Irma
Camarga.
—¡No sé qué, no sé cuántos de tus gritos, y que olvides tu
apellidooooooo! —cantó Connie, dándolo todo.
—Y que lo digas —replicó la Reina Blanca, más altiva que nunca—. Con
todo lo que he hecho por ti, con todo lo que te he dado y mira cómo me lo
pagas. Te has olvidado de tu apellido. ¡En vez de Ada la Empecinada deberías
llamarte Ada la Descastada!
Ada bajó la vista hacia la taza, que seguía vacía.
«¡Qué típico de los políticos!», se dijo. «Todo el mundo con sus mejores
galas, mostrando su mejor cara para conseguir medrar, pero sin dar realmente
nada suyo. Fingen entregarse, pero no dan nada.»
Empezaba a marearse, no sabía si por las vueltas o por la presencia de su
madre, que solía provocarle reacciones variadas, pero casi siempre negativas.
En ese momento, otra cazoleta se acercó en sentido contrario.
—¡Ada, qué alegría! —exclamó una voz que reconoció como la de
Pulgarcita.
—¡Pul!
—No te dejes impresionar por la cigarra comeautoestima. Recuerda tu
misión. ¿Qué es lo que necesitas averiguar?
—Hombre, Pulcra. No saludes, ¿eh? —protestó Connie, antes de añadir
—: ¡Sube, sube, sube!
Esta vez Ada logró agarrarse antes de que la cazoleta ascendiera
bruscamente entre una nube de vapor.
Aturdida, pensó en las palabras de su amiga.
«¿Mi misión? ¿Qué misión? Podrían enviarme un burofax o algo, para
que me enterara. ¿Yo qué necesito averiguar?»
Cuando la taza en la que iba sentada volvió a descender, Ada vio que se
acercaba otra cazoleta, cuya ocupante iba vestida de rojo.
—¡Claro, la Reina Roja! ¡Tengo que descubrir quién es!
—Si te pido un beso, ven, dámelo —cantó Connie, acercándose a ella,
cariñosona.
—No te emociones, que nos acabamos de conocer —la frenó Ada.
—¡Qué sosa eres, mujer!
—Cuando bajemos te doy los besos que quieras, pero ahora tengo que
verle la cara a la Reina Roja.
—Puf, pues menudo capricho, con lo fea que es.
—¿La conoces?
—Sí, actuamos en el mismo garito de Malasaña todos los lunes. Es fea
con avaricia, pero le pone mucha pasión.
Ada abrió mucho los ojos. No se imaginaba ni a la líder de los
socialistas ni a la diputada de su partido actuando en un… ¡garito! ¡Y en
Malasaña nada menos!
—¿Y de qué tipo de actuación estamos hablando? —preguntó, mientras
entornaba los ojos para distinguir los rasgos de su colorada majestad.
Connie se echó a reír.
—No, no es un local como el de Pinocho, malpensada. La Reina Roja es
famosa por su interpretación de La bien pagá.
Más intrigada que nunca, Ada se volvió hacia la misteriosa soberana
bermellona, cuya cara quedaba oculta por una gran pamela y que le mostraba
una gran azucarera.
—¿Azúcar, darling? —le ofreció.
«¿Esa voz? Yo esa voz la he oído antes.» Pero cuando se agachó para
verle la cara por debajo del ala de la pamela, la canción aceleró el ritmo y los
brazos cambiaron de dirección.
—Pasito a pasito, despa… despacito… —cantaba Connie, agarrada al
volante central de la taza, mientras sacudía la colita en el aire—. No soy
Blancanieves ni tú un enanito, ¡hey!
Ada se sentía como un calcetín en una centrifugadora.
«Ahora entiendo que siempre salgan desparejados. Cualquiera conserva
la pareja entre tanta sacudida.»
—Connie, quiero salir de aquí. ¿Cómo me bajo?
—¡Sube, sube, sube!
—¡Que no quiero subir, quiero bajar!
—No te obceques. La vida es como la política. Un día estamos arriba y al
siguiente, abajo. A veces para bajar lo mejor es subir.
—Estos sueños me agotan, de verdad —refunfuñó Ada.
—No protestes. Venga, que te ayudo. Cuando yo te diga, salta hacia
arriba.
—¿Cómo que salte hacia arriba? ¡Me voy a matar!
—Tozuda como una mula, ya me lo advirtió Pulcra. ¡Esto es un sueño,
no te vas a matar!
—¿Me lo prometes?
Connie se llevó la mano al escote corazón.
—Palabra de conejita. —Se llevó dos dedos a los labios y silbó.
La atracción cada vez iba más deprisa. Si no salía de allí enseguida
acabaría vomitando.
—Mira —señaló Connie—, por ahí llega Dumbo. Sube al asiento, que yo
te sujeto. Cuando te dé la señal, salta con todas tus fuerzas. Dumbo te atrapará.
«Y lo más grave de todo es que le voy a hacer caso.»
Ada suspiró y se puso de pie en el asiento de la taza. La tetera giraba; los
brazos subían y bajaban. El rojo y el blanco danzaban ante sus ojos, creando
cintas de imágenes que le recordaron a un ejercicio de gimnasia rítmica. Una
gran sombra cubrió el sol.
—¡Ahora!
Ada saltó hacia la sombra pero no la alcanzó. Justo cuando empezaba a
caer hacia el suelo, algo —se imaginó que la trompa de Dumbo— la agarró
por el cuello de la camiseta que usaba como camisón y la alejó del torbellino
mecánico.
Mientras sobrevolaba el parque, lo que le pasó por la cabeza fue que iba
a tener que comprarse un camisón bonito, ya que tenía una vida social mucho
más intensa dormida que despierta.
A lo lejos la estridente voz de la Reina Blanca empezó a gritar:
—¡Que le corten la cabeza!
La Reina Roja se unió al clamor.
—¡Que le corten la cabeza!
—Date prisa, Dumbo —le rogó, estremeciéndose.
—Hago lo que puedo —replicó el paquidermo—. Es hora punta.
Al final del valle, se adivinaba un precipicio. Dumbo se dirigió hacia
allí, la soltó cerca del filo y se alejó.
—¡Gracias! —gritó Ada.
El elefante, ya adulto, se llevó la trompa a la gorra con visera adornada
con una pluma bordada y siguió su camino.
Ella miró a su alrededor, tambaleándose y llevándose una mano a la
cabeza.
—¡Uf, qué paz! ¡Qué maravilla!
Un riachuelo se abría camino por el fondo del valle. El agua desaparecía
por el borde del precipicio formando una cascada, pero no debía de ser muy
alta porque el sonido que le llegaba era cantarín, no apabullante. Vio que una
hormiga viajaba por el río, encima de una hoja.
«¡Se va a caer por el precipicio!»
Se acercó rápidamente al borde y en el último momento recogió la hoja,
la dejó sobre la hierba y contempló satisfecha como la hormiga se alejaba,
ajena a todo.
Tumbada en la hierba, se asomó al precipicio. Tal como se había
imaginado no era muy alto. Al fondo, pescando con caña, había un hombre.
Sorprendida, se escondió, pero al cabo de poco, se volvió a asomar. Al
parecer, el hombre la había descubierto, porque se había acercado al pie del
precipicio y estaba mirando hacia arriba, en una pose chulesca, con las piernas
separadas y la caña de pescar en la mano, entre ambas piernas. Y no era un
desconocido.
—¡Millán!
Ada volvió a esconderse, aunque era absurdo porque él ya la había visto.
La hormiga había vuelto. Esta vez, llevaba un pequeño paraguas en alto,
como si fuera una guía turística guiando a un grupo.
Ada se volvió hacia atrás, esperando encontrar una hilera de hormigas,
pero abrió mucho los ojos al ver que la comitiva que seguía a la diminuta
abanderada estaba formada por gusanos.
La hormiga se quedó al borde del precipicio y, con el paraguas señaló
hacia abajo, marcando el camino a seguir.
Los gusanos se abalanzaron precipicio abajo como si fueran lemmings y
se ensartaron felizmente en el anzuelo mediante un mosquetón que llevaban
atado a un arnés.
«Gracias, gracias, subconsciente por no torturarme con imágenes gore
de gusanos ensartados. ¡Cómo me conoces!»
—¡Salta, Anchoa! —le gritó Millán—. Mi caña te está esperando.
Ada sintió una presencia a su lado y se volvió hacia su izquierda.
Reconoció la figura borrosa de su abuela.
—¡Yaya! ¿Eres tú? ¡Qué borrosa estás!
—Ya. ¿Y de quién es culpa eso?
Ada se ruborizó. Miró a Millán, que le estaba dirigiendo una sonrisa
canalla, como si estuviera al corriente de la situación y le pareciera de lo más
graciosa. Se volvió hacia la sombra de su abuela y bajó la voz.
—Aún no he podido… ejem… resolver mi problemilla, pero te aseguro
que en cuanto encuentre al candidato adecuado…
—Candidato, candidato —repitió su abuela, en tono burlón—. Esto no
son unas elecciones, Ada. La vida es mucho más sencilla. No tienes que buscar
nada, solo tienes que lanzarte.
—Pero una relación debe iniciarse como uno quiere seguirla, desde el
respeto mutuo, el compromiso…
Su abuela soltó el aire, exasperada.
—Empiezo a entender muchas cosas.
—Pero…
—¡Ni peros, ni peras! ¡P'afuera telarañas, niña! —de un empujón, la hizo
caer por el precipicio.
Ada cayó, gritando, hacia los brazos de Millán que, gracias a Dios, había
soltado la caña.




16

Ada despertó dando un brinco en la cama que la elevó varios centímetros del
colchón. La luz de la luna que entraba por la ventana iluminó las sábanas
bordadas. Con un dedo acarició al conejo que se alejaba por el bosque.
—Hola, Connie —saludó, sonriendo—. Recuerdos a Pulcra. Me quedo
más tranquila sabiendo que puede saltar de cuento en cuento.
No sabía qué hora era, pero aún no había amanecido. Se levantó y se
acercó a la cristalera. La visión de las olas rompiendo contra la orilla siempre
la relajaba. Pasados unos instantes, algo le llamó la atención. A un lado de la
cala, sobre el pequeño espigón natural que se adentraba en el mar, una luz roja
se encendía y se apagaba, como un pequeño faro para hormigas que estuvieran
buscando una discoteca afterhours.
«Ada, ahora no estás soñando. No hay hormigas turistas ni fiesteras ni de
ningún tipo. Y eso no es un faro. Alguien está fumando en la caleta.»
La imagen de Millán con la caña inhiesta entre las piernas y las palabras
de su abuela seguían vivas en su mente.
«¿Habrá vuelto ya? ¿Y si no es él?»
Pero algo le decía que se trataba de Millán. No tenía miedo, pero sí
nervios; un nudo de excitación y anticipación que le había cerrado el
estómago, le provocaba calambrazos en las manos y debilidad en las piernas.
«¿Qué hago? ¿Bajo o no bajo?»
Sabía que si se metía en la cama iba a ser incapaz de dormir, así que se
puso unos vaqueros y las zapatillas deportivas y sin cambiarse la amplia
camiseta de escote desbocado con la que dormía bajó la escalera de piedra que
llevaba al mar.
Muy lentamente se acercó al lugar dónde había visto el resplandor rojo.
No había encendido ninguna luz, ni en la casa ni fuera; se sentía cómoda en la
oscuridad, sobre todo en un terreno que conocía como la palma de la mano.
—Hola —lo saludó cuando comprobó que, efectivamente, el hombre que
estaba pescando en su cala era Millán.
—Hola —respondió él, con la voz profunda que había echado de menos
sin darse cuenta.
—¿Cómo va la pesca?
La luz de la luna se reflejó en sus dientes cuando Millán le dirigió una
media sonrisa.
—Mejor de lo que esperaba.
A Ada se le aceleró el corazón. ¿Sería posible que ese ogro estuviera
coqueteando con ella?
«Creo que sigo soñando.»
Pero al acercarse un poco más, vio que a los pies del hijo de Irene había
un cubo donde varios peces luchaban por liberarse. Frunció el ceño.
«No, no estoy soñando. En mi sueño los peces saltarían y volverían al
mar.»
—Ya veo; como no te pagué la limpieza de los cristales, has venido a
cobrarte tú mismo, ¿no? —lo increpó con los brazos en jarras, aunque
dirigiéndole una gran sonrisa para que viera que estaba bromeando.
—Pues sí. Si tengo que esperar a que la niña rica venga a pagarme, me
van a salir canas.
—Lo siento.
—Perdona.
Se echaron a reír cuando ambos se disculparon al mismo tiempo.
Millán palmeó la roca, para que se sentara junto a él. Mientras Ada se
sentaba, él cambió el cubo de lado.
—Quería disculparme por cómo te traté el otro día —dijo él—. Me
pillaste en un mal día.
—Disculpas aceptadas. Sé lo que es tener un mal día.
Él hizo un ruido de incredulidad.
—¿Qué pasa, que porque la familia de mi madre tenga dinero no puedo
tener un mal día? Eres un clasista, tío, ¿lo sabes?
—Vaya, creo que esta ha sido la tregua más corta de la historia. No,
señorita de la piel fina, no pensaba en el dinero de tu familia. Pensaba en que
no se puede comparar perder un trabajo con perder a…
Él dejó la frase a medias, tragó saliva y fijó la mirada en el mar.
—Sé lo de tu esposa; lo siento mucho.
Ambos permanecieron en un silencio tenso, solo roto por el batir de las
olas del mar. Ada sintió un impulso muy intenso; unas ganas casi irresistibles
de romper el muro con que él se protegía del mundo.
«Lánzate, Ada», oyó la voz de su abuela en la cabeza. «Déjate llevar.»
Alargó la mano y la apoyó sobre la de Millán, que la miró asombrado.
Ella insistió, apretándole la mano con fuerza para demostrarle su apoyo.
—No, no es lo mismo —admitió—, pero no he perdido solo un trabajo.
Para mí la política es mucho más que eso, es mi pasión. Y ese día perdí más
cosas. Perdí la confianza y el respeto de la gente, muchos de los que pensaba
que eran mis colegas me dieron la espalda… entre ellos mi novio. Y aunque
estoy de acuerdo contigo en que no son cosas comparables, al menos tú sabes
que Ximena, si pudiera, seguiría a tu lado. Yo tengo que asimilar la idea de que
Pedro no está conmigo porque no quiere, porque no soy lo bastante buena para
él.
Millán se tensó a su lado.
—Menudo gilipollas —murmuró, con tanto odio que Ada dudó que
estuviera pensando en Pedro.
—¿Perdona?
Él respiró hondo varias veces, antes de decir.
—Pues que lo siento por si aún estás colgada por él, pero hay que ser
muy hijo de puta para hacer eso.
Ada reflexionó en silencio.
¿Colgada por Pedro? En algún momento lo estuvo, pero ya no. Hacía
mucho tiempo que ya no lo estaba. Echaba mucho más de menos su trabajo que
a él.
—Pues sí, menudo gilipollas —corroboró, haciéndolo reír. Al notar que
se había calmado, le soltó la mano, aunque se arrepintió enseguida. Su
contacto le proporcionaba una leve vibración muy agradable. Tal vez estaba
condicionada por las palabras de su abuela, pero tuvo la sensación de que el
contacto de su mano la cargaba de energía. No sabía si sería magia, pero lo
que estaba claro era que ese hombre no la dejaba indiferente—. Perdona las
confianzas. —Carraspeó con timidez—. Solo quería animarte.
Él le dirigió una mirada divertida.
—Si no fuera porque sé que tenías pareja y que te sigues viendo con ese
tal Alfi, juraría…
Ella se aguantó la risa.
—Jurarías, ¿qué?
—Que eres virgen, Anchoa.
Ada sintió una bola de indignación que le nacía en el vientre y le
ascendía por todo el cuerpo. Agradeció la oscuridad porque la rabia siempre
hacía que se pusiera colorada y solo le faltaba eso para que el Alfiletero
acabara de convencerse de su virgo estaba menos usado que un coche de
Kilómetro Cero.
—¡Que no me monte sobre ti y empiece a cabalgarte no significa que sea
virgen! —replicó indignada. Su imaginación —que era más eficiente que una
impresora 3D— no tardó en presentarle una imagen detallada de la escena. El
movimiento incómodo de Millán le dijo que probablemente no era la única en
estar sufriendo las consecuencias de su arrebato. Carraspeó y trató de
reconducir la conversación—. Me pareces una persona interesante, Millán, y
me gustaría conocerte mejor, pero no te veo como un trozo de carne.
Sus ojos le gastaron una mala pasada y descendieron sin que ella les
diera permiso hasta la entrepierna de Millán, cubierta por unos vaqueros
oscuros. Por supuesto, a él el gesto no le pasó inadvertido. Cuando volvió a
mirarlo a los ojos, le dirigió un alzamiento de ceja en cámara lenta, que hizo
que Ada se olvidara de lo que estaba diciendo.
—Ajá —susurró él, inclinándose en su dirección—. ¿Y qué parte de mí te
gustaría conocer mejor?
Ella tragó saliva con dificultad.
—Me… me gustaría saber por qué te presentaste a alcalde.
La mirada del pescador se ensombreció.
—Ya tardabas en ir tras mi vara de mando —refunfuñó.
—¡No es eso! Es que tenía la sensación de que los políticos no te
gustábamos.
—Y no me gustáis.
Ada alzó los brazos.
—Pero tú eres el alcalde de Soñada, ¡no tiene sentido!
—Sí lo tiene.
—¿Te importaría aclarármelo? Porque no lo pillo.
—No creo que necesitemos alcalde en Soñada. Aquí cada uno se ocupa
de sus asuntos. ¿Por qué va a venir nadie a decirnos lo que podemos hacer y lo
que no? Si les dejas, empiezan por decirte dónde puedes aparcar y donde no.
Un día te pintan las calles del pueblo… que si zona azul, que si zona verde… Si
te descuidas, te acaban diciendo que solo puedes respirar en días alternos.
Ada abrió mucho los ojos. Este hombre era una caja de sorpresas.
—Caramba, señor alcalde, menuda pasión. Y yo que pensaba que eras un
pasota… y resultas que eres un ácrata.
—No soy ácrata, soy anarquista.
Ada recordó las conversaciones que mantenía en el bar de la
universidad, con Pedro y otros compañeros, y revivió el entusiasmo de
aquellos días. Se sentó sobre las rodillas, animada.
—¿Anarquista?
—Sí, no me gusta que haya reglas para todo. Cada uno sabe mejor que
nadie lo que le conviene. Pero… —le guiñó el ojo—, no reniego del poder. Sé
que hay cosas muy poderosas. Y no tengo nada en contra de que una mujer
poderosa me dé órdenes… en la cama o en una playa —acabó, con un susurro.
Ada se quedó boquiabierta, demasiado sorprendida para reaccionar. Por
suerte, Millán no compartía su problema de parálisis temporal y tomó la
iniciativa. Alargó el brazo y le acarició el labio inferior. Por instinto, ella le
acarició la punta del dedo con la lengua y un potente chispazo recorrió el
cuerpo de los dos. Cerró los ojos y le succionó el dedo, disfrutando de su
sabor salado y del gemido que retumbó en la amplia caja torácica del
pescador.
—Millán —susurró al soltarle el dedo, pero él no la dejó hablar. La
tomó por la cintura y la sentó sobre su regazo.
Ella soltó una exclamación.
—Ssssshh, calla, que asustas a los peces. —Ada estuvo a punto de
volverse hacia el mar y gritar para ahuyentarlos, pero él anticipó su
movimiento y le apoyó un dedo en la mejilla, obligándola a mirarlo a la cara
—. ¿Quién me iba a decir que pescaría hoy una anchoa de tierra?
Ada iba a protestar, pero en ese momento Millán echó las caderas hacia
delante y ella se olvidó de su apellido, su nombre de pila y hasta de a qué
partido había votado en las últimas elecciones.
«Sí, por favor. No pares», pensó al notar que partes de su anatomía que
tenía muy desatendidas volvían a la vida.
—No pienso parar —murmuró él, mordiéndole el cuello con delicadeza
y provocándole una cadena de escalofríos al recorrérselo luego arriba y abajo
con los dientes.
—Mierda, ¿lo he dicho en voz alta?
Ada notó su risa retumbarle en el pecho.
—Ajá —dijo él, deslizándole las manos bajo la camiseta y acariciándole
la espalda arriba y abajo—. Y no puedes retirarlo. Las promesas electorales
deben cumplirse, señora concejala.
—Dijo el ácrata —murmuró ella, fundiéndose contra su pecho.
—Anarquista —la corrigió él.
Ada lo sujetó por la nuca.
—Ahora mismo, como si fueras del Frente Nacional de Marine Le Pen.
Bésame.
Millán la abrazó con fuerza y le devoró los labios, demostrándole que,
efectivamente, obedecer órdenes no le suponía ningún problema.
Ada le hundió los dedos en el pelo oscuro y revuelto y se estremeció al
notar el roce de sus pulgares acercándose cada vez más a sus pechos. Millán la
estaba besando sin ninguna delicadeza, sin pedirle permiso, como si hubiera
saltado las barricadas y se hubiera abalanzado sobre su objetivo con la
desesperación del que no tiene nada que perder. Por un momento se sintió
abrumada, pero la pasión tomó el mando de sus actos. Se elevó ligeramente y
se dejó caer sobre él, deseando poder quitarle la ropa sin dejar de besarlo.
Cuando él rompió el beso y le mordió la clavícula, Ada le agarró la camiseta
con rabia y tiró de ella hasta que pudo deslizar las manos por debajo y
abrasarse las palmas con el calor que desprendía su piel. Él gimió como si el
contacto de sus dedos le doliera. Le mordió el hombro y soltó un gemido de
frustración cuando el cuello de la camiseta no cedió más. Le agarró la tela con
una mano y Ada vio en sus ojos la intención de rasgarla, pero lo impidió,
negando con la cabeza. Le dio un empujón en el pecho para apartarlo y se
quitó la camiseta por encima de la cabeza.
La prenda no había llegado aún al suelo cuando Millán se abalanzó sobre
sus pechos y tomó posesión de ellos sin ningún protocolo ni debate previo.
Por suerte, Ada estaba totalmente a favor de la moción. De hecho, estaba a
punto de pedirle que hicieran una fusión de programas, cuando él le susurró al
oído.
—¿No llevarás un condón en el bolsillo, Anchoa? —El gemido de
frustración de ella le dio la respuesta—. Quiero desnudarte del todo y ver
brillar tu piel bajo la luna, pero creo que hoy lo mejor va a ser que no nos
quitemos los pantalones.
Ada asintió con el ceño fruncido, haciéndolo sonreír.
—¡Pero quítate esto tú también! —le exigió, tirando de la camiseta.
Él se la quitó usando solo una mano, en un gesto tan sexy que ella se
mordió el labio inferior mientras las caderas se le balanceaban adelante y
atrás, sin poderlas controlar.
Cuando el torso le quedó al descubierto, ella se lo acarició con las dos
manos, tomando posesión del nuevo terreno conquistado, sin necesidad de
cortar ninguna cinta inaugural para conmemorar el momento. Cuando alzó la
vista, vio que él la estaba contemplando con una sonrisa en los labios.
—Eres preciosa. No he podido dejar de pensar en ti desde que volviste.
Ada pensó que, al fin y al cabo, no iban a tener que preocuparse por la
ropa. Si le decía esas cosas mirándola de esa manera, iba a fundir los
pantalones. Los dos.
Se lanzó sobre su boca al mismo tiempo que él, y durante un buen rato se
olvidó de todo lo que no fueran sus labios, su lengua, su sabor. Millán resiguió
sus contornos hasta dejar sus fuertes manos ancladas en sus caderas. Ella se
afianzó sujetándose en sus hombros mientras el ritmo de la pasión de ambos se
acoplaba, siguiendo el ejemplo de las olas del mar que golpeaban la arena,
persistentes, incansables.
Excitada como estaba, Ada no tardó mucho en notar que un orgasmo se
apoderaba de ella. Trató de ocultar la cara en el hombro de Millán para no
hacer ruido, pero él lo impidió.
—¡Grita! ¡Grita con ganas! ¡Sácalo todo fuera!
Y al pie de la casa del pájaro la nieta de Aurora demostró que ella
tampoco tenía ningún problema en cumplir órdenes, siempre y cuando
vinieran de un líder carismático y con el bienestar del pueblo en mente. Gritó
como pocas veces había gritado, y sus gemidos espolearon a Millán, que se
unió a ella, elevándose en alas del placer por encima del acantilado.
Con cada nueva oleada de placer y cada nuevo grito, la frustración, el
odio, la soledad, la culpabilidad y la impotencia de ambos fueron abandonando
sus almas y el espacio que quedó libre fue ocupado por una energía mucho
más limpia y luminosa.
Mientras las réplicas le recorrían el cuerpo entero, Ada enterró la cara
en el hombro de su amante, que la abrazó con los ojos cerrados y sonrió,
disfrutando de una sensación de paz con el universo que hacía mucho tiempo
que no sentía. Una repentina claridad iluminó la noche: acababa de amanecer.
Ada alzó la cabeza. Él la estaba mirando con una mezcla de emociones y
sentimientos. Aturdida por el placer, no fue capaz de interpretarlos, pero desde
luego, las cosas pintaban mucho mejor que la última vez que se habían
encontrado en la cala.
—¿Un café? —le propuso, alzando una ceja.
Él se echó a reír.
—Me encantará, pero tendré que irme pronto; mi madre me espera.
—Claro.
Mientras Millán recogía la caña y se ponía la camiseta, Ada miró de
reojo hacia el cubo de los peces. Fingiendo tropezar, le dio una patada. El cubo
rodó por el suelo y los peces fueron a parar al agua, excepto uno. Millán
maldijo y se agachó ágilmente para recuperarlo. Estaba a punto de volver a
dejarlo en el cubo cuando vio que un par de ojos verdes le estaban dirigiendo
una mirada de súplica. No era la primera vez que aquellos ojos lo miraban así.
La primera vez había corrido hasta la playa y había devuelto al mar una
diminuta anchoa que, por supuesto, llevaba un buen rato sin respirar. Y si
entonces había sido incapaz de decepcionar a la pequeña Ada, esta vez no iba a
ser distinta.
«Estás jodido, Millán», se dijo, mientras soltaba el pez, que se zambulló
en el mar con un alegre movimiento de cola.
Cuando ella le sonrió justo antes de echar a correr hacia la casa, el sol
salió por segunda vez ese día.
—¡Buenos días, Irene!
—Vaya, qué pasa hoy que todo el mundo está de tan buen humor.
Ada agachó la mirada, tratando de no ruborizarse.
—Pues no sé qué les pasará a los demás, pero yo estoy muy contenta
porque es mi primer día de trabajo y creo que me voy a llevar muy bien con
mi jefa.
Irene se acercó y le dio un abrazo.
—Por supuesto. —La sujetó por los hombros y la observó detenidamente
—. Estás radiante. Se nota que eres de esas personas que no saben estar sin
trabajar ¿verdad?
—E… ¡exacto! La inactividad me mata.
—¿Has desayunado?
—He tomado un café.
—Ajá. Lo mismo que me ha dicho Millán. ¡Qué mal desayunáis los
jóvenes! No puede ser, tienes que comer algo más de buena mañana.
Esta vez, la nueva empleada de Ca la Irene no pudo controlar el rubor
que se apoderó de sus mejillas cuando se imaginó devorando al hijo de la
dueña en su cama a palo seco, sin pan con tomate ni nada.
—Buenos días —saludó el protagonista de su fantasía, entrando desde la
trastienda cargado con una caja de cervezas.
—Muy… buenos —replicó ella, al ver cómo los bíceps se le flexionaban
por el esfuerzo, esos mismos bíceps a los que se había agarrado hacía un rato
mientras gritaba a los cuatro vientos que estaba viva, muy viva.
Aguantándose la risa, Irene insistió en el tema del desayuno.
—Voy a preparar tostadas. ¿De qué la quieres, Millán?
—De anchoas —respondió, guiñándole el ojo a Ada, que no sabía dónde
esconderse.
—¿Y tú, Ada?
—De atún, por favor.
—Menos mal que tengo atún y anchoas en conserva, porque hoy los
clientes se van a quedar sin pescado. Dice Millán que no ha picado ni uno. ¡Qué
raro!
Mientras Irene desaparecía en la cocina, Ada le dirigió a su hijo una
mirada agradecida.
—Gracias por no delatarme.
—Eso está muy feo. Aunque yo no formo parte del FLAYOPRCB —el
famoso Frente de Liberación de Anchoas y otros Peces de Roca de la Costa
Brava— nunca delataría a una camarada.
«Ay, no, que no me haga reír, que me enamoro.»
Poco después, mientras la pareja desayunaba con apetito, Irene se
despidió.
—Voy a disfrutar de mi primera mañana de libertad. Tardaré en volver.
Iré a comprar y, no sé… igual voy a depilarme. ¡Hasta luego!
—Ve tranquila, no tengas prisa —dijo Ada antes de volverse hacia Millán
—. ¿Y tú? ¿Tienes que volver a la línea de alta tensión?
—La semana que viene. Encontramos… algo inesperado y hemos de
esperar a que se resuelva.
Ada asintió con la cabeza mientras daba un mordisco a su tostada,
invitándolo a seguir hablando. Él suspiró.
—Encontramos nidos de cigüeña.
Ella ladeó la cabeza, interesada.
—¿Algo inesperado? ¿Es el primer año que anidan ahí?
—No, no. De hecho, buena parte del trabajo consiste en limpiar las torres
de los nidos. Lo que pasa es que las cigüeñas están protegidas. No podemos
eliminar los nidos así como así… que es lo que pretendía el nuevo gerente.
—¿No me jodas?
—Porque no querrás.
—¿Aquí? No serías capaz.
Millán se levantó bruscamente, la agarró por la cintura y la sentó en la
mesa de al lado. Le separó las rodillas, se coló entre sus piernas y la besó,
sosteniéndole la cara entre las manos. Ella se entregó al beso, deslizándole las
manos en los bolsillos traseros del vaquero.
—Y yo que en la ciudad desayunaba dulce —murmuró con los labios
pegados a los de Millán cuando se separaron—. Lo que me he perdido todos
estos años. No hay nada como un buen desayuno salado. ¿No tienes miedo de
que nos descubra tu madre? —añadió, mirando hacia la puerta.
Millán se echó a reír y la bajó de la mesa.
—Anda, vamos a acabar de desayunar, que no creo que tarden en llegar
clientes, pero esto que hemos empezado lo acabaremos luego.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Mi madre. Es muy sutil.
—No te entiendo.
—Mi madre no ha ido a depilarse en toda su vida; no tiene ni un pelo en
las piernas.
Ada frunció el ceño.
—Pero entonces…
—Sospecho que si mi madre volviera y nos encontrara enrollándonos en
el almacén, sería la mujer más feliz del mundo. Acaba de darnos su bendición,
Ada.
—¡No!
—Sí, la conozco como si me hubiera parido.
Ada sintió vértigo. Todo estaba yendo demasiado deprisa. No podía
acabar bien; acabarían estrellándose contra alguna cuneta de esta relación.
«No tengas miedo», le pareció oír la voz de su abuela en su mente.
«Lánzate, entrégate, vive, siente.»
Más tranquila, acabó de desayunar.
Millán le contó que se había negado a desalojar a las cigüeñas hasta que
no llegara el equipo de Extremadura que se encargaba de construir torres
alternativas a las de alta tensión para trasladar los nidos. Entendía la necesidad
de despejar la línea, pero no a cualquier precio. Había convencido a sus
compañeros y se habían marchado. Cuando el gerente amenazó con
despedirlos, Millán le aconsejó que no lo hiciera y la mención de las palabras
Twitter y Asociaciones de Defensa de los Animales lo convencieron.
Por suerte Ada se había puesto pantalones ese día, porque si hubiera
llevado falda, se le habrían caído las bragas al suelo.
«¿El Erizo salvando nidos de cigüeña? No puede ser, seguro que lo dice
para llevarte al huerto», se dijo, aunque al instante se dio cuenta de lo absurdo
de su razonamiento. «Claro, como le estás poniendo las cosas tan difíciles,
¿verdad? Ay, señor, ¿por qué es tan complicado esto de las relaciones?»
—Pues ya que vas a estar por aquí esta semana, abusaré de ti.
A él se le iluminaron los ojos mientras abría los brazos.
—Soy todo tuyo. Haz conmigo lo que quieras.
Ada resopló para serenarse. Lo que quería era llevarse a Millán a casa y
usarlo como modelo —al natural, por supuesto— para bordar media docena
de sábanas con su imagen y así asegurarse de que lo tendría en sus sueños para
el resto de su vida. Eso antes —o después, ya lo irían viendo— de usar las
sábanas para otras cosas menos artesanas pero mucho más placenteras.
—Digas lo que digas, no estaría bien abandonar mi lugar de trabajo el
primer día.
—Me has salido responsable, qué le vamos a hacer. Tendré que asaltar tu
casa por las noches… como un ladrón.
Ada empezó a fundirse en la silla, como cada vez que él abría la boca,
pero una imagen de Feli sobre la bola de videncia despertó sus alarmas.
—¡No! ¡No vengas a casa por las noches!
Él frunció el ceño.
—¿Por qué? —Cuando ella guardó silencio, su mirada se ensombreció
—. ¿Es por ese Alfi al que esperabas el otro día?
Que Ada se echara a reír con ganas no le mejoró el humor ni la
autoestima.
Iba a aclararle las cosas cuando los amigos de Siset aparecieron en la
puerta.
—Bon dia, Irene —saludaron.
—Irene no está. —Ada se levantó, recogió los platos, se plantó tras la
barra y apoyó las manos en ella con decisión. No pensaba dejarse apabullar—.
Me ha dejado al cargo. ¿Qué va a ser?
Los tres hombres se miraron, dudosos.
—Lo de siempre —respondió Jordi, dispuesto a no ponerle las cosas
fáciles.
Millán se levantó y, en silencio, se dirigió a un armario que había en la
esquina, sacó la caja con las fichas de dominó y la dejó sobre la mesa de la
esquina con un golpe seco. Luego pasó junto a los amigos de su padre, los
saludó con una inclinación de cabeza y se situó detrás de la barra, junto a Ada.
Sin una palabra, la rodeó con uno de sus largos brazos y apoyó la mano en la
barra, protegiéndola con su cuerpo y su actitud.
Ada tuvo la sensación de haber entrado en un western, sin necesidad de
sábanas.
Mientras los tres jubilados se sentaban, volcaban las fichas en la mesa y
las revolvían ruidosamente, Millán le mostró qué tomaba cada uno de ellos.
Cuando estuvieron servidos, le anotó en una libreta lo que tomaban el resto de
parroquianos habituales.
Excepto los fines de semana, el ritmo de trabajo era muy relajado y Ada
tuvo tiempo de contarle a Millán su plan de organizar un grupo de ayuda
mutua para familias con niños o ancianos a su cargo. Para su sorpresa, Millán
se mostró mucho más dispuesto de lo que había esperado.
—Si acepté presentarme a alcalde fue porque el anterior era un caradura
que cobraba por no hacer nada. Los vecinos se organizaban para sacarse solos
las castañas del fuego, ayudándose unos a otros como se ha hecho siempre por
aquí. El sueldo que me pagan va íntegramente a ayudar a varias familias con
problemas.
Ada asintió. Empezaba a ver que las púas de Millán escondían un interior
blando como la pulpa de los erizos.
—Tu intención es buena y te felicito, pero no creo que sea la mejor
manera de enfrentarse a las cosas.
—¿Ah, no?
—No. ¿Y si, Dios no lo quiera, te pasara algo? Esas familias quedarían
totalmente desprotegidas. No puedes cargar con toda esa responsabilidad sobre
los hombros, Millán. Vivimos en una sociedad, hay recursos públicos para
esas cosas; lo que hay que hacer es asegurarse de que el municipio recibe los
fondos que le corresponden y repartirlos de manera equitativa.
Jordi hizo un ruido burlón.
—Sí, sí, yo te equito unos euritos por aquí… tú te equitas unos euritos
por allá…
Ada resopló y plantó las manos sobre la barra, pero Millán negó con la
cabeza e hizo un gesto para que se relajara. A él lo estaba convenciendo en
poco rato. Los demás tardarían un poco más, pero el entusiasmo y la
convicción de Ada eran contagiosos. Podían resistirse, pero caerían presos de
su encanto antes o después, lo vio claro.
—¿A qué hora acabas?
—Pues… no lo sé. No hablamos de horarios con tu madre. Fue todo tan
precipitado.
—Bueno, tengo unos asuntos de los que ocuparme.
—Vaya, ¿y qué asuntos, si puede saberse?
—Claro. Te lo cuento encantado… si tú me cuentas por qué no puedo ir a
visitarte a tu casa por las noches…
Ella titubeó y la expresión de Millán se endureció un poco.
—Pues eso. Volveré a la hora de comer. Esta tarde te acompaño al
ayuntamiento, buscamos una sala y hablamos sobre el tema de los recursos.
Ada aplaudió, feliz.
—Sí, genial, ¡muchas gracias! —Le dio un beso en la mejilla,
sorprendiéndolo y sorprendiéndose ella misma por lo natural que le había
resultado.
Él se llevó la mano a la mejilla, le dirigió una media sonrisa y se dirigió
a la puerta.
—Joan, Jordi, Pep, portaos bien.
—¿Nosotros? —refunfuñó Jordi—. Deja a una imputada por corrupción
al cargo de la caja y nos dice a nosotros que nos portemos bien, ¡manda
collons!
Millán iba a decirle algo, pero esta vez fue ella la que lo miró y le pidió
con un gesto de las dos manos que respirara hondo y buscara la paz interior.
Mientras esperaba a que volviera Irene, Ada trató de ganarse al trío del
dominó preguntándoles qué cosas creían que no funcionaban como deberían,
pero fue como tratar de sacar agua de una piedra.
—Si cada uno se ocupa de sus asuntos, todo va bien —dijo Joan.
—Pero a veces necesitamos ayuda de los demás —replicó ella—. Si hay
un conflicto de lindes de tierras, ¿qué hacéis? ¿O un incendio? ¿Alguna
catástrofe natural?
—Nena, no llames al mal tiempo —protestó Jordi—, ¡menuda agorera!
Ada puso los ojos en blanco.
—Si hay problemas en el pueblo, los arregla el consejo de santa Águeda
—le aclaró Joan.
—¿Celebráis reuniones anuales de mujeres en febrero? ¡Qué auténtico!
Pep rio en silencio.
—Eso era antes, nena, cuando la gente vivía aislada en sus masías y no
había teléfonos. Ahora el consejo de santa Águeda es un grupo de wasap de
esos. Pregúntale a la dueña cuando vuelva.
Irene volvió al cabo de un rato y juntas prepararon la comida. Si durante
las mañanas había poco movimiento, al mediodía Ca la Irene se llenaba.
Transportistas, matrimonios y familias enteras venían atraídas por sus platos
caseros y deliciosos.
Irene ni siquiera le preguntó si se quedaría a comer; lo dio por hecho, y
cuando el suquet —una especie de zarzuela de pescado, pero más sencilla y
sabrosa— empezó a desprender un olorcito irresistible, habría hecho falta un
camión de antidisturbios para desalojarla de allí.
A mediodía Millán volvió y comieron los tres juntos cuando los
parroquianos habituales hubieron acabado. A Ada no le extrañó que los
clientes fueran a comer allí cada día. La comida de Irene no solo quitaba el
hambre; te reconfortaba por dentro, te hacía sentir en paz con el universo.
Ada se sintió cómoda, acogida, aceptada y no solo eso… se sintió una
más.
—Anda, ya os podéis ir —los echó Irene, al acabar de comer.
—Te ayudo a recoger —protestó Ada.
—Deja, deja; así me baja la comida. Venga, id a darle vidilla a ese
ayuntamiento, que lleva demasiado tiempo durmiendo.
Pero Millán no la llevó directamente al ayuntamiento. El suquet estaba
delicioso y habían comido hasta hartarse. Al ver que Ada se había adormilado,
tomó el desvío de la ermita que quedaba a medio camino entre el restaurante y
el pueblo y subió hasta el mirador. Desde allí se veían parte de la costa y el
faro donde habían trabajado el abuelo y el padre de Ada.
Al detener el coche, ella se espabiló y miró a su alrededor, desorientada.
—Creo que nos hemos ganado una siesta —dijo Millán, echando el
asiento hacia atrás y soltando el aire, satisfecho.
Hacía un día típico de finales de verano, soleado y bochornoso. Por las
ventanillas abiertas corría la brisa. El olor de la tierra recalentada por el sol se
mezclaba con la sal del mar. Los cuatro elementos se unieron dentro del
habitáculo del coche, germinando y anidando en los dos corazones que latían
al mismo compás.
Al mirar su rostro, Ada sintió que el corazón se le ensanchaba. No estaba
acostumbrada a que nadie se preocupara por ella y tanto Millán como su
madre parecían saber siempre lo que necesitaba. Y no solo eso, parecían estar
encantados de proporcionárselo.
Imitándolo, reclinó el asiento mientras él alargaba el brazo,
ofreciéndose como almohada. Ella se arrebujó contra su pecho, aspiró feliz su
aroma, dobló las rodillas y suspiró antes de desearle con una sonrisa
agradecida y feliz:
—Buenas noches, Erizo.
—Buenos mediodías, Anchoa.









17

—¡Mi queridísima Piscis, qué alegría volver a tenerte por aquí! —exclamó
Feli—. Cuenta, cuenta, ¿qué tal las cosas?
—¡Muy bien! ¡Mejor que nunca!
—Hombre, qué raro es que alguien llame para dar buenas noticias. ¡Me
alegro! ¿La Garrapata no ha vuelto a incordiar?
—Solo una vez, pero le abrió la puerta mi marido.
—Ups, ¿y se lio mucho la cosa?
—Yo tenía miedo por mi marido porque la Garrapata es más alta, digo
alto… ¡pero Manolo estuvo increíble!
—¿Manolo es el carnicero?
—Sí.
—Pues cuenta, mujer, cuenta. ¡No nos dejes así!
—Pues resulta que Manolo se apuntó a un gimnasio sin que yo lo supiera
y se ha estado poniendo cachas. Cuando llegó la Garrapata, lo bajó a
empujones hasta la calle y lo amenazó con hacer con él carne picada si volvía
a acercarse a la niña o a mí.
Armonía y Ada, sentadas frente a Felicidad, sonrieron.
—Y lo mejor es que, desde ese día, no necesito pensar en la Garrapata
para excitarme en la cama. Es que…
—¿Sí?
—Me da corte, Felonía.
—¡Qué va mujer, si estamos en familia! Esto de aquí no sale.
—Pues… Manolo tenía poco pelo… y feúcho, así, un pelo pobre…
—Ajá.
—Y el otro día, hizo caso del barbero ¡y se lo rapó al cero! Y entre eso,
los cinco kilos que ha perdido y la tableta de chocolate que se le ha puesto…
me recuerda a Bruce Willis y ¡me pone toda burra!
Feli se levantó de la silla y bailó la Mayonesa mientras Ada y Armonía
se tapaban la boca con las manos para que no salieran sus risas en antena.
—¡Esa es mi Piscis! ¡Sí, señor! Claro que sí, el Oráculo nunca falla. Los
mejores consejos de toda la comarca están aquí.
—De hecho, llamaba para hacerle una pregunta al Oráculo.
Feli se sentó y trató de adoptar una postura digna, formando una
pirámide con los dedos sobre la bola de cristal.
—Claro, para eso estamos. Pregunta, Piscis, pregunta.
—Pues verás, es que desde ese día, Manolo y yo le damos al… redondo
de ternera día sí día también y, claro, luego pasa lo que pasa.
—¿Hay un nuevo asado en el horno? —Feli miró a Armonía, que asintió.
—¡Sí! Estoy embarazada otra vez, Felonía.
—¡Enhorabuena! Eso es maravilloso.
—Lo es. Este embarazo lo estoy disfrutando muchísimo. Esta vez no
estoy sola; Manolo y la niña me miman y —Piscis se emocionó—… soy muy
feliz, Felonía. Pero tengo miedo, temo que pase algo; me cuesta creer que esto
vaya a durar. Yo… no creo que me merezca tanta felicidad.
Feli se sentó, inspiró hondo, apoyó las manos en la bola y fingió
concentrarse, dando tiempo a Armonía a proporcionarle la información que
necesitaba.
Hasta ese momento, Ada había sido testigo de cómo Nía se comunicaba
con Feli mediante susurros o palabras escritas en una cartulina, pero esta vez
la anciana la incluyó en la experiencia para que Ara comprobara lo que era
tener el don de la clarividencia. Le ofreció la mano y, con nerviosismo y
reverencia, la nieta de Aurora posó su mano en ella.
Sintió una vibración a lo largo del brazo, como una ligera corriente
eléctrica, que se extendía por el resto del cuerpo. Al llegar al vientre, aumentó
de potencia y velocidad y empezó a dar vueltas por todo su cuerpo, cada vez
más deprisa. Y con la vibración llegaron las imágenes. Ada vio un ser
diminuto, no nacido aún, creciendo en el vientre de su madre a gran velocidad.
Vio que era una niña, y que llegaba felizmente al mundo, donde la esperaban
su padre y su hermana.
Nía le soltó la mano, se volvió hacia Feli y alzó los dos pulgares.
—Piscis, todos tenemos esos miedos. Vivimos en una sociedad que trata
de controlarnos mediante el miedo y la culpabilidad, pero te mereces ser feliz,
no lo dudes nunca.
—La bola… ¿qué has visto?
Nía se volvió hacia Ada, que estaba boquiabierta, en shock, por lo que
acababa de experimentar y la animó a compartir lo que había visto con Feli.
—Una niña —susurró, vocalizando mucho.
Para que no quedaran dudas, Nía hizo el signo que solían usar en estos
casos: se sujetó dos coletas en lo alto de la cabeza.
—He visto una niña preciosa, Piscis, que será la consentida de la casa.
—¿Estás segura? Creo que a Manolo le haría ilusión que fuera niño.
Nía le volvió a dar la mano a Ada, que vio a un hombre calvo —que se
parecía a Bruce Willis en el blanco de los ojos— llorando emocionado con la
pequeña en brazos.
Ada miró a Feli y negó vivamente con la cabeza.
—¡Qué va! Chocho perdido va a estar con su niña, lo que yo te diga.
En ese momento vieron que la bola empezaba a menearse lentamente de
un lado al otro. Se iluminó por dentro, cambiando de color, del violeta, al gris,
al negro, al rojo sangre y vuelta a empezar. Un ruido intenso y muy
desagradable, como cuando se acopla el sonido en un concierto, llenó la
habitación.
—¡Guau! ¿Cómo haces eso, Nía? —susurró Ada.
—Yo no estoy haciendo nada.
Ada fue testigo de la mirada de preocupación que se cruzaron las dos
amigas antes de que la bola se descontrolara. Empezó a dar vueltas sobre sí
misma y poco después se elevó de la mesa.
—¡Despide el programa! —exclamó Nía, levantándose de la silla y
acercándose al ordenador para parar la grabación.
—¿Qué pasa, Felonía? —se oyó la voz de Piscis—. ¿Hay algún problema
con la niña?
—Ninguno, Piscis. La niña vendrá como una rosa, pero tenemos
problemas técnicos. Despedimos el progra…
Armonía le dio al stop mientras la bola giraba más y más deprisa. Ada
habría disfrutado del espectáculo de no ser por las caras de pánico de las dos
amigas de su abuela.
—¡Rápido, Feli, sal de ahí!
La cara visible del oráculo no se lo hizo repetir. Mientras las tres corrían
hacia la puerta, la bola estalló, llenando el desván de un humo negro, denso,
irrespirable. Al mirar atrás, Ada vio que la esfera no había desaparecido sino
que se había convertido en decenas de bolas más pequeñas, negras, grises y
rojas, que se habían dispersado en todas direcciones. Al rebotar contra las
paredes, el techo o los trastos tomaron más velocidad, convirtiéndose en
proyectiles. Una risa escalofriante heló la sangre de Ada.
«Esa voz.» Aunque distorsionada, le resultaba familiar. Demasiado.
—¡Rápido, salgamos de aquí! —exclamó Feli.
Ada abrió la puerta y esperó a que las dos ancianas salieran para cerrarla
con llave, lo que hizo que las risotadas aumentaran en el interior.
Una de las bolas de color rojo atravesó la madera de la puerta como si
fuera papel y se clavó en la pared de enfrente, encima de la escalera. Desde
allí, lo que parecía un ojo desvelado se clavó en Ada, que oyó en su cabeza:
«Corre tanto como quieras, pero no podrás huir. Eres una Camarga y los
Camarga siempre unen fuerzas, aunque no se soporten.»
El zumbido cesó en seco y la bola se apagó, como si se hubiera quedado
sin pilas. Se volvió del mismo color de la pared y dejó de ser perceptible.
Ada se apresuró a llegar a la planta baja, donde la esperaban las dos
amigas.
—Necesito una ratafía —dijo, temblorosa—. Doble.
—Pon una para mí mientras llamo a Irene.
—¿A Irene?
—Una de las bolas ha alcanzado a Armonía. Está herida.
—¡Dios mío! —Ada se acercó a la anciana, que estaba sentada en una de
las sillas de la cocina y tenía un aspecto ceniciento—. ¡Armonía! ¿Cómo estás?
¿Dónde te ha dado? —preguntó a toda prisa, palpándola. Sin darle tiempo a
responder, se volvió hacia Feli—. No necesitamos a Irene. ¡Tengo coche,
vamos al hospital!
—Feli tiene razón, Ada. Siéntate. Tenemos que hablar.
Si el espectáculo que acababa de presenciar la había asustado, esas tres
palabras, las más terroríficas en cualquier idioma, le helaron el alma.

—Así, muy bien, descansa. —Tras acostar a Armonía en una de las camas de
invitados, Ada la cubrió con una manta. Cuando les comentó que había
bordado unas sábanas con la imagen de Aurora, Nía insistió en dormir en ellas
—. Si necesitas algo, llama.
Armonía sonrió y respondió «vale», sin mover los labios. Ada alzó una
ceja. Acababa de oír la respuesta en su mente. Sacudiendo la cabeza, ajustó la
puerta y volvió a la cocina, donde las dos mujeres dejaron de hablar al verla
entrar.
—¿Cómo está? —preguntó Feli.
—Tranquila. Cansada, pero tranquila.
—Hace días que la veo más cansada de la cuenta. Le he dicho mil veces
que vaya al médico pero no me hace caso.
—¿Y tú? —Ada se volvió hacia Irene—. ¿Estás mejor?
Su nueva jefa asintió. Estaba pálida y se la veía cansada, pero no había
querido acostarse cuando Feli se lo propuso. Irene era una caja de sorpresas.
No solo estaba al corriente de todo lo que pasaba en la casa, sino que la magia
también era poderosa en ella. Aunque Ada se dijo que debió haberlo
sospechado por lo a gusto que se encontraba siempre en su presencia —y
porque aquel suquet de pescado estaba tan delicioso que parecía de otro mundo
— la tomó por sorpresa.
—¿Millán sabe…?
Irene negó con la cabeza.
—A los hombres no les gusta que las mujeres tengamos poder, de ningún
tipo. Prefieren pensar que somos damiselas indefensas a las que deben salvar.
—¿Millán también?
—Mi hijo es un hombre abierto de mente, pero tiene un gran instinto
protector; demasiado grande.
Ada recordó la triste historia de Ximena y alzó la vista hacia los
ventanales.
—¡Aaaaaah! —El grito de Ada hizo que Feli derramara parte de su copa.
—¿Qué pasa? ¿Vienen más canicas asesinas?
—Es… estaba embarazada —susurró Ada, llevándose una mano al
vientre, angustiada.
Irene se echó hacia delante y cubrió la otra mano de Ada con la suya.
Aunque acababa de sanar a Armonía y expulsar el mal y el dolor del cuerpo de
alguien siempre la dejaba agotada, había querido quedarse junto a Ada en esos
momentos. La magia acababa de despertarse en ella y necesitaba a alguien que
la guiara en sus primeros pasos. Feli era tan bruja como las demás, pero se
negaba a creer en la magia. Tras años de intentarlo, sus amigas la dejaron por
imposible. Al fin y al cabo, estaba en su derecho; si no quería creer, nadie
podía obligarla. Lo ideal habría sido que Aurora iniciara a su nieta, pero en la
vida es raro que se den las circunstancias ideales. Hay que sacar el máximo
partido de los ingredientes con los que contamos en cada momento para
preparar el mejor guiso posible. Así pues, sin Aurora y con Armonía fuera de
juego, Irene era la mejor opción para resolver las dudas de la bruja novata.
—Sí, mi nuera estaba embarazada. —Irene soltó el aire en un suspiro que
contenía años de sufrimiento—. Millán no lo sabía. Se enteró cuando ya los
dos se habían marchado de este mundo. El dolor y la culpabilidad por no haber
sido capaz de protegerlos casi acabaron con él.
Ada miró a su alrededor, como si lo viera todo por primera vez. Estaba
abrumada por la cantidad de información que estaba recibiendo por todo tipo
de vías: mediante las palabras de Irene, comunicándose mentalmente con
Armonía o con ojos rojos que tenían la voz de su madre. Por si eso fuera
poco, la casa entera parecía hablarle.
—No lo entiendo. ¿Qué me está pasando?
Feli alzó las cejas.
—Parece que te lo has estado pasando bien desde que llegaste, ¿no?
Ada miró a Irene y bajó la vista, ruborizándose.
«Pues sí», admitió. «Algo más que bien.»

Las cosas con Millán iban a toda velocidad. Tras dormir un rato de siesta en el
coche, un insecto la había despertado. En esa época del año, las moscas estaban
muy pesadas. Recordó a la abuela Aurora ahuyentándolas de la cocina con un
trapo y refunfuñando.
Al dar un brinco, sobresaltada, se encontró con que Millán estaba
despierto, contemplándola.
—¿No has dormido? —le preguntó, frotándose los ojos.
—No, tenía cosas más interesantes que hacer —respondió él, en un
susurro sugerente.
—Ah, sí. ¿Cómo qué? ¿Hacer un censo de las moscas y mosquitos del
pueblo, organizado por sexo, edad y estado civil?
—¡Uy, que se nos ha despertado graciosilla!
Millán le hizo cosquillas en las costillas y Ada se retorció, riendo a
carcajadas y espabilándose de golpe.
—¡Para! No soporto las cosquillas.
—No quiero parar; me encanta oírte reír —replicó él, con una mirada
tan ardiente que Ada perdió el control de sus emociones y de sus actos.
Se montó sobre él y no le importó clavarse el volante a la espalda ni la
palanca de cambios en la rodilla. Le desabrochó los pantalones con las manos
temblorosas mientras él le levantaba la falda vaquera, le apartaba la braga y
hacía lo que llevaba un buen rato deseando hacer. Perderse en el cuerpo de la
única mujer que había logrado levantar la tela asfáltica que recubría su
corazón y colarse dentro.

—Sí, em, estoy muy contenta de la acogida que me habéis dado todos —
respondió, incapaz de sostenerle la mirada a Irene, al recordar cómo había
cabalgado sobre Millán, notando que la fuerza crecía en su interior cada vez
que sus cuerpos encajaban y se fundían en uno solo, en aquel encuentro breve
pero tremendamente intenso que nunca podría olvidar y que esperaba repetir
muy a menudo.
—No hace falta que disimules, hija —la tranquilizó Feli—. Es natural.
Cuando alzó la cara, Irene le estaba dirigiendo una sonrisa de
complicidad.
—¿No te importa que…?
—Claro que no. Si me he pasado una hora echando pan a los peces y a
los pájaros en la playa para daros tiempo a estar solos.
—¡Vaya! Millán tenía razón.
Irene ladeó la cabeza.
—Me ha dicho que tú no te depilabas nunca.
—Ups, me ha pillado.
—Eso parece. —Las tres mujeres se echaron a reír, agradeciendo poder
aligerar un poco la tensión de la noche.
—Ojalá estuviera aquí tu abuela, ella te lo explicaría mucho mejor. —
Irene suspiró—. Armonía también te será de gran ayuda cuando despierte, pero
de momento lo único que puedo decirte es que lo que te está pasando es muy
normal.
Feli hizo una mueca.
—Sí, normal para una bruja.
—¿Perdona? —Ada palideció—. ¿Me estás diciendo que yo soy una
bruja?

18

—Brujas, hadas, hechiceras, meigas… —enumeró Irene, fulminando a Feli
con la mirada por tener tan poco tacto—. No importa el nombre. Somos
mujeres que hemos reconocido nuestro poder y hemos decidido hacer algo
con él.
Un ruido en la escalera les indicó que Armonía estaba bajando. Las tres
mujeres se levantaron y fueron a buscarla.
—¿Ya te levantas?
—Tienes que descansar.
—No os preocupéis —las tranquilizó Nía—. Estoy bien. La bola solo me
ha rozado.
—Vamos al sofá —dijo Feli.
Irene cubrió a Armonía con una manta y se sentó junto a ella mientras
Ada se sentaba al otro lado. Feli ocupó la butaca.
—¿No podías dormir? —le preguntó Ada.
—Sí, he dormido. —Sonrió—. Y te felicito, gracias a tu bordado he
podido hablar con Aurora.
Ada, muy orgullosa, le devolvió la sonrisa.
—¿Qué te ha dicho?
—Ha sido ella la que me ha pedido que baje a hablar contigo antes de
que Feli te asuste.
La joven se emocionó. No estaba acostumbrada a sentirse cuidada y
protegida; era una sensación muy agradable.
—Demasiado tarde —replicó Ada con una sonrisa irónica—, pero no
tengo miedo; al menos, no mucho.
—Tener miedo no es malo —dijo Irene—. Lo que no podemos permitir
es que nos paralice. El miedo, la culpabilidad, la amargura… son armas de
Rélitas.
—¿Rélitas? ¿El pueblo de mis abuelos? —Aunque sus abuelos maternos
ya habían fallecido, la madre de Ada se había negado a vender la casa familiar,
lo que le había supuesto alguna pelea con sus hermanos y cuñadas.
Armonía suspiró.
—Sí. Tus antepasados llevan muchas generaciones viviendo allí.
—Mi madre… la risa que hemos oído antes era la de mi madre. Ella…
me ha hablado.
Las tres mujeres la miraron preocupadas.
—¿Qué te ha dicho esa arpía?
—¡Feli!
—¿Qué pasa? ¿He dicho alguna mentira?
—Tranquilas, tiene razón —dijo Ada—, es una arpía. Me ha dicho que
soy una Camarga y que no voy a poder huir de ellos. Que los Camarga
siempre están juntos, aunque no se soporten.
A Feli se le escapó la risa y las otras dos mujeres se miraron y alzaron
las cejas.
—Al menos es sincera —comentó Irene.
—Lo que esa mujer no entiende es que también eres una Cruces —
replicó Armonía—. Eres tan Cruces como Camarga, sino más.
—Más, mucho más… de largo —corroboró Feli.
—Eres la viva imagen de tu abuela Aurora —hizo notar Irene.
—Y no solo por fuera; tienes su carácter. —Nía sonrió—. Antes, en el
desván, te he dado la mano para que entendieras mejor las cosas. Has visto a la
hija de Piscis, ¿verdad? —Ada asintió—. Pues así mismo te vi antes de que
nacieras. Con la misma claridad. Vi tu llegada al mundo y vi que eras la
heredera de ambas Casas.
—¿La casa de Rélitas la heredaré también? Pero si es compartida con
mis tíos y primos…
—No habla de ladrillos, hija —le aclaró Feli.
—No, hablo de las antiguas Casas. Soñada y Rélitas tienen un origen
muy antiguo, aunque apenas hay documentos que lo testifiquen. La sabiduría se
pasa de madres a hijas. Es un legado básicamente oral.
—Hay algunos tratados sobre herbología… —apuntó Irene, sacudiendo
la mano—, pero en general poca cosa.
—¿Por qué?
Las tres mujeres se miraron.
—Hay varias razones, pero la principal es la propia seguridad. Estamos
en un periodo histórico excepcionalmente tolerante, pero las cosas no siempre
han sido así. Muchas mujeres han sido asesinadas a lo largo de los siglos con
la excusa de la brujería cuando en realidad su muerte se ha debido a
venganzas, envidias, despecho o ajustes de cuentas.
Ada frunció el ceño.
—Parece que estéis hablando de política.
Las tres mujeres se echaron a reír.
—No deja de ser lo mismo, pero una se lleva a cabo bajo el ojo público
y la otra en el ámbito privado.
—Entonces, el conflicto entre Soñada y Rélitas… ¿es un problema
fronterizo?
Armonía negó con la cabeza.
—No, eso sería más fácil de resolver; es algo mucho más profundo.
Rélitas es la evolución de la palabra latina Realitas, y sus habitantes siempre
han odiado a todos los que han tratado de huir de la realidad de un modo u
otro. Las brujas de Soñada somos famosas en todas las regiones de Fantasía.
Al estar tan cerca de Rélitas, siempre hemos sido uno de sus objetivos
favoritos; en algunas épocas fue casi un deporte —relató, asqueada—. Hoy en
día las cosas no están tan mal. Los linchamientos y cazas de brujas suelen
hacerse en las redes sociales.
Ada hizo una mueca.
—También duele.
—Lo sé, pero te aseguro que más duelen los aparatos de tortura —
apuntó Feli.
Ada se estremeció. Nunca había entendido cómo un ser humano podía
torturar a otro ser vivo. Ni siquiera le gustaba arrancar pétalos a las
margaritas.
—Con la mayor parte de los habitantes de Rélitas no tenemos ningún
problema —siguió contando Armonía—. Son simplemente gente con los pies
en el suelo, de esas que siempre tienen a punto un «tonterías las justas» o un
«¿cómo puedes ponerte a leer con la que está cayendo?»
—Lo malo son los talibanes, como siempre —intervino Irene.
—Sí, extremistas hay en todas partes y los de Rélitas son realistas hasta
el extremo. Disfrutan poniendo el foco en los aspectos más crueles y
desgarrados de la realidad y no soportan la evasión… a menos que sirva a sus
intereses económicos.
—Para los relitanos el mundo es piramidal —apuntó Feli—. Los de
arriba mandan y los de abajo obedecen. Nada debe salirse de sus esquemas. Lo
bueno y lo deseable es acumular riqueza, cuanta más mejor, para conseguir
lujo, comodidades y, sobre todo, poder. Y la angustia de la población es una
manera muy útil de controlarla.
—Su lema es triunfar —siguió diciendo Armonía—. Conseguir,
comprar, acumular, competir, ser el primero… y sus mayores rivales no son
los anarquistas ni partidos de izquierdas… no; eso pueden llegar a entenderlo.
Sus auténticos enemigos, los que más odian porque no pueden entenderlos ni
controlarlos, son los artistas: escritores, poetas, músicos, pintores,
dramaturgos, bailarines, equilibristas, artistas de cabaret, los que hacen
enormes pompas de jabón por la calle… Son su competencia directa, porque
llevan alegría y consuelo a la gente. Y eso no les gusta.
—¿Por qué?
—Porque si la gente no puede soportar el dolor de su vida diaria,
buscará consuelo en sus empresas: sus productoras de cine, sus videojuegos,
sus tiendas de marca…
Fatigada, Armonía se llevó la mano al pecho y respiró hondo.
—Calma, Nía. —Feli se levantó y fue a buscarle un vaso de agua.
—Gracias.
Ada miró a las amigas con curiosidad.
—Hay una cosa que no entiendo. Tú, Feli, no crees en la magia,
¿Significa eso que perteneces a la Casa de Rélitas?
—¡Puuff! ¡Lagarto, lagarto! ¡Quita, niña, si son una panda de aburridos.
Armonía sonrió.
—No, Felicidad es uno de los principales pilares de Soñada.
—¿Y no os importa que no crea en algo tan importante para vosotras?
—No, claro que no. Mientras no trate de cambiarnos ni de impedir que
hagamos lo que nos hace felices, podemos convivir en Armonía y Felicidad.
—Feli puso los ojos en blanco—. La tolerancia y la libertad son las bases de
Soñada y Feli representa perfectamente su espíritu.
Ada pensó en el sombrero de vaquero violeta que siempre llevaba puesto
o en su moto Ural con sidecar y le dio la razón.
—No hay nada más peligroso que una bruja que sueña —dijo Irene—. Su
ejemplo anima a los demás a rebelarse contra la tiranía de lo gris y lo
mediocre; de la desesperanza, de la sumisión. Películas como Amélie, novelas
como las de Harry Potter o canciones como…
—¡Un mundo ideal! —apuntó Feli.
—Exacto. Un mundo ideal de Aladín despierta la fantasía de las personas;
les da esperanza de poder vivir algún día a todo color.
Armonía asintió.
—Tu abuela tenía una magia muy poderosa. Aunque viéndola bordar
nadie lo habría dicho, volcaba toda su magia a través de los hilos. Las sábanas
tienen el poder de despertar las necesidades y los deseos más íntimos de cada
persona, incluso aquellos que la persona no sabe que tiene, y de liberarlos.
—¡Guau! ¡Y yo he sido capaz de crear una de esas sábanas mágicas! Vi a
mi abuela… y tú también la has visto. No fue un truco de mi imaginación.
Las tres mujeres sonrieron ante su entusiasmo. Aunque se imaginaban
que esta sería su reacción, habían preferido ir con cautela y desvelarle los
secretos paulatinamente para que pudiera irse haciendo a la idea. Al fin y al
cabo, su parte Camarga, la más pragmática, también formaba parte de ella.
—No, no te lo imaginaste. Y como ya sabes… la magia no está en las
sábanas, ni en los hilos.
—Ni en la bola —añadió Ada.
—Exacto. La magia está en la persona.
—Ahora entiendo por qué Aurora insistió en llamarme Ada. No quería
que olvidara nunca mis orígenes, ¿verdad?
—Exacto. Ni siquiera en Rélitas han podido arrancarte tu identidad. La
magia siempre ha vivido en ti, solo hacía falta…
—Activarla —Ada hizo una mueca.
—Piensa que todavía no has alcanzado todo tu potencial.
—Pero el hijo de Irene se está encargando de calentarle el motor —
intervino Feli—. ¡Menuda aceleración, muchacha!
Al ver que todas reían, Ada se sintió cómoda y se unió a las risas.
—Tendré que volver a bordar a la abuela, a ver si ahora me sale mejor.
Armonía sacudió la cabeza.
—No notarás mucha diferencia, a menos que practiques mucho. Las
habilidades y el talento de cada uno vienen de nacimiento. La magia no te
convertirá en Dalí; lo importante es descubrir cuál es tu talento natural para
potenciarlo al máximo.
Ada se desinfló.
—Yo no tengo ningún talento, ni natural ni artificial.
Las tres mujeres se miraron y sacudieron la cabeza.
—Menuda arpía —repitió Feli, y Ada supo que se refería a su madre.
—Y el exnovio… aún peor —opinó Irene.
—Y el mesías ese que lidera tu partido… otro que tal baila —corroboró
Nía—. Qué manera de dejarte sin autoestima, criatura.
—¡Son cigarras comeautoestima!
Las tres la miraron en silencio, sin saber a qué se refería.
—Podríamos llamarlos así, sí.
—Aunque no se te ocurra decir estas cosas en casa de tu familia, o te
encerrarán por loca.
Ada suspiró, recordando las horribles cenas de Navidad con la familia
de su madre, en las que la habían hecho sentir como un bicho raro, ridícula,
inadaptada.
—¡Qué me vas a contar!
—Esa es la principal diferencia entre Soñada y Rélitas: la tolerancia —
siguió diciendo Armonía—. Todos somos distintos, pero todos somos válidos.
Por desgracia, eso que vemos tan claro, hay mucha gente que no puede
admitirlo. Desde tiempos inmemoriales, los relitanos han atacado a los que
trataban de refugiarse en una realidad alternativa porque una enfermedad, la
muerte de un ser querido o una guerra los había dejado en estado de shock.
—Todos necesitamos olvidarnos de los problemas de vez en cuando
para tomar fuerzas y poder seguir adelante —comentó Irene.
—Pero para esos muermos la ratafía, las hierbecitas de fumar o el rock
and roll —Feli hizo uno cuernos con la mano— ¡son inventos del demonio! La
única magia que conocen es la de los magos de las finanzas y los únicos
malabarismos, los fiscales —añadió, indignada.
—Y eso aquí —intervino Irene—, que teóricamente somos un país
abierto y tolerante. En otros países cualquier música está considerada un
invento del maligno. Igual que la literatura, el maquillaje, los desfiles del
orgullo gay…
—Vamos, cualquier cosa que alegre la vida —concluyó Ada.
—Exacto, lo has pillado —exclamó Feli—. Si quieres evadirte de la
realidad, ellos tienen siempre la solución: Compra mis pastillas, compra mi
ropa, compra un bolso, compra otro bolso. No quiero bolsos. Lo que necesito
es tiempo. ¡Pues cómprate un reloj! No necesito otro reloj. ¡Paparruchas!
¡Compra, compra, compra!
—Odio ir de compras —admitió Ada.
—No hace falta que lo jures —dijo Irene, haciendo que la bruja novata
bajara la vista hacia su ropa, avergonzada.
—Es que salí corriendo de casa; casi con lo puesto.
Irene le apoyó la mano en la rodilla.
—Ada, estás preciosa; no te estaba criticando. Me refería a que es
evidente que eres una soñadora. Solo hace falta mirarte a los ojos para darse
cuenta.
—Sí, tu madre también se dio cuenta enseguida —apuntó Nía—. Por eso
desde que alcanzaste la pubertad te mantuvo alejada de aquí.
—Lo echaba tanto de menos —suspiró Ada, dándose cuenta de que las
colonias en el extranjero habían sido una excusa para apartarla de casa de su
abuela.
—Ese fue uno de los trucos que usó tu madre para alejarte de la magia
—aportó Feli—, pero no el único. El otro, ya lo conoces.
Ada trató de encontrar la solución a ese enigma por sí misma, pero no lo
consiguió.
—No caigo.
—El sexo —le aclaró Irene—. Te apartó del sexo.
—Pero si tenía novio…
Feli resopló.
—¿Y te daba lo tuyo, nena?
—Bueno…
—Anda, vamos a dormir. Reflexiona un poco, Ada. Intuición no te falta;
seguro que llegas a la conclusión correcta.
Las cuatro mujeres se retiraron a descansar pero cuando ya estaba en la
cama, Ada vio que Irene entraba en su habitación y dejaba algo en el baúl de
las sábanas. Al ver que la joven la miraba, murmuró:
—Te he dejado una foto de Siset. Si algún día tienes tiempo…
La nieta de Irene asintió en silencio, emocionada.

Esa noche, en sueños, envuelta en el abrazo de las sábanas en las que había
bordado la imagen de Aurora, Ada siguió descubriendo cosas que la afectaban
de un modo tan íntimo y vital que no entendía cómo no se había dado cuenta
antes.
Sentada a los pies de su abuela, con la espalda apoyada en la cristalera,
fue asimilando su identidad y su esencia. Tuvo la sensación de haber estado
andando contra corriente toda la vida; de haber estado pedaleando contra el
viento. Las revelaciones de su abuela y sus amigas la habían tomado por los
hombros, le habían dado media vuelta y la habían enfocado en la dirección
correcta. De pronto, avanzar por la vida dejó de parecerle una misión
imposible: ¡era una aventura!
La voz de su madre se abrió camino entre sus sueños:
—¡Sola! ¡Vas a acabar sola! Tú sigue perdiendo el tiempo con chorradas
y ya verás cómo acabas. ¡Sola, ya te lo digo yo! Y si no, ¡al tiempo!
Ada se despertó dando un grito. Al cabo de unos momentos, las tres
mujeres aparecieron en la puerta.
—¿Qué pasa, niña?
—¿Estás bien?
Ada pestañeó y miró hacia la cristalera. A pesar de lo real que le había
parecido la charla con su abuela, no se había movido de la cama. Allí no
estaban ni Aurora ni Irma; todo estaba en su cabeza. Las tres mujeres se
acercaron a ella. Una comprobó que no tuviera fiebre; otra le retiró el pelo de
la cara y la otra le acarició el brazo. Una cosa estaba clara.
—¡No, mamá! —exclamó—. No me voy a quedar sola.
Las tres mujeres se miraron entre sí. Armonía asintió y se sentó a su
lado.
—El miedo, siempre usando el miedo como arma —protestó Irene. Ella
y Feli también se sentaron a los pies de la cama.
—No temas, hija. No te vas a quedar sola —la tranquilizó Armonía—.
Eso solo podría pasar si tú lo consintieras. Si le das a tu madre el poder de
manipular tu vida, lo hará. Pero si sigues tu camino como hasta ahora siempre
estarás rodeada de gente, porque te preocupas por los demás. La que acabará
sola será Irma, cuando la corte de pelotas y aduladores que la rodean ya no
puedan obtener nada más de ella.
—Cierto —insistió Feli—. Eres mucho más poderosa que tu madre,
aunque hagas menos ruido, porque tienes la magia de las dos casas. La de
Soñada, que te permite imaginarte un mundo mejor y la de Rélitas, que te da el
espíritu práctico para llevar a cabo esas mejoras.
—¡Eso! Qué ganas tengo de que empieces a trabajar para mejorar
Soñada. ¡Ada, alcaldesa! —exclamó Irene.
—¡Ada, presidenta!
—¡Ada, gran Hechicera!
La nieta de Aurora se echó a reír con ganas. Entre las tres habían
logrado disipar el frío que había dejado Irma tras de sí.
—Chicas… ¿puedo llamaros chicas? —Las tres mujeres asintieron,
encantadas—. Os quiero de corazón, pero estáis fatal, que lo sepáis.

Las cuatro intentaron dormir un poco más, pero Ada no lo logró y bajó de
madrugada a prepararse un café. La casa estaba en calma y el tiempo seguía
siendo más propio del verano que del otoño que ya había llegado. Abrazó la
taza con las dos manos y disfrutó del líquido caliente e intenso que la entonó
por dentro.
«Como Millán», se dijo, estirando el cuello por si lo veía en la cala.
Pensó en bajar a buscarlo, pero la cala parecía desierta. Además, las amigas de
su abuela dormían en el piso de arriba y quería estar a mano por si necesitaban
algo.
Aunque había dormido, su mente había estado muy activa. Primero
charló con su abuela y luego, cuando Irma interrumpió el sueño, se quedó
reflexionando sobre todo lo que había descubierto.
Llegó a la conclusión de que el mote de Ada la Empecinada se le
quedaba muy corto. Había desperdiciado buena parte de su juventud solo por
llevarle la contraria a su madre. Porque cuando le abrieron los ojos, lo vio
clarísimo. Se había enamorado de una imagen de Pedro que ella sola había
creado en su cabeza pero que nunca había existido en realidad. El líder del
CESPED siempre había sido igual; todo el mundo se había dado cuenta menos
ella. O no había querido verlo. Sus amigas le habían dicho mil veces que no
era normal que no pasaran juntos ni un fin de semana ni unas vacaciones. Pero
bastaba que su madre hiciera el menor comentario al respecto —«Adela,
¿cuándo vas a dejar a ese periodistucho?», «Adela, ese hombre no te conviene»
o «Adela, ¿qué haces saliendo con un liberal chaquetero?»— para que ella
siguiera adelante con la farsa. Su madre ni siquiera había necesitado usar la
magia de Rélitas para lograr su objetivo de apartarla del legado mágico de
Soñada.
Su abuela le había aclarado sus dudas sobre el origen y las diferencias
entre ambos tipos de magia. La de Soñada usaba la energía de la naturaleza, la
que provenía del agua, el aire, el fuego y la tierra y que crecía mediante el
amor y la generosidad. La magia de Rélitas, por el contrario, provenía del
odio, el miedo, la culpabilidad y otras emociones negativas igual de fuertes
que el amor pero de signo contrario.
«Hay quien lo llama Dios y Demonio», había dicho su abuela. «Yin y
Yang, Imperio y República, Rivendel y Mordor… da igual el nombre que se
use. Todos sabemos lo que nos hace expandir por dentro, oxigenarnos,
respirar tranquilos y sonreír con el alma. Todo que nos provoca estas
sensaciones es magia de la buena.»
«Millán», había pensado Ada por la noche igual que por la mañana.
Últimamente todo le recordaba a Millán. Esperaba no obsesionarse demasiado
porque estaba en un momento crucial de su vida y necesitaba conocerse a sí
misma antes de pensar en compartir algo más que sudor y placer con un
hombre. Juntos lo pasaban bien, no hacían daño a nadie y si con sus encuentros
exploraba su potencial mágico y crecía como bruja de Soñada, mejor que
mejor.
«Pero calma, Ada, que nos conocemos.»
Lo mejor de todo —aparte del placer y de la sensación de camaradería
que compartían— era que el hijo de Irene había conseguido que dejara de
pensar en Pedro. Y no lo echaba nada de menos.
Dejó la taza en el fregadero y fue a revisar el correo electrónico, donde
no encontró nada interesante. Le pareció un buen momento para comunicarle a
Justiciero Virtual lo que había descubierto en el sueño de Alicia en el país de
las Maravillas. Iba a tener que poner en marcha todos sus conocimientos de
redacción para no sonar como una loca de atar.

De: Ada Cruces
Para: Justiciero Virtual
Asunto: Hola, Justiciero. He recibido información de uno de mis
contactos que me asegura que vas por buen camino. Está convencido de que la
Reina Blanca es mi madre, Irma Camarga. Sobre la enigmática Reina Roja, lo
único que pudo decirme fue que controlara los garitos de Malasaña.

Justiciero no tardó ni treinta segundos en responder.
«Caramba, si que madruga», se dijo. «O tal vez aún no se ha acostado. O
tal vez no sea humano. ¿Y si es un ordenador de cuarta generación? ¿O un
brujo de otro Casa? ¡Ada! Céntrate y lee el mail.»

De: Justiciero Virtual
Para: Ada Cruces
Asunto: ¡Vaya! Estoy impresionado con tus contactos. Yo no había
encontrado nada. Pues me daré una vuelta esta noche.

Durante los minutos siguientes intercambiaron mails a tanta velocidad
que Ada se planteó invitarlo al chat.

De: Ada Cruces
Para: Justiciero Virtual
Asunto: Vaya, así que vives en Madrid, Justiciero.

De: Justiciero Virtual
Para: Ada Cruces
Asunto: ¿Quién sabe? No necesito estar físicamente en un sitio para
darme una vuelta por él. Solo necesito hackear las cámaras de seguridad ;)

De: Ada Cruces
Para: Justiciero Virtual
Asunto: Guau, esto parece una película de ciencia ficción. Menos mal que
María Guerrero me dijo que eras un Hacker Blanco o tendría miedo de que me
espiaras.

De: Justiciero Virtual
Para: Ada Cruces
Asunto: Ja, ja, ja, ja. Sí, soy un mago blanco, como Saruman o Gandalf
antes de volverse gris. Y tú, Ada, ¿practicas la magia blanca o eres oscura
como tu madre?

«Vaya, y yo que tenía miedo de parecer loca. Al parecer, esta locura está
más extendida de lo que me imaginaba.»

De: Ada Cruces
Para: Justiciero Virtual
Asunto: Podría responder, pero entonces tendría que matarte ;)

Prefirió mantener un tono de flirteo inofensivo hasta saber quién estaba
detrás de Justiciero.

De: Justiciero Virtual
Para: Ada Cruces
Asunto: Jajajjjajaaa, vale, vale. En cuanto sepa algo, te escribo. Ah, y un
consejo de colega del lado luminoso: cierra siempre la tapa del portátil si no
quieres que nadie se meta en tu comedor durante las noches de Aquelarre ;)

Ada leyó el mail y se quedó boqueando en silencio.
«¿Acabarán las sorpresas algún día?»
19

—Vaya, vaya, parece que las sorpresas no acaban —comentó Ramón,
sorprendido de ver a Ada tras la barra de Ca la Irene—. Me habían comentado
que trabajabas aquí pero no me lo podía creer. ¿La hija de la gran Irma
Camarga sirviendo cafés?
—Y carajillos, y tostadas y flanes caseros; lo que el cliente quiera —
replicó ella, apoyándose en la barra con una sonrisa—. ¿Qué va a ser?
Ramón se apoyó también, acercándose a su cara.
—¿Vienes en la carta, preciosa?
Ada puso los ojos en blanco.
—¡Qué original! Desde que empecé solo me lo han preguntado una
vez… ¡o veinte!
—Eh, cuando llegaste eras más simpática. ¿Qué pasa? ¿Se te está
pegando el mal carácter del hijo de la dueña?
Ada y Millán cada vez pasaban más tiempo juntos. Aunque ni siquiera
ellos dos tenían clara su relación, en el pueblo empezaban a acostumbrarse a
verlos como una pareja. En general, todo el mundo estaba encantado, menos
los hijos de la tendera. Tere porque sentía que Millán era suyo. No podía evitar
pensar «¡Yo lo vi primero!» cada vez que los veía juntos. No era cierto, porque
Tere era más joven que Ada y, de hecho, no había nacido cuando tuvo lugar el
episodio «Liberad a Anchoa», pero eso ella no lo sabía.
Ramón tenía un montón de amigas repartidas por toda la comarca, pero
nunca le hacía ascos a la carne fresca y eso era Ada para él: una novedad. Una
novedad muy atractiva a varios niveles, porque, aparte de que era una mujer
muy guapa, seducirla y conquistarla le permitiría darle en la cara a su rival, el
hombre que odiaba con tanta fuerza que se había planteado matarlo en más de
una ocasión. No, no se habría manchado las manos, para eso estaban los
sicarios, pero si no lo había retirado de la circulación no había sido por falta
de ganas, sino porque prefería verlo sufrir en vida. La llegada de Ada había
alterado muchas cosas en Soñada y el humor de Millán había sufrido uno de
los cambios más radicales y visibles. Ramón no soportaba verlo feliz; no se lo
merecía.

Para Ramón, Millán era un mediocre, un aburrido que no se había dado cuenta
de que la mujer que tenía a su lado necesitaba que la estimularan
constantemente. Y él la había dejado sola para irse a pescar con su padre o
hacer cualquier cosa que los vecinos le pidieran. Pretendía que una mujer tan
sensual, una auténtica sirena de la Costa Brava, se quedara en casa día tras día,
limpiando y ayudando a Irene en el restaurante. ¡Qué ciego había estado!
Y encima, el muy hipócrita puso el grito en el cielo cuando, una
madrugada en que el tiempo había cambiado bruscamente, llegó a casa y no la
encontró. La buscó por todas partes, llamándola a gritos por todo el pueblo.
Ese día, ocultos tras las cortinas de su habitación, encima de la tienda, se
habían reído de él mientras Ramón le rodeaba la cintura con los brazos y le
pellizcaba los pezones para mantenerla como más le gustaba, excitada y capaz
de todo por un orgasmo más.
«Tendría que volver», había protestado ella, entre jadeos, pero su mano
traviesa abriéndose camino hacia la entrepierna de Ramón, le dijo lo que él
necesitaba saber.
«Ni se te ocurra», había replicado él, que tenía experiencia en esas
situaciones. «¿Qué explicación le darás? Tú te quedas aquí toda la noche. Yo
me ocupo de que no pegues ojo. Y mañana le dices que tu madre se puso
enferma y tuviste que salir corriendo. Y sobre todo, ríñelo por no estar a tu
lado. Haz que se sienta culpable y te dejará en paz.»
Los meses durante los que Ximena compartió su cama fueron los
mejores de su vida. No había conocido a una mujer con la que se entendiera
tan bien en la cama, o en la playa, en el coche o en las habitaciones de hotel
donde iban cuando su hermana se quejaba de que no la dejaban dormir con
tantos gemidos.
Los dos eran igual de pasionales. Por eso cuando una noche se quedaron
sin preservativos, siguieron sin ellos. Y cuando, semanas más tarde, Ximena le
dijo que estaba embarazada y que, por las fechas, sabía que el niño era suyo,
Ramón tomó una decisión. No podía tolerar que el imbécil de Millán siguiera
creyendo que esa mujer era suya y, mucho menos, que el niño llevara el
apellido Salgado. Ese niño era un Pi y se llamaría Ramón Pi, como su padre,
como él.
Si hasta ese momento, Ramón había vivido en una especie de inercia,
dejándose llevar por la comodidad de saber que tenía un techo y un plato en la
mesa sin necesidad de labrarse un porvenir, la llegada del pequeño —porque
en ningún momento le pasó por la cabeza la posibilidad de que pudiera ser una
niña— le cambió los esquemas por completo. Sintió como si lo hubiera
agarrado por los pies, lo hubieran asomado a la ventana y lo hubieran
sacudido bien. Era un nuevo Ramón. Ya no era un chico descerebrado, era un
hombre con responsabilidades y estaría a la altura.
Le dijo a Ximena que preparara la maleta. La pasaría a buscar con el
coche y se marcharían a La Junquera, donde había conseguido trabajo como
barman en un club. El futuro aparecía ante sus ojos como una sucesión de días
perezosos y de noches luminosas, con la preciosa y sensual Ximena a su lado,
bailando y bebiendo a pesar de su gran tripa de embarazada, porque ¿qué daño
le iban a hacer una copa o dos si luego lo quemaba todo bailando?
Ximena, que no se llevaba bien con su suegra y que cada día discutía más
con Millán, aceptó su propuesta. Quería desaparecer sin despedirse. Más
adelante, cuando su marido se calmara, ya se pondría en contacto con él para
pedirle el divorcio. Ramón aceptó a regañadientes, porque nada le habría
gustado más que ver la cara de su rival cuando le dijera que se llevaba a su
chica.
Y como suele decirse, cuando los dioses quieren castigarnos hacen
realidad nuestros deseos, aunque en este caso sin duda fue el mismo demonio
quien lo orquestó todo. Al pasar cerca de la casa de Aurora, Ximena ahogó un
grito al ver que Millán estaba colgado de una cuerda, limpiando las cristaleras.
«¡Date prisa!», le rogó. «No quiero que nos vea.»
Pero el orgullo de Ramón se impuso al sentido común. Al llegar al
desvío, entró y aparcó frente a la puerta de la casa.
«Ramón, por Dios, no. Vámonos. ¡Tengo miedo! No quiero verlo.»
«Ahora estás conmigo, nena. No puede pasarte nada. Vamos a
despedirnos. Está feo marcharse sin decir adiós.»
Ramón salió del coche, sonriendo, dispuesto a darle las noticias él
mismo. Ximena tardó unos segundos en decidirse, pero finalmente lo siguió.
Ramón aún no había tenido tiempo de decirle nada comprometedor cuando
ella bajó a la carrera por el camino, resbaladizo tras la tormenta de la noche
anterior. Y sin duda fue la mano del diablo la que la empujó para que se
abalanzara al vacío en el único punto realmente peligroso del descenso.
Los dos hombres contemplaron horrorizados e impotentes como se
estrellaba contra las rocas del fondo de la cala y moría al instante. Y la vida de
la apasionada Ximena y la del bebé que esperaba no fueron las únicas bajas. El
demonio salió de allí con dos almas apalabradas: la de Millán, que se hundió
en el infierno de la culpabilidad y el odio a sí mismo; y la de Ramón, que
perdió la humanidad.

—Sigo teniendo el mismo buen carácter de siempre, Ramón —replicó Ada,


ajena a la tormenta que hervía en el alma del hijo de la tendera—. ¿A que sí,
Irene?
La madre de Millán se asomó y al ver de quién se trataba, salió de la
cocina y se colocó junto a la que esperaba que pronto fuera su nuera. La
abrazó por la cintura sin soltar el cuchillo de pelar patatas con la otra mano.
—Pues sí, los clientes te adoran, igual que Millán y que yo. —Irene
fulminó a Ramón con la mirada. No le gustaba esa familia. Con Teresa nunca
se había entendido. Aunque llevaba muchos años en el pueblo, era relitana
hasta la médula, y había contagiado su hastío a sus hijos. No se fiaba de
ninguno de los dos. Sabía que entre Ramón y Ximena había pasado algo, pero
no había querido hurgar en la herida. Creía firmemente que a los muertos
había que dejarlos tranquilos. Y si Ramón le gustaba poco, Tere aún le gustaba
menos. No soportaba que sobara a su hijo cada vez que lo tenía cerca. Y no era
una cuestión de celos de madre. Le encantaba ver a Millán con Ada, porque a
su lado su alma se aligeraba. Sabía que junto a Tere solo le esperaba
sufrimiento, ansiedad, frustración. Se notaba que esa chica solo lo perseguía
por aburrimiento, no por afecto sincero—. Espero que tu madre esté bien.
¿Qué vas a tomar?
—Una caña.
—Yo se la pongo, Irene.
La mujer volvió a la cocina, no sin antes lanzar una mirada de
advertencia al hijo de la tendera.
—Caramba, cómo te protege. Supongo que es difícil encontrar buenas
camareras. —Ada alzó una ceja—. No entiendo por qué os ponéis a la
defensiva. Yo solo he venido a invitarte a cenar conmigo esta noche. Me han
hablado muy bien de un restaurante que han abierto en Palafrugell. ¡Irene!
¿Puede salir a cenar tu empleada o la tienes esclavizada?
Se oyó un estrépito en la cocina, seguido de una voz engañosamente
calmada.
—Ada no necesita mi permiso. Lo que haga en sus horas libres es cosa
suya.
—¿Lo ves? Todo arreglado, te recojo a las nueve.
—No tan deprisa, Ramonet, no recuerdo haber aceptado tu invitación.
—¿Y a qué esperas?
—No me va bien, lo siento; tengo planes para esta noche.
Él se sacó el móvil del bolsillo y resopló con impaciencia.
—Bueno, pido que nos cambien la reserva para mañana.
—¡Ramón!
—¿Sí, preciosa?
—No nos pueden cambiar la reserva porque tú y yo no tenemos ninguna
reserva. ¿Lo entiendes?
—Claro que sí; he hecho la reserva pensando en ti.
—Ramón, me caes muy bien, pero yo ya no sé cómo decírtelo. No
quiero molestarte pero llevas invitándome a salir desde que llegué y siempre te
he respondido lo mismo. Eres guapo, estoy segura de que chicas no te faltan.
¿Por qué insistes tanto?
Él se llevó la mano al corazón, cómo si se lo hubiera roto.
—Ya veo, eres de las que van de duras. Pero me encuentras guapo —
Ramón se pasó el pulgar por el labio inferior y ella puso los ojos en blanco—.
Eso es que te gusto. De acuerdo, esta noche tendré que ahogar mis penas con
alguna turista, pero no me rendiré. Tú y yo acabaremos juntos, Ada.
Mientras se marchaba, ella notó que un escalofrío le recorría la espalda.
En la cocina, Irene sacudió la cabeza.

—Sí, claro que me acuerdo del cuento de Pedro y el Lobo, mamá, pero no
entiendo a qué viene…
—¿Qué vas a hacer este noche? —preguntó Irene, cuando Ada se fue a su
casa y se quedó a solas con Millán.
—¿Eh? Pues no lo sé. Supongo que daré un paseo por la orilla del mar
con Ada y luego cenaremos algo mirando una serie… Pero, ¿a qué viene el
interrogatorio? Nunca te habías metido en mi vida, pero últimamente no paras.
—¿Y me haces caso? ¡No! Me estoy cansando de advertirte. Ada es lo
mejor que le ha pasado a Soñada desde hace muchos años y no eres el único
que se ha dado cuenta. Vienen a rondarla, Millán. La chica se saca a los
pretendientes de encima, pero ¡tienes que cuidarla! Si no, te va a pasar como a
Pedro con el Lobo. Si un día viene el Lobo y se la lleva, ¡no digas que no te lo
advertí!
Millán guardó silencio mientras secaba unos vasos. Su madre era una
mujer muy discreta. Nunca le había echado nada en cara durante su relación
con Ximena. Si insistía tanto, sus buenas razones tendría.
—¿Qué propones?
Irene soltó el aire como si se hubiera quitado un gran peso de encima y
sonrió.
—Prepárale una cita especial. Algo que no pueda olvidar jamás.
20

—¡Oooooh! ¡Aaaaah! ¡Sí! —exclamó Ada, haciendo que una pareja de turistas
con aspecto de japoneses se volvieran a mirarla.
Millán sonrió. Si su madre la viera disfrutar tanto, se sentiría orgullosa
de él.
—¡Qué maravilla! Había venido de pequeña con mis abuelos, pero casi
lo había olvidado. Esto es… es… ¡increíble! Has tenido una idea genial,
Millán. ¡Me encanta!
Aunque por sus exclamaciones alguien podría pensar que se estaba
dedicando a otro tipo de placeres, se encontraban en el centro del escenario del
Teatro-Museo Dalí, en Figueres, dándose un baño de surrealismo.
El museo recibía visitantes durante todo el año, pero a esas alturas de la
temporada estaba mucho más tranquilo de lo habitual y, al ser un día entre
semana estaban prácticamente solos, lo que era casi un milagro.
Ada estaba mirando hacia el cielo azul, del que quedaban separados por
una gran cúpula geodésica de cristal.
—Mira, parece una red extendida en el mar.
Él ladeó la cabeza.
—Nunca me lo había planteado, pero ahora que lo dices…
Ada se agarró de su brazo y le apoyó la mejilla en el hombro.
—Esta noche volveré —murmuró Millán— y todas las estrellas que
pesque en la red serán para ti.
Ada suspiró y volvió la cara hacia él, que la esperaba para cerrar su
promesa con un beso. Habría seguido besándolo toda la mañana, porque había
pocas cosas en la vida que le gustaran más que esos labios firmes y cálidos,
pero el lugar donde se encontraban era demasiado único para ser ignorado.
Dalí había querido crear un universo propio, un universo surrealista que
se unía al cielo mediante la cúpula que coronaba el teatro y al agua mediante la
barca de pescadores cuajada de gotas que colgaba sobre las cabezas de los
visitantes del patio o el Cadillac donde una moneda desataba un chaparrón. En
el fuego estaba el origen del museo, ya que este fue construido sobre el teatro
municipal que quedó prácticamente destruido en un incendio. Y nadie podría
poner en duda que está unido a la tierra del modo más íntimo posible, ya que
Dalí fue enterrado bajo ese mismo escenario que cada día pisaban miles de
admiradores de su talento.
No se parecía a ningún otro museo en todo el mundo. A Ada le faltan
ojos para absorber tanta creatividad.
—Era un mago —susurró—, un mago de Soñada. ¿Cómo no me había
dado cuenta antes?
—Mira —Millán la volvió hacia la pared donde se exhibía el retrato de
Abraham Lincoln.
Desde donde se encontraban, en el centro del escenario, la cara del
presidente de los Estados Unidos se distinguía perfectamente, pero cuando se
acercaron vieron que la imagen estaba compuesta de numerosos cuadritos; era
una asombrosa imagen digitalizada. El cuerpo desnudo de Gala —de espaldas,
asomada a un paisaje de la Costa Brava desde una de las clásicas ventanas del
autor— ocupaba buena parte del rostro.
Ada apoyó un dedo en la barbilla de Millán y le cerró la boca.
—Pobres encargados de la limpieza —bromeó—. Tienen que pasarse el
día limpiando las babas de los visitantes. ¡Todo es alucinante!
Le dio la mano y tiró de él, que la persiguió por la sala Mae West hasta
robarle un beso en lo alto de la escalera desde donde una lupa los ayudó a
hacerse una composición global de la cara de la estrella de Hollywood
construida con muebles.
—Tus labios son mucho más sugerentes —susurró Millán, pegado a su
boca—. Se siente, Mae.
Riendo, la pareja siguió explorando el edificio en busca de nuevos
tesoros. Saludaron con una respetuosa inclinación de cabeza al pasar junto a la
tumba del gran artista creador de aquel universo y disfrutaron muchísimo con
las joyas expuestas muy cerca del mausoleo.
—Algunas obras de Dalí me parecen sublimes —comentó Millán— pero
otras… pufff, la verdad es que no me acaban de gustar. No se ofenda, jefe —
bromeó, mirando por encima del hombro. El espacio, situado en el
subterráneo, muy cerca de la tumba del genio y poco iluminado, resultaba algo
tétrico.
—Bueno, para mucha gente es el rey del kitsch —replicó Ada—,
Supongo que el talento y el buen gusto no tienen por qué ir de la mano… Pero
creo que su imaginación era tan desbordante que necesitaba transmitir todo lo
que se acumulaba en su mente, de cualquier manera. —Se imaginó bordando
unas sábanas con sus obras para entrar en su universo. Una idea tentadora…
pero inquietante.
Subiendo más escaleras encontraron la estancia que lleva el nombre de
Sala del Tesoro. Allí volvieron a quedarse boquiabiertos frente a La cesta de
pan, un cuadro pequeño en dimensiones pero de una profundidad infinita en su
sencillez.
Salieron de la sala en un silencio reverencial, pero les fue imposible
mantenerlo mucho tiempo. En cada esquina, en cada urna del teatro, aparecía
una nueva sorpresa que les arrancaba alguna exclamación.
En el Palacio del Viento observaron boquiabiertos la imposible
perspectiva que mostraba los pies de Gala y Dalí en su ascenso a los cielos.
—Es como estar en un templo —musitó Ada, cautivada por la increíble
pintura que semejaba un fresco, pero que en realidad fue pintada en lienzo y
trasladada al techo del palacio anexo al teatro—. Un templo dedicado a un dios
loco.
—Sí —Millán miró a su alrededor—, es como una capilla Sixtina
desquiciada. Como si Miguel Ángel hubiera venido a veranear a la Costa
Brava y hubiera quedado tocado por la tramontana —comentó, haciendo
referencia al viento del norte que tenía fama de volver locos a los habitantes de
la comarca.
Al acabar la visita, pasaron por la tienda de suvenires y no pudieron
resistirse a comprar un recuerdo, aunque Ada sabía que nunca iba a olvidar las
últimas horas. Dudaron entre comprar unas tazas que llevaban cuadros
impresos u otras más sencillas, una con los labios de Mae West y otra con el
típico bigote de Dalí. Los cuadros representados eran Muchacha en la ventana
y La metamorfosis de Narciso. Finalmente optaron por comprar un juego
completo de café decorado con Muchacha en la ventana para Irene y las tazas
negras con los logos para ellos. Aunque ninguno de los dos lo dijo en voz alta,
ambos desearon poder compartirlas muchas mañanas.
—¡Me encantan! —exclamó Ada, mientras se dirigían al coche para
seguir con la ruta—. Aunque la de La metamorfosis de Narciso te iba que ni
pintada.
—¿Me estás llamando creído?
—No, bobo. —Ada lo abrazó por la cintura y le deslizó la mano en el
bolsillo trasero del vaquero—. Lo digo por el cambio que has dado desde que
llegué. Pareces otro… y me alegro mucho. —Él la abrazó por el hombro y le
plantó un beso en la coronilla—. Estoy muerta de hambre ¿Dónde comemos?
Dime que está cerca o tendré que darte un mordisco en algún sitio —le apretó
la nalga, traviesa.
Él bajó un poco la mano y le acarició el torso, rozándole el pecho con el
pulgar y haciéndola estremecer.
—En un restaurante cerca de Púbol. Vamos a recorrer el triángulo
daliniano completo.
La sonrisa de Ada le dijo que había acertado eligiendo el plan.
—Hay una media hora de camino —añadió Millán, mientras salían de
Figueres.
Ella encendió la radio y reclinó el asiento. Aunque iban en su coche —
más práctico para la excursión que la furgoneta— Millán había insistido en
conducir, porque conocía mejor la zona. Ada se llevó las manos detrás de la
nuca, subió los pies al salpicadero y soltó el aire con ganas. Si aquello no era
felicidad, muy poco debía faltarle. Cerró los ojos y notó que Millán le apoyaba
la mano en la rodilla y apretaba ligeramente.
«Es oficial», se dijo, sonriendo. «Soy feliz.»

La metamorfosis o el cambio constante era una de las obsesiones de Dalí y,


tras la visita al museo y las vivencias de los últimos meses, Ada estaba más
capacitada para entenderlo. Porque la Ada que había llegado a Soñada hacía
unas semanas no era la misma que había sufrido por la anchoa en su infancia,
pero tampoco era la misma que en ese momento sentía que su alma crecía y
crecía, igual que su amor por Millán.
Al llegar al restaurante, un elefante con piernas larguísimas les abrió la
puerta del coche y les ofreció la carta.
—¿Qué van a tomar?
Ada pestañeó, incrédula.
—¿Ada? ¡Ada! Despierta, ya hemos llegado —la llamó Millán.
—Mmm, he dado una cabezada.
—Eso parece.
Cuando al llegar al restaurante —esta vez de verdad— una chica de
piernas kilométricas les abrió la puerta, Ada tuvo que hacer un esfuerzo para
aguantarse la risa.
Millán la miró y alzó una ceja.
Ella negó con la cabeza.
—Cosas mías —murmuró, mientras se sentaban.
Al cabo de una hora, el pudding frío de verduras, el rape con salsa y la
mousse de crema catalana habían pasado a convertirse en sus nuevos platos
favoritos.
Con el estómago lleno y algo amodorrados, se dirigieron desde el
aparcamiento al castillo de Púbol, un lugar discreto, escondido, todo lo
contrario del Museo que habían visitado por la mañana. Si el Teatro-Museo era
un lugar casi escandaloso, que llamaba la atención de los visitantes a gritos
con los huevos y los panes incrustados en la fachada y el tejado, Púbol era un
refugio donde recluirse del mundo. Lo que más destacaba del edificio era la
sobriedad de sus muros… hasta que se cruzaba el umbral, por supuesto.
Dalí era un saco de obsesiones y una de ellas era la nobleza, la
monarquía, la pompa y el boato. Durante sus últimos años —cuando su
herencia se convirtió en tema de interés turístico— recibió el título de marqués
de Púbol. Pocas cosas podían hacerlo más feliz. Y, aunque era un tipo peculiar,
no se puede negar que fue hombre de palabra. ¿Cuántos Romeos no habrán
prometido un castillo a su Julieta de turno en un arrebato de pasión? Bien, Dalí
cumplió su promesa: le prometió un castillo a su musa y se lo compró.
Al pasar bajo un pasillo abovedado, Ada alzó la vista y vio que estaba
pintado de azul y adornado con estrellitas. Una empleada de limpieza que
pasaba por allí le susurró:
—Las pintó Gala. —Se encogió de hombros—. Se aburriría la mujer.
Ada abrió la boca, sorprendida y una vez dentro del castillo le costó
volver a cerrarla; esa noche tendría agujetas en la mandíbula.
A Millán lo que más le llamó la atención fue el Cadillac del garaje y las
fotos de Gala con alguno de sus jóvenes amantes. A Ada le maravillaban los
trampantojos, las perspectivas en contrapicado que se elevaban hasta el cielo
creando construcciones barrocas y lunas crecientes, tan oníricas que podrían
haber nacido de un sueño provocado por las sábanas de su abuela.
Los muebles antiguos mezclados con objetos de un gusto dudoso
creaban un universo único, inimitable.
Al salir a la terraza cerrada con arcos de medio punto, Ada se cubrió la
boca con la mano.
—¿Qué pasa? —Millán frunció el ceño al ver que se le llenaban los ojos
de lágrimas.
En esta ocasión Ada no necesitó sábanas ni bolas de videncia ni ningún
otro objeto para viajar con la mente. La memoria la devolvió a una tarde de
principios de verano, muchos años atrás. Vio a su abuelo Quim sentado en un
balancín y a la abuela Aurora enmarcada en uno de los arcos, señalando los
trigales cuajados de amapolas. El rojo de las flores se unía al del sol que
empezaba a descender, creando una imagen encendida, casi en llamas.
Ada tragó saliva para deshacer el nudo de nostalgia que le dificultaba
respirar.
—Ven aquí —susurró Millán. La atrajo hacia él y le dio un abrazo de
oso, de esos que valen más que cualquier palabra. Ada se fundió en el calor de
su pecho, que parecía albergar el sol que seguía brillando en sus recuerdos—.
Ya está, todo está bien, todo está bien —murmuró, abrazándola con fuerza.
Cuando la oleada de emoción aflojó, Ada se apartó un poco para mirar a
Millán a los ojos.
—De niña estuve aquí con mis abuelos.
—¿Con Aurora y Quim?
Ada asintió.
—Fue un día maravilloso y lo pasé muy bien, pero no le di el valor que
tenía. Pensé que podríamos volver cuando quisiéramos y repetir la
experiencia, pero no fue así. Mi madre me apartó de Soñada, mis abuelos se
fueron…
Millán le acarició la mejilla con el pulgar.
—Lo entiendo; la nostalgia es una francotiradora. Se esconde en los
rincones y nos ataca en los momentos más insospechados.
—No, no lo entiendes. —Ada lo agarró por la pechera de la camisa y
tiró de él. Lo apoyó en el murete de la terraza, enmarcando su cuerpo con uno
de los arcos y se coló entre sus piernas, hasta rozarse contra él.
—Pues, no, cada vez te entiendo menos —admitió él—, pero me da
igual; no pares.
Ada le dirigió una sonrisa ladeada.
—No sirve de nada lamentarse por lo que hemos perdido. Lo que los
recuerdos de mi abuela me enseñan es que debemos aprovechar el presente.
Acariciándole el pecho con las dos manos, disfrutó de la firmeza de sus
músculos, recorriéndole los pectorales, los bíceps, los hombros. Al llegar al
cuello, le enlazó las manos detrás de la nuca y jugueteó con sus rizos.
Él le había rodeado la cintura con las manos, había bordeado los cabos
de sus caderas y había echado ancla en sus nalgas, que apretó con deseo.
—Me gustan las mujeres sabias.
Ada se inclinó hacia delante, buscando su boca. Mordisqueó el labio
inferior y él sacó la punta de la lengua para provocarla. Ella cayó en la trampa
y mordió el anzuelo, quedando atrapada en su boca.
Sus lenguas se batieron en duelo como dos peces espada, frotándose,
enroscándose, contagiándose la necesidad de penetrar cada vez más en las
profundidades del otro.
Ella echó las caderas hacia delante de manera instintiva. Su vientre sabía
lo que necesitaba y también dónde encontrarlo. Por suerte para ella, Millán
necesitaba lo mismo y la atrajo hacia él, fundiendo sus cuerpos. Al notar la
dureza de su sexo, Ada gimió en su boca y sintió que las rodillas se le
doblaban. El sonido alimentó el deseo del pescador, que la sostuvo con más
fuerza, elevándola unos centímetros en el aire y dejándola caer pegada a su
cuerpo, disfrutando del íntimo roce.
Siguieron besándose con entrega, fabricando preciosos recuerdos que
les durarían toda la vida, hasta que la llegada de una familia de turistas rompió
el hechizo del momento.
Ada se separó de él y sonrió al oír que soltaba una maldición.
—Que ganas tengo de atraparte en mis redes a solas, Anchoa —
refunfuñó.
—¿Foto, please? —le pidió Ada a la madre de familia para inmortalizar
el momento.
Millán la colocó ante él para disimular la erección y le rodeó la cintura
con las manos. Ella se reclinó en su pecho, sintiéndose protegida, acompañada,
amada, feliz.
Sintió lástima de Gala, enterrada en la cripta del castillo, en una de las
dos tumbas gemelas que Dalí mandó construir. No faltaba ni un agujero que
conectaba las dos tumbas para que los enamorados pudieran darse la mano en
el más allá; un proyecto de lo más romántico. Sin embargo, Ada y Millán
habían visto la tumba del pintor esa misma mañana en el corazón de su
concurrido museo. Se preguntó qué habría pasado para hacerlo cambiar de
opinión. ¿Intereses económicos? ¿El deseo de ser el centro de su universo?
Difícil de decir, pero algo era innegable: Gala se había quedado sola.
«¡Sola, vas a acabar sola!», oyó la voz de Irma. Su madre no se cansaba
de amenazarla a la menor ocasión.
Millán notó su estremecimiento y la atrajo hacia él.
—¿Te encuentras bien?
Ella asintió.
—Mejor que bien.
Con un leve beso en los labios, se pusieron en marcha. Recorrieron el
jardín, donde en cada esquina los símbolos dalinianos —ángeles, elefantes,
huevos, relojes blandos, hormigas— les recordaban que la vida era breve y
que había que aprovecharla. Y eso hicieron.
Libres ya de la modorra de después de comer, volvieron al coche
haciendo una carrera que ganó ella.
—¡Has hecho trampa! —protestó él.
—¿Yo? ¡Qué mal perder tienes!
—Me has dicho que te habías dejado el bolso y que volviera a buscarlo.
—¿Y yo qué culpa tengo de que te lo creas todo?
—¡Ven aquí, tramposa! —Millán la persiguió alrededor del coche hasta
que la atrapó y se cobró su venganza en besos.
Poco después volvían a estar en la carretera camino a Cadaqués, para la
tercera y última etapa de la visita. En realidad, su destino no era el precioso
pueblo marinero de Cadaqués sino la diminuta localidad vecina de Port Lligat,
uno de los lugares más recónditos de la Costa Brava, donde Dalí y Gala
pasaron largas temporadas, solos o acompañados por grandes figuras del
siglo XX como Picasso, Miró o Walt Disney.
Aunque era muy distinta al museo o al castillo, Ada se fijó en que la casa
de veraneo tenía ese sello daliniano que la hacía inconfundible.
—¡Mira! —exclamó señalando los huevos que coronaban torres y
palomares—. Esos huevos son faros que sirven de guía a los visitantes y les
aconsejan que abran la mente si quieren disfrutar de la visita.
Él sonrió, feliz de verla tan entregada a la visita.
—Todo esto eran cabañas de pescador —le contó—. Dalí y Gala las
compraron con el dinero que el pintor ganó en París y las convirtieron en esta
casa laberinto.
Ada logró mantener la boca cerrada, pero no le fue fácil. La
acumulación de objetos sublimes y grotescos tan propia del artista resultaba
abrumadora. Por eso con lo que más disfrutó fue con el paisaje. A pesar de que
el paso de los años lo había convertido en un lugar muy turístico, todavía se
podía disfrutar de la naturaleza. El puerto de pescadores era un refugio
privilegiado gracias a la isla que cerraba la pequeña bahía. Y aunque el fuerte
viento del norte que soplaba a menudo en la zona impedía que creciera mucha
vegetación, los pinos y cipreses le daban un aire absolutamente mediterráneo.
Ada se apoyó en una ventana y contempló el mar.
Millán se apoyó en una pared cercana y se la quedó observando en
silencio.
Sintiendo sus ojos sobre ella, Ada lo miró por encima del hombro y le
sonrió con dulzura.
—Si Dalí estuviera aquí, no podría resistir la tentación de pintarte —dijo
él—. Eres la auténtica Madonna de Port Lligat.
—¡Vaya par de sacrílegos Dalí y tú! —Ada sacudió la cabeza, aunque le
encantaba verlo tan relajado y contento—. Anda, vamos.
—Creo que ya lo hemos visto todo. ¿Estás cansada? —Ada negó con la
cabeza. Aunque en realidad sí estaba un poco cansada, no quería quejarse. El
día había sido maravilloso y esperaba repetirlo—. Bien, porque esto no ha
hecho más que empezar. —Millán le guiñó un ojo y cuando ella lo miró,
medio sorprendida, medio asustada, él le dio una palmada en la popa,
animándola a buscar la salida.
21

—Tranquila, Ada —exclamó Gil, el amigo de Millán que les había dejado la
barca—, mañana bajo a Soñada con tu coche y vuelvo con la Rosita.
Ada no dejaba de maravillarse. Nunca se habría imaginado que el Erizo
fuera capaz de organizar citas perfectas y hacer que todo resultara natural,
sencillo.
La jornada había sido larga y el sol de principios de otoño se estaba
poniendo ya. Cuando al salir de la casa de Port Lligat Ada vio que, en vez de
dejar de lado Cadaqués se dirigían al puerto, pensó que él habría reservado
mesa en algún restaurante. Pero no. Pararon frente a una casa, de la que salió a
recibirlos un hombre de unos cincuenta años —que palmeó la espalda del hijo
de Irene con tanto entusiasmo que Ada hizo una mueca de dolor— y su esposa.
Tras ponerse un poco al día, la esposa de Gil —Rosita, la Rosita que
había prestado su nombre a la embarcación en la que viajaban— les había dado
una cesta con comida y les había recordado que había mantas en el arcón. Gil
los había acompañado hasta la playa y los había ayudado a zarpar.
La barca de pesca era pequeña, tendría unos siete u ocho metros de
eslora, y un mástil indicaba que podía navegar a vela, pero en ese momento
estaba recogida.
—¿Cuántos kilómetros hay hasta Soñada?
Millán le dirigió una sonrisa ladeada.
—Menuda anchoa de agua dulce estás tú hecha. Hay unas veinticinco
millas en línea recta.
—¿Y cuánto se tarda en recorrer una milla de esas?
Él se encogió de hombros.
—Depende de mil cosas, las corrientes, el viento… la destreza de la
tripulación —añadió, guiñándole un ojo.
—Puff, pues si dependemos de mí, podemos ir a parar a Mallorca.
Millán sacó pecho y se lo golpeó en plan Tarzán.
—Menos mal que estoy yo aquí. Tú ocúpate de la cena, yo me encargo
del resto.
—Muy machito estás tú.
—¿Quieres que lo hagamos al revés? —le preguntó él, alzando una ceja.
Refunfuñando por lo bajo, Ada se acercó al cesto de comida y soltó una
exclamación al notar lo que pesaba.
Millán se echó a reír.
—Conociendo a Rosita, podríamos llegar a Mallorca tranquilamente con
esas provisiones.
—A ver qué hay. —Ada fue sacando cosas. Les había preparado dos
grandes bocadillos, de atún con escalibada, que olían maravillosamente. Había
también un montón de croquetas de bacalao, una gran tortilla de patatas con
cebolla, un fuet entero, un taco de queso y una caja de pastelitos. Ada tomó uno
y lo levantó. Tenía forma de tapón de cava—. Esto no sé qué es, pero seguro
que me gusta.
—Son taps, es decir tapones, el postre típico de Cadaqués. ¿Habrá puesto
una botella de ron para acompañarlos, ¿no?
Ada rebuscó. Había agua, vino rosado y efectivamente, una botella de
ron.
—Pues sí. Si nos lo bebemos todo vamos a acabar en las Azores.
—No exageres, que ya sé que en casa de Aurora nunca falta la ratafía.
—Menos mal que ha puesto agua, porque entre el atún y el bacalao
vamos a pasar más sed que en un restaurante chino barato.
—Pon un pescador en tu vida y nunca les faltará sal a tus días. —Millán
le guiñó el ojo—. Pero ven, deja eso. Tienes que aprender a manejar la barca.
—¿Pero no tengo al capitán Pescanova para eso? —bromeó, aunque el
hombre que tenía delante se parecía mucho más a Henry Cavill en El hombre
de acero que al anciano de las barritas de merluza. Estaba guapísimo con los
vaqueros y la camisa gris, sencilla, suave al tacto de tan desgastada.
—Me puede pasar cualquier cosa. Podría caer al agua por un golpe de
mar…
A Ada se le encogió el estómago solo de pensar en la posibilidad de
perderlo.
—No digas eso —murmuró.
—No va a pasar. Con las ganas que tengo de pillarte a solas, te aseguro
que no voy a ser tan idiota como para perderme esta noche, pero igualmente,
ven aquí.
Ella tragó saliva y, con las pocas neuronas que le quedaban operativas,
escuchó las instrucciones básicas para el manejo de la embarcación.
Luego, mientras ella sostenía el timón, Millán fue a buscar varias
mantas, las extendió, se sentó y la invitó a sentarse a su lado.
Ella se acomodó a su lado y alzó la cara hacia el cielo. Había anochecido
ya, y las estrellas que empezaban a dejarse ver le recordaron a la cúpula
geodésica del Teatro-Museo.
—¿Cuál quieres? —le preguntó él, rodeándole los hombros con el brazo
y apoyando la cabeza en su sien.
—¿Tengo que elegir?
La risa hizo retumbar el pecho del pescador.
—No, todas son para ti.
Ella se arrebujó contra su pecho y sonrió, satisfecha.
—No esperaba menos del organizador de citas perfectas.
—Todavía no ha terminado —le susurró él al oído, haciéndola
estremecer. Tomándole la barbilla entre los dedos, le volvió la cara para
mirarla a los ojos.
—Gracias, Millán. Ha sido el mejor día de mi vida; nunca lo olvidaré.
—Gracias a ti. Gracias por volver a Soñada y por quitarle las telarañas a
mi alma. Me has devuelto la vida, Anchoa.
Inclinó la cara hasta que sus labios entraron en contacto. El primer beso
fue breve, un saludo, un reconocimiento. El segundo, una celebración; la
confirmación de que aquello no era un sueño. Era real; estaban allí, solos, y se
estaban besando porque podían y porque querían. El tercer beso fue la
rendición, la entrega, la renuncia a la razón, a todo lo que no fuera sentir y
comunicarse con la piel.
Millán notó que ella se estremecía.
—¿Tienes frío?
—No precisamente. —Ada respaldó sus palabras con una mirada
ardiente. Trepó a su regazo y se acomodó sobre él.
Él la sujetó por las caderas y la contempló con admiración y deseo.
Llevaba vaqueros y una camisa de cuadros de color teja y tabaco, pero él la
estaba mirando como si fuera un ángel de Victoria's Secret.
—Hola, reina de los mares.
—Ya sabes que no soy muy monárquica, pero hoy reclamo el trono de
hierro. —Le acarició el torso y sus manos fueron descendiendo al mismo
tiempo que su mirada.
—Como el hierro me tienes; llevo todo el día así.
Ada lo acarició por encima de los pantalones, se mordió el labio inferior
y negó con la cabeza.
—Menudo desperdicio. —Muy lentamente, torturándolo un poco, le
desabrochó el botón de los vaqueros—. Me alegro de que ya no pinches,
Erizo, porque pienso acercarme mucho a ti esta noche.
Él le desabrochó los botones de la camisa mientras ella se ondulaba
sobre sus muslos, moviendo las caderas adelante y atrás siguiendo el ritmo de
la barca.
Cuando Ada echó la cabeza hacia atrás, él se abalanzó sobre su cuello,
marcándola con los dientes, mientras la abrazaba con fuerza, uniendo sus
cuerpos.
Ella gimió y le rodeó el cuello con los brazos. Le mordió la oreja y le
deslizó ligeramente la lengua en el interior del oído, notando satisfecha como
él se estremecía.
Millán la sujetó por la cintura y la levantó para quitarle los pantalones.
Ella se apoyó en sus hombros para no perder el equilibrio. El frescor del aire
entre los muslos le indicó que acababa de perder también la ropa interior.
Cuando él empezó a desnudarse, Ada se dispuso a disfrutar del espectáculo,
pero una luz a lo lejos le llamó la atención.
Separó las piernas para afianzarse y miró a su alrededor absolutamente
maravillada. Aunque a primera vista parecía que estaban en medio de la nada,
al fijarse vio que en la costa había varias hogueras. Y junto a ellas, unas luces
misteriosas, como diminutas auroras boreales azuladas, danzaban en la noche.
—¿Qué son esas luces? Parecen espíritus bailando.
Él dirigió una mirada distraída a la costa mientras volvía a sujetarla por
las caderas.
—El único espíritu que hay aquí eres tú, hechicera —murmuró—. Eso
son hogueras en la playa de L'Escala. Seguro que Xavi y los demás están
haciendo un cremat de ron y van a pasar un buen rato cantando habaneras. Te
diría de parar y unirnos a ellos, pero… prefiero unirme a ti.
Sin esperar más, Millán la atrajo hacia él y hundió la cara en su vientre.
Ada, que llevaba todo el día tan excitada como él, se inclinó, abrazándole la
cabeza y besándole el pelo.
—Déjame… déjame probarte, Ada. Estoy hambriento de ti. —Sus
palabras se mezclaban con los besos que iba trazando en su vientre en
dirección sur.
Ella no podía ni quería negarle nada. Ver a Millán feliz le provocaba una
felicidad absoluta, esa felicidad que solo se obtiene al entregarse en cuerpo y
alma a otra persona. Mientras él se perdía entre sus muslos, la nieta de Aurora
se abandonó al placer. Él la sujetó con fuerza por las nalgas cuando a ella se le
doblaron las rodillas. Tras unos instantes de un placer tan intenso que la obligó
a tener los ojos cerrados, logró abrirlos paulatinamente. Sobre sus cabezas, las
estrellas brillaban con más intensidad que vistas desde tierra. Las hogueras
habían quedado atrás. En el silencio de la noche, solo se oían las salpicaduras
del agua al chocar contra la madera de la barca y los chillidos de algún ave
que regresaba a tierra.
Millán alzó la cara un instante y le dirigió una mirada ardiente. Le
agarró la nuca con una mano y la atrajo hacia él para devorarle la boca. Desde
que ella llegó a Soñada, sus vidas se habían llenado de sal y de sabor.
—Qué ganas tenía de hacerte el amor toda la noche, mi sirena.
—No… oh… ¿no deberías ocuparte del timón?
—Lo he fijado. A menos que se nos ponga Moby Dick por delante, no
creo que tengamos ningún percance.
Aunque sabía que estaba bromeando, Ada no pudo evitar volver la
cabeza para mirar a proa. Por un instante, echó de menos a Smee para que se
ocupara de pilotar, pero fue un instante. Sabía que Millán conocía aquella costa
como la palma de su mano y confiaba plenamente en su capacidad para
llevarla a casa sana y salva. Sin embargo, le pareció ver una tenue luz cruzar
las aguas a toda velocidad. Miró a un lado u a otro y de nuevo le pareció que
un ser luminoso y muy veloz cruzaba el mar por debajo de la barca. Quiso
preguntar a Millán, pero él le llevó un dedo a los labios para hacerla callar.
—Luego. Luego pregúntame lo que quieras. Ahora, sirena, quiero oírte
cantar —susurró, antes de volver a perderse en su mar más secreto.


Irene, Armonía y Felicidad estaban apoyadas en el murete que rodeaba el
terrado de la casa del pájaro, mirando hacia el norte, esperando ver aparecer la
Rosita. La esposa de Gil había llamado a Irene para confirmarle que la pareja
había salido de Cadaqués según lo previsto.
—Ya podrían estar aquí.
—No, no creo que lleguen hasta mañana. ¿Qué dices tú, Nía?
—Vámonos a dormir.
Sus dos amigas se volvieron hacia ella.
—¿Qué estás viendo?
Nía hizo rodar los ojos.
—No nos lo vas a contar, ¿no?
—No.
—A veces te odio, que lo sepas —protestó Feli—. ¿Qué te costaría
animarnos un poco la noche?
—No me odias.
—Un poco sí.
—Feli, estamos hablando de mi hijo. Prefiero que no entre en detalles, si
no te importa.
A la luz de la luna creciente, Felicidad sacudió la cabeza, y su pelo
violeta formó un halo hippie alrededor de su cabeza.
—Os odio a las dos, estrechas.
—No nos odias.
—¡Grrrrr!
Nía sonrió y miró al horizonte donde, a varias horas de distancia de allí,
una pareja se amaba al compás de las olas y una joven bruja se volvía cada vez
más poderosa.

—Duerme —susurró Millán al oído de su amante, varias horas más tarde.


—No quiero dormir; no quiero perderme ni un segundo de esta noche —
protestó ella, abrazada a su pecho. Tras devorarse mutuamente, se habían dado
un atracón con la cena de Rosita. Saciada y satisfecha, ronroneaba envuelta en
una manta. Y por mucho que protestara, se estaba quedando dormida.
Un gran pez saltó a pocos metros de distancia, sobresaltándola.
—¿Qué ha sido eso?
—A saber. Un mero o una barracuda.
—¿Hay tiburones por aquí?
Ada notó que él sonreía contra su pelo.
—Pocos y pequeños; tintoreras básicamente, pero no debes tenerles
miedo.
—Cuando estoy contigo, nada me da miedo —admitió. Y no estaba
exagerando. Era consciente de que la vida, igual que el mar, estaba llena de
seres amenazadores que se ocultaban entre las sombras, pero junto a Millán se
sentía con fuerzas para enfrentarse a todos los problemas y a todos los
enemigos que pudieran presentarse.
—No dejaré que te pase nada, Anchoa —susurró él con cariño—. Te
defenderé con mis púas de quien se atreva a acercarse demasiado.
Pero ella, que acababa de cruzar la puerta que lleva al país de los sueños,
ya no lo oyó.
22

—¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo! ¡Corre, monta! —la voz de Pedro
Picón la despertó de golpe.
—¡Pedro! ¿Qué haces aquí?
—No hay tiempo. Te lo explicaré todo, pero hemos de huir. ¡El lobo ya
está aquí! ¡Corre!
Ada montó en la moto roja del que hasta hacía pocas semanas había sido
su novio y se alejaron de la casa de Aurora a toda velocidad. Recorrieron la
carretera de curvas y se adentraron en un bosque sin aflojar la velocidad.
—¡No corras tanto, nos vamos a estampar contra un árbol!
Pedro se encogió de hombros y aflojó.
—Tú lo has querido.
Ada se estremeció al oír los aullidos de sus perseguidores.
—Bueno, vale. ¡Dale gas!
Pero ya era tarde. Un motero de aspecto amenazador los adelantó y les
barró el paso. El resto de la banda los rodeó instantes después. Curiosamente,
no sintió miedo. Se sentía poderosa y estaba muy harta de que otras personas
se metieran en su vida.
Bajó de la moto y, con los brazos en jarras, se enfrentó al grupo. Por
suerte, aunque no recordaba haberse vestido, llevaba puesta la ropa que Millán
le había quitado en la barca.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? ¡Quitaos los cascos y dad la cara,
cobardes!
Uno a uno se fueron librando de los cascos integrales. Ada alzó mucho
las cejas al descubrir las identidades del variopinto grupo de moteros. Tere, la
vieja tendera, fue la primera en mostrarle el rostro. Llevaba un mono de cuero
gris, que la hacía parecer mucho más joven. A su lado, la joven Tere y su
hermano Ramón —vestidos de azul eléctrico y carmesí respectivamente— se
descubrieron y le dirigieron sonrisas burlonas. Al volverse, vio que tenía la
retaguardia cerrada por Julio Salvador, el líder de su partido, vestido de
morado y, cómo no, por Irma Camarga, su madre, que llevaba un espectacular
mono blanco muy ceñido. Todos iban vestidos de cuero, incluso Pedro. Al
fijarse en él, vio que tanto su sonrisa irónica como su mono de cuero rojo se
integraban perfectamente con los del resto del grupo.
—¿Qué tenemos aquí? —comentó, irónica—. Los Power Ranger
relitanos han venido a visitarme, ¡qué honor!
—No hemos venido a visitarte, princesa, hemos venido a rescatarte —
replicó Pedro, usando su tono más persuasivo y seductor. El líder del CESPED
era muy guapo; con su sonrisa a lo Kennedy y ni un pelo fuera de sitio parecía
una estrella de Hollywood, pero Ada se dio cuenta de que todo en él era
artificial. Ni su aspecto físico, ni sus palabras ni sus sentimientos hacia ella
eran auténticos. Era todo lo contrario a Millán, tan poco preocupado por su
ropa, tan imperfecto, tan real—. Las cosas se han calmado, ha llegado el
momento de recuperar nuestro amor.
Ada se rio soltando el aire por la nariz.
—¿Qué amor, Pedro? El que sientes por ti mismo no lo habías perdido y
por mí no lo has sentido nunca. No me vengas con milongas, que nos
conocemos.
Él alzó las cejas y se volvió hacia Irma, como esperando instrucciones.
Al verlos uno al lado del otro, Ada lo vio todo claro.
—¡La madre que me parió!
—Presente —replicó Irma—. ¿No te has cansado aún de jugar a hacer la
hippie, Adela? No me he gastado tanto dinero en tu educación para que
malgastes tu vida en este pueblucho de sonados.
Pero Ada ni la escuchó porque seguía en shock. ¿Su madre y Pedro
aliados? ¿Pero cómo era posible? Si las puyas que se lanzaban desde el estrado
del Parlamento eran míticas. ¿Es que ni siquiera eso era real? Se llevó una
mano a la sien sintiendo que se debilitaba. Al mirar a su madre, vio que los
ojos de esta se encendían con una mirada triunfal.
«No, mamá. Esta vez no vas a poder manipularme tan fácilmente. Tengo
la información que necesitaba para resolver este rompecabezas y la
motivación para hacerlo. No pienso permitir que nadie viva mi vida por mí.»
—¡Sois la Reina Blanca y la Reina Roja! ¡Cómo no me he dado cuenta
antes!
Por unos momentos, la cara de Pedro se volvió tan blanca como el mono
de su presunta rival política.
—No sé de qué estás hablando —trató de defenderse, impostando la voz
para que sonara más grave de lo habitual—. Menos mal que te he sacado de esa
casa; estás empezando a sufrir alucinaciones.
—¡Ja! Nunca había visto las cosas tan claras. ¡No me querías, Pedro,
nunca me has querido! Lo único que te interesaba de mí eran mis contactos.
—Querrás decir los míos —replicó Irma, burlona.
—Perdona, bonita, pero todo lo que tengo lo he conseguido por mis
propios méritos —se defendió Pedro antes de volverse hacia Ada—. No como
otras.
Ella buscó con la mirada a su antiguo líder, que cambiaba el peso de pie
nerviosamente, y alzó una ceja.
—¿Qué tienes que decir, Julio? ¿Es verdad eso? ¿Mi madre tuvo algo
que ver con mi entrada en el PAP?
Salvador no respondió, pero su silencio y su incapacidad de sostenerle la
mirada hablaron por él.
La nieta de Aurora se volvió hacia Irma.
—¿Por qué, mamá? Siempre me decías que me apartara de Pedro, que
era un chaquetero y que no me convenía.
El líder del CESPED le dirigió una mirada dolida a su exsuegra,
llevándose una mano al pecho en un gesto propio de Margarida Xirgu.
—¿Y la bronca que me soltaste cuando te dije que me presentaba a las
elecciones por el PAP?
Irma suspiró y acarició el casco como si fuera una bola de cristal.
—Ay, Adela, si no fuera porque aún no he olvidado lo que sufrí para
traerte al mundo dudaría de que fueras hija mía. Eres más fácil de manipular
que un conejito a pilas. Cualquiera sabe que no hay método más efectivo para
que una hija haga lo que tú quieres que prohibirle hacerlo.
Ada se ruborizó. Se sentía avergonzada por no haberse dado cuenta de
las intrigas que habían rodeado toda su vida.
«¿Ada la Empecinada? Deberían llamarme Ada la Empanada. No se
puede ser más ilusa, crédula, boba, pánfila…»
A cada nuevo insulto, sus niveles de energía mágica disminuían, pero
esta vez no estaba sola.
«¡No dejes que la cigarra comeautoestima te coma la moral, Ada», le
grito Pulcra al oído. «Esa mujer elegante e impecable que ves ante ti no es más
que una ilusión. Tú sabes cómo es en realidad, la has visto por dentro.»
—¡Bravo! —exclamó, mirando fijamente a su madre—. Muy bien,
mamá. Lograste que tu marido quedara tan amargado que tuvo que irse a la
otra punta del mundo y has manipulado a tu hija, haciendo que perdiera diez
años de su vida al lado de un hombre que no la tocaba ni con un palo.
¡Enhorabuena! Creo que te has ganado el título de esposa y madre del año. Y
todo esto… ¿para qué, si puede saberse?
La vulnerabilidad que asomó a los ojos de su madre fue visible un par de
segundos, el tiempo suficiente para que Ada supiera que había alcanzado su
objetivo. Pero, como buena felina herida, se defendió sacando las uñas.
Empezó a acariciar el casco, que fue cambiando de color, desde el blanco más
puro al negro más intenso. El mono de cuero sufrió la misma metamorfosis.
—Ese color ya te pega más, mamá. Negro como tu alma.
—Nada es blanco ni negro, ¿cómo tengo que decírtelo, niñata? Madura y
aprende de una vez. Si le… pedí amablemente a Julio que te hiciera entrar en el
PAP fue para que comprobaras de primera mano cómo es la política. El pez
grande se come al chico, Adela, y tú eres…
—Sí, soy una anchoa, y a mucha honra. Sin los peces pequeños, los
grandes no podríais sobrevivir. Y si nos uniéramos todos en vez de pelearnos
entre nosotros —añadió, con una mirada dolida en dirección a Julio— otro
gallo os cantaría a los tiburones.
—Ya basta, Adela. He tenido demasiada paciencia contigo, pero se acabó.
Desde hoy se acabaron las tonterías. Monta en la moto, nos volvemos a Rélitas.
—No pienso montar contigo ni con ninguno de tus secuaces.
Irma soltó una risa tan amarga como su apodo.
—¿Secuaces, esta pandilla de inútiles? No me hagas reír. ¿Y qué piensas
hacer? ¿Quedarte aquí y desperdiciar tu vida sirviendo carajillos al lado de un
pescador amargado?
—No, pienso pasar el resto de mi vida siendo feliz al lado de un gran
hombre y ayudando a mis vecinos en todo lo que pueda.
—Adela, ya no tienes quince años. La vida no es un campamento de Girl
Scouts. Sube a la moto, tenemos que preparar tu vuelta a la sociedad. Hemos de
preparar tu boda, tu entrada en el TPLP, buscar un cargo político a tu medida…
¿Te gustaría ir al Parlamento Europeo?
Ada silbó y negó con la cabeza.
—¡Y me llamas a mí la Empecinada! Eres mil veces más empecinada que
yo. Eres tú la que tiene que entender que ya no tengo quince años. Hace mucho
tiempo que soy mayor de edad. No voy a consentir que juegues con mi vida
nunca más. Esta vez, si tratas de apartarme de mis seres queridos, me
defenderé; no lo dudes.
—Ya basta, malcriada. ¡Apresadla!
Pedro y Julio, molestos por los comentarios despectivos de Irma,
permanecieron quietos, pero los hijos de Tere avanzaron satisfechos hacia
ella.
Ada no sintió miedo en ningún momento. Dejándose guiar por la
intuición, alzó la vista hacia el árbol más cercano. Tuvo la sensación de que el
árbol era una parte más de su cuerpo y, como si fueran sus brazos, alargó dos
ramas y sujetó a Tere y a Ramón por la cintura, deteniéndolos y elevándolos
en el aire.
—Eh, ¿pero qué coño… —exclamó Ramón.
—¡Aaaah, bájame de aquí, maldita bruja!
—Ahora corro —replicó Ada, irónica.
—Ji, ji, ji, ji.
—¡Mamá! ¡Deja de reírte y haz algo! —le recriminó Tere a su madre.
Disfrutando como una niña, Ada alargó la mano hacia una enredadera
que crecía en un árbol un poco más apartado. Julio y Pedro observaron
boquiabiertos cómo la liana se desenroscaba del tronco, se deslizaba por el
suelo como si fuera una serpiente y se enroscaba alrededor de sus pies y sus
manos, dejándolos unidos a las motos pero incapaces de conducirlas.
Teresa se había caído al suelo, presa de un ataque de risa, así que Ada la
dejó estar y se centró en su madre.
—Adela, para, por favor. Este comportamiento no es propio de una
señorita.
—No soy una señorita, mamá, soy una mujer.
—Sí, ya sé lo que te has pasado la noche haciendo, mis morenas-espía
me lo contaron.
Ada recordó la sensación de estar siendo vigilada que había tenido en la
barca.
—¿Morenas? —Hizo una mueca de repulsión—. ¿No podías buscarte
otros peces un poco más glamurosos?
—Por calidad-precio fueron lo mejor que encontré. —Irma se encogió
de hombros.
—Claro, tú siempre tan práctica —replicó Ada, dirigiéndose a la moto
de Tere y poniéndola en marcha.
—¡Eh, tú zorra! —gritó la joven tendera, aún colgada de la rama—. ¿No
tienes bastante con quitarme a mi hombre? ¿Ahora me vas a robar la moto?
¡Te arrepentirás! Mamá, párala.
Teresa se levantó lentamente y se dirigió hacia ella con una mirada
desquiciada. Irma bajó de la moto y se acercó por el otro lado mientras Ada
buscaba la llave o el botón de arranque. Alzó la cara y vio que las dos brujas
de Rélitas se acercaban con mucha cautela. Eso le llamó la atención; si tanto
miedo le tenían, sería por algo.
«Asume su poder, Ada. Hazlo tuyo. Si eres dueña de la magia, no
necesitas llaves ni botones.»
—¡A casa! —exclamó, agarrándose al manillar—. ¡Vamos a casa! —Un
instante después la moto salió disparada dejando atrás al grupo de relitanos,
envueltos en una nube de maldiciones, polvo, pinaza y arena.

—¿Seguro que estás bien? —le preguntó Millán al dejarla en la cala, al pie de
su casa, a media mañana.
—Mejor que bien. —Le echó los brazos al cuello y lo besó—. Ha sido la
mejor noche de mi vida. Y el mejor día. ¡Gracias, muchas gracias! Ahora me
toca a mí organizarte una cita perfecta. Y no me lo has puesto fácil; el listón
está muy alto.
Él le retiró el pelo de la cara y le acarició la mejilla.
—¿Y ese sueño? Me has dejado un poco preocupado.
—No te preocupes, de verdad. Ha sido una pesadilla, pero ha acabado
bien.
Él no pareció muy convencido.
—Me quedaría contigo, pero…
—Lo sé. Vete, tienes mil cosas que hacer. Yo me reuniré con vosotros de
aquí a un rato en el restaurante.
—Si quieres quedarte durmiendo…
—¡Que no! —protestó Ada, aunque le encantaba que se preocupara tanto
por ella—. Eres tú el que no ha pegado ojo en toda la noche. Y tu madre pasó
ayer el día sola. Tranquilo, me ducho y voy para allá.
Tras darle un rápido beso en los labios, trató de marcharse, pero él lo
impidió sujetándola por la muñeca, atrayéndola hacia él y besándola como si
llevara una semana sin verla.
—Ya te echo de menos —susurró, sin apartar los labios de su boca.
Ada sonrió acariciándole las mejillas, algo hundidas y cubiertas de barba
de un día.
—Hoy sí que el nombre de Erizo te va que ni pintado. ¡Rascas!
Millán le hizo cosquillas y ella trató de zafarse.
—Y a ti el de Anchoa, eres escurridiza. —Volvió a besarla y la abrazó
con fuerza—. Tengo miedo de que te escapes del cubo a la que me dé la vuelta
—añadió.
Ella se apartó para mirarlo a los ojos.
—No lo dudes. Si puedo escaparme del cubo, lo haré. El mar es
demasiado grande para conformarse con un charco. —Él asintió, sintiendo una
opresión en el pecho. Sabía que ella valía demasiado; era absurdo pretender
que fuera a quedarse en ese pueblecillo para siempre—. Pero te quiero a mi
lado, Millán. Quiero surcar las olas contigo, como si fuéramos dos delfines.
Con esas palabras, ella lo descargó del ancla que había lastrado su
corazón durante los últimos segundos, que se le habían hecho eternos.
Soltando el aire en una sonrisa, le hundió las manos en el pelo y trató de
demostrarle con un beso lo mucho que la quería.
—¡No nos quedará mar por recorrer! —le aseguró cuando se separaron
—. Los recorreremos todos… tú y yo.
Millán volvió a subir a la barca bajo la atenta mirada de Ada, que tal vez
se entretuvo unos segundos más de la cuenta en su trasero. Lo despidió con la
mano mientras él se alejaba en dirección a su cabaña. Cuando desapareció más
allá de la cueva de los erizos, suspiró y enfiló el camino hacia la casa.
Mientras subía, revivió el sueño que había tenido en la barca y se dio
cuenta de que era la primera vez que experimentaba uno de esos sueños tan
vívidos sin estar en contacto con las sábanas de la abuela. Empezaba a entender
por qué Armonía le había dicho que su magia era muy poderosa.
Al llegar al final de la escalera vio que frente a la puerta de la casa había
un coche deportivo aparcado. El dueño, sentado tras el volante, hizo sonar la
bocina para llamar su atención.
«Sí, Pedro. Ya te he visto, como para no verte con ese coche…»
—¡Qué sorpresa! Si es el líder del CESPED. ¿Qué se le ha perdido por
aquí, señor Picón? Pensaba que entre nosotros ya no había… nada personal.
Él bajó del descapotable rojo y se acercó. Tenía mal aspecto, como de
haber pasado la noche en el coche. Estaba más delgado que la última vez que lo
vio; ojeroso y muy nervioso.
—¿Dónde demonios te habías metido? Llevo desde ayer esperándote. No
contestas al móvil, ni a la puerta…
Ada levantó los brazos con las palmas de las manos hacia arriba.
—Te respondería, pero acabo de recordar que no te debo explicaciones.
—Tampoco es que antes me dieras muchas.
—Porque no me las pedías… básicamente porque te daba igual lo que
hiciera o dejara de hacer.
Él suspiró y se pasó las manos por la cabeza.
—Ada, si te vas a poner en plan ex, necesito una copa.
—No, no me voy a poner de ninguna manera. Ya te puedes largar por
donde has venido.
—Por favor. Te lo pido por favor, escúchame. Necesito tu ayuda. Mi
carrera pende de un hilo.
Él le dirigió una mirada de desesperación. Ada sabía que era un gran
actor, pero su instinto le dijo que estaba siendo sincero. Además, el sueño le
había mostrado que podía enfrentarse a él sin problemas.
—Anda, pasa, pero te lo advierto: solo tengo ratafía.
—¡Puaj! —Pedro vació el vaso de un trago—. ¿De verdad no tienes whisky,
Ada? Me conformo con un doce años. No te imaginas lo duros que han sido
estos dos últimos días. Mis compañeros, Ada, mis propios compañeros me han
dado la espalda.
Ella alzó mucho las cejas. Sentado a la mesa de la sencilla cocina de
Aurora, el altísimo político parecía estar tan fuera de lugar como el Papa de
Roma en un festival de música electrónica… con unos cascos puestos…
pinchando un remix de Like a Virgin[3], El cristo de Palacagüina [4] y el Ave
María [5]de David Bisbal.
—Pues mira, no, no tengo ni idea de lo que se siente cuando tus
compañeros te dan la espalda, porque el día en que me abandonaron los míos
estaba distraída pensando en que me había dejado mi novio… por televisión…
delante de todo el mundo, aunque eso sí… ¡¡¡no fue nada personal!!! —Ada
había ido avanzando, había apoyado los puños en la mesa y había acabado su
pequeño discurso a dos centímetros de la cara de su ex, que tragó saliva.
—Ada, tú sabes de qué va todo esto.
—Lo voy descubriendo, aunque no me lo has puesto fácil… Pedrito. —
Estuvo a punto de llamarlo Reina Roja. La tentación de decirle que conocía sus
tejemanejes con Irma era grande, pero prefirió esperar a ver qué versión le
contaba él.
—Cuando empezamos a salir, yo… estaba pasando por una crisis de
identidad… sexual. Me enamoré de Eduardo.
—¿El profe de radio?
Pedro asintió.
—Cuando me dijo que con mi voz podría llegar adonde quisiera en el
mundo de la radio, caí rendido a sus pies.
Ada asintió. Sí, Pedro se enamoraba con facilidad —sobre todo de quién
le cantaba las virtudes— aunque no podía culparlo. ¿A quién no le gusta que le
digan cosas bonitas?
—¿Y por qué no me lo dijiste? ¿Por qué seguiste conmigo?
—Porque aunque cada vez me sentía más atraído por él a nivel físico, me
negué a aceptarlo. Tenía grandes planes, ya lo sabes. Quería cambiar este país,
pero por mucha abertura que haya habido en los últimos años, esta sociedad no
está preparada para aceptar a un presidente del gobierno gay.
—Para eso están las barreras —replicó Ada—, para derribarlas. Tu
ejemplo podría ayudar a mucha gente. Pero no, preferiste disimular y usar a la
boba de Ada como tapadera.
—¿Estás muy enfadada conmigo? —le preguntó él, poniendo morritos.
Ada resopló.
—Porque me pillas en buen momento, Pedro, porque otro día ya te
habría devuelto a Madrid de una patada. Me hiciste mucho daño, pero ya sabes
que no soy rencorosa. Y tu abandono me dolió, pero más como amiga que
como pareja, porque lo nuestro estaba más muerto que tus ideales socialistas.
Pedro se revolvió incómodo en la silla. Tomó la botella de ratafía y se
sirvió otro vaso.
—¿Hielo no tendrás? —Ella negó con la cabeza—. No todos podemos
permitirnos el lujo de conservar nuestros ideales de adolescencia.
Ada ladeó la cabeza.
—¿No?
—¡Claro que no! Si te conformas con ser concejala en un pueblucho,
puedes intentarlo, aunque en realidad, o te espabilas o se te comen en todas
partes, ya lo has comprobado. Lo único que podemos hacer es elegir si
queremos ser sardinas, pirañas o tiburones.
Ada se alejó dos pasos, se dio la vuelta bruscamente y lo encaró.
—¡Parece que esté oyendo a mi madre! ¿Qué te ha hecho, te ha lavado el
cerebro?
Pedro se echó hacia atrás en la silla y separó las piernas. Sin chaqueta y
con la corbata torcida, su imagen de político Pantene —con el reto de estar
siempre perfecto— se iba desmoronando por momentos.
—Tu madre es una gran mujer, Ada.
Ella se mordió el labio inferior y soltó el aire con impaciencia.
—Tú sí que sabes lo que decirle a una mujer para hacerla sentir bien,
¿eh, Pedrito?
—¿He dicho alguna mentira? Tu madre siempre ha sido mi musa, mi
modelo a seguir. Me recuerda a la Dietrich, a Kim Novak, a Elke Sommer, a
Lana Turner.
—Lo que hace un tinte —murmuró Ada. Sabía que sonaba celosa y
resentida y le daba rabia. Nada la habría hecho más feliz que poder sentirse
orgullosa de su madre, pero no podía. No soportaba su modo de manipular a
los demás para conseguir sus objetivos.
—Irma es una dama de hierro, una política de raza y, como tal, estudia a
sus rivales para descubrir sus debilidades. Ella siempre tuvo clara mi
orientación sexual y una de las primeras veces que te acompañé a casa, me
llevó aparte y me hizo una propuesta: si permanecía a tu lado y no rompía la
relación contigo, me apoyaría en todos mis proyectos. Y cumplió su palabra.
Me hizo subir, primero en la tele y luego en política. Durante ese tiempo me
enamoré varias veces. —Su expresión se apagó al recordar—. Pero Irma
siempre estaba ahí, recordándome que el país me necesitaba, que ella y yo
estábamos llamados a un destino grande. Éramos la cara y la cruz de la misma
moneda. Los líderes carismáticos que la derecha y la izquierda del país
necesitaban.
Ada, que se había acercado a la ventana, miró por encima del hombro y
alzó las cejas al ver el descapotable rojo, lo único rojo que quedaba en la vida
del hombre con quien había compartido asambleas en la universidad.
—Hay algo que no entiendo. ¿Por qué creaste el CESPED? ¿No te iba
bien en el partido socialista? Las encuestas te daban como ganador.
Pedro tomó la botella y, sin molestarse en servirse en el vaso, dio un
trago a morro.
—¡Eh, tú! No seas guarro.
—No te preocupes. Nadie más va a beber de ella; me la pienso acabar. —
Inspiró hondo y siguió hablando—. Las cosas entre tu madre y yo se fueron
complicando. Cuando me introdujo en el mundo de la noche madrileña, pensé
que lo hacía de buena fe. Me dijo que la vida política era muy dura; que hay
que mantener siempre una fachada impecable de cara a la galería y que eso no
hay nadie que lo aguante mucho tiempo sin desahogarse en la intimidad. Me
contó que a ella la relajaba visitar un club de BDSM, que lo suyo era el cuero.
—Pues mira por dónde, me lo creo —murmuró ella, haciendo un gesto
con la mano para que siguiera hablando.
—Empecé a frecuentar ciertos locales donde me hicieron sentir como en
casa. Descubrí una faceta mía que desconocía y que me llena mucho.
Ada alzó las cejas.
—No irás a contarme tus intimidades, espero. Tengo aguante pero…
—Me llena como persona y como artista, malpensada.
—¿A qué te dedicas, si puede saberse?
—Canto copla.
—¡Guau! Eres una caja de sorpresas —Ada no se fiaba de Pedro ni de su
visita sorpresa, y prefirió no mostrarle sus cartas—. ¿Estás en YouTube?
Él se hinchó como un pavo real.
—Sí, tengo miles de seguidores.
—Enséñame un vídeo, anda.
Él se hizo de rogar pero se notaba que estaba deseando que lo viera en
todo su esplendor. Poco después, en el móvil de Pedro la pareja contemplaba
con las cabezas unidas una interpretación de La bien pagá que quitaba el sentío.
Aunque sabiendo que se trataba de él lo reconoció, llevaba peluca, maquillaje
y un antifaz rojo, lo que hacía que fuera muy difícil de identificar. Al acabar,
Ada aplaudió con ganas. Él se levantó y saludó haciendo una reverencia digna
de una debutante ante la reina de Inglaterra.
—Bueno, el arte está muy bien, pero vamos a centrarnos. ¿Por qué
dejaste a tus compañeros de partido para fundar el CESPED?
—Mis informadores me dijeron que tu madre estaba planeando nuestra
caída en dos etapas. Primero acabaría con tu carrera política y luego con la
mía. Busqué apoyos. Sé que hay muchas personas que odian a tu madre porque
han sido víctimas de sus intrigas a lo largo de los años. Y con un grupo de
estas personas pusimos en marcha el CESPED. Somos pocos todavía pero
algunos de los que nos apoyan son muy influyentes.
—Sigo sin entenderlo. ¿Por qué no echar toda la carne en el asador con
tu viejo partido?
—Tú lo has dicho, Ada, porque es viejo. La política en el siglo XXI es
distinta. Todo es más intenso, más frenético, más inmediato, como un patinete
con motor. Y los partidos convencionales son como camiones de dieciocho
ruedas. Cuando intentas maniobrar hacia un lado, los nuevos partidos ya han
dado cuatro vueltas. No importa el ideario porque tampoco nadie tiene tiempo
de leerlo. Lo único que importa es una cara fotogénica, colores vivos y música
pegadiza.
—No estoy de acuerdo. La gente no es idiota y está preocupada por el
mundo que está dejando a sus hijos y nietos. Si siguen votando a los mismos
partidos es porque no encuentran una alternativa que les genere confianza.
Pedro la miró como si fuera un cachorrillo, entrañable pero
descerebrado.
—¿Nunca vas a rendirte, no, pequeña Empecinada?
—Pues no —respondió con decisión—. Y más empecinados sois los que
pretendéis que lo haga. Pedro, me alegra que hayas venido. Tenía ganas de
hablar contigo para poner el cierre a esta relación, pero ¿podrías decirme de
una vez qué quieres en realidad? ¿Qué compañeros te han dado la patada? Es
que yo con tu carrera política ya me pierdo, chico.
Pedro agachó la cabeza entre las piernas; era la viva imagen de la
derrota.
—Los del CESPED —murmuró—. Los tentáculos de tu madre son muy
largos.
Ada lo miró apoyada en la encimera, con los brazos cruzados ante el
pecho.
—Pues siento que tu admirada Irma te haya traicionado, pero creo que
no has venido a llorar a la persona adecuada. Aunque quisiera, no podría
ayudarte. Estoy fuera de la política hasta que no se aclare la falsa acusación.
¿Qué pretendes que haga?
Pedro alzó la cara. Aunque por su postura parecía que hubiera estado
llorando, tenía los ojos secos y al oír su pregunta se incorporó y fue hacia ella.
—¡Unamos fuerzas, Ada! —exclamó, tomándole las manos—. Ambos
sabemos que tu madre está detrás de todo. Fundemos un nuevo partido.
Casémonos y tengamos un hijo por inseminación artificial.
—Mmm, tentador —replicó ella—. Tentador y romántico a más no
poder.
—Seremos el partido de la España del siglo XXI. Yo reclutaré el voto
LGTB y tú el voto del pueblo. Seremos imparables.
—¿Piensas salir del armario?
—Tengo que hacerlo. Si no salgo, tu madre me tendrá agarrado por las
pelotas el resto de mi vida. Así no se va a ninguna parte. Tengo pruebas que
demuestran que tu acusación fue orquestada por tu madre.
«Y por la Reina Roja, hipócrita», se dijo Ada, que empezaba a estar harta
de la actuación de Pedro. «Como siga así, en cualquier momento aparece
Penélope Cruz entregándole un Oscar.»
—Seremos el partido que acabará con la corrupción de una vez por
todas. Lo tengo todo pensado; me he pasado la noche dándole vueltas. Tengo
hasta el nombre del partido. Igual que Brad Pitt y Angelina Jolie eran
Bradgelina y Sara Carbonero e Iker Casillas son los Carbonillas, Pedro y Ada
seremos los líderes del partido PEDRADA, ¡vamos a dar el golpe!
Ada —aprisionada contra la encimera por el cuerpo de su exnovio—
alargó un brazo, abrió el grifo del agua, tomó un vaso, lo llenó y se lo echó
por encima de la cabeza. Pedro se apartó de ella de un brinco.
—¿Qué haces, loca?
Ella sacudió la cabeza como si fuera un cachorro saliendo de un río.
—Tenía que comprobar si estaba despierta o soñando. Últimamente
tengo unos sueños de lo más… surrealistas, pero tu propuesta los supera, con
creces. —Se echó a reír con ganas. Cuando al fin se calmó, se secó las
lágrimas de la comisura de los ojos—. Oye, ahora que nombras a Carbonero,
la última vez que lo hicimos fue cuando España ganó la Eurocopa, en 2012.
Pensé que te habías excitado viendo a Sara, pero…
Pedro le dirigió una sonrisa canalla mientras se mordía el labio inferior.
—No lo dudes, princesa. Es Iker el que me pone como una moto. Y la
botella de Lagavulin que llevé a tu casa ayudó bastante, no como este brebaje
asqueroso. ¿Qué me dices? —La agarró por la cintura—. ¿Te vienes conmigo
a Madrid? ¡El país nos necesita!
—Ni en sueños, Pedro. He pasado diez años hibernada, pero eso se
acabó. He encontrado al hombre de mi vida y mi lugar en el mundo. Nadie me
va a mover de aquí.
En ese momento, la puerta de la entrada se abrió.
—¿Hola? He venido a buscarte —dijo Millán, entrando sin llamar—. Así
luego volvemos juntos. ¿Dónde estás?
Pero Ada no pudo responder, porque Pedro la sujetó por las mejillas y le
aplastó la boca con un beso. Esa fue la imagen que se encontró Millán al
asomar la cabeza en la cocina.
El beso duró el tiempo que ella tardó en recuperarse de la sorpresa.
Agarrándolo por las muñecas, se liberó de su acoso.
—¡Pero tú de qué vas! ¡No vuelvas a ponerme las manos encima! —Lo
agarró por la pechera de la camisa y lo elevó. De un empujón mental, lo apartó
y, sin tocar el suelo, el político fue deslizándose de espaldas hasta que topó con
las manos extendidas de Millán, que ni se inmutó. Solo entonces, Ada lo dejó
volver al suelo.
—Pedro, te presento a Millán, el hombre de mi vida. Millán, él es Pedro,
el perrito faldero de mi madre. Ya se iba.
Millán sintió que los celos que acababan de helarle el corazón se
derretían al instante y eran sustituidos por una necesidad de defender lo que
más quería.
—Mu… mucho gusto. —El político trató de darse la vuelta, pero el
pescador lo impidió.
—Yo me encargo de sacar la basura. Ahora vuelvo, cariño.
Ada se tapó la boca con la mano para aguantarse la risa mientras Millán
lo acompañaba hasta el coche a empujones y lo metía dentro sin abrir la
puerta.
—¡Brujas! —exclamó Pedro, antes de marcharse a toda prisa—. ¡Son
todas unas brujas! Ten cuidado, ¡aléjate de ellas mientras puedas!
—En lo primero te doy la razón —murmuró el pescador, volviéndose
hacia la casa y sonriendo al ver en la ventana la cara de felicidad de la
hechicera que le había encantado el corazón—. Pero no tengo ninguna
intención de alejarme.





23

—¡Millán! —protestó Ada, con tan poco convencimiento que él volvió a
acariciarla entre las piernas, haciendo que se le doblaran las rodillas.
—Te quedaba un poco de espuma; no iba a dejarla ahí. No puedes
presentarte en tu lugar de trabajo de cualquier manera. Me han dicho que la
dueña tiene muy mal carácter.
Ella abrió la boca para decir algo pero él tomó la alcachofa de la ducha
y le regó la cara, silenciándola. Luego volvió a dejarla en su sitio y fue a
buscar la toalla para secarla. Tras haberle enjabonado el pelo dos veces de un
modo tan sensual que Ada lo sumó a la lista de orgasmos de la noche anterior,
se sentía relajada. El agua caliente, el gel y, sobre todo, las manos grandes y
hábiles del pescador la habían librado de cualquier rastro de tensión que la
pesadilla o la visita de Pedro pudieran haberle dejado.
Se dejó cuidar y, por un momento, se sintió como la niña a la que su
abuela secaba cuando volvía de bañarse en la cala… hasta que un reguero de
besos en el cuello la devolvió de golpe a la edad adulta.
—Mmmm, me encantas saladita —le murmuró al oído, haciéndola
estremecer—, pero recién salida de la ducha estás perfecta para el postre.
La tentación de volverse hacia él, empujarlo hasta su cama y hacerle el
amor hasta que su cargador de magia volviera a estar a tope de rayitas era muy
fuerte. Millán se había quitado la camisa para ducharla y se había empleado tan
a fondo que se había salpicado los vaqueros y el pelo. Cuando le dio la vuelta
para secarla por delante, la mirada de admiración con que le recorrió el
cuerpo de arriba abajo, dejó un reguero de fuego a su paso.
Ella le acarició el pecho y el contacto de sus dedos desató un incendio
en los ojos del pescador. Gruñó y tiró la toalla al suelo.
—Se acabó, llamo a mi madre y le digo que hoy tampoco podemos ir —
susurró, antes de atraerla hacia él y besarla con ganas.
Ada gimió y le devolvió el beso, fundiéndose con su cuerpo y
acariciándole la mejilla recién afeitada. Tuvo que echar mano de toda su fuerza
de voluntad para detener el beso. Suspiró y le dirigió una mirada traviesa.
—¿Qué haces esta noche, morenazo? Te invito a cenar. —Le guiñó el
ojo—. Pero ahora vamos. No quiero hacer esperar a mi suegr… em… ¡a mi
jefa!
Ada fue corriendo a su habitación a vestirse mientras él se apoyaba en el
marco de la puerta y la contemplaba alejarse, desnuda como Venus saliendo de
las aguas, cada vez más mujer, cada vez más suya.
—Huye, cobarde —le gritó, de buen humor—. Esta noche no te me
escapas. Yo me ocupo del vino. Tú y yo tenemos un montón de temas
pendientes; no te creas que me he olvidado de lo que ha pasado en la cocina. —
Bajando la voz, añadió—: Y no estoy hablando del beso.

—¿Cómo aguantaste diez años con ese idiota? —preguntó Millán, mientras se
dirigían al restaurante en la moto.
Ada negó con la cabeza.
—No sabes la de veces que me he hecho yo esa pregunta en los últimos
días.
Y había llegado a la conclusión de que su madre tenía una capacidad
enorme para manipular la mente de las personas. ¿Magia? ¿Psicología? No
estaba segura, probablemente un poco de cada; lo que era evidente era que
estudiaba a fondo las debilidades de sus oponentes políticos y de su entorno
personal. Estaba claro que a Pedro llevaba años manipulándolo y usándolo
como un peón en sus planes; lo que le costaba más comprender era su modo de
tratarla a ella, su propia hija. Sabía que quería que siguiera sus pasos pero,
¿hasta dónde estaba dispuesta a llegar para salirse con la suya?
Recordó la conversación que había mantenido con las amigas de su
abuelas unas noches atrás: «Ese fue uno de los trucos que usó tu madre para
alejarte de la magia… El otro, ya lo conoces… El sexo, te apartó del sexo.»
—Por puro empecinamiento —admitió—. Cada vez que estaba a punto
de dejarlo, mi madre me decía que me apartara de él, y… —Se encogió de
hombros—. Patético, lo sé.
Millán se echó a reír.
—Mi rebelde Anchoa. Sabes que ese pulpo baboso y tú no pegáis ni con
cola, ¿no?
—Lo sé.
—Sabes que pegas mucho más con un tipo guapo y rudo como yo,
¿verdad?
—Sí, un tipo modesto y humilde. Así es como a mí me gustan.
—¿Quieres que sea modesto y humilde esta noche en tu cama? ¿Medio
polvo te parece suficiente o es demasiado ostentoso? —la miró de reojo,
alzando una ceja.
Ella se echó a reír.
—En la cama puedes ser todo lo arrogante que quieras… siempre que te
lo ganes antes, claro.
—¡Reto aceptado!
De un humor inmejorable, la pareja aparcó frente al restaurante.
Mientras se dirigían a la puerta, otra pareja salió de un coche. Mientras un
hombre empezaba a sacarles fotos a toda velocidad, una chica joven se acercó
con el Smartphone en alto, usándolo como grabadora.
—¡Ada, Ada! ¿Es tu nueva pareja? Nos alegramos de ver que ya has
rehecho tu vida sentimental. ¡Qué guapo es! ¿Cómo se llama? ¿Es de algún
partido político?
—¿Ya vuelvo a estar en un sueño?
—Si esto es un sueño, estamos soñando lo mismo —replicó Millán.
—Gracias por tu interés, pero no tengo nada que decir —declaró Ada—.
No sé cómo me habéis encontrado, pero habéis perdido el tiempo. Nunca he
hablado de mi vida privada y no pienso empezar ahora.
—¿Se sabe ya la fecha del juicio? ¿Qué opina tu madre de todo? ¿Te has
visto con Pedro? ¿Hay posibilidades de reconciliación? —La reportera siguió
lanzándole preguntas a velocidad de metralleta. No esperaba respuesta;
preguntaba sin respirar. Aunque la exconcejala hubiera querido responderle, le
habría resultado físicamente imposible.
Millán fulminó con la mirada a la periodista. Rodeó los hombros de Ada
en un gesto protector, le abrió la puerta y cuando hubo entrado, se volvió hacia
la pareja.
—Este local tiene derecho de admisión. Si queréis tomar algo, sois
bienvenidos, pero la cámara se queda en el coche —les dijo con educación
pero con firmeza.
—Gracias, bombón, pero ya tenemos lo que queríamos. —La chica le
lanzó un beso y se marchó junto al fotógrafo.

Descartando a Ada y a Millán, Irene era probablemente la persona más feliz de


la comarca. Aunque a la hora de la comida agradeció la ayuda de su hijo y de
la que ya veía como a una hija, si la pareja la hubiera llamado con alguna
excusa, no le habría importado. El cambio experimentado por su hijo durante
las últimas semanas había sido espectacular. Solo la magia era capaz de causar
ese efecto y, habiendo sufrido una magia parecida en su juventud, supo que la
responsable no era ni una bruja de Soñada ni una de Rélitas: era una mujer
sencilla que conservaba en su interior a la niña de rizos oscuros y corazón de
oro.
«Ay, la magia del amor», se dijo, suspirando.
—Siéntate, mamá. Ya acabamos de recoger nosotros.
—O mejor aún ¿por qué no vas a echarte un rato? —le propuso Ada.
Irene, que había dormido muy poco, le dio un beso en la mejilla.
—Pues no me voy a hacer de rogar. Anoche estuve hasta las tantas en la
terraza de tu casa.
Millán frunció el ceño.
—Un día me tenéis que explicar que os traéis entre manos en esa terraza.
—Nos gusta reunirnos allí; nos sentimos más cerca de Aurora, eso es
todo.
—Mmm, siempre dices lo mismo, pero sé que me ocultáis algo. —Irene
y Ada intercambiaron una mirada que era pura inocencia—. No, no me vengáis
con esas miraditas, que os conozco a las dos.
—Anda, deja de refunfuñar y sube un rato tú también que no has pegado
ojo en toda la noche.
Cuando la dueña del restaurante le dirigió una mirada pícara, Ada se
ruborizó.
—El timón, ha tenido que ocuparse del timón.
—Claro, ¿de qué si no? —Con esa sonrisa que se apodera de las mujeres
de una cierta edad que esperan convertirse en abuelas, Irene se retiró a
descansar.

Ada aprovechó que Millán y su madre dormían para escribirle un mail a


Justiciero Virtual desde su Smartphone, facilitándole la identidad de la reina
Roja. No fue fácil, ya que no podía decirle que casi toda la información que le
proporcionaba la conseguía en sueños pero, por suerte, Justiciero estaba
acostumbrado a que nadie citara sus fuentes. Como siempre, el hacker blanco
le respondió casi inmediatamente, felicitándola por haber descubierto a sus
enemigos. Le dijo que se pondría en contacto con María Guerrero, la
periodista freelance, y que estudiarían la manera de hacer pública la
información para que tuviera el máximo alcance posible.
Revisó también el WhatsApp. Tenía varios mensajes de Belén y de
Ángela, preguntándole por su cita.

Belén: ¿Qué tal la cita?
Ángela: ¿Ha habido fuegos artificiales?
Belén: Eooo! ¿Qué tal ese Alfiletero?
Ángela: Pues pinchando, ¿cómo va a estar? No ves que esta no responde. Se ha
olvidado de que tiene amigas.
Belén: Ya te digo. Si no fuera porque tiene que recuperar diez años de sequía,
le retiraba la amistad.
Ángela: ¿Hola? ¿Sigues viva?
Belén: ¡Hola! Somos tus amigas del alma. ¿Nos recuerdas?

Con una sonrisa en la cara, respondió:

Ada:

Ada: Todo genial, chicas, ya os contaré.


Belén: ¡No lo dudes!
Ángela: ¡Más te vale!

Poco después sonó el teléfono fijo del restaurante. Respondió pensando que
sería algún cliente que quería reservar mesa para el fin de semana, pero era
Armonía. Cuando le dijo que Irene descansaba, la amiga de Aurora le prohibió
despertarla. Charlaron un rato y Ada aprovechó para comentarle sus sospechas
sobre el gran pintor surrealista.
—Sí —le confirmó Nía—. Fue uno de los más grandes magos que ha
dado Soñada. Rélitas siempre estuvo tras él, tentándolo para que se pasara a sus
filas.
—¿Y lo consiguió?
—Pasó la vida en una gran lucha interna entre los dos bandos, pero sí,
Rélitas se puso la medalla de que había logrado hacerse con su alma. La
posibilidad de trabajar con su adorado Walt Disney fue una tentación
demasiado grande. El dinero lo sedujo. Empezaron a llamarlo Avida Dollars,
jugando con las letras de su nombre.
Ada asintió en silencio.
—Sospecho que detrás de la batalla por su tumba hay un duelo Soñada-
Rélitas.
Al otro lado de la línea, Armonía sonrió.
—Sigue tu intuición Ada, nunca te va a engañar.

Cuando un rato más tarde Millán bajó, adormilado, Ada tuvo que hacer un
esfuerzo para no lanzarse sobre él. Despeinado y con las marcas de la
almohada aún grabadas en la mejilla, estaba para comérselo.
—¿Cómo quieres el café? —le preguntó ella. Aunque ya sabía que lo
tomaba solo, le apetecía oírle la voz.
—Con un beso.
Ella no se hizo de rogar y, como la atención al cliente lo era todo, le
incluyó una sonrisa por el mismo precio.
Irene tomó posesión de la cafetera poco después. Mientras se preparaba
un cortado, se acercó a la ventana y miró al cielo.
—¿No tenéis nada que hacer esta tarde, parejita? Parece que por fin se
acercan las tormentas. Este año estaban tardando demasiado. Si queréis ir al
ayuntamiento, no tardéis mucho.
—¡Sí, vamos! —exclamó Ada, tirando del brazo del alcalde-pescador.
Él se hizo el remolón.
—¿No prefieres ir a darte un baño?
—Primero pasemos por el ayuntamiento y luego nos damos un baño al
anochecer, ¿cómo lo ves?
Cuando ella se lo preguntaba con aquel brillo en la mirada Millán era
incapaz de negarle nada.
—Vámonos. Hasta mañana, mamá.
—Hasta mañana. ¿No vendrás a cenar?
—No, tengo planes —respondió él, dándole un beso en la mejilla.
—Hasta mañana, Irene —se despidió Ada.
—¿No me vas a dar un beso?
La nieta de Aurora se acercó con timidez y le dio un beso en la mejilla.
Tras abrazarla con fuerza, Irene le sujetó la cara con las dos manos hasta
dejarle cara de pez y le plantó un sonoro beso en la frente.
—¡Hasta mañana, chicos! Portaos bien. —Mientras se alejaban, añadió en
un susurro travieso— O no.

Tras aparcar en la plaza del pueblo, Millán bajó de la moto y se volvió hacia
Ada, que se fundió con él en un beso apasionado. Los diez minutos que habían
tardado en llegar desde el restaurante hasta allí se les habían hecho eternos.
—Necesitamos un coche de esos que conduce solo, por control remoto o
algo así —comentó ella, mientras le mordisqueaba el labio inferior.
—Lo que necesitamos que encerrarnos en tu casa o en la cabaña y no
volver a salir hasta Navidad —replicó él, sujetándola por la nuca para volver a
devorarle la boca.
«¿Está siendo muy caluroso este otoño o soy yo?».
—Si todo lo expones con esta pasión, el pueblo te seguirá en cualquier
cosa que propongas. —Aunque no le apetecía nada hacerlo, Ada se soltó de su
camisa para bajar de la moto. Otro beso como ese y sería ella la que no lo
dejaría salir de su cama por lo menos hasta Carnaval.
Como en un deja vu, la pareja de reporteros volvió a asaltarlos aunque
esta vez no estaban solos. Tere, la hija de la tendera, se lanzó en brazos de
Millán y le robó un beso en la boca mientras Ada trataba de librarse del acoso
de la periodista, que lanzaba sus preguntas a la misma velocidad que un chef
corta verduritas en juliana.
—¡Vaya, menuda pasión le echas a la política, Ada! ¿Vas a relanzar tu
carrera desde aquí? ¿La alianza con el alcalde del pueblo es temporal o
definitiva? ¿Vais a crear una nueva plataforma de izquierdas? ¿Qué opina Julio
Salvador? ¿Es cierto que su nueva novia te echó del PAP porque estaba celosa
de ti?
—¿Cómo te llamas?
—¿Yo? Ana, pero yo no soy noticia. Cuéntanos, Ada, ¿es verdad que…
—Ana, no voy a contarte nada aunque acampes en el pueblo una semana
así que, por favor, no pierdas el tiempo.
La chica se encogió de hombros.
—Bueno, pues si no quieres decir nada, tendré que sacar la información
de otro lado, ¿no? Luego no te quejes. ¡Peter, vámonos!
—Ea, ya era hora, quilla. Menudo muermo de pueblo.
Mientras la pareja se alejaba, Ada se volvió hacia Tere, que seguía
aferrada a Millán como una lapa. En ese momento, la nieta de Aurora sintió un
gran respeto por su amante, que había visto a Pedro besándola y no le había
partido la cara. Sintió que la recorría un torrente de energía negativa, que se
aceleraba a cada vuelta que daba y que la encendía por dentro. La comezón en
las palmas de las manos era intensa. Sin que nadie se lo dijera, supo que si
dejaba escapar esa energía por las manos, Tere apartaría sus babas de Millán.
La tentación de enviarla volando a la otra punta de la plaza era enorme.
«Contrólate», se dijo. «Como dijo el filósofo, un gran poder conlleva
una gran responsabilidad. ¿O no fue un filósofo? Da igual, céntrate, Ada.»
—¿Por qué los has echado, tía? —protestó Tere—. Para algo divertido
que pasa en el pueblo. Aquí nunca pasa nada.
—Bueno, pues hagamos que pasen cosas, ¿no? Venga, vamos a trabajar
un rato. ¿Quieres echarnos una mano con los ancianos, Tere?
—¿Tú estás loca? ¡Bastante tengo con mi madre! Venga, hasta luego,
Mari Carmen.
—Me llamo Ada.
Tere puso los ojos en blanco.
—¿En qué planeta vives? —Resoplando, se marchó.
Ada y Millán entraron en el despacho del alcalde y, sin entretenerse,
resolvieron los asuntos que la secretaria les había dejado anotados en una lista
sobre la mesa.
Bueno, tal vez se entretuvieron un poco, pero fue un intercambio
necesario entre el alcalde y las nuevas fuerzas que habían llegado al pueblo y
que deseaban que su voz se escuchara.
Bueno, en realidad Ada se abalanzó sobre él en cuanto cerraron la puerta
y le hizo saber sin necesidad de discursos que deseaba una fusión entre sus
fuerzas. Y Millán la tomó por la cintura, la sentó sobre la mesa de despacho y
se fusionó con ella hasta que a la recién llegada no le quedaron argumentos.
Y una vez resueltos los asuntos más urgentes, dedicaron un rato a
estudiar maneras de activar la economía del pueblo.
—Por lo que me han contado hasta ahora, Soñada destaca por sus
granjeros y sus artesanos —comentó ella—. Creo que sería muy interesante
abrir un local en régimen de cooperativa. Los socios dispondrían de un
espacio para exponer sus productos.
—Pero casi todos tienen otras ocupaciones, no pueden encargarse de
vender.
—Ni falta que hace. Se contrata a una persona que se ocupa de vender los
productos de todos al mismo tiempo. Cada uno tendría un pequeño espacio y
se irían reponiendo las existencias a menudo. Es lo bueno del comercio de
proximidad. Imagínatelo —Ada no paraba de gesticular con las manos—. A la
entrada, el pan y los pasteles de Rosa, para atraer a los visitantes de paso.
Luego las frutas y hortalizas de temporada de los payeses de la zona,
directamente de sus cestos. Luego, los vinos y, al fondo, la artesanía. La
cerámica de Josefina, las cajas de madera de Pep, las muñecas de la hija de
Rosa…
Millán la miró sonriente.
—¿Qué te parece?
—Preciosa.
—¡Millán! ¿Me has escuchado?
—Cada sílaba. Me parece una idea genial. Y es imposible no
entusiasmarse con el proyecto oyéndote hablar así. Los de tu partido son
idiotas por haberte dejado escapar, pero egoístamente me alegro. Eres lo
mejor que le ha pasado a este pueblo. —Alargó la mano y la atrajo hacia él,
que estaba apoyado en la esquina del escritorio—. Y a mí. —La besó antes de
seguir hablando—. Convocaremos una asamblea para exponer la idea. ¿Te
parece bien?
Ella asintió con tanto entusiasmo que el alcalde anarquista se echó a reír.
—Anda que no te gusta a ti una asamblea… ¿Has pensado en algún local
para la cooperativa?
—Pues aquí en el ayuntamiento no cabe. La sala comunitaria se va a usar
como espacio polivalente para atención de día de ancianos, guardería,
refuerzo escolar… Además, haría falta un local con un almacén al lado.
—Pues que sea céntrico, solo está la tienda de Teresa. Su local no es de
propiedad, es municipal, pero no podemos echarla; lleva ahí desde siempre.
—Desde 1950 para ser exactos —replicó Ada—. Le pedí a la secretaria
que buscara el contrato de arrendamiento y…
—¿Y…?
—El contrato no se ha actualizado desde entonces. —Ada hizo una
mueca—. ¡Están pagando tres euros al mes! ¡Y no han pagado ningún impuesto
nunca! Ni contribución, ni IRPF ni IVA… ¡nada!
Millán tuvo la decencia de mostrarse avergonzado.
—Sí, bueno, reconozco que tenía la alcaldía un poco abandonada. No sé
explicarlo, pero durante estos años vivía como en una nebulosa; no lograba
interesarme por nada. Es como si tu llegada hubiera levantado el velo que
cubría el pueblo. Ridículo, ¿no?
—En absoluto. Te entiendo perfectamente. Es lo mismo que me pasaba a
mí con Pedro. Ahora que me he quitado el velo de los ojos, no entiendo cómo
he podido perder tantos años a su lado… aunque intuyo que mi madre ha
tenido algo que ver, tanto en lo tuyo como en lo mío.
Millán ladeó la cabeza.
—Es posible. Me fío mucho de tu intuición, Anchoa.

Cuando un poco más tarde —resueltos los asuntos más urgentes, tanto
públicos como privados— salieron a la plaza, Tere seguía allí, sentada en el
banco más cercano. Al ver a Ada, su mirada adquirió un brillo asesino.
—No pierdes el tiempo, ¿eh, trepa?
—¿Perdona?
—Te echan del trabajo por corrupta y te falta tiempo para liarte con el
alcalde. Pensabas que nadie se iba a enterar y que ibas a poder hacer y deshacer
a tus anchas ¿no? Pues no, señora, para eso estoy yo aquí, Terela.
—Tere, ¿has bebido? —preguntó Millán, lo que le valió una mirada
dolida de la hermana de Ramón.
—Desde que esa bruja ha llegado al pueblo, no eres el mismo, Millán.
—En eso estamos de acuerdo —susurró él—, gracias a Dios.
—Te ha embrujado, te ha sorbido el seso y vete a saber qué más.
—Pero bueno —protestó Ada—. ¿Tú qué te has creído?
—¡No, no te hagas la mosquita muerta! A mí no me engañas. Yo te calé el
primer día y gracias a mí pronto todo el mundo va a saber la verdad.
Millán la miró preocupado.
—Tere, ¿de qué estás hablando?
—No me llames Tere; desde hoy soy Terela.
Un aviso del móvil hizo que se le iluminara la mirada.
—¡Mira! —La tendera levantó la mano en la que llevaba el Smartphone
del que nunca se separaba y les mostró el artículo que la revista digital
Locurote acababa de publicar en primera página—. ¡Eres una corrupta y una
trepa, todo el mundo lo sabe!
Ada le arrebató el móvil y leyó el artículo.
—Eh, choriza, devuélveme eso.
—¡Calla, Tere!
—Millán, no te pongas así. Todo lo he hecho por ti. Tú y yo…
—¡Tere! Déjanos leer.
El reportaje fotográfico mostraba imágenes de la pareja entrando
abrazada en el restaurante y besándose apasionadamente frente al
ayuntamiento. Con frases ambiguas, en subjuntivo y con muchos interrogantes
para no ser denunciada, la publicación hacía comentarios sobre la rápida
recuperación emocional de la hija de Irma la Amarga, acusándola de
interesada y trepa. Y como quien no quiere la cosa, dejaban caer la idea de que
llevaba tiempo acostándose con el guapo alcalde de Soñada y que esa había
sido la causa de que su pobre y destrozado novio Pedro Picón la hubiera
dejado.
Ada recordó su último sueño y se sintió igual de acorralada que entonces
por el grupo de moteros relitanos.
Millán maldijo en voz alta.
—Tere, ¿cómo se han enterado esos paparazzi de que Ada estaba aquí?
¿Cómo han sabido dónde encontrarnos?
Ella se levantó del banco y se plantó ante ellos orgullosa, con la mano
extendida.
—El móvil.
Ada se lo dio a Millán para no tener que entrar en contacto con la hija de
Teresa. No es que tuviera miedo de ella; todo lo contrario. Lo único que temía
era matarla si daba rienda suelta a la rabia que estaba creciendo en su interior.
Tere miró el reportaje hasta el final. La reportera había acabado de
escribirlo en el pueblo de al lado y lo había enviado a la publicación por
internet. Aunque el texto ya lo conocía porque todo lo que ponía había salido
de su boca, la elección de las fotografías la enfureció.
—¡La madre que los parió! ¡Hijos de la gran…
—Tere —la interrumpió Millán—. ¿Qué demonios te pasa ahora?
—¡Esto no es lo que habíamos pactado! Me aseguraron que aparecería
mi nombre y, al menos, una foto mía junto a Millán. ¿Cómo lo has hecho,
bruja? ¿Cómo has conseguido que retiren mis fotos? Has tirado de contactos,
como siempre, ¡hija de mamá!
Ada no sabía si agarrarla por los hombros y sacudirla para que le
entrara algo de cordura en la cabeza o si echarse a reír y unirse a la locura que
campaba por la comarca.
—Estás mal, Tere; muy mal.
—¡Esto no quedará así! Primero me quitas a Millán y ahora me quitas mi
trabajo soñado. Este reportaje iba a ser la puerta que me iba a abrir el camino
de los platós. Y no me llames Tere. Soy Terela, la nueva Terelu. O Tere Estere,
Teresilla Esterilla, la princesa del pueblo… de playa. No lo sé, ya lo decidiré.
Que hagan un concurso en directo. Las televisiones se me rifarán, pero tienen
que descubrirme y aquí metida ¡nadie me va a descubrir! ¡Aaaah, te odioooo!
¿Por qué tienes que quedártelo todo? ¡Esa portada era mía! Tú ya tienes a
Millán. ¡La fama era para mí!
—Pero si yo no he hecho nada.
—¡Ya, las mosquitas muertas nunca hacéis nada! Pues si te piensas que
me quedaré de brazos cruzados, ¡estás muy equivocada! —gritó, señalándola
con el dedo antes de alejarse de allí—. ¡Esta me la pagarás! ¡Me vengaré,
bruja! —fue lo último que dijo antes de doblar la esquina.
—Ya sabía yo que esta nos traería problemas —cuchicheó un anciano
que pasaba por allí.
—No hay ni un político bueno —le respondió su acompañante—. El
mejor, colgao.
Ada no pudo evitar llevarse una mano al cuello mientras un escalofrío le
recorría la espalda. El retumbar lejano de un trueno hizo que los pájaros
buscaran refugio.

24

—Pero si no me hace caso, Tere. Lo he intentado mil veces.
—¡Que me llames Terela, tete!
—Sí, hombre… ¡y qué más!
—¡Ponte las pilas de una vez! Esa tipa no se puede quedar en el pueblo.
Yo he cumplido con mi parte. Los paparazzi ya han publicado las fotos y
dentro de poco el pueblo se llenará de periodistas. Si tú le das la puntilla, se
largará antes del fin de semana.
—Pero no ves que esos dos se han vuelto inseparables. Si Ada se marcha,
Millán se irá con ella.
—¡Ah, no! Millán es mío. Yo te ayudé con Ximena; ahora te toca a ti.
Ramón disimuló una mueca de dolor.
—¿Me lo vas a estar recordando toda la vida?
—Hasta que consiga algo: o hacerme famosa en la tele o a Millán. Si
pueden ser las dos cosas, mejor, pero una de las dos me toca. ¡Me lo merezco!
—Las cosas no van así —Ramón sacudió la cabeza. Él había tratado de
burlarse del destino, doblegándolo a sus caprichos, pero este le dio una
lección, arrebatándole a la mujer de su vida justo cuando pensaba que la había
conseguido.
—Ramón, ¡dijiste que me ayudarías! ¡Me lo prometiste!
—¡Deja de gritar! Llevas una hora dando gritos.
—¡Pues hazme caso de una jodida vez!
Teresa empezó a lloriquear, balanceándose adelante y atrás.
—La que faltaba. ¡Entre las dos me vais a volver loco!
—Pues haz lo que te pido de una vez y te dejaré en paz.
—¡Oh, de acuerdo! Tú encárgate de Millán; yo me ocupo de Ada.
Tere se colgó del cuello de su hermano mientras su madre se echaba a
reír histéricamente.
—Reíd ahora que podéis. Con el destino no se juega. No da nada gratis;
todo se lo cobra antes o después.
—No seas aguafiestas, tete, y ponte guapo.

—Espero que no estemos haciendo el viaje en balde, Ramón —dijo Ada,


mirándolo de reojo. Sabía que debía andarse con cuidado con la familia de
Tere, pero cuando él le pidió ayuda para una chica que estaba sufriendo abusos
en un burdel de La Junquera no había podido negarse.
—Pues no lo sé. Tal vez para ti sea perder el tiempo ayudar a una mujer
a huir de una vida de esclavitud. Ya me imagino que siendo hija de tu madre lo
de ayudar a los desfavorecidos debe de ser más postureo que otra cosa.
Ada maldijo en silencio. Ramón sabía meter el dedo en la llaga. Estaba
casi segura de que la estaba manipulando para conseguir algo, pero no podía
arriesgarse a que fuera cierto. Si había una persona sufriendo en algún lugar y
estaba en sus manos evitarlo, lo haría.
—¿Y te puedo preguntar de qué la conoces?
Él la miró de reojo y le dirigió una sonrisa ladeada.
—Adita, los hombres de la comarca tenemos sangre en las venas y las
mujeres de por aquí —resopló—. Ya ves el caso que me hacéis.
Ella guardó silencio unos instantes.
—¿Y hace mucho que tú… que tú y ella… que os conocéis?
—Sí, hace varios años.
—¿Y qué ha cambiado? ¿A qué viene la urgencia? No digo que no hayas
hecho bien, pero ¿por qué no podía esperar a mañana?
Él frunció el ceño.
—Me ha llamado por teléfono hace un rato. Me ha dicho que esperaba la
llegada de su cliente más violento y que tenía miedo. Me ha pedido que vaya a
grabarlo todo para poder denunciarlo y he pensado que tú podrías llevar el
tema al Parlamento o algo.
Ada alzó las cejas. Tal como estaban las cosas, tenía más números de
acabar en el Palacio de Justicia que en el de las Cortes, pero no dijo nada.
—Ya estamos llegando.
Cuando Ramón había ido a buscarla a casa, ella estaba preparando la
cena. Justo cuando iba a llamar a Millán para avisarlo del cambio de planes, le
llegó un mensaje suyo, diciéndole que no podría ir a cenar porque había
surgido una emergencia en el tendido de alta tensión.
Se lo tomó como una señal de que debía acompañar a Ramón. Después
del sueño de las motos no se fiaba de él, ni un pelo, pero había alguna
posibilidad de que sus palabras fueran ciertas, así que lo acompañó. Prefería
caer en un engaño a dejar de ayudar a una mujer en apuros por desconfiada.
Se había puesto el sol y, a lado y lado de la carretera, locales con tantas
luces en el exterior como sombras en el interior luchaban por atraer clientes
como grandes redes en el mar de la noche y la lujuria.
Ada tragó saliva al ver pasar por su lado un lujoso coche con las lunas
tintadas. Se imaginó a un capo de la mafia protegido por cuatro
guardaespaldas. Bajó la vista hacia sus vaqueros y sus zapatillas deportivas y
se secó el sudor de las palmas de las manos en las perneras.
«Como superheroína dejas mucho que desear. ¿No sería mejor avisar a
la policía?»
—Es allí, en el local de las palmeras; Sonia vive en la parte de atrás.
Tras rodear el local, aparcaron frente a una casa individual, una de
muchas. Esa fue la primera sorpresa de la noche. Se había imaginado que la
chica estaría encerrada en una habitación sin ventanas en un edificio de varias
plantas, no en una casa de la que parecía tan fácil escapar.
De hecho, en ese mismo momento la puerta se abrió y, durante un
instante, Ada soltó el aire, aliviada. Sí, la chica los habría estado esperando,
subiría al coche y se irían de allí a toda prisa, antes de que la descubrieran.
Pero no, las sorpresas no habían hecho más que empezar, porque quien
salió de la casa, teléfono en mano y con gesto preocupado, fue Millán.

Demasiado sorprendida, fue incapaz de reaccionar. Ni salió del coche a pedirle


explicaciones, ni respondió al móvil cuando sonó un instante después. Sabía
que era Millán y no se vio capaz de soportar que le mintiera descaradamente
diciéndole que ya estaba con sus compañeros en la línea de alta tensión o algo
parecido.
Cuando las lágrimas amenazaron con ponerla en evidencia, se dio un
discurso mental.
«Ni una lágrima, Ada. Estos locales están llenos de auténticos dramas.
No eres ni la primera ni serás la última a la que su chico le engaña. Además,
eso de que es tu chico… tampoco está tan claro. Creo que has dejado volar
demasiado tu imaginación.»
—Vaya —dijo Ramón, mientras Millán montaba en su moto y se
marchaba—. No quería que te enteraras así.
Se volvió hacia él.
—¿De qué hablas?
—El cliente violento…
Ada hizo una mueca de incredulidad y negó con la cabeza.
—No —murmuró, antes de salir del coche con decisión.
—¡Espera!
Oyó la voz de Ramón, pero no le hizo caso. Se acercó a la casa y entró
sin llamar. Esperaba encontrar luces rojas, música sugerente y una mujer
ligera de ropa, pero no encontró nada de eso.
—¿Qué te has dejado, Millán? Un día te vas a dejar la cabeza. —La chica
que salió de la cocina podría haber sido una de sus amigas. Tendría su misma
altura, más o menos; iba vestida con unos pantalones de yoga negros, un suéter
amplio —color turquesa, como sus ojos— que le dejaba un hombro al aire y
llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Y encima, la sonrisa que le
iluminaba la cara hasta que se dio cuenta de que el visitante no era Millán era
la sonrisa de una mujer enamorada. Lo que estaba viendo no era un simple
desahogo; aquello era una relación.
—¿Hola? —le preguntó la tal Sonia—. ¿Puedo ayudarte?
Cuando estaba a punto de responder, un niño de unos tres o cuatro años
salió llorando de otra parte de la casa.
—Noooo, no quiero, no quierooooo —gritó el pequeño, hundiendo la
cara en el regazo de su madre.
—No llores —replicó su madre con firmeza—. Ya sabes que a veces
hemos de hacer cosas que no nos gustan.
—¿Qué le pasa? —susurró Ada.
—Siempre se pone así cuando viene Millán, pero luego se le pasa. Ya
está acostumbrado. —Se encogió de hombros—. ¿Puedo ayudarte en algo?
¿Buscas trabajo?
Ada sintió unas fuertes ganas de vomitar. Su imaginación se había puesto
en marcha y ninguna de las explicaciones que le ofrecía era soportable.
Sin despedirse, salió de la casa chocando contra una silla por el camino.
Ramón la estaba esperando al otro lado de la puerta entreabierta. Al verla salir,
la ayudó a entrar en el coche y, sin necesidad de que se lo pidiera, se alejó de
allí.

El viaje de vuelta a Soñada se le hizo eterno. Ramón la miraba de vez en


cuando, pero dejó que se fuera cociendo en su propia salsa.
—¿Estás bien? —le preguntó cuando la dejó en la puerta de su casa—.
¿Seguro que no quieres que vayamos a algún sitio a tomar una copa?
—No insistas, Ramón, no seas buitre.
—Mujer, las penas con alcohol se llevan mejor.
—Las penas con amigos se llevan mejor, pero tú y yo no somos amigos
ni lo vamos a ser nunca.
—Algún día me lo agradecerás.
—Espera sentado. Adiós, Ramón.
Pero, una vez en casa, lo primero que hizo fue ir a buscar una botella de
ratafía, subir a la habitación y sentarse en el balancín, frente a los ventanales.
Mientras bebía tratando de descongelar la piedra helada en que se le
había convertido el corazón, repasó una vez más la información de la que
disponía.
Millán le había mentido. Estaba claro la tal Sonia era la mujer de la que
le había hablado Ramón durante la noche en el pub. Era evidente que Millán
mantenía una relación con ella y que se la había ocultado, por lo que llegó a la
conclusión de que había algo oscuro que no quería que supiera. La mujer no
parecía asustada y, desde luego, no tenía aspecto de ser una mujer maltratada.
Y eso, lejos de tranquilizarla, la inquietaba todavía más. El brillo de los ojos
azules de Sonia era el de una mujer enamorada, probablemente con síndrome
de Estocolmo. ¿Por qué si no la puerta estaba abierta? Porque sabían que no
huiría, porque estaba enganchada a su carcelero. Las personas son capaces de
las mayores atrocidades cuando el amor o el dolor les nublan la razón. Y
aunque se le revolvía el estómago solo de pensarlo, era evidente que esa mujer
había sufrido tanto que había perdido el juicio. Era la única explicación que
encontraba. ¿Cómo si no iba a dejar que Millán le pusiera las manos encima a
su hijo? Un niño que, según Ramón, era su propio hijo.
Ada se levantó y fue corriendo al baño a vomitar. Arrodillada frente a la
taza, trató de sacar todo el asco que le provocaban los que abusan de la
indefensión de los débiles, pero no lo consiguió. No podía librarse de la
angustia que le apretaba en estómago y el corazón con puño de hierro.
La idea de que Millán pudiera abusar de una mujer le resultaba
inconcebible. Que abusara de un niño le causaba una indignación tan grande
que le habría arrancado los ojos si lo hubiera tenido delante. Pero la sola idea
de que pudiera abusar de su propio hijo…
—¡No, no y no! ¡Me niego a aceptarlo! No puede ser. ¡Tiene que ser una
maldita pesadilla! —Volvió a la habitación, abrió el costurero de su abuela,
sacó un alfiler y se lo clavó en el dorso de la mano—. ¡Ay! ¡Mierda, mierda, es
real!
Cogió la botella que había dejado en el suelo y se la llevó a los labios
para beber a morro, lo que le recordó a su ex.
«No, si al final, al lado de Millán, Pedro va a ser un angelito.»
Dejó la botella a un lado y bajó a la cocina. Abrió una lata de Coca-Cola
que tenía guardada para cuando Belén subiera a visitarla y se bebió media de
golpe para quitarse la amargura de la garganta. La del corazón no iba a ser tan
fácil hacerla desaparecer.
Sentada a la mesa de la cocina, le pareció oír la voz de Aurora.
«Habla con él. No lo juzgues sin escucharlo.»
Ada resopló. Por un lado, estaba de acuerdo con su abuela. Ella había
sido juzgada y condenada por la gente sin saber la verdad y se había prometido
que nunca caería en ese error, pero esto era muy distinto. ¿Qué iba a hacer?
Presentarse en su casa y decirle: «Hola, ¿qué tal? Ya sé que eres un explotador
de mujeres y un pederasta. ¿Cenamos juntos esta noche y me cuentas tu punto
de vista?»
Abrió el grifo del agua fría y se refrescó la cara tratando de aclararse las
ideas al mismo tiempo. Apoyada en el fregadero, con los ojos cerrados, dejó
que las gotas fueran deslizándose.
Se sacó el teléfono del bolsillo para leer el mensaje que le había dejado
Millán hacía un rato. Desde entonces le había escrito varias veces más.
Millán: Al final no he ido a trabajar. Surgió un imprevisto pero ya está
resuelto. Voy para tu casa.
Millán: Estoy en la puerta. Ábreme.
Millán: ¿Dónde estás? ¿No estás en casa?
Millán: Me voy a la cabaña. Ven a verme cuando vuelvas, sea la hora que
sea. Te estaré esperando. Mi cama estará fría sin ti.
Un torbellino de emociones y sentimientos la sacudió con tanta fuerza
que tuvo que sentarse para no caer al suelo.
—Será… ¡será cínico! ¡Dios, me he acostado con un monstruo! —Se
rascó los brazos con fuerza, como si quisiera arrancarse la piel—. ¡Y encima
me dices que la intuición es muy fuerte en mí, yaya! ¡Pero no ves que no me
entero de nada! ¡Todo el mundo me engaña! ¡Soy la persona más idiota del
mundo!
«¡Habla con él!», repitió Aurora.
—¡Pues sí! —Ada salió de casa y bajó por el camino de tierra hacia la
cala. El camino de ronda era la manera más rápida de llegar a la cabaña—.
¡Hablaré con él! ¡Se va a enterar!

Millán leía a Calderón de la Barca a la luz de la lamparita. Ya había perdido la


esperanza de pasar la noche con Ada, pero unos golpes en la puerta se la
devolvieron.
Abrió y sonrió al ver que era ella, pero la sonrisa se le heló en la cara al
ver su aspecto. Estaba empapada, temblando como una hoja y tenía la mirada
apagada, sin vida.
—Pero ¿qué ha pasado? —Trató de sujetarla pero ella apartó el hombro
bruscamente para impedir que la tocara—. Ada, ¿qué te pasa?
La tormenta había ido ganando terreno rápidamente y usar el camino de
ronda había resultado ser una de las peores ideas de su vida. El sendero subía y
bajaba sorteando los obstáculos de la costa y durante un tramo en que pasaba
casi a ras de mar, una ola la arrastró. Iba distraída pensando en el que
probablemente sería su último encuentro con Millán y la fuerza del mar la
había sorprendido. Fue su ángel de la guarda, la abuela Aurora, la que impidió
que a aquellas horas fuera pasto de los peces.
«¡Reclama tu poder, Ada! Pídele al mar que te devuelva a la costa.»
Y eso hizo. Con sus últimas fuerzas, deseó volver a sentir el suelo bajo
los pies y una ola formó una cazoleta, como si se tratara de una mano gigante,
y la depositó con delicadeza en medio de camino de ronda.
—Estás empapada. —Millán fue a buscar una manta—. Siéntate. —
Cuando ella obedeció, la tapó—. Voy a prepararte algo caliente.
Mientras él calentaba la leche, Ada miró a su alrededor, sin dejar de
temblar. No era la primera vez que estaba en la cabaña, pero sí fue la primera
vez que sus ojos se fijaron en un estante donde, aparte de literatura para
adultos, había varios cuentos infantiles.
—¿Y esos cuentos? —le preguntó, con el alma más fría que las manos.
Él pareció incómodo por la pregunta. Aunque hacía tiempo que quería
hablarle del dueño de esos cuentos, era evidente que Ada estaba muy alterada.
Probablemente había recibido malas noticias sobre el juicio. No le pareció el
mejor momento para abordar el tema.
—¿Son de cuando eras pequeño? —insistió ella.
Él frunció el ceño mientras añadía cacao a la leche caliente.
—Em, sí.
Ada se había levantado y estaba ojeando uno de los cuentos.
Cuando él se acercó con el vaso de leche caliente en la mano, ella lo tiró
al suelo de un manotazo.
—¡Este cuento se editó el año pasado! ¡Deja de mentirme de una vez,
Millán!
Él dio un paso atrás y se puso a la defensiva. Los gritos y los reproches
le recordaron a Ximena. La convivencia con su esposa se había convertido en
un infierno poco después de la boda. Todo lo que hacía le parecía poco y
empezó a sentirse inadecuado. Había tardado mucho tiempo en quitarse ese
complejo de encima; de hecho, nunca se había librado de él por completo. El
miedo de que Ada se diera cuenta de que él era poca cosa para una mujer como
ella siempre estaba al acecho en algún rincón. Y al parecer, ese momento había
llegado.
—¿Podrías contarme qué coño te pasa? —le preguntó con frialdad—.
Así tal vez podría defenderme.
—¿Podrías contarme tú qué trabajito tenías que hacer esta noche?
El tono irónico que usó le recordó tanto a Ximena que se le puso el vello
de punta.
Millán había recibido un mensaje de un número oculto diciéndole que
Sonia estaba en peligro, que necesitaba su ayuda. Trató de hablar con ella, pero
no respondió y se puso en camino para asegurarse de que tanto ella como el
pequeño Siset estaban bien. Por suerte había sido una broma de mal gusto,
probablemente de alguna de las compañeras camareras de Sonia. Aunque su
relación con Sonia hacía tiempo que era estrictamente de amistad, no pensaba
que conocer su existencia fuera a mejorar el humor de Ada.
—Los encargados de la línea de alta tensión pensaban que estaba de
guardia, pero luego me han avisado de que se habían equivocado de
compañero. Ha sido un error.
—¡Millán!
—¡¿Qué?!
—¡Que no me mientas más, joder! ¡Sé lo de la Junquera!
—¡¿Qué sabes de la Junquera?!
—¡Que te ves con una mujer! ¡Y con un niño! ¿Cómo puedes hacer algo
así?
No era la primera vez que Millán oía ese tipo de comentarios. Y
curiosamente, solían venir de clientes de los clubs. Les parecía muy bien pasar
un rato con las chicas —en sus propias palabras: desahogarse, divertirse—
pero luego «lo que pasaba en La Junquera quedaba en la Junquera». Le
echaban en cara que mantuviera una relación de amistad con Sonia; que fuera
el padrino de su hijo, un niño que en contra de lo que muchos pensaban no era
sangre de su sangre, aunque podría haberlo sido.
Aunque le repateaba la doble moral de esos hombres, no le sorprendía.
Eran hombres que habían mamado el machismo desde la cuna. ¿Pero Ada? Eso
sí que no se lo esperaba.
—Pues sí. Me veo con una mujer. Y con un niño. Y, ¿sabes qué? —Se
acercó a ella lenta y amenazadoramente hasta susúrrale al oído—: Pienso
seguir haciéndolo.
—¿Y me lo dices mirándome a la cara?
—Si prefieres te lo digo mirándote el culo. Lo tienes precioso, mucho
más que tu alma hipócrita. Mucho postureo social, pero en el fondo, eres igual
que tu madre.
Ada boqueó varias veces, pero no le salió la voz. Ese había sido un golpe
muy bajo.
Millán la miró con chulería. Antes de que pudiera soltarle su broma
favorita sobre lo mucho que le gustaba dejar a una política sin palabras, Ada
dejó de contenerse y abrió las compuertas de su rabia.
Cuando él se dio cuenta de lo que acababa de provocar, ya era demasiado
tarde. La cabaña estaba decorada con aperos de pesca de varias generaciones y
algunos animales secos, como erizos o estrellas de mar. Impulsados por la
furia de la que acababa de convertirse en Ada la Desatada, todo se elevó por
los aires y empezó a dar vueltas. Por instinto, retrocedió hasta pegar la espalda
a la pared. Ella levantó las dos manos y señaló con los dedos índices, como si
fueran dos pistolas y estuvieran en pleno duelo en el OK Corral. Un instante
después, la camisa de Millán quedó sujeta a la pared por las estrellas de mar
que Ada acababa de usar como si fueran estrellas ninja.
Durante unos instantes, quedó aprisionado, una sensación que odiaba.
—¿Estás loca, tía? ¡Podrías haberme matado!
Movido por la rabia, se liberó quitándose la camisa, pero no tuvo tiempo
de disfrutar de su libertad porque una nasa de juncos se acercó volando y se
encasquetó en su cabeza, dándole el aspecto de un ser mitológico, que podría
haber salido perfectamente de la imaginación de Dalí. Trató de arrancársela,
pero cuanto más tiraba de ella, más se clavaba.
—¡Quítame esto de encima! ¡Me estás haciendo daño!
—¿Te quitas tú de encima cuando haces daño a tus víctimas, cabrón?
—Dios, estás como una cabra. ¡Bruja y loca! ¡Qué ojo tengo para las
mujeres, joder!
—Claro, mejor una de pago que no da problemas y dime amén a todo,
¿verdad? Y yo que pensaba que había encontrado al hombre de mi vida. ¡Qué
asco me das, Millán! ¡No quiero verte nunca más! ¡Te odio!
Abrió la puerta y salió de la cabaña y de la vida de Millán. Un relámpago
iluminó la noche seguido de un trueno ensordecedor. La tormenta estaba justo
encima, aunque tal vez sería más exacto decir que estaba dentro de Ada. Nunca
le habían dado miedo las tormentas, pero esta menos que ninguna, porque eran
una misma cosa. La tormenta era ella y ella era la tormenta.
—¡Aaaaaaaaaah! —gritó, alzando la cara hacia el cielo.
Los relámpagos y los truenos se encadenaron iluminando las aguas
revueltas de una costa más brava que nunca.
Millán había logrado quitarse la nasa de la cabeza y la persiguió camino
arriba. Al darse cuenta, la nieta de Aurora levantó la mano en dirección a la
cabaña. Una red con plomos salió volando como si no pesara nada y se
enroscó alrededor de los tobillos del pescador haciéndolo caer de bruces
sobre el suelo mojado.
—¡No me sigas! ¿No me has oído? ¡Te odio, Millán!
Impotente, el pescador la vio alejarse, y supo que la oscuridad iba a ser
de nuevo su única compañera.
—¡No más que yo, Ada! ¡No más que yo! —Hundió la cara entre los
brazos y susurró—: Dar esperanza a un condenado para arrebatársela después
es lo más cruel que puede hacer un ser humano. —Y supo que las gotas de
agua que se le deslizaban por la cara tenían que ser de lluvia, porque se había
jurado no volver a llorar por una mujer y él era un hombre de palabra.
25

—¡Ni se te ocurra, Millán! No estás en condiciones de salir al mar —exclamó
Quim.
La previsión del tiempo había anunciado la posibilidad de tormentas,
pero nada les había preparado para la intensidad de la que parecía haberse
instalado sobre el cielo de Soñada.
Cada relámpago, cada trueno, había devuelto a Millán a la noche en que
Ximena se precipitó al vacío. La angustia de aquel momento se había mezclado
con la desesperación de saber que había perdido la última oportunidad de ser
feliz. El recuerdo de la oscuridad de los últimos seis años era demasiado
reciente y demasiado intenso. Si eso era lo que la vida le ofrecía de ese
momento en adelante, no estaba interesado.
Había dejado de guardar alcohol en la cabaña, por lo que cuando la
magia de Ada se alejó y pudo librarse de la red, se dirigió a Ca la Irene y
buscó el olvido en una botella de brandy de las que usaban para los carajillos.
Allí lo encontraron los hombres de la cofradía de Soñada que iban
reclutando manos para un rescate. Un yate de recreo con una familia francesa a
bordo había lanzado un S.O.S. frente a las costas del pueblo. Para cuando se
dieron cuenta del estado del hijo de Irene, ya era tarde. Millán había montado
en el coche con ellos y no quería ni oír hablar de quedarse en tierra.
Tras la muerte de su esposa embarazada estuvo a punto de suicidarse
varias veces. Si no lo hizo fue por no dejar sola a su madre, pero cada día se
había convertido en un calvario. Y aunque no se borró del mapa por su propia
mano, empezó a ponerse en primera fila en todas las actividades de riesgo
para que la parca se fijara en él y lo ayudara a tomar un atajo. La limpieza de
cristaleras, la reparación de la línea de alta tensión, los rescates marítimos…
siempre era el primero en ofrecerse voluntario para cualquier actividad
peligrosa.
—Porque tú lo digas, Quimet —replicó, arrastrando las letras—. Te
recuerdo que tienes esposa y tres hijos que te esperan. Eres tú el que no debe
salir.
—Quimet tiene razón, Millán. Si sales en ese estado en vez de ayudar nos
vas a dar más trabajo. Vamos a tener que estar pendientes de que no te caigas
por la borda.
—Estoy bien, ¿no lo ves? —protestó él, tratando de subir a la barca de
motor que usaban para los rescates. Cayó al agua pero volvió a intentarlo,
maldiciendo entre dientes.
Quimet lo agarró por los hombros para devolverlo a tierra.
—¡Déjame! ¡No me toques! —Con toda la rabia y la frustración
concentradas en el puño, Millán se volvió y golpeó al pescador, derribándolo
de un puñetazo en la nariz. Mientras los demás lo sacaban del agua entre
gritos, él subió a la barca, puso el motor en marcha y se alejó.

—Pobre familia —murmuró Feli.


—No perdáis la esperanza, los encontrarán —las animó Armonía, que
junto a Felicidad y Ada estaba tomando una infusión relajante en la cocina de
la casa del pájaro.
—La esperanza es un mal bicho —murmuró Ada, que había vuelto a caer
en el pesimismo de sus primeros días en Soñada—. Es un dragón bromista que
nos monta en su lomo y nos eleva hacia el cielo, solo para dejarnos caer desde
más arriba.
Las amigas de Aurora la miraron preocupadas, pero en ese momento
Irene entró sin llamar, gritando desesperada:
—¡Se ha ido! ¡Se ha ido!
Felicidad y Armonía siguieron a Ada fuera de la cocina. En el recibidor,
empapada y con el rostro desencajado, Irene se arrodilló frente a la nieta de
Aurora.
Un escalofrío de pavor le recorrió la espalda y le arrebató la fuerza en
las piernas. Imitándola, Ada se arrodilló ante la madre del hombre que amaba
y odiaba con las mismas fuerzas y le tomó las manos.
—No —susurró. Quería creer que si Millán estuviera muerto, lo sabría,
pero ¿y si el vínculo que existía entre los dos se había roto definitivamente—.
No, por favor.
—Ha salido en la barca a rescatar a la familia del yate. Me ha llamado
Joan. Millán estaba como loco; nunca lo habían visto así. Ha dejado a Quim
inconsciente de un puñetazo y ha salido a la mar, solo… y bebido. —Agachó la
cabeza—. Ada, tienes que ayudarlo. La patrulla ha salido a rescatar a la familia
extraviada y ya los han encontrado. Están todos a salvo… menos Millán. Ha
desaparecido y no lo encuentran. —Irene rompió a llorar, hecha un ovillo—.
Joan me ha dicho que tienen miedo de que no quiera que lo encuentren.
La culpabilidad asomó la cabeza y desgarró el corazón de Ada, ya
debilitado por los golpes que le había asestado la decepción.
—Es culpa mía. Ramón me llevó a la Junquera y…
—¿Conociste a Sonia?
Ada miró a Irene y ladeó la cabeza.
—¿La conoces?
—Sí, es muy buena amiga de Millán. Hace tiempo que le digo que la
traiga a Soñada, pero esa chica no quiere causarle problemas. Y el niño es un
amor. Cuando Sonia me dijo que le pondría Siset, me pasé el bautizo llorando
de la emoción.
—Pero entonces… ¿Millán no los maltrata?
—¿Tú estás loca? ¿Crees que lo consentiría? Millán pasa a verlos
siempre que puede. A Siset le encanta que le lea cuentos. Cada vez que se
marcha, el niño se queda llorando.
Ada sintió que se le caía el alma a los pies. «Habla con él, escúchalo», le
había aconsejado su abuela y ¿qué había hecho ella? Juzgarlo sin escucharlo.
Torturarlo y lapidarlo y, al parecer, condenarlo a una ordalía por agua.
—¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Qué he hecho!
Se puso en pie y trastabillando, se dirigió a la puerta.
—Espera, hija, cálmate —la llamó Armonía.
—¿Cómo quieres que me calme? Millán me necesita.
—Sí. Millán te necesita; de hecho, nos necesita a las cuatro, pero bajando
a la playa no vas a conseguir nada.
Ada la miró y la certeza y sabiduría que vio en sus ojos le devolvieron la
templanza que tanto necesitaba en ese momento. Armonía sabía cómo acabaría
todo y la estaba animando a actuar: no todo estaba perdido.
—Millán nos necesita y no le fallaremos —afirmó, convencida.
—¿Qué hacemos? —preguntó Feli.
—¿Qué te dice la intuición, Ada? —Armonía se había acercado a Irene
para ayudarla a levantarse.
—El terrado… la bola…
—Exacto. ¡Vamos!

El suelo estaba mojado por la tormenta que había caído, tormenta que se había
disuelto justo cuando Ada se enteró de que Millán no era ni un pederasta ni un
maltratador. Las cuatro mujeres habían formado un círculo uniendo las manos
alrededor de la bola que ocultaba la antena de radio, esa antena a través de la
cual Aurora, Armonía y Felicidad habían llevado consuelo a tantas personas
durante sus noches de Oráculo. Armonía empezó a hablar.
—Madre Tierra, hermana Luna, oíd nuestro ruego. La heredera de
Aurora necesita nuestra ayuda. Unidas, somos invencibles. Que el poder
femenino mane con fuerza en esta noche oscura.
—Que se haga la luz —pidió Feli—. ¿Qué aportáis, hermanas?
—Yo aporto la fuerza de la Tierra —respondió Nía—. La que hace
crecer los árboles que nos dan los frutos, los cereales que nos alimentan, las
flores y las plantas que nos curan.
En otro momento habría preparado la ceremonia con velas, piedras y
hierbas, pero no había tiempo. Esperaba que la poderosa magia de Ada
compensara los fallos en el ritual.
—Yo traigo la fuerza del aire. El que nos permite respirar, el que hincha
las velas de las naves, el que se lleva las malas vibraciones cada vez que sopla
la tramontana, el que me recuerda que soy libre cada vez que monto en mi
moto.
Nía sonrió. Feli era la bruja menos convencional que conocía. En teoría,
ni siquiera creía en la magia, pero era la mejor de las amigas. No dudaría en
arrancarse el corazón para entregárselo a cualquiera de ellas si lo necesitara.
Irene, que había sustituido a Aurora en los rituales desde su muerte, dijo
con una soltura que sorprendió a Ada:
—Yo tengo la fuerza del agua. La que nace en las montañas del Pirineo y
recorre valles y llanuras hasta llegar al Mediterráneo. El agua que da la vida a
los peces que llevan generaciones siendo el sustento de mi familia. El agua que
mana del vientre de las mujeres antes de traer una nueva vida al mundo y la
que derraman los amantes cuando están separados, en lágrimas más saladas y
más amargas que cualquier mar.
Ada tragó saliva, emocionada. Sin que nadie se lo dijera, sabía qué
fuerza la llenaba por dentro, con tanta intensidad que se sentía como un volcán
a punto de estallar.
—¡Traigo la fuerza del fuego! —entonó en voz alta y clara, que retumbó
en la noche—. El fuego que arde en los hogares, llevando luz, calor y
alimento. El fuego que surge de lo más hondo de la tierra, el que nace de las
nubes durante las tormentas, el que brota de las entrañas de los amantes cuando
unen sus cuerpos formando uno solo, el fuego que solo Millán sabe encender
en mi corazón.
Las cuatro mujeres cerraron los ojos y apoyaron las manos en la bola.
Las nubes, que hasta hacía un momento cubrían el cielo, se abrieron
enmarcando la luna llena. Esta se reflejó en la bola, que absorbió su luz hasta
convertirse en un gran globo luminoso. Cuando el brillo se volvió demasiado
intenso, las mujeres se apartaron, colocándose detrás de la esfera. Esta lanzó
un rayo en dirección sureste hasta llegar a un punto concreto. Al llegar a ese
punto situado en medio del mar se detuvo.
—Ahí. Ahí está Millán —susurró Irene.
Mientras Irene llamaba por teléfono a Joan para indicar a la patrulla que
siguiera la luz, Ada se acercó al muro del terrado, alzó las manos y conjuró a
los seres que vivían bajo el agua.
«Cuidad de él hasta que lleguen a rescatarlo.»

Sobre la barca de pescadores, Millán vio como en la costa la casa del pájaro se
iluminaba una vez más. Un rayo de luz salió disparado de la casa hasta
detenerse a sus pies. Su existencia, oscura y amenazadora como las aguas del
mar en plena tormenta, recobró la esperanza. Adentrarse en el mar para que
nadie pudiera encontrarlo dejó de parecerle buena idea. Si la casa se iluminaba
significaba que su madre lo estaba buscando y, tal vez, solo tal vez, también
Ada. En la distancia, vio la luz de la barca de salvamento que se dirigía hacia
él. Permaneció con la mirada fija en la casa donde vivía la bruja que lo había
hechizado hasta que, agotado, cerró los ojos y se quedó dormido.

Cuando poco después la barca de salvamento llegó hasta el final del rayo de
luz, se encontró con que un banco de meros rodeaba la embarcación donde
Millán dormía, ajeno a todo.
—Ada.
—¿Sí, Irene?
—Dice Joan si podemos hacer algo para que los peces que rodean la
barca de Millán los dejen acercarse hasta él.
Felicidad y Armonía se aguantaron la risa.
Ada carraspeó y volvió a alzar las manos.
—Claro, yo me encargo.
26

Soñada, junio de 2018


Una noche, mientras dormía, su abuela se le había aparecido en sueños. Con


una sonrisa radiante, le había encargado que subiera al desván y que buscara
en una caja donde guardaba las pertenencias de Quim, el que había sido su
marido y abuelo de Ada.
A la mañana siguiente subió, café en mano y, antes de buscar la caja,
decidió que había llegado el momento de poner en marcha las reformas de la
casa, en concreto del desván. No necesitaba mucha inversión; lo que hacían
falta eran brazos fuertes para tirar lo que ya no sirviera y dejar espacio para
convertir la estancia en un gran dormitorio para grupos, básicamente, familias.
Estaba segura de que Millán la ayudaría en todo. La idea de tenerlo por la casa,
ligero de ropa y sudado, la distrajo de su objetivo.
«La caja, Ada», le recordó su abuela.
No tardó en localizarla. Una vez encontrada, fue sacando los objetos que
contenía.
—Ay, yaya, qué difícil va a ser esto de despejar el desván. ¡No me veo
capaz de tirar nada!
Cuando en el fondo de la caja encontró un pequeño estuche, supo que
había encontrado lo que buscaba. Al abrirlo, vio un anillo de plata, grueso y
adornado con dos hileras de peces.
—¡Yaya, es precioso! ¡Me encanta! No te preocupes, nunca tiraría el
anillo del yayo.
«Guárdatelo en el bolsillo.»
Ada había aprendido a no discutir con su abuela. Hizo lo que le decía y,
cuando más tarde Millán la invitó a cenar a la cabaña, estaba preparada aunque
muy nerviosa.
Se acercaba el solsticio de verano y mientras recorría el camino de
ronda al anochecer, disfrutó de la brisa y de las salpicaduras del mar,
sintiéndose libre como un ave marina.
La relación entre Millán y ella era inmejorable. Se querían, se respetaban
y se admiraban mutuamente. Ellos no necesitaban nada más, pero su entorno
los empujaba a casarse. Lo hacían de buena fe pero lo hacían. Los amigos de
Siset se metían con Millán, diciéndole que le pidiera matrimonio antes de que
viniera algún político de la capital a llevársela. Y Feli y Nía se pasaban el día
discutiendo. Cada vez que Nía la animaba a casarse, contándole lo feliz que era
junto a su marido, Feli le decía que ni se le ocurriera atarse de por vida a
ningún hombre.
Y por si la presión de los vivos fuera poca, su abuela acababa de tomar
cartas en el asunto, posicionándose del lado de Armonía. El anillo que llevaba
en el bolsillo del vestido era una prueba palpable.
Al llegar frente a la puerta de la cabaña, Ada sintió un pellizco en el
estómago recordando la noche de la tormenta, cuando había dejado a Millán
tirado en el suelo, con los pies atados y el corazón roto.
Si algo le había enseñado la vida era que las cosas podían cambiar de un
momento para otro. Estaba enamorada de Millán hasta las trancas y no se le
ocurría nada que le apeteciera más que pasar el resto de la vida a su lado. Pero,
¿y si las circunstancias cambiaban? ¿Y si algún día descubría que el pueblo se
le había quedado pequeño? O, lo que era peor, ¿y si Millán se cansaba de ella?
¿Y si dejaba de quererla y la miraba con odio? ¡No podría soportarlo!
Mientras ella se debatía presa de las dudas, él la había estado
contemplando desde la ventana.
Ada llevaba un vestido blanco, vaporoso; sandalias del mismo color y el
pelo oscuro suelto. La amaba; la había querido desde que tenía memoria. De
niño, ese amor se había manifestado en una necesidad de protegerla del dolor
y ahora, de adulto, era un sentimiento mucho más global. Seguía necesitando
protegerla, aunque sabía que ella no necesitaba su protección. Deseaba
poseerla, cuidarla, adorarla, pero Ada era como el mar, libre e incontrolable.
Se acercaba a él cada día pero, como las olas, se retiraba. Decía que necesitaba
su espacio, su casa. Era fuerte e independiente y, aunque esas eran algunas de
las cosas que más le gustaban de ella, su instinto de pescador quería lanzar sus
redes y atraparla en ellas. Si no lo hacía era porque sabía que era absurdo
tratar de atrapar el mar en una red.
Millán abrió la puerta y la invitó a entrar. Siguiendo los consejos de
Irene y de sus dos amigas, había decorado la cabaña colgando redes en las
cuatro paredes. En las redes había repartido estrellas de mar y las había
iluminado con luces de Navidad, pequeñas, blancas. En el centro, la mesa
estaba puesta para dos, adornada con velas, estrellas y caballitos de mar.
Enmarcada en la puerta, Ada parecía un ángel a punto de entrar en el cielo.
El amor que sentía por ella se expandió en su pecho, haciendo que
respirar no fuera tarea fácil. Había pasado muchos nervios durante toda la
tarde, con miedo a que ella reaccionara mal, pero había valido la pena. Todo
era perfecto: la noche que caía envolviéndolos en un manto de oscuridad, el
sonido de las olas a su espalda, Ada que parecía haber nacido para ser la más
brillante entre todas las estrellas.
Esperó unos segundos imaginándose que ella se daba la vuelta y se
lanzaba sobre él, pero no lo hizo. Al fijarse, vio que sacudía los hombros de
manera espasmódica como si… ¡Estaba llorando!
«Bravo, Millán. No es esto lo que quiere. La has cagado otra vez. ¡Cómo
no!»
Furioso consigo mismo, entró en la cabaña y empezó a arrancar la
decoración de las paredes mientras decía:
—Olvídate de lo que has visto; ni puto caso, aquí no ha pasado nada. Tú
y yo vamos a cenar, luego follaremos como locos y después cada uno a su
casa. Cuando salgas de aquí no te vas a poder sentar en una semana, nena.
Salió de la cabaña arrastrando las redes y las echó al mar desde una de
las rocas.
Ada lo había seguido. Al ver la cabaña convertida en un lugar que
parecía salido de uno de sus sueños se había emocionado muchísimo, pero el
arrebato de Millán la hizo reaccionar. Lo conocía lo suficiente para saber que
estaba sufriendo un ataque de inseguridad. La traición de Ximena y su
dramática muerte le habían dejado cicatrices muy profundas, pero también
sabía que lograría superarlo. Durante los últimos meses había mejorado tanto
que pensó que ya estaba curado. Era evidente que no, pero Ada no tenía prisa.
Tenían toda la vida por delante para superarlo juntos.
Se colocó a su lado en la roca y saltó al mar.
—Ada, ¿qué haces? ¡Vas a engancharte en las redes! ¡Te vas a ahogar!
¡Sal de ahí ahora mismo!
—¿No es lo que querías, cazarme en tus redes? —lo provocó—. Pues
aquí me tienes. ¡Ven a por mí!
Él se pasó las manos por el pelo. Sabía que era una locura. Ya era
bastante malo que ella estuviera atrapada. Lo que tenía que hacer era tirar de
las redes y sacarla de ahí, no seguirla en sus locuras, pero era inútil resistirse.
Ada lo estaba mirando con los ojos brillantes como estrellas. Era una sirena,
su sirena, y nunca sería capaz de resistirse a su llamada. Se quitó las sandalias
y saltó en medio de la red, a su lado.
Con una sonrisa radiante, Ada le tomó la cara entre las manos y lo besó
apasionadamente. Luego rebuscó en el bolsillo del vestido, sacó el anillo del
abuelo Quim y, tras encontrar la mano de Millán, se lo puso en el dedo.
—¡Has caído en mis redes, Erizo! Cásate conmigo.
Él bajó la vista hasta la banda plateada adornada con peces y quedó tan
sorprendido que se olvidó de patalear en el agua. Sacudió la cabeza y le
dirigió una mirada cargada a partes iguales de amor y de incredulidad.
—¿Sabes que probablemente estamos a punto de morir ahogados, no? Y
lo peor no es eso. Lo peor van a ser las burlas de mis compañeros muertos en
la mar cuando llegue al otro lado. Voy a ser el hazmerreír del Más Allá. El
pescador que murió enredado en sus propias redes, me llamarán. Pero no me
arrepiento. Me vuelves absolutamente loco, Ada, pero me llenas de vida.
¡Cásate conmigo, Anchoa!
—¿Y mi anillo?
—¡Mierda! ¡El anillo! Está en la cabaña. Lo he tallado con mis propias
manos. He usado un trozo de coral rojo que encontré en el fondo del mar
cuando tenía quince años. —Millán notó que las redes se enredaban alrededor
de sus piernas y le impedían mantenerse a flote—. Tan cerca… y no voy a
poder dártelo nunca. —Se quitó el anillo que ella acababa de regalarle y trató
de ponérselo a Ada en el dedo, pero se le resbaló y se perdió en el mar.
—Oh, no, ¡no!
—Tranquilo. —Ella le acarició la mejilla mientras el oleaje los acercaba
cada vez más a las rocas—. No necesitamos anillos para sellar nuestro amor.
—Di que serás mía para el resto de la eternidad.
—Ya soy tuya. ¿No te has dado cuenta?
—Y yo soy tuyo. ¡Te quiero tanto! Perdóname. Perdóname por no haber
podido protegerte.
Ella sonrió y Millán pensó que moriría de amor antes de ahogarse.
—Lo has hecho. Gracias a ti he encontrado la fuerza; sin ti no podría
hacer esto. —Ada cerró los ojos y pidió a los habitantes del mar que los
libraran de las redes. Momentos después, varios pulpos se enroscaron en ellas
y tiraron, alejándolas de allí. Millán contempló la escena maravillado. Riendo
a carcajadas, subió a la roca más cercana y le ofreció la mano a su hada
particular para ayudarla a salir.
Cuando un mero asomó la cabeza sobre el agua y le ofreció el anillo de
su abuelo en la boca, Ada lo aceptó y le acarició la cabeza. Luego tomó la
mano de Millán, salió del agua y se fundió con él en un abrazo.
—Dios, no sé qué he hecho para merecerte. Soy el cabrón más
afortunado del mundo.
Ella sacudió la cabeza.
—Espero que algún día puedas verte como te vemos los demás. Tu
cuerpo me vuelve loca pero eso es lo menos. Tienes un corazón de oro,
Millán. Te quedaste junto a tu madre y seguiste viviendo cuando cada día era
un calvario para no dejarla sola. Le has ofrecido a Sonia tu amistad,
respetando sus decisiones pero demostrándole que estabas a su lado; has sido
como un padre para Siset sin importarte las críticas, has hecho todos los
trabajos peligrosos que has podido para que los padres de familia no corrieran
riesgos… ¿Cómo puedes no darte cuenta de lo que vales? ¡Aquí la única
cabrona afortunada soy yo!
Millán se preguntó si el amor que sentía por ella dejaría de crecer en
algún momento. La agarró con fuerza por las nalgas, pegándola a su cuerpo.
La besó y la volvió a besar mientras se formaba un charco de agua salada a sus
pies. Luego la apartó un poco y se la comió con los ojos.
—Tu vestido me encantaba cuando estaba seco, pero mojado me gusta
todavía más —murmuró.
—Tú tampoco estás nada mal para ser un erizo empapado —replicó ella,
echando las caderas hacia delante y acariciándole los anchos hombros.
—Mi madre nos ha preparado un suquet especial, pero me temo que se
va a enfriar.
Ella chasqueó la lengua, sacudiendo la cabeza.
—Has tirado la decoración al mar, no me has dado el anillo y me vas a
dejas sin cenar. Me parece que esta cita no voy a poder contársela a mis nietos.
—¿Lo dudas? —Millán la tomó en brazos, entró con ella en la cabaña, la
tumbó sobre la cama, le levantó el vestido mojado y se acomodó entre sus
muslos—. Tal vez en todo lo demás sea un desastre, pero me voy a asegurar de
compensártelo. Y no lo dudes. —Le besó el vientre y le guiñó el ojo antes de
seguir descendiendo por su cuerpo—. Nada de lo que pase en las próximas
horas vas a poder contárselo a nuestros nietos.
—¿Nuestros? —Ada gimió al notar que la caricia de su lengua la
encendía por dentro.
—Ajá. —Él la besó mientras con las manos la recorría arriba y abajo
con reverencia.
—Oh, Dios mío.
—Yo pensaba que las brujas no creíais en Dios —murmuró él, sin dejar
de besarla.
—Yo no sé si soy bruja ni si creo en Dios —replicó ella con la voz
entrecortada—. A veces ni siquiera sé si vivo o sueño, pero hay algo que tengo
muy claro: te quiero, Millán. Te quiero dormida y despierta. Y sé que te voy a
querer siempre; no necesito ninguna bola que me lo diga
La sirena de Soñada lo agarró por el pelo y tiró de él, que la besó en los
labios.
—Te quiero, mi sirena, hada de mi cabaña, bruja de mi corazón. Y tengo
una idea. Cuando no sepas ni vives o sueñas, pídeme ayuda. Si te doy un
pellizco aquí —le pellizcó una nalga—, es que estás despierta.
Con un guiño, volvió a descender por su cuerpo. Inclinándose con
reverencia, la sujetó por las caderas y probó la esencia que brotaba de su
interior. Estaba salada por dentro y por fuera, el paraíso de un pescador.
—Deliciosa, como siempre —murmuró.
Manteniéndola presa con el peso de su cuerpo, siguió mordisqueándola,
lamiéndola y devorándola mientras ella se aferraba a las sábanas y gemía sin
control. No se detuvo hasta que sus gritos de placer inundaron la cabaña. Solo
cuando los gemidos se convirtieron en suspiros satisfechos se elevó sobre ella
y la contempló.
—No necesitamos luces. Tú iluminas la habitación.
Ada sonrió y pensó que le encantaba ese Millán romántico y poético,
pero al entreabrir los ojos, vio que su comentario era literal. Las sábanas
desprendían vapor de agua y la ropa de los dos estaba seca.
—Mi ardiente Ada. —Por suerte, a él no parecía impresionarle su
aspecto incandescente. Ascendió sobre ella por la cama y tomó el anillo de
coral que había dejado sobre una de las cinco patas de una estrella de mar
disecada—. Creo que esto está siendo la petición de mano más surrealista de la
historia —murmuró, sentando sobre los talones.
Ella le dirigió una sonrisa lánguida y sensual que era pura seducción.
Haciendo un gran esfuerzo para no abalanzarse sobre ella, Millán le tomó la
mano.
—Ada Cruces Cam… —Carraspeó y volvió a empezar—. Ada Cruces,
¿quieres compartir mis madrugadas de pesca y darle una patada al cubo
mientras no miro para devolver los peces al mar? ¿Quieres compartir mis
tardes en el pueblo ayudando a los vecinos a tener una vida más próspera y
más justa? ¿Quieres compartir mis noches y hacer que salga humo de mi
cama? —La expresión de Ada había pasado de la risa a la solemnidad y luego
a la lujuria—. Eres tremendamente expresiva, cariño, pero respóndeme, te lo
pido por tu madr… por tu abuela.
—Millán, puedes nombrar a mi madre. Soy una Camarga y lo seré
siempre.
—Prefiero no hacerlo; pensar en tu madre causa estragos en mi libido.
Ada se echó a reír.
—Tienes razón. Gala y Dalí tienen que estar revolcándose de risa en el
cielo o dónde estén. Esto es más surrealista que mis sueños. —Alargó la mano
y dejó que él le colocara el anillo que había tallado con sus propias manos—.
¡Es precioso, Millán! ¡El anillo más bonito que he visto nunca! Me encanta. —
Le agarró la cara con las dos manos y lo besó—.Y sí, quiero compartir tus
mañanas, tus tardes y tus noches. No hay nada que me apetezca más. —De un
empujón lo tumbó sobre la cama y se montó sobre él—. Pero te lo advierto, es
posible que de madrugada trate de distraerte en la cama para que no vayas a
pescar. —Le desabrochó la camisa y le acarició el torso, haciéndolo gemir
mientras deslizaba las manos hacia abajo.
Justo antes de mostrarle las armas con las que pensaba defender a la
fauna acuática de la zona, a Ada le pareció que él murmuraba algo parecido a
«cabrón afortunado».
Cuando horas más tarde, de madrugada, se levantaron de la cama para
calentar el suquet que había preparado Irene, el anillo de coral refulgía,
cargado con la magia que habían creado juntos sobre las sábanas.


27

Soñada, septiembre de 2018

—¡Enhorabuena! Ha quedado precioso, es justo lo que el pueblo necesitaba —
exclamó una vecina, tomando a Ada por las manos y apretándoselas.
La tienda de la cooperativa estaba en pleno funcionamiento. Aunque
había costado un poco convencer a los vecinos más mayores, los jóvenes se
unieron con entusiasmo. Tras unas cuantas reformas, la plaza mayor del
pueblo parecía otra. Y la que había sido una tienda oscura y desordenada
durante muchos años era ahora un espacio luminoso y agradable a la vista,
donde se exhibía la artesanía de la zona. Cuando el tiempo lo permitía, como
ese día, los granjeros se instalaban en el exterior, entre la tienda y el
ayuntamiento, mostrando sus frutas, hortalizas o dulces recién hechos a plena
luz.
—¡Gracias a tu idea mi hija ha vuelto a casa! Las muñecas de trapo que
cose se están vendiendo muy bien. ¡Gracias, muchas gracias, Ada! ¿O debo
llamarte alcaldesa?
La nieta de Aurora miró de reojo al alcalde, que recibía los besos
entusiasmados de una de las vecinas más ancianas del pueblo.
—No, Rosa, si algún día me llamas alcaldesa será porque me haya
ganado el puesto en las urnas, no por ser la pareja del alcalde.
—Pues a las próximas elecciones te presentas. Mi voto lo tienes
seguro… y no será el único. El pueblo te adora, Ada. Me alegro de que tu
madre fuera tan cabrona porque gracias a eso, te tenemos aquí.
—¡Rosita! —la riñó otra vecina.
—¿Qué pasa?
—No pasa nada —la tranquilizó Ada, sonriendo—, hay libertad de
expresión.
Sacudiendo la cabeza, volvió a mirar hacia la tienda de la cooperativa
donde Millán recibía a los vecinos durante la inauguración oficial. Aunque aún
le dolía la actitud de su madre, no podía rebatir las palabras de Rosita.
Hacía poco que se había celebrado el juicio. Toni Cruz, su abogado,
había realizado una defensa impecable con las pruebas que Justiciero Virtual
había encontrado en los correos electrónicos de Irma Camarga y de Pedro
Picón. Ada había sido absuelta del cargo de corrupción y tanto su madre como
su exnovio habían salido del juzgado con denuncias contra el honor. Con la
información encontrada en sus ordenadores, pronto siguieron más denuncias
por prevaricación y corrupción. Por supuesto, ambos habían sido expulsados
de sus partidos. Cuando Pedro la telefoneó para llamarla de todo menos
bonita, Ada replicó que no se pusiera así, que no era nada personal. Al colgar
el teléfono, le preguntó a las amigas de su abuela si había hecho mal en ser tan
vengativa.
«Eso no es ser vengativa», la había tranquilizado Feli. «Eso es tener
sangre en las venas, corazón.»
Al líder del PAP, Julio Salvador, le faltó tiempo para dar una rueda de
prensa afirmando que siempre habían creído en la honradez de la exconcejala,
que tenía las puertas abiertas para volver cuando quisiera. Ada no tenía
ninguna intención de volver a la política a menos que fuera en Soñada, aunque
tampoco era algo que le quitara el sueño. Tenía otras prioridades en esos
momentos.
María Guerrero, la periodista, había escrito un reportaje en
profundidad, gracias al cual la reputación de Ada había quedado limpia de toda
sospecha. Los vecinos, que al principio la recibieron con desconfianza, le
habían abierto los brazos. De hecho, desde que Millán y ella habían tomado las
riendas del ayuntamiento, el pueblo era uno de los más firmes candidatos a
ganar el diploma al municipio con las cuentas más claras del año.
Tras la tormenta, los acontecimientos se precipitaron. Ada se había
disculpado entre lágrimas, jurándole que no volvería a dudar de él, pero
Millán casi ni la escuchaba. Solo podía pensar en que había recuperado una
parte de su cuerpo que pensó que había perdido para siempre: había
recuperado su corazón. La besó una y otra vez hasta que ella quedó convencida
de que la había perdonado.
Juntos se habían enfrentado a los hijos de la tendera. Tere confesó haber
telefoneado a Millán y Ramón admitió que había dejado que Ada pensara lo
peor para apartarla de su rival. La discusión fue aumentando de nivel hasta que
Ramón perdió totalmente el control y confesó a gritos que él era el padre del
hijo que esperaba Ximena cuando murió. Aunque lo dijo para herir a Millán en
lo más hondo, sus palabras tuvieron el efecto contrario. Los recuerdos de
Ximena siempre serían tristes, pero el paso del tiempo había limado el filo del
dolor. Una vida era una vida y una pérdida así siempre es dolorosa, pero al
menos ya no se sentía culpable de no haber sido capaz de proteger a su hijo.
No eran pensamientos de los que se sintiera orgulloso, por eso no hablaba del
tema con nadie, pero saber que el hijo que Ximena esperaba no era suyo le
había quitado un peso de los hombros.
Cuando Teresa se enteró de que habían descubierto su chanchullo y que
se habían acabado los tiempos de pagar un alquiler ridículo por la tienda, se
había jubilado y ahora vivía en Rélitas con su hermana menor. Ramón se había
marchado del pueblo y, de momento, no habían vuelto a tener noticias de él.
Tere se hacía llamar Terela y había logrado ser tertuliana en un programa de
cotilleo en Tele Costa Brava. Se había ganado el puesto criticando a Ada con
saña. La había acusado de robarle el novio y la había bautizado con mil
apodos: Ada la Aprovechada, la Desquiciada o la Niña Mimada, pero una vez
pasado el juicio había tenido que reinventarse. Con la pasión que le ponía a eso
de criticar nadie dudaba de que las cosas le irían bien.
Ada, Millán y su madre habían convencido a Sonia para que dejara su
empleo como camarera en el club. Ahora trabajaba en el restaurante con Irene,
que era feliz cuidando del pequeño Siset siempre que podía. Aunque no era
sangre de su sangre, era uno más de la familia. Y no era la única que disfrutaba
con el niño. Los tres amigos de su marido le habían enseñado a jugar al
dominó y los clientes se echaban a reír cada vez que lo oían gritar
entusiasmado: «Pito doble».
—No dejas de comerte al alcalde con los ojos, hija. ¿Para cuándo la
boda?
Ada siguió contemplando a Millán con expresión soñadora.
—Pronto —respondió, dando unas palmaditas afectuosas en las manos
de Rosa antes de alejarse—, muy pronto.
—¡Aleluya! Una boda en el pueblo. ¡Voy a ir reservando cita en la
peluquería!

El verano llegaba a su fin. Los turistas eran cada vez más escasos y la Costa
Brava recuperaba su esencia pero, ese fin de semana, Soñada se había vestido
de gala para celebrar la unión entre dos de sus hijos predilectos: Ada y Millán.
La pareja había decidido que vivirían juntos en la casa del pájaro. Las dos
primeras plantas seguirían siendo su vivienda y el desván lo alquilarían a
familias. Habían pensado en alquilar también la cabaña de Millán para parejas,
pero de momento preferían conservarla para sus encuentros más íntimos.
Les gustaba cenar allí de vez en cuando. Millán nunca perdía la ocasión
de bromear diciéndole cosas como: «Pásame el abrebotellas. En la mano, si
puede ser. No me gusta ver volar cosas puntiagudas tan de cerca.»
«Muy gracioso», solía responder ella. «No te he oído quejarte hace un
rato, cuando te he hecho volar ocupándome de tu parte más puntiaguda… muy
de cerca.»
Ángela y Belén, que junto a Richi y a Yago llevaban una semana
instaladas en la casa del acantilado, estaban colocando a la entrada del
ayuntamiento un caballete con un cartel pintado por una de las artistas locales
donde se veía a una pareja de novios casándose frente al mar. El interior del
salón de plenos estaba decorado con motivos marineros. Armonía y Felicidad
se habían encargado de los arreglos florales e Irene había insistido en
ocuparse el banquete. Había querido preparar también el pastel de boda, pero
una de las artesanas de la cooperativa era especialista en pasteles y les había
elaborado una maravilla de tarta de tres alturas, decorada con estrellas de mar,
conchas, cuerdas y otros motivos marineros, todos comestibles, por supuesto,
regalo de sus amigas.
Decir que Ada era feliz era quedarse muy corto. Se sentía plena,
absolutamente realizada. Las tardes que había pasado sentada junto a sus
amigas y a las amigas de su abuela en el salón de la casa de las cristaleras no
las olvidaría ni aunque viviera cien años. Belén y Ángela habían pintado peces,
erizos y estrellas de mar que los chicos habían colgado de las paredes del
ayuntamiento y del restaurante. Otros adornos se habían convertido en
recuerdos para los invitados. Nía y Feli habían atado ramitos de genista seca y
flor siempreviva azul para que su amor fuera eterno, ramitos que adornarían
las sillas y los centros de mesa del restaurante.
El vestido había sido regalo de Aurora. Armonía y Felicidad no habían
podido contener las lágrimas al verla con el vestido de boda de su abuela
puesto. Le quedaba a la medida; no habían tenido que tocarle ni una costura, ni
siquiera cuando la cintura le empezó a crecer. Ventajas de la magia.
Y entre adornos y ramitos, Ada bordaba sin parar.
Su técnica había mejorado mucho. Había bordado diminutas estrellas en
el vestido, algunas doradas, otras de color coral. El cielo y el mar se unían así
en el precioso vestido color marfil de su abuela.
—Bolas de videncia —solía sugerirle Nía—. Borda bolas de videncia.
—No, algo fálico —replicaba Feli—, para que nunca falte la pasión en
vuestro matrimonio.
—¡Bolas!
—¡Falos!
—¡Bolas!
—¡Falos!
—Ya basta. Parecéis las hadas de La bella durmiente en versión macarra
—las reñía Ada, aguantándose la risa.
Había bordado también un juego de sábanas nupciales. Aunque al
mirarlas el profano solo vería unos arcos decorados con flores, con el mar de
fondo, Ada y sus amigas sabían que bajo esos arcos podía pasar cualquier
cosa.
Había bordado también varias sábanas por encargo. Cuando Irene le
entregó una foto de Siset, su marido, Ada no necesitó que le dijera nada más. Y
desde que sus amigas habían descubierto el secreto de las sábanas, Belén no
paró hasta que le bordó unas con la imagen de David Gandy en el
Mediterráneo, con bañador blanco y barquita de goma incluida. A la mañana
siguiente, había bajado a desayunar con una expresión bobalicona; se había
acercado a su amiga y le había llenado la cara de besos.
Richi, que bajaba tras ella, había comentado:
—Está rarísima. Primero se enfada sin motivo y me envía a dormir al
sofá. Y luego me viene a buscar a media noche y…
—No hace falta contarlo todo, Richi. ¿Tienes alguna queja?
—Ninguna, ninguna. —El chico había levantado las manos y las cejas—.
De hecho, no hace falta que me eches, ya bajo yo voluntariamente al sofá esta
noche. —La agarró de la cintura, le dio un beso en el cuello y le susurró—,
pero luego bajas a buscarme hecha una pantera, ¿vale?
—Lo vamos viendo —replicó Belén, haciéndose la digna—. ¿Cuándo
llega tu padre, Ada? —cambió de tema.
—Esta tarde —respondió ella, feliz. Hacía demasiado tiempo que no veía
ni a su padre, ni a su esposa Noo —una india micmac— ni a los hijos de
ambos, Nukumi y Kinap. Las anteriores veces había sido ella la que se había
desplazado al faro de Terranova, pero esta vez Miguel Ángel no quiso
perderse la ocasión de acompañar a su hija al altar. Saber que su exesposa
estaba en prisión preventiva ayudó. De no ser así habría venido igualmente,
pero la ausencia de Irma hizo que todos estuvieran más relajados y disfrutaran
mucho más del día.
Nukumi había crecido un montón desde la última vez que la vio. Ada les
había comprado unos cuentos infantiles de regalo de bienvenida, pero al
verlos, la mayor —que acababa de cumplir nueve años— se los lanzó a su
hermano pequeño —Kinap, de seis años, que salió corriendo encantado— y le
pidió que le enseñara el anillo de compromiso. Según su madre, se pasaba el
día viendo comedias románticas.
—Mmm, otra soñadora —comentó Ada—, aquí se va a sentir como en
casa.
—Pero ¿dónde está el diamante? —había preguntado la pequeña—. En
las películas los anillos de prometida siempre tienen diamante. ¿Es que Millán
no te quiere lo suficiente?
Ada acarició la rugosa banda coralina y sonrió.
—No me podría querer más. Millán me conoce bien, y sabe que este
anillo me hace mucho más feliz que cualquier diamante. Nació en el fondo del
mar y él lo recogió con sus propias manos y lo talló a mi medida. ¿Puede
haber algo más romántico?
Noo y las demás mujeres presentes suspiraron y negaron con la cabeza,
menos Nukumi, que no parecía convencida en absoluto.
—Si tú lo dices.

La boda civil se celebró a la mañana siguiente y no faltó nadie. Soñada al


completo estaba allí, pero también parte de Rélitas, entre ellos Martín
Camarga, el único primo con el que mantenía el contacto. De hecho, los casó
el alcalde de Rélitas, antiguo compañero de clase de Millán, que bromeó
diciendo que no le habría extrañado que el ácrata de su colega se hubiera
casado a sí mismo.
Entre las risas de los asistentes, el novio protestó.
—No soy ácrata, soy anarquista.
—¿Qué es anarquista, papá? —preguntó Kinap.
—Algo así como tu abuelo Oso con alas.
—Aaah —el pequeño asintió y se echó a reír con los demás.
Cuando la breve ceremonia acabó, niños y adultos salieron a la plaza con
peceras llenas de diminutas caracolas y pétalos azules y blancos para darles a
los novios la bienvenida a su nueva vida.
Mientras esperaban a que los invitados salieran, Ada y Millán empezaron
a celebrar su amor privadamente, besándose como si estuvieran solos.
Un ruido los distrajo. Ada abrió un ojo y vio que era su hermano
pequeño, que saltaba tratando de alcanzar uno de los peces con los que habían
decorado las paredes.
La pareja se miró, sonrió y se acercó al pequeño. Millán le alcanzó el
pez y se lo dio. Kinap lo tomó, lo metió en la pecera y se quedó observando,
como si esperara verlo nadar.
—Anda, ven. —Ada lo acompañó al baño del ayuntamiento y lo ayudó a
llenar la pecera de agua. Millán cargó con ella hasta el salón de plenos y fue
siguiendo a su esposa, que con disimulados gestos de la mano iba ordenando a
los peces que saltaran al agua.
Y cuando Kinap salió del ayuntamiento con una enorme sonrisa en la
cara y la pecera llena de peces, Siset se apresuró a vaciar sus caracolitas y
pétalos, lanzándolos a puñados sobre los novios para poder repartirse los
peces con su nuevo amigo.

Aunque los habitantes de Soñada tardarían en olvidar la bonita ceremonia y la


alegre celebración en Ca la Irene, Ada y las amigas de Aurora tenían
preparada una segunda ceremonia, mucho más especial.
Los invitados del círculo más íntimo se habían quedado a dormir en la
casa. El desván, habilitado para acoger grupos, tenía seis camas a cada lado,
que quedaban separadas por un pasillo central. Ada y sus amigas habían
ofrecido las habitaciones de la primera planta a los mayores —Nía y su
marido, Feli y su amigo especial Ruud, Miguel Ángel y Noo e Irene— pero,
aparte de Irene, los demás no habían querido ni oír hablar del tema.
—¿Y que los novios pasen la noche de bodas rodeados de niños? ¿Estáis
locas?
Y así Feli y Nía pasaron la noche donde tantas madrugadas habían
llevado consejo y consuelo siendo El Oráculo de Felonía junto al hijo de
Aurora, su esposa y sus hijos, Sonia y Siset y Dona, la nieta de Armonía.
Aunque al principio los niños armaron un gran alboroto al ver que las
sábanas estaban bordadas con personajes de cuento, poco a poco todos se
fueron durmiendo, incluidos los adultos.

Los habitantes de la primera planta tardaron un poco más en dormirse. Irene


fue la primera, ansiosa por reencontrarse con su marido.
Richi cogió una almohada y bajó al sofá, donde se tumbó con las manos
detrás de la nuca para esperar a su ardiente novia con una sonrisa en los labios
mientras Belén se ponía su camisón más sexy y una gota de perfume en el
canalillo para su onírica cita con el guapo modelo inglés.
Ángela y Yago revivieron la noche de bodas que habían celebrado allí
mismo tres meses atrás. Había sido una noche mágica durante la cual tanto
Ángela como Ada habían quedado embarazadas.
Mientras Ada se quitaba la diadema de flores en el baño, Millán esperaba
a su esposa reclinado en la cama, sin saber que las celebraciones no habían
hecho más que empezar.

Miguel Ángel volvía a llevar a su hija del brazo camino del altar, pero esta vez
no estaban en un salón cerrado del ayuntamiento; estaban en la cala, al pie de la
casa de las cristaleras. El sol empezaba a ponerse a sus espaldas.
Los arcos que Ada había bordado enmarcaban el mar y las rocas,
creando un sencillo altar donde la esperaba Millán, acompañado de Irene.
Ante ella desfilaban los niños, con tanta solemnidad que despertaban las
sonrisas de los invitados.
Ada sonreía y saludaba a todo el mundo. Al pasar junto al pino donde
Millán la había empotrado y la había acusado de ser una bruja venida del más
allá para martirizarlo, sonrió. Las cosas entre ellos habían cambiado mucho en
poco tiempo, por suerte para bien.
Cuando llegaron al altar, su padre la entregó a Millán diciendo:
—Me estoy haciendo viejo. Juraría que esto ya lo he vivido antes.
Ada le dio un beso en la mejilla.
—Estás estupendo, papá. Es la magia de la Costa Brava, que tiene estas
cosas. —Se volvió hacia el novio y le acarició la cara—. Tú también estás muy
guapo —murmuró.
Él le tomó la mano y le dio un beso en la palma, provocándole un
estremecimiento.
Ada llevaba el mismo vestido que hacía un rato, aunque el dobladillo
parecía haber cobrado vida y se movía constantemente, como si estuviera
hecho de espuma de mar. Se había cambiado la diadema. Si para la ceremonia
civil se había puesto una cinta con paniculata y diminutas rosas color coral,
ahora llevaba una en la que, además de la diminutas florecillas blancas, había
entrelazadas pequeñas estrellas de mar y margaritas azules.
—Tú sí que estás preciosa —le susurró él al oído, abrazándola—. Eres
lo más bonito que ha dado esta tierra.
—Vamos, hijo, suéltala. Ya tendrás tiempo para abrazarla luego.
Ada se volvió hacia la voz, que había salido del hombre sentado junto a
Irene y ahogó una exclamación al reconocerlo.
—¡Siset! Me alegro mucho de volver a verte.
—Y yo a ti, pequeña Ada. Bueno, ya has crecido, por suerte para mi hijo.
—Le guiñó el ojo—. Luego te doy un abrazo.
Ella asintió y miró al resto de invitados sentados en las sillas blancas
decoradas con estrellas de mar atadas con haces de paja.
Nukumi se habría comido a Ada a besos para agradecerle el
acompañante que le había bordado en las sábanas —nada más y nada menos
que Harry Styles, su cantante favorito— pero estaba demasiado ocupada
babeando, sonriendo y soltando sonidos ininteligibles cada vez que él le
apoyaba el dedo en la barbilla y le cerraba la boca.
El acompañante que le había pedido Kinap —un enorme perro san
bernardo— ladró, como si los felicitara. A su lado, Siset gritó:
—¡Ada, ha venido, ha venido, gracias!
Su acompañante se ruborizó con timidez, pero parecía estar encantado de
acompañar al niño.
—Que paséis un lindo día, viste.
—¿Es Leo Messi? —susurró Millán.
—Ajá —confirmó Ada.
—Flipo —replicó Millán, antes de saludarlo—. ¡Gracias, crack!
—¡Gracias! —repitió Ada con una sonrisa radiante.
—Mmm, ¿y todo esto es gracias a las sábanas?
Ada asintió.
—Pues no te negaré que estoy muy impresionado. —Millán miró a su
alrededor—. No es por ser tiquismiquis, pero… ¿no dirías que te has olvidado
de bordar algo?
Ella frunció el ceño.
—No, ¿por qué?
—¿No necesitaríamos un cura?
Los invitados se echaron a reír. En ese momento, una ola más fuerte que
las demás rompió contra la orilla y al despejarse la espuma, un murmullo de
admiración recorrió la cala. Era su abuela, Aurora, aunque parecía más joven,
de una edad indeterminada. Por su atuendo y su elegancia le recordó a Cate
Blanchett representando a Galadriel en El señor de los anillos.
—No —respondió la causante del revuelo—. Yo me encargo.
—¡Yaya! —Ada se abalanzó sobre su abuela y se fundió con ella en un
abrazo largo y apretado. Aunque no pudo evitar llorar, las lágrimas que le
bañaban las mejillas eran de felicidad.
Más de uno de los presentes, incluido algún que otro astro del futbol, se
secó los ojos.
—Vamos, vamos, Ada. No hagamos esperar a los invitados, ¿eh?
Fiel a su palabra, Aurora se encargó de oficiar la ceremonia, que fue
breve pero muy emotiva.
—Me hace muy feliz veros a todos aquí, al pie de la casa donde viví
tantos años de felicidad, en un día tan especial. No ha sido fácil porque las
fuerzas de Rélitas se emplearon a fondo para impedir que esta unión se
celebrara, pero no hay poder que logre separar a dos almas que nacieron para
estar juntas. —Millán le dio la mano a Ada, que se la apretó, sin dejar de mirar
a su abuela—. El amor es el elemento más mágico y precioso que existe en el
mundo. Nadie puede controlarlo, es libre como el mar y el viento, por eso los
relitanos no lo soportan y tratan de mantener a la gente apartada de su magia
convirtiendo el matrimonio en un contrato, algo sensato, tangible, controlable.
—Aurora sonrió—. Pero el amor no tiene nada que ver con eso; es un
misterio, un milagro, es pura magia. —Una banda hecha con tela de sábanas
apareció en su mano. Ada sonrió al ver que estaba bordada con corazones,
aves marinas, peces y estrellas. Aurora ató la banda alrededor de las manos
unidas de la pareja—. Mi queridísima Ada, mi queridísimo Millán, que los
lazos que os unan sean los de la pasión y el compañerismo y no los del deber.
Disfrutad del milagro del amor viviendo en armonía e igualdad y cread magia
todos los días de vuestras vidas. Yo os declaro Erizo y Anchoa.
Las carcajadas de los niños contagiaron al resto de los asistentes. Ada y
Millán también se echaron a reír, pero la risa no impidió que se besaran con la
pasión de los océanos.
Mientras ellos celebraban su unión, ajenos al mundo, a sus espaldas
Aurora abrazaba a su hijo Miguel Ángel y saludaba emocionada a su nuera y a
sus dos nietos pequeños. Cuando Kinap tiró del vestido de Ada para presentarle
a su nueva mascota, Millán fue a fundirse en un abrazo con su padre.
—Gracias, hijo —le dijo Siset—, gracias por cuidar tan bien de tu
madre. Estoy muy orgulloso de ti.
—Te echamos tanto de menos, papá.
—Lo sé, lo sé. —Su padre alargó los brazos para mirarlo a los ojos—.
Pero gracias a tu esposa podremos vernos a menudo. Dale, ejem, dale las
gracias de mi parte. Esta noche ha sido, ejem, muy especial. —Miro al cielo
con las manos unidas—. No te ofendas, jefe, pero prefiero esto al cielo mil
veces.
Las carcajadas de Millán se unieron a un sonido parecido al de un barco
fuera borda que se acercaba desde el mar, seguido de exclamaciones de
sorpresa.
Se acercó a Ada y le rodeó la cintura con el brazo.
—¿Qué es eso?
—No tengo ni idea.
—¡Aló! —saludó alegremente un viejo marinero de voz inconfundible.
—¡Smee! —exclamó Ada—. ¿Qué haces aquí?
—No podía faltar a tu boda, querida niña, aunque como el despertador
sigue en el estómago de ese cocodrilo bobo, me temo que llegamos un poco
tarde.
Tras la barca fuera borda de Smee, que venía acompañado de Peter Pan y
los Niños Perdidos, apareció un desfile de embarcaciones de lo más
variopintas.
—Madre mía, esto parece la procesión de la virgen del Carmen —
murmuró Millán.
Neptuno llegó en un carro tirado por dos impresionantes caballos
blancos.
—Bendiciones, Rescatadora de anchoas —saludó—. Tu fama ha llegado
hasta la corte. Enhorabuena, pescador —añadió, mirando a Millán con
desprecio. No sé qué ha visto ella en ti, pero es una de los nuestros y acepto su
decisión.
—Yo tampoco lo entiendo, francamente —admitió él—, pero haré todo
lo que esté en mi mano para que no se arrepienta.
La Sirenita y sus hermanas intervinieron desde el agua.
—Nosotras sí lo entendemos, Millán. Te visitamos la noche de la
tormenta. Tú no te acuerdas porque estabas inconsciente, pero curioseamos un
poco. —Se echaron a reír y le guiñaron el ojo a Ada—. Buena elección,
hermanita.
Ada le pellizcó el trasero a Millán y cuando él se volvió a mirarla, alzó
mucho las cejas como diciéndole: «¿Lo ves? ¡Tengo buen gusto!»
Peter Pan y los Niños Perdidos no habían malgastado el tiempo y estaban
causando estragos en el buffet y la barra libre. Para disimular, de vez en
cuando gritaban: «Vivan los novios».
La pareja se acercó a ellos. Millán quedó frente a frente con Peter Pan,
que llevaba una copa en cada mano.
—Peter —lo reprendió Mofeta—, no lo eches todo por la borda, con lo
que te ha costado.
Él le entregó las copas a Millán y se tiró del cuello de la camisa.
—Son para los novios.
—¡Peter! ¿Eres tú de verdad? —preguntó Ada—. Estás cambiadísimo.
Tan arreglado y… has adelgazado, ¿no?
Él asintió, mirando con deseo las copas de líquido burbujeante.
—Diez kilos.
—Muy bien, claro que sí, la salud es importante.
Peter se encogió de hombros.
—La verdad es que la salud me da bastante igual, pero no puedo seguir
adelante sin Campanilla. —Se inclinó hacia Ada y le susurró al oído—. No te
molestes, preciosa, pero no he venido por ti.
Ella se llevó la mano al pecho y contuvo el aire en un suspiro teatral.
—Estoy dispuesto a hacer lo que sea por recuperar a mi Campanilla. Si
tengo que seguir viviendo sin ella, prefiero lanzarme ante las fauces del
cocodrilo. —Cuando Ada abrió la boca, él la interrumpió—. ¡No! No es por la
casa. He aprendido a limpiar y a cocinar. He dejado el alcohol y voy a correr
cada mañana; me he convertido en un hombre del siglo XXI. ¿Crees que
volverá conmigo? —le preguntó, angustiado.
Ada vio que por el norte se acercaba un trineo tirado por cisnes.
—Pronto lo sabremos —murmuró.
El trineo aterrizó en la cala entre los ladridos del san Bernardo y los
graznidos de los cisnes. Y si en forma de ave ya ocupaban espacio, cuando los
once se convirtieron en tiarrones del norte, aquello empezó a parecerse
peligrosamente a Benidorm en agosto.
Elsa y Tinker Bell bajaron del trineo, seguidas del Soldadito de plomo y
la Bailarina.
Ada fue a saludarlos y, tras recibir sus abrazos y felicitaciones, señaló a
su espalda.
—Campanilla, ha venido alguien que tiene muchas ganas de verte.
—Necesito una copa —replicó ella, con la voz temblorosa.
—Te acompaño —dijo Belén, que se había acercado con un gran marco
que simulaba una foto polaroid, adornada en los bordes con anchoas plateadas
y erizos.
—Esperad —exclamó Ada—. Quiero una foto con Belén y la Campa. Me
hace ilusión.
Campanilla y Belén se miraron y pusieron los ojos en blanco.
—Porque es el día de tu boda, ¿eh? —protestó Belén, aunque estaba
encantada.
—Sí, y porque no queremos que el bebé te salga con algún antojo —
añadió Campanilla.
—¡El be…
—Shhhh —la hizo callar Ada—. No digas nada, por favor. Todavía no se
lo he dicho a nadie.
Belén palideció de golpe.
—Voy a ser tía. Ay, Dios, que voy a tener a madurar… No sé yo, ¿eh,
Ada? Creo que no estoy preparada.
—Pues vete haciendo a la idea —replicó Ángela llevándose la mano al
vientre en un gesto cómplice.
Elsa disparó la cámara, que captó a Belén haciendo un gesto dramático, a
Campanilla con expresión exasperada y a Ada radiante de felicidad.
Desde tierra, vestidas a lo Lara Croft y abriéndose camino a machetazos,
llegaron Pulcra y Connie.
—¡Llego tarde, llego tarde! —fue el saludo de Connie.
Su llegada provocó exclamaciones de alegría de los hermanos de Elsa y
gruñidos gañanes de los Niños Perdidos.
—¿No pensaríais empezar sin nosotras? —Ada y Pulcra se fundieron en
un abrazo fuerte—. ¡Cómo me alegro de que derrotaras a la cigarra
comeautoestima! Estoy muy orgullosa de ti.
—Llegáis justo a tiempo —tres hermanos de Elsa vinieron a buscarlas
con copas de cava y se alejaron juntos.
Feli se acercó con Ruud. Para ser más exactos, el holandés tiró de ella
hasta llegar junto a la feliz novia.
—Ada, necesito que me ayudes con tu magia. Yo ya no sé cómo pedirle a
esta mujer que se case conmigo.
—No le hagas ni caso. Eres un viejo testarudo y cascarrabias. ¿Por qué
iba a querer casarme contigo?
—Porque me adoras, bruja de mi corazón. Llevas cincuenta años
adorándome. ¿Te das cuenta de que el año que vienen podríamos celebrar
nuestras bodas de oro si no fueras tan tozuda?
—¿Te das cuenta tú de que si me hubiera casado contigo hace cincuenta
años hoy no te soportaría y no estarías aquí? Anda, vamos a bailar.
Millán se acercó y abrazó a su esposa por detrás. Ada apoyó las manos
sobre las suyas, protegiendo la vida que crecía en su interior desde hacía unas
semanas.
—Tu abuela me envía a buscarte —le susurró al oído—. Han traído
regalos.
—¿Más? —Ada se dio la vuelta entre sus brazos—. Tengo tu amor, estoy
rodeada de personas maravillosas que nos quieren. ¿Qué más se le puede pedir
a la vida?
Millán respondió atrayéndola hacia él y besándola hasta que los
aplausos, silbidos y gritos de los Niños Perdidos les recordaron que no
estaban solos.
Los invitados fueron entregando sus regalos a la novia, regalos
cargados de magia porque representaban los cuatro elementos y porque
estaban hechos con amor.
Pulcra y Connie le trajeron un anillo en forma de garra dorada adornado
con una obsidiana sin pulir, nacida de las entrañas de la tierra.
—Para que nunca olvides que las peores fieras viven en nuestra cabeza
—le dijo Pulgarcita, una de las mujeres más grandes que Ada había tenido la
suerte de conocer.
Elsa y Campanilla la obsequiaron con un impresionante collar hecho de
plumas doradas, con el que podría dominar el aire.
—Vuela alto, Ada —le desearon— y llega tan lejos como quieras llegar.
La Sirenita y sus hermanas le regalaron una pulsera, hecha con caracolas
y conchas iridiscentes traídas de todos los mares de mundo.
—Es precioso. ¡Lo más bonito que he visto nunca!
—A ti no te hemos traído nada —dijo la Sirenita, fulminando con la
mirada al pescador.
—Lo entiendo, pero siento decirte que no es verdad. Imaginarme a Ada
llevando puestas esas joyas y nada más es un auténtico regalo.
—¡Salvaje! —replicó la Sirenita antes de alejarse, aunque le guiñó el ojo
a Ada con complicidad.
La temperatura aumentó con la llegada del Soldadito de plomo y la
Bailarina, que le regalaron unos pendientes adornados con dos ópalos de
fuego.
—El señor Andersen exageró al final del cuento por aquello de darle
dramatismo, pero en realidad solo nos fundimos entre las sábanas.
—¡Pues no te imaginas cómo me alegro! —exclamó Ada—. ¡Qué mal
que lo pasaba de niña cada vez que leía ese final!
—Los pendientes te ayudarán a controlar el fuego, pero vamos, por
cómo os miráis, creo que llamas no van a faltar en vuestra vida.
—Son preciosos. ¡Muchas gracias!
Mientras Ada se ponía los zarzillos, el cielo, que había empezado a
oscurecerse, se encendió de nuevo con una luz cambiante, que alternaba tonos
anaranjados, rojos, violetas y grises.
Pulcra y Connie se acercaron a Ada y vieron que una nube negra de seres
voladores se acercaba.
—¿Son langostas comeautoestima?
La pregunta de Ada se respondió sola cuando la nube se acercó un poco
más: eran brujas, un ejército de brujas de Rélitas encabezadas por la Reina
Blanca y la Reina Roja, armadas con guadañas.
Una risa retumbó en la cala, helando el alma de Ada.
—¡La cabeza, cortadles la cabeza! —ordenó Irma, la Amarga.
—¡Que les corten la cabeza! —coreó Pedro, difícil de reconocer
ataviado como la Reina Roja.
El resto del ejército relitano se abalanzó sobre los invitados.
—¡Los niños! —gritó Ada—. ¡Poned a los niños a salvo!
—Nosotras nos ocupamos de los niños —la tranquilizó Ángela—. Tú
encárgate de tu madre.
Mientras sus amigos llevaban a los niños a la casa, el resto se dispuso a
defenderse del ataque. Millán y su padre retiraron las redes que habían usado
para la decoración y subieron con Elsa al trineo. Sus once hermanos habían
vuelto a transformarse en cisnes y pronto sobrevolaron a las brujas. Ada envió
su magia a las redes, que fueron enredándose en las brujas y cayendo con ellas
al mar.
Connie y Pulcra se encargaron de neutralizar los ataques de las brujas
que se acercaban demasiado a los invitados indefensos, con gritos y saltos. A
su lado, Angelina Jolie parecía una anciana reumática.
—¿Te parece bonito no invitar a tu madre a tu boda? ¡Mala hija! —la
increpó Irma.
—¿Te parece bonito a ti querer cortar la cabeza a tu hija? ¡Mala madre!
—Ada no se dejó amilanar—. Además, ¿tú no eras de lavar los trapos sucios
en casa? ¡Pues buena la estás liando!
Irma, que no estaba acostumbrada a que su hija la dejara sin argumentos,
se enfureció. Soltó la guadaña y apuntó con el dedo a uno de los pinos que
daban sombra a la cala. El árbol prendió como una antorcha.
Pero la furia de Irma no tenía nada que hacer contra el poder de Ada. Sin
necesidad de cerrar los ojos, encontró un lugar en su interior donde todo
estaba en calma. No se oían los gritos de las brujas derribadas ni las órdenes
que se cruzaban unos y otros. Desde dentro de ese gran remanso de paz
interior, le habló al fuego. Le ordenó abandonar el árbol y formar un
remolino. Luego lo guio con mano firme, persiguiendo a la Reina Roja y a la
Reina Blanca durante un buen rato hasta que ambas malignas majestades,
agotadas, se lanzaron de cabeza al mar para evitar ser alcanzadas por el
tornado de fuego.
—Yo me encargo —dijo una voz grave—. Seguid con las celebraciones.
—Neptuno recogió con su tridente las redes llenas de brujas y las ató a la parte
trasera de su carro—. ¡Qué ruidosas! —bromeó—. Parecen latas de conserva.
Los peces van a pensarse que el que me he casado he sido yo, ja, ja, ja. —A
Irma y a Pedro los ató a los caballos, en la parte delantera, para no perderlos
de vista—. Vámonos, os espera la prisión de la fosa de Challenger. ¡A ver
cómo escapáis de ahí!
Millán rodeó los hombros de Ada con su brazo.
—¿Estás bien?
Ella esperó a que la culpabilidad, su vieja enemiga, hiciera acto de
presencia, pero cuando miró a su alrededor y vio que todo el mundo estaba
sano y salvo, lo único que sintió fue una gran paz. Con su madre y Pedro
encerrados tanto en la vida real como en el reino de los sueños, podría hacer
lo que realmente deseaba: mirar hacia el futuro.
Belén gritó desde unos de los ventanales de la casa:
—¿Podemos bajar ya?
Ada miró hacia arriba y se tambaleó.
—Tal vez deberíamos retirarnos todos a descansar —dijo Millán,
sujetándola.
—Estoy bien, de verdad.
—Enseguida nos iremos todos —comentó Aurora—, pero esperad un
momento, veo que al final han podido venir.
—¿Quién, yaya?
La abuela se había vuelto hacia el mar. Desde el horizonte parecía salir el
sol, aunque faltaban horas para el alba. A medida que la claridad tornasolada se
acercaba, Ada vio que se trataba de un vehículo. Primero pensó que Elsa
regresaba con sus hermanos, pero luego se dio cuenta de que los chicos
estaban en tierra, brindando con Connie y Pulcra. Era una carroza cerrada, tan
brillante que parecía hecha de oro y madreperla. El carruaje descendió desde
el cielo y se detuvo frente a la cala. Un lacayo abrió la puerta y del interior
descendió una pareja, que los dejó a todos mudos por su brillo y elegancia
natural.
Aunque por unos momentos Ada pensó que estaba en presencia de
alguna divinidad, la mujer se acercó a ella con las manos extendidas.
—¡Enhorabuena por tu boda, Ada, querida! ¡Disculpad el retraso! Unos
asuntos de estado nos han entretenido, pero tenía que venir. Quería conocer a
mi tataranieta. —Le dio las manos a Ada, que sintió que la inundaba una gran
sensación de paz y serenidad—. Aurora, cariño, tenías razón, tu nieta es
preciosa y la magia brilla con fuerza en ella.
«¿Preciosa, yo?» Ada se aguantó la risa. Tenía delante a dos mujeres
bellísimas y deslumbrantes. ¿Cómo podría nunca compararse con ellas?
Millán, que la conocía bien, supo lo que estaba pensando.
—Tu abuela y tu bisabuela son increíbles, Ada, pero tu belleza las supera
—le susurró al oído antes de besarla en la sien.
—Armonía, Felicidad, ¡cuánto tiempo sin veros! —las saludó el recién
llegado.
—Rey Stefano, reina Flor —las amigas de su abuela hicieron una
reverencia.
—¿Stefano, Flor, Aurora…? —comentó Nukumi, que se había situado
junto a su abuela—. ¿Eres la Bella Durmiente, yaya?
Aurora sonrió y le tomó la cara entre ambas manos.
—La magia también es poderosa en ti, preciosa Nukumi. Y sí, así me
llaman en el reino de la fantasía.
Ada no se podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Soy la nieta de la Bella Durmiente? —exclamó, con los brazos en
jarras—. ¿Y a nadie se le había pasado por la cabeza comentármelo? No sé,
digo yo.
—Estás preciosa cuando te enfadas —dijo Millán.
El rey Stefano se echó a reír.
—Ah, el amor joven, qué bonito es. Ya correrás luego cuando se enfade,
hijo.
Millán recordó el episodio en la cabaña y no se atrevió a llevarle la
contraria al rey.
—Ahora entiendo por qué tengo tanto sueño por las mañanas —
refunfuñó Ada, aún molesta porque nadie la hubiera informado de sus
orígenes.
Aurora miró a sus dos amigas y puso los ojos en blanco. Sabía que su
nieta se dormía por las esquinas porque estaba embarazada, pero también sabía
que Ada todavía no había compartido la información con Millán.
—Anda, ve a hablar con él y cuéntaselo —le susurró Armonía al oído—.
La reina Flor se muere de ganas de hablar contigo de la pequeña. Le espera
una vida… apasionante.
Ada se apoyó la mano en el vientre y asintió.
«La pequeña», repitió sonriendo. No necesitaba que nadie le dijera que
era una niña, lo había sabido desde el primer momento; pero oírlo en otros
labios hacía que todo pareciera más real… incluso dentro de un sueño.
—Ven, vamos a algún sitio más tranquilo. —Le ofreció la mano a
Millán, que la agarró feliz y la llevó hacia la cueva de los erizos.
De camino, el pequeño Kinap los adelantó, seguido de cerca por la nieta
de Armonía.
—¡Corre, corre! —gritaba la niña—. ¡Tírala ya!
Kinap tiró algo al agua y los dos niños se quedaron mirando fijamente la
superficie. Ada y Millán siguieron la dirección de sus miradas y vieron que
había una anchoa de las que habían servido en el pica-pica para los invitados.
La pobre todavía estaba clavada con un palillo a una tostadita de pan.
—No reacciona —dijo Dona, que estaba colorada por el disgusto.
—Ya te he dicho que no iba a reaccionar —replicó él, tirándole de la
trenza.
—Deja de tirarme de las trenzas. ¡Pareces un cangrejo, con pinzas en vez
de dedos!
—¡Y tú pareces un salmonete, tan colorada!
—¡Cangrejo!
—¡Salmonete!
—¿Dónde está? —preguntó la niña, acercándose demasiado al agua.
Millán fue a agarrarla, pero Kinap se le adelantó.
—Ha salido nadando —dijo el pescador—. ¿A que sí?
Ada asintió.
—Necesitaba unos momentos para recuperarse.
—¡Voy a buscar más! —exclamó feliz—. ¿Te vienes, Cangrejo?
—Oh, qué manera de perder el tiempo —protestó el niño, que la siguió
de cerca.
Millán se echó a reír.
—Pobrecillo. Empieza pronto a sufrir por las mujeres.
—¿Ah, sí? Pues por mí no sufras, ¿eh? Ya sigo sola.
Riendo, Ada siguió avanzando por la cala.
Millán la agarró por la mano y tiró de ella.
—No hace falta que vayamos más lejos. Ya sé lo que quieres decirme,
Ada y no puedo esperar más. Necesito celebrarlo, necesito abrazarte y besarte.
Ella le apoyó una mano en el pecho.
—¿Lo sabes?
Él se arrodilló a sus pies y sujetándola por las caderas la besó en el
vientre.
—Nuestra hija —susurró—. Nuestra hija viene de camino.
—Pe… pero ¿cómo lo sabes?
Millán se levantó ágilmente y le besó la cara sorprendida antes de
responder.
—Conozco un poco tu cuerpo, aunque no te lo creas —Sonrió,
acariciándole los pechos que le habían crecido al menos una talla—. Y aunque
todos esos cambios no me hubieran puesto sobre aviso, la reina Flor ha dicho
que quería conocer a su tataranieta. Y tú eres su bisnieta, Anchoa —Se llevó el
dedo índica a la sien y se dio dos golpecitos—. Pura deducción.
Ella sonrió. Con Millán todo era así, fácil y mágico. La estaba mirando
con tanta pasión y tanta luz en sus ojos color de mar que Ada no habría sabido
decir si era la noche, la tarde o la mañana. Y hacía rato que no sabía tampoco
si estaba soñando o si aquello era la vida real, pero no le importaba. Estaba
junto al hombre al que amaba más que a su cordura, rodeada de todos sus seres
queridos y con una niñita creciendo, querida y protegida, dentro de su vientre.
«Si es un sueño, no quiero despertarme.»
—¿Has pensado ya en un nombre para Minianchoa?
Ella empezó a darle puñetazos en el pecho, que lo hicieron reír.
—¡Eh! Ni se te ocurra llamarla Minianchoa.
—Pues necesitaremos un nombre. —Millán le dio la vuelta y la abrazó
por detrás, apoyando las manos sobre el vientre de la novia—. ¿Tú qué opinas,
peque? ¿Qué nombre te gusta?
Las olas rompían tranquilas a sus pies, pero de pronto una rompió con
un poco más de intensidad.
—¡Marina! —exclamaron los dos a la vez.
—¿Tú también lo has oído?
—Alto y claro.
—Creo que la pequeña Marina va a ser una digna bruja de Soñada —
murmuró el padre orgulloso.
Ada se tensó y se dio la vuelta.
—¿Y si sale a su abuela materna?
Millán se encogió de hombros.
—La aceptaremos y la querremos tal como sea, sin tratar de cambiarla.
—Dios, ¡cómo te quiero! ¿Cómo pude vivir tantos años sin ti?
—Aquello no era vivir, era sobrevivir, pero tenemos toda la vida por
delante para recuperar el tiempo perdido.
Ada le acarició la nuca y se lanzó sobre sus labios, que la esperaban.
Mientras sus lenguas danzaban al compás de las olas, unos fogonazos de luz
llamaron su atención. Entornando los ojos y, sin dejar de besarlo, vio que
nubes de polvo de hada se elevaban rítmicamente sobre el terrado de la casa
del pájaro.
Al notar que reía, el pescador se apartó un poco.
—¿Qué pasa?
Ella señaló con la cabeza.
—Creo que Peter Pan y Campanilla han hecho las paces. Nunca Jamás
está a punto de recuperar la magia.
—Bien por ellos. —Millán le tomó la cara entre las manos y con los
labios a un milímetro de los suyos, susurró—: Yo ya la he encontrado.





Agradecimientos

A Dona Ter, mi Epi, por soñar conmigo en la distancia.
A Emma Leto, Campanilla steampunk, guardiana de las sonrisas.
A Calderón de la Barca, por regalarnos uno de los poemas más lúcidos y
estremecedoramente hermosos de las letras españolas.
A las mujeres de mi familia. A mis abuelas, de las que me hubiera
gustado disfrutar más tiempo. A mi madre, que aunque se fue, nunca se ha ido.
A mi hermana, la pequeña, la más madura de todos. A mis tías y a mis primas,
en especial a Laura que me hizo llegar el costurero de mi abuela mientras
estaba escribiendo esta novela.
A todos los artistas que adornan la Tierra, muy especialmente a Dalí, el
gran soñador, porque tras su paso por la vida, ni la Costa Brava ni el mundo
volvieron a ser los mismos.
Una vez más, a los creadores de El Ministerio del Tiempo, por hacer de
la vida un lugar mejor gracias a su esfuerzo y talento. Y muchas gracias por
darle vida a Gustavo Adolfo Bécquer, el gran soñador sevillano.
A todos los que actúan por lograr que el mundo sea más justo y menos
corrupto.
A todos los soñadores, por crear un mundo más bonito cada noche al
cerrar los ojos.
Y a todas las empecinadas. No os preocupéis: no estáis solas, somos
legión.





Sobre la autora

Vivo entre libros desde siempre: los leo, los traduzco, los vivo intensamente. Y
un día me lancé a escribirlos, porque hemos quedado en que el mundo es de
los valientes, ¿no?
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agradeceré mucho — o enviarme un correo electrónico a
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[1] Shape of you, Ed Sheeran. © 2017 Atlantic Records UK.

[2] Despacito, Luis Fonsi & Daddy Yankee. © 2017 Universal Music Latino

[3]
Like a virgin, Madonna. © Sire/WarnerBros, 1884
[4] El cristo de Palacagüina, Carlos Mejía Godoy. 1973.

[5] Ave María, David Bisbal. © 2002 Universal Music Spain, S.L.

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