Transmisión, Secretos y Fantasmas

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2.1.2.

Transmisión, secretos y fantasmas

Con la adición del trauma del nacimiento y las experiencias significativas vividas por la
especie se abre camino a la investigación de lo histórico. En 1920 la última teoría de las
pulsiones añade una dimensión fundada en la filogénesis que será retomada a partir de la
década del ’70, cuando el psicoanálisis francés comienza a interesarse en los procesos de
transmisión psíquica transgeneracional y sus defectos, puesto que el origen de los
síntomas de un sujeto no necesariamente se sitúan en traumatismos acaecidos en su
propia infancia, sino que pueden proceder de la historia de uno de los padres, de ambos o
incluso de un antepasado más lejano en el tiempo, siendo “imprescindibles al menos tres
generaciones para construir y modelar el perfil de un ser humano” (Viñar, p. 63). Desde la
etiología de la neurosis (Freud, 1896) se indica que las transmisiones operan tanto en la
diacronía de las generaciones como en la sincronía de los contemporáneos, agregándose
más tarde (Freud, 1912; 1914) la idea de una transmisión en negativo, además de la noción
de patrimonio y de herencia arcaica, que incluye tanto las disposiciones como los
contenidos, siendo estos últimos las huellas mnémicas relacionadas a lo vivido por
generaciones precedentes. Lo que se transmite es el tabú y el sentimiento de culpabilidad,
pero no de forma automática, sino a través de un proceso que involucra instancias que
aportan importantes modificaciones (Freud, 1921; 1923) mediante la cultura, la tradición y
las prohibiciones, que integran lo inconsciente. Con la idea de epigénesis se indica que la
continuidad sólo está asegurada cuando las disposiciones psíquicas son estimuladas por
las relaciones intersubjetivas, produciendo sentido mediante una transmisión y
comprensión inconsciente de las costumbres, las ceremonias y los preceptos, permitiendo
a las generaciones posteriores incorporar el legado afectivo de las precedentes. “Las
vivencias del yo parecen al comienzo perderse para la herencia, pero, si se repiten con la
suficiente frecuencia e intensidad en muchos individuos que se siguen unos a otros
generacionalmente, se trasponen, por así decir, en vivencias del ello, cuyas impresiones
(improntas) son conservadas por herencia” (Freud, 1923, p. 39).

Cuando se realiza mediante la palabra (transmisión transicional) lo transmitido es


transformado y las disposiciones significantes que el sujeto encuentra en su experiencia
corporal e intersubjetiva le ayudan a representarse su mundo, produciendo sus propias
significaciones, pero si lo transmitido no es objeto de transformación resulta traumático: al
no poder efectuarse mediante la palabra la transmisión se hará en formas de simbolización
parcial, principalmente de imágenes, pero sobre todo a través de los sujetos mismos,
traspasándose cosas en bruto o vacíos, imponiendo a los descendientes “la necesidad de
simbolizar aquello que lo fue sólo imperfectamente en los ascendientes” (Tisseron, 1997ª,
p. 25), “lo que ha sido literalmente abortado de su representación imaginaria o del lenguaje.
En este punto, la noción de trauma toma un relieve particular” (Aceituno, 2005, p. 180)
donde ningún acontecimiento “significativo de una generación, más aún si es infamante u
oprobioso, puede ser ocultado a la siguiente” (Viñar, p. 63) y aquello que pretenda
esconderse aparecerá más tarde “como enigma, como impensado, es decir, incluso como
signo de lo que no pudo ser transmitido en el orden simbólico (…). La carta llega siempre a
su destinatario aún si él no ha sido instituido como tal por el emisor: la huella sigue su
camino a través de los otros hasta que un destinatario se reconoce como tal” (Kaës,
Faimberg, Enríquez y Baranes, p. 61).

Cada uno de nosotros vive en todo momento una experiencia compleja del mundo que
implica una participación en diferentes dominios: representaciones e imágenes, afectos,
potencialidades de acción, participaciones corporales. “El éxito de la introyección consiste
en el hecho de que estas cuatro series de componentes de la experiencia quedan reunidas
en la elaboración que el sujeto hace de ésta. Constituyen entonces lo que Nicolas Abraham
ha denominado el ‘símbolo psicoanalítico’” (Tisseron, 1997b, p. 151). Cuando un
acontecimiento del progenitor no está disponible para sus hijos se imposibilita la
introyección, produciéndose una ruptura de los diversos componentes de la experiencia,
donde “cada uno evoluciona por su propia cuenta y puede ser total o parcialmente clivado.
Así (…) el hijo se ve confrontado con la necesidad de simbolizar las emociones y los
comportamientos enigmáticos del progenitor” (Tisseron, 1997b, p. 152). La influencia de
una generación sobre otra se ve afectada, porque el símbolo constituido presenta
discordancias en sus distintos canales de comunicación (los ya mencionados
representación, afecto, cuerpo y comportamiento) pudiendo haber falta, exceso o
incongruencia entre ellos, provocando en el niño errores en la interpretación y creación de
objetos parcialmente simbolizados y símbolos fracturados, por ejemplo cuando el objeto es
comunicado por el progenitor a través de una de las modalidades pero desmentido en otra.
Cuando un sujeto no logra elaborar un acontecimiento el sufrimiento psíquico resultante da
lugar a una inclusión (o incorporación) en vez de una introyección, y si el acontecimiento es
“condenado al secreto, el mecanismo dinámico puesto en juego es (…) la conservación del
acontecimiento (…) y la secreta esperanza de hacerlo revivir en algún momento para
otorgarle un nuevo desenlace” (Tisseron, 1997a, p. 16), resultando una configuración
psíquica denominada cripta, donde el símbolo psíquico es partido en dos fragmentos en el
sujeto traumatizado. Lo no dicho se transmitirá de forma inconsciente a alguien de su
descendencia, quien se volverá depositario de un fantasma al verse obligado a simbolizar
en relación con el primero para colmar la ausencia de palabras, portando los efectos de su
cripta (su secreto inconfesable) en su propio inconsciente. “Mientras que la cripta es un
clivaje con renegación que afecta esencialmente al yo y al preconciente-conciente (…) el
fantasma consiste en el esfuerzo del sujeto inconciente por llenar una laguna del ello”
(Nachin, p. 90). Mientras que la incorporación cede al análisis clásico, el fantasma se revela
propiamente inanalizable por esos medios. “Por el contrario, sólo se verá convocado a
desvanecerse cuando se reconozca su carácter de heterogeneidad radical respecto del
sujeto. A quien nunca hace referencia directa, y a quien no se lo podrá relacionar como su
propia experiencia reprimida, ni aún como experiencia de incorporación. Porque el fantasma
que vuelve para habitar es el testimonio de la existencia de un muerto enterrado en el otro”
(Abraham y Torok, p. 374).

La ‘transmisión’ de estos secretos inconfesables (crímenes, duelos no elaborados,


vergüenzas) provoca trastornos en las generaciones que los reciben, en forma de actos,
signos y síntomas incomprensibles. Un acontecimiento indecible configurará una cripta para
la generación que lo calla dando lugar a depresiones, manías, sensaciones corporales
extrañas, cleptomanía, fetichismo, alcoholismo y enfermedades psicosomáticas; la
generación siguiente se verá enfrentada a este acontecimiento ya como innombrable,
configurándose un fantasma que puede ocasionar dificultades de pensamiento, de
aprendizaje, temores inmotivados, fóbicos u obsesivos; para la siguiente generación el
acontecimiento será impensable (fantasma en segunda generación) con síntomas tanto en
el campo de los aprendizajes como de los trastornos mentales (toxicomanías, alcoholismo,
delirios) y si ambas generaciones parentales portan un secreto grave es probable encontrar
trastornos psicóticos y/o psicosomáticos. Después de la tercera generación sólo aparecen
comportamientos o afectos incongruentes e incluso la extinción de la descendencia cuando
ésta no ha podido librarse lo suficiente de los traumatismos de sus ancestros “como para
orientarse hacia las elecciones amorosas y familiares, a la edad en que eran susceptibles
de tener hijos” (Tisseron, 1997a, p. 20).

F. Felipe Campos Camargo.

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