2.2.25

Los poemas del buceador


Acababa de leer los Cuadernos de África, que me habían encantado, cuando, por una rara casualidad, tuve ocasión de charlar con uno de esos escritores profesionales cuyas ansias de gloria les amargan el carácter. Estábamos hablando de pintores que escriben, y yo dije que Barceló me parecía un buen poeta. «¿Barceló?», dijo, como si le hubiera insultado, algo que, retrospectivamente, y teniendo en cuenta cómo es el pájaro, me da un cierto malévolo placer. 

Pero sí, Barceló es un buen poeta, y este nuevo De la vida mía es un magnífico ejemplo. Ya el título es de Góngora, «Hermoso dueño de la vida mía», según cita completo, porque, si hay que tomar prestado, que sea del más grande. El libro, escrito en francés ("lo que escribo en catalán o en castellano me parece una mierda", le he leído en algún sitio) y profusa y gozosamente ilustrado, está compuesto por tres tipos de textos: escritos a propósito, largos de una página, no más, con un tema concreto, la infancia, los talleres, bucear. Luego están las transcripciones de los cuadernos, junto a dibujos y apuntes que podrían ser ya piezas acabadas y páginas escritas en letrajas grandes con textura de poema, igual que, en tercer lugar, los pies de foto. Se diferencian por la tipografía: regular en los textos más largos, y de dos cursivas diferentes en los otros, algunos de ellos inventarios de lugares, de autores, de peces. Cuenta Barceló que Patty Smith recitó en Nueva York fragmentos de sus Cuadernos de África, y se sorprende porque no eran más que «listas de cosas». Smith sabía que para esa lírica de inventario se necesita ser un buen poeta, y Barceló, que lo es, también nombra a Defoe entre sus lecturas. Pero no solo eso. Cuando hablo de poema me refiero, por ejemplo, a esto:


Había empezado una escultura de yeso de dos o tres metros que representaba una cerilla a medio quemar. Una mitad bien tiesa y derecha, la otra torcida. Mi hijo Joaquim me ayudaba. El yeso es agradable, se calienta y se seca muy rápido. En cierto momento me preguntó por qué modelábamos una cerilla. Le dije: mira, la parte quemada es el tiempo vivido, la parte intacta es el tiempo que queda por vivir. Tengo cuarenta y cinco años. Eso es. Segundos después vi que derramaba una lágrima.


Todo está escrito así, con esa naturalidad un poco desarticulada, de mezclas aparentes que disocian las frases hasta convertirlas en verso, imagino que como sucede con su pintura. Es prosa depurada, sin énfasis, sin ínfulas. Barceló ha depurado la prosa como, según veo en la exposición de la galería de Elvira González, ha depurado también su pintura, para que los nexos no interrumpan la secuencia de los objetos, con una claridad más tranquila, con una nitidez que se ha ido reposando en sus años de cultura dogón en Mali, en sus maravillosas acuarelas de Gao, tan simples, tan expresivas, o en sus investigaciones en la cueva de Chauvet. «Más que pintar lo que veo, veo lo que pinto», dice. O lo que una vez pintó, él o alguien que, como él, viajaba, miraba, buceaba.

Barceló se hizo famoso muy temprano. Recuerdo una foto suya, de la época de la Movida, con un desgaire petulante, muy glam, de chico moderno, rico y famoso. Pero eso se pasó pronto: cuando empezó la «danza de los marchantes» se largó del infecto mundo de la fama. Con Javier Mariscal se fue a tierras portuguesas, primero, y luego al Sáhara, donde descubrió, como Paul Bowles, el inagotable atractivo de la nada, y cambió los cócteles brillantes por una cabaña en Mali llena de termitas y de telarañas, y un tipo de vida en el que cualquier día un escorpión podía sacarle un ojo. A punto estuvo. 

Pero tampoco se detiene mucho en esos años. Le interesa más la infancia, de la que habla con entusiasmo, y con adoración en lo que se refiere a su madre, pintora también, de la que acaso heredara la necesidad del arte, una decisión irrevocable que tomó a la edad de los descubrimientos. «En realidad», dice, «no cambiamos, somos siempre los mismos», y sin embargo traza esquemas coloreados de su trayectoria vital. Va y vuelve a la infancia igual que regresa a las cuevas, incluso las construye, como horno, como estudio, como imagen. En las cuevas el artista se aísla y se refugia. La cueva es el lugar en el que se acurruca, donde sueña en posición fetal.

Su madre ha bordado muchas pinturas suyas, y Barceló habla con una mezcla de orgullo y placer de esa relación que todavía mantiene con ella, casi centenaria ya. No fue lo mismo con el padre, con quien, salvo a última hora, no se llevó bien. En algún lugar del libro dice que hay que escribir sobre los padres. Puede ser liberador, o placentero, o un tormento, pero aquí a Barceló no se le ve con ganas de sufrimientos innecesarios. Y es gratificante que sea su madre (y alguna mención esporádica a gente como el ciclista Timoner o artistas como Curro Romero o Camarón, de quienes cuenta sendas anécdotas preciosas) uno de los pocos personajes que aparecen en el libro. Alguien como Barceló podía practicar el odioso name dropping que alicata de celebridades las memorias de los personajes célebres. Aquí no. Aquí el importante es su «hermano mayor» en Mali, gente común e importante, artistas sin gloria, cuaranderos de la tribu: personajes que bullían en su pintura como los peces o los calamares, mientras buceaba en ella. Y, sobre todo, sus perros, porque ellos son los que marcan las etapas de una vida. Los nombra en torno a la pintura de uno de ellos, nadando, visto desde dentro del mar, con ese elegante avanzar sobre la nada. La letra de Barceló, al glosarlo, es como su pintura, como los trazos de sus acuarelas, irregurlar, trémula, un tanto infantil, la letra de quien anota lo que ve, no la de quien escribe lo que piensa. O quien apunta lo que ve su pensamiento, antes de que se apague su fulgor.

Al margen de esos pocos personajes, el libro habla de pintura y de su relación con la pintura. Varias veces explica por qué pinta desde dentro, con el lienzo en el suelo, paseando por él, dejando, como Pollock, que vayan cayendo cosas, porque Barceló cree en la condición orgánica de la pintura, en su ir haciéndose. Así el pintor bucea en la pintura, la llena de elementos cambiantes, putrescibles. Repite un par de veces que Keats tenía un cajón lleno de manzanas podridas que olía de vez en cuando, y Barceló hacía lo mismo con una mezcla de calamares descompuestos, petróleo y no sé qué más. Para llegar a esos olores, para llegar a sí mismo, Barceló tuvo que exiliarse en el país de la pintura. Cuenta con alegría cómo suele zambullirse en el mar cuando aún va lleno de pintura (de haberse zambullido en un cuadro) y ve los pegotes disolverse o flotar entre bancos de peces. «El cuadro en el suelo es como un fondo marino, entro y salgo». 

Como pintor, se deja llevar: «Pinto con rapidez, en el tiempo que media entre un golpe y el dolor que produce». Es decir, no premedita. Mira, vive, respira, actúa. No deja que sea su pensamiento el que tiranice a su sensibilidad. Por eso se fue a vivir al mar, al desierto, a la pintura. En vez de pensar, pinta. En vez de meditar, bucea. Su fetichismo con los talleres de sus pintores preferidos (Picasso, Pollock…) tiene que ver con ese sentido de la pintura como inmersión en un mundo aparte.  Necesita una iglesia entera abandonada, y embardurnar las luminarias con arcilla, y dibujar encima con esgrafiado, que la luz sea también la luz de la pintura, del mismo modo que bajo el agua la luz con que se ven los peces es la luz del agua.

A veces, con el frío, con el calor, la arcilla se cuartea o se hace más flexible. Las circunstancias (la época, el lugar) intervienen en la obra mientras está siendo creada, y se supone que también después, cuando pase el tiempo y su proceso de composición/descomposición siga su curso. «La pintura es siempre una cuestión de transumptio», una metamorfosis de pintura en carne, de imagen en luz, o en aura, como cuando pinta con lejía. Para Barceló evolucionar es recurrir a nuevas tácticas, ancestrales o inventadas, artilugios para conseguir el efecto imaginado, como cuando trabajaba en la capilla de Palma viendo el resultado a través de una pantalla, o montó el cirio que montó en Ginebra con un cañón de pintura, como si estuviera construyendo un techo de coral, metido en su escafandra. «Quizá todos mis cuadros sean sopas. Arros brut (arroz sucio), con un poco de todo. Un mundo comestible». Será por eso que le gusta tanto el pintor de bodegones Luis Egidio Meléndez, «el Messi de la pintura», un virtuoso lleno de granadas reventonas y ojos de besugo.

Una de esas sopas, quizá la que más orgulloso le hace sentirse, es la capilla de la catedral de Palma, a la que dedicó un precioso libro, La catedral bajo el mar. Supongo que es la pieza en la que, finalmente, pintura, escultura y cerámica llegaron a ser la misma cosa, el mismo arte, un todo indistinto. Tiene gracia que fuera el obispo, Teodor Úbeda —quien puso la paciencia y el ánimo suficientes e incluso pidió ser enterrado en ella— el que le propuso el tema, la multiplicación de los panes y los peces, que a Barceló le venía como anillo al dedo. Su pintura es, en cierto modo, ese milagro.


Miquel Barceló, De la vida mía, trad. Nicole d'Amonville Alegría, Galaxia Gutenberg, 2024, 263 p.


25.1.25

El héroe antipático


No le hace buen efecto a las novelas que el héroe no le caiga bien al narrador. He dicho el héroe, no el protagonista, que los hay entre terroríficos y repulsivos, sobre todo en las novelas de tiranos, locos y sanguinarios. En esos casos el atractivo radica en la disección de la crueldad, en el diagnóstico del mal, pero el narrador, a no ser que también sea un psicópata, se sitúa lejos, enfrente, lo describe con sus armas literarias pero lo despoja de heroísmo de cualquier clase. Porque si es un héroe verdadero, el narrador lo admira, o lo comprende, o lo defiende, o se apiada de él, y en este catálogo de sentimientos positivos entran héroes y antihéroes, según vayamos del deslumbramiento a la compasión.
Esto es lo que, a mi juicio, no encaja, salvo en un final algo confuso, en El Evangelio según Jesucristo: que Saramago ha tirado de un modelo de héroe clásico, el que se ve obligado a hacer lo que por sí mismo no hubiera tenido ganas de hacer, ni pensamiento siquiera, el modelo Héctor, el modelo Eneas, pero en ningún momento muestra por él la menor simpatía, a no ser que contemos como acto de piedad el mero hecho de sentirse obligado a ser el hijo de Dios, un sujeto, por cierto, que más parece sacado de El Jueves que de las Sagradas Escrituras. Pero Jesús arrastra su obligación y su resentimiento, su culpa y su vergüenza, como si tuviera que cargar con los pecados de los hombres a regañadientes. Es frío, desagradable incluso con su madre, nada tierno con la mujer que lo ama, María Magdalena, más bien el macho que lleva detrás a la parienta (salvo, otra vez, en el tierno final), no le da importancia a sus milagros, que más bien hace por hacer, consciente de que sólo se hacen fieles los beneficiarios, que sólo hay fe en el rendimiento. Y todo parte de una licencia mitológica que se toma Saramago en la figura de San José, un padre trágico que habría sido, tiende uno a pensar, mejor héroe que su propio hijo.

Lo que sabemos de San José es poco e inconsistente. Los Evangelios nos dicen que murió centenario, pero en la vida de Jesús apenas aparece, y mucho menos en sus últimos momentos, en los que ya se le da por muerto, lo que solo habría sido posible de haber tenido a Jesús, su primogénito, a los setenta años. De semejante aparición deslavazada Saramago toma dos hilos, uno más fino que el otro, para que cobre cuerpo la historia entera. El primero es el que todos alguna vez nos hemos planteado: cómo es posible que no le preocupase que su mujer, virgen, estuviera embarazada, o cómo es posible siquiera que fuese virgen, en un mundo de naturaleza tan proliferante; de hecho son varias las menciones a los hermanos de Jesús, que no debieron de ser concebidos por obra y gracia de otro espíritu santo. Pero ese hilo no da más de sí que las inconsecuencias propias de los textos míticos, esa inverosimilitud que paradójicamente garantiza la condición sagrada, como si nada del todo realista pudiera conseguir la elevada condición divina. 

El otro hilo también pertenece a ese catálogo de inconsistencias que con excelente humor glosaba Mendoza en Las barbas del profeta y que más de una vez se nos han pasado por la cabeza. En el episodio de la matanza de los Inocentes, cuando a San José lo avisan de que huya a Egipto, ¿por qué no avisa a los otros padres de Belén?, ¿por qué se escapa como un güino mientras los soldados de Herodes afilan sus espadas como si fueran a sacrificar corderos? El propio Saramago lo deja caer para que recordemos aquellas viejas lecturas, y dos o tres páginas después se hace él mismo la pregunta con la que el libro llega hasta casi la mitad. San José salvó a Jesús condenando a los demás, obedeció a Dios siendo un miserable, fue piadoso por insensible, y su culpa no le abandonó hasta que él mismo se metió en la boca del lobo y fue crucificado sin haber cometido el delito de rebelión de su amigo Ananías, al que había ido a rescatar. Todo cuadra: el hijo expiará los pecados del padre, los mismos que a él le dieron la vida, y el padre muere como habrá de morir el hijo, por meterse en una rebelión contra las autoridades civiles y religiosas, romanas y judías, que ni le iba ni le venía.

Entre este final del padre y el simétrico final del hijo, que se empeña en ser tomado por un rebelde político, como le ocurrió a su padre terrenal, y en morir como él murió, hay un largo desierto, en este caso marítimo, en el que la figura de Dios cumple con todas las contradicciones de la teología: si lo sabe todo, por qué no impide lo más trágico; si su poder es infinito, por qué deja escrita una historia tan espantosa. Cristo nos inspira, por fin, cierta ternura cuando se entera, por boca de Dios, y en presencia de un Demonio que demuestra tener más humanidad que el Supremo Hacedor (le ofrece a Dios que lo perdone para no condenar ni llevar después por el camino del mal a tanto desgraciado), de cuántos mártires van a sufrir tormento y morirán en su nombre, una de las enumeratio más largas que uno haya leído nunca, todos los santos por orden alfabético; bueno, no todos, falta alguno como San Serapio, que también tuvo una muerte espantosa pero dio lugar a un cuadro hermosísimo de Zurbarán. Jesucristo escucha la inacabable retahíla de pedecimientos, incluidos los de los apóstoles que lo siguen, y decide acabar con el asunto, sin caer en la cuenta de que, teológicamente hablando, eso Dios también lo tiene previsto. 

Y así, después de alguna curiosa variante del Evangelio, por ejemplo la no muerte de Lázaro (porque, según María Magdalena, su hermana según alguna tradición medieval, no está bien que alguien muera dos veces), Jesús obra unos cuantos milagros un poco mecánicamente y se entrega a la que piensa que es su obra final, su renuncia al cargo: convertirse él y sus apóstoles en una banda de perseguidos que con su muerte ahorren sufrimientos o por lo menos apaguen la sed de crueldad que ha demostrado tener Dios. El mismo Judas, como le pasó a Longinos, («el que le clavó a Jesús una lanza en la Cruz») es aquí presentado como un colaborador necesario, como un trágico personaje imprescindible, que al menos tiene la dignidad de prestarse voluntario cuando Jesús pide que alguien lo vaya a denunciar, él que es el único que no ha de morir torturado sino por su propia mano.

Así es que este héroe antipático, que ni sabía por qué estaba donde estaba y no encontraba más que reproches hacia quienes le dieron la vida, acaba harto de su misión divina, la fuerza, la acelera, con la decepción de que también eso estaba previsto, en un juego que si resulta un poco facilón por una parte (cuestionar las incongruencias de la teología son casi un abuso de la razón), no es, sin embargo, en absoluto revelador, que es lo que tendría que ser un libro así: no aporta perspectivas nuevas, formas distintas de ver. Cuenta lo que ya sabíamos como si aún no lo supiésemos, dice lo obvio como si anunciase la buena nueva, como si nos abriese los ojos. A veces pienso que este tono paradójicamente homilíaco es el típico de los espíritus parroquiales que por no meterse a curas se hicieron dirigentes vecinales o filósofos ateos, predicadores de catecismos elementales.


José Saramago, El Evangelio según Jesucristo, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1992, 341 p.





13.1.25

Amor omnia interrumpit


Tras la poca gracia que nos hizo La balsa de piedra, las primeras páginas de Historia del cerco de Lisboa, siguiente novela de Saramago, nos llevaron de regreso a los dos libros que hasta entonces más nos habían gustado. El hermosísimo pasaje del almuédano ciego con el que se inicia el libro tenía otra vez el regusto de Memorial del convento, esa prosa levantada, sinuosa, síntesis moderna de épica y de lírica, entonces con la construcción del convento y, en paralelo, los amores de Blimunda y Baltasar. Pero también nos traía a la memoria al protagonista de El año de la muerte de Ricardo Reis, el tipo de hombre ya maduro, solitario, pudoroso, que incuba en soledad venganzas mínimas y amores desvaídos. En este nuevo libro, la parte épica era el asedio de Lisboa, entonces ocupada por los musulmanes, allá por el siglo XII, y la lírica la cantan los amores de Mogueime y Ouroana, ambos miembros de esa plebe que era carne de cañón o descanso de guerrero, y que representan el espíritu rebelde y defensor de la dignidad popular que nunca falta en las novelas de Saramago. El contraste con la actualidad, la parte Reis, le corresponde a Bernardo Silva, un corrector editorial al que se le ocurre variar un pasaje de un tomo sobre el cerco de Lisboa, y, donde dice que los cruzados ayudaron a tomar la ciudad, añadir un No que por fuerza cambia la historia entera. 
    Al mismo tiempo, y al igual que Reis se enamoraba un poco despegadamente de su asistenta, aquí Silva se enamora como un pardal de su editora, María Sara, y en ese momento el lector ingenuo, poco dado a los prejuicios biográficos, cierra el libro para comprobar una fecha en las biografías que circulan por la red, porque tiene la impresión de que la novela llevaba un rumbo y el amor la tuerce, y lo que era una fabulación acerca de cómo cambiar la historia (y la pregunta subsiguiente, si no será toda la historia producto de algún cambio, de algún no en lugar de un sí), y del papel que los actores secundarios, los editores, los copistas, los traductores, los correctores y demás intermediarios tienen en la fijación de la historia, ya en la época en la que la novela fue publicada pero mucho más ahora, cuando no es escándalo plagiar ni mentir ni cambiar las fechas de sitio, cuando el rigor académico es un requisito menor y cualquier tiempo pasado es más objeto de opinión casi que de estudio; lo que era, en fin, una meditación histórica y metaliteraria se convierte, con la falta de premeditación que requieren estas cosas, en una novela sentimental. Y las fechas coinciden: nada más terminar La balsa de piedra, Saramago se enamoró de Pilar del Río y ese amor debió de ser el que desequilibró la formidable máquina con la que los cristianos tenían previsto asaltar las murallas de Lisboa y el que, dos novelas después, apartó a Basilio Losada y sus maravillosas traducciones en favor de las de su amada Pilar.

Todo eso se nota en la novela. Saramago iba trenzando su soberbio ejercicio de expolitio, un argumento que es como una antigua máquina de guerra, un aparato formidable y complicado que avanza con extrema parsimonia, una historia tan bien escrita como difícil de continuar, porque a ver quién justifica que sin ayuda de los cruzados pudieran los cristianos asaltar o sitiar siquiera una ciudad que podría entonces llegar, con cálculos que el propio autor no considera descabellados, al medio millón de habitantes, si bien esas y otras son «suposiciones de un narrador preocupado de la verosimilitud más que de la verdad, que tiene por inalcanzable», cuando su nuevo amor lo convence para que sea él quien reconstruya de nuevo la historia a partir de ese No con que la saboteó sin conseguir que la editora, la misma María Sara, lo pasase por alto, pero consiguiendo, lo que son las cosas, que se enamorase de él.

A partir de aquí la novela se centra, por un lado, en encontrar un hilo de verosimilitud que cambie la historia, y por otro en gustarle a la editora. Bernardo Silva es un cincuentón que se teñía el pelo y por efecto del amor siente el impulso quijotesco de ser quien es, con una mujer, dice, quince años más joven que él (Pilar del río era todavía más joven que Saramago), lo que da lugar a fragmentos que suenan a episodio compartido, a meter la historia personal en la falsa historia, la vida en la novela, como esa discusión sobre la edad de los amantes un muy mucho apastelada, como de sonrisa boba, sobre todo porque el narrador, encima, se quita años, que es como si se volviese a teñir el pelo.

Todo eso está muy bien si no fuera porque interrumpe la deliciosa música del almuédano con que arrancaba la novela. Ahora es el hombre maduro el que por obra del amor hace que la historia suene incluso un poco ridícula, como sucede en el episodio en el que Bernardo Silva le lee a María Sara la historia del milagro de la mula, y lo que leído al margen del amor es un relato interesante, si nos lo imaginamos como lectura de cama en voz alta resulta un rollo insufrible, lo bastante como para que María se vuelva a pensar eso de liarse con el corrector. O la misma escena sexual, tan capítulo octavo, con ese realismo de manos grandes llenas de pelos, ese amor al embozo de la cama que por otra parte, y ya no es novedad, tanto nos recuerda a lo que no mucho después escribiría Muñoz Molina, si bien él nunca cometió el desliz de dejar el rastro macho en el detalle de quién hace la cama y quién prepara la comida. Eran otros tiempos.

La novela, hacia el final, llevada del impulso amoroso, traslada a la ficción medieval los amoríos algo cursis del corrector que la escribe, en una metaficción candorosa y blanda que tiene que recuperar el relato del asedio a Lisboa, de un modo, otra vez (ya le pasó en Memorial del convento, y quizá sea su único defecto, si lo es), demasiado resumido, sobre todo si lo comparamos con la solemne, por momentos majestuosa cadencia de la prosa en sus largos fragmentos medievales. Y así pasa muy rápido el asalto con las máquinas de guerra, y más rápido aún, no más que apuntado, el asedio y la hambruna, y la venganza de Ouroana contra quienes abusaron de ella, y la justa reclamación de Mogueime en cuanto a la igualdad en el trato y en el pago de soldada con respecto a los cruzados, a los que se fueron y a los que se quedaron. Amor omnia vincit, sí, incluso la lógica narrativa, que aquí queda un tanto deslavazada, como si Bernardo Silva tuviera prisa por ponerle punto final y volverse a la cama con su amada.


José Saramago, Historia del cerco de Lisboa, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1990, 315 p.

8.1.25

Sangre de pichón


Las nuevas ediciones de La plaza del Diamante incluyen en la faja de portada los elogios de García Márquez, que llegó a considerarla, con la moderación que lo caracteriza, «la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil». Pero tampoco hace falta leer con lupa sus palabras para darse cuenta, una vez leída la novela, de que la fascinación de García Márquez no se debió tanto a la historia como a la prosa con que está contada. Si de historias y de personajes se trataba, más tuvo que interesarle, en el caso de que la leyese, Las ratas, de Miguel Delibes, que también es del año 62, porque lo que cuenta Rodoreda es un testimonio de supervivencia vital y emocional con una guerra de por medio que no aportaba más novedad que la voz narrativa. Pero esa novedad lo era todo, y lo sigue siendo en la traducción de Sergio Martínez, que suena estupendamente, y suena, también, a un traductor que ha sabido escuchar la prosa de García Márquez.
    Supongo que entre las muchas tesis doctorales sobre novela del siglo XX alguna habrá que rastree los caminos de la voz, es decir, de la táctica del te voy a contar, en una primera persona que no es el autor, quien no habla con sus palabras ni cuenta su vida, sino alguien que rara vez se ve en el trance de escribir un libro. En la verosimilitud de esa voz están los límites de la poesía que incorpora. Ciñéndonos a la literatura de posguerra, y por más que les pese a muchos, ese tratamiento de la voz empieza con una mirada al clasicismo del Lazarillo, la de Cela en su Pascual Duarte. Pero menos de diez años después Delibes publicó uno de sus hitos fundamentales con el Diario de un cazador, una pieza maestra del despojamiento, de cómo un escritor puede dar la voz a quien no la tiene y de ese esfuerzo de generosidad puede salir una obra de arte. Entre esa novela (y alguna otra de Delibes) y La vida perra de Juanita Narboni, de mediados de los 70, habría que echar un vistazo a cuántas novelas escalaron esa cumbre de humildad, cuántas fueron capaces de poner por escrito los pensamientos, las penas y las fantasías de una persona corriente, y cuántas de ellas alcanzaron la impresionante altura poética de La plaza del Diamante.

Tampoco creo que le beneficien mucho aquellos elogios que se refieren sólo al qué cuenta la novela y no al cómo lo cuenta. En los últimos años por lo menos, esos elogios tienden al reduccionismo, bien sea porque la colocan en la estantería de literatura femenina, o en la de los perdedores de la guerra, aquellos que soñaron con un mundo mejor y se dieron de bruces con la más absoluta miseria, cuando no con el dolor y con la muerte, o, incluso, en la de la literatura catalanista, unos porque Quimet, el primer marido de Natàlia, se alista en los escamots del Estat Català y luego lucha y se deja la vida como miliciano en el frente de Aragón, y otros porque Antoni, su segundo marido, es algo así como el paradigma del catalán prudente y ahorrativo, y todos, en fin, porque los milicianos de la novela son buenas personas y los señores que una vez dieron trabajo a Natàlia se han avinagrado con la guerra. Afortunadamente para la novela, sin embargo, en ninguno de esos aspectos cumple con la ortodoxia: el buen miliciano es un machista de catálogo, y el buen tendero, alguien por quien sentir más pena que pasión. El hambre hace que se tuerzan los renglones de la causa, y no faltan personajes que se quejen de que aquello es un sindiós, nunca mejor dicho, «y una señora dijo que ya se veía venir hacía tiempo y que estas cosas de un pueblo en armas siempre pasaban en verano, que es cuando la sangre hierve más deprisa», y en todo caso, como dijo su amigo Cintet, «la historia más valía leerla en los libros que escribirla a cañonazos». Y, en fin, Colometa fluctúa entre el prototipo de mujer sometida al patriarcalismo de la época que finalmente encuentra el sitio que le pertenece y el de quien se encoge de hombros y apechuga con lo que la suerte le depara. Pero no deja de ser irónico (y un tanto folletinesco, dicho sea en su favor) que sea la guerra y la miseria la que libre a la protagonista del marido machista, y su propia desesperación trágica la que, a pique de cometer una barbaridad, le haga encontrar un buen hombre ex machina que le devuelve las ganas de vivir. Ya de muy jovencita su padre le decía que había nacido exigente, «pero lo que a mí me pasaba es que no sabía muy bien para qué estaba en el mundo».

Por ese lado, en fin, la historia sería una de tantas, la de la mujer que asume la existencia que le toca, que se harta de los caprichos del marido, que cría a sus hijos como puede y que para salir adelante tiene que ponerse a servir, en una estructura que, guerra mediante, la hace bajar a los abismos del hambre y la locura y, cuando pasa la tormenta, la deja en la orilla con la serenidad de la madre que ve a su hija bien casada y a su hijo hecho y derecho, y vestido de militar, en una apoteosis final en la que brillan los que están y, sobre todo, los que faltan, esa hermosa galería de secundarios que hacen de la novela un lugar acogedor: la sabia y generosa señora Enriqueta, los amigos Cintet o Mateu, buena gente que refrena como puede las salidas de tono de Quimet, o los mismos niños, niños vivos que cambian y son cambiados, que crecen sanos y pasan hambre, y brillan lozanos y tienen rincones oscuros en su corazón.

Pero todo eso está contado, decíamos, con una voz muy especial. En la edición de Edhasa que he leído viene un prólogo de la autora de 1982, pocos meses antes de morir, en el que, aparte de ver la novela como algo muy lejano, da unas cuantas pistas interesantes para que nos hagamos una idea de la música que escuchaba mientras la componía. Dice que puede haber algún parecido con el Joyce del Ulises en el stream final (el único capítulo que se me ha hecho un poco largo), pero mucho más con algún que otro cuento de Dublineses y, añado yo, con cierto gusto por los juegos melódicos verbales («en el cuello de las ranitas había cintitas pasadas con un entredós haciendo cricrí») y en una noción del tiempo que volvía la mirada a los años 20. También dice que al principio quería montar con las palomas un guirigay kafkiano (y en cierto modo lo consigue), y que entre las lecturas que le servían de modelo estaba la Biblia, algo que se nota en un recurso muy frecuente en la novela, el de la repetición de palabras y conjunciones en series rítmicas regulares, que le da a la prosa un efecto, a veces, paradójicamente desarticulador, pero siempre poético. Copio algunos ejemplos:


«En la calle había niños con palmas lisas y niños con palmas rizadas y niños con carracas y niñas también con carracas, y algunos en vez de carracas llevaban mazos de madera y jugaban a matar judíos por las paredes y por el suelo y por encima de una lata o de un cubo viejo y por todas partes».


«Con la ganancia de la resauración de los muebles del señor d e la calle Bertran se compró una moto de segunda mano. Compró la moto de un señor que se había muerto en un accidente y al que no habían encontrado hasta el día siguiente de ser cadáver. Con aquella moto íbamos por las carreteras como una centella alborotando a las gallinas de los pueblos y asustando a las personas».


«Cruzado el patio se pasaba a una galería con techo y el techo de esta galería era el suelo de la galería descubierta del piso que eran los bajos por la parte de arriba»


O este otro que da idea del tipo de tiempo moderno en el que vive la narradora:


«Y sentí de una manera intensa el paso del tiempo. No el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia y del paso de las estrellas adorno de la noche, no el tiempo de las primaveras dentro del tiempo de las primaveras y el tiempo de los otoños dentro del tiempo de los otoños, no el que pone las hojas en las ramas o el que las arranca, no el que riza y desriza y colorea las flores, sino el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos da forma».


Estos recursos poéticos pueden aflorar en forma de ritornelos como el de «una carcoma dentro de la madera», que habla de los muebles y de su marido y de sus propios sentimientos, o en imágenes que rompen las costuras de la mera descripción, por brillante que sea: «ojos de menta tranquila», «olor a sábana cansada», «sucio de polvo y cargado de comida», «brillante como agua negra, y unas pestañas de artista», «y en una mano tenía un paipái con pájaros muy lejos», etc., etc. 

Esta música es la que le gustaba a García Márquez, esta forma de encontrar imágenes restallantes en las más sencillas observaciones, o de componer una escena preciosa con el sentido literal de una metáfora, un recurso que Gabo emplearía hasta el empalago. El estilo de Rodoreda también pasa por la Biblia antes que por el sensorialismo de las heroínas de Caterina Albert, porque a Colometa incluso le parece que en el parque Güell hay «demasiadas ondas y demasiados pinchos». La suya es otra clase de modernidad.


Mercè Rodoreda, La plaza del Diamante, trad. Sergio Fernández, Edhasa, 2021, 235 p.


6.1.25

Nombres de flores



Hay libros que no engañan pero sí que decepcionan. Su propuesta es clara ya desde el principio, un esquema que se repite en cada capítulo y que sólo varía en las distancias crecientes en las que se aleja de lo que se podría esperar. En el caso de El jardín contra el tiempo, la decepción es obra del prejuicio: uno ha leído lo suficiente sobre horticultura y jardinería como para saber cuál es el modelo de libro que anda buscando, el testimonio de una cercanía, de un contacto con los grumos de la tierra y con las hojas de las plantas, un ver crecer y desfallecer, un lento asombrarse, un rápido gozar. Los libros sobre jardines tienen algo de robinsonianos, la epopeya del individuo sin más armas que unos aperos rudimentarios y una voluntad indeclinable. Quien ha vivido la experiencia de anotar días y días cómo amanece en un jardín, cómo el tiempo (el del reloj y el del cielo) va dictando sus normas y regalando sus sorpresas, enseguida detecta cuándo un libro ha salido del ordenador y no del invernadero, como es el caso de este de Olivia Laing. 
El punto de partida es la idea un tanto difusa del jardín como paraíso privado, el hortus conclusus que va más allá del recogimiento monacal y puede ser un ámbito de libertad en medio de una sociedad mezquina, o un experimento de socialismo compasivo entre las zarzas salvajes del capitalismo, o, al revés, un monumento al liberalismo repulsivo entre campos de avenas locas que sueñan con la libertad. Así, cada capítulo de El jardín contra el tiempo se centra en un personaje histórico cuya vida tuvo algo que ver con los jardines o con lo que pudiéramos llamar el espíritu de la tierra. Y como es muy inglés, no parte de Virgilio sino de Milton y su paraíso «como fracaso», en una primera digresión que se aparta por completo del asunto para divagar sobre símbolos y significados, eso que al botánico aficionado tan al fresco le trae. Al mismo tiempo (y entre cuestiones personales, traumas infantiles y divorcios paternos que podría haberse ahorrado), el aglutinante de divagaciones tan dispersas es, por un lado, la rehabilitación de un jardín en Suffolk que perteneció a Mark Rumary, y por otro, en cada capítulo, una ristra de nombres de flores que huelen, sobre todo, a pantalla líquida, no al pétalo que uno toca con los dedos. Las mareantes congeries de especies botánicas pruducen el mismo efecto que pasearse por la planta de perfumería de El Corte Inglés: uno se emborracha de oler cientos de perfumes precintados. Salvo en el caso de que uno lea el libro en un soporte electrónico y pueda tocar con la yema del dedo cada nombre de flor para que lo traslade a la correspondiente foto de la wikipedia, seguir cabalmente estos párrafos que adornan cada capítulo exigiría tener delante una enciclopedia, o leer al lado del ordenador, nunca en un banco del jardín.

Pero esos aglutinantes, que, por otra parte, son lo que esperaríamos que fuera el libro entero, no suponen ni un detallado recuento de los trabajos de rehabilitación ni tampoco una descripción comprehensible del jardín, del que uno sólo se queda en la mente con colores chillones y bancales atestados de flores de vivero, sin que, salvo un poco al final, cuando llega el cambio climático, tenga uno la sensación de que son plantas en el tiempo, que no todas están en flor a todas horas, ni sus colores son los mismos en los días que dura su floración. La rehabilitación es un género muy popular desde la llegada de internet. De hecho, y quizá por las pesquisas que uno hace sobre el particular, en Facebook no dejan de aparecerme reels en los que un chino limpia un jardín abandonado a base de agua a presión. Es el mito de la reconstrucción reducido a unas imágenes aceleradas, que es a lo que se parece este libro, como si demorarse en la poda de una yedra pudiera aburrir al lector y la autora prefiriera exasperarlo. El ensayo salta de los eléboros a la guerra civil inglesa con la fluidez con que un dedo va cambiando de pantalla en Instagram, para que no nos aburramos…

Ya es algo mosqueante que alguien que declara haber ido de niña a los jardines de Sissinghurst no cite ni de pasada The land, el último gran poema sobre el paso de las estaciones en el campo, por más que nombre —siempre de pasada, dos o tres veces— a su autora, «la mismísima Vita» Sackville-West, quizá la primera fuente que una crítica inglesa de jardinería debería manejar. Sí aparecen, faltaría más, Capability Brown, el creador del paisaje inglés, o el poeta Horace Walpole, pero sería mucho pedir que, ya que se remonta a Milton y los tiempos de Cromwell, hubiera recurrido al Cyder de John Phillips, o, más tarde, al The seasons de James Thomson, que sólo asoma porque fue lectura favorita del poeta John Clare, al que la autora dedica las, para mi gusto, mejores páginas del libro.

La triste historia de John Clare, el campesino pobre y gran poeta que acabó sus días loco perdido, sirve para introducir otro elemento estructural del libro que en ocasiones se tiñe de binarismo woke, el aspecto social de la jardinería. Clare reaccionó contra los cercamientos o privatizaciones de tierras comunales en la primera mitad del XIX, algo que tiene su continuidad con los proyectos socialistas de Owen o William Morris, en el sentido de un postjipismo comunal, o, en el otro, de los terroríficos Middleton, creadores de jardines que adornaran sus fortunas de negreros, o la decadencia de La Foce, la mansión aristocrática italiana traspasada por el fascismo y por la guerra. El heteróclito batiburrillo es aceptable por separado y con independencia del tema general que lo reúne todo, y trae lecturas que hace años disfrutamos como la de Sebald y Los anillos de Saturno, pero los capítulos trazan senderos que se bifurcan y separan del concepto del que partían, y marchan hacia paráfrasis bibliográficas divulgativas que no acaban de sostener más edificio que el del jardín como territorio de la paz y el amor, en una casa de campo suntuosa, con jardinero a sueldo y un mogollón de especies exquisitas compradas por catálogo. Será por dinero.


Olivia Laing, El jardín contra el tiempo. En busca de un paraíso común. Capitán Swing, 2024, 269 p.



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