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25.6.21

Esto es lo que os quería contar


Cuando abrí El villorrio me encontré, en sus últimas páginas, un billete de metro de Madrid del año 93. He leído mucho a Faulkner desde entonces, y aunque no había vuelto a tocar esta novela se me habían quedado grabadas algunas imágenes que el tiempo ha ido relacionando con otros libros. Por ejemplo, a Mink Snopes le sigo poniendo la cara de Smerdiakov, el epiléptico de Los hermanos Karamázov, algo que volví a recordar leyendo León en el jardín, el libro de entrevistas de Faulkner en el que cita con frecuencia a Dostoievski. Y de Flem Snopes me quedaba, quizá por la horquilla que sostiene, o por la camisa sin cuello, o por su aspecto resabiado, la imagen masculina del Gótico americano de Grant Wood, si bien Flem es bastante más joven, lleva un corbatín diminuto y todo el mundo lo teme. 
He vuelto a leerla y lo que entonces era fascinación ahora es envidia. Todo El villorrio nace de una anécdota parecida a la que cuenta Mendoza en La ciudad de los prodigios sobre cómo Onofre Bouvilla engañó a los inversores tirando unas vías de tren en un terreno baldío, hasta que le compraron el terreno a precio de oro y él retiró las vías que no iban a ninguna parte. No es más que eso, cómo Flem Snopes engaña al listo de Ratliff, el vendedor de máquinas de coser, e igual que antes vendía caballos medio muertos, inflados con una bomba de aire y pintados con betún, también es capaz de azuzar la avaricia de los granjeros para que le compren una casa medio derruida y un terreno arenoso. El miedo que todos le tenían a su padre por su fama de incendiar graneros y largarse a otro sitio se transforma en vergüenza y desesperación por haber caído en la trampa del hijo. Y sí, eso es todo, aparte de cuatrocientas y pico páginas de una prosa incomparable, de historias más o menos autónomas, al estilo de Desciende Moisés, y de personajes que revolucionarían las literaturas de otras lenguas, como la incontenible Eula, de quien hace poco leí a Landero hablar en El huerto de Emerson y con quien los boom latinoamericanos escribieron cientos de páginas exageradas.

No sé si entonces me di cuenta de que la prosa de Faulkner no se basa en la reflexión sino en la descripción, algo que, visto lo visto, sus imitadores creo que no han asumido, y en unos diálogos de rara perfección, trufados en ocasiones con esa manía de Faulkner de hacer cuentas y cálculos, que dice mucho de los personajes y su obsesión por el dinero, pero que a las pocas líneas se ha convertido en un curioso galimatías. Pero lo importante es la descripción, los gestos, los movimientos, dónde pone la mano cada cual, cómo miran o escupen tabaco, cómo se sientan o agarran una pala de cavar, cómo cada vez que cualquier escritor dice «y Fulano se fue», Faulkner emplea varias páginas en hacernos ver la calesa, el sudor de los caballos y la carretera polvorienta, casi nunca en descripciones estáticas sino en especificaciones de la acción, precisas, agudas, luminosas. Imagino que un guionista (y él lo fue) se limitaría a sacar los diálogos sin tocar una coma y añadir en las acotaciones el resto de la novela, que es casi todo, y todo es importante para entender cómo hablan o cómo callan, a quién miran y por qué, a qué grado de angustia u obsesión llegan mientras buscan una vaca perdida o un hombre al que matar. Faulkner cuenta, y el hecho de que la novela entera se pueda resumir tan brevemente (un estafador llega a un pueblo, despluma a los aldeanos, emparenta con la mujer más deseada, escupe y se va, y nadie puede hacer nada para detenerlo) no es más que la primera regla de la narración. Se lo oí decir a Jesús Ferrero hace años: una novela debe poder resumirse en una frase. El resto es ser minucioso pero no pesado, intenso pero no agobiante, hasta que, muchas páginas después, el autor pueda, si quiere, decir: «Bueno, esta es la historia (o las historias) que os quería contar», que es lo más difícil para un escritor honrado. Faulkner parte de ese principio oral, de que narrar es, como decían los clásicos, poner ante los ojos, crear un ambiente y un mundo que envuelve al lector cada vez que reinicia la lectura y viaja por lo que los personajes ven y huelen y oyen y catan y acarician, que es el peldaño al que el cine solo puede subirse en un sentido figurado: el cine da a entender, pero el relato penetra en cualquier hueco, y lo enseña. Quizá por eso Faulkner habló siempre del cine en general y de Hollywood en particular con tanto desdén, y eso que le pagaban solo por estar disponible.

El villorrio remite más al principio, a Sartoris, y al final, The Reivers, que a las novelas contrapuntísticas y oscuras que tanta fama le granjearon. Está más cerca de El oso que de El sonido y la furia, es narración sin más truco que el desenlace, adecuado porque lo que se narra es el truco con el que engaña uno de los personajes a todos los demás, incluidos los lectores, que desconfían de Flem y saben que trama algo pero no se imaginan que sea tan sencillo y eficaz. Uno tiene la tentación de pensar que Faulkner se ríe de unos aldeanos estúpidos, avariciosos y autodestructivos a los que otro aldeano inteligente y sin apego a la tierra de ninguna clase les va dando gotas de su propia medicina. Es lo que os merecéis, idiotas, parece pensar Faulkner. «Los negros son superiores a los blancos porque con menos son capaces de hacer más», dijo Faulkner. Flem Snopes no es negro, pero él y toda su familia son «blancos que viven como negros». Son los negros que ve Mink Snopes cuando lo meten al calabozo, maltratados, orgullosos, resistentes, o como el criado de Will Varner, a quien nuncan pillan en medio de ningún follón propio de blancos. Flem Snopes no es, en realidad, un ser del todo corpóreo: aparece poco, habla poco, pero está mirando desde alguna parte, y su presencia muda y sigilosa es la que da cuerpo a los relatos que Faulkner reelaboró para escribir El villorrio. Los otros personajes son lo que dicen y lo que hacen, pero Flem es lo que se supone que va a hacer o puede hacer, el mito de la desconfianza ante un rostro que no ríe como un gallo ni berrea como un venado, pero tiene la sosegada inmovilidad de los más astutos depredadores. Flem es el que no está, pero anda cerca.

No, no es la fama de abstruso, de hilar largas parrafadas, o comerse los puntos y las comas o mezclar planos temporales lo que me produce después de tanto tiempo envidia de William Faulkner, sobre todo porque ha servido, al menos en España, para justificar mucho pestiño, sino la incomparable técnica para contar lo que pasa y no abandonar nunca la obligación de todo gran novelista: crear mitos, personajes que encarnan universales, y que nos hacen ver a los demás y a nosotros mismos en ellos. Como hacía Homero, sin ir más lejos.


William Faulkner, El villorrio, trad. José Luis López Muñoz, Alfaguara, 1988, 444 p.

15.5.21

El cristo que lo fundó


William Faulkner representa un modelo de celebridad literaria imitado solo en las formas. Nos gusta imaginarlo sentado en el porche de su casa, cerca de Oxford, Mississipi, jugueteando con la pipa, mirando a los lejos a un caballo a medio domar y vestido con ropa elegante y andrajosa, y con la mala uva del que se ha cerrado en banda después de que se haya dado cuenta de que buena parte de su fama procede de que mucha gente no entiende lo que escribe. En las entrevistas que ahora publica en español Reino de Redonda, a veces ocurre lo mismo que en algunas de sus novelas: uno sigue el camino hasta que la sobreabundancia de indicadores le hace sentirse un poco perdido. Faulkner habla y en los mejores momentos aparece una especie de prolijidad contradictoria, como si, matizando aún más lo que acaba de decir, en cierto modo lo negase.

Hay, en todo caso, un Faulkner tópico, el gran escritor sureño (no tan apreciado en su país como fuera de él) al que siempre se le hacen las mismas preguntas, con el candor y la autocomplacencia de quien piensa que es la primera vez que le son formuladas. Una vez, por ejemplo, Faulkner dijo que, de los cinco mejores escritores norteamericanos contemporáneos, el primero era Thomas Wolfe y el último Hemingway, pero añadió que en esa clasificación, en la que él estaba el segundo, obedecía a la grandeza de los fracasos, no a la seguridad de los aciertos, que es lo que, a su juicio, hacía Hemingway: no correr riesgos. La misma pregunta se la hacen casi siempre, y él acaba contestando con las mismas frases, y lo mismo sucede cuando le preguntan por la raíz del problema racial, por los libros que más le gustan o por su amor por los caballos. Hay un Faulkner indolente que responde con frases, pero a veces, en cuatro o cinco entrevistas, también un Faulkner desatado que piensa en espiral sobre esos mismos asuntos, como buscando la expresión exacta pero abarcando cada vez más. Y así hay entrevistas memorables (varias en Japón, una a un estudiante inglés, otra a un periodista sabueso) sobre su fe inquebrantable en el hombre y en su capacidad de sobreponerse a su miserable condición, o sobre el hecho de que las novelas se hacen a sí mismas, crecen de manera orgánica, y el escritor no es más que el cronista que siempre queda por debajo de lo que quiere contar. Cuando aparece el Faulkner antipático, sus respuestas son graciosas; cuando está a gusto y se desmelena, son, además, muy interesantes.

Esa fe en el hombre la defiende el creador de Flem Snopes, el perturbador forastero de El villorrio…, o de la turbulenta familia Compson, o del descerebrado Bayard Sartoris, y en Faulkner, más que contradictorio, suena como si al decirlo estuviera pensando en algo distinto a lo que pudiera pensar cualquiera que lo escuchase, algo menos complejo pero muy distinto. Cada vez que le preguntan por la violencia de sus obras, Faulkner le quita importancia, o se la adjudica a una cuestión poética. En términos antiguos, Faulkner es un poeta épico, y no hay épica sin violencia. Quizá por eso nombra tantas veces la Biblia (el Antiguo Testamento, no el Nuevo) como una de sus lecturas favoritas, además de Cervantes, Shakespeare y, entre los modernos, Joseph Conrad. «Leo lo que leía de muchacho», dice varias veces, aunque en otras aconseja al escritor que lea, que lea sin parar e indiscriminadamente, las grandes obras y, como dijo el otro, los papeles que ruedan por el suelo. 

Lo que sí da gusto es la sencillez con que despacha sus obras maestras. Ni La paga de los soldados ni Mosquitos le producen demasiado entusiasmo, ni tampoco Santuario, pero sí las que crearon a partir de Sartoris su espacio mítico, y muy especialmente El ruido y la furia, a la que considera su más grandioso fracaso. Del encuentro con su saga mítica no dice más que le pareció que podía contar cosas que pasaban o habían pasado cerca de casa. De El ruido y la furia, que empezó con una imagen de una niña subida en un árbol y las voces y las partes se fueron agregando por necesidad. De Mientras agonizo que fue muy sencillo y la escribió en seis semanas. Poco más. Son interesantes sus asientos contables: los años que le llevó Una fábula, lo rápido que salió Luz de agosto, o el hecho de que solo una vez, subiéndose a un tejado con tabaco, papel, un lápiz y una botella de bourbon, y derribando la escalera de mano, llegó a escribir seis mil palabras en un día, una barbaridad que leyendo a Faulkner da la sensación de que hubiera sido lo más habitual. En todo caso, «el autor lo que intenta hacer, por encima de todo, es hablar de seres humanos que están en conflicto con sus conciencias, sus sentimientos, o unos con otros, o con ese entorno». Lo demás es accesorio: escribir mucho o poco, a máquina o en papel, a una hora u otra, con tal o cual estilo o influencia. En el fondo late la idea de que el verdadero talento no necesita romperse la cabeza. Puede dedicarse a la labor limae sin por eso seguir ninguna pauta previa. No necesita teorizar. Se ocupa de aspirar a otro fracaso majestuoso, a otro empeño inabordable, pero la que trabaja es la intuición, no el laboratorio.  

    En sus influencias más evidentes se nota este desprecio por justificar la técnica. A Joyce dice haberlo leído después de El sonido y la furia, pero cita con insistencia y elogiosamente Los hermanos Karamazov, otra de sus lecturas predilectas. Y no me extraña. Interpreto que él no iba tanto detrás del alarde estilístico como de esa riada brumosa y absorbente, honda y brutal que se desata en Dostoievski, quien decía que toda la literatura moderna rusa salía del abrigo de Gogol. Uno tiende a pensar que Faulkner sale del abrigo de Dimitri, el hermano Bayard de los Karamazov. De Joyce utilizó una idea: que cada escena requiere un tono, una voz, un estilo, pero de Dostoievski sacó forma de ver la literatura y al ser humano, su atormentada fe en el ser humano.

Detrás, en torno, está el hombre menudo que vive con sus caballos y sus personajes, escucha en el recuerdo a su ama de cría y le importa muy poco lo que puedan decir de él, o eso aparenta. «Pienso que la salvación del hombre reside en su individualidad, que tiene que creer que es importante como individuo, y no en tanto que parte de un grupo». Nada más lejos de Faulkner que los círculos literarios, al menos nada más despreciable. Igual que sus novelas nos impactan con su olor a establo violento, la voz del Faulkner de carne y hueso tiene ese acento sureño acostumbrado a los fenómenos naturales, por catastróficos que resulten. Considera, como Shelby Foote, que la Guerra de Secesión consistió por encima de todo en que unos estados invadieron a otros y estos se defendieron. Se declara tranquilamente liberal y a favor de la igualdad entre blancos y negros, y desprecia los guardaespaldas que otros liberales como él tienen que llevar: «se armaría un lío demasiado gordo», y esa es su principal protección. Pero al mismo tiempo piensa que la imposición de esa igualdad, en un pueblo tan estúpido, tan bruto, no dará resultado, de modo que lo mejor es esperar a que las cosas se resuelvan por sí solas, con calma y una caña. 

Faulkner usaba la perspectiva del mito para casi todo, y había sabido construir el suyo propio. Normalmente un autor va creando un mundo de personajes a partir de jirones de sí mismo. Con Faulkner, leyendo sus entrevistas, uno tiende a pensar que sucedió al revés, que fue el mundo que había creado el que le impuso la forma de ser más fiel a sus personajes. En todo caso, hablando o por escrito, necesita poco para ser fascinante.


    William Faulkner, León en el jardín (entrevistas 1926-1962), traducción de Antonio Iriarte, Reino de Redonda, 2021, 413 p.

17.9.13

Clasicismo y melopea


Otra definición de clásico: aquel al que vuelves cuando los modernos te saben a poco. Es lo que me pasa con Faulkner. Leo una novelilla irrelevante, bien escrita (y ya molesta decir que una novela está bien escrita, como si al juzgar un edificio lo alabásemos porque no está torcido, como si felicitásemos al hortelano que cava rectos los caballones aunque no sea capaz de criar un jodido tomate), pero nada más, y lo malo es que si la siguiente lectura es igual de inconsistente uno se instala sin querer en ese nivel, y la condescendencia se funde con la aceptación y a veces supura incluso agrado, de modo que, no por aferrarse a ningún canon sino por pura intuición, por sed lectora (igual que cuando uno sufre una hipoglucemia siente necesidad de beber cocacola por más que deteste su sabor u odie su significado), uno vuelve a tipos como Faulkner, sobre todo si queda algún libro suyo que no ha leído o que no supiese que ha sido traducido al español, que es lo que me ocurrió con Intruso en el polvo.
               La estoy terminando y la verdad es que no solo no me importa dejarme arrastrar ahora por su sintaxis de pocas comas sino que me resulta un ejercicio tan gratificante como el de la propia lectura. El problema es que, sobre todo en España, lo que más ha calado de Faulkner ha sido eso, la ausencia de comas, y torticera o ingenuamente se ha creído que Faulkner es un modo de escribir deprisa, nada más, y de dejar que fuesen los dedos los que pensasen. Pero lo que asombra de Faulkner son los detalles, lo que pertenece al territorio de la lentitud, de manera que da la sensación de que Faulkner escribiera dos veces sus relatos y sus novelas enteras, una para descubrir la novela y otra para barnizarla de mímesis. Muchos de esos detalles pueden parecer innecesarios para la trama, pero dan la sensación de que el narrador conoce esa trama tan profundamente que casi sin querer le brotan minucias de parentescos, distancias, objetos, edificaciones, alimentos, olores, sabores y destellos visuales que son los incisos que suele meter en la narración oral quien sabe mucho de algo y todo está pasando por su mente cuando lo cuenta como le pasaba la realidad por delante a Funes el memorioso, salvo que en el caso de Faulkner, y con la frescura que proporciona la apariencia de intuición, de improvisación, esos detalles no han brotado por sí solos, han sido, o parece que han sido, meticulosamente destinados al lugar que ocupan, escogidos con esmero, lo cual no casa mucho con la irrefrenable torrencialidad de su prosa. Pero todo es natural, todo parece escrito a toda mecha en la Underwood que llevaba encima de un carretillo mientras trabajaba en la granja de Mississippi.
               Y esa naturalidad, por más que nadie hable como el narrador de Intruso en el polvo, por más que muchas veces (sobre todo en las filigranas de las acotaciones) sea, cómo decirlo, poco natural, como una deliciosa naturalidad artificiosa, sin embargo se rige por los mismos criterios que el contador de historias de toda la vida, ese a quien nombramos cuando contamos algo que en nuestros labios no tendría la gracia que tuvo en su momento, y entonces decimos Fulano lo cuenta muy bien, y con eso nos referimos sobre todo a que da los detalles precisos, a que no es abrumador ni tampoco soso ni superficial.
Por ejemplo: cuando Lucas Bauchamp ya está en la apestosa cárcel del condado, antes de que los blancos se reúnan a las doce en punto para quemarlo vivo sin dar tiempo a que lo juzguen y él, sereno y distante, tumbado sobre un catre sin colchón, espera que venga un abogado (tío del muchacho desde cuyos ojos se narra la historia), Faulkner de pronto abre un paréntesis de veintitantas líneas para contarnos un morcillo divertido que no tiene, en principio, nada que ver con lo que nos está contando, un por cierto que narra maravillosamente la historia del borracho alegre que empotró el coche contra un escaparate y en vez de irse a un hotel a dormir la mona se empeñó en pasar la noche en el calabozo. Tiene y no tiene que ver, porque el hombre era blanco y estaba borracho de champán, y si eso mismo lo hubiera hecho un negro con una carreta, si –pongamos por caso- el negro se hubiera emborrachado con whiskey casero, lo más seguro es que nadie le hubiese invitado a dormir la mona en el hotel, y desde luego que el mejor sitio para despejarse habría sido entre rejas que lo protegiesen del dueño del escaparate y sus antorchas encendidas. El caso es que lo en apariencia poco relevante para la narración, lo traído por los pelos, por capricho narrativo, resulta ser la argamasa sobre la que se edifica sin un gramo de grasa el sólido edificio del relato. Y todo esto, sobre todo gracias a esa ausencia de comas, parece hecho sin premeditación de ningún tipo, en esa vertiginosa lentitud con que Faulkner cuenta las cosas y distribuye los detalles (el mondadientes de oro de Lucas Bauchamp, su sombrero despectivo), esa presión que el desbordante conocimiento de la trama ejerce sobre el relato y lo llena de tensión sin repetir nunca nada ni hacerse pesado ni dormirse en la suerte.
Así sucede, más o menos, en las primeras dos terceras partes de la novela, hasta que a Faulkner le da un ataque Faulkner y los detalles precisos dejan paso a las lucubraciones, a esas melopeas narrativamente gratuitas que es lo que luego más caló en España, seguramente porque es la faceta de Faulkner que exige menos sabiduría narrativa. Treinta años después de esta novela, que es del 48, aquí solo se imitaban las audacias en materia de puntuación, pero no de trama. Se creía que el método generaba el contenido, que la melopea producía sus propias metáforas, y su sombra se extendió tanto que pronto –en los 80- ya se podía hablar en España de una tercera generación de imitadores, es decir de escritores que en vez de imitar a Faulkner directamente imitaban a alguno de sus imitadores, sobre todo a Onetti y a Benet, y del primero aprendieron que a una novela barata se la puede dotar de intensidad épica y del otro que un argumento confuso admite mejor las hipertrofias narrativas y los rollos macabeos.
Intruso en el polvo tiene algo de los dos (es decir, tiene algo de lo que los dos imitaron por separado de su autor). Es un western sureño, bastante despojado de vericuetos argumentales, de trama clásica y sencilla: Lucas Bauchamp es un anciano negro al que ven junto al cuerpo recién asesinado de uno de los gemelos Gowrie, el más joven de una familia de muchos hermanos blancos y salvajes que se dedican al negocio de la madera. Charlie, el chico blanco de dieciséis años a través de quien se narra la historia, se siente en deuda con él por haber contribuido al desprecio general de Lucas en la cantina, cuando le arrojó al suelo unas monedas. Quiere enmendar su error y se acerca a llevarle tabaco a la casa del alguacil, donde está esposado a la espera de que venga el sheriff y se lo lleve de Jefferson o bien vengan antes los hermanos Gowrie seguidos de una masa de gritos y antorchas para lincharlo, en una época en que linchar a un negro estaba penado con la obligación de cavar su tumba, nada más. El caso es que Lucas, sin dar más explicaciones, dice que él no ha sido, y pide al chico que abra la tumba del fallecido, Vinson Gowrie, y sabrá la verdad. Aparecen por allí una encantadora ancianita, la señora Habersham, que no duda en sumarse a la expedición profanadora en recuerdo de un familiar de Lucas Bauchamp que fue niñera suya, y otro muchacho negro que obedece y come en la cocina y oye ruidos y teme que si son descubiertos el peor parado va a ser él.
Hasta aquí todo está impecablemente narrado. Hasta aquí la ausencia de grasa. Pero luego resulta que en la tumba no está Vinson sino Jake Montgomery, y que cuando por fin llega el sheriff ni siquiera está dentro el cadáver de Jake Montgomery, aunque pronto descubren que Jake está enterrado un poco más allá y en una deducción que dura bastante menos que las, en ocasiones, un poco cansinas parrafadas lucubrantes, llegan a la conclusión de que Vinson está debajo del puente, en las arenas movedizas, y en un santiamén deducen que fue el otro gemelo el que mató a Vinson y sobornó a Jake para que le ayudase a sacar a su hermano de la tumba (de modo que nadie descubriese que no lo había matado con la pistola de Lucas) y después del trabajito le machacó la cabeza con una piedra y lo metió en la tumba de su hermano, etc. Se sabe eso y se sabe que todo era por estar robándose la madera entre los propios hermanos. Lo malo es que todo eso se sabe en medio de un monólogo entre alucinado y sermoneante (pero un poco a la manera de su imitador de tercera generación Sánchez Ostiz en Bayona bajo los porches, es decir, dando toda la pinta de estar diciendo mucho más de lo que realmente se dice) que es como si se hubiera derramado una taza de café sobre un mantel hasta entonces perfectamente hilado. Ya sé que los faulknerianos de pro se extasían con esas melopeas, y no digamos sus imitadores, pero es tan bueno el escritor que narra a la manera clásica los dos primeros tercios de esta novela que cuando irrumpe como un general sudista el renovador de la novela, el sureño lúcido, el mecanógrafo veloz, uno echa de menos la perfección arquitectónica de que había disfrutado hasta entonces, los magníficos diálogos, las brillantísimas descripciones, y tiene la sensación de que, a esas alturas de la novela, la taza derramada no era de café sino de whiskey. Soy más de Sartoris que de Absalom, qué le vamos a hacer, y esta novela tiene un poco de los dos. Creo que si hubiera sido parecida solo a una de ellas, a la que fuera, pero solo a una, me habría gustado todavía más.

15.4.12

Faulkner on mules, 1



Me llegó hace poco, por fin, el célebre The working horse manual. El libro lo editó Diana Zeuner en 1998 y se reimprimió muy poco después, pero hasta el año pasado no se publicó una segunda edición. Entre los aficionados a los caballos de labor parece indiscutible que se trata del primer manual de referencia. Es inglés: claro, exhaustivo y proporcionado. Pocos son los tratados sobre la materia que dedican un capítulo tan riguroso al arrastre de troncos, o que avisan de las diferentes maneras de herrar a las distintas razas, y advierten, muy especialmente, de la tendencia a tener pata de paloma de los maravillosos suffolk punch, sin duda mi caballo favorito. Viene profusamente ilustrado con buenas fotografías, pero los dibujos y los croquis podían ser mucho mejores. Comparados con los deliciosos dibujos de Bethany A. Caskey para Draft horses and mules, de Gail Damerow y Alina Rice, el otro manual de referencia (norteamericano, publicado en 2008), los redrawn de Carole Vincer para el manual de Zeuner la verdad es que son pocos y bastante malos; más que dibujos, croquis orientativos.
               Pero es que se trata de dos clases distintas de manual. El americano, el de Damerow y Rice, es un libro hermoso por sus abundantísimos dibujos y entretenido por su variada disposición. No solo informa en términos tan precisos como asequibles, sino que de cada tema incorpora artículos de granjeros que opinan sobre cómo construir establos para estas criaturas de mil kilos, de expertos en arar con mulas cómodamente sentados en un artefacto con ruedas (un negocio, por cierto, que está en manos de la cultura amish con la reconocida marca de arados Pioneer). El cuerpo de los diferentes temas está salpicado de tablas con medidas y proporciones y cuadritos con curiosidades, como las enciclopedias de los niños, pero el caso es que todos ellos son muy curiosos e invitan a leer el libro sin demasiado orden. Los capítulos, a su vez, se estructuran en breves apartados que van desgranando el asunto en todos sus pormenores. Es el libro de texto perfecto, y tiene algo del primer libro que yo recuerdo, un manual de urbanidad en castellano con dibujos norteamericanos, con animales muy bien dibujados y niños que ayudaban a sus mamás limpiando los cristales de la gran casa de campo, mientras nosotros, como dice la canción, comíamos “mirando un ascensor que había en el patio interior”. Pero también tiene algo de Enciclopedia Escolar, sin esa penetración del manual inglés, más campestre y llevadero, para gente que lee mucho en muy pequeñas dosis, que es como ahora escribe casi todo el mundo.
               Y, como dice el título, habla, y mucho, de las mulas, en páginas que yo comparo con los discursos de Faulkner al respecto. En The Reivers, William Faulkner establece un escalafón de animales según su inteligencia: primero las ratas, segundo las mulas, tercero los gatos, cuarto el perro, y el último, el más tonto de todos, el caballo (“una criatura capaz únicamente de una idea a la vez y cuyas cualidades más destacadas son la timidez y el miedo. Hasta un niño lo puede engañar o engatusar para que se rompa las patas, o incluso el corazón, corriendo demasiado a demasiada velocidad o saltando cosas demasiado anchas o difíciles o altas; comerá hasta reventar si no se le vigila como a un bebé; si tuviera sólo un gramo de la inteligencia que posee la rata menos despierta, sería el jinete”). Para la mula, en cambio, todo son elogios:
               “A la mula la sitúo en segundo lugar, y no en primero, porque puedes hacer que trabaje para ti, aunque solo sea dentro de las reglas muy estrictas que ella misma se impone. Nunca come demasiado. Tirará de un carro o de un arado, pero no participará en una carrera. No tratará de saltar nada que no sepa de antemano y con toda certeza que puede saltar; no entrará en ningún sitio si no sabe lo que hay al otro lado; trabajará pacientemente para ti durante diez años en espera de que se presente la ocasión de darte una coz. En pocas palabras, libre de obligaciones hacia sus antepasados y de responsabilidades con la posteridad, ha conquistado no solo la vida sino también la muerte, por lo que es inmortal; si hoy desapareciese de la tierra, la misma combinación biológica casual que la produjo ayer, volvería a producirla dentro de mil años, inalterada, idéntica, todavía incorregible dentro de las limitaciones que ella misma ha puesto a prueba y comprobado; siempre libre, siempre arreglándoselas.”
               Y en otro pasaje, algo menos levantado, especifica:
               “Una mula no es como un caballo. Cuando a un caballo se le mete una idea equivocada en la cabeza, todo lo que tienes que hacer es cambiársela por otra. Sirve casi todo: una fusta o una espuela o simplemente asustarlo con un grito. Una mula es distinta. Puede tener dos ideas al mismo tiempo, y la manera de cambiarle una es comportarte como si creyeras que se le ha ocurrido antes a ella. Se dará cuenta de que no es cierto, porque las mulas tienen discernimiento. Pero una mula entiende de cortesía, y cuando te comportas de manera cortés y respetuosa sin tratar de comprarla ni de asustarla, te devolverá la cortesía y el respeto, siempre que no te pases de la raya. Ésa es la razón de que a una mula no se la acaricia como a un caballo; sabe que no le tienes cariño: estás solo tratando de engañarla para que haga algo que ya ha decidido que no va a hacer, y eso es un insulto.”
El tratamiento que en Draft horses and mules se le da al tema es bastante más amplio y ortodoxo, pero igual de interesante: “Conviene saber que el propietario de una mula se enfrenta a un animal extremadamente inteligente que puede descubrir o burlar cualquier trampa que el ser humano le tienda en el camino”… Something special, se titula el capítulo dedicado al ganado mular. Aparte de una introducción tipo Reader’s Digest (reportaje sobre un personaje común amante del objeto del artículo), las diferentes secciones, cada una, como digo, de poco más de una docena de líneas, van alternando el contenido: el origen de la mula y del burdégano, una descripción precisa del rebuzno/relincho de las mulas, lo que ellos llaman el hee-haw, las características del burro semental y de la yegua madre, su alta resistencia a la anestesia, sus características físicas (incluidas esas callosidades que les salen en las patas de delante, porque mientras los caballos de labor las tienen en las cuatro patas, los burros nunca las tienen, de modo que las mulas solo las tienen en las patas delanteras: la genética es así de equitativa), etc. El libro corrobora la tesis de Faulkner de que las mulas son más sanas porque solo comen lo que necesitan y subraya, en general, su sentido de la supervivencia. Su longevidad es una cuestión aritmética. Si el caballo vive entre 24 y 30 años y el burro entre 30 y 50, la mula lo hará entre 30 y 40.


La mítica terquedad de la mula (y en esto coincide también con Faulkner) no es sino una manifestación de su inteligencia, de ser un animal “extremely analytical”. Esta también es una cuestión de aritmética hereditaria, como los callos o la edad. El burro, como se sabe, es prudente y meticuloso. Al contrario que el caballo, en vez de correr despavorido utiliza el cerebro para salvar el peligro. Pero lo que confirma punto por punto lo dicho por Faulkner es lo relativo a su disposición al trabajo: “La mayoría de los muleros te dirán que, mientras que a un caballo se lo puede intimidar para que haga algo, una mula no hará nada hasta que acepte la actividad que le han propuesto, sepa que es segura y se sienta bien y dispuesta a seguir adelante”. En este punto puede distinguirse una mayor disposición por parte de la mula que por parte de lo que en Teruel se llama, irónicamente, el macho. O no tan irónicamente, no sé. A lo mejor es que con el macho hay que andarse con más cuidado: “El macho suele ser serio y fiable, pero pondrá a prueba a su dueño toda la vida. El macho trabajará de maravilla días enteros y entonces, de repente, dará un giro interesante a la situación solo para ver si estás atento.”
“Las mulas pueden ser muy listas y creer que saben más que quien las arrea. En realidad, a menudo es así”.  Entre ellas (otra vez Faulkner) funciona el respeto. Son leales con el amo que las trata bien, y extremadamente vengativas con el que abusa de ellas y con cualquiera que tenga el mismo aspecto en lo sucesivo. Las mulas establecen fuertes vínculos con su jefe, pero, si hay yeguas de por medio, prefieren a las yeguas. Es un resto de su condición de burros, un caso edípico-mulero que nos llevaría muy lejos abordar. Por lo demás, todo aquello que aprenden a ejecutar y descubren que no es peligroso, será lo que sigan haciendo cuando intentes que hagan otra cosa, tomar un atajo, variar una costumbre, no pararse a comer. La célebre terquedad de las mulas es una cuestión de supervivencia. Ellas no se empeñan en lo equivocado, en lo que no comprenden o malinterpretan, que es lo que hacen los tercos, sino que se obstinan en lo conocido, en lo seguro, en lo probado. Eso no es ser terco. Eso es, en todo caso, ser prudente.
Su maduración es más lenta que la del caballo, y también su aprendizaje. El caballo ya está para tirar a pleno rendimiento a los dos años, pero la mula tiene infancia, adolescencia incluso, y hasta los siete años es difícil ponerla a trabajar. Además está probado que admiten lecciones más cortas y concretas que los caballos, y a la mínima se hartan de los ejercicios inútiles que el caballo seguiría practicando hasta caer fundido. Eso de dar vueltas a un círculo, como antepasados uncidos a una noria, a las mulas no les sienta nada bien.
A las mulas, en fin, se las admira por su personalidad, y a los caballos por su belleza. “La gente con un ego muy grande, que odia parecer tonta y no le gusta que la pongan a prueba, no tiene condiciones para tener mulas”. La inteligencia del caballo es igual de sumisa pero mucho menos rencorosa. Esa contradicción en el carácter de las mulas me parece lo más humano que tienen: viven amarrados al trabajo, pero nunca olvidan un agravio y se obstinan en creer que hay algo mejor.
Hal Novak, de MacArthur, California (que tiene una granja de 30 acres, unas 12 hectáreas), no está de acuerdo con Faulkner en eso de que “trabajará pacientemente para ti durante diez años en espera de que se presente la ocasión de darte una coz”. Al contrario, dice Novak, “la mula aprovechará la primera ocasión que se presente para poner en su sitio lo que considera equivocado”. Por eso no son nada recomendables para un principiante, por más que, si se las maneja bien, puedan llegar a trabajar solas. Aprenden más despacio que los caballos, pero retienen más. Eso sí, tienen la misma memoria para las buenas costumbres que para las malas, y solo admiten disciplina en los treinta segundos que siguen a su error. Un poco más tarde ya lo consideran un abuso sin causa ni sentido, el palo no se sigue de la acción sino de la mano del hombre. Son resentidas porque no consideran justo el resentimiento. Quizá sea su rasgo más humano. Por lo menos el rasgo que caracteriza a buena parte de los personajes de Faulkner.

24.3.11

Río viejo

Después de terminar La escapada, y teniendo en cuenta las noticias del Japón (con qué sencillez, con qué verosimilitud sucede lo nunca visto), me puse a leer El viejo, una de las dos historias que, barajadas en orden alternante, componen Las palmeras salvajes. Hasta allí me ha llevado la riada porque también sucede en un desbordamiento del río en Mississippi, algo como el Katrina, y porque me acordé, al ver, la otra noche, el final de True grit, del viejo presidiario acompañando a la mujer parturienta en medio de la ciénaga, entre cadáveres de mulas y cascotes de barcazas naufragadas, igual que nada más empezarlo a leer me viene la certeza casi absoluta de que sin esta narración de Faulkner Cormac McCarthy no habría escrito nunca La carretera.

Aprovecho, además, que el texto íntegro de El viejo viene recogido en The portable Faulkner para leerlo en inglés al tiempo que la traducción de Borges ahora reeditada por Siruela, no tanto para aclararme con lo que decía Faulkner como para saber lo que Borges a veces quiere decir. Estas traducciones deberían publicarse sin el nombre del traductor. Sólo de ese modo sabríamos si su presencia es inevitable con independencia de que sepamos de ella, porque así resulta imposible, en ocasiones, no leer a Borges en vez de a Faulkner; y en casi todas ellas, cuando me acerco a compararlo con el original, veo que en el flujo de sintaxis viscosa y potente de Faulkner se cuelan con demasiada frecuencia las apreciaciones típicamente borgianas, los adjetivos que sólo usaba él, las construcciones deliberadamente anglófilas, esa tendencia a la perfección serena y brillante que parece siempre quedarse así para siempre, como una larga sucesión de frases lapidarias, de versos pulidos y felices combinaciones. Parece el Borges que al describir la naturaleza la despoja de toda sombra de vida real y la barniza con sustancias abstractas. Sí, es un Faulkner poético y abstracto, con una prosa sin lamparones, planchada, inmaculada, la prosa de un experto de Naciones Unidas que acude a visitar el territorio devastado y lo mira todo con un rictus de úlcera sangrante. En Faulkner uno está metido en las aguas turbias y poderosas de la inundación, en el olor a naturaleza descompuesta. En Borges hay hallazgos léxicos, rarezas idiomáticas, interpretaciones perspicaces, giros oportunos, soluciones curiosas. O sea, en Borges, escriba, traduzca o respire, hay siempre mucho Borges.

Y entre sus peculiaridades una en particular que ha hecho mucho, pero mucho daño a la narrativa en español. Suele decirse que esta traducción de Las palmeras salvajes inició a muchos jóvenes escritores latinoamericanos en la degustación de William Faulkner. No me extrañaría: a algo tendrían que deberse las insoportables series de oraciones de gerundio yuxtapuestas que nos marearon en España de Luis Martín Santos en adelante. En inglés son, en efecto, largas ristras de subordinadas adverbiales que empiezan todas por un verbo en gerundio. En inglés ya suena excesivo (a los ingleses), pero en castellano resulta insoportable. Debería ser obligatorio sustituirlas por oraciones con conjunciones y verbos en forma personal o por oraciones de relativo, mucho más flexibles y menos monótonas que los dichosos gerundios.

Así que, cuando el presidiario con la mujer recién parida en la barcaza (el esquife) sube a bordo del barco lleno de gente que huye y se empeña en que los vuelvan a dejar por donde iban, en mitad de un río sin orillas, fangoso y lento, y se encuentra con un lugareño que habla en francés y le da cobijo y ropa limpia y le enseña a cazar caimanes, la prosa de Faulkner, en el más reflexivo y desgarrado, en el tono más lírico posible, enlaza frases como centellas que en la exquisita traducción de Borges se quedan en rastros de un arado donde crecieron curiosas especies botánicas.

Tiquismiqueces aparte, como diría mi amigo Enrique Romero, El viejo (que, en palabras de Cowley es, después de Huckleberry Finn, el mejor relato que se haya escrito sobre el río) desarrolla una anécdota que, como sucede a veces en Faulkner, podría incluso ser contada como un chiste: al presidiario que ha sufrido todo tipo de calamidades y que se ha negado una y otra vez a faltar a su palabra o perder la dignidad se le premia con diez años más de presidio. Si hubiera escapado, si no hubiese sido leal a la mujer embarazada, caballeroso –y tímido– con ella y compasivo con su criatura, si no hubiera querido devolver la barca que le prestaron; si hubiese sido, en suma, todo lo que la justicia dice que ha sido, habría quedado libre porque ya se le daba por muerto. Cualquier debilidad lo habría salvado. Su grandeza moral demuestra menos sentido común que el de las mulas, de las que, brevemente, se vuelve a decir lo mismo que se dijo de ellas en The reivers: que a sentido común solo las ganan las ratas, pero nunca los seres humanos.

14.3.11

Los randas, 2

La historia es la siguiente: Lucius Priest[1] cuenta, cincuenta y seis años después (esto es, en 1962, año de la publicación de la novela), el viaje que emprendió con Boon Hogganbeck y Ned McCaslin a Memphis en el coche, un último modelo de 1905, del abuelo de Lucius. El abuelo marcha con la familia a un entierro y a Boon se le ocurre tomar prestado el automóvil para irse de putas y volver a tiempo de que nadie se entere de la sustracción. Pero con ellos va, agazapado, el negro Ned, a quien descubren por razones, digamos, escatológicas. Sin embargo, cuando llegan a su destino (las putas, todo ello contado con una mezcla de retranca e inocencia por un Lucius ya viejo), a Ned se le ocurre cambiar el coche por un caballo, con la idea de ganar una carrera, con sus apuestas correspondientes, y liberar el coche a tiempo de que nadie se entere.

Un buen resumen de la trama nos lo da el propio Faulkner en la página 332 de la traducción española. “¿Qué sentido tenían tantas molestias y tanta ansiedad? Camuflar y disfrazar a Lightning (el caballo) a medianoche para atravesar el barrio de peor reputación de Memphis y llevarlo a la estación de ferrocarril; utilizar sin escrúpulos un combinado de encantos femeninos y nepotismo para secuestrar un furgón del sistema ferroviario y trasladarlo a Parsham; y no digamos nada de todo lo demás: tener que vérnoslas con Butch, el diente de Minnie, la invasión y el atropello del hogar del tío Parshham y la falta de sueño y (sí) la morriña y (en mi caso, también) la ausencia de una muda para poder cambiarme de ropa; todo aquel esforzarse y forcejear y trampear para celebrar una carrera con un caballo que no era nuestro, a fin de recuperar un automóvil que no teníamos por qué haber tocado como primera providencia, cuando bastaba con enviar a una de las personas de color de la familia para que lo trajera”.

Los que se guían por los resúmenes y las solapas piensan que The reivers es una novela sobre automóviles (“el inevitable destino mecanizado, motorizado de los Estados Unidos de América”), cuando en realidad se trata de una novela sobre caballos y mulas, sobre todo mulas, de las que Faulkner escribe un par de encendidos elogios, tal y como hiciera en Sartoris (debería ir compilándolos para juntar una especie de Faulkner on mules), y gracias a las que Ned gestiona sus apuestas, puesto que desde el primer momento se dio cuenta de que ese penco inútil, Lightning, tiene el mismo discernimiento que su mula, y también le gustan las sardinas.

A partir de ahí, uno va disfrutando de opiniones citables, chistes, chácharas multitudinarias, un fluido discurrir que con frecuencia, en medio del placer que produce leerlo, genera dudas razonables de a dónde quiere Faulkner ir a parar con semejante comedia tumultuosa. En cierto modo, el putiferio de Memphis es como la venta del Quijote: todos aparecen y desaparecen, se descubren y se encubren. El propio narrador hace de Quijote desde el momento en que trata a las colipoterras con toda consideración, e incluso se enamora de una, Everbe, y provoca los celos del bruto de Boon, que casi mata a Butch por haber llamado puta a la que ya considera su esposa.

También podríamos ver la novela como un relato iniciático. Es el propio Lucius quien habla de pérdida de la inocencia, mientras su versión en negro, el joven Otis, se dedica a robar un diente de oro a la prostituta Minnie. En cierta ocasión, la madama se queja incluso de que hayan traído niños al prostíbulo, uno para robar y armar camorra y otro para guiar a las prostitutas a la redención, como es el caso de la propia Everbe.

Y eso es todo. Lucius lucha contra la No-virtud (“si la gente no se negara, con rapidez y firmeza, a pensar en el lunes siguiente, la Virtud no tendría por delante una tarea tan dura y tan desagradecida”) en medio de un bosque de minuciosidades aparentemente irrelevantes y, en ocasiones, ciertamente irrelevantes. Pero el gran personaje de esta novela es Ned, un criado negro que, después de leer Sartoris, recuerda a Simon en su sagacidad un poco surrealista, su capacidad para salir bien librado de las situaciones más embrolladas y su curiosa forma de dopar caballos, a base de sardinas. Es Ned quien formula la poética de la novela entera: no se trata del dinero que puedas ganar con la carrera sino de ganar la carrera; no se trata del provecho sino del proyecto. El narrador, Lucius, es fiel a esta enseñanza, más que el propio Ned, que acaba apostando contra su propio caballo. Pero incluso es fiel el propio Faulkner, para quien la carrera es la propia novela, según se deduce de fragmentos como este: “Sólo sabía que no lo había hecho por dinero; que el dinero habría sido lo último de todo; que una vez que lo habíamos empezado, yo tenía que seguir adelante, terminarlo, Ned y yo solos aunque todos los demás hubieran abandonado; era como si sólo logrando que Lightning corriera y que llegara el primero pudiéramos justificar (no evitar las consecuencias, tan solo justificar) todo lo sucedido”. Es decir, la propia novela, escrita con la maestría del escritor que va sobrado, pero también con la duda razonable de quien no cree ya en más motor narrativo que el puro placer de narrar.


[1] Para no enredarse con la genealogía de los personajes, lo mejor es consultar una página como esta: http://www.mcsr.olemiss.edu/~egjbp/faulkner/glossary.html

13.3.11

Los randas

Sartoris era la primera novela de Yoknapatawpha, de 1929. Pensaba regresar a los últimos Cuentos reunidos que me faltaban por leer antes de la excursión, pero antes de salir de Jefferson para marcharme a las trincheras europeas he leído la última, The reivers, de 1962, con la que Faulkner, ya Nobel, ya célebre y a punto de morir, consiguió el premio Pulitzer. Tenía sesenta y cinco años.

La razón por la que me he ido tan lejos es que el mero orden cronológico lineal no es más que un orden, uno más, y no siempre el más lógico. Tanto Sartoris como The reivers comparten su condición de historia, de relato, y prescinden de cualquier forma de exceso que no esté dentro de los ritmos narrativos. Son excesivas en otros sentidos, pero no en el que podemos atribuir a novelas como Absalom, Absalom. Las dos son formalmente clásicas, y si trazamos círculos concéntricos a partir de ellas es posible llegar al centro del exceso, a lo más aparentemente difícil o poco habitual, escrito casi treinta años antes que esta novela.

En castellano, José Luis López Muñoz traduce el título como La escapada, y las justificaciones que aduce en la nota previa no me convencen lo más mínimo. En anteriores traducciones se la llamó Los rateros, pero dice el traductor, con razón, que no va exactamente de rateros. Sólo se roba un coche, un caballo y un diente de oro; se roba la virtud, el nombre, la decencia, las carreras; pero, a pesar de eso, no va exactamente de rateros. Lo que no entiendo es por qué no acudió a otras palabras menos inexactas que no sólo se acercan a lo que significa reiver y sino a la sustancia general de la novela. Yo la llamaría Los randas, por no llamarla Los bergantes, Los rufianes (en este caso, el título sólo hablaría de Boon Hogganbeck, el que mató al oso en Desciende, Moisés), Los granujas o, más sencillamente, Los pícaros, algo que tampoco habría estado nada mal, porque, si no una novela picaresca, sí es una narración, un relato picaresco.

Digo que no es una novela porque a mi modo de ver, desde aquí, desde ahora, desde esta manera no reverencial que tengo de leerlo, con la mitad del texto habría llegado a la espléndida tensión de sus relatos sin perder un gramo de humor ni ninguna de sus preferencias narrativas, empezando por esos diálogos que más bien son chácharas que circulan como el aire, parándose, avanzando, remansadas en situaciones intrascendentes o en una breve corriente dramática que las lleva por los dormitorios. Aun con todo, creo que la historia, la anécdota, está un poco sobreexplotada, y ese alargamiento no innecesario pero sí prescindible creo que se debe a la voz narrativa. Faulkner escogió a uno de sus narradores de siempre, un muchacho de once años que representa, y así se sugiere al principio, a un cruce de los Compson con los McCaslin, es decir, a uno de esos hijos de Huckleberry que Faulkner adoptó y con cuya voz escribió páginas de bronce. En este caso no habla el chico, sino el chico cuando tiene… 62 años. Y esa diferencia de edad es la responsable del –seguramente deliberado– exceso que inflama una narración hasta convertirla en novela. Es como si, en vez de barajar dos narraciones para escribir Palmeras salvajes, hubiera escogido una sola, la del viejo, por ejemplo (que viene íntegra en The portable Faulkner), y la hubiera estirado minuciosamente, a veces con chácharas y otras con alardes de precisión, de verosimilitud, esa manera de nombrar los objetos y describir los espacios que es lo que yo más disfruto de Faulkner, ese ir sobrado que hace de la escritura un bajo continuo sobre el que el artista va improvisando tranquilamente. Vemos a Faulkner divertirse con sus reescrituras y sus remolinos narrativos y sus siestas en la suerte, pero la novela, definitivamente, es un traje demasiado grande, demasiado arrugado para el cuerpo de la historia.

En otra bernardina cuento la historia de Los randas, pero no quisiera perder de vista el año, la fecha, la cifra. En 1962 se publicó en España Tiempo de silencio, y cinco años después Faulkner ampliaría, con su imitador Benet, el territorio de Yoknatapatawpha a la provincia de León. Es decir, cuando el Faulkner de 65 años reúne a sus viejos amigos, los que quedaban vivos, de su mítico condado, y les cuenta una historia como cuentan los viejos las historias, alargándolas innecesariamente, conscientes de que no merece la pena el tiempo, ni siquiera la anécdota, y que lo que se recuerda es el estar escuchándola y lo que se vive es el estar contándola; cuando Faulkner renuncia a cualquier forma de extravagancia narrativa que no hubiese aprobado el mismísimo Mark Twain, en esa paz que da volver a lo inmutable, a lo clásico, entonces en España se empezaba a leer a Faulkner, a no entenderlo y a llenar las novelas de rollos macabeos con aspecto de historias graves. Es curioso que ninguno de sus imitadores fuera especialmente bueno en el arte de la narración, el relato, la novella. Y aun así no cejaron en el empeño.

3.3.11

The portable Faulkner



Acabo de recibir de una librería de Washington, antes de lo que yo creía (Abebooks es mi perdición), un ejemplar de la primera edición del libro que la Viking Portable Library dedicó a William Faulkner en 1946. Es un tomo en octavo de 12 x 18, como la edición de la Obra Completa de Ramón Gaya que publicó Pretextos, o como mis adorados volúmenes de la Loeb Classical Library, sobre todo los antiguos, que, igual que este tomo de Faulkner, llevaban un fino (no transparente) papel, levemente satinado, con la tinta brillante todavía, como si lo acabasen de imprimir, antes de que los off-set y demás zarandajas hiciesen tan difícil leer un libro bien impreso. El color crema del papel, tostado por el tiempo, y el tono sepia de las letras, como de negro envejecido, combina perfectamente con el beige un poco amostazado de las cubiertas de tela. El tacto del papel, pese al satén, tiene la grama suficiente para que no resbale ni haya tenido nunca nadie la nefanda inclinación de darse un lametazo en el dedo antes de pasar las páginas.

Pero el tiempo no ha hecho que los ácaros se apoderasen de su olor. Las páginas llevan al olor característico las librerías de viejo anglosajonas, o sea húmedas, al de la lucha de fragancias entre el papel de calidad y la madera pobre. Aunque también huelen a juguete antiguo, pero no a juguete antiguo después del tiempo, sino como recuerdo que olía la caja de cartón del Exín Castillos que me compraron cuando era pequeño. Cuando vaciaba las piezas este aroma se desparramaba sobre la alfombra y yo me sentaba a jugar.

Es aquí, en fin, en sendos enveses de las cubiertas, donde viene doblemente reproducido el más célebre mapa de Yoknapatawpha, que es a lo que yo iba.


28.2.11

Excursión a Sartoris, 4


A cien páginas del final, la novela lleva tiempo remansada en escenas de penumbra. Después de una elipsis necesaria, puesto que ya nos había descrito con toda intensidad cómo se las gasta el joven Bayard con el automóvil, vemos a los dos, auto y conductor, tirados en un río después de caerse por un puente. Unos campesinos negros que pasaban por allí salvan la vida del joven Bayard y lo trasladan al pueblo en su carro “sin ballestas”, mientras el joven heredero los hostiga en su calvario.

A partir de ahí, la trama se hace un poco Austen. La joven Narcissa cuida de Bayard, le lee cosas y le tiene miedo, porque está enamorada de él y le perdona sus excesos como solo las niñas pijas saben perdonar los excesos de los pijos disponibles. Él es un Marlon Brando escayolado, maniatado, y ella una Audrey Hepburn pavisosa y enamoradiza. Horace, el hermano poeta de Narcissa, se lía con Belle, una mujer casada, con la resignada presencia de ánimo de Harry, su marido, que bebe whiskey con Horace. Este Horace es un dancy relamido, un Scott Fitzgerald de pueblo, con quien Faulkner contrastó abruptamente el anterior y largo episodio de Bayard. Digamos que Bayard es el caballo desbocado, el bólido sin ballestas, y Horace la calesa de pasear damiselas.

Por lo que atañe a la estructura, este largo remanso de comedia de salón y de enamoramientos varios vibra como los instantes de silencio que preceden a las explosiones, sobre todo cuando ves que van quedando menos páginas y el avión que es la novela sigue más allá de las nubes. Hay un momento en las novelas, casi siempre al inicio de la tercera y última parte (tenga los capítulos que tenga) en que uno nota que el avión ha comenzado a descender. Aún no hay que ponerse los cinturones pero el cambio de altura nos va preparando para el aterrizaje. Es el momento en que el avión deja de planear, cuando la novela se inclina y a partir de entonces ya navega cuesta abajo.

En esta novela el avión cae muy al final y lo hace en picado, después de unas cuantas escenas autónomas (dos episodios de caza, una cena de Acción de Gracias, una secuencia de humo, alcohol y jazz) que hacen pensar que la forma de componer de Faulkner es casi siempre un abalorio de relatos independientes por los que atraviesa un riachuelo con los dramas de los Sartoris. Es el joven Bayard el que acapara el drama, y el resultado es una cierta desproporción, en la medida en que varios de los otros merecían un protagonismo parecido. Dicho de otro modo: el salvaje Bayard no tiene por qué tener más protagonismo en la historia que la tía Jenny o que Loosh Peabody o la propia Narcisa, precisamente porque su destino está tan planeado (nunca mejor dicho) que entregar a él la novela nos escamotea otras formas más vivas, más intensas de narración, por ejemplo aquellas que iban libando historias y situaciones de los distintos personajes, alguno de los cuales se pierde sin dejar rastro.

Es el caso de Horace y, sobre todo, de Snopes, cuyo deslucido papel resulta tan irrelevante que su tragedia resulta ridícula, a no ser que, como realmente ocurrió, Snopes no sea más que un cabo, a la manera cervantina, que recoger en posteriores narraciones. Porque la tragedia de Bayard, su irremediable instinto autodestructor, que se revoluciona a partir de que su abuelo muere en el coche de un infarto, es más interesante por las magníficas descripciones de los lugares por donde se pierde (las escenas de caza) que por su drama interior, que en realidad no ha evolucionado desde el principio. Ha sido, vemos al final, la excusa para darle cohesión a las historias, y con un final que ya hemos leído en Tío Willy: la salida por los aires.

Hay un apartado de las proporciones narrativas que podríamos denominar equilibrio de rango y presencia. Bayard no tiene rango para tanta presencia y, al revés, Jenny, Horace o Snopes tienen más rango que presencia. En el caso de Bayard, hay una elipsis que le afecta negativamente como personaje: nada más matar de un infarto a su abuelo (iba con el viejo a toda virgen por los caminachos) esperamos su enfrentamiento con la ría Jenny o su ahora esposa Narcissa, y que toda la introspección autoinculpatoria, por así decirlo, en vez de quedarse en un intenso párrafo en la escena de caza sin cazar con los McColum, se desparramase dramáticamente hasta que Bayard decide huir. No sé si ese episodio estará o no en la versión íntegra, pero yo lo echo de menos porque Bayard, así, queda un personaje plano, violento y nada más, sin que hayamos sabido tampoco por qué Narcissa, después de algún tiempo de matrimonio, le tiene pánico, un recurso que Faulkner repite poco después cuando Bayard ya nada en alcohol y otra mujer, la que ahora, esa noche, está con él, le tiene el mismo pánico inexplicado, aunque lo comprendamos perfectamente.

Esta para mí desproporción hace que la cosa se cierre con el cumplimiento del destino familiar en boca de la superviviente Jenny, “aquel espíritu indomable que, nacido en un cuerpo de mujer para hacerse cargo de una familia de varones imprudentes e irreflexivos, no parecía tener otro propósito discernible que cuidar de ellos hasta el momento de su temprana y violenta muerte”. Por morir muere hasta Simon, el viejo criado, con quien de paso hila Faulkner el relato de cuando Simon se quedó con el dinero de la iglesia (y se lo gastó en los mismos tugurios que lo llevaron a la tumba). La escena final, la descripción de las lápidas de los Sartoris, el triste y hermoso día de Navidad con que celebran tanta desgracia, vuelve a ocuparse otra vez no solo de Bayard y, en el recuerdo, su hermano John, cuya muerte ha expiado Bayard durante toda la novela, sino del viejo Bayard, el banquero, de su sobrina Jenny, del gran Peabody, de todos los que se juntaron a refunfuñar el día de Acción de Gracias, a interpretar el papel colectivo en el que hasta las mulas, con un precioso homenaje, gozan de un rango narrativo que las dignifica.

La impresión final es que Faulkner es un gran contador de historias, y que en este libro hay una historia larga y repartida, la de Bayard, y otras de las que se podía extirpar a Bayard y tendrían perfecta autonomía (la de Snopes y el niño y, luego, Narcissa, la de los McCalum, la de Horace, etc.). Uno tiende a pensar que Faulkner hace avanzar la narración no por lo que pasa sino por lo que ya ha pasado. Cuando empieza un capítulo, las circunstancias han cambiado con respecto al anterior, y este capítulo parece a veces un relato autónomo traído con toda pertinencia, pero siempre autónomo, descontextualizable. Si aislamos todos estos relatos, el héroe Bayard se queda sin alas, como en efecto sucede, y se estampa contra el suelo.

22.2.11

Excursión a Sartoris, 3

No he leído Banderas en el polvo, pero casi estoy seguro, aunque parezca una pedantería intolerable, que antes o después, más bien antes, de la primera aparición de Snopes en Sartoris falta por lo menos un capítulo. El razonamiento es, por otra parte, bastante banal: hasta ahí, todos los capítulos iban engarzándose merced a alguno de los personajes, que en el siguiente cobraba más protagonismo y en el subsiguiente se hacía a un lado para que otro tomara el hilo narrativo. Era, para decirlo en términos cinematográficos, un largo plano secuencia que se ataba por los movimientos de los personajes. Claro que después de la intempestiva aparición de Snopes ofreciéndole a un chico una escopeta la cosa vuelve a su camino, y lo hace a toda velocidad. Snopes aparecerá más tarde como alguien que trabajó en el depósito de aguas (uno de los cuentos de la segunda sección) o que, como tratante de ganado, y sin que se mencione su nombre, se sabe que pone mulas en la vía del tren para cobrar la indemnización cuando la máquina las descuartiza. De todos modos, esos cuentos, tanto Centauro de latón como Un mulo en la parcela, son, respectivamente, de 1932 y 1934, es decir, posteriores a Sartoris, y el segundo servirá de base para La ciudad, de 1957. Es decir, dos anécdotas que caracterizan a un personaje secundario dan lugar a sendos cuentos, a episodios de novelas posteriores e incluso a una trilogía entera de gruesas narraciones. Si eso no es literatura orgánica, que venga Dios y lo vea.

Pero de momento, si no una mota de polvo, Snopes sí es un personaje secundario, que en este caso abre y cierra la primera gran secuencia de la novela, dedicada al joven Bayard, de 26 años, excombatiente de la Primera Guerra Mundial (lo siento pero voy a seguir empleado las mayúsculas a mi sabor) y molde de tantos gigantes petrolíferos y rebeldes con causa y sin causa que surgirían después. Con independencia de la situación familiar, Bayard encanta el mito del joven trastornado por la velocidad y el dolor no digerido, que no solo disfruta poniendo un haiga a todo meter por los caminachos del condado sino aterrorizando a su tía, a su propio abuelo y por supuesto a los criados negros hasta que los ve sudar de miedo. Cuenta Faulkner en cincuenta páginas cómo, después de divertirse un rato jugándose su propia vida y la de los demás (cómo me recordaba ese cochazo derrapando por las veredas a la novela de Robert Penn Warren, de la que podríamos decir cosas muy parecidas a las que decimos de este Faulkner, el que aún medía con proporciones clásicas), el joven Bayard se emborracha con unos y con otros, en un bar y en la camioneta de un viajante, en su propio coche, al lado del río, en un pueblo cercano, con blancos que beben a escondidas whiskey malo y negros que los acompañan con sus instrumentos en las rondas. Por cierto que, al principio de la secuencia, Bayard, hombre de buen corazón, invita a los negros a beber pero, como hay que beber a morro, pero solo los blancos, tiene además la gentileza de permitirles que desenrosquen el tapón del depósito de aceite, lleno de grasa y de mierda, y lo utilicen de vaso; al final, todos como cubas, se pasan la garrafa unos a otros sin tapón ni nada. La tajada los humaniza un poco.

El punto culminante llega cuando, como si no tuviera bastante con un bólido que los estaba paseando por la muerte, Bayard se empeña en montar un caballo entero, una preciosidad enfurecida que Faulkner describe de manera deslumbrante. Qué intenso placer cómo narra el fragor del caballo salvaje y el del hombre más salvaje todavía. Pero el rico Bayard, que de momento se ha burlado de las máquinas, sucumbe al caballo, y el resto de la borrachera lo pasa con una venda en la cabeza que le ha puesto el doctor Peabody, hasta que se la quita y sigue bebiendo y reventando el cuentakilómetros y es al final un policía el que le hace el favor de llevarlo a que duerma la borrachera sin necesidad de que su familia remate la vigilia viendo su lamentable aspecto. Pero en este cañamazo se juntan las impresionantes descripciones del campo ameno con la violencia desatada del cerebro de Bayard y las actitudes de sus compañeros de farra, sobre todo de los negros, tan solo uno de los cuales, el viejo Simon, todo sabiduría, es capaz de huir. El coche arrambla en su empuje con actitudes de personajes que cuando son arrasados por la nube de polvo quedan flotando en sus brillantes papelillos. El equilibrio entre potencia y minuciosidad, entre velocidad narrativa y puntillosidad descriptiva, entre precisión y poesía, no es propiamente un estilo, no es el estilo Faulkner, sino más bien el estilo de lo extremely well written, o dicho de otro modo: todo aquel que quiera guardar las proporciones del relato, enhebrar parlamentos del mejor dramaturgo y descripciones que firmaría el propio Keats (sobre todo Keats), no saltarse ninguna de las exigencias del relato clásico, antes bien sometiéndose a todas ellas en aras de la perfección narrativa, escribiese como escribiese, tuviera el estilo que tuviese, debería escribir más o menos así. Es como un punto medio entre el brío irrefrenable, la escuela de Stendhal, y la paciencia poética, la escuela de Flaubert. Cuando me regodeo con las descripciones naturalistas de Flaubert, desearía muchas veces, sin embargo, que la misma belleza se me presentase con el ritmo de Stendhal. Con el Faulkner de esta novela el equilibrio es a veces tolstoiano, esos raros momentos en los que uno está en la prosa, su cerebro cabalga sobre ella y la incorpora no solo con el intelecto; esos momentos de perfección en que la prosa escapa al tiempo y la narración se materializa en un ámbito sensorial, en una sensación completa. En Guerra y paz me sucede a menudo, es como quedarse colgado en otra dimensión, como deben sentirse esas personas que vemos que han depositado la mirada encima de un objeto y abren mucho los ojos como si les presionara el mundo que llevan dentro de su cabeza, el único al que pueden atender. Y, por encima de todo, no tiene ni uno solo de los manidos excesos faulknerianos. Es, por así decirlo, una novela de las de toda la vida. Quizá sea eso lo que me transporta, porque sé que es lo más difícil de todo.

20.2.11

Excursión a Sartoris, 2

No tengo noticias de que se haya llevado a la pantalla esta novela o su versión completa, Banderas en el polvo, y me resulta extraño porque Sartoris es una película, es decir, resulta casi imposible vivirla en su lectura sin el ojo cinematográfico. Su atrezzo significativo, observado minuciosamente como en un barrido por encima de los muebles o un travelling a través de los pasillos, incluso la iconografía, los criterios de selección, me resulta familiar por la cantidad de películas que incluyeron escenas como esas… mucho tiempo después. Porque Sartoris es, insisto, de 1927, el año de El cantante de jazz, es decir, del principio del cine sonoro, y si ahora mismo los Coen o Martin Scorsese tuvieran que adaptarla al cine no tendrían más que exigir a sus directores artísticos que fueran absolutamente escrupulosos con el decorado y la ambientación de la novela, y a la hora de escribir los diálogos se las verían en cuentos para quitar alguna intervención, todas ellas pertinentes, ninguna excesiva, ni siquiera las chácharas mandonas de la señorita Jenny o las aventuras bélicas de Caspey, el hijo del criado negro Simon, que ha estado en la primera guerra, igual que el amo Bayard, pero mientras el blanco ha estado pilotando aviones, el negro se ha dedicado a salvar vidas de blancos en el barro. Ni siquiera sus entusiastas y reivindicativas batallitas duran más de lo necesario, calculo que, en pantalla, ninguna va más allá de un minuto (unas catorce líneas, menos incluso, teniendo en cuenta el entusiasmo con que se pronuncian), y todas se integran en escenas de ritmo perfecto, tan explícitas como el final de las heroicidades del negro Caspey, un palo en las costillas por parte del viejo Bayard cuando el negro levantisco dice que ya nunca trabajará para un blanco.

Si algún problemilla de guión había, nada grave, es en las –escasas– explicaciones del narrador que o no se ven en los objetos o no se oyen en las conversaciones. Es el caso de una gran escena que me parece un ejemplo de cómo el cine, más que crear un lenguaje cinematográfico, adaptó el punto de vista teatral y lo fundió con el novelesco. Me refiero al momento en que la señorita Jenny decide llevar a su sobrino, el viejo Bayard, al médico porque le ha salido un bulto en la cara (inmediatamente me acordé de Juan Benet, que, cosas del azar, vino a morir como el coronel Sartoris). El médico, después de una escena de arrogancia de clase con la secretaria que luego hemos visto mil veces, resulta ser un hombre joven, serio, gris y honrado. Tras una primera impresión decide que hay que sajar el bulto inmediatamente, a lo que el coronel pone toda clase de pegas, entre otras razones porque otro vejestorio, Falls, medio curandero, le va a poner un emplasto en el que confía más. Y en ese momento, mientras luchan la ciencia moderna y la superstición antigua, aparece por la puerta de la consulta el cíclope bueno y tonante, Lucius Quintus Peabody, de nombre, costumbres y ademanes dickensianos, un anciano de ochenta y siete años, las manos como un rastrillo, la melena blanca ensortijada, ciento cuarenta kilos de peso “y el tubo digestivo de un caballo”, que ilumina con su presencia la escena e incluso nos hace reír, nos gana como nos ganan siempre esos personajes estrafalarios y excesivos de Charles Dickens, que sin embargo parecen conservar el sentido común y generan en el público una admiración casi infantil. Es como un Goliath culto, como un Walt Whitman con mala uva, que atiende igual a negros que a blancos, se da por pagado con unos esquejes de rosal y de vez en cuando recibe la visita de un campesino de mediana edad que viene a pagar los honorarios de su propio nacimiento. Se dice de él que podría vivir viajando por el condado sin pagar un centavo en manutención o alojamiento, porque no hay nadie, ni rico ni pobre, ni blanco ni negro, que no haya recibido sus atenciones cuando llamó al doctor Peabody.

Todo esto que, en Dickens y en Faulkner, hace que el personaje nos caiga simpático, está contado por el narrador, no está en los diálogos ni en los objetos, no está pensado para el cine y en algún sitio habría que meterlo. Scorsese pondría una larga voz en off y en paz, pero los Coen supongo que introducirían estos datos en el diálogo de alguna manera. Todo lo demás, la consulta del doctor Paebody, la old curiosity shop de Dickens, desordenada, llena de polvo (un poco como la cabaña del tío Willy) y con un montón de novelas baratas que el doctor Peabody pasa el tiempo leyendo y releyendo en el sofá que ya tiene la forma, el vaciado de su monstruoso cuerpo, es puramente novelesco pero está filmado por una cámara serena, comprensiva. Al ver su consulta, ese maravilloso alarde de lo que antes he llamado el atrezzo significativo, me he acordado de otro faulkneriano, Juan Carlos Onetti, quien pasó sus últimos días varado en un camastro, leyendo novelas baratas que, según he contado ya en alguna ocasión, su mujer le compraba al peso en la Cuesta de Moyano, en la caseta de Alfonso, que es quien me lo contó.

Uno viaja enfrascado en la novela, prolongando la excursión, y se hace cruces de los prejuicios que nos han alejado de Faulkner. En España sucede que lo mismo que ha servido para valorarlo en grado sumo, su pretendida dificultad, ha servido para ignorarlo también en grado sumo, a pesar de que obras como esta sean un ejemplo de novela clásica que, más que avanzar las técnicas cinematográficas, conserva el punto de vista de la imaginación y lo maneja con asombroso desparpajo, que es el espejo donde debería seguir mirándose los dos, el cine y la novela. No obstante, cuando digo que me imagino Sartoris en una pantalla, no es en una de cine mudo ni de actores desatados, sino en una buena película de los 90. También la novela parece recién escrita.

19.2.11

Excursión a Sartoris

La buena literatura es aquella que para describir a una mujer tiene bastante con estas palabras: “La señorita Jenny incluyó también al anciano en la órbita de su voluntad como se recoge al pasar una prenda de vestir abandonada sobre una silla”. O que para dar una idea de cómo cambian los tiempos deja caer, en una conversación entre amigas, estas otras: “Un automóvil en el establo de Bayard Sartoris, fíjate bien, cuando el banco de su abuelo no presta dinero a nadie motorizado”. O cuando, para señalar cierta idea de familia, tiene bastante con describir una vajilla: “una delicada cubertería de plata tan desgastada por el uso que los mangos de algunas cucharas tenían la delgadez del papel en el sitio donde los dedos de sucesivas generaciones las habían empuñado”.

Las tres citas están sacadas de las cien primeras páginas de Sartoris, la novela de Faulkner a la que he decidido irme de excursión a mitad de la travesía de sus Cuentos reunidos. La razón es que, después de la tercera sección, la consagrada a los indios chickasaw y las andanzas del jefe Ikkemotube, viene otra de temas más crudos y contemporáneos en la que aparece ya el tema de la primera guerra mundial. Al leer Ad astra tuve la sensación de que estábamos abandonando el solecillo de Yoknapatawpha y me apetecía quedarme unos días más en el condado, lo que quiere decir que mi excursión no interrumpe la travesía sino que la travesía no interrumpe la incursión.

Escogí Sartoris por ser la primera de la serie, y la que el propio Faulkner señalaba como puerta de entrada al mundo de Yoknapatawpha, allí donde ya estaban todos los temas, y casi todos los personajes, que desarrollaría en sus posteriores y más famosas novelas. Según es sabido, la versión íntegra de esta novela, considerablemente más voluminosa, se publicó en los años 70, de modo que Sartoris, publicada en 1929, es unas 40.000 palabras más breve, o sea unas cien páginas, que Banderas en el polvo, escrita en 1927. En Estados Unidos Sartoris fue descatalogada cuando se publicó Banderas en el polvo; en España la publicó Seix Barral en 1982, y Sartoris se volvió a editar el año pasado con traducción de José Luis López Muñoz.

Estos cálculos no son ociosos. Faulkner era un año mayor que Lorca. El año que Faulkner funda su mundo privado, Lorca diseña su tablao de los desgarros. Si algún escritor español estaba llamado a representar lo mismo que Faulkner representó en Estados Unidos, al menos durante sus años de vino y laureles, supongo que era Ramón J. Sender, pero Sender tenía un desprecio ideológico por lo extremely well written, con ese inquietante primer adverbio cuando lo pronuncia un editor. Cuarenta años después, como es sabido, a finales de los sesenta, nuevas Yoknapatawphas surgieron en el español de uno y otro lado del océano, pero ya era un revisionismo literario, en el fondo una forma de preposmodernismo, valga el retruécano.

Por no creo que sea exacto hablar de retraso en la influencia de Faulkner. Todo lleva su tiempo. Faulkner fue descubierto como pudo ser descubierto Shakespeare, por ser ya un clásico, no por razones de contemporaneidad. El propio Faulkner, poco antes de que le concedieran el Nobel (cuando lo sacan los Coen en Barton Fink, borracho perdido y vestido de blanco), seguía sin conseguir un aprecio continuado del público, que había celebrado sus primeras novelas de Yoknapatawpha pero quizá no le había perdonado ni sus poco complacientes empeños narrativos ni su escasa aportación a Hollywood, si por escaso puede entenderse escribir El sueño eterno o Tener y no tener. Por eso el personaje de los Coen es tan interesante. John Turturro alucina con la figura de un guionista alcoholizado, sin demasiado predicamento, que sin embargo ha escrito una de las columnas vertebrales de la literatura del siglo XX y en su tierra sólo puede compararse con los grandes clásicos.

El caso, en fin, es que Sartoris se publicó mutilada y que, en cierto modo, de esa mutilación fueron creciendo muchas otras novelas. El Snopes que aparece en Sartoris es una mota de polvo comparado con el gran personaje de la trilogía con que iba a culminar su obra, pero la señorita Jenny es una moza vieja de las que ya hemos visto varias en sus cuentos, y el criado negro Simon es el patriarca de los esclavos igual que el Coronel Sartoris es el espectro que mantiene viva la familia, y en el nieto Bayard está también el pariente desarraigado, trastornado por la guerra y la velocidad, que acaba por los aires como el personaje de El tirón de la muerte o como los personajes de Pylon, su novela más aeronáutica. Tiene Sartoris, aun mutilada (sería una pedantería inadmisible decir que eso se nota; yo, al menos, no lo noto), esa rara condición de novela seminal, de huevo donde ya está escrito todo, o todo anunciado, de tal modo que insistir en ello nunca será repetir nada sino desarrollar algo. Sartoris crea un universo narrativo completo y al mismo tiempo abierto, y ese es, a mi modo de ver, el gran fallo de sus imitadores, que aspiraron a las novelas mole, cerradas, clausuradas, principio y final, en aras de un concepto de la obra de arte demasiado estático.

Para poner un ejemplo famoso, Cien años de soledad es una obra cerrada. Tenemos bastante con lo que sabemos a través de ella de sus personajes, por más que muchos hayan sido protagonistas de novelas cortas que suenan como estudios preparatorios de la gran obra de arte. Yo no sé si me habría apetecido leer después un monólogo de Amaranta, la Emily de los Buendía, o una batalla retrospectiva del Coronel Aureliano Sartoris. La condición prospectiva de las novelas de Faulkner, el hecho de que siempre haya algo más que saber sobre lo mismo, hace que uno, en el fondo, sea cuento, sea novela, esté leyendo siempre partes de una sola obra, no bocetos ni estudios ni acercamientos sino partes importantes de la totalidad.

Quizá la diferencia sea demasiado sutil para ser importante, no sé.

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