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4.6.20

Sol menor


Fue en mitad de uno de los fireworks de Haendel que tenían que interpretar tres veces por semana durante todo el verano. Se equivocó de nota, en mitad de una fanfarria, menos mal, porque si hubiese sido un solo de oboe se habría notado como se nota un gallo en un tenor. Tan solo, si acaso, podría haberlo notado el fagot, siempre detrás de ella, respirándole en la nuca. Pero el fagot era un caballero inglés incapaz de decirle a una dama que se había equivocado. 
Daba igual. Aunque solo lo supiese ella, aunque al astuto Breshkovski, el director, se le hubiera pasado por alto en mitad de los petardos. Pero a Violeta no le preocupaba haberse equivocado, esas cosas pasan. Era posible incluso que, como Violeta era más alta que la media, los músicos la hubieran visto incluso sonrojarse. Lo que le preocupaba era el modo. Estaba muy pendiente de la partitura, era un Mi mayor nada forzado, veía complacida cómo sus dedos seguían la fuga con suavidad, pero con la misma delicadeza, como si formase parte de una conexión exclusiva entre las notas negras y las yemas de los dedos, había dado un Sol menor. El error no era desliz. Había que cambiar de posición todos los dedos de ambas manos para cometerlo. Era una falsa orden, un despiste de los dedos, del cerebro, de lo que fuera, pero no suyo.
El error no volvió a aparecer en toda la gira de verano. A Violeta le seguía costando pensar que lo hubiera cometido ella. El error se cometió a sí mismo y, por absurda que resultase, esa era la única explicación convincente que se le ocurría. No hubo sobresaltos, pero le costaba mucho más esfuerzo. Ya no se atrevía a tocar sin partitura por más que se la supiese de memoria. Desconfiaba de la relación que se había establecido entre sus ojos y sus dedos, de manera que rehabilitó al cerebro en sus funciones de vigilancia, y aún tuvo que hacer un esfuerzo suplementario para que tanta concentración no afectase al fluir de la música, no la empastase ni la sincopase sino que siguiera siendo la que era cuando no necesitaba tanta atención.
Habían empezado los ensayos de la temporada de otoño, los programas triples con los que exprimían a los miembros de la London Baroque, las giras por barcazas inestables, las piezas de cámara y la ópera Dido y Eneas como broche final a mediados de octubre, en Londres, en la Royal Opera House. La ópera no estaba prevista, porque las partituras originales de Purcell no incluyen oboes, pero Breshkovski había decidido incorporarlos en detrimento del protagonismo del violín, y Violeta terminaba los ensayos tan exhausta como un corredor de fondo que se hubiera visto obligado a ser consciente de los movimientos de sus piernas. De hecho había retrocedido hasta el terreno vulgar en el que no cabe hablar de una interpretación sino de una reproducción. Atrás quedaron esos trinos casi involuntarios que sus compañeros de la sección de viento aplaudían por su frescura. Todo era según decía la partitura reescrita por Breshkovski, según el cerebro administraba las tareas, según los dedos obedecían sin rechistar.
Quizá por culpa del cansancio los efectos volvieron a reproducirse a finales de septiembre, a tres semanas escasas del estreno de la ópera. En mitad de una sonata de Zelenka que estaban interpretando en un college de Oxford, volvió a confundirse aparatosamente, y esta vez el público quizá no se dio cuenta (el resultado no había sonado mal y Zelenka es un músico desconocido), pero sus cuatro compañeros elevaron las cejas o abrieron los ojos, casi por instinto, como si el error hubiese sido un codazo, o un mal recuerdo.
Después, en el pub, tuvo que sincerarse. “No sé por qué he dado ese Sol menor, será que estoy cansada”. Pero luego, en la soledad de su apartamento de Londres, se arrojó en brazos de la obsesión. Leyó todo lo que fue capaz sobre enfermedades asociadas a la distonía, la bestia negra de los músicos de viento, capaz de arruinarles la carrera e incluso de condenarlos a una silla de ruedas para el resto de sus días, si no a efectos devastadores en su equilibrio mental y emocional. Si la distonía era el problema, podía empezar a despedirse de la música. 
Se fijó un plazo, hasta el estreno del Dido y Eneas. Según como fueran las cosas para entonces, tomaría algunas decisiones: acudir a un neurólogo, someterse a una terapia o, si fuera necesario, abandonar la profesión. Siempre podría tocar en orquestas que no abusasen de ese modo de sus músicos, en Alemania, en Italia o en España, en alguna banda municipal, en alguna charanga de pueblo, en algún tanatorio. La música seguía estando por encima de todo.
Durante los ensayos no se volvieron a cometer los errores pero era imposible librarse del miedo a cometerlos. Los compañeros empezaron a darse cuenta, no tanto por el resultado de sus interpretaciones sino por su actitud personal. Ya no tomaba la pinta de después de los ensayos en el Steel’s con el fagot inglés, prefería pasear con la flautista japonesa en los descansos entre los árboles de Regent’s Park, o sola, sin nadie que le hiciese pensar. En su casa comía cualquier cosa y se pasaba el tiempo ejercitando con mancuernas los músculos del labio y practicando yoga. De vez en cuando, un par de veces por semana —tampoco podía permitirse más—, contrataba a un fisioterapeuta que le relajase los músculos del cuello.
Si al tiempo de recuperarse le sumaba el tiempo de ensayar por su cuenta y el de dormir lo necesario, no le quedaba un minuto para dejar el cuidado de su cuerpo y dedicarse un poco a sí misma. Pero había notado que solo en un punto concreto de la tranquilidad, poco antes de entrar en la despreocupación pero todavía consciente de todo, era donde menos esfuerzo le costaba mantener los dedos a raya, ordenarles sus movimientos e incluso, en ocasiones de especial seguridad, dejarse llevar como antes.
El precio era bastante alto, pero ya llegarían las vacaciones. Los fines de semana permanecía en casa, estudiando, y cuando el fagot inglés o la flautista japonesa o el clarinetista búlgaro la llamaban para salir, para cenar, ir al cine o pasear por la campiña inglesa, ella estaba siempre ocupadísima, había venido de Madrid su madre a verla y tenía que enseñarle Londres. En parte, solo en parte, era verdad, porque su madre iba una vez al mes —tampoco podía permitirse más— y le fregaba la casa. Rara vez salían. La madre ya sabía dónde estaba el supermercado y le hacía la compra del mes, de modo que ella podía reproducir un sábado el horario de un martes sin la más mínima perturbación. Cualquier perturbación empeoraría las cosas.
Para cuando Breshkovski, el director, le pidió que fuese a su despacho, Violeta sintió un cierto alivio. Era el final. El meticuloso Breshkovski estaba a punto de poner fin a esa consciencia tormentosa. Cuando el director, un tipo calvo, muy moreno, georgiano del mar Negro, ancho y chaparrudo, con bigotazo, llamaba a alguien con esa mueca de servilismo, era para decirle que no lo estaba haciendo bien. Nada más terminar el Dido y Eneasmedia orquesta tenía que renovar contrato, incluido el propio Breshkovski, que había sido contratado para un año con opción a otro. Su perfeccionismo metálico, soviético, y su oído de gato montés captaban los más mínimos deslices del último violín, y solía corregirlos en privado. Cada día, al terminar la última sesión, había media docena de agraciados que debían esperar turno para ir a su despacho. Si lo hubiera hecho en medio del ensayo, como todo el mundo, no habría sido tan humillante. Los que repetían dos días seguidos, algunos de sesenta años, músicos magníficos la mayoría, jugaban a burlarse de la situación haciendo como que eran niños pequeños a los que el maestro había castigado, pero otros lo pasaban mal. 
Violeta era del grupo —bastante amplio, por otra parte— de músicos a los que Breshkovski no había llamado nunca la atención. Cuando escuchó su nombre, sintió en el hombro la mano de Adam, el fagot inglés, no estaba claro si de ánimo, de solidaridad o de condolencia; seguramente con la mejor intención. Era un hombre más o menos de su edad, cerca ya de los cuarenta, exageradamente inglés, con el pelo rubio ondulado, color rosa pálido, gafas muy gruesas y piernas muy largas, que más de una vez la había invitado a fotografiar los amaneceres de Morgate sin que Violeta mostrase demasiado interés.
El suplicio duró casi cuarenta y cinco minutos, los que tardaron en entrar y salir del despacho de Breshkovski el chelo italiano, la trompa checa, el clave portugués y la flauta argentina, que fueron pasando delante de ella, la oboísta española. Los ingleses nunca eran llamados a capítulo. Eran los tiempos del Brexit, un largo sábado de incertidumbre.
Cuando entró al despacho, Breshkovski se deshizo en agasajos y la invitó a que se sentase con una sonrisa de dientes enormes que Violeta no había visto nunca. Para su sorpresa, no la había llamado para recriminarle nada sino para felicitarla por su trabajo. Violeta no daba crédito. ¿De veras no había notado nada? ¿Tan metalúrgico era su sentido de la perfección que no había notado siquiera una leve merma en la fluidez interpretativa? Con su inglés estropajoso, Breshkovski dijo que, si decidiera quedarse al frente de la orquesta el año siguiente, cosa que ya le había propuesto el consejo de administración de la London Baroque, y que él aún tenía que estudiar porque había sobre su mesa ofertas muy interesantes de las orquestas de Delaware, Mónaco y Qatar, no dudaría en ascenderla al puesto de primer oboe, porque el repertorio en el que estaba pensando se ajustaba más a la sobriedad precisa de Violeta que a la inclinación a la filigrana del oboísta primero, de origen vietnamita. ¿Y no me podía haber dicho eso sin ponerme en la cola de los tontos?, pensó Violeta, pero ni se le ocurrió decirlo. 
Al final de tanto piropo sospechoso salió el peine. Breshkovski le dijo que su hija había venido a pasar unos días a Londres, que él estaba muy ocupado con los preparativos de la ópera (el contratenor irlandés le llevaba por la calle de la amargura, la mezzosoprano rumana era un desastre) y que le haría un gran favor, ya que eran más o menos de la misma edad, y ella, Violeta, era una mujer simpática y muy responsable, “como todas las españolas”, si sacaba un poco a su hija del hotel, a que le diera el aire.
En un mundo de relaciones laborales justas Violeta le habría dicho que no, le habría recriminado la vejación pública y le habría amenazado con demandarlo por chantaje. Pero los músicos de la London Baroque, al menos los extranjeros, dependen de los informes de los directores. Violeta salió de allí más indignada que otra cosa. Se tenía que arrastrar, perder horas de estudio, de ejercicio y de relajación, perturbar su sistema nervioso para mantener un puesto de trabajo que la estaba volviendo loca y que amenazaba con dejarla paralítica.
Natalia no resultó ser tan antipática como su padre. Todo lo contrario. Era una muchacha tímida y generosa, menuda en comparación con la envergadura de Violeta, una de esas chicas altas y cabizbajas que si va deprisa tiene andares caballunos.  Cada vez que veía que estaba en su mano hacer algo por Violeta, no lo dudaba un momento. Violeta se preguntaba si es que en el mar Negro se confunde buena educación con servilismo, como en España, porque a todas horas Natalia estaba dándole las gracias por haberla llevado a un sitio tan bonito, o a un teatro, casi como si Violeta fuera la actriz principal de la comedia, o a una exposición de arte, como cuando fueron a la Tate Modern y Natalia empezó a reírse de puro entusiasmo al ver la instalación de Ai Wei-Wei en la Sala de Turbinas, el suelo cubierto por millones de pipas de girasol hechas de cerámica y pintadas a mano, una por una, por otro millón de artesanos chinos, o como cuando la llevó a pasear por Candem y cada vez que entraban en una tienda Natalia iba cambiando de aspecto, ahora con unas botas Doctor Maertens, luego con un piercing en la nariz, más tarde con una camiseta negra de Sex Pistols, por no hablar de cuando preguntó a Violeta de qué color debería teñirse el pelo, aquel castaño suyo del mar Negro, y no dudó un momento, cuando encontró el frasco adecuado, en comprar un tinte del color de la madera del oboe, que también era violeta.
Le hizo perder bastantes horas de ensayo, y cuando acabó el primer fin de semana de turismo londinense Violeta no había dedicado ni un minuto a la partitura del Dido y Eneas. Llegaba tan cansada de las inacabables excursiones con Natalia que caía redonda en la cama. El ensayo del lunes fue un desastre, no estaba concentrada y en un par de ocasiones los dedos interpretaron lo que les dio la gana, no lo que su cerebro les había ordenado. Breshkovski no la llamó a capítulo, pero sus compañeros de la sección de viento, sobre todo los que formaban con ella el cuarteto, se alarmaron considerablemente. El único que trató de quitar hierro al asunto, cómo no, fue el fagot, que se ofreció a acompañar a Violeta hasta su casa y en el camino le propuso un fin de semana en Morgate.
Violeta no sabía si estaría disponible, tenía que recuperar el tiempo despilfarrado el fin de semana anterior, volver a sus asanas, sus mancuernas, su cúpula de nieve artificial. Pero fue imposible. Nada más llegar a casa, sonó el timbre y era otra vez Natalia, dulce y sonriente, lista para visitar un par de galerías del Bricklane que no cerraban hasta tarde. Violeta no pudo hacer nada para impedirlo: Natalia era joven, fresca, entusiasta, era muy agradable charlar con ella en esa lengua franca que es el inglés básico. A pesar de su peinado punki, Violeta se la imaginaba con un pañuelo a la cabeza, trabajando en el sovjoz. Era delgada y fibrosa, de ojos muy claros y piel muy blanca. Ni siquiera los labios eran oscuros, como si toda ella estuviera cubierta por una veladura de bondad. Era la primera persona en Londres con la que pasaba tanto tiempo seguido sin tocar un instrumento, divirtiéndose a pesar de la responsabilidad que la atenazaba, pero eso no lo hacía porque se hubiesen conocido en una exposición o montando en bicicleta, sino porque, por encima de todo, Natalia era la hija del director. No atenderla significaba caer en desgracia, pero atenderla también porque su capacidad de concentración estaba hecha jirones. 
De modo que Violeta se lió la manta a la cabeza y ni esa semana ni la siguiente dedicó apenas tiempo al estudio. No hubo ensayo en el que no se equivocase un par de veces, siempre fallos absurdos, notas ni remotamente parecidas a las que debía interpretar. Lo único que conseguía era no terminar de darlas, anticiparse a las consecuencias del error, y eso después de que, tras una sesión de Zelenka con el cuarteto en la que estuvo particularmente desafortunada, Violeta llegase a casa y, nada más abrirle la puerta a Natalia, cuando esta la abrazó y le preguntó qué le había pasado, por qué había estado llorando, liberó una cascada de lamentaciones que no cesó hasta bien entrada la noche. 
Esa noche Natalia se quedó a dormir en la casa, en el sofá cama que usaba su madre cuando venía a verla. Por la mañana, nada más despertarse, Violeta tenía un espléndido desayuno macrobiótico encima de la mesa. Natalia también le había preparado una fiambrera de plástico con un par de sándwiches para el almuerzo y un botellín de zumo de papaya, y mientras Violeta miraba, con más miedo que otra cosa, la partitura que había de ensayar esa mañana, Natalia se dedicó a darle masajes en las manos, a separarle los metacarpianos y relajar las articulaciones de las falanges, y aun antes de permitir que se fuese a duchar y arreglarse para el ensayo la hizo tumbarse encima de la cama y le dio un masaje en la columna y en el cuello. 
Ese día no hubo fallos, ni en la sesión de Zelenka con el cuarteto, en la que fue felicitada por Konstantin, el clarinete búlgaro, que aprovechó para besuquearla, y por Shizu, la flautista japonesa, con su sonrisa de cuento infantil, y no digamos por Adam, el fagot inglés, que se deshizo en halagos y en sonrisas; ni tampoco en el ensayo de Dido y Eneas, donde por fin pudo soltarse y no mirar como una gallina hipnotizada la evolución de sus dedos, sino concentrarse, si acaso, en la pasión de Dido, dibujarla, llevar el sentimiento al mismo grado de pasión desatada (era el primer acto), en intervenciones casi siempre secundarias, pero llenas de energía. Por primera vez en mucho tiempo tocaba sin miedo. 
Nada más salir del ensayo y conectar el teléfono llamó a Natalia. En su inglés sin opciones se felicitaron mutuamente y se dieron las gracias y cambiaron de planes y al final fue Violeta la que se acercó hasta el hotel donde Natalia vivía con su padre y le ayudó a hacer las maletas y a venirse a vivir con ella. Aquello lo propuso Natalia, y para Violeta fue otro gran alivio porque habría sonado un poco egoísta proponerlo ella, era como traerse al fisio a casa para no tener que caminar hasta la clínica. Pero Natalia estaba cansada de la vida de hotel y del sieso de su padre, que se pasaba el día encerrado en su cuarto, aporreando el piano y estudiando partituras. Con un solo día no tendrás bastante, Violeta, mejor me voy a tu casa. Esas fueron sus palabras, y Violeta lo aceptó encantada. 
Violeta lo recordaría después como la época más feliz de su vida. Natalia era un ángel venido del mar Negro que la había sacado del pozo, del trabajar por nada, de luchar sin más ambición que la de seguir luchando y contemplar el futuro como un territorio calcinado que ya se puede abarcar con la mirada. Sus habilidades fisioterapéuticas eran lo de menos. Lo importante era la voz común de sus conversaciones, como un único monólogo a dos voces, la confianza sin límites que se desarrolló entre ellas, el afecto sin reservas. Hablaba con Natalia más de lo que había hablado nunca con nadie, y siempre, al escoger las formulaciones más simples, el territorio compartido, daba con una idea mucho más clara de la que se podía extraer de las largas, poéticas y alambicadas páginas de su diario. Natalia le obligaba a reducirlo todo a términos reales, con tan exiguo vocabulario no había sitio para la mentira.
Con sus altibajos, porque una afección neuronal, por pequeña que sea, no desaparece de la noche a la mañana, Violeta llegó al estreno de Dido y Eneas en perfectas condiciones. Los conciertos de Zelenka fueron un éxito y también la ópera, y Violeta se había instalado en su nuevo régimen de vida como en el modelo de existencia que estaba dispuesta a seguir para siempre. Entre ellas todo fue tan natural que resulta imposible decir en qué momento la expresión del afecto ya podía considerarse relación íntima. El sexo llegó como la consecuencia natural de vivir en pareja, pocos días antes del estreno, después de un día agotador en el que los nervios habían vuelto a aparecer, nervios de alegría que sin embargo afectaban al dominio de sus dedos, cuando, después de cenar, Natalia dio a Violeta un último masaje antes de dormir y en otro movimiento impensado, cuando iba a decirle a Natalia que por favor le masajeara suavemente la zona del bulbo raquídeo, sus labios pronunciaron por su cuenta otras palabras, eres lo mejor que me ha pasado, que Natalia selló con un beso.
El día del concierto era divertido verlas salir de casa, Violeta de tiros largos, alta, grande, poderosa, con un vestido negro que habían elegido entre las dos, y Natalia con sus botas de militar, sus vaqueros rotos, su camiseta negra, su chupa de cuero y el pelo teñido de malva. Eran la princesa de la noche y la guerrera de Femén. No se separaron en los días que siguieron, durante las siete actuaciones que había previstas en la Royal Opera House hasta el fin de temporada. Violeta iba a las exposiciones remotas que Natalia visitaba como si estuviera buscando un tesoro escondido, y Natalia redoblaba sus artes terapéuticas, su afecto y su hablar apasionado, de ojos muy abiertos, como si le fuera la vida en todo pero nada fuera para tanto. La madre de Violeta vino a verla varias veces e hizo también muy buenas migas con Natalia, capaz de caer bien a cualquiera en cualquier circunstancia, por más que la madre de Violeta solo quisiera la felicidad de su hija, cuya sonrisa no había sido tan sincera desde que era niña.
Y era verdad. Si en ese tiempo sus dedos la habían desobedecido alguna vez, había aprendido a quitarle importancia. Si sus labios habían dicho lo que no querían, el error solo había sido motivo para la risa. Vivía en un mundo ingrávido, con frecuencia perdía el sentido del tiempo y se sorprendió en actitudes propias de mujer enamorada, en no avergonzarse de sus instintos protectores, en sentir admiración por las virtudes de Natalia y un inmenso cariño hacia sus defectos.
Cuando terminó la última representación en el Royal Opera House, Breshkovski reunió a los músicos para darles las gracias y pedirles perdón por su carácter exigente, y para anunciarles (si es que esto podía considerarse una buena noticia, dijo entre sonrisas) que la London Baroque había renovado su contrato para las próximas dos temporadas. Aparte de eso, les deseaba unas felices vacaciones. 
Hubo aplausos y hurras y protocolos falsos, y los cuatro compañeros de la sección de viento brindaron por el fin de temporada con unas pintas en Steel’s, y se alegraron de que Violeta volviese por fin a beber cerveza, aunque fuera poca. Pero cuando Violeta volvió a casa Natalia ya no estaba, ni ella ni sus pertenencias. No contestó a los mensajes ni mucho menos cogió el teléfono. Breshkovski ya no estaba alojado en el hotel, y por más que intentó localizarlo fue completamente inútil. Esa noche la pasó en vela, mirando al techo. No tenía fuerzas ni para ordenar la casa. El primer mensaje que llegó a su teléfono fue a las ocho de la mañana del día siguiente. Era un breve correo de la London Baroque en el que se le informaba de que había sido despedida.
En medio de un dolor que la desgarraba intentó pedir explicaciones a la junta directiva del London Baroque, aunque solo fuese para que le dieran un motivo. Después de algunas vacilaciones y secretismos de salón, lo único que consiguió fue que un directivo le confirmara en persona que los informes sobre ella eran desfavorables, el mismo que, antes de dar por zanjada la cuestión, le recomendó visitar a un buen neurólogo.
Violeta pasó algunos días más en Londres, deshecha, sin fuerzas para salir a la calle o hacerse la comida, desastrada, indiferente. Dio por hecho que todo había terminado, no solo su relación con Natalia sino su vida en Londres, porque no estaba dispuesta a presentarse a ninguna otra audición de ninguna otra orquesta. Con las pocas fuerzas que le quedaban decidió volver a Madrid y agarrarse a lo primero que saliese, aunque tuviera que guardar para siempre el oboe. Ad gloriam per insaniam, decía, en latín, un tatuaje que un oboísta italiano llevaba en el antebrazo. Violeta ya había pasado por la gloria. Ahora solo le quedaba la locura.
Una tarde, cuando estaba, a fuerza de sacrificio, resolviendo todas las cuestiones legales que la unían a Londres, los suministros de la casa, las direcciones postales, cualquier huella que quedase de su presencia, Violeta entró en la boca de metro de Belsize Park y después de bajar por largas escaleras mecánicas en una fila de gente silenciosa vio que por la escalera de subida iba ascendiendo lentamente la figura de Natalia. 
La vio sin verla. Natalia gritaba y gesticulaba desde el otro lado. ¿Dónde vas? Espérame abajo, le decía. Y Violeta quizá quiso entonces decir algo, acercase a ella, desandar la escalera para reunirse con Natalia. Sin embargo, lo único que salió de su cuerpo fue la orden de mirar al suelo. Las escaleras siguieron su curso y la voz de Natalia desapareció como un sonido incomprensible y lejano. Cuando llegó al andén incluso dudó de que la hubiera visto, pero no de que su cuerpo no le dejara emitir ningún sonido porque aún ahora era incapaz de pronunciar palabra o de gritar siquiera o de echarse a correr. Se sentó en uno de los bancos del andén y se recostó en la pared tubular. ¿Era ella? ¿Seguro que era ella? Y, si así era, ¿por qué no había vuelto a bajar por las escaleras? No, su cuerpo había hecho lo correcto. Poco a poco empezó a sentirse más tranquila, incluso pronunció en voz alta algunas frases que tampoco extrañaron a los vecinos de andén. Si por ella hubiese sido, habría bajado de dos en dos los pedaños y vuelto a subir los otros hasta encontrar a Natalia y gritarle o besarla o ambas cosas, llorar seguramente, pero en el momento de la humillación de la amante abandonada su cuerpo había dicho que no. Empezó a pensar entonces en todos los errores involuntarios que había cometido, y que el nivel que había alcanzado con Zelenka o con Purcell no lo había conseguido nunca antes, era como una esfera superior para la que no basta con ser un buen instrumentista, un lugar tan etéreo como los días que pasó con Natalia. De no haberse producido alguno de aquellos errores gruesos, lo más seguro es que no hubiese visitado el paraíso. Los mismos errores, su terrible amenaza, eran los que, si ella se dejaba llevar, la librarían del infierno. 
Tan solo aguantó dos paradas, entre Belsize Park y Hamstead Heath. Necesitaba respirar. Empezaba a sentirse muy débil y tenía que recordar dónde estaba igual que cuando los síntomas empezaron debía recordar a cada momento qué nota era la siguiente. Las palabras no se fijaban en sus circunstancias, y eran esas mismas circunstancias las que quedaban reducidas a una imagen sin significado. Si algo sirvió para despabilarla fue la conciencia de que iba a perder el sentido de un momento a otro, podía caer de bruces a un andén vacío, quedarse tirada en un banco hasta que un empleado la despertase a empujones, o un policía la detuviese.
Al salir al parque y ver el cielo gris y sentir la lluvia fina respiró hondo y trató de volver a la vida. El teléfono volvía a tener cobertura y en él solo había un mensaje del fagot inglés: “I’ve been fired”, me han despedido. Esas cuatro palabras, y el intercambio de mensajes que siguió a ellas, sirvieron al menos para recomponer las ruinas de su equilibrio. No solo Adam, el fagot inglés, sino también Konstantin, el clarinetista búlgaro, y a Shizu, la flautista japonesa. Después de amargarles la existencia metiendo vientos donde no los había, en la ópera de Purcell, ahora prescindía de un plumazo de toda la sección, casi seguro que para incorporar nuevos músicos traídos del mar Negro, o, más bien, que solo fuesen británicos, o que cobrasen menos. Adam, en este caso, había sido, según Konstantin, la coartada para que no pareciera un acto de xenofobia.
El final de la conversación fue, como casi siempre, una invitación a Morgate, “para lamernos las heridas”. Los dedos de Violeta teclearon la respuesta más precisa: “Ok”. Siempre había rechazado las invitaciones del fagot porque sabía que tarde o temprano aprovecharía para ir un paso más allá, pero esa vez Adam dijo que allí se reunirían con Shizu y Konstantin. A fin de cuentas se habían quedado todos sin trabajo, y Konstantin sabía de un bar donde solían contratar orquestas de cámara para amenizar los cielos de Turner. 
Una fila de trípodes aguardaba como una línea de ametralladoras la salida del sol. Sus dueños tomaban café en vasos de plástico y se frotaban las manos. Los cuatro músicos desayunaron, aún de noche, en la terraza del restaurante, y cuando el negro empezó a teñirse de azul apartaron un poco las sillas e interpretaron el adagio de la sonata 6 de Zelenka. Violeta sintió el calor de la madera cuando cogió la campana con la mano derecha, y el frío de las llaves cuando sostuvo  con la izquierda el cuerpo inferior. Su cuerpo giró para que encajasen las llaves y las espigas. Hacía frío, el cielo iba tomándose de rosa, en otros tiempos había sido un acto de lujuria sujetar con los dedos el tudel, cuando sentía en los labios el tacto de la caña, esa que, cínicamente, se llama estrangul. Sonaba Zelenka sin partitura, y fue como si no hubiera tenido más que acercar su cuerpo a un instrumento que necesitaba aire, como si hubiese abierto un grifo de agua tibia que a medida que soplaba iba derramándose por su interior. Tocaba sin miedo, le parecía imposible que alguna vez le hubiesen podido desobedecer los dedos. Esta vez era ella quien llevaba el primer oboe, y Konstantin el segundo, era ella la que ahora revoloteaba por las notas con delicadeza. El aire hacía vibrar las llaves, como una corriente diminuta que le acariciaba las yemas de los dedos. El cielo se tiñó de violentos amarillos y ella sentía firmes los labios, libres las vías. Era la rana feliz que hincha su cuello y ve los sonidos volar. Era la reina con su carroza, e iba levantando mariposas cansadas como un soplo de viento levanta los papeles, lentas alas desvaídas que al principio aleteaban apesadumbradas, hasta que una corriente de sonidos favorables les permitía un tupido aleteo de tonos alegres, brillantes, los profundos azules que escapaban a la luz del sol. Necesitaba el cuerpo entero para mover los dedos, otra vez, con unas torsiones que harían equivocarse a Adam, pero lo necesitaba para que fueran ellos, los dedos, los que se expresasen sin las dudas de su voluntad, y lo hiciesen con el tempo que necesitaba. Alargaba unas notas, acortaba otras, como si unas fueran rectas y otras girasen en pleno vuelo, y era veloz en los escaques y lenta cuando planeaba, y al final del movimiento replegó las alas y su mente se volvió a posar encima de aquel cielo manchado. Desde allí Violeta se vio respirar desmadejada, con el oboe derecho sobre el muslo, los labios entreabiertos y el cansancio satisfecho de los que han vuelto a vivir. 

La revista Turia ha vuelto a publicar en su edición digital este relato que ya apareció en papel hace un par de años. Agradezco a Raúl Carlos Maícas que siga encargándome textos para su venerable revista. La foto es de Juan José Ballester y fue tomada en el Café Comercial de Madrid, cuando aún lo era. 

21.11.17

Sol menor



Fue en mitad de uno de los fireworks de Haendel que tenían que interpretar tres veces por semana durante todo el verano. Se equivocó de nota, en mitad de una fanfarria, menos mal, porque si hubiese sido un solo de oboe se habría notado como se nota un gallo en un tenor. Tan solo, si acaso, podría haberlo notado el fagot, siempre detrás de ella, respirándole en la nuca. Pero el fagot era un caballero inglés incapaz de decirle a una dama que se había equivocado. 
Daba igual. Aunque solo lo supiese ella, aunque al astuto Breshkovski, el director, se le hubiera pasado por alto en mitad de los petardos. Pero a Violeta no le preocupaba haberse equivocado, esas cosas pasan. Era posible incluso que, como Violeta era más alta que la media, los músicos la hubieran visto incluso sonrojarse. Lo que le preocupaba era el modo. Estaba muy pendiente de la partitura, era un Mi mayor nada forzado, veía complacida cómo sus dedos seguían la fuga con suavidad, pero con la misma delicadeza, como si formase parte de una conexión exclusiva entre las notas negras y las yemas de los dedos, había dado un Sol menor. El error no era desliz. Había que cambiar de posición todos los dedos de ambas manos para cometerlo. Era una falsa orden, un despiste de los dedos, del cerebro, de lo que fuera, pero no suyo.
El error no volvió a aparecer en toda la gira de verano. A Violeta le seguía costando pensar que lo hubiera cometido ella. El error se cometió a sí mismo y, por absurda que resultase, esa era la única explicación convincente que se le ocurría. No hubo sobresaltos, pero le costaba mucho más esfuerzo. Ya no se atrevía a tocar sin partitura por más que se la supiese de memoria. Desconfiaba de la relación que se había establecido entre sus ojos y sus dedos, de manera que rehabilitó al cerebro en sus funciones de vigilancia, y aún tuvo que hacer un esfuerzo suplementario para que tanta concentración no afectase al fluir de la música, no la empastase ni la sincopase sino que siguiera siendo la que era cuando no necesitaba tanta atención.
Habían empezado los ensayos de la temporada de otoño, los programas triples con los que exprimían a los miembros de la Windsor Baroque, las giras por barcazas inestables, las piezas de cámara y la ópera Dido y Eneas como broche final a mediados de octubre, en Londres, en la Royal Opera House. La ópera no estaba prevista, porque las partituras originales de Purcell no incluyen oboes, pero Breshkovski había decidido incorporarlos en detrimento del protagonismo del violín, y Violeta terminaba los ensayos tan exhausta como un corredor de fondo que se hubiera visto obligado a ser consciente de los movimientos de sus piernas. De hecho había retrocedido hasta el terreno vulgar en el que no cabe hablar de una interpretación sino de una reproducción. Atrás quedaron esos trinos casi involuntarios que sus compañeros de la sección de viento aplaudían por su frescura. Todo era según decía la partitura reescrita por Breshkovski, según el cerebro administraba las tareas, según los dedos obedecían sin rechistar.
Quizá por culpa del cansancio los efectos volvieron a reproducirse a finales de septiembre, a tres semanas escasas del estreno de la ópera. En mitad de una sonata de Zelenka que estaban interpretando en un college de Oxford, volvió a confundirse aparatosamente, y esta vez el público quizá no se dio cuenta (el resultado no había sonado mal y Zelenka es un músico desconocido), pero sus cuatro compañeros elevaron las cejas o abrieron los ojos, casi por instinto, como si el error hubiese sido un codazo, o un mal recuerdo.
Después, en el pub, tuvo que sincerarse. “No sé por qué he dado ese Sol menor, será que estoy cansada”. Pero luego, en la soledad de su apartamento de Londres, se arrojó en brazos de la obsesión. Leyó todo lo que fue capaz sobre enfermedades asociadas a la distonía, la bestia negra de los músicos de viento, capaz de arruinarles la carrera e incluso de condenarlos a una silla de ruedas para el resto de sus días, si no a efectos devastadores en su equilibrio mental y emocional. Si la distonía era el problema, podía empezar a despedirse de la música. 
Se fijó un plazo, hasta el estreno del Dido y Eneas. Según como fueran las cosas para entonces, tomaría algunas decisiones: acudir a un neurólogo, someterse a una terapia o, si fuera necesario, abandonar la profesión. Siempre podría tocar en orquestas que no abusasen de ese modo de sus músicos, en Alemania, en Italia o en España, en alguna banda municipal, en alguna charanga de pueblo, en algún tanatorio. La música seguía estando por encima de todo.
Durante los ensayos no se volvieron a cometer los errores pero era imposible librarse del miedo a cometerlos. Los compañeros empezaron a darse cuenta, no tanto por el resultado de sus interpretaciones sino por su actitud personal. Ya no tomaba la pinta de después de los ensayos en el Steel’s con el fagot inglés, prefería pasear con la flautista japonesa en los descansos entre los árboles de Regent’s Park, o sola, sin nadie que le hiciese pensar. En su casa comía cualquier cosa y se pasaba el tiempo ejercitando con mancuernas los músculos del labio y practicando yoga. De vez en cuando, un par de veces por semana —tampoco podía permitirse más—, contrataba a un fisioterapeuta que le relajase los músculos del cuello.
Si al tiempo de recuperarse le sumaba el tiempo de ensayar por su cuenta y el de dormir lo necesario, no le quedaba un minuto para dejar el cuidado de su cuerpo y dedicarse un poco a sí misma. Pero había notado que solo en un punto concreto de la tranquilidad, poco antes de entrar en la despreocupación pero todavía consciente de todo, era donde menos esfuerzo le costaba mantener los dedos a raya, ordenarles sus movimientos e incluso, en ocasiones de especial seguridad, dejarse llevar como antes.
El precio era bastante alto, pero ya llegarían las vacaciones. Los fines de semana permanecía en casa, estudiando, y cuando el fagot inglés o la flautista japonesa o el clarinetista búlgaro la llamaban para salir, para cenar, ir al cine o pasear por la campiña inglesa, ella estaba siempre ocupadísima, había venido de Madrid su madre a verla y tenía que enseñarle Londres. En parte, solo en parte, era verdad, porque su madre iba una vez al mes —tampoco podía permitirse más— y le fregaba la casa. Rara vez salían. La madre ya sabía dónde estaba el supermercado y le hacía la compra del mes, de modo que ella podía reproducir un sábado el horario de un martes sin la más mínima perturbación. Cualquier perturbación empeoraría las cosas.
Para cuando Breshkovski, el director, le pidió que fuese a su despacho, Violeta sintió un cierto alivio. Era el final. El meticuloso Breshkovski estaba a punto de poner fin a esa consciencia tormentosa. Cuando el director, un tipo calvo, muy moreno, georgiano del mar Negro, ancho y chaparrudo, con bigotazo, llamaba a alguien con esa mueca de servilismo, era para decirle que no lo estaba haciendo bien. Nada más terminar el Dido y Eneas media orquesta tenía que renovar contrato, incluido el propio Breshkovski, que había sido contratado para un año con opción a otro. Su perfeccionismo metálico, soviético, y su oído de gato montés captaban los más mínimos deslices del último violín, y solía corregirlos en privado. Cada día, al terminar la última sesión, había media docena de agraciados que debían esperar turno para ir a su despacho. Si lo hubiera hecho en medio del ensayo, como todo el mundo, no habría sido tan humillante. Los que repetían dos días seguidos, algunos de sesenta años, músicos magníficos la mayoría, jugaban a burlarse de la situación haciendo como que eran niños pequeños a los que el maestro había castigado, pero otros lo pasaban mal. 
Violeta era del grupo —bastante amplio, por otra parte— de músicos a los que Breshkovski no había llamado nunca la atención. Cuando escuchó su nombre, sintió en el hombro la mano de Adam, el fagot inglés, no estaba claro si de ánimo, de solidaridad o de condolencia; seguramente con la mejor intención. Era un hombre más o menos de su edad, cerca ya de los cuarenta, exageradamente inglés, con el pelo rubio ondulado, color rosa pálido, gafas muy gruesas y piernas muy largas, que más de una vez la había invitado a fotografiar los amaneceres de Morgate sin que Violeta mostrase demasiado interés.
El suplicio duró casi cuarenta y cinco minutos, los que tardaron en entrar y salir del despacho de Breshkovski el chelo italiano, la trompa checa, el clave portugués y la flauta argentina, que fueron pasando delante de ella, la oboísta española. Los ingleses nunca eran llamados a capítulo. Eran los tiempos del Brexit, un largo sábado de incertidumbre.
Cuando entró al despacho, Breshkovski se deshizo en agasajos y la invitó a que se sentase con una sonrisa de dientes enormes que Violeta no había visto nunca. Para su sorpresa, no la había llamado para recriminarle nada sino para felicitarla por su trabajo. Violeta no daba crédito. ¿De veras no había notado nada? ¿Tan metalúrgico era su sentido de la perfección que no había notado siquiera una leve merma en la fluidez interpretativa? Con su inglés estropajoso, Breshkovski dijo que, si decidiera quedarse al frente de la orquesta el año siguiente, cosa que ya le había propuesto el consejo de administración de la Windsor Baroque, y que él aún tenía que estudiar porque había sobre su mesa ofertas muy interesantes de las orquestas de Delaware, Mónaco y Qatar, no dudaría en ascenderla al puesto de primer oboe, porque el repertorio en el que estaba pensando se ajustaba más a la sobriedad precisa de Violeta que a la inclinación a la filigrana del oboísta primero, de origen vietnamita. ¿Y no me podía haber dicho eso sin ponerme en la cola de los tontos?, pensó Violeta, pero ni se le ocurrió decirlo. 
Al final de tanto piropo sospechoso salió el peine. Breshkovski le dijo que su hija había venido a pasar unos días a Londres, que él estaba muy ocupado con los preparativos de la ópera (el contratenor irlandés le llevaba por la calle de la amargura, la mezzosoprano rumana era un desastre) y que le haría un gran favor, ya que eran más o menos de la misma edad, y ella, Violeta, era una mujer simpática y muy responsable, “como todas las españolas”, si sacaba un poco a su hija del hotel, a que le diera el aire.
En un mundo de relaciones laborales justas Violeta le habría dicho que no, le habría recriminado la vejación pública y le habría amenazado con demandarlo por chantaje. Pero los músicos de la Windsor Baroque, al menos los extranjeros, dependen de los informes de los directores. Violeta salió de allí más indignada que otra cosa. Se tenía que arrastrar, perder horas de estudio, de ejercicio y de relajación, perturbar su sistema nervioso para mantener un puesto de trabajo que la estaba volviendo loca y que amenazaba con dejarla paralítica.
Natalia no resultó ser tan antipática como su padre. Todo lo contrario. Era una muchacha tímida y generosa, menuda en comparación con la envergadura de Violeta, una de esas chicas altas y cabizbajas que si va deprisa tiene andares caballunos.  Cada vez que veía que estaba en su mano hacer algo por Violeta, no lo dudaba un momento. Violeta se preguntaba si es que en el mar Negro se confunde buena educación con servilismo, como en España, porque a todas horas Natalia estaba dándole las gracias por haberla llevado a un sitio tan bonito, o a un teatro, casi como si Violeta fuera la actriz principal de la comedia, o a una exposición de arte, como cuando fueron a la Tate Modern y Natalia empezó a reírse de puro entusiasmo al ver la instalación de Ai Wei-Wei en la Sala de Turbinas, el suelo cubierto por millones de pipas de girasol hechas de cerámica y pintadas a mano, una por una, por otro millón de artesanos chinos, o como cuando la llevó a pasear por Candem y cada vez que entraban en una tienda Natalia iba cambiando de aspecto, ahora con unas botas Doctor Maertens, luego con un piercing en la nariz, más tarde con una camiseta negra de Sex Pistols, por no hablar de cuando preguntó a Violeta de qué color debería teñirse el pelo, aquel castaño suyo del mar Negro, y no dudó un momento, cuando encontró el frasco adecuado, en comprar un tinte del color de la madera del oboe, que también era violeta.
Le hizo perder bastantes horas de ensayo, y cuando acabó el primer fin de semana de turismo londinense Violeta no había dedicado ni un minuto a la partitura del Dido y Eneas. Llegaba tan cansada de las inacabables excursiones con Natalia que caía redonda en la cama. El ensayo del lunes fue un desastre, no estaba concentrada y en un par de ocasiones los dedos interpretaron lo que les dio la gana, no lo que su cerebro les había ordenado. Breshkovski no la llamó a capítulo, pero sus compañeros de la sección de viento, sobre todo los que formaban con ella el cuarteto, se alarmaron considerablemente. El único que trató de quitar hierro al asunto, cómo no, fue el fagot, que se ofreció a acompañar a Violeta hasta su casa y en el camino le propuso un fin de semana en Morgate.
Violeta no sabía si estaría disponible, tenía que recuperar el tiempo despilfarrado el fin de semana anterior, volver a sus asanas, sus mancuernas, su cúpula de nieve artificial. Pero fue imposible. Nada más llegar a casa, sonó el timbre y era otra vez Natalia, dulce y sonriente, lista para visitar un par de galerías del Bricklane que no cerraban hasta tarde. Violeta no pudo hacer nada para impedirlo: Natalia era joven, fresca, entusiasta, era muy agradable charlar con ella en esa lengua franca que es el inglés básico. A pesar de su peinado punki, Violeta se la imaginaba con un pañuelo a la cabeza, trabajando en el sovjoz. Era delgada y fibrosa, de ojos muy claros y piel muy blanca. Ni siquiera los labios eran oscuros, como si toda ella estuviera cubierta por una veladura de bondad. Era la primera persona en Londres con la que pasaba tanto tiempo seguido sin tocar un instrumento, divirtiéndose a pesar de la responsabilidad que la atenazaba, pero eso no lo hacía porque se hubiesen conocido en una exposición o montando en bicicleta, sino porque, por encima de todo, Natalia era la hija del director. No atenderla significaba caer en desgracia, pero atenderla también porque su capacidad de concentración estaba hecha jirones. 
De modo que Violeta se lió la manta a la cabeza y ni esa semana ni la siguiente dedicó apenas tiempo al estudio. No hubo ensayo en el que no se equivocase un par de veces, siempre fallos absurdos, notas ni remotamente parecidas a las que debía interpretar. Lo único que conseguía era no terminar de darlas, anticiparse a las consecuencias del error, y eso después de que, tras una sesión de Zelenka con el cuarteto en la que estuvo particularmente desafortunada, Violeta llegase a casa y, nada más abrirle la puerta a Natalia, cuando esta la abrazó y le preguntó qué le había pasado, por qué había estado llorando, liberó una cascada de lamentaciones que no cesó hasta bien entrada la noche. 
Esa noche Natalia se quedó a dormir en la casa, en el sofá cama que usaba su madre cuando venía a verla. Por la mañana, nada más despertarse, Violeta tenía un espléndido desayuno macrobiótico encima de la mesa. Natalia también le había preparado una fiambrera de plástico con un par de sándwiches para el almuerzo y un botellín de zumo de papaya, y mientras Violeta miraba, con más miedo que otra cosa, la partitura que había de ensayar esa mañana, Natalia se dedicó a darle masajes en las manos, a separarle los metacarpianos y relajar las articulaciones de las falanges, y aun antes de permitir que se fuese a duchar y arreglarse para el ensayo la hizo tumbarse encima de la cama y le dio un masaje en la columna y en el cuello. 
Ese día no hubo fallos, ni en la sesión de Zelenka con el cuarteto, en la que fue felicitada por Konstantin, el clarinete búlgaro, que aprovechó para besuquearla, y por Shizu, la flautista japonesa, con su sonrisa de cuento infantil, y no digamos por Adam, el fagot inglés, que se deshizo en halagos y en sonrisas; ni tampoco en el ensayo de Dido y Eneas, donde por fin pudo soltarse y no mirar como una gallina hipnotizada la evolución de sus dedos, sino concentrarse, si acaso, en la pasión de Dido, dibujarla, llevar el sentimiento al mismo grado de pasión desatada (era el primer acto), en intervenciones casi siempre secundarias, pero llenas de energía. Por primera vez en mucho tiempo tocaba sin miedo. 
Nada más salir del ensayo y conectar el teléfono llamó a Natalia. En su inglés sin opciones se felicitaron mutuamente y se dieron las gracias y cambiaron de planes y al final fue Violeta la que se acercó hasta el hotel donde Natalia vivía con su padre y le ayudó a hacer las maletas y a venirse a vivir con ella. Aquello lo propuso Natalia, y para Violeta fue otro gran alivio porque habría sonado un poco egoísta proponerlo ella, era como traerse al fisio a casa para no tener que caminar hasta la clínica. Pero Natalia estaba cansada de la vida de hotel y del sieso de su padre, que se pasaba el día encerrado en su cuarto, aporreando el piano y estudiando partituras. Con un solo día no tendrás bastante, Violeta, mejor me voy a tu casa. Esas fueron sus palabras, y Violeta lo aceptó encantada. 
Violeta lo recordaría después como la época más feliz de su vida. Natalia era un ángel venido del mar Negro que la había sacado del pozo, del trabajar por nada, de luchar sin más ambición que la de seguir luchando y contemplar el futuro como un territorio calcinado que ya se puede abarcar con la mirada. Sus habilidades fisioterapéuticas eran lo de menos. Lo importante era la voz común de sus conversaciones, como un único monólogo a dos voces, la confianza sin límites que se desarrolló entre ellas, el afecto sin reservas. Hablaba con Natalia más de lo que había hablado nunca con nadie, y siempre, al escoger las formulaciones más simples, el territorio compartido, daba con una idea mucho más clara que la que se podía extraer de las largas, poéticas y alambicadas páginas de su diario. Natalia le obligaba a reducirlo todo a términos reales, con tan exiguo vocabulario no había sitio para la mentira.
Con sus altibajos, porque una afección neuronal, por pequeña que sea, no desaparece de la noche a la mañana, Violeta llegó al estreno de Dido y Eneas en perfectas condiciones. Los conciertos de Zelenka fueron un éxito y también la ópera, y Violeta se había instalado en su nuevo régimen de vida como en el modelo de existencia que estaba dispuesta a seguir para siempre. Entre ellas todo fue tan natural que resulta imposible decir en qué momento la expresión del afecto ya podía considerarse relación íntima. El sexo llegó como la consecuencia natural de vivir en pareja, pocos días antes del estreno, después de un día agotador en el que los nervios habían vuelto a aparecer, nervios de alegría que sin embargo afectaban al dominio de sus dedos, cuando, después de cenar, Natalia dio a Violeta un último masaje antes de dormir y en otro movimiento impensado, cuando iba a decirle a Natalia que por favor le masajeara suavemente la zona del bulbo raquídeo, sus labios pronunciaron por su cuenta otras palabras, eres lo mejor que me ha pasado, que Natalia selló con un beso.
El día del concierto era divertido verlas salir de casa, Violeta de tiros largos, alta, grande, poderosa, con un vestido negro que habían elegido entre las dos, y Natalia con sus botas de militar, sus vaqueros rotos, su camiseta negra, su chupa de cuero y el pelo teñido de malva. Eran la princesa de la noche y la guerrera de Femén. No se separaron en los días que siguieron, durante las siete actuaciones que había previstas en la Royal Opera House hasta el fin de temporada. Violeta iba a las exposiciones remotas que Natalia visitaba como si estuviera buscando un tesoro escondido, y Natalia redoblaba sus artes terapéuticas, su afecto y su hablar apasionado, de ojos muy abiertos, como si le fuera la vida en todo pero nada fuera para tanto. La madre de Violeta vino a verla varias veces e hizo también muy buenas migas con Natalia, capaz de caer bien a cualquiera en cualquier circunstancia, por más que la madre de Violeta solo quisiera la felicidad de su hija, cuya sonrisa no había sido tan sincera desde que era niña.
Y era verdad. Si en ese tiempo sus dedos la habían desobedecido alguna vez, había aprendido a quitarle importancia. Si sus labios habían dicho lo que no querían, el error solo había sido motivo para la risa. Vivía en un mundo ingrávido, con frecuencia perdía el sentido del tiempo y se sorprendió en actitudes propias de mujer enamorada, en no avergonzarse de sus instintos protectores, en sentir admiración por las virtudes de Natalia y un inmenso cariño hacia sus defectos.
Cuando terminó la última representación en el Royal Opera House, Breshkovski reunió a los músicos para darles las gracias y pedirles perdón por su carácter exigente, y para anunciarles (si es que esto podía considerarse una buena noticia, dijo entre sonrisas) que la London Baroque había renovado su contrato para las próximas dos temporadas. Aparte de eso, les deseaba unas felices vacaciones. 
Hubo aplausos y hurras y protocolos falsos, y los cuatro compañeros de la sección de viento brindaron por el fin de temporada con unas pintas en Steel’s, y se alegraron de que Violeta volviese por fin a beber cerveza, aunque fuera poca. Pero cuando Violeta volvió a casa Natalia ya no estaba, ni ella ni sus pertenencias. No contestó a los mensajes ni mucho menos cogió el teléfono. Breshkovski ya no estaba alojado en el hotel, y por más que intentó localizarlo fue completamente inútil. Esa noche la pasó en vela, mirando al techo. No tenía fuerzas ni para ordenar la casa. El primer mensaje que llegó a su teléfono fue a las ocho de la mañana del día siguiente. Era un breve correo de la London Baroque en el que se le informaba de que había sido despedida.
En medio de un dolor que la desgarraba intentó pedir explicaciones a la junta directiva del London Baroque, aunque solo fuese para que le dieran un motivo. Después de algunas vacilaciones y secretismos de salón, lo único que consiguió fue que un directivo le confirmara en persona que los informes sobre ella eran desfavorables, el mismo que, antes de dar por zanjada la cuestión, le recomendó visitar a un buen neurólogo.
Violeta pasó algunos días más en Londres, deshecha, sin fuerzas para salir a la calle o hacerse la comida, desastrada, indiferente. Dio por hecho que todo había terminado, no solo su relación con Natalia sino su vida en Londres, porque no estaba dispuesta a presentarse a ninguna otra audición de ninguna otra orquesta. Con las pocas fuerzas que le quedaban decidió volver a Madrid y agarrarse a lo primero que saliese, aunque tuviera que guardar para siempre el oboe. Ad gloriam per insaniam, decía, en latín, un tatuaje que un oboísta italiano llevaba en el antebrazo. Violeta ya había pasado por la gloria. Ahora solo le quedaba la locura.
Una tarde, cuando estaba, a fuerza de sacrificio, resolviendo todas las cuestiones legales que la unían a Londres, los suministros de la casa, las direcciones postales, cualquier huella que quedase de su presencia, Violeta entró en la boca de metro de Belsize Park y después de bajar por largas escaleras mecánicas en una fila de gente silenciosa vio que por la escalera de subida iba ascendiendo lentamente la figura de Natalia. 
La vio sin verla. Natalia gritaba y gesticulaba desde el otro lado. ¿Dónde vas? Espérame abajo, le decía. Y Violeta quizá quiso entonces decir algo, acercase a ella, desandar la escalera para reunirse con Natalia. Sin embargo, lo único que salió de su cuerpo fue la orden de mirar al suelo. Las escaleras siguieron su curso y la voz de Natalia desapareció como un sonido incomprensible y lejano. Cuando llegó al andén incluso dudó de que la hubiera visto, pero no de que su cuerpo no le dejara emitir ningún sonido porque aún ahora era incapaz de pronunciar palabra o de gritar siquiera o de echarse a correr. Se sentó en uno de los bancos del andén y se recostó en la pared tubular. ¿Era ella? ¿Seguro que era ella? Y, si así era, ¿por qué no había vuelto a bajar por las escaleras? No, su cuerpo había hecho lo correcto. Poco a poco empezó a sentirse más tranquila, incluso pronunció en voz alta algunas frases que tampoco extrañaron a los vecinos de andén. Si por ella hubiese sido, habría bajado de dos en dos los pedaños y vuelto a subir los otros hasta encontrar a Natalia y gritarle o besarla o ambas cosas, llorar seguramente, pero en el momento de la humillación de la amante abandonada su cuerpo había dicho que no. Empezó a pensar entonces en todos los errores involuntarios que había cometido, y que el nivel que había alcanzado con Zelenka o con Purcell no lo había conseguido nunca antes, era como una esfera superior para la que no basta con ser un buen instrumentista, un lugar tan etéreo como los días que pasó con Natalia. De no haberse producido alguno de aquellos errores gruesos, lo más seguro es que no hubiese visitado el paraíso. Los mismos errores, su terrible amenaza, eran los que, si ella se dejaba llevar, la librarían del infierno. 
Tan solo aguantó dos paradas, entre Belsize Park y Hamstead Heath. Necesitaba respirar. Empezaba a sentirse muy débil y tenía que recordar dónde estaba igual que cuando los síntomas empezaron debía recordar a cada momento qué nota era la siguiente. Las palabras no se fijaban en sus circunstancias, y eran esas mismas circunstancias las que quedaban reducidas a una imagen sin significado. Si algo sirvió para despabilarla fue la conciencia de que iba a perder el sentido de un momento a otro, podía caer de bruces a un andén vacío, quedarse tirada en un banco hasta que un empleado la despertase a empujones, o un policía la detuviese.
Al salir al parque y ver el cielo gris y sentir la lluvia fina respiró hondo y trató de volver a la vida. El teléfono volvía a tener cobertura y en él solo había un mensaje del fagot inglés: “I’ve been fired”, me han despedido. Esas cuatro palabras, y el intercambio de mensajes que siguió a ellas, sirvieron al menos para recomponer las ruinas de su equilibrio. No solo Adam, el fagot inglés, sino también Konstantin, el clarinetista búlgaro, y a Shizu, la flautista japonesa. Después de amargarles la existencia metiendo vientos donde no los había, en la ópera de Purcell, ahora prescindía de un plumazo de toda la sección, casi seguro que para incorporar nuevos músicos traídos del mar Negro, o, más bien, que solo fuesen británicos, o que cobrasen menos. Adam, en este caso, había sido, según Konstantin, la coartada para que no pareciera un acto de xenofobia.
El final de la conversación fue, como casi siempre, una invitación a Morgate, “para lamernos las heridas”. Los dedos de Violeta teclearon la respuesta más precisa: “Ok”. Siempre había rechazado las invitaciones del fagot porque sabía que tarde o temprano aprovecharía para ir un paso más allá, pero esa vez Adam dijo que allí se reunirían con Shizu y Konstantin. A fin de cuentas se habían quedado todos sin trabajo, y Konstantin sabía de un bar donde solían contratar orquestas de cámara para amenizar los cielos de Turner. 
Una fila de trípodes aguardaba como una línea de ametralladoras la salida del sol. Sus dueños tomaban café en vasos de plástico y se frotaban las manos. Los cuatro músicos desayunaron, aún de noche, en la terraza del restaurante, y cuando el negro empezó a teñirse de azul apartaron un poco las sillas e interpretaron el adagio de la sonata 6 de Zelenka. Violeta sintió el calor de la madera cuando cogió la campana con la mano derecha, y el frío de las llaves cuando sostuvo  con la izquierda el cuerpo inferior. Su cuerpo giró para que encajasen las llaves y las espigas. Hacía frío, el cielo iba tomándose de rosa, en otros tiempos había sido un acto de lujuria sujetar con los dedos el tudel, cuando sentía en los labios el tacto de la caña, esa que, cínicamente, se llama estrangul. Sonaba Zelenka sin partitura, y fue como si no hubiera tenido más que acercar su cuerpo a un instrumento que necesitaba aire, como si hubiese abierto un grifo de agua tibia que a medida que soplaba iba derramándose por su interior. Tocaba sin miedo, le parecía imposible que alguna vez le hubiesen podido desobedecer los dedos. Esta vez era ella quien llevaba el primer oboe, y Konstantin el segundo, era ella la que ahora revoloteaba por las notas con delicadeza. El aire hacía vibrar las llaves, como una corriente diminuta que le acariciaba las yemas de los dedos. El cielo se tiñó de violentos amarillos y ella sentía firmes los labios, libres las vías. Era la rana feliz que hincha su cuello y ve los sonidos volar. Era la reina con su carroza, e iba levantando mariposas cansadas como un soplo de viento levanta los papeles, lentas alas desvaídas que al principio aleteaban apesadumbradas, hasta que una corriente de sonidos favorables les permitía un tupido aleteo de tonos alegres, brillantes, los profundos azules que escapaban a la luz del sol. Necesitaba el cuerpo entero para mover los dedos, otra vez, con unas torsiones que harían equivocarse a Adam, pero lo necesitaba para que fueran ellos, los dedos, los que se expresasen sin las dudas de su voluntad, y lo hiciesen con el tempo que necesitaba. Alargaba unas notas, acortaba otras, como si unas fueran rectas y otras girasen en pleno vuelo, y era veloz en los escaques y lenta cuando planeaba, y al final del movimiento replegó las alas y su mente se volvió a posar encima de aquel cielo manchado. Desde allí Violeta se vio respirar desmadejada, con el oboe derecho sobre el muslo, los labios entreabiertos y el cansancio satisfecho de los que han vuelto a vivir. 
Tocaron hasta que el cielo se volvió a cubrir de nubes y un gris azulado redujo el incendio de amarillos a miles de fotos. Cuando terminó el espectáculo del cielo y la sonata de Zelenka, los aficionados guardaron sus cámaras y plegaron sus atriles, y muchos, al pasar, dejaron unas monedas en el estuche del clarinete, que se había quedado abierto. Los músicos contaron el dinero y hablaron de sus planes. Los cuatro, incluso Adam, estaban decididos a marchar al continente: él a Francia, a París, probablemente, Konstantin a las costas de Italia, a una zona turística, y Shuzo a Portugal, para grabar un disco de jazz que le habían propuesto. Violeta volvería a casa, necesitaba tiempo. Sus otros compañeros no sentían la angustia que sentía ella. A ellos solo los habían echado, no solo de la orquesta sino incluso del país, pero a un buen músico eso no le importa demasiado.



Este relato (casi entero) aparece publicado en el nº 124 de la revista Turia. La oboísta de la foto es la onubense María Calvo.













23.7.16

Manos


         En la hondonada de los alfares, dos hombres iban colocando tejas de barro a secar al sol. Las disponían en filas muy rectas por toda la explanada. Era invierno, allá por la Purísima, pero al levantar el día el sol bañaba las lomas de arcilla, las laderas pedregosas del Cerro de Santa Bárbara y las casas bajas de las Ollerías del Calvario. A mediodía la tierra era de un rojo descolorido y polvoriento. Los dos hombres entraban y salían del obrador con pilas de tejas que les llegaban a la barbilla, caminaban con las piernas muy abiertas y al llegar a la era doblaban lentamente el espinazo para depositarlas en el suelo con cuidado. Llevaban pantalones de tela basta con remiendos y una chaqueta de lana. Uno de ellos, el más alto y huesudo, usaba boina, pequeña y echada hacia detrás. Después de dejar las pilas desdoblaban el cuerpo con las manos en la riñonada, y cuando recuperaron la postura uno de ellos se sacó un paquete de Celtas cortos del bolsillo de la camisa. No corría una mota de aire. Casi sobraba la chaqueta. 
Era sábado y los chiquillos del barrio, con pantalones cortos y verdugos de punto en la cabeza, corrían calle abajo y jugaban a perseguirse. Se metían detrás de los monotes, altas y estrechas figuras de arcilla, ogros bermejos, rebañados por la lluvia y por los picos y las palas de los alfareros. Otras veces cambiaban de juego y de sitio y se acercaban hasta las eras todos juntos, en un trotecillo alegre que no era andar ni era correr, o echaban carreras calle del Rosario abajo hasta tocar los muros de la iglesia de la Merced. Uno de ellos tenía una pelota y se pusieron a dar patadas al lado casi de los hornos del alfar. Las niñas estaban sentadas en el poyo de un portal. Una pelota rebotó en la cúpula horno, en una esquina de la era, y fue rodando hasta las hileras de tejas frescas. El hombre de la boina la devolvió con cierto estilo, golpeándola suavemente con el interior de la alpargata. 
—¡Andaros de aquí, muchichos, no vayáis a darles a las tejas! 
Los niños recogieron la pelota y echaron a correr.
—¡Qué no tenís escuela o qué! —gritó el otro.
—Nooo… —decía un muchachico, el más gordo de todos, que perneaba mucho y se quedaba retrasado—. ¡Que hoy es sábado! —decía.
El alto con boina se puso a toser de la risa y sostenía el cigarrillo con la brasa dentro del puño, como si lo protegiera del viento. 
—¡A ver si te enteras —le dijo a su compañero—, que en sábado solo trabajamos los tontos!
—Mañana que no tengamos que venir —asentía el otro.
El de la boina cruzó los brazos, adelantó un pie para estar más cómodo y des-pués de un breve silencio mirando al suelo se sorbió la nariz en gesto de resignación.
—¿Y el tuyo qué hace que no viene a echarte una mano? —dijo.
—Uy ese, échale un galgo a ese.
—Pues alguna vez te lo has traído, que ya va siendo mozo, ya.
—Calla, chico, calla, que estamos teniendo con él unos disgustos tremendos. Ahora me sale con que él aquí no viene, que se va allá arriba al Ensanche, a un taller de mecánica. 
—¡Pues se os ha jodido la tradición! —dijo el de la boina, con el gesto del experto que certifica un óbito.
—Si se entera mi pobrecico padre se vuelve a morir. Lo que gozó él aquí con los hornos. Este Tomasín mío era un renacuajo y me padre le cogía las manicas y decía este pardal tiene manos, decía, tiene manos…
—¡Pues como se le queden como a nosotros, ya va bien, ya! —bromeaba el de la boina, y se enseñaba el dorso de la mano como si fuera una pieza de cerámica, los dedos estragados por la artrosis, los callos de las falanges, las venas moradas, las manchas oscuras.
—Sí, anda, que te crees tú que los que se tumban debajo de los autos las tienen más majas, y encima con las uñas negras —porfiaba el otro, que cuando creía tener razón en algo lo decía arrugando la cara.
—Sí, eso también es verdad.
En la mañana inmóvil se escuchó un ruido de motor, agudo y estridente, que hendía el aire con una pedorrera sostenida.
—¿Lo ves? —dijo el más bajo, los ojos tristones, los labios requemados— .Ya están otra vez con los amotos. Hay que joderse.
Los niños se habían reunido todos en la acera y al oír la moto se levantaron como una bandada de estorninos al sonido de un disparo, y se iban corriendo hacia la era más alta por el camino alfombrado de cascotes, al otro lado de la cantera, a ver si se veía desde allí la moto subir y bajar los barrancos y dar saltos y derrapar. A escape cruzaron la explanada de detrás de los hornos, y ya subían unos por el caminacho hasta lo alto de la era y otros trepaban por las regatas que abren las aguas en la arcilla, agarrándose a las matas, porque la tierra cedía.
El hombre más bajo arqueó los labios y miró a lo lejos como miraría venir un avión de la guerra poco antes de identificarlo.
—Los amotos de los huevos —dijo, negando con la cabeza—. Este mío está ciego con ellos. Por eso quiere meterse a mecánico, por eso, para saltar como las cabras, que aún no sé yo si no se habrá subido a alguna, fíjate lo que te digo.
Los dos hombres tiraron al suelo la colilla y la aplastaron con la suela de cáñamo de la alpargata, y marchaban otra vez al obrador. Y así volvieron a entrar y salir varias veces, sacando pilas de tejas y brazados de birlos, mientras el sol subía a lo alto de un cielo sin nubes y a las tejas les iban saliendo corros de rosa pálido conforme iban absorbiendo la humedad. La ruidera de la moto subía o bajaba según se alejase o bajase o subiese las rampas de polvo rojizo hasta casi Santa Bárbara, por detrás de las canteras, entre los pinos recién plantados. 
—Estos sí que machacan bien la arcilla, mejor que los mulos con el rulo, ¿eh? —dijo el de la boina.
—Estos machacan la tierra, los pinos y la madre que los parió. Y no lo digas muy alto, no sea que nos manden a recogerlo con la pala.  
Rieron la gracia brevemente, y ya iban a entrar a por otro rimero de tejas cuando el petardeo de la moto calló en seco. Los ruidos de la calle volvieron a ocupar su espacio, el gallo perezoso y el tintineo de la paleta de un albañil, que silbaba una jota con parsimonia, los ecos de las vecinas, los cascos de un mulo, a ráfagas los niños, a lo lejos, entre débiles ladridos desganados de perrillos que iban sueltos por la calle, el piar escueto de un pardal y el trino desesperado de las cardelinas. 
—¡Y qué gusto que da cuando se callan! —dijo el de la boina.
Su compañero se quedó muy quieto, con la vista perdida por detrás de los monotes, como si quisiera estirar el campo de visión, tensando las mandíbulas.
—Ese se ha dao una hostia, te lo digo yo —dijo, y se ponía una mano de visera.
El de la boina se detuvo cuando ya estaba entrando al obrador y se dio la vuelta.
—¿Y eso tú por qué lo sabes?
—Los motores solo se paran de golpe cuando se rompen. Si solo se paran, pedorrean —dijo el otro, elevando un poco la voz. El de la boina volvió a acercarse mientras se subía los pantalones, lentamente. 
—Cuando éramos muchichos tú y yo no íbamos corriendo a verlas, ¿eh? ¿Te acuerdas las italianas aquellas negras? Aquello sí que eran amotos, y con sidecar y todo. Si los rojos llegan a tener esos amotos, ganan la guerra.
—¡Ssssh! —chistó el otro. Había visto a una muchacha bajar corriendo por las lomas que daban al circuito de motocrós, cerca ya de las canteras de cal, por detrás de unos alfares pequeños, la mayoría vacíos con su pequeña era en la puerta, cubierta de cascos de botijo y de hierbajos. La niña bajaba por el caminacho con los brazos en alto y frenándose apenas con los pies, y al llegar abajo echó a correr hacia los alfares. El hombre la vio salir y entrar en un reflejo del sol sobre las tejas húmedas. La niña llegó jadeante y colorada, llevaba un abrigo que le venía un poco raquítico y un gorro de lana blanca con una borla en la coronilla.
—¡Qué ha pasao! —dijo el hombre, muy tieso y muy serio, con la mirada firme de quien está preparado para lo que tenga que ser. 
La niña llegó a la explanada del alfar caminando algo encorvada, con una mano en el costado, como si tuviera flato. 
—¡Qué ha pasao! —repitió el de la boina, que ya se había puesto a la altura de su compañero y tenía los brazos caídos y las manos muy abiertas.
—¡Nada! —pudo al final decir la niña.
—¿Y el amoto?
La muchacha sonreía y se encogió de hombros.
—¡Qué me sé yo!
—¿Pero no estabas allí viéndolo?
—Sí…
—¿Y estaba mi Tomasín?
—No…
—¿Y por qué se ha parao la moto?
—Pues se habrá quedao sin gasolina…
—¿Y los muchichos? —dijo el de la boina.
—Están esbarizándose.
—¡Pues se van a poner buenos…! ¿Y tú no juegas, Azucena, hija mía?
La niña recuperaba el aliento, asintiendo a base de sonrisas y cabezazos, hasta que se lanzó a hablar.
—Que es que me ha dicho mi madre que le pregunte si mañana puede usté venir a casa a matarnos el cerdo y he venido no sea que me se olvide —dijo la niña, todo seguido, en la medida en que el resuello se lo permitía.
—¿Mañana? —contestó el hombre bajo, ya menos tenso, otra vez con esa sonrisa de falsa seriedad, enarcando mucho las cejas, como si fuera imposible.
La niña, ya recuperada, lo miraba sonriente. Tenía la boca grande y los dientes desordenados. Era pelirroja, lo que aquí se dice roya, con la piel muy blanca y los ojos muy claros y en los pómulos una sombra violácea de capilares rotos por el frío. Llevaba llenos de polvo los zapatos y los calcetines de ganchillo. 
—¿Lo ves? —le dijo el hombre bajo al de la boina—. Otro domingo que no voy a misa.
El compañero rió la gracia con la risa exagerada y lenta que acompaña ese tipo de bromas dichas para que no las entiendan los niños.
—Dile que sí, chatica, dile que sí. ¡Pero dile que a las ocho la mañana que tenga hirviendo el caldero! ¿Te acordarás?
—Sí.
—Hala pues.
Los hombres se volvieron a la faena pero la niña permanecía quieta, forzando la sonrisa, con los pies muy juntos y las manos a la altura del regazo, como si estuviera en misa. Los hombres no se dieron cuenta de que la muchacha no se había ido. Ya enfilaban la puerta del obrador cuando la oyeron a sus espaldas.
—¡Señor Felipe! —alzó la voz la niña, una voz menuda que al gritar se le quebraba.
Los dos hombres se volvieron.
—¿Qué pasa, hija mía?
La niña sonreía, con cara de buena.
—¿Es verdá que va a quitar de escuela a Tomasín?
El hombre se quedó un poco parado, con la boca entreabierta, como si hubiese ido a decir algo antes de que la niña terminara de hablar, pero ya no tuviese sentido; como si la hubiera escuchado con la boca puesta para reír, pero no fuese ninguna broma.
—Pues claro, chatica —dijo al fin—. ¡Hay que aprender un oficio!
La muchacha tampoco había dejado de sonreír. Era la sonrisa de quien quiere agradar, de quien tiene que decir algo y conseguir que quien lo oiga no tenga valor para enfadarse.
—¡Pero si es mu listo! 
—¡Uy!, ¡y yo también soy mu listo, tú que te crees! —dijo el hombre, sobreponiéndose, con una sonrisa que no le terminaba de salir.
—¡Y sabe dibujar el que mejor! ¡Los dibujos suyos los tenemos en las paredes y la señorita Loli dice que Tomasín tiene mano!
—¿Que tiene qué?
—Que tiene mano. Dice que tiene mano. 
—¿Ah, sí? —dijo el hombre, frunciendo los labios, como disgustado—. ¿Y qué más dibuja?
La niña empezó a nombrar dibujos y ponía la cara que puso la primera vez que los vio, y al nombrar las caricaturas la sonrisa era festiva, de ojos casi cerrados y un poco encogida de hombros, como compartiendo un secreto, y cuando nombró los paisajes abrió muchos los ojos e infló los carrillos y abría los brazos abarcando una cosa muy grande. 
—Nos pinta unos monigotes que son más graciosos…, esos son los que tenemos en la pared que la señorita Loli dijo que eran los mejores, y también puso uno así de grande que dibujó un día que fuimos al cerro todos con la señorita, ¡más bonito…! Ese lo dibujó con el carboncillo, y los otros con el lapicero —dijo, y se quedó mirando hacia arriba como se se le estuviera olvidando alguna cosa más.
El hombre la escuchaba hablar con la boca entreabierta, asintiendo conforme se hacía cargo de lo que iba diciendo la muchacha.
—Así que pinta mucho bien —dijo, y volvió a arrugar las facciones, con cara de disgusto. 
—¡Mucho…! —dijo la niña, y agitaba una mano como para dar idea.
El hombre se acercó unos pasos, hasta donde ya no tuviera que gritar, pero sí hablar claro.
—¿Y entonces por qué no quiere ser alfarero como su padre, lo sabes tú? ¿Tú sabes por qué quiere ser mecánico? ¿Te lo ha dicho a tú, eh? ¡Pues a mí ni esta boca es mía! ¡Venga, corre, pregúntale a ver qué te dice, a ver si a tú te dice más que a mí!
La muchacha escuchó con cara de susto las voces del señor Felipe. La sonrisa le temblaba, estaba casi a punto de llorar. El hombre había subido la voz sin querer, como si las verdades hubiera que decirlas bien altas. El otro intentó templar gaitas.
—Hala, venga, dile a tu madre que mañana iremos a matar el cerdo.
El hombre callaba, pero se quedó mirando a la niña con un gesto de desengaño. La chiquilla se dio la vuelta y se marchó con los brazos caídos y la cabeza baja. Los dos hombres la vieron alejarse por la calle del Rosario y meterse en un portal. 
El tubo de escape volvió a romper el silencio, más cerca todavía, justo detrás de la cantera, y por un momento, mientras descargaban en silencio el rimero de tejas, vieron pasar a lo lejos, entre dos mogotes de arcilla, una Montesa con ruedas de tacos. El piloto iba con casco y un mono de colores que parecía una armadura, con refuerzo en las rodillas, en los hombros y en los codos, y unas botas altas con hebillas. Dejaba tras sí una nube de polvo naranja que primero flotaba en el aire y luego iba disipándose mientras el sonido del motor se hacía más agudo al subir la rampa, y volvieron a ver arriba la moto salir volando de la cuesta y posarse otra vez más por detrás del montículo, fuera ya de sus miradas. El hombre bajo todavía se quedó mirando, con la boca igual de entreabierta y haciéndose visera con la mano. El de la boina le acercó el botijo de agua con cazalla, a ver si se animaba. El alfarero dio un trago, el sol del invierno brillaba en el chorrillo. Luego se secó los labios con el dorso de la mano y los dos hombres reanudaron su labor. El sol estaba en lo alto. La arcilla lo reflejaba en las dentelladas de las máquinas excavadoras, en las roderas y en los cantos de cascajo. Era como un mar vacío, al pie de las murallas, islotes rojos y caminos de polvo anaranjado, y algunos matojos pardos.


[A principios de año me pidieron un relato para un libro que supongo que estará a punto de publicarse o se habrá publicado ya sobre los antiguos alfares de Teruel, un paisaje arcilloso lunar de donde salían los ladrillos de las casas y las cerámicas de las cocinas, y que con la llegada del desarrollismo quedó abandonado. Esto es lo que envié hace un par de meses. La foto, que también aparecerá o habrá aparecido en el libro, es de Juan Carlos Navarro.]
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