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6.6.12

El problema del IBI



Cuenta Gibbon que la principal característica del pueblo judío, en tiempos de los romanos, era que no se sometían a las cargas fiscales del resto del imperio porque se las exigía un gobierno politeísta. Sería un crimen subvencionar al diablo. A los romanos de los tiempos de Adriano les sorprendió, después de siglos de un politeísmo civilizado (víctimas aparte) en el que todo el mundo respetaba los cultos de los demás, que una raza tan impermeable como la judía despreciase el laissez faire de la religiosidad romana. Gibbon llama la atención sobre el hecho de que fuera un emperador tan sosegado como Adriano quien, como represalia por las matanzas que practicaron los judíos contra sus vecinos no judíos, organizase a su vez una escabechina de judíos como la que nos cuenta Flavio Josefo. Claro que si uno lee antes a Dion Casio estará también al tanto de cómo se las gastaban unos y otros contra sus más inmediatos vecinos. Hoy en día el pueblo judío paga sus impuestos, como dice Rubalcaba, religiosamente, pero entonces, en los primeros años de nuestra era, como pueblo irreductible, incluso consiguieron que se les obligase a no propagar la costumbre de la circuncisión más allá de sus fronteras.
               Los cristianos, a los que Gibbon llama secta mosaica, conservan de su estirpe la negación de todo lo que no sea propio. La idea de un solo Dios no corresponde a una concepción global del universo sino a ser más que los demás, ser la única verdad. Pero, entre los herméticos judíos, esta soberbia religiosa es de consumo interno. No pagaban impuestos, pero tampoco abandonaban su reducto monoteísta. Los cristianos, en cambio, debían anunciar al mundo entero la buena nueva, es decir, que todas las demás religiones eran impías menos la suya, y penetró por una razón que cuenta Gibbon y que es la que me ha llevado a escribir estas líneas. Los romanos cultos, si es que descendían a mencionarlos en sus escritos, consideraban a los cristianos nada más que “…entusiastas obstinados y perversos que exigían una sumisión absoluta a sus doctrinas misteriosas, sin ser capaces de alegar un solo argumento que pudiera reclamar la atención de hombres sensatos y cultos”[1]. Cuando, tiempo después, aportaron sus argumentos, eso que se llama teología, “la adopción del fraude y la sofistería en la defensa de la Revelación nos recuerda demasiado a menudo la conducta imprudente de aquellos poetas que cargaban a sus héroes invulnerables con el peso inútil de la incómoda y frágil armadura”[2].
               Pero la gran baza de los cristianos fue otra: mientras el imperio romano trataba igual a todas las religiones pero no a todos los habitantes, la religión cristiana penetró entre los pobres, los esclavos y las mujeres, es decir, todos aquellos que no tenían derecho a beneficiarse de los privilegios de la ciudadanía. La misma marginalidad social facilitaba la penetración de las ideas, en tanto que se trataba de un sector de la población inculto y dispuesto a creerse toda clase de prodigios y milagros (¡con qué fina ironía constata Gibbon que ningún escritor romano de la época da noticia de las célebres tinieblas de la Pasión, ellos que recogían como un funesto presagio cualquier tormenta de verano!), de la misma manera que hoy en día la religión que más rápidamente gana adeptos es la iglesia Pentecostal, especializada en pobres, ilusos y desesperados, y dolor de cabeza crónico del Vaticano, incapaz de reconocer que fue exactamente así como ellos empezaron. El pentecostalismo es algo así como un cristianismo a la medida, atomizado casi en tantas ramas como templos, donde, dicen, abundan los milagreros. La sorpresa que se está llevando con ellos el culto y refinado Vaticano es la misma que la culta y refinada Roma se llevó con los milagreros cristianos.
               La iglesia siempre ha estado muy satisfecha de haber ido, desde el principio, a los pobres, a los excluidos, a los desgraciados, e incluso de haber restaurado entre ellos cierta forma de politeísmo a la que naturalmente tienden. Las diferentes advocaciones de la Virgen en la Semana Santa de Sevilla no se distinguen mucho de los diferentes dioses lares a que cada cual honraba en Roma. El santoral en pleno es una forma encubierta de politeísmo. El problema surge cuando los devotos de la virgen de la Macarena se constituyen en secta, diferente de la de los devotos del Cristo del Cachorro, y a veces, incluso, enemigos irreconciliables, como en el fútbol.
               El tema no es la descomposición natural de las creencias, sino que lo único que queda de todo aquel trasiego de apóstoles que daban ejemplo de austeridad es una Iglesia que, cuando a los desposeídos los asfixian con hipotecas o los echan de su casa y les suben los impuestos, declara su derecho divino a no pagar el IBI, exactamente igual que los judíos se negaban entonces a pagar impuestos a recaudadores impíos, o los cristianos porque hacerlo significaría que no son diferentes ni superiores ni están en la posesión de la verdad.


[1] “as obstinate and perverse enthusiasts, who exacted an implicit submission to their mysterious doctrines, without being able to produce a single argument that could engage the attention of men of sense and learning”. La traducción es de Atalanta fugiens.
[2] “the adoption of fraud and sophistry in the defence of revelation, too often reminds us of the injudicious conduct of those poets who load their invulnerable heroes with a useless weight of cumbersome and brittle armour”. (Ídem).

15.5.12

Me vuelvo a Gibbon



A la altura del reinado del emperador Aureliano dejé de señalar errores de puntuación, giros forzados y traducciones, a mi juicio, demasiado literales. Estoy seguro de que un lector sin prejuicios de pureza idiomática y poética, acostumbrado a mirar a través de cristales no demasiado limpios, ni se enterará de lo que a mí me parece un síntoma de descomposición cultural, y en el que tiene bastante que ver el sistema informático. Los editores hace años que no copian los manuscritos, o que ni siquiera los leen. Entre la marabunta de comas discutibles he encontrado errores típicos del programa Word, que se toma, a veces, más libertades de las necesarias. Lo que antes se llamaba prueba de imprenta es ahora nada más que una copia en letra distinta, en procesador distinto, pero no mirada con ojos distintos. Conforme avanzo en el catálogos de emperadores voluntariosos o disolutos, honrados o enloquecidos, ecuánimes o salvajes, metido hasta el cuello en los siglos oscuros, ese apagón postclásico y premedieval del que solo sabemos datos dispersos y anécdotas infundadas, más claro tengo que un trabajo de esta magnitud no debe tomarse como el que traduce cualquier libro, y pienso en casos como la espléndida traducción que firmó Miguel Sáenz, hace veinte años, de una de esas novelas que nunca me canso de recomendar: La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Gurganus. La cantidad de registros del castellano que tuvo que manejar Miguel Sáenz para traducir esa novela exigía la lectura atenta de las matronas negras que hace hablar maravillosamente William Faulkner, pero también de las abuelas divertidas que ha sabido Álvaro Pombo, aquí en España, oír hasta en sus más leves matices, e incluso la Biblia, pero no una cualquiera sino la Biblia del Oso, que era la que mejor cuadraba con el ambiente verbal. El trabajo no era solo ni mucho menos de transliterar sino de interpretar. Y el resultado fue redondo. Aun así, me aspen si el propio Miguel Sáenz no pidió en Anagrama un corrector que le avisase de los despistes inevitables, tal y como, dicen, se hacía antes en la editorial Gredos, cuando estaba en Sánchez Pacheco. Ahora que RBA perfumó sus páginas con esencia de cloro, ya no me atrevo a creer que nadie revise los textos a conciencia.
Pero dejemos eso, que me deprimo. El caso es que el emperador Aureliano sucedió en el año 270 a Claudio II el Gótico. Aureliano era un obseso de la disciplina. “Los castigos de Aureliano eran terribles, pero rara vez tuvo ocasión de castigar más de una vez la misma ofensa”. Según Gibbon, sus castigos causaron una “saludable consternación” en el ejército. “Las legiones sediciosas temieron a un jefe al que habían aprendido a obedecer y que era digno de mandar”. Pero Gibbon también pone el ejemplo: “Uno de los soldados había seducido a la esposa de su huésped. El desgraciado culpable fue atado entre dos árboles que se doblaron a la fuerza el uno hacia el otro y, mediante su repentina separación, sus miembros quedaron despedazados”.  Y uno, desde aquí, desde ahora, tiende instintivamente a censurar eso de la “saludable consternación” por mucho que Gibbon tire con frecuencia de ironía, que en este caso, por obra de la palabra “saludable”, pisa terrenos del sarcasmo cínico. Pero Gibbon no empleó la palabra ‘healthy’, saludable, sino ‘salutary’, que en inglés tiene el matiz de aquello que, pese a no gustar, provoca un efecto ejemplarizante, beneficioso (“a few such examples impressed a salutary consternation”). El agua del manantial es saludable, pero el alcohol sobre la herida es de aquellos remedios que curan porque duelen, o que duelen aunque curan. En este caso, si el traductor hubiera traducido por “una provechosa consternación”, o bien “una consternación que sirvió de escarmiento” habría traicionado la literalidad pero yo creo que se habría acercado más al sentido de ‘salutary’.
Aureliano pertenece a los emperadores, digamos, republicanos, en el sentido de que aún creían en los viejos valores de la fides, la lealtad, que tanto alabó Tito Livio, frente a la lista de sádicos esgarramantas que empezaron ya muy pronto a enseñar el camino al enemigo, cuando no utilizaron el dinero por impulso de liberalidad sino para comprar la paz. Los bárbaros eran muy brutos pero no eran tontos: aquel que te quiere contentar es porque se considera inferior a ti. Y mira la que armaron. Ni tampoco eran tontos los pretorianos, a quienes Gibbon sitúa en el centro de la diana. También a ellos se empezó a darles dinero para callarlos, para contentarlos, y pronto el cambio de régimen era el resultado de un capricho caro: te aúpo al trono pero me tienes que untar, y cuando otro me unte más, te cortaré la cabeza. Después de cien años de descomposición y chantaje, la ejemplaridad de semejante salvajada es una fría constatación, ni siquiera una ironía, cuando menos un sarcasmo.
Este Aureliano, en fin, duró en el cargo cuatro años y nueve meses, pero en la misma página se nos informa de que el pobre Quintilio, hermano de Claudio II el Gótico, se rebeló con un puñado de soldados y se coronó durante 17 días, y cuando se dio cuenta de su fracaso se retiró y se cortó las venas. Inmediatamente después se nos habla de Aureliano el riguroso, y en la primera mezcla de la memoria uno se acuerda del coronel Aureliano Buendía, a quien todo lo que le pasaba tenía que ver con el número 17, por ejemplo tener 17 hijos con 17 mujeres distintas. ¿Leyó García Márquez a Gibbon? Nunca saco conclusiones de estas coincidencias, y en este caso menos porque GGM no es santo de mi devoción, pero me gustaría pensar que, igual que hizo con Sófocles en un puñado de novelas, buscara en semejante arcón nombres, símbolos y alusiones. Para eso está Gibbon, que en el fondo no hace más que seguir la tradición del humanismo de Montaigne.
Ni Gibbon ni Montaigne dejan pasar anécdota sabrosa. Gibbon sabe que contar dislates (el de aquel profesor sueco que hacía derivar el Occidente entero, con todas sus lenguas, de los alrededores de su pueblo) es un recurso divertido, y que su inmediata refutación es el mejor estante para las ideas elevadas. Pero Gibbon, otra lección, jamás desciende a las citas fáciles. En su interesante descripción de la religión persa, contada sin prejuicios, dando a las cosas el valor que tienen, uno espera la página en que aparecerá la célebre descripción de las costumbres persas que escribiera Heródoto en sus Historias. Allí dice que los gobernantes persas de la época de Jerjes solían reunirse a tomar una decisión, luego se emborrachaban como piojos y volvían a deliberar, y cuando se les había pasado la tajada, en plena resaca, seguían deliberando, para tener así todos los puntos de vista a que puede dar acceso la razón o la sinrazón. Pero es una anécdota demasiado famosa, entonces y ahora, para la brillantez de Edward Gibbon. No mucha gente sabe cuándo una cita es un tópico. Creemos que lo que sabemos no lo sabe nadie más. Otra de las grandes lecciones de Gibbon es no menospreciar jamás la sabiduría del lector. Quizá sea eso lo que hace que cualquiera pueda disfrutarlo, incluso sin corrector.

1.5.12

Roma no paga correctores


Durante los dos primeros capítulos de la traducción de Gibbon, a cargo de José Sánchez de León Menduiña y recién publicada por la editorial Atalanta, me iba encontrando, de vez en cuando, con alguna frase rara, de sentido discutible, y con algún error suelto de puntuación que yo achacaba a que las editoriales ya no pagan a los correctores. Pero mediado el capítulo tercero los errores empezaron a ser mucho más abundantes y empecé a señalarlos. Solo en cincuenta páginas (de la 72 a la 122, en una obra cuya primera parte tiene 1500) encontré unos cuantos:

p. 72: “El título sagrado de augusto siempre se reservaba al monarca, mientras que el nombre de césar era con atribuido más libertad a sus parientes”
p. 73: “Era un motivo de supervivencia no un principio de libertad por lo que los conspiradores se lanzaron contra Calígula, Nerón y Domiciano”
p. 76: “Tal príncipe atendió a su verdadero interés asociándose con su hijo, cuyo carácter, más espléndido y amable pudo cambiar la atención pública desde el origen oscuro hacia las glorias futuras de la casa de los Flavios”.
p. 76: “Aunque tenía varios parientes, elijió a un extraño”.
p. 79: “Numa solamente podía defender unas cuantas villas vecinas del saqueo entre ellas de las cosechas”.
p. 90: “Sospecha era equivalente a prueba, juicio, a condenación”.
p. 93: “Una sentencia justa pronunciada por el segundo cuando era procónsul de Asia, contra un ahijado indigno del favorito le fue funesta”.
p. 95: “no despreciaríamos sus propósitos si no hubiera cambiado el agradable descanso de una hora de ocio por un asunto importante y la ambición de su vida”.
p. 95: “Cómodo desde su más tierna infancia, manifestó odio a todo lo que fuera racional y humanista”. (But Commodus, from his earliest infancy, discovered an aversion to whatever was rational or liberal)
p. 95: “una guerra venturosa contra esos salvajes era una de las actuaciones más inocentes y beneficiosas de heroísmo”. (a successful war against those savages is one of the most innocent and beneficial labours of heroism)
p. 99: “La reputación de Pértinax y los clamores del pueblo los obligaron a contener su disconformidad interior, aceptar el donativo prometido por el nuevo emperador, jurarle fidelidad y con jubilosas aclamaciones y laureles en sus manos le condujeron al senado…”
p. 100: “Pero Pértinax no pudo denegar esas últimas exequias en recuerdo de Marco y las lágrimas de su primer favorecedor, Claudio Pompeyano, que, compadecido con la cruel suerte de su cuñado, la lamentó aún más que de lo que lo hubiera merecido”.
p. 110:  “Los ejércitos de Britania, Siria y el Ilírico lamentaban la muerte de Pértinax, en cuya compañía o bajo su mando a menudo habían luchado y vencido”.
p. 111: “En base a un informe prematuro…”
p. 113: “En lugar de iniciar una negociación efectiva con los poderosos ejércitos occidentales, cuya resolución podía decidir o al menos equilibrar la enorme competición…”
p. 117: “mediante este piadoso recuerdo a su memoria, convenció a la crédula multitud que solo él merecía ocupar su puesto.
p. 120: “Las acciones militares de Severo parecen inadecuadas a la importancia de sus victorias”.
p. 120: “El valor del ejército británico mantuvo verdaderamente una lucha fuerte y dudosa con la dura disciplina de las legiones ilíricas”.
p. 120: “Generalmente han sido justificadas en base a algún principio…”
p. 120: “Las tropas peleaban como hombres interesados en la decisión de la disputa”.
p. 122: “Su suerte no excitó sorpresa ni compasión. Habían apostado sus vidas contra el imperio y sufrieron lo que ellos mismos habrían inflingido”.

Me ha afligido especialmente ese inflingido, lo reconozco. En todo caso, espero que la proporción no sea la misma en todo el libro, porque en ese caso habría más de seiscientos errores de bulto. Ya con estos veintitantos debería ser suficiente para que me devolviesen el dinero, o para que, si no consideran oportuno resarcirme por ese lado, contratasen a un corrector profesional para la segunda edición.
Aunque no sé si con eso arreglaríamos algo. La traducción, aun sin errores, es poco fluida, como si el traductor fuera sordo, como si no supiera qué orden de palabras admite y no admite el castellano, o no tuviera habilidad para gestionar el uso frecuentísimo de la voz pasiva en lengua inglesa, o no se supiera los verbos específicos, o cómo deshacer los hiatos. Gibbon es a la prosa inglesa lo que Shakespeare al teatro. Es un clásico absoluto. Traducirlo significa incorporarlo al castellano, es decir, usar una prosa castellana de esa misma altura estética. En ocasiones, más de lo aceptable, esta traducción parece una mala traducción del latín más que una demasiado literal traducción del inglés. Lo más probable es que estas cincuenta lamentables páginas sean una excepción y el brillo del resto de la obra me compense de la molestia de leer tantos errores. Ojalá haya sido una sección sin revisar, un pliego traspapelado, un constipado del corrector. El traductor se ha pegado una paliza considerable y aun esos errores podrían ser atribuibles a la sobredimensión de la tarea (que nadie le obligó a afrontar), pero es responsabilidad de Atalanta, la editorial, no sacar a la calle un libro en esas condiciones.

27.4.12

Historias



Tiene inmerecida mala fama la traducción de Gibbon que escribió José Mor Fuentes en 1842 y que, sin el auxilio de un mínimo índice, publicó tal cual la editorial Turner en ocho volúmenes allá por 1984. Su publicación en facsímil, sin esa modernización que luego sí practicó Taurus en la Historia de Roma de Mommsem (y no sé si en la de Gibbon), con tipografía imposible, apretada, estrujada más bien, y esa puntuación que ahora, muchas veces, despista un poco, significó una pequeña decepción porque resultaba difícil disfrutar del flujo imparable del Decline and fall. En 2000, Alba editorial publicó, traducida por Carmen Francí Ventosa, la edición abreviada de Dero A. Saunders, que es de 1952, aunque yo preferiría que hubiese traducido la de D. M. Low de 1960, que es la que yo manejo. Hay un pasaje que no está en ninguna de las dos ediciones abreviadas y que da una idea de la diferente traducción de José Mor y la que acaba de salir en Atalanta de José Sánchez de León. Las copio por ese orden.


La inmortalidad, prometida tan en balde por los sacerdotes, se proporcionaba hasta cierto punto por los bardos. Esta clase particular de hombres ha embargado muy dignamente los desvelos de cuantos han estudiado las antigüedades de los Celtas, Escandinavos y Jermanos. Queda despejado el campo en cuanto a su numen, índole y respeto a profesión tan en estremo trascendental; mas no se hace tan obvio el espresar, ni aun percibir el entusiasmo por armas y gloria que encendían en los pechos de su auditorio. En todo pueblo culto, el ejercicio poético es más bien un floreo de la fantasía que un empeño de las potencias; y sin embargo, si en sosegado deporte nos ponemos a repasar los trances referidos por Homero o el Taso, nos dejamos imperceptiblemente embargar por la ilusión, y nos enardecemos acá momentáneamente con asomos de ímpetu marcial; pero, ¡cuán apocada, cuán yerta es la sensación que nos cabe en la soledad del estudio!

               La inmortalidad prometida tan vanidosamente por los sacerdotes era de algún modo otorgada por los bardos. Este tipo singular de hombres ha atraído merecidamente el interés de todos los que han intentado investigar las antigüedades de los celtas, los escandinavos y los germanos. Su genio, el carácter así como la reverencia atribuible a ese importante oficio han sido suficientemente ilustrados. Pero no podemos expresar tan fácilmente ni siquiera concebir el entusiasmo por las armas y la gloria, las cuales encendían el corazón de su audiencia. Entre un pueblo culto, un gusto por la poesía es más una diversión de la fantasía que una pasión del alma. Y, sin embargo, cuando examinamos con sosiego los combates descritos por Homero o Tasso, somos seducidos por la ficción y sentimos un resplandor momentáneo de ardor marcial. ¡Pero qué débil, qué fría es la sensación que una mente pacífica puede recibir en la soledad del estudio!

Con un toque de maquillaje aquí y allá, la vieja traducción de Mor resultaría hoy más que apañada. Y desde luego más útil, porque, por muy buena que sea esta nueva traducción de Sánchez de León, la editorial Atalanta ha escamoteado a los lectores más de un tercio de la obra original: todas las notas, que en el caso de Gibbon forman parte de la concepción histórica y estética de la obra, y que convierten su monumental tratado en un recorrido inigualable por la literatura clásica. Porque cualquiera que haya leído a Tácito sabrá que Gibbon se limita a recrear majestuosamente su Germania (la misma que usaron luego los nazis, y eso que Tácito los pone a caldo), pero si solo lee esta traducción de Atalanta estará por creer que Gibbon copiaba de los antiguos sin citar sus fuentes. Gibbon no ahorra ni la más mínima referencia bibliográfica, por anecdótica que resulte, ni la menor discusión ni la más breve amplificación, y ello forma parte de su grandeza y del encanto de su obra.
De modo que habrá que leer el tomazo de Atalanta con las notas de Turner, todo sea para mayor gloria del gran Gibbon, aunque de momento me he lanzado a pelo a la traducción de Atalanta. Yo no soy historiador ni leo buscando las verdades. En este caso la verdad es el propio Gibbon, su arte de narrar, que es lo que a mí me interesa. Un poco antes de esta sección sobre Germania (acabo de empezarlo, solo llevo una décima parte leída, unas trescientas páginas) Gibbon traza un rápido bosquejo de la extensión del imperio y sobre todo de las razones por las que Adriano deshizo la obra del impetuoso Trajano y siguió, quinientos años después, el diagnóstico y las recomendaciones de Tucídides para una guerra muy distinta: no traspasar las fronteras de lo razonable y, si no hay fronteras razonables, establecerlas. Es la razón por la que levantó el muro británico y por la que dejó a los partos a su aire, se olvidó de emular a Alejandro Magno y empleó su tiempo en algo más productivo, por ejemplo leer. Claro que ni tanto ni tan calvo, ni la belicosidad de Trajano ni la mansedumbre de Antonio Pío, que ya tiene nombre de Papa, de uno de esos papas que vivirían ensobinados en su solio pontificio y solo saldrían de palacio para dar las bendiciones de Semana Santa. Gibbon lo trata con ironía, pero tampoco tanta como para que se le escape que en tiempos de Antonino Pío el imperio estuvo en paz. Esta raza de hombres apocados ha sido muy útil para la historia de la humanidad. Siempre y cuando fuesen sabios, porque Claudio también era un pánfilo pero, según Gibbon, “el más estúpido de todos los emperadores”. Así que el modelo, más incluso que Marco Aurelio (de quien Gibbon destaca cierta inconstancia, cierto fondo atrabiliario), es Adriano, que no dejó de viajar por todo el imperio pero jamás traspasó los límites que por otra parte ya había establecido el divino Augusto.
Digo que, después de un largo bosquejo de los tiempos de la Pax romana, la Roma de los Antoninos, la del grado mayor de perfección que hubiera alcanzado nunca el imperio (después de una dinastía degenerada, eso sí), Gibbon cierra el foco de las generalidades y dedica unas páginas interesantísimas a explicar cómo era el armamento romano, sus métodos de instrucción y las medidas y el color de su impedimenta. A los grandes manchones históricos suceden figuras muy cercanas, curiosidades antropológicas, antes de levantar de nuevo el vuelo hacia más profundas discusiones. Pero cuando le llegue el turno a la Germania tirará, como digo, de Tácito y aprovechará que el tema se presta más al lucimiento descriptivo, a la maestría explicativa, enumerativa, al fresco entretenido.
Gibbon no solo alterna los registros para dar más variedad a la narración, sino que emplea otro método, también muy clásico, que la moderna historiografía se ha empeñado en perder casi por completo. La ciencia está empeñada en que la historia debe guardar la proporcionalidad. No puede ser que se le dedique el mismo espacio a las curiosidades antropológicas que a cien años de acontecimientos. La historiografía moderna está poseída por la simetría, y el arte antiguo, el arte de Virgilio, nunca fue simétrico. las obras de arte son equilibradas, no necesariamente simétricas. Las medidas de la realidad desdibujan el objeto. Para llegar a él, para entrar en él, hay que desproporcionarlo. El secreto de Gibbon, como el de cualquier buen narrador, es utilizar esas dos variables, el cambio de registro y la desproporción, para dotar a la obra de toda la fuerza que necesita y procurarle ámbitos adecuados para que se desarrolle de un modo artístico, sin por ello faltar a la verdad. Cuando los historiadores modernos hablan de perspectiva supongo que quieren decir lejanía, porque la perspectiva consiste en deshacer las dimensiones, en falsearla para llegar a una imagen más coherente, para, literalmente, mirar hasta el fondo, traspasar con la mirada. Fascina cómo sabe Gibbon cuándo tiene que girar sin que se cumpla ningún número exacto, cuándo debe relajar el relato, cuando elevar la música, cuándo sostener el tono. Eso no es cosa de historiadores modernos, que siempre van con croquis y cuadrantes, que no se ponen al servicio de la narración para que sea ella y sus leyes internas las que desvelen una imagen más profunda de la realidad.
Y todo esto por no hablar de la de páginas que me suenan no por haberlas leído en manuales eruditos sino en libros de ficción, o como poco de prosa y ensayo literario, de Thomas de Quincey y los mandarines (mi querido Charles Lamb entre ellos) a Borges o Cunqueiro, todos ellos devotos saqueadores de los minuciosos y sorprendentes conocimientos que traslada Gibbon, como lo han sido las generaciones de historiadores que en el fondo se han limitado a ampliar los detalles de esta impresionante obra, no por larga sino por heroica, por épica, sobre todo teniendo en cuenta las condiciones en que la escribió. Pero eso forma parte de sus deliciosas Memorias, otro modelo de cómo se escribe un libro.
               Es notorio que Gibbon no encontró verdadero placer en las relaciones sociales o familiares, y mucho menos sentimentales, y que su refugio, su modo de vencer a una vida que no le entusiasmaba en absoluto, fue bucear en el pasado, hacerse presente en el pasado y hacer del pasado un horizonte, y así sobrevivir a la decepcionante actualidad. Ahora, en medio del derrumbamiento, nos bañamos en su prosa y subrayamos con un lápiz de Ikea noticias raras y curiosas, siempre significativas, que algún día vendrán como de molde cuando queramos hablar de política internacional o narrar algún acontecimiento remoto. 
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