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24.5.22

Reordenar la realidad


Yo habría sido un mal crítico de cine, porque las crónicas hay que escribirlas nada más salir de la función, como Joaquín Vidal, mientras anochece, en un cuartucho de Las Ventas, y no al día siguiente después del desayuno. Hay películas que me producen en la sala cierta satisfacción y al rato no me acuerdo de cómo se titulaban. De otras salgo incómodo y echo mano de argumentos cínicos para minusvalorarlas, digo sentenciosamente que no me han gustado pero luego no puedo quitármelas de la cabeza. Es lo que me ha pasado con Alcarrás. Salí quejándome de que sobraba metraje, de que era un documento para partidarios, de que los niños no dejaban de joder con la pelota, de que hacía mucho sol… Pero esta mañana, mientras acudía al tajo, me venía a la cabeza el abuelo que va a llevarle un cesto de higos al cacique, las bofetadas (leves, poco más que un roce, pero dolorosísimas) que propina la madre a los hombres de la casa, el mal estudiante y buen muchacho que se venga de quien le ha prendido fuego a su única escapatoria, el agricultor que se deja los huevos por salir adelante y se siente atrapado entre la lógica y la dignidad. Al día siguiente, después del desayuno, la conclusión es muy clara: Alcarrás es lo más lejos que ha llegado el cine español que conozco en materia de hiperrealismo poético.

El género, por lo que yo recuerdo (por lo que yo he ido a ver cuando se estrenaba) data del año 92, con El sol del membrillo, la primera gran síntesis poética entre ficción y documental en nuestro cine contemporáneo. Luego ese tipo de cine se hizo, un poco al estilo Renoir de sus comienzos, cine ideológico, miradas antropológicas cargadas de responsabilidad moral, digamos, caso de En construcción o Aguaviva, Guerín, Ariadna Pujol y una cierta estela entre el ecologismo militante y la velocidad zen. El caso es que rodar sin actores profesionales, con individuos que hacen de sí mismos, sobre asuntos cotidianos, reorganizando la realidad de manera que produzca secuencias metafóricas, se convirtió en un género indie hasta la llegada de Carla Simón. Verano 1993 me pareció un desarrollo novedoso de un género que amenazaba con empantanarse en la estética bienintencionada de postal. Esa idea de, como digo, reorganizar la realidad para sacarle el jugo poético desde la más honesta y callada observación tenía algo de límite no hollado, sobre todo por la alucinante dirección de actores. El trabajo de la directora consistía en enseñar a los actores a ser ellos mismos. Ella ponía de su parte la mirada de quien sabe ver en un gesto desapercibido toda la hondura de lo inconfesable, pero los actores recorrían el camino que los sacaba de sí mismos, los hacía verse desde fuera y los reintegraba a su más pura verdad. 

Con estos antecedentes, Alcarrás solo podía decepcionar a la crítica si se salía de ese camino. Y no, no se sale, y es tan sólido este no salirse que cuestiona claramente de qué hablamos cuando hablamos de grandes directores y grandes actores. En este onanismo patológico en que se ha convertido la gran familia del cine, hay directores que presumen de no dirigir actores y actores que se jactan de sus caprichosas creaciones, hasta que ves una película tan endiabladamente complicada de hacer como esta y te das cuenta del verdadero nivel… Carla Simón se plantea el cine al revés: no se trata de crear lo que no está sino de hacer visible lo que sí está pero solo se puede apreciar fragmentariamente y no parece encajar del todo en ningún mito contemporáneo. Alcarrás es, claro, cine antropológico, pero se necesita toda la habilidad del cineasta de ficción para que no pierda un gramo de autenticidad. ¡Cómo anda el muchacho cuando está avergonzado! ¡Cómo mira la cuñada cuando se le acumulan las lealtades! Y qué bien está retratada la tribu, la familia indisoluble, el principio social de subsistencia. El padre, por ejemplo, es de una verosimilitud avasalladora. Siempre digo que el campo como tema de ficción se mueve entre la saña jarrapelleja y el bucolismo bobalicón. Alcarrás, aunque emplea con astucia elementos de lo uno y de lo otro (las escopetas, los conejos muertos), no los convierte en zanahoria para espectadores amaestrados, sino como recurso rítmico, y eso que, insisto, la película se hace pelín larga. Para alguien a quien El gran silencio se le pasó en un santiamén, alguna razón tiene que haber, quizá la persistencia de los niños, quizás ese empezar los planos con lo que ya podía haber sucedido, acaso esos coches que recorren el camino entero lleno de polvo antes de que el conductor diga algo, trucos que en la ficción no realista me suelen cargar porque siempre se ve al director diciendo al cámara que espere un poco más, y que aquí, no obstante, forman parte del ritmo general, son imágenes del tiempo, porque en el tiempo estamos, en la cosecha bajo el sol, en la era de la electrificación del campo, tan drástica como fuera en su momento la llegada del tractor. Cosas que comprendes y que los personajes y la directora también comprenden. Entre subirse a una piedra a cantar el ‘no nos moverán’ y ver cómo las cosas son lo que son y habrá que buscarse la vida, hay toda una poética del realismo. Carla Simón lleva al extremo su primer mandamiento, la comprensión. Galdós fue un gran realista porque comprendía a sus personajes —porque los quería—; Clarín se quedará en un manierista porque se reía de ellos y los detestaba. Y esa enseñanza también, en cine, viene de Erice. Recuerdo el arbolito de Antonio López, pero sobre todo a los obreros eslavos que almorzaban. De Alcarrás recordaré al padre desbordado, la buena persona primitiva, el destino de la tribu cuando vives sumergido en la tradición y te atropella la modernidad. Y sí, cualquiera que haya estado en un pueblo durante la cosecha reconocería que la directora los comprende porque los conoce, porque son así. 

15.10.21

Elementos decorativos


Discutíamos anoche, a la salida de la película, si lo de Almodóvar es decadencia o adaptación al medio. Yo creo que es lo segundo, el hacer lo que se lleva y reducirlo todo a sus virtudes decorativas, lo que genera ese decadentismo un poco naïf. Vivimos en una época de demagogia simple, de los unos o los otros, de packs ideológicos, de mujeres maravillosas y hombres estúpidos, y con todo eso que tanto empobrece al arte, pero que tan bien define nuestro mundo, Almodóvar ha hecho un cóctel al estilo de aquellos mejunjes de bebidas que no mezclaban (los semáforos, los cerebros), pero con poco emborrachaban. El arte, incluido el de Almodóvar, es otra cosa. El arte son preguntas, no respuestas; el arte es enemigo de lo previsible y busca provocar al espectador inteligente, no a quien va a una sala a que le cuenten lo que ya sabe y a que le digan lo que tiene que pensar, un vicio de la neoizquierda parroquial al que en Madres paralelas Almodóvar se ha enganchado, y de qué modo. 
Madres paralelas cuenta, al menos, tres historias que no tienen nada que ver: las fosas de la Guerra Civil abren y cierran la película con unos discursos en lengua fiambre que no solo no emocionan sino que desvirtúan; a eso hay que añadir la sororidad flow de dos mujeres sin problemas económicos pero con angustias emocionales, más la tragedia de lo excepcional (hijos cambiados en la cuna) y la de lo obviamente repudiable (manadas que violan en grupo). El engrudo que lo une todo es algo así como un catálogo de los must ideológicos, pero no de su versión menos común o menos fácil de digerir, o más interesante, sino de una enunciación simple y tediosa. La película se hace lenta porque siempre sabes lo que van a hacer o decir los personajes, porque es lo que tienen que decir, lo que los fans de la idea esperan que diga. El público cambia y tengo la sensación de que hay más palomitas que miradas críticas, ciudadanos que van a beber la bebida que saben que les gusta, a ver lo que ya han visto y reafirmarse en grupo en lo que ya saben. Y este espectador partidario y homilíaco empobrece la función hasta el aburrimiento.

De modo que resulta difícil glosar significados e implicaciones, que es lo que se hace ante una obra de arte, y fácil ver las costuras de un patch-work hecho no con las proporciones de un Mondrian sino con rotos y descosidos. Eso sí, lleno de color, en esta ocasión con una gama de paredes verdes que solo se salta el director para meter anuncios de bolsos y pintalabios sobre fondo blanco. Pero hay una cuestión previa: dónde está la línea que separa la reivindicación del espectáculo, hasta qué punto insistir en lo que ya está en manos de la ciencia y de los altavoces sociales. Y, sobre todo, ¿desde cuándo tenemos esa capacidad de recuerdo de nuestros mayores fusilados en una tapia y enterrados en una cuneta? No la teníamos en los 80, porque entonces solo había memoria para el arte y de todo lo demás queríamos emanciparnos, ni tampoco en los 90, donde se cernió sobre el asunto (sobre ese y sobre todos) una sana mirada cínica. Ha sido en los últimos veinte años cuando los descendientes y algunos ayuntamientos e instituciones han ido honrando a sus muertos de una u otra manera. Si en alguna época ha sido necesario apoyar ese empeño de dignidad desde lo alto de la escalera no ha sido ahora que todo es tan obvio y tan vulgarmente politizado. Ahora es puro y simple oportunismo metido con calzador y como asunto secundario, colateral, como de adorno, que desde luego no determina la trama. El arqueólogo podría haber sido el director de la revista, como seguramente lo era antes de meter semejante morcilla. Cuidado con la ética: tan culpable como silenciar algo es usarlo de reclamo publicitario.

En fin, uno piensa que para esas cosas están los documentales. Con ellos le ha pasado al cine de ficción lo mismo que a las novelas les ocurrió con las películas. Las novelas empezaron a estar escritas pensando en su adaptación al cine, y ahora las películas acicalan de tópicos temas que son más propios de los telediarios sensacionalistas que de la mitología. Un buen punto de partida moderno para una novela es que no se pueda filmar, y para una película, que no se base en un documental. Y eso también afecta a las historias dramáticas de Madres paralelas, que tiene tanto de documental y de spot publicitario que deja poco espacio para el cine. No puedes meter en una tragedia un catálogo de Louis Vuitton, no puedes dejarte llevar por ese ramalazo de poner a la niña rica violada por el vulgar latino, encima feo, y sobre todo no puedes hacer de las historias difíciles excusa para meter lo que se lleva. No es que esté prohibido hacerlo, sino que desautoriza cualquier seriedad de lo que presuntamente se quiere denunciar. No es que no se pueda por motivos morales sino por razones estéticas, artísticas, porque su efecto provocador, de haberlo, es justo el contrario del que persigue.

No obstante, y si prescindimos de todo esto, la película es agradable de ver: los colores de esa pared vendrían bien en el salón, mira qué patio tan acogedor, parece pintado por Isabel Quintanilla, qué bonitos los azulejos hexagonales de la cocina, mira un Romero de Torres, ese verde lima le queda muy bien al jeep, ¿cuál será esa flor de la rinconera? Si me gusta el cine brit, el de versiones de Austen o Forster, es por las cocinas, que me encantan, y por los juegos de café. Almodóvar va a terminar gustándome solo por el decorado, incluso por los actores y actrices convertidos en decorado, que están, las ellas, estupendas, enfrentadas a diálogos no siempre naturales, defecto raro en Almodóvar, que siempre ha tenido muy buen oído y aquí consiente la dicción lamentable del actor principal, propia de telecomedia con actores que leen en voz alta pero no hablan.

Pero bueno, oye, a Cruz, que está muy bien, le dieron la Copa Volpi. Teniendo en cuenta las aguas en las que navegaba, casi que se lo ha ganado. Aunque, si hay que recordar un duelo interpretativo, quizá no sea el de Penélope Cruz y Milena Smit sino el de Sánchez-Gijón y Rossy de Palma. Gana Rossy por goleada, en el fondo el papel memorable de la película y la única actriz que siempre habla, que nunca lee.

7.6.20

Un paseo hasta los cines Ideal


La modestia es siempre falsa, sin excepciones. Su reverso, la petulancia, obedece al mismo mal: la hipocresía. Entre ellas hay un espacio de sinceridad que va de la naturalidad a la crudeza, adobado por dos virtudes altamente higiénicas: no ser devorado por la culpa, por la gran culpa, y no quejarse, que es de mala educación.
Quien tenga por suculentos todos esos ingredientes se va a dar un festín con la autobiografía de Woody Allen. Quien siga la máxima de don Quijote, yo sé quién soy, encontrará en el libro la imagen de un tipo al que no se le puede reprochar que haya sido un referente cultural para varias generaciones. Al contrario, es incluso más interesante que esos tirillas angustiados que tanto placer nos han dado en la pantalla. Allen empezó vendiendo chistes con 16 años y casi setenta años después sigue sentándose a trabajar por la mañana y disfrutando de la buena vida por las tardes. Podía haberse quedado (es un decir) en un gran monologuista, y ahora no estaríamos hablando de él como nunca hablamos de sus otros colegas (algunos, según afirma rotundamente, mucho mejores que él), o como es posible que generaciones venideras no hablen nunca de Louis C. K., hoy en día la gran estrella de los monólogos, de no ser porque Allen ha sido lo bastante inteligente como para saber de quién se tenía que fiar, en su caso del agente Jack Russell, capaz de aconsejarle, cuando Allen era un veinteañero que ya ganaba dinero a espuertas, que rechazara un contrato formidable y siguiera un par de años más picando piedra en un garito de segunda fila, o que no se centrara en un solo género si lo que quería era desarrollarse como artista.
Por cierto, da envidia que hable de un mundo en el que los agentes aconsejan bien, los artistas se apoyan y se alegran de los éxitos del otro, los periódicos prestan atención a desconocidos y los productores poderosos tienen siempre tiempo para escuchar qué tiene que decirles un novato. Sin todo ello es muy poco probable que Allen fuera quien ha llegado a ser, y así lo reconoce sin tapujos, el producto de un sistema que funcionaba bien. Nada de lo que él hizo en sus inicios es siquiera verosímil en nuestro mundo de idiotas y farsantes, de los que él, como todos sabemos, también ha sido víctima. No sé si en el delirante país donde vive ya se ha publicado su autobiografía, pero sí que debería ser un libro de consulta obligatorio para las nuevas generaciones de artistas, siempre y cuando estén dispuestos a creer en sí mismos, claro. Pero no para esas inacabables remesas de eruditos en la ciencia de mover la cámara o utilizar eso que Allen desprecia, el material de apoyo, sino para quienes piensan que lo más importante de una película es una buena historia y unos buenos actores, no ese enciclopedismo que genera mucha copia ilustrada y pocas obras memorables.
El arranque, el primer acto de esta autobiografía es, pues, divertido y aleccionador. Allen es un escritor estupendo: su brío indeclinable, sus inteligentes cambios de registro, el tono directo, los chistes genuinos, casi todos basados en la hipérbole irónica, que nunca falla. El agua fluye con su caudal transparente y delicioso y uno no encuentra el momento de salir, por más que se le arruguen las yemas de los dedos. La historia de su familia es un festival de ingenio y buen humor. Allen sabe traslucir el afecto por detrás de la chirigota, de modo que nunca queda meloso y nunca racanea con aquellos a los que quiso de verdad.
Los dedos se arrugan del todo cuando llega el segundo acto, la tenebrosa Mia Farrow. Toda la historia de sus falsas acusaciones (bastaría con fiarse de Allen, de su esposa Soon Yi o de su hijo Moses, pero la cosa ya fue juzgada por partida doble en su momento) es minuciosamente relatada con una prosa que, sin perder jamás la fuerza, se nota medida con un calibrador de relojero, no para no decir la verdad, sino para no dar más carnaza a los sabuesos del clan Farrow, siempre atentos a cazar un hueso del que cuelgue alguna mínima piltrafa. Uno asiste a la truculenta historia y se plantea un par de cosas: ¿cómo es posible que un tipo tan inteligente como Allen no tenga olfato para detectar a psicópatas como Farrow?, y, por lo mismo, ¿cómo se dejó anegar por un alud que suena tanto a millonarios pasados de rosca? Pero vaya, esto es América, el paraíso de la extravagancia desquiciada, donde se ruedan películas sobre el macarthysmo mientras sus actores son amenazados por otra caza de brujas igual de demoníaca.
Este segundo acto es como el juicio de las películas de juicios, lleno de testimonios fiables y apreciaciones exactas, rematado, muy a lo Woody Allen, con un final romántico y feliz, su matrimonio con Soon-Yi. Y la tercera parte vuelve a sus películas, una por una, lo que para sus admiradores tiene algo de guía de nuestra propia vida. Durante muchos años, mientras yo vivía en Madrid, era un rito ineludible, cada otoño, pasear con Inma hasta los cines Ideal, en doctor Cortezo, encontrarnos allí con buenos amigos, casi siempre Nuria y Pedro, y ver la película de Woody Allen, antes, durante y después de que su triste historia tuviera lugar y se reprodujese al cabo de muchos años, cuando Allen pasó directamente a ser un apestado y en su país solo unos pocos tuvieran valor para salir en su defensa. Las productoras norteamericanas (y mucho actor cobarde) le dieron la espalda, lo que, curiosamente, redundó en beneficio de sus admiradores europeos. Rodajes en Londres, Roma, París o Barcelona, o en Oviedo y en San Sebastián, ciudades de las que no escatima elogios, como tampoco de aquellos españoles (Penélope, Almodóvar y Bardem, sobre todo este) que no se dejaron llevar por el populismo fariseo.
La vida de una estrella tiene un precio que pagar: es muy difícil, por muy buen escritor que sea, no convertir algunas páginas en un listín telefónico. Se ha amado a tantas mujeres, se ha conocido a tantas figuras y se ha trabajado con tantos nombres famosos que cualquier nómina honesta resulta, en ocasiones, un poco cargante; en pocas, ciertamente, porque de todas ellas Allen tiene algo curioso que decir, alguna anécdota jugosa, alguna broma marca de la casa. Destellan sus amigos de siempre, la fascinante Diane Keaton a la cabeza, pero también un surtido de actores, sobre todo actrices, para quienes ha tenido que hacer malabares si no quería repetir los adjetivos eminentes. Todos son maravillosos. A los idiotas, como dijo el otro, que los nombre su madre.
Me queda, tras la lectura rápida y gozosa, la idea de un cineasta que nunca ha terminado de quedar del todo satisfecho con nada. No le duelen prendas en señalar cuáles son los defectos de algunas de sus películas, pero tampoco en defender las que él considera buenas películas incomprendidas. A mí me gustan casi todas, pero en especial me satisface que considere Manhattan mistery murder una de las mejores, precisamente por su levedad, por su carácter en absoluto pretencioso, por el sencillo placer que produce verla. Él dice que, contrariamente a lo que indican sus gafas, no es ni ha sido nunca un intelectual. Bueno, digamos que es un intelectual de la levedad, que, a fin de cuentas, es la forma más inteligente de ser intelectual.

Woody Allen, A propósito de nada. Autobiografía, trad. Eduardo Hojman, Alianza, 2020, 439 p.

31.3.19

Efectos del sueño


No me gustó Dolor y gloria, pero sigo pensando en ella. Salí del cine renegando, pero el sueño ha hecho sus efectos. No me gustó la sobreactuación de Penélope Cruz, quien se empeñan en que imite a Sofía Loren paseando por la carretera polvorienta, ni los despistados secundarios, casi siempre víctimas de sus esfuerzos por ceñirse a las órdenes del director. No me gustaba la historia (por otra parte, ¿cuántas veces hemos podido hablar de una historia en Almodóvar?), y ese final, tan aclamado por crítica y público, es un antiguo lugar común especialmente indicado para cuando no se sabe cómo cerrar. Y luego estaba la cuestión estética y también la moral.
La estética me resultó algo estridente. Si es verdad que esa es su casa, el desasosiego tiene que ser algo cotidiano. El abuso del primer plano dentífrico era una estridencia proporcional, y la composición tan absolutamente medida resultaba contraproducente porque añadía distancia a lo que estaba claro que no la requería. El desapasionamiento de la rigidez escenográfica no se aviene con el apasionamiento arrojado de sus personajes, que por regla general navegan entre una cosa y la otra sin encontrar un punto que abarque a las dos. Y, si de estética hablamos, el trabajo de Gati con ese interludio infográfico es muy aparente, muy aquellos tiempos, pero también con los tonos extremos, como vigilados por el negro. Eso sí, las camisas de Banderas son ideales.
Pero luego está la cuestión moral. No me suelen gustar las autobiografías, casi siempre me parecen un recurso más o menos desesperado contra la falta de imaginación. El creador de ficción es un creador de mitos, de temas. Aquí el tema, el ocaso de las viejas glorias, el asomo de la decrepitud, acaso una incómoda rendición de cuentas ante quien ya no nos puede escuchar, su madre en este caso, plantea la pregunta de si puede trasplantarse ese dolor a cualquier persona que haya pasado por lo mismo o si ese nivel de sufrimiento es algo que solo se conoce cuando se es un triunfador. Y ese narcisismo le quita a uno las ganas de emocionarse. A veces piensas: pues si no llega a irte tan bien no sé cómo lo habrías pasado, y cuando eliminas de ese pensamiento todo lo que se corresponde con la natural envidia queda una ética de la lástima que melodramea un poco. ¿Qué necesidad?, se pregunta uno, y se echa a dormir sin darle mayor importancia. 
Es un error escribir las crónicas de cine la noche del estreno, con la primera impresión. Yo, por lo menos, necesito el sueño. Y así, esta mañana, veía la película con ojos de lluvia. Es de reconocer, por ejemplo, que Banderas está muy bien, y además es una actuación que tiene de memorable sus propias deficiencias. Al principio no me lo creía, pero es como si el actor hubiera ido metiéndose en el personaje con las mismas precauciones un poco empanadas de los otros actores (no de Asier Etxeandía, estupendo), y en la segunda mitad se dejara de historias, abriera de par en par las puertas del personaje y dejases de ver a Banderas o Almodóvar para pensar en el personaje, en el mito. 
Lo que incorpora Banderas es ese ir a tumba abierta que implica cualquier despojamiento así de crudo. El pasado es peligroso. Recuerdo que en las memorias de Juan Goytisolo, que no me gustaron, a cada capítulo le precedía, en cursiva, una larga parrafada autoinculpatoria que era como una confesión religiosa en términos ateos, ese revolcarse en un barro que, después de ver cómo le han ido las cosas, tampoco era para tanto. La visión del propio pasado como un sitio del que hay que sacar los trapos sucios para recobrar la paz es algo bastante común después de Freud pero a mi modo de ver dice más del regodeo en el dolor del que recuerda que de la verdadera importancia de lo que recuerda. Sin embargo, y al contrario de lo que pasaba con Goytisolo, que lo empedraba todo con las culpas de los otros, aquí el ejercicio es integral, sin pamplinas. Podemos pensar que los hechos elegidos no deberían ser tan importantes para un artista culto como él, porque si algo hemos aprendido es a defendernos de lo que ahora haríamos de otra manera. Pero queda lo no digerido, el dolor oculto de la estrella, lo que la iguala y la hace tan frágil. La estrella puede fundirse de dolor; eso sí, si adopta el lema de Montaigne y elige ser protagonista de su obra, no puede hacerlo tan solo para mayor gloria. Almodóvar ha hecho un ecce homo en el que pienso que va a sentirse tristemente representada mucha gente. Sí, no hay más que dolor, y no siempre hacemos lo que luego habríamos querido hacer, y no nos parece justo que se ceben en nosotros los impedimentos para ser felices. 
Creo que esa cruda desnudez me irritó anoche porque no podía admitirla tan de inmediato. No se puede decir que Almodóvar haya aprovechado la cosa para echarse flores. En absoluto. No se echa más que espinas, es el negro que parece rodearlo todo, y dice cosas que no tenía por qué decir, a estas sus alturas, pero las dice de un modo tan claro que solo inspiran respeto y comprensión. El sueño ha evaporado la condición lastimera que me hizo moverme anoche en el asiento del cine con demasiada frecuencia. Entonces me resultó algo tediosa. Esta mañana me parece un hermoso y nada ventajista ejercicio de desnudez, con cuadros ciertamente bellos y soluciones narrativas (la heroína en este caso) que dan sentido al todo: lo que fue tóxico lo sigue siendo, y quizá no haya catarsis sin abismo. La mala salud nunca es una ventaja, puede derrotarte y hacerte convivir con tus peores pesadillas. Se diría que con la condición física uno no solo se protege de los miasmas sino de los fantasmas, por aquello que tiene de resumen inmediato, de aviso de la Parca, y de las culpas, ese ácido corrosivo ante el que solo somos inmunes cuando tenemos buena salud y mala memoria. No es Dolor y gloria una confesión destroyer, pero tampoco importa al cuento que esa confesión sea sesgada. Los tres núcleos emocionales del dolor, el pretérito imperfecto, la incapacidad física de ser feliz y la necesidad de redimirse en aquello que da sentido a la vida de cada cual, son mitos trasplantables, motivos para recordar, quizá no de pronto, cuando asistes a aquello a lo que crees que ya has asistido, y tampoco te emocionó, pero sí luego, cuando en la vida real empiezan a aparecer las comparaciones. Muchos son los que se desgarran de lo que más quieren para ser quienes son, y que vieron el fondo del vaso, en ellos o en sus amigos. Sin tanto colorido, a veces sin blanquear siquiera; sin gloria, pero con un dolor muy cercano.

14.2.16

Moscas de invierno













Cuando leí El trampero, de Vardis Fisher, me debatía entre aquella hermosa primera parte, llena de naturaleza virgen, aguas bravas y costumbres robinsonianas, y la truculenta segunda parte, donde se trasparentaba la sonrisa de americano violento, sediento de litros de sangre, racista y de un egoísmo patológico, como es, en el fondo, la cultura norteamericana. Sidney Pollack utilizó muy bien aquella primera parte en Las aventuras de Jeremías Johnson, que tanto se ha citado para hablar de El renacido, y con razón. Robert Redford era un trampero sin las obsesiones sanguinolentas de Sam Mynard, el protagonista del libro. Era un buen hombre sometido a la crueldad del monte, los indios tenían dignidad y hacía sol por las mañanas. El resultado es que Las aventuras de Jeremías Johnson no es tan sádica como la novela de Vardis Fisher pero resulta mucho más emotiva. Robert Redford supo llenar de humanidad creíble una aventura por el límite de la resistencia. Pollack confió en la naturaleza tal como era, sin filtros de luz.
Iñárritu, con El renacido, ha usado más bien la segunda parte de El trampero y abusado generosamente de ella, por más que los créditos digan que está basada en la novela de un tal Michael Punke. Es posible, aunque en ese caso habría que ver la lista de episodios que Punke ha copiado de Fisher, me temo que unos cuantos. Da igual. El resultado dice mucho de cómo ha cambiado el cine entre aquella película de Sidney Pollack y esta de González Iñárritu, de 1972 a 2015.
Y la diferencia es de emoción y de medios. En la de Pollack da la sensación de que retrataron el invierno sin efectos especiales, y en la de Iñárritu que todo es producto de un último modelo de recreación virtual. En aquella cantaban los pájaros y había una naturaleza esplendorosa, razón por la cual la posterior crudeza del invierno resultaba tan verosímil como emocionante. En la de Iñárritu todo se lo come la cámara, más bien lamparoscopia, que se mueve como una mosca entre los personajes y tiende a posarse en las heridas y en las tripas humeantes de hombres y caballos. La luz es tétrica, con ese toque fade que ahora está tan de moda en las películas violentas y en los videojuegos. Los paisajes son buenas fotografías. Buenas e irrelevantes fotografías. La cámara hipertrofia la suntuosidad de aquellos valles rocosos, yo creo si se hubiese estado más quieta nos habría llegado más adentro. Pero todo es del color morado de los que se mueren de frío, los labios y el cielo y los caballos y el agua del río. Y todo es colosalmente inverosímil. 
El otro día lo decía Savater a propósito de una especie de remake de Moby Dick, que yo no he visto. Él decía que la nueva ballena era un prodigio de fidelidad, y que comparada con ella la de Gregory Peck era una carroza de cartón, pero que ese mar acartonado en blanco y negro transmitía mucha más emoción que los sofisticados efectos especiales de la superproducción recién estrenada. Aquí pasa un poco lo mismo. El naturalismo tiene el límite de la verdad, de la realidad, y cuando lo fuerzas corres el riesgo de resultar cómico en vez de trágico, por muchos dedos que cortes de cuajo con un hacha encima de la nieve y por muchos flechazos que sorprenden al público como los ilusionistas de las ferias, no tanto por la belleza del truco como por la curiosidad de saber en qué consiste. Vemos a un oso pegando unos zarpazos que serían más que suficiente para arrancarle la cabeza al protagonista y disfrutamos (es un decir) tratando de averiguar qué dos planos han superpuesto para conseguir el efecto y tal y cual, pero tenemos ganas de que largue el oso, y no por afecto a DiCaprio, al que deja hecho un colador, sino porque los alardes cansan, y rara vez convencen. 
Y en el fondo estoy contento de que eso sea así. A veces nos pensamos que la técnica puede mejorarlo todo, cuando lo único que hace es falsearlo. No necesitábamos ver brotar la sangre de la herida. La lupa miente, solo la distancia emociona. Pero a la gente le gusta este tipo de cosas, confunde realidad con casquería, y el invierno con el infierno. Si además se le añaden las insoportables escenas oníricas (insoportables en cualquier película de cualquier género, tediosas y ridículas sin excepción, aunque las haga Malik), el resultado es de una pretenciosidad enteca, hierática, amortajada de técnica, de filtros, de empalmes y de fotoshop. Y aun así cometen un par de errores de script: uno —creo— cuando sale del caballo (otra escena tomada de Vardis Fisher, continuación del episodio más increíble y cómico de toda la película); y otro en un cambio de paisaje imposible, como si hubieran saltado de Canadá a la Patagonia en un abrir y cerrar de plano. Son esos detalles que obligan a desconfiar de una máquina de precisión más pensada para exhibir destrezas técnicas que para contar una buena historia. 
  Porque la historia que aquí se cuenta es francamente vulgar. No hay nadie que cambie el gesto al hablar, entre otras razones porque el único que habla es el malo, y es tan malo que con su muerte no sentimos ni tan siquiera alivio, ese infantil sentido de la justicia que nos hace respirar. En la última escena, DiCaprio, después de una epopeya tan grotescamente exagerada, jadea como si se le estuviera escapando la vida. Uno no quiere saber si muere o no, pero desea que se acabe. Puede prescindir de esa información y de casi todas las demás. Hace mucho tiempo que sabe que esa noche no lo van a emocionar.  

17.1.16

Dormirse en la suerte



            Creo que era en El sueño eterno donde los guionistas, entre ellos Faulkner, tuvieron que llamar a Raymond Chandler porque se habían perdido con el argumento, aunque creo que ni el autor pudo sacarlos del atolladero. La película pasó a la historia como una de las más enrevesadas, aunque cuando uno la ve, quizá prendido de los personajes, a eso no le da mayor importancia, y en todo caso quedó más clara de lo que dice el mito. Pero si comparamos el cine negro de los 40 y 50 con el que se hace ahora, aquellas viejas películas resultan mucho menos complacientes con el espectador que las actuales. Sencillamente, daban por hecho que estaría atento.

            Ahora ya no se da nada por hecho. Un personaje resume el argumento cada pocos minutos, y las informaciones importantes se repiten varias veces para que nadie se pierda. Ni tanto ni tan calvo. Una película tiene que ser comprensible, pero un espectador no tiene que ser tonto. Y digo esto porque el principal defecto de Los odiosos ocho me parece que es ese, el esfuerzo excesivo porque todo quede claro, que obliga a los personajes a perder demasiado tiempo resumiendo su papel y el de los otros y repitiendo machaconamente los datos de interés. Esa excesiva condescendencia con el espectador se come la sustancia de los diálogos, la mayoría narrativos, referenciales. Nadie se sale de la historia y todo son presentaciones, o revelaciones, algunas tan deus ex maquina como la que acaba con una buena parte de Samuel L. Jackson. No hay un solo diálogo como aquel célebre de Jackson y Travolta montados en un coche, completamente ajeno al argumento, tanto como necesario para entender la película. Había oído que Los odiosos ocho era más bien una obra de teatro, un diálogo constante en una habitación cerrada, y me frotaba las manos porque Tarantino es uno de los mejores dialoguistas que se conoce. No me esperaba que a estas alturas de su carrera considerase que los espectadores medios ya no tienen cerebro para entender lo que dice si sus actores dicen sus papeles a demasiada velocidad.

            Es ese tempo, esa demasiado lenta velocidad de las acciones y de los diálogos el que me produce un desajuste entre el ritmo de la película y el ritmo al que uno disfruta ese tipo de películas. Pulp fiction, otra vez, era perfecta en ese sentido, y no se le ha olvidado porque Django desencadenado también lo fue, y Kill Bill, e incluso Jacky Brown, una de mis favoritas. Es como si, al extender la pantalla a un cinemascope tipo Ben-Hur, hubiera extendido también los diálogos, que tienen algo de cámara lenta, de más puesta en escena que expectativas de diversión. Hasta tal punto que, cuando llega la tomatina final, uno tiene la sensación contraria, la de que todo va innecesariamente rápido, sobre todo porque hay personajes que esperábamos ver desarrollados y que apenas abren la boca reciben un balazo. Es el caso del poeta Michael Madsen, que se queda sin papel, o de la propia Jennifer Jason, que después de aguantar la pobre lo que aguanta podría haber volado en algún giro imprevisto.

            Por lo demás, Tarantino sigue implacable en su visión cínica y comprometida del racismo, que en Django desencadenado convirtió en uno de los más objetivos documentales sobre las condiciones de vida de los esclavos que, dicen, se haya podido ver. La traición es la otra cara de la lealtad en el sentido de que siempre la acompaña. Los buenos sentimientos arrastran una carga de crueldad que los invalida como justificante. El viejo confederado busca a su hijo y se encuentra con quien lo mató en venganza por haber, el padre, matado negros sin conocimiento, pero quien venga a esos negros también mató a otros tantos blancos, y a pesar de la carta que le acompaña su actitud no es justiciera sino vengativa, como un Django viejo que hubiera reducido sus principios morales al blanco y al negro. Todo muy interesante, como siempre, y bastante divertido, como siempre también, y convenientemente rebozado de sangre y de sesos en el manto blanco de la nieve, como era también de rigor. Pero hay un regodeo, un dormirse en la suerte, que dicen los taurinos, un hablar más lento de lo que se escucha, que, en medio de la tormenta, me dejó algo frío. Los acentos hipertrofiados, al estilo Coen, el humor guarro (esa piltrafa de carne que le cae al sheriff de los agujeros de los dientes), unas composiciones excesivas que se bastan, sin necesidad de que el diálogo nos encandile.
            Los odiosos ocho también es, quizá, la película más auto-referente de Tarantino. Hay cosas de Reservoir dogs, sobre todo, pero también de Unglorious Bestards y una especie de colección de anécdotas que pudieron sobrar de la espléndida Django unchained. Juega Tarantino, y eso se ha dicho con razón en las críticas, con el método Agatha Christie, pero no por lo que nos pueda recordar a Diez negritos sino porque quizá sea esta la película más claramente escrita del revés de todas las que ha hecho Tarantino. En Pulp fiction, y gracias precisamente a esos largos y divertidos interludios en las que se hablaba de tonterías, la película daba la sensación de ir avanzando por sí misma. Se veía la sorpresa en la cara del guionista. Aquí no. Tarantino es más demiurgo que nunca, y eso, aunque lo haga con la solvencia de siempre, al cabo de tres horas pesa un poco.

21.10.15

Retrato de Ramón Gaya


Salvo en los últimos años de su vida, Ramón Gaya usó mucho el ocre tenue como fondo de sus cuadros, y en lo que pintaba encima también fue un aliado del ocre en tantos tonos como las hojas tienen, salpicados de verdes ya tomados de amarillo, de azules desleídos y de los soberbios carmesíes de Tiziano. La paleta de Gaya es el envoltorio del cuadro, su vestimenta: colores suaves del otoño-invierno, indumentaria de sábado en los espíritus cultos. Los ocres abrigan como un cárdigan de lana virgen, los azules alegran como la primera brisa que nos acaricia cuando nos quitamos el sombrero, los verdes son de hierba zen. El bienestar con que uno contempla los cuadros de Gaya probablemente venga de esa gama de tonos silenciosos que escuchan cantar a las pinceladas sueltas de color más vivo. El ánimo se nos ablanda de ocres, nos sentimos cómodos, y el rato que pasamos hurgando en la difícil sencillez de Ramón Gaya es una situación que habría que pintar con esos mismos tonos delicados, sin vecinos que molesten. En esa actitud, con esa ropa, solemos ser más ecuánimes y desapasionados. Retiramos el fuego para que corra el aire. Nada perturba nuestra capacidad de admirar. Es el cuadro el que nos ha tranquilizado, son tonos para el hogar que habitó Gaya. No queremos estridencias ni brochazos, preferimos a los pintores japoneses del siglo XV. Porque así, tranquilamente, sin necesidad de fanfarrias, nos vamos a emocionar con lo que está vivo, con lo que es verdad, al menos en lo que concierte a este mundo culto en el que nos hemos refugiado mientras las vanguardias pasaban con sus bólidos hasta estrellarse aparatosamente contra el calendario. Pintar es lo que hacían en Altamira, “y en eso estamos todavía”, decía Gaya. Pintar es que el Niño de Vallecas sea ya y para siempre todos los Niños de Vallecas y ese muchacho eternamente vivo nos enseñe a verlos.
Todos los grandes pintores figurativos del siglo XX han tenido que soportar un indisimulado desdén hacia sus virtudes. Es como si un tenor fuera ridículo por la extraordinaria calidad de su voz. Pero el tenor canta y el pintor pinta, y forma parte de la belleza su capacidad de ser admirada, no solo en cuanto a su resultado sino también en cuanto a su proceso. De Velázquez nos gusta la gota que corre por la tinaja del aguador, pero sobre todo el mundo limpio y hermoso al que nos transporta. Los grandes siempre nos redimen, nos rinden con su maestría antes incluso de asombrarnos con su talento. Ahora veo un cuadro de Van Gogh (para Gaya, el último pintor moderno) y antes de dejarme arrebatar por ese vendaval de dramática hermosura me dejo hipnotizar por la calidad técnica, la firmeza maestra de sus pinceladas.
Gaya da para rato, sobre todo después de ver el documental de Gonzalo Ballester que estrenó La 2 el pasado 16 de octubre. Uno ha leído algún que otro libro sobre Gaya pero no recuerda un retrato tan claro y certero sobre su figura. El problema de un pintor como Gaya es que su condición de testigo del siglo xx puede comerse a su esencia de hombre casi siempre solo que pinta en un estudio pequeño y soleado en una callejuela de Venecia. Su vida es asombrosa, desde luego, tan asombrosa que sume en la penumbra su carrera como pintor. Y como escritor, que también es de los buenos.
Si Gonzalo Ballester hubiera pretendido elaborar un documento significativo sobre todas las circunstancias que vivió Ramón Gaya, el espectador habría salido con la idea de que hay vidas más interesantes que otras. Así, tal y como lo ha planteado Ballester, sale como de haber vivido un rato entre pinceles, y es el propio Gaya, en documentos exquisitos, el que nos narra la esencia de su propia vida. En ese y en otros aspectos Ballester ha procedido a retratar a Gaya igual que Gaya procedía a retratar un paisaje romano, algo que, en proporciones de menos envergadura, había ya probado en Serenísima, su otro documental sobre Ramón Gaya. Ahora Ballester crea un mundo con los ocres, con el ritmo, con los poemas visuales, con la calidad de las intervenciones, y de ese mundo afloran carmesíes de tiziano que van marcando, sin informarnos, los hitos de su vida y la situación exacta de su pintura en el río de la historia. La tarea de Ballester era conseguir todo lo que consigue un cuadro de Gaya: el reposo, la mirada honda, no arrebatada, el lenguaje lírico de las palomas, de los puentes y las frutas, de los árboles y de las ruinas.
Ballester deja que el documental, más que estructurarse, fluya, y lo ata con hilos internos, con rimas desapercibidas, y con media docena de palabras que se repiten como pinceladas de luz: verdad, vida, realidad, soledad, pintura. Hay un momento, cuando Gaya dice aquello de “bueno, hablemos de pintura”, que no solo divide la parte biográfica de la exclusivamente pictórica sino que da inicio a la pura pintura. Qué hermosa la secuencia del tomate, y con ella todas en las que la cámara se mueve por los cuadros. Es entonces cuando más de cerca veo al artista, al retratado y al retratista. A Gaya porque Ballester ya lo ha despojado de historia y, como en un punto alguien subraya, ya es pintura sin tiempo, perdurablemente viva. La sensación de creciente cercanía con la pintura da una impresión de verdad que un documental de armadura biográfica es incapaz de conseguir. Es evidente que hay un minucioso ensamblaje imperceptible, lo que refuerza, a base de yuxtaposiciones aparentes, una comprensión yo creo que tan desnuda como auténtica de lo que de veras intentó Gaya. Ballester ha hecho muy bien en aprovechar el estupendo material antiguo para que fuera el propio Gaya el que se narrase, y la selección y ordenación de los fragmentos yo sé que es muy difícil, por lo que tiene de cruel, y por eso sé que es impecable.
Creo que un artista es el que sabe lo que tiene que podar para que no se muera el árbol, y en ese sentido la otra parte, el retratista Ballester también queda muy bien retratado. Consigue que la mirada del espectador del documental sea la de los espectadores que aparecen mirando cuadros, la suya misma mirando el ajetreo de una piazza, la mirada del hombre corriente con oído más fino de lo normal, que es como el propio Gaya define al artista. Se ve al retratista mirar, pero no opinar sino con poemas visuales como el del agua o los puentes o los tomates, que son invitaciones a la verdad, y que en la segunda parte combinan estupendamente con comentarios que se ocupan más de la poesía que de la biografía: el airecillo de Tomás Segovia (qué bien escogidas sus intervenciones), los versos, porque son versos, de Francisco Brines, o el otro que da esas interesantes explicaciones técnicas. Me gusta cómo encuadra los cuadros, su interior, cómo bucea en ellos, y que todos los ritmos sean tan homogéneos y acompasados, el de la gente al hablar, el del agua al correr, el de Gaya al pintar, el de la cámara entre las pinturas. Los parlamentos dicen lo que las imágenes, más que ilustrar, corroboran: me acuerdo de lo que dice Tomás Segovia sobre que Gaya era el único en decir con autoridad que algo era una tontería, y de él mismo diciéndolo de Tàpies, y del director del documental traduciendo la tontería a un lenguaje más compasivo, mirándola con la misma mirada con que luego mira pintar a Gaya.
Y me gusta cómo el propio y entero documental se va purificando de documentos y llega, desnudo, a la misma rama de nisperero con el que empezó, el primer recuerdo que Gaya decía tener. Triunfa la mirada del autor sobre la información, y eso es bueno, y desde luego esa mirada está hecha de decisiones personales, de afirmaciones de autor, no de recetas de profesional. Queda claro en la memoria su decepción con las vanguardias y su soledad italiana, su precocidad y su amor por los clásicos y sus deseos de continuidad. Todas las otras toneladas de información que manejaba Ballester (algo evidente por la calidad de las que ha seleccionado) no habrían añadido nada significativo, pero habrían quitado mucha mirada. Esa admirable capacidad de síntesis hace que con unas palabras sobre pintar copas de cristal, una imagen de un libro abierto con estampas de Sesshu y un par de pocillos el autor resuelva lo que ordinariamente necesitaría una tediosa explicación del narrador, cuya ausencia está claro que resultaba necesaria.
Es lo que se llama una obra de autor. El juicio sobre Gaya es la obra entera, una descripción de dos miradas, la de Gaya y la de Ballester. A mí todo eso me importa mucho más que la rigurosidad biográfica, pero se necesita la capacidad narrativa que aquí se despliega. A veces pienso que las novelas modernas deberían ser por principio infilmables, del mismo modo que las películas modernas deberían ser inenarrables. Esta era lo que creo que ha conseguido ser: pintura, nada más que pintura.

4.10.15

Otoño, Woody Allen


            Estos días son así desde hace muchos años. Sábados de descanso avaricioso, cielos nublados, fuego lento, siesta de general, un rato de lectura y, por la noche, la película de Woody Allen, casi siempre en los Ideal de Doctor Cortezo. Cuando hablamos de personas que todos los días del año hacen lo mismo, siempre nos referimos a los que viven una monotonía indiscernible, pero no a quienes hacen lo mismo todos los 3 de octubre, todos los 26 de enero, cada 7 de noviembre. No hay sorpresas de año en año, pero uno va ganándole terreno al calendario, y además tiene la sensación de que vive una rutina no impuesta, una construcción personal.
            Así que, mientras dure, seguiremos peregrinando año tras año a los cines Ideal, a ver la última de Woody Allen. Hay años en los que la rutina se alimenta de sí misma porque la película es un poco floja. Es lo que ocurrió el año pasado, con la historia aquella del mago, pero no este otoño, porque Irrational man  es de los títulos que convalidan la costumbre, reverdecen viejos placeres estéticos e intelectuales y de paso nos aclaran por qué poco a poco nos vamos alejando del cine contemporáneo. Y a Woody Allen yo diría que le pasa lo mismo: a estas alturas de su carrera ya no se alimenta con cualquier cosa. Su cráneo privilegiado no pide sopitas amables. Su inspiración no surge de la adorable ancianidad sino de un libro de Dostoievsky, de quien la chica de la película, Emma Stone, ha leído la obra completa. Y el protagonista, un estupendo Joaquin Phoenix, lo ha llevado a la práctica. Phoenix es el Rodión que comete un crimen que, de no ser por sus efectos colaterales, podríamos considerar no demasiado injusto, y Stone es Sonia, la muchacha que le exige que se entregue. No hay comisario, que se habría comido la trama, ni familia miserable, que habría justificado a Phoenix y encarecido considerablemente la película, aparte de que Woody Allen ya no sale de los paraísos cool neoyorquinos, de los campus idílicos y de la ropa cara.
Salvo el final, la película crece sobre esa misma trama, algo que Allen repite varias veces para evitar suspicacias. Pero el final, ingenioso, es una negación de la novela de Dostoevsky, al menos por lo que respecta a Raskólnikov, y también, en menor medida, a Sonia. La impresionante grandeza del final de Crimen y castigo es aquí de una sonrisa amarga. No vence el espíritu sino la conciencia. Phenix, el profesor de filosofía, ha cometido un crimen justo y perfecto que le devuelve las ganas de vivir y no el tormento que asedia a Raskólnikov. Pese a ser filósofo, no es capaz de toparse con sus propios actos; antes encuentra su justificación en una especie de justicia superior. Pero la alumna enamorada, la Sonia de esta película, ni siquiera es tan coherente hasta el final con su conciencia y con sus sentimientos. Sí le puede, y además instintivamente, el rechazo natural al crimen, pero es demasiado lista como para dejarse llevar. El hombre contemporáneo ha cambiado el final de Crimen y castigo. No tiene valor para ser del todo malo ni del todo bueno, pero al menos quedan rastros de filosofía. Se me quedará en la memoria la escena en la que la alumna da tres días al profesor para que cumpla con su imperativo categórico. La repugnancia que siente la alumna es casi física, no puede penetrar los territorios atontados del amor. Allen lo abrocha todo con un último llamamiento a Diógenes, para que nos riamos del ingenio pero después, ya con los labios en su sitio, pensemos en ello. Woody Allen también sigue con la linterna encendida.
Se habla de muchas cosas en esta película, del azar y de la filosofía práctica, de la justicia y del aprecio por la vida, de la razón y de la sinrazón. Los personajes se expresan con palabras largas y precisas, en frases que no dicen tonterías. El placer es escucharlos, oír a la gente hablar, gente culta que utiliza un lenguaje claro y ameno que invita a pensar. Hora y media sin escuchar diálogos de molde, en un ambiente confortable y soso como es el de un campus americano: la (muy buena) profesora desesperada por que la rapte hombre complicado y se la lleve a España, que es muy romántica; el novio pijo y educado, insípido y prescindible, el Yarbas, el Hemón de todas estas historias; la estudiante fea y podrida de pasta, que hace como que estudia debajo de un Sotheby’s. Y poco más. Salvo un cuidadísimo reparto de personajes con una sola frase, la película se articula sobre muy pocos elementos, la trama está muy claramente delineada, con la economía suficiente como para que quepan los ricos diálogos y no sobren las escenas de comedia. Últimamente hay en Allen como un regusto añadido por las películas baratas, como si la austeridad formal fuera otro atributo de su arte que cada otoño perfecciona.
El humor de Allen también se estiliza con el tiempo. Lo reserva para las situaciones especialmente dramáticas. Las acciones terribles hacen reír, y en los lugares donde los demás emplearían chistes Allen habla de filosofía. Y no me detengo en ellas porque merece la pena verlas, sobre todo ese toque altamente erótico que Allen se reserva para los momentos menos propicios: en la cama los saca muy tapados y cuando ya han recobrado la respiración, pero luego, en cualquier esquina, te saca su lado más sensual. Me fijé en Vicky, Cristina, Barcelona, la escena de las dos muchachas cargando un maletero, y desde entonces no hay película en la que, así como si nada, no dé una lección de erotismo.
Hoy domingo tampoco levantan las nubes, la gente aún no se ha echado a la calle y el asfalto brilla con la humedad de la noche. Domingo de otoño, café caliente, la bernardina de la película de Woody Allen. Y un Frenadol.

8.3.15

La verde Erín


Aunque no sea una película redonda, creo, Calvary es muy interesante, que es bastante más de lo que se nos suele dar para comer. Incluso podría decirse que ese deslavazamiento es otro factor estético añadido, una deliberada propuesta narrativa, no muy original pero sí muy conseguida.
               La novela nos cuenta el calvario por el que pasa un cura en un pueblecito del noroeste de Irlanda. Nada más empezar, como en las buenas tragedias, se nos cuenta el final que el protagonista no podrá eludir, y ese cumplimiento es quizá lo más sorprendente de la película, acostumbrados como estamos a un mundo de falsos perdones. El cura ha sido designado como víctima del sacrificio para redimir, o por lo menos vengar, si es que se puede, las culpas de la iglesia irlandesa, al menos de aquella iglesia consentida que aprovechó el autosatisfecho fanatismo católico para torturar sexualmente a niños durante décadas. De hecho, el verdadero culpable había muerto de viejo sin que nadie le reprochase nada.
               La película es, a partir de ahí, una parada de monstruos. Los personajes son encarnaciones de la podredumbre moral: el especulador obscenamente rico que no encuentra motivos ni para despreciarse a sí mismo, el policía depravado que parece más un capo de pueblo que un guardián del orden, la mujer enferma de despecho que exhibe su triunfo contra el pecado, el médico que apaga las colillas en las vísceras de sus pacientes, la hija abandonada por la debilidad egoísta de su padre, el cornudo apaleado que se pasa el día destazando sus propios recuerdos, el chapero endemoniado, obsceno y resentido. Todos, excepto, quizá, el viejo escritor y el niño pintor, ambos salvados por la soledad y la imaginación, son fantoches exagerados, sujetos repulsivos de un humor descarnadamente cínico. De fuera llegan también dos mujeres devastadas pero aún no corrompidas. La propia hija del cura (que tomó los votos al enviurdar) y una joven viuda repentina que estaba de paso. Pero dentro del pueblo, o en la provincia, no se salva ni el otro cura, un idiota irrelevante, ni el obispo, un diletante del placer.
               Lo que no me acaba de convencer de la película es que todas estas figuras son tan expresivas como planas. Están poseídas de una inmoralidad desesperada y un comprensible rencor. No tienen recorrido, pronuncian las palabras propias de la idea que representan, no se ve en ellos lo que fueron antes de ser ni lo que al mismo tiempo también son. Más que personajes, son ejemplos de conducta salvaje. Bien es verdad que todos están borrachos la mayor parte del tiempo y flota en ellos, detrás de su sonrisa achispada y el afecto por la broma hiriente, faltona, una violencia destemplada, y eso, tratándose del noroeste de Irlanda, es muy realista.  
               Todo está al servicio de un cura bueno que paga (él y su perro) los pecados de los curas malos, pero en su calvario los conoce a todos, e intenta comprenderlos, y cae más de una vez víctima de la exagerada carga de su cruz, y es consciente de que todo el odio que se posa sobre él es tan injusto como justificado. Con un actor menos verosímil o que ocupase menos pantalla no creo que la cosa hubiera funcionado. Los desechos danzantes de alrededor necesitan el contrapunto de un gran hombre, en todos los sentidos, y ahí Brendan Gleeson está estupendo. Más de una vez, en las escenas que comparte con su hija, deseé que se callasen los frikis y la película siguiera con ellos dos, si acaso con el escritor o con el niño, es decir, en otra película que no fuera tan cruda. Pero la película, la idea, era cruda, y esas imágenes ventosas de lluvia recién terminada, que me recordaban al desasosiego que sentí en Rompiendo las olas, son, en conjunto, un retrato muy acabado de un problema y de un carácter compartido, pero no de unos personajes. Claro que muchas veces basta con uno solo, en este caso el protagonista, pacientemente sometido a la liturgia tétrica con la que se ordenó sacerdote.
               La película da que pensar, desde luego. Sabemos que todo es exagerado, pero transparente para que detrás veamos la sencilla realidad de donde mana, en este caso un cóctel de crisis económica y degeneración moral. Uno termina pensando que los personajes son como son para mostrar la obra de la iglesia católica irlandesa, el tipo de conciencia que ha alimentado, los monstruos que ha producido. Un solo cura, por honesto que sea, es poco para redimir semejante valle de lágrimas.
               Conforme vas quitando capas la película crece como idea, que es a lo que aspiran las parábolas, no a que disfrutemos de su complejidad estructural. Calvary es una yuxtaposición de personajes, una serie de testimonios rematados con carpintería de western posmoderno según el método del ¿seré yo? evangélico, por cuanto hay muchas víctimas de una educación demencial que podrían empuñar el cuchillo del sacrificio. Todas son el resultado del entorno católico ventoso, con un sentido del determinismo tan negro como el del humor. No se trata de individuos arrastrados por un drama, sino de que por aquella zona deben de ser un poco así.

7.1.15

Essential Turner


            De las tres películas que se han hecho últimamente sobre Goya, Volaverunt, Goya en Burdeos y Los fantasmas de Goya, solo conozco la segunda, de Saura/Storaro, que tiene algo, poco que ver con esta espléndida Mr. Turner, de Mike Leigh, dos horas y media de placer continuado. Y lo poco que tiene que ver procede precisamente de esa exigencia mínima que plantean las películas sobre pintores: que hay que pintar filmando. Esa pudo ser la ocurrencia sagaz de Saura, por más que el recurso al recuerdo empastase todo un poco demasiado.
            Pero si las comparo no es porque los resultados puedan compararse sino porque Goya es el Turner español: un pintor privilegiado que inventó el papel de celofán para envolver familias reales, al que la vejez y el aislamiento arrancaron lo más desesperadamente moderno de su pintura. En el caso de Goya, los muros de la Quinta del Sordo inauguraron la modernidad; en el de Turner, la muerte de su padre (amigo, compañero y asistente) removió sus cimientos y los de la pintura. Esa transición se presta mucho a los rataplanes orquestales y al modelo de pintor que azota el cuadro. A todos se nos viene a la cabeza Kirk Douglas, el mito del genio dramático y los ojos desorbitados. Hasta tal punto hemos pensado que eso era así, que muchos pintores empiezan a pintar trágicamente, como en arrebatos paulinos.

           
             Ya la imagen de Shelley que daba Jane Campion es la de un genio romántico sin arrebatos, más bien languideciente, en proceso de consunción, sin necesidad de cargarse la vajilla. Mr. Turner  va más por ahí, por la fluidez sin estridencias. En toda la película solo se le da una patada a un taburete, y no por motivos artísticos. La película retrata escenas que acompañaron a Turner en sus últimos cuarenta años de carrera, y digo retratan porque tienen el buen gusto de ser una ilustración del argumento, no su contenido.
            Turner es, en la película, el pintor entregado a su pintura que sin embargo se pasea por la Academia como Pedro por su casa desde que tenía quince años, con esa voz más alta con la que hablan los curas dentro del templo. Tiene una forma muy inglesa de grosería que es un viaje de vuelta, un haber perdido deliberadamente los modales, lo que no impide moverse con soltura entre los grandes de su época. Todo lo que hace viene avalado por la conciencia de que ya ha demostrado que puede hacer cualquier otra cosa. Solo con una carrera como la de Turner se puede escupir en un cuadro y emborronarlo un poco con el dedo mientras al lado, pulcramente, está pintando un tema histórico John Constable. Es el Turner del alarde, del cuadro restallante, alguien que se puede permitir prestarle dinero al patético Benjamin Haydon, un desesperado de verdad (que en la vida real se pegó un tiro y, como también le salió mal, se remató cortándose el cuello), o soltar bromas pesadas a sus colegas ilustres, pero también prescindir por completo de su mujer y sus hijas, convivir tranquilamente con un padre que es el chico para todo y con una criada que también. Con ellos nutre su necesidad de afecto y compañía, de tener limpios los cuencos de trementina y de echar un polvo de vez en cuando. Pero la aparente animalidad con que lo hace todo es un riguroso ejercicio de simplicidad. Su vida, por famoso que sea, está al servicio de su pintura. No necesita una familia sino un equipo, no un padre sino un hombre de confianza, no una mujer sino una especie de animal doméstico. Vivía como un cura, y desde el primer momento queda claro que sus gruñidos son formas simples del habla, economía, no exabrupto. Son un ritornello que va cambiando de significado según la escena. A veces son de desagrado, pero otras veces de placer, y aun de tristeza, o incluso de delicadeza. Turner nos cae simpático por su desenvoltura, por eso tan inglés de dejarse de tonterías. Y cuando hace cosas reprobables, sobre todo ahora (si lo coge Claire Tomalin lo machaca), no nos cuesta comprenderlas, más allá de aceptarlas o no.


           Cuando muere su padre, Turner se queda sin equipo, pero no tarda en reestructurarlo. Las labores de utiliería las seguirá desempeñando la criada, cada día más escrofulosa, y los afectos, incluidos los desahogos, recaerán en otro gran personaje, la viuda que encuentra en el pueblo de pescadores donde acude a pintar amaneceres. Duele al espectador actual el desamparo en el que queda la criada, lo único que habríamos necesitado para justificarlo todo, pero la necesidad tanto argumental como estética hace que con ello la historia se redondee más incluso.
Turner era un hombre tan egoísta como cualquier otro. Pero él se bastaba con un anciano servicial y una criada tullida, o con una dueña muy dispuesta. Le sobraban los alardes, y es ahí donde se produce el cambio hacia sus particulares pinturas negras. Allá donde se juntan Goya y Turner (en El perro semihundido) es un territorio donde solo cabe lo esencial. El desprecio de sus contemporáneos escurre todavía más su vida, la reduce a su compañera y a sus cuadros, a sus paseos por paisajes amarillentos y su necesidad de ir más allá de su propio prestigio. Y ahí vemos a un hombre que gruñe de felicidad, una alegría que ya ha sido tamizada por el dolor, que ya es patrimonio del sosiego.


Nada de esto sería indiscutible de no ser por la extraordinaria calidad de la película. El reto de que la fotografía sea la de Turner está logrado desde los hermosos títulos de crédito. Los actores, para variar, son impecables, con alguna concesión al frikismo de época, tan resultón, pero siempre agradables de contemplar. Timothy Spall está para todos los premios que le quieran dar y alguno más, sobre todo porque nos hace pensar en Turner, no en él, pero es una delicia escuchar al pedantuelo hijo de Rushkin en un inglés desinfectado, o ver en acción al angustioso Haydon, o preguntarse por los sentimientos de la criada, inmejorable en su papel de escoria útil, o comprender lo que es la necesidad de compañía con solo ver desplegar a la viuda una sonrisa. Grande el padre en su entrega entusiasta, y grandes hasta los figurantes que menean el pescado y pasean un perrito.
Porque ese es el gran placer añadido que exigíamos de esta película, la recreación de la vista. No bastaban los colores. La ambientación debía ser y es impresionante. Estamos allí, mecidos por la luz amarillenta, oliendo la trementina y el pescado. Nos hemos ahorrado el drama de la incomprensión de los contemporáneos y tal y cual. Nos hemos ahorrado casi todos los dramas, no el de la muerte del padre, sobria y tiernamente relatado, pero sí el de la depresión. Una vez reorganizado el equipo, triunfaba la pintura. 

14.9.14

El humo de Houellebecq


En los 90 la gente salía sonriente de las películas de Alain Tanner. A mí me gustaba esa manera de proponer una excusa argumental para que los personajes charlasen sobre cualquier cosa, con un hiperrealismo de piso de protección oficial que entonces era un lenguaje corriente. Las visagras de las puertas estaban oxidadas y los personajes se paraban a escuchar el ruido que hacían al cerrarse por sí solas, no porque hubiera corrientes de aire ni tuviesen un muelle, sino porque estaban desequilibradas. Ese lento chirrido inevitable de las cosas que nos ven vivir.
            Me he acordado varias veces de Tanner viendo El secuestro de Michel Houellebecq, pero he de decir que al final, cuando han encendido la luz, solo sonreían dos o tres espectadores. La conducta de Houellebecq , impermeable a las emociones, de permanente y escéptica aceptación de lo que le sucede, distraída pero en constante retorno a sus pequeñas obsesiones, indiferente a la condición de su interlocutor, cínica y tranquila, es algo que a la gente no parecía haberle hecho mucha gracia. Yo que me esperaba una de esas películas en las que los espectadores se ríen antes del chiste para subrayar que han leído sus libros. Claro que tampoco ayuda el aspecto del héroe: consumido, como estragado por el abandono, sin los dientes de arriba, con la lengua gorda, calvo y arguellado, como un Baudelaire con síndrome de Diógenes. No en vano, dicho sea de paso, al principio de la película el escritor quiere pintar las paredes de su casa de color naranja, quizá porque, como dice Huysmans en su A rebours (un referente más que claro de Houellebecq), "los ojos de las personas debilitadas y de temperamento nervioso, cuyo apetito sensual busca manjares sazonados en salmuera o ahumados, los ojos de los hiperexcitados y demacrados, prefieren todos ese color irritante y enfermizo, de esplendores ficticios y de fiebres amargas: el anaranjado".
            A mí me ha parecido un divertido ensayo de ética y poética. Lo primero, porque el protagonista es en sí mismo un modo de ver el mundo, de pasar por él, y lo segundo porque con frecuencia su desequilibrado proceder chirría melancólicamente. Sucede así en una escena en la que sus secuestradores le preguntan si no tiene miedo a morir. Viene a decir entonces Houellebecq que no le importa, que ya es suficiente, que es lo último que, según él, escribió Kant. Dice que eso le pasa porque ha vivido mucho, pero su actitud es la de quien, a partir de un determinado momento de la vida, siente que ya es tarde para lamentarse, pero sobre todo para enmendarse. La vida ya ha llegado a su formulación definitiva, y aunque uno prefiere seguir viviendo, no considera que por morir se pueda dejar de vivir algo importante. En ese encogimiento general de hombros, cuando ya es demasiado tarde para dejar de fumar o de beber y solo queda, de vez en cuando, un dolor de oídos (¿será una cita de Carver?), el individuo se despoja del otro, cuya presencia ya no determina nuestro discurso.
            Creo que no he dicho de qué iba la cosa. Resulta que a mitad de la campaña promocional de El mapa y el territorio, de la que ya se habló aquí en su momento, Houellebecq se despidió a la francesa y los franceses empezaron a producir anécdotas literarias. Houellebecq era muy famoso porque era muy irritante, y los periódicos necesitaban que le hubiese pasado algo, un secuestro, o mejor un suicidio. El director, Guillaume Nicloux, desarrolla a partir de aquí un falso documental sobre lo que pudo haber ocurrido si la calenturienta imaginación de los periódicos hubiera estado en lo cierto. Así, tres secuestradores, tres armarios, dos de gimnasio y uno ropero, secuestran, amable, limpiamente, al escritor Houellebecq, y se lo llevan a una casa de campo. Allí convive con sus captores y con los ancianos padres de uno de ellos, y hacia el final de la película con un huérfano polaco que vive en un contenedor y con una prostituta aficionada que los secuestradores le regalan por su cumpleaños. Y, salvo que a veces discuten, no muy convincentemente, todos son bastante educados. Lo inverosímil en esta película es que la gente hable y deje hablar. Lo raro es que un gitano de dos metros de alto y ciento cincuenta kilos de peso no le calce un puñetazo a H. cada vez que tiene una salida de tono, algunas muy interesantes.
            Por ejemplo cuando el gitano, en un alarde de cordialidad, le dice a H. que acaba de leerse un libro suyo, un ensayo sobre Lovecraft, donde H. cuenta cómo compró el cojín sobre el que reposó el cuerpo de Lovecrafta antes de morir, todavía lleno de sangre y de babas. Eso impresionó al gitano, y le pregunta si es verdad. “No, yo no he escrito eso”, dice H., y el gitano porfía hasta que se siente ofendido porque los otros secuestradores empiezan a pensar que no entiende lo que lee. Se pone (ya es, pero más) hecho un energúmeno, pero H., canijo, consumido, encogido ya de hombros para siempre, insiste en que no. Los propios secuestradores le piden que mienta, que diga que sí aunque no sea verdad, como si H. no estuviera enterándose de que le puede caer un buen guantazo. Cuando la cosa se sube de tono, H., más que comprender, parece transigir: “bueno, pues lo habré olvidado”, dice, y sigue fumando.
            Ese es uno de los rasgos del personaje Houellebecq, el aparente y natural sometimiento a la verdad. La gente que siempre dice lo que piensa suele meterse en líos, pero la que solo lo hace cuando le preguntan termina por seducir a su adversario. Su estrategia de la verdad se metamorfosea en instinto y morro, y H., a los pocos días de su cautiverio, bebe buen vino, fuma como un carretero, se acuesta con una moza del pueblo y paga a su celestina con la promesa de un poema. Se diría que ha estado manipulando a sus carceleros, adaptando las circunstancias desfavorables a su comodidad personal. H. acepta con los ojos entornados el devenir del mundo y la llegada del infierno, pero sabe que con tabaco y vino tinto la vida no tiene por qué cambiar. Es más, si cambia, puede que sea para mejor.
            Pero para llegar a ese grado de ataraxia vinosa uno debe desprenderse de los prejuicios. H. habla en el mismo tono con el bárbaro gitano que con su agente literario, se interesa igual por un análisis filosófico que por un entretenimiento de brutos. Todo le produce la misma curiosidad y el mismo poco entusiasmo. Su actitud no cambia, no se adapta, y por eso resulta del todo natural y por eso influye en los demás. Forma parte de ella el decir la verdad aunque sepa que va a perturbar al que la escucha. Conozco gente así, no tan desesperantes como este pollo, pero socialmente muy eficaces. Practican una buena educación afable en la distancia, nunca se rebajan ni se encumbran, pero siempre acaban estando a la altura de su interlocutor. Todo es igual de interesante para ellos porque todo es igual de absurdo. Y, a fin de cuentas, para un tipo como H. solo escuchando a todo tipo de gente se pueden crear buenos personajes.
            ¿Son buenos los personajes de esta película? Pues no, no mucho. Ya digo que su ausencia casi total de instintos violentos no parece de este mundo. Sus angustias se resuelven de pronto, en un llanto repentino (al oír una palabra) o cuando ya no se les ocurre qué decir. No es que falte drama sino que están todos un poco empanados. Debe ser influjo también de H., que durante toda la película exhibe una profunda torrija, el cebollazo de quien ya ve el mundo como una cantidad ingente de tonterías y algunas cosas importantes, conseguir un mechero, beber vino, echar un caliqueño, aunque para eso haya que vivir en un contenedor, en mitad de un vertedero. 
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