1
En el Barrio Alto de Lisboa, al
final de un callejón iluminado al mediodía, estaba el taller de imprenta de
Magda do Campo. Las fachadas de las casas, de color marrón amarillento, se hallaban todas desconchadas, como si alguien se dedicase a rascarlas con una espátula o
les echase disolvente por las noches. Infinitas capas de papel superpuestas que
se iban arrancando según la moda de los tiempos. El taller de Magda estaba en
un bajo confortable, fresco y húmedo, o al menos eso parecía en aquella
asfixiante mañana de agosto. Al entrar noté una ligera corriente que provenía
del patio interior, y me paré un instante, remolón, a disfrutar del relente.
Los viejos tenemos frío casi siempre, pero cuando el calor nos vence podemos
quedarnos pajaritos con gran facilidad. Algo parecido ocurrió en París hace unos
años, en verano, cuando la ola de calor: miles de viejos murieron de infarto y
tuvieron que guardar sus cadáveres en alargados camiones frigoríficos, a las
afueras de la ciudad, esperando a que sus familiares volvieran de las
vacaciones.
Magda do Campo era una mujer
mayor, muy delgada, con muchas arrugas en la cara y en las manos y con enormes
venas verdes recorriéndole la piel como cables eléctricos. Los ojos negros le
brillaban como ascuas en las fotos. También en las que no tenían flash. Debía
de haber sido muy guapa, o eso me quise imaginar desde el primer momento, por
el bien de la literatura, de mi triste literatura de librero de lance en horas
bajas. Tenía ganas de darle la mano, por fin, y sentir el frío o el calor de
sus huesos. El calor me prometería una estancia feliz en las calles de Lisboa;
el frío, suponía, me haría recordar a mi difunta.
Al traspasar la puerta la vi.
Estaba sentada en una silla de mimbre, y se había quedado dormida. Un vestido
azul de encaje y zapatos de poco tacón completaban su escueta figura. Seguía
pareciendo una foto. Pensé que no debía importunarla y decidí andar un poco por
el taller, con sigilo. Sólo de vez en cuando la miraba de reojo, para calibrar
la densidad del sueño; del suyo y del mío. Se veía que, como me había reiterado
en sus cartas, la imprenta apenas funcionaba. Tenían poco trabajo, me contaba
siempre; sólo algunas revistas literarias y catálogos de exposiciones seguían
confiando en las técnicas lentas y cuidadosas de la tipografía antigua. El
polvo cubría las mesas de hierro, donde enormes placas de impresión aguardaban
a ser dispuestas bajo los rodillos de hierro. Me empezó a entrar cierto temor
de que estuviera muerta y golpeé suavemente con los nudillos en el mostrador.
—¡Magda! ¡Magda! —susurré.
Abrió los ojos y me sonrió.
Con la mano derecha agitó el
manifiesto incendiario de Fernando de Campos que había aparecido en el primer y
único número de la revista Portugal
Futurista, impresa en el Taller Do Campo en 1917. En él Pessoa arremetía
con saña contra todos los “mandarines” de la literatura europea de su tiempo:
Anatole France, Barrés, Kipling, Bernard Shaw, Chesterton... Por fin, tras años
de infructuosa búsqueda, tenía a la vista un ejemplar del Ultimátum.
2
Hacía tanto calor aquel día que
la camisa se adhería a la espalda y había que ir pegado a las paredes. Fuimos a
comer a un pequeño restaurante del barrio, donde tomamos vino tinto y bacalao
con natas. Era un lugar apacible: manteles de cuadros, servilletas de papel,
pocas mesas, apenas ruido y un camarero muy amable que parecía conocer a Magda
de toda la vida.
Mientras tomábamos el café, le
pregunté por su hija Valéria. Pareció ponerse un poco triste.
—Está en Nueva York. Me temo que
se va a quedar por allí unos meses.
Me explicó que Valéria era
diseñadora gráfica. Empezó haciendo collages de pequeña, sentada en el suelo
junto a las piernas de su madre, rodeada de pilas de revistas ilustradas.
Cortaba las siluetas de las fotos y las pegaba en folios en blanco, unas al
lado de las otras, componiendo historias llenas de misterio. Su madre componía
historias en tipos móviles y ella hacía lo mismo con fotos de revistas. Ahora
Valéria hacía algo muy parecido pero en ordenador. Sus diseños consistían en
figuras geométricas adornadas con fotos antiguas.
—Sus ilustraciones son preciosas…
—sentenció melancólica Magda.
Al salir del restaurante
estuvimos visitando a varios de sus amigos libreros. Disfruté enormemente de
sus conversaciones, hasta me solté con un portugués bastante fluido. Debo
reconocer que traté de forjar una imagen más orgullosa y valiente de la que
tengo, como de hombre de acción atrapado fatalmente en la red de los libros.
Al final de la tarde, subimos en
el elevador de Santa Justa. Cuando contemplas Lisboa desde lo alto sólo ves el
horizonte del océano que se pierde, como lo haría un vigía desde el palo mayor
de su galera. Es una niebla de luz azul, un destello nuclear que te ciega y que
sólo te permite mirar a tu acompañante. Bajar de allí fue volver a la realidad
de las cosas.
Ya anochecía cuando nos
despedimos junto a la estación del Rossio. Nos dimos la mano (la suya estaba
templada) y prometió que algún día vendría a verme a Madrid.
—Nos seguimos escribiendo…
—remarqué antes de darme media vuelta.
3
Por el pasillo del tren cruza una
niña tambaleante.
El hombre del sombrero oscuro se
asoma a la ventanilla y ve el paisaje huyendo veloz, difuminándose a impulsos
de su propia inercia: postes telefónicos, árboles, puentes, casas…
En la retina de la viajera se
acumulan los recuerdos: el mercadillo de telas, las legumbres de colores, los
animales muertos. Tantas cosas que no quiso decir en el momento de la verdad.
Tumbado en la litera, sólo noto
una mano caliente y venosa que me acaricia el pelo para que me duerma. Soñaré
un sueño blanco, muy blanco, como las ristras de bacalaos desalados que cuelgan
en las tiendas de Lisboa.
2 comentarios:
En una limpieza de archivos de un ordenador antiguo me he encontrado este relato, escrito hace mucho tiempo.
Aquí lo trasvaso, antes de que desaparezcan los kilobytes y el blog cumpla dos años en blanco.
Saludos, solaneros.
Conde, somos lo peor. Perdona por no haberte dado las gracias antes por tu relato, que anima este blog de vagos. Esto no es ya escribir "a trancas y barrancas", esto el "El gran silencio". Ya sabéis que yo soy mala crítica, en el sentido de que las cosas me gustan o no me gustan sin analizar más, lo que suele dejar al autor siempre con hambre. Tu relato me gusta; es muy bello y muy misterioso. Como Magda. Como Lisboa.
¡Un abrazo, solaneros!
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