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17.9.24

El mapa fantasma


Lo menos hará diez años desde que el abogado Alfonso Casas me enseñara su colección de reliquias de la batalla de Teruel encontradas por esos páramos pelados. Allí había cascos, tarjetas, insignias, latas de conserva y toda clase de restos de munición que uno pueda imaginar, y solo era una pequeña parte, me dijo entonces, de la magnitud colosal del armamento que unos y otros emplearon para conquistar, defender y reconquistar esta pequeña capital de provincia, la primera que el ejército republicano tuvo bajo su control y la que obligó al ejército franquista a retrasar su entrada en Madrid. Teruel ha sido siempre cruce de caminos, apeadero sangriento, lejos de todas partes y en medio de los más negros destinos.
Alfonso Casas lleva treinta años pateándose trincheras y parapetos, casamatas y nidos de ametralladora, rascando con los dedos en la tierra, en busca de algún fragmento de aquel infierno, al tiempo que va recopilando testimonios de toda clase y materiales bibliográficos: cartas desde el frente, informes oficiales, notas de prensa, cablegramas del alto mando, memorias y estudios que, casi por decantación, han ido dando forma a este estudio.

La batalla de Teruel fue una conjunción de la siniestra parsimonia con la que Franco planteó una guerra de desgaste y aniquilación, y la entusiasta pero mal organizada respuesta del ejército gubernamental. Mientras Mussolini se desesperaba por la calma con la que Franco se tomaba las matanzas, en el bando republicano no había una sólida estructura de mandos intermedios que garantizase una coordinación eficaz. Unos no tenían prisa por terminar la escabechina, y los otros demasiada por alardear de victorias puntuales. Negrín reprochando en Barcelona a Indalecio Prieto, ministro de Defensa, su falta de optimismo es una triste imagen que simboliza un aspecto demasiado importante de lo sucedido. Y uno se espanta al saber que semejante carnicería, en el fondo, no empezó más que como una maniobra de distracción. Entre proteger el paso hacia Levante de las tropas republicanas e impedir el avance hacia la capital de las franquistas, el resultado fue una de las páginas más desalmadas de la guerra civil española, y eso que tuvo unas cuantas.

Casas repasa minuciosamente, con escrúpulo de abogado serio, el transcurso de aquella contienda, desde que el general franquista Rey d’Harcourt asentó sus reales en Teruel después de la sublevación, hasta que el general Varela entró apartando aljezones con la punta de la bota. Entretanto, dos meses de inhumana destrucción, de lucha encarnizada y penurias insoportables en medio de uno de los más duros temporales de nieve que se recuerdan. Quien no moría de un balazo, moría por congelación, o porque se le caía la casa encima, o de hambre y de sed. Y ese es el principal problema con el que se enfrentan los libros sobre la batalla de Teruel, el de reflejar, además de las operaciones bélicas, el espanto inenarrable que tuvieron que soportar los combatientes, muchos de ellos forzados por la casualidad o por la geografía, y, sobre todo, los civiles, masacrados por sus compatriotas, desvalijados por sus iguales, cuando no martirizados por extranjeros a los que, como dijo el otro, nadie había dado vela en nuestro propio entierro. La carta desesperada y con faltas de ortografía, escrita en una trinchera a quince grados bajo cero por un soldado raso comido por las pulgas, vale tanto como la orden de ataque redactada por oficiales bien abrigados en la seguridad de un cuartel general, entre sacos de tierra o muros de hormigón. El mapa del teatro de operaciones (una expresión tan cínica como certera) es igual de relevante que esa lata de sardinas sin abrir que Casas se encontró en un barranco y que, más de medio siglo después, contenía una especie de «paté untoso» no muy distinto al que cualquier soldado de entonces, y la mayoría de los vecinos de la ciudad, se habrían comido con los ojos cerrados y les habría sabido a gloria.

Estos dos extremos, el de los mapas y el de los diarios, el de las órdenes y el de los recuerdos, son los que Casas se propone conjugar en este libro. Sin solución de continuidad se yuxtaponen cuestiones de poliorcética y escenas imborrables, cifras escalofriantes e historias que la transmisión oral ha cubierto con el barniz de la epopeya. Casas nombra a los generales y a los soldados, a los ministros y a los vecinos evacuados; de los unos se ha informado con rigor documental, y a los otros ha ido a escucharlos, se ha sentado con ellos y ha anotado sus palabras. Entre el tratado militar y el ejercicio de historiografía oral, entre Martínez Bande y Ronald Fraser se sitúa, creo yo, el empeño de este libro, que si bien basa su estructura en la cronología de las operaciones militares, también aporta testimonios de primera mano; por algo Casas ha sido también durante todos estos años inmejorable guía de muchos descendientes de figuras ilustres que pisaron el averno, y de mucha figura ilustre cuyo antepasado anónimo se dejó la vida en estas tierras inclementes. Y no soslaya extremos que pudieran connotar un juicio interesado: tanto cuenta el bárbaro escarmiento contra soldados traicionados por su propio instinto de supervivencia como el buen trato que, en general, el ejército republicano dio a los cautivos, y es igual de relevante la firmeza imperturbable de los defensores franquistas que el no menos despiadado trato que sus propios correligionarios les brindaron. 

Uno cierra los ojos y trata de imaginar lo que debió de ser el avance de la caballería del general Monasterio a través de los páramos helados del campo de Visiedo, una visión irreal, fantasmagórica, como el hecho de que tanta gente se sometiera a un sufrimiento tan atroz y a una muerte tan segura. Esos campos entre el Guadalaviar, el Jiloca y el Alfambra ya entonces solo eran visitados por yuntas de mulos que labraban la tierra polvorienta, pero en la cruel asepsia de los mapas eran vías de comunicación, zonas de repliegue, campos de batalla, la guerra como un juego de generales sobre marañas topográficas en las que un hombre no es más que un punto indistinguible en el trazado de una flecha. 

Quizá por eso hay que reprochar, más a la editorial que al autor, el que no haya señalizado más el texto, con mapas que orientasen las descripciones y un índice onomástico que agilizara las consultas. Así uno debe ir cotejando el texto con alguno de esos mapas del ejército que son los únicos donde aparecen rincones desiertos, inhabitables, que sin embargo para un general eran un buen sitio donde hacer que sus tropas se murieran de frío, mapas de la muerte donde solo se ven líneas de ataque.


Alfonso Casas Ologaray, Teruel. El Stalingrado español. Renacimiento, col. Espuela de Plata, 2024, 319 p.

1.4.23

La vida entera




La viudez es un estado de supervivencia, y no solo en sentido literal. Se sobrevive a la persona amada, pero también hay que sobrevivir a su ausencia. Rehacer la vida se ha entendido siempre como reconstruir una situación similar, encontrar otro compañero de viaje, cuando es, sobre todo, construir una vida en soledad. Hay más viudas que viudos porque las mujeres viven más años pero también porque son las que con más frecuencia, y con más razones diferentes, siguen solas el camino, enviudan de su esposo pero también de la circunstancia de tener pareja. Añoran sin necesitar, recuerdan mientras miran hacia delante. Más que rehacer la vida, guardan la ausencia, niegan relaciones nuevas mientras esté ausente el amado, pero eso puede ser tanto un acto de veneración como de independencia. Rara vez se hunden en sí mismas, no se desamparan, viven la vida entera.


***


Hay en estas viudas, sobre todo en ellas, una reactivación creativa, un vivir haciendo y no dejar de hacer. Su vitalismo es acción. Pintan cuadros coloristas, tejen prendas exquisitas, ganan campeonatos de cartas, ayudan a sus hijos, pasean, charlan, intervienen, llenan los espacios, alegran con su presencia, o escriben en su retiro del barrio de la Azucarera. La mayor parte de ellas fueron niñas antes de la Guerra Civil, y mozas en los años en que el pueblo era próspero y populoso, cuando se instaló la Azucarera y se construyó una barriada de trabajadores y de todos los pueblos del Jiloca venían los agricultores con sus carros cargados de remolacha. Muchos años después, por la época en que abandonaron el trabajo activo, el país era un mundo moderno, sus hijos habían salido adelante y la principal preocupación era hacer cosas y estar bien, seguir adelante.


***


No hay vidas iguales, pero sí destinos compartidos. Las veintidós viudas y los cuatro viudos que componen esta muestra miran con la tranquilidad de la satisfacción, con la firmeza de quien está de acuerdo consigo mismo. Salud y dignidad, parecen decirnos, no como si reivindicasen una forma de vida sino porque es la única manera de llegar tan lejos. Cada cual ha gestionado la ausencia con la fuerza y el valor que fueron necesarios. Unos llevan poco tiempo solos; otros, media vida. Unos se volcaron en lo mucho que aún quedaba, otros decidieron caminar en soledad. Todos tienen algo de ejemplar, de haber vencido, de estar venciendo, de haber derrotado al desánimo, de haber negado el desamparo, y no solo aquellos que se acercan al siglo de vida, que son la mayoría, sino los que aún no han cumplido todas las etapas del camino, o incluso tienen todavía lejos la vejez. Intuimos la ausencia que los acompaña, la percibimos con un aura de fortaleza, no de desvalimiento ni de pesadumbre. Disfrutar de la vida es también disfrutar de lo que se ha vivido, parecen decir, y de lo que se ha de vivir.



Esta tarde ha sido inaugurada La vida entera, un regalo fotográfico de Pilar Ortiz a las viudas y los viudos de Santa Eulalia del Campo. Pilar me pidió unos textos para la exposición, y esto es lo que le envié.

27.6.22

El toro moderno



La estatua del Torico siempre ha gozado de un extraño privilegio: salvo el vecino de algún piso alto de la plaza que tuviera prismáticos y los reparadores de turno, nadie ha sabido nunca cómo era. Estaba allá arribotas, a contraluz, de modo que solo se distinguía la silueta negra, no los rasgos de la cara. Pero es curioso que luego llegasen los teleobjetivos, las imágenes cenitales, los drones y, a partir de los años 80, los escaladores ocasionales, y siguiésemos sin saber cómo era, o cómo había sido. De hecho ni siquiera sabíamos quién lo había hecho, ni cómo ni cuándo. Todavía hoy se discute incluso la fecha de la inauguración de la fuente, que fluctúa, según los eruditos, entre 1855 y 1858 e incluso más tarde, si bien Mariano Esteban ha aportado pruebas de que fue en 1855, y por supuesto nada se sabe de que sea o no aquella escultura la que el otro día acabó por los suelos. Hemos ido corriendo a ver las fotos antiguas, pero las fotos antiguas enseñan lo mismo que entonces veía la gente: un bulto negro con un contorno más o menos distinguible. Ni siquiera el cuadro de Salvador Gisbert que rescató Juan Carlos Navarro nos ha sacado de dudas. Por no saber, ni siquiera sabíamos de qué estaba hecha la escultura. Todos, por puro reflejo, habríamos dicho que era de bronce, cuando resulta que es hierro, no del que se resquebraja sino del que directamente se parte, como así ocurrió. Supongo que a cualquiera de los leones del Congreso también se les partiría algo si los tirasen desde un quinto piso.
Pero el bochorno causado por la dejadez, la impericia y la falta de respeto al patrimonio nos ha descubierto algo que tampoco sabíamos: que esa figura de hierro nos importa. Ahora, además, cualquiera puede zambullirse en un océano de datos y salir a la superficie con una moneda antigua, de modo que los portales de prensa histórica están que arden, y casi todo el mundo, al menos en las redes, ha aportado algo interesante. Por mi parte, he llegado a una conclusión: nada sabemos del Torico anterior a 1932, pero sí del posterior. Con las fotos antiguas, por mucho que nos bañemos en sus píxeles, nada se puede afirmar, si acaso que la silueta está como más regordía que el toro clave de toda esta historia, el que muestran unos soldados en 1938.

El periódico local publicó dos fotos a la misma escala, la del toro de 1938 y la del toro de 1993, en medio de un follón de recortes de prensa sobre quién lo había escondido, quién lo había vuelto a fundir o quién, durante la guerra, había dado el cambiazo. No tenían otra cosa en qué pensar. Pero nadie se dio cuenta de un detalle: el toro de 1938 está, salvo los desperfectos del obús, en perfectas condiciones. Para ser un toro que llevaba expuesto a la intemperie ochenta y tres años, tiene un aspecto inmejorable. La foto es buena, los rasgos están perfectamente delineados, no se ven los grumos ni las erosiones que provoca la corrosión, algo que solo podía obedecer a que no era de hierro, o a que era reciente. Cuando uno mira la otra foto, la del toro del 93, y la convierte al blanco y negro, sigue siendo evidentísimo el deterioro. Si uno y otro son el mismo toro, en cincuenta y cinco años había sufrido una importante degradación. O en treinta y seis, si es que en el 69 se volvió a renovar la escultura.

Casi parece sensato partir de la base de que esos dos toros son el mismo toro, no el segundo una réplica del primero, lo que diría más bien poco de las aleaciones que emplearon para fundirlo. Si eso es así, si tiene razón Patrimonio y se trata de la misma escultura, si el Torico de 1938 también es de hierro, entonces da igual que alguna vez fuera de bronce. Lo importante es que no está deteriorado por los fríos crueles, los calores achicharrantes ni las tormentas tremendas. Lo importante es que no hace mucho que lo han fundido. ¿Cuánto?

Ayer o anteayer, el periódico local, al repasar la historia de la fuente del Torico, decía, así como de pasada, que a principios de los años 30 se llevó a cabo una remodelación. Pero esa reforma es más importante de lo que parece. En el proyecto se contemplaba la clausura de la fuente, algo que finalmente no se hizo, y se diseñó un obelisco con un jardincillo alrededor. El autor del proyecto inicial, de 1929, fue Juan Antonio Muñoz Gómez, entonces arquitecto municipal, tan importante por muchos edificios de la ciudad, y entusiasta, entonces para bien, del hierro y el cemento, si bien el proyecto definitivo fue de Luis González Gutiérrez. De hecho, los destrozos que causó el obús sobre el obelisco (y que aparecen en otra de las fotos de la guerra) sugieren que dentro hay un material más consistente. En otra foto de 1915, anterior a la reforma, la columna con el exoesqueleto modernista también parece dar señales de que la pobre estaba que se caía.

Por otra parte, las alusiones al «Torico de bronce» llegan en la prensa local hasta los años 10, y después de que, en 1916, se colocase un foco eléctrico sostenido por un «brazo de hierro», ya no he encontrado ninguna. Para saber si el Torico se cambió en algún momento, habría que ver cuál se parece más a «uno de aquellos dioses de bronce que adoraban los antiguos paganos..., el becerro de oro ante el que ofrecieron sacrificios los judíos al pie del monte Sinaí», según dice un columnista en 1913, un tal Eliseo, que puede ser un brindis al sol pero también explica que el Torico no sea pequeño por tamaño sino por edad. Lo que el periódico llamaba «imaginario popular», es decir el mito de que el Torico es de bronce, quizá parta del largo romance que le dedicó Jerónimo Lafuente en 1896, o sea un caso de metonimia por antonomasia, nombrar la materia de un objeto por la del más duradero de su especie: ¿de qué va a ser, más que de bronce?

Pero esos rasgos claros del Torico del 38, visto lo visto, son el punto de referencia para una restauración —o restitución— en condiciones, y no los del otro, el del 93, con ojos de loco y pupilas tardorromanas. En el del 38, además, sus rasgos son recientes. Su descripción podría ser esta: «Los ojos almendrados se encuentran rodeados de profundas incisiones que se prolongan por encima de la nariz. Se puede apreciar cómo la boca aparece representada entreabierta y el pecho está labrado con pliegues en V. Estos pliegues se han ejecutado mediante incisiones curvas y paralelas que reproducen la papada».

Pero esta descripción no es del Torico sino del toro de Osuna, una importante escultura ibera del siglo V a. C. Cualquiera pensaría que quien modeló el Torico (al menos el que vemos en las fotos de la guerra) tenía en mente esta espléndida pieza. Si es así, no pudo pensar en ello antes de 1903, que es cuando se acometieron las excavaciones en el yacimiento de Urso, donde apareció la escultura. A una mente racionalista, la simplicidad de líneas del toro de Osuna, al tiempo que su expresividad y su aire, digamos, sagrado, le tenía que producir un entusiasmo parecido al que sintió Picasso con la escultura ibera. Y es curioso que también en la aguadora del monumento a Torán, una escultura de Victorio Macho de 1935, «los ojos almendrados se encuentran rodeados de profundas incisiones que se prolongan por encima de la nariz», y las «incisiones curvas y paralelas» marcan el cabello recogido, algo incluso más notorio en el boceto de la máscara del Monumento a Eugenio María de Hostos, inspirado en las korai de la Grecia arcaica.

Con esto solo quiero decir que la estética del Torico de 1938 puede que sea una cuestión de modernidad, más parecido al toro de Osuna que al toro del coñá, es decir, tan moderno como la aguadora que solo tres años después se instala en un monumento proyectado, también, por Juan Antonio Muñoz. Ese Torico, sea de quien sea, es compatible con la modernidad de rescatar rasgos arcaicos para la escultura contemporánea, una forma de primitivismo muy común en los años de la vanguardia histórica. 

De momento no he visto que nadie dé una explicación convincente de por qué el Torico de 1938 se conserva íntegro, sin que la corrosión le haya producido deformaciones, mientras que el del 93 presenta un estado lamentable. Ni tampoco he oído hablar del Torico como escultura, como obra de arte, como pieza que se puede situar en unas coordenadas estéticas y temporales. Lo más probable es que yo también esté equivocado, pero el asunto, como digo, me importa. Eso es lo más curioso de todo.


El Torico antes de 1932



El toro de Osuna


El Torico en 1993


boceto de la máscara del Monumento a Eugenio María de Hostos


La aguadora, de Victorio Macho




7.8.18

¿Tienes frío?


Las dos mujeres en primer plano no parecen haber caminado juntas muchas veces. La de la derecha lleva el atuendo de las campesinas, la saya, la toquilla, el pañuelo y el mandil, todavía colorido, ella joven aún, y el niño de al lado su hijo. La mujer tiene el andar ya un poco ladeado de quienes acostumbran a cargar el peso en las caderas, las cántaras, los baldes, y usa mandil grande, de no quitárselo nunca. Camina inclinada hacia el niño, al que han vestido de domingo, con su jersey estampado y sus zapatos blancos, los bombachos cortos (las piernas ateridas), y una manta recia por encima con la que el niño no se cubre entero, acaso sofocado por la caminata, y parece decirle algo a la mujer, quizá su madre, que se inclina más para escucharle, no te preocupes, ya llegamos, ¿tienes frío?
La mujer de la izquierda, en cambio, camina con el torso erguido. Da la sensación de que viste una falda más a la moda, y de que tiene bastante con una chaqueta. La manta o el abrigo lo lleva colgado del brazo, y si no fuese por el canasto que sujeta con la mano y por el lazo del delantal (más corto, más ordenado), diríamos que es una mujer que pasea por una gran ciudad, que acaba de salir de una oficina, o que va a comprar. Junto a ella va una niña, su zancada es larga para su estatura, seguramente le cuesta seguir el paso. También lleva su falda y sus zapatos blancos, y una manta que le cuelga del cuello, con la que tampoco se cubre. El más abrigado de todos es el soldado que carga con un saco. La mujer mira adelante; todos, mujeres y niños, miran adelante, sin bajar la cabeza, al frente nublado y vacío, entre las acacias escuálidas de la carretera de Valencia. Los niños caminan en silencio. Es invierno crudo, últimos de diciembre de 1937, poco antes de que las tropas republicanas y luego las nacionales terminen de destruir la ciudad de Teruel.

Revista Turolenses, nº 5, mayo de 2018

29.10.17

Edificios desamparados


Habría sido antológico que ambas fotografías coincidieran en un periódico el mismo día: una con los vecinos vestidos de época que se preparan para celebrar el Fin de Semana Modernista, con coches antiguos y paraguas viejos, y ese amor por la vida virtual, por el disfraz histórico que caracteriza nuestra época. Antes la gente leía libros de historia, leía la letra y miraba los santos, las fotografías. Ahora se viste de fotografía y conmemora. 
Pero en la otra página del mismo periódico podría verse la imagen del antiguo asilo de la carretera de San Julián, el que levantó con cuatro piedras Pablo Monguió, que resistió una guerra y las condiciones insalubres de la miseria y la vejez, pero no a las excavadoras que lo han reducido a escombros, y no tanto porque Patrimonio lo condenase a desaparecer cuanto porque a alguien le pareció que aquello no se sostenía, y sin necesidad de papeles ni requerimientos lo destruyó por completo. Bueno, han dejado la fachada, o eso dicen.
De modo que esta ciudad celebra su semana modernista reduciendo a polvo uno de nuestros edificios modernistas más interesantes. La excusa de los daños estructurales no justifica en absoluto su derribo. Por ese proecedimiento, podrían haber tirado las Escuelas del Arrabal, el claustro de San Pedro, e incluso las torres mudéjares cuando sufrieron verdaderos daños estructurales, durante la guerra civil. Pero el asilo no. Una Dirección General de Patrimonio con sentido de la historia local habría obligado a reconstruir el edificio, si es que no se sostenía. A reconstruirlo como era, sobre todo con esas humildes galerías asomadas a los huertos. No era el palacio de los marqueses de Tosos, que también estaba hecho una ruina. Era el palacio de los desposeídos, lo que un arquitecto con sentido ético y estético de su trabajo hizo con cuatro perras para dar cobijo a los que no tienen a nadie. Y consiguió la más alta recompensa a la que puede aspirar un artista, que lo más humilde, lo más despreciado adquiera sentido estético, alta poesía. En otro lugar he comentado que ese asilo tenía un delicioso aire a gallina clueca, a madre superiora, y que forma parte de esos edificios que están tocados de un encanto recogido, como si Monguió hubiera utilizado las proporciones de la piedad. 
Todo eso se ha ido a la mierda. Y los vecinos, encima, están encantados. Ya sueñan con sus cubos gigantescos de hormigón, porque el primer terreno libre donde colocar un centro cívico les queda demasiado lejos para ir andando. Le hemos hecho al edificio de Monguió lo mismo que le hicieron a sus habitantes. Hemos perdido para siempre una de las postales más hermosas de Teruel. Visto desde el Viaducto, el asilo eran unos brazos extendidos, unas cristaleras para los últimos rayos de sol de las últimas mañanas de la vida. Lo relevante no era que el arco de la capilla estuviera o no dañado. No me creo que no pudiera rehabilitarse tal y como fue, aunque hubiera que levantar las estructuras nuevas. No me creo que no pudieran guardar las tejas venerables para ponerlas otra vez. 
Lo importante no era dejar la fachada, la huella, sin más. Lo importante, la raíz de su hermosura, era lo que se veía desde el Viaducto. Aquello solo podía ser un asilo, con su patio recoleto, como el de un convento, aprovechando el abrigo de la curva, sacándole partido a las limitaciones del solar. El más difícil ejercicio modernista es crear algo que parezca surgido del entorno y que sea una mirada poética a su utilidad. Monguió interpreta la burguesía turolense con los ojazos de la azotea de Casa Ferrán, y es capaz de pensar como los arquitectos medievales para que la portada de la Catedral no parezca un añadido, y al mismo tiempo resulte de su época. 
Ya sé que los músicos necesitan un conservatorio y que los vecinos de San Julián necesitan un centro cultural. Pero otros vecinos necesitábamos que no se mutilase una imagen hermosísima de la ciudad como si fuera una muela vieja. La ciudad no fue capaz de conservar el mercado modernista, pero eso lo achacábamos entonces a ignorancia. Ahora se han publicado libros muy instructivos sobre el Modernismo y se organizan recreaciones históricas. Todo el mundo empieza a saber quién fue Pau Monguió, y qué hizo aquí. El Modernismo ha entrado en la oferta histórica y artística, y a una pieza que podía verse desde una perspectiva tan poética le han dado la puntilla, como si estuviera ya tardando en morir. Las almas de aquellos ancianos no estaban en la fosa común donde finalmente arrojaron sus restos, sino en las galerías desde las que habían visto irse la vida, desde los huertos que año tras año les entretenían las mañanas. Por allí vieron pasar riadas de barro y de soldados, carros y carretas. ¿Por qué nos cargamos de ese modo a los testigos de nuestra historia? ¿Por qué renunciamos a ver lo que otros vieron, a estar en la misma ciudad en la que otros estuvieron?


20.11.16

Cruzar el viaducto


Todos pasamos cada día por muchos sitios, pero hay muy pocos sitios por donde pasemos todos. Ángeles Pérez decidió detenerse en un sitio donde casi nunca se detiene nadie, sacar a la gente una foto en la circunstancia excepcional de estar parada. En un viaducto como el de Teruel solo se paran los forasteros. Los bancos de piedra que sostienen las farolas a lo largo de la valla solo han servido a los vecinos para atarse los zapatos. A fin de cuentas, estamos demasiado cerca del vacío.
Pero la gente, al ver a Ángeles, se detenía unos minutos. Casi todos sonríen a la cámara con la alegría de quien se ha encontrado con una buena idea de la que no les da reparo formar parte. ¿En qué consiste esa buena idea? Las sonrisas indican que les complace algo excepcional y cotidiano, extravagante y razonable. Muchos de ellos llevan pasando por ese puente a diario desde que nacieron. Rara vez uno lo cruza una sola vez al día, salvo que vaya a marcharse de la ciudad, o haya pasado la noche en la otra parte. Siendo niños ya lo atravesaban rozando con el dedo las barras de hierro del pretil. Era más peligrosa la acera muy estrecha, las ruedas de los coches que lamían el bordillo. Después se convirtió en un ancho paseo por el que apetece caminar más lentamente, incluso saludar a un conocido, un momento, girando el torso sin apenas detenerse. Todos lo tienen como un símbolo de la ciudad.
Para estas personas el puente divide las cosas de la vida. La realidad de uno y otro lado es en ellos parcial, el uno es el trabajo y el otro la vivienda, el uno es el ocio y el otro es el negocio, el uno son los padres y el otro son los hijos, o los amigos, o nadie. La gente que cruza el puente cada día se desnuda de unas circunstancias antes de vestirse con otras. En unas los veríamos escribiendo en un ordenador, asistiendo a un funeral, tomando copas, y en otras haciendo la compra, sacando al perro, tomando café. Las conclusiones que sacaríamos en uno y otro caso serían más o menos diferentes, pero nunca idénticas. En el puente la realidad es la del que va y viene por un territorio neutral. 
El ojo de un puente es una vida sin suelo. Cambia la fisonomía de lo que está lejos, pero el entorno, la sensación, es siempre la misma. Algunos vecinos prefirieron posar sentados, pero con ello duplicaban la excepcionalidad hasta neutralizarla, porque el viaducto es una realidad fugitiva. No se trata de congelar el movimiento sino de subirse a él mientras dure el acto de no detenerse, y menos si, como sucedió durante los cien días que Ángeles abordó a los transeúntes, hace un frío que pela. Con frío la realidad es aún más clara.
Ángeles preguntaba a los vecinos que atravesaban el Viaducto, entre otras cuestiones interesantes, reales, por qué lado solían pasar. Hay gente que lo pasa como cuando había tráfico. Ahora que todo es peatonal hay quien sigue observando una norma irrelevante, o que quiere seguir guardando durante toda su vida una costumbre infantil. Otros pasan por la rejilla del desagüe que marca una línea recta por mitad de la calzada, un camino equidistante del vacío.
Nuestra forma de pasar un puente dice mucho de nosotros. En medio de la nada los gestos son transparentes. Subidos a una construcción inverosímil no se suele fingir. La gente, en las fotos, sonríe o no sonríe, pero son ellos en una imagen que valdría para fijar una idea de su persona. Los edificios están lejos, detrás de lo que nos rodea, tapando su presente, como aplicándole una veladura intemporal. Mientras lo estamos atravesando, nuestra realidad somos nosotros, aislados, abstractos, desnudos de circunstancias, rodeados de aire.

Este texto aparece como prólogo del libro Cruzar el viaducto, de Ángeles Pérez

23.10.13

Ochocientos años de surrealismo


Una película que cuenta ochocientos años de historia en poco más de una hora tiene que ser un buen ejercicio de síntesis para que se sostenga, y eso exige que convivan la frescura y el rigor, la agilidad y la exactitud. El cine de ficción tiende a sacrificar las proporciones de lo que cuenta en aras del resultado artístico, procedimiento de raíz antigua –helenística- que nunca se pasará de moda, pero el cine de divulgación histórica y científica no puede deformar las coordenadas.
               Teruel, una ciudad de frontera, el documental que se estrena mañana en el Maravillas, me sorprendió por lo bien que había sabido trenzar tantas y tan divergentes necesidades. En él se cuentan ocho siglos de historia de la ciudad y no solo no falta nada relevante sino que creo que es el canon del tipo de resumen que puede flotar en la conciencia colectiva. El guionista, Fernando Burillo, no deja en ningún momento de ser historiador, pero el realizador, Iranzo, tampoco de ser el cineasta de ritmo brioso y fluido. El uno escoge los hechos significativos, el otro alterna lenguajes visuales.
               Por la parte del guión, es de agradecer que huya de lugares comunes y generalidades, que ofrezca los datos precisos, los que se abastan para retratar el tiempo, pero también lo es que cuente la historia en sus proporciones. Siempre embutimos la Edad Media en una especie de siglo largo y oscuro, pero entre el siglo XII y el XVI, que es cuando los trabajos divulgativos empiezan a contar por siglos, pasó el mismo tiempo que entre el XVI y el XX. Siempre vemos la historia desde el presente, pero el ritmo narrativo de este documental, y sobre todo la forma de contarlo, hace ver las cosas en su debida proporción. El resultado es que las causas y las consecuencias parecen aguas del mismo río.
               Ese río es de aguas bravas. Iranzo ha usado recreaciones virtuales, figuraciones reales, planos superpuestos, entrevistas, actuaciones, paisajes y retratos, fotografías puestas en movimiento y secuencias de películas rodadas para la ocasión. El resultado es un espectáculo visual poco frecuente en los documentales de estas características, casi siempre sepultados bajo la coartada del rigor o desautorizados por sus licencias narrativas. No es el caso. Todo se termina antes de que pueda cansar, pero después de que haya sido bien explicado, algo que por otra parte dibuja la huella cinematográfica de Iranzo. Como montador le tiene alergia al detenimiento gratuito, algo que se agradece siempre, pero más en una obra de este género. A la inercia narrativa que se deriva de los hechos, casi todos espantosos, y al interés de la materia se suma este otro interés visual, el de la alternancia fluida de técnicas distintas, minuciosamente armadas, de la velocidad con que transcurre esta pieza de orfebrería documental.
               Porque tampoco era tanto de lo que se podía tirar. El arte se alimenta de limitaciones. La documentación visual, filmable, de la historia de la ciudad, por extraño que resulte, no da para una hora de película si se respetan esas debidas proporciones. No hay mucho donde rascar. Legajos, documentos, algún grabado. Pero no se puede construir un documental con imágenes de pergaminos, ni basta con la técnica del paisaje con figura, que ahora ya no se sostiene. En la acumulación de procedimientos que palían la escasez de documentación directa y en la sana negativa del director a abusar de las épocas mejor documentadas o de los testimonios agradables de escuchar, en medio de esas limitaciones es donde el artista debe brillar. Sin ellas, no solo no brilla, sino que ni siquiera es arte lo que hace. El espectador, al ver el documental, no me extrañaría que confundiese la exuberancia visual con abundancia de recursos, como si hubiera escogido lo mejor de muchas imágenes posibles, cuando la realidad es que ha tenido que construirlas casi todas porque no había casi ninguna.
               Y así es, un poco, el contenido del documental, la historia de Teruel. El título me gusta porque es verdad. Teruel era el far west de la Edad Media, una falla histórica, acostumbrada a los desastres, a los violentos movimientos tectónicos de soldados y aventureros que huían o avanzaban, que se escondían o retrocedían, donde siempre encontraban campo abierto para la batalla, en una tierra que ya nunca ha dejado de temblar y que de vez en cuando sufre los cataclismos de la condición humana. Las víctimas, invariablemente, siempre fueron sus habitantes, los que no iban ni venían, ni conquistaban ni defendían, los que se limitaban a vivir en una tierra peligrosa. Iranzo lo cuenta con esa resignada naturalidad con la que en Teruel se suelen resumir las cosas, con esa versión literal que por precisa toma rasgos de metáfora, cuando no de retranca: la escena de San Vicente sacudiéndose las zapatillas como Jaime Ostos es muy divertida, no menos que buena parte de las estupendas figuraciones, el gran acierto del documental, que nos deja hechos en la memoria pero imágenes en la retina: esa espada en el suelo, ese bautismo a la fuerza, ese desatado predicador. En esta película no se cuenta más de lo que sucedió, pero la impresión general es la de una imagen hermosa y dura, una cercanía en la penalidad, una lógica del conformismo y de la convivencia con los absurdos de la historia. Teruel se presta al surrealismo. Vista su historia en conjunto, yo creo que lo llevamos en la sangre.

17.10.13

Herbario


En Teruel no dejan de pasarme cosas raras, y eso que no vivo allí. Estos tiempos atrás ya conté aquí que en Monreal del Campo, en el IES Salvador Victoria, Pedro Moreno había leído con algunos alumnos mi novelilla Otoño ruso. Ahora me acabo de enterar de lo que se trae entre manos María Jesús Pérez, del IES Segundo de Chomón, de quien también se habló aquí hace mucho tiempo a propósito de su estudio sobre la Baronía de Escriche. Este verano leí con diversos tipos de admiración un trabajo sobre grutescos barrocos en las iglesias de Levante que había organizado con unos pocos alumnos de 2º de Bachillerato. Durante el verano, en vacaciones, terminaron sus investigaciones y redactaron sus trabajos, que fueron después publicados a doble página en el Diario de Teruel. Cada alumno firmaba su artículo, serio y bien escrito, y lo ilustraba con imágenes de las pinturas bestiales que adornaban los conventos y las sacristías. Un tipo de admiración era por lo interesante que resultó esa serie con independencia de quién lo hubiese firmado, y el otro tipo de admiración era, obvio es decirlo, puramente profesional.
               Pues ahora se le ha ocurrido a esta mujer algo incluso más surrealista que los grutescos: utilizar dos folletines míos para un trabajo sobre novela histórica. Los alumnos visitarán los lugares de las novelas, se informarán con los mismos periódicos de la época que yo utilicé, sabrán cómo se forjan las flores de hierro, conocerán el estado de la medicina por aquellos tiempos y, lo mejor de todo, se inventarán sendos finales alternativos. La verdad es que María Jesús sabe el terreno que pisa. En las dos novelas (y también durante el verano, como con los alumnos) fue mi asesora particular, pero no solo en materia histórica y artística, sino, sobre todo, en materia botánica, en la que también es especialista. Ella me ayudó a encontrar el cnicus benedictus, el cardo bendito que da sentido al folletín modernista, y me avisó de que ciertas flores que yo ponía estilo Rubén Darío, fuera de lugar y de tiempo, no podían crecer ahí ni en broma. En La enfermedad sospechosa hice a Ramón, el maestro protagonista, muy aficionado a la botánica, admirador de Loscos y amigo de un monje franciscano experto en flores silvestres, de modo que María Jesús se convirtió en mi manual de referencia mientras la estuve escribiendo. O sea que sabe cómo está el paño.
               Aquellos folletines fueron flor de un día, literatura efímera, pero estos amigos herboristas me les están dando una segunda vida. Aún no se van del todo.


13.10.13

Rosa González con kimono japonés


Tenía ganas de ver en conjunto la obra de Rosa González, cuadros que se remontan a finales de los 80 y que, casi tres décadas después, viven y colean como el primer día, pero todos juntos me dan una idea más cabal de la sensaciones que durante todo este tiempo me han ido produciendo. No es Rosa González la única artista que vive y trabaja en Teruel de quien jamás he comprendido que renunciase a exponer lo que hacía, incluso que se tomase tan dilatados descansos como parte de su ritmo creativo. De las sensaciones, digo, porque son dos clases aparentemente contrapuestas: el sosiego y la perturbación. Muchos son estampaciones con un fondo brumoso y claro (otra apariencia de contradicción), como esos nimbos entre los que quiere hacerse hueco una luz blanca, una pálida reverberación cuyo brillo intensísimo resulta ser lo único del cuadro que no tiene color. Así dibujaba Antonio López la luz de las bombillas, rascando el papel con la uña, y así da la sensación a veces en estas pinturas en absoluto abstractas, aunque tampoco figurativas. Esos nimbos profundos (la luz está siempre dentro: se asoma, no se mete) suelen estar rajados por una franja horizontal, a veces -en uno de mis preferidos- un trazo encarnado, pintado directamente desde el tubo, o estampado, o bien, más frecuentemente, un rastro negro horizontal que rezuma siluetas neurálgicas, como fractales. Esas franjas son dramáticas, pero no violentas. En las nervaduras de la sombra negra, en sus deltas diminutos, hay un sosiego que no se sabe cuánto tiene de premeditación, pero que desde luego no se contenta con el vigor aparente y resultón de los trazos rápidos y de los frotamientos. Es curiosa esa sensación de miniatura en el caos de una mancha, de ascetismo primoroso en el azar del tacto y de la estampación. Pero la zanja es negra, abre el cuadro pero está por delante del cuadro, como una supuración del cuadro, la llaga de esa concavidad de la que hablaba Gaya, y que no es más que la invitación a la realidad, no la realidad. Es fácil, para un mirón corriente como yo, establecer analogías con las costras y con las heridas, y a través de ellas con el ánimo de búsqueda, de apertura dificultosa, de fondo inaccesible, nunca tan solo expresivo. Mostrar es algo estático, pero buscar, adentrarse por la tela es dinámico, sobre todo si se maneja tan bien la perspectiva, la sensación de profundidad.
               Pero la profundidad es una cuestión de técnica. La hondura es otra cosa, y me da por pensar que aquí la hondura, la mucha hondura, viene de la parte del Japón, y a lo mejor es eso lo que explica la falta de prisa que ha animado a Rosa González. Hay y ha habido tiempo en los cuadros. La perturbación es un ungüento que se aplica con delicadeza, las heridas son profundas pero limpias. Decía Tàpies que él, muy ajaponesadamente, solo aspiraba a una pincelada, una sola pincelada que fuera el cuadro entero, la sustancia completa y completos sus accidentes. Lo que en él podía parecer despojamiento, sin embargo era búsqueda. Ese trazo que corta los fondos nimbados profundos en los cuadros de Rosa González tiene más de japonés que de Tàpies, con quien no tiene absolutamente nada que ver. Tàpies enseña a ponerse estupendo, pero aquí hay más calma que arrebato, no se ve la precipitación por ningún sitio, pero tampoco la orfebrería. Las cosas fluyen y están en movimiento, pero es un movimiento permanente en el sentido en que puede serlo la calma, como si hubiese esperado a captar un momento de la cambiante realidad del cuadro, algo que parece venido de otra parte y que se dirige a otro lugar, con causas y con consecuencias, con presente y con pasado. La pintura se mueve, los filamentos de las humedades parecen observados más que pintados, contemplados en su desarrollo, vistos nacer.

  
          Yo no llamaría abstracta a esta pintura, como tampoco llamo abstracto a Zóbel, al menos no en el sentido habitual. La abstracción es siempre una llegada, un término, que como tal suele quedarse sin vida, o al menos detenido. Con los años he aprendido a no sentirme incómodo por no disfrutar de las ocurrencias. Estoy de arrebatos geniales hasta las narices. Viva Patinir. Últimamente saco más placer de un cuadro cuantos más estratos tenga y más fácil resulte vincularlo a la naturaleza, y no solo para disfrutar de su profundidad sino de cómo están tejidas sus entrañas, del tiempo que ha habido que esperar hasta que el cuadro, más que ser pintado, brotase. Me gustan los cuadros que no se terminan, pero que están perfectamente terminados. Prefiero que a la hora de describir un cuadro me salgan más imágenes del cielo que algoritmos teóricos. Yo no sé de pintura ni de teoría. Pero esos cuadros han sido creados, no solo pintados, y viven.
               Ahora lo lógico sería que Rosa González no decidiese aguardar otros tantos años para poner a nuestro alcance sus investigaciones en el territorio de la claridad. Por lo que a mí respecta, ojalá siga la senda japonesa, la estética del trazo suficiente, los cielos inquietos, las aguas entrevistas, los jardines intuidos. 

12.7.13

Dentro del puño


Hay un concepto japonés, ma, que designa el espacio y tiempo, el silencio imprescindible, el vacío que sirve para dar sentido a todo lo que está ocupado y a todo lo que sucede. Digamos que el pasado sábado, en el bar Tropezón, de la Iglesuela del Cid, el famoso jugador de morra Cruz III fue vencido por el ma.
   Se enfrentaban la pareja Cercós y Pitarch, que juegan a la catalana, y la local de los hermanos Cruz. Fue un combate extraordinario. Ya desde las primeras rondas quedó de manifiesto la abrumadora superioridad de Cruz III, que acorralaba a sus adversarios con agobiantes andanadas y sacaba siempre la mano alternando arriba y abajo, de modo que sus oponentes no tuviesen margen para la predicción. Pero hubo tiempo, y espacio, y nadie bajó los brazos.
   La estrategia de Cruz III es tan antigua como el juego, y por eso mismo la que distingue a los grandes jugadores. El adversario, si quiere seguir concentrado en los movimientos de su contrincante, empieza a dejarse llevar por una misma sucesión de apuestas que determinan su derrota. La morra es un juego de pocos elementos, pero muy delicados, llenos de tiempo interior. El uno se apuesta con el puño; el dos, con el pulgar y el índice; el tres, con esos dos y el corazón; el cuatro sin el pulgar, y el cinco con la mano abierta. El hecho de que el pulgar solo se use en tres apuestas (2, 3 y 5) hace que el movimiento para cualquiera de ellas cambie drásticamente con respecto a las otras dos. Sacar el pulgar cuesta más tiempo que sacar el índice y el corazón, por eso conviene sacarlos con el brazo en movimiento, para que esa diferencia mínima, ese espacio de entretiempo no sea detectado por el contrincante, que, si es tan hábil como Cruz III, puede tener mecanizada la respuesta sin necesidad de calcularla. Era difícil saber quién movía los dedos de Cruz III, si su instinto o su agilidad mental, o su experiencia, que viene a ser la suma de ambas virtudes.
   Secundado con seriedad por Cruz I, la pareja se mostró imbatible durante los primeros enfrentamientos. Cruz III se concentra con la cabeza baja, con los labios fruncidos y los ojos clavados en el puño, como auscultando esos espacios internos, el vacío que se necesita para burlar al tiempo y entrar en el terreno del rival; pero luego yergue la postura y ataca de frente, con una decisión que intimida, y la falange del pulgar engatilla el dedo índice de modo que nunca termina de cerrar el puño y, más que abrir la mano, la dispara. Cruz I, por su parte, medita de espaldas al espacio de juego, no es tan agresivo en la constancia y la movilidad de sus apuestas, pero con sus aciertos brinda márgenes de riesgo al compañero.
   Ninguno de los cuatro retuvo el juego por alargar los cantes. Todos golpearon seca, noblemente. Pitarch se batió con brío y mantuvo prolongados duelos, pero esos últimos tantos de Cercós al gran Cruz III fueron lo mejor de la noche. No solo estaban en juego las cervezas sino también el orgullo. Cercós representa la morra bajoaragonesa, y los temibles hermanos Cruz la morra del Maestrazgo. Todavía no contamos con un estudio riguroso que aborde sus diferencias y similitudes, pero, a tenor de lo visto en la noche del sábado, se pueden incorporar algunas observaciones a los materiales de la investigación. Los Cruz están hechos a una morra seca y elevada, muy intensa e isócrona, como un constante y veloz martilleo que provoca los errores del contrario. Cercós, en cambio, iba de menos a más. Sujetaba los primeros envites y esquivaba las repeticiones, pero cuando entraba en el punto tiraba con más arrojo incluso, y si el punto se hacía largo protagonizaba intensos cuerpo a cuerpo. Su juego es más fogoso, brillante en el fragor de la batalla, discreto en los puntos cortos, en el juego sin espacios. 
   Ni Cercós ni Pitarch cejaron en su empeño hasta que en las últimas rondas equilibraron el tanteo e incluso Pitarch amarró varios puntos espectaculares, un torrente de apuestas, un intercambio de golpes numerados aleatoriamente con el implacable Cruz I. Pero ese gran último punto entre Cercós y Cruz III desdibuja los distingos: era morra en estado puro, la intuición y la técnica, la constancia y el arrojo. Cercós había ido creciendo en concentración conforme avanzaba la noche. No perdía de vista la mano del adversario, la abertura del puño, jugaba con sus mismas cartas y en su extrema concentración había logrado meterse incluso en los cambios a cuatro, que son los momentos más vertiginosos. Cruz III sacaba el cuatro abajo con la palma, Cercós lo metía por arriba con el dorso. Cruz III le buscaba el dos, le repetía las que le sacó con otros doses, y se cebó tanto con los doses altos y los cuatros bajos que repitió un par de veces un ata- que con el puño después de tres salidas, algo que Cercós cogió al vuelo y remató el tanto, que duró varios minutos, con un cuatro por arriba con los dedos y un cinco con los labios que dejó a Cruz III sin posibilidades, consciente de un error que no había durado más de media décima, ni siquiera eso. Cruz III se quedó con la mirada fija en el puño, el que guarda el secreto de sus victorias. Estaba tan prieto que no hubo tiempo de empezar a abrirlo. No hubo espacio. 
   El público jaleaba el tanto entusiasmado, y salió del bar muy satisfecho del gran espectáculo que acababa de presenciar, e intercambiaba cálculos y apuestas para el próximo enfrentamiento, que tendrá lugar en primavera. 


Ilustración de Juan Carlos Navarro 

12.2.13

Morra



El pasado sábado se celebró en el bar Tropezón, de La Iglesuela del Cid, un gran encuentro de morra entre las parejas formadas por Cercós y Cruz II y por Cruz I y Cruz III. Fue un combate extraordinario. Ya desde las primeras rondas quedó de manifiesto la abrumadora superioridad de Cruz III, que acorralaba a sus adversarios con agobiantes andanadas y sacaba siempre la mano alternando arriba y abajo, de modo que sus oponentes no tuviesen margen para la predicción. Pero nadie bajó los brazos.
La estrategia de Cruz III es tan antigua como el juego, y precisamente por eso es la que distingue a los grandes jugadores. El adversario, si quiere seguir concentrado en los movimientos de su contrincante, empieza a dejarse llevar por una misma sucesión de apuestas que determinan su derrota. La morra es un juego de pocos elementos, pero muy delicados. El uno se apuesta con el puño; el dos, con el pulgar y el índice; el tres, con esos dos y el corazón; el cuatro sin el pulgar, y el cinco con la mano abierta. El hecho de que el pulgar solo se use en tres apuestas (2, 3 y 5) hace que el movimiento para cualquiera de ellas cambie drásticamente con respecto a las otras dos. Sacar el pulgar cuesta más trabajo que sacar el índice y el corazón, por eso conviene sacarlos con el brazo en movimiento, para que esa diferencia mínima, menos de una décima, no sea detectada por el adversario, que, si es tan hábil como Cruz III, puede tener mecanizada la respuesta sin necesidad de calcularla. Era difícil saber quién movía los dedos de Cruz III, si su instinto o su agilidad mental, o su experiencia, que viene a ser la suma de ambas virtudes.
Secundado con seriedad por Cruz I, la pareja se mostró imbatible durante los primeros duelos. Así como Cruz III se concentra con las palmas de las manos juntas, como si rezase, con los labios fruncidos y la mirada fija en el suelo, pero luego yergue la postura y ataca de frente, con una decisión que intimida, Cruz I, por su parte, medita de espaldas al espacio de juego, no es tan agresivo en la constancia y la movilidad de sus apuestas, pero secunda perfectamente al compañero.
Frente a ellos, sin embargo, había dos luchadores muy decididos, que no cejaron en su empeño hasta que, en las últimas rondas, equilibraron el tanteo e incluso Cercós amarró varios puntos asaz espectaculares, un torrente de apuestas, un intercambio de golpes numerados aleatoriamente con el implacable Cruz III. Cercós había ido creciendo en concentración conforme avanzaba la noche. No perdía de vista la mano del adversario, jugaba con sus mismas cartas y en su extrema concentración había logrado meterse incluso en los cambios a cuatro, que son los momentos más delicados. Cruz III sacaba el cuatro abajo con la palma, Cercós lo metía por arriba con el dorso. Cruz III le buscaba el dos, le repetía las que le sacó con otros doses, y se cebó tanto con los doses altos y los cuatros bajos que repitió un par de veces un ataque con el puño después de tres salidas, algo que Cercós cogió al vuelo y remató el tanto, que duró varios minutos, con un cuatro por arriba con los dedos y un cinco con los labios que dejó a Cruz III sin posibilidades, consciente de un error que no había durado más de media décima, ni siquiera eso. El público jaleaba el tanto entusiasmado.
Ninguno de los cuatro retuvo el juego alargando los cantes. Todos golpearon seca, noblemente. Cruz II se batió con denuedo y mantuvo encuentros prolongados con sus rivales, pero esos últimos tantos de Cercós al gran Cruz III fueron lo mejor de la noche. No solo estaban en juego las cervezas sino también el orgullo. Cercós representa la morra bajoaragonesa, y los temibles hermanos Cruz la morra del Maestrazgo. Todavía no contamos con un estudio riguroso que aborde sus diferencias y similitudes, pero, a tenor de lo visto en la noche del sábado, se pueden incorporar algunas observaciones a los materiales de la investigación. Los Cruz están hechos a una morra seca y elevada, muy intensa e isócrona, como un constante y veloz martilleo que provoca los errores del contrario. Cercós, en cambio, iba de menos a más. Sujetaba los primeros envites y esquivaba las repeticiones, pero cuando entraba en el punto tiraba con más arrojo incluso, y si el punto se hacía largo protagonizaba un intenso cuerpo a cuerpo. Su juego es más fogoso, menos constante. Brillante en el fragor de la batalla, discreto en los puntos cortos, en el juego monocorde.
Ese gran último punto entre Cruz III y Cercós, sin embargo, desdibuja las diferencias. Era morra en estado puro, la técnica y el instinto, la constancia y el arrojo. El público salió del bar satisfecho del gran espectáculo que acababa de presenciar, e intercambiando cálculos y apuestas para el próximo enfrentamiento, que tendrá lugar en primavera.  

1.12.12

Vieron un mar vacío



El verano pasado, mis amigos Fernando Torrent y Caterina Burgos me hicieron un encargo peculiar. Acababan de fundir una hermosa versión en bronce del Torico de Teruel, y querían acompañarla con un díptico en el que incluir, además de las especificaciones técnicas y los datos de la garantía, una breve reseña de la leyenda medieval de donde mana la tradición del toro estrellado. No querían que fuese una explicación estilo wiki, tan frecuente, y me pidieron que escribiera algo. Puesto que se trataba de una leyenda de finales del siglo XII, llegué a la conclusión de que lo más oportuno, y lo menos wiki, era escribir unas cuadernas asonantadas al estilo del mester de clerecía, por si pudo haber habido entonces algún clérigo que las glosase. El resultado me lo he encontrado ahora rebuscando unos papeles, y aunque no son dignas de mi querido don Gonzalo, ni mucho menos hablan su precioso riojano, me ha parecido que tampoco sonaban mal del todo. Son estas:


Vieron un mar vacío     de blanca y roja tierra
huestes del rey Alfonso,     cristianas y guerreras,
brilló luego una luz     en una de las muelas,
serán cuernos ardientes,     será mágica estrella,

será el toro que adoran     pueblos de raza ibera,
fulgor que no cesaba     con sol ni con tinieblas,
los regios adalides     dirigen sus enseñas
allá do un toro pace,     y brilla su cabeza.

“Este será el lugar,     aquí habrá villa nueva”.
Era en torno al año     de mil ciento setenta,
el rey Alfonso vino,     puso en Teruel frontera,
como el toro estrellado,     recogida y bella.




8.9.12

Chatarra virtual



Si no estuviese tan acostumbrado a esta clase de papanatismos me habría quedado estupefacto ayer al leer el artículo El ovni que aterrizó en Teruel, en El País, dedicado a la nueva plaza de Domingo Gascón, la antigua plaza del Mercado. Todo son elogios en el artículo para ese cúmulo de chatarra espacial (espaciada, más bien) con que han vuelto a destrozar una plaza del centro de Teruel. Y ya van unas cuantas.
               Miente el artículo al decir que la plaza ha generado debate en Teruel: “Vistoso y rompedor, el espacio despierta pasiones entre los vecinos. A favor y en contra, naturalmente”. Seguramente Anatxu Zabalbeascoa, que firma el artículo, tuvo la oportunidad de entrevistarse con peatones defensores de semejante bodrio, pero yo no la he tenido, ni siquiera de saber que hay alguien a quien le gusta, y creo que la única pasión que genera es la que se deriva de tener que padecerla.
               Pero eso forma parte del método. Ya se empleó con el timo de la plaza del Torico, que ha terminado convertido en una ñapa lamentable porque las luces del suelo no llegaron a funcionar bien jamás. Consiste en decir que si a los peatones no les gusta es porque no tienen sensibilidad estética, y confiar en que esos mismos peatones, acomplejados por su incultura, se acaben acostumbrando. Nos lo han hecho, ya digo, varias veces, pero yo no conozco a nadie que se haya acostumbrado. Más bien se resignan, no a la impropiedad de semejantes obras sino a la inutilidad de quienes las encargan y, con dinero público, las pagan.
               Y se trata, precisamente, de un problema estético, es decir, de perspectiva estética. Con las luces de la plaza del Torico engañaron a los gobernantes enseñándoles imágenes virtuales que ningún ciudadano verá jamás. No se puede elegir una plaza por su perspectiva cenital, que es lo que se suele hacer en esta bendita ciudad. La foto de la plaza (llamativa, photoshopeada) que aparece en El País está hecha desde las alturas, maquillada por una iluminación excesiva e improbable (es de día en la imagen), reducida a las líneas, a los trazos, a los colores, abstraída en su condición de imagen de catálogo, no de suelo paseable. Luego uno va a verla y encuentra que las vallas son de chapa cutre de aluminio, que no hay ni habrá una puta sombra por ninguna parte, que los bordes y bordillos de piedra gris no van más allá de las plazas duras de los 80, y desde luego no son el mejor sitio para dejar a un niño suelto porque lo más verosímil es que se abra la cabeza al primer tropezón, ni consentir que un anciano pasee y se rompa una cadera o se siente y le dé una insolación o se congele. Como siempre, acaba siendo un hangar intercambiable, algo que podría haber estado en cualquier barrio de cualquier ciudad, un edificio de catálogo que hiede a que se lo han colado a unos incautos cuando en su destino originario lo echaron para atrás.
              El artículo también abunda en la clase de argumento que ha destrozado nuestra arquitectura urbana contemporánea: es un edificio “rompedor”, como si lo contemporáneo consistiera sólo en romper, no en construir, como si el arte consistiera en negar lo anterior, en seguir los patrones que lo nieguen, que es una forma, digamos, inversa, de imitarlo, de depender de él. Hay una plaza en Madrid que estaba en parecidas circunstancias a la de Teruel, la plaza de San Miguel, en pleno centro de la ciudad, pegada a la Plaza Mayor. En un lugar como ese, en pleno barrio de los Austrias, a nadie se le ocurrió, en su última remodelación, plantificar una plaza dura llena de interesantes perspectivas cenitales, un cuadro de Kandinsky en tres dimensiones, que es de donde creo que parte mucha arquitectura falsa contemporánea. En vez de andarse con tonterías pusieron un tinglado de hierro y madera que sin dejar de ser moderno se aviene con su entorno. Es lo que deberían haber hecho en esa plaza de Teruel, sencillamente porque las circunstancias son las mismas: es el centro histórico de una ciudad, es el mercado histórico de una ciudad, solar de hermosos tinglados, que los hubo, y lo más importante es que la gente la huelle, la mire, la goce, la esmere, la disfrute. No hace falta que ni la gente ni el edificio rompan nada. Pero el truco, la esencia de la mentira, consiste en que plazas como esa solo tienen sentido en sitios como ese, porque si lo ponen en otro que le resulte más apropiado (el aparcamiento de un hipermercado) resulta de una vulgaridad casi invisible. Un edificio no es hermoso porque contraste con lo que tiene al lado sino sea lo que sea lo que tenga al lado. Y esa hermosura se percibe a ras de suelo, no desde las alturas. Las plazas no se hacen para el vecino del quinto.


              En este caso, como no es lo que sea lo que tiene al lado, el edificio debe aspirar a la misma intemporalidad que lo rodea. Es un vicio muy típico de las vanguardias: la obsesión por romper sin que importe la caducidad de la ruptura. Esta plaza será vieja, no antigua. Será, ya es, etiquetable, datable, archivable, una irrupción de la virtualidad en la vida real. Tanto, que después de hacerla todavía no saben en qué la van a emplear, sobre todo esos almacenes nucleares que han construido debajo.
               Pero no es posible el debate. El papanatismo está tan arraigado en la arquitectura como en el arte abstracto, disciplinas ambas que con la coartada de la armonía, y a veces ni siquiera, tachan de reaccionaria cualquier objeción estética. Mi crítica de peatón es de dos clases: no creo que sea la plaza apropiada para ese sitio, y creo que, puesta donde le corresponde, es una plaza vulgar. Discutir sobre cómo debe remodelarse una plaza en el centro histórico de Teruel es responder a las dos cuestiones por separado, no fundirlas en la nebulosa de lo rompedor. Con un ovni no vale. Los ovnis, de día, no son más que chatarra, y de noche suelen estar vacíos.
               La plaza Domingo Gascón merecía un mercado, y si no era posible el mercado, merecía una plaza, un sitio donde, con toda la estética contemporánea que se quiera, se pudiera estar. Lo que la arquitectura debe romper no es la retina de los peatones sino los inconvenientes del entorno. Necesitamos plazas donde se esté bien. Yo habría preferido un umbráculo de hoja caduca, resguardado y fresco, con asientos al sol para los abuelos y zonas blandas para los niños, con recodos para las tertulias y senderos rectos para los paseos. No he hablado de materiales ni casi de formas sino de utilidades, que, en tratándose de una obra pública, es cosa principal. En los conceptos umbráculo, asiento, sendero, fuente o jardín no hay nada de reaccionario; de hecho admiten tanta contemporaneidad que con frecuencia se los reduce a esa condición cenital. Un umbráculo no tiene por qué ser de tubos en espiga como el de Valencia ni de cañas como el de un merendero. Puede ser una construcción audaz, hermosa vestida y desnuda, amiga de la luz y de la sombra, un monumento cuya presencia lo desvincula del tiempo concreto. Lo caduco son las hojas, lo que las sujeta es lo perenne. Sé de artistas contemporáneos turolenses que con esas premisas habrían tenido bastante para levantar una plaza que supiera ganarse el corazón de sus usuarios, esos que no miran desde el cielo.
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