Nota de la autora Como estudiante de Historia, y
habiendo realizado un máster y un doctorado en esa
disciplina, estoy agradecida por todo lo que aprendí de
mis profesores y de los miles de textos que estudié.
Pero la perspectiva que presento en este libro no
proviene de los profesores ni de mis estudios: es
externa a la academia.
Mi madre era en parte indígena —lo más probable es que fuera cheroqui
—, nacida en Joplin (Misuri). Sin escolarizar y huérfana —perdió a su
madre por tuberculosis a la edad de cuatro años, y tenía un padre irlandés
nómada y alcohólico—, creció desprotegida y a menudo sin hogar junto a
un hermano menor. Recogida por las autoridades en las calles de Harrah
(Oklahoma), el pueblo donde mi padre había reubicado a la familia, mi
madre terminó en hogares de acogida donde abusaron de ella, en los que
pretendían usarla de sirvienta y de los que solía escaparse. A los dieciséis
años conoció a mi padre, un descendiente de colonos escoceses-irlandeses,
y se casó con él. Por ese entonces, él tenía dieciocho años y era un
estudiante desertor que cuidaba el ganado en una extensa hacienda en la
nación osage. Fui la última de sus cuatro hijos. Como éramos una familia de
aparceros del condado de Canadian (Oklahoma), nos mudábamos de una
hacienda a otra. Crecí entre comunidades indígenas rurales del antiguo
territorio de las naciones cheyene y arapajó del sur, que había sido
parcelado y entregado a los colonos a finales del siglo XIX. Cerca de allí
estaba el internado federal para indígenas de Concho. En los pueblos,
iglesias y escuelas negras, blancas e indígenas de Oklahoma, regía una
estricta segregación, es decir, que yo interactuaba poco con estos últimos.
Mi madre se avergonzaba de ser medio indígena. Murió a causa del alcohol.
En California, durante la década de 1960, participé activamente en los
movimientos contra el apartheid y la guerra de Vietnam y a favor de la
liberación de la mujer y, por último, en el movimiento panindígena que
algunos denominaron Red Power (Poder Rojo). En 1970, Oso Loco
Anderson, el destacado dirigente tradicionalista tuscarora, me convocó para
trabajar en asuntos indígenas; insistía en que yo tenía que asumir mi
herencia indígena, por muy débil que esta fuera. Aunque dubitativa al
principio, después de la toma de Wounded Knee en 1973 comencé a
trabajar a nivel local, en distintos lugares del país y en el extranjero con el
Movimiento Indígena Estadounidense y el Consejo Internacional de
Tratados Indios. También fui perito en causas judiciales, entre ellas, la de
los acusados de Wounded Knee, que me permitió formar parte de debates
con ancianos y activistas del pueblo siux lakota. Durante ese periodo volátil
e histórico vivía en San Francisco, terminé mi doctorado en Historia en
1974 y luego comencé a dar clases en un nuevo programa de Estudios
Indígenas Estadounidenses. Dediqué mi tesis a la historia de la tenencia de
la tierra en Nuevo México, y entre 1978 y 1981 fui directora invitada del
programa de Estudios Indígenas Estadounidenses de la Universidad de
Nuevo México. Allí trabajé en la creación de un instituto de investigación y
un seminario sobre desarrollo económico en colaboración con el All Indian
Pueblo Council, la nación apache mescalera, la nación navaja y los
Servicios Legales del Pueblo Dinébe’iiná Náhiiłna be Agha’diit’ahii
(DNA), así como con estudiantes, miembros de la academia y comunidades
indígenas.
He convivido con este libro durante seis años. Lo comencé una decena
de veces antes de definir el hilo narrativo. Cuando me invitaron a escribirlo
para la serie ReVisioning American History [Revisar la Historia
Estadounidense], me dieron algunas pautas: debía tener rigor intelectual,
pero, a la vez, ser relativamente corto y de lectura accesible para atraer a
públicos diversos. Tuve serias dudas después de aceptar el proyecto. Si bien
tenía que ser una historia de Estados Unidos según la han vivido los
habitantes indígenas, ¿cómo podía hacerle justicia a esa experiencia tan
variada que se extiende a lo largo de dos siglos? ¿Cómo hacerla
comprensible para el lector general, que probablemente tenga pocos
conocimientos sobre historia indígena, por un lado, pero, por el otro, tal vez
tenga, de manera consciente o inconsciente, una narrativa establecida sobre
la historia de Estados Unidos? Dado que estaba convencida de la
importancia intrínseca del proyecto, persistí, leí o releí libros y artículos de
académicos, novelistas y poetas indígenas de Norteamérica, además de tesis
no publicadas, discursos y testimonios: en verdad, un cúmulo de trabajo
extraordinario.
Llegué a darme cuenta de que se necesita una nueva periodización de la
historia estadounidense que rastree la experiencia indígena, en
contraposición a la división estándar: las etapas colonial, revolucionaria y
jacksoniana, guerra civil y Reconstrucción, Revolución Industrial y Era
Dorada, Nuevo Imperialismo, Progresismo, Primera Guerra Mundial,
Depresión, New Deal, Segunda Guerra Mundial, Guerra Fría y guerra de
Vietnam, seguidas de las décadas contemporáneas. Alteré esa periodización
para reflejar mejor la experiencia indígena, pero no con la radicalidad
necesaria. Se trata de un tema muy debatido entre los investigadores de
temas indígenas estadounidenses.
También quise dejar a un lado la retórica de la raza, no porque la raza y
el racismo no tengan importancia, sino para destacar que los pueblos
nativos fueron colonizados y despojados de sus territorios en cuanto que
pueblos diferenciados, es decir, cientos de naciones, no como un grupo
étnico o racial unificado. Colonización, desposesión, colonialismo de
asentamiento, genocidio: son estos los términos que perforan hasta el
núcleo de la historia de Estados Unidos y llegan a la fuente misma de su
existencia.
La imputación de genocidio, que hasta hace poco era inaceptable entre
las clases dominantes del mundo académico y político estadounidense, ha
venido ganando terreno a medida que las pruebas comenzaron a
acumularse, pero es demasiado frecuente que esta imputación venga
acompañada de una presunción de desaparición. Entonces, me di cuenta de
que era crucial poner en claro a lo largo del libro la realidad e importancia
de la supervivencia de los pueblos indígenas. Esta supervivencia como
pueblos es consecuencia de siglos de resistencia y de una narración oral
transmitida de generación en generación, y he intentado demostrar que se
trata de una supervivencia dinámica, no pasiva. Sobrevivir al genocidio, por
los medios que fuere, es resistencia; algo que deben aprender los no
indígenas para comprender mejor la historia de Estados Unidos.
Espero que este libro sea un trampolín para sumergirnos en un diálogo
sobre la historia, la realidad actual de la experiencia indígena y el
significado y el futuro de Estados Unidos.
Una nota terminológica: a lo largo del texto utilizo indistintamente los
términos indígenas, indios y nativos. Los individuos y pueblos indígenas de
Norteamérica por lo general no consideran ofensivo el término indio.[1] Por
supuesto, todos los ciudadanos de las naciones indígenas prefieren que se
empleen los nombres en su propia lengua, como diné (navajo),
haudenosaunee (iroqués), tsalagi (cheroqui) y anishinaabe (ojibwe o
chippewa). He usado algunos de los nombres correctos junto con opciones
más difundidas, como siux y navajo. A menos que provenga de una cita, no
uso el término tribu, sino comunidad, pueblo y nación. También me
abstengo de recurrir a América y americano para referirme solo a Estados
Unidos y sus ciudadanos. Esos términos de un flagrante imperialismo son
molestos para el resto de los habitantes del hemisferio occidental, que
también son americanos; en lugar de ellos uso Estados Unidos y
estadounidense.
[1] Por lo general, en el mundo de habla hispana la denominación «indio» se considera ofensiva.
Por este motivo, se la ha evitado cuando no es parte de una cita textual o un término específico, como
«territorio indio». (N. de la T.).
INTRODUCCIÓN
Esta tierra Estamos aquí para educar, no para perdonar.
Estamos aquí para iluminar, no para acusar.
WILLIE JOHNS, Reserva Seminola Brighton, Florida[2]
Bajo la corteza de esa porción de tierra llamada Estados Unidos de
América —«desde California […] a las aguas de la corriente del Golfo»,
como reza la canción— están sepultados los huesos, las aldeas, los campos
y los objetos sagrados de los indígenas estadounidenses.[3] Claman para que
se escuchen sus historias a través de sus descendientes, que llevan consigo
los recuerdos de cómo se ha fundado el país y de cómo llegó a ser lo que es
hoy.
No deberían haberse destruido deliberadamente las grandes
civilizaciones del hemisferio occidental, evidencia misma de su existencia,
ni debería haberse interrumpido la progresión gradual de la humanidad para
colocarla sobre un camino de codicia y destrucción.[4] Se tomaron
decisiones que forjaron ese camino hacia la destrucción de la vida: hacia el
momento en el que hoy vivimos y morimos mientras el planeta se marchita,
recalentado. Conocer y aprender esta historia es, al mismo tiempo, una
necesidad y una responsabilidad para con los ancestros y descendientes de
todas las partes involucradas.
Lo que ha escrito el historiador David Chang sobre el pedazo de tierra
que luego se convertiría en el estado de Oklahoma es válido para la
totalidad de Estados Unidos: «Nación, raza y clase convergían en la tierra».
[5] En Estados Unidos todo se reduce a la tierra: quién la supervisaba y
cultivaba, quién pescaba en sus aguas y conservaba su vida silvestre; quién
la invadió y la robó; cómo se convirtió en una mercancia («bienes raíces»),
dividida en porciones, con fines de compra y venta en el mercado.
Si bien las políticas y acciones de Estados Unidos hacia los pueblos
indígenas suelen describirse como «racistas» o «discriminatorias», rara vez
se las presenta por lo que son: típicos casos de imperialismo y de una forma
particular de colonialismo, el colonialismo de asentamiento. Como explica
el antropólogo Patrick Wolfe: «La cuestión del genocidio nunca está muy
desvinculada de los debates sobre el colonialismo de asentamiento. La tierra
es vida o, como mínimo, la tierra es necesaria para la vida».[6]
La historia de Estados Unidos es una historia de colonialismo de
asentamiento: la fundación de un Estado sobre la base ideológica de la
supremacía blanca; la práctica extendida del comercio de africanos
esclavizados y una política de genocidio y robo de tierras. Quienes busquen
una historia con final feliz, de redención y reconciliación, pueden observar
a su alrededor y comprobar que tal conclusión aún no está a la vista, ni
siquiera en sueños utópicos de una sociedad mejor.
Escribir la historia de Estados Unidos desde la perspectiva de los
pueblos indígenas obliga a repensar la narrativa nacional consensuada. Esta
es errónea o deficiente no en sus hechos, fechas ni detalles, sino en su
esencia. La aceptación del colonialismo de asentamiento y del genocidio es
inherente al mito que nos han enseñado. Un mito que persiste no por falta
de libertad de expresión ni escasez de información, sino por una falta de
voluntad para formular preguntas que cuestionen el núcleo mismo de esa
narrativa teledirigida acerca del origen de la nación. ¿De qué manera
reconocer la realidad histórica de Estados Unidos puede servir para
transformar la sociedad? Esa es la pregunta central que pretende responder
este libro.
En mis clases sobre los pueblos indígenas de Estados Unidos siempre
comienzo con un ejercicio simple. Pido a los estudiantes que dibujen un
mapa muy básico del país en el momento de independizarse de Inglaterra.
Casi siempre, la mayoría dibuja la forma aproximada que tiene el país en la
actualidad, desde el Atlántico al Pacífico, es decir, el territorio continental
que no se apropió sino hasta un siglo después de la independencia. Lo que
se independizó en 1783 fueron las trece colonias británicas que abrazaban la
costa atlántica. Cuando se los corrige, se avergüenzan porque en realidad lo
saben. Yo les aseguro que no son los únicos. A ese ejercicio lo llamo «el
test Rorschach del destino manifiesto», doctrina inserta en casi todas las
mentes del país y del mundo. El test refleja la aparente inevitabilidad de la
extensión y el poderío de Estados Unidos, su destino y el supuesto implícito
de que el territorio era en el pasado terra nullius, tierra sin personas.
La canción de Woody Guthrie «This Land Is Your Land» [Esta tierra es
tu tierra] celebra que la tierra pertenezca a todos, y así refleja el destino
manifiesto inconsciente con el que vivimos. Pero que Estados Unidos se
extienda «de un radiante mar al otro» fue intención y creación de los
fundadores del país. Tierra «libre» fue el imán que atrajo a los colonos
europeos; muchos eran dueños de esclavos y buscaban tierras sin límites
para sus rentables cultivos comerciales. Después de la guerra por la
independencia, pero antes de que se redactara la Constitución
estadounidense, el Congreso Continental emitió la Ordenanza del Noroeste.
Fue la primera ley de la incipiente república y revelaba el móvil de quienes
deseaban la independencia. Fue el borrador que permitió engullir el
Territorio Indio protegido por Inglaterra («Territorio del Ohio»), ubicado al
otro lado de los montes Apalaches y Allegheny. Inglaterra había ilegalizado
los asentamientos en esa zona mediante la Proclamación de 1763.
En 1801, el presidente Jefferson dio una descripción acertada de las
intenciones de expansión continental horizontal y vertical del nuevo Estado
colonizador: «Aunque los intereses actuales nos confinen a nuestros propios
límites, es imposible no ansiar tiempos futuros en los que nuestra rápida
multiplicación se extenderá más allá de esos límites y cubrirá todo el norte,
si no el sur, del continente, con un pueblo que hable el mismo idioma,
gobernado de manera similar por leyes similares». Esta visión del destino
manifiesto tomó forma años después en la doctrina Monroe, en la que se
anunciaba la intención de anexar o dominar los antiguos territorios
coloniales de España en las Américas y el Pacífico, intención que se
pondría en práctica durante el resto del siglo.
Las narrativas sobre el origen de una nación conforman el núcleo vital
de la identidad aglutinadora de un pueblo y de los valores que lo guían. En
Estados Unidos, la fundación y el desarrollo del Estado de colonos
angloestadounidense implican una narrativa según la cual los colonos
puritanos tenían un pacto con Dios para ocupar la tierra. Esa parte de la
historia sobre el origen se ve respaldada y reforzada por el mito de Colón y
la doctrina del descubrimiento. Mediante una serie de bulas papales de fines
del siglo XV, las naciones europeas adquirieron titularidad sobre las tierras
que «descubrieron», y los habitantes indígenas perdieron su derecho natural
a ellas después de que los europeos llegaran y las reclamaran.[7] Como
señala el profesor Robert A. Williams respecto de la doctrina del
descubrimiento: En respuesta a los requisitos de una era paradójica de
Renacimiento e Inquisición, los primeros discursos modernos occidentales
sobre la conquista articulaban una visión de una humanidad unida por un
estado de derecho que era posible descubrir únicamente a través de la razón.
Para desgracia del indígena americano, el primer intento del oeste por
realizar esta noble visión de una Ley de Naciones incluyó el mandato de
que Europa subyugara a todos los pueblos cuyas divergencias radicales de
las normas de conducta adecuadas derivadas de Europa hicieran necesarias
su conquista y regeneración.[8]
Según el mito de Colón, a partir de la independencia de Estados Unidos
los colonos se vieron a sí mismos como parte de un sistema mundial de
colonización. «Columbia», el nombre poético y latinizado que designa a
Estados Unidos desde su fundación y a lo largo del siglo XIX, deriva del
nombre de Cristóbal Colón. La «Tierra de Colón» se representaba —y aún
es así— mediante la imagen de una mujer en esculturas y pinturas,
mediante instituciones, como la Universidad de Columbia, y en
innumerables topónimos, entre ellos, el de la capital nacional, el Distrito de
Columbia.[9] El himno de 1789, «Hail, Columbia», fue el himno nacional en
los comienzos y ahora se utiliza cada vez que el vicepresidente hace una
intervención pública; el Día de Colón es fiesta nacional todavía en nuestros
días, a pesar de que el mentado nunca puso un pie en el continente que
reclamó Estados Unidos.
Tradicionalmente, los historiadores del país que ansiaban tener
trayectorias exitosas en la academia y escribir libros de texto escolares que
dieran buenas ganancias se convertían en protectores de este mito sobre el
origen. Luego, con el revuelo cultural que se dio en el mundo académico
durante la década de 1960, hijo del movimiento por los derechos civiles y
del activismo estudiantil, los historiadores llegaron a exigir objetividad y
equidad en la revisión de las interpretaciones de la historia estadounidense.
Alertaron contra la moralina e instaron a reemplazarla por un enfoque
desapasionado y culturalmente relativista. El historiador Bernard Sheehan,
en un influyente ensayo, abogó por una comprensión de las relaciones entre
indígenas, europeos y americanos en la historia temprana de Estados
Unidos basada en la idea de «conflicto cultural»; escribió que ese enfoque
«disipa el locus de la culpa».[10] Sin embargo, en su esfuerzo por encontrar
un «equilibrio», los historiadores diseminaron lugares comunes: «Hubo
malos y buenos de ambos bandos»; «La cultura estadounidense es una
amalgama de todos sus grupos étnicos»; «Una frontera es una zona de
interacción entre culturas, no un mero lugar de avance de asentamientos
europeos».
Más tarde, los estudios posmodernos en boga insistieron en la «agencia»
indígena bajo el velo del empoderamiento individual y colectivo, lo que
implica que las víctimas del colonialismo son responsables de su propia
desaparición. Quizá sea aún peor que algunos afirmaran (y todavía lo
hacen) que colonizadores y colonizados experimentaron un «encuentro» y
entablaron un «diálogo»; es decir, han encubierto la realidad con
justificaciones y racionalizaciones: apología de un robo y un crimen
unilaterales. Dado que ponen el foco en el «cambio cultural» y el «conflicto
entre culturas», estos estudios pasan por alto preguntas fundamentales
acerca de la formación de Estados Unidos y sus implicaciones en el
presente y el futuro. Se trata de un enfoque de la historia que permite obviar
sin preocupaciones tanto la responsabilidad presente frente al constante
daño hecho por ese pasado como las cuestiones de reparación, restitución y
reordenamiento de la sociedad.[11]
El multiculturalismo se convirtió en la punta de lanza del revisionismo
estadounidense en la etapa posterior al movimiento por los derechos civiles.
Para que el esquema funcionara —y afirmara el progreso histórico del país
—, había que dejar fuera de plano a las naciones y comunidades indígenas.
En cuanto que pueblos con base territorial, sujetos a los tratados firmados,
no se ajustaban a la planilla multicultural, pero se los incluyó
transformándolos en un grupo racial oprimido y amorfo, mientras que los
estadounidenses de origen mexicano y los puertorriqueños han quedado
disueltos en otro grupo, llamado «hispano» o «latino». El enfoque
multicultural enfatizó las «contribuciones» de individuos de los grupos
oprimidos a la supuesta grandeza del país. Entonces, se reconoció que los
indígenas aportaron el maíz, las judías, el cuero de gamuza, las cabañas de
troncos, las parkas, el sirope de arce, las canoas, cientos de topónimos, el
Día de Acción de Gracias e incluso los conceptos de democracia y
federalismo. Pero esta idea del indígena que con sus obsequios ayuda a
establecer la nación y a enriquecer su desarrollo es una insidiosa cortina de
humo utilizada para ocultar el hecho de que la existencia misma del país es
resultado del saqueo de todo un continente y sus recursos. Las cuestiones
fundamentales no resueltas respecto de tierras, tratados y soberanía
indígenas no pueden hacer otra cosa que sabotear las premisas del
multiculturalismo.
Con él, el destino manifiesto ganó la partida. Por dar un ejemplo, en
1994 la editorial especializada en textos escolares Prentice Hall (parte del
grupo Pearson Education) publicó un nuevo libro de texto para
universidades sobre la historia de Estados Unidos, escrito por cuatro
miembros de una nueva generación de historiadores revisionistas. Estos
historiadores sociales radicales son todos académicos brillantes con puestos
en prestigiosas universidades. El título del libro refleja la intención de sus
autores y del editor: Out of Many: A History of the American People [De
muchos, uno: historia del pueblo estadounidense]. La historia del origen de
una nación supuestamente unitaria, si bien multicultural, se mantenía
intacta. En el diseño original de la cubierta se veía un tejido de múltiples
colores; la imagen pretendía reemplazar al desacreditado «crisol». En el
interior, opuesta a la página del título, había una fotografía de una mujer
navaja con vestimenta formal de gamuza y adornos de plata de ley y de
turquesa. Detrás de ella, se mostraba una vivienda tradicional navaja, un
hogan, y a la mujer arrodillada frente a un telar típico, tejiendo una
alfombra casi terminada. ¿Cuál era su diseño? ¡Barras y estrellas! Ante mi
objeción y explicación de que las tejedoras navajas trabajan por encargo, es
decir, hacen el diseño que les piden, respondieron: «Pero es una fotografía
real». Hay que reconocer que para la segunda edición reemplazaron la
fotografía de cubierta y quitaron la imagen de la mujer navaja de la portada,
pero no modificaron el texto.
Es esencial ser conscientes del marco de colonialismo de asentamiento
en el que se inserta lo que escribimos sobre la historia de Estados Unidos si
queremos evitar la holgazanería de la posición por defecto y la trampa de
una creencia inconsciente y mitológica en el destino manifiesto. El tipo de
colonialismo que han sufrido los pueblos indígenas de Norteamérica fue
moderno desde sus comienzos: expansión de corporaciones europeas en el
extranjero, apoyadas por los ejércitos de los Gobiernos, con la subsiguiente
expropiación de tierras y recursos. El colonialismo de asentamiento es una
política genocida. Las naciones y comunidades nativas han resistido el
colonialismo moderno desde el comienzo con tácticas defensivas y
ofensivas —al tiempo que luchaban por mantener los valores fundamentales
y la colectividad—, que incluyen las formas actuales de resistencia armada
de los movimientos de liberación nacional y lo que hoy algunos llaman
terrorismo. En cada instancia han luchado por sobrevivir como pueblos. El
objetivo de las autoridades colonialistas estadounidenses fue poner fin a su
existencia como pueblos, no como individuos. Esa es la definición misma
del genocidio moderno, en contraposición con instancias premodernas de
violencia extrema cuyo objetivo no era la extinción. Estados Unidos, en
cuanto que entidad socioeconómica y política, es el resultado de ese
proceso colonial de siglos, que aún continúa. Las naciones y comunidades
indígenas de hoy son el resultado de la resistencia a ese colonialismo, a
través de la cual han mantenido sus prácticas e historias. Es sobrecogedor,
pero no es un milagro que hayan sobrevivido como pueblos.
Decir que Estados Unidos es un Estado colonialista no es formular una
acusación, sino enfrentar la realidad histórica sin la cual gran parte de la
historia del país no tiene sentido, a menos que borremos a los pueblos
indígenas. Pero ellos resistieron y sobrevivieron y son testigos de esta
historia. En la era de la descolonización a nivel mundial, durante la segunda
mitad del siglo XX, los viejos poderes coloniales y sus apologistas
intelectuales instalaron una contraofensiva, que suele denominarse
«neocolonialismo», de la que surgieron el multiculturalismo y el
posmodernismo. Si bien gran parte del revisionismo histórico
estadounidense refleja la estrategia neocolonialista —el intento de adecuar
las nuevas realidades para mantener la dominación—, los métodos que esta
emplea anuncian la victoria para el colonizado, ya que esos enfoques
levantan una tapa que había estado bien cerrada por mucho tiempo. Uno de
los efectos de este fenómeno ha sido la presencia de un número importante
de académicos indígenas en las universidades estadounidenses, que están
cambiando los términos de análisis. El principal desafío para los
académicos que revisan la historia de Estados Unidos en el contexto del
colonialismo no es la falta de información, tampoco es un problema
metodológico. Indudablemente, las dificultades en cuanto a la
documentación no son mayores que en cualquier otra área de investigación.
Antes bien, el origen de los problemas ha sido la negación o incapacidad de
los historiadores estadounidenses de comprender la naturaleza de su propia
historia, la de Estados Unidos. El problema fundamental es la ausencia del
marco colonial.
A través de la penetración económica en las sociedades indígenas, las
potencias coloniales europeas y euroamericanas crearon dependencia
económica y desequilibrio comercial, luego incorporaron a las naciones
indígenas a sus esferas de influencia y las controlaron indirectamente o
mediante la figura de los protectorados, con la utilización indispensable de
misioneros cristianos y del alcohol. En el caso del colonialismo de
asentamiento estadounidense, la tierra fue el principal producto básico. Con
indicadores tan obvios del colonialismo operante, ¿por qué tantas
interpretaciones del desarrollo político-económico estadounidense son
enrevesadas y oscuras y esquivan lo obvio? Hasta cierto punto, el
surgimiento en el siglo XX de los estudios sobre historia del «oeste de
Estados Unidos» o las Borderlands [zonas fronterizas] se ha insertado
forzosamente en un marco de colonialismo de asentamiento incompleto y
errado. El padre de ese campo de la historia, Frederick Jackson Turner, lo
confesó en 1901: «Nuestro sistema colonial no comenzó con la guerra
hispano-estadounidense [1898]; Estados Unidos había tenido una historia y
una política coloniales desde el comienzo de la República, pero han sido
ocultadas por frases como “migración interestatal” y “organización
territorial”».[12]
El colonialismo de asentamiento, en cuanto que institución o sistema,
necesita de la violencia o la amenaza de violencia para conseguir sus
objetivos. Las personas no entregan su tierra, recursos, futuro o hijos sin
pelear, y a eso se responde con violencia. En el empleo de la fuerza
necesaria para conseguir sus objetivos expansionistas, un régimen
colonizador institucionaliza la violencia. La noción de que el conflicto
colono-indígena es un producto inevitable de las diferencias culturales y los
malentendidos, o de que ambas partes ejercen la violencia por igual,
empaña la naturaleza de los procesos históricos. El colonialismo
euroamericano, un aspecto de la globalización económica capitalista, tuvo
una tendencia genocida desde el comienzo.
El término genocidio se acuñó después de la Shoah u Holocausto y su
prohibición quedó consagrada en la convención de las Naciones Unidas
adoptada en 1948: la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito
de Genocidio. Esta medida no es retroactiva, pero es aplicable a las
relaciones entre Estados Unidos y los pueblos indígenas desde 1988, año en
que el Senado la ratificó. Los términos de la convención contra el genocidio
también son herramientas útiles para el análisis histórico de los efectos del
colonialismo en cualquier era. En la convención se considera que cualquiera
de los siguientes cinco actos constituyen genocidio si son «perpetrados con
la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico,
racial o religioso»: • matanza de miembros del grupo; • daño grave a la
integridad física o mental de los miembros del grupo; • sometimiento
intencionado del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su
destrucción física, total o parcial; • medidas destinadas a impedir los
nacimientos en el seno del grupo; • traslado por la fuerza de niños del grupo
a otro grupo.[13]
En la década de 1990, el término limpieza étnica se volvió útil para
describir el genocidio.
La historia de Estados Unidos, al igual que el trauma indígena heredado,
no puede comprenderse sin enfrentar la cuestión del genocidio perpetrado
por ese país contra los pueblos indígenas. Desde el periodo colonial,
pasando por la fundación del país y extendiéndose durante el siglo XX, ese
genocidio incluyó tortura, terror, abusos sexuales, masacres, ocupaciones
militares sistemáticas, expulsiones de indígenas de sus territorios
ancestrales e ingreso forzado de niños indígenas en internados de tipo
militar. La ausencia de tan siquiera el mínimo indicio de arrepentimiento o
sentimiento de tragedia en la celebración anual de la independencia
nacional revela una profunda desconexión en la conciencia de los
estadounidenses.
El colonialismo de asentamiento es inherentemente genocida, en
términos de lo establecido en la convención contra el genocidio. En el caso
de las colonias norteamericanas de Inglaterra y Estados Unidos, no solo se
practicaron la exterminación y la expulsión, sino que además se buscó
borrar la existencia previa de los pueblos indígenas, práctica que continúa
hasta el presente. El historiador anishinaabe (ojibwe) Jean O’Brien llama a
esta práctica de negación de la existencia indígena «los primeros y los
últimos» (firsting and lasting). Por todo el continente, las historias locales,
los monumentos y los carteles cuentan la historia del primer asentamiento:
los fundadores, la primera escuela, la primera casa, todo lo que sucedió
primero, como si no hubiera habido habitantes que prosperaron en esos
sitios antes que los anglos. Por otro lado, la narrativa nacional también
cuenta sobre los «últimos» indígenas o últimas tribus, como «el último de
los mohicanos», «Ishi, el último indio» y End of the Trail [Fin del sendero],
el nombre de una famosa escultura de James Earle Fraser.[14]
Podemos identificar políticas genocidas implementadas por los
Gobiernos estadounidenses, que están documentadas, en al menos cuatro
periodos distintos: la era jacksoniana de traslados forzosos, la fiebre del oro
en el norte de California, la era de las llamadas «guerras indias» en las
Grandes Llanuras tras la guerra civil y el periodo de terminación de la
década de 1950, que se analizarán en los siguientes capítulos. Es posible
hallar casos de genocidio como política de Estado en documentos históricos
y también en las historias orales de las comunidades indígenas. Un ejemplo
típico, de 1873, es lo que escribió el general William T. Sherman:
«Debemos actuar con determinación vengativa contra los siux, incluso
hasta exterminarlos, a los hombres, las mujeres y los niños […]; durante un
ataque, los soldados no pueden detenerse a distinguir entre masculino o
femenino, ni siquiera discriminar según la edad».[15] Como explicó Patrick
Wolfe, la peculiaridad del colonialismo de asentamiento es que tiene por
objetivo eliminar a las poblaciones indígenas y liberar la tierra para los
colonos. El proyecto no se limita a la implementación de políticas
gubernamentales, sino que se sirve de todo tipo de organismos, de milicias
de voluntarios y de colonos que actúan por cuenta propia.[16]
En la etapa posterior a las políticas de terminación de la década de
1950, surgió un movimiento panindígena a la par del poderoso movimiento
afroestadounidense por los derechos civiles y los movimientos de amplia
base por la justicia social y contra la guerra, que se desarrollaron durante la
década de 1960. El movimiento por los derechos indígenas logró revertir la
política de terminación. Sin embargo, la represión, los ataques armados y
los intentos de revocar tratados por la vía legislativa volvieron a comenzar a
fines de la década de 1970, lo que dio origen al movimiento indígena
internacional, que amplió significativamente el apoyo a la soberanía y los
derechos territoriales indígenas en Estados Unidos.
El siglo XXI nació siendo testigo de una creciente explotación de
recursos energéticos que ejerce nuevas presiones sobre las tierras indígenas.
La explotación que llevan a cabo las más grandes corporaciones, por lo
general en connivencia con políticos de los niveles local, estatal y federal, e
incluso con algunos Gobiernos indígenas, podría representar una derrota
definitiva para las bases territoriales y los recursos de los pueblos
originarios. Para el fortalecimiento de la soberanía indígena, el público en
general tendrá que indignarse y protestar; para ello, a su vez será necesario
que la población —aquellos que descienden de colonos e inmigrantes—
conozca su historia y asuma su responsabilidad. La resistencia a estas
poderosas fuerzas corporativas continúa teniendo profundas implicaciones
para el desarrollo socioeconómico y político estadounidense y para su
futuro.
En Estados Unidos existen en la actualidad más de quinientas
comunidades y naciones indígenas con reconocimiento federal, lo que
representa casi tres millones de personas. Ellos son los descendientes de los
quince millones de habitantes originarios de esas tierras, de los cuales la
mayoría eran agricultores que vivían en pueblos. El sistema de reservas
indígenas establecido por Estados Unidos viene de una larga práctica
colonial británica en las Américas. En la era de la firma de tratados, desde
la independencia hasta 1871, el concepto de reserva aludía a una porción
reducida de base territorial que una nación indígena cede a cambio de
recibir protección gubernamental por parte de los colonos y de la provisión
de servicios sociales. Hacia finales del siglo XIX, con el debilitamiento de la
resistencia indígena, el concepto comenzó a designar una porción de tierra
que Estados Unidos extrae de su dominio público como gesto de
benevolencia, como «obsequio» para los pueblos indígenas. La retórica
había cambiado y se decía que las reservas habían sido «otorgadas» a los
indígenas o «creadas» para ellos. A partir de ese cambio, las reservas
comenzaron a verse como enclaves dentro de los límites del Estado. A pesar
de la realidad política y económica, la impresión que muchos tenían era que
los pueblos indígenas se estaban aprovechando de lo que era de dominio
público.
Más allá de las bases territoriales que se hallan dentro de los límites de
las trescientas diez reservas con reconocimiento federal —donde habitan
554 grupos indígenas—, los derechos indígenas a la tierra, el agua y los
recursos se extienden a todas las comunidades reconocidas federalmente
dentro de las fronteras de Estados Unidos. Esto es así ya sea «dentro del
territorio adquirido originalmente o con posterioridad, y dentro o fuera de
los límites de un estado», e incluye todas las parcelas y derechos de paso
que desde ellas se extienden o hacia ellas se dirigen.[17] No todas las
naciones indígenas con reconocimiento federal tienen bases territoriales
más allá de los edificios gubernamentales; además, las tierras de algunas
naciones indígenas, incluidas las de los siux en las Dakotas y Minnesota y
las de los ojibwes en Minnesota, se han parcelado en múltiples reservas,
mientras que las de unas cincuenta naciones indígenas desplazadas a
Oklahoma se parcelaron por completo. Fueron divididas por el Gobierno
federal en lotes individuales de propiedad indígena. El abogado Walter R.
Echo-Hawk escribe: En 1881, la tenencia indígena de la tierra en Estados
Unidos se había reducido abruptamente a 63.130.960 hectáreas. Para 1934,
solo quedaban unas 20.234.282 hectáreas (un área del tamaño de Idaho y
Washington) como resultado de la Ley General de Parcelación de 1887.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno se apoderó de 202.342
hectáreas más para uso militar. Más de cien tribus, bandas y rancherías
cedieron sus tierras mediante distintas leyes del Congreso durante la era de
la terminación de la década de 1950. Hacia 1955, la base territorial indígena
se había reducido a tan solo el 2,3 % de su tamaño original.[18]
Como resultado de la venta, confiscación y parcelación de tierras por
parte del Gobierno federal, la mayoría de las reservas están muy
fragmentadas. Cada parcela de tierra tribal, en fideicomiso o privada es un
enclave separado, regido por múltiples leyes y jurisdicciones. En la
actualidad, la nación diné (navaja) es la que tiene la base territorial continua
más extensa: 6.400.000 hectáreas, o unos 64.000 kilómetros cuadrados,
equivalente al tamaño de Virginia Occidental. Otras doce reservas son más
extensas cada una de ellas que el estado de Rhode Island, de unas
trescientas mil hectáreas; y otras nueve reservas son cada una más extensa
que Delaware, que tiene casi seiscientas mil hectáreas. Otras reservas tienen
bases territoriales menores a trece mil hectáreas.[19] Varios Estados nación
independientes que tienen un escaño en las Naciones Unidas poseen menos
territorio y poblaciones más reducidas que algunas naciones indígenas de
Norteamérica.
Hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba en
guerra con gran parte del mundo, como lo había estado contra los pueblos
indígenas de Norteamérica en el siglo XIX. Esta última fue una guerra total,
en la que se exigía al enemigo que se rindiera incondicionalmente o se
preparara para la aniquilación. Tal vez era inevitable que las primeras
guerras contra los pueblos indígenas, de no reconocerse ni repudiarse,
terminaran por abarcar al mundo entero. Según la narrativa sobre el origen,
Estados Unidos nació de la rebelión contra la opresión —contra un imperio
— y, por lo tanto, es resultado de la primera revolución anticolonial por la
liberación nacional. La narrativa se desprende de esa falacia: la ampliación
y profundización de la democracia; el fin de la esclavitud tras la guerra civil
y la posterior «segunda revolución»; la misión del siglo XX de salvar a
Europa de sí misma… dos veces; y, en última instancia, la triunfante lucha
contra el flagelo del comunismo, de la que Estados Unidos heredó la ardua
tarea de mantener el mundo en orden. Se trata de una narrativa del progreso.
Las revoluciones sociales de la década de 1960, encendidas por el
movimiento de liberación afroestadounidense, pusieron en tensión la
narrativa del origen, pero su estructura y periodización han quedado
intactas. Después de la década de 1960, los historiadores incorporaron a las
mujeres, los afroestadounidenses y los inmigrantes como grupos que han
contribuido al bien común. De hecho, la narrativa revisada dio lugar al
marco analítico de la «nación de inmigrantes», que impide ver con claridad
la práctica estadounidense de la colonización y mezcla el colonialismo de
asentamiento con la migración a los centros metropolitanos durante y
después de la Revolución Industrial. A los pueblos nativos, si se los incluía,
se los renombraba como «primeros estadounidenses» y, por lo tanto, se los
presentaba como inmigrantes remotos.
El provincianismo y el chovinismo nacional que exuda la producción
histórica estadounidense hacen difícil que las revisiones que hacen algún
aporte adquieran autoridad. A los historiadores que intentan rectificar las
distorsiones, tanto indígenas como algunos no indígenas, se los tilda de
parciales, y con ese fundamento se les niega la publicación de sus trabajos.
Los académicos indígenas indagan en las investigaciones y el pensamiento
que han surgido en el resto del mundo colonizado por Europa; para
comprender las experiencias históricas y actuales de los pueblos indígenas
de Estados Unidos, se nutren de distintas corrientes y las aplican con
creatividad, por ejemplo, el materialismo histórico del marxismo, la
teología de la liberación en América Latina, los análisis psicosociales de
Frantz Fanon sobre los efectos del colonialismo en el colonizador y el
colonizado, y otros enfoques, que incluyen la teoría del desarrollo y la
teoría posmoderna. Sin abandonar los análisis que pueden derivarse de esas
fuentes, debido a la naturaleza «excepcional» del colonialismo
estadounidense entre las potencias coloniales del siglo XIX, los académicos
y activistas indígenas exploran nuevos enfoques.
Este libro afirma ser una historia de Estados Unidos desde la
perspectiva de los pueblos indígenas, pero no existe algo semejante a una
perspectiva colectiva de los pueblos indígenas, así como no existe una
perspectiva monolítica de los pueblos asiáticos, europeos o africanos. Esta
no es una historia sobre las vastas civilizaciones y comunidades que
prosperaron y sobrevivieron entre el golfo de México y Canadá y entre el
océano Atlántico y el Pacífico. Esas historias las han escrito y las escriben
los historiadores de los pueblos diné, lakota, mohawk, tlingit, muskogee,
anishinaabe, lumbee, inuit, kiowa, cheroqui, hopi y de otras comunidades y
naciones indígenas que han sobrevivido al genocidio colonial. Este libro
intenta contar la historia de Estados Unidos como Estado de colonialismo
de asentamiento, que, al igual que los Estados colonialistas europeos,
aplastó y sometió a las civilizaciones originarias de los territorios que
actualmente gobierna. Los pueblos indígenas, ahora en relación colonial
con Estados Unidos, habitaron esas tierras y en ellas prosperaron por
milenios antes de ser económicamente diezmados y desplazados a reservas
fragmentadas.
Esta es una historia de Estados Unidos.
[2] Willie Johns, «A Seminole Perspective on Ponce de León and Florida History», en Forum
Magazine, Florida Humanities Council, otoño de 2012, disponible en: http://
indiancountrytodaymedianetwork.com/2013/04/08/seminole-perspective- ponce-de-leon-and-floridahistory-148672 (consultado el 24 de septiembre de 2013).
Salvo que se indique expresamente lo contrario, las traducciones de los autores citados son
propias (N. de la T.).
[3] El verso completo de la canción más popular de Woody Guthrie es: «Esta tierra es tu tierra.
Esta tierra es mi tierra. Desde California hasta la isla de Nueva York. Desde los bosques de secuoyas
a las aguas de la corriente del Golfo. Esta tierra se hizo para ti y para mí».
[4] Henry Perro Cuervo, declaración en audiencia por el tratado siux de 1974, en Dunbar-Ortiz,
The Great Sioux Nation, p. 54.
[5] Chang, The Color of the Land, p. 7.
[6] Wolfe, «Settler Colonialism», p. 387.
[7] Véase Watson, Buying America from the Indians, y Robertson, Conquest by Law. Puede
hallarse una lista y descripción de cada bula papal en: The Doctrine of Discovery,
http://www.doctrineofdiscovery.org (consultado el 5 de noviembre de 2013).
[8] Williams, American Indian in Western Legal Thought, p. 59.
[9] Stewart, Names on the Land, pp. 169-173, 233, 302.
[10] Sheehan, «Indian-White Relations in Early America», pp. 267-296.
[11] Sheehan, «Indian-White Relations in Early America», pp. 267-296.
[12] Turner, Frontier in American History, p. 127.
[13] «Convention on the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide, Paris, 9
December
1948»,
Audiovisual
Library
of
International
Law,
http://untreaty.un.org/cod/avl/ha/cppcg/cppcg.html (consultado el 6 de diciembre de 2012),
disponible
en
castellano
en:
<http://www.ohchr.org/SP/ProfessionalInterest/Pages/CrimeOfGenocide.aspx>. Véase también Kunz,
«United Nations Convention on Genocide».
[14] O’Brien, Firsting and Lasting.
[15] 17 de abril de 1873, citado en Marszalek, Sherman, p. 379.
[16] Wolfe, «Settler Colonialism», p. 393.
[17] Código de EE. UU., título 18, sección 1151 (2001).
[18] Echo-Hawk, In the Courts of the Conqueror, pp. 77-78.
[19] «Tribes», sitio web del Departamento de Interior de Estados Unidos:
http://www.doi.gov/tribes/index.cfm (consultado el 24 de septiembre de 2013); «Indian Reservation»
en New World Encyclopedia, disponible en: http://www.newworldencyclopedia.org/entry/
Indian_reservation (consultado el 24 de septiembre de 2013). Véase también Frantz, Indian
Reservations in the United States.
01
Por la senda del maíz Los indígenas americanos, provistos de
sílex y antorchas, vivían en armonía con la naturaleza, pero se
trataba de un equilibrio inducido por medios artificiales.
CHARLES C. MANN, 1491[20]
Los humanoides existieron en la Tierra unos cuatro millones de años
como cazadores y recolectores; vivían en pequeños grupos comunitarios y
mediante sus desplazamientos descubrieron y poblaron cada continente.
Hace unos doscientos mil años, las sociedades humanas, originadas en el
África subsahariana, comenzaron a migrar en todas direcciones y sus
descendientes terminaron poblando el globo. Hace unos doce mil años,
algunos de esos grupos comenzaron a afincarse en sus lugares y a
desarrollar la agricultura, en especial las mujeres, que domesticaron plantas
silvestres y cultivaron otras.
En cuanto que lugar de nacimiento de la agricultura y de los pueblos y
ciudades que se erigieron luego, América es antigua, no es un «nuevo
mundo». La domesticación de plantas se dio en siete lugares del mundo
durante aproximadamente el mismo periodo, hacia el año 8500 a. C. Tres de
esos siete lugares estaban en América y se basaron en el maíz: el valle de
México y América Central (Mesoamérica), la región centro-sur de los
Andes, en América del Sur, y el este de Norteamérica. Los otros primeros
centros agrícolas fueron los sistemas del Tigris-Éufrates y el río Nilo, el
África subsahariana, el río Amarillo del norte de China y el río Yangtsé del
sur de China. Durante este periodo, muchas de las mismas sociedades
humanas que desarrollaban la agricultura comenzaron a domesticar
animales. Solo en el continente americano la domesticación paralela de
animales cedió terreno al manejo de la caza, un tipo de crianza de animales
diferente de la que se practicaba en África y Asia. En estas siete áreas, las
sociedades «civilizadas» con base en la agricultura se desarrollaron en
simbiosis con los pueblos cazadores, pescadores y recolectores de las
periferias; a muchos de ellos los fueron incorporando poco a poco a las
esferas de sus civilizaciones, excepto a los que se encontraban en regiones
no aptas para la agricultura.
Maíz, sagrado alimento La agricultura indígena americana se
basaba en el maíz. Se han hallado vestigios de su cultivo en la
zona central de México que datan de hace diez mil años. De
doce a catorce siglos después, la producción de maíz se había
extendido por todas las áreas templadas y tropicales de
América, desde el extremo sur de Sudamérica al subártico en
Norteamérica, y desde el Pacífico al Atlántico en ambos
continentes. Nunca se pudo identificar con certeza cuál es el
grano salvaje a partir del cual se cultivó el maíz, pero los
pueblos indígenas que tenían y tienen ese alimento como
sustento creen que fue un obsequio sagrado de los dioses.
Dado que no existen pruebas de la presencia del cultivo en
ningún otro continente antes de su dispersión posterior a la
invasión, su desarrollo es un invento único de los agrónomos
originarios de América. A diferencia de la mayoría de los
granos, el maíz no crece de manera silvestre y no subsiste sin
atención humana.
Además de múltiples variedades y colores de maíz, los mesoamericanos
cultivaban calabaza y judía, que se esparcieron a lo largo del hemisferio, al
igual que muchas variedades y colores de patata, que hace más de siete mil
años comenzaron a cultivar los agricultores andinos. El maíz, por ser un
cultivo de verano, no resiste más de entre veinte y treinta días sin agua y
menos tiempo aún a altas temperaturas. Muchas de las áreas en las que el
maíz fue el alimento principal eran áridas o semiáridas, es decir, para
cultivarlo era necesario diseñar y construir complejos sistemas de
irrigación; estos se habían implementado al menos dos mil años antes de
que los europeos supieran de la existencia de las Américas. La proliferación
de la agricultura y los cultígenos no podría haber ocurrido sin los siglos de
intercambio cultural y comercial entre los pueblos de América del Norte,
Central y del Sur; los comerciantes llevaban consigo semillas y otros bienes
y prácticas culturales.
El amplio alcance y la capacidad de la producción indígena de granos
impresionaron a los colonizadores europeos. Un viajero en la Norteamérica
de ocupación francesa relató en 1669 que cada aldea iroquesa estaba
rodeada por quince kilómetros cuadrados de maizales. El gobernador de
Nueva Francia, tras un ataque militar en la década de 1680, informó de que
había destruido más de un millón de fanegas de trigo (42.000 toneladas) que
pertenecían a cuatro aldeas iroquesas.[21] Gracias a la tríada nutritiva
compuesta por el maíz, la judía y la calabaza —que brindan una proteína
completa—, las Américas estaban densamente pobladas cuando las
monarquías europeas comenzaron a auspiciar sus proyectos colonizadores
en el continente.
La población total del hemisferio era de unos cien millones de
habitantes hacia finales del siglo XV, de los cuales dos quintos se
encontraban en Norteamérica, incluido México. Tan solo en la zona central
de México había treinta millones de personas. En el mismo periodo, la
población de Europa hasta los montes Urales era de unos cinco millones.
Los expertos han notado que tales densidades de población solo eran
posibles gracias a que los pueblos habían creado un paraíso relativamente
libre de enfermedades.[22] No cabe duda de que las había, así como también
tenían problemas de salud, pero el uso de medicinas a base de hierbas e
incluso la cirugía y la odontología y, lo que es aún más importante, la
higiene y el baño ritual mantenían las enfermedades a raya. Los colonos en
todas partes de las Américas se maravillaban ante los baños frecuentes que
tomaban los indígenas, también en épocas de bajas temperaturas. Uno de
ellos comentó: «Van al río y se zambullen y bañan todos los días antes de
vestirse». Otro escribió: «Hombres, mujeres y niños, desde la temprana
infancia, tienen el hábito del baño». Habiéndose originado en México, los
baños de vapor con fines rituales eran comunes entre los pueblos indígenas
de Norteamérica.[23] Ante todo, la mayoría de estos pueblos tenían dietas
saludables, en gran parte vegetarianas, con el maíz por alimento principal,
complementado por peces salvajes, aves y cuadrúpedos. Las poblaciones
eran longevas, vivían bien y disfrutaban de numerosas temporadas de
ceremonias y actividades recreativas.
Desde México hacia arriba Al igual que sucedió en las otras dos
masas continentales más extensas —Eurasia y África—, en las
Américas la civilización surgió a partir de ciertos centros
poblados y experimentó periodos de crecimiento e integración
vigorosos, intercalados con otros de declive y desintegración.
Cuando los europeos intervinieron en las Américas, había al
menos doce centros de ese tipo. Si bien esta es una historia de
la porción de Norteamérica hoy llamada Estados Unidos, es
importante seguir la senda del maíz hasta sus orígenes y
abordar brevemente la historia de los pueblos del valle de
México y América Central, lo que suele denominarse
Mesoamérica. Las influencias provenientes del sur tuvieron
fuertes consecuencias en los pueblos indígenas del norte (en lo
que hoy son Estados Unidos), y los mexicanos continúan
migrando como lo han hecho por milenios, aunque ahora deban
cruzar la frontera arbitraria que quedó establecida en la guerra
de Estados Unidos contra México entre 1846 y 1848.
Los primeros grandes cultivadores de maíz fueron los mayas,
concentrados en una primera etapa en lo que hoy es el norte de Guatemala y
el estado mexicano de Tabasco. Extendiéndose hasta la península de
Yucatán, los mayas del siglo X construyeron ciudades-Estado —Chichén
Itzá, Mayapán, Uxmal y muchas otras—, que hacia el sur llegaban hasta
Belice y Honduras. Podían encontrarse aldeas, granjas y ciudades mayas
desde los bosques tropicales a las áreas montañosas y las llanuras costeras e
interiores. Durante el auge de cinco siglos del que gozó la civilización
maya, gobernaron conjuntamente el clero y la nobleza. También había una
clase comercial diferenciada, y la densidad demográfica de las ciudades era
considerable, no se trababa solo de centros burocráticos o religiosos. Las
aldeas mayas en la región más lejana mantenían las características
fundamentales de las estructuras de clanes y las relaciones sociales
comunales. Allí trabajaban las tierras de los nobles, pagaban renta por el
uso de la tierra y contribuían con impuestos y trabajo en la construcción de
caminos, templos, casas para los nobles y otras estructuras. No se sabe con
certeza si estas relaciones se entablaron mediante la explotación o la
cooperación. Sin embargo, la nobleza conseguía sus sirvientes entre los
prisioneros de guerra, delincuentes acusados, deudores e incluso huérfanos.
Aunque el estatus de servidumbre no era hereditario, se trataba de trabajos
forzosos. Una explotación de la mano de obra cada vez más pesada,
impuestos y tributos más altos produjeron disensión y levantamientos, lo
que desembocó en el colapso del Estado maya, del que surgieron sistemas
de gobierno descentralizados.
La cultura maya, que asombra a todos los que la estudian y suele
compararse con la griega (ateniense), orbitaba alrededor del cultivo del
maíz, y su religión también se construyó en torno a ese alimento vital. Por
otra parte, el pueblo maya desarrolló el arte, la arquitectura, la escultura y la
pintura empleando una variedad de materiales, entre ellos, el oro y la plata,
que extraían y utilizaban para la joyería y la escultura, pero no como
moneda. Rodeados de árboles del caucho, inventaron la pelota de goma y
juegos de pelota que se practicaban en canchas, similares al fútbol moderno.
Sus logros en matemáticas y astronomía son los más impresionantes. Hacia
el año 36 a. C. habían concebido el concepto del cero. Trabajaban con
números del orden de los cien millones y tenían un uso extendido de
sistemas de fechas, que hizo posible las observaciones del cosmos y un
calendario único en su tipo que señalaba el paso del tiempo hacia el futuro.
Los astrónomos modernos se han maravillado ante la precisión de las tablas
mayas del movimiento de la luna y los planetas, que se usaron para predecir
eclipses y otros sucesos astronómicos. La cultura y la ciencia mayas, así
como sus prácticas gubernamentales y económicas, influenciaron a toda la
región.
Durante el mismo periodo de desarrollo maya, la civilización olmeca
reinaba en el valle de México y construyó la gran metrópolis de
Teotihuacán. La civilización tolteca, que dominó la región durante cuatro
siglos, desde el 750 d. C, absorbió a los olmecas. Las ciudades toltecas
ostentaban edificios colosales, esculturas y mercados, y además contaban
con grandes librerías y universidades. Erigieron múltiples ciudades; la más
importante fue Tula. El idioma escrito de los toltecas estaba basado en la
forma maya, al igual que el calendario que usaban para la investigación
científica, en particular la astronomía y la medicina. Otra nación del valle
de México, los culhuas, construyó la ciudad-Estado de Culhuacán sobre la
costa sur del lago Texcoco y la ciudad-Estado de Texcoco sobre la costa
este del lago. A finales del siglo XIV, el pueblo tepaneca adquirió un
impulso expansionista y sometió a Culhuacán, Texcoco y todos los pueblos
que se encontraban bajo el control de ambas en el valle de México.
Avanzaron con la conquista de Tenochtitlán, ubicada en una isla en medio
del inmenso lago Texcoco y construida hacia 1325 por los aztecas, cuyo
idioma era el náhuatl, que habían migrado desde el norte de México (actual
Utah). Los aztecas habían llegado al valle en el siglo XII y estuvieron
involucrados en la caída de los toltecas.[24]
En 1426, los aztecas de Tenochtitlán se aliaron con los pueblos de
Texcoco y Tlacopan y acabaron con la dominación tepaneca. Los aliados
iniciaron luego una guerra contra los pueblos vecinos y finalmente
consiguieron controlar el valle de México. Los aztecas surgieron como
pueblo dominante en esa Triple Alianza y pasaron a tener autoridad
tributaria sobre todos los pueblos de México. Sucesos análogos se dieron en
Europa y Asia durante el mismo periodo, cuando los pueblos germánicos
demolieron y ocuparon Roma y otras ciudades-Estado, mientras los
mongoles de la estepa eurasiática invadían gran parte de Rusia y China. Al
igual que en Europa y Asia, los pueblos invasores asimilaron y
reprodujeron la civilización.
La base económica del poderoso estado azteca era la agricultura
hidráulica, que tenía el maíz como cultivo central. Además, prosperaron
otros como la judía, la calabaza, el tomate y el cacao, que daban sustento a
una población densa, concentrada mayoritariamente en los centros urbanos.
Los aztecas también cultivaban tabaco y algodón; este último proveía la
fibra para todas las telas y prendas de vestir. El tejido y los trabajos en
metal fueron de gran importancia; se elaboraban productos útiles además de
obras de arte. Gracias a las técnicas de construcción, se hicieron enormes
represas y canales de piedra, además de fortalezas de ladrillo o piedra.
Había complejos mercados en cada ciudad y una red de comercio de amplia
cobertura, que aprovechaba las rutas trazadas por los toltecas.
Los mercaderes aztecas adquirieron la turquesa de los indígenas pueblo,
que la extraían en lo que hoy es el sudoeste de Estados Unidos para
venderla en la zona central de México, donde se había convertido en la más
valiosa de las posesiones materiales y se empleaba como medio de
intercambio o como forma de dinero.[25] Los sesenta y cinco artefactos
hechos con turquesa que se encontraron en el cañón del Chaco, Nuevo
México, dan prueba de que ese mineral fue un producto básico de gran
importancia durante el periodo precolonial. Había otros bienes comerciables
valiosos en el área, por ejemplo, la sal, que tenía un valor similar al de la
turquesa. Los productos comerciables de cerámica requerían de una red de
mercados interconectados, esparcidos en la región que abarca desde Ciudad
de México hasta Mesa Verde, en Colorado. En las ruinas de Casa Grande,
Arizona, centro comercial de la frontera norte, se hallaron conchas del golfo
de California, plumas de aves tropicales del área de la costa del golfo en
México, obsidiana de Durango, México, y sílex de Texas. La turquesa se
utilizaba como moneda para adquirir plumas de guacamayo y loro de las
áreas tropicales para distintos rituales religiosos, conchas marinas de los
pueblos de la costa y pieles y carne de las llanuras del norte. Esta piedra se
ha hallado en sitios precoloniales en Texas, Kansas y Nebraska, donde los
wichitas operaban como intermediarios llevándola, junto con otros bienes,
hacia el este y el norte. Los pueblos crees en la región del lago Superior y
las comunidades de lo que hoy son las provincias de Ontario (Canadá) y de
Wisconsin (Estados Unidos) adquirieron la turquesa mediante el comercio.
[26]
Los comerciantes de México también eran transmisores de rasgos
culturales, como la religión de la Danza del Sol en las Grandes Llanuras y
el cultivo del maíz entre los pueblos algonquinos, cheroquis y muskogees
(creeks) de la parte este de Norteamérica, que llegó desde América Central.
En las historias orales y escritas de los aztecas, cheroquis y choctaws se
registran estos intercambios. Y en la historia oral cheroqui se relatan las
migraciones de sus ancestros desde el sur a través de México, al igual que
en la historia oral de los muskogees.[27]
Si bien parecía que los aztecas prosperaban en los aspectos cultural y
económico, además de ser fuertes en lo militar y en lo político, en las
vísperas de la invasión española su dominio iba en descenso. Debido a la
presión del tributo ejercida mediante ataques violentos, los campesinos se
rebelaron y hubo levantamientos en todo México. Moctezuma II, que
asumió el poder en 1503, podría haber logrado reformar el régimen, tal
como era su intención, pero los españoles lo derrocaron antes de que tuviera
la oportunidad de hacerlo. El Estado mexicano fue aplastado y sus ciudades,
arrasadas a lo largo de los tres años que duró la guerra genocida de Cortés.
Los reclutamientos del conquistador en las comunidades que resistían al
dominio azteca a lo largo y ancho de México ayudaron a hacer tambalear el
régimen central. Cortés y sus doscientos mercenarios europeos nunca
podrían haber derribado el Estado mexicano sin la insurgencia indígena que
él cooptó. Los pueblos en resistencia que se aliaron con Cortés para acabar
con el opresivo régimen azteca tampoco podrían haber sospechado los
verdaderos objetivos de esos colonizadores españoles obsesionados por el
oro ni de las instituciones europeas que les brindaron apoyo.
El norte Lo que hoy es el sudoeste de Estados Unidos alguna
vez formó, junto con los actuales estados mexicanos de
Sonora, Sinaloa y Chihuahua, la periferia norte del régimen
azteca en el valle de México. Se trata en su mayor parte de una
región montañosa, árida y semiárida interrumpida por ríos, y es
una base territorial frágil en la que las precipitaciones son un
bien escaso y la sequía es endémica. Sin embargo, en el
desierto de Sonora, actual zona sur de Arizona, hacia el año
2100 a. C. las comunidades indígenas ya practicaban la
agricultura; sus canales de riego se remontan al año 1250 a. C.
Los primeros rastros de maíz en la zona datan del año 2000 a.
C. y se introdujeron mediante el comercio y la migración entre
el norte y el sur. Los pueblos situados más al norte comenzaron
a cultivar maíz, judía, calabaza y algodón hacia el año 1500 a.
C.; sus descendientes, los akimel o’dham (pimas), llaman a sus
ancestros los huhugam (que significa «aquellos que han ido»),
expresión que los europeos entendieron como hohokam. El
pueblo hohokam dejó tras su paso canchas de juego de pelota
similares a las de los mayas, edificios de varios pisos y campos
de cultivo. La huella más impresionante que han dejado en la
Tierra es haber construido una de las redes de canales de
irrigación más extensas de la época. Desde el año 900 al 1400
d. C., los hohokams desarrollaron un sistema de canales de
más de mil doscientos kilómetros de líneas troncales y cientos
de kilómetros más de ramificaciones que alimentaban sitios
locales. El canal más largo del que se tiene conocimiento tenía
treinta y dos kilómetros. Los más extensos tenían entre
veintidós y veinticinco metros de ancho y seis de profundidad,
y muchos eran a prueba de pérdidas, revestidos con arcilla.
Uno de los sistemas de riego transportaba agua suficiente para
irrigar unas cuatro mil hectáreas.[28] Los agricultores hohokams
tenían cosechas excedentarias para exportar, y su comunidad
se convirtió en el punto de confluencia de una red de comercio
que abarcaba desde México a Utah y desde la costa del Pacífico
a Nuevo México y hacia las Grandes Llanuras. Para el siglo XIV,
los hohokams se habían dispersado y vivían en comunidades
más pequeñas.
Los indígenas pueblo antiguos (anasazis) del cañón del Chaco en la
meseta del Colorado —en la actual región de Four Corners: Arizona, Nuevo
México, Colorado y Utah— prosperaron desde el año 850 hasta el 1250 d.
C. Fueron los ancestros de los indígenas pueblo de Nuevo México e
hicieron un trazado radial compuesto por más de seiscientos cuarenta
kilómetros de caminos que partían desde el Chaco. Con un promedio de
nueve metros de ancho, estos caminos seguían un curso recto, incluso a
través de terrenos difíciles como colinas o formaciones rocosas. Las
carreteras conectaban unas setenta y cinco comunidades. Hacia el siglo XIII,
los indígenas pueblo antiguos abandonaron el área del Chaco y migraron; a
lo largo de la zona norte del valle del río Grande y de sus ríos tributarios,
construyeron cerca de cien ciudades-Estado agrícolas más pequeñas. El
Pueblo de Taos, en la parte más septentrional, era un importante centro
comercial donde se intercambiaban productos derivados del búfalo
provenientes de las llanuras, aves tropicales, cobre y conchas de México y
turquesa de las minas de Nuevo México. El comercio en el Pueblo de Taos
se extendía hacia el oeste hasta el océano Pacífico, hacia el este hasta las
Grandes Llanuras y hacia el sur hasta América Central.
Otros de los pueblos más importantes de la región, los navajos (dinés) y
los apaches, son de ascendencia atabascana y migraron a la región desde el
subártico varios siglos antes de la llegada de Colón. La mayoría de los dinés
no migraron y permanecen en su tierra natal en Alaska y en el noroeste de
Canadá. En sus orígenes eran un pueblo cazador y comerciante,
interactuaron y se mezclaron con los indígenas pueblo y además se vieron
involucrados en conflictos entre aldeas, producto de disputas por el uso del
agua en las que grupos dinés y apaches se aliaban con una u otra de las
ciudades-Estado ribereñas.[29]
Los pueblos isleños del golfo de México y de la cuenca del Caribe eran
parte esencial de los intercambios culturales, religiosos y económicos con
los pueblos que habitaban los actuales territorios de Guyana, Venezuela,
Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México,
Texas, Luisiana, Misisipi, Alabama y Florida. El agua, lejos de ser una
barrera para las relaciones comerciales y culturales, era un medio para
conectar a los pueblos de la región. Las culturas y conexiones culturales
precoloniales del Caribe han sido muy poco estudiadas porque muchos de
estos pueblos, primeras víctimas de las misiones colonizadoras de Colón,
fueron aniquilados, esclavizados y deportados, o más tarde, con el
advenimiento del comercio transatlántico de esclavos, asimilaron a las
poblaciones africanas esclavizadas. Los más conocidos son los caribes, los
arawaks, los taínos y los pueblos de habla chibcha. A lo largo de las islas
del Caribe y en su cuenca, también se encuentran los descendientes de
cimarrones —comunidades indígenas y africanas mestizas— que lograron
liberarse de la esclavitud, como los pueblos garífunas («caribes negros»)
que habitan la costa del Caribe occidental.[30]
Desde el océano Atlántico hasta el río Misisipi, y hacia el sur hasta el
golfo de México se extendía uno de los cordones agrícolas más fértiles del
mundo, atravesado por grandes ríos. Con irrigación natural, con una flora y
fauna abundantes y un clima templado, la región alojaba a múltiples
naciones agrícolas. En el siglo XII, el valle del Misisipi tenía como punto
principal una enorme ciudad-Estado, Cahokia, y otras tantas más
construidas de barro, con pirámides escalonadas, muy similares a las de
México. Cahokia albergaba una población de decenas de miles de personas,
mayor que la de Londres durante el mismo periodo. Se esculpieron otros
monumentos arquitectónicos en forma de gigantes pájaros, lagartos, osos,
caimanes e incluso una serpiente de cuatrocientos metros. Estas hazañas de
construcción monumental dan testimonio de los niveles de organización
cívica y social de esta civilización. Llamados «constructores de
montículos» por los europeos, antes de que estos llegaran el pueblo se había
dispersado, pero su influencia llegó a extenderse por toda la mitad oriental
del continente norteamericano a través de la cultura y el comercio.[31] Lo
que hallaron los colonizadores europeos en el sudeste del continente fueron
naciones compuestas por pueblos cuyas economías se basaban en la
agricultura y su pilar era el maíz. Ese era territorio de los cheroquis,
chickasaws y choctaws, y de los muskogees creeks y seminolas, junto con
los natchez en la parte occidental, la región del valle del Misisipi.
Hacia el norte se había conformado una notable estructura estatal
federal, la confederación haudenosaunee —que suele denominarse las Seis
Naciones de la Confederación Iroquesa—, compuesta por las naciones
seneca, cayuga, onondaga, oneida y mohawk y, desde comienzos del siglo
XIX, también por los tuscaroras. Este sistema incorporaba a seis naciones
ampliamente dispersas y singulares, miles de aldeas agrícolas y terrenos de
caza que abarcaban desde los Grandes Lagos y el río San Lorenzo hasta el
Atlántico, hacia el sur hasta las Carolinas y hacia el interior hasta
Pensilvania. Los pueblos haudenosaunees evitaban el poder centralizado
mediante un sistema de democracia organizado en aldeas y clanes y basado
en el manejo colectivo de la tierra. En esta sociedad matrilineal, el maíz,
cultivo principal, se almacenaba en graneros; las madres del clan, las
mujeres más ancianas de cada familia extensa, lo distribuían
equitativamente. Muchas otras naciones se desarrollaron en la región de los
Grandes Lagos, donde ahora la frontera entre Estados Unidos y Canadá
atraviesa sus reinos. Entre ellos, la nación anishinaabe (que otros llaman
ojibwe o chippewa) era la más extensa.
Los pueblos de las praderas ubicadas en la región central de
Norteamérica se extendían desde el oeste de Texas hasta el subártico, entre
el río Misisipi y las Montañas Rocosas. Pueden distinguirse varios centros
de desarrollo en esa vasta región de pueblos agricultores que además
dependían del bisonte: en las praderas canadienses, los crees; en las
Dakotas, los siux lakotas y dakotas; y hacia el oeste y el sur, los cheyenes y
los arapajós. Más al sur estaban los poncas, los pawnees, los osages, los
kiowas y otras naciones, en una época en la que los búfalos llegaban a los
sesenta millones. Las disputas territoriales fueron inevitables, y por eso se
llegó a un avanzado desarrollo de las aptitudes diplomáticas y el comercio
para la resolución de conflictos.
En el noroeste del Pacífico, desde lo que hoy es Alaska hasta San
Francisco, y a lo largo de los extensos canales navegables que conducen a
las barreras montañosas, pueblos navegantes y pescadores gozaron de gran
esplendor, unidos por su cultura, ceremonias en común y un comercio muy
extendido. Se trataba de pueblos prósperos que vivían en un relativo paraíso
de recursos naturales, entre los que estaba el sagrado salmón. Inventaron el
potlach, la ceremonia de distribución o destrucción de bienes acumulados,
lo que implica una cultura de reciprocidad. Crearon tótems de madera
gigantes, máscaras y refugios tallados en enormes secuoyas y sándalos
rojos. Entre esas comunidades con distintas lenguas estaba el pueblo tlingit
en Alaska y los pueblos pescadores de salmón: los salishes, makahs,
hoopas, pomos, karoks y yuroks.
El territorio que se encuentra entre la Sierra Nevada, al oeste, y las
Montañas Rocosas, en el este, ahora llamado Gran Cuenca, cuyo entorno
era inhóspito, albergaba aun así a pequeñas poblaciones antes de la
colonización europea, al igual que lo hace en la actualidad. En esa zona, los
pueblos shoshone, bannock, paiute y ute administraron su entorno y se
asentaron en aldeas de manera permanente.
Gobernanza Cada nación, ciudad-Estado o ciudad indígena
constituían un pueblo independiente, autogobernado, con
autoridad suprema sobre sus asuntos internos y en pie de
igualdad con los otros pueblos. Entre los factores que
integraban cada nación, además del idioma, estaban los
sistemas de creencias y rituales comunes y los clanes de
familias extendidas que abarcaban más de un pueblo. El
sistema de toma de decisiones se basaba en el consenso, no
en el gobierno de la mayoría, lo que desconcertaba a los
agentes coloniales, que no podían encontrar funcionarios para
extorsionar ni manipular. En cuanto a la diplomacia
internacional, cada uno de los pueblos indígenas del oeste
norteamericano era una nación soberana. Los colonizadores
españoles, franceses y británicos, primero, y luego los
estadounidenses firmaron tratados con esos Gobiernos.
Existían varias formas de gobernanza indígena.[32] Al este del río
Misisipi, los pueblos y federaciones de pueblos estaban gobernados por
linajes familiares. El poder ejecutivo lo ejercía el anciano del clan más
poderoso. La asunción del cargo y todas sus decisiones estaban sujetas a la
aprobación de un consejo compuesto por los ancianos de los clanes que
tenían representación en el pueblo. De esta manera, el pueblo tenía
autoridad soberana sobre sus asuntos internos. En cada pueblo soberano
ardía un fuego sagrado, símbolo de su relación con los seres espirituales.
Un pueblo podía unirse a otros acatando el liderazgo de un solo líder. Los
colonizadores europeos llamaron a estas agrupaciones «confederaciones» o
«federaciones». Los haudenosaunees mantienen hoy en día un sistema de
gobierno de ese tipo en plenas funciones. Varios elementos fundamentales
de la Constitución estadounidense están inspirados en la Constitución de
ese pueblo.[33] Oren Lyons, protector de la fe del Clan Tortuga y miembro
del Consejo de Jefes, explica la esencia de su Constitución: «El primer
principio es la paz. El segundo principio, la equidad, justicia para las
personas. Y el tercero, el poder de las buenas mentes, de los poderes
colectivos para ser de una sola mente: la unidad. Y la salud. Todos eran
parte de los principios básicos. Y el proceso de debate: hacer a un lado la
guerra como método para tomar decisiones y usar ahora el intelecto».[34]
Los muskogees (o creeks), seminolas y otros pueblos del sudeste tenían
tres poderes de gobierno: una administración civil, el ejército y un poder
que se ocupaba de lo sagrado. Los líderes de cada poder procedían de la
elite, y otros funcionarios de menor rango, de clanes prominentes. En los
siglos previos al colonialismo europeo se habían desarrollado tradiciones de
diplomacia entre las naciones indígenas. Las sociedades de la parte este del
continente tenían una elaborada estructura ceremonial para las reuniones
diplomáticas entre representantes de distintos Gobiernos. En las
federaciones de pueblos soberanos, el fuego que ardía en el pueblo principal
representaba a todo el grupo, y cada pueblo miembro enviaba uno o dos
representantes al consejo de la federación. Es decir, todos los que la
componían estaban representados en la toma de decisiones. Los acuerdos
celebrados en esas reuniones se consideraban compromisos sagrados que
los representantes asumían no solo entre ellos, sino también con el poderoso
espíritu que los observaba. Las naciones, por lo general, se aferraban a esos
tratados por respeto al poder sagrado que era parte de ellos: las relaciones
con el mundo espiritual eran un factor importante del sistema de gobierno.
[35]
El papel de la mujer en las sociedades del este de Norteamérica era
variado. Entre los muskogees y otras naciones del sudeste, ellas rara vez
participaban de los asuntos de gobierno, a diferencia de las mujeres
haudenosaunees y cheroquis, que tenían mayor autoridad política. Entre las
mohawks, oneidas, onondagas, cayugas, senecas y tuscaroras, ciertos linajes
femeninos controlaban la elección de representantes masculinos para sus
clanes en los consejos de gobierno. Ellos eran los representantes, pero las
mujeres que los escogían tenían el derecho de hablar en el consejo, y
cuando el representante era demasiado joven o inexperto para ser eficaz,
una de las mujeres podía participar en el consejo en su nombre. Las madres
del clan haudenosaunee tenían derecho a destituir a los representantes
cuando fueran ineficaces. Charles C. Mann, autor de 1491: una nueva
historia de las Américas antes de Colón, lo ha llamado «el sueño
feminista».[36]
De acuerdo con el sistema de valores que impulsaba la construcción de
consenso y la toma de decisiones en estas sociedades, el interés de la
comunidad prevalecía sobre los intereses individuales. Después de que cada
miembro de un consejo hubiera dicho su palabra, cualquier miembro que
aún considerara que la decisión era incorrecta podía dar su acuerdo para
respetarlo por el bien de la cohesión de la comunidad. En los pocos casos en
los que no se podía llegar al consenso, el segmento disidente podía
apartarse de la comunidad y fundar una nueva en otro sitio. Similar era la
práctica de casi cien pueblos autónomos del norte de Nuevo México.
Custodios de la tierra Para el tiempo de las invasiones
europeas, los pueblos indígenas ya habían ocupado cada
rincón de las Américas, le habían dado forma, habían
establecido extensas redes comerciales y caminos y
sustentaban a sus poblaciones adaptándose a entornos
naturales específicos, pero también modificaban la naturaleza
para que esta se adaptase a los propósitos humanos. Mann
relata que los pueblos indígenas utilizaban el fuego para
moldear el paisaje precolonial norteamericano y domarlo. En el
noreste, los agricultores indígenas siempre llevaban antorchas.
Un observador inglés señaló en 1637 que estos usaban las
antorchas «para prender fuego al campo en todos los lugares a
los que llegan»,[37] y también para cazar por la noche y hacer
círculos de fuego en los que encerraban a los animales antes
de matarlos. En lugar de domesticar animales por su cuero y su
carne, las comunidades indígenas crearon paraísos para atraer
alces, venados, osos y otros animales de caza mayor.
Quemaban el sotobosque (estrato inferior del bosque
compuesto por plantas bajas) para que los pastos más jóvenes
y otras cubiertas vegetales que brotaran en la primavera
siguiente tentaran a un mayor número de herbívoros y también
a los predadores que se alimentaban de ellos; esto daría
sustento a los humanos, que se alimentaban de ambos. Mann
describe estos bosques en 1491: «El gran bosque de las
regiones norteamericanas orientales, lejos de constituir la
monumental maraña de árboles imaginada por Thoreau, era un
caleidoscopio ecológico de huertos, zarzales, llanuras pobladas
de pinares y extensos castañares, noguerales y robledos».
Unos pocos kilómetros costa adentro en la actual Rhode Island,
un explorador europeo de los primeros tiempos de la conquista
se maravilló porque los árboles estaban espaciados, de manera
que el bosque «podía ser penetrado incluso por un extenso
ejército». El mercenario inglés John Smith escribió que había
podido atravesar a todo galope el bosque de Virginia. En Ohio,
los primeros ocupantes ingleses de tierras indígenas a
mediados del siglo XVIII se toparon con áreas de bosque que se
parecían a los parques ingleses, porque podían pasar con sus
carruajes entre los árboles.
Manadas de bisontes merodeaban por el este desde Nueva York a
Georgia (no es casualidad que a una ciudad de colonos en el oeste de Nueva
York se la bautizara con el nombre de Búfalo). El bisonte americano era
originario de las planicies del norte y del sur de Norteamérica, no del este;
sin embargo, los pueblos nativos lo importaron desde el este a lo largo de
un camino de fuego, a medida que transformaban el bosque en barbecho
para que el animal sobreviviera lejos de su hábitat original. El historiador
William Cronon ha escrito que, cuando los haudenosaunees cazaban
búfalos, «obtenían un alimento que habían contribuido a producir». En
cuanto al «Gran Desierto estadounidense», como llamaban los
angloestadounidenses a las Grandes Llanuras, los ocupantes también lo
transformaron en cotos para animales de caza. Haciendo uso del fuego,
ampliaron los extensos pastizales y los mantuvieron. Cuando Meriwether
Lewis y William Clark realizaron su expedición por el río Misuri, en 1804,
según el etnólogo Dale Lott, «no exploraban un páramo desierto, sino un
vasto pastizal mantenido por los indígenas estadounidenses para su propio
beneficio». Estos crearon los jardines y las tierras de pastoreo más grandes
del mundo y así prosperaron.[38]
Los pueblos nativos dejaron una huella indeleble en la tierra con sus
sistemas de caminos que comunicaban naciones y comunidades a lo largo
de toda la masa continental americana. El académico David Wade
Chambers escribe: Lo primero que cabe señalar sobre los antiguos senderos
y caminos de los indígenas estadounidenses es que no eran solamente
sendas en los bosques que seguían los rastros de animales con el principal
objetivo de la caza. Tampoco es correcto describirlos como simples rutas
que transitaban los pueblos nómadas durante las migraciones estacionarias.
En realidad, constituían un extenso sistema de carreteras que se extendía
por las Américas y posibilitaba los viajes de corta, mediana y larga
distancia. Es decir, las Américas precolombinas estaban enlazadas entre sí
por un complejo sistema de caminos y vías que luego se convirtieron en las
carreteras de los primeros colonos y, de hecho, más tarde fueron
transformadas en autopistas.[39]
Muchos caminos indígenas en Norteamérica seguían los cursos del
Misisipi, el Ohio, el Misuri, el Columbia y el Colorado, el río Grande y
otros cursos de agua importantes; también serpenteaban las costas del mar.
Una de las vías principales se extendía a lo largo de la costa del Pacífico
desde el norte de Alaska (desde donde los viajeros podían llegar en barca
hasta Siberia) hasta un área urbana en el oeste mexicano. Uno de los
ramales de ese camino atravesaba el desierto de Sonora y subía hasta la
meseta del Colorado, para uso de poblados antiguos y, más tarde, de
comunidades como las de los hopis y los pueblo en el norte del río Grande.
Desde las comunidades de los indígenas pueblo hacia el este, los
caminos llevaban a los viajeros a las llanuras semiáridas a lo largo de los
ríos tributarios del río Pecos y hasta las comunidades ubicadas en lo que
hoy es el este de Nuevo México, la saliente de Texas y el oeste del mismo
estado. También había caminos que se extendían desde el norte del río
Grande a las llanuras sureñas del oeste de Oklahoma, siguiendo los cursos
de los ríos Canadian y Cimarrón. Los senderos trazados a lo largo de esos
ríos y sus tributarios conformaron un sistema de vías desde el sudeste.
Además, se conectaban con otros caminos que se dirigían al sudoeste, hacia
el valle de México.
Los del este conectaban los pueblos muskogees (creeks) en lo que hoy
es Georgia y Alabama. Desde los pueblos muskogees se extendía una ruta
principal hacia el norte, que atravesaba tierras cheroquis, el desfiladero de
Cumberland y la región del valle Shenandoah, hasta la confluencia de los
ríos Ohio y Scioto. Desde esa parte en el noreste del continente, un viajero
podría llegar a la costa oeste tomando los caminos trazados a lo largo del río
Ohio hasta el Misisipi, de este hasta la desembocadura del Misuri y por la
costa del Misuri hacia el oeste hasta su nacimiento. De allí, otro camino
cruzaba las Rocosas a través del Paso Sur en el actual estado de Wyoming
hasta el río Columbia. El camino del río Columbia llevaba a un gran centro
poblacional en la desembocadura del río en el océano Pacífico y se
conectaba con el camino de la costa del Pacífico.
Maíz Norteamérica en 1492 no era una jungla virgen, sino una
red de naciones indígenas, pueblos del maíz. El vínculo entre
los pueblos del norte y del sur puede comprobarse a través de
la difusión del maíz desde Mesoamérica. La ascendencia de los
muskogees y los cheroquis, originarios del sudeste de
Norteamérica, se remonta a las migraciones desde o a través de
México. El historiador cheroqui Emmet Starr escribió: Es muy
probable que el éxodo cheroqui desde México haya precedido
al muskogee en varios cientos de años y haya abarcado un
círculo mayor, cruzando el río Misisipi muchos kilómetros al
norte de la desembocadura del Misuri, según indican los
montículos […]. Probablemente, los muskogees hayan sido
desplazados de México por los aztecas, por los toltecas o
durante alguna de las otras invasiones tribales del noroeste en
el siglo IX o antes. Prueba de ello son las costumbres y los
artefactos que los creeks conservaron por mucho tiempo.[40]
Otro escritor cheroqui, Robert Conley, da cuenta de la tradición oral
según la cual los orígenes de ese pueblo se hallan en Sudamérica y en una
posterior migración a través de México. Más adelante, después de las
invasiones del Ejército estadounidense y la relocalización de los muskogees
y cheroquis, muchos grupos tomaron rumbos distintos y buscaron refugio
en México, al igual que otros pueblos que estaban bajo presión, como los
kikapús.[41]
Si bien es una tradición presente en todas las áreas agrícolas de
Norteamérica, la danza del maíz verde continúa siendo más fuerte entre los
muskogees. Los elementos de esta danza ritual son similares a los del valle
de México. Aunque la danza adquiere distintas formas en cada comunidad,
su esencia es la misma: una mujer maíz ancestral celebra el regalo del maíz.
Estos pueblos mantienen importantes afinidades bajo el mismo manto del
colonialismo.
Este breve panorama de la Norteamérica precolonial plantea la
magnitud de lo que la humanidad ha perdido y refuta el mito del cazador
errante del Neolítico, tan difundido por el colonialismo de asentamiento.
Hablamos de civilizaciones que empleaban técnicas avanzadas de
agricultura y tenían sistemas de gobierno. Es esencial comprender las
migraciones de los pueblos indígenas y las relaciones que mantenían antes
de la invasión, en el norte y el sur, y cómo el colonialismo las cercenó. Sin
embargo, como veremos, las relaciones se están restableciendo.
[20] Mann, 1491, p. 252. [Hay una versión online en castellano del libro de Mann; las citas están
extraídas de allí, pero los números de página corresponden al original en inglés (N. de la T.)].
[21] Ibid., p. 264.
[22] Dobyns, Native American Historical Demography, p. 1; Dobyns, «Estimating Aboriginal
American Population» y «Reply», pp. 440-444. Véase también Thornton, American Indian
Holocaust and Survival.
[23] Citado en Vogel, American Indian Medicine, pp. 253-255. El texto clásico de Vogel abarca
todos los aspectos de la medicina indígena, desde prácticas chamánicas y farmacéuticas, hasta
higiene, cirugía y odontología, aplicadas a enfermedades y dolencias específicas.
[24] Fiedel, Prehistory of the Americas, p. 305.
[25] DiPeso, «Casas Grandes and the Gran Chichimeca», p. 50; Snow, «Prehistoric Southwestern
Turquoise Industry», p. 33. DiPeso llama «Gran Chichimeca» al área del norte, un término empleado
por los mesoamericanos precoloniales y adoptado por los primeros exploradores españoles. Otro
término utilizado en épocas precoloniales en el sur para describir el antiguo hogar de los aztecas es
«Aztlán».
[26] DiPeso, «Casas Grandes and the Gran Chichimeca», p. 52; Snow, «Prehistoric Southwestern
Turquoise Industry», pp. 35, 38, 43-44, 47.
[27] Cox, The Red Land to the South, pp. 8-12.
[28] Para más información sobre el sudoeste precolonial, véase Crown y Judge, Chaco &
Hohokam.
[29] Dunbar-Ortiz, Roots of Resistance, pp. 18-30. Véanse también Forbes, Apache, Navaho, and
Spaniard; Carter, Indian Alliances and the Spanish in the Southwest.
[30] Davidson, «Black Carib Habitats in Central America».
[31] Mann, 1491, pp. 254-257.
[32] El material utilizado a continuación se basa en Denevan, «The Pristine Myth».
[33] En Johansen, The Forgotten Founders, se analiza cómo influyó la Confederación Iroquesa
en los arquitectos de la Constitución estadounidense.
[34] Lyons, profesor de la Universidad Estatal de Nueva York en Búfalo, dice que cuando los
colonialistas estadounidenses tomaron elementos del sistema haudenosaunee para formar el Gobierno
estadounidense, se olvidaron de incluir el mundo espiritual, y de allí nacen los problemas que hoy
aquejan a ese Gobierno.
[35] Véase Miller, Coacoochee’s Bones, pp. 1-12.
[36] Mann, 1491, p. 332.
[37] Thomas Morton, citado en ibid., p. 250.
[38] Ibid., pp. 251-252.
[39] Véase David Wade Chambers, «Native American Road Systems and Trails», Udemy,
disponible en: http://www.udemy.com/lectures/unit-4-native-american-road-systems-and-trails-76573
(consultado el 24 de septiembre de 2013). Los gráficos muestran la ubicación de los principales
caminos.
[40] Starr, History of the Cherokee Indians and Their Legends and Folk Lore, p. 22.
[41] Conley, Cherokee Nation, citado en Cox, The Red Land to the South, p. 8.
02
Cultura de conquista El descubrimiento de los yacimientos de
oro y plata de América, el exterminio, la esclavización y el
sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo
de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión
del continente africano en cazadero de esclavos negros: tales son
los hechos que señalan los albores de la era de producción
capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos
factores fundamentales en el movimiento de la acumulación
originaria.
KARL MARX, «Génesis del capitalista industrial», en El capital.[42]
Los comienzos El fallecido antropólogo Edward. H. Spicer
escribió que los primeros europeos que participaron de la
colonización de las Américas habían heredado de sus tierras de
origen, ya sea España, Francia, Holanda o Inglaterra, culturas,
relaciones sociales y costumbres ricas y antiguas. En su
traslado a las Américas y tras su encuentro con los habitantes
indígenas, habían abandonado en gran parte su red de
relaciones sociales europeas. En realidad, de lo que
participaron fue de una cultura de conquista: violencia,
apropiación, destrucción y deshumanización.[43]
La observación de Spicer es acertada, pero la cultura de conquista no
comenzó cuando los europeos cruzaron el Atlántico. Las instituciones
europeas y la visión colonialista del mundo ya se habían formado varios
siglos antes. Desde el siglo XI y a lo largo del siglo XIII, los europeos
llevaron a cabo las Cruzadas para conquistar el norte de África y Oriente
Medio, lo que tuvo como consecuencia la acumulación de una riqueza sin
precedentes en pocas manos. Esta religión del lucro fue el elemento
mortífero que trajeron consigo los mercaderes y colonos europeos a las
Américas. Además de perseguir la riqueza personal, los colonizadores
expresaron un fervor cristiano que justificó el colonialismo. Junto con él,
llegó la tradición militar que también se había desarrollado en la Europa
occidental durante las Cruzadas (literalmente, «llevar la cruz»). Aunque
fueron los papas, comenzando por Urbano II, los que llamaron a realizar la
mayoría de estas empresas, los ejércitos de los cruzados eran una unidad de
mercenarios que prometía a los soldados el derecho de saquear pueblos y
ciudades musulmanas, festines que les darían riquezas y prestigio a su
regreso. Hacia finales del siglo XIII, el papado comenzó a ordenarles a estos
mercenarios que también aplastaran a los «enemigos» internos que
encontraran a su paso: paganos y campesinos en régimen de tenencia
comunal de la tierra (los comunes) y, sobre todo, mujeres (como las
supuestas brujas) y herejes. De esa manera, los caballeros y la nobleza
podían confiscar las tierras y someter a la servidumbre a los campesinos
que las habitaban. El historiador Peter Linebaugh señala que mientras que
las Cruzadas antimusulmanas tuvieron por objeto controlar las lucrativas
rutas de comercio musulmanas hacia el Extremo Oriente, las Cruzadas
internas contra los herejes y los comunes buscaban aterrorizar a los pobres
y, al mismo tiempo, reclutarlos para la rentable y aventurera, si bien
sagrada, empresa: «Las Cruzadas, por lo tanto, fueron una estrategia asesina
que buscó resolver una contradicción juntando a barones y comunes en la
caldera de la guerra religiosa».[44]
La primera población organizada por la fuerza con fines de lucro —
cuyo trabajo fue explotado mucho antes de que fuera posible la explotación
de ultramar— fue el campesinado europeo. Una vez despojados de su tierra,
no tuvieron qué comer ni qué vender, salvo su trabajo. Además, naciones
enteras, como Escocia, Gales, Irlanda, Bohemia, el País Vasco y Cataluña,
fueron colonizadas y quedaron bajo el dominio de diferentes monarquías.
Los moros y los judíos sefardíes sufrieron la conquista y deportación física
de la península ibérica a manos de la monarquía de Castilla y Aragón, un
proyecto de largo plazo que culminó con las expulsiones grupales en 1492,
año en que Colón navegó hacia América.
Las instituciones del colonialismo y los métodos de reubicación y
deportación de personas y expropiación de tierras, si bien aún no se habían
perfeccionado, ya se ponían en práctica hacia finales del siglo XV.[45] El
surgimiento del Estado moderno en Europa occidental se basó en la
acumulación de riqueza mediante la explotación de mano de obra humana y
la expulsión de millones de productores de subsistencia de sus tierras. Los
ejércitos que se encargaron de ese trabajo se beneficiaron de las
innovaciones tecnológicas que les permitieron desarrollar armas de muerte
y destrucción más eficaces. Cuando estos Estados extendieron su poder a
ultramar para obtener aún más recursos, tierra y mano de obra, no estaban
empezando de cero. Los pueblos del África occidental, el Caribe,
Mesoamérica y los Andes fueron las primeras víctimas allende los mares.
Les siguieron Sudáfrica, Norteamérica y el resto de América del Sur. Luego
fue el turno del resto de África, el Pacífico y Asia.
Los viajes marinos de los exploradores y mercaderes europeos de
finales del siglo XV y principios del XVI no fueron los primeros en su
especie. En ellos se usaron técnicas de viaje marino de larga distancia que
provenían del mundo árabe. Antes de que los árabes se aventuraran hacia el
océano Índico, los inuits (esquimales) habían estado surcando el círculo
polar ártico en sus kayaks durante siglos y habían tenido contacto con
muchos otros pueblos, al igual que hicieron los nórdicos, sudasiáticos,
chinos, japoneses, peruanos y los pueblos pescadores melanesios y
polinesios del Pacífico. Con toda probabilidad, los conocimientos
marítimos de egipcios y griegos se extendieron más allá del Mediterráneo,
hacia los océanos Atlántico e Índico. Los mercaderes de Europa occidental
que se lanzaron a los mares y las monarquías que les dieron apoyo tenían
una sola diferencia con sus predecesores: habían desarrollado las bases que
posibilitaban el dominio colonial y la explotación de mano de obra en esas
colonias, que condujeron a la captura y esclavización de millones de
africanos para transportarlos a las colonias americanas.
La tierra como propiedad privada Junto con el cargamento,
sobre todo en el caso de las últimas empresas colonizadoras
británicas, los barcos europeos transportaron la incipiente
noción de la tierra como propiedad privada. Esther KingstonMann, una especialista en la historia de la tenencia de la tierra
en Rusia, ha reconstruido el proceso por el cual la tierra, en
cuanto que propiedad privada, adquirió «estatus sagrado» en la
Inglaterra del siglo XVI.[46] Los ingleses usaron el término
cercamiento (enclosure) para designar la privatización de las tierras
comunales. Durante ese periodo, los campesinos, que
representaban la gran mayoría de la población, fueron
desalojados de sus antiguas tierras comunales. Estas habían
sido, por siglos, el sitio de pastoreo de sus vacas lecheras y
ovejas, y su fuente de agua, madera para leña y construcción y
plantas silvestres comestibles y medicinales. Sin esos recursos
no podrían haber sobrevivido como agricultores, y no pudieron
hacerlo tras perder acceso a sus campos. Durante los siglos XVI
y XVII, no solo se privatizaron los comunes, sino que también se
transformaron en tierras de pastoreo para la producción
comercial de ganado ovino, dado que la lana era el principal
producto de exportación y consumo interno; esto redundó en
riqueza para unos pocos y pobreza para la mayoría. Privados
del acceso a los antiguos comunes, los agricultores de
subsistencia e incluso sus hijos no tenían otra opción que
trabajar en las nuevas fábricas textiles laneras en pésimas
condiciones, esto es, en los casos en que podían encontrar
trabajo, ya que los niveles de desempleo eran considerables.
Con o sin empleo, la población desplazada estaba disponible
para ejercer de colonos en las colonias británicas de
Norteamérica, muchos con contrato de servidumbre (los
llamados indentured servants), a cambio de tierras. Una vez
cumplidos los términos del contrato, eran libres de ocupar
territorio indígena y volver a ser agricultores. Así, el excedente
de mano de obra significó no solo que esta fuera barata y que
los fabricantes de lana tuvieran importantes ganancias, sino
que además de allí provenían los colonos que se asentarían en
las colonias: una «válvula de escape» para el país de origen,
donde la pobreza podía desencadenar levantamientos por parte
de los explotados. El estatus sagrado de la propiedad, reflejado
en las tierras confiscadas a los agricultores indígenas y en el
trato a los africanos como esclavos, ya estaba implantado en el
impulso angloamericano de independencia de Gran Bretaña y
en la fundación de Estados Unidos.
A la privatización de la tierra se sumó una intención ideológica de tildar
de violentos, estúpidos y perezosos a los campesinos que se resistieron. El
Parlamento inglés, simulando luchar contra el atraso, criminalizó los
antiguos derechos a las tierras comunales. Junto con la privatización de los
comunes, y para facilitarla, se suprimió a las mujeres inventando la brujería,
como ha planteado la teórica feminista Silvia Federici. Las acusadas de
practicarla eran campesinas pobres, por lo general viudas, mientras que los
acusadores solían ser individuos más ricos, es decir, los arrendatarios o
empleadores de las víctimas, a cargo de instituciones locales o que tenían
vínculos con el Gobierno nacional. Se alentaba a los vecinos a acusarse
entre sí.[47] Se consideraba que la brujería era un delito mayoritariamente
femenino, en especial durante el auge de la caza de brujas, entre 1550 y
1650, cuando más del 80 % de los acusados de brujería, juzgados,
condenados y ejecutados eran mujeres. En Inglaterra, eran sobre todo
mujeres mayores, por lo general, mendigas; a veces se trataba de esposas de
jornaleros y casi siempre eran viudas. Entre las acciones e incidentes
locales que eran indicio de brujería se encontraban: adeudar la renta,
solicitar asistencia social, echar el «mal de ojo», mortandad local de
caballos u otro tipo de ganado y muertes «misteriosas» de niños. También
se consideraban prácticas delatoras las relacionadas con la partería o los
métodos anticonceptivos. El servicio brindado por las mujeres como
curanderas, en los estratos más pobres, era uno de los vestigios de las
instituciones precristianas y matrilineales que alguna vez predominaron en
Europa. No sorprende que quienes se aferraron a esas prácticas comunales y
las perpetuaron hayan sido quienes se resistieron con más fuerza al
cercamiento de los comunes, base económica del campesinado y también de
la autonomía de las mujeres.[48]
Las almas traumatizadas a las que se había despojado de la tierra, así
como su descendencia, se convirtieron en los colonos sedientos de tierra,
seducidos para atravesar un vasto océano con la promesa de acceder a la
tierra y ascender al estatus de pequeña nobleza terrateniente (gentry). Los
colonos ingleses llevaron consigo la caza de brujas a Jamestown (Virginia)
y a Salem (Massachusetts). En un lenguaje con reminiscencias del utilizado
para condenar a las brujas, no tardaron en tildar a las poblaciones indígenas
de hijos de Satán por naturaleza y «sirvientes del demonio» a los que había
que asesinar.[49] Tiempo después, las autoridades justificarían los juicios por
brujería alegando que los colonos ingleses habitaban tierras controladas por
el demonio.
Supremacía blanca y clase La visión de los colonizadores
cristianos también incluía la creencia en la supremacía de la
raza blanca. Como demuestra un himno evangélico protestante
de 1878 —«¿Están tus ropas impolutas? ¿Son blancas como la
nieve? ¿Están lavadas en la sangre del cordero?»—, la
blancura como ideología no se reducía al color de la piel, si
bien este es y sigue siendo un componente clave del racismo
en Estados Unidos. La creencia en la supremacía blanca se
remonta a las Cruzadas cristianas en los territorios de dominio
musulmán y a la colonización protestante de Irlanda. Como si
se hubiera tratado de una prueba de vestuario para la
colonización de las Américas, esos proyectos forman las dos
hebras que se entrelazan en la composición geopolítica y
sociocultural de la sociedad estadounidense.
Las Cruzadas que se llevaron a cabo en la península ibérica (las actuales
España y Portugal) y la expulsión de judíos y musulmanes fueron parte de
un proceso que dio origen al núcleo ideológico del colonialismo moderno
—la supremacía blanca— y a su justificación para llevar a cabo el
genocidio. De las Cruzadas nació la ley papal de limpieza de sangre, y la
Iglesia estableció la Inquisición para investigarla y determinarla. Antes de
ella no se conocía en la Europa cristiana ni en ninguna otra parte del
mundo, como ley o tabú, el concepto de raza biológica basado en la
«sangre».[50] A lo largo de varios siglos, en la España de dominio cristiano,
al intensificarse la utilización de conversos y moriscos como chivos
expiatorios, se popularizó la doctrina de la limpieza de sangre. Tuvo el
efecto de otorgar privilegios psicológicos y, con el tiempo, legales a los
«cristianos viejos», ricos y pobres, lo que borró las diferencias de clase
entre la aristocracia terrateniente y los campesinos y pastores con escaso
acceso a la tierra. Fuera cual fuese su condición económica, los «cristianos
viejos» españoles tenían la posibilidad de identificarse con la nobleza.
Como explica un historiador español: «La gente común miraba hacia arriba,
con el deseo y la esperanza de ascender, y se dejaban seducir por ideales
caballerescos: honor, dignidad, gloria y la vida noble».[51] Lope de Vega,
contemporáneo de Cervantes en el siglo XVI, escribió: «Soy un hombre,
aunque de villana casta, limpio de sangre y jamás / de hebrea o mora
manchada».
Esta mentalidad que atraviesa las clases sociales también puede hallarse
en la postura de los descendientes de los viejos colonos británicos en
Norteamérica. Se trata, entonces, del primer caso de nivelación de clase
basado en una similitud racial imaginada: el origen de la creencia en la
supremacía blanca, ideología esencial de los proyectos coloniales en
América y África. Como dijo Elie Wiesel en su famosa observación, fue en
los primeros días del cristianismo cuando comenzó a construirse el camino
hacia Auschwitz. El historiador David Stannard, en American Holocaust,
advierte además de que el mismo camino condujo directamente al corazón
de América.[52] La ideología de la supremacía blanca fue fundamental en la
neutralización de los antagonismos de clase entre los sin tierra y los
terratenientes y en la distribución de tierras y propiedades confiscadas a los
moros y judíos en Iberia, a los irlandeses en el Úlster, a los indígenas
americanos y a los pueblos africanos.
Gran Bretaña, que surgió como potencia colonial de ultramar un siglo
después que España, absorbió de esta última aspectos del sistema de castas
que pasaron a formar parte de sus racionalizaciones colonialistas, en
particular, en lo que respecta a la esclavización de los africanos. Pero lo
hizo en el contexto del protestantismo, según el cual un pueblo elegido
debía fundar y erigir una Nueva Jerusalén. Es decir, los ingleses no solo
adaptaron hábitos y experiencias de la colonización española, sino que
tenían su propia experiencia pasada, que, de hecho, fue un imperialismo de
ultramar. Durante la primera parte del siglo XVII, Inglaterra se dio a la
conquista de Irlanda y declaró que en el norte había doscientas mil
hectáreas disponibles para ocupar. Los que sirvieron a ese primer
colonialismo de asentamiento provenían sobre todo del oeste de Escocia.
Inglaterra ya había conquistado Gales y Escocia, pero nunca antes había
intentado deshacerse de tantos indígenas y reemplazarlos por colonos como
lo hizo en Irlanda. Hubo un ataque sistemático al antiguo sistema social
irlandés, se prohibieron las canciones y música tradicionales, se
exterminaron clanes completos, y a los que quedaron se los trató con
brutalidad. Incluso intentaron establecer una reserva de «salvajes
irlandeses». La colonización del Úlster fue, a la vez, la culminación de
siglos de guerras intermitentes en Irlanda y la salida a esos conflictos. En el
siglo XVII, el funcionario a cargo de la provincia irlandesa de Munster, sir
Humphrey Gilbert, ordenó que: las cabezas de todos aquellos (del tipo que
fueren) a los que durante el día se haya dado muerte deben cortarse de sus
cuerpos y llevarse al sitio donde él [Gilbert] acampa durante la noche, y allí
deben depositarse en el suelo a cada lado del camino que lleva a su tienda,
para que nadie pueda entrar en ella por el motivo que fuere sin pasar por
una fila de cabezas que utilizaba ad terrorem […]. [Traía] gran terror a las
personas cuando estas veían las cabezas de sus padres, hermanos, hijos,
familiares y amigos.[53]
El Gobierno inglés pagó recompensas por las cabezas de irlandeses.
Más tarde, solo pedían el cuero cabelludo o las orejas. Un siglo después, en
Norteamérica se entregaban cabezas y cueros cabelludos de indígenas a
cambio de una recompensa. A pesar de que los irlandeses eran tan
«blancos» como los ingleses, transformarlos en un «otro» extraño al que
había que exterminar anunció lo que más tarde se considerarían prácticas
racistas al aplicarse contra los pueblos indígenas de Norteamérica y los
africanos.
En esa coyuntura, tanto en las Cruzadas cristianas contra los
musulmanes como en la invasión inglesa de Irlanda, se hace evidente la
transición de las guerras religiosas a la modalidad de colonialismo
genocida. A los irlandeses bajo dominio británico, ya bien entrado el siglo
XX, aún se los consideraba biológicamente inferiores. A mediados del siglo
XIX, influenciados por el darwinismo social, algunos científicos ingleses
difundieron la teoría de que los irlandeses (y todas las personas de color)
habían descendido de los monos, mientras que los ingleses descendían del
«hombre», creado por Dios «a su imagen». Por lo tanto, estos últimos eran
«ángeles» y los irlandeses (y otros pueblos colonizados) eran una especie
inferior, a quienes el actual movimiento supremacista blanco de Estados
Unidos Identidad Cristiana llama «la gente de barro», productos inferiores
del proceso de evolución.[54] El mismo sir Humphrey Gilbert que había
estado al mando de la colonización del Úlster estableció el primer
asentamiento colonial inglés en Norteamérica, en Terranova, en el verano
de 1583. En la antesala de la formación de Estados Unidos, el
protestantismo perfeccionó de manera singular la creencia en la supremacía
blanca como parte de su ideología político-religiosa.
Narrativas terminales Según indica el actual consenso entre los
historiadores, la transferencia masiva de tierras de manos
indígenas a manos euroamericanas que tuvo lugar en las
Américas después de 1492 no se debió tanto a la invasión, la
guerra y la codicia material europeas, sino más bien a las
bacterias que trajeron consigo los invasores involuntariamente.
El historiador Colin Calloway es uno de los que ha propuesto la
teoría: «Las enfermedades epidémicas habrían causado una
despoblación masiva de las Américas, ya fueran ocasionadas
por los invasores europeos o introducidas en sus propias
casas por comerciantes nativos».[55] Semejante afirmación
absolutista echa por tierra cualquier otro destino posible para
los pueblos indígenas. El profesor Calloway es un historiador
cuidadoso y muy respetado, que se especializa en pueblos
indígenas de Norteamérica, pero en su conclusión expresa una
suposición por defecto. El razonamiento por el que llega a tal
suposición es ahistórico e ilógico, puesto que Europa misma
perdió entre un tercio y la mitad de su población por causa de
enfermedades infecciosas durante las pandemias medievales.
Pero el carácter erróneo y ahistórico de esta visión consensual
reside principalmente en que borra los efectos del colonialismo
de asentamiento y sus antecedentes en la «Reconquista»
española y en la conquista inglesa de Escocia, Irlanda y Gales.
Para la época en que España, Portugal e Inglaterra llegaron
para colonizar las Américas, los métodos con los que
erradicaron pueblos o los sometieron a la dependencia y la
servidumbre ya estaban arraigados y perfeccionados y eran
efectivos. Si las enfermedades podían encargarse de semejante
trabajo, no queda claro por qué los colonizadores europeos en
América tuvieron que desatar guerras implacables contra las
comunidades indígenas para obtener cada centímetro de la
tierra que les quitaron: casi trescientos años de guerra colonial,
seguidos por las guerras continuas libradas por las repúblicas
independientes del hemisferio.
Más allá de los desacuerdos sobre el tamaño de las poblaciones
indígenas precoloniales, nadie duda del rápido descenso demográfico
ocurrido en los siglos XVI y XVII, con sus variaciones temporales entre
regiones, según el momento de comienzo de la conquista y colonización.
Casi todas las áreas pobladas de las Américas se redujeron el 90 % tras el
inicio de los proyectos colonizadores: las poblaciones indígenas, objetivo
de estos proyectos, se redujeron de cien a diez millones de personas. Este
suceso, referido por lo general como el desastre demográfico más extremo
de la historia humana —planteado como algo natural—, rara vez era
descrito como genocidio antes de que la aparición de los movimientos
indígenas a mediados del siglo XX planteara sus cuestionamientos.
El académico estadounidense Benjamin Keen reconoce que los
historiadores «aceptan de manera acrítica una explicación fatalista de
“epidemia sumada a la falta de inmunidad adquirida” para dar cuenta de la
reducción poblacional indígena, sin poner suficiente atención en los
factores socioeconómicos […], que predisponían a los nativos a sucumbir
incluso ante infecciones leves».[56] Otros académicos están de acuerdo. El
geógrafo William M. Denevan, si bien no ignora la existencia de
enfermedades epidémicas, ha puesto el énfasis en el papel de la guerra, que
reforzó el impacto letal de la enfermedad. Hubo enfrentamientos militares
directos entre europeos y naciones indígenas, pero fueron más las ocasiones
en que las potencias europeas enfrentaron a pueblos indígenas entre sí o a
fracciones de una misma nación, en las que los aliados europeos ayudaban a
uno o a ambos lados, como sucedió en la colonización de los pueblos de
Irlanda, África y Asia. Denevan menciona a otros «asesinos», como la
explotación en las minas, la frecuente matanza descarnada, la desnutrición e
inanición como resultado del desbaratamiento de redes de comercio
indígenas, pérdida de tierras y de la capacidad de producir alimentos de
subsistencia, pérdida de la voluntad de vivir o reproducirse (y, por tanto,
suicidio, aborto e infanticidio), deportación y esclavización.[57] El
antropólogo Henry Dobyns ha llamado la atención sobre lo sucedido al
interrumpirse las redes comerciales indígenas. Cuando las potencias
colonizadoras tomaron el control de las rutas de comercio indígenas, los
graves desabastecimientos resultantes —incluso de alimentos— debilitaron
a las poblaciones y las obligaron a depender de los colonizadores, al tiempo
que los productos manufacturados europeos reemplazaron los de origen
indígena. Según los cálculos de Dobyns, cada cuatro años, los pueblos
indígenas tenían uno de gran escasez de alimentos. En ese contexto, la
introducción y el fomento del alcohol llevaron a las adicciones y la muerte;
así se vio reforzado el desmoronamiento del orden y la responsabilidad
social.[58] Estas realidades muestran que el mito de la «falta de inmunidad»,
también al alcohol, es pernicioso.
El historiador Woodrow Wilson Borah se centró en el tema más general
de la colonización europea, que también ocasionó despoblación en las islas
del Pacífico, Australia, el oeste de América Central y África occidental.[59]
Sherburne Cook —vinculado a Borah en la escuela revisionista de
Berkeley, como se la llamaba— estudió el intento de destrucción de los
indígenas de California. Cook estima que hubo 2.245 muertes entre los
pueblos del norte de California —los wintus, maidus, miwoks, omos,
wappos y yokutes— durante los conflictos armados con los españoles a
finales del siglo XVIII, mientras que unos cinco mil murieron por
enfermedades y otros cuatro mil fueron trasladados a las misiones. Entre los
mismos pueblos, en la segunda mitad del siglo XIX, las fuerzas armadas
estadounidenses asesinaron a cuatro mil y las enfermedades mataron a otros
seis mil. Entre 1852 y 1867, ciudadanos estadounidenses secuestraron a
cuatro mil niños y niñas indígenas de esos grupos en California. La
alteración de las estructuras sociales indígenas y la extrema necesidad
económica obligaron a muchas mujeres a prostituirse en los yacimientos de
oro, lo que minaba aún más los pocos vestigios de vida familiar que
quedaban en estas sociedades matriarcales.[60]
Los defensores de la postura estándar hacen hincapié en la atrición por
enfermedad, a pesar de la existencia de otras causas tanto o más letales; y al
hacerlo se niegan a aceptar que la colonización de América fue un plan
genocida y no simplemente el trágico destino de poblaciones que no eran
inmunes a las enfermedades. En el caso del Holocausto judío, nadie niega
que murieran más judíos por inanición, trabajos forzados y enfermedades
durante la encarcelación nazi que en las cámaras de gas; sin embargo, la
creación y el mantenimiento de las condiciones que llevaron a esas muertes
constituyen un genocidio sin lugar a dudas.
El antropólogo Michael V. Wilcox pregunta: «¿Qué sucedería si los
arqueólogos tuvieran que explicar la presencia actual de comunidades
descendientes de indígenas quinientos años después de Colón, en lugar de
su desaparición o marginalidad?». Wilcox insta a realizar un activo
desmantelamiento de lo que llama «narrativas terminales», es decir,
«versiones de la historia indígena que explican la ausencia, muerte cultural
o desaparición de los pueblos indígenas».[61]
La fiebre del oro Buscando oro, Colón llegó a muchas de las
islas del Caribe y las cartografió. Poco tiempo después, una
decena de soldados-mercaderes hicieron lo propio con la costa
atlántica desde las provincias marítimas del norte de Canadá
hasta el extremo más austral de América del Sur. De la
península ibérica llegaban mercaderes, mercenarios,
delincuentes y campesinos; se adueñaban de la tierra y los
bienes de las poblaciones indígenas y declaraban que los
territorios eran extensiones de los Estados español y
portugués. Las monarquías confirmaban estos actos y la
autoridad papal de la Iglesia católica romana los avalaba. En
1494 el Tratado de Tordesillas dividió el «Nuevo Mundo» entre
España y Portugal con una línea trazada desde Groenlandia
hacia el sur, a través de lo que hoy es Brasil. Se llamó «doctrina
del descubrimiento» y otorgaba posesión a España de todo lo
que se situara al oeste de esa línea, y a Portugal, de lo que
estuviera al este.
La historia es bien conocida. En 1492, Colón zarpó con tres
embarcaciones en su primer viaje a petición de Fernando, rey de Aragón, e
Isabel, reina de Castilla. El matrimonio de Fernando e Isabel, celebrado en
1469, había derivado en la unión de sus reinos, en lo que más tarde sería el
núcleo del Estado español. Colón estableció una colonia de cuarenta
hombres en «La Española» (actual República Dominicana y Haití) y
regresó a España con esclavos indígenas y oro. En 1493, volvió al Caribe
con diecisiete barcos, más de mil hombres y provisiones. Al llegar, se dio
cuenta de que los habitantes indígenas habían asesinado uno tras otro a los
hombres que dejó en su primer viaje. Después de establecer otro
asentamiento, Colón regresó a España con cuatrocientos esclavos arawaks.
Con siete barcos, volvió al Caribe en 1498 y llegó hasta la actual
Venezuela; realizó un cuarto y último viaje en 1502, esta vez hasta la costa
del Caribe de América Central. En 1513, Vasco Núñez de Balboa cruzó el
istmo de Panamá y exploró la costa del Pacífico. Juan Ponce de León tomó
posesión de la península de Florida en nombre de la Corona española en
1513. En 1521, después de un baño de sangre que duró tres años y del
derrocamiento del Estado azteca, Hernán Cortés declara al actual México
«la Nueva España». Al tiempo que Cortés aplastaba la resistencia
mexicana, Fernando de Magallanes exploraba y trazaba un mapa de la costa
atlántica del continente sudamericano, y más tarde se desatarían las guerras
de España contra la nación inca de los Andes. En México y Perú, los
conquistadores confiscaron elaboradas piezas de arte y estatuas de oro y
plata para fundirlas y utilizarlas como moneda. Durante el mismo periodo,
los portugueses devastaron lo que hoy es Brasil y comenzaron a enviar
millones de esclavos africanos a América del Sur: el inicio del lucrativo
comercio transatlántico de esclavos.
Las consecuencias de esta acumulación se manifestaron primero en la
catástrofe que sufrieron los pequeños agricultores en Inglaterra y otras
partes de Europa. Los campesinos pasaron a ser trabajadores pobres y
dependientes, hacinados en los barrios urbanos precarios. Por primera vez
en la historia de la humanidad, la mayoría de los europeos dependía para su
supervivencia de una minoría rica, un fenómeno que el colonialismo de
base capitalista extendería al resto del mundo. El símbolo de este nuevo
desarrollo fue el oro, y también fue su moneda. La fiebre del oro impulsó
las empresas colonizadoras, organizadas en una primera etapa para buscar
el metal en bruto. Más tarde, la búsqueda se volvió más sofisticada: colonos
y mercaderes establecían las condiciones necesarias para acaparar cuanto
oro fuera posible. Así nació una ideología: la creencia en el valor intrínseco
del oro a pesar de su relativa inutilidad real. Inversores, monarquías y
parlamentarios diseñaban métodos para controlar el proceso de
acumulación de riqueza y el poder que esta conllevaba, pero la ideología
que daba sustento a la fiebre del oro movilizaba a los colonos a cruzar el
Atlántico hacia un destino desconocido. Someter a sociedades y
civilizaciones enteras, esclavizar países enteros y asesinar personas pueblo
a pueblo no parecía un precio muy alto que pagar, ni se consideraba
inhumano. Los sistemas de colonización fueron modernos y racionales,
pero su base ideológica fue la locura.
[42] Marx, El capital, volumen I, p. XXx.
[43] Spicer, Cycles of Conquest, pp. 283-285.
[44] Linebaugh, The Magna Carta Manifesto: Liberties and Commons for All, Berkeley,
University of California Press, 2008, pp. 26-27.
[45] Dos trabajos históricos extraordinarios, que aún no han sido superados, indagan en
profundidad sobre estas prácticas e instituciones coloniales previas. Sobre la península ibérica y los
moros, véase Kamen, La Inquisición española. Sobre la colonización inglesa de Irlanda y las trece
colonias americanas, véase Jennings, Invasion of America.
[46] Kingston-Mann, «Return of Pierre Proudhon».
[47] Federici, Calibán y la bruja, p. 252.
[48] Ibid., pp. 236 y 237, 245 y 246.
[49] Ibid., p. 315.
[50] Roth, Conversos, Inquisition, and the Expulsion of the Jews from Spain, p. 229.
[51] Sánchez-Albornoz, España, un enigma histórico, p. 677.
[52] Stannard, American Holocaust, p. 246. Puede hallarse una mirada opuesta en Anderson,
Ethnic Cleansing and The Indian.
[53] Jennings, Invasion of America, p. 168.
[54] Véase Curtis, Apes and Angels.
[55] Calloway, reseña de The Americas That Might Have Been, p. 196.
[56] Keen, «White Legend Revisited», p. 353.
[57] Denevan, «The Pristine Myth», pp. 4-5.
[58] Dobyns, Their Number Become Thinned, p. 2. Véanse también Dobyns, Native American
Historical Demography; y Dobyns, «Estimating Aboriginal American Population», pp. 295-416, y
«Reply», pp. 440-444.
[59] Borah, «America as Model», p. 381.
[60] Cook, Conflict between the California Indian and White Civilization.
[61] Wilcox, Pueblo Revolt and the Mythology of Conquest, p. 11.
03
El culto del pacto Porque toda la tierra que ves la daré a ti y a
tu descendencia para siempre.
Génesis 13, 15
Estableceré un pacto contigo y con tu descendencia después de ti, de generación en
generación: un pacto perpetuo, para ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti.
Génesis 17, 7
El mito de la prístina naturaleza salvaje Con el inicio del
colonialismo en Norteamérica, se les quitó a los indígenas el
control de la tierra; los bosques crecieron y se volvieron más
densos, por lo que los colonos europeos que llegaron después
no tenían conocimiento de cómo se había cultivado y esculpido
el paisaje en el pasado. Los campos de maíz abandonados se
llenaron de hierbas y arbustos. En Nueva Inglaterra los colonos
talaron árboles hasta que el paisaje quedó casi desnudo.[62] Un
geógrafo señala: «Por paradójico que parezca, no cabe duda de
que había mucho más “bosque primario” en 1850 que en 1650».
[63] Por otro lado, los angloamericanos que pudieron observar la
gestión nativa del hábitat no comprendieron lo que veían. El
capitán John Palliser, que viajó por las praderas en la década
de 1850, se quejó del «desastroso hábito [de los indígenas] de
prender fuego a la pradera por las razones más triviales y más
que inútiles». En 1937, el naturalista de Harvard Hugh Raup
afirmó que los «bosques abiertos como parques» sobre los que
se escribió en el pasado habían sido «típicos de extensas áreas
de Norteamérica desde tiempos remotos» y no podrían haber
sido el resultado de prácticas humanas.[64]
Según el mito fundacional de Estados Unidos, los colonizadores
adquirieron una gran extensión de tierra habitada por grupos dispersos de
pueblos ignorantes que casi no le daban ningún uso: afrenta imperdonable
para la ética puritana del trabajo. Sin embargo, los registros históricos dejan
claro que los europeos desplazaron con violencia a una extensa red de
pequeñas y grandes naciones cuyos gobiernos, comercio, artes y ciencias,
agricultura, tecnologías, teologías, filosofías e instituciones tenían un
intrincado desarrollo, naciones que mantenían relaciones sofisticadas entre
sí y con los ambientes que les daban sustento. A principios del siglo XVII,
cuando los colonizadores británicos de Europa comenzaron a asentarse en
Norteamérica, hacía ya mucho tiempo que gran parte de la población
indígena había creado «un paisaje humanizado en casi todas partes», como
explica William Denevan.[65] Los pueblos originarios habían establecido
ciudades, granjas, construcciones monumentales de tierra y redes de
caminos, además de haber constituido una gran variedad de gobiernos,
algunos tan complejos como cualquier otro en el mundo. Habían inventado
sofisticadas filosofías de gobierno, tradiciones de diplomacia y políticas de
relaciones internacionales. Comerciaban utilizando caminos que
atravesaban las masas continentales y los cursos de agua de las Américas.
Es cierto que antes de la llegada de los europeos Norteamérica fue un
«continente de pueblos», pero también lo fue de naciones y federaciones de
naciones.[66]
Muchos han señalado que de haber sido Norteamérica un territorio
salvaje, sin desarrollar, sin caminos ni cultivos, lo seguiría siendo hasta el
presente, porque los colonizadores europeos no habrían podido sobrevivir.
Estos se apropiaron de lo que ya habían creado las civilizaciones indígenas.
Robaron tierras ya cultivadas, robaron el maíz, los vegetales, el tabaco y
otros cultivos que llevó siglos domesticar, tomaron control de los «parques
de ciervos» que las comunidades indígenas habían despejado y mantenido,
utilizaron caminos y vías navegables existentes para desplazar sus ejércitos
para la conquista y se valieron de indígenas capturados para identificar
fuentes de agua, lechos de ostras y hierbas medicinales. El historiador
Francis Jennings fue categórico cuando se refirió a lo que él llama el mito
de que «América era una tierra virgen o silvestre habitada por no personas,
llamadas salvajes»: Los exploradores e invasores europeos descubrieron
una tierra habitada. Si en ese entonces hubiera sido naturaleza salvaje, es
posible que aún lo siguiera siendo hoy, dado que en los siglos XVI y XVII
Europa no tenía la tecnología ni el tipo de organización social necesarios
para mantener, con sus propios recursos, colonias de avanzada a miles de
kilómetros de casa. Incapaces de conquistar la verdadera naturaleza salvaje,
los europeos eran muy competentes para conquistar otros pueblos, y eso es
lo que hicieron. No se asentaron en tierra virgen: invadieron y desplazaron a
la población local.
Es un hecho tan simple que parece obvio.[67]
La historia calvinista del origen Todos los Estados nación
modernos afirman tener algún tipo de historia del origen que
racionalizan y sobre la cual construyen su patriotismo o lealtad
al Estado. Cuando los ciudadanos de los Estados modernos y
sus antropólogos e historiadores ponen la mirada sobre lo que
consideran sociedades «primitivas», identifican los «mitos
fundacionales» de esas sociedades, historias pintorescas y
simpáticas pero fantásticas, que no tienen sustento en la
«realidad». Sin embargo, pareciera que muchos académicos
estadounidenses no son capaces (o no quieren) someter el
mito fundacional de su propio Estado nación al mismo
escrutinio objetivo. Estados Unidos no es la única nación que
ha forjado un mito fundacional, pero la mayoría de sus
ciudadanos creen que este es excepcional entre el resto de las
naciones, y es esta ideología excepcionalista la que se utilizó
para justificar la apropiación del continente y luego la
dominación del resto del mundo. Se trata de uno de los pocos
Estados que se han fundado sobre la base del pacto de la Torá
hebrea o la versión cristiana tomada del Antiguo Testamento de
la Biblia. Otros Estados basados en el pacto son Israel y la
ahora extinta Sudáfrica del apartheid, ambos fundados en 1948.
[68] Si bien los mitos fundacionales de estos tres Estados se
basaron en las escrituras judeocristianas, no se fundaron como
teocracias. Según los mitos, los ciudadanos fieles se han unido
por voluntad propia y se juran mutuamente, y juran a su dios,
formar y proteger una sociedad divina; a cambio, su dios les
concede prosperidad en la Tierra Prometida.
Las escrituras tuvieron una influencia generaliza en muchos de los
pensadores sociales y políticos de Occidente, de cuyas ideas se alimentaron
los fundadores de las primeras colonias británicas en Norteamérica. El
historiador Donald Harman Akenson señala que «ciertas sociedades, en
ciertas eras de su desarrollo» han recurrido a las escrituras en busca de una
guía, y hace una comparación con el modo en que «el código genético
humano opera psicológicamente. Es decir, este gran código, hasta cierto
punto, ha determinado de manera directa qué iba a creer la gente, cuándo y
qué harían».[69] Dan Jacobson, un ciudadano de la Sudáfrica de dominio
bóer, de padres inmigrantes, observa lo siguiente: al igual que los israelitas,
y sus compañeros calvinistas en Nueva Inglaterra, [los bóeres] creían que
habían sido escogidos por su dios para recorrer la naturaleza salvaje,
encontrarse con los paganos y derrotarlos, y en su nombre ocupar una tierra
prometida […]. Nunca los abandonó la conciencia de haber sido
convocados por decreto divino para llevar a cabo la ineludible tarea
histórica, y esta contribuyó tanto a su fortaleza como a su debilidad.[70]
Los fundadores de las primeras colonias norteamericanas y, más tarde,
de Estados Unidos tenían un sentimiento similar: ser depositarios de una
oportunidad providencial para hacer historia. De hecho, como nos recuerda
Akenson, «es de las escrituras de donde la sociedad occidental ha aprendido
a pensar históricamente». Según la ideología del pacto, el momento clave
de la historia «está relacionado con ganarle “la Tierra” a las fuerzas
extrañas y realmente malignas».[71]
El principal conducto hacia las escrituras hebreas y la ideología del
pacto para los cristianos europeos fue Juan Calvino, el reformista religioso
francés cuyas enseñanzas coincidieron con la llegada de la invasión europea
y la colonización de las Américas. Los puritanos tomaron elementos de la
ideología calvinista para fundar la llamada colonia de la bahía de
Massachusetts, como hicieron los colonos calvinistas del cabo de Buena
Esperanza cuando fundaron su colonia en Sudáfrica durante el mismo
periodo. El calvinismo fue un movimiento cristiano protestante con un
componente político separatista muy fuerte. De acuerdo con la doctrina de
la predestinación, Calvino enseñó que el libre albedrío humano no existía.
Algunos individuos reciben la «llamada» de Dios y están entre los
«elegidos». Por lo tanto, la salvación no tiene nada que ver con las propias
acciones: uno nace como parte de los elegidos o no, según la voluntad de
Dios. Si bien los individuos no podían saber con certeza si eran parte de los
elegidos, se consideraba que una evidente buena fortuna, sobre todo la
riqueza material, era manifestación de pertenencia; por el contrario, la mala
fortuna o pobreza, por no mencionar la piel oscura, eran signos de
maldición. Akenson explica: «El atractivo de semejante doctrina para un
grupo de colonizadores invasores […] es obvio, dado que uno podía
determinar sin problemas que los nativos eran invariablemente profanos y
malditos y que uno mismo estaba predestinado a la virtud».[72]
Puesto que otro signo de la justificación era la capacidad de un
individuo de acatar las leyes de una sociedad bien organizada, Calvino
predicó la obligación de los ciudadanos de obedecer a la autoridad legítima.
En realidad, deben hacerlo incluso cuando esta recae sobre líderes malos
(uno de los orígenes del dicho My country right or wrong [Bien o mal, es
mi país]). Calvino condujo a los hugonotes por la frontera hacia Ginebra,
tomó el control político de la ciudad-Estado y la declaró república en 1541.
El Estado calvinista promulgó estatutos detallados que regían cada aspecto
de la vida y designó funcionarios para hacerlos cumplir. Las leyes
reflejaban la interpretación calvinista del Antiguo Testamento; se obligaba a
los disidentes a abandonar la república, y algunos incluso fueron torturados
y ejecutados.
Si bien para muchos ciudadanos estadounidenses la Constitución de su
país representa un pacto con Dios, el mito fundacional de la nación se
remonta al acuerdo llamado Pacto del Mayflower, el primer documento de
gobierno de la colonia de Plymouth, nombrado así por el barco que llevó a
unos cien pasajeros a lo que hoy es Cape Cod (Massachusetts) en
noviembre de 1620. De los «peregrinos», todos hombres, cuarenta y uno
escribieron y firmaron el documento. Invocando el nombre de Dios y
declarándose leales súbditos del rey, los signatarios anunciaron que habían
viajado a «Virginia», así llamaron los ingleses a la costa este de
Norteamérica, «para establecer la Primera Colonia» y, por lo tanto, «pactar
y combinarnos en un Cuerpo Político Civil» para ser gobernados por «leyes
justas e igualitarias» promulgadas «por el bien general de la Colonia, hacia
la cual prometemos la debida sumisión y obediencia». Los primeros
colonos de la bahía de Massachusetts, fundada en 1630, adoptaron un sello
oficial diseñado en Inglaterra antes de su viaje. La imagen central muestra a
un indígena casi desnudo que sostiene un arco y una flecha endebles,
inofensivos, y lleva inscrita la súplica: «Ven y ayúdanos».[73] Casi
trescientos años después, el sello oficial de los veteranos del Ejército
estadounidense durante la «guerra hispano-estadounidense» (la invasión y
ocupación de Puerto Rico, Cuba y las Filipinas) mostraba a una mujer
desnuda postrada ante un soldado armado y un marinero y, detrás de ellos,
un navío de guerra estadounidense. Se podría rastrear este tópico altruista
recurrente desde aquel entonces hasta los comienzos de nuestro siglo XXI,
cuando Estados Unidos aún invade países con la excusa de rescatarlos.
En otros Estados constitucionales modernos, las constituciones van y
vienen, y nunca se las considera sagradas con la misma vehemencia con la
que los patriotas ciudadanos estadounidenses veneran la suya. Gran Bretaña
no tiene una Constitución escrita; puede decirse que la Carta Magna se
acerca a ello, pero no refleja el espíritu de un pacto. No fue de los ingleses
de quienes los ciudadanos estadounidenses heredaron ese tipo de apego a la
Constitución que se asemeja a un culto. Desde los peregrinos a los
fundadores de Estados Unidos, e incluso hasta el presente, la persistencia
cultural de la idea del pacto y, por tanto, los cimientos del patriotismo
estadounidense representan una desviación de la tendencia dominante en el
desarrollo de las identidades nacionales. Puede decirse que el nacimiento
del Estado de Israel en 1948 y el advenimiento del Partido Nacional en
Sudáfrica fueron imitaciones de la fundación de Estados Unidos; no cabe
duda de que muchos estadounidenses se identifican fuertemente con el
Estado de Israel, como lo hicieron con el Gobierno afrikáner en Sudáfrica.
Los políticos y ciudadanos patriotas de Estados Unidos se enorgullecen del
«excepcionalismo». Los historiadores y teóricos del derecho caracterizan el
modo de gobernar y el imperio estadounidenses como propios de una
«nación de leyes» —en lugar de una dominada por una clase particular o
grupo de intereses—, como si se tratara de una especie de santidad.
La Constitución de Estados Unidos, el Pacto del Mayflower, la
Declaración de la Independencia, los escritos de los «padres fundadores», el
discurso de Gettysburg de Lincoln, el juramento de lealtad a la bandera
(Pledge of Allegiance) e incluso el «Yo tengo un sueño», de Martin Luther
King, todos se integran al pacto como documentos sagrados que expresan la
religión oficial de Estados Unidos. Un aspecto de lo anterior se ha
expresado con más visibilidad a comienzos del siglo XXI: la presión en favor
de las armas, basada en la santidad de la Segunda Enmienda de la
Constitución. En la primera línea de defensa de la Segunda Enmienda están
los descendientes de los viejos colonos que dicen que representan al
«pueblo» y tienen el derecho de portar armas para derrocar a cualquier
Gobierno que a su juicio no respete el pacto divino.
En un paralelismo con la idea de la Constitución de Estados Unidos
como pacto, políticos, periodistas, maestros e incluso historiadores
profesionales recitan, como si fuera un mantra, que Estados Unidos es una
«nación de inmigrantes». Desde sus inicios, el país ha recibido —y en
ocasiones solicitado y hasta sobornado— a inmigrantes para repoblar
territorios que habían sido «depurados» de habitantes indígenas. Desde
mediados del siglo XIX, se reclutó a inmigrantes para trabajar en las minas,
arrasar bosques, construir canales y vías de ferrocarril y para explotarlos en
fábricas y campos de cultivo comerciales. A finales del siglo XX, se reclutó
a trabajadores técnicos y médicos. Los requisitos para obtener la ciudadanía
eran sencillos: adherirse al pacto sagrado a través del juramento de
ciudadanía, prometer lealtad a la bandera y considerar a todo aquel que esté
por fuera del pacto un enemigo o potencial enemigo del excepcional país
que los ha adoptado, a menudo tras haber escapado del hambre, la guerra o
la represión, que a su vez solían ser consecuencia del militarismo o las
sanciones económicas estadounidenses. Sin embargo, por mucho que los
inmigrantes se esfuercen para demostrar que son igual de trabajadores y
patriotas que los descendientes de los colonos originales, y a pesar de la
retórica de «E pluribus unum», continúan siendo sospechosos. La vieja
guardia ante quienes se los juzga inferiores incluye no solo a los que
pelearon en la guerra por la independencia de Inglaterra, que duró quince
años, sino también, y esto quizás sea más importante aún, a los que
pelearon y derramaron sangre (indígena) antes y después de la
independencia para hacerse con tierras. Estos son los descendientes de los
peregrinos ingleses, de los escoceses, escoceses-irlandeses y hugonotes —
todos calvinistas que tomaron las tierras otorgadas a ellos mediante el pacto
sagrado, que precede a la creación de Estados Unidos como país
independiente—. Fueron esos los colonos que se abrieron camino por los
montes Apalaches hacia el fértil valle del Ohio, y fueron ellos quienes
ofrendaron sacrificios sangrientos para su país. Para ser aceptados, los
inmigrantes deben demostrar fidelidad al pacto y lo que este representa.
El colonialismo de asentamiento y los escoceses del Úlster El
principal grupo de colonos de frontera eran los escoceses del
Úlster, también llamados escoceses-irlandeses o Scotch-Irish,
como se autodenominaban.[74] Por lo general, los
descendientes de estos escoceses-irlandeses dicen que sus
ancestros llegaron a las colonias británicas desde Irlanda, pero
el viaje tuvo más vueltas. Los escoceses-irlandeses eran
protestantes de Escocia a los que habían reclutado los ingleses
para colonizar seis condados en la provincia del Úlster, en el
norte de Irlanda. Los ingleses les habían quitado a los
irlandeses esas doscientas mil hectáreas a comienzos del siglo
XVII y habían desalojado a los agricultores indígenas irlandeses
que las ocupaban para ponerlas a disposición de los colonos,
bajo protección inglesa. Esto coincidió con el establecimiento
de dos colonias inglesas en la costa atlántica de Norteamérica
y con el inicio del colonialismo de asentamiento en esa región.
Esos primeros colonos provenían en su mayoría de las Tierras
Bajas escocesas. Escocia misma, junto con Gales, había sido
una muesca más en el cinturón colonial de Inglaterra antes que
Irlanda. La colonización británica del norte de Irlanda había
presagiado la de las tierras indígenas en Norteamérica. Para el
año 1630, los nuevos colonos del Úlster —veintiún mil
británicos, entre ellos, algunos galeses, y 150.000 escoceses de
las Tierras Bajas— superaban en número a los colonos
británicos asentados en toda Norteamérica en la misma época.
En 1641, los indígenas de Irlanda se rebelaron y mataron a diez
mil colonos; aun así, los colonos escoceses protestantes
continuaron llegando a raudales, y eran mayoría en algunas
áreas que habían sido de dominio irlandés. Llevaron consigo la
ideología calvinista del pacto, desarrollada por el escocés John
Knox. Más tarde, John Locke, también escocés, secularizaría la
idea del pacto para transformarla en un «contrato», el contrato
social, mediante el cual los individuos sacrifican su libertad
solo por consenso. El sistema económico estadounidense,
ejemplo nocivamente efectivo de lo anterior, se basó en las
teorías de Locke. [75]
Así fue como los escoceses del Úlster se habían convertido en avezados
colonialistas antes de engrosar las filas de colonos que llegarían en
cantidades a las colonias británicas en Norteamérica a principios del siglo
XVIII, muchos a trabajar bajo contrato de servidumbre. Antes de cruzarse
con los indígenas americanos, los colonos del Úlster habían perfeccionado
la técnica de arrancar el cuero cabelludo a las víctimas indígenas a cambio
de una recompensa. Como muestran este capítulo y el siguiente, los
escoceses-irlandeses fueron los soldados de infantería en la construcción del
Imperio británico, y ellos y sus descendientes, las fuerzas de choque en el
«movimiento hacia el oeste» norteamericano, es decir, la expansión del
imperio continental estadounidense y la colonización de sus habitantes. En
cuanto que calvinistas (en su mayoría presbiterianos), contribuyeron al
calvinismo de los primeros colonos puritanos y lo transformaron en la
particular ideología de la clase colonizadora estadounidense.[76]
En lo que fue una de las grandes migraciones de la historia, casi
250.000 escoceses-irlandeses abandonaron el Úlster para dirigirse a la
Norteamérica británica entre 1717 y 1775. Si bien algunos lo hicieron por
motivos religiosos, la mayoría habían perdido la batalla contra las políticas
británicas en Irlanda, que dejaron en la ruina las industrias de la lana y el
lino. Una prolongada sequía hizo que los malos tiempos empeoraran y
entonces los colonos levaron anclas y cruzaron el Atlántico. Esta historia se
repetiría una y otra vez en las expediciones de los colonos a Norteamérica;
la mayoría de los migrantes terminarían siendo los perdedores sin tierra en
el juego de Monopoly que fue el colonialismo de asentamiento europeo.
La mayoría de los escoceses del Úlster eran pobres y tuvieron que
firmar contratos de servidumbre para pagar su pasaje a Norteamérica. Una
vez allí, se desempeñaron principalmente como colonos soldados. La
mayoría desembarcaron en Pensilvania, pero luego migraron en grandes
cantidades a las colonias del sur y otras zonas más alejadas, es decir, la
frontera oeste de las colonias, donde ocuparon tierras indígenas no cedidas.
Los escoceses-irlandeses predominaron entre los colonos de frontera de
ascendencia inglesa y alemana. Aunque la mayoría siguió pobre y sin
tierras, algunos se convirtieron en mercaderes y dueños de plantaciones con
mano de obra esclava, además de adquirir poder político. Diecisiete
presidentes de Estados Unidos han tenido linaje escocés-irlandés, desde
Andrew Jackson, fundador del Partido Demócrata, a Ronald Reagan, los
Bush, Bill Clinton y Barack Obama por parte materna. Theodore Roosevelt
describía a sus ancestros escoceses-irlandeses como «un pueblo severo,
viril, audaz y resistente que formó el núcleo principal de aquel grupo de
estadounidenses que fueron los pioneros de nuestro pueblo en la marcha
hacia el oeste».[77] Tal vez el hecho de que los escoceses-irlandeses hayan
sido presidentes, educadores y empresarios tiene tanta incidencia como el
hecho de haber engendrado un conjunto de valores individualistas
importantes que incluían la santidad vinculada a la gloria que suponía la
guerra. Integraron los cuerpos de oficiales y fueron soldados del ejército
regular, además de conformar las milicias de frontera que despejaban las
áreas para su ocupación exterminando a los agricultores indígenas y
destruyendo sus ciudades.
En la guerra de los Siete Años, entre los británicos y los franceses
(1754-1763), se combatió en Europa y en Norteamérica; en esta última, los
colonizadores británicos la llamaron «guerra francesa e india» porque se
trataba sobre todo de una guerra británica contra los pueblos indígenas, que
en algunos casos establecieron alianzas con los franceses. Las milicias
coloniales británicas estaban integradas mayormente por colonos de
frontera de origen escocés-irlandés que buscaban tener acceso a tierras
indígenas cultivables en la región del valle del Ohio. En el momento de la
independencia de Estados Unidos, los escoceses del Úlster representaban el
15 % de la población de las trece colonias y la mayoría estaban agrupados
en las áreas más lejanas. Durante la guerra de independencia de los colonos
contra Gran Bretaña, la mayoría de los que habían emigrado directamente
desde Escocia se mantuvieron fieles a la Corona británica y pelearon en su
bando. Por el contrario, los escoceses-irlandeses integraron la primera línea
de lucha por la independencia y fueron la columna vertebral de las fuerzas
militares de Washington. La mayoría de los nombres de soldados en Valley
Forge, sitio del campamento de las fuerzas continentales en Pensilvania,
eran de origen escocés-irlandés. Se consideraban a sí mismos, como lo
hacen sus descendientes, los verdaderos y auténticos patriotas: los que
derramaron ríos de sangre para garantizar la independencia y hacerse con
tierras indígenas adquiriendo derechos de sangre a ellas a medida que
dejaban sus huellas sangrientas en todo el continente.[78]
Durante las dos últimas décadas del siglo XVIII, primeras y segundas
generaciones de escoceses-irlandeses siguieron trasladándose al oeste, hacia
la región del valle del Ohio, Virginia Occidental, Kentucky y Tennessee.
Fueron el mayor grupo étnico de la migración hacia el oeste y mantuvieron
muchas de sus costumbres. Solían trasladarse tres o cuatro veces, adquirían
y perdían la tierra antes de establecerse al menos de manera más o menos
permanente. La inmensa mayoría eran agricultores, en lugar de
exploradores o comerciantes de pieles. Despejaban los bosques, construían
cabañas de troncos y mataban indígenas; formaban así una pared humana de
colonización para el nuevo Estados Unidos y en época de guerra empleaban
con destreza sus habilidades de combate. El historiador Carl Degler escribe
que «estos calvinistas resistentes y temerosos de Dios se convirtieron en un
auténtico escudo humano de la civilización colonial».[79] En el capítulo
siguiente se explora el tipo de guerra contrainsurgente que perfeccionaron,
que luego constituiría la base del militarismo estadounidense del siglo XXI.
En poco tiempo, la religión calvinista de los escoceses-irlandeses, el
presbiterianismo, quedó en segundo lugar en cantidad de fieles, solo detrás
de la Iglesia congregacional de Nueva Inglaterra. Pero en la frontera
menguó la devoción de los escoceses-irlandeses por la Iglesia presbiteriana
formal. Nuevas ramificaciones evangélicas remodelaron las doctrinas
calvinistas para descentralizar y eliminar la jerarquía presbiteriana. Si bien
siguieron considerándose un pueblo elegido por el pacto y al que Dios había
ordenado adentrarse en tierras salvajes para construir la nueva Israel, los
escoceses-irlandeses también se vieron a sí mismos, como lo hacen sus
descendientes, como los verdaderos patriotas, con derecho a la tierra gracias
a su sacrificio sangriento.
De tierra sagrada a bienes raíces La tierra adquirida en
Norteamérica gracias a un baño de sangre no necesariamente
era concebida en términos de parcelas individuales de una
finca que pasarían de generación en generación. En casi todas
las generaciones, la mayoría de los colonos que peleaban por
ella luego seguían desplazándose. En el sur, muchos perdieron
sus propiedades a manos de las compañías de tierras que
luego se las vendían a terratenientes que buscaban incrementar
el tamaño de sus plantaciones con mano de obra esclava. Sin el
trabajo no remunerado de los africanos esclavizados, un
agricultor que tenía cultivos comerciales no podía competir en
el mercado. Una vez en manos de los colonos, la tierra ya no
era sagrada, como había sido para los indígenas, sino que se
convertía en propiedad privada, un producto básico que podía
comprarse y venderse, y cada hombre se convertía en posible
rey o, al menos, en posible rico. Más tarde, cuando los
angloestadounidenses ya habían ocupado y urbanizado gran
parte del continente, esta búsqueda de tierra y la santidad de la
propiedad privada quedaron reducidas a una parcela con una
casa en ella, y la «tierra» pasó a ser el país, la bandera, las
fuerzas armadas, tal como versa la frase «la tierra de los libres»
en el himno nacional o la canción «This Land Is Your Land», de
Woody Guthrie. Se dice que quienes murieron luchando en
guerras en el extranjero han sacrificado su vida para proteger
«esta tierra», la que los viejos colonos habían adquirido
derramando sangre. Pero sucede que la sangre fue
mayoritariamente indígena.
Aquellos fueron los colonos en los que luego se basaron los mitos
nacionales, la carne de cañón, tarde o temprano descartable, usada para
apropiarse de la tierra y el continente; los soldados de infantería del
imperio; el yeoman farmer, pequeño agricultor propietario de tierras,
descrito con romanticismo por Thomas Jefferson. No pertenecían a la clase
dominante, aunque algunos lograron colarse y luego fueron incluidos por la
clase poderosa como funcionarios electos y oficiales del Ejército, con lo
cual se mantenía la fachada de una sociedad sin clases y un imperio
democrático. Los fundadores fueron patricios ingleses, dueños de esclavos,
importantes barones terratenientes o, en su defecto, exitosos empresarios
que dependían del comercio de esclavos y las mercancías de exportación
producidas por africanos esclavizados y de la venta de propiedades. Cuando
la clase dominante aceptaba a los descendientes de los colonos, la gran
mayoría presbiterianos o protestantes calvinistas, estos solían convertirse en
episcopalianos, miembros de una Iglesia de elite vinculada a la Iglesia
estatal de Inglaterra. Al estudiar las acciones sangrientas llevadas a cabo
por los colonos para adquirir y conservar la tierra, la clase social es un
elemento clave.
[62] Mann, 1491, p. 323.
[63] Rostlund, Myth of a Natural Prairie Belt in Alabama, p. 409.
[64] Mann, 1491, p. 252.
[65] Denevan, «The Pristine Myth», pp. 369-385.
[66] Faragher, Buhle, Czitrom y Armitage, Out of Many, pp. 1-24. El título del libro de texto
escolar refleja su intención. El primer capítulo se titula «A Continent of Villages, to 1500» [Un
continente de aldeas, hasta 1500].
[67] Jennings, Invasion of America, p. 15.
[68] Gump ofrece un estudio comparativo revelador: «Civil Wars in South Dakota and South
Africa», pp. 427-444. Al basarse en el antiguo mito fundacional del pacto, el Estado moderno de
Israel también está utilizando la ideología excepcionalista, una negación a reconocer que la
naturaleza de ese Estado es el colonialismo de asentamiento. Akenson, God’s Peoples, pp. 151-182,
227-262, 311-348.
[69] Akenson, God’s Peoples, p. 9
[70] Jacobson, The Story of Stories, p. 10.
[71] Akenson, God’s Peoples, pp. 30-31, 73-74.
[72] Ibid., p. 112.
[73] Véase Miller, Errand in the Wilderness; Jennings, Invasion of America; Vowell, Wordy
Shipmates.
[74] Phillips, Cousins’ Wars, pp. 177-190.
[75] Akenson, God’s Peoples, p. 118.
[76] Véase Green, People with No Name.
[77] Los presidentes incluyen a: Andrew Jackson, 1829-1837; James K. Polk, 1845-1849; James
Buchanan, 1856-1861; Andrew Johnson, 1865-1869; Ulysses S. Grant, 1869-1877; Chester A.
Arthur, 1881-1885; Grover Cleveland, 1885-1889 y 1893-1897; Benjamin Harrison, 1889-1893;
William McKinley, 1897-1901; Theodore Roosevelt, 1901-1909; Woodrow Wilson, 1913-1921;
Harry S. Truman, 1949-1953; Richard M. Nixon, 1969-1974; Jimmy Carter, 1977-1981; George H.
W. Bush, 1989-1993; Bill Clinton, 1993-2001; George W. Bush, 2001-2009; y Barack Obama, 20092017.
[78] James Webb ofrece una historia familiar sobre los escoceses-irlandeses en Born Fighting. El
autor prestó servicio en el Cuerpo de Marines de Estados Unidos con orgullo y se convirtió en
secretario de la Armada del Gobierno de Reagan, y más adelante en senador demócrata de Virginia.
Webb da por sentado que Estados Unidos es un país grandioso y poderoso, y que se lo debe en gran
parte a los colonos escoceses-irlandeses.
[79] Degler, Out of Our Past, p. 51.
04
Huellas sangrientas
Durante los primeros doscientos años de nuestro legado militar, los estadounidenses
dependieron de artes de guerra que los soldados profesionales contemporáneos a ellos
supuestamente aborrecían: arrasar y destruir aldeas y campos del enemigo; asesinar a
mujeres y niños; asediar asentamientos para tomar cautivos; intimidar y brutalizar a
enemigos no combatientes; asesinar líderes enemigos […].
En las guerras de frontera que tuvieron lugar entre 1607 y 1814, los estadounidenses
forjaron dos elementos nuevos —la guerra ilimitada y la guerra irregular— respecto a su
primer modo de hacer la guerra.
JOHN GRENIER, The First Way of War[80]
A días del asesinato de Osama bin Laden, el 2 de mayo de 2011, se dio
a conocer que el grupo SEAL de la Marina, encargado de ejecutar la
misión, había nombrado a su objetivo con el código «Gerónimo».[81] En un
informe del New York Daily News del 4 de mayo se comentaba: «Junto con
las imágenes ocultas del cadáver de Osama bin Laden y las dudas acerca de
cuánto sabía Pakistán, uno de los misterios más grandes de la misión
encubierta es por qué los agentes de inteligencia nombraron a su objetivo
con el código “Gerónimo”». La elección del nombre no era un misterio para
el Ejército, que también utiliza el término «Territorio Indio» (Indian
Country) para designar territorio enemigo e identifica a sus máquinas de
matar y sus operativos con nombres como UH-1B/C Iroqués, OH-58D
Kiowa, OV-1 Mohawk, OH-6 Cayuse, AH-64 Apache, S-58/H-34 Choctaw,
UH-60 Black Hawk (Halcón Negro), Thunderbird (Pájaro del Trueno) y
Rolling Thunder (Trueno Rodante). Este último es el nombre militar dado al
implacable bombardeo de saturación contra los campesinos vietnamitas a
mediados de la década de 1960. Hay muchos otros ejemplos actuales y
recientes de la persistencia de las sensibilidades colonialistas e imperialistas
en el núcleo de una fuerza armada cuya base se remonta a las guerras
desatadas contra las naciones y comunidades indígenas de Norteamérica.
El 19 de febrero de 1991, el general de brigada Richard Neal, al
informar a los periodistas en Riad (Arabia Saudí), afirmó que el Ejército
estadounidense quería asegurarse una rápida victoria una vez que hubiera
comprometido sus fuerzas terrestres en el «Territorio Indio». Al día
siguiente, en un comunicado de protesta poco difundido, el Congreso
Nacional de Indígenas Estadounidenses señaló que quince mil indígenas
estaban prestando servicio en las tropas de combate desplegadas en el golfo
Pérsico. Ni Neal ni ninguna otra autoridad militar se disculparon por el
comunicado. El término «Territorio Indio» en casos como estos no es
simplemente una expresión racista insensible y de mal gusto, dicha como de
paso para referirse al enemigo. Antes bien, se trata de un término militar
técnico, al igual que «daño colateral» o «artillería», que figura en manuales
de instrucción militar y se utiliza regularmente con el sentido de «tras las
líneas enemigas» y suele abreviarse como In Country. Este uso remite a los
orígenes y el desarrollo de las fuerzas armadas estadounidenses, así como a
la naturaleza de la historia política y social de Estados Unidos como
proyecto colonialista. «Territorio Indio» es además un término legal que
identifica la jurisdicción indígena bajo legislación colonial estadounidense,
pero también es una importante herramienta para las naciones originarias en
el momento de mantener y ampliar sus bases territoriales en el proceso de
descolonización. «Territorio Indio» como término jurídico incluye no solo
las reservas reconocidas a nivel federal, sino también las reservas
informales, las comunidades nativas dependientes, las parcelas y las tierras
especialmente designadas.[82]
Las raíces del genocidio En el libro The First Way of War: American
War Making on the Frontier, 1607-1814, el historiador militar John
Grenier ofrece un análisis indispensable de la guerra colonial
contra los pueblos indígenas de los territorios norteamericanos
reclamados por Gran Bretaña. El tipo de guerra diseñado y
puesto en práctica mayormente por los colonos fue la base de
la ideología fundacional y la estrategia militar colonialista del
Estados Unidos independiente, una concepción de la guerra
que continúa vigente en el siglo XXI.[83] Grenier explica que
inició su estudio con el objetivo de rastrear las raíces históricas
del uso de la guerra ilimitada por parte de Estados Unidos, un
tipo de guerra que busca destruir la voluntad del enemigo y su
capacidad de resistir utilizando todos los medios necesarios,
pero sobre todo atacando a los civiles y sus sistemas de apoyo,
como el suministro de alimentos. Denominada en la actualidad
«operaciones especiales» o «conflicto de baja intensidad», ese
tipo de guerra fue puesta en marcha por primera vez por las
milicias coloniales contra las comunidades indígenas en
Virginia y Massachusetts. Estas fuerzas irregulares,
compuestas por colonos, buscaban quebrar cada aspecto de la
resistencia y al mismo tiempo obtener información mediante la
exploración del terreno y la toma de prisioneros. Lo hacían
destruyendo aldeas y campos indígenas e intimidando a
poblaciones enemigas no combatientes.[84]
Grenier analiza el desarrollo del modo estadounidense de hacer la
guerra desde 1607 hasta 1814, periodo en el que se forjó el Ejército de ese
país, hasta su reproducción y desarrollo en el presente. El historiador
estadounidense Bernard Bailyn llama «bárbaro» a este periodo y lo describe
como un «conflicto de civilizaciones», pero Bailyn representa a las
civilizaciones indígenas como «merodeadores» de los que los colonos
europeos debían deshacerse.[85] De este periodo formativo, sostiene
Grenier, surgieron las características problemáticas del modo
estadounidense de hacer la guerra y, por lo tanto, las características de su
civilización, que pocos historiadores han reconocido.
Al comienzo, los colonos anglos organizaron unidades de combate
irregulares para atacar brutalmente y destruir a mujeres, niños y ancianos
indígenas desarmados utilizando una violencia ilimitada en ataques
constantes. Durante casi dos siglos de colonización británica, generaciones
de colonos, en su mayoría agricultores, acumularon experiencia como
Indian fighters [combatientes de indígenas] fuera de cualquier tipo de
institución militar. Pudiera parecer que el conflicto anglofrancés fue el
factor dominante de la colonización europea en Norteamérica durante el
siglo XVIII, pero mientras en Europa grandes ejércitos regulares peleaban
por objetivos geopolíticos, los colonos anglosajones en Norteamérica
desataban una guerra irregular sangrienta contra las comunidades indígenas.
Gran parte de los enfrentamientos que hubo durante los quince años que
duró la guerra de los colonos por la independencia, sobre todo en la región
del valle del Ohio y el oeste de Nueva York, se dirigió contra los indígenas
que resistieron porque estos se dieron cuenta de que no les convenía tener
un enemigo cercano compuesto por colonos con un Gobierno
independiente, sino uno remoto en Gran Bretaña. Tampoco el Ejército
estadounidense en ciernes de la década de 1790 llevó adelante operaciones
típicas de las guerras entre Estados que se desataban en Europa en esa
época. La guerra irregular fue el método utilizado para la conquista del
valle del Ohio y el valle del Misisipi, incluso después de la fundación del
Ejército profesional estadounidense en la década de 1810. Desde ese
entonces, señala Grenier, los métodos irregulares se emplearon junto con
operaciones de fuerzas armadas regulares.
La principal característica de la guerra irregular es el uso de la extrema
violencia contra civiles; en este caso, el objetivo era aniquilar por completo
a la población indígena. Como comenta Grenier: «En los casos en los que
existía una igualdad de poder aproximada e incluso los indígenas parecían
dominar la situación —como sucedió en casi todas las guerras de frontera
hasta la primera década del siglo XIX—, [los colonos] estadounidenses no
dudaban en recurrir a una violencia exagerada».[86]
Muchos de los historiadores que reconocen la excepcional violencia
colonial unilateral la atribuyen al racismo. Grenier sostiene que en lugar de
ser el racismo el que llevaba a la violencia, sucedía lo contrario: el impulso
incontrolable de la violencia extrema de la guerra ilimitada era el
combustible del odio. El autor argumenta: «Sucesivas generaciones de
estadounidenses, tanto soldados como civiles, hicieron de la matanza de
hombres, mujeres y niños indígenas un elemento distintivo de su primera
tradición militar y, por ende, parte de una identidad estadounidense
compartida. De hecho, solo una vez que los ciudadanos del siglo XVII y
comienzos del XVIII hicieron del primer tipo de guerra un elemento
fundamental del ser estadounidense, las generaciones siguientes de
“aborrecedores de indios”, hombres como Andrew Jackson, convirtieron las
guerras indias en guerras de raza». Por aquel entonces, las aldeas, tierras
cultivables, poblados indígenas y sus naciones enteras constituyeron la
única barrera a la total libertad de los colonos de adquirir tierra y riquezas.
Una vez más, los colonos eligieron sus propios medios de conquista. A esos
combatientes se los considera a menudo héroes valientes, pero asesinar a
mujeres, niños y ancianos desarmados y quemar sus casas y campos no
requiere de coraje ni sacrificio algunos.
Así sucedió desde el establecimiento de las primeras colonias británicas
en Norteamérica. Entre los primeros líderes de aquellas empresas se
encontraban militares —mercenarios— que traían consigo experiencias de
guerra adquiridas en las Cruzadas británicas imperialistas y
antimusulmanas. Aquellos que formaron y encabezaron los primeros
ejércitos coloniales, como John Smith en Virginia, Myles Standish en
Plymouth, John Mason en Connecticut y John Underhill en Massachusetts,
habían luchado en las encarnizadas, brutales y sangrientas guerras religiosas
de Europa que se llevaron a cabo al mismo tiempo que los primeros
asentamientos. Tenían una vasta práctica de incendio de poblados y campos
y de asesinato de poblaciones desarmadas vulnerables. En palabras de
Grenier: «Trágicamente para los pueblos indios de la costa este, los
mercenarios emplearon un tipo de guerra similar durante las primeras
épocas en Virginia y Nueva Inglaterra».[87]
Los colonos parásitos establecen la colonia de Virginia Los
primeros colonos de Jamestown no tenían una vía de
abastecimiento y no pudieron o no tuvieron la voluntad de
cultivar la tierra ni cazar para su propio sustento. Decidieron
que obligarían a los agricultores de la Confederación Powhatan
—unas treinta entidades políticas— a proveerles de alimentos.
El líder militar de Jamestown, John Smith, amenazó con matar a
todas las mujeres y los niños si los jefes powhatans no
alimentaban ni vestían a los colonos, además de darles tierras y
proporcionar mano de obra. El líder de la confederación,
Wahunsonacock, suplicó a los invasores: ¿Por qué tomas por
la fuerza lo que podrías obtener con amor? ¿Por qué nos
destruyes si te hemos dado alimento? ¿Qué puedes obtener
mediante la guerra? […]. ¿Cuál es la causa de tu envidia? Nos
ves desarmados, y estaríamos dispuestos a satisfacer tus
pedidos si vinieras amistosamente y no con espadas y armas,
como para invadir a un enemigo.[88]
La amenaza de Smith se cumplió: en agosto de 1609 comenzó la guerra
contra los powhatans y su destrucción se convirtió en el orden del día. La
guerra se estiró un año hasta que el gobernador inglés Thomas Gage ordenó
a las fuerzas movilizadas por George Percy, un mercenario que había
combatido en los Países Bajos, que «tomaran venganza» y destruyeran a la
población indígena. En su informe posterior al ataque, Percy se deleitaba
con los espeluznantes detalles de la matanza de todos los niños y niñas. A
pesar de las tácticas de los colonos para aterrorizarlos, los powhatans
lograron proteger sus graneros y obligar a los colonos de Jamestown a
guarecerse en sus fuertes coloniales.[89] Mientras tanto, los powhatans
organizaron una confederación más fuerte. En 1622 atacaron todos los
asentamientos ingleses sobre el río James; el saldo fue de trescientos
cincuenta muertos: un tercio de los colonos. Incapaces de eliminar a la
población indígena por la fuerza de las armas, los colonizadores recurrieron
a lo que Grenier denomina «extinción de alimentos» [feedfight]: la
destrucción sistemática de todos los recursos agrícolas indígenas.[90] Doce
años más tarde se desató otro conflicto aún mayor, la guerra de Tidewater
(1644-1646). Más que una guerra, fue un enfrentamiento en el que los
colonos asediaban constantemente las aldeas y los campos indígenas para
hambrear a la población y que tuviera que dejar la zona. Le siguieron tres
décadas de paz, por lo cual los colonos infirieron que la guerra total y la
expulsión de los indígenas habían dado resultado. Las pocas familias que
quedaron en el este de Virginia estaban bajo dominio absoluto de los
ingleses. Quedaba claro, según comenta Grenier, que «los ingleses
tolerarían a los indios en sus asentamientos o cerca de estos siempre y
cuando no los vieran ni los oyeran».[91] Ante la falta de recursos
alimentarios y mano de obra indígena, los colonos introdujeron esclavos
africanos y europeos con contrato de servidumbre para que se encargaran
del trabajo.
Para el año 1676, la población de colonos de Virginia había crecido
vertiginosamente y los tabacaleros ingleses comenzaron a avanzar sobre las
tierras del pueblo susquehannok. Cuando estos resistieron, comenzó una
guerra que terminaría mal para los ingleses. En 1676, la Cámara de los
Ciudadanos de Virginia formó una fuerza montada de ciento veinticinco
hombres para recorrer un grupo particular de aldeas indígenas y así derrotar
la resistencia susquehannock.[92] Ese fue el contexto inmediato de la
llamada Rebelión de Bacon, adorada por los historiadores estadounidenses
populistas y los que rastrean el inicio de la servidumbre racializada en las
colonias británicas. La rebelión sucedió cuando los colonos agricultores
anglosajones y sus sirvientes sin tierra —anglosajones y africanos—
emprendieron por cuenta propia el asesinato de agricultores indígenas para
quitarles sus tierras. Sin duda, los dueños de las plantaciones que
gobernaban la colonia estaban preocupados por la naturaleza interracial del
levantamiento. Poco después, la legislación de Virginia diferenció con más
precisión entre trabajadores con contrato de servidumbre y esclavos y
codificó el estatus permanente de esclavitud para los africanos.[93] Este
punto es importante, pero hay una cuestión más general. La Rebelión de
Bacon afectó el desarrollo de políticas genocidas dirigidas a los pueblos
indígenas; a saber, la creación de riqueza en las colonias sobre la base de la
tenencia de la tierra y el uso de agricultores colonos sin tierra o con pocas
tierras como soldados rasos para extender aún más la frontera de
colonización hacia territorios indígenas.[94] El hecho de que el líder de la
rebelión, Nathaniel Bacon, fuera el acaudalado dueño de una plantación
revela la relación que había entre los colonos terratenientes ricos y los más
pobres, generalmente, sin acceso a la tierra. El historiador Eric Foner
acierta al concluir que la rebelión fue un juego de poder de Bacon contra el
gobernador de Virginia, William Berkeley, y los propietarios de
plantaciones aliados, dado que entre los financiadores de Bacon se hallaban
otros propietarios acaudalados que se oponían a Berkeley.[95]
En nombre de Dios Lo que ocurrió sobre la costa hacia el norte,
durante la fundación y el crecimiento de la colonia de Nueva
Inglaterra, fue diferente, al menos al principio. Apenas después
de la llegada del Mayflower, en 1620, la viruela se había
extendido desde los barcos mercantes ingleses situados en la
costa hacia las comunidades pesqueras y agricultoras de los
pequots tierra adentro, lo que redujo enormemente la población
indígena del área que ocuparía la colonia de Plymouth. El rey
James le atribuyó la epidemia a la «gran bondad y generosidad
[de Dios] hacia nosotros».[96] Como consecuencia, los
supervivientes de las comunidades indígenas tenían pocos
medios para resistir en ese momento el robo de tierras y
recursos. Sin embargo, dieciséis años después, las aldeas
indígenas se habían recuperado y se las consideraba una
barrera al movimiento de los colonos hacia el territorio pequot
en Connecticut. Un solo incidente violento desató una guerra
puritana devastadora contra los pequots: es lo que se llamaría
en los anales de la colonia y los futuros textos de historia «la
guerra pequot».
Los colonos puritanos, como si lo hicieran por instinto, se lanzaron de
inmediato a una atroz guerra de aniquilación: entraban en las aldeas
indígenas para matar a las mujeres y los niños o tomarlos como rehenes.
Los pequots respondieron atacando los asentamientos ingleses, incluso el
fuerte Saybrook, en Connecticut. Las autoridades del lugar le encargaron al
mercenario John Mason que dirigiera una fuerza de soldados de esa colonia
y de Massachusetts hacia uno de los dos fuertes pequots en el río Mystic.
Los luchadores pequots ocuparon uno de los fuertes, mientras que en el otro
solo había mujeres, niños y ancianos: ese fue el objetivo de John Mason. Y
lo que siguió, una matanza. Después de asesinar a la mayoría de los
defensores pequots, los soldados prendieron fuego a las estructuras del
fuerte y quemaron vivos a los habitantes que quedaban.[97]
Ese tipo de guerra era desconocido para los pueblos indígenas.[98]
Según sus modos de hacer la guerra, cuando se rompían las relaciones entre
grupos y sobrevenía el conflicto, la guerra estaba muy mediada por rituales,
se buscaba la gloria individual y había pocas bajas. Inevitablemente, las
guerras coloniales hicieron que otras comunidades indígenas se aliaran a
uno u otro bando. Durante la guerra pequot, las aldeas cercanas de los
narragansetts se aliaron a los puritanos con la esperanza de conseguir una
buena cantidad de cautivos, un buen botín y la gloria. Pero una vez
terminada la carnicería, los narragansetts abandonaron el bando puritano
con disgusto, porque los ingleses estaban «demasiado furiosos» y
«asesinaron a demasiados hombres». Después de lograr que se considerara
a los pequots el enemigo, los colonos se dispusieron a completar la
destrucción. De los dos mil pequots que había al comienzo de la guerra,
quedaron menos de doscientos, casi muertos de hambre. A pesar de que los
pequots habían desistido y no tenían medios para defenderse, los colonos
volvieron a atacarlos. La colonia le encargó al mercenario Mason y su
banda de criminales compuesta por cuarenta hombres que incendiaran las
pocas casas que quedaban en pie y también los campos.[99] En aquel
entonces, el puritano William Bradford escribió en su diario History of
Plymouth Plantation [Historia del asentamiento de Plymouth]: Los que
escaparon al fuego fueron muertos a espada; algunos murieron a hachazos y
otros fueron atravesados con el espadín, y así se dio buena cuenta de ellos
en poco tiempo, y pocos lograron huir. Se piensa que murieron unos
cuatrocientos esa vez. Verlos friéndose en el fuego era un espectáculo
espantoso, al igual que los ríos de sangre, y horrible era el hedor que de allí
emanaba, pero la victoria fue un dulce sacrificio y allí dieron oración a
Dios, que había obrado tan maravillosamente por ellos poniendo a sus
enemigos en sus manos, y les dio tan rápida victoria contra tan orgulloso e
insultante enemigo.[100]
Las otras naciones indígenas de la región evaluaron lo que les esperaba
y aceptaron el estatus tributario bajo autoridad colonial.
Hacia finales del siglo XVII, los colonos anglosajones de Nueva
Inglaterra comenzaron con las prácticas asiduas de la cacería de cueros
cabelludos y de lo que Grenier identifica como ranging: el uso de fuerzas
de vigilancia compuestas por colonos. Para entonces, la población no
indígena de la colonia inglesa había aumentado seis veces, a más de
150.000 habitantes, lo que significa que los colonos penetraban más aún en
las tierras indígenas. Estos llamaron guerra del Rey Felipe a la resistencia
indígena que le siguió.[101] El pueblo wampanoag y sus aliados indígenas
atacaron las fincas aisladas de los colonos utilizando un método de guerra
de guerrillas que se basaba en la velocidad y la precaución a la hora de
atacar y replegarse. Los colonos veían este tipo de resistencia con malos
ojos y consideraban que se «escabullían»; por ello respondieron
destruyendo las aldeas indígenas: nuevamente, la extirpación. Sin embargo,
continuaron los ataques indígenas al estilo de las guerrillas, y el
comandante de la milicia de Plymouth, Benjamin Church, comenzó a
estudiar las tácticas de los originarios para desplegar una estrategia
preventiva más eficaz. Solicitó al gobernador de la colonia un permiso para
elegir entre sesenta y setenta colonos y alistarlos como «exploradores»
(scouts), tal como los llamó, para lo que denominó wilderness war [guerra
en tierras salvajes]. En julio de 1676 surgió entonces la primera fuerza
organizada de colonos rangers. En palabras de Church, esta fuerza,
compuesta por sesenta colonos y ciento cuarenta indígenas colonizados,
debía «descubrir, perseguir, atacar, sorprender, destruir o reducir» al
enemigo. La inclusión de combatientes indígenas en el bando colonial ha
sido característica del colonialismo de asentamiento y de las ocupaciones
extranjeras desde entonces.[102] Los colonos rangers podían aprender de sus
aliados nativos y luego descartarlos. En las dos décadas siguientes, Church
perfeccionó su método de aniquilación.
«Pieles rojas»
Los pueblos indígenas continuaron su resistencia incendiando
asentamientos y matando y capturando colonos. Como incentivo para
reclutar combatientes, las autoridades coloniales introdujeron un programa
de caza de cueros cabelludos, que se convertiría en un elemento constante y
duradero en la guerra de los colonos contra las naciones indígenas.[103]
Durante la guerra pequot, los funcionarios coloniales de Connecticut y
Massachusetts habían ofrecido recompensas, en un comienzo, por las
cabezas de indígenas y luego solo por sus cueros cabelludos, puesto que era
más fácil transportarlos en cantidad. Pero la caza de cueros cabelludos pasó
a ser rutinaria a mediados de la década de 1670, tras un incidente en la
frontera norte de la colonia de Massachusetts. La práctica comenzó a
intensificarse en 1697, cuando la colona Hannah Dustin, habiendo
asesinado a diez de sus captores abenakis en su fuga nocturna, presentó sus
diez cueros cabelludos a la Asamblea General de Massachusetts y se la
recompensó por dos hombres, dos mujeres y seis menores.[104]
Dustin se convirtió rápidamente en heroína popular de los colonos de
Nueva Inglaterra. La caza de cueros cabelludos pasó a ser una práctica
comercial muy lucrativa. Las autoridades de las colonias habían dado con
un método para alentar a los colonos a salir solos o en grupo a recolectar
cueros cabelludos al azar a cambio de dinero. John Grenier señala que
«entretanto, establecieron la privatización de la guerra a gran escala dentro
de las comunidades estadounidenses de frontera».[105] Si bien el Gobierno
colonial con el tiempo aumentó la recompensa para los cueros cabelludos
de adultos masculinos, bajó la de las mujeres adultas y eliminó la de los
menores de diez años, no era fácil distinguir la edad ni el género de las
víctimas, que tampoco se verificaban con cuidado. Aún peor, el cazador
podía capturar a los niños y venderlos como esclavos. Estas prácticas
eliminaron toda distinción existente entre los indígenas combatientes y no
combatientes y crearon un mercado de esclavos indígenas. Las recompensas
por cueros cabelludos se entregaban incluso en épocas de paz; estos, junto
con los niños, se convirtieron en medios de intercambio, en moneda, y hasta
pudo haber dado lugar a un mercado negro. No se trataba solamente de una
empresa privada lucrativa, sino también de un medio para erradicar y
someter a la población indígena de la costa atlántica angloestadounidense.
[106] Los colonos dieron un nombre a los cadáveres mutilados y sangrientos
que iban dejando a su paso tras la cacería de cueros cabelludos: los
llamaron «pieles rojas».
Este tipo de guerra, forjada durante el primer siglo de la colonización
mediante la destrucción de aldeas y campos indígenas, la matanza de
civiles, el uso de rangers y la cacería de cueros cabelludos, se convirtió en
la base de los ataques a indígenas en todo el continente hasta finales del
siglo XIX.[107]
Expansión colonial Habiendo arrasado con las poblaciones
indígenas en gran parte de la costa desde Nueva Inglaterra
hasta las Carolinas, otra ola de colonos empleó el mismo tipo
de guerra al fundar la colonia de Georgia, a principios de 1732.
Técnicamente, la zona era una parte de la Florida ocupada por
los españoles llamada Guale. Desde el momento en que los
primeros colonos ocuparon tierra indígena en Georgia, los
rangers encabezaron la limpieza étnica despejando la región
para la colonización británica. El brigadier James Oglethorpe,
comandante en jefe de la colonia de Georgia, intentó convertir
su pequeño ejército regular en una fuerza de rangers, pero no lo
logró; por eso le encargó a Hugh Mackay Jr. organizar al
ejército regular en una fuerza de rangers de la zona alta. Agente
secreto para la colonia de Georgia y exoficial del Ejército
británico, Mackay era un escocés de las Tierras Altas. Estos
eran famosos por su rudeza y temeridad, en otras palabras:
asesinos brutales. En esa época no era común poner a un
oficial local de milicia al mando de fuerzas regulares del
Ejército.[108]
La población indígena de Georgia estaba compuesta mayoritariamente
por la nación cheroqui. Los colonizadores se dieron cuenta de que sería
imposible convencer a los cheroquis para que aceptaran defender a los
colonos de Georgia si se desataba una guerra entre Gran Bretaña y España a
causa de la injerencia británica en Guale. Los comerciantes de Carolina ya
habían introducido la viruela y el ron en las comunidades cheroquis,
causantes de muchas muertes y motivo de desconfianza hacia todos los
ingleses. Oglethorpe visitó los poblados cheroquis en persona, pero lo
despreciaron. Mientras tanto, los agentes españoles también intentaban
ganarse a los cheroquis para que pelearan en su bando contra los británicos.
En el otoño boreal de 1739, a un paso de la guerra, Oglethorpe obtuvo el
compromiso de algunas aldeas cheroquis a cambio de maíz, pero era
consciente de que, como otras naciones indígenas, los cheroquis
probablemente enfrentaran a una potencia colonial contra la otra en
beneficio de sus propios intereses y podrían cambiar de bando en cualquier
momento. En diciembre la invasión inglesa comenzó a penetrar aún más en
territorio español. Los rangers anglos y escoceses y sus aliados indígenas
destruyeron plantaciones españolas e intimidaron a las comunidades
cimarronas en el norte de Florida, compuestas por familias indígenas
locales y esclavos africanos que habían escapado de las colonias británicas.
Los rangers arrasaban, saqueaban e incendiaban todo a su paso, mientras
cazaban cueros cabelludos de indígenas aliados con los españoles y de
esclavos fugitivos. Con una duración de más de un mes, las operaciones
dejaron Florida devastada, en parte porque los españoles opusieron escasa
resistencia. Durante la década de 1740, la Oficina de Guerra británica y el
Parlamento encargaron la formación de dos compañías de colonos rangers
y autorizaron a más de cien hombres para que desempeñaran servicio de
tiempo completo en los Highland Rangers en Georgia.[109] Continuaron las
incursiones para saquear el territorio y cazar cueros cabelludos.
Una guerra que cambia la marea En la década previa al
comienzo de la guerra franco-india (1754-1763), conocida en
Europa como la guerra de los Siete Años, se desarrollaron
conflictos en las fronteras británico-francesas en Nueva
Inglaterra, Nueva York y Nueva Escocia, donde había aldeas
indígenas de diversas naciones y colonos franceses conocidos
como acadianos.[110] Un choque de intereses entre colonos
británicos, comunidades indígenas y acadianos de la región de
las actuales provincias marítimas canadienses derivó en un
conflicto de cuatro años de duración que los británicos
denominaron guerra del Rey Jorge. A pesar de que Gran
Bretaña había obtenido la posesión nominal de Nueva Escocia,
no lograba controlar la población de acadianos ni las
comunidades mixtas donde había matrimonios entre acadianos
y pueblos mi’kmaq y malisset. Las aldeas acadianas-indígenas
insistían en mantener la neutralidad en las disputas entre
británicos y franceses; la poderosa confederación
haudenosaunee los apoyaba en ese aspecto. Pero los
imperialistas británicos querían la tierra y permitieron que los
colonos angloamericanos tuvieran un papel destacado en la
lucha, que incluía recorrer la zona en busca de cueros
cabelludos. Hacia el final de la guerra, la presencia militar
británica en Nueva Escocia estaba compuesta en su mayor
parte por los colonos rangers: esto puso en marcha la sostenida
resistencia acadiana-indígena contra el dominio británico.[111]
Cuando estalló la guerra franco-india, mientras el Ejército y la Armada
británicos se concentraban en las posiciones imperiales francesas en las
provincias marítimas, las fuerzas milicianas de colonos continuaban
asediando las aldeas acadianas-indígenas, lo que derivó en la expulsión de
los acadianos, conocida como la Gran Agitación. En cuestión de semanas,
las fuerzas militares británicas y las milicias coloniales expulsaron de
Nueva Escocia a cuatro mil no combatientes, y en la diáspora acadiana
pereció al menos la mitad de ese número. Unos ocho mil evitaron la
deportación internándose en el bosque. Así, los acadianos se convirtieron en
la población más numerosa de colonos europeos en la historia de
Norteamérica en ser forzosamente desplazada. Esta hazaña se logró
mediante el asesinato, la intimidación y el saqueo. Para entonces, los
colonos anglosajones no dudaban en considerar a los civiles desarmados de
todas las edades como blanco de la violencia.
El general de división Jeffrey Amherst —a quien debe su nombre la
ciudad de Amherst, en Massachusetts— comandó el Ejército británico en el
escenario norteamericano de la guerra de los Siete Años. En 1759, Amherst
nombró al general Robert Rogers, experimentado líder de los Rogers’
Rangers de Nueva Inglaterra y posiblemente el ranger más famoso y
admirado en lo que a conocimiento de las fronteras respecta, para encabezar
una fuerza de colonos rangers, voluntarios británicos y exploradores
aliados del pueblo indígena stockbridge, que serían escogidos por el propio
Rogers. Amherst les ordenó atacar una aldea abenaki que aún resistía en el
valle del río San Lorenzo. Si bien Amherst le indicó a Rogers que no
permitiera la tortura ni el asesinato de mujeres y niños, el comandante debía
de conocer la reputación de estos rangers, de cuyas sangrientas redadas por
las aldeas indígenas nadie se salvaba. Al encargarle esa misión a Rogers,
Amherst estaba aprobando de hecho la guerra contrainsurgente de los
colonos rangers. En general, el Ejército británico no solo toleraba la guerra
sucia de los colonos, sino que además la empleó en la guerra cheroqui, la
guerra franco-india y en su intento de aplastar la Rebelión Pontiac de 1763,
en la que Amherst es más conocido por apoyar el uso de la guerra biológica
contra el pueblo indígena.[112] Amherst le escribió a un oficial subordinado:
«¿No sería posible planificar el envío de la viruela entre esas tribus de
indios descontentos? Debemos, en esta ocasión, emplear cualquier
estratagema a nuestro alcance para reducirlos». El coronel prometió hacer
todo lo posible.[113] Luego Amherst dio órdenes de «someter [a las fuerzas
pontiac y sus aliados] adecuadamente» hasta que «no haya ningún
asentamiento indio a unas mil millas de nuestro territorio».[114]
En 1760, en el escenario sur de la guerra franco-india, los británicos
vieron superada su capacidad de combate por la nación cheroqui, por lo que
allí también recurrieron a los rangers. En la primavera boreal, cuando la
nación cheroqui desafió la autoridad británica, Amherst se apresuró a enviar
regimientos regulares a Charleston, al mando del coronel Archibald
Montgomery, con la orden de castigar a los cheroquis tan rápido como fuera
posible para que los soldados pudieran volver al norte y unirse al inminente
ataque contra Montreal. En guerras anteriores contra las naciones indígenas,
los comandantes británicos habían asignado misiones específicas a los
grupos de rangers, pero en la guerra cheroqui incluso las fuerzas militares
británicas regulares atacaron a no combatientes. Unos meses antes, el
gobernador de Carolina del Norte había pergeñado la estrategia que usarían:
En caso de que deba proclamarse una guerra, las tres provincias sureñas de
Virginia y las Carolinas deberían emplear toda su fuerza, penetrar en todas
las ciudades [cheroquis] que están en guerra con nosotros y destruirlas y
tomar como esclavos cuantas esposas y niños sea posible, enviando a estos
a las islas [Indias Occidentales] si tienen más de 10 años […], y entregar 10
libras esterlinas por cada prisionero entregado en cada Provincia.[115]
Ese fue el plan adoptado. El comandante Montgomery sabía muy bien
que, incluso mediante la guerra irregular, el Ejército no podría derrotar a los
cheroquis en su propio territorio y que necesitaría de los colonos y los
indígenas aliados para utilizarlos como exploradores y guías. Sumó a sus
fuerzas a trescientos colonos rangers, cuarenta miembros de la milicia local
y cincuenta aliados catawbas. La nación cheroqui no había podido formar
una confederación con los muskogees ni los chickasaws, por lo que sus
aldeas eran vulnerables. El primer objetivo fue la ciudad autónoma cheroqui
de Estatoe, con unas doscientas casas y dos mil habitantes. Las fuerzas de
Montgomery incendiaron todos los hogares y construcciones; atrapaban a
los que intentaban huir y prendían fuego a los que se escondían. Una tras
otra, las ciudades ardían en llamas hasta que los cheroquis organizaron una
resistencia con la fuerza suficiente para expulsar a los atacantes. Los
británicos dijeron haber sofocado la resistencia cheroqui, pero no fue así, y
estos sitiaron los fuertes de aquellos. Un año después, las fuerzas británicas
atacaron nuevamente, esta vez con más fuerza, y aplastaron a los cheroquis
en Etchoe, su capital, que además destruyeron. Luego se desplazaron a otras
ciudades cheroquis, a las que también prendieron fuego. Durante la batalla
de aniquilación, que duró un mes y fue unilateral, los británicos arrasaron
quince ciudades y quemaron unas quinientas sesenta hectáreas de maíz.
Cinco mil cheroquis pasaron a ser refugiados sin hogar y se desconoce el
número de muertos.[116]
Otra arma en la guerra fue el alcohol, que cobró mayor incidencia en el
siglo XVIII. En 1754, un líder catawba conocido por los colonialistas
ingleses como rey Hagler solicitó a las autoridades de Carolina del Norte:
Hermanos, aquí hay algo en lo que ustedes tienen mucha culpa; y es que
fermentan su grano en tubos, de los que toman y hacen fuertes bebidas.
Las venden a nuestros jóvenes y muchas veces se las dan; se emborrachan con ellas [y] es
esa la causa por la que a veces cometen esos crímenes que son ofensivos para ustedes y
nosotros, y todo por el efecto de esas bebidas. Es también muy malo para nuestro pueblo,
porque pudre sus entrañas y enferma mucho a los hombres, y muchos de los nuestros han
muerto por los efectos de esa fuerte bebida, y sinceramente deseo que hagan algo para evitar
que su gente se atreva a venderles o darles cualquiera de esas fuertes bebidas, bajo ninguna
circunstancia, pues ese será un gran medio para que seamos libres de que se nos acuse de
crímenes que cometen nuestros jóvenes y evitará muchos de los abusos que ellos hacen bajo el
efecto de esa fuerte bebida.[117]
El rey Hagler siguió solicitando durante años un embargo al licor, sin
conseguir nada.
La victoria británica al final de la guerra franco-india, en 1763, significó
el control inglés del comercio mundial, los mares y las posesiones
coloniales durante un siglo y medio.[118] En el Tratado de París, Francia
cedió Canadá y todo reclamo territorial al este del Misisipi a Gran Bretaña.
En el transcurso de la guerra, los colonos anglosajones habían ganado
fuerza numérica y seguridad en relación con los pueblos indígenas en los
límites de las colonias de ocupación inglesa. Incluso allí, un número
importante de colonos había ocupado tierras indígenas más allá de las
supuestas fronteras coloniales y llegaron a la región del valle del Ohio. Para
consternación de los colonos, poco después de la firma del Tratado de París,
el rey Jorge III emitió una proclama que prohibía la ocupación británica al
oeste de la frontera montañosa de Allegheny-Apalaches y ordenaba a
quienes se habían establecido allí que abandonaran sus reclamaciones y
retrocedieran al este de la frontera. Sin embargo, las autoridades británicas
no asignaron suficientes tropas para garantizar que se aplicara el edicto
eficazmente. En consecuencia, miles de colonos más cruzaron las montañas
y ocuparon tierras indígenas.
Hacia principios de la década de 1770, los colonos anglosajones
comenzaron a sembrar aún más el terror en todas las colonias, y la
especulación de la tierra en el oeste era desenfrenada. Sobre todo en las
colonias del sur, los agricultores que habían perdido sus tierras por la
competencia de las plantaciones más extensas, y que utilizaban mano de
obra esclava, se apresuraban hacia las tierras del oeste. Estos colonos
agricultores fijaron así, como explica Grenier, «un patrón prefigurativo de
anexión y colonización estadounidense de naciones indígenas en todo el
continente, que se extendería al siglo siguiente: una vanguardia de colonos
agricultores que, dirigidos por experimentados “combatientes de indios”,
exigiría a las autoridades y milicias de las colonias británicas, primero, y al
Gobierno y al Ejército estadounidenses, después, que defendieran sus
asentamientos; esto constituye la dinámica central de la “democracia”
estadounidense».[119]
Más tarde, se consideraría a la guerra franco-india como el factor
desencadenante de la independencia de los colonos, de la que surgió la
nación distintivamente «americana». Esta mitología se expresó en la novela
de 1826 El último mohicano, en la que el autor —el especulador de tierras
James Fenimore Cooper— creó una historia aprovechable sobre el
colonialismo de asentamiento. Las adaptaciones que realizó Hollywood en
1932 y 1992 reforzaron esa mitología. Pero la película de 1940, basada en
la novela superventas Pasaje al noroeste, que es considerada un clásico y
sigue gozando de popularidad gracias a las repeticiones en televisión, va
incluso más allá al representar a los mercenarios sedientos de sangre, los
Rogers’ Rangers, como héroes por haber aniquilado una aldea de abenakis.
[120]
El territorio del Ohio La guerra de los colonos para
independizarse de Gran Bretaña se desarrolló a la par que las
«guerras indias» (1774-1783). En todas ellas, los colonos rangers
utilizaron la violencia extrema contra los no combatientes
indígenas con el objetivo del sometimiento o la expulsión
definitivos. El gobernador británico de Virginia, John Murray,
cuarto conde de Dunmore, se alió a los colonos británicos que
querían tierras en el Territorio del Ohio (en parte porque él
mismo era un especulador de tierras). En su opinión, ninguna
política monárquica podía evitar que los colonos tomaran
tierras indígenas. A principios de 1774, la nación shawnee de la
región del valle del Ohio respondió a la incursión en sus tierras
de cultivo y zonas de caza sitiando asentamientos ilícitos y
expulsando a los agrimensores. Pareciera que los colonos
estaban esperando una excusa para iniciar su sangrienta
represalia. Dunmore envió a ciento cincuenta colonos rangers a
Virginia para que destruyeran los pueblos shawnees y movilizó
a la milicia de Virginia para invadir el valle del Ohio y «proceder
directamente hacia sus Ciudades y, de ser posible, destruir sus
Ciudades y almacenes y afligirlos de cualquier otro modo que
sea posible».[121]
Durante la «guerra de Lord Dunmore», los shawnees y otros pueblos
indígenas que habitaban lo que los separatistas anglosajones pronto
llamarían el Territorio del Noroeste se dieron cuenta de que estaban
luchando a vida o muerte contra esas bandas de colonos asesinos guiados
por un rico especulador dispuesto a destruir su nación y borrarlos de la faz
de la tierra. Esta toma de conciencia llevó a la aparición de otro factor
recurrente en la embestida de las fuerzas coloniales: la presencia de una
facción dentro de la nación indígena dispuesta a aceptar un humillante
acuerdo de paz. Dunmore exigió los territorios de caza shawnees ubicados
en lo que se convertiría tras la independencia estadounidense en el estado
de Kentucky.[122] Si bien Virginia no obtuvo toda la tierra que exigió
Dunmore, su guerra fue apenas el comienzo de un ataque contra la nación
shawnee y sus aliados que duraría tres décadas. La resistencia de esa alianza
estaba liderada por el gran Tecumseh, nacido en 1768 y criado junto a su
hermano Tenskwatawa —también conocido como el Profeta y líder
espiritual del movimiento— en medio de la guerra sin tregua contra su
pueblo.[123]
La guerra de Dunmore obligó a los shawnees a entablar una alianza con
los británicos en contra de los separatistas en 1777. Los guerreros indígenas
atacaron asentamientos dispersos de colonos a lo largo del valle alto del
Ohio y expulsaron del territorio shawnee a cientos de colonos. Pero entre
los británicos y los separatistas cambió la marea; esto le permitió al
Congreso Continental concentrarse en el Territorio del Ohio y organizar una
ofensiva para aniquilar a la nación shawnee. Quinientos combatientes
separatistas, tanto milicianos como profesionales, desataron una guerra
genocida. Masacrando a combatientes y no combatientes por igual, los
rangers cayeron sobre las ciudades de la nación delaware, que aún
mantenían su obstinada neutralidad, y torturaron y mataron a mujeres y
niños. En un episodio particularmente escabroso, las tropas de colonos
asesinaron a un niño delaware que estaba cazando pájaros solo. A esto le
siguió una especie de enfrentamiento entre las tropas para ver quién tenía el
derecho de arrogarse el «honor» por esa muerte. El Congreso Continental
envió mil combatientes adicionales con órdenes de «proceder, sin demora, a
destruir toda ciudad de las tribus hostiles de indios que [el brigadier general
Lachlan McIntosh] considerara que más eficazmente contribuiría a castigar
y aterrar a los salvajes y controlar los estragos que causan en las fronteras».
Los shawnees se apartaron del camino de los invasores para evitar los
ataques, pero la matanza no cesó.[124]
La escalada de extrema violencia por parte de los colonos en el
Territorio del Ohio condujo a lo que sería tal vez el crimen de guerra más
atroz, lo que demostró que ni la conversión indígena al cristianismo ni el
pacifismo servían de protección contra el genocidio. Las misiones moravas
en las devastadas comunidades delawares de Pensilvania habían dado
origen a tres aldeas moravas-indígenas en las décadas previas al comienzo
de la guerra por la independencia. Las tropas británicas desplazaron a los
miembros de uno de esos asentamientos, llamado Gnadenhütten, en el este
de Ohio, durante el combate en la zona, pero estos pudieron regresar a
cosechar su maíz. Poco después, en marzo de 1782, apareció una milicia de
colonos de Pensilvania bajo el mando de David Williamson y rodeó a los
delawares, con la demanda de que evacuaran el lugar por su propia
seguridad. En el grupo de delawares había cuarenta y dos hombres, veinte
mujeres y treinta y cuatro menores. Los milicianos requisaron sus
pertenencias para confiscar cualquier elemento que pudiera servir de arma y
luego anunciaron que matarían a todos, bajo la acusación de haber dado
refugio a delawares que habían matado a blancos. También se los acusó de
haber robado las herramientas que poseían, porque tales elementos solo
debían estar en manos de los blancos. Condenados a muerte, los delawares
pasaron la noche orando y cantando himnos. Por la mañana, los hombres de
Williamson hicieron marchar de dos en dos a más de noventa personas
hacia dos casas y los asesinaron metódicamente. Un asesino se jactó de que
había apaleado personalmente a catorce víctimas con un mazo tonelero, que
luego entregó a un cómplice: «Me falla el brazo, continúa con el trabajo».
[125] Este suceso fijó una nueva vara para la violencia, y las atrocidades que
lo siguieron superaron una y otra vez aquella atrocidad.[126]
Un año antes, el líder delaware Buckongeahelas se había dirigido a un
grupo de delawares cristianizados para decirles que había conocido a
algunos hombres blancos buenos, pero que los buenos eran pocos: Hacen lo
que se les antoja. Esclavizan a aquellos que no son de su color, aunque a
ellos los haya creado el mismo Gran Espíritu que nos creó a nosotros. Nos
harían a todos esclavos, pero como no pueden, nos matan. No se puede
tener fe en sus palabras. No son como los indios, que son enemigos
únicamente durante la guerra y son amigos durante la paz. Ellos le dirán a
un indio: «Mi amigo, mi hermano». Lo tomarán de la mano y en el mismo
momento lo destruirán. Y así los tratarán también a ustedes en poco tiempo.
Recuerden que en este día les he advertido acerca de amigos como esos.
Conozco a los cuchillos largos: no se puede confiar en ellos.[127]
De cómo los colonos obtuvieron la independencia Tanto los
británicos como sus oponentes, los colonos separatistas, se
dieron cuenta de que la clave de la victoria en la frontera sur de
las trece colonias era conseguir una alianza con la nación
cheroqui. A pesar de los ataques constantes a sus aldeas y
cultivos, con refugiados y personas enfermas, la enorme
nación cheroqui permanecía intacta, con un Gobierno en buen
funcionamiento. Para lograr el apoyo de los cheroquis, las
autoridades británicas suministraban armamento y dinero a sus
ciudades, mientras que los separatistas intentaban
convencerlos de que siguieran siendo neutrales bajo la
amenaza de su total destrucción. La neutralidad era lo máximo
a lo que podían aspirar los colonos. El comportamiento
sanguinario de estos contra los pueblos indígenas había
provocado el desprecio de los cheroquis, por lo que algunos
decidieron tomar partido en su contra. Varias ciudades
cheroquis que habían sufrido con más gravedad el ataque de
los colonos rangers respondieron atacando sus asentamientos y
destruyendo varios en las Carolinas en 1776. Apenas después
de estos ataques, los separatistas anunciaron que estaban
decididos a destruir a la nación cheroqui. La delegación de
Carolina del Norte en el Congreso Continental declaró: «La
flagrante e infernal vulneración de la fe de la que ellos [los
cheroquis] son culpables los excluye de cualquier pretensión
de piedad, y sin duda es la política de las Colonias del Sur
llevar el fuego y la espada a las entrañas mismas de su
territorio y hundirlos tan profundamente para que nunca más
puedan levantarse ni perturbar la paz de sus vecinos».[128]
En el verano y el otoño boreales de 1776, más de cinco mil colonos
rangers de Virginia, Georgia y las Carolinas arrasaron el territorio cheroqui.
[129] Willian Henry Drayton, líder de los separatistas anglosajones de
Charleston, se había reunido con los cheroquis en 1775. Después del ataque
cheroqui que desencadenó la campaña de tierra arrasada de los separatistas
en 1776, Drayton recomendó que «la nación sea extirpada y las tierras
pasen a ser de dominio público. Por mi parte, jamás daré mi voz para una
paz con la nación cheroqui bajo ninguna condición que no sea su
eliminación más allá de las montañas».[130] A medida que los cheroquis se
retiraban y abandonaban sus ciudades y campos, los soldados capturaron,
asesinaron y quitaron el cuero cabelludo a mujeres y niños, sin llevarse
ningún prisionero.[131]
A mediados de la década de 1780, ochenta colonos rangers separatistas
de Virginia atacaron a los shawnees en el sur de Ohio y dedicaron un mes a
destruir y saquear sus ciudades y campos. Al mismo tiempo, la nación
cheroqui recobraba el ímpetu de su resistencia y atacaba asentamientos de
colonos dentro de su territorio. Como represalia, Carolina del Norte envió a
quinientos rangers montados a quemar ciudades cheroquis, con la orden de
«castigar a esa nación y someterlos a la obediencia». En el invierno boreal
de 1780 a 1781, la milicia de Virginia, compuesta por setecientos hombres,
asoló nuevamente la nación cheroqui. El día de Navidad, el comandante de
la milicia escribió a Thomas Jefferson, por aquel entonces delegado del
Congreso Continental por Virginia, para informarle de que un destacamento
«sorprendió a un grupo de indios, [y se llevó] un cuero cabelludo y
diecisiete caballos cargados con vestimentas y pieles y muebles»: un claro
indicio de que se trataba de no combatientes que intentaban huir. El
comandante también informó de que sus fuerzas habían destruido, hasta ese
momento, las principales ciudades cheroquis de Chote, Scittigo, Chilhowee
Togue, Micliqua, Kai-a-tee, Sattoogo, Telico, Hiwassee, y Chistowee,
además de otras varias aldeas más pequeñas.
En total, destruyeron más de mil hogares y quemaron o saquearon unas
cincuenta mil fanegas de maíz y otras provisiones.[132] En ese momento, las
autoridades separatistas de Virginia y Carolina del Norte aunaron su
personal y equipamiento y organizaron una fuerza que efectuó un profundo
barrido de aniquilación por las ciudades cheroquis. Como resultado, los
residentes huyeron hacia lo que hoy es la zona central de Tennessee y el
norte de Alabama, lugares donde también se exterminó a las familias
indígenas y se prendió fuego a sus ciudades.
A lo largo de la guerra entre los colonos separatistas y las fuerzas de la
monarquía, los primeros iniciaron una guerra total contra los pueblos
indígenas, y en gran parte cumplieron con sus objetivos. Los cheroquis se
vieron forzados a aceptar el estatus tributario, pero aun así continuaron los
ataques. Pasaría casi medio siglo desde la independencia de Estados Unidos
hasta la expulsión forzosa de la nación cheroqui del sur, pero los esfuerzos
no cesaron. Para los colonos que ocupaban tierras indígenas al otro lado del
límite establecido en la Proclamación Real del rey Jorge, de 1763, las
guerras que emprendieron durante la guerra de independencia eran una
continuación de las que sus ancestros y otros predecesores habían iniciado
desde comienzos del siglo XVII. Algunos historiadores describen a los
británicos como los organizadores de la resistencia indígena durante este
periodo. No cabe duda de que la oligarquía colonial separatista que redactó
la Declaración de Independencia en 1776 opinaba lo mismo. Sin embargo,
como señala Grenier, los pueblos indígenas sabían muy bien que negociar
con un imperio lejano traería resultados mucho más positivos que hacerlo
con un Gobierno de colonos decididos a exterminarlos.[133]
Los haudenosaunees Hacia mediados de la década de 1770, en
el límite occidental de la colonia de Nueva York, al igual que en
las colonias del sur, los colonos invadían y ocupaban territorio
haudenosaunee (las Seis Naciones Iroquesas). Tal como
sucedía con los cheroquis, los británicos y los separatistas
sabían que estas naciones serían un factor importante en la
guerra y, como también hicieron con la nación cheroqui, ambas
partes enviaron a sus representantes a los consejos
haudenosaunees para solicitar apoyo. Cada nación miembro de
la confederación tenía sus propios intereses específicos,
porque cada una había tenido experiencias diferentes durante
el siglo y medio previo de intromisiones británicas y francesas.
Gran parte de la guerra franco-india había tenido lugar en sus
territorios, y fueron los indígenas quienes pelearon en la
mayoría de los enfrentamientos en ambos bandos. En 1775, la
nación mohawk se alió a los británicos contra los colonos
separatistas. La nación seneca los había considerado
anteriormente un acérrimo enemigo, pero ante el advenimiento
de la guerra separatista temían más a los colonos; por eso, los
senecas siguieron la iniciativa mohawk y establecieron alianza
con los británicos. Las naciones cayuga, tuscarora y onondaga
permanecieron neutrales. Solo los oneidas conversos
brindaron su apoyo a los colonos separatistas.
Como respuesta a las decisiones de cinco de las naciones iroquesas, el
general George Washington envió instrucciones por escrito al general de
división John Sullivan para que tomara medidas preventivas contra los
haudenosaunees «para arrasar todos los asentamientos del lugar […] de
modo que el territorio no solo debe ser derrotado, sino destruido […].
Usted no atenderá ninguna propuesta de paz antes de que se lleve a cabo la
total ruina de sus asentamientos […]. Nuestra seguridad futura depende de
su incapacidad de perjudicarnos […] y del terror que les inspire la severidad
del castigo que recibirán». Sullivan contestó: «Los indios verán que hay
maldad suficiente en nuestro corazón para destruir todo lo que contribuya a
su sustento».[134]
Para 1779, el Congreso Continental había decidido empezar por los
senecas. Se reunieron tres ejércitos para arrasar las tierras de Nueva York y
confluir en Tioga, la principal ciudad seneca, en la actual región norte de
Pensilvania. Para acabar con los senecas y cualquier otra nación indígena
que se opusiera a su proyecto separatista, tenían órdenes de quemar y
saquear todas las aldeas, destruir las fuentes de alimento y convertir a los
habitantes en refugiados sin hogar. Los Gobiernos separatistas de las
colonias de Nueva York y Pensilvania ofrecieron rangers para el proyecto
y, como incentivo para el alistamiento, la asamblea de Pensilvania autorizó
recompensas por cueros cabelludos de senecas, sin distinción de sexo o
raza. Esta combinación de Ejército Continental, soldados profesionales,
colonos rangers y cazadores de cueros cabelludos devastó la mayor parte
del territorio seneca.
Dado que la Confederación Iroquesa no estaba unida respecto de su
postura en la guerra, el Ejército Continental no tenía prácticamente ningún
obstáculo en su marcha triunfal y asesina. En lo que resultó ser otra
situación típica resultante del colonialismo y del neocolonialismo europeo y
angloamericano, se desató una guerra civil en el seno de la Confederación
Iroquesa, en la que los mohawks destruyeron aldeas oneidas. Estos ya no
podían proveer de información a sus aliados separatistas. Grenier observa:
«Para 1781, después de tres temporadas de guerra india, la frontera de
Nueva York se había convertido en tierra de nadie».[135]
[80] John Grenier, The First Way of War, pp. 5, 10. Grenier es oficial de las Fuerzas Aéreas y
profesor adjunto de Historia en la Academia de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
[81] LaDuke, Militarization of Indian Country, pp. XV-xvii.
[82] O’Brien, American Indian Tribal Governments, pp. 205-206. Para que se la reconozca como
«Territorio Indio», por lo general, la tierra debe estar dentro de los límites de una reserva indígena o
estar bajo el régimen federal de fideicomiso (tierras que técnicamente son propiedad del Gobierno
federal, pero que este mantiene en fideicomiso para una comunidad o miembro de una comunidad).
En la mayoría de los casos, los tipos de territorio indio son los siguientes: 1. Reservas [Código de EE.
UU., título 18, sección 1151(a)]: históricamente, las reservas indígenas se crearon cuando
comunidades específicas firmaron tratados con Estados Unidos. Entre otras cosas (los tratos por lo
general incluían disposiciones para que los miembros de la comunidad recibieran seguridad,
educación, beneficios de salud y retuvieran derechos de caza y pesca), las comunidades transferían
sus tierras tradicionales al Gobierno estadounidense, pero «reservaban» parte de sus tierras con fines
comunitarios. Luego, muchas «reservas» se crearon mediante decretos ejecutivos o disposiciones
legislativas del Congreso. Como se define en el título 18 del Código de EE. UU., sección 1151(a), se
considera «Territorio Indio» a las tierras que se encuentran dentro de una reserva, incluyendo las de
propiedad privada y las que estén sujetas a derechos de paso (por ejemplo, un camino de acceso
público). Sin embargo, se han «anulado» algunas reservas mediante fallos de tribunales o
disposiciones posteriores del Congreso.
2. Reservas informales: si se ha anulado una reserva o su condición legal no es clara, las tierras en
fideicomiso que se han reservado para el uso de las comunidades indígenas aún se consideran
Territorio Indio. (Oklahoma Tax Commission vs. Chickasaw Nation, 515 US 450, y Oklahoma Tax
Commission vs. Sac & Fox Nation, 508 US 114).
3. Comunidades indígenas dependientes [Código de EE. UU., título 18, sección 1151(b)]: en
Estados Unidos vs. Sandoval (231 US 28), el Tribunal Supremo determinó que las tierras
comunitarias de los pueblo en Nuevo México son «Territorio Indio», y en Estados Unidos vs.
McGowan (302 US 535), la decisión del tribunal estableció que las colonias indígenas en Nevada
también son «Territorio Indio». Estos fallos se codificaron más tarde en el título 18, sección 1151(b)
como «comunidades indígenas dependientes». El Tribunal ha interpretado que estas son tierras
supervisadas por el Gobierno federal y que se han apartado para uso de los indígenas, como en
Alaska vs. Native Village of Venetie (522 US 520).
4. Parcelaciones [Código de EE. UU., título 18, sección 1151(c)]: especialmente entre 1887 y
1934, el Gobierno federal aplicó programas en los que algunas parcelas de tierra indígena en
fideicomiso se asignaron a individuos o familias indígenas puntuales (pero luego el Gobierno federal
iba a restringir temporalmente las transferencias). Más tarde, algunas de estas parcelas se
privatizaron. Sin embargo, cuando se congelaron los programas de parcelación mediante
disposiciones del Congreso en 1934, muchas parcelas aún tenían estatus restringido o eran tierras en
fideicomiso; estas son «Territorio Indio» a pesar de que ya no estén dentro de una reserva.
5. Designaciones especiales: por motivos jurisdiccionales, el Congreso puede determinar
especialmente que ciertas tierras son «Territorio Indio», incluso si estas no pertenecen a ninguna de
las categorías anteriores. Un ejemplo de esto es el colegio indígena Santa Fe Indian School en Nuevo
México [ley pública 106-568, apartado 824(c)] (O’Brien).
«What Is Indian Country?», Indian Country Criminal Jurisdiction, disponible
http://tribaljurisdiction.tripod.com/id7.html (consultado el 25 de septiembre de 2013).
en:
[83] Grenier, The First Way of War, pp. 5, 10. Véanse también el prólogo de Kaplan a Imperial
Grunts, pp. 3-16; y Cohen, Conquered into Liberty.
[84] Grenier, The First Way of War, p. 1.
[85] Bailyn, Barbarous Years.
[86] Grenier, The First Way of War, pp. 4-5, 7.
[87] Ibid., p. 21.
[88] De Samuel G. Drake, Biography and History of the Indians of North America, Boston, 1841,
citado en Nabokov, Native American Testimony, p. 72.
[89] Sobre el papel de Pocahontas en la resistencia powhatan, véase Townsend, Pocahontas and
the Powhatan Dilemma.
[90] El Encarta World English Dictionary define el verbo extirpar (extirpate) como «deshacerse
por completo de algo o alguien considerado indeseable, matarlo o destruirlo» o «remover algo
quirúrgicamente».
[91] Grenier, The First Way of War, pp. 22-26.
[92] Ibid., p. 34.
[93] Allen, en Invention of the White Race, ofrece un análisis brillante de esta cuestión.
[94] Zinn, La otra historia de los Estados Unidos, pp. 44-47; Washburn, Governor and the Rebel.
[95] Foner, Give Me Liberty!, p. 100.
[96] Citado en Vowell, Wordy Shipmates, p. 31.
[97] Grenier, The First Way of War, pp. 26-27.
[98] Ibid., p. 27.
[99] Ibid., pp. 27-28.
[100] Citado en Zinn, La otra historia de los Estados Unidos, p. 26.
[101] «Rey Felipe» llamaban los ingleses al líder wampanoag Metacom.
[102] El reclutamiento colonialista de guías, informantes y combatientes indígenas tuvo su
contraparte en el siglo XX. Por ejemplo, los Guardianes de la Nación Oglala (los GOON),
financiados por el Gobierno federal, funcionaban como una organización indígena paramilitar en la
reserva siux de Pine Ridge a principios de la década de 1970 y atacaban y asesinaban a cualquiera
que apoyara al Movimiento Indígena Estadounidense, incluso personas mayores y débiles.
[103] Grenier, The First Way of War, pp. 29-34, 36-37, 39.
[104] Taylor, American Colonies, p. 290.
[105] Grenier, The First Way of War, pp. 39-41.
[106] Ibid., pp. 42-43.
[107] Ibid., p. 52.
[108] Ibid., pp. 55-57.
[109] Ibid., pp. 58, 60-61.
[110] Véanse Szabo, The Seven Years War in Europe; y Anderson, War That Made America.
[111] Grenier, The First Way of War, pp. 66, 77.
[112] Ibid., pp. 115-117.
[113] Amherst, citado en Calloway, Scratch of a Pen, p. 73.
[114] Citado en Grenier, The First Way of War, p. 144.
[115] Ibid., p. 41.
[116] Ibid., pp. 141-143.
[117] De The Colonial and State Records of North Carolina 5, Chapel Hill: University of North
Carolina, citado en Nabokov, Native American Testimony, pp. 41-42.
[118] Calloway, Scratch of a Pen, pp. 168-169.
[119] Grenier, The First Way of War, p. 148.
[120] Véase un estudio en profundidad sobre las películas de Hollywood de «indios y vaqueros»
en Slotkin, Gunfighter Nation.
[121] Dunmore, citado en Grenier, The First Way of War, p. 150.
[122] Jennings, «The Indians’ Revolution», pp. 337-338.
[123] Sobre el papel de los líderes espirituales en la resistencia indígena, véase Dowd, Spirited
Resistance.
[124] Grenier, The First Way of War, pp. 153-154.
[125] Richter, Facing East from Indian Country, p. 223.
[126] Grenier, The First Way of War, p. 161.
[127] Richter, Facing East from Indian Country, pp. 222-223.
[128] Grenier, The First Way of War, p. 152.
[129] Calloway, American Revolution in Indian Country, pp. 197-198.
[130] Ibid., p. 197.
[131] Grenier, The First Way of War, pp. 51-53.
[132] Ibid., pp. 17-18.
[133] Ibid., pp. 59-63.
[134] Washington y Sullivan, citado en Drinnon, Facing West, p. 331.
[135] Grenier, The First Way of War, pp. 163, 166-168.
05
El nacimiento de una nación Nuestra nación ha nacido en el
genocidio […]. Somos quizás la única nación que intentó, como
asunto de política nacional, aniquilar a su población indígena. Aún
más, elevamos esa trágica experiencia a la categoría de noble
cruzada. De hecho, incluso hoy no nos permitimos rechazar este
vergonzoso episodio ni sentir remordimiento por él.
MARTIN LUTHER KING[136]
Los británicos abandonaron la lucha por el dominio de sus trece
colonias en 1783, para redirigir sus recursos a la conquista del sudeste
asiático. La British East India Company había estado operando en el
subcontinente desde el año 1600 en un proyecto paralelo a la colonización
británica de la costa atlántica norteamericana. Los británicos transfirieron a
Estados Unidos su reclamación del Territorio del Ohio, lo cual significó una
terrible pesadilla para todos los pueblos indígenas al este del Misisipi. La
retirada británica en 1783 no puso fin a las acciones militares contra los
indígenas, sino que fue el preludio a la colonización violenta y
desenfrenada del continente. En las negociaciones entabladas para poner fin
a la guerra, Gran Bretaña no insistió en que se tuviera consideración por las
naciones indígenas que resistieron junto a ellos en la guerra de secesión de
los colonos. En el Tratado de París, de 1783, la Corona transfirió a Estados
Unidos la propiedad de todo su territorio al sur de los Grandes Lagos, desde
el Misisipi hasta el Atlántico, y al norte de Florida, bajo ocupación
española. El líder muskogee creek Alexander McGillivray expresó la visión
indígena mayoritaria en aquel momento: «Ver que nosotros mismos y
nuestro país hemos sido entregados a nuestros enemigos y divididos entre
los españoles y los estadounidenses es cruel y mezquino».[137]
El nuevo orden Las guerras se extendieron durante un siglo,
sin merma y sin pausa, y en la marcha que atravesó el
continente se utilizaron las mismas estrategias y tácticas de
tierra arrasada y aniquilación, pero con una capacidad de
ataque cada vez más letal. En cierto modo, incluso la palabra
genocidio parece una descripción inadecuada de lo que sucedió;
sin embargo, en lugar de horrorizarse, la mayoría de los
estadounidenses cree que ese era el destino manifiesto de su
país.
Con la consolidación del nuevo Estado —Estados Unidos de América
—, hacia 1790 se habían reducido considerablemente las posibilidades de
las naciones indígenas de negociar alianzas con los imperios europeos
rivales en contra de los odiosos colonos que intentaban destruirlos. No
obstante, esas naciones habían desafiado la fundación del Estados Unidos
independiente de una manera que posibilitó su supervivencia y dio origen a
un legado —la cultura de la resistencia— que aún persiste. Cuando nació la
república estadounidense, los pueblos indígenas, en lo que hoy es el Estados
Unidos continental, habían estado resistiendo la colonización europea
durante más de dos siglos. No tenían otra opción, habida cuenta de las
aspiraciones de los colonizadores: la eliminación total de las naciones
originarias y el impedimento de su supervivencia. Pero las sociedades
indígenas precoloniales eran sistemas sociales dinámicos con una capacidad
de adaptación intrínseca. La lucha por la supervivencia no requería del
abandono cultural. Por el contrario, las distintas culturas utilizaron sus
fortalezas preexistentes, como la diplomacia y la movilidad, para desarrollar
nuevos mecanismos necesarios para vivir en una crisis prácticamente
constante. En ese proceso, siempre existe un núcleo duro de resistencia; sin
embargo, esta también implica hacer concesiones ante el orden social
colonizador, entre las que se incluyen la absorción del cristianismo en las
prácticas religiosas existentes, el uso del idioma del colonizador, los
matrimonios mixtos con los colonos y, más importante aún, con otros
grupos oprimidos, como los esclavos africanos fugitivos. Sin la cultura de la
resistencia, los pueblos indígenas que lograron sobrevivir y se hallaban
entonces sometidos a la colonización estadounidense habrían sido
eliminados mediante la asimilación individual.
Al régimen legal de la nación independiente angloamericana se agregó
un nuevo elemento: la firma de tratados. La Constitución de Estados Unidos
menciona específicamente a las naciones indígenas solo una vez, pero de
manera destacada, en el artículo 1, sección 8: «[El Congreso tendrá facultad
para] Regular el comercio con las naciones extranjeras, entre los diferentes
Estados y con las tribus indígenas». En el sistema federal, en el que todas
las facultades no reservadas específicamente para el Gobierno federal
recaen en los estados, las relaciones con las naciones indígenas son, a las
claras, un asunto federal.
Aunque no se los mencione como tales, los pueblos originarios están
implícitos en la Segunda Enmienda. En las colonias se había requerido el
servicio de colonos para integrar las milicias a lo largo de su vida, con el
objeto de atacar y arrasar comunidades indígenas —incluidas las colonias
del sur—, y más tarde las milicias estatales se usaron como «patrullas de
vigilancia de esclavos». La Segunda Enmienda, ratificada en 1791,
consagraba en la ley a estas fuerzas irregulares: «Siendo necesaria una
milicia bien regulada para la seguridad de un Estado Libre, el derecho del
pueblo a poseer y portar armas no será infringido». La persistente
importancia de esta «libertad» detallada en lo que se conoce como
Declaración de Derechos Fundamentales (Bill of Rights) revela las raíces
culturales del colonialismo de asentamiento, que se manifiestan aún en el
presente como un derecho sagrado.[138]
Las guerras genocidas de Estados Unidos contra las naciones indígenas
continuaron sin tregua durante la década de 1790 y se entrelazaron en el
tejido mismo del nuevo Estado nación. Los miedos, las aspiraciones y la
codicia de los colonos angloestadounidenses en los límites de los territorios
indígenas perpetuaron el estado de guerra e influyeron en la formación del
Ejército estadounidense, al igual que las reclamaciones y las acciones de los
colonos en la frontera oeste (el llamado backcountry) habían dado forma a
las milicias coloniales en Norteamérica. Los propietarios de plantaciones
extensas con mano de obra esclava querían ampliar sus dominios, mientras
que los pequeños propietarios que no podían competir con aquellos y
habían sido expulsados de sus tierras ahora buscaban otras baratas para dar
sustento a sus familias. Los intereses de esos dos grupos de colonos estaban
en tensión con los de las autoridades estatales y militares que pretendían
conformar una nueva fuerza militar profesional basada en el Ejército de
Washington. Justo cuando el Gobierno estadounidense y su Ejército estaban
tomando forma, una serie de asentamientos en la periferia de las naciones
indígenas amenazaban con separarse, lo que llevó al Ejército a establecer
como máxima prioridad la rápida expansión hacia el territorio indígena.
Durante el primer cuarto de siglo de la independencia estadounidense, una
brutal guerra contrainsurgente sería clave en la destrucción de las
civilizaciones indígenas del Territorio del Ohio y del resto del entonces
llamado Noroeste.[139]
La guerra total en Ohio prepara el terreno El primer Gobierno de
Washington fue consumido por la crisis, fruto de su propia
incapacidad de conquistar y colonizar rápidamente el Territorio
del Ohio, sobre el que reclamaba soberanía.[140] Durante el
periodo de la Confederación, antes de que se escribiera y
ratificara la Constitución, las naciones indígenas de ese
territorio tenían acceso a un suministro constante de armas
británicas y habían establecido efectivas alianzas políticas y
militares, la primera de ellas forjada por el líder mohawk Joseph
Brant en la década de 1780. El Gobierno de Washington
determinó que únicamente la guerra, no la diplomacia, podría
quebrar las alianzas indígenas. El secretario de Guerra, Henry
Knox, le dijo al comandante del Ejército de Fort Washington
(actual Cincinnati): «Extender una protección defensiva y eficaz
hacia una frontera tan extensa, contra grupos solitarios o
reducidos de intrépidos salvajes, resulta completamente
imposible. No queda otro remedio más que extirpar en su
totalidad, de ser posible, a los mencionados banditti».[141] Estas
órdenes no podían implementarse con un ejército normal que
practicase la guerra regular. Si bien el Ejército estaba
comandado por oficiales federales, los combatientes provenían
casi en su totalidad de milicias compuestas por colonos de
Kentucky. Estos no estaban acostumbrados a la disciplina
militar, pero eran temerarios y estaban dispuestos a matar por
un trozo de tierra o algunos cueros cabelludos a cambio de una
recompensa.
El Ejército encontró desiertas las aldeas de los miamis que planeaban
atacar. Establecieron una base allí a la espera de un ataque indígena, pero el
ataque no llegó. Cuando el comandante envió unidades reducidas para
encontrar a los miamis, estas misiones de búsqueda y destrucción fueron
emboscadas, y los miamis y los shawnees, bajo la dirección de Pequeña
Tortuga (Meshekinnoqquah) y Chaqueta Azul (Weyapiersenwah), lograron
que no quedara rastro de ellas. Los pueblos abandonados habían sido el
anzuelo para conducir a los invasores a la emboscada. El comandante
informó al Departamento de Guerra que sus fuerzas habían quemado
trescientas construcciones y destruido veinte mil fanegas de maíz. Puede
que sean datos veraces, pero su afirmación de haber desbaratado la
organización política y militar indígena no lo fue. Según parece, Knox sabía
que se necesitaría más que la destrucción de alimentos y propiedades para
sofocar la resistencia. Ordenó a los comandantes reclutar quinientos
rangers experimentados a caballo procedentes de Kentucky para quemar y
saquear las aldeas y campos de los miamis sobre la costa del río Wabash.
También debían capturar mujeres y niños para utilizarlos como rehenes al
negociar las condiciones de la capitulación.
Cuando cumplieron con estas órdenes, los errantes rangers demostraron
lo que eran capaces de lograr con violencia desenfrenada y una total falta de
escrúpulos y respeto por la población civil. Destruyeron los dos pueblos
más importantes de los miamis y capturaron a cuarenta y cuatro mujeres y
niños. Después enviaron advertencias a los otros pueblos de que les
sucedería lo mismo si no se rendían incondicionalmente: «Sus guerreros
serán asesinados; sus pueblos y aldeas, saqueados y destruidos; sus mujeres
e hijos, capturados; y pueden estar seguros de que quienes escapen a la furia
de nuestros poderosos jefes no encontrarán reposo a este lado de los
Grandes Lagos». Aun así, los indígenas del Territorio del Ohio continuaron
luchando, con plena conciencia de las consecuencias. El líder seneca
Plantador de Maíz llamó a los colonizadores «destructores de pueblos».
Contó que durante la destrucción y el sufrimiento que infligieron las tropas
sobre los iroqueses del oeste, «las mujeres senecas miraban atrás y
empalidecían, y nuestros niños se colgaban del cuello de sus madres».[142]
A pesar del uso prioritario de milicias de colonos, el presidente
Washington insistía en que el nuevo Gobierno debía formar un ejército
profesional que aumentara el prestigio de Estados Unidos ante los ojos de
los países europeos. También pensaba que el costo de los mercenarios,
cuatro veces mayor que el de las tropas regulares, era demasiado alto. Pero
cada vez que estas últimas se adentraban en el Territorio del Ohio,
Washington se resignaba a valerse de quienes, en esencia, eran asesinos
despiadados utilizados para aterrorizar la región, y así anexar las tierras que
luego se venderían a los colonos. La venta de tierras confiscadas era la
principal fuente de recursos para el nuevo Gobierno.
Hacia fines de 1791, el Departamento de Guerra notificó a los
ocupantes de Ohio que debían reunir a sus rangers para una ofensiva. El
general de división Anthony Wayne, alias el Loco, fue el encargado de
reestructurar las unidades del ejército que tenía a su mando para que
funcionaran como fuerzas irregulares. Washington y otros oficiales eran
conscientes de que no se podía confiar en Wayne, porque además era
alcohólico, pero aparentemente esas características serían útiles para la
guerra sucia que se avecinaba. Entre 1792 y 1794, Wayne reunió una fuerza
combinada de soldados profesionales y un extenso contingente de
experimentados rangers. Acogía con entusiasmo tácticas contrainsurgentes
como la destrucción de alimentos y la matanza de civiles.
Entre los mil quinientos rangers a caballo que participaron de la
primera misión, estaban el talentoso William Wells y su grupo de rangers.
Los miamis habían capturado a Wells cuando tenía trece años; vivió con
ellos durante nueve años y se casó con la hija del líder Pequeña Tortuga.
Bajo el mando de su suegro, Wells había peleado contra los colonos
invasores y el Ejército de Estados Unidos. En 1792, fue elegido para
representar a la nación miami en una negociación con ese país, pero al
llegar vio a un hermano de la familia de la que había estado separado
durante una década. Lo convencieron de regresar a Kentucky y se
desempeñó como ranger para el Ejército estadounidense.[143]
Las tropas y los rangers de Wayne lograron entrar en el Territorio del
Ohio y establecer una base que llamaron Fort Defiance (en el noroeste de
Ohio), en lo que había sido el corazón de la alianza indígena encabezada
por Pequeña Tortuga.[144] Posteriormente, Wayne dio un ultimátum a los
shawnees: «Por compasión a sus mujeres y niños, vengan y eviten otro
derramamiento de sangre». El líder shawnee Chaqueta Azul se negó al
sometimiento y las fuerzas estadounidenses comenzaron a destruir aldeas y
campos shawnees y a asesinar a mujeres, niños y ancianos. El 20 de agosto
de 1794 en Fallen Timbers, la principal fuerza de combate indígena
shawnee se vio superada. Incluso tras la victoria estadounidense, los
rangers continuaron arrasando casas y maizales indígenas durante tres días.
Después de dejar una zona de destrucción de unos ochenta kilómetros, las
fuerzas invasoras regresaron a Fort Defiance. La derrota de Fallen Timbers
fue un duro revés para las naciones indígenas del Territorio del Ohio, pero
en la década siguiente reorganizarían la resistencia.
La conquista estadounidense del sur de Ohio se formalizó en el Tratado
de Greenville, de 1797; se trató de una victoria obtenida mediante una
despiadada guerra irregular. Las naciones de la región ya no tenían a
británicos y franceses para enfrentarlos a unos contra otros; antes bien,
ahora tenían ante sí el decidido embate imperialista de una república
independiente que tenía que consentir a los colonos si quería reclutarlos.
[145]
Tecumseh Durante la década siguiente, más colonos cruzaron
los Apalaches, ocuparon tierras indígenas e incluso levantaron
pueblos, en anticipación de lo que harían en el futuro inmediato
el Ejército estadounidense, los especuladores de tierras y las
instituciones civiles.
En el Territorio del Ohio, los hermanos shawnees Tecumseh y
Tenskwatawa comenzaron a construir una resistencia mancomunada a
principios del siglo XIX. Desde su centro organizativo, Prophet’s Town,
fundada en 1807, Tenskwatawa y sus compañeros viajaron por los poblados
shawnees fomentando un regreso a las raíces culturales, que la asimilación
de prácticas y bienes de comercio de los angloamericanos, sobre todo el
alcohol, habían erosionado.[146] En comunidades sometidas a la
colonización y otras formas de dominación, sobre todo en contextos donde
hay refugiados hacinados y en condiciones deplorables, el abuso de ese
producto (y de las drogas) es una epidemia, como las enfermedades. Esto es
así en todas partes del mundo, no solo entre los pueblos nativos de
Norteamérica. El alcohol era un elemento de la caja de herramientas del
colonizador, quien garantizaba que su obtención fuera fácil y económica.
Los misioneros cristianos solían aprovecharse de estas condiciones
disfuncionales para la conversión, y ofrecían no solo alimento y vivienda,
sino también disciplina para evitar el alcohol. Pero esto mismo también
constituye una forma de sometimiento colonial.
Es significativo que Tecumseh no limitara su visión al Territorio del
Ohio, sino que además concibiera organizar a todos los pueblos al oeste del
Misisipi, al norte de la región de los Grandes Lagos y al sur del golfo de
México. Visitó otras naciones indígenas instando a la unidad para desafiar
la presencia de los colonos en sus tierras. Presentó un programa para poner
fin a la venta de tierras indígenas a los colonos: solo así terminarían las
migraciones de estos en busca de tierra barata y podría evitarse que Estados
Unidos se estableciera en el oeste. Entonces, una alianza de naciones
indígenas sería capaz de administrar los territorios como una federación. Su
programa, su estrategia y su filosofía señalan el comienzo de los
movimientos panindígenas en la Norteamérica anglocolonizada y fueron un
modelo para la resistencia futura. Joseph Brant y Pontiac habían iniciado
esa estrategia en la década de 1780, pero Tecumseh y Tenskwatawa forjaron
un marco panindígena mucho más potente, gracias a la combinación de
espiritualidad y política indígena, al tiempo que se respetaban las religiones
e idiomas particulares de cada nación.[147]
La alianza indígena que estaba desenvolviéndose generó una importante
barrera ante la ininterrumpida ocupación angloamericana y la especulación
y adquisición de tierras al oeste de los Apalaches. En movimientos de
resistencia indígena anteriores, como los que habían liderado Pequeña
Tortuga y Chaqueta Azul durante las negociaciones de paz posteriores a las
desastrosas guerras estadounidenses de aniquilación, los líderes de las
facciones se habían otorgado la función de acordar la venta de tierras sin el
consentimiento de aquellos a quienes decían representar. Las comunidades
colonizadas se habían vuelto económicamente dependientes de los bienes
de comercio y las anualidades del Gobierno federal, con lo que incurrían en
deudas que desembocaron en la confiscación de las pocas tierras que aún
seguían en sus manos. La generación más joven sintió desprecio por esos
jefes, porque consideraban que estaban vendiendo a su gente. Los colonos y
los especuladores angloestadounidenses ejercieron cada vez más presión y
lanzaron nuevas amenazas de aniquilación, lo que desató la ira y
llamamientos a represalias, pero también un renovado espíritu de
resistencia.
Hacia 1810, las nuevas alianzas indígenas representaban un problema
para los colonos que ocupaban los territorios de Indiana e Illinois, en
momentos en que se avecinaba la guerra entre Estados Unidos y Gran
Bretaña. Como temían que los británicos se unieran a la alianza indígena
para obstaculizar el objetivo imperialista estadounidense de dominar el
continente, los colonos redactaron una petición al presidente James
Madison para exigir que el Gobierno actuase de manera preventiva: «La
seguridad de las personas y la propiedad en esta frontera nunca podrá
garantizarse efectivamente a no ser mediante la ruptura de la alianza
formada por el Profeta shawnee en el Wabash».[148]
En 1809, el gobernador territorial de Indiana, William Henry Harrison,
atormentó y sobornó a unos cuantos indígenas de las tribus delaware, miami
y potawatomi para que firmasen el Tratado de Fort Wayne, que estipulaba
que estas naciones entregarían su territorio, ubicado en el actual sur de
Indiana, a cambio de un pago anual. Tecumseh condenó el tratado de
inmediato y a quienes lo habían firmado sin la aprobación de los pueblos a
los que representaban. Harrison se reunió con Tecumseh en Vincennes en
1810, junto con otros delegados de las naciones aliadas shawnee, kikapú,
wyandot, peoria, ojibwe, potawatomi y winnebago. El líder shawnee le
informó a Harrison de que se dirigía al sur para sumar a la alianza a los
muskogees, choctaws y chickasaws.
Harrison, convencido de que Tenskwatawa, el Profeta, hermano de
Tecumseh, era la fuente de esa renovada militancia indígena, dedujo que si
destruía Prophet’s Town, aplastaría la resistencia. Esto presentaría a las
claras cuáles eran las opciones de los muchos indígenas que apoyaban a los
líderes militantes: ceder más tierras a Estados Unidos a cambio de dinero y
bienes de comercio o sufrir una mayor aniquilación. Harrison decidió dar el
golpe en ausencia de Tecumseh. Habiendo prestado servicio como ayudante
de campo del general Wayne en los ataques de Fallen Timbers, sabía cómo
evitar que las fuerzas regulares sufrieran una emboscada. Reunió a rangers
de Indiana y Kentucky —experimentados asesinos de indígenas— y a
algunos soldados regulares del Ejército estadounidense. En lo que hoy es
Terre Haute (Indiana) los soldados construyeron el fuerte Harrison en tierra
shawnee: símbolo de sus intenciones de permanecer en el lugar. Los
habitantes de Prophet’s Town sabían del avance militar, pero Tecumseh les
había advertido de que no entraran en combate porque la alianza aún no
estaba lista para la guerra. Tenskwatawa envió exploradores para que
observaran los movimientos del enemigo. Las fuerzas estadounidenses
llegaron a las afueras de la ciudad en la madrugada del 6 de noviembre de
1811. Viendo que no tenía más alternativa que ignorar las instrucciones de
su hermano, Tenskwatawa dirigió un ataque al día siguiente antes del
amanecer. Solo tras la caída de unos doscientos residentes indígenas, las
tropas lograron derrotarlos: quemaron el pueblo, destruyeron el granero,
saquearon e incluso desenterraron cuerpos de sus sepulturas y los mutilaron.
Esta fue la famosa «batalla» de Tippecanoe que convirtió a Harrison en un
héroe de frontera para los colonos y más tarde contribuyó a que fuera
elegido como presidente.[149]
La destrucción de la capital de la alianza indígena por parte del Ejército
estadounidense enfureció a los pueblos indígenas de todo el viejo noroeste e
hizo que luchadores kikapús, winnebagos, potawatamis e incluso creeks del
sur confluyeran en un cuartel británico, en el fuerte Malden, en Canadá,
para dotarse de provisiones para el combate. En contra de lo que suponía
Estados Unidos, que Tecumseh no era más que un instrumento de los
británicos—, este se había negado a cerrar una alianza con ellos porque eran
muy poco confiables. Pero ahora llamaba a una guerra contra Estados
Unidos encabezada por los indígenas, unificada y coordinada, que los
británicos podrían apoyar si quisieran, pero no controlar. El presidente
Madison, en una alocución en el Congreso en la que buscaba una
declaración de guerra contra Gran Bretaña, sostuvo: «Al estudiar la
conducta de Gran Bretaña hacia Estados Unidos, nuestra atención se dirige
necesariamente a la guerra que acaban de renovar los salvajes en una de
nuestras extensas fronteras: una guerra que sabemos que no distingue edad
ni sexo y destaca por sus características peculiarmente estremecedoras para
la humanidad».[150]
Durante el verano de 1812, la alianza indígena asestó un golpe sobre las
instalaciones y los asentamientos de colonos estadounidenses con poca
ayuda de los británicos. Cayeron los fuertes de Estados Unidos ubicados en
lo que hoy es Detroit y Dearborn. Entre los habitantes del fuerte Dearborn,
el ranger de Kentucky William Wells fue asesinado y su cuerpo, mutilado
como el de un despreciado traidor. En el otoño, las fuerzas indígenas
atacaron asentamientos anglos en todo el territorio de Illinois e Indiana. Los
rangers que intentaban rastrear y asesinar a los luchadores indígenas
encontraban a su paso asentamientos destruidos y abandonados, con miles
de colonos que habían tenido que abandonar sus hogares. Como respuesta,
Harrison dio vía libre a las milicias en los campos y las aldeas indígenas,
sin poner restricciones a su comportamiento. El jefe de la milicia de
Kentucky reunió a dos mil voluntarios armados y a caballo para destruir
pueblos nativos cerca de lo que hoy es Peoria, en Illinois; sin embargo, no
tuvo éxito. Los indígenas sufrieron un revés en el otoño de 1813, cuando
Tecumseh fue asesinado en la batalla del Thames y su ejército, destruido. A
lo largo de los dieciocho meses que duró la guerra, milicias y rangers
atacaron a civiles indígenas y destruyeron sus recursos agrícolas; dejaron
tras de sí a hambrientos refugiados.[151]
Ataque a la nación cheroqui En la región indígena no
conquistada del viejo sudoeste, una resistencia similar se llevó
a cabo durante las dos décadas siguientes a la independencia
estadounidense, con resultados trágicos semejantes, gracias al
uso de la guerra de exterminio. Tennessee (previamente
reclamada pero no ocupada por la colonia británica de Carolina
del Norte) fue extraída de la nación cheroqui y se convirtió en
estado en 1796. Su parte este, sobre todo el área circundante a
la actual ciudad de Knoxville, era una zona de guerra. Los
colonos, en su mayoría escoceses-irlandeses, estaban en
guerra con los cheroquis que aún resistían, llamados
«chickamaugas», para asegurar y ampliar sus asentamientos.
Los colonos odiaban tanto a los indígenas a quienes intentaban
desplazar como al nuevo Gobierno federal. En 1784, un grupo
de colonos de Carolina del Norte, al mando del ranger John
Sevier, se había separado del oeste de Carolina y había
establecido un estado independiente llamado Franklin, con
Sevier como presidente. Ni Carolina del Norte ni el Gobierno
federal habían ejercido control alguno sobre los asentamientos
en la región este del valle del Tennessee. En el verano de 1788,
Sevier ordenó un repentino ataque preventivo a las ciudades
chickamaugas, en el que resultaron muertos treinta aldeanos y
los supervivientes debieron escapar al sur. Las acciones de
Sevier sirvieron de matriz para las relaciones entre colonos y el
Gobierno federal: los colonos implementaban la solución final
del Gobierno federal, mientras que este último fingía limitar las
invasiones de tierra indígena por parte de los colonos.[152]
Ante la feroz resistencia de las naciones indígenas en el Territorio del
Ohio y el enfrentamiento entre la nación muskogee y el estado de Georgia,
el Gobierno de Washington buscó contener la resistencia indígena en el sur.
Pero ahora los colonos estaban provocando a los cheroquis en lo que muy
pronto sería el estado de Tennessee. El secretario de Guerra Knox dijo creer
que la densidad del desarrollo colonial —la conversión de las tierras
indígenas de caza en fincas agrícolas— agobiaría poco a poco a las
naciones originarias hasta expulsarlas. Aconsejó a los líderes colonos que
siguieran con sus edificaciones, que así atraerían a más colonos ilegales.
Esta visión ingenua ignoraba que los agricultores indígenas estaban muy al
tanto de las intenciones que tenían los colonos de destruirlos y apoderarse
de sus territorios.
En el Tratado de Hopewell, de 1785, entre el Gobierno federal y la
nación cheroqui, Estados Unidos acordó limitar la ocupación a la zona este
de las montañas Blue Ridge. Unos cuantos miles de familias de colonos,
que reclamaban casi medio millón de hectáreas de tierra precisamente en
esa zona, no tenían intención de respetar el tratado. Knox vio la situación
como un enfrentamiento con los colonos y una prueba de la autoridad
federal al oeste de la cordillera, desde Canadá hasta la Florida española. Los
colonos no creían que el Gobierno federal tuviera la intención de proteger
sus intereses, un motivo para proceder unilateralmente. Ante los ataques
constantes, los cheroquis estaban desesperados por detener la destrucción
de sus poblados y campos. Muchos pasaban hambre, muchos más no tenían
donde guarecerse y se desplazaban como refugiados; solo los luchadores
chickamaugas hacían de fuerza protectora contra los experimentados
colonos asesinos de indígenas. En julio de 1791, los cheroquis, a su pesar,
firmaron el Tratado de Holston, por el cual renunciaban a toda reclamación
territorial en el asentamiento de Franklin a cambio de una anualidad del
Gobierno federal de cien mil dólares.[153]
Estados Unidos no hizo nada para frenar la llegada de colonos al
territorio cheroqui según el límite establecido en el tratado. Un año después
de que este se firmara, se desató la guerra, y los chickamaugas, bajo el
liderazgo de Arrastra Canoa, atacaron a los colonos y llegaron a sitiar
Nashville.[154] La guerra continuó durante dos años; a los quinientos
luchadores chickamaugas se sumaron muskogees y un contingente de
shawnees de Ohio, encabezados por Cheeseekau, uno de los hermanos de
Tecumseh, que luego sería asesinado en combate. Los colonos organizaron
una ofensiva contra los chickamaugas. El agente federal responsable de
asuntos indígenas intentó convencer a los chickamaugas para que dejaran
de combatir, con el argumento de que los colonos de frontera eran «siempre
terribles no solo con los guerreros, sino también con las inocentes e
indefensas mujeres y los niños y ancianos». El agente también advirtió a los
colonos de que no atacaran poblados indígenas; sin embargo, tuvo que
ordenarle a la milicia que dispersara a una turba de trescientos colonos que,
tal como describió, «a causa de un fervor equivocado por servir a su país»
se habían reunido para destruir «tantos poblados cheroquis como pudieran».
[155] Sevier y sus rangers invadieron las ciudades chickamaugas en
septiembre de 1793, con la misión expresa de destruirlas por completo. A
pesar de que el agente federal había prohibido atacar las aldeas, Sevier dio
orden de que se emprendiera una ofensiva de tierra arrasada.
Al decidir que el momento del ataque fuera durante la época de cosecha,
el objetivo de Sevier fue hambrear a los residentes para que se rindieran. La
estrategia funcionó. Poco después, el agente informó al secretario de Guerra
que la región estaba pacificada, sin haberse registrado acciones indígenas
desde «la visita que hizo el general Sevier a la nación [cheroqui]». Un año
después, Sevier exigió la sumisión absoluta de las aldeas chickamaugas
bajo amenaza de arrasarlas por completo. Al no recibir respuesta, un mes
después, 1.750 rangers de Franklin atacaron dos aldeas, quemaron todas las
construcciones y los campos —una vez más, en época cercana a la cosecha
— y dispararon contra los que intentaban escapar. Sevier volvió a exigir que
los chickamaugas abandonaran sus poblados y se retiraran a los bosques
solamente con lo que fueran capaces de transportar. Escribió: «La guerra le
costará mucho dinero a Estados Unidos, y algunas vidas, pero acabará con
la existencia de su pueblo, en cuanto que nación, para siempre». Las
restantes aldeas chickamaugas acordaron permitirles a los colonos
permanecer en territorio cheroqui.
En los asentamientos de colonos, los líderes despiadados como Sevier
no eran la excepción, sino la regla. Una vez que tenían pleno control y
obtenían lo que querían, hacían las paces con el Gobierno federal, que
dependía, a su vez, de las acciones de estos colonos para expandir el
territorio de la república. Sevier más tarde sería diputado por Carolina del
Norte y luego gobernador de Tennessee. A día de hoy se idolatra a estos
hombres como grandes héroes; encarnan la esencia del «espíritu
estadounidense». Hoy, una estatua de John Sevier en su uniforme de ranger
forma parte del Salón Nacional de las Estatuas del Capitolio de Estados
Unidos.[156]
Resistencia muskogee Oficialmente, la nación muskogee se
había mantenido neutral durante la guerra entre los colonos
angloestadounidenses y la monarquía británica. Sin embargo,
muchos muskogees habían aprovechado la ocasión
individualmente para sitiar y hostigar a los colonos que vivían
dentro de sus territorios nacionales en Georgia, Tennessee y
Carolina del Sur. Cuando se formó Estados Unidos, la nación
muskogee recurrió a la Florida española en busca de una
alianza que detuviera el flujo de colonos hacia su territorio.
España tenía interés en que la alianza sirviera de protección a
sus dominios, que por ese entonces incluían el bajo Misisipi y
la ciudad de Nueva Orleans. Los colonos creían que los
muskogees y los funcionarios españoles, junto con los
británicos, estaban confabulados para mantenerlos fuera del
oeste de Georgia y la actual Alabama, y consideraban que la
nación muskogee era la principal barrera contra su
establecimiento permanente en la región, sobre todo en
Georgia. Los muskogees llamaban a los colonos
ecunnaunuxulgee: «personas que intentan con codicia arrebatar
las tierras a la gente roja».
El Gobierno federal negoció una nueva frontera, más asentamientos y
comercio con la nación muskogee, a cambio de sesenta mil dólares al año
en productos. Los colonos hicieron lo posible para incitar a los muskogees a
entrar en guerra ignorando las disposiciones del tratado. Mataron a cientos
de venados que se hallaban en los parques de venados de los muskogees
con el fin de quitarles el sustento a los cazadores de este pueblo indígena,
que también integraban las fuerzas de la resistencia. Pero el Departamento
de Guerra era cómplice, ya que utilizaba el dinero que correspondía por
tratado a los muskogees para dividirlos sobornando a los líderes (miccos);
así, los insurgentes quedaban aislados de sus comunidades. Ochenta
luchadores muskogees se unieron a los chickamaugas cuando aún estaban
en combate, y juntos atacaron el distrito de Cumberland, en Tennessee, a
principios de 1792, mientras otros dieron el golpe a los colonos en territorio
muskogee. Fue entonces cuando los delegados shawnees, enviados por
Tecumseh, llegaron desde el Territorio del Ohio para instar a los muskogees
a expulsar a los colonos de sus tierras, como habían hecho con éxito los
shawnees hasta ese momento. El secretario de Guerra Knox le dijo por
escrito al agente federal en Georgia que él sabía que los militantes
muskogees eran «unos banditti y no representan a la totalidad ni a una parte
considerable de esa nación. Las hostilidades de individuos surgen de sus
propias inclinaciones, y no es probable que sean dictadas por los Jefes, ni
por ningún Pueblo u otras clases respetables de Indios».[157]
Para esta época, durante el proceso de la colonización británica
precedente y la posterior colonización estadounidense de la nación
muskogee y otras naciones indígenas del sudeste, se hallaba bien firme una
clase clientelar indígena —llamados compradors por los africanos y
«caciques» en la América colonizada por los españoles— esencial para los
proyectos colonialistas, una clase que dependía de los amos coloniales para
su riqueza personal. Esta división de clase destruyó por dentro las
tradicionales sociedades indígenas, relativamente equitativas y
democráticas. Fue una pequeña elite que en el sudeste adoptó la
esclavización de africanos, y algunos incluso se convirtieron en prósperos
dueños de plantaciones, como las que había en el sur, sobre todo mediante
el matrimonio con los anglos. Los puestos comerciales que establecieron los
mercaderes estadounidenses dividieron aún más a la sociedad muskogee;
muchos de sus miembros se vieron empujados hacia la economía
estadounidense mediante la dependencia y la deuda y alejados de las firmas
comerciales españolas y británicas, que anteriormente no los habían
molestado. Este método de colonización por cooptación y deuda ha
demostrado su eficacia dondequiera que las potencias coloniales lo hayan
aplicado, pero solo cuando va acompañado de la violencia extrema ante
cualquier signo de insurgencia indígena. Así se movió Estados Unidos por
Norteamérica. Mientras que la mayoría de los muskogees continuaba con
sus tradiciones democráticas, la elite tomaba decisiones y hacía concesiones
en nombre de su pueblo, que traerían trágicas consecuencias para todos.
En 1793 las autoridades federales identificaron quinientos poblados
muskogees donde creían que residía la mayoría de los insurgentes. El
secretario de Guerra Knox convocó a la milicia de Georgia para prestar
servicio federal. El agente federal de asuntos indígenas notificó al
Departamento de Guerra que los colonos se disponían a atacar a los
muskogees y solicitó que se desplegaran mil soldados federales para ocupar
los poblados muskogees insurgentes. Si bien el Departamento de Guerra
rechazó la petición y se pospuso la guerra, las inquietas milicias de Georgia
desertaron y se precipitaron hacia territorio muskogee para saquear,
incendiar y matar, aunque debieron esperar. Aun así, continuaron los
ataques persistentes contra agricultores, comerciantes y ciudades
muskogees.
Durante el invierno boreal de 1793 a 1794, los colonos de la frontera de
Georgia formaron un grupo armado de usurpadores sin tierra. Su líder,
Elijah Clarke, era un viejo asesino de indígenas y había sido general de
división en la milicia de Georgia durante la guerra de Independencia, en la
que ordenó a los rangers destruir poblados y campos indígenas. Como
héroe de la patria estadounidense, Clarke estaba seguro de que sus antiguas
tropas jamás se alzarían en armas contra él. Clarke y sus rangers declararon
la independencia de su propia república, pero las autoridades de Georgia lo
capturaron y destruyeron el reducto rebelde. Sin embargo, la acción de
Clarke envió un claro mensaje a las autoridades estatales y federales: los
usurpadores sin tierras estaban dispuestos a tomar las de los indígenas. Para
ese propósito, una década más tarde conseguirían el líder que necesitaban.
Mientras tanto, la elite de los poblados muskogees logró marginar a los
insurgentes, al tiempo que el Gobierno federal aumentaba los subsidios y la
clase rica muskogee establecía puestos de comercio que ofrecían whisky
barato para los muskogees empobrecidos.[158]
La suerte está echada La exitosa intrusión de los colonos en el
oeste de Georgia hizo que Alabama y Misisipi se convirtieran en
los siguientes objetivos de la economía de plantación con
mano de obra esclava, que se hallaba en rápida expansión y
era, junto con la venta de tierras indígenas ocupadas por
especuladores privados, esencial para la economía
estadounidense en su conjunto. El régimen económico de la
plantación necesitaba de vastas extensiones de tierra para sus
cultivos comerciales, incluso antes de que el algodón fuera el
rey; por ello se trata de un sistema que dejaba a su paso
territorios nacionales indígenas devastados y colonos anglos
que luchaban y morían desplazando a las comunidades
indígenas, pero, aun así, permanecían sin tierras, por lo que se
dirigían a la siguiente frontera y volvían a intentarlo. La
colonización estadounidense dio lugar al abominable gobierno
de base esclavista en el viejo sudoeste, que prosperaría
durante siete décadas más. A diferencia de lo que sucedía en el
Territorio del Ohio, el Gobierno de Washington evitaba el uso de
la fuerza y así se enemistaba con los colonos de la región. Al
impedirles a estos que eliminaran a los muskogees, el Gobierno
federal era considerado un enemigo, tal como lo habían sido las
autoridades británicas para la anterior generación de decididos
colonos. Sin embargo, la situación pronto cambiaría con la
guerra muskogee de 1813 y 1814 (de la que se ocupa el
siguiente capítulo). Como describe Robert V. Remini en Andrew
Jackson and his Indian Wars, «el hombre de frontera [frontiersman] de
Tennessee Andrew Jackson, al mando de las tropas regulares y
de los hombres de frontera, garantizó personalmente que los
creeks sintieran de lleno el impacto de la guerra total».[159]
Es decir, entre 1810 y 1815 se desarrollaron dos guerras
simultáneamente: una, en el Territorio del Ohio —el «viejo noroeste»—,
que terminó con la derrota de la alianza encabezada por Tecumseh, y la
otra, la guerra contra la nación muskogee en 1813 y 1814. A diferencia del
enfrentamiento de 1812 a 1815 entre Gran Bretaña y Estados Unidos, con el
que se superponen estas dos guerras, la situación no volvió al estado de
cosas anterior, sino que culminó con la eliminación del poder indígena al
este del Misisipi. El factor determinante de la conquista estadounidense no
fue la derrota de los británicos en combate en 1815, sino la guerra genocida
y el desplazamiento forzoso.[160]
Los líderes estadounidenses trasladaron la contrainsurgencia del periodo
preindependentista hacia la nueva república; así imprimieron en el naciente
Ejército federal un modo de hacer la guerra que tuvo tremendas
consecuencias para el continente y el mundo. La guerra contrainsurgente y
la limpieza étnica contra civiles indígenas continuaron definiendo el estilo
de la guerra estadounidense a lo largo del siglo XIX, con episodios que lo
marcan, como las tres guerras contrainsurgentes contra los seminolas,
pasando por la masacre de Sand Creek en 1864 hasta Wounded Knee en
1890. Los Ejércitos regulares habían incorporado desde el principio estas
estrategias y tácticas como modo de hacer la guerra y solían recurrir a ellas,
si bien era frecuente que permanecieran inactivos mientras las milicias
locales y los colonos actuaban por cuenta propia aterrorizando a los
indígenas no combatientes.
La guerra irregular se llevaría a cabo al oeste del Misisipi tal como se
había hecho anteriormente contra los abenakis, cheroquis, shawnees,
muskogees e incluso los indígenas cristianos. Durante la guerra civil, los
métodos de ese tipo de guerra jugaron un papel destacado en ambos bandos.
Las fuerzas regulares confederadas, las guerrillas confederadas, como las
encabezadas por William Quantrill, y la del general Sherman, por la Unión,
todas desataron la guerra total contra los civiles indígenas. El mismo patrón
se repetiría en las intervenciones militares estadounidenses desde Filipinas
y Cuba hasta América Central, Corea, Vietnam, Irak y Afganistán. El efecto
acumulativo va más allá del uso habitual de los medios militares y se
convierte en la base misma de la identidad estadounidense. El hombre de
frontera que lucha contra los indígenas y los «valerosos» colonos en sus
carretas entoldadas son las imágenes icónicas de esa identidad. Otro
indicador de esta identidad es la popularidad y el respeto de los que goza
hasta la fecha el sociópata genocida Andrew Jackson. Hombres de la vida
real como Robert Rogers, Daniel Boone, John Sevier y David Crockett, al
igual que los ficticios, creados por James Fenimore Cooper y otros autores
afamados, nos hacen evocar el «mito del estadounidense blanco esencial»;
es decir, que el «alma estadounidense esencial» es asesina.[161]
[136] King, Why We Can’t Wait, pp. 41-42; publicado orig. por Harper and Row, 1964.
[137] Richter, Facing East From Indian Country, pp. 223-224.
[138] Véanse Bogus, «Hidden History of the Second Amendment»; y Hadden, Slave Patrols.
[139] Grenier, The First Way of War, pp. 170-172.
[140] Anderson y Cayton, Dominion of War, pp. 104-159.
[141] Grenier, The First Way of War, pp. 193-195.
[142] Ibid., pp. 195-197.
[143] Ibid., pp. 198-200.
[144] Calloway, Shawnees and the War for America, pp. 102-103.
[145] Grenier, The First Way of War, pp. 201-202; Richter, Facing East from Indian Country, pp.
224-225.
[146] Calloway, Shawnees and the War for America, p. 137. Véanse también Edmunds, Tecumseh
and the Quest for American Indian Leadership; y Dowd, Spirited Resistance.
[147] Grenier, The First Way of War, p. 206.
[148] Ibid., pp. 206-207.
[149] Ibid., pp. 207-208.
[150] Citado en Richter, Facing East from Indian Country, p. 231.
[151] Grenier, The First Way of War, pp. 209-210, 213.
[152] Ibid., p. 172.
[153] Ibid., pp. 174-175.
[154] Remini, Andrew Jackson and His Indian Wars, p. 32.
[155] Grenier, The First Way of War, pp. 176-177.
[156] Ibid., pp. 181, 184.
[157] Ibid., pp. 181-187.
[158] Ibid., pp. 187-192.
[159] Ibid., pp. 192-193.
[160] Ibid., p. 205.
[161] Ibid., pp. 221-222.
06
El último mohicano y la república blanca de Andrew
Jackson La labor del colono es hacer imposibles hasta los sueños
de libertad del colonizado. La labor del colonizado es imaginar
todas las combinaciones eventuales para aniquilar al colono.
FRANTZ FANON, Los condenados de la tierra[162]
En 1809, el Gobierno de Jefferson, sin consultar a ninguna de las
naciones indígenas afectadas, compró el Territorio de Luisiana, que tenía
2.144.510 kilómetros cuadrados, a Napoleón Bonaparte. Su anexión duplicó
el tamaño de Estados Unidos. El territorio comprendía la totalidad o parte
de varias naciones indígenas, como los siux, cheyenes, arapajós, crows,
pawnees, osages y comanches, entre otros pueblos del bisonte. También
incluía el área que luego sería denominada Territorio Indio (Oklahoma),
destino de reubicación de los pueblos indígenas provenientes del oeste del
Misisipi. De la porción tomada surgirían en el futuro quince estados: la
totalidad de lo que hoy son Arkansas, Misuri, Iowa, Oklahoma, Kansas y
Nebraska; Minnesota al oeste del Misisipi; la mayor parte de Dakota del
Sur y Dakota del Norte; el noreste de Nuevo México y el norte de Texas; las
porciones de Montana, Wyoming y Colorado al este de la divisoria
continental; y Luisiana al oeste del río Misisipi, incluida la ciudad de Nueva
Orleans. Este territorio comprimía las tierras ocupadas por España, entre las
que se incluían Texas y toda región al oeste de la divisoria continental, hasta
el océano Pacífico. Estas últimas pronto pasarían a integrar la lista de
anexiones de Estados Unidos.[163]
En su momento, para muchos estadounidenses la compra fue un medio
estratégico para prevenir una guerra con Francia y al mismo tiempo
garantizar el comercio en el río Misisipi. Pero más temprano que tarde
algunos le echaron el ojo para asentarse allí, y otros propusieron un
«intercambio» de tierras indígenas en el Viejo Noroeste y el Viejo Sudoeste
por tierras al oeste del Misisipi.[164] Antes de dedicarse a la conquista y
colonización de esa región, el Gobierno esclavista del sudeste completaría
la limpieza étnica de los pueblos indígenas en esa zona. Andrew Jackson
sería el hombre encargado del trabajo.
Hacer carrera gracias al genocidio No fue la superioridad
tecnológica ni la enorme cantidad de colonos lo que impulsó el
nacimiento de Estados Unidos ni la expansión de su poderío
por todo el mundo. La causa principal fue la voluntad del
Estado colonialista de eliminar civilizaciones enteras para
apropiarse de sus tierras. Esta tendencia de exterminio se
volvió común en el siglo XX, con la toma del control militar y
económico del mundo por parte de Estados Unidos. Así han
culminado quinientos años de colonialismo e imperialismo
europeos.[165] El astuto prusiano Otto von Bismarck, fundador y
primer canciller del Imperio alemán, observó proféticamente:
«La colonización de Norteamérica ha sido el factor decisivo del
mundo moderno».[166] Jefferson fue su arquitecto y Andrew
Jackson, el encargado de implementar la solución final para los
pueblos indígenas al este del Misisipi.
Jackson fue un influyente especulador de tierras de Tennessee, además
de un político y acaudalado dueño de una plantación con mano de obra
esclava, la Hermitage. También fue un veterano asesino de indígenas. Su
familia encarnó el modelo de migración protestante de escoceses-irlandeses
hacia las fronteras de los imperios. Los padres de Jackson y dos hermanos
mayores llegaron a Pensilvania desde el condado de Antrim, en Irlanda del
Norte, en 1765. Poco tiempo después, los Jackson se trasladaron a una
comunidad escocesa-irlandesa en la frontera entre las dos Carolinas. El
padre de familia murió tras sufrir un accidente mientras talaba árboles unas
semanas antes del nacimiento de Andrew en 1767. Para una madre soltera
con tres hijos, la vida era muy dura en la frontera. A los trece años y con
escasa educación, Jackson comenzó a trabajar como mensajero para el
regimiento local de los secesionistas de la frontera durante la guerra de
Independencia. La madre de Jackson y sus hermanos murieron durante la
guerra. Huérfano, tuvo varios trabajos y luego estudió Derecho y comenzó a
ejercer la profesión en el Distrito Oeste de Carolina del Norte, que más
tarde sería el estado de Tennessee. Gracias a su práctica jurídica,
mayormente relacionada con disputas por tierras, adquirió una plantación
cerca de Nashville, trabajada por ciento cincuenta esclavos. Jackson ayudó
a que Tennessee se convirtiera en estado en 1796, luego fue nombrado su
senador, mandato que abandonó un año después para ser juez en el Tribunal
Supremo de Tennessee durante seis años.
Siendo el especulador de tierras del oeste de Tennessee con peor
reputación, Jackson se enriqueció tras adquirir una porción del territorio de
la nación chickasaw. Fue en 1801 cuando se puso al mando de la milicia de
Tennessee como coronel e inició su carrera de asesino de indígenas.
Después de su brutal guerra de aniquilación contra la nación muskogee,
Jackson continuó con la construcción de su carrera militar y política
oponiéndose a los seminolas, en lo que se conoce como las guerras
seminolas. En 1836, durante el segundo de estos ataques, el general del
Ejército estadounidense Thomas S. Jesup reflejó la actitud popular de los
anglosajones hacia los seminolas en esta sentencia: «El país podrá
deshacerse de ellos solamente si los elimina». Para entonces, Jackson
concluía su segundo mandato gozando de la mayor popularidad que hubiera
tenido un presidente estadounidense hasta ese momento; la política de
genocidio estaba arraigada en la más alta esfera del Gobierno nacional.[167]
En el sudeste, los choctaws y chickasaws tuvieron que valerse
exclusivamente de los mercaderes estadounidenses una vez que la nueva
república impidió por completo el acceso de los españoles a la Florida.
Enseguida se vieron atrapados en el mundo del comercio estadounidense, lo
que suponía para ellos incurrir en deudas y luego no tener otra manera de
pagarlas que no fuera cediendo tierras a los acreedores, que solían actuar
como agentes del Gobierno federal. No se trató de un resultado accidental,
sino que el propio Jefferson lo previó y lo alentó. En 1805, los choctaws
cedieron la mayor parte de sus tierras a Estados Unidos por cincuenta mil
dólares, y los chickasaws entregaron las que tenían al norte del río
Tennessee por veinte mil dólares. Así fue como muchos de ellos pasaron a
ser participantes sin tierras de la expansiva economía de plantación,
agobiados por las deudas y la pobreza.[168]
La división de la nación muskogee (creek) y el surgimiento de Andrew
Jackson como consecuencia de esta redundó en su ascenso final a la
presidencia y la puesta en marcha de la solución final: la eliminación de
todas las comunidades indígenas al este del Misisipi mediante la expulsión
forzosa. Después de que los choctaws y los chickasaws perdieran la mayor
parte de sus territorios, solo los muskogees continuaron resistiendo contra
Estados Unidos.
La nación muskogee era una federación de pueblos autónomos ubicados
en los valles de los numerosos ríos que atraviesan los actuales estados de
Alabama, Tennessee y parte de Georgia y Florida. Los llamados lower
creeks (creeks de la parte baja) habitaban y cultivaban la parte este de esta
región irrigada por los ríos Chattahoochee, Flint y Apalachicola, mientras
que los upper creeks (de la parte alta) vivían al oeste de los primeros, en los
valles de los ríos Coosa, Tallapoosa y Alabama. Después de la
independencia estadounidense, los muskogees fueron divididos por el
colonialismo de asentamiento. El primer grupo pasó a depender
económicamente de los colonos y emuló sus valores, incluso el de poseer
esclavos africanos. En gran parte, se debió al diligente trabajo del agente
federal responsable de asuntos indígenas Benjamin Hawkins, que estaba a
cargo del proyecto de «civilización» del Gobierno estadounidense y fue
quien acuñó la denominación «Cinco Tribus Civilizadas», que usarían los
colonos para describir a las grandes naciones agricultoras del sudeste. La
misión de Hawkins era inculcar valores euroamericanos a los indígenas —
entre ellos, el fin de lucro, la privatización de la propiedad, la deuda, la
acumulación de riquezas en pocas manos y la esclavitud— para que los
colonos pudieran obtener las tierras y asimilar a los muskogees. En el
momento de la independencia, cientos de colonos ocupaban ilegalmente
tierras de muskogees en las ciudades de los lower creeks, donde Hawkins
concentraba sus fuerzas, con lo que los muskogees habían quedado solos río
arriba. Sin embargo, los más tradicionalistas de los upper creeks —que se
habían aliado con Tecumseh y la confederación shawnee— comprendieron
que ellos serían los próximos, porque veían cómo el proyecto de Hawkins,
ya con veinte años de duración, transformaba a algunos ciudadanos de los
pueblos de los lower creeks en acaudalados dueños de plantaciones y
esclavos, mientras que la mayoría quedaba pobre y sin tierra.
Los luchadores tradicionalistas, llamados Bastones Rojos por el color de
sus espadas de madera, emprendieron la ofensiva contra los upper creeks
colaboracionistas y los colonos, que culminó en 1813 en una guerra civil.
Los Bastones Rojos generaron un caos que afectó el esquema de Hawkins,
puesto que atacaban a cualquiera que estuviese vinculado a su programa. La
efectividad del ataque, sin embargo, provocó una contraofensiva genocida
no autorizada oficialmente por el Gobierno federal y encabezada por
Andrew Jackson, que en ese entonces era jefe de las milicias de Tennessee.
Jackson amenazó con formar su propio ejército mercenario para empujar a
los muskogees «hacia el océano» si el Gobierno no lograba erradicar a los
insurgentes.[169] Si bien Jackson y sus coterráneos de Tennessee dejaron
claro que su objetivo era el exterminio de la nación muskogee, su retórica
proclamaba la autodefensa. En una serie de misiones de búsqueda y
destrucción de tres meses de duración llevadas a cabo antes del ataque final
contra los Bastones Rojos, los mercenarios de Jackson asesinaron a cientos
de civiles muskogees y persiguieron despiadadamente incluso a los
refugiados hambrientos y sin hogar que buscaban cobijo y seguridad. A
estas alturas, los Bastones Rojos habían acabado con gran parte del ganado
de la nación muskogee con el objetivo de privar de alimentos a los soldados
estadounidenses y de eliminar de la cultura muskogee la influencia del
colonizador.[170]
Tanto los luchadores shawnees como los africanos que habían escapado
de la esclavitud se aliaron con los Bastones Rojos. Junto a sus familias
levantaron un campamento fortificado en Tohopeka, en el Horseshoe Bend,
una curva del río Tallapoosa, en el actual estado de Alabama. Jackson se
dispuso a movilizar contra los Bastones Rojos a los lower creeks y algunos
cheroquis aliados. En marzo de 1814, con setecientos milicianos a caballo y
seiscientos combatientes cheroquis y lower creeks, los ejércitos de Jackson
atacaron el fuerte de los Bastones Rojos. Los mercenarios capturaron a
trescientas mujeres y niños y los usaron como rehenes para inducir la
rendición muskogee. De los mil insurgentes, entre Bastones Rojos y
aliados, asesinaron a ochocientos. Jackson perdió a cuarenta y nueve
hombres.
Después de la batalla de Horseshoe Bend, como se la conoce en los
anales de la historia estadounidense, las tropas de Jackson fabricaron
riendas para sus caballos con tiras de piel que arrancaban de los cuerpos de
indígenas muskogees, y se aseguraron de que «las damas de Tennessee»
recibieran souvenirs extraídos de los cadáveres.[171] Tras la matanza,
Jackson justificó las acciones de sus tropas: «Los demonios del Tallapoosa
ya no asesinarán a nuestras mujeres y niños ni perturbarán la quietud de
nuestras fronteras […]. Han desaparecido de la faz de la tierra […]. ¡Cuán
lamentable es que el camino hacia la paz esté atravesado de sangre y se
extienda sobre los cadáveres de los caídos! Pero se trata del designio divino,
que inflige un daño parcial para producir el bien general».[172]
Horseshoe Bend marcó el final de la resistencia muskogee en su
territorio original. Como ha señalado el historiador Alan Brinkley, las
vicisitudes políticas de Jackson dependían del destino de los indígenas, es
decir, de su erradicación.[173]
En la capitulación que se vio obligada a firmar la nación muskogee en
1814, el Tratado del Fuerte Jackson, constaba que estos habían perdido
según los «principios de la justicia nacional y la guerra honorable». Andrew
Jackson, el único negociador estadounidense del tratado, insistió nada
menos que en la destrucción total de la nación muskogee, algo que estos no
tenían poder de rechazar ni negociar. Las condiciones de la rendición total
sorprendieron al pequeño grupo de muskogees que poseía plantaciones y
esclavos, quienes pensaron que habían sido plenamente aceptados por los
estadounidenses. Habían peleado junto a las milicias anglosajonas contra la
mayoría compuesta por Bastones Rojos en la guerra que acababa de
terminar y, sin embargo, se castigaba por igual a todos los muskogees. En
vano se prosternaron ante Jackson estos «amistosos» durante la reunión de
celebración del tratado para rogarle que se los exceptuara a ellos y sus
posesiones. Jackson les respondió que el extremo castigo infligido contra
ellos debía servir de lección para todos aquellos que intentaran oponerse al
dominio estadounidense. Explicó: «En tales casos desangramos a nuestros
enemigos para que recuperen la sensatez».[174] El historiador militar
Grenier considera que el «“desangramiento” de los muskogees señala el
punto culminante en la historia militar estadounidense, siendo el final de las
guerras indígenas al este de los montes Apalaches. […] La conquista del
oeste no se garantizó mediante la derrota del Ejército británico en combate
en 1815, sino por la derrota y la expulsión de los indígenas de sus tierras
nativas».[175]
El tratado obligaba a los supervivientes muskogees a desplazarse al
resto de sus tierras en el oeste, y Jackson, lejos de recibir castigo por sus
métodos genocidas, obtuvo un nombramiento por parte del presidente
James Madison como general de división del Ejército estadounidense. El
territorio que más tarde constituiría los estados de Alabama y Misisipi ya se
encontraba disponible para la ocupación angloestadounidense, una siniestra
luz verde a la expansión de la esclavitud de las plantaciones. En la guerra
muskogee se aplicó la limpieza étnica como política de Estado sobre la
totalidad de una población indígena. Una táctica que, creada por Andrew
Jackson para esa guerra, sería reconfirmada políticamente cuando este se
convirtiera en presidente en 1828.[176]
Los upper creeks que permanecían en Alabama se entregaron a Jackson
y cedieron 9.307.769 hectáreas de sus tierras ancestrales a Estados Unidos
en el Tratado del Fuerte Jackson. Los Bastones Rojos, por el contrario, se
unieron a la resistencia de la nación seminola en los Everglades de Florida y
así dieron paso a tres décadas más de resistencia muskogee, durante la cual
los propietarios angloestadounidenses de esclavos, en particular Andrew
Jackson, estuvieron decididos a destruir las ciudades seminolas, que
ofrecían un resguardo seguro a los africanos que escapaban de la esclavitud.
[177] Antes de la colonización europea, la nación seminola no existía con esa
denominación. Las ciudades ancestrales del pueblo indígena que más tarde
se conocería como seminola estaban situadas a lo largo de los ríos ubicados
en el área de las actuales Alabama, Georgia, Carolina del Sur y el noroeste
de Florida. A mediados del siglo XVIII, Wakapuchasee (Guardián del
Ganado) y su gente se separaron de los cowetas muskogees y se
desplazaron al sur, hacia lo que era por entonces la Florida española. A
medida que España, Gran Bretaña y luego Estados Unidos fueron
diezmando las ciudades indígenas en todo el sudeste, los supervivientes —
entre ellos, africanos autoemancipados— establecieron su refugio en
territorio seminola en la región de los Everglades, en la Florida española.
Las incursiones europeas llegaron en forma de ataques militares,
enfermedades y disrupción de las rutas comerciales, lo que causó colapsos y
realineamientos dentro y entre las ciudades.[178]
La nación seminola nació de la resistencia e incluyó vestigios de
decenas de comunidades indígenas, además de africanos fugitivos, a
quienes las ciudades seminolas sirvieron de refugio. En el Caribe y Brasil,
los esclavos de esas comunidades de fugitivos se denominan cimarrones,
pero en Estados Unidos los africanos libertos fueron absorbidos en la
cultura de la nación seminola. Por entonces, como ahora, los seminolas
hablaban la lengua muskogee, y mucho después (en 1957) el Gobierno
estadounidense los designó como «tribu india». Eran una de las «Cinco
Tribus Civilizadas» a las que se ordenó que abandonaran sus tierras
originales en la década de 1930 y se desplazaran al Territorio Indio (luego
anexionado al estado de Oklahoma).
Estados Unidos inició tres guerras contra la nación seminola entre 1817
y 1858. La extensa y feroz Segunda Guerra Seminola (1835-1842) fue la
guerra extranjera más larga iniciada por Estados Unidos antes de la guerra
de Vietnam. El Ejército estadounidense continuó desarrollando sus
capacidades militares, navales y marítimas en una nueva estrategia
contrainsurgente, esta vez contra las ciudades seminolas de los Everglades.
Una vez más, las fuerzas estadounidenses atacaron a civiles, destruyeron
fuentes de alimento y se propusieron terminar con el último insurgente que
quedara en pie. Lo que los anales militares del país denominan la Primera
Guerra Seminola (1817-1819) comenzó cuando las autoridades
estadounidenses penetraron en la Florida española ilegalmente en un intento
de recuperar la «propiedad» de los dueños de plantaciones: antiguos
esclavos africanos. Los seminolas resistieron la invasión. En 1818, el
presidente James Monroe ordenó a Andrew Jackson, entonces general de
división del Ejército, que se pusiera al frente de tres mil soldados para
penetrar en la Florida, aplastar a los seminolas y recuperar a los africanos
que convivían con ellos. La expedición arrasó una serie de asentamientos y
luego capturó el fuerte español en Pensacola; logró derrotar al Gobierno
español, pero no a la resistencia guerrillera seminola, y estos no aceptaron
entregar a los antiguos esclavos. El senador Thomas Hart Benton, de
Misuri, dijo en ese momento: «La ocupación armada fue la verdadera forma
de ocupar un país conquistado», lo que refleja la combinación popular de
militarismo e identidad cristiana basada en la supremacía blanca. Y agregó:
«Los hijos de Israel entraron en la Tierra Prometida con instrumentos de
labranza en una mano y las herramientas de la guerra en la otra».[179]
Estados Unidos se anexionó Florida como territorio nacional en 1819 y lo
habilitó para la ocupación angloestadounidense. En 1821, Jackson fue
nombrado comandante militar del Territorio de Florida. Los seminolas
nunca pidieron la paz, nunca fueron conquistados y nunca firmaron un
tratado con Estados Unidos, y aunque algunos fueron acorralados y
enviados a Oklahoma en 1832 —donde se les dio una base territorial—, la
nación seminola nunca ha dejado de existir en los Everglades.
La mítica fundación del patriotismo de colonos Entre 1814 y
1824, tres cuartos de las actuales Alabama y Florida, un tercio
de Tennessee, un quinto de Georgia y Misisipi y partes de
Kentucky y Carolina del Norte pasaron a ser propiedad privada
de colonos blancos, es decir, toda la tierra arrebatada a los
agricultores indígenas. En 1824 se estableció la primera
institución colonial estadounidense permanente. En sus
comienzos, recibió el nombre de Office of Indian Affairs [Oficina
de Asuntos Indios] y fue elocuentemente ubicada dentro del
Departamento de Guerra; veintisiete años después, tras la
anexión de la mitad de México, se la trasladó al Departamento
del Interior. Con este traspaso, el Gobierno federal mostró su
excesiva confianza: creía que había terminado la resistencia
armada indígena contra la agresión y la colonización
estadounidense. Pero la resistencia se prolongaría otro medio
siglo.
Mientras que la supremacía blanca había sido la efectiva racionalización
para el robo británico de tierras indígenas y la esclavización europea de
africanos, la apuesta por la independencia por parte de lo que se convertiría
en Estados Unidos de América fue más problemática. Democracia e
igualdad de derechos no encajan bien con el dominio de una raza sobre otra,
mucho menos con el genocidio, el colonialismo de asentamiento y el
imperialismo. Fue durante la década de 1820 —el comienzo de la era de la
democracia jacksoniana de colonos— cuando el peculiar mito fundacional
estadounidense evolucionó para reconciliar retórica con realidad. Entre sus
primeros escribas se encuentra el novelista James Fenimore Cooper.
La reinvención del nacimiento de Estados Unidos que ha hecho Cooper
en su novela El último mohicano se ha convertido en el mito fundacional
oficial de la nación. Herman Melville dijo que se trataba de «nuestro
novelista nacional».[180] Cooper fue hijo de un congresista rico, un
especulador de tierras que construyó Cooperstown (bautizada en su honor)
en la zona norte de Nueva York, donde creció el escritor. Su ciudad natal se
estrenó como puramente estadounidense con la fundación del Salón de la
Fama del Béisbol en 1936, durante la Depresión. Expulsado de Yale,
Cooper se alistó en la Marina, luego se casó y comenzó a escribir. En 1823
publicó The Pioneers [Los pioneros], el primer libro de su serie
Leatherstocking Tales; los otros cuatro fueron: El último mohicano, La
pradera, El buscador de pistas y El cazador de ciervos (este último,
publicado en 1841). En todos aparecía el personaje Natty Bumppo, también
llamado, según su edad, Leatherstocking [Medias de Cuero], Pathfinder
[Buscador de Pistas] o Deerslayer [Cazador de Ciervos]. Bumppo es un
colono británico que vive en tierras arrebatadas a la nación delaware y es
amigo de un líder delaware ficticio llamado Chingachgook (el «último
mohicano» del mito). A lo largo de la serie se narra la mítica creación del
nuevo país desde la guerra franco-india (1754 a 1763), en El último
mohicano, hasta la colonización de las llanuras a cargo de los migrantes que
viajaban en sus carretas desde Tennessee. Al final de la saga, Bumppo
muere de viejo al filo de las Montañas Rocosas, con la mirada hacia el este.
[181]
El último mohicano, publicado en 1826, fue un éxito de ventas durante
todo el siglo XIX y se sigue reeditando. Se han producido dos películas de
Hollywood basadas en el libro; la más reciente, de 1992, año del quinto
centenario de Colón.[182] Cooper pergeñó un contrapunto ficticio del lado
oscuro de la nueva nación americana: el nacimiento de algo nuevo y
maravilloso, en efecto, la raza estadounidense, un pueblo nuevo, resultado
de la fusión de lo mejor de dos mundos, el indígena y el europeo. No se
trata de una fusión biológica, sino de algo más efímero, que implica la
disolución de lo indígena. En la novela, Cooper hace que los últimos
nativos «nobles» y «puros» desaparezcan como lo dispondría la naturaleza
tarde o temprano: el «último mohicano» entrega el continente a Hawkeye,
el colono naturalizado, su hijo adoptivo. Esta útil fantasía podría parecer, a
lo sumo, pintoresca, si no fuera por su implacable persistencia. Cooper tuvo
mucho que ver en la creación del mito fundacional al que han contribuido
generaciones de historiadores reforzando lo que el historiador Francis
Jennings describió como «exclusión del proceso de formación de la
sociedad y la cultura estadounidenses»: En primer lugar, ellos [los
historiadores] excluyen a los amerindios (al igual que a los
afroestadounidenses) de toda participación, excepto como contraste de los
europeos y, por lo tanto, dan por sentado que la civilización estadounidense
fue formada por los europeos en una lucha contra el salvajismo o la barbarie
de las razas no blancas. La primera concepción implica la segunda: que la
civilización resultante es única. En la segunda, se cree que la singularidad
fue producto de las formas y los procesos de la lucha civilizatoria en una
frontera específicamente estadounidense. O bien se cree que la civilización
logró triunfar porque el pueblo que la traía consigo era singular desde el
comienzo: un pueblo elegido o una superraza. De cualquier manera, no solo
se cree que la cultura estadounidense es única en su tipo, sino mejor que el
resto de las culturas, justamente por todo lo que la diferencia de ellas.[183]
El excepcionalismo estadounidense atraviesa gran parte de la literatura
producida en Estados Unidos, no solo las obras de los historiadores. Si bien
Wallace Stegner condenó la devastación infligida por el imperialismo a los
pueblos indígenas y la tierra, reforzó la idea de la singularidad
estadounidense reduciendo la colonización a un mero giro del destino que
dio lugar a unas características encantadoras: Desde que Daniel Boone hizo
su primera excursión a Cumberland Gap, los estadounidenses han sido
errantes […]. Con un continente del que apoderarnos y un destino
manifiesto que nos impulsa, no teníamos manera de eludir nuestra libertad.
El acto inicial de emigración de Europa, un acto de desafiliación extrema y
deliberada, fue el comienzo de un hábito nacional.
Tampoco debe negarse que siempre nos ha estimulado esa libertad. La asociamos en
nuestra mente con una huida de la historia, de la opresión, la ley y las obligaciones fastidiosas,
con una libertad absoluta, y el camino siempre condujo hacia el oeste. Nuestros héroes
populares y figuras literarias arquetípicas han reflejado con precisión ese lado de nosotros.
Leatherstocking, Huckleberry Finn, el narrador de Moby Dick, todos son huérfanos y errantes;
cualquiera de ellos podría decir: «Pueden ustedes llamarme Ismael». El Llanero Solitario no
tiene más hogar que su montura.[184]
El novelista y crítico británico D. H. Lawrence, que vivió dos años en el
norte de Nuevo México, conceptualizó el mito fundacional estadounidense
invocando al personaje de Cooper Cazador de Ciervos,[185] un hombre de
frontera: «Allí tenemos el mito de la América blanca en su esencia. Todo el
resto, el amor, la democracia, el descenso a la codicia, es un acto
secundario. El alma esencial americana es dura, aislada, estoica y asesina. Y
nunca se ha dulcificado».[186]
La historiadora Wai-chee Dimock señala que las fuentes de no ficción
de aquel periodo reflejaban la misma visión: Las revistas United States
Magazine y Democratic Review lo han resumido muy bien argumentando
que, mientras que las potencias europeas «conquistan solo para esclavizar»,
Estados Unidos, en cuanto que «nación libre», «conquista solo para conferir
libertad». […] Lejos de ser antagónicos, «imperio» y «libertad» son
instrumentalmente complementarios. Si el primero está para salvaguardar la
última, esta, a su vez, sirve para justificar al primero. De hecho, la
conjunción de ambos, libertad y dominio, le otorga a Estados Unidos su
posición soberana en la historia: su destino manifiesto, como lo llamaron
con tanto acierto sus defensores.[187]
Reunir imperio y libertad —sobre la base de la apropiación violenta de
tierras indígenas— en un mito útil permitió el surgimiento de un
imperialismo populista de larga duración. Fue posible venderle al «pueblo»
las guerras de conquista y limpieza étnica y hacer que sus jóvenes lucharan
por ellas, prometiendo extender a toda la población oportunidades
económicas, democracia y libertad.
Es posible trazar un paralelismo entre el arco temporal de publicación
de la serie de relatos Leatherstocking y la presidencia de Jackson. Quienes
consumieron los libros en ese periodo y a lo largo del siglo XIX —
generaciones de jóvenes hombres blancos— percibieron las novelas como
un hecho, no una ficción, y como la base de la coalescencia del
nacionalismo estadounidense. Detrás de la leyenda acechaba una figura de
la vida real, el arquetipo que inspiró esos relatos, es decir, Daniel Boone, un
icono del colonialismo de asentamiento estadounidense. Boone vivió entre
1734 y 1820, precisamente el periodo que abarca la serie Leatherstocking.
Nació en Berks County (Pensilvania), en el límite con los asentamientos
británicos. Es la encarnación de la expansión de la frontera colonialindígena. Hacia el oeste se extendía el Territorio Indio, reclamado mediante
la doctrina del descubrimiento por Gran Bretaña y Francia, pero sin
presencia de colonos europeos, a excepción de algunos comerciantes,
tramperos y soldados encargados de los puestos fronterizos.
Daniel Boone murió en 1820 en Misuri, una parte del vasto territorio
adquirido en 1803 mediante la llamada compra de Luisiana. Cuando Misuri
se abrió a la colonización, la familia Boone encabezó el primer grupo de
colonos. Su cuerpo fue sepultado en Frankfort (Kentucky), corazón del
pacto divino en el Territorio del Ohio, en el Territorio Indio, por el que se
había hecho la revolución y en el cual él había sido un explorador
superhéroe, casi una deidad. Daniel Boone adquirió fama a los cincuenta
años, en 1784, un año después de terminada la guerra de Independencia. El
emprendedor de bienes raíces John Filson, con el fin de atraer colonos para
que compraran propiedades en el Territorio del Ohio, escribió y autopublicó
The Discovery, Settlement and Present State of Kentucke [El
descubrimiento, población y estado actual de Kentucke], junto con un mapa
para guiar a los colonos ilegales. El libro incluía un apéndice sobre Daniel
Boone, supuestamente escrito por él mismo. Esa parte del libro que relataba
las «aventuras» de Boone luego se publicó por separado en la revista
American Magazine, en 1797, con el título «Las aventuras del coronel
Daniel Boone», y más tarde en forma de libro. Así nació una superestrella,
el héroe mítico, el cazador, el «hombre que conoce a los indios», como
describió Richard Slotkin a este arquetipo estadounidense: El mito del
cazador que se había propagado sobre la figura del Daniel Boone de Filson
sirvió como un marco dentro del cual los estadounidenses intentaron definir
su identidad cultural, valores sociales y políticos, experiencia histórica y
aspiraciones literarias […]. Daniel Boone, Washington, Franklin y Jefferson
fueron héroes para toda la nación, porque sus experiencias hacían referencia
a muchas de estas experiencias comunes o a todas ellas. «The Hunters of
Kentucky» [Los cazadores de Kentucky], una canción popular que arrasó en
todo el país entre 1822 y 1828, contribuyó a la elección de Andrew Jackson
como presidente asociándolo con Boone, el héroe del oeste.[188]
Sin embargo, el giro positivo que le dio la serie Leatherstocking al
colonialismo genocida se basó en la realidad de la invasión, la ocupación, el
ataque y la colonización de las naciones indígenas. Ni Filson ni Cooper
crearon esa realidad, sino que crearon las narrativas que capturaron la
experiencia e imaginación del colono angloestadounidense, relatos que, sin
duda, fueron decisivos en la anulación de toda culpa relacionada con el
genocidio y fijaron el patrón narrativo para los futuros escritores, poetas e
historiadores estadounidenses.
Comandante y jefe A Andrew Jackson se lo suele consagrar en
la mayoría de los textos de historia estadounidense en algún
capítulo titulado «La era de Jackson», «La era de la
democracia», «El nacimiento de la democracia» o una variante
similar.[189] El Partido Demócrata reivindica como fundadores a
Jackson y Jefferson. Todos los años, organizaciones
demócratas estatales y nacionales llevan a cabo eventos de
recaudación de fondos llamados «cenas Jefferson-Jackson».
Consideran que Jefferson fue el pensador y Jackson el ejecutor
en el proceso de construcción de una democracia populista
que brindó participación plena en los frutos del colonialismo,
sobre la base de las oportunidades que tuvieron los colonos
anglosajones.
Jackson llevó a cabo el plan original pergeñado por los fundadores,
sobre todo por Jefferson, primero como líder militar en Georgia, luego
como general del Ejército —encabezando cuatro guerras de agresión contra
los muskogees en Georgia y Florida— y, por último, como presidente,
orquestando la expulsión de todos los pueblos nativos al este del Misisipi
hacia el llamado Territorio Indio. La difunta jefa principal cheroqui Wilma
Mankiller escribió: El incipiente método del Gobierno estadounidense para
lidiar con los pueblos nativos —un proceso que por entonces incluía el
genocidio sistemático, el robo de propiedad y el total sometimiento—
descendió a su punto más bajo en 1830, durante la política federal del
presidente Andrew Jackson. Más que ningún otro en su cargo, utilizó el
traslado forzoso para expulsar a las tribus del este de sus tierras. Desde el
nacimiento mismo de la nación, el Gobierno de Estados Unidos llevó a cabo
una operación realmente enérgica de exterminio y expulsión. Décadas antes
de que Jackson tomara posesión del cargo, durante el gobierno de Jefferson,
para muchos líderes de pueblos indígenas ya era una cruel obviedad que
toda esperanza de autonomía tribal estaba perdida. Lo mismo ocurría para
cualquier idea de coexistencia pacífica con los ciudadanos blancos.[190]
No se trata de que Jackson tuviera un «lado oscuro», como pretenden
racionalizar sus apologistas, algo que todos los humanos tenemos, sino que
Jackson fue efectivamente «el Caballero Oscuro» en la formación de
Estados Unidos como democracia colonialista e imperialista, una formación
dinámica que sigue constituyendo el núcleo del patriotismo estadounidense.
Cada uno de los presidentes más reverenciados —Jefferson, Jackson,
Lincoln, Wilson, los dos Roosevelt, Truman, Kennedy, Reagan, Clinton y
Obama— ha promovido el imperialismo populista, al tiempo que empezaba
a incluir en la mitología dominante a otros grupos externos al núcleo de
descendientes de los viejos colonos. Todos los presidentes posteriores a
Jackson han seguido sus pasos. De manera consciente o no, se remontan a
su figura para decidir qué es aceptable, cómo reconciliar la democracia y el
genocidio y decir que este último significa la libertad para el pueblo.
Jackson fue un héroe militar nacional, pero sus raíces se encuentran en
las comunidades fronterizas escocesas-irlandesas cuyos habitantes, a
diferencia de él, continuaron en la pobreza, porque sus pequeñas fincas
debían competir con extensas plantaciones de miles de hectáreas de
algodón, trabajadas por cientos de africanos esclavizados. Para la población
blanca rural y con tierras escasas, Jackson era el hombre que iba a salvarlos
revirtiendo esa escasez, expulsión de los indígenas mediante; esto iba a fijar
desde entonces los pasos de baile entre estadounidenses ricos y pobres bajo
la apariencia de la igualdad de oportunidades. Cuando Jackson asumió su
cargo en 1829, abrió la Casa Blanca al público; la concurrencia estaba
compuesta, en su mayoría, por blancos humildes, pobres. El mandatario fue
reelegido por un amplio margen en 1832, a pesar de que los colonos sin
tierra habían logrado adquirir muy poca, y la poca que tomaron muy pronto
la perdieron a causa de los especuladores, que la transformaron en
plantaciones aún más extensas, con mano de obra esclava.
El difunto biógrafo de Jackson, Michael Paul Rogin, señaló: El traslado
forzoso de los indígenas fue el principal objetivo de las políticas de Andrew
Jackson durante un cuarto de siglo antes de ser elegido presidente. Sus
guerras indias y sus tratados dan cuenta del despojo del que fueron víctimas
los indígenas del sur en aquellos años. Y el proceso de traslado forzoso que
llevó a cabo durante su presidencia completó el trabajo. Durante los años de
la democracia jacksoniana (1824-1852), cinco de los diez candidatos
principales a la presidencia habían adquirido su reputación como generales
en guerras indias o habían sido secretarios de Guerra, cuya mayor
responsabilidad en ese periodo era interceder ante los indígenas. Sin
embargo, los historiadores no han situado a los indígenas en el centro de la
vida de Jackson. Han interpretado la era jacksoniana desde todas las
perspectivas posibles, excepto la destrucción de lo indígena, a partir de la
cual esa era se desarrolló históricamente.[191]
Una vez elegido presidente, Jackson no vaciló en emprender el traslado
forzoso de todos los pequeños agricultores indígenas y la destrucción de
todas sus ciudades en el sur. En su primer mensaje anual al Congreso,
escribió: La emigración debería ser voluntaria, dado que sería tan cruel
como injusto obligar a los aborígenes a abandonar las tumbas de sus padres
y buscar un hogar en tierras lejanas. Pero se les debe informar claramente
de que si permanecen dentro de los límites de Estados Unidos estarán
sujetos a sus leyes. A cambio de su obediencia como individuos, serán
protegidos, sin duda, en el goce de aquellas posesiones que se hayan
acrecentado por medio de su laboriosidad.[192]
Este lenguaje político en código apenas intenta poner un velo sobre la
intención de trasladar forzosamente a las naciones cheroqui, chickasaw,
choctaw, muskogee y seminola, seguidas por todas las otras comunidades
indígenas al este del Misisipi, a excepción de las muchas que no pudieron
ser acorraladas y permanecieron allí, sin tierras y sin reconocimiento, hasta
las victoriosas luchas de algunas de ellas a finales del siglo XX.
El estado de Georgia vio en la elección de Jackson una luz verde para
reclamar la mayor parte del territorio cheroqui como tierra pública. La
legislatura del estado resolvió que la nación cheroqui debía someterse a la
ley de Georgia porque sus leyes y su Constitución eran nulas; aun así
lograron llevar una causa penal contra el estado de Georgia al Tribunal
Supremo de Estados Unidos. El presidente del tribunal, John Marshall, en
veredicto por mayoría, dictó sentencia a favor de los cheroquis. Sin
embargo, Jackson ignoró al Tribunal Supremo y alegó que John Marshall
había tomado una decisión y él debía encargarse de hacerla cumplir si
podía, aunque Jackson tuviera un ejército y Marshall no.
Mientras la causa recorría su camino por los tribunales estadounidenses,
en 1829 se descubrió oro en el estado de Georgia; rápidamente, unos
cuarenta mil buscadores de oro pisotearon las tierras cheroquis, ocuparon,
saquearon, destruyeron campos y reservas de caza y mataron. Con la
autoridad que le otorgaba la Ley de Traslado Forzoso, aprobada por el
Congreso en 1830, Estados Unidos redactó un tratado en el que se cedían
todas las tierras cheroquis al Gobierno, a cambio de otras en el Territorio
Indio. El Gobierno estadounidense encarceló a líderes cheroquis y clausuró
su imprenta durante las negociaciones que sostuvo con un puñado de
cheroquis escogidos especialmente, quienes dieron a Jackson las firmas
fraudulentas que necesitaba como escudo para el traslado forzoso.[193]
Sendero de lágrimas No solo se impuso un exilio forzado a las
grandes naciones indígenas del sur, sino también a casi todas
las naciones al este del Misisipi: setenta mil personas en total.
Durante el periodo jacksoniano, Estados Unidos firmó ochenta
y seis tratados con veintiséis naciones indígenas ubicadas
entre Nueva York y el río Misisipi. En todos se disponen
cesiones de territorio forzadas, con traslados forzosos. En
lugar de irse al Territorio Indio, algunas comunidades huyeron a
Canadá y México.[194] Cuando, en 1832, el líder sauk Halcón
Negro regresó con su pueblo a sus tierras natales en Illinois
para cultivar maíz, después de una estancia de invierno en
Iowa, los colonos que habían ocupado sus tierras dijeron que
los estaban invadiendo; como respuesta, se envió a la milicia
del estado y a las tropas federales. La guerra de Halcón Negro
que relatan los textos de historia no fue más que una matanza
de agricultores sauks. Estos intentaron defenderse, pero
estaban muriendo de hambre; entonces Halcón Negro se rindió
izando una bandera blanca. Aun así, los soldados dispararon:
sobrevino el baño de sangre. En su discurso de rendición,
Halcón Negro habló del enemigo con amargura: Ustedes
conocen la causa de nuestra guerra. Todos los hombres
blancos la conocen. Deberían estar avergonzados. Los indios
no somos embusteros. El hombre blanco habla mal del indio y
lo mira con malicia. Pero el indio no dice mentiras. Los indios
no roban. Si un indio fuese tan malo como el hombre blanco, no
podría vivir en nuestra nación; se le daría muerte y los lobos se
lo comerían entero […]. Les dijimos que nos dejaran tranquilos
y se mantuvieran lejos; nos siguieron y asediaron nuestros
caminos y se enroscaron alrededor de nosotros, como la
serpiente. Al tocarnos nos envenenaron. No estábamos
seguros. Vivíamos en peligro.[195]
Finalmente, rodearon a los sauks y los llevaron a una reserva llamada
Sac y Fox.
La mayoría de los cheroquis habían resistido en su tierra natal a pesar de
las presiones de los Gobiernos federales de Jefferson en adelante para que
migraran voluntariamente al área de Arkansas-Oklahoma-Misuri, dentro del
territorio adquirido en la compra de Luisiana. Sobre el traslado forzoso, la
nación cheroqui afirmó: Sabemos que algunas personas suponen que será
una ventaja para nosotros trasladarnos más allá del Misisipi. Pensamos de
otra manera. Nuestro pueblo piensa unánimemente de otra manera […].
Deseamos permanecer en la tierra de nuestros padres. Tenemos el derecho
absoluto y original de permanecer sin interrupciones ni abusos. Los tratados
celebrados con nosotros y las leyes de Estados Unidos hechas en
cumplimiento de los tratados garantizan nuestra residencia y nuestros
privilegios y nos protegen de los intrusos. Nuestra única demanda es que se
cumplan estos tratados y se ejecuten estas leyes.[196]
Ya en el año 1817, unos pocos contingentes de cheroquis se asentaron
en Arkansas y en lo que más tarde sería el Territorio Indio. Luego hubo una
migración más numerosa en 1832, después de la Ley de Traslado Forzoso.
La marcha forzosa de la nación cheroqui en 1838, conocida como el
Sendero de las Lágrimas, fue un arduo trayecto desde las tierras nativas
remanentes de los cheroquis en Georgia y Alabama a lo que luego sería el
noreste de Oklahoma. Después de la guerra civil, el periodista James
Mooney entrevistó a algunos participantes en aquel traslado forzoso. A
partir de testimonios de primera mano, describió la escena en 1823, cuando
el Ejército estadounidense trasladó a los últimos cheroquis contra su
voluntad: Por orden de [el general Winfield] Scott, se dispusieron las tropas
en varios puntos del territorio cheroqui, en el que se levantaron empalizadas
para reunir allí a los indios y retenerlos, en preparación para el traslado.
Desde estas, se enviaron escuadrones de tropas para registrar, con rifles y
bayonetas, cada pequeña cabaña escondida en las ensenadas o a orillas de
los arroyos de montaña, para tomar prisioneros a todos sus ocupantes, como
fuera y donde fuera. Las familias se sobresaltaban durante la cena por el
repentino fulgor de las bayonetas en la entrada de sus hogares y se
levantaban, para ser conducidas a golpes e insultos por las extenuantes
millas del sendero que llevaba a la empalizada. A los hombres se los
capturaba en sus campos o por el camino; a las mujeres, mientras hacían sus
labores; a los niños, mientras jugaban. En muchos casos, al volver la vista
una última vez mientras cruzaban la montaña, veían sus hogares en llamas,
encendidos por la horda ingobernable que seguía los pasos de los soldados
para saquear todo tras ellos. Tal era el entusiasmo de estos criminales que a
veces ahuyentaban el ganado y otros animales casi antes de que los
soldados hicieran marchar a sus dueños en otra dirección. Los mismos
hombres profanaban sistemáticamente las tumbas de los indios para robar
sus pendientes de plata y otros objetos de valor depositados junto a los
muertos. Un voluntario de Georgia, que más tarde sería coronel de la
Confederación, dijo: «Combatí durante toda la guerra civil y he visto
hombres destrozados por disparos y asesinados a miles, pero el traslado
forzoso de los cheroquis fue la obra más cruel que jamás haya visto».[197]
De los diecisiete mil hombres, mujeres y niños cheroquis que fueron
acorralados y a quienes se obligó a marchar en el crudo invierno, la mitad
murió en el camino.
Los muskogees y seminolas tuvieron una tasa de mortalidad similar
durante su traslado forzoso, mientras que los chickasaws y los choctaws
perdieron en el camino a alrededor del 15 % de su gente. El relato de un
testigo presencial, Alexis de Tocqueville, el observador francés estrella en
ese momento, refleja una de las miles de escenas similares ocurridas
durante la deportación forzosa de los pueblos indígenas del sudeste: He
visto con mis propios ojos muchas de las miserias que acabo de exponer; he
contemplado males que me sería imposible describir […]. A finales del año
1831 me encontraba en la margen izquierda del Misisipi, en un lugar
llamado Memphis por los europeos. Mientras estaba allí, llegó una
numerosa tropa de choctaws (los franceses de Luisiana los llaman chactas);
estos salvajes abandonaban su país e intentaban cruzar a la orilla derecha
del Misisipi, donde esperaban encontrar el asilo que el Gobierno americano
les había prometido. Estábamos en pleno invierno y el frío se dejaba sentir
ese año con violencia desacostumbrada. La nieve había endurecido la tierra
y el río arrastraba enormes bloques de hielo. Los indios llevaban consigo a
sus familias, cargando con heridos, enfermos, niños que acababan de nacer
y ancianos que iban a morir. No tenían ni tiendas ni carros; tan solo algunas
provisiones y armas. Los vi embarcar para cruzar el gran río, y ese
espectáculo solemne jamás se apartará de mi memoria. De aquella
compacta muchedumbre no surgían sollozos ni quejas; todos guardaban
silencio. Sus desgracias ya eran antiguas y las sabían irremediables. Todos
los indios habían entrado ya en el barco que debía transportarles; sus perros
permanecían aún en la orilla. Cuando estos animales vieron finalmente que
iban a alejarse para siempre, lanzaron a un tiempo espantosos aullidos y,
arrojándose todos a la vez a las gélidas aguas del Misisipi, siguieron a sus
amos a nado.[198]
En su biografía de Jackson, Rogin señala que no se trató del final: «La
desposesión de los indios […] no sucedió de una vez y para siempre durante
los comienzos. Estados Unidos recomenzaba continuamente en la frontera,
y a medida que se expandía a lo largo del continente, mataba, trasladaba
forzosamente y llevaba a la extinción a una tribu tras otra».[199]
Contra todo pronóstico, algunos pueblos indígenas se resistieron al
traslado forzoso y permanecieron en sus tierras tradicionales al este del
Misisipi. A los ojos del Gobierno, las comunidades del sur que no se
marcharon perdieron los títulos de propiedad de las tierras ancestrales y su
estatus como indígenas, pero muchos sobrevivieron como pueblo y algunos
lucharon con éxito a finales del siglo XX por el reconocimiento federal y el
estatus oficial de indígenas. En el norte, sobre todo en Nueva Inglaterra,
algunos estados se habían apropiado ilegalmente de tierras para crear
sistemas de tutela y pequeñas reservas, co-mo las de los penobscots y los
passamaquoddis en Maine, quienes ganaron litigios contra los estados y
obtuvieron reconocimiento federal durante los movimientos militantes de la
década de 1970. Muchas otras naciones nativas lograron aumentar sus bases
territoriales.
La persistencia de la negación Andrew Jackson nació en una
familia de ocupantes ilegales durante el gobierno británico, en
territorio indígena. Su vida siguió la trayectoria del
imperialismo continental, puesto que hizo carrera
apoderándose de tierras indígenas, desde la presidencia de
Jefferson al exterminio de las naciones indígenas que
habitaban al este del Misisipi. Este proceso fue el hecho central
de la política estadounidense y la base de su economía. Dos
tercios de una población de casi cuatro millones en el momento
de la independencia vivían a menos de ochenta kilómetros del
océano Atlántico. Durante el medio siglo siguiente, más de
cuatro millones de colonos cruzaron los Apalaches: una de las
migraciones más importantes y vertiginosas de la historia
mundial. Jackson fue un actor que posibilitó la puesta en
marcha del proyecto imperialista del Estados Unidos
independiente, pero también fue un exponente de la voluntad
popular euroamericana que apoyó el imperialismo, puesto que
este les ofrecía tierras prácticamente gratuitas.
Cuando Jackson ejercía su poder militar y ejecutivo, surgió una
mitología que delineó los contornos y la esencia de la narrativa
estadounidense sobre el origen de la nación, narrativa que ha sobrevivido
casi dos siglos y que hoy, a comienzos del siglo XXI, permanece intacta en
forma de hipocresía patriótica, una religión cívica que fue invocada en el
discurso de toma de posesión del cargo presidencial de Barack Obama en
enero de 2009: Al reafirmar la grandeza de nuestra nación, sabemos que esa
grandeza no es nunca un regalo. Hay que ganársela. Nuestro viaje nunca ha
estado hecho de atajos ni nos hemos conformado con poco.
No ha sido nunca un camino para los pusilánimes, para los que prefieren el ocio al trabajo
o no buscan más que los placeres de la riqueza y la fama.
Han sido siempre los audaces, los más activos, los constructores de cosas —algunos
reconocidos, pero en su mayoría hombres y mujeres desconocidos en su trabajo— los que nos
han impulsado en el largo y arduo sendero hacia la prosperidad y la libertad.
Por nosotros recogieron sus escasas posesiones terrenales y cruzaron océanos en busca de
una nueva vida. Por nosotros trabajaron en condiciones infrahumanas y se establecieron en el
oeste; soportaron el azote del látigo y labraron la dura tierra.
Por nosotros combatieron y murieron en lugares como Concord y Gettysburg, Normandía
y Khe Sanh.
Una y otra vez, esos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta tener
las manos en carne viva, para que nosotros pudiéramos vivir una vida mejor. Pensaban que
Estados Unidos era más grande que la suma de nuestras ambiciones individuales, más grande
que todas las diferencias de origen, de riqueza o bandos.
Ese es el viaje que hoy continuamos.[200]
Lo pronunció como un verdadero descendiente de viejos colonos. El
presidente Obama mencionó otro elemento clave del mito nacional unos
días más tarde en una entrevista para el canal de televisión Al Arabiya, de
Dubái. Afirmando que Estados Unidos podría ser un mediador imparcial en
el conflicto palestino-israelí, dijo: «A veces cometemos errores. No hemos
sido perfectos. Pero si observa nuestro historial, como usted dice, Estados
Unidos no nació como potencia colonial».
La afirmación de la democracia necesita de la negación del
colonialismo, pero negarlo no hace que desaparezca.
[162] Fanon, Los condenados de la tierra, p. 57.
[163] Véase Tucker y Hendrickson, Empire of Liberty.
[164] Wilentz, Rise of American Democracy, pp. 109-111; Dowd, Spirited Resistance, pp. 163164.
[165] Véase Anderson y Cayton, Dominion of War.
[166] Citado en Phillips, Cousins’ Wars, p. 3.
[167] Grenier, The First Way of War, p. 220.
[168] Ibid., pp. 214-215.
[169] Remini, Life of Andrew Jackson, pp. 62-69.
[170] Grenier, The First Way of War, pp. 216-217.
[171] Brinkley, Unfinished Nation, p. 85; Takaki, Iron Cages, p. 96.
[172] Takaki, Different Mirror, pp. 85-86.
[173] Brinkley, Unfinished Nation, p. 84. Sobre la visión de Jackson de crear un imperio
populista, véase Anderson y Cayton, Dominion of War, pp. 207-246.
[174] Grenier, The First Way of War, p. 204.
[175] Ibid., p. 205.
[176] Ibid., pp. 218-220.
[177] Ibid., p. 215. Véase también Saunt, New Order of Things, pp. 236-241.
[178] Miller, Coacoochee’s Bones, p. XI.
[179] Citado en Rogin, Fathers and Children, p. 129.
[180] Slotkin, Fatal Environment, pp. 81-106.
[181] En el siglo XX, durante los oscuros días de la Depresión y la guerra, entre 1932 y 1943,
Laura Ingalls Wilder actualizó y consolidó el mito poniendo en el centro a la mujer en su serie La
casa de la pradera (con cuatro libros adicionales publicados póstumamente).
[182] Reynolds, Waking Giant, pp. 236-241.
[183] Jennings, Invasion of America, pp. 327-328.
[184] Stegner, Where the Bluebird Sings to the Lemonade Springs, pp. 71-72.
[185] Difundido en castellano como «Cazador de Ciervos», la traducción literal del inglés
Deerslayer es, en realidad, «Asesino de Ciervos». (N. de la T.).
[186] D. H. Lawrence, citado en Slotkin, Regeneration through Violence, p. 466.
[187] Dimock, Empire for Liberty, p. 9.
[188] Slotkin, Regeneration through Violence, pp. 394-395.
[189] Los historiadores estadounidenses consideran que la democracia jacksoniana abarca un
periodo de casi tres décadas, de 1824 a 1852, y no solamente sus ocho años de presidencia (18281836). Hay decenas de libros y artículos sobre la era de la democracia jacksoniana, además de
biografías de Andrew Jackson. El historiador Robert V. Remini es el académico jacksoniano más
prominente y ha publicado numerosos libros; Life of Andrew Jackson (2010) es una breve
compilación de sus trabajos anteriores. El libro de Michael Paul Rogin Fathers and Children:
Andrew Jackson and the Subjugation of the American Indian (1975) brinda una mirada revisionista
que se diferencia de las representaciones admirativas de Remini. Entre los trabajos del siglo XXI se
encuentran: Brands, Andrew Jackson; Meacham, American Lion; Reynolds, Waking Giant; y Wilentz,
Andrew Jackson.
[190] Mankiller y Wallis, Mankiller, p. 51.
[191] Rogin, Fathers and Children, pp. 3-4.
[192] Stannard, American Holocaust, p. 122.
[193] Ibid., pp. 122-123.
[194] Prucha, American Indian Treaties, p. 184.
[195] Citado en Zinn, La otra historia de los Estados Unidos.
[196] Ibid., p. 138.
[197] Mooney, Historical Sketch of the Cherokee, p. 124.
[198] Tocqueville, La democracia en América, libro 1.o, 2.ª parte, capítulo 10.
[199] Rogin, Fathers and Children, pp. 3-4.
[200] «Barack Obama’s Inaugural Address» (transcripción del discurso de toma de posesión de
Barack Obama), The New York Times, 20 de enero de 2009. [Puede encontrarse una versión en
castellano en: https://elpais.com/internacional/2009/01/20/actualidad/1232406016_850215.html.
07
De un radiante mar al otro Estos españoles [mexicanos] son la
raza de personas de aspecto más pobre que jamás haya visto; por
lo general, no parecen más civilizados que nuestros indios.
Criaturas de aspecto sucio, mugriento.
CAPITÁN LEMUEL FORD, 1835
Que la raza india de México tiene que retroceder ante nosotros es tan cierto como que ese
es el destino de nuestros propios indios.
WADDY THOMPSON Jr., 1836
El capitán Lemuel Ford, del Primer Regimiento de Dragones, un cuerpo
de caballería del Ejército estadounidense, anotó el comentario en su diario
refiriéndose a los comancheros, comerciantes mexicanos del norte de ese
país que se relacionaban y se casaban principalmente con los comanches de
las llanuras. Waddy Thompson Jr. ejerció como diplomático estadounidense
para México desde 1842 a 1844.[201] Las visiones racistas de oficiales del
Ejército como Ford y diplomáticos como Thompson no eran la excepción.
El odio al indígena y la supremacía blanca eran parte integrante de la
«democracia» y la «libertad».
El poeta populista de la democracia jacksoniana, Walt Whitman, cantó
odas a la masculinidad y la superraza angloamericana que se había
consolidado a fuerza de imperialismo. En su calidad de entusiasta defensor
de la guerra contra México en 1846, Whitman propuso que se desplegaran
sesenta mil tropas estadounidenses en México para efectuar allí un cambio
de régimen «cuya eficacia y permanencia serán garantizadas por Estados
Unidos. Esto generará negocios, abrirá el camino a fabricantes y al
comercio; hacia ellos encontrará su camino el inmenso capital muerto del
país [México]».[202] Whitman sustentó esta receta explícitamente en el
racismo: «El negro, como el indio, será eliminado; es la ley de las razas, la
historia […]. Llega un grado superior de ratas y luego se borra a todas las
ratas inferiores». Todo el mundo se beneficiaría de la expansión
estadounidense: «Anhelamos ver que nuestro país y su Gobierno lleguen
lejos. ¿Qué tiene que ver el miserable e ineficiente México […] con la gran
misión de poblar el Nuevo Mundo con una raza noble?».[203] En septiembre
de 1846, cuando las tropas del general Zachary Taylor tomaron Monterrey,
Whitman anunció que se trataba de «otra prueba irrebatible de la indomable
energía del carácter anglosajón».[204] Los sentimientos de Whitman
reflejaban el mito fundacional estadounidense establecido: el destino
histórico era que los colonos de frontera reemplazaran a los pueblos
nativos, y Whitman agregó su propio giro teórico a lo que más tarde se
conocería como darwinismo social.
Imperialismo estadounidense de ultramar El recorrido por el
continente «de un radiante mar al otro» no fue una procesión
natural hacia el oeste en típicas carretas, como se muestra en
las películas del lejano Oeste. La invasión estadounidense de
México la llevaron a cabo marines, por mar, a través de
Veracruz, y la primera colonización de California se desarrolló
en un principio desde la costa del Pacífico, a la que se llegó
desde la costa del Atlántico por vía de Tierra del Fuego. Entre el
río Misisipi y las Rocosas se extendía una vasta región
controlada por naciones indígenas que no fueron conquistadas
ni colonizadas por ninguna potencia europea, y aunque
Estados Unidos logró anexionarse el norte de México, no era
posible que grandes cantidades de colonos llegaran a las
minas de oro del norte de California o la región fértil del valle de
Willamette en el noroeste del Pacífico sin que los acompañara
un regimiento del Ejército. Entonces ¿por qué perdura la
narrativa histórica popular estadounidense sobre un
movimiento «natural» hacia el oeste? La respuesta es que
aquellos que aún se aferran a ella siguen cautivos de la
ideología del destino manifiesto, que plantea que Estados
Unidos se expandió a través del continente para adoptar su
tamaño y forma predestinados. Esta ideología da por normales
las sucesivas invasiones y ocupaciones de territorios indígenas
y de México, y no las considera casos de colonialismo ni
imperialismo, sino lisa y llanamente un progreso señalado.
Según este punto de vista, México no era más que otra nación
indígena que había que aniquilar.
También se describió la invasión estadounidense de México como la
primera guerra «extranjera» de Estados Unidos, pero no lo fue. Para 1846,
el país del norte había invadido y ocupado decenas de naciones extranjeras
al este del Misisipi, que además fueron víctimas de una limpieza étnica. Y
también hay que mencionar las guerras berberiscas. La primera línea del
himno oficial del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, compuesta y
utilizada a poco de terminada la invasión de México, que reza: «De los
salones de Moctezuma a las costas de Trípoli», hace referencia en parte al
periodo entre 1801 y 1805, cuando el presidente Thomas Jefferson envió a
los marines a invadir la nación bereber de África del Norte. Esa fue la
«primera guerra berberisca», cuyo objetivo aparente era convencer a Trípoli
de que liberara a los marineros estadounidenses que tenía como rehenes y
poner fin a los ataques «piratas» en sus barcos mercantes.[205] La «segunda
guerra berberisca», en 1815 y 1816, terminó cuando el bajá Yusuf
Karamanli, gobernante de Trípoli, aceptó no cobrar tasas a los barcos
estadounidenses que entraran en sus aguas territoriales.
Por aquel entonces, se encendió la llama de las guerras de
independencia en las colonias españolas en América; los líderes de estas
revoluciones se inspiraron en la Revolución francesa y la Revolución
haitiana. En 1801 surgió en Haití, colonia francesa del Caribe con economía
esclavista de plantación, un movimiento de independencia cuya mayoría,
compuesta por africanos esclavizados, logró derrocar a los dueños de las
plantaciones y declarar un Estado nación independiente. Se trató del primer
movimiento exitoso de liberación nacional sostenido en el mundo contra el
colonialismo europeo. Según el mito predominante, los pueblos colonizados
que lucharon por independizarse de España se inspiraron en la exitosa
secesión estadounidense de Gran Bretaña, pero la afirmación es discutible.
Simón Bolívar fue un destacado líder del movimiento independentista
en América del Sur; en 1815 había visitado la Haití liberada, un viaje que
agudizó su odio por la esclavitud e influyó en su abolición en las naciones
independientes que formaban América del Sur. Bolívar y el libertador José
de San Martín fueron fundadores de la república unitaria llamada la Gran
Colombia, que sobrevivió desde 1819 a 1830 con Bolívar como presidente.
Posteriormente, la Gran Colombia se dividió en los Estados nación de
Venezuela, Colombia (que luego incluiría a Panamá), Ecuador, Perú y
Bolivia. En América Central se formó una nación unitaria similar llamada
Provincias Unidas de América Central, con la Ciudad de Guatemala como
capital, que existió entre 1821 y 1841, para luego dividirse en los pequeños
Estados de la actualidad. En ambos casos, las federaciones unitarias más
extensas y fuertes fueron objeto de intervención y dominación económica
por parte de los Imperios británico y estadounidense.
El padre Miguel Hidalgo, que tuvo una participación decisiva en el
movimiento de independencia mexicano, fue profundamente asimilado a la
sociedad indígena de México; de hecho, la mayoría de los luchadores
insurgentes del movimiento provenían de naciones indígenas. Y la mayoría
de los que realmente combatieron en las luchas por la independencia
lideradas por San Martín y Bolívar en América del Sur también eran
indígenas, representaban a sus comunidades y naciones y peleaban por su
propia liberación como pueblos. En un claro contraste, la guerra
estadounidense por la independencia tuvo por enemigas a las naciones
indígenas. Pronto las comunidades indígenas de las nuevas repúblicas
sudamericanas padecieron el dominio económico y político de las elites
nacionales terratenientes que consolidaron su poder tras las guerras de
independencia. Sin embargo, los pueblos indígenas cuyos ancestros
lucharon contra el colonialismo español nunca han olvidado su importante
papel en esos movimientos revolucionarios y saben que el proceso de
liberación continúa. Los pueblos indígenas de América Latina sienten que
esas revoluciones les pertenecen, mientras que la secesión estadounidense
de Gran Bretaña fue la fundación intencional de una república blanca que
planificó la eliminación de los pueblos indígenas en cuanto que sociedades
colectivas de base territorial.
El periodo de intervención estadounidense para anexionarse y dominar
los antiguos territorios en las Américas no comenzó en 1898 con la guerra
hispano-estadounidense, como se afirma en la mayoría de los textos de
historia, sino casi un siglo antes, durante la presidencia de Jefferson, con la
expedición de Zebulon M. Pike en 1806 y 1807. Esos historiadores que
rastrean la «expansión continental» sin vincularla con las claras acciones
del imperialismo estadounidense rara vez notan la yuxtaposición de tiempo
y presidencia de las intervenciones en África del Norte y México en la
víspera de su liberación de España. Al igual que la expedición de Lewis y
Clark, finalizada el mismo año en que Pike comenzó la propia, la de Pike
fue un proyecto militar ordenado por el presidente Jefferson. Lewis y Clark
se habían dirigido hacia los confines del recientemente adquirido Territorio
de Luisiana para recabar información sobre las naciones mandan, hidatsa,
paiute, shoshone, ute y muchas otras que habitaban la inmensa extensión
territorial entre las Rocosas y el Pacífico, delimitada al oeste y al sur por
territorio de ocupación española y al norte por la Canadá británica.[206]
Pike, junto con su pequeña fuerza de soldados y rehenes osages, había
recibido órdenes de penetrar ilegalmente en el territorio español para
recabar información que luego se usaría para una invasión militar. So
pretexto de haberse perdido, Pike y su contingente se encontraron dentro
del territorio del norte de Nuevo México, ocupado por España (actualmente,
el sur de Colorado), donde «descubrieron» el pico Pikes y construyeron un
fuerte. En última instancia, como sin duda habían planificado, las
autoridades españolas los retuvieron bajo custodia y los transportaron a
Chihuahua, México; así Pike y sus hombres pudieron observar y tomar
notas sobre la región norte de ese país. Lo que es más importante, reunieron
información sobre los recursos militares y la conducta de España y sobre la
ubicación de las poblaciones y civiles y su relación entre sí. Pike fue
liberado y en 1810 publicó sus hallazgos. Con el título The Expeditions of
Zebulon Montgomery Pike [Las expediciones de Zebulon Montgomery
Pike], el libro fue un éxito de ventas.[207]
La colonización estadounidense del norte de México La
inestabilidad de la empobrecida nueva república de México en
1812, después de más de tres siglos de colonialismo español y
una extenuante guerra de liberación nacional, la dejaba en
estado de debilidad para defender su territorio de la agresión
estadounidense. Con España fuera del camino, Estados Unidos
podía llevar a cabo su propia política imperialista sin
arriesgarse a desatar una complicada guerra con las potencias
imperialistas europeas, algo que George Washington había
mencionado en su discurso de despedida cuando alertó contra
los «enredos extranjeros». Una vez que México obtuvo la
independencia, su nuevo Gobierno abrió las fronteras al
comercio inmediatamente, algo que las autoridades españolas
nunca habían permitido. En 1812 el comerciante
estadounidense William Becknell llegó a Taos, en la provincia
mexicana de Nuevo México, desde San Luis y luego, en 1824,
llegó un contingente comercial estadounidense encabezado por
Sylvester Pattie.[208] Los comerciantes con base en San Luis —
por ese entonces, el verdadero puesto de avanzada fronterizo
del oeste estadounidense— comenzaron a extender sus
negocios hacia Nuevo México. Hasta la publicación del libro de
Pike, en 1810, los comerciantes estadounidenses habían
mostrado poco interés en comerciar con México. El relato de
Pike sobre las potenciales ganancias que podrían obtener los
inspiró a lanzarse a capturar ese comercio.[209]
Los comerciantes estadounidenses ayudarían a allanar el camino para el
control político estadounidense del norte de México mediante lo que se dio
en conocer como «el partido americano de Taos». Christopher Houston
Carson, alias Kit, jugaría un papel fundamental en el éxito de la invasión
estadounidense del norte de México, al mismo tiempo que proseguía su
tarea como mercenario colonial. Nacido en 1809 en Kentucky, Carson fue
un buscador de pieles y emprendedor, además de destacado aborrecedor y
asesino de indígenas, que había dejado el caserío familiar en Misuri a los
dieciséis años para irse a Nuevo México. La mayoría de los ciudadanos
estadounidenses que integraban el partido, incluido Carson, se casaban con
familias adineradas de Nuevo México que se identificaban con los
españoles y no habían apoyado la independencia de ese país, lo que hizo
que se generara entre la clase gobernante local una fuerte afinidad con lo
anglosajón. El papel de este grupo exclusivo era atraer y, por ende,
monopolizar el comercio de pieles con tramperos indígenas y de otras
procedencias, con el fin último de la anexión estadounidense. Como imán,
los comerciantes ofrecerían productos manufacturados de bajo costo, desde
prendas de vestir hasta utensilios de cocina, herramientas y muebles. San
Luis estaba conectado con firmas comerciales transatlánticas en ciudades de
la costa este, por lo que contaba con productos de mejor variedad y calidad
que los de los comerciantes de Chihuahua, que se valían del puerto de
Veracruz, en franca decadencia. El fuerte Bent (cercano a la actual La Junta,
en Colorado) se convirtió en el centro del comercio de pieles en el norte de
Nuevo México, solo equiparable a la American Fur Company de Jacob
Astor en Norteamérica. Los comerciantes de Misuri burlaron la prohibición
mexicana de las exportaciones de plata y oro (levantada durante un breve
lapso entre 1828 y 1835) mediante el contrabando y el soborno.[210]
Pronto San Luis reemplazó a Chihuahua como centro de distribución
del comercio en el norte de México, y las elites de las provincias del norte
del país pasaron a ser parte interesada en el objetivo estadounidense de
incorporar el territorio a sus dominios. Ya en 1824, el senador de Misuri
Thomas Hart Benton introdujo un proyecto de ley en el Senado en nombre
de los ciudadanos de Misuri que proponía un estudio gubernamental de la
zona entre el sendero de Santa Fe y la frontera con México. En 1832, el
presidente Andrew Jackson comenzó a usar tropas estadounidenses para
proteger las caravanas de mercaderías que se dirigían al norte de México
por el sendero de Santa Fe y evitar que fueran interceptadas por indígenas,
cuyos territorios atravesaban sin permiso.
Además de hacerlo en Nuevo México, los residentes estadounidenses
sentaron las bases para la anexión de México también en Texas y
California. Las Cortes españolas (Parlamento) habían promulgado una ley
en 1813 que autorizaba a las autoridades provinciales a ceder tierras a
individuos, incluso a extranjeros, práctica que continuó durante el Gobierno
independiente mexicano hasta 1828. En 1823, el gobernante déspota de
México Agustín de Iturbide promulgó una ley de colonización que
autorizaba al Gobierno nacional a suscribir contratos de cesión de tierras
con un empresario o promotor que debía reclutar a un mínimo de doscientas
familias para concretar la adjudicación de las tierras. Con aplicación
exclusiva en la provincia de Texas, eran los emprendedores esclavistas
angloamericanos los que pedían y obtenían la mayoría de las cesiones, a
pesar de que en México la esclavitud era ilegal; esto posibilitó que fueran
dominantes en la provincia y que ese proceso derivara finalmente en la
pérdida de Texas en 1836.[211]
El senador Benton, su yerno, el capital John C. Frémont, y Kit Carson
también allanaron el camino para la invasión de la región norte de
California. A principios de la década de 1840, Benton y su hija Jessie —la
esposa de Frémont— construyeron una imprenta booster[212] para atraer a
los colonos al Territorio de Oregón y también a la provincia mexicana de
California. Al mismo tiempo, Frémont y su guía Carson organizaron cinco
expediciones para recabar información antes de la conquista militar. La
tercera expedición entró ilegalmente en la región del valle de Sacramento
desde el norte a principios de 1846, justo antes de que Estados Unidos
declarara la guerra contra México. Frémont instó a los colonos anglos del
valle Central a tomar partido por Estados Unidos a cambio de protección
militar si se desencadenaba la guerra. Una vez que posicionaron un barco de
guerra estadounidense para el combate, Frémont fue designado teniente
coronel del Batallón de California, como si todo se hubiera planeado de
antemano.[213]
Las exploraciones y tareas de inteligencia llevadas a cabo por Pike y
luego la infiltración en las provincias del norte de México y su
colonización, encabezada por emprendedores estadounidenses, culminaron
en invasión militar y guerra. Las fuerzas invasoras se abrieron camino
luchando desde el principal puerto comercial de México, Veracruz, en el
golfo de México, hasta la capital, Ciudad de México, a casi 483 kilómetros
de distancia. El Ejército estadounidense ocupó la capital hasta que el
Gobierno mexicano aceptó ceder sus territorios del norte, según quedó
estipulado en el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848. Hacia finales de
1845, Texas había pasado a formar parte de Estados Unidos. Rápidamente,
le siguieron California en 1850, Nevada en 1864, Colorado en 1876,
Wyoming en 1890, Utah en 1896; pero Arizona y Nuevo México, con
mayor densidad poblacional, no se convirtieron en estados hasta 1912.
La Ordenanza Territorial de 1785 había establecido un sistema nacional
para el topografiado y la distribución de tierras y, como ha señalado un
historiador: «Con arreglo a la ordenanza de mayo de 1875, se rematarían las
tierras indígenas al mejor postor».[214] La Ordenanza del Noroeste, de 1787,
a pesar de garantizar a los indígenas la utilización del suelo y la titularidad
de las tierras, puso en marcha un procedimiento progresivo de colonización
con el fin de anexionar los territorios mediante ocupación militar, estatus
territorial y, finalmente, constitución de estados. Para esta última instancia,
las condiciones estarían dadas cuando los colonos superasen en número a
los indígenas; y a tal fin, en el caso del área de México cedida y en el
territorio de la compra de Luisiana, se los eliminó o se los trasladó
forzosamente. En este sistema, único entre las potencias coloniales, la tierra
pasó a ser el producto básico de intercambio más importante para la
acumulación de capital y la construcción del Tesoro Nacional. Es menester
darse cuenta de la centralidad que tiene la venta de tierras en la edificación
de la base económica de la riqueza y el poderío estadounidenses para
comprender la política genocida de su Gobierno. Los apologistas del
expansionismo estadounidense no consideran que la ordenanza de 1787 sea
un reflejo del colonialismo, sino un medio para «reconciliar el problema de
la libertad con el problema del imperio», en palabras del historiador
Howard Lamar.[215]
Tras la intervención en México, Estados Unidos debió enfrentar
problemas más acuciantes que la reconciliación de las ideologías
contrapuestas. Por un lado, en los territorios anexionados la gran mayoría
eran indígenas o agricultores y ganaderos mexicanos, es decir, comunidades
con acceso a la tierra. En cuanto a los navajos, apaches y utes, que habían
resistido durante siglos todos los esfuerzos colonizadores de los españoles y
luego de las autoridades mexicanas, también resistieron ante el nuevo
régimen colonial. Para entender cómo respondieron los pueblos de estas
regiones a la invasión y conquista estadounidenses y cómo es hoy su
particular relación con Estados Unidos, es esencial comprender su historia
durante la colonización española.
Los pueblos indígenas del norte de México durante la
ocupación Aunque la Corona española había enviado a
exploradores como Coronado y Cabeza de Vaca, entre otros, y
había establecido puestos y ciudades comerciales y militares a
lo largo de la costa atlántica norteamericana y en Florida,
además de en la costa del Golfo hasta el Misisipi, el
colonialismo de asentamiento español no comenzó al norte del
río Grande hasta 1598. La misión colonizadora compuesta por
soldados-colonos lanzó un brutal ataque militar contra las
ciudades de los indígenas pueblo en Nuevo México e impuso
instituciones estatales y religiosas. Los colonizadores se
encontraron con una próspera agricultura de irrigación que
daba sustento a una población repartida en noventa y ocho
ciudades-Estado interrelacionadas (pueblos); en dos décadas
las redujeron a veintiuna.[216] Pero, dados los extendidos
rituales y numerosos días festivos religiosos de los indígenas
pueblo, tal vez haya sido una provocación aún mayor que los
misioneros franciscanos prohibieran esas prácticas religiosas e
impusieran el cristianismo. A medida que la represión y la
explotación laboral por parte de la Corona se intensificaban, los
pueblo organizaron una revolución que recibió el apoyo de los
navajos, los apaches y los utes, que no habían sido
conquistados, y de las ciudades hopis al oeste, en la actual
Arizona. A ellos se unieron las clases sirvientes y trabajadoras
de indígenas cautivos y mestizos de la capital española de
Santa Fe. En 1680, expulsaron a los españoles de Nuevo
México: los pueblo permanecieron libres durante doce años,
antes de que llegara otra misión colonizadora, esta vez
permanente.[217] Así, durante otros ciento treinta años de
régimen español, antes de la independencia mexicana, los
pueblo sufrieron un estricto control y se los obligó a proveer
soldados de infantería para las incursiones españolas contra
los navajos, los apaches y los utes, que nunca habían sido
colonizados por los españoles. México expulsó a los
franciscanos y dejó a los pueblo a su suerte, aunque gran parte
de su territorio se lo habían apropiado los colonos de manera
permanente.
Las dos provincias mexicanas más extensas que fueron anexionadas a
Estados Unidos, Coahuila y Tejas (Texas) —por entonces una sola— y
California, estaban escasamente pobladas y no tan centralizadas ni
organizadas como Nuevo México. Después de 1692, cuando la Corona
española envió a un ejército a invadir y reocupar los territorios de los
indígenas pueblo del río Grande, también tuvo como objetivo el control
eficaz y la ocupación de California y Texas, en parte para crear una extensa
zona de contención del imperialismo francés, británico y ruso, en
competencia con los españoles. Después de dos siglos de dominación en las
Américas, el Estado español se estaba desmoronando política y
económicamente. Habiendo sufrido una baja en la producción de plata en
sus colonias americanas y debido al aumento de la competencia con otras
potencias europeas, los españoles decidieron mantener y extender sus
dominios en el norte para contener el avance francés y británico en las
zonas mineras del interior de Nueva España (México).
España construyó fuertes y expropió tierras indígenas para entregarlas a
colonos españoles con fines de agricultura y ganadería en lo que hoy es el
estado de Texas. La primera ciudad española del estado, San Antonio, se
levantó en 1718, junto con la fundación de la misión franciscana de San
Antonio de Valero (El Álamo). Por el territorio se esparcían los fuertes, las
misiones y los asentamientos españoles, sobre todo a lo largo del río
Grande, desde Matamoros a Laredo. Entre los pueblos indígenas de Texas
estaban los apaches lupines, los jumanos, los coahuiltecanos, los tonkawas,
los karankawasis y los caddos, que eran más vulnerables a la colonización
que los comanches y los wichitas en el oeste de Texas, por tener estos
últimos mayor movilidad. Para la época de la independencia mexicana, la
población indígena en la provincia era de unos cincuenta mil, mientras que
había unos treinta mil colonos españoles.
Durante la primera década de independencia mexicana, alrededor de
diez mil cheroquis, seminolas, shawnees y muchas otras comunidades de
distintos pueblos indígenas al este del Misisipi evitaron el traslado forzoso
al Territorio Indio y escaparon a la bota de hierro de Estados Unidos
refugiándose en México. Una de esas comunidades pertenecía a la nación
coahuila kikapú, desalojada de sus tierras tras la apertura de Wisconsin a la
colonización. La nación tohono o’odam no se movió de su sitio, pero la
frontera que volvió a trazarse en 1848 dividió su territorio. La
independiente República de México otorgó tierras a sus distintas
comunidades. Una vez que Texas dejó de ser parte de México, y al ser
anexionada más tarde a Estados Unidos, muchos se desplazaron al sur de la
nueva frontera impuesta.[218]
La República de México abrió las puertas a la dominación
estadounidense cediendo tierras a los inmigrantes anglos. Durante la
primera década de independencia, unos treinta mil agricultores y dueños de
plantaciones angloamericanos, junto con sus esclavos, se volcaron hacia
Texas y recibieron cesiones de tierras para su explotación. Cuando el estado
fue anexionado a Estados Unidos, en 1845, los colonos anglos llegaban a
ciento sesenta mil.[219] México abolió la esclavitud en 1829; con ello se
vieron afectados los planes de los colonos anglos de hacerse ricos
explotando plantaciones con mano de obra esclava. Presionaron al
Gobierno mexicano para que se echara atrás con la prohibición y solo
obtuvieron un año de extensión para poner en orden sus asuntos y liberar a
los esclavos; el Gobierno se negó a legalizar la esclavitud. Los colonos
decidieron separarse de México y dieron comienzo a la famosa y mitificada
batalla del Álamo, de 1836, en la que morirían los mercenarios James
Bowie y Davy Crockett y el esclavista William Travis. Si bien técnicamente
para los angloamericanos fue una derrota, el asedio del Álamo les sirvió
para agitar las pasiones patrióticas; un mes después, en la decisiva batalla
de San Jacinto, México entregó la provincia. Fue una enorme victoria para
el Gobierno de Andrew Jackson, para los numerosos esclavistas sureños
que pasaron a ser hacendados en Texas y, sobre todo, para el alcohólico
colono guerrero Sam Houston. Este había sido gobernador de Tennessee y
luego comandante en jefe del ejército texano, además de presidente de la
nueva «República de Texas», que con su ayuda adquirió carácter de estado
en 1845. Una de las primeras medidas del Gobierno proesclavitud fue
instaurar una fuerza contrainsurgente que —como indica su nombre,
«Rangers de Texas»— adoptó el «modo estadounidense de hacer la guerra»:
destruyeron ciudades indígenas, eliminaron naciones indígenas de Texas,
practicaron la limpieza étnica y sofocaron las protestas de los texanos,
exciudadanos mexicanos.[220]
La Misión de San Francisco de Asís, también llamada Misión Dolores,
fue una misión española franciscana establecida en la costa del Pacífico al
mismo tiempo que el Presidio (base militar) de San Francisco; en 1776, año
en que los angloamericanos declararon la independencia de Gran Bretaña.
El cuartel tenía un doble propósito: proteger a la misión de los habitantes
indígenas cuyos territorios estaba usurpando España y sitiarlos para
forzarlos a vivir y trabajar al servicio de los frailes franciscanos en la
misión. La Misión Dolores era la sexta de un total de veintiuna misiones
franciscanas establecidas entre 1769 y 1823, año en que México las
disolvió. La fundación de las misiones y los presidios desde San Diego y
Los Ángeles y Santa Bárbara hasta Carmel, San Francisco y Sonoma traza
el camino de la colonización de las naciones indígenas de California. El
camino de ochocientos kilómetros que unía a las misiones se llamaba
Camino Real.
El Ejército español en California se dividía en cuatro distritos, cada uno
con misiones franciscanas y presidios estratégicamente ubicados. El
establecimiento del primer presidio en San Diego, en 1769, coincidió con el
de la primera misión franciscana en California. El segundo presidio se
levantó en Monterrey en 1770 para defender las seis misiones que había en
la zona y también las minas de mercurio de los montes de Santa Cruz.
Monterrey pasó a ser la capital de la California española y su único puerto
de entrada para los cargamentos que salían de allí y hacia allí se dirigían; lo
siguió siendo hasta 1846, cuando Estados Unidos tomó California.
Los residentes californianos modernos tienen una visión extravagante y
romántica de estas misiones franciscanas, que siguen siendo lugares
turísticos populares, y de su fundador, Junípero Serra. Muy pocos turistas se
percatan de que en el centro de las plazas de cada misión hay un poste de
azote. La historia que simboliza ese artefacto no murió ni fue enterrada
junto con las generaciones de indígenas sepultados bajo el suelo
californiano. Las cicatrices y el trauma han pasado de generación en
generación. Para echar sal a la herida, el papa Juan Pablo II beatificó a
Junípero Serra en 1988, el primer paso hacia la santidad. Los pueblos
indígenas de California se sintieron insultados por este acto y se
organizaron para evitar la santificación de alguien a quien consideran un
exponente de la violación, tortura, muerte, hambre y humillación que
padecieron sus ancestros y del intento de destrucción de sus culturas. Serra
solía andar con soldados, secuestraba al azar a individuos y familias
indígenas y registraba las capturas en sus diarios, como en el siguiente caso:
«[Cuando] alguno huía de sus manos [las de los soldados], capturaban al
otro. Lo ataban, y era necesario, porque, aun sujeto, se defendía, decía que
no debían llevarlo, y se arrojaba al suelo con tanta violencia que rasguñaba
y magullaba sus muslos y rodillas. Pero finalmente lo capturaban […].
Estaba muy asustado y perturbado».[221] En 1878, un anciano kamia
llamado Janitin le contó a un entrevistador la experiencia que vivió en la
niñez: «Cuando llegamos a la misión, me encerraron en una habitación
durante una semana […]. Cada día me azotaban injustamente porque no
terminaba de hacer lo que no sabía hacer, y así sobreviví muchos días hasta
que encontré la manera de escapar, pero me siguieron y me atraparon como
a un zorro». Lo sujetaron a la picota y lo golpearon hasta que quedó
inconsciente.
Los pueblos indígenas de California resistieron este orden totalitario.
Sus acciones de insurgencia constan en registros oficiales y en diarios, pero
según parece habían despertado el interés de pocos historiadores antes de la
era de los derechos civiles, en las décadas de 1950 y 1960, cuando los
pueblos indígenas de ese estado comenzaron a realizar sus propias
investigaciones. Descubrieron que ninguna misión se salvó de los
levantamientos desde dentro ni de los ataques desde el exterior, por parte de
comunidades a las que pertenecían los que estaban presos y por parte de
quienes lograban escapar. Se formaron guerrillas de hasta dos mil personas.
Sin esta resistencia, en la actualidad no habría descendientes de los pueblos
originarios de California en el área colonizada por los españoles.[222]
Protegidos por el Ejército estadounidense, desde 1848 los buscadores de
oro que provenían de todas partes del mundo llevaron muerte, tortura,
violación, hambre y enfermedades a los pueblos indígenas, en cuyos
territorios ancestrales se encontraban los codiciados campos de oro del
norte y del este de San Francisco. Como describe Alejandro Murguía, a
diferencia de los pueblos originarios, para quienes el oro era irrelevante, los
del cuarenta y nueve «estaban enfermos de hambre de oro»: Hacían
cualquier cosa por conseguirlo. Para llegar a California dejaban a sus
familias, sus hogares, todo; navegaban ocho meses en embarcaciones
malolientes y con vías de agua; otros, capitanes y marineros, desertaban de
sus barcos en San Francisco y dejaban así una flota de bergantines, barcas y
goletas abandonadas que se pudrían en los muelles. Cazaron todos los
animales que pudieron encontrar y llenaron ríos y arroyos de limo, al cual
no pudo sobrevivir el otrora abundante salmón. En un verano liquidaron las
manadas de alces y venados, fuente de alimento para los nativos
americanos. Los mineros se estafaban y mataban entre sí en los campos de
oro.[223]
En lo que fue un verdadero reino del terror, la ocupación y colonización
estadounidense exterminó a más de cien mil indígenas de California en
veinticinco años, lo que redujo a la población a treinta mil en 1870:
posiblemente se trate del desastre demográfico más extremo de todos los
tiempos.[224] Y también allí, contra todo pronóstico, los indígenas
resistieron y vivieron para contarlo. De no ser así, no habría pueblos
indígenas en el norte de California, puesto que el objetivo fue erradicarlos.
Desde el comienzo de la fiebre del oro, estos «escarabajos del oro»
invadieron territorios indígenas, aterrorizaron y asesinaron brutalmente a
los que estaban en su camino. Parecía que estos colonos no necesitaban
ayuda militar para pisotear a los residentes indígenas desarmados de las
comunidades de pescadores esparcidas a lo largo de un paraíso abundante
de bosques, ríos y montañas. La tarea que le quedó al Ejército
estadounidense fue la de cercar a los hambrientos refugiados indígenas para
transportarlos a reservas establecidas en Oregón y Oklahoma.
El peso del hombre blanco La invasión y ocupación de México,
de dos años de duración, fue una experiencia gozosa para la
mayoría de los ciudadanos estadounidenses, como lo
demuestra la poesía populista de Walt Whitman. Su popularidad
fue posible gracias al vigoroso nacionalismo, acelerado por la
guerra misma, que confirmó, además, el destino manifiesto de
Estados Unidos. Aparte de las nuevas armas de guerra y la
capacidad productiva que había generado la incipiente
revolución industrial, también hubo avances en las técnicas de
impresión y publicación, con un aumento en el mercado de la
publicación de libros desde 2,5 millones de dólares en 1830 a
12,5 millones en 1850. La mayoría de los libros publicados
durante el lustro que va de los años previos a la invasión de
México hasta los posteriores eran panfletos belicistas. Casi
todos los colonos euroamericanos sabían leer y escribir; ese
fue el periodo fundacional de la «literatura estadounidense», en
la que los escritores James Fenimore Cooper, Walt Whitman,
Edgar Allan Poe, John Greenleaf Whittier, Henry Wadsworth
Longfellow, James Russell Lowell, Ralph Waldo Emerson,
Henry David Thoreau, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville
estaban activos: todos siguen siendo leídos, venerados y
estudiados en el siglo XXI como escritores nacionalistas, no
como colonialistas.
Si bien algunos de ellos, como Melville y Longfellow, prestaron poca
atención a la guerra, la mayoría o bien la apoyaba encarnizadamente o se
oponía a ella. Whitman, defensor de ella, también estaba cautivado por los
violentos asesinos de indígenas y mexicanos, los Rangers de Texas. Para él,
la guerra levantaba la autoestima de la nación, y creía que un «verdadero
estadounidense» no podría evitar sentir «este orgullo por nuestros ejércitos
victoriosos». Emerson se opuso a esta guerra como se oponía a todas. Su
rechazo, sin embargo, no solo tenía una base pacifista, sino que él también
creía que la «raza» mexicana envenenaría a los angloamericanos mediante
el contacto: el miedo al «corazón de las tinieblas». Emerson apoyaba la
expansión territorial a cualquier precio, pero hubiera preferido que no se
llevara mediante la guerra.
La mayoría de los escritores de la época estaban obsesionados con el
heroísmo. La oposición a la guerra estaba integrada por escritores que eran
abolicionistas activos, como Thoreau, Whittier y Lowell. Creían que la
guerra era un plan de los propietarios de esclavos en el sur para extender la
esclavitud, como un castigo hacia México por haberla abolido tras la
independencia de España. Aun así, incluso los abolicionistas creían en el
«destino manifiesto de la raza inglesa», como lo expresó Lowell en 1859,
«de ocupar todo este continente y desplegar allí esa comprensión práctica
en asuntos de gobierno y colonización que ninguna otra raza ha demostrado
poseer en tal grado desde los romanos».[225]
Para James K. Polk, que ejerció la presidencia de Estados Unidos
durante la guerra, la importancia de esta radicaba en que mostraba que una
democracia podía seguir adelante y ganar una guerra en el extranjero con el
mismo «vigor» con que lo podían hacer los Gobiernos autoritarios. Creía
que un Gobierno civil electo, con su Ejército de voluntarios del pueblo, era
aún más eficaz que las monarquías europeas con afán imperialista. Sentía
que la victoria sobre México les demostraba a las potencias europeas que
Estados Unidos era su par. Mostrarse invencible mediante una victoria
militar ante un país débil: no fue a Ronald Reagan ni a George W. Bush a
quienes se les ocurrió la idea. La tradición es tan vieja como el país.
La guerra estadounidense contra México hizo más que posibilitar la
anexión de más de la mitad de su territorio. A la guerra le siguió un debate
que resultaría mortal: si el territorio adquirido permitiría la esclavitud; esto
provocó una guerra civil que dejó un saldo de un millón de víctimas. La
guerra civil estadounidense permitió la reorganización y la modernización
del Ejército y la renovación de las operaciones de contrainsurgencia, es
decir, las que tienen como objetivo a los civiles. Es posible encontrar un
ensayo de esa renovación después de la guerra contra México, en la
contrainsurgencia del Ejército estadounidense contra la feroz resistencia de
los apaches en las porciones de territorio anexionadas en 1848 que más
tarde conformarían los estados de Nuevo México y Arizona y a través de la
nueva frontera hacia lo que siguió siendo parte de México. Para tal fin se
utilizó al Primer y Segundo Regimiento de Dragones del Ejército
estadounidense, cuerpos de caballería de elite muy bien equipados y
entrenados para el terreno desértico. Durante el periodo comprendido entre
la guerra contra México y la guerra civil, la resistencia indígena estuvo
encabezada por el líder apache gila Mangas Coloradas, con el fin de
mantener las tierras y el modo de vida ancestrales del pueblo apache. Los
dragones emplearon el «primer modo de hacer la guerra», la guerra total:
instaban a los destacamentos a atacar los poblados apaches, destruir los
cultivos y matar al ganado, asesinar a las mujeres, los niños y ancianos que
allí quedaban mientras los jóvenes se encontraban en otros lugares peleando
contra los dragones.[226] Este tipo de prácticas de guerra contra los pueblos
indígenas continuó durante la guerra civil y luego aumentó su intensidad en
las llanuras del norte y en el sudoeste, lo que dio lugar al término que el
Ejército estadounidense utiliza a día de hoy en todo el mundo para referirse
a territorio enemigo: «Territorio Indio».
[201] Ford, citado en Kenner, History of New Mexico–Plains Indian Relations, p. 83; Thompson,
Recollections of Mexico, p. 72.
[202] Whitman, citado en McDougall, Promised Land, Crusader State, p. 11. Whitman expresó
muchas opiniones como estas durante la guerra hispano-estadounidense en el periódico que editaba,
el Brooklyn Daily Eagle. En Johannsen, To the Halls of the Montezumas, se puede encontrar un
estudio minucioso sobre la popularidad intelectual, poética, mediática y masiva de la guerra; véase
también Reynolds, Walt Whitman’s America.
[203] Whitman citado en Reynolds, John Brown Abolitionist, p. 449.
[204] Horsman, Race and Manifest Destiny, p. 185.
[205] Véanse Zacks, Pirate Coast; y Boot, Savage Wars of Peace, pp. 3-29.
[206] Blackhawk, Violence over the Land, pp. 145-175.
[207] Pike, The Expeditions. Coues, el editor de Pike, opina que la entrada accidental de la
expedición en territorio español y su arresto fueron «un accidente particular de un plan general» (p.
499). Véase también Owsley y Smith, Filibusters and Expansionists.
[208] Véase Unrau, Indians, Alcohol, and the Roads to Taos and Santa Fe.
[209] Pike, The Expeditions, p. 499; Blackhawk, Violence over the Land, p. 117.
[210] Véase Weber, Taos Trappers.
[211] Dunbar-Ortiz, Roots of Resistance, p. 80; Véase también Hall, Laws of Mexico.
[212] Se denominaba imprentas «impulsoras» (boosters) a las que establecían los colonos para
promocionar sus poblados y legitimarlos por medio de los periódicos locales. (N. de la T.).
[213] Véase Sides, Blood and Thunder, pp. 92-101; Chaffin, Pathfinder, pp. 33-35.
[214] Holton, Unruly Americans and the Origins of the Constitution, p. 14.
[215] Lamar, Far Southwest, pp. 7-10.
[216] Véase Vlasich, Pueblo Indian Agriculture.
[217] Véase Sando y Agoyo, Po’Pay; Wilcox, Pueblo Revolt and the Mythology of Conquest;
Dunbar-Ortiz, Roots of Resistance, pp. 31-45; Carter, Indian Alliances and the Spanish in the
Southwest.
[218] Anderson, Conquest of Texas, pp. 4, 18-29. Véase también «4th Largest Tribe in US?
Mexicans Who Call Themselves American Indian», en Indian Country Today, 5 de agosto de 2013,
disponible en: http://indiancountrytodaymedianetwork.com/ (consultado el 27 de septiembre de
2013).
[219] Anderson, Conquest of Texas, pp. 18-29. Russell ofrece en Escape from Texas un relato de
ficción fascinante e históricamente riguroso sobre la independencia del estado de Texas de México.
[220] Véase Anderson, Conquest of Texas. Sobre la continuación del papel contrainsurgente de
los Rangers de Texas en el siglo XX, véase Johnson, Revolution in Texas; Harris y Sadler, Texas
Rangers and the Mexican Revolution.
[221] Tinker, Missionary Conquest, p. 42.
[222] Se puede encontrar documentación sobre la resistencia indígena de California en Jackson y
Castillo, Indians, Franciscans, and Spanish Colonization, pp. 73-86.
[223] Murguía, Medicine of Memory, pp. 40-41.
[224] Véase Heizer, Destruction of California Indians. Véase también Cook, Population of the
California Indians.
[225] Véase Johannsen, To the Halls of the Montezumas.
[226] Véase Kiser, Dragoons in Apacheland.
08
«Territorio indio»
Los búfalos eran abundantes nubes oscuras que se movían sobre las suaves colinas y
llanuras de América. Y luego el acero destellante encontró el hueso y la carne.
SIMON J. ORTIZ, from Sand Creek[227]
En vísperas de la guerra civil el Ejército estadounidense se dividía en
siete departamentos, una estructura diseñada por John C. Calhoun durante
el Gobierno de Monroe. Para el año 1860, seis de los siete departamentos,
compuestos por 183 compañías, fueron emplazados al oeste del Misisipi: un
ejército colonial para luchar contra los ocupantes indígenas de la tierra. En
gran parte de las tierras del oeste, el Ejército era la principal institución del
Gobierno estadounidense; las raíces militares del desarrollo institucional
son profundas.
El presidente Abraham Lincoln asumió la presidencia en marzo de
1861, dos meses después de que el sur se separara de la Unión. En abril, los
Estados Confederados de América tomaron la base militar en el fuerte
Sumter, cerca de Charleston, Carolina del Sur. De los más de mil oficiales
del Ejército, 286 decidieron servir a los Estados Confederados; de estos, la
mitad eran graduados de la academia militar de West Point y habían
luchado contra los indígenas, como Robert E. Lee. Tres de los siete
comandantes de los departamentos asumieron el liderazgo del Ejército
Confederado. Teniendo en cuenta solo su demografía, el sur tenía pocas
posibilidades de triunfo, por lo que es aún más notable que haya persistido
más de cuatro años contra la Unión. En 1860, la población de Estados
Unidos era de casi treinta y dos millones, con veintitrés millones en los
veintidós estados del norte, y unos nueve millones en los once estados del
sur. Más de un tercio de esos nueve millones de sureños eran personas
esclavizadas de ascendencia africana. Dentro de los Estados Confederados,
el 76 % de los colonos no poseía esclavos. De estos, entre el 60 % y el 70 %
tenía menos de cuarenta hectáreas de tierra. Menos del 1 % poseía más de
cien esclavos. El 17 % de los colonos en el sur tenía entre uno y nueve
esclavos, y solo el 6,5 % tenía más de diez. El 10 % de los colonos que no
poseía esclavos tampoco tenía tierras, mientras muchos más apenas podían
sobrevivir en pequeñas fincas de subsistencia. Dentro del Ejército
Confederado los porcentajes eran similares.[228] Quienes, aún hoy, sostienen
que la causa de la secesión del sur y la guerra civil fueron los «derechos de
los estados» usan estas estadísticas para argumentar que la esclavitud no fue
la causa de la guerra civil, lo cual es falso. En los estados del sur cada
colono aspiraba a tener tierras y esclavos o a tener más tierras y más
esclavos, dado que el estatus social y la riqueza dependían de la cantidad de
propiedades. Incluso los pequeños agricultores y los que no tenían tierras
recurrían al régimen esclavista: la plantación local era el mercado en el que
los pequeños agricultores colocaban sus productos, y sus dueños
contrataban a los colonos sin tierras como capataces y peones de campo. La
mayoría de los colonos que no poseían esclavos apoyaron a la
Confederación y lucharon por ella.
Lincoln y su «tierra libre» para colonos La campaña
presidencial de Abraham Lincoln recurrió al voto de los
colonos con escaso acceso a la tierra, que exigían que el
Gobierno pusiera en disponibilidad las tierras indígenas al
oeste del Misisipi. A estos colonos se los conocía como free
soilers («los de la tierra libre») en referencia a la tierra barata,
libre de mano de obra esclava. Nuevas fiebres del oro y otros
incentivos trajeron consigo nuevas olas de colonos que
ocupaban tierra indígena. Por ese motivo, algunos indígenas
preferían una victoria confederada, porque podía dividir y
debilitar a Estados Unidos, una nación cada vez más poderosa.
Las naciones indígenas se vieron más afectadas por la guerra
civil en el Territorio Indio que en cualquier otra parte. Como se
analizó en el sexto capítulo, las naciones del sudeste —los
cheroquis, muskogees, seminolas, choctaws y chickasaws (las
«Cinco Tribus Civilizadas»)— fueron trasladadas por la fuerza
de sus tierras originarias durante el Gobierno de Jackson, pero
en el Territorio Indio reconstruyeron sus municipios, fincas,
granjas e instituciones, incluyendo periódicos, escuelas y
orfanatos. Si bien una pequeña elite de cada nación era
adinerada y poseía africanos esclavizados y propiedades
privadas, la mayoría continuó con sus prácticas agrarias
colectivas. Las cinco naciones firmaron tratados con la
Confederación, cada una por motivos similares. Sin embargo,
dentro de cada nación había una clara división de clase, que
suele expresarse erróneamente como un conflicto entre los
llamados mixed-bloods, los mestizos, y los de sangre pura o fullbloods. Es decir, la minoría rica, asimilada y dueña de esclavos
que dominaba la política estaba a favor de la Confederación, y
la mayoría pobre y tradicional, que no poseía esclavos, quería
permanecer fuera de la guerra civil angloestadounidense. El
historiador David Chang descubrió que el nacionalismo
muskogee y su bien fundada desconfianza en el poder federal
tuvieron un papel fundamental en la alianza que esa nación
entabló con la Confederación. Chang escribe: «La alianza del
consejo creek con el sur ¿fue una defensa racista de la
esclavitud y sus privilegios de clase o una defensa nacionalista
de las tierras y la soberanía de los creeks? La respuesta debe
ser: “Ambas”».[229]
En un principio John Ross, jefe principal de la nación cheroqui, abogó
por la neutralidad, pero luego cambió de opinión por razones similares a las
de los muskogees y solicitó al consejo cheroqui la autoridad para negociar
un tratado con los Estados Confederados. Casi siete mil hombres de las
cinco naciones combatieron por la Confederación. Stand Watie, cheroqui,
obtuvo el puesto de brigadier general del Ejército Confederado. Su Primera
Brigada India del Ejército del Trans-Misisipi estuvo entre las últimas
unidades en el campo de batalla en rendirse ante el Ejército de la Unión el
23 de junio de 1865, más de dos meses después de la rendición de Lee del
Ejército de Virginia del Norte en el Palacio de Justicia de Appomattox, en
abril de 1865. Sin embargo, durante la guerra muchos soldados indígenas se
desilusionaron y se pasaron a las fuerzas de la Unión, junto a
afroestadounidenses esclavizados que escapaban hacia la libertad.[230]
Hay otra historia que es igual de importante, aunque se ha contado
mucho menos. Algunos meses después de que se desatara la guerra, unos
diez mil hombres —entre voluntarios indígenas, afroestadounidenses que se
habían liberado e incluso algunos angloestadounidenses— iniciaron una
guerra de guerrillas en el Territorio Indio contra el Ejército Confederado.
Pelearon desde Oklahoma hacia Kansas; allí muchos se unieron a las
unidades no oficiales de la Unión, organizadas por abolicionistas que
habían sido entrenados por John Brown años antes. Probablemente, ese no
haya sido el tipo de guerra que deseaba el Gobierno de Lincoln: un
contingente multiétnico de voluntarios de la Unión que luchaban contra las
fuerzas esclavistas en Misuri, donde los africanos esclavizados escaparon
para unirse al bando de la Unión.[231] La autoliberación de los
afroestadounidenses, que se daba en todo el sur, desembocó en la
Proclamación de Emancipación presentada por Lincoln en 1863, que
permitía a los africanos libres servir en combate.
En Minnesota, estado libre de esclavitud desde 1859, hacia 1862 los
siux dakotas estaban a punto de morir de inanición. Cuando organizaron un
levantamiento para expulsar a los colonos, de mayoría alemana y
escandinava, tropas del Ejército de la Unión sofocaron la revuelta y
asesinaron a civiles dakotas, además de capturar a varios centenares de
hombres. Se sentenció a muerte a trescientos prisioneros, pero, ante la
petición de Lincoln de bajar el número, se eligió al azar a treinta y ocho:
estos morirían en lo que fue el mayor ahorcamiento masivo de la historia
del país. El venerado líder Pequeño Cuervo no se encontraba entre los
ahorcados, pero fue asesinado el verano siguiente mientras recogía
frambuesas con su hijo; el asesino, un colono agricultor, recibió un botín de
quinientos dólares.[232]
Uno de los jóvenes supervivientes dakotas le preguntó a su tío sobre los
misteriosos hombres blancos que eran capaces de cometer semejantes
crímenes. El tío le respondió: Sin duda, son una nación sin corazón. Han
convertido en sirvientes a algunos de su propio pueblo. Sí, esclavos […].
Pareciera que el mayor objetivo de sus vidas es adquirir posesiones: ser
ricos. Desean poseer el mundo entero. Durante treinta años intentaron
tentarnos para que les vendiéramos nuestra tierra. Al final, el estallido les
dio todo y hemos sido expulsados de nuestro hermoso país.[233]
El ejército genocida del oeste Para liberar a los soldados
profesionales que estaban apostados en el oeste y que
pudieran pelear contra el Ejército Confederado en el este,
Lincoln convocó voluntarios para llevarlos al oeste. Los
colonos respondieron: llegaban de Texas, Kansas, California,
Washington, Oregón, Colorado, Nebraska, Utah y Nevada.
Como había pocos confederados contra los que pelear,
atacaban a los que tenían más cerca: los indígenas.
Especuladores de tierras en el oeste del Trans-Misisipi
buscaban conseguir la declaración como estados de los
antiguos territorios mexicanos ocupados para atraer a colonos
e inversores. Su avidez por llevar a cabo la limpieza étnica de
los residentes indígenas y obtener el equilibrio demográfico
necesario para conseguir la condición de estado generó una
fuerte histeria antindígena y acciones violentas. Preocupado
por la guerra civil en el este, el Gobierno de Lincoln hizo poco
para evitar actos atroces, e incluso genocidas, por parte de
autoridades territoriales integradas por voluntarios que
aborrecían a los indígenas, como Kit Carson.
La modalidad mediante la que se mantuvo la «ley y el orden» de los
colonos fijó el patrón para el genocidio de posguerra. En el incidente más
infame en el que hayan participado milicias, el Primer y Tercer Regimiento
de Voluntarios de Colorado llevaron a cabo la masacre de Sand Creek. Si
bien se les había asignado custodiar el camino a Santa Fe, las unidades se
ocuparon sobre todo de atacar y saquear las comunidades indígenas. John
Chivington, un ambicioso político conocido como el «pastor guerrero»,
dirigió el Tercer Regimiento.[234]
Hacia el año 1861, se recluyó a los cheyenes y arapajós desplazados y
cautivos, bajo el liderazgo del gran pacifista Tetera Negra, en una reserva
militar estadounidense llamada Sand Creek, cerca de Fort Lyon, en el
sudeste de Colorado. Acamparon allí bajo una bandera blanca en señal de
tregua, y con permiso federal para cazar búfalos y poder alimentarse. A
comienzos de 1864, el gobernador territorial de Colorado les informó de
que ya no podían salir de la reserva para cazar. A pesar de que cumplieron
con la orden, el 29 de noviembre de 1864 Chivington llevó a setecientos
voluntarios del Regimiento de Colorado a la reserva. Sin que hubiera
habido provocación alguna y sin advertencia, atacaron y dejaron un reguero
de cadáveres de ciento cinco mujeres y niños y veintiocho hombres. Incluso
el comisionado federal de Asuntos Indígenas denunció la acción; dijo que
las personas habían sido «masacradas a sangre fría por tropas al servicio de
Estados Unidos». En una investigación de 1865, el Comité Conjunto del
Congreso Estadounidense sobre la Conducción de la Guerra registró
testimonios y publicó un informe en el que se documentaba lo sucedido
después de las matanzas, cuando Chivington y sus voluntarios quemaron
tipis y robaron caballos. Aún peor, una vez que el humo se había disipado,
habían regresado para rematar a los pocos supervivientes mientras les
arrancaban el cuero cabelludo y mutilaban los cadáveres de mujeres y
hombres, jóvenes y viejos, niños y bebés. Luego decoraron sus armas y
sombreros con partes de cadáveres —fetos, penes, senos y vulvas— y, en
palabras del poeta acoma Simon Ortiz: «Los pusieron en sus sombreros a
secar. Sus dedos grasientos / y resbaladizos».[235] Cuando regresaron a
Denver, exhibieron los trofeos ante el público idólatra en el teatro Apolo y
en los bares. Sin embargo, a pesar del informe detallado de los hechos, no
se castigó ni enjuició a Chivington ni a sus hombres, dejando vía libre para
asesinar.[236]
El coronel del Ejército estadounidense James Carleton formó el Ejército
de Voluntarios del Pacífico en 1861, con base en California. En Nevada y
Utah, un empresario de California, el coronel Patrick Connor, comandó una
milicia de mil voluntarios de ese estado que durante la guerra se dedicaron a
masacrar en sus campamentos a cientos de shoshones, bannocks y utes
desarmados. Carleton encabezó otro contingente de milicias hacia Arizona
para eliminar a los apaches, que resistían la colonización liderados por el
gran Cochise. Por ese entonces, Cochise señaló: Cuando era joven,
caminaba por todo este territorio, por el este y el oeste, y no veía más que
apaches. Después de varios veranos volví a caminar y vi que otra raza de
personas había llegado para tomarlo. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué los
apaches esperan la muerte, por qué sus vidas penden de un hilo? […]. Los
apaches alguna vez fueron una gran nación; ahora apenas son unos pocos
[…]. Muchos han sido muertos en batalla.[237]
Tras una campaña de tierra quemada contra los apaches, a Carleton lo
ascendieron: obtuvo el rango de brigadier general y quedó a cargo del
Departamento de Nuevo México. Llevó a la experimentada máquina
asesina que eran los Voluntarios de Colorado para atacar a los navajos y les
declaró la guerra total. Convocó como comandante principal en el campo de
batalla al omnipresente asesino de indígenas Kit Carson.[238] Con autoridad
ilimitada y sin rendir cuentas a nadie, Carleton pasó toda la guerra civil en
el sudoeste, participando en una serie de misiones de búsqueda y
destrucción de los navajos. La campaña culminó en marzo de 1864, cuando
se forzó a ocho mil civiles navajos a marchar más de cuatrocientos ochenta
kilómetros hacia un campo de concentración militar en Bosque Redondo, al
sudeste del desierto de Nuevo México, situado en la base militar de Fort
Sumner. Se trata de una odisea que en la historia oral del pueblo navajo se
recuerda como la «Larga Marcha». Un navajo llamado Herrero dijo:
Algunos de los soldados no nos tratan bien. Cuando estamos trabajando, si
nos detenemos un momento, nos patean o hacen algo así […]. No nos
importa si nos castiga un oficial, pero no nos gusta que nos maltraten los
soldados. Nuestras mujeres a veces van a las tiendas fuera del fuerte y
hacen contratos con los soldados para pasar la noche con ellos, y les dan
cinco dólares u otra cosa. Pero por la mañana les quitan lo que les habían
dado y las echan a patadas. Eso pasa casi todos los días.[239]
Al menos un cuarto de los cautivos murieron de hambre. No fue hasta
1868 cuando se liberó a los navajos y se les permitió regresar a su tierra
natal, en lo que hoy es la región de Four Corners. El permiso no se debió a
las condiciones letales del campamento, sino a que el Congreso decidió que
la reclusión era demasiado costosa.[240] Por estas nobles hazañas, Carleton
fue nombrado general de división del Ejército estadounidense en 1865.
Ahora dirigía el Cuarto de Caballería en incursiones de tierra quemada
contra los indígenas de las llanuras.
Estas campañas militares contra naciones indígenas fueron guerras
extranjeras que se libraron durante la guerra civil estadounidense, aunque el
fin de esta última no haya significado el fin de las primeras. Por el
contrario, se mantuvieron constantes hasta finales de siglo, con más
tecnología para asesinar y asesinos más capacitados, incluyendo unidades
de caballería de afroestadounidenses. Muchas veces los oficiales y soldados
desmovilizados tenían dificultades para encontrar trabajo y, junto a una
nueva generación de jóvenes colonos que de otro modo estarían
desempleados —y además buscaban aventuras violentas—, se unían al
Ejército del oeste. Algunos oficiales aceptaron rangos de menor jerarquía
para continuar la carrera militar. Dado que el foco de la guerra se hallaba en
el oeste y que los logros militares para entonces se traducían en prestigio,
riqueza y poder político, todo graduado de West Point quería avanzar en su
carrera profesional ofreciéndose como voluntario en el Ejército. En algunos
de sus diarios de combate se repite lo mismo que en los de las tropas que
combatieron en Vietnam, Afganistán e Irak, cuyos miembros relatan
haberse sentido atormentados por las atrocidades que vieron o cometieron.
Sin embargo, la mayoría de los soldados perseveraba en su ambición de
conseguir la victoria.
Fueron destacados generales de la guerra civil los que dirigieron el
Ejército del oeste, entre ellos, los generales William Tecumseh Sherman,
Philip Sheridan (a quien se le adjudica la frase: «El único indio bueno es el
indio muerto»), George Armstrong Custer y Nelson A. Miles. Después de
1865, el Ejército haría uso efectivo de innovaciones creadas durante la
guerra civil. La ametralladora Gatling de tiro rápido, usada por primera vez
en batalla en 1862, se usaría durante el resto del siglo contra civiles
indígenas. Pero las innovaciones no tecnológicas quizá hayan sido aún más
importantes, puesto que la guerra civil había afianzado una ideología
patriótica extrema en el Ejército de la Unión, que se trasladó a las guerras
indias. Las fuerzas estadounidenses pasaron a estar más centralizadas bajo
el mando del presidente, dependían menos de las contribuciones de cada
estado y, por lo tanto, estaban menos controladas por estos. El prestigio del
Departamento de Guerra fue en aumento dentro del Gobierno federal, por lo
que tenía más libertad para enviar tropas a aplastar a los pueblos indígenas
que desafiaran el dominio de Estados Unidos.
La victoria del Ejército de la Unión sobre el de la Confederación
transformó el sur en una nación casi cautiva, una región que a día de hoy
continúa siendo la más pobre del país después de más de un siglo. La
situación se parecía a la de Sudáfrica dos décadas después, cuando los
británicos derrotaron a los bóeres (descendientes de los primeros colonos
holandeses del siglo XVII). Como luego harían los británicos con los bóeres,
en última instancia el Gobierno estadounidense permitió a la derrotada elite
del sur regresar a sus posiciones de poder en la esfera local, y tanto los
sureños como los bóeres pronto adquirieron poder político a nivel nacional.
La poderosa clase gobernante sureña compuesta de supremacistas blancos
ayudó a militarizar aún más el país, tanto es así que el Ejército
prácticamente se convirtió en una institución sureña. Tras el eficaz
experimento de la Reconstrucción para empoderar a exesclavos, el Ejército
estadounidense de ocupación se retiró y los afroestadounidenses regresaron
a un estado de semiesclavitud y privación de derechos a causa de las leyes
de Jim Crow; así se formó en el sur una población colonizada.
La política colonial precede a la implementación militar En
plena guerra, Lincoln no olvidó al electorado free-soiler que lo
había llevado a obtener la presidencia. Durante la guerra civil, y
con los estados del sur sin representación, el Congreso, a
instancias de Lincoln, aprobó la Ley de Asentamientos Rurales
en 1862 y la Ley Morrill. Mediante esta última se transferían
vastas extensiones de tierra indígena a los estados, en las que
se establecerían universidades. La Ley del Ferrocarril del
Pacífico otorgó a compañías privadas casi ochenta y un
millones de hectáreas de tierras indígenas.[241] Con estos
acaparamientos de tierras, el Gobierno estadounidense estaba
violando múltiples tratados firmados con las naciones
indígenas. La mayoría de los territorios del oeste, entre ellos,
Colorado, Dakota del Norte y Dakota del Sur, Montana,
Washington, Idaho, Wyoming, Utah, Nuevo México y Arizona,
tardaron en conseguir la condición de estados porque las
naciones indígenas se resistieron a la apropiación de sus
tierras y sobrepasaban en número a los colonos. Es decir, que
el plan de colonización del oeste iniciado durante la guerra civil
se llevó a cabo a lo largo de las tres décadas siguientes de
guerra y apropiación de tierras. Conforme a la Ley de
Asentamientos Rurales se entregaron a colonos 1,5 millones de
propiedades al oeste del Misisipi: unos 121.400 millones de
hectáreas (1,2 millones de kilómetros cuadrados) extirpadas a
las propiedades colectivas indígenas y privatizadas para el
mercado.[242] Esta dispersión de poblaciones de colonos sin
tierras del este del Misisipi sirvió como «válvula de escape», ya
que disminuyó las probabilidades de conflicto de clase en un
momento en que la Revolución Industrial aceleraba el uso de
mano de obra barata inmigrante.
De la tierra apropiada mediante la Ley de Asentamientos Rurales, poco
fue lo que recibieron las familias. En lugar de ello, se transferían a grandes
operadores o especuladores de tierras. Parecía que las leyes se habían
creado a tal efecto. Un individuo podía adquirir 453 hectáreas o más,
aunque las solicitudes de lotes familiares y de adquisición preferente
(ocupación legal) se limitaban a 65 hectáreas.[243] Un solicitante podía
obtener un lote y su titularidad después de cinco años de ocupación o
pagarlo en efectivo dentro de los seis primeros meses de adquisición. Luego
podía obtener otras 65 hectáreas por adquisición preferente viviendo en otra
porción de terreno durante seis meses y pagando 2,5 dólares por hectárea.
Mientras tanto, también podía solicitar terrenos de 65 hectáreas para el
cultivo de madera y 258 hectáreas en el desierto, y para ninguna de estas
dos solicitudes se requería ocupar el lugar. Otros hombres de la familia u
otros socios de la empresa podían solicitar terrenos adicionales en el
desierto para aumentar aún más sus posesiones. Con la aceleración de la
industrialización, la tierra como producto básico, «bienes raíces», siguió
siendo la base de la economía estadounidense y la acumulación de capital.
[244] Las concesiones de tierras federales a los barones del ferrocarril,
extraídas de los territorios indígenas, no se limitaban al ancho de las vías,
sino que conformaban un tablero de secciones de 2,5 kilómetros cuadrados
cada una que se extendía decenas de kilómetros a ambos lados del derecho
de vía. Las empresas de ferrocarriles podían vender estas porciones de tierra
en parcelas para ganancia propia. Mediante las leyes bancarias de 1863 y
1864, se establecieron una moneda nacional y bancos federales y se
permitió al Gobierno garantizar bonos. Mientras los beneficiarios de la
guerra, financieros e industriales como John D. Rockefeller, Andrew
Carnegie y J. P. Morgan, usaban esas leyes para acumular riqueza en el este,
Leland Stanford, Collins P. Huntington, Mark Hopkins y Charles Crocker
aumentaban la suya en el oeste construyendo ferrocarriles con capitales del
este sobre tierras concedidas por el Gobierno estadounidense.[245]
Naciones indígenas, y también hispanos, se resistieron a la llegada del
ferrocarril, que atravesaba sus granjas, campos de caza y hogares, y traía
consigo a los colonos, el ganado, las alambradas de púas y los cazadores
mercenarios de búfalos. En lo que sería un preludio de las décadas
genocidas venideras, en 1867 y 1868 el Gobierno de Andrew Johnson envió
a representantes del Ejército y diplomáticos a negociar tratados de paz con
decenas de naciones indígenas. Los 371 tratados que se firmaron entre
naciones indígenas y el Gobierno se promulgaron en su totalidad durante el
primer siglo de vida de Estados Unidos.[246] El Congreso puso freno a la
celebración de tratados formales en 1871 e incluyó una cláusula adicional
en la Ley de Apropiación India que estipulaba «que de ahora en adelante
ninguna nación o tribu dentro del territorio de Estados Unidos será
reconocida ni aceptada como nación, tribu o poder independiente con el que
Estados Unidos pueda celebrar tratados por ley. Con la salvedad, además,
de que nada de lo aquí dispuesto podrá ser interpretado de manera que
invalide o disminuya ninguna obligación de cualquier tratado legalmente
celebrado y ratificado con cualquiera de esas naciones o tribus indias».[247]
Esta medida significaba que el Congreso y el presidente ahora podían hacer
leyes que afectaran a una nación indígena sin negociar ni obtener su
consentimiento. Sin embargo, también se reafirmaba el estatus legal
soberano de las naciones indígenas que tenían tratados con el Gobierno.
Durante el periodo de celebración de tratados, se transfirieron al Estado
unos cinco millones de kilómetros cuadrados de tierras indígenas, algunos
mediante disposiciones de los tratados y otros mediante violaciones de los
tratados vigentes.
En su empeño por generar la dependencia económica de los indígenas y
asegurar el cumplimiento de las transferencias de tierras, las políticas
estadounidenses entregaron al Ejército la tarea de destruir la base
económica de las naciones de las llanuras: el búfalo. Se los mató
prácticamente hasta lograr su extinción: decenas de millones murieron en
cuestión de décadas y apenas algunos quedaban en pie hacia la década de
1880. Los cazadores comerciantes solo querían las pieles; por eso dejaban
que el resto del animal se pudriera. Los huesos se recogían y enviaban al
este, donde tenían distintos usos. Fue sobre todo el Ejército el que ayudó a
llevar a cabo la matanza de las manadas.[248] Una mujer de la nación kiowa,
Anciana Mujer Caballo, podría haber estado hablando en nombre de todas
las naciones en su lamento por la pérdida: Todo lo que tenían los kiowas
provenía del búfalo […]. Más aún, el búfalo era parte de la religión kiowa.
En la Danza del Sol había que sacrificar a una cría de búfalo. Los
sacerdotes usaban partes del búfalo para realizar sus oraciones cuando
sanaban a las personas o cuando cantaban a los poderes de arriba.
Entonces, cuando el hombre blanco quiso construir el ferrocarril o cuando quiso cultivar o
criar ganado, los búfalos aún protegían a los kiowas. Rompían las vías del ferrocarril y los
jardines. Ahuyentaban al ganado de los campos. El búfalo amaba a su gente tanto como los
kiowas amaban al búfalo.
Hubo una guerra entre el búfalo y el hombre blanco. El hombre blanco construyó fuertes
en el territorio kiowa, y los soldados búfalo de cabeza lanuda disparaban a los búfalos tan
rápido como podían, pero los búfalos seguían avanzando, avanzando, incluso hasta el
cementerio de la base militar en Fort Sill. No había suficientes soldados para detenerlos.
Luego el hombre blanco contrató a cazadores para que no hicieran otra cosa que matar a
los búfalos. A lo largo y a lo ancho de las llanuras anduvieron esos hombres, matando a veces
hasta cien búfalos por día. Detrás de ellos venían los desolladores con sus carretas. Apilaban
las pieles y los huesos en los vagones hasta que los llenaban, y luego llevaban las cargas a las
nuevas estaciones de ferrocarril que se estaban construyendo, para que las embarcaran hacia el
este, al mercado. A veces había pilas de huesos tan altas como un hombre, que se extendían un
kilómetro y medio por la vía del ferrocarril.
El búfalo vio que sus días estaban contados. Ya no podría proteger a su gente.[249]
Otro aspecto del desarrollo económico estadounidense que afectó a las
naciones indígenas del oeste fue la dominación comercial. En todo el
mundo, en las colonias europeas alejadas de sus centros de mando, los
capitalistas mercantiles prosperaban a la par que los capitalistas industriales
y los militares, y juntos determinaban el modo de colonización. Se
organizaron casas de comercio, por lo general de propiedad familiar, para
transportar productos a largas distancias por agua o por tierras escasamente
pobladas. La fuente de productos básicos de los comerciantes en las
regiones remotas eran los pequeños agricultores cercanos, los leñadores, los
tramperos y los artesanos, como los trabajadores de la madera y los
herreros. Los productos luego se enviaban a los centros industriales para
obtener crédito, del que podían adeudar dinero. Así, a falta de un sistema de
crédito indirecto, los comerciantes podían adquirir moneda para comprar
productos extranjeros. Así, el comerciante pasó a ser la fuente principal de
crédito para el pequeño operador y también para el capitalista local. El
capitalismo mercantil prosperó en regiones coloniales; muchas de las
primeras casas de comercio se abrieron en Oriente Medio entre sirios
(libaneses) y judíos. Si bien el capitalismo mercantil iba desapareciendo
hacia mediados del siglo XX, dejó su huella en las reservas indígenas, donde
dependían de los puestos comerciales para obtener crédito, de un mercado
para colocar sus productos y de productos básicos de todo tipo: una
oportunidad para la superexplotación. Los mercaderes y comerciantes, por
lo general mediante los matrimonios mixtos con mujeres indígenas, también
llegaron a dominar el Gobierno indígena en algunas reservas.[250]
Como señalamos más arriba, hacia el final de la guerra civil el Ejército
estadounidense no perdía ocasión antes de que comenzara con plena fuerza
la guerra «para ganar el oeste». Dado que se había convertido en una
máquina de matar mucho más avanzada y contaba con tropas
experimentadas, el Ejército emprendió el asesinato de civiles, búfalos y de
la tierra misma; destruían los altos pastos naturales de las llanuras y
plantaban pastos cortos para el ganado, lo que desembocó en la pérdida del
mantillo vegetal cuatro décadas más tarde. William Tecumseh Sherman
terminó la guerra civil con el rango de general de división, y pronto estuvo
al mando del Ejército reemplazando al héroe de guerra Ulysses S. Grant,
que asumió la presidencia en 1869. Como comandante general hasta 1883,
Sherman fue responsable de las guerras genocidas contra las naciones
indígenas del oeste que aún resistían.
La familia de Sherman perteneció a la primera generación de colonos
que corrieron al valle del Ohio después de la guerra total que expulsó al
pueblo shawnee de sus hogares, ciudades y fincas. El padre de Sherman,
como premio, lo bautizó «Tecumseh» por el líder shawnee asesinado por el
Ejército estadounidense. El general había sido un exitoso abogado y
banquero en San Francisco y Nueva York antes de iniciar la carrera militar.
Durante la guerra civil, precisamente en la famosa toma de Atlanta, dejó su
huella como impulsor y ejecutor de la guerra total: campañas de tierra
quemada contra civiles, que apuntaban sobre todo a acabar con las reservas
de alimentos. Ese siempre había sido el modo colonial y estadounidense de
hacer la guerra contra los pueblos indígenas al este del Misisipi. Sherman
envió una comisión del Ejército a Inglaterra para que estudiara las
campañas coloniales de ese país en todo el mundo con el fin de aplicar las
exitosas tácticas inglesas en la guerra estadounidense contra los indígenas.
En Washington, Sherman tenía que lidiar con los altos mandos del Ejército
que se hallaban bajo la influencia del libro de Carl von Clausewitz De la
guerra, un estudio sobre el conflicto entre los Estados nación europeos con
ejércitos permanentes. Esta dicotomía entre entrenar al Ejército
estadounidense para la guerra europea estándar y a la vez para aplicar los
métodos coloniales de contrainsurgencia continúa en el siglo XXI. Si bien
fue un hombre de guerra, Sherman, como la mayoría de la clase dominante
del país, era en esencia un emprendedor, y su mandato como jefe del
Ejército y su pasión era proteger la conquista anglosajona del oeste. Para él,
el ferrocarril era un asunto de máxima prioridad. En 1867 le escribió a
Grant: «No vamos a dejar que unos pocos indios ladrones y harapientos
detengan el progreso [de los ferrocarriles]».[251]
Una alianza entre las naciones siux, cheyene y arapajó estaba
bloqueando la ruta Bozeman, por la que miles de buscadores de oro
desquiciados se lanzaron a los territorios indígenas en las Dakotas y
Wyoming en 1866, para llegar a los nuevos campos de oro que se habían
descubierto en Montana. El Ejército llegó al lugar para protegerlos, y como
parte de los preparativos para la construcción del fuerte Phil Kearny, bajo el
mando del teniente coronel William Fetterman, ochenta soldados
despejaron el camino en diciembre de 1866. La alianza indígena los venció
en batalla. Extrañamente, tratándose de una guerra, la derrota del Ejército
estadounidense quedó en los anales de la historia como «la masacre de
Fetterman». Después de este suceso, Sherman le escribió a Grant, que aún
era comandante del Ejército: «Debemos actuar con vengativa determinación
contra los siux, incluso hasta exterminarlos, a los hombres, las mujeres y los
niños». Sherman dejó claro que «durante un ataque, los soldados no pueden
detenerse a distinguir entre masculino y femenino, ni siquiera discriminar
según la edad».[252]
Para cumplir sus objetivos en el oeste, Sherman llevó a la peor
encarnación de la guerra total, George Armstrong Custer, que demostró de
inmediato su temple encabezando un ataque contra civiles desarmados el 27
de noviembre de 1868 en la reserva de los cheyenes del sur, en Washita
Creek, Territorio Indio. Antes de este suceso, en la masacre de Sand Creek,
perpetrada por el Regimiento de Voluntarios de Colorado en 1854, el líder
cheyene Tetera Negra había escapado de la muerte. Él y otros
supervivientes cheyenes tuvieron que dejar el Territorio de Colorado por
una reserva indígena en el Territorio Indio. Algunos jóvenes cheyenes,
decididos a resistir el confinamiento en reservas y el hambre, decidieron
cazar y combatir con tácticas de guerrilla. El Ejército rara vez lograba
capturarlos; Custer recurrió a la guerra total: asesinó a las madres, viudas,
niños y ancianos confinados en la reserva. Cuando, por medio de espías
indígenas en las filas del Ejército, Tetera Negra se enteró de que las tropas
montadas del Séptimo de Caballería estaban dejando el fuerte para dirigirse
a la reserva de Washita, él y su pareja montaron a caballo al amanecer, bajo
una tormenta de nieve, desarmados, para intentar dialogar con Custer y
asegurarle que no quedaban miembros de la resistencia en la reserva.
Cuando Tetera Negra se acercó a las tropas levantando una bandera blanca,
Custer dio la orden de disparar; un momento después, Tetera Negra y su
compañera yacían muertos. Ese día, el Séptimo de Caballería asesinó en
total a unas cien mujeres y niños cheyenes y luego partieron con macabros
trofeos.[253]
Soldados coloniales Muchas de las campañas genocidas
intensivas desatadas contra civiles indígenas se llevaron a
cabo durante el Gobierno del presidente Grant (1869-1877). En
1866, dos años antes de que Grant resultara elegido, el
Congreso había creado dos regimientos de caballería
compuestos en su totalidad por afroestadounidenses, que
pasaron a llamarse «soldados búfalo». Gracias a la
Proclamación de Emancipación, que entró en vigor en enero de
1863, para el año 1865 unos cuatro millones de africanos
esclavizados eran ciudadanos libres. La legislación apuntaba a
desmoralizar a los Estados Confederados, pero otorgó un
tardío reconocimiento oficial a lo que ya era un hecho: muchos
afroestadounidenses, sobre todo hombres jóvenes, se habían
libertado uniéndose a las fuerzas de la Unión para escapar de la
servidumbre.[254] Hasta 1862 se les prohibía a los
afroestadounidenses servir en el Ejército por decisión propia.
Ahora el Ejército de la Unión los incorporaba, pero les pagaba
menos y los ubicaba en unidades separadas, al mando de
oficiales blancos. El Departamento de Guerra creó la Oficina de
Tropas de Color. Cien mil africanos armados prestaban servicio
en la unidad; por su coraje y compromiso, eran los
combatientes más eficaces y, a pesar de ello, tenían el índice de
mortalidad más alto. Al final de la guerra civil, habían
combatido 186.000 soldados negros, de los cuales 38.000
habían muerto (en combate y por enfermedad): una cantidad
superior a las bajas totales de cualquier estado. El estado con
mayor cantidad de bajas era Nueva York, cuyas tropas se
componían principalmente de inmigrantes blancos pobres,
sobre todo irlandeses. Después de la guerra, muchos soldados
negros, al igual que sus compañeros blancos, permanecieron
en el Ejército, y se los destinó a regimientos segregados
apostados en el oeste para acabar con la resistencia indígena.
Para muchos se trata de una trágica realidad, como si los antiguos
esclavos oprimidos y los pueblos indígenas sometidos a una guerra
genocida debieran unirse por arte de magia contra el enemigo común, «el
hombre blanco». Pero, en realidad, así es justamente como funciona el
colonialismo en general y, en particular, la guerra colonial. Este
funcionamiento no es exclusivo de Estados Unidos, sino parte de la
tradición del colonialismo europeo desde el tiempo de las legiones romanas.
Los británicos organizaron ejércitos enteros de tropas étnicas en el sur y el
sudoeste de Asia, entre ellas, la más famosa, los gurkas de Nepal, que
combatieron en una ocasión tan reciente como la guerra de Margaret
Thatcher contra Argentina en 1983.[255]
Por su parte, los soldados búfalo también eran parte de ese tipo de
unidad militar colonial especialmente organizada. Como escribe Stanford L.
Davis, descendiente de un soldado búfalo: Los esclavos y los soldados
negros, que no sabían leer ni escribir, no tenían idea de las privaciones
históricas ni del habitual propósito genocida del Gobierno estadounidense
para con los indígenas estadounidenses. Los negros libres, aunque supieran
leer y escribir, por lo general no tenían acceso a información imparcial de
primera o segunda mano sobre la relación. A la mayoría de los blancos que
podían acceder a ella no les importaba realmente la situación. Algo normal
en nombre del «destino manifiesto». Para la mayoría de los
estadounidenses, los indígenas eran salvajes incorregibles y obstinados. Era
natural que aquellos que se encontraban más próximos a las facciones
contendientes o sufrían sus amenazas buscaran la protección del Gobierno a
toda costa.[256]
Muchos negros optaban por el Ejército por cuestiones de supervivencia,
puesto que recibían comida y refugio, paga y jubilación, e incluso algo de
gloria. Estados Unidos tenía sus propios motivos para asignar tropas negras
al oeste. Las poblaciones del sur y el este no querían tener en sus
comunidades a soldados negros armados. También se temía que en caso de
desmovilizarlos se saturara el mercado de trabajo. Para las autoridades
estadounidenses era una buena manera de deshacerse de los soldados
negros y de los indígenas al mismo tiempo.
La guerra civil también sirvió de modelo para la rápida
«americanización» de los inmigrantes. Inmigrantes judíos lucharon durante
la guerra en ambos bandos; como individuos, estaban exentos del fanatismo
estadounidense a un nivel que nunca antes habían experimentado.
Los exploradores indígenas y los soldados también eran esenciales para
el Ejército, como individuos y como naciones que hacían la guerra a otras
naciones indígenas. Muchas décadas después, los indígenas
estadounidenses siguieron ofreciéndose como voluntarios en las guerras
estadounidenses en porcentajes que superan por mucho al de sus
poblaciones. Un ciudadano wichita, Stan Holder, explicó en un documental
de 1974 sobre la guerra de Vietnam, Hearts and Minds, por qué se alistó.
Desde que era niño escuchaba las historias de los mayores sobre los
guerreros wichitas, y al mirar a su alrededor, los únicos guerreros que podía
identificar eran los marines, así que se alistó en lo que él consideraba una
sociedad de guerreros. No es casualidad que el Cuerpo de Marines evoque
esa imagen en los jóvenes airados. Al igual que los hombres negros que
fueron voluntarios en las guerras indígenas y prestaron servicio de otras
maneras, los indígenas aprovechaban la seguridad y la gloria posible del
Ejército colonialista.
El propósito explícito de los soldados búfalo y del Ejército del oeste en
su conjunto era invadir tierras indígenas y llevar a cabo una limpieza étnica
para permitir la colonización anglosajona y el comercio. Como ha escrito el
historiador indígena Jace Weaver: «En las guerras indias no peleó la
caballería absolutamente blanca de los wésterns de John Ford, sino
afroestadounidenses e inmigrantes irlandeses y alemanes».[257] La
inolvidable canción de Bob Marley «Buffalo Soldier» captura la
experiencia colonial en Estados Unidos: «Decía que era un soldado búfalo /
que ganaría la guerra por América».[258]
El Ejército del oeste era un ejército colonial con todos los problemas de
los ejércitos coloniales y de ocupación, fundamentalmente, el odio de la
población que vive bajo la ocupación. No sorprende que el Ejército
estadounidense use el término «Territorio Indio» para referirse a lo que
considera territorio enemigo. En gran parte, al igual que sucedió en la
guerra de Vietnam, las guerras encubiertas de la década de 1980 en América
Central y las guerras de principios del siglo XXI en países musulmanes, los
voluntarios del Ejército contrainsurgente a fines del siglo XIX en el oeste
estadounidense tenían que valerse de la inteligencia recogida por los nativos
del lugar, informantes y exploradores. Muchos de ellos eran dobles agentes
e informaban también a los propios, habiéndose unido al Ejército
estadounidense con ese propósito. Al no poder encontrar guerrilleros, el
Ejército recurrió a las campañas de tierra quemada, hambreaba a los
enemigos, atacaba y desplazaba a las poblaciones civiles: herramientas de la
guerra de contrainsurgencia. Durante la contrainsurgencia soviética en
Afganistán en la década de 1980, el Alto Comisionado de las Naciones
Unidas para los Refugiados llamó a este efecto «genocidio migratorio»: un
término adecuado para aplicarlo retrospectivamente a la contrainsurgencia
estadounidense del siglo XIX contra los pueblos indígenas.[259]
Aniquilación hasta la rendición total Las misiones de búsqueda
y destrucción y las reubicaciones forzosas (limpieza étnica) del
Ejército estadounidense en el oeste están adecuadamente
documentadas, pero no suelen contemplarse a la luz de la
contrainsurgencia.
Mari Sandoz registró una de esas historias en su éxito de ventas de
1953, la obra de no ficción Cheyenne Autumn [Otoño cheyene], en la que
John Ford basó su película de 1964.[260] En 1878, los grandes líderes de la
resistencia cheyene, Pequeño Lobo y Cuchillo Desafilado, encabezaron una
caravana de más de trescientos civiles cheyenes desde una reserva militar
en el Territorio Indio, donde se encontraban en reclusión forzada, hasta su
tierra natal en lo que hoy es Wyoming y Montana. Finalmente, el Ejército
los interceptó, pero no sin antes emprender una dramática persecución de la
que informaron los periódicos. En las ciudades del este surgió tal empatía
que se les otorgó a los cheyenes una reserva dentro de lo que era su
territorio original. Una hazaña similar fue la de los nimi’ipuus (del pueblo
nez percé), al mando del jefe Joseph, que intentó liberar a su gente de la
reclusión militar en Idaho y guiarla hacia el exilio en Canadá. En 1877,
perseguido por dos mil soldados de la caballería estadounidense encabezada
por Nelson Miles, el jefe nimi’ipuu guio a ochocientos civiles hacia la
frontera con Canadá. Resistieron casi cuatro meses, tiempo en el que
evitaban a los soldados y también luchaban en batallas de ataque y retirada
en un área de 2.700 kilómetros. Algunos fueron cercados y llevados a Pauls
Valley, Oklahoma, pero al poco tiempo se marcharon por sus propios
medios y regresaron a su tierra en Idaho, donde finalmente lograrían
asegurarse una pequeña reserva.
La contrainsurgencia militar más extensa de la historia de Estados
Unidos fue la guerra contra la nación apache: de 1850 a 1886. Goyathlay,
conocido como Gerónimo, fue el famoso líder de la resistencia apache
durante su última década. Los apaches y sus parientes dinés, los navajos, no
cejaron un instante en su resistencia a la dominación colonial cuando
Estados Unidos anexionó su territorio como parte de la mitad de México
apropiada en 1848. El Tratado de Guadalupe Hidalgo entre este último y
Estados Unidos, que selló la transferencia del territorio, incluso estipulaba
que ambas partes debían combatir a los «salvajes» apaches. Para 1877, el
Ejército había desplazado forzosamente a la mayoría de los apaches a
reservas inhóspitas en zonas desérticas. Con Gerónimo a la cabeza, los
apaches chiricahuas resistieron su reclusión en la reserva que se les había
asignado en San Carlos, Arizona. Cuando Gerónimo finalmente se rindió —
jamás lo capturaron—, el grupo solo estaba formado por treinta y ocho
personas, en su mayoría mujeres y niños, perseguidas por cinco mil
soldados, dado que los insurgentes tenían un amplio apoyo al norte y al sur
de la nueva frontera. La guerrilla persiste solo si tiene profundas raíces en
las personas a las que representa, por eso se la suele llamar «la guerra del
pueblo». Obviamente, la resistencia apache no suponía una amenaza militar
para Estados Unidos, pero era un símbolo de resistencia y libertad. Y en eso
radica la esencia de la guerra colonial de contrainsurgencia: no se tolera
ninguna resistencia. El historiador William Appleman Williams acierta en
describir el imperativo estadounidense como «aniquilación hasta la
rendición total».[261]
Gerónimo y otros trescientos chiricahuas que ni siquiera eran parte de la
fuerza de combate fueron rodeados y transportados en tren bajo custodia
militar hasta Fort Marion, en Saint Augustine, Florida, donde se unieron a
otros cientos de luchadores indígenas de las llanuras que ya estaban
recluidos allí. En una notable negociación con el Gobierno, Gerónimo logró
mediante un acuerdo la rendición de su banda en calidad de prisioneros de
guerra, no de delincuentes comunes, tal como querían los Rangers de Texas,
porque eso significaba la ejecución por parte de autoridades civiles. El
estatuto de prisioneros de guerra validaba la soberanía apache y permitía
que los prisioneros fueran tratados según el derecho internacional de la
guerra. A Gerónimo y su gente los volvieron a trasladar, esta vez a la base
militar de Fort Sill, en el Territorio Indio, y allí vivieron hasta su muerte. El
Gobierno estadounidense aún no había creado el término «combatiente
ilegal» (unlawful combatant); lo hizo a comienzos del siglo XX, y así privó a
los prisioneros de guerra legítimos de un trato justo de conformidad con el
derecho internacional.
Durante el gobierno de Grant, Estados Unidos comenzó a experimentar
con nuevas instituciones coloniales, de las cuales la más perjudicial fue el
sistema de internados, que tuvo como modelo la prisión de Fort Marion. En
1875, el capitán Richard Henry Pratt estuvo a cargo de transportar a setenta
y dos prisioneros cheyenes y otros guerreros indígenas de las llanuras desde
el oeste hasta Fort Marion, una vieja fortaleza oscura y húmeda. Después de
encerrarlos en un calabozo y encadenarlos por un tiempo, Pratt les quitó las
ropas, ordenó que les rasuraran la cabeza, les hizo vestir uniformes militares
y les dio instrucciones como si fueran soldados. «Matar al indio y salvar al
hombre» fue el lema de Pratt. Ese experimento «exitoso» lo llevó a fundar
en 1879 la Carlisle Indian Industrial School, una escuela industrial para
indígenas en Pensilvania, que sirvió de prototipo para los muchos
internados militares federales establecidos a lo largo del continente poco
tiempo después, y a los que se sumaron decenas de internados misioneros
cristianos. La decisión de crear Carlisle y otros internados fuera de las
reservas surgió de la US Office of Indians Affairs, luego renombrada como
Bureau of Indian Affairs [Oficina de Asuntos Indios; BIA, por sus siglas en
inglés]. El objetivo declarado del proyecto era la asimilación. Los niños
indígenas tenían prohibido hablar su lengua madre o practicar su religión y
se los adoctrinaba en el cristianismo. Al igual que en las misiones españolas
en California, en los internados estadounidenses se golpeaba a los niños si
hablaban su propio idioma, entre otras «infracciones» que eran expresión de
su humanidad. Si bien se los despojaba de su lengua y de las capacidades
propias de sus comunidades, lo que los indígenas aprendían en los
internados era inútil a los fines de una asimilación efectiva; por el contrario,
el resultado fueron múltiples generaciones de individuos traumatizados.[262]
Justo antes del centenario de la independencia estadounidense, a finales
de junio de 1876, el entonces teniente coronel Custer, al mando de
doscientos veinticinco soldados del Séptimo de Caballería, se preparó para
lanzar un ataque contra los civiles que vivían en un conjunto de aldeas siux
y cheyenes sobre el río Little Bighorn. Con Caballo Loco y Toro Sentado a
la cabeza, los guerreros siux y cheyenes estaban listos para el ataque y
acabaron con los agresores, Custer entre ellos, que póstumamente fue
ascendido a general. Orgulloso perpetrador de múltiples masacres de civiles
indígenas —desde la guerra civil, con su primer ataque contra cheyenes
desarmados que estaban recluidos en una reserva en Wishita, dentro del
Territorio Indio—, Custer «murió por vuestros pecados [colonialistas]», en
palabras de Vine Deloria Jr..[263] Un año después capturaron y encarcelaron
a Caballo Loco; más tarde, lo asesinaron cuando intentaba escapar. Tenía
treinta y cinco años.
Caballo Loco fue un nuevo tipo de líder que surgió después de la guerra
civil, al comienzo de las guerras de aniquilación que el Ejército emprendió
en las llanuras del norte y en el sudoeste. Nacido en 1842, a la sombra de
las Paha Sapa (Colinas Negras), se lo consideraba especial; era un niño
tranquilo y taciturno. Las consecuencias del colonialismo ya estaban
presentes en su pueblo, sobre todo el alcoholismo y la influencia misionera.
Caballo Loco formó parte de los akicitas, una sociedad siux tradicional que
mantenía el orden en los pueblos y durante las migraciones. También tenía
autoridad para asegurarse de que los jefes hereditarios cumplieran con su
deber, y era duro con los que no lo hacían. Durante su juventud, la principal
preocupación era la profanación del territorio siux por parte de los
inmigrantes. Un flujo regular de migrantes euroestadounidenses saturaba el
camino hacia el Territorio de Oregón. Los jóvenes militantes siux querían
expulsarlos, pero por entonces los siux dependían del camino para obtener
provisiones. En 1849, el Ejército llegó y estableció una base en territorio
siux: Fort Laramie. Se sucedieron enfrentamientos esporádicos, que dieron
lugar a reuniones y acuerdos sobre tratados, la mayoría de los cuales eran
documentos falsos del Ejército firmados por individuos no autorizados.
Caballo Loco era un guerrillero nato y se convirtió en una leyenda para su
gente. Si bien él y otros combatientes no estaban de acuerdo con el tratado
de 1868 entre Estados Unidos y los siux, hubo cierto grado de estabilidad
hasta que los soldados de Custer descubrieron oro en las Colinas Negras.
Luego se desató una fiebre del oro: hordas de buscadores de todas partes
convergían en territorio siux y causaban estragos. Aparentemente, el tratado
había sido una garantía de que esto no sucedería. Poco después, la batalla de
Little Bighorn puso fin a Custer, pero no a la invasión.
En el oeste los pueblos indígenas todavía resistían y los soldados
todavía los perseguían, los encarcelaban, masacraban a civiles, los
desplazaban y robaban a sus niños para arrastrarlos a internados remotos.
Los apaches, kiowas, siux, utes, kikapús, comanches, cheyenes y otras
naciones sufrieron ataques; una comunidad tras otra quedaban diezmadas.
Para la década de 1890, si bien aún había algunos ataques militares en
comunidades indígenas y continuaba la heroica resistencia armada, la
mayoría de los refugiados se encontraban confinados en reservas federales;
sus niños habían sido trasladados a internados para que desaprendieran su
indianidad.
Bailar la Danza de los Espíritus Desarmados, en campos de
concentración, despojados de sus hijos, casi muertos de
hambre; aun así, los pueblos indígenas del oeste hallaron una
forma de resistencia que se propagó como un fuego salvaje
desde su origen en Nevada en todas direcciones, gracias a un
hombre sagrado paiute llamado Wovoka. Los peregrinos
viajaban hasta allí para escuchar su mensaje y recibir
indicaciones sobre cómo practicar la Danza de los Espíritus, a
través de la cual el mundo indígena volvería a ser como había
sido antes del colonialismo, los invasores desaparecerían y el
búfalo regresaría. Era una danza simple que todos podían
bailar, y solo se necesitaba una camisa específica que protegía
a los bailarines de los disparos. En el siglo XX, la antropóloga
siux Ella Deloria entrevistó a un hombre siux de sesenta años
que recordó la Danza de los Espíritus que había visto hacía
cincuenta años, cuando era niño: Éramos unos cincuenta,
niños pequeños de entre ocho y diez años, emprendimos viaje
por todo el territorio, atravesando colinas y valles, corrimos
toda la noche. Ahora sé que corrimos casi cincuenta
kilómetros. Allí, en el río Porcupine, acamparon miles de
dakotas, todos muy apresurados y ocupados. En una gran
tienda de campaña abierta en los dos extremos se purificaba a
las personas en grandes grupos, para la danza; los hombres
por un lado y las mujeres por el otro, por supuesto […].
La gente, con las camisas sagradas y con plumas, ahora formaba un círculo. Nosotros
estábamos en él. Todos se tomaron de las manos. Todos estaban tranquilos y respetuosos, y
esperaban que sucediera algo maravilloso. Pero no era un tiempo de alegría. Todos se
lamentaron con cautela y conmoción; sentían que sus muertos estaban al alcance de la mano.
Los líderes marcaron el compás y cantaron mientras la gente bailaba en círculo dando
pasos hacia el costado y hacia la izquierda. Bailaban sin descanso y sin pausa; se quedaban sin
aliento, pero aun así continuaban, tanto como fuera posible. A veces, alguien que estaba
totalmente exhausto y mareado caía inconsciente hacia el centro y allí se quedaba, «muerto».
Enseguida los que estaban a su lado cerraban el círculo y seguían con la danza. Después de un
rato, muchos quedaban así. Ahora estaban «muertos» y veían a sus muertos. A medida que
volvían en sí, ella o él se sentaban muy despacio y miraban a su alrededor, confundidos, y
luego comenzaban a sollozar desconsoladamente […].
No sorprende que al despertar al presente monótono y miserable después de una visión tan
resplandeciente echaran a llorar como si sus pobres corazones se fueran a partir en dos de la
desilusión. ¡Pero al menos habían visto! La gente seguía y seguía y no podía detenerse, día y
noche, con la esperanza de tener una visión de sus propios muertos o al menos escuchar las
visiones de otros. Preferían eso antes que el descanso, el alimento o el sueño. Y por eso creo
que las autoridades pensaron que estaban locos, pero no. Estaban terriblemente tristes.[264]
Cuando los siux comenzaron a practicar sus danzas en 1890, los
funcionarios de las reservas informaron que estas eran molestas e
imparables. Creían que las había instigado el líder de los siux tetons
hunkpapas, Tatanka Yotanka (Toro Sentado), que en 1881 había regresado
del exilio en Canadá para reunirse con su pueblo. Lo detuvieron y
recluyeron en su hogar, bajo estricta vigilancia de la llamada «policía
india». Toro Sentado fue asesinado por uno de sus captores el 15 de
diciembre de 1890.
Todo individuo y grupo indígena que viviera fuera de las reservas
federales designadas se consideraba «promotor de disturbios», tal como lo
expresó el Departamento de Guerra. Tras el asesinato de Toro Sentado, el
Ejército emitió órdenes de detención para líderes como Pie Grande,
responsable de varios cientos de refugiados civiles que aún no se habían
entregado en la reserva de Pine Ridge, la que les había tocado. Cuando Pie
Grande se enteró de la muerte de Toro Sentado y de que el Ejército lo
estaba buscando a él y a su gente —trescientos cincuenta lakotas, de los
cuales doscientos treinta eran mujeres y niños—, decidió guiarlos hasta
Pine Ridge, con temperaturas bajo cero, para rendirse. En su camino a pie
se encontraron con las tropas estadounidenses. El comandante ordenó que
los llevaran al campamento militar de Wounded Knee Creek, donde los
rodearon soldados armados. El Ejército había emplazado dos ametralladoras
Hotchkiss en la ladera de la colina, suficiente poder de fuego para aniquilar
a todo el grupo. Por la noche llegaron el coronel James Forsyth y el
Séptimo de Caballería, el viejo regimiento de Custer. Los soldados no se
habían olvidado de que fueron parientes lakotas de estos refugiados
hambrientos y desarmados los que habían matado a Custer y diezmado sus
tropas en Little Bighorn catorce años atrás. Forsyth recibió órdenes de
transportar a los refugiados a una empalizada militar en Omaha, pero
agregó dos ametralladoras Hotchkiss más que apuntaban hacia el
campamento y luego repartió whisky a sus oficiales. A la mañana siguiente,
el 29 de diciembre de 1890, los soldados sacaron a los cautivos de sus
campamentos y les ordenaron que entregaran sus armas. Los soldados
requisaron las tiendas de campaña y confiscaron herramientas, como hachas
y cuchillos. Sin darse aún por satisfechos, los oficiales ordenaron una
requisa personal. Apareció un rifle Winchester. El joven dueño no quería
desprenderse de su querido rifle, y cuando los soldados lo sujetaron, el rifle
se disparó al aire. La matanza comenzó de inmediato. Las Hotchkiss
disparaban un cartucho por segundo, segaron a todos excepto a algunos que
pudieron correr rápido. Yacían muertos trescientos siux. Veinticinco
soldados murieron por «fuego amigo».[265] Se trasladó a los supervivientes,
sangrando, a una iglesia cercana. Como era época navideña, la luz de las
velas iluminaba el santuario adornado con plantas. En la entrada, una
pancarta rezaba: «Paz en la tierra y buena voluntad hacia los hombres».
El ataque del Séptimo de Caballería contra un grupo de refugiados
lakotas desarmados y hambrientos que intentaban llegar a Pine Ridge para
aceptar ser recluidos en una reserva, en los helados días de diciembre de
1890, simboliza el final de la resistencia armada indígena en el país. En los
anales de la historia militar estadounidense a esta matanza se la llama
«batalla». Se condecoró a veinte soldados con medallas de honor del
Congreso de Estados Unidos. En Fort Riley (Kansas), se construyó un
monumento en homenaje a los soldados que murieron por fuego amigo.
También se diseñó un gallardete de batalla para conmemorar el suceso, que
se agregó a otros que se exhiben en el Pentágono, en West Point y en bases
militares de todo el mundo. Lyman Frank Baum, un colono del territorio
dakota, que más tarde sería conocido por su obra El maravilloso mago de
Oz, editaba en ese momento el periódico Aberdeen Saturday Pioneer. Cinco
días después de los repugnantes sucesos en Wounded Knee, el 3 de enero de
1891, escribió: «El Pionero [sic] ha declarado anteriormente que nuestra
seguridad depende del total exterminio de los indios. Habiéndolos
perjudicado por siglos, será mejor que los perjudiquemos una vez más para
proteger nuestra civilización y borremos de la faz de la tierra a estas
criaturas indómitas e indomables».[266]
Tres semanas antes de la masacre, el general Sherman había dejado
claro que no se arrepentía de nada de lo que había hecho en sus tres décadas
de genocidio. En una conferencia de prensa que organizó en la ciudad de
Nueva York, Sherman dijo: «Los indios deben trabajar o morir de hambre.
Nunca han trabajado, no trabajarán ahora y nunca van a trabajar». Un
periodista preguntó: «Pero el Gobierno ¿no debería darles lo suficiente para
que no mueran de hambre?». «¿Por qué? —respondió el general—. ¿El
Gobierno debería mantener a 260.000 campistas aptos físicamente? Ningún
Gobierno del mundo ha hecho semejante cosa».[267]
Un joven reaccionó a la masacre de Wounded Knee de manera
representativa y también extraordinaria. Muchos Caballos asistió a la
escuela Carlisle desde 1883 a 1888; regresó a su hogar despojado de su
idioma, afrontando la cruda realidad del genocidio de su pueblo y sin
medios tradicionales ni modernos con los que ganarse la vida. Dijo: «No
había oportunidad de conseguir empleo, nada que pudiera hacer para tener
alojamiento ni con que vestir, ninguna oportunidad de aprender más y
quedarme con los blancos. Eso me desanimó y volví a vivir como lo hacía
antes de ir a la escuela».[268] El historiador Philip Deloria advierte: «La
mayor amenaza para el programa de las reservas […] [era] el indígena
disciplinado que rechazaba el regalo de la civilización y “volvía a la
manta”, como intentó hacerlo Muchos Caballos».[269] Pero a Muchos
Caballos no le resultó fácil encontrar su lugar. Deloria señala que este se
había perdido el periodo esencial de la educación lakota, entre los catorce y
los diecinueve años. Debido a su ausencia y a la influencia
euroestadounidense, resultaba sospechoso entre su propia gente, e incluso
ese mundo se había visto alterado por el caos y la violencia colonialistas.
Aun así, Muchos Caballos volvió a usar la vestimenta tradicional, se dejó el
cabello largo y participó en la Danza de los Espíritus. También se unió a un
grupo de resistencia armada; estuvieron presentes en Pine Ridge el 29 de
diciembre de 1890, cuando se trasladaron los cuerpos sangrientos desde
Wounded Knee. Una semana después, fue con otros cuarenta guerreros
montados a caballo que acompañaron a líderes siux a reunirse con el
teniente Edward Casey para entablar posibles negociaciones. Los jóvenes
guerreros estaban furiosos, pero ninguno más que Muchos Caballos, que se
separó del grupo, se acercó a Casey por detrás y le dio un tiro en la cabeza.
Los funcionarios del Ejército debieron pensárselo dos veces antes de
acusar de asesinato a Muchos Caballos. Se enfrentaban al corolario de la
reciente masacre de Wounded Knee, perpetrada por el Ejército, por la que
los soldados habían recibido medallas de honor del Congreso. El juicio a
Muchos Caballos fue sobreseído debido a que había un estado de guerra.
Reconocer el estado de guerra era esencial para dar una fachada legal a la
masacre.
Wounded Knee destaca entre las últimas manifestaciones de acción
militar contra los pueblos indígenas. Deloria señala que en los años
anteriores comenzó a reemplazarse el imaginario del indígena guerrero tan
extendido en la sociedad estadounidense por el de «los dóciles y pacificados
indios que comenzaban a transitar el camino hacia la civilización».
Luther Oso Erguido, por ejemplo, relata varias ocasiones en las que se exhibía a los
estudiantes de la Carlisle Indian Industrial School como indígenas dóciles y moldeables. La
banda musical de Carlisle tocó en la inauguración del puente de Brooklyn en 1883 y luego
salió de gira por varias iglesias. Trasladaban a los estudiantes en carreta por las ciudades de la
Costa Este. El mismo Oso Erguido fue exhibido en la tienda Wanamaker de Filadelfia,
encerrado en una celda de vidrio en el centro del establecimiento y ocupado en clasificar y
poner precio a las joyas.[270]
La codicia es buena Durante la última fase de la conquista
militar del continente, se depositó en el Territorio Indio a los
refugiados indígenas que habían sobrevivido, apilados unos
sobre otros, en reservas cada vez más reducidas. En 1883, se
celebró en Mohonk, Nueva York, la primera de una serie de
conferencias de un grupo influyente y adinerado de defensores
del «destino manifiesto». Estos autodenominados «amigos de
los indios» desarrollaron una política de asimilación, a la que al
poco tiempo uno de los miembros del Congreso, el senador
Henry Dawes, dio forma de ley: la Ley General de Parcelación
de 1887. Como parte de su argumentación en favor de la
parcelación de las tierras indígenas colectivas, Dawes dijo: «El
defecto del sistema [de reservas] era evidente. Es el sistema de
[el socialista] Henry George, con el cual no habrá iniciativa para
hacer que el propio hogar sea mejor que el del vecino. No hay
egoísmo, y este se encuentra en la base de la civilización. Hasta
que esta gente no esté dispuesta a entregar sus tierras y
dividirlas entre sus ciudadanos para que cada uno sea dueño
de la tierra que cultiva, no progresarán mucho». Si bien la
parcelación no generó el egoísmo deseado, se logró reducir la
base territorial indígena a la mitad y profundizar tanto el
empobrecimiento de los indígenas como el control
estadounidense. En 1889 una parte del Territorio Indio se abrió
a la colonización familiar e individual; el Gobierno federal llamó
«tierras no asignadas» a las que quedaban disponibles
después de la parcelación, en lo que se conoce como «la
carrera de Oklahoma».
Se había descubierto petróleo en el Territorio Indio, pero la Ley de
Parcelación de Dawes no podía aplicarse a las cinco naciones indígenas que
habían sido desplazadas del sur, porque, técnicamente hablando, sus
territorios no eran reservas, sino naciones soberanas. Violando los términos
de los tratados de traslado forzoso, el Congreso aprobó en 1898 la Ley
Curtis, que eliminó unilateralmente la soberanía de esas naciones y ordenó
la parcelación de sus tierras. Los territorios indígenas excedían la suma de
las parcelas de sesenta y cinco hectáreas, por lo que las tierras que quedaron
después de la distribución se declararon como excedentes y se ofrecieron
como tierras residenciales.
En el Territorio Indio, la parcelación no avanzó sin que se opusiera una
feroz resistencia. El tradicionalista cheroqui Redbird Smith movilizó a sus
hermanos para revivir la sociedad secreta Keetoowah. Además de la acción
directa, también enviaron abogados para presentar su alegato ante el
Congreso. Cuando se hizo caso omiso de su reclamación, formaron una
comunidad en Cookson Hills y se negaron a participar en la privatización
de tierras. Los muskogees creeks también resistieron, con Chitto Harjo a la
cabeza, cariñosamente apodado Serpiente Loca. Él dirigió la fundación de
un Gobierno alternativo, cuya capital era un asentamiento llamado Hickory
Ground. Participaron más de cinco mil muskogees. Harjo fue capturado y
encarcelado; cuando quedó libre, llevó a su gente al bosque y continuó la
lucha una década más. Las tropas federales lo asesinaron de un disparo en
1912, pero el legado de la resistencia encabezada por Serpiente Loca sigue
siendo una fuerza poderosa en el este de Oklahoma. El historiador
muskogee Donald Fixico describe un enclave de nuestros días en ese
estado: «Hay un pequeño pueblo creek en Oklahoma dentro de la nación
creek. Su nombre es Thlopthlocco. Thlopthlocco es una pequeña
comunidad independiente que opera de manera casi independiente. No
dependen mucho del Gobierno federal ni de la nación creek. Son una
especie de grupo renegado».[271]
En 1907 se disolvió el Territorio Indio y el estado de Oklahoma ingresó
en la Unión. De conformidad con la Ley Dawes y la Ley Curtis, se impuso
la privatización de los territorios indígenas a la mitad de las reservas
federales: la pérdida de tres cuartos de la base territorial indígena que aún
existía tras décadas de ataques militares y acaparamientos de tierras
arbitrarios. El proceso de parcelación continuó hasta 1934, cuando la Ley
de Reorganización Indígena le puso freno, pero las tierras apropiadas nunca
se devolvieron y sus antiguos dueños jamás recibieron compensación por
sus pérdidas. Todos los pueblos indígenas de Oklahoma (excepto la nación
osage) quedaron sin territorios colectivos, y muchas familias, sin siquiera
un pedazo de tierra.[272]
La nación hopi resistió la parcelación, pero obtuvo una victoria parcial.
En 1894, enviaron al Gobierno una petición firmada por todos los líderes y
jefes de los pueblos hopis: A los Jefes de Washington: Durante los últimos
dos años han venido extraños a inspeccionar nuestra tierra con catalejos y
han hecho marcas en ella, pero poco sabemos qué significa. Como creemos
que no tienen ninguna intención de perturbar nuestras Posesiones, queremos
decirles algo sobre esta tierra hopi.
A ninguno de nosotros nos han preguntado si debía separarse en lotes y entregarse a
individuos, porque estos causarían confusión.
La familia, la vivienda y el campo son inseparables, porque la mujer es el corazón de ellos,
y de ellos es responsable. Entre nosotros, la familia rastrea sus lazos a partir de la madre, por
eso todas las posesiones son suyas. El hombre construye la casa, pero la mujer es la dueña,
porque ella la repara y la preserva; el hombre cultiva el campo, pero pone la cosecha al
cuidado de la mujer, porque a ella le corresponde preparar el alimento, y el excedente de
reservas para el trueque dependerá de su habilidad.
El hombre cultiva los campos de su esposa y los campos asignados a los hijos que trae al
mundo, e informalmente los llama sus campos, aunque en realidad no lo son. Incluso puede
disponer de las cosechas obtenidas del campo que hereda de su madre, pero no del campo en sí
mismo.[273]
La petición continúa con la descripción de la sociedad comunal
matriarcal y por qué sería impensable dividirla para el sistema de propiedad
privada. Las autoridades de Washington nunca respondieron y el Gobierno
siguió dividiendo las tierras, pero finalmente se dio por vencido gracias a la
resistencia hopi. En el corazón de Nuevo México, las diecinueve ciudadesEstado de los indígenas pueblo bajo ocupación estadounidense organizaron
la resistencia utilizando el sistema legal como medio de supervivencia,
como lo habían hecho durante el colonialismo español y en su relación con
la República de México. Tras haber perdido su estatus político autónomo
ante México y ser considerados exciudadanos mexicanos ante la ley
estadounidense, los colonos hispanos y anglos avanzaron durante décadas
sobre las tierras ancestrales de los indígenas pueblo. Para estos últimos, la
única vía posible era usar los tribunales estadounidenses de reclamaciones
de tierras. El siguiente informe refleja el estatus que tenían los indígenas
ante los ojos del poder judicial: En ocasiones, la sala del tribunal de Santa
Fe se veía amenizada por una cuadrilla de indios que hacia allí habían
viajado desde sus distantes comunidades pueblo, como testigos de las
cesiones de tierras. Por lo general, el gobernador de la tribu encabezaba
estas delegaciones; exhibía un gran orgullo al avanzar a zancadas hasta el
banquillo de los testigos y prestar juramento en la santa cruz; usaba una
insignia en su pecho, una ancha faja roja en su cintura y llevaba una camisa
blanca, cuya parte baja colgaba sobre su zona antártica como la falda de una
bailarina de ballet, y debajo de la cual colgaban sus holgados pantalones de
muselina blanca, al estilo de un chino de tintorería. La solemne e
imperturbable reverencia que el gobernador ofreció a los jueces del estrado,
en reconocimiento de su igualdad ante él en cuanto que dignatarios
oficiales, y con esa grotesca vestimenta, habría sido suficiente para
provocar el rebuzno desopilante de un burro muerto.[274]
Sin haber obtenido resarcimiento por parte del tribunal debido a la
violación de sus derechos territoriales colectivos, los indígenas pueblo no
tuvieron otra alternativa que el régimen federal de fideicomiso. En su
primer intento no lo consiguieron, pero en 1913 el Tribunal Supremo de
Estados Unidos anuló el fallo anterior y declaró que los indígenas pueblo
quedaban bajo tutela del Gobierno federal según el régimen de fideicomiso
y declaró: «En esencia son un pueblo simple, ignorante e inferior».[275]
A comienzos del siglo XX, el escultor James Earle Fraser inauguró la
monumental e icónica escultura El final del camino, que había creado
especialmente para la triunfal Exposición Internacional Panamá-Pacífico en
San Francisco, California. La imagen del indígena semidesnudo, exhausto y
moribundo montado en su igualmente exhausto caballo proclamaba la
solución final: la eliminación de los pueblos indígenas del continente. Al
año siguiente, Ishi, el yani de California que había estado cautivo cinco
años a manos de los antropólogos que lo estudiaron, murió y fue «el último
indio». Durante este periodo se exhibieron decenas de imágenes populares
sobre la desaparición del indígena. Rápidamente hizo su intervención la
industria del cine y en las pantallas se asesinaba una y otra vez a los
indígenas, a la vista de millones de niños, incluidos los niños y niñas
indígenas.
Con un triunfo militar absoluto en el continente, Estados Unidos se
dispuso a dominar el mundo, pero los pueblos indígenas permanecieron y
persistieron a medida que se desarrollaba el «Siglo Estadounidense».
[227] Ortiz, from Sand Creek, p. 20.
[228] «Selected Statistics on Slavery in the United States», Causes of the Civil War, disponible
en: http://www.civilwarcauses.org/stat.html (consultado el 10 de diciembre de 2013).
[229] Chang, The Color of the Land, p. 36.
[230] Véanse Confer, Cherokee Nation in the Civil War; Spencer, American Civil War in the
Indian Territory; McLoughlin, After the Trail of Tears.
[231] Véanse Katz, Black Indians; Duvall, Jacob, y Murray, Secret History of the Cherokees.
[232] Véanse Wilson y Schommer, Remember This!; Wilson, In the Footsteps of Our Ancestors;
Anderson, Kinsmen of Another Kind, pp. 261-281; Anderson, Little Crow.
[233] De Charles Eastman, Indian Boyhood (1902), citado en Nabokov, Native American
Testimony, p. 22.
[234] West, Contested Plains, pp. 300-301.
[235] Ortiz, from Sand Creek, p. 41.
[236] Véase Kelman, Misplaced Massacre.
[237] From A. N. Ellis, «Reflections of an Interview with Cochise», Kansas State Historical
Society 13 (1913-1914), citado en Nabokov, Native American Testimony, p. 177.
[238] Utley, Indian Frontier of the American West, p. 82. Véase también Carleton, Prairie
Logbooks, pp. 3-152.
[239] De Condition of the Indian Tribes, informe del Senado n.º 156, 39.o Congreso, 2.a sesión,
Washington D. C., Government Printing Office, 1867, citado en Nabokov, Native American
Testimony, pp. 197-198.
[240] Véanse Denetdale, Long Walk; y Denetdale, Reclaiming Diné History.
[241] Véase Gates, History of Public Land Law Development.
[242] Puede hallarse una versión más entusiasta de la relación entre las leyes de la tierra y la
colonización en Hyman, American Singularity.
[243] White, «It’s Your Misfortune and None of My Own», p. 139.
[244] Westphall, Public Domain in New Mexico, p. 43.
[245] Véase White, Railroaded.
[246] Este es el número total de tratados firmados por ambas partes, ratificados por el Congreso y
promulgados por los presidentes estadounidenses. Muchos tratados más firmados entre Estados
Unidos y las naciones indígenas no fueron ratificados por el Congreso, y si lo fueron, luego no se
promulgaron. Entre estos últimos, los de los pueblos indígenas de California son los más numerosos,
por lo que actualmente hay unos seiscientos tratados que las naciones indígenas involucradas
consideran legítimos. Véanse Deloria, Behind the Trail of Broken Treaties; Deloria y DeMallie,
Documents of American Indian Diplomacy; Johansen, Enduring Legacies.
[247] Véase 16 Stat. 566, Rev. Stat. Sec. 2079; Código de EE. UU, título 25, sección 71.
[248] Hanson, Memory and Vision, p. 211.
[249] De Marriott y Rachlin, American Indian Mythology, citado en Nabokov, Native American
Testimony, pp. 174-175.
[250] Parish, Charles Ilfeld Company, p. 35.
[251] Sherman a Grant, 20 de mayo de 1867, citado en Fellman, Citizen Sherman, p. 264.
[252] Sherman a Herbert A. Preston, 17 de abril de 1873, citado en Marszalek, Sherman, p. 379.
[253] Véase Utley, Cavalier in Buckskin, pp. 57-103.
[254] Véase Hahn, Nation under Our Feet.
[255] Véase Enloe, Ethnic Soldiers.
[256] Stanford L. Davis, «Buffalo Soldiers & Indian Wars», Buffalosoldier.net, disponible en:
http://www.buffalosoldier.net/index.htm (consultado el 30 de septiembre de 2013).
[257] Weaver, «A Lantern to See By», p. 315; véase también Enloe, Ethnic Soldiers.
[258] Bob Marley, «Buffalo Soldier», por Bob Marley y Noel G. Williams, grabado en 1980 en
Confrontation, Island Records, 90085-1, 1983.
[259] Véase Wolfe, «Settler Colonialism».
[260] Sandoz, Cheyenne Autumn.
[261] Véase Williams, Empire as a Way of Life.
[262] Child, Boarding School Seasons; también véase Christine Lesiak, director, «In the White
Man’s Image», The American Experience, temporada cuatro, episodio doce (PBS, 1992).
[263] Deloria, El general Custer murió por vuestros pecados.
[264] De Deloria, Speaking of Indians, citado en Nabokov, Native American Testimony, pp. 253255.
[265] Véase Brown, Enterrad mi corazón en Wounded Knee; Coleman, Voices of Wounded Knee.
[266] L. F. Baum, «Editorials on the Sioux Nation», página web de la University of Oxford
History
of
Science,
Medicine,
and
Technology,
disponible
en:
http://hsmt.history.ox.ac.uk//courses_reading/undergraduate/authority_of_nature/week_7/baum.pdf.
[267] Citado en Vizenor, Native Liberty, pp. 143-144.
[268] Citado en Utley, «The Ordeal of Plenty Horses», p. 16.
[269] Deloria, Indians in Unexpected Places, p. 28.
[270] Ibid., pp. 35-36.
[271] De New Directions in Indian Purpose, citado en Nabokov, Native American Testimony, p.
421.
[272] Véase Chang, The Color of the Land. Debo, en And Still the Waters Run, ofrece detalles
cuidadosamente documentados sobre la corrupción generalizada en el proceso de utilizar las
parcelaciones para disponer de las tierras de las naciones indígenas y de los individuos indígenas que
poseían parcelas en Oklahoma.
[273] De Deloria, Speaking of Indians, citado en Nabokov, Native American Testimony, p. 249.
[274] Stone, «Report on the Court of Private Land Claims».
[275] «United States v. Sandoval», p. 28. Véase también Dunbar-Ortiz, Roots of Resistance, pp.
114-118.
09
Triunfalismo estadounidense
y colonialismo en tiempos de paz
La expansión de los pueblos de sangre blanca o europea durante los últimos cuatro siglos
tiene una característica que nunca debería perderse de vista, sobre todo por parte de
aquellos que denuncian esa expansión con argumentos morales. En general, el movimiento
ha estado plagado de beneficios duraderos para la mayoría de las personas que ya
habitaban las tierras sobre las que se llevó a cabo la expansión.
THEODORE ROOSVELT,
«The Expansion of the White Races», 1909[276]
Y la marca que pusieron en las Colinas Negras, habían tallado a George Washington y a
otros allí. Gente que no era dueña de ese pedazo de tierra, pero hicieron su tallado allí.
Cualquiera se daría cuenta de que debes ir a Washington
Europa
y tallar mi cara allí.
HENRY PERRO CUERVO[277]
Si bien a primera vista podría parecer que el tema del imperialismo
estadounidense en el extranjero excede el alcance de este libro, es
importante detectar que allí se utilizaron los mismos métodos y estrategias
empleados contra los pueblos indígenas en el continente. Al tiempo que
Estados Unidos colonizaba con brutalidad a los indígenas americanos, los
eliminaba, reubicaba y asesinaba, también buscaba la dominación de
ultramar. Entre 1798 y 1827, el país inició veintitrés intervenciones
militares: desde Cuba hasta Trípoli (Libia), pasando por Grecia. Entre 1831
y 1896 hubo setenta y una intervenciones de ultramar, en todos los
continentes, y Estados Unidos dominaba la mayor parte de América Latina
en términos económicos y a algunos países en términos militares. Las
cuarenta intervenciones que tuvieron lugar entre 1898 y 1919 se llevaron a
cabo con mayor peso militar, pero con los mismos métodos y, en ocasiones,
con el mismo personal.
Conexiones
Entre las colonias estadounidenses establecidas durante 1898 y 1919 se
encuentran: Hawái (antes llamadas islas Sándwich), Alaska, Puerto Rico,
las islas Vírgenes, Guam, Samoa Estadounidense, las islas Marshall y las
islas Marianas del Norte. La mayoría de ellas y una decena de islas más en
el océano Pacífico, en el Índico y en el Caribe, que fueron despobladas para
instalar bases militares y realizar pruebas con bombas, siguen siendo
colonias (llamadas «territorio» y «Estado libre asociado» o
«mancomunidad») en el siglo XXI.[278]
Uno de los principales defensores del imperialismo transoceánico fue el
exabolicionista William H. Seward, secretario de Estado de Lincoln, que
consideraba que el destino de Estados Unidos era dominar el océano
Pacífico. Seward hizo todo lo posible por hacer realidad ese destino
percibido, incluyendo las disposiciones necesarias para la compra de Alaska
en 1867. A principios de 1874, Estados Unidos inició el control militar de
Hawái, y en 1898 anexionó las islas después de derrocar a la reina de
Hawái, Liliuokalani. Después de que Hawái y Alaska pasaran a ser estados
de la Unión tras la Segunda Guerra Mundial, sus pueblos indígenas fueron
sometidos a una dominación colonial similar a la aplicada contra los
originarios del país americano.[279]
Las empresas de ultramar fueron adquiriendo un apoyo público cada
vez más exuberante hacia finales del siglo XIX. En su libro Our Country
[Nuestro país], publicado en 1885 y éxito de ventas, el reverendo Josiah
Strong, de la American Home Missionary Society, sostenía que Estados
Unidos era paladín de la herencia anglosajona y, en cuanto que raza
superior, tenía la responsabilidad divina de controlar el mundo. Para el año
1914 ya había seis mil misioneros protestantes estadounidenses en China y
otros miles en una u otra parte del mundo no europeo, y permanecieron,
como lo estaban desde inicios del siglo XVII, instalados en las comunidades
indígenas estadounidenses.
Estados Unidos construyó la «Gran Flota Blanca» naval, y para la época
de la invasión y ocupación de Cuba había ampliado su Ejército de
veinticinco mil a casi trescientos mil hombres, con los que debilitó el
movimiento de independencia que se desarrollaba en la isla contra España.
Mientras las tropas estadounidenses se dirigían al puerto de La Habana en
1898, el almirante George Dewey encabezó la intervención de la Marina en
Filipinas, supuestamente para ayudar a una fuerza de treinta mil rebeldes
indígenas filipinos que habían conseguido y declarado su independencia de
España. Dewey se refirió a los filipinos como «los indios» y juró «entrar en
la ciudad [de Manila] y mantener a los indios fuera».[280] A Estados Unidos
le llevó tres años más aplastar la resistencia «india» filipina; el Ejército
utilizó técnicas de contrainsurgencia que se habían aplicado contra las
naciones indígenas del continente norteamericano, incluyendo nuevas
formas de tortura, como el simulacro de ahogamiento o «submarino», y
estuvo al mando de muchos de los mismos comandantes. Veintiséis de los
treinta generales estadounidenses apostados en Filipinas habían sido
oficiales en las «guerras indias».[281] El general de división Nelson A.
Miles, que había estado al mando del Ejército en campañas contra los
pueblos indígenas, esta vez estuvo al mando general del Ejército en la
guerra de Filipinas.
La continuidad existente entre la invasión y ocupación de naciones
indígenas soberanas para lograr el control continental en Norteamérica y el
uso de las mismas tácticas en el extranjero para lograr el control global es
clave para comprender el futuro de Estados Unidos en el mundo. El Ejército
hizo posible esa continuidad. En su calidad de coronel durante la década de
1870, Nelson Miles había estado a cargo de perseguir hasta el último siux y
de arrearlos como animales hasta las reservas, vigilados por tropas o por la
policía india, recientemente entrenada. Las reservas no eran un refugio
paradisíaco para los que estaban encarcelados allí. Pananiapapi relató los
múltiples horrores de la vida diaria en la reserva de los siux yanktons, que
no eran una excepción:
En otra ocasión, cuando el general Sully se acercó, pasó por en medio de nuestro campo,
llevó a su ganado hacia nuestro maíz y lo destruyó todo […]. Los soldados prendieron fuego a
la pradera y quemaron cuatro de nuestras cabañas y todo lo que había en ellas […]. Los
soldados están muy ebrios y vienen a nuestro lugar; tienen armas de fuego; persiguen a
nuestras mujeres y disparan en nuestras casas y cabañas; un soldado se acercó y quería que
uno de los jóvenes tomara alcohol, pero él se negaba y se dio la vuelta para irse; el soldado le
disparó. Antes de que llegaran los soldados, teníamos salud, pero cuando llegaron, empezaron
a ir por las indias y querían dormir con ellas, y como las indias tienen hambre, duermen con
ellos para conseguir algo para comer, y entonces les da una enfermedad grave, y luego las
indias van con sus esposos y les pasan la enfermedad grave.[282]
Como se vio en el octavo capítulo, Miles también había dirigido a las
tropas que persiguieron al jefe Joseph, líder de los nez percé, y a su gente
cuando intentaban escapar a Canadá, y en 1886 Miles se hizo cargo de la
campaña del Departamento de Guerra para capturar a Gerónimo poniéndose
al mando de cinco mil soldados (un tercio de la fuerza de combate del
Ejército) y de quinientos exploradores apaches a los que se obligó a prestar
servicio, además de miles de colonos milicianos voluntarios. En 1898,
siendo general en jefe del Ejército, Miles comandó personalmente las
fuerzas armadas que ocuparon Puerto Rico. El segundo al mando, el general
Wesley E. Merritt, dirigió la invasión militar de Filipinas. Había estado a las
órdenes de Custer en los ataques contra la resistencia siux y cheyene. Como
comandante de la ocupación de Filipinas estaba el general Henry W.
Lawton, al que Gerónimo se había entregado, hecho que lo convirtió
inmediatamente en un héroe por su «captura». Lawton había dirigido a las
tropas en Cuba antes de ir a Filipinas. Irónicamente, insurgentes filipinos
bajo el mando de un hombre llamado Gerónimo mataron a Lawton en un
ataque. Lo que habían aprendido estos oficiales en la guerra de
contrainsurgencia en Norteamérica lo aplicaron contra los filipinos, como
los oficiales más jóvenes aplicarían en incursiones futuras las lecciones
aprendidas en Filipinas o, al menos en un caso, se las pasarían a un hijo. El
general Arthur MacArthur, padre del general de la Segunda Guerra Mundial
Douglas MacArthur, persiguió al líder de la guerrilla filipina, Emilio
Aguinaldo, y finalmente lo capturó.[283]
Por aquel entonces, Theodore Roosevelt era presidente. Su militarismo
de sesgo corporativo, sobre todo, su rápido desarrollo de la Marina y su
desempeño cuidadosamente estudiado como líder de la milicia de los
Rough Riders [Jinetes Rudos] en Cuba lo llevaron a la presidencia. Era
popular entre los colonos y las grandes empresas. Roosevelt se refirió a
Aguinaldo como un «pawnee renegado» y señaló que los filipinos no tenían
el derecho de gobernar su país solamente por el hecho de habitarlo.
Doscientos mil soldados estadounidenses lucharon en Filipinas; las bajas
fueron de siete mil hombres (el 3,5 %). Como resultado de la estrategia de
tierra quemada del Ejército estadounidense (privación de alimentos,
matanza de civiles y demás tácticas) y del desplazamiento, murió el 20 %
de la población de Filipinas, la mayoría, civiles.[284] En 1904, Roosevelt
pronunció lo que se conoce como el «corolario Roosevelt» a la doctrina
Monroe. Estipulaba que cualquier nación que tuviera un «mal
comportamiento crónico» —es decir, que hiciera algo para amenazar los
intereses subjetivos económicos o políticos del país— sería militarmente
disciplinada por Estados Unidos, que ejercería un «poder de policía
internacional».[285]
A medida que la economía estadounidense se industrializaba a ritmo
acelerado, el Ejército también intervenía con frecuencia a favor de las
grandes empresas en conflictos internos entre las corporaciones y los
trabajadores. Con ese fin se desplegaron las tropas durante la «gran huelga
del ferrocarril» de 1877 —la primera paralización de trabajo a nivel
nacional—, iniciada por trabajadores ferroviarios en protesta por los
recortes salariales. La huelga comenzó en Virginia Occidental y pronto se
extendió a lo largo de las vías del tren desde un océano al otro y de norte a
sur. El general Philip Sheridan y sus tropas fueron convocados y debieron
abandonar las Grandes Llanuras, donde habían estado en campaña contra
los siux, para detener la huelga en Chicago.
La industrialización afectó la agricultura, puesto que la maquinaria
reemplazó a las manos de los agricultores, y los cultivos comerciales
terminaron imponiéndose. Los grandes operadores intervinieron y los
bancos ejecutaron las hipotecas de los pequeños agricultores hasta dejarlos
sin tierras. Los movimientos de agricultores, en su mayoría de tendencias
socialistas y antimperialistas, se opusieron a la conscripción militar y a la
entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, a la que llamaban
«la guerra de los ricos». Decenas de miles protestaron y llevaron a cabo
acciones de desobediencia civil. En agosto de 1917, arrendatarios y
aparceros blancos, negros y muskogees de varios condados del este y sur de
Oklahoma se alzaron en armas para detener la conscripción militar, con el
objetivo mayor declarado de derrocar el Gobierno estadounidense y
establecer una mancomunidad socialista. Estos socialistas de base más
radicales habían organizado su propio Working Class Union (WCU
[Sindicato de la Clase Trabajadora]); los agricultores angloestadounidenses,
afroestadounidenses e indígenas muskogees formaban una alianza muy
diversa. Su plan era marchar a Washington D. C. para convencer a millones
de trabajadores de que se armaran y se les unieran en el camino. Después de
un día de dinamitar oleoductos y puentes en el sudeste de Oklahoma, los
hombres y sus familias crearon una zona liberada en la que comieron,
cantaron himnos y descansaron. Al día siguiente, pandillas fuertemente
armadas, apoyadas por la policía y las milicias, detuvieron la revuelta, que
se conoció como la Rebelión del Maíz Verde. Los que no lograron escapar
fueron arrestados y sentenciados a prisión. En la actualidad, la rebelión se
interpreta como la apagada voz de los que fueron expulsados de sus tierras,
pero también refleja la crisis provocada por la parcelación forzada de los
territorios indígenas y la realidad de un movimiento de resistencia
multiétnico, un evento poco común en la historia colonialista de Estados
Unidos.[286]
Para la misma época, los agricultores indígenas sin tierra estaban
iniciando una revolución en México. Antes de que el presidente Wilson
nombrara al general John J. Pershing al frente de las Fuerzas
Expedicionarias Estadounidenses en Europa en 1917, lo había enviado a
dirigir tropas, sobre todo de soldados búfalo, hacia México durante casi un
año para detener la revolución en el norte liderada por Francisco Pancho
Villa. La intervención militar no dio buenos resultados. Incluso las tropas
federales mexicanas que combatían a Villa se molestaban con la presencia
de los soldados estadounidenses. Prácticamente, el único éxito notable de la
expedición militar en México fue el asesinato del segundo jefe en
importancia después de Villa a manos de un joven teniente llamado George
Patton.[287]
Los mercados matan
La expansión del poder militar estadounidense hacia el Pacífico y el
Caribe no respondió al militarismo como fin en sí mismo. Antes bien, el
objetivo fue asegurar el dominio de los mercados y los recursos naturales
desarrollando un poder imperialista para proteger y ampliar la riqueza
corporativa. Los pueblos indígenas en Estados Unidos se vieron gravemente
afectados por la industrialización del país y el avance de las corporaciones.
El historiador H. Craig Miner ha estudiado a las que se situaban en el
Territorio Indio y así las define:
Una organización legalmente autorizada por sus estatutos para actuar como individuo,
caracterizada por la emisión de acciones y la limitación de las responsabilidades de sus
accionistas al monto de sus respectivas inversiones […]; una persona artificial a la que no
puede responsabilizarse de alguna manera que sea familiar al pensamiento de los indígenas
estadounidenses. La responsabilidad individual podía esconderse en la personalidad
corporativa: una abstracción legal.[288]
La pujanza de las corporaciones trajo aparejada una nueva ola de
ataques contra los Gobiernos, las tierras y los recursos indígenas. Después
de que la creciente maquinaria militar estadounidense sofocara el poder
militar y la resistencia de las naciones y comunidades indígenas tras la
guerra civil, los líderes indígenas debieron dar su consentimiento para que
sus pueblos pudieran sobrevivir. Miner sostiene que la «civilización
industrial» disminuye la importancia de las personas o comunidades que se
cruzan en su camino y agrega que la civilización industrial no es
exactamente lo mismo que la «industrialización», sino que se trata de algo
bastante diferente y más ubicuo. La civilización industrial justificó la
explotación y destrucción de sociedades enteras y la expansión sin
consideración por la soberanía de los pueblos; fomentó el individualismo, la
competición y el egoísmo como rasgos virtuosos del carácter.[289] El medio
con que el Gobierno estadounidense aseguró la libertad corporativa para
interferir en los territorios indígenas fue el régimen federal de fideicomisos,
el mismo instrumento que debía servir para protegerlos.
A finales de la guerra civil, los fondos que el Gobierno obtenía de la
venta de tierras indígenas y las regalías no se distribuían a los ciudadanos
de las reservas ni quedaban en manos de sus Gobiernos, sino que se
mantenían en fideicomiso y se administraban en Washington. La Oficina de
Asuntos Indígenas, sin el consentimiento de los pueblos indígenas, invirtió
fondos provenientes de sus territorios en compañías de ferrocarril y
diversos bonos municipales y estatales. A eso se destinaron, por ejemplo, el
fondo nacional cheroqui y el fondo para huérfanos muskogees creeks. Los
líderes indígenas conocían muy bien estas prácticas, pero no tenían el poder
para detenerlas. No cabe duda de que protestaron, como lo demuestra una
petición presentada por la nación chickasaw: «Los indígenas no prestaron
este dinero; lo prestó Estados Unidos para aumentar el valor de sus
múltiples estados […]. Pero ahora se intenta forzar a los indígenas a
contribuir con su miseria al aumento de toda esta prosperidad y poder; y
esto, además, cuando Estados Unidos, triunfante sobre los peligros que una
vez lo acecharon, tiene más que nunca antes la posibilidad de ser liberal,
aunque solo se le pide que sea justo».[290]
El funcionario cheroqui Lewis Downing, que en 1869 escribió que
había que acordar reglas y respetarlas, señaló las diferencias entre los
valores indígenas y los de los empresarios estadounidenses «en la
laboriosidad, el hábito y la energía del carácter que es el resultado del
desarrollo de la idea de acumulación». El libre desarrollo sin las
limitaciones de las políticas de consenso no les bastará, declaró Downing:
«A nosotros nos parece que una vez liberados de las amarras de los
tratados, rodaremos y nos desplomaremos en el tempestuoso océano de la
política y las leyes del Congreso, y el naufragio será nuestro destino
inevitable».[291]
Iniciada la década de 1920, los pueblos indígenas se encontraban en su
punto más bajo en términos demográficos y en cuanto a las posibilidades de
supervivencia, tras décadas de operaciones militares violentas durante la
guerra civil y después de ella, a lo que se añade el robo federal de fondos
indígenas garantizados en los tratados y las dos décadas de parcelación de
sus tierras. Luego, el Gobierno de Estados Unidos impuso a los indígenas
estadounidenses la ciudadanía mediante la Ley de Ciudadanía Indígena de
1924, algo que nunca habían solicitado, en un gesto de asimilación y
disolución de las naciones nativas. La economía nacional estaba en auge,
pero en todas partes la vida indígena se veía amenazada. Robert Spott, de la
nación yurok, en el norte de California, veterano de la Primera Guerra
Mundial, describió la situación de su comunidad, que podría aplicarse a
todas. Dijo ante el Commonwealth Club de San Francisco en 1926:
Hay muchas mujeres indígenas que están casi ciegas y comen una vez al día, porque no
hay nadie para cuidarlas. La mayoría de estas personas se alimentaban de pescado, que ahora
no pueden obtener, y de bellotas, y se están muriendo de hambre. Prácticamente no tienen ropa
para cubrirse. Muchos niños que vivían en la parte alta del río Klamath han fallecido por
enfermedad. La mayoría murieron de tuberculosis. No hay caminos hacia el lugar donde están
los indígenas. El único camino que tienen es el río Klamath.
Para llegar a los médicos tienen que llevar a sus hijos por el río Klamath hasta la
desembocadura del Klamath. Hay treinta y ocho kilómetros hasta Crescent City, donde
tenemos que ir a ver a los médicos. Nos cuesta veinticinco dólares. ¿De dónde van a sacar los
pobres indígenas el dinero para pagar a un médico para sus hijos? Van de un sitio a otro a pedir
dinero prestado. Si no lo consiguen, el pobre niño muere sin recibir ayuda. De aquí a cuatro o
cinco años casi no quedarán más indígenas en el río Klamath.
Vine aquí para notificarles que es necesario hacer algo. Debemos tener un médico y
debemos tener una escuela para educar a nuestros niños y debemos tener un camino por el río
Klamath, además de la orilla del río […].
Mi padre fue un jefe indígena y éramos dueños de todo lo que hay aquí. Cuando se parceló
la tierra, solo le entregaron cuatro hectáreas, una pequeña granja que es casi todo arena y roca,
con arbustos pequeños y secuoyas […].
A veces vemos pasar un automóvil. Es el Servicio Indígena. ¿Creen que el hombre que
conduce el automóvil se detiene? Nunca tiene tiempo para los indígenas y el automóvil que
lleva a alguien del Servicio Indígena de Estados Unidos pasa sin detenerse, como un turista.
[292]
Además de los afroestadounidenses, los estadounidenses de origen
mexicano y los inmigrantes chinos, los indígenas también eran objeto de la
discriminación racial individual entre finales del periodo de Reconstrucción
en el sur en la década de 1880 y mediados del siglo XX. La segregación de
las leyes de Jim Crow reinaba en el sur, donde fueron linchados más de
cinco mil afroestadounidenses.[293] Mientras la población negra huía del
terror y la pobreza en el sur, creció demográficamente en las ciudades del
norte y del centro, donde todavía se enfrentaron con discriminación y
violencia. Chicago, Tulsa y decenas de ciudades quedaron arruinadas por
los sangrientos «disturbios raciales» contra afroestadounidenses.[294] El
racismo virulento y organizado de la década de 1920 se extendió a otras
personas de pieles más oscuras. La pseudociencia de la eugenesia y la
pureza racial fue más robusta en Estados Unidos que en Europa y consolidó
la ideología del supremacismo blanco. En el caso de los pueblos indígenas,
esto se manifestó en la política gubernamental de medir el «cociente
sanguíneo» para determinar si alguien era indígena, en reemplazo de la
cultura (sobre todo, el idioma) y la autoidentificación. Mientras que a los
afroestadounidenses se los clasificaba como tales tan solo por tener «una
gota de sangre» negra, los indígenas debían tener una fracción significativa
para probar su grado de ascendencia.
Del New Deal a la política de terminación
El New Deal de la década de 1930 trajo consigo algo de alivio para las
naciones indígenas. Los programas del Gobierno de Roosevelt para
combatir el colapso económico incluyeron un reconocimiento de la
autodeterminación indígena. En 1933 Roosevelt nombró a un antropólogo,
que se definía a sí mismo como socialista, en el cargo de comisionado de
Asuntos Indígenas.[295] Se trataba de John Collier, que en 1922, cuando era
un joven académico activista, fue contratado por la Federación General de
Clubes de la Mujer (GFWC) para ayudar a los indígenas pueblo de Nuevo
México en sus reclamaciones de tierras, un proyecto que culminó con éxito
cuando el Congreso aprobó la Ley de Tierras de los Indígenas Pueblo en
1924. Viviendo en el Pueblo de Taos, cuyos habitantes practicaban modos
de vida tradicionales, Collier había aprendido a respetar las relaciones
sociales comunales que observó en las comunidades indígenas y confiaba
en que estos podrían autogobernarse satisfactoriamente e incluso inspirar un
cambio hacia el socialismo en Estados Unidos. Comprendía que los
indígenas rechazaran ser asimilados como individuos a la sociedad general
—lo que buscaban institucionalizar las parcelaciones individuales de las
propiedades colectivas indígenas y la Ley de Ciudadanía Indígena de 1924
— y estaba de acuerdo con ellos.
Como comisionado de Asuntos Indígenas, y consultando a las
comunidades indígenas, Collier redactó el proyecto de ley Wheeler-Howard
y presionó exitosamente para que se aprobara; el proyecto se convirtió en la
Ley de Reorganización Indígena [IRA, por sus siglas en inglés] de 1934.
Una de sus disposiciones, implementada de inmediato, era no continuar con
la parcelación de territorios indígenas, aunque los terrenos ya parcelados no
se iban a devolver. Otra comprometía al Gobierno federal a comprar tierras
disponibles contiguas a las reservas para entregarlas a las naciones
indígenas correspondientes. La disposición principal de la IRA, la
formación de «Gobiernos tribales», era la más controvertida entre los
propios indígenas. En un gesto hacia la autodeterminación, la ley no exigía
a ninguna nación indígena la aceptación de sus términos, y varias de ellas,
incluyendo la nación navaja, no lo hicieron. La IRA tenía sus limitaciones,
puesto que no se aplicaba a las naciones nativas relocalizadas en Oklahoma;
más tarde se elaboró una legislación aparte para sus circunstancias
particulares.[296]
La nación navaja, con la base territorial y la población más extensas
entre los pueblos indígenas de Estados Unidos, rechazó con firmeza la
firma de la IRA. La Gran Depresión de la década de 1930 fue, como dijo
Sam Anjeah, presidente tribal navajo durante la posguerra, «la experiencia
más devastadora en la historia [de los navajos] desde el encarcelamiento en
Fort Sumner entre 1864 y 1868».[297] Cuando Collier asumió su cargo como
comisionado, en 1933, impulsó la reducción de las ovejas y las cabras de
los navajos como parte del esquema de conservación del New Deal para
detener el sobrepastoreo de ganado. Presionó a los doce miembros del
Consejo Navajo para convencerlos de que aceptaran la reducción a cambio
de empleos poco probables en el Cuerpo Civil de Conservación como
compensación por los ingresos perdidos. Collier sugería, sin fundamento,
que la erosión del suelo en la reserva navaja causaba la sedimentación del
embalse en la presa Boulder. Su acción posiblemente estuvo influenciada
por el agronegocio, que buscaba deshacerse de todos los pequeños
productores para favorecer a los colonos ganaderos de Nuevo México y
Arizona.[298] Los navajos aún recuerdan el proceso con amargura. A la vista
de los navajos, agentes del Gobierno mataban las ovejas y las cabras de un
disparo y las dejaban pudrirse o las cremaban rociándolas con gasolina.
Solamente en un sitio dispararon a treinta y cinco cabras y las dejaron
pudrirse. De esa manera mataron 150.000 cabras y 50.000 ovejas. En
entrevistas de historia oral se relatan las tácticas de presión que se
ejercieron sobre los navajos, incluida la detención de quienes se resistían, y
la abierta amargura por la destrucción de su ganado. Como dijo el miembro
del Consejo Navajo Howard Gorman:
Todos esos incidentes rompieron el corazón de muchos navajos, que permanecieron en
duelo por años. No les gustó que mataran las ovejas; fue un desperdicio total. Eso es lo que
decía la gente. Para muchos, el ganado era una necesidad y significaba la supervivencia.
Algunos consideran que el ganado es sagrado porque es una necesidad de la vida. Ven el
ganado como a una madre. La crueldad con la que trataron nuestro ganado es algo que nunca
debería haber sucedido.[299]
Además del trauma que vivieron los navajos, las reducciones
empobrecieron a los dueños de pequeños rebaños.
Para las naciones que aceptaron la Ley de Reorganización Indígena, es
decir, la mayoría, una consecuencia negativa fue que las elites indígenas
angloparlantes, que por lo general estaban alineadas con confesiones
cristianas, firmaron la ley y así se formaron Gobiernos autoritarios que
enriquecieron a unas pocas familias y socavaron las tradiciones comunales
y las formas de gobierno tradicionales, un problema que continúa en la
actualidad. Sin embargo, la IRA detuvo la parcelación y sentó un
precedente para el reconocimiento de la autodeterminación indígena y los
derechos colectivos y culturales, una realidad jurídica que complicó las
cosas para quienes buscaban revertir el incipiente empoderamiento de los
pueblos indígenas en la década de 1950.
El Gobierno de Truman se deshizo de John Collier, entre otros
funcionarios progresistas nombrados por Roosevelt. Tras el final de la
Segunda Guerra Mundial, las actitudes de la clase dominante y el Congreso
hacia las naciones indígenas pasó del apoyo de su autonomía a su
eliminación como pueblos, mediante un nuevo régimen de asimilación
individual. En 1946, el Congreso estableció la Comisión de Reclamaciones
Indígenas y el Tribunal de Reclamaciones Indígenas para legitimar lo que
hasta entonces eran apropiaciones federales ilegales de tierras indígenas
protegidas por tratados. Entre 1946 y 1952 —la fecha límite para la
presentación de reclamaciones—, se presentaron trescientas setenta
peticiones que representaban ochocientas cincuenta reclamaciones en
nombre de naciones indígenas. Aunque el objetivo manifiesto del Gobierno
era legitimar la titularidad de las tierras apropiadas ilegalmente, el
mecanismo de reclamaciones prohibía la restitución de tierras apropiadas
ilegalmente y la adquisición de otras para compensar la pérdida. Los
acuerdos se limitaban a la compensación monetaria basada en el valor de la
propiedad en el momento de la apropiación y sin acumulación de intereses.
Para echar más leña al fuego, cualquier gasto en que incurriera el Gobierno
federal en representación de las naciones indígenas demandantes se deducía
de la compensación total, es decir, se penalizaba a los indígenas por
servicios que ellos no habían solicitado. El intervalo promedio entre la
presentación de un reclamación y la obtención de resarcimiento era de
quince años.
Con la creación de la Comisión de Reclamaciones Indígenas, el
Congreso estaba reconociendo que el Gobierno federal había tomado
ilegalmente las tierras indígenas protegidas por tratados. Esa validación fue
útil para las estrategias indígenas de fortalecimiento de la soberanía y
restitución territorial, en lugar de la compensación monetaria. Pero, por otro
lado, el proceso fue un trampolín hacia el fin del reconocimiento federal de
las naciones indígenas. El Gobierno de Einsenhower no perdió tiempo en
colaborar con el Congreso para debilitar la responsabilidad federal de los
fideicomisos transfiriendo la educación indígena a los estados y la gestión
del sistema de salud indígena de la Oficina de Asuntos Indígenas al
Departamento de Salud.
Esta tendencia hacia la asimilación culminó en la Ley de Terminación
en 1953 (Termination Act, Resolución concurrente número 108 de la
Cámara), que disponía —en lenguaje orwelliano— que el Congreso debía,
«tan pronto como fuera posible, actuar para liberar a las tribus mencionadas
de la supervisión y el control federal y de todos los impedimentos y
limitaciones aplicables especialmente a los indígenas». Con esta política se
terminaría la protección federal del régimen de fideicomisos y la
transferencia de pagos garantizada por los tratados y acuerdos. Dillon S.
Myer, que había encabezado la Autoridad de Relocalización de Guerra,
organismo encargado de la administración de los campos de concentración
para ciudadanos estadounidenses de ascendencia japonesa, fue,
significativamente, el comisionado de Asuntos Indígenas de Einsenhower
que implementó la política de terminación.[300] El comisionado Myer
señaló que el consentimiento indígena era irrelevante: «Debemos proceder
aunque en algunos casos no contemos con la cooperación de los indígenas».
[301] Ese mismo año, el Congreso impuso la Ley Pública número 280, que le
quitaba al Gobierno federal el poder de policía en las reservas y lo transfería
a los estados.
A pesar de que fue comiendo pedazo a pedazo la base territorial y la
soberanía indígena y socavando la responsabilidad federal asumida en los
tratados, el Gobierno estadounidense no tenía autoridad legal constitucional
ni de otro tipo para privar a las naciones nativas reconocidas federalmente
de su soberanía inherente ni de sus límites territoriales. Solo podía hacer
que fuera casi imposible para ellas ejercer esa soberanía o, como
alternativa, eliminar la identidad indígena por completo mediante la
asimilación, una forma de genocidio. Ese fue precisamente el objetivo de la
Ley de Relocalización Indígena de 1956 (Ley Pública número 949). Con
financiamiento de la Oficina de Asuntos Indígenas (BIA), cualquier
individuo o familia indígena podría reubicarse en alguna de las áreas
industriales urbanas designadas a tal fin —el área de la Bahía de San
Francisco, Los Ángeles, Phoenix, Dallas, Denver, Cleveland—, donde se
abrieron oficinas de la BIA para organizar la asignación de viviendas y
empleos y ofrecer capacitación laboral. Este proyecto dio lugar a
poblaciones urbanas indígenas extensas que se distribuyeron en
comunidades donde ya vivían minorías de clase trabajadora pobres o con
dificultades, que tenían ocupaciones de baja calificación o estaban en
situación de desempleo de larga duración. Sin embargo, muchos de estos
migrantes, en su mayoría jóvenes, se vieron influenciados por el
movimiento por los derechos civiles que empezaba a surgir en las ciudades
durante las décadas de 1950 y 1960 e iniciaron sus propios movimientos
intertribales en los centros urbanos amerindios que ellos mismos
establecieron. En uno de los destinos de relocalización más grandes, el área
de la Bahía de San Francisco, este fenómeno culminaría con los dieciocho
meses de ocupación de Alcatraz a finales de los años sesenta.
Comienza la era de los derechos civiles
La fundación del Congreso Nacional de Indígenas Estadounidenses
(NCAI, por sus siglas en inglés) en 1944 había marcado un resurgimiento
de la resistencia indígena. En la década de 1950 surgió un extraordinario
grupo de líderes amerindios, entre ellos, D’Arcy McNickle (del pueblo
«cabeza plana» o salish), Edward Dozier (del pueblo santa clara), Helen
Peterson (cheyene del norte, lakota) y decenas de otros miembros de
naciones diversas. Sin su empeño, el periodo de terminación hubiera sido
más perjudicial de lo que fue, y es posible que hubiera eliminado el estatus
indígena por completo. Como resultado de la actividad organizativa, el
Gobierno dejó de velar por la aplicación de la política de terminación en
1961, si bien la ley continuó vigente hasta su anulación, en 1988.[302] Sin
embargo, para 1960 esta política se había aplicado contra más de cien
naciones indígenas. Tiempo después, unas pocas lograron recuperar la
tutela federal después de batallas legales y manifestaciones a lo largo de
décadas, que ocasionaron dificultades económicas. Líderes indígenas como
Ada Deer y James White, de la nación menominee, afectada por la política
de terminación, tuvieron un papel fundamental en la lucha por conseguir
que las causas de los indígenas llegaran al Congreso y la Corte Suprema en
las demandas y apelaciones. El movimiento de restitución atrajo publicidad
mediante la organización de las comunidades y la acción directa.[303] La
resistencia indígena de posguerra operaba ante un Estados Unidos mucho
más rico y poderoso que antes, pero también en la era de la descolonización
y los derechos humanos, que se inició con la creación de las Naciones
Unidas y la implementación de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y también de la Convención para la Prevención y la Sanción del
Delito de Genocidio en 1948. Los líderes indígenas estaban prestando
atención y se vieron inspirados por estos sucesos.
La organización amerindia, como la de desegregación de los
afroestadounidenses y el movimiento por el derecho al voto, se desarrolló
en un contexto ideológico de anticomunismo nacionalista que se intensificó
con la Guerra Fría y la carrera armamentista en la década de 1950. Este
segundo gran Temor Rojo (el primero había sido inmediatamente después
de la Primera Guerra Mundial) tuvo como objetivo al movimiento obrero,
bajo la fachada de la lucha contra la «amenaza comunista» de la Unión
Soviética.[304] También atacó a los movimientos de ese periodo por los
derechos civiles y la autodeterminación; el racismo se extendió y prosperó.
Las guerras contra Japón y luego contra Corea, junto con la exitosa
revolución comunista china, revivieron el miedo racista al «peligro
amarillo», que se había propagado a principios del siglo XX. Los
trabajadores migrantes mexicanos reemplazaron en gran parte a los
trabajadores agrícolas asiáticos desplazados por el sistema de internamiento
de los estadounidenses de ascendencia japonesa, pero en 1953 la Operación
Espaldas Mojadas (por el despectivo mote de wetbacks con que se conocía
a los inmigrantes ilegales, especialmente los mexicanos) ordenó la
deportación de más de un millón de trabajadores mexicanos, y en el proceso
sometió a millones de ciudadanos estadounidenses de ascendencia
mexicana a órdenes ilegales de busca y captura. Los indígenas
estadounidenses siguieron sufriendo brutalidades, incluyendo violaciones y
detenciones en las ciudades fronterizas de las reservas, a manos de
ciudadanos comunes y también de funcionarios de las fuerzas de seguridad.
Los afroestadounidenses vivían una situación de continua segregación
legalizada en el sur y de discriminación extralegal pero abierta en el resto
del país. Luego, gracias al extenso y arduo trabajo de la Asociación
Nacional para el Progreso de las Personas de Color (Naacp), en 1954 el
Tribunal Supremo de Estados Unidos ordenó el fin de la segregación en las
escuelas públicas. Al año siguiente, años de organización persistente, pero
poco difundida, por los derechos civiles —sobre todo en el sur—
irrumpieron a la vista del público durante el boicot a los autobuses de
Montgomery (Alabama). La respuesta de los blancos fue criminal: una
campaña muy bien financiada por los White Citizens’ Councils [Consejos
de Ciudadanos Blancos] organizados en todo el país, que acusó a los
activistas por los derechos civiles de ser infiltrados y estar bajo influencia
comunista. Cuando los «justicieros» blancos ponían bombas e incendiaban
iglesias negras, se decía que eran «los comunistas» los que lo hacían para
obtener apoyo a la causa por su integración.
A medida que surgían en las colonias europeas en África y Asia los
movimientos de liberación, Estados Unidos respondía con
contrainsurgencia. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) se creó en
1947 y creció en tamaño y alcance mundial durante el gobierno de
Einsenhower, bajo la dirección de Allen Dulles, hermano del secretario de
Estado, John Foster Dulles. La CIA instrumentalizó el derrocamiento de los
Gobiernos democráticamente elegidos de Irán en 1953 y de Guatemala en
1954.[305] Guatemala había liderado el desarrollo del Instituto Indígena
Interamericano, una iniciativa de 1940 basada en la firma de un tratado, en
la que participaron Dave Warren y D’Arcy McNickle. Después del golpe,
las oficinas centrales del instituto, que estaban en Guatemala, se reubicaron
en Ciudad de México, pero allí no tenían el mismo peso. Las acciones
encubiertas pasaron a ser el principal método de contrainsurgencia, si bien
la invasión militar seguía siendo una opción, como en Vietnam después de
una década de contrainsurgencia encubierta. Durante los sucesos que
desencadenaron la guerra de Estados Unidos en Vietnam, la CIA preparó el
terreno con su «guerra secreta» en Laos, donde organizó a los indígenas
hmong como un ejército auspiciado por ella misma. Después de Irán y
Guatemala, la CIA orquestó golpes de Estado en Indonesia, el Congo,
Grecia y Chile, e intentos de asesinato o golpes fallidos en Cuba, Irak, Laos
y otros países.
Dos años antes de que John F. Kennedy asumiera la presidencia de
Estados Unidos, el pueblo cubano, después de décadas de lucha y años de
organización y guerrilla urbana y rural, derrocó al corrupto y despreciado
dictador Batista, que había recibido apoyo y financiación de Estados Unidos
hasta su último suspiro. Después de la caída de Batista, la CIA pasó unos
cuantos años intentando asesinar al líder revolucionario Fidel Castro e
invadir la isla; el más famoso de los intentos fue el fiasco de la bahía de
Cochinos en 1961. Muchos cubanos que huyeron de la isla hacia Estados
Unidos después de la revolución fueron reclutados como agentes secretos
de la CIA. La revolución en Cuba, a tan solo 145 kilómetros de la costa de
Florida, sería una referencia ineludible para los jóvenes cada vez más
radicalizados de Estados Unidos, pero aún más para los pueblos indígenas
de América Latina, cuyos intereses confluían con los de los activistas
indígenas del país del norte, que buscaban la autodeterminación.
[276] Theodore Roosevelt, «The Expansion of the White Races», discurso en la iglesia episcopal
metodista de Washington D. C., 18 de enero de 1909, en «Two Essays by Theodore Roosevelt»,
Modern American Poetry, English Department, University of Illinois, disponible en:
http://www.english.illinois.edu/maps/ poets/a_f/espada/roosevelt.htm (consultado el 10 de diciembre
de 2013), de Roosevelt, American Problems. Véase también The Works of Theodore Roosevelt,
edición conmemorativa, North American Review 15, 1890.
[277] Henry Perro Cuervo, «So That They Will Go, Your Honor, Judge», citado en Dunbar-Ortiz,
The Great Sioux Nation, p. 167.
[278] Williams, Empire as a Way of Life, pp. 73-76, 102-110. Las islas Marshall recuperaron su
total soberanía en 1986.
[279] Véase Kinzer, Overthrow.
[280] Se pueden encontrar fotografías y documentos en Arnaldo Dumindin, PhilippineAmerican
War, 1899-1902, disponible en: http://philippineamericanwar.webs.com (consultado el 1 de octubre
de 2013).
[281] Kaplan, Imperial Grunts, p. 138. Sobre el primer imperialismo de ultramar de Estados
Unidos, véanse Immerman, Empire for Liberty; Zacks, Pirate Coast.
[282] De Condition of the Indian Tribes, citado en Nabokov, Native American Testimony, pp.
194-195.
[283] Silbey, War of Frontier and Empire, p. 211.
[284] Williams, «United States Indian Policy and the Debate over Philippine Annexation».
[285] Véase Kuzmarov, Modernizing Repression.
[286] Véase Womack y Dunbar-Ortiz, «Dreams of Revolution: Oklahoma, 1917».
[287] Véase Eisenhower, Intervention!
[288] Miner, Corporation and the Indian, p. XI.
[289] Ibid., p. XIV.
[290] Ibid., p. 10.
[291] Ibid., p. 19.
[292] De «Address of Robert Spott», Commonwealth, vol. 21, n.º 3, 1926, citado en Nabokov,
Native American Testimony, pp. 315-316.
[293] Véase Ifill, On the Courthouse Lawn.
[294] McGerr, Fierce Discontent, p. 305.
[295] Véanse Philip, John Collier’s Crusade for Indian Reform; Kelly, Assault on Assimilation.
[296] Blackman, Oklahoma’s Indian New Deal.
[297] Aberle, Peyote Religion Among the Navaho, p. 53.
[298] Véase Lamphere, To Run After Them.
[299] Navajo Community College, Navajo Livestock Reduction, p. 47.
[300] Véase Drinnon, Keeper of Concentration Camps. Algunos de los campos de concentración
japoneses se construyeron en reservas indígenas.
[301] Myer citado en ibid., p. 235.
[302] Véase Cobb, Native Activism in Cold War America.
[303] House Concurrent Resolution 108, 1953, Digital History, disponible en:
http://www.digitalhistory.uh.edu/disp_textbook.cfm?smtid=3&psid=726 (consultado el 1 de octubre
de 2013). Véanse también Getches, Wilkinson y Williams, Cases and Materials on Federal Indian
Law; Wilkinson, Blood Struggle. Puede encontrarse un estudio sobre la política indígena federal en
O’Brien, American Indian Tribal Governments, pp. 84-85.
[304] Véase Zinn, La otra historia de los Estados Unidos, pp. 396-404.
[305] Kinzer, Overthrow, pp. 111-147.
10
La profecía de la Danza
de los Espíritus
Está llegando una nación
Está llegando el mundo entero, está llegando una nación, está llegando una nación. El
Águila ha traído el mensaje a la tribu.
Canción lakota de la Danza de los Espíritus,
«Maka’ Sito’maniyañ»[306]
La pequeña Wounded Knee
se ha convertido en un mundo gigante.
WALLACE ALCE NEGRO, 1973[307]
La nueva frontera
Setenta años después de la masacre de Wounded Knee, cuando se decía
que la conquista del continente estaba finalizada, y con la incorporación de
Hawái y Alaska como estados que completaron las cincuenta estrellas de la
actual bandera, el mito de un pueblo estadounidense excepcional, destinado
a poner orden en medio del caos, a estimular el crecimiento económico y
reemplazar el salvajismo con civilización —no solamente en Norteamérica,
sino en todo el mundo— demostró tener una enorme capacidad de
permanencia.
Una clave del éxito político de John F. Kennedy fue que revivió la
«frontera» como tropo del imperialismo populista, basado abiertamente en
el drama y mito popular de «poblar» el continente, de «domar» otro tipo de
«salvajismo». En su discurso de asunción de la candidatura ante la
Convención Nacional Demócrata de 1960, en Los Ángeles, como escribe el
historiador Richard Slotkin, el candidato presidencial «le pidió a su público
que lo viera como un nuevo hombre de frontera que enfrentaba un tipo de
salvajismo diferente. “En esta noche miro hacia el oeste, hacia lo que fue la
última frontera. Desde las tierras que se extienden tres mil millas detrás de
mí, los pioneros de antaño renunciaron a su seguridad, a su bienestar y, en
ocasiones, a sus vidas para construir un mundo nuevo, aquí, en el
oeste. […] Hoy nos encontramos junto a una nueva frontera. […] Una
frontera con oportunidades, riesgos y peligros desconocidos. Una frontera
llena de esperanzas frustradas y amenazas”».[308]
El uso de la expresión «nueva frontera» para condensar su campaña se
hacía eco de algunos debates sobre la historia estadounidense que se habían
iniciado hacía más de seis décadas. En 1894, el historiador Frederick
Jackson Turner había presentado su histórica «tesis de la frontera», y
afirmaba que la crisis era resultado del cierre de la frontera, por lo tanto, era
necesaria una nueva frontera para llenar el vacío ideológico y espiritual tras
haberse completado el colonialismo de asentamiento. La «tesis de Turner»
fue una escuela dominante en la historia sobre el oeste estadounidense
durante la mayor parte del siglo XX. La metáfora de la frontera describía el
plan de Kennedy de emplear el poder político para que el mundo fuera la
nueva frontera de Estados Unidos. Un suceso central en esa visión fue la
Guerra Fría, lo que Slotkin llama «una heroica participación en la “larga
lucha crepuscular”» contra el comunismo, a la que la nación había sido
convocada, como describió Kennedy en su discurso de toma de posesión.
Al poco tiempo de asumir la presidencia, esa lucha se materializó en un
programa de contrainsurgencia en Vietnam. «Siete años después de la
nominación de Kennedy —nos recuerda Slotkin—, las tropas
estadounidenses describían Vietnam como “Territorio Indio” y a las
misiones de búsqueda y destrucción como un juego de “indios y vaqueros”;
además, el embajador de Kennedy en Vietnam justificó una escalada militar
masiva apelando a la necesidad de echar a los “indios” del “fuerte” para que
los “colonos” puedan plantar “maíz”».[309]
El movimiento de los pueblos indígenas que buscaba revertir lo que
habían dejado generaciones de expansionistas de «frontera» continuó
durante la guerra de Vietnam y obtuvo victorias significativas, pero, lo que
es más importante, generó un cambio de consenso, voluntad y visión en
favor de la autodeterminación y la restitución de tierras, que sigue vigente a
día de hoy. La labor de los activistas para poner fin a la política de
terminación y garantizar la recuperación de tierras, sobre todo de sitios
sagrados, incluyó la lucha de sesenta y cuatro años de los indígenas taos
con el Gobierno estadounidense en reclamación del Lago Azul, sitio
sagrado en la sierra de la Sangre de Cristo (Nuevo México). El 15 de
diciembre de 1970, en la que fue la primera restitución de tierras a una
nación indígena, el presidente Richard M. Nixon promulgó la Ley Pública
número 91-550, aprobada con una mayoría compuesta de miembros de
ambos partidos en el Congreso. El presidente Nixon declaró: «Esta es una
ley que representa la justicia, porque en 1906 se cometió una injusticia en la
cual a los indígenas taos les quitaron las tierras afectadas por esta ley —
48.000 acres—. El Congreso de Estados Unidos ahora devuelve las tierras a
quienes pertenecen».[310]
En audiencias celebradas durante los años anteriores por el Subcomité
de Asuntos Indígenas del Senado, sus miembros manifestaron que temían
sentar un precedente al otorgar las tierras —con base en el uso ancestral,
tratados o propiedad indígena— en lugar de una compensación económica.
Como dijo un testigo que se opuso a la devolución de las tierras de los
indígenas taos: «La historia de las disputas por la tierra en Nuevo México
entre varios grupos de personas, incluyendo a los indígenas estadounidenses
y los estadounidenses de ascendencia española, es bien conocida.
Básicamente, cada acre de nuestro dominio público, ya sean parques
nacionales, parques estatales o áreas naturales, está amenazado por
reclamaciones de varios grupos que dicen tener algún tipo de derecho
ancestral a la tierra, en detrimento del resto […], actitud que solo puede
verse alentada y fomentada por la aprobación de la presente legislación».
[311]
Si bien los miembros del subcomité del Senado finalmente estuvieron
de acuerdo con la reclamación de los taos convenciéndose de que se trataba
de un caso único, en realidad el caso terminó sentando precedente.[312] La
devolución del Lago Azul por tratarse de un sitio sagrado nos lleva a
preguntarnos si no debería suceder lo mismo con otros sitios sagrados
indígenas que aún son parques nacionales o estatales o tierras y cursos de
agua que pertenecen al Servicio Forestal de Estados Unidos o a la Oficina
de Administración de Tierras. La gestión del Parque Nacional del Gran
Cañón fue parcialmente transferida a sus cuidadores ancestrales, la nación
havasupai, pero no la de otras tierras federales. Unos pocos sitios, como la
zona volcánica El Malpaís, sagrada para los indígenas pueblo, pasaron a ser
monumentos nacionales por orden del Ejecutivo, en lugar de volver a
manos de sus dueños como territorio indígena. La lucha más sobresaliente
ha sido la de los siux lakotas por recuperar la Paha Sapa o Colinas Negras,
donde se ha tallado el odioso monte Rushmore, que dejó una cicatriz eterna
en el sitio sagrado. El Gobierno federal lo llama «templo de la democracia»,
pero es cualquier cosa menos eso; se trata más bien de un provocativo
templo de la ocupación ilegal y el colonialismo.
Resurgimiento
La devolución del Lago Azul de los taos no fue un regalo del cielo.
Además de la lucha que llevaron a cabo los taos durante seis décadas, la
restitución se dio en el marco de una creciente y renovada lucha indígena
por la autodeterminación. La energía del movimiento quedó demostrada
cuando veintiséis jóvenes activistas y estudiantes indígenas fundaron el
Consejo Nacional de la Juventud Indígena (NIYC) en 1961, con sede en
Albuquerque (Nuevo México). Los fundadores provenían de veintiuna
naciones distintas, algunos de reservas o pequeños pueblos y otros de
familias que habían sido reubicadas lejos de sus hogares, e incluían a Gloria
Emerson y Herb Blatchford (ambos navajos), Clyde Warrior (ponca de
Oklahoma), Mel Thom (paiute de Nevada) y Shirley Hill Witt (mohawk). El
antropólogo cheroqui Robert K. Thomas fue el mentor de los jóvenes
militantes. Si bien se dedicaban principalmente a las luchas locales, su
visión era internacional. Como expresó Shirley Hill Witt: «En tiempos en
que nuevas naciones de todo el mundo están saliendo del control colonial,
el derecho a elegir su propio camino supone una gran responsabilidad para
las naciones más poderosas, que deben honrar y proteger esos derechos
[…]. Los indígenas de Estados Unidos bien podrían ser la prueba de fuego
del liberalismo estadounidense».[313]
En 1964, el NIYC organizó las acciones de apoyo a la lucha indígena
para proteger los derechos de pesca garantizados por tratado en el estado de
Washington. El actor Marlon Brando se interesó por la situación y brindó
ayuda financiera y publicidad. El movimiento fish-in (como se denominaba
a las sesiones de pesca «ilegal» que organizaban los indígenas a modo de
protesta) hizo que en muy poco tiempo la pequeña comunidad de Frank’s
Landing (en el estrecho de Puget) llegara a la portada de los periódicos. Sid
Mill fue arrestado allí el 12 de octubre de 1968. Explicó sus acciones con
elocuencia:
Soy un indígena yakima y cheroqui y un hombre. Durante dos años y cuatro meses he sido
soldado del Ejército de Estados Unidos. Serví en combate en Vietnam, hasta que sufrí una
herida grave […]. Por la presente renuncio a cualquier otra obligación de servicio o deber en el
Ejército de Estados Unidos.
Mi principal obligación ahora reside en el pueblo indígena que lucha por el legítimo
tratado que permite pescar de manera habitual en las aguas del Nisqually, del Columbia y de
otros ríos del Pacífico Noroeste, y es serles útil en esta lucha de la manera que sea posible.
Un día como hoy hace tres años, el 13 de octubre de 1965, cuarenta y cinco agentes
armados del estado de Washington agredieron brutalmente a diecinueve mujeres y niños en
Frank’s Landing, en el río Nisqually, en un ataque atroz e injustificado […].
Resulta interesante que hace poco se hayan dado a conocer los restos de esqueletos
humanos más antiguos hasta el momento hallados en la ribera del río Columbia: los restos de
pescadores indígenas. ¿Qué Gobierno o sociedad gastaría millones de dólares en recoger
nuestros huesos, rastrear nuestros modos de vida ancestrales y proteger nuestros restos del
deterioro, al mismo tiempo que devora la carne de nuestros vivos?
Lucharemos por nuestros derechos.[314]
Hank Adams y otros líderes locales fundaron la Survival of American
Indians Association [Asociación por la Supervivencia de los Indígenas
Estadounidenses], integrada por indígenas swinomish, nisquallis, yakamas,
puyallups, stilaguamish y de otros pueblos del noroeste del Pacífico, para
continuar con la lucha por los derechos de pesca.[315] La reacción de los
pescadores deportivos anglos fue rápida y violenta, pero en 1973 catorce
naciones pesqueras demandaron al estado de Washington, y en un reflejo de
los tiempos de cambio, al siguiente año, el juez de distrito George Boldt
falló en su favor. Validó su derecho al 50 % de los peces obtenidos «en los
lugares habituales», designados en los tratados de la década de 1850,
incluso en los casos en que esos sitios no estuvieran bajo control indígena.
Fue una decisión emblemática en la historia de la soberanía indígena sobre
territorios fuera de los límites designados de las reservas.
El NIYC se veía a sí mismo como un motor que podía poner en marcha
la organización local dirigiendo proyectos de organización comunitaria con
acceso a fondos del programa «Guerra contra la Pobreza», del Gobierno de
Johnson, cuya misión era implementar los principios de la igualdad
económica y social consagrados en la Ley de Derechos Civiles de 1964. A
mediados de la década de 1960 se trabaron alianzas interétnicas que
incluyeron una amplia representación de los pueblos indígenas. El proceso
culminó en la Campaña de los Pobres de 1968, liderada por el reverendo
Martin Luther King, abocada a la organización de las comunidades y a
realizar marchas en todo el país. En el último mes de planificación de la
campaña, el 4 de abril de 1968, el doctor King fue asesinado. Al mes
siguiente, miles de manifestantes llegaron a Washington D. C. y se
reunieron en tiendas de campaña; permanecieron allí durante seis semanas.
[316]
Aunque en las comunidades indígenas las acciones locales se
multiplicaron, la espectacular toma y ocupación de la isla de Alcatraz
(Bahía de San Francisco) en noviembre de 1969, de dieciocho meses de
duración, captó ampliamente la atención de los medios. Estudiantes y
miembros de comunidades indígenas que vivían en la bahía crearon una
alianza llamada Indígenas de Todas las Tribus. Construyeron en la isla un
pueblo pujante que atrajo peregrinaciones de indígenas de todo el
continente y radicalizó a miles, sobre todo, a jóvenes indígenas. En
particular destacaban las lideresas indígenas, como Madonna Thunderhaws,
LaNada Means (War Jack), Rayna Ramírez y muchas otras que continuaron
organizándose durante el siglo XXI. La proclama de los Indígenas de Todas
las Tribus expresaba el nivel de solidaridad indígena conseguido y el buen
ánimo generalizado:
Nosotros, los nativos estadounidenses, reclamamos la tierra conocida como isla de
Alcatraz en nombre de todos los indígenas estadounidenses, por derecho de descubrimiento.
Queremos ser justos y honrados en nuestro trato con los habitantes caucásicos de esta
tierra, y por la presente ofrecemos el siguiente trato:
Compraremos la mencionada isla de Alcatraz por veinticuatro dólares (24), a pagar en
cuentas de vidrio y pedazos de tela roja, un precedente sentado por el hombre blanco hace
unos trescientos años con la compra de una isla similar.
Daremos a los habitantes de esta isla una porción de la tierra que el Gobierno de los
Indígenas Estadounidenses mantendrá en fideicomiso y que la Oficina de Asuntos Caucásicos
tendrá a perpetuidad, mientras el sol siga saliendo y los ríos fluyan al mar. Además,
mostraremos a los habitantes la manera adecuada de vivir. Les ofreceremos nuestra religión,
nuestra educación, nuestros estilos de vida, para ayudarlos a conseguir el mismo nivel de
civilización y así sacarlos a ellos y a todos sus hermanos blancos de su estado de salvajismo y
desdicha […].
Asimismo, sería adecuado y simbólico que los barcos de todo el mundo que entran por el
Golden Gate vieran primero tierra indígena y así recordaran la verdadera historia de esta
nación. Esta pequeña isla sería un símbolo de las vastas tierras que alguna vez fueron
gobernadas por indígenas libres y nobles. [317]
A pesar de la satírica evocación de la historia del colonialismo
estadounidense, el grupo presentó demandas serias para que se
establecieran en Alcatraz cinco instituciones: un Centro de Estudios
Indígenas Estadounidenses, un Centro Espiritual Indígena Estadounidense,
un Centro Indígena de Ecología que haría investigaciones científicas para
revertir la contaminación del agua y el aire, una Gran Escuela de
Capacitación Indígena, que administraría un restaurante, brindaría
capacitación laboral, difundiría las artes indígenas y enseñaría «los nobles y
trágicos hechos de la historia indígena, incluyendo el Sendero de las
Lágrimas y la Masacre de Wounded Knee», y un memorial para recordar
que en principio la isla se había establecido como prisión para encarcelar y
ejecutar a indígenas californianos que se resistieron al ataque contra sus
naciones.[318]
Por orden de la Casa Blanca de Nixon, los residentes indígenas que
quedaban en Alcatraz debieron evacuar la isla en junio de 1971. Los
profesores indígenas Jack Forbes y David Risling, que estaban por crear un
programa de estudios indígenas en la Universidad de California en Davis,
negociaron una cesión de tierras por parte del Gobierno federal cerca de
Davis, donde se podrían establecer las instituciones que exigían los
ocupantes de Alcatraz. Se fundó una facultad indígena-chicana con un
programa de dos años de duración, que también operaba como centro para
el movimiento: la Universidad D-Q (Deganawidah-Quetzalcoatl), mientras
que la UC-Davis se convirtió en la primera universidad estadounidense en
ofrecer un doctorado en Estudios Indígenas Estadounidenses.
Durante este periodo de protestas y activismo intensos, las alianzas
entre los Gobiernos indígenas —incluyendo el Congreso Nacional de
Indígenas Estadounidenses (NCAI), encabezado por el abogado siux Vine
Deloria Jr.— lograron que las demandas se convirtieran en leyes. Un año
antes de la toma de Alcatraz, los activistas ojibwes Dennis Banks y Clyde
Bellecourt fundaron el Movimiento Indígena Estadounidense (AIM), que en
sus comienzos patrullaba las calles de las urbanizaciones de viviendas
sociales indígenas en Minneapolis.[319] El AIM adquirió carácter nacional y
participó en los sucesos de Alcatraz. El final amargo de la ocupación de la
isla mostraría, como escribieron Paul Smith y Robert Warrior, que «el
futuro del activismo indígena pertenecerá a personas mucho más furiosas
que las brigadas estudiantiles de Alcatraz. Los indígenas urbanos que se las
arreglaban para tener una vida más allá de las botellas de vino barato
cruelmente llamadas Thunderbird continuarían por el camino de la
protesta».[320]
La guerra de Vietnam aún se hallaba en un punto álgido y la reelección
de Richard Nixon en noviembre de 1972 era inminente; una coalición de
ocho organizaciones indígenas —el AIM, la Hermandad Indígena Nacional
de Canadá (luego rebautizada como Asamblea de las Primeras Naciones), el
Fondo de Derechos Humanos para los Pueblos Indígenas, el Consejo
Nacional de la Juventud Indígena, el Consejo Nacional Indígena de Estados
Unidos, el Consejo Nacional sobre Trabajo Indígena, el Consejo de
Capacitación Indígena en Liderazgo y el Comité Indígena Estadounidense
sobre Alcoholismo y Drogadicción— organizaron el Sendero de los
Tratados Rotos. Armados con un informe de situación de veinte puntos
centrado en la responsabilidad del Gobierno federal de poner en práctica los
tratados y la soberanía indígenas, las caravanas partieron en el otoño boreal
de 1972. Los vehículos y la cantidad de participantes se multiplicaban en
cada parada y convergieron en Washington D. C. una semana antes de las
elecciones presidenciales. Cientos de manifestantes procedentes de setenta
y cinco naciones colgaron una pancarta en la fachada de la Oficina de
Asuntos Indígenas que proclamaba: «Embajada Indígena Estadounidense»
y entraron en el edificio para hacer una sentada. El personal de la BIA, en
ese momento mayoritariamente no indígena, abandonó el edificio, y la
policía del Capitolio cerró las puertas con cadenas tras anunciar que los
manifestantes indígenas estaban ocupando el edificio ilegalmente. Ellos se
quedaron seis días allí, el tiempo suficiente para leer documentos federales
incriminatorios que revelaban graves problemas en la administración de sus
responsabilidades fiduciarias, guardarlos en cajas y llevárselos. El Sendero
de los Tratados Rotos consolidó las alianzas indígenas y el informe de
veinte puntos,[321] producto, sobre todo, del trabajo de Hank Adams, fue un
modelo con el que estarían de acuerdo cientos de organizaciones indígenas.
Cinco años después, en 1977, el informe sería presentado en las Naciones
Unidas y serviría de base para la redacción de la Declaración de las
Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007.
Tres meses después de la toma del edificio de la BIA, habitantes del
pueblo lakota oglala en la reserva siux de Pine Ridge (Dakota del Sur)
solicitaron ayuda al AIM para evitar un complot entre su Gobierno tribal —
formado según la Ley de Reorganización Indígena— y el Gobierno federal,
que había devastado a su pueblo y los había dejado en la pobreza. El pueblo
se oponía al reino cada vez más autoritario de su presidente electo, Richard
Wilson. Invitaron al AIM a enviar una delegación de apoyo. El 27 de
febrero de 1973 se sostuvieron largas deliberaciones en el Calico Hall de
Pine Ridge entre los pobladores locales y líderes del AIM, encabezadas por
Russell Means, ciudadano de Pine Ridge. Los activistas del AIM se
hicieron muy conocidos después de su participación en el Sendero de los
Tratados Rotos, y a su llegada, el FBI, la policía tribal y la unidad especial
armada del presidente del Gobierno tribal, los Guardianes de la Nación
Oglala (autodenominados GOON squad, «el escuadrón de los matones»), ya
estaban en el lugar. La reunión finalizó con la decisión consensuada de que
irían en caravana a Wounded Knee como protesta ante las fechorías del
presidente y la violencia de sus matones. El contingente de fuerzas
policiales siguió y rodeó a los manifestantes. En los días siguientes, cientos
de hombres armados rodearon Wounded Knee, y así comenzó un cerco de
dos meses y medio a los manifestantes, en el sitio de la masacre de 1890.
Wounded Knee, una pequeña aldea de finales del siglo XX, estaba
compuesta por poco más que un establecimiento comercial, una iglesia
católica y la fosa común de cientos de lakotas asesinados en 1890. Ahora,
vehículos con tropas armadas, helicópteros Huey y francotiradores
rodeaban el sitio, mientras grupos encargados del abastecimiento, sobre
todo mujeres lakotas, se abrían paso entre las filas militares y volvían a salir
en la oscuridad de la noche.
Wounded Knee: 1890 y 1973
El periodo entre el «cierre de la frontera», marcado por la masacre de
Wounded Knee en 1890, y la toma de Wounded Knee en 1973, que señala
el comienzo de la descolonización indígena en Norteamérica, se vuelve
comprensible si seguimos la experiencia histórica de los siux. La primera
relación internacional entre la nación siux y el Gobierno de Estados Unidos
se estableció en 1805 mediante un tratado de paz y amistad firmado dos
años después de que ese país adquiriera el Territorio de Luisiana, que
incluía a la nación indígena, entre muchas otras. Se firmaron acuerdos
similares entre 1815 y 1825. Ninguno de esos tratados de paz tuvo
consecuencias inmediatas en la autonomía política ni en el territorio de los
siux. Hacia 1834, la competencia en el comercio de pieles y un mercado
dominado por la Rocky Mountain Fur Company obligaron a los siux oglalas
a alejarse del Alto Misuri y dirigirse hacia el curso alto del río Platte, cerca
del fuerte Laramie. Para el año 1846, siete mil siux ya se habían desplazado
hacia el sur. Thomas Fitzpatrick, el agente responsable de Asuntos
Indígenas durante ese año, recomendó a Estados Unidos que comprara
tierras para establecer un fuerte, que sería el llamado fuerte Laramie.
Fitzpatrick escribió: «Opino que es muy deseable un puesto en Laramie o
sus cercanías; estaría casi en el centro del área de búfalos, hacia donde se
acercan con rapidez todas las formidables tribus indias, y cerca del lugar
donde tarde o temprano habrá una lucha por la supremacía [en el comercio
de pieles]».[322] Fitzpatrick creía que sería necesaria una guarnición de al
menos trescientos soldados para mantener a los indígenas bajo control.
A pesar de que los siux y Estados Unidos redefinieron su relación en el
Tratado del Fuerte Laramie de 1851, a este le siguieron unos diez años de
guerra entre ambas partes, que culminarían con el Tratado de Paz del Fuerte
Laramie en 1868. Ambos tratados, si bien no redujeron la soberanía política
de los siux, cedieron porciones extensas de territorio indígena mediante el
establecimiento de fronteras reconocidas por las dos partes; además, la
nación indígena otorgó concesiones a Estados Unidos que dieron carácter
legal a una dependencia económica que iba en aumento. Durante el medio
siglo previo al tratado de 1851, los siux se habían visto cada vez más
envueltos en el comercio de pieles y pasaron a ser dependientes en cuanto a
los caballos, las armas de fabricación europea, las municiones, los artículos
de cocina de hierro, las herramientas, los textiles y otros productos de
comercio que reemplazaron a sus objetos tradicionales. En las llanuras los
siux abandonaron gradualmente la agricultura y se volcaron enteramente en
la caza del búfalo para su subsistencia y para el comercio. Esta creciente
dependencia del búfalo significó, a su vez, una mayor dependencia de las
armas y municiones, que había que comprar con más pieles: un círculo
vicioso que caracterizó al colonialismo moderno. Con la balanza inclinada a
su favor, los comerciantes y el Ejército estadounidenses presionaron a los
siux para que estos cedieran tierras y derechos de paso a medida que
disminuía la población de búfalos. Las dificultades que padecieron los siux
como consecuencia de los ataques constantes a sus comunidades, de los
desplazamientos forzosos y de las enfermedades y hambrunas resultantes
hicieron mella en su capacidad de resistir la dominación. Para 1868, año de
la firma del tratado con el Gobierno estadounidense, eran fuertes desde el
punto de vista militar —siguieron siendo una fuerza de combate guerrillero
efectiva a lo largo de la década de 1880, sin ser derrotados nunca por el
Ejército de Estados Unidos—, pero su dependencia del búfalo y el comercio
permitió el aumento del control federal cuando el búfalo fue exterminado
deliberadamente por el Ejército entre 1870 y 1876. De allí en adelante, la
lucha de los siux fue por la supervivencia.
Pasaron de la dependencia económica de la caza y el comercio del
búfalo a la dependencia del Gobierno estadounidense, que les daba raciones
y productos, según se garantizaba en el tratado de 1868. El acuerdo
estipulaba que «ningún tratado de cesión de cualquier porción o parte de la
reserva que aquí se referencia y pueda ser de uso común tendrá validez o
fuerza alguna contra los mencionados indios, a menos que sea formalizado
y firmado por al menos tres cuartas partes de todos los indios adultos de
sexo masculino». Sin embargo, en 1876, sin ningún tipo de validación y tras
el descubrimiento de oro por parte del Séptimo de Caballería de George
Armstrong Custer, el Gobierno estadounidense tomó las Colinas Negras
(Paha Sapa), una gran extensión del territorio siux garantizada por el
tratado, rica en recursos y que conformaba el centro de la gran nación siux,
además de ser un sitio sagrado. Cuando los siux se rindieron, después de las
guerras de 1876 y 1877, perdieron no solo las Colinas Negras, sino también
el territorio del río Powder. La siguiente jugada de Estados Unidos fue
modificar la frontera oeste de la nación siux, cuyo territorio, aunque
atrofiado respecto del original, constituía un bloque continuo. Para 1877,
después de que el Ejército los expulsara de Nebraska, solo quedó un bloque
entre el meridiano 103 y el río Misuri: 90.649 kilómetros cuadrados de
tierra que Estados Unidos había designado como Territorio Dakota (el
siguiente paso hacia la estatalidad, en este caso, los estados de Dakota del
Norte y Dakota del Sur). La primera de varias olas migratorias del norte
europeo ahora penetraba en el Territorio Dakota del este, presionando
contra la frontera siux del río Misuri. En el poblado angloamericano de
Bismarck sobre el Misuri, la reserva bloqueaba el avance hacia el oeste del
Ferrocarril del Pacífico Norte. Los colonos que se dirigían a Montana y al
Pacífico Noroeste exigían que se abrieran vías a lo largo de la reserva y se
las defendiera. Los promotores que querían tierra barata para venderla a
precios altos a los inmigrantes planeaban dividir la reserva. Salvo por las
unidades de siux que aún luchaban, el pueblo indígena estaba desarmado,
sin caballos y era incapaz siquiera de alimentarse y vestirse; dependían del
Gobierno para recibir raciones.
Luego llegó la parcelación de tierras. Incluso antes de que se
implementara la Ley Dawes (o Ley General de Parcelación), una comisión
del Gobierno estadounidense llegó a territorio siux desde Washington D. C.
en 1888, con una propuesta para reducir la nación siux a seis pequeñas
reservas: un esquema que liberaría aproximadamente 3.600.000 hectáreas a
la colonización euroamericana. Fue imposible para la comisión reunir las
firmas de tres cuartas partes de la nación siux, como se exigía en el tratado
de 1868, y entonces regresó a Washington D. C. con la recomendación de
que el Gobierno ignorara el tratado y se apropiara de las tierras sin el
consentimiento indígena. El único medio para lograr ese fin era la
legislación, ya que el Congreso había liberado al Gobierno del requisito de
negociar un acuerdo. Así fue como el Congreso le encargó al general
George Crook que encabezara una delegación para volver a intentarlo, esta
vez con una oferta de tres dólares por hectárea. Tras una serie de
manipulaciones y tratos con líderes de un pueblo que se moría de hambre,
la comisión reunió las firmas necesarias. La gran nación siux fue
fragmentada en pequeñas islas, que pronto quedarían rodeadas de
inmigrantes europeos por todos los flancos, y la mayor parte de la reserva
terminaría siendo un tablero con colonos establecidos en parcelas o tierras
arrendadas.[323] La creación de estas reservas aisladas quebró las relaciones
históricas entre clanes y comunidades de la nación siux y abrió áreas en las
que se asentaron los europeos. También le permitió a la Oficina de Asuntos
Indígenas ejercer un control mayor, apuntalado por su sistema de
internados. Se prohibió, junto con otras ceremonias religiosas, la Danza del
Sol, que todos los años congregaba a los siux y fortalecía su unidad
nacional. A pesar de la débil posición de este pueblo en el contexto de la
dominación colonial de fines del siglo XIX, lograron establecer una modesta
actividad ganadera para reemplazar su economía previa basada en la caza
del búfalo. En 1903, el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó, en
el caso Lone Wolf vs. Hitchcock, que una cláusula de apropiación del 3 de
marzo de 1871 era constitucional y que el Congreso tenía «pleno» poder
para administrar propiedad indígena. Así es como la Oficina de Asuntos
Indígenas pudo disponer de tierras y recursos haciendo caso omiso de las
disposiciones de los tratados anteriores. A esto le siguió una legislación que
dispuso de las reservas para el establecimiento de colonos mediante
arrendamiento e incluso se vendieron parcelas que se eliminaron de los
fideicomisos. Para la década de 1920, casi todas las principales tierras de
pastoreo estaban ocupadas por ganaderos no indígenas.
Para la época del New Deal, también conocida como la era Collier, y la
anulación de la parcelación que supuso la Ley de Reorganización, los no
indígenas superaban en número a los indígenas en las reservas siux en una
proporción de tres a uno. Sin embargo, la sequía que se extendió de
mediados a finales de la década de 1930 expulsó a muchos ganaderos de las
tierras siux y los indígenas compraron parte de esas parcelas, que habían
sido de su propiedad. Sin embargo, resultó que los «Gobiernos tribales»
impuestos después de la Ley de Reorganización fueron especialmente
perjudiciales y divisivos.[324] Respecto de esa medida, el difunto Mathew
King, viejo historiador tradicional de los siux oglalas (Pine Ridge),
comentó: «La Oficina de Asuntos Indígenas redactó la constitución y los
estatutos de esta organización con la Ley de Reorganización de 1934. Fue la
introducción del autogobierno […]. El pueblo tradicional todavía se aferra a
su tratado, puesto que somos una nación soberana. Tenemos nuestro propio
Gobierno».[325] Sin embargo, el «autogobierno» o neocolonialismo
demostró ser una política de corta vida, dado que a principios de la década
de 1950 Estados Unidos desarrolló su política de «terminación»: nuevas
leyes ordenaron la erradicación gradual de cada reserva e incluso de los
Gobiernos tribales.[326] En el momento de la terminación y relocalización,
el ingreso per cápita anual de las reservas siux era de 355 dólares, mientras
que en los pueblos cercanos de Dakota del Sur era de 2.500 dólares. A pesar
de estas circunstancias, y para ejecutar su política de terminación, la Oficina
de Asuntos Indígenas promovió la reducción de servicios e introdujo un
programa para relocalizar a los indígenas en centros urbanos industriales;
un alto porcentaje de siux se fueron a San Francisco y Denver en busca de
empleo.[327]
Mathew King ha descrito Estados Unidos como un país que a lo largo
de su historia fue alternando entre una política de «paz» y una de «guerra»
en sus relaciones con las naciones y comunidades indígenas, y dijo que
estos movimientos pendulares coincidieron con la fortaleza o debilidad de
la resistencia de los nativos. King sostuvo que entre las alternativas de
exterminio y terminación (políticas de guerra) y la preservación (política de
paz), había periodos intermedios de abandono benévolo y asimilación. Ante
la resistencia indígena organizada contra los programas y políticas de
guerra, se otorgan concesiones. Cuando la presión disminuye, se diseñan
nuevos esquemas para apartar a los indígenas de sus tierras, recursos y
culturas. Estudiosos, políticos, legisladores y medios de comunicación rara
vez describen la política estadounidense hacia los pueblos indígenas como
colonialismo. King, sin embargo, creía que su nación había sido colonia de
Estados Unidos desde 1890.
La progresión lógica del colonialismo moderno comienza con la
penetración económica y avanza gradualmente hacia una esfera de
influencia, luego a un estatus de protectorado o control indirecto, ocupación
militar y, por último, anexión. Esto se corresponde con el proceso que
experimentó el pueblo siux en su relación con Estados Unidos. La
penetración económica de los comerciantes de pieles hizo que los siux
entraran en la esfera de influencia de Estados Unidos. La trasformación del
fuerte Laramie de puesto comercial, centro del comercio con los siux, a
puesto militar estadounidense a mediados del siglo XIX demuestra la
relación esencial que existe entre el comercio y el control colonial. Un
estatus de protectorado cada vez mayor, establecido mediante tratados,
culminó en el tratado de 1868; a este lo siguió la ocupación militar,
obtenida por medio de la violencia aleccionadora, como la que se vio en la
masacre de Wounded Knee en 1890, y por último, la dependencia. La
anexión por parte de Estados Unidos quedó marcada simbólicamente en
1924 mediante la imposición de la ciudadanía a los siux (y a la mayoría de
los pueblos indígenas). Mathew King y otros siux tradicionales
consideraron la toma de Wounded Knee en 1973 como un punto de
inflexión, aunque le siguió una violenta reacción.
Dos décadas de resistencia indígena colectiva, que culminó con
Wounded Knee en 1973, derrotaron la política federal de terminación de la
década de 1950. Aun así, los defensores de la desaparición de naciones
indígenas parecen no rendirse nunca. En 1977 se tomó otra medida hacia la
«terminación»: decenas de proyectos legislativos intentaron derogar todos
los tratados indígenas y terminar con sus Gobiernos y territorios protegidos
por fideicomisos. La resistencia indígena también derrotó esas iniciativas
con otra caravana a lo largo del país. Al igual que otros pueblos colonizados
del mundo, los siux han llevado adelante esfuerzos descolonizadores desde
mediados del siglo XX. Wounded Knee en 1973 fue parte de esa lucha, como
también lo fue la participación en comités de las Naciones Unidas y en
foros internacionales.[328] Sin embargo, a principios del siglo XXI, los
economistas y políticos fundamentalistas del libre mercado identificaron las
reservas indígenas de propiedad comunitaria como un bien que debe ser
explotado y, con el pretexto de ayudar a poner fin a la pobreza de los
indígenas en esos territorios, instaron a deshacerse de ellas: una nueva
iniciativa de «terminación» y exterminio.
Las «guerras indias», modelo para la acción
de Estados Unidos en el mundo
La vinculación continua entre Wounded Knee en 1890 y Wounded Knee
en 1973 es indicio de que hay una reinterpretación pendiente hace mucho
tiempo de las relaciones indígenas-estadounidenses como modelo del
imperialismo de Estados Unidos y sus guerras de contrainsurgencia. Como
señaló Michael Herr, escritor y veterano de Vietnam, «bien podríamos decir
que Vietnam es hacia donde nos llevaba el Sendero de las Lágrimas desde
el principio, el punto de viraje y regreso para formar un perímetro de
contención».[329] El veterano de Vietnam y miembro de la nación seminola
Evan Haney realizó esta comparación cuando declaró en las investigaciones
Winter Soldier: «Los indios tuvieron que soportar las mismas masacres
[…]. Llegué a conocer a los vietnamitas y me di cuenta de que eran igual
que nosotros […]. Crecí y viví con el racismo toda mi vida. De niño, miraba
a los vaqueros y a los indios en la televisión y apoyaba a la caballería, no a
los indios. Así de equivocado estaba. Así de cerca estaba de mi propia
destrucción».[330]
Da la casualidad de que el quinto aniversario de la masacre de My Lai
en Vietnam fue en la época de la toma de Wounded Knee en 1973. Era
difícil pasar por alto la analogía entre la masacre de Wounded Knee en 1890
y la de My Lai, en 1968. Junto con las noticias y fotografías de primera
plana que mostraban la toma de Wounded Knee en tiempo real, había
artículos con fotografías de la escena de mutilación y muerte en My Lai.
Por ese entonces, el teniente William Rusty Calley cumplía su condena de
veinte años en prisión domiciliaria en un cuartel de lujo en Fort Benning,
Georgia, cerca de su ciudad natal. Sin embargo, siguió siendo un héroe
nacional que recibió cientos de cartas de apoyo por semana y fue alabado
por algunos que sostenían que era un prisionero de guerra detenido por el
Ejército estadounidense. Uno de los más apasionados defensores de Calley
fue Jimmy Carter, el entonces gobernador de Georgia. En 1974, el
presidente Richard Nixon indultó a Calley. Uno de los actos documentados,
entre muchos, que cometió Calley y ordenó cometer a otros en My Lai
sucedió cuando vio a un bebé salir gateando de una zanja repleta de cuerpos
mutilados, ensangrentados. Tomó al bebé de una pierna, lo arrojó a la zanja
y luego le disparó a quemarropa. My Lai fue apenas una de las miles de
matanzas dirigidas por oficiales como Calley, a quien, unas semanas antes
de My Lai, se lo vio arrojar a un encorvado anciano a un pozo y luego
disparar su rifle automático en la boca del pozo.
La toma de Wounded Knee en 1973 suscitó en el periodismo una poco
habitual investigación sobre la masacre del Ejército en 1890. En 1970, el
bibliotecario universitario Dee Brown escribió el libro Enterrad mi corazón
en Wounded Knee, que documentaba y relataba los sucesos de 1890, entre
otros crímenes y tragedias similares que padecieron los indígenas en el siglo
XIX. El libro tuvo un inesperado éxito de ventas, y así en 1973 el nombre de
Wounded Knee era conocido por un amplio sector del público. En la
portada de un periódico los editores publicaron dos fotografías juntas, cada
una de una pila de cuerpos en una zanja, ensangrentados y mutilados. Una
era de My Lai en 1968; la otra, de la masacre de lakotas en Wounded Knee
en 1890. Si no hubieran tenido pie de foto, habría sido imposible detectar la
diferencia de tiempo y lugar.
Durante la primera invasión estadounidense de Irak, un gesto destinado
a borrar el síndrome de Vietnam, el 19 de febrero de 1991 el brigadier
general Richard Neal, en su informe a los periodistas en Riad (Arabia
Saudí), afirmó que el Ejército estadounidense quería garantizar una victoria
rápida una vez que enviara sus fuerzas terrestres al «Territorio Indio». Al
día siguiente, en una declaración de repudio poco difundida, el Congreso
Nacional de Indígenas Estadounidenses hizo notar que quince mil indígenas
estadounidenses estaban prestando servicio en las tropas de combate en el
golfo Pérsico. Como hemos visto, el término «Territorio Indio» (Indian
Country) no es una simple expresión racista e insensible, empleada sin
gusto pero accidentalmente para designar al enemigo. Ni Neal ni ninguna
otra autoridad militar se disculpó por la declaración, que continúa usándose
en el Ejército y los medios, por lo general en su forma acotada, In Country,
acuñada durante la guerra de Vietnam. Ambas formas son términos
militares especializados, al igual que otros eufemismos como «daño
colateral» (asesinato de civiles) o «artillería» (bombas), que figuran en
manuales de entrenamiento y se utilizan habitualmente. Indian Country e In
Country significan «detrás de las líneas enemigas». Su uso actual debería
servir para recordarnos los orígenes y el desarrollo del Ejército
estadounidense, así como la naturaleza de nuestra historia política y social:
aniquilación hasta la rendición incondicional.
Cuando se lanzó la redundante «guerra terrestre», que sería más preciso
llamar un «tiro al blanco», por delante de los kilómetros de máquinas de
matar se apostaron los vehículos de exploración blindados del Segundo
Regimiento de Caballería Acorazado (ACR), una unidad de elite
independiente que se volvió famosa durante la Segunda Guerra Mundial
cuando condujo al Tercer Ejército del general Patton en su travesía por
Europa. En la guerra del Golfo, el Segundo ACR actuó como explorador
principal del Séptimo Cuerpo de Estados Unidos. Un comandante retirado
del ACR comentó en una entrevista de televisión que el Segundo ACR se
había formado en 1830 para luchar contra los seminolas y que tuvo su
primera gran victoria cuando finalmente venció a esos indios en los
Everglades de Florida en 1836. El Segundo ACR, en la vanguardia del
ataque terrestre a Irak, simbolizaba la continuidad de las victorias bélicas de
Estados Unidos y la fuente de su militarismo: la guerra de Irak era otra
guerra india en la tradición militar del país. Tras semanas de bombardeos de
alta tecnología en Irak, seguidos de una caravana de tanques blindados que
disparaban contra todo lo que se moviera, las Fuerzas Especiales
estadounidenses entraron en los cuarteles de los oficiales iraquíes en la
ciudad de Kuwait. Allí encontraron palomas mensajeras enjauladas y notas
en árabe desparramadas en una mesa, por lo que interpretaron que los
comandantes iraquíes se comunicaban con sus tropas, e incluso con
Bagdad, usando palomas mensajeras. Soldados pertrechados de alta
tecnología habían estado luchando contra un ejército que se comunicaba
con palomas mensajeras: tal como hacían los shawnees y muskogees dos
siglos atrás.
Doce años después de la guerra del Golfo, una fuerza militar
estadounidense de trescientos mil hombres invadió Irak nuevamente. Un
informe muy poco leído de la corresponsal de la Associated Press Ellen
Knickmeyer ilustra el poder simbólico de las guerras indias como fuente de
la memoria y práctica militar estadounidense. Una vez más encontramos a
los vehículos de exploración blindados y a sus tropas que vuelven a recorrer
las históricas huellas sangrientas mientras hacen su «danza de guerra
indígena seminola»:
Los hombres del capitán Phillip Wolford saltaron en el aire y agitaron sus rifles
descargados en una improvisada danza de guerra en el desierto […].
Con miles de tanques M1A1 Abrams, vehículos de combate Bradley, Humvees y
camiones, la unidad de infantería mecanizada conocida como Puño de Acero sería la única
división acorazada estadounidense durante el combate, y posiblemente enfrentaría cualquier
defensa iraquí.
«Entraremos en Irak como un ejército de liberación, no de dominación», dijo Wolford, de
Marysville, Ohio, mientras ordenaba a los hombres de su Cuarto Batallón, 64.° Regimiento
Acorazado, retirar las banderas estadounidenses que ondeaban en los tanques color arena.
Después de una breve oración, Wolford comenzó a hacer una improvisada danza de guerra.
Lo acompañaron soldados camuflados, que daban saltos en la arena mientras cantaban y
blandían los rifles cuyos cartuchos habían vaciado con cuidado.[331]
Historia no pasada
En abril de 2007, parecía que todas las noticias hablaban de Virginia y
eran sobre asesinatos: el asesinato de agricultores indígenas cuatrocientos
años atrás, con la fundación de Jamestown, y la masacre en el Instituto
Politécnico y Universidad Estatal de Virginia, el 16 de abril de 2007. Sin
embargo, nadie comentó en los medios la yuxtaposición de estos hitos del
colonialismo. Jamestown fue el famoso primer asentamiento permanente,
que dio nacimiento a la Mancomunidad de Virginia, el epicentro colonial de
lo que casi dos siglos después sería Estados Unidos de América, la colonia
en la cual se estableció la capital, Washington, sobre el río cuya
desembocadura se encuentra al norte de Jamestown. Unos años después de
la fundación de Jamestown, disidentes ingleses establecieron la conocida y
venerada colonia de Plymouth, con el auspicio de inversores privados y
aprobación de la Corona —como fue el caso de Jamestown—, y con las
mismas actividades mercenarias encarnadas por el capitán John Smith. Era
el comienzo del colonialismo británico de ultramar, después de que la
conquista y colonización de Escocia, Gales e Irlanda convirtiera a Inglaterra
en Gran Bretaña. «El peor asesinato en masa», la «peor masacre» de la
historia de Estados Unidos: así se describieron los asesinatos en el
Politécnico de Virginia en 2007. Los descendientes de los indígenas
masacrados discreparon. Llama la atención que con el circo mediático que
generó la celebración del aniversario de Jamestown, y con la presencia de la
reina británica, Isabel, y el presidente Bush, los periodistas no hayan podido
comparar las masacres de indígenas powhatans por parte de una potencia
colonial cuatro siglos antes con los asesinatos que un individuo trastornado
cometió contra sus compañeros de clase. El tirador era hijo de la guerra
colonial, la guerra estadounidense en Corea.
Reflexionar sobre las cinco guerras más importantes de Estados Unidos
desde la Segunda Guerra Mundial —en Corea, Vietnam, Irak (1991),
Afganistán e Irak (2003)—, entre destellos de la memoria histórica de
Jamestown, el valle del Ohio y Wounded Knee, nos remite a la esencia de la
historia estadounidense. Un hilo rojo de sangre conecta los primeros
asentamientos blancos en Norteamérica con el presente y el futuro. Como
explica el historiador militar John Grenier:
Se enseña a los estadounidenses que su cultura militar no aprueba ni alienta ataques ni
asesinatos contra civiles, pero saben poco o nada sobre los casi tres siglos de guerras —antes y
después de la fundación de Estados Unidos— que redujeron a los pueblos indígenas del
continente a unas pocas reservas, mediante el incendio de pueblos y campos, el asesinato de
civiles, la expulsión de los refugiados —paso a paso— a lo largo del continente […]. La
violencia dirigida sistemáticamente contra no combatientes haciendo uso de medios
irregulares, desde el comienzo, ha sido una parte central del modo estadounidense de hacer la
guerra.[332]
[306] «Sioux Ghost Dance Song Lyrics», documentada y traducida por James Mooney en 1894,
Ghost Dance, disponible en http://www.ghostdance.com/songs/ songs-lyricssioux.html (consultado el
10 de diciembre de 2013).
[307] Citado en Zinn, La otra historia de los Estados Unidos, p. 493.
[308] Slotkin, Gunfighter Nation, pp. 1-2.
[309] Ibid., p. 3.
[310] «Blue Lake», Taos Pueblo, disponible en: http://www.taospueblo.com/blue-lake
(consultado el 2 de octubre de 2013).
[311] De la declaración de James E. Snead, presidente de la Santa Fe Wildlife and Conservation
Association, «Taos Indians—Blue Lake », en «Hearings before the Subcommittee on Indian Affairs
of the Committee on Interior and Insular Affairs», Senado de Estados Unidos, 91.0 Congreso, 2.a
sesión (19-20 de septiembre de 1968), en Primitive Law—United States Congressional Documents,
vol. 9, parte 1 (Washington D. C., Government Printing Office, 1968), p. 216.
[312] Los argumentos de los senadores contra la devolución del Lago Azul pueden encontrarse
en «Pueblo de Taos Indians Cultural and Ceremonial Shrine Protection Act of 1970», procedimientos
y debates del 91.o Congreso, 2.a sesión (2 de diciembre de 1970), Congressional Record 116, parte.
29, pp. 39, 587, 589-590, 594. Nielson, «American Indian Land Claims», p. 324. Los senadores del
subcomité estaban preocupados por la Alianza Federal de Mercedes (luego renombrada Alianza
Federal de Pueblos Libres), formada en 1963 para presionar al Gobierno federal para que
reconsiderara los acuerdos sobre cesiones de tierra y la pérdida de los bienes comunes. La
organización sostenía que el colonialismo había robado recursos, despoblado las comunidades del
norte de Nuevo México y empobrecido a los habitantes. La alianza se componía de muchos herederos
pobres de cesiones de tierras y se identificaba principalmente con un mexicano oriundo de Texas,
Reies López Tijerina. En junio de 1967, se envió a la Guardia Nacional con tanques, helicópteros e
infantería al condado de Río Arriba para buscar a los rebeldes rurales mexicanos que habían
participado en el ataque al Tribunal de Tierra Amarilla. El incidente y la respuesta del Gobierno
llevaron la atención nacional e internacional temporalmente hacia el norte de Nuevo México, y la
cuestión de la cesión de tierras, que se había resuelto en los tribunales más de sesenta años atrás,
cobró vida una vez más. Se han llevado a los tribunales varios casos de cesiones de tierras españolas
y mexicanas; uno al Tribunal Supremo en 1952, al que se le negó audiencia: Martínez vs. Rivera, 196
Fed. 2.o 192 (Tribunal del Circuito de Apelaciones, 10.o circuito, 16 de abril de 1952). En 2001, tras
más de un siglo de lucha por parte de los beneficiaros hispanos de cesiones de tierras que habían
perdido la mayoría de sus dominios después de la ocupación estadounidense de Nuevo México en
1848, la Oficina General de Contabilidad de Estados Unidos inició un estudio sobre las cesiones de
tierras en Nuevo México. La oficina emitió su informe final en 2004, pero aún no se han tomado
medidas. Oficina General de Contabilidad de Estados Unidos, Treaty of Guadalupe Hidalgo.
[313] Cobb, Native American Activism in Cold War America, pp. 58-61. Véase una historia
completa del NIYC, que aún prospera, en Shreve, Red Power Rising.
[314] Citado en Zinn, La otra historia de los Estados Unidos.
[315] Cobb, Native American Activism in Cold War America, p. 157.
[316] Mantler, Power of the Poor.
[317] Smith and Warrior, Like a Hurricane, pp. 28-29.
[318] Ibid., pp. 29-30.
[319] Sobre la fundación del Movimiento Indígena Estadounidense, véanse ibid., pp. 114-115, y
Waterman y Bancroft, We Are Still Here.
[320] Smith y Warrior, Like a Hurricane, p. 111.
[321] «Trail of Broken Treaties 20-Point Position Paper», American Indian Movement, disponible
en: http://www.aimovement.org/ggc/trailofbrokentreaties.html (consultado el 10 de diciembre de
2013).
[322] Robert A. Trennert, Alternative to Extinction: Federal Indian Policy and the Beginnings of
the Reservation System, 1846-1851, Filadelfia: Temple University Press, 1975, p. 166.
[323] Véase la declaración de Pat McLaughlin, presidente del Gobierno de Standing Rock Sioux,
Fort Yates, Dakota del Norte (8 de mayo de 1976), en las audiencias de la American Indian Policy
Review Commission, establecida por el Congreso en la ley del 3 de enero de 1975.
[324] Véase Philp, John Collier’s Crusade for Indian Reform.
[325] King, citado en Dunbar-Ortiz, The Great Sioux Nation, p. 156.
[326] Puede encontrarse un lúcido análisis del neocolonialismo en relación con los indígenas
estadounidenses y el sistema de reservas en Jorgensen, Sun Dance Religion, pp. 89-146.
[327] Existe una migración continua de las reservas a las ciudades y ciudades de frontera y de
regreso a las reservas, de modo que la mitad de la población indígena en algún momento está fuera
de una reserva. Sin embargo, por lo general la relocalización no es duradera y se parece más al
trabajo migratorio que a la relocalización permanente. Esta conclusión se basa en mis observaciones
personales y en estudios no publicados de las poblaciones indígenas en el área de la Bahía de San
Francisco y en Los Ángeles.
[328] El Movimiento Indígena Estadounidense convocó una reunión en junio de 1974 en la que
se fundó el Consejo Internacional de Tratados Indios (IITC), que adquirió estatus consultivo ante el
Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (Ecosoc) en febrero de 1977. El IITC participó
en la Conferencia sobre Desertificación en Buenos Aires, en marzo de 1977, y realizó presentaciones
ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en agosto del mismo año y en febrero y agosto
de 1978. También encabezó el proceso de organización para la Conferencia Internacional de
las ONG sobre Discriminación contra las poblaciones indígenas de las Américas, celebrada en la
sede de las Naciones Unidas en Ginebra (Suiza) en septiembre de 1977; participaron en la
Conferencia Mundial sobre Racismo en Basilea (Suiza) en mayo de 1978; y en el establecimiento del
Grupo de Trabajo de la ONU sobre poblaciones indígenas, el Foro Permanente de las Naciones
Unidas para las Cuestiones Indígenas, y la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas
de 2007. Véase Echo-Hawk, In The Light of Justice. Véase también Deloria, Behind the Trail of
Broken Treaties.
[329] Herr, Dispatches, p. 45.
[330] Zinn, La otra historia de los Estados Unidos.
[331] Ellen Knickmeyer, «Troops Have Pre-Combat Meal, War Dance», Associated Press, 19 de
mayo de 2003, disponible en: http://www.myplainview.com/article_9c595368-42db-50b3-9647a8d4486bff28.html.
[332] Grenier, The First Way of War, pp. 223-224.
11
La doctrina del descubrimiento
El látigo cubre la falla.
D’ARCY MCNICKLE, The Surrounded[333]
Libertad nativa, razón natural y survivance[334] son conceptos que se originan en
narrativas, no en los mandatos de monarquías, papados, tradiciones severas o políticas
federales.
GERALD VIZENOR, The White Earth Nation[335]
En 1982, el Gobierno español y la Santa Sede (el Vaticano, Estado
miembro de las Naciones Unidas sin derecho a voto) propusieron ante la
Asamblea General que el año 1992 fuera celebrado en las Naciones Unidas
como el aniversario de un «encuentro» entre Europa y los pueblos de las
Américas, en el que los europeos llevaban los dones de la civilización y el
cristianismo a los pueblos indígenas. Para escándalo de los Estados del
Atlántico Norte que apoyaban la resolución de España (entre ellos, Estados
Unidos y Canadá), la delegación africana completa se retiró de la reunión y
regresó con una declaración rotunda de condena a la propuesta de celebrar
el colonialismo en un organismo establecido con el propósito de ponerle fin.
[336]
La «doctrina del descubrimiento» había metido la cabeza en el lugar
equivocado. La resolución estaba muerta, pero no sería el fin de los
esfuerzos de España, el Vaticano y otros en Occidente para hacer del quinto
centenario una celebración.
Tan solo cinco años antes de la debacle en la Asamblea General de la
ONU, la Conferencia sobre los Pueblos Indígenas de las Américas en la
sede de la organización en Ginebra había propuesto que 1992 fuera un «año
de duelo» por el inicio del colonialismo, la esclavitud africana y el
genocidio contra los pueblos indígenas de las Américas y que el 12 de
octubre fuera declarado como Día Internacional de los Pueblos Indígenas
del Mundo. A medida que se acercaba el quinto centenario, España se puso
al frente de la oposición a las propuestas indígenas. España y el Vaticano
también pasaron años y gastaron grandes sumas de dinero preparando su
propia celebración de Colón, para lo cual solicitaron el apoyo de todos los
países de América Latina, a excepción de Cuba, que se negó (y pagó por
ello dejando de recibir inversiones de España). En Estados Unidos, el
Gobierno de George H. W. Bush cooperó con el proyecto y organizó sus
propios eventos. Finalmente, se llegó a un acuerdo: los pueblos indígenas
obtuvieron una Década de los Pueblos Indígenas del Mundo, que comenzó
oficialmente en 1994, pero se inauguró en la sede de la ONU en Nueva
York en diciembre de 1992. Se declaró el 9 de agosto, no el 12 de octubre,
como el Día Internacional de los Pueblos Indígenas del Mundo y fue
galardonada con el Premio Nobel de la Paz la líder guatemalteca maya
Rigoberta Menchú, decisión anunciada en Oslo el 12 de octubre de 1992,
que enfureció al Gobierno español y al Vaticano. Los festejos del día de
Colón fracasaron gracias a las múltiples y muy visibles protestas de los
pueblos indígenas y sus aliados. En particular, aumentó el apoyo por el
trabajo de los pueblos originarios en las Naciones Unidas para desarrollar
nuevos estándares de derecho internacional.
Según la centenaria doctrina del descubrimiento, las naciones europeas
adquirieron los títulos de las tierras que «descubrieron», y los habitantes
indígenas perdieron su derecho natural a esas tierras cuando llegaron los
europeos y las reclamaron como propias.[337] Bajo este velo legal que cubre
el robo, las guerras euroestadounidenses de conquista y el colonialismo de
asentamiento devastaron las naciones y comunidades indígenas, les
arrebataron los territorios a los habitantes originarios y transformaron la
tierra en propiedad privada, en «bienes raíces». La mayor parte de esas
tierras terminó en manos de especuladores y operadores del agronegocio;
muchas de ellas, hasta mediados del siglo XIX, eran plantaciones en las que
se utilizaba otro tipo de propiedad privada: africanos esclavizados. Por
arcaica que parezca, esta doctrina sigue siendo la base de leyes federales
aún vigentes que controlan las vidas y los destinos indígenas e incluso sus
historias mediante la distorsión.
El látigo del colonialismo
Desde mediados del siglo XV a mediados del XX, la mayor parte del
mundo no europeo fue colonizado según la doctrina del descubrimiento,
uno de los primeros principios de derecho internacional que promulgaron
las monarquías europeas cristianas para legitimar la investigación,
elaboración de mapas y reclamación de tierras de otros pueblos fuera de
Europa. La doctrina surgió de una bula papal emitida en 1455, que le
permitía a la monarquía portuguesa apropiarse del África Occidental.
Después del infame viaje exploratorio de Colón en 1492, auspiciado por el
rey y la reina del incipiente Estado español, otra bula papal extendió el
mismo permiso a España. Las disputas entre las monarquías portuguesa y
española condujeron al Tratado de Tordesillas (1494), a instancias del papa,
que además de dividir el globo en partes iguales entre los dos imperios
ibéricos, aclaraba que solamente las tierras no cristianas eran afectadas por
la doctrina del descubrimiento.[338] Así es que esta doctrina, en la que se
apoyaban todos los Estados europeos, nació con el establecimiento
arbitrario y unilateral de los derechos exclusivos de las monarquías ibéricas
según el derecho cristiano canónico de colonizar a los pueblos extranjeros,
derechos que luego se utilizaron en otros proyectos colonizadores
monárquicos de Europa. La República francesa utilizó este instrumento
legalista en sus proyectos coloniales de los siglos XIX y XX, tal como hizo
Estados Unidos apenas consiguió su independencia, cuando continuó la
colonización de Norteamérica que habían comenzado los británicos.
En 1792, poco después de la fundación de Estados Unidos, el secretario
de Estado Thomas Jefferson afirmó que la doctrina del descubrimiento,
desarrollada por los Estados europeos, era un instrumento del derecho
internacional aplicable también al nuevo Gobierno estadounidense. En
1823, la Corte Suprema de la Nación emitió su fallo en el caso Johnson vs.
McIntosh. En representación de la mayoría, el juez John Marshall sostuvo
que la doctrina del descubrimiento había sido un principio establecido del
derecho europeo e inglés vigente en las colonias norteamericanas de Gran
Bretaña y que también era parte del derecho estadounidense. El tribunal
definió los derechos de propiedad exclusivos que un país europeo adquiría a
fuerza de descubrimiento: «El descubrimiento confería derechos de
propiedad al Gobierno cuyos ciudadanos lo hubieran realizado o al
Gobierno por cuya facultad se hubiera realizado, en contra de todos los
demás Gobiernos europeos, y que esos derechos de propiedad podrían
consumarse por vía de la posesión». Por lo tanto, los «descubridores»
europeos y euroestadounidenses habían obtenido derechos de propiedad
sobre las tierras indígenas por el simple hecho de haber izado una bandera.
En palabras del tribunal, los derechos indígenas «de ninguna manera se
hallan completamente ignorados; pero se ven necesariamente, hasta cierto
punto, disminuidos». El tribunal agregó que los «derechos [indígenas] a la
soberanía absoluta, como naciones independientes, eran necesariamente
reducidos». Podían seguir habitando esa tierra, pero la propiedad era de la
potencia descubridora, Estados Unidos. Más adelante, otra decisión
determinó que las naciones indígenas eran «naciones domésticas
dependientes».
La doctrina del descubrimiento se da por sentada, de manera que rara
vez se menciona en textos históricos o jurídicos publicados en las
Américas. El Foro Permanente de la ONU sobre Cuestiones Indígenas, que
se reúne anualmente durante dos semanas, dedicó la sesión completa del
año 2012 a la doctrina.[339] La conferencia y el estudio de la doctrina se
habían propuesto tres décadas antes, cuando los pueblos indígenas de las
Américas comenzaron a hacer valer su presencia en el sistema de derechos
humanos de la ONU. El Consejo Mundial de Iglesias, la Asociación
Unitaria Universalista, la Iglesia episcopal y otras instituciones religiosas
protestantes, en respuesta a las demandas de los pueblos indígenas, han
emitido declaraciones en las que se desvinculan de la doctrina del
descubrimiento. La New York Society of Friends (organización cuáquera),
al negar la legitimidad de la doctrina, afirmó en 2012 que claramente «aún
posee fuerza de ley en la actualidad» y no es una mera reliquia medieval.
Los cuáqueros señalaron que Estados Unidos racionaliza su reivindicación
de soberanía sobre las naciones nativas, por ejemplo, en la causa del
Tribunal Supremo Ciudad de Sherrill vs. nación indígena oneida, de 2005.
En la declaración se afirma: «No podemos aceptar que la doctrina del
descubrimiento haya sido alguna vez una autoridad verdadera para la
apropiación forzada de tierras y la esclavización o exterminación de las
personas».[340] La resolución de la Asociación Unitaria Universalista
(UUA) al respecto es particularmente potente y es un excelente modelo. La
UUA «repudia la doctrina del descubrimiento como vestigio del
colonialismo, feudalismo y prejuicios religiosos, culturales y raciales que
no tienen sitio en el trato actual hacia los pueblos indígenas». La UUA
resolvió «exponer la realidad histórica y el impacto de la doctrina del
descubrimiento y eliminar su presencia en políticas, programas, teologías y
estructuras modernas del unitarismo universalista; e […] invitar a socios
indígenas a un proceso de Honor y Sanación (usualmente denominado
Verdad y Reconciliación)». Además, alentaron a «otros organismos
religiosos a rechazar el uso de la doctrina del descubrimiento para dominar
a los pueblos indígenas» y resolvió colaborar con grupos para «proponer
una resolución específica del Congreso que repudie esta doctrina […] y
solicitar a Estados Unidos la plena implementación de los estándares de la
Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos
Indígenas como parte del derecho y las políticas estadounidenses sin
salvedades».[341]
Enredo de contradicciones
En su intento de legitimar la construcción de un imperio a través de la
doctrina del descubrimiento, por un lado, y el mito del origen que busca una
clara separación del Imperio británico, por el otro, los funcionarios
estadounidenses se enredaron en contradicciones necesarias. La retórica
suele ser desconcertante, sobre todo cuando hace referencia a la memoria
cultural estadounidense de las guerras contra las naciones indígenas, como
se hizo tras la declaración de la «guerra contra el terror», después de los
ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.
A principios de 2011, un ciudadano yemení, Ali Hamza al Bahlul, se
encontraba cumpliendo condena en Guantánamo como «combatiente
enemigo», después de que un tribunal militar lo hubiera condenado por
delitos vinculados con su servicio a Al Qaeda, en calidad de secretario de
medios de Osama bin Laden. El Centro de Derechos Constitucionales
(CCR) emitió una declaración previa a la audiencia de apelación de la
sentencia de Bahlul. En su argumento a favor de mantener firme la condena
de Bahlul, un abogado del Pentágono, el capitán de la Marina Edward S.
White, se basó en un precedente de un tribunal del año 1818. En su informe
de treinta y siete páginas para la comisión militar, el capitán White escribió:
«No solo fue la beligerancia seminola ilícita, sino que, de manera similar al
actuar de Al Qaeda en nuestros días, el modo mismo en que los seminolas
iniciaron la guerra contra objetivos estadounidenses viola los usos y
costumbres de la guerra». El CCR objetó el citado pasaje del informe del
Gobierno: «El tribunal debería […] rechazar el llamativo amparo del
Gobierno en las “guerras seminolas” en el siglo XIX, un genocidio que
desembocó en el Sendero de las Lágrimas. —Y agregó—: La
caracterización que hace el Gobierno sobre la resistencia indígena a Estados
Unidos como “similar al actuar de Al Qaeda en nuestros días” no solo es
factualmente errónea, sino abiertamente racista, y no constituye base
jurídica legítima para confirmar la sentencia del señor Bahlul».[342] En
respuesta, el asesor jurídico del Pentágono emitió una carta para reafirmar
que el Gobierno de Estados Unidos continuaba apoyándose en su
precedente.
«Queremos seguir existiendo»
El tema de la autodeterminación de los pueblos es un fenómeno
histórico reciente, inherente a la formación de los Estados nación europeos
modernos y a la formación gradual de un sistema mundial imperialista que
más tarde estaría liderado por Estados Unidos. La integración nacional y la
formación del Estado sucedieron primero en la Europa occidental a medida
que sus Estados implantaron colonias y regímenes coloniales en África,
Asia, el Pacífico, las Américas y el Caribe y a medida que Estados Unidos
fue estableciéndose como Estado independiente. Estas conquistas le dieron
a los Estados europeos y a Estados Unidos acceso a vastos recursos y mano
de obra y, a su vez, esto les permitió industrializarse y crear estructuras
burocráticas eficaces y republicanismo político. Hacia el final de este
proceso, con la descolonización de los dominios europeos en el siglo XX, la
autodeterminación pasó a ser un asunto global de gran importancia, y con el
tiempo incorporó a todos los individuos como ciudadanos de los Estados
nación. La creación de estos Estados nación, y la redefinición de las
fronteras nacionales que ello solía traer aparejado, supuso inevitablemente
el planteamiento sobre qué comunidades nacionales, étnicas, religiosas y
lingüísticas serían incluidas y si sería necesario su consentimiento o
participación. Hay pueblos y naciones sin Estado propio, sometidos a una
autoridad estatal que puede o no estar dispuesta a responder a sus demandas
de autonomía dentro del Estado existente. Si el Estado no está dispuesto, los
pueblos y naciones pueden insistir en su independencia. Ese es el trabajo de
la autodeterminación.
En Estados Unidos, las naciones indígenas que buscan la autonomía
política o incluso la independencia están participando en la construcción de
sus naciones: desarrollando gobernanza indígena y una base económica.
Hace décadas que los activistas y organizadores originarios de
Norteamérica vienen trabajando incansablemente para establecer la
vigencia de tratados y fomentar y proteger la autodeterminación y la
soberanía de las naciones indígenas. Las naciones buscan tener el control de
sus instituciones sociales y políticas sin negociar lo que ellos consideran
valores culturales únicos y esenciales. La preocupación central de los
pueblos indígenas en Estados Unidos es convencer al Gobierno federal de
que respete los cientos de tratados y otros acuerdos que ha celebrado con las
naciones indígenas, como lo hacen dos Estados soberanos. Nunca cesaron
las demandas para que se ratifiquen los tratados y acuerdos, sino que desde
el fin de la era de la «terminación» se han acelerado. Sin embargo, el
concepto indígena de nación y soberanía difiere bastante del modelo
occidental de Estado en cuanto que árbitro definitivo en la toma de
decisiones, un Estado basado en la actuación policial. Antes bien, como ha
explicado la abogada y activista Sharon Venne: «Conocemos las leyes que
el Creador nos ha otorgado. Es una obligación. Es un deber. Es el futuro de
[los hijos de] nuestros hijos. No podemos hacer como los no indígenas, que
hacen las normas y reglamentos y los cambian cuando no les gusta la norma
o el reglamento. El Creador nos ha dado las leyes. Debemos vivir esas
leyes. Esta es la soberanía de los pueblos indígenas».[343]
Después del enfrentamiento de 1973 en Wounded Knee, el Movimiento
Indígena Estadounidense reunió a más de cinco mil representantes
indígenas, incluyendo América Latina y el Pacífico, en un encuentro de diez
días de duración del que nació el Consejo Internacional de Tratados Indios
(IITC), organismo que luego solicitó el estatuto de entidad consultiva no
gubernamental ante la ONU, y lo recibió en 1975. El IITC avanzó en la
organización de la primera conferencia sobre pueblos indígenas de las
Américas, que se celebraría en las Naciones Unidas en 1977. En esa
conferencia, la jueza tribal del pueblo cheyene del norte, Marie Sanchez,
inauguró las sesiones:
Miembros de esta conferencia, delegados, hermanos y hermanas aquí presentes:
Somos el objetivo de una exterminación total y definitiva como pueblos.
La pregunta que me gustaría plantear en esta conferencia a los delegados de otros países
aquí presentes es: ¿por qué no nos han reconocido como pueblos soberanos antes? ¿Por qué
tenemos que recorrer esta distancia para venir hasta ustedes? ¿No se han puesto a pensar en el
intento sistemático y deliberado de Estados Unidos por suprimirnos? ¿No han pensado que esa
fue la razón por la que no quisieron reconocernos como pueblos soberanos? Lo único positivo
que siento que debería resultar de esa conferencia, si van a incluirnos como parte de la familia
internacional, es que nos reconozcan, que nos den este reconocimiento. Solamente así
podemos continuar viviendo como pueblos completamente soberanos.
Y ustedes también, porque son parte de la familia de este mundo, ustedes también deberían
estar muy preocupados, porque el enemigo común también es su enemigo, y ese enemigo
también les impone políticas a sus Gobiernos. Los alerto para que no sean tan dependientes del
país bajo el que estamos, del Gobierno bajo el que estamos. Les hemos demostrado cuántos
cientos de años hemos sobrevivido.
Queremos seguir existiendo.[344]
El trabajo internacional en las Naciones Unidas crecía lentamente al
principio, pero hacia mediados de la década de 1980 confluían en él
representantes indígenas de base de todas partes del mundo y se gestaban
importantes iniciativas.
La causa indígena mundial alcanzó un hito histórico en 2007 cuando la
Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración sobre los Derechos de
los Pueblos Indígenas. Fueron solo cuatro los miembros de la asamblea que
votaron en contra, todos ellos provenientes de Estados colonizadores
anglosajones: Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Australia. Más
tarde, los cuatro, con algo de vergüenza, cambiaron su voto.[345] Las
percepciones de la mayoría de los indígenas se reflejan en la opinión del
profesor cheyene Leo Killsback respecto de que la declaración «saca a las
culturas de Occidente de su viejo mundo de salvajismo y las acerca a la
humanidad» y lo compara con lo sucedido al final de la Segunda Guerra
Mundial:
Tras la caída de la Alemania nazi, sus líderes fueron objeto de ostracismo público, se los
juzgó, condenó y ejecutó por crímenes de guerra en los juicios de Núremberg. Esto dio lugar a
la Convención contra el Genocidio y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Miembros de la sociedad nazi reconocieron que el Holocausto había ocurrido y algunos
tuvieron que visitar campos de concentración que estaban a metros de sus lugares de
residencia. A partir de la verdad y la reconciliación, la sociedad alemana comenzó a
reconstruirse a sí misma, y con el fin de su mundo salvaje, ellos y otros muchos países
adoptaron leyes contra la negación del Holocausto. Es exactamente así como una sociedad
pasó de una realidad a otra.[346]
Para los pueblos indígenas de Norteamérica, una acción importante
dentro del marco de derechos humanos de la ONU fue el mandato que
recibió un relator especial, Miguel Alfonso Martínez, de investigar el estado
de los tratados y acuerdos celebrados entre naciones indígenas y las
potencias coloniales originales y Gobiernos nacionales que hoy reclaman
autoridad sobre las naciones indígenas por virtud de esos tratados. El
informe sobre tratados, finalizado en 1999, es una herramienta útil para los
pueblos originarios de Estados Unidos en sus luchas continuas por la
recuperación de tierras y la soberanía. En la investigación se concluye que
los derechos indígenas consagrados en los tratados tienen plena vigencia en
la actualidad. Para llegar a esas conclusiones el relator especial se basó en
gran medida en la Constitución de Estados Unidos, que en el artículo VI
establece que «todos los Tratados celebrados o que se celebren bajo la
autoridad de Estados Unidos serán la Ley Suprema del país; y los Jueces de
cada Estado estarán por lo tanto obligados a observarlos, sin consideración
de ninguna cosa en contrario en la Constitución o las leyes de cualquier
Estado». El artículo I, sección 8, por su parte, incluye de manera explícita la
relación con las naciones indígenas como parte de las facultades del
Congreso: «Regular el comercio con las naciones extranjeras, entre los
diferentes Estados y con las tribus indígenas».[347]
Reclamaciones de tierras
Siendo que una gran parte de los territorios y recursos de las naciones
indígenas en lo que hoy es Estados Unidos se han expropiado mediante
guerras agresivas, robo directo y apropiaciones legislativas, los pueblos
nativos tienen numerosas reclamaciones de reparación y restitución. Estas
naciones han negociado una serie de tratados con Estados Unidos, que
incluían transferencia de tierras y compensación monetaria, pero los
territorios indígenas restantes han ido reduciéndose de manera constante
debido a la apropiación federal directa por distintos medios y a la falta de
cumplimiento por parte del Gobierno federal de su obligación de proteger
las posesiones indígenas, según lo requerían los tratados. El Gobierno
estadounidense ha reconocido algunas de estas reclamaciones y ha ofrecido
compensación monetaria. Sin embargo, desde la intensificación del
movimiento por los derechos indígenas en la década de 1960, las naciones
indígenas han exigido la restitución de tierras protegidas por tratados, en
lugar de la compensación monetaria.
Los nativos estadounidenses, incluyendo aquellos que son expertos
jurídicos, no suelen utilizar el término «reparaciones» para referirse a sus
reclamaciones de tierras y derechos consagrados por los tratados. En lugar
de ello, reclaman el restablecimiento, la restitución o la repatriación de
tierras adquiridas por Estados Unidos al margen de lo establecido en los
tratados válidos. Estas reclamaciones por la devolución de las tierras y el
agua y otros recursos ilegalmente expropiados podrían denominarse
«reparaciones», pero no tienen un paralelo, por ejemplo, con las
reparaciones monetarias adeudadas a los estadounidenses de ascendencia
japonesa por su encarcelamiento forzado o a los descendientes de los
afroestadounidenses esclavizados. No hay compensación pecuniaria que
pueda compensar por las tierras robadas, sobre todo, las tierras sagradas que
los pueblos indígenas necesitan para recuperar su cohesión social. Sin
embargo, hay una forma de reclamación que pretende la compensación
monetaria y podría servir de ejemplo para otros casos. De los cientos de
litigios que los grupos indígenas han iniciado por el mal manejo de los
fondos fiduciarios federales, la mayoría a partir de la década de 1960, el
más importante y más conocido es la acción colectiva Cobell vs. Salazar, de
1996, resuelta en 2011. Los litigantes indígenas individuales, de muchas
naciones distintas, sostuvieron que el Departamento del Interior de Estados
Unidos, como administrador de los activos indígenas, había perdido,
malgastado, robado o, de otro modo, desperdiciado cientos de millones de
dólares a partir de la parcelación obligatoria que comenzó a finales de la
década de 1880. Hacia finales de 2009, era claro que el fallo favorecería a
los grupos indígenas cuando los principales demandantes, en representación
de casi medio millón de individuos indígenas, aceptaron un acuerdo por
3.400 millones de dólares, propuesto por el Gobierno de Obama. El monto
del acuerdo fue mayor que los quinientos millones que el tribunal
probablemente hubiera ofrecido. Sin embargo, al llegar a un acuerdo, se
sacrificó la explicación detallada del abuso de poder cometido por el
Gobierno. Un periodista lamentó que «con este resultado, algunas personas
involucradas en el caso, sobre todo los abogados, se harán ricas, mientras
que muchos indígenas —muy probablemente la mayoría— recibirán un
tercio de lo que cuesta alimentar a una familia durante apenas un año».[348]
Otra forma importante de reparación es la repatriación de los restos de
ancestros y elementos funerarios. Después de mucho luchar, especialistas
indígenas en religión lograron que el Congreso promulgara en 1990 una
Ley de Protección y Repatriación de Tumbas Indígenas (Nagpra, por sus
siglas en inglés), que exige a los museos devolver restos humanos y
elementos funerarios a las comunidades indígenas correspondientes. Es
pertinente que el Congreso haya utilizado el término «repatriación» en la
ley. Antes de la Nagpra, el Gobierno federal había empleado el mismo
término para describir la devolución de los restos de prisioneros de guerra a
naciones extranjeras. Las naciones indígenas estadounidenses también son
soberanas, por lo que la caracterización de las devoluciones fue correcta.
[349]
Si bien la compensación por el mal manejo de los fondos fiduciarios y
la repatriación de los restos ancestrales son victorias importantes, las
reclamaciones de tierras y derechos consagrados en los tratados son
fundamentales para la lucha de los pueblos indígenas por la reparación. El
caso de la gran nación siux ejemplifica la persistencia de las naciones y
comunidades para proteger su soberanía y sus culturas. Los siux nunca han
aceptado la validez de la expropiación estadounidense de Paha Sapa, las
Colinas Negras. El monte Rushmore es objeto de polémicas entre los
indígenas estadounidenses porque se ubica en las Colinas Negras.
Miembros del AIM encabezaron ocupaciones del monumento a partir de
1971. La devolución de las Colinas Negras fue la reclamación siux más
importante durante la ocupación de Wounded Knee en 1973.[350] Gracias a
una década de intensas protestas y ocupaciones, el 23 de julio de 1980, en el
caso Estados Unidos vs. nación indígena siux, el Tribunal Supremo de
Estados Unidos determinó que las Colinas Negras habían sido ilegalmente
apropiadas y que debía pagarse una compensación equivalente al precio de
oferta inicial, más intereses: casi 106 millones de dólares. Los siux
rechazaron el dinero y siguieron reclamando la devolución de las colinas. El
dinero se mantuvo en una cuenta remunerada, que para 2010 ascendía a más
de 757 millones de dólares. Los siux creen que aceptar el dinero hubiera
validado el robo de Estados Unidos de su tierra más sagrada. La
determinación del pueblo indígena de repatriar las Colinas Negras atrajo la
atención de los medios nuevamente en 2011. El 24 de agosto de ese año se
emitió un segmento del programa NewsHour de la cadena PBS titulado
«Para la gran nación siux, las Colinas Negras no pueden comprarse por
1.300 millones de dólares». El periodista dijo que una reserva siux es uno
de los lugares de Estados Unidos más difíciles para vivir:
Pocas personas en el hemisferio occidental tienen menos expectativa de vida que en ese
lugar. Los hombres viven en promedio hasta los cuarenta y ocho años, las mujeres, hasta los
cincuenta y dos. Casi la mitad de los adultos mayores de cuarenta tienen diabetes.
Las condiciones económicas son aún peores. Las tasas de desempleo se mantienen
constantes por encima del 80 %. En el condado de Shannon, dentro de la reserva de Pine
Ridge, la mitad de los niños vive en la pobreza y el ingreso promedio es de ocho mil dólares al
año.
Pero hay dinero disponible: un fondo federal que hora vale más de mil millones de dólares.
Se encuentra aquí, en el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, hasta que nueve tribus
siux retiren el dinero. El fondo se inició a partir de un fallo del Tribunal Supremo de 1980 que
apartó 105 millones de dólares para compensar a los siux por la apropiación de las Colinas
Negras en 1877, una cadena montañosa aislada, rica en minerales, que se extiende desde
Dakota del Sur hasta Wyoming. El único problema: los siux nunca quisieron el dinero porque
la tierra nunca estuvo en venta.[351]
Que una de las comunidades más empobrecidas de las Américas
rechace mil millones de dólares demuestra la importancia y el significado
que tiene la tierra para los siux, no como recurso económico, sino como una
relación entre las personas y el lugar, una característica trascendental de la
resiliencia de los pueblos indígenas de las Américas.
Autodeterminación económica
La relación entre el desarrollo económico y los pueblos indígenas en
Estados Unidos no es un fenómeno del siglo XX. La colusión entre el ámbito
empresarial y el Gobierno en el robo y explotación de las tierras y los
recursos indígenas es el elemento central de la colonización y constituye la
base de la riqueza y el poder del país norteamericano. Hacia el final del
siglo XIX, las comunidades indígenas tenían escaso control sobre sus
recursos o su situación económica y solo recibían regalías por minería y
arrendamiento, fondos mantenidos en un fideicomiso en Washington.
Durante la «Guerra contra la Pobreza», del Gobierno de Johnson, la mayor
parte del desarrollo económico en las reservas fue impulsado con
financiación y subsidios de la Administración de Desarrollo Económico, la
Oficina de Oportunidad Económica y otras agencias gubernamentales. La
Oficina de Asuntos Indígenas creó un programa para atraer plantas
industriales hacia las reservas, con la promesa de mano de obra barata e
inversiones en infraestructura. El más extenso de esos experimentos fue el
de la planta de montaje de la enorme empresa de electrónica Fairchild, en la
nación navaja.
Instalada en la ciudad de Shiprock (en la parte noreste de la reserva, en
Nuevo México) en 1969, para 1975 la planta era el empleador industrial
más grande de Nuevo México. Inicialmente, la fuerza de trabajo estaba
compuesta por mil doscientos navajos. Para 1974, el número se había
reducido a mil, pero los navajos aún eran el 95 % del total. Luego, durante
los años 1974 y 1975, el número de navajos disminuyó a seiscientos. La
oficina central de Fairchild en Mountain View, California, afirmó que los
navajos estaban renunciando, algo muy común en la industria electrónica de
ensamblaje. Para reemplazarlos se contrataba a no indígenas. Lo que en
realidad había sucedido eran despidos, no renuncias. El Gobierno federal
subsidiaba los salarios durante los seis meses de capacitación laboral,
aunque el puesto no requería de mucha capacitación, y Fairchild estaba
despidiendo a esos trabajadores a los que tendría que pagarles y contratando
a nuevos aprendices sin costo alguno. Activistas locales navajos y
exempleados de Fairchild, con la ayuda de líderes del Movimiento Indígena
Estadounidense, organizaron una protesta en la planta, durante la que se
ocuparon las instalaciones. Fairchild desmanteló la planta y la trasladó al
exterior. Los manifestantes recuperaron documentos que revelaban que
Fairchild estaba buscando un pretexto para romper el acuerdo de
arrendamiento. La nación navaja había construido la planta según las
especificaciones de Fairchild a un costo de tres millones y medio de
dólares.[352]
La Ley de Autodeterminación Indígena de 1975 validaba el control
indígena de su propio desarrollo social y económico y la continuación de
las obligaciones financieras federales según lo establecido en los tratados y
acuerdos. De acuerdo con el nuevo mandato, un grupo de naciones
indígenas con recursos minerales formaron el Consejo de Recursos
Energéticos Tribales (CERT). Siguiendo el patrón de la federación de
Estados productores de petróleo, la OPEP (Organización de Países
Exportadores de Petróleo), el CERT buscaba renegociar las concesiones
mineras que la BIA prácticamente había regalado a las compañías de
energía. Las tierras indígenas al oeste del Misisipi tenían una cantidad
considerable de recursos: el 30 % del carbón bajo en azufre de Estados
Unidos, el 5 % del petróleo, el 10 % del gas natural y el 80 % del uranio. El
CERT logró establecer un centro de información y acción en Denver para
brindar asistencia técnica y legal a sus miembros. La nación apache jicarilla
fijó un impuesto a la utilización de los recursos petroleros y gasíferos de sus
tierras. Una impugnación jurídica corporativa contra ese impuesto llegó
hasta el Tribunal Supremo, que determinó que las naciones indígenas tenían
derecho a gravar a las corporaciones que operaban dentro de sus límites.
El presidente navajo Peter MacDonald fue el motor principal en la
fundación del CERT y su primer director. Pero muy pronto los jóvenes
navajos, que percibían los inconvenientes de la destrucción ecológica,
empezaron a cuestionar su esquema, en el que la minería era la base del
desarrollo económico. La minería superficial de carbón y uranio en la
nación navaja ya había hecho daño suficiente, pero luego se instaló una
planta de gasificación de carbón para alimentar la planta de generación de
electricidad que enviaba energía a Phoenix y Los Ángeles, aunque a los
navajos les entregaba muy poca o ninguna. El activista navajo John
Redhouse, que luego sería director del Consejo Nacional de la Juventud
Indígena, estuvo al frente de la lucha contra la actividad minera irrestricta
durante décadas, lucha que continuaron las nuevas generaciones.[353]
Como muchas ciudades y estados del país en vías de
desindustrialización durante la década de 1980, algunas naciones indígenas
optaron por el juego como medio de obtención de renta. En 1986, formaron
la Asociación Nacional Indígena de Juegos de Azar para presionar a los
Gobiernos estatales y federal y representar los intereses de sus miembros.
Pero en 1988 el Congreso aprobó la Ley de Regulación de Juegos de Azar
Indígenas, que les otorgó a los estados cierto nivel de control; para las
naciones indígenas que gestionan casinos es una peligrosa cesión de
soberanía. En la actualidad, las operaciones de juego indígenas conforman
una industria de 26.000 millones de dólares anuales, que emplea a 300.000
personas y en la cual casi la mitad de las 564 naciones reconocidas por el
Gobierno federal gestionan casinos de distinto tamaño. Las ganancias
obtenidas se han utilizado de diversas maneras, algunas en pagos per cápita,
otras en desarrollo educativo y lingüístico, vivienda, hospitales e incluso en
proyectos de gran envergadura, como el Museo Nacional del Indígena
Estadounidense, que depende del Instituto Smithsoniano. Una buena
porción de las ganancias se destina a presionar a políticos de los Gobiernos
estatales y del Gobierno federal. El poder de lobby de la industria del juego
indígena en California, por ejemplo, ocupa el segundo lugar después del
sindicato de guardias de prisión del estado.[354]
La narrativa de la disfunción
Los principales libros y medios de comunicación suelen revelar y
denunciar la pobreza y disfunción social en las comunidades indígenas. Las
tasas de alcoholismo y suicidio son mucho más elevadas que el promedio
nacional y aún más altas que en otras comunidades que viven en la pobreza.
En un libro de casos de estudio sobre pobreza y áreas desatendidas en
situación de grave deterioro en Estados Unidos, el periodista Chris Hedges
ofreció un relato vehemente sobre la reserva de Pine Ridge.[355]
Por muy bienintencionadas y precisas que sean estas descripciones, sin
embargo, pasan por alto las circunstancias específicas que reproducen la
pobreza y el estigma social indígenas: es decir, la condición colonial. Como
han remarcado Vine Deloria Jr. y otros activistas y académicos indígenas
estadounidenses, hay un vínculo directo entre la supresión de la soberanía
indígena y la indefensión manifiesta en el deterioro de las condiciones
sociales. Deloria Jr. explicó que para los siux todos tienen responsabilidades
y rituales que llevar a cabo, relacionadas con una geografía particular. En su
caso, se trata de los sitios que se encuentran en las Colinas Negras:
«Algunos de los hombres sagrados dirán que muchos de los problemas
sociales de los siux son resultado de haber perdido las Colinas Negras,
porque no pueden cumplir con sus deberes y así contribuir a la creación
continua. Como consecuencia, la gente comenzó a abandonarlos y
empezaron a sufrir y a pelearse entre ellos».[356] Al seguir ignorando los
derechos conferidos en los tratados y negar la restitución de tierras sagradas
como las Colinas Negras, el Gobierno federal impide que las comunidades
indígenas cumplan con sus responsabilidades más elementales, según
indican sus enseñanzas culturales y religiosas. En otras palabras, la
soberanía equivale a la supervivencia: construir nación en lugar de
genocidio. La etnógrafa Nancy Oestreich ofrece una descripción
provocadora del alcoholismo entre indígenas, dice que es «la forma de
protesta continuada más antigua del mundo».[357] Los efectos de la
colonización permanente forman patrones similares en las comunidades
indígenas de las Américas y también entre los maoríes de Nueva Zelanda y
los aborígenes australianos.[358]
La experiencia de generaciones de indígenas estadounidenses en
internados dentro y fuera de las reservas, manejados por el Gobierno federal
o por misiones cristianas, contribuyó de manera significativa a la disfunción
familiar y social que aún puede verse en las comunidades. Se dieron abusos
infantiles, incluidos abusos sexuales —desde la fundación de las primeras
escuelas por parte de los misioneros en la década de 1830 y el Gobierno
federal en 1875, hasta el cierre o reforma de la mayoría en la década de
1970—, que traumatizaron a los supervivientes y a su progenie.[359] En
2002, una coalición de grupos indígenas inició el Proyecto de Sanación de
los Internados, que documentó mediante investigaciones e historia oral los
abusos generalizados, que van más allá de las víctimas individuales y
perturban la vida indígena en todos los niveles. Sol Alce fue el primer niño
del muy tradicional Pueblo de Taos en asistir a la escuela industrial Carlisle,
donde pasó siete años a partir de 1883. Después de un retorno difícil a la
sociedad taos, contó su historia:
Nos decían que las costumbres indias eran malas. Decían que teníamos que civilizarnos.
También recuerdo esa palabra. Quiere decir «ser como el hombre blanco». Estoy dispuesto a
ser como el hombre blanco, pero no creo que las costumbres indias estén mal. Pero ellos nos
enseñaron eso durante siete años. Y los libros decían que los indígenas habían sido muy malos
con el hombre blanco, que habían incendiado sus pueblos y habían matado a sus mujeres y
niños. Pero yo había visto a los hombres blancos hacerles eso a los indios. Todos usábamos la
ropa de los hombres blancos y comíamos la comida de los hombres blancos e íbamos a las
iglesias de los hombres blancos y hablábamos el habla del hombre blanco. Y así después de un
tiempo también comenzamos a decir que los indios eran malos. Nos reíamos de nuestra propia
gente y de sus mantas y vasijas y sociedades sagradas y danzas.[360]
Las familias indígenas no conocían el castigo corporal, pero en los
internados era una práctica rutinaria. Frecuentemente, el castigo se recibía
por ser «demasiado indígena»: cuanto más oscura la tez del niño, más
frecuentes y duras eran las palizas. Se le hacía sentir al niño que ser
indígena era un delito.[361] Una mujer cuya madre vivió la experiencia de
estar en un internado contó las consecuencias:
Probablemente mi madre y […] sus hermanos y hermanas fueron los primeros de nuestra
familia en ir a un internado […]. Y las historias que nos contó […] eran horrorosas. Los
golpeaban. Había un compañero de clase muy joven —no sé cuántos años tenían, tal vez
estaban en preescolar o en la primaria— que perdió una mano cuando lo mandaron a limpiar
una máquina que horneaba pan o cortaba masa o algo así, y como castigo tuvo que estar
arrodillado durante horas en el suelo helado del sótano […]. Mi madre vivió con rabia toda su
vida, y creo que el hecho de que se los llevaran cuando eran tan jóvenes es parte de esa rabia
—las consecuencias—, y de cómo fue para nosotros como familia.[362]
El historiador ponca Roger Cabeza de Búfalo confirma ese testimonio:
La idea del castigo corporal, tan ajena a las culturas tradicionales indígenas, pasó a ser un
modo de vida para los estudiantes que volvían de su experiencia educativa.
Pero en las décadas de 1930 y 1940 había en la mayoría de las comunidades nativas —en
las que muchísimos jóvenes habían asistido, en los años previos, a los internados— una
cantidad cada vez mayor de padres que utilizaban el castigo corporal en la crianza de sus hijos,
de manera que, aunque no es posible probar el vínculo directo, creo que puede verse con
seguridad que las experiencias en los internados, donde el castigo corporal estaba a la orden
del día, tuvieron [su] impacto en las generaciones futuras de indígenas.[363]
El abuso sexual de niños y niñas también era moneda corriente. Una
mujer recuerda: «Teníamos distintos maestros durante esos años; algunos
embarazaban a las niñas y tenían que irse […]. [Un maestro] ponía sus
brazos alrededor de esta muchacha y la acariciaba, a veces la subía a su
regazo […]. Cuando yo ingresé, el señor M. me rodeaba con su brazo y
deslizaba mi brazo hasta abajo frotándose con él. También frotaba su cara
contra la mía». En una escuela de misioneros, un cura era conocido por sus
insinuaciones sexuales: «Bueno, terminé junto a él [el cura] […] y de
pronto empezó a tocar mis piernas […]. Yo me estaba poniendo muy
incómoda y él empezó a intentar meterme las manos en el pantalón».[364]
Las monjas también participaban de los abusos sexuales: «Una monja
estaba bañándome con una esponja y comenzó a excederse bastante con su
baño de esponja. Así que le quité la mano. Separó mis piernas mientras me
pegaba en la parte interna de los muslos con una correa. Nunca volví a
detenerla».[365]
Gran cantidad de documentos y testimonios atestiguan la interminable
resistencia de los niños y niñas en los internados. Escapar era la manera
más común de resistir, pero también había actos de no participación y
sabotaje, hablaban su lengua en secreto y practicaban ceremonias. Esto sin
duda explica su supervivencia, pero para comprender el daño no hay
explicación que alcance. El historiador mohawk Taiaiake Alfred pregunta:
«¿Cuál es el legado del colonialismo? El despojo, la falta de
empoderamiento y las enfermedades que dejó el hombre blanco, con toda
seguridad […]. Sin embargo, el enemigo está a la vista: internados, racismo,
expropiación, extinción, guerra, beneficencia».[366]
Las mujeres indígenas en particular se llevan la peor parte de la
violencia sexual, tanto en sus familias como por parte de los colonos. Hace
tiempo que la incidencia de violaciones en las reservas es astronómica. Las
restricciones colonialistas a la autoridad de policía indígena en las reservas
—otro legado más de la doctrina del descubrimiento y el menoscabo de la
soberanía indígena— abrieron las puertas a los perpetradores de violencia
sexual, que saben que no habrá castigo a sus acciones.[367] En el sistema
colonial estadounidense, la jurisdicción de los delitos cometidos en tierras
indígenas corresponde a las autoridades federales y estatales porque la
justicia nativa solo puede aplicarse a los residentes de las reservas, y en
casos de delitos menores. Una de cada tres mujeres indígenas ha sido
violada o sufrió un intento de violación, y la tasa de agresiones sexuales en
mujeres indígenas estadounidenses es más del doble que el promedio
nacional. Durante cinco años, después de la publicación de un duro informe
de Amnistía Internacional en 2007, organizaciones indígenas y de mujeres,
incluyendo la Organización Nacional para las Mujeres (NOW), presionaron
al Congreso para que agregara una nueva sección a la Ley de Violencia
contra las Mujeres (VAWA) de 1994 que abordaba la situación especial de
las mujeres indígenas que viven en las reservas.[368] Esa disposición
adicional iba a permitir que los tribunales de las naciones indígenas
arrestaran y enjuiciaran a hombres no indígenas que entraban en las
reservas y cometían violaciones. A finales de 2012, el Congreso, de
mayoría republicana, negó la reautorización de la VAWA porque incluía esa
disposición. Sin embargo, en marzo de 2013, la oposición se vio superada y
el presidente Barack Obama firmó el proyecto enmendado para convertirlo
en ley: un pequeño paso hacia la soberanía indígena.
Gobernanza indígena
Durante generaciones, las naciones nativas, en ocasiones con la ayuda
de Gobiernos federales o estatales, han tratado los síntomas del
colonialismo. Pero con el surgimiento de los poderosos movimientos
indígenas por la autodeterminación en la segunda mitad del siglo XX, esas
naciones participaron en la redacción y establecimiento de un nuevo
derecho internacional que apoya sus aspiraciones y comenzaron a trabajar
en el apuntalamiento de su soberanía a través de la gobernanza. Mediante
este trabajo, los pueblos indígenas de Estados Unidos han
reconceptualizado sus formas actuales de gobierno sobre la base de nuevas
constituciones que reflejan sus culturas específicas. El hecho de que los
navajos estén pensando en una futura Constitución expresa ese deseo.
Como otras naciones nativas, la navaja, la más populosa y la que posee
mayor base territorial, nunca ha tenido una Constitución. Otras tienen
constituciones similares a la de Estados Unidos. Casi sesenta naciones
indígenas adoptaron constituciones antes de 1934. Después de la
aprobación de la Ley de Reorganización Indígena de ese año, otras ciento
treinta naciones redactaron constituciones siguiendo directrices federales,
pero sin participación significativa de sus ciudadanos.[369] El movimiento
por la creación, revisión o rescritura de las constituciones ha gozado de un
éxito notable en dos instancias durante la primera década del siglo XXI.
Desde 2004 a 2006 la nación osage, ubicada en el noreste de Oklahoma,
ha iniciado un proceso contencioso de reforma que produjo una nueva
Constitución. El preámbulo refleja el contexto y contenido extraordinarios
de esta nueva ley:
Nosotros, los wah-zha-zhe, conocidos como pueblo osage, habiendo formado clanes en el
pasado lejano, hemos sido un pueblo, y como pueblo hemos caminado sobre esta tierra y
gozado de las bendiciones de Wah-kon-tah por más siglos de los que realmente podemos
saber.
Habiendo resuelto vivir en armonía, nos reunimos para que una vez más podamos unirnos
como nación y como pueblo, apelando a los valores fundamentales que consideramos
sagrados: Justicia, Equidad, Compasión, Respeto y Protección hacia los Niños, Ancianos,
Todos los Seres y nuestro Ser.
En homenaje a las generaciones de líderes osages del pasado y el presente, damos gracias
por su sabiduría y coraje. Reconociendo nuestro antiguo orden tribal como base del actual
Gobierno, reformado por primera vez en la Constitución de la nación osage de 1881,
continuamos nuestro legado reorganizando nuestro Gobierno una vez más.
La Constitución, creada por el pueblo osage, otorga por la presente a cada ciudadano osage
un voto que es igual al de todos los demás y forma un Gobierno que es responsable ante los
ciudadanos de la nación osage.
Nosotros, el pueblo osage, sobre la base de haber sido pueblo por siglos, ahora
fortalecemos nuestro Gobierno para preservar y perpetuar un modo de vida osage pleno y
abundante que beneficie a todos los osages vivos y por nacer.[370]
De manera similar, en 2009 la nación tierra blanca del pueblo
anishinaabe (ojibwe) adoptó una nueva Constitución. Tierra blanca se
encuentra en la zona centro de Minnesota y es una de las reservas
anishinaabes de ese estado, además de las que hay en Wisconsin, Dakota
del Sur y Canadá. El preámbulo a la Constitución de la nación tierra blanca
es revelador:
Los anishinaabes de la nación tierra blanca son ancestros de una gran tradición de libertad
continental, una constitución nativa de familias, asociaciones totémicas. Los anishinaabes
crean relatos de razón natural, coraje, lealtad, humor, inspiración espiritual, survivance,
altruismo recíproco y soberanía cultural nativa.
Nosotros, los anishinaabes de la nación tierra blanca, para garantizar una soberanía
inherente y esencial, fomentamos tradiciones de libertad, justicia y paz, y reservamos recursos
comunes, y para garantizar los derechos inalienables de gobernanza nativa para nuestra
posteridad, constituimos, decretamos y establecemos la Constitución de la nación tierra blanca.
[371]
Gerald Vizenor, ciudadano de esa nación, autor exitoso e intelectual
destacado, participó en la redacción de la Constitución. Al explicar el
concepto de survivance, que él mismo acuñó, subraya que se trata de un
concepto que se origina en las narrativas indígenas: «Las convenciones de
la survivance crean un sentido de presencia nativa por sobre la nihilidad y la
victoria. Survivance es una presencia activa: no es ausencia, desarraigo ni
olvido etnográfico; es la continuación de narrativas, no una mera reacción,
por muy pertinente que esta sea. Los relatos de survivance son renuncias a
la dominación, a los insoportables sentimientos de tragedia y el legado del
victimry.[372], [373]
La doctrina del descubrimiento se está disolviendo a la luz de estos
profundos actos de soberanía. Pero ni las oscuras leyes coloniales ni el
trauma histórico del genocidio desaparecen sin más con el paso del tiempo,
desde luego no cuando las condiciones de vida y conciencia las perpetúan.
El movimiento indígena de autodeterminación y soberanía no solo está
transformando las comunidades y naciones indígenas del continente, sino
también, y de manera inevitable, a Estados Unidos. Cómo se están logrando
esas transformaciones es tema del capítulo final.
[333] McNickle, The Surrounded, p. 49.
[334] Como se verá en el presente capítulo, el concepto fue acuñado en el contexto de los
estudios indígenas por un intelectual de la nación tierra blanca, y denota una supervivencia activa. (N.
de la T.).
[335] Vizenor, «Constitutional Consent», p. 11.
[336] La autora estuvo presente durante los procedimientos.
[337] Véanse Watson, Buying America from the Indians; y Robertson, Conquest by Law.
[338] Miller, «International Law of Colonialism». Véanse también Deloria, Of Utmost Good
Faith, pp. 6-39; Newcomb, Pagans in the Promised Land.
[339] Undécimo periodo de sesiones, Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas de la ONU,
disponible
en:
http://social.un.org/index/IndigenousPeoples/UNPFIISessions/Eleventh.aspx
(consultado
el
3
de
octubre
de
2013)
[en
español:
https://www.un.org/development/desa/indigenouspeoples-es/sesiones-del-foropermanente/undecimo-periodo-de-sesiones.html].
[340] «International: Quakers Repudiate the Doctrine of Discovery», 17 de agosto de 2012,
Indigenous Peoples Issues and Resources, disponible en: http://indigenouspeoples issues.com/
(consultado el 3 de octubre de 2013). Véase también «The Doctrine of Discovery», disponible en:
http://www.doctrineofdiscovery.org/ (consultado el 3 de octubre de 2013).
[341] «The Doctrine of Discovery: 2012 Responsive Resolution», Unitarian Universalist
Association
of
Congregations,
disponible
en:
http://www.uua.org/statements/statements/209123.shtml (consultado el 3 de octubre de 2013).
[342] Vincent Warren, «Government Calls Native American Resistance of 1800s “Much Like
ModernDay AlQaeda”» en Truthout, 11 de abril de 2011, disponible en: http:/ truth-
out.org/news/item/330-government-calls-native-american-resistance—of-1800s-much-likemodernday-alqaeda (consultado el 3 de octubre de 2013).
[343] Sharon H. Venne, «What Is the Meaning of Sovereignty», Indigenous Women’s Network,
18 de junio de 2007, disponible en: http://indigenouswomen.org/ (consultado el 11 de noviembre de
2013).
[344] Sanchez, Treaty Council News, p. 12.
[345] Véanse Dunbar-Ortiz, Indians of the Americas; Dunbar-Ortiz, Roots of Resistance, capítulo
7, «Land, Indigenousness, Identity, and Self-Determination».
[346] Killsback, «Indigenous Perceptions of Time», pp. 150-151.
[347] Comisión de Derechos Humanos de la ONU, Subcomisión de Prevención de
Discriminaciones y Protección de las Minorías, 51.º periodo de sesiones, Los derechos humanos de
las poblaciones indígenas. Estudio sobre los tratados, convenios y otros acuerdos constructivos entre
los Estados y las poblaciones indígenas, informe final presentado por el señor Miguel Alfonso
Martínez, relator especial, 22 de junio de 1999, documento E/CN.4/Sub.2/1999/20. Véase también
Informe del Grupo de Trabajo sobre las Poblaciones Indígenas acerca de su 17.º periodo de
sesiones, 26 a 30 de julio de 1999, documento E/CN.4/Sub.2/1999/19, 12 de agosto de 1999.
[348] Rob Capriccioso, «Cobell Concludes with the Rich Getting Richer», en Indian Country
Today, 27 de junio de 2011, disponible en: <http://indiancountrytodaymedianet-work.com/>
(consultado el 3 de octubre de 2013). Véase también «Indian Trust Settlement» (el sitio web del caso
Cobell vs. Salazar), disponible en: <http://www.indiantrust.com/> (consultado el 3 de octubre de
2013); y Jodi Rave, «Milestone in Cobell Indian Trust Case», High Country News, 25 de julio de
2011, disponible en: <http://www.hcn.org/ issues/43.12/milestone-in-cobell-indian-trust-case>
(consultado el 3 de octubre de 2013).
[349] Wilkinson, «Afterword», pp. 468-469.
[350] Sobre la historia de la declaración del monte Rushmore como monumento nacional en las
Colinas Negras, ilegalmente apropiadas, véanse Larner, Mount Rushmore; y Taliaferro, Great White
Fathers. Sobre la historia del Movimiento Indígena Estadounidense, se pueden consultar Smith y
Warrior, Like a Hurricane; y Waterman y Bancroft, We Are Still Here. Véase también AIMWEST,
disponible en: http://aimwest.info/ (consultado el 3 de octubre de 2013). Sobre el Consejo
Internacional de Tratados Indios, véanse Dunbar-Ortiz, Indians of the Americas; Dunbar-Ortiz, Blood
on the Border; y el sitio web del IITC: http://www.treatycouncil.org/ (consultado el 3 de octubre de
2013).
[351] «For Great Sioux Nation, Black Hills Can’t Be Bought for $1.3 Billion», en PBS,
NewsHour,
24
de
agosto
de
2011.
Vídeo
y
transcripción
en:
http://www.pbs.org/newshour/bb/social_issues/july-dec11/blackhills_08-24.html (consultado el 3 de
octubre de 2013).
[352] Véase Dunbar-Ortiz, Economic Development in American Indian Reservations.
[353] Véase Harvard Project on American Indian Economic Development, State of the Native
Nations.
[354] Véase Light y Rand, Indian Gaming and Tribal Sovereignty.
[355] Hedges, Days of Destruction, Days of Revolt, pp. 1-58.
[356] Vine Deloria Jr., en el documental de PBS Frontline In the Spirit of Crazy Horse, 1990.
[357] Lurie, «World’s Oldest On-Going Protest Demonstration».
[358] Es posible realizar un análisis sobre pobreza y clase sin anular los efectos particulares del
colonialismo, como lo demuestra con excelencia Alyosha Goldstein en Poverty in Common, con un
capítulo titulado «On the Internal Border: Colonial Difference and the Locations of
Underdevelopment» [En la frontera interna: la diferencia colonial y las ubicaciones del
subdesarrollo], en el que aborda los casos de las naciones indígenas y Puerto Rico respecto del
estatus de soberanía y las experiencias colectivas del colonialismo, además del capitalismo.
Goldstein, Poverty in Common, pp. 77-110.
[359] Véase un excelente resumen de los testimonios en Smith, «Forever Changed», pp. 57-82.
[360] De Embree, Indians of the Americas, citado en Nabokov, Native American Testimony, p.
222
[361] Véase McBeth, Ethnic Identity and the Boarding School Experience, p. 105. Véase también
Broker, Night Flying Woman, pp. 93-94.
[362] Yvonne Leif, All Things Considered, National Public Radio, 14 de octubre de 1991.
[363] Roger Buffalohead, All Things Considered, National Public Radio, 14 de octubre de 1991.
[364] Haig-Brown, Resistance and Renewal, p. 75.
[365] Knockwood, Out of the Depths, p. 138.
[366] Alfred, Peace, Power, and Righteousness, p. XII.
[367] Smith, «Native American Feminism, Sovereignty and Social Change», p. 132; Smith,
Conquest. Véase también Erdrich, The Round House. En este libro de 2012, ganador del National
Book Award en la categoría de ficción, Erdrich, indígena anishinaabe Dakota del Norte, escribe sobre
las circunstancias que permiten los casos de violencia sexual extrema en las reservas.
[368] Amnistía Internacional Estados Unidos, Maze of Injustice.
[369] Wilkins, «Sovereignty, Democracy, Constitution», p. 7.
[370] Dennison, Colonial Entanglement, p. 197.
[371] Vizenor and Doerfler, White Earth Nation, p. 63.
[372] Concepto acuñado por el autor citado, cercano al de «victimismo». (N. de la T.).
[373] Ibid., p. 11.
Conclusión El futuro de Estados Unidos Que la colonización incesante de naciones indígenas
estadounidenses, personas y tierras le provee a Estados Unidos los recursos económicos y materiales
que necesita para proyectar su mirada imperialista en todo el mundo es un hecho obvio dentro de lo
que es, en esencia, la construcción nacional que una población de colonos hace de sí misma como
democracia multicultural y multirracial cada vez más perfecta, y al mismo tiempo algo
continuamente tapado por esa misma construcción […]. El estatus de los indígenas estadounidenses
como miembros de naciones soberanas colonizadas por Estados Unidos continúa acechando y
modificando su razón de ser.
JODI BYRD[374]
La narrativa convencional de la historia estadounidense sigue
segregando a las «guerras indias» como una subespecialización dentro de la
dudosa categoría del «Oeste». Luego están los wésterns, las novelas baratas,
las películas y los programas de televisión que casi todos los
estadounidenses tomaron junto con la leche materna, y que para mediados
del siglo XX eran populares prácticamente en cada rincón del mundo.[375] La
arquitectura de la dominación mundial de Estados Unidos se diseñó y puso
a prueba durante este periodo de militarismo continental, que a su vez se
alimentó de los cien años anteriores y generó sus propias innovaciones en la
aplicación de la guerra total. La llegada del siglo XXI vio irrumpir en la
escena mundial una nueva forma de militarismo e imperialismo
estadounidense más descarada cuando la elección de George W. Bush
significó la entrega del control de la política exterior estadounidense a una
facción neoconservadora y belicista del Pentágono, que venía gestándose
hacía mucho tiempo, y a sus halcones civiles. Sus siguientes ocho años de
control político incluyeron dos invasiones militares de gran escala y cientos
de pequeñas guerras en todo el mundo, que hicieron uso de las Fuerzas
Especiales estadounidenses y establecieron un modelo que persistió una vez
que el poder político de estos grupos había menguado.
«Territorio injun»[376]
Un analista militar de renombre dio un paso al frente y estableció las
conexiones entre las «guerras indias» y lo que él considera el brillante
pasado y futuro imperialista del país. Robert D. Kaplan, en su libro de 2005
Gruñidos imperiales, presentó varios casos de estudio que representaban, a
su entender, operaciones de gran éxito: Yemen, Colombia, Mongolia y
Filipinas, además de complejos proyectos en desarrollo en el Cuerno de
África, Afganistán e Irak.[377] Mientras los ciudadanos estadounidenses y
muchos de sus representantes electos pedían el fin de las intervenciones
militares —de aquellas de las que tenían conocimiento—, incluidas Irak y
Afganistán, Kaplan celebraba las acciones de contrainsurgencia
prolongadas en África, Asia, Oriente Medio, América Latina y el Pacífico.
Presentó una guía explicativa del control de Estados Unidos en esas áreas
del mundo basada en el hecho de que el país había conseguido la
dominación continental en Norteamérica por medio de la contrainsurgencia
y el empleo de la guerra total e ilimitada.
Kaplan, investigador meticuloso y escritor influyente nacido en 1952 en
la ciudad de Nueva York, escribió para grandes periódicos y revistas antes
de emplearse como «estratega geopolítico principal» para el think tank de
seguridad privada Stratford. Entre otros puestos importantes, ha sido
investigador principal del Center for a New American Security en
Washington D. C. y miembro del Defense Policy Board, un comité asesor
federal del Departamento de Defensa. En 2011, la revista Foreign Policy lo
señaló como uno de los «cien principales pensadores globales» del mundo.
Autor de varios libros que han sido éxitos de ventas, incluyendo Fantasmas
balcánicos y Rendición o hambre, Kaplan se convirtió en uno de los
principales impulsores intelectuales del poder mundial de Estados Unidos
obtenido mediante el conocido y eficaz «modo estadounidense de hacer la
guerra». Es el modo que puede rastrearse hasta llegar al periodo colonial
británico descrito por el historiador militar John Grenier como una
combinación de «guerra ilimitada y guerra irregular», una tradición militar
«que aceptó, legitimó y fomentó ataques contra no combatientes, y su
destrucción, y contra pueblos y recursos agrícolas […] en campañas de una
violencia perturbadora, con las que buscaban cumplir sus objetivos de
conquista».[378]
Kaplan resume su tesis en el prólogo a Gruñidos imperiales, al que
titula «Territorio injun»: Al comienzo del siglo XXI, las Fuerzas Armadas
estadounidenses ya se habían apropiado de toda la tierra y estaban listas
para inundar de tropas sus más recónditas áreas de un momento a otro.
El Pentágono dividió el planeta en cinco comandos de área, de manera similar a la división
realizada por el Ejército estadounidense del Territorio Indio del oeste estadounidense a
mediados del siglo XIX […]. Según los soldados y marines que conocí en el terreno en lejanos
rincones del planeta, la comparación con el siglo XIX es […] acertada. «Bienvenido a
territorio injun» era la frase que repetían las tropas, desde Colombia a Filipinas, incluyendo
Afganistán e Irak. Con seguridad, el problema para el Ejército estadounidense no era tanto el
fundamentalismo [islámico] como la anarquía. En realidad, la guerra contra el terrorismo se
centraba en la domesticación de la frontera.[379]
Kaplan prosigue con una ridiculización de las «elites en Nueva York y
Washington» que debaten el imperialismo en «términos históricos,
grandilocuentes», mientras que los individuos de los servicios armados
interpretan las políticas de acuerdo con las circunstancias particulares que
afrontan y permanecen indiferentes o ignorantes ante el hecho de que son
parte de un proyecto imperialista. Este libro muestra cómo funcionan el
colonialismo y el imperialismo.
Kaplan cuestiona el concepto de destino manifiesto sosteniendo que «no
era inevitable que Estados Unidos tuviera un imperio en la parte oeste del
continente». Por el contrario, afirma, el imperio del oeste fue resultado de
«pequeños grupos de hombres de frontera, separados unos de otros por
grandes distancias». Aquí Kaplan se refiere a lo que Grenier llama colonos
rangers, que destruyen las ciudades, campos y provisiones indígenas. Si
bien Kaplan resta importancia al papel del Ejército estadounidense en
comparación con el que desempeñaron los colonos «justicieros», a los que
iguala con las fuerzas especiales modernas, reconoce que el ejército regular
brindó el apoyo letal para la contrainsurgencia de los colonos al aniquilar al
búfalo, alimento de los pueblos de las llanuras, y realizar ataques continuos
a los asentamientos para matar o retener a las familias de los luchadores
indígenas.[380] Kaplan resume la genealogía del militarismo estadounidense
actual: Mientras que en los umbrales del nuevo milenio el estadounidense
promedio encontró inspiración patriótica en el legado de la guerra civil y la
Segunda Guerra Mundial, cuando se enfrentó y derrotó a los males de la
esclavitud y el fascismo, para muchos oficiales y suboficiales del Ejército
estadounidense el momento decisivo fue la lucha contra los «indios».
El legado de las guerras indias era palpable en la cantidad de bases militares repartidas por
el sur, el Medio Oeste y sobre todo las Grandes Llanuras: ese vasto desierto y estepa que
conforma el «corazón» histórico del Ejército, salpicado de famosos puestos de avanzada como
los fuertes Hays, Kearney, Leavenworth, Riley y Sill. Leavenworth, donde se bifurcaban los
senderos de Oregón y Santa Fe, ahora era el sitio de la Escuela de Comando y Estado Mayor;
Riley, la base del Séptimo de Caballería de George Armstrong Custer, ahora era la de la
Primera División de Infantería; y Sill, donde Gerónimo pasó los últimos años de su vida, ahora
era el centro de artillería […].
Si bien fueron microscópicas en cuanto a su tamaño, fueron las rápidas e irregulares
acciones militares contra los indios —inmortalizadas en bronce y óleo por Remington— las
que dieron forma a la naturaleza del nacionalismo estadounidense.[381]
Aunque Kaplan se basa principalmente en la fuente de la
contrainsurgencia estadounidense de fines del siglo XIX, en una nota al pie
informa de lo que aprendió en el Museo de Operaciones Especiales
Aerotransportadas en Fayetteville (Carolina del Norte): «Es un hecho
pequeño pero interesante el que los miembros de la 101.ª División
Aerotransportadora, en preparación para su aterrizaje en paracaídas el Día
D, se rasuraran al estilo mohawk y se pintaran la cara».[382] Esto nos
retrotrae a las guerras coloniales de la preindependencia, pasando por el
periodo de independencia estadounidense y el mito popularizado por El
último mohicano.
Kaplan refuta el argumento de que los ataques al World Trade Center y
al Pentágono del 11 de septiembre de 2001 hayan introducido al país en una
nueva era de guerras y lo hayan llevado a establecer bases militares en todo
el mundo. Kaplan señala correctamente que, antes de 2001, el Mando de
Operaciones Especiales del Ejército había estado llevando a cabo maniobras
desde la década de 1980 en «ciento setenta países por año, con un promedio
de nueve “profesionales silenciosos” en cada misión. El alcance de Estados
Unidos era extenso; su participación en los Estados más recónditos,
proteica. En lugar del Ejército de ciudadanos conscriptos que combatió en
la Segunda Guerra Mundial, ahora había un Ejército profesional que, igual
que otras fuerzas imperiales a lo largo de la historia, disfrutaba del estilo de
vida del soldado como fin en sí mismo».[383]
El 13 de octubre de 2011, en su declaración ante el Comité de Servicios
Armados de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, el general
Martin Dempsey afirmó: «No asumí la presidencia del Estado Mayor
Conjunto para supervisar el deterioro de las Fuerzas Armadas de Estados
Unidos, ni un estado final en el que esta nación y su Ejército no sean una
potencia mundial […]. Eso no es lo que somos como nación».
El regreso de la tortura legalizada Los cuerpos —cuerpos
torturados, cuerpos sexualmente violados, cuerpos
encarcelados, cuerpos muertos— aparecieron como tema
principal durante los primeros años posteriores a los ataques
de septiembre de 2011, durante el gobierno de George W. Bush,
a los que se respondió con una guerra de venganza contra
Afganistán y con el derrocamiento del Gobierno de Irak. Los
afganos que resistían a las fuerzas estadounidenses y otros
que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado
fueron detenidos y, la mayoría, trasladados a una instalación
carcelaria construida apresuradamente en la base militar de
Guantánamo, isla de Cuba, tierra apropiada por Estados Unidos
en su guerra de 1898. En lugar de otorgarles a los prisioneros el
estatus de prisioneros de guerra, con el que habrían gozado de
ciertos derechos de conformidad con las convenciones de
Ginebra, se los designó como «combatientes ilegales», una
calificación desconocida hasta el momento en los anales de la
historia bélica de Occidente. Como tales, los detenidos fueron
torturados por interrogadores estadounidenses y sometidos
desvergonzadamente a observación por psicólogos civiles y
personal médico.
Como respuesta a los cuestionamientos y las condenas recibidos de
distintas partes del mundo, un profesor de Derecho Internacional de la
Universidad de California, John C. Yoo, con licencia para desempeñarse
como fiscal general adjunto de la Oficina de Asesoría Jurídica del
Departamento de Justicia, redactó en marzo de 2003 lo que se convirtió en
el infame «Memorando de tortura». En ese momento, no se puso mucha
atención a uno de los precedentes que Yoo utilizó para defender la
denominación «combatiente ilegal»: el dictamen del Tribunal Supremo
estadounidense de 1873 en el caso de los prisioneros indígenas modocs.
En 1872, un grupo de hombres modocs encabezados por Kintpuash,
también conocido como el capitán Jack, intentó regresar a su territorio en el
norte de California después de que el Ejército los cercara y los obligara a
compartir una reserva en Oregón. Las tropas estadounidenses y milicianos
de Oregón rodearon al grupo de cincuenta y tres insurgentes y los obligaron
a refugiarse en los estériles y rugosos campos de lava que circundan Lassen
Peak, un volcán inactivo, y parte de su tierra ancestral, que conocían como
la palma de su mano. Más de mil soldados al mando del general Edward
R. S. Canby, exgeneral de la guerra civil, intentaron capturar a la
resistencia, pero no lo lograron, ya que los modocs habían iniciado una
efectiva guerra de guerrillas. Antes de la guerra civil, Canby había
desarrollado su carrera militar luchando en la Segunda Guerra Seminola y
luego en la invasión de México. Se lo destinó a Utah en la víspera de la
guerra civil, donde dirigió ataques contra los navajos, y luego comenzó su
servicio en Nuevo México. Por lo tanto, Canby era un avezado asesino de
indígenas. En una reunión de negociación entre el general y Kintpuash, el
líder modoc mató al general y los otros comisionados cuando estos solo
permitieron la rendición. En respuesta, Estados Unidos envió a otro
exgeneral de la guerra civil con más de mil soldados de refuerzo, y en abril
de 1873 estas tropas atacaron la fortaleza modoc; esta vez obligaron a los
luchadores indígenas a huir. Tras cuatro meses de combate, que le costaron
a Estados Unidos casi quinientos mil dólares —hoy casi diez millones— y
las vidas de más de cuatrocientos soldados y un general, la reacción
nacional contra los modocs fue la venganza.[384] Kintpuash y otros cautivos
fueron encarcelados y luego ahorcados en Alcatraz y a las familias modocs
se las repartió en distintas reservas. Embalsamaron el cadáver de Kintpuash
y lo exhibieron en circos por todo el país. El comandante de la división
militar del Pacífico en ese momento, teniente general John M. Schofield,
escribió sobre la guerra contra los modocs en sus memorias, Forty-Six Years
in The Army [Cuarenta y seis años en el Ejército]: «Si pudiera separarse a
los inocentes de los culpables, la plaga, la pestilencia y el hambre no serían
castigos injustos para los crímenes cometidos en este país contra los
ocupantes originales de este suelo».[385]
Trazando una analogía jurídica entre los prisioneros modocs y los
detenidos de Guantánamo, el fiscal general adjunto Yoo empleó la categoría
jurídica de homo sacer: en el derecho romano, una persona apartada de la
sociedad, excluida de sus protecciones legales, pero, aun así, sujeta al poder
del soberano.[386] Cualquiera puede matar a un homo sacer sin que se
considere un asesinato. Como señala Jodi Byrd: «Uno empieza a entender
por qué en los infames memorandos de tortura de John C. Yoo del 14 de
marzo de 2003 se citaban las comisiones militares de 1865 y el dictamen de
1873 “Prisioneros indígenas modocs” para articular un poder ejecutivo al
declarar el estado de excepción, sobre todo cuando el dictamen en
“Prisioneros indígenas modocs” señala explícitamente al indígena como
homo sacer ante el Estado».[387] Para reforzar su argumento, Yoo citó el
dictamen de 1873: No se puede pretender que un soldado de Estados
Unidos sea culpable de asesinato si mata a un enemigo público en combate,
como sería el caso si las leyes convencionales estuvieran vigentes y fueran
aplicables a un acto cometido bajo tales circunstancias. Todas las leyes y
costumbres de la guerra civilizada podrían no ser aplicables a un conflicto
armado con las tribus indias en nuestra frontera occidental, pero las
circunstancias que rodean a los asesinatos de [el general del Ejército] Canby
y Thomas [comisionado de paz estadounidense] son tales que hacen que
estos sean una violación tanto de las leyes de la guerra salvaje como las de
la guerra civilizada, y los indígenas involucrados comprenden plenamente
la bajeza y traición de su acto.[388]
Byrd observa que, según esta línea de pensamiento, era posible matar
legalmente a cualquiera que pudiera ser definido como «indio», y también
se lo podía responsabilizar por crímenes cometidos contra cualquier soldado
estadounidense: «Por lo tanto, en ese momento los ciudadanos de las
naciones indígenas estadounidenses se convierten en el origen de lo que
luego sería el combatiente terrorista apátrida en las enunciaciones de
soberanía de Estados Unidos».[389]
Militarización multiplicada El archipiélago de Chagos está
compuesto por más de sesenta pequeñas islas de coral
aisladas en el océano Índico, a medio camino entre África e
Indonesia, a unos mil seiscientos kilómetros al sur de la India.
Entre 1968 y 1973, Estados Unidos y Gran Bretaña, esta última
como administradora colonial, expulsaron forzosamente a los
habitantes indígenas de las islas, los chagosianos. La mayoría
de los dos mil deportados terminaron a más de mil kilómetros
de allí, en Mauricio y las Seychelles, donde los arrojaron a la
pobreza y los olvidaron. El propósito de esta expulsión era
crear una importante base militar en una de las islas
chagosianas, Diego García. Como si ser rodeados y expulsados
de su tierra natal en nombre de la seguridad global no fuera
suficiente crueldad, antes de ser deportados, los chagosianos
tuvieron que ver cómo los agentes británicos y soldados
estadounidenses metían a sus perros en cobertizos sellados
donde los gaseaban y les prendían fuego. Como escribe David
Vine en su crónica de esta tragedia: La base de Diego García se
ha convertido en una de las instalaciones militares
estadounidenses más secretas y poderosas del mundo, desde
la que se iniciaron las invasiones de Afganistán e Irak (dos
veces), se amenazó a Irán, China, Rusia y naciones desde el sur
de África hasta el sudeste de Asia, que además aloja un centro
de detención secreto de la CIA para sospechosos de terrorismo
de alto perfil, y es hogar de miles de miembros del Ejército y
miles de millones de dólares en armamento.[390]
Los chagosianos no son los únicos indígenas en el mundo a los que ha
desplazado el Ejército estadounidense, sino que este ha establecido un
patrón durante y después de la guerra de Vietnam de desplazamientos
forzosos de indígenas de los sitios que considera estratégicos para sus bases
militares. El pueblo del atolón Bikini en el Pacífico Sur y la isla de Vieques
en Puerto Rico tal vez sean los ejemplos más conocidos, pero también está
el pueblo inughuit de Thule, en Groenlandia, y los miles de okinawenses e
indígenas de Micronesia. Durante la dura deportación de los micronesios en
la década de 1970, la prensa puso algo de atención. Como respuesta a la
pregunta de un periodista, el secretario de Estado Henry Kissinger dijo
sobre los micronesios: «Allí hay solamente noventa mil personas. ¿A quién
le importa?».[391] Esta es una declaración de tolerancia al genocidio.
Al comienzo del siglo XXI, Estados Unidos administraba más de
novecientas bases militares en el mundo: 287 en Alemania, 130 en Japón,
106 en Corea del Sur, 89 en Italia, 57 en las islas británicas, 21 en Portugal
y 18 en Turquía, entre otras. El número también incluía bases adicionales o
instalaciones militares en Aruba, Australia, Yibuti, Egipto, Israel, Singapur,
Tailandia, Kirguistán, Kuwait, Catar, Baréin, los Emiratos Árabes Unidos,
Creta, Sicilia, Islandia, Rumania, Bulgaria, Honduras, Colombia y Cuba
(Guantánamo), entre otras localizaciones en unos ciento cincuenta países,
junto con las que se instalaron recientemente en Irak y Afganistán.[392]
En su libro The Militarization of Indian Country [La militarización del
Territorio Indígena], la activista y escritora anishinaabe Winona LaDuke
analiza los persistentes efectos negativos del Ejército en los indígenas
estadounidenses considerando las consecuencias ocasionadas a la
economía, la tierra, el futuro y las personas indígenas, sobre todo a los
veteranos de guerra y sus familias. Los territorios indígenas de Nuevo
México están infestados de sitios de almacenamiento de armas nucleares y
los territorios shoshone y paiute en Nevada están marcados por décadas de
pruebas nucleares en la superficie y bajo tierra. La nación navaja y algunos
indígenas pueblo de Nuevo México han vivido décadas de minería de
uranio a cielo abierto, con la consiguiente contaminación del agua y los
efectos mortíferos en la salud. LaDuke escribe: «Estoy estupefacta con el
impacto del Ejército en el mundo y en los indígenas de Estados Unidos. Es
ubicuo».[393]
La politóloga Cynthia Enloe, que se especializa en la política exterior de
Estados Unidos y su Ejército, observa que la cultura estadounidense se ha
militarizado aún más a partir de los ataques al World Trade Center y el
Pentágono. Al analizar esta tendencia lo hace desde una perspectiva
feminista: La militarización […] [está] sucediendo a nivel individual,
cuando se convence a una mujer que tiene un hijo de que la mejor manera
de ser una buena madre es dejar que el reclutador del Ejército reclute a su
hijo para que el hijo se levante del sofá; cuando se la convence de que lo
deje ir, si bien de forma reacia, está siendo militarizada. No está tan
militarizada como alguien que es soldado de las fuerzas especiales, pero
igualmente está militarizada. Alguien que se entusiasma porque un
bombardero a reacción sobrevuela un estadio de fútbol americano para
inaugurar la temporada deportiva y se alegra de estar en el estadio para
poder verlo está militarizado. Entonces, la militarización no tiene que ver
solamente con la pregunta: «¿Cree que el Ejército es la parte más
importante del Estado?» (aunque obviamente esto es importante). No se
trata solamente de preguntar: «¿Cree que el uso de la violencia colectiva es
la manera más eficaz de solucionar los problemas sociales?», que también
es parte de la militarización. Pero además tiene que ver —sin duda en
Estados Unidos— con la cultura común, cotidiana.[394]
Sin embargo, como advierte John Grenier, los aspectos culturales de la
militarización no son nuevos; tienen profundas raíces históricas que llegan
hasta el pasado de colonialismo británico del país y atraviesan a lo largo de
tres siglos las implacables guerras de conquista y limpieza étnica.
Más allá de su inherente utilidad militar, los estadounidenses también le hallaron un
propósito a la primera manera de hacer la guerra: la construcción de una «identidad
estadounidense» […]. El perdurable atractivo del mito idealizado de la «población» (no la
conquista) de la frontera, ya sea por hombres «reales», como Robert Rogers o Daniel Boone, o
ficticios, como la creación de James Fenimore Cooper, Nathaniel Bumppo, nos hace ver lo que
D. H. Lawrence llamó el «mito del estadounidense blanco esencial».[395]
La astronómica cantidad de armas de fuego que poseen los civiles
estadounidenses, con la Segunda Enmienda como mandato sagrado,
también tiene una relación intrínseca con la cultura militarista. La vida
cotidiana y la cultura en general están dañadas por el aumento de la
militarización, y esto incluye a la academia, sobre todo a las ciencias
sociales, dado que se recluta a psicólogos y antropólogos como asesores del
Ejército. El antropólogo David H. Price, en su indispensable libro
Weaponizing Anthropology, resalta que «la antropología siempre se ha
alimentado entre las líneas de combate». La antropología nació de las
guerras coloniales europeas y estadounidenses. Price, como Enloe, ve a
comienzos del siglo XXI una aceleración de la militarización: «Hace mucho
tiempo que se viene armando a la antropología y otras ciencias sociales, y el
clima de miedo en Estados Unidos después del 11S, junto con recortes en el
financiamiento académico tradicional, crearon las condiciones para una
especie de tormenta perfecta para la militarización de la disciplina y la
academia en su conjunto».[396]
En su serie documental emitida por la televisión por cable, que constaba
de diez partes, y en el libro de setecientas páginas que lo acompañaba, La
historia silenciada de Estados Unidos, el director Oliver Stone y el director
Peter Kuznick preguntan: «¿Por qué nuestro país tiene bases militares en
cada región del globo, llegando a más de mil según algunos cálculos? ¿Por
qué Estados Unidos destina la misma cantidad de dinero a su Ejército que
todo el resto del mundo junto? ¿Por qué aún tiene miles de armas nucleares,
muchas en estado de alerta extrema, aunque ninguna nación representa una
amenaza inminente?».[397] Son preguntas clave y, sin embargo, Stone y
Kuznick condenan la situación, pero no responden las preguntas. Los
autores consideran que la emergencia de Estados Unidos como única
superpotencia mundial después de la Segunda Guerra Mundial es una
marcada divergencia de las intenciones originales de los padres fundadores
y del desarrollo histórico antes de mediados del siglo XX. Citan un discurso
del Día de la Independencia del presidente John Quincy Adams en el que
condenaba el colonialismo británico y afirmaba que Estados Unidos «no va
al extranjero en busca de monstruos para destruir». Stone y Kuznick no
mencionan que en ese momento Estados Unidos estaba invadiendo,
sometiendo, colonizando y desplazando a los agricultores indígenas de sus
tierras, que lo hizo desde su fundación y que lo seguiría haciendo a lo largo
del siglo XIX. Al ignorar la base fundamental del desarrollo de Estados
Unidos como potencia imperialista, no ven que el imperio de ultramar era el
desenlace lógico del camino que el país eligió en el momento de su
fundación.
Norteamérica es una escena del crimen Jodi Byrd escribe: «La
historia del nuevo mundo es el horror; la de Estados Unidos, el
crimen». Sostiene que es necesario comenzar por el origen de
Estados Unidos como Estado de colonos y su intención
manifiesta de ocupar el continente. Estos orígenes contienen
las semillas históricas del genocidio. Cualquier historia
verdadera de Estados Unidos debe poner el foco en lo que les
ha sucedido a los pueblos indígenas (y lo que ha sucedido con
ellos) y lo que aún sucede.[398] No son solo los actos
colonialistas del pasado, sino también «la colonización
incesante de las naciones, los pueblos y las tierras indígenas
de Estados Unidos» lo que le permite al país «proyectar su
mirada imperialista a nivel mundial» con «lo que es en esencia
la construcción nacional que una colonia de población hace de
sí misma como una democracia multicultural y multirracial cada
vez más perfecta», mientras «el estatus de los indígenas
estadounidenses como miembros de naciones soberanas
colonizadas por Estados Unidos continúa acechando y
modificando su razón de ser». Aquí Byrd cita a la académica
lakota Elizabeth Cook-Lynn, que detalla la conexión entre las
«guerras indias» y la guerra de Irak: La actual misión de
Estados Unidos de convertirse en el centro del iluminismo
político que es necesario mostrar al resto del mundo comenzó
con las guerras indias y se ha vuelto la peligrosa provocación
del propósito histórico de esta nación. La conexión histórica
entre el suceso de Little Bighorn y el «levantamiento» en
Bagdad debe ser parte del diálogo político de Estados Unidos
si la ficción de la descolonización ha de suceder y la esperada
deconstrucción de la historia colonial ha de hacerse realidad.
[399]
Lo que ocurre cuando los individuos suponen que no son cómplices en
las estructuras de dominación y opresión es una «carrera hacia la
inocencia».[400] Este concepto captura la suposición comprensible que
hacen los nuevos inmigrantes o los hijos de los nuevos inmigrantes en
cualquier país: suponen que no pueden ser responsables de lo que sucedió
durante el pasado en su país adoptivo. Tampoco son culpables los que ya
son ciudadanos, aunque sean descendientes de dueños de esclavos, asesinos
de indígenas o el mismísimo Andrew Jackson. Sin embargo, en una
sociedad de colonos que no ha saldado cuentas con su pasado, cualquiera
que sea el trauma histórico que entraña la ocupación de la tierra afecta las
presunciones y los comportamientos de las generaciones en cada momento
dado, incluyendo a los inmigrantes y los hijos de inmigrantes recientes.
En Estados Unidos, el legado del colonialismo de asentamiento puede
verse en las interminables guerras de agresión y ocupaciones; en los
billones destinados a la maquinaria de guerra, las bases militares y el
personal, y no a los servicios sociales y la educación pública; en las
ganancias netas de las corporaciones, cada una de las cuales posee más
recursos y fondos que más de la mitad de los países del mundo y, sin
embargo, pagan impuestos mínimos y dan muy pocos empleos a los
ciudadanos estadounidenses; en la represión de generaciones y
generaciones de activistas que buscan cambiar el sistema; en la
encarcelación de los pobres, sobre todo los descendientes de los africanos
esclavizados; en el individualismo, cuidadosamente inculcado, que por un
lado lleva a las personas a culparse a sí mismas por el fracaso personal y
por el otro exalta la competencia descarnada de todos contra todos por el
éxito, aunque rara vez dé resultados; y en las altas tasas de suicidio,
drogadicción, alcoholismo, violencia sexual contra mujeres y niños, falta de
vivienda, abandono escolar y violencia con armas de fuego.
Estos son síntomas —y hay muchos más— de una sociedad
profundamente perturbada, y no son nuevos. El extenso e influyente
movimiento entre las décadas de 1950 y 1970 por los derechos civiles,
laborales, de los estudiantes y las mujeres expuso las desigualdades
estructurales en la economía y los efectos históricos de más de dos siglos de
esclavitud y guerras genocidas brutales iniciadas contra los pueblos
indígenas. Por un momento, la sociedad estadounidense estuvo a punto de
emprender un proceso de búsqueda de la verdad respecto de las atrocidades
del pasado exigiendo el fin de las agresivas guerras y la pobreza, demandas
protagonizadas por el enorme movimiento por la paz de la década de 1970 y
la guerra contra la pobreza, la discriminación positiva, el transporte escolar
obligatorio, la reforma penitenciaria, la igualdad de las mujeres y los
derechos reproductivos, el fomento de las artes y las humanidades, los
medios públicos, la Ley de Autodeterminación Indígena y muchas otras
iniciativas.[401]
Una versión más sofisticada de la carrera hacia la inocencia que ayuda a
perpetuar el colonialismo de asentamiento comenzó a desarrollarse en la
teoría de los movimientos sociales en la década de 1990, popularizada en el
trabajo de Michael Hardt y Antonio Negri. Commonwealth: el proyecto de
una revolución en común, tercer volumen de una trilogía, es uno de los
tantos libros de una moda académica de principios del siglo XXI que busca
revivir el concepto europeo medieval de los «comunes» como aspiración
para los movimientos sociales contemporáneos.[402] La mayoría de los
escritos sobre los bienes comunes apenas mencionan cuál será el destino de
los pueblos indígenas en relación con la propuesta de que todas las tierras
sean compartidas. Dos académicas y activistas canadienses, Nandita
Sharma y Cynthia Wright, por ejemplo, no escatiman palabras al rechazar
las reclamaciones indígenas de tierras y soberanía y las caracterizan como
elitismo xenófobo. Creen que las reclamaciones indígenas son un
«neorracismo regresivo a la luz de las diásporas mundiales que en todo el
mundo emergen de su estado de opresión».[403]
La académica cree Lorraine Le Camp llama a este tipo de eliminación
de los pueblos indígenas en Norteamérica «terranulismo», remontándose a
la caracterización que se hace en la doctrina del descubrimiento de las
tierras supuestamente vacías: terra nullis.[404] Es un tipo de historia en la
que nadie tiene la culpa. Desde la teoría de un futuro liberado sin fronteras
ni naciones, de un impreciso concepto de «comunes» para todos, los
teóricos descartan el presente y la presencia de las naciones indígenas que
luchan por liberarse de situaciones de colonialismo. Por lo tanto, la retórica
y los programas indígenas para la descolonización, la consolidación de sus
naciones y la soberanía son, según este proyecto, inválidos e inútiles.[405]
Desde la perspectiva indígena, como explica Jodi Byrd, «cualquier noción
de bienes comunes que habla por los indígenas y como indígenas, pero que
al mismo tiempo propone transformar la gobernanza indígena o incorporar
a los indígenas en una multitud que luego podría residir en esas tierras
forzosamente quitadas a los indígenas no hace nada por alterar la intención
colonialista del proceso histórico inicial, que ahora se repite».[406]
Partes del cuerpo Otro aspecto de la demanda de dominio
público estadounidense aparece simulado como ciencia. A
pesar de la promulgación en 1990 de la Ley de Protección y
Repatriación de Tumbas Indígenas (Nagpra), algunos
investigadores, con el pretexto de lo científico, han peleado con
uñas y dientes por retener los restos y elementos funerarios de
unos dos millones de indígenas que se mantienen
almacenados, en gran parte sin catalogar, en el Instituto
Smithsoniano y otros museos y en universidades, sociedades
históricas estatales, oficinas del Servicio de Parques
Nacionales, depósitos y tiendas de curiosidades. Hasta la
década de 1990, los arqueólogos y antropólogos físicos
afirmaron necesitar los restos —que calificaban como
«recursos» o «datos», pero raras veces como «restos
humanos»— para la experimentación «científica», pero la
mayoría estaban guardados en cajas al azar.[407]
Con esta demanda, también cuestionan la definición de «indígena
estadounidense» y el derecho a la soberanía de los demandantes. Incluso
acusan a los indígenas de oponerse a la ciencia por pedir la repatriación de
los restos de sus parientes.[408] Sin embargo, desde que el antropólogo
Franz Boas desacreditó las teorías de superioridad e inferioridad racial en
1911, sobre las que se basan ese tipo de investigaciones, hubo muy pocos
análisis de partes del cuerpo de indígenas. Cuando Ishi —identificado por
anglos en 1911 como el último yahi del norte de California— murió, en
1916, el antropólogo de la Universidad de California en Berkeley que lo
había estudiado a él y a su cultura, Arthur Kroeber, insistió en que se
realizara un entierro indígena tradicional y no una autopsia, según los
deseos de Ishi. Cuando se le preguntó por el fin científico, Kroeber dijo: «Si
se dice algo sobre el interés de la ciencia, digan en mi nombre que la
ciencia se puede ir al carajo […]. Además, no puedo creer que
materialmente haya algún tipo de valor científico. Tenemos cientos de
esqueletos indígenas que nadie viene a estudiar».[409]
A pesar de la postura de Kroeber, retiraron el cerebro de Ishi y lo
enviaron al Instituto Smithsoniano en Washington. Como señala el
antropólogo Erik Davis, los cuerpos nunca han tenido valor científico, sino
que se han convertido en un fetiche: «Una marca de valor, cuyo poder
deriva específicamente del ocultamiento del referente al que en principio
hacía referencia. Afirmo que la identidad indígena, y su forma material, el
cuerpo indígena muerto, ha funcionado por muchísimo tiempo, y cada vez
con más poder, como un fetiche que indica la posesión de la tierra por parte
de los que ya la han conquistado».[410]
El fenómeno del «hombre de Kennewick» en la década de 1990 reveló
mucho sobre la patología que menciona Davis. En 1996 se encontraron un
esqueleto y un cráneo casi completos en la ribera de un río en la tierra
tradicional de la nación umatilla, cerca de Kennewick (Washington). El
médico forense del condado determinó que los huesos eran antiguos —de al
menos nueve mil años— y que, por lo tanto, pertenecían a un indígena
estadounidense. Según indicaba la ley Nagpra, debían entregarse a las
autoridades umatillas. Pero un arqueólogo local, James C. Chatters, pidió
examinar los restos. Varias semanas después, Chatters convocó una
conferencia de prensa en la que anunció que los restos eran «caucasoides» y
tenían una historia que contar. Hasta ese momento se había prestado poca
atención al hallazgo, pero a partir de las afirmaciones de Chatters se volvió
una sensación pública atizada por titulares como: «Europeos invaden
Estados Unidos: 20000 a. C.» (Discover), «¿Había alguien aquí antes que
los indígenas estadounidenses?» (New Yorker), «Estados Unidos antes de
los indígenas» (US News and World Report) y «A la caza de los primeros
estadounidenses» (National Geographic). El arqueólogo había sacado una
serie de conclusiones lógicas a partir de una premisa falsa: los restos eran
antiguos; el esqueleto y el cráneo supuestamente no se parecían a los de los
indígenas vivos, y serían más parecidos a los de los europeos modernos; por
lo tanto, los europeos fueron «los primeros estadounidenses». El Instituto
Estadounidense de Arqueología desestimó estas afirmaciones y denunció la
ya desacreditada «ciencia» que determina las características raciales
proyectadas en el tiempo. Aun así, las mentiras se metieron en la mente del
público y en los medios prejuiciosos.
Estaba claro que la polémica no era sobre la ciencia, sino sobre las
reclamaciones indígenas de antigüedad, soberanía y derechos, y sobre el
resentimiento de los colonos. Chatters lo dejó claro cuando lo entrevistaron
para el programa de la CBS 60 Minutes: «La resistencia de la tribu a que se
le hagan más pruebas al hombre de Kennewick se basa en gran parte en el
miedo, miedo de que si alguien estuvo aquí antes que ellos, su estatus como
naciones soberanas y todo lo que ello conlleva —derechos establecidos en
tratados, casinos lucrativos, etc.— podrían estar en riesgo». El grupo
supremacista blanco Asutru Folk Assembly hizo una declaración similar:
«El hombre de Kennewick es pariente nuestro […]. Los grupos indígenas
estadounidenses han rechazado firmemente esta idea porque perciben que
tienen mucho que perder si su estatus como “primeros estadounidenses”
queda anulado. No dejaremos que escondan nuestro patrimonio aquellos
que buscan enturbiarlo».[411]
Chatters decía que el hombre de Kennewick «tiene muchas historias que
contar […]. Cuando uno trabaja con estos individuos, se desarrolla una
empatía, es como conocer a otro individuo íntimamente».[412] Erik Davis,
que llama a esta identificación del científico con los restos que estudia
«ventriloquia patológica», señala que incluso el juez que se puso del lado de
Chatters en la disputa con la nación umatilla se metió en la farsa y dijo que
los restos eran «un libro que se puede leer, una historia escrita en hueso en
lugar de papel, como la historia de una región puede “leerse” observando
capas de roca o hielo o los anillos de un árbol».[413] Hace cuarenta y cinco
años, el arqueólogo Robert Silverberg escribió sobre el atractivo de las
«tribus perdidas» para los angloestadounidenses: «El sueño de una raza
prehistórica perdida en el corazón de Estados Unidos era profundamente
gratificante, y si los vencidos habían sido gigantes, blancos, israelitas,
daneses, toltecas o gigantes judíos toltecas vikingos blancos, mucho
mejor».[414] Cualquier cosa menos indígenas, porque eso sería un
recordatorio para los descendientes de los colonos anglos de que robaron el
continente, se cometió genocidio y se repobló la tierra con colonos que
buscan autenticidad, pero que nunca la encuentran, porque viven con la
mentira, sospechan la verdad y la temen.
Espíritus y demonios de los que hay que escapar Un símbolo
viviente de la historia genocida de Estados Unidos, y una
especie de consciencia subconsciente de ella, es la «Mansión
Misteriosa de Winchester», un sitio turístico en el Valle de Santa
Clara (Silicon Valley), en el norte de California. Ubicada a unos
ochenta kilómetros al sur de San Francisco, se la promociona
como la «casa de los espíritus» en carteles que comienzan a
aparecer en Oregón hacia el norte y en San Diego al sur. Sarah
L. Winchester, la acaudalada viuda de William Wirt Winchester,
construyó la mansión victoriana para eludir a los espíritus,
aunque no hay registro de que alguno haya logrado meterse en
su casa. Podría decirse, tal vez, que el proyecto de la señora
Winchester desde 1884 hasta su muerte, en 1922, fue un éxito.
Es probable que hubiese estado al tanto de la difundida Danza
de los Espíritus que se celebró en 1890 y terminó en el
asesinato de Toro Sentado y la masacre de Wounded Knee. Los
bailarines creían que la danza traería de vuelta a sus guerreros
muertos.
Tiene sentido que la señora Winchester sintiera la necesidad de
protegerse de los espíritus de aquellos que habían sido asesinados con el
rifle de repetición Winchester que el padre de su difunto esposo había
inventado y producido en 1866 y que luego perfeccionó diseñando modelos
aún más letales. La señora Winchester heredó la fortuna acumulada por la
familia de su esposo gracias a las ventas del rifle. Había un comprador
mayoritario: el Departamento de Guerra de Estados Unidos. La razón
principal de las compras ingentes del Departamento de Guerra: matar
indígenas. El rifle era una innovación tecnológica pensada especialmente
para las campañas del Ejército contra los indígenas de las llanuras después
de la guerra civil.
La mansión Winchester deja atónito a todo el que la recorre. Hay cinco
pisos, más o menos, ya que están en distintos niveles. Las habitaciones, por
sí solas, parecen normales, decoradas al estilo victoriano de finales del siglo
XIX, pero hay más de lo que se aprecia a simple vista cuando se va de las
salas a las habitaciones, a la cocina, a los armarios, y de un piso a otro.
Varias escaleras no conducen a ningún sitio y hay escotillas secretas que
ocultan las escaleras verdaderas. Las puertas de los armarios dan a paredes
y algunos muebles son en realidad puertas que dan a los armarios. Enormes
bibliotecas sirven de entrada a los cuartos contiguos. Parte de la casa no
estaba terminada cuando murió la viuda, puesto que tenía a los
constructores trabajando todos los días de sol a sombra, agregando
habitaciones y trampas hasta el momento de su muerte. Los visitantes que
recorren el hogar de la viuda quedan estupefactos y, tal vez, entristecidos
por las pruebas que por todos los rincones muestran los miedos y la
angustia de una persona perturbada mentalmente. Y, sin embargo, hay otra
posibilidad: un sentido del andamiaje que sostiene a la sociedad
estadounidense, una especie de holograma en las mentes de cada una de las
personas del continente.
Quizá la señora Winchester era más consciente de la verdad que la
mayoría de las personas, y por ello temía sus consecuencias. De todas
formas, Estados Unidos, que sigue encontrando o inventando enemigos en
todo el mundo, que amplía lo que ya es una de las fuerzas militares más
grandes del mundo y aumenta su red global de bases militares, todo en
nombre de la «seguridad» nacional o global, ¿acaso no se parece a la señora
Winchester, que intenta detener a los espíritus permanentemente? La culpa
que se aloja en la mayoría se entierra y se expresa de otros modos, a una
escala mayor, como una «regeneración mediante la violencia», para utilizar
la expresión de Richard Slotkin.
El futuro ¿Cómo puede la sociedad estadounidense hacer las
paces con su futuro? ¿Cómo puede reconocer su
responsabilidad? El difunto historiador indígena Jack Forbes
siempre recalcó que, si bien los vivos no son responsables de
lo que hicieron sus ancestros, son responsables de la sociedad
en la que viven, que es resultado de ese pasado. Asumir esta
responsabilidad es un medio de supervivencia y liberación.
Todos y todo en el mundo se ven afectados, en mayor parte de
manera negativa, por la dominación e intervención
estadounidenses, que por lo general son violentas y se realizan
con métodos militares directos o a través de terceros. Es un
asunto apremiante. El historiador y maestro Juan GómezQuiñones escribe: «Los antepasados y legados indígenas
estadounidenses deben ser parte esencial de los programas de
estudio desde el jardín de infancia hasta la escuela secundaria
y de las investigaciones universitarias y exposiciones de
posgrado […], con una plena integración de las historias y
culturas indígenas en los programas académicos». GómezQuiñones creó una medida de inteligencia en Estados Unidos:
el «coeficiente indígena».[415]
Los pueblos indígenas ofrecen posibilidades de vida después del
imperio, posibilidades que no borran los crímenes del colonialismo ni
implican la desaparición de los pueblos originarios colonizados vistiéndola
de inclusión como individuos. Ese proceso comienza debidamente con el
respeto a los tratados que Estados Unidos celebró con las naciones
indígenas; la restitución de todos los sitios sagrados, comenzando por las
Colinas Negras e incluyendo la mayoría de los parques y las tierras que
posee el Gobierno federal, y de todos los elementos sagrados y los restos
robados; y el pago de compensaciones suficientes para reconstruir y
expandir las naciones indígenas. En el proceso, el continente se verá
radicalmente reconfigurado, en términos físicos y psicológicos. Para que el
futuro sea una realidad, se necesitarán programas educativos exhaustivos y
el pleno apoyo y la participación activa de los descendientes de colonos,
africanos esclavizados, mexicanos colonizados y también de las
poblaciones de inmigrantes.
En palabras del poeta acoma Simon Ortiz: El futuro no estará enfadado
con la pérdida y el desperdicio aunque la memoria sí.
Estará allí: los ojos se volverán amables y profundos, y los huesos de esta nación se
soldarán después de la revolución.[416]
[374] Byrd, Transit of Empire, pp. 122-123.
[375] Véase un estudio magistral en Slotkin, Gunfighter Nation.
[376] Injun, variación ortográfica en desuso de indian [indio]. Informal y despectivo, se utilizaba
hacia finales del siglo XVII para designar a los indígenas estadounidenses. (N. de la T.).
[377] Kaplan, Imperial Grunts.
[378] Grenier, The First Way of War, p. 10.
[379] Kaplan, Imperial Grunts, pp. 3-5.
[380] Ibid., p. 6.
[381] Ibid., pp. 8, 10.
[382] Ibid., p. 10.
[383] Ibid., pp. 7-8.
[384] Hoxie, Encyclopedia of North American Indians, p. 319.
[385] Byrd, Transit of Empire, pp. 226-228.
[386] Agamben, Homo Sacer.
[387] Byrd, Transit of Empire, pp. 226-227.
[388] The Modoc Indian Prisoners, 14 Op. Att’y Gen. 252 (1873), citado en John C. Yoo,
Memorandum for William J. Haynes II, General Counsel of the Department of Defense, 14 de marzo
de 2003, p. 7. Citado en Byrd, Transit of Empire, p. 227.
[389] Byrd, Transit of Empire, p. 227.
[390] Vine, Island of Shame, p. 2.
[391] Kissinger citado en ibid., p. 15.
[392] Ibid., pp. 15-16.
[393] LaDuke, Militarization of Indian Country, p. XVI.
[394] Entrevista con Cynthia Enloe, «Militarization, Feminism, and the International Politics of
Banana Boats», en Theory Talk, n.º 48, 22 de mayo de 2012, disponible en: http://www.theorytalks.org/2012/05/theory-talk-48.html (consultado el 4 de octubre de 2013). Véase también Enloe,
Bananas, Beaches and Bases.
[395] Grenier, The First Way of War, p. 222.
[396] Price, Weaponizing Anthropology, pp. 1, 11.
[397] Stone y Kuznick, Untold History of the United States, p. XII; The Untold History of the
United States, serie de televisión, Showtime, 2012. Otro aspecto interesante sobre el tema de la falta
de un sistema de salud nacional es que solo dos sectores de la sociedad estadounidense tienen un
sistema nacional de salud sin participación de ninguna aseguradora privada: los veteranos de guerra y
los indígenas estadounidenses.
[398] Byrd, Transit of Empire, pp. XII–xiv.
[399] Ibid., p. 123; Cook-Lynn, New Indians, Old Wars, p. 204.
[400] Razack, Dark Threats and White Knights, p. 10.
[401] Para comprender las limitaciones de las iniciativas sobre la autodeterminación indígena,
véase Forbes, Native Americans and Nixon.
[402] Hardt y Negri, Commonwealth; los dos primeros volúmenes de la trilogía son Imperio
(2000) y Multitud (2005). Otros escritores que reivindican los comunes son, especialmente,
Linebaugh, El manifiesto de la Carta Magna, y teóricos vinculados al Midnight Notes Collective y el
Retort Collective.
[403] Sharma y Wright, «Decolonizing Resistance, Challenging Colonial States».
[404] Lorraine Le Camp, artículo inédito, 1998, citado en Bonita Lawrence y Enaskshi Dua,
Social Justice, vol. 32, n.º 4, 2005, p. 132.
[405] Cook-Lynn, Why I Can’t Read Wallace Stegner and Other Essays, p. 88.
[406] Byrd, Transit of Empire, p. 205.
[407] Johansen, Debating Democracy, p. 275.
[408] Véase McKeown, In the Smaller Scope of Conscience.
[409] Thomas, Skull Wars, p. 88.
[410] Erik Davis, «Bodies Politic: Fetishization, Identity, and the Indigenous Dead», artículo
inédito, 2010.
[411] Declaración de la Asutru Folk Assembly, citado en Downey, Riddle of the Bones, p. XXIi.
[412] Ibid., p. 11.
[413] Davis, «Bodies Politic».
[414] Silverberg, Mound Builders of Ancient America, p. 57.
[415] Gómez-Quiñones, Indigenous Quotient, p. 13.
[416] Ortiz, from Sand Creek, p. 86.
Agradecimientos
He dedicado este libro a Vine Deloria Jr., Jack Forbes y Howard
Adams, tres académicos y activistas indígenas que fueron pioneros en el
desarrollo de programas de estudio e investigación académica indígenas en
la década de 1970.
Mi mentor, y mentor y fuente de inspiración para muchos, Vine Deloria
Jr. (1933-2005), dakota yankton de la gran nación siux, me recalcó la
necesidad de que la soberanía indígena sea el marco y fundamento para la
descolonización de la historia indígena estadounidense. Sostenía que la
soberanía no es solo política, sino que es un asunto de supervivencia, y que
la negación de las tierras y sitios sagrados es una forma de genocidio.
Conocí a Vine cuando me convocó para trabajar en la defensa legal de
Wounded Knee tras la ocupación de 1973. Colaboré como testigo pericial
en la histórica audiencia del tribunal federal en Lincoln, Nebraska, en 1974,
cuando Vine y un equipo de abogados implementaron el uso del tratado de
1868 entre los siux y el Gobierno estadounidense para validar la
jurisdicción siux sobre los acusados de Wounded Knee a quienes se estaba
juzgando en los tribunales federales. Vine también me convenció para editar
y publicar las declaraciones de los ancianos siux y otros testigos de las
audiencias, que duraron dos semanas, lo que sería una historia oral de la
nación siux y su incesante lucha por la soberanía. El libro de 1977, con
introducción de Vine, The Great Siux Nation: An Oral History of the Siux
Nation and Its Struggle for Sovereignty [La gran nación siux: una historia
oral de la nación siux y su lucha por la soberanía] se publicó en una nueva
edición en 2013. Vine ya era un autor de renombre cuando lo conocí, y
publicó una decena de libros y artículos influyentes. Elaboró los primeros
programas de estudios indígenas estadounidenses en la Universidad de
California en Los Ángeles, la Universidad de Arizona y la Universidad de
Colorado.
Incluso antes de conocer a Jack Forbes (1934-2011), en 1974, su libro
de 1960 Apaches, Navajos, and Spaniards fue central para la tesis de mi
disertación sobre la tenencia de la tierra en Nuevo México. Jack fue un
historiador activista de ascendencia powhatan-renapé que me inspiró para
seguir este camino una vez que obtuve un doctorado en Historia. Fundó el
Departamento de Estudios Indígenas Estadounidenses y su programa
doctoral en la Universidad de California en Davis, y fue cofundador de la
Universidad D-Q. Además de haber trabajado juntos en la elaboración de
programas de estudios indígenas, colaboré con él en investigaciones sobre
la lucha por la tierra de la nación pit river (California) y con la nación
shoshone del oeste de Battle Mountain, en Nevada.
Durante mi propio desarrollo político e intelectual en el estudio del
colonialismo y el imperialismo en África y las Américas y mi apoyo a los
movimientos de liberación nacional, encontré un alma gemela en 1975
cuando conocí a Howard Adams (1921-2001). Howard era un líder político
métis de la zona rural de Saskatchewan (Canadá), marxista y profesor de
Estudios Indígenas Estadounidenses en la UC-Davis, convocado por Jack
Forbes. Howard fue el primer académico que conocí que había crecido en
las mismas condiciones de pobreza que yo, y conversábamos mucho sobre
eso. Su desgarradora y elegante historia autobiográfica de 1975 sobre los
métis y su gran líder Louis Riel, Prison of Grass: Canada from a Native
Point of View, ahora un clásico, se ha convertido en un modelo para mi
propio trabajo de investigación y escritura.
No habría sido posible una narrativa global de la historia
estadounidense basada en la experiencia y perspectiva de los pueblos
indígenas —lo que he intentado sintetizar en este libro— sin las
investigaciones, los análisis y las perspectivas que han surgido de varias
generaciones de intelectuales, historiadores, escritores, poetas, cineastas,
músicos y artistas indígenas. Con su trabajo individual y colectivo,
contribuyen a la descolonización de las narrativas y políticas dominantes
que en el pasado han tapado en gran parte las huellas de siglos de genocidio
y políticas genocidas. Por lo tanto, contribuyen a la soberanía, la
autodeterminación y la liberación nacional indígena.
Este libro también se benefició de las conversaciones compartidas con
Gerald Vizenor y Jean Dennison sobre los desarrollos constitucionales
indígenas; con Andrew Curley, sobre ambientalismo y la nación navaja; con
Waziyatawin, sobre la catástrofe del cambio climático para toda la
humanidad, pero sobre todo para los pueblos indígenas; con Nick Estes,
Daphne Taylor-García, Gloria Chacon y Michael Trujillo, sobre identidad
indígena; con Susan Miller, sobre periodización histórica y uso de fuentes
indígenas; con Elizabeth Castle, sobre historia oral; y con Rachel Jackson,
en las conversaciones que venimos manteniendo hace una década, sobre las
relaciones entre colonos e indígenas en Oklahoma.
Quiero dar las gracias a mi brillante editor en Beacon Press, Gayatri
Patnaik. Gayatri es el sueño de todo escritor, un editor práctico, duro pero
siempre acertado. También fue de gran ayuda el trabajo cuidadoso e
inteligente de la asistente de edición en Beacon, Rachael Marks.
Me complace que este libro ocupe un lugar entre otros volúmenes de la
serie ReVisioning American History de Beacon Press, y por ello quiero
agradecer y honrar la memoria de Howard Zinn.
Vaya también un gran agradecimiento a los que leyeron parte o la
totalidad de los borradores y ofrecieron sugerencias fundamentales, además
del apoyo tan necesario, en especial a Steven Baker, Steven Hiatt, Susan
Miller, Aileen Chockie Cottier, Luke Young, Waziyatatawin y Martin
Legassick. Por supuesto, solamente yo soy responsable de los errores e
interpretaciones en el texto.
Lecturas sugeridas La compilación esencial de
historiadores indígenas estadounidenses, editada por
Susan A. Miller y James Riding In, es Native Historians
Write Back: Decolonizing American Indian History (Lubbock:
Texas Tech University Press, 2011); incluye
contribuciones de Donna L. Akers (choctaw), Myla
Vicenti Carpio (apache, laguna, isleta jicarilla), Elizabeth
Cook-Lynn (siux crow creek), Steven J. Crum (shoshone,
paiute), Vine Deloria Jr. (lakota yankton), Jennifer Nez
Denetdale (diné), Lomayumtewa Ishii (hopi), Matthew
Jones (kiowa, otoe-missouria), Susan A. Miller
(seminola), James Riding In (pawnee), Leanne
Betasamosake Simpson (michi saagnik nishnaabeg),
Winona Wheeler (cree) y Waziyatatawin Angela Wilson
(dakota).
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Traducción de Toni Strubel].
Índice
Portada
La historia indígena de Estados Unidos
Nota de la autora
Introducción. Esta tierra
01. Por la senda del maíz
02. Cultura de conquista
03. El culto del pacto
04. Huellas sangrientas
05. El nacimiento de una nación
06. El último mohicano y la república blanca de Andrew Jackson
07. De un radiante mar al otro
08. «Territorio indio»
09. Triunfalismo estadounidense y colonialismo en tiempos de paz
10. La profecía de la Danza de los Espíritus
11. La doctrina del descubrimiento
Conclusión. El futuro de Estados Unidos
Agradecimientos
Lecturas sugeridas
Bibliografía
Sobre este libro
Sobre Roxanne Dunbar-Ortiz
Créditos
La historia indígena de Estados Unidos
Hoy en día en Estados Unidos hay más de quinientas
naciones indígenas reconocidas por el Gobierno federal que
comprenden casi tres millones de personas, descendientes
de los quince millones de nativos que habitaban esas
tierras. El programa genocida que los colonos desarrollaron
durante siglos ha sido omitido en gran medida de la
historia, pero ahora, por primera vez, la historiadora y
activista Roxanne Dunbar-Ortiz nos ofrece una historia de Estados Unidos
contada desde la perspectiva de los pueblos indígenas. Abarcando más de
cuatrocientos años, nos revela cómo los nativos americanos, durante siglos,
han resistido activamente la expansión del imperio estadounidense, y
desafía el mito sobre la fundación de Estados Unidos, exponiendo cómo la
política contra los pueblos indígenas era colonialista y estaba diseñada para
apoderarse de los territorios de los habitantes originales, desplazándolos o
eliminándolos. Una política que, por cierto, fue muy elogiada en la cultura
popular, a través de escritores como James Fenimore Cooper o Walt
Whitman, así como desde las instituciones gubernamentales y militares más
importantes.
Roxanne Dunbar-Ortiz. San Antonio (EE.UU.), 1939
Creció en una zona rural de Oklahoma, hija de un granjero arrendatario
y de una mujer de ascendencia india. Ha participado en el movimiento
indígena internacional durante más de cuatro décadas y es conocida por su
fuerte compromiso con los problemas de justicia social nacionales e
internacionales. Dunbar-Ortiz se graduó en el San Francisco State College
en 1963, especializándose en Historia. Comenzó sus estudios de posgrado
en el departamento de Historia de la Universidad de California en Berkeley,
pero se trasladó a la Universidad de California en Los Ángeles para
completar su doctorado en Historia en 1974. Además de este, obtuvo el
diploma de Derecho Internacional de los Derechos Humanos en el Instituto
Internacional de Derechos Humanos de Estrasburgo, en 1983; así como un
máster de Escritura Creativa en el Mills College en 1993. También fue
profesora en el recién establecido programa de Estudios Indígenas de la
Universidad Estatal de California en Hayward, y ayudó a fundar los
departamentos de Estudios Étnicos y Estudios de la Mujer. Su libro de
1977, The Great Sioux Nation, fue el documento fundamental de lo que
sería la primera conferencia internacional sobre pueblos indígenas de las
Américas, que fue celebrada en la sede de las Naciones Unidas en Ginebra.
Dunbar-Ortiz es también autora o editora de otros siete libros. Actualmente
vive en San Francisco.
Título original: An Indigenous Peoples’ History of the United States
(2015)
© Del libro: Roxanne Dunbar-Ortiz © De la traducción: Nancy Viviana
Piñeiro Edición en ebook: abril de 2020
© Capitán Swing Libros, S. L.
c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid Tlf: (+34) 630 022 531
28044 Madrid (España)
[email protected]
www.capitanswing.com
ISBN: 978-84-121914-4-8
Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com Corrección
ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz Composición digital: leerendigital.com
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
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