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Historia y memoria en el Antropoceno
Rogelio E. Ruiz Ríos
Historia y cambio
La historia fue caracterizada por Johan Huizinga como la que, entre todas las
ciencias, “más se acerca a la vida” en virtud de que “sus preguntas y respuestas
son las de la vida misma para el individuo y la sociedad”. Para el historiador
holandés la historia se trataba de una forma intelectual de conocer el pasado guiada
por dos preguntas básicas: ¿para qué?, y ¿a dónde? Con lo cual daba por sentado
que la historia tiene un propósito fundamental y que ante todo es movimiento. Estos
principios definitorios de la historia como disciplina tomaron cauce en los siglos XIX
y XX como resultado de los esfuerzos colectivos organizados sistemáticamente
desde los intereses y objetivos de los estados nacionales, las universidades y
variados grupos de índole política, científica, académica, intelectual o artística,
aunque también contribuyeron en delinear su núcleo cognitivo una serie de
personas y asociaciones atraídos por el pasado tan sólo por curiosidad y
entretenimiento. Desde un principio y conforme se fueron delineando los contornos
del conocimiento histórico junto a sus funciones sociales, se hizo evidente que la
comprensión y conocimiento del pasado también era redituable en términos
económicos, políticos y sociales para quienes perseguían algún tipo de beneficio o
acceso a posiciones de poder e influencia en el Estado y la sociedad. La historia
sirvió como fuente de legitimidad de ciertos criterios y posiciones políticas y sociales.
Durante los siglos XIX y XX el régimen moderno extendió su hegemonía en el
planeta, en tanto la historia se instituyó como la manera más prestigiosa y ambiciosa
de acercarse al pasado posibilitando su conocimiento, comprensión y explicación a
través de métodos y prácticas de carácter científico que se presuponía,
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garantizaban la veracidad y objetividad con que se registraban las experiencias y
fuerzas estructurantes de las sociedades en el tiempo, las cuales eran convertidas
en relatos y datos disponibles para su uso general y múltiple. Aunque siempre hubo
severos y sesudos cuestionamientos efectuados por pensadores a las promesas
redentoras y pedagógicas de la historia, así como sospechas ante la simpatía,
cercanía o pertenencia a las élites de varios de sus más connotados practicantes,
la historia mantuvo por mucho tiempo su reputación como conocimiento científico,
racional, desinteresado que la revistió de credibilidad, financiamiento, reputación
académica y reconocimiento social.
En la segunda mitad del siglo XX los paradigmas tradicionales de la historia, y en
conjunto de la ciencias sociales y humanidades, empezaron a cambiar al
propagarse el desánimo y la frustración ante las promesas redentoras y
emancipadoras de los grandes proyectos políticos, económicos y sociales baluartes
de la Modernidad. En gran medida el desencanto fue alimentado al constatarse el
potencial destructivo y depredador que provocaba el uso indiscriminado e
instrumental de la tecnología y de los conocimientos científicos. La esperanza en el
futuro quedó en entredicho ante las desigualdades e injusticias del presente
derivadas de las vergüenzas del pasado. La crisis del conocimiento tuvo su mejor
heraldo en el posmodernismo, con serias consecuencias para la legitimidad de la
historia. Las hasta ese momento predominantes formas intelectuales de organizar,
explicar y conocer el mundo se reflejaron obsoletas, dislocadas y escasas de
sentido por lo que fue necesario pensar y articular nuevos conceptos o buscarle
nuevos sentidos a los ya existentes. Los enfoques constructivistas ganaron
espacios y adeptos; el vocabulario social se saturó con términos como
representaciones, imaginarios y espacios que adquirieron relevancia. Pero una vez
más, iniciado el siglo XXI, ocurren una serie de cambios de los paradigmas
dominantes en los ámbitos académicos de mayor influencia planetaria mientras
pierden fuerza y alcance los enfoques constructivistas. Presenciamos un renovado
interés en los objetos, sujetos, experiencias en tanto acontece un desborde de las
memorias en el marco del giro espacial propiciado a fines del siglo XX que abrió
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perspectivas complejas analizadas en términos de flujos, movilidades, nodos, redes
requeridos para poder comprender y explicar los entramados de relaciones y
conexiones que a diversos ritmos, velocidades, temporalidades y escalas inciden
en nuestras realidades.
Este viraje epistemológico se concentra prioritariamente en el cambio climático
ocasionado por las actividades humanas aceleradas desde fines del siglo XVIII.
Científicos, pensadores y expertos han propuesto que entramos en una nueva era
geológica a la que han llamado Antropoceno, por ser la primera vez en la historia
del planeta en que los cambios geológicos son a consecuencia del accionar
humano. Aunque algunos de los pronósticos para el futuro de la humanidad son
catastróficos, al mismo tiempo en ciertas colectividades académicas asoman con
cautela renovadas esperanzas y optimismo en el futuro. En un futuro que hasta hace
poco aparecía incierto y que poco importaba ante un presente arrogante, ahora hay
cabida para presuponer opciones alternas al desarrollismo desenfrenado y
expoliador que nos ayuden a remontar las calamidades actuales. El futuro que nos
espera para hacerlo viable ya no se sostienen en el ímpetu progresista que movilizó
a generaciones durante más de dos siglos, es un futuro acotado, tejido a través del
enlace de micro utopías, de luchas concretas hilvanadas desde lo cotidiano, que
atienda y sume las posibilidades inmediatas, asequibles, que articule sueños,
deseos y aspiraciones capaces de remontar los más dantescos presagios.
La historia desafiada
En su influyente ensayo “Cuatro tesis de historia” publicado en el 2009, Dipesh
Chakrabarty enlistó los más grandes desafíos enfrentados por la humanidad ante lo
que llamó una “coyuntura planetaria”, “crisis planetaria” y “cambio climático”. En
opinión de Chakrabarty, la posibilidad de que en un futuro no muy lejano se extinga
la humanidad trastoca “nuestras habituales prácticas históricas para visualizar el
tiempo -el ejercicio de comprensión histórica que nos permite abordar el pasado y
el futuro, tiempos inaccesibles personalmente- [y] nos conducen a una profunda
contradicción y confusión.” De tal confusión resultaría que: “La disciplina de la
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historia existe a partir del supuesto de que nuestros pasado, presente y futuro están
conectados por una cierta continuidad de la experiencia humana.” La cuestión
crucial sembrada por Chakrabarty es que ante un futuro que en el peor de los casos
debemos atrevernos a pensar sin humanos, ¿dónde quedaría el sentido de la
historia entonces?
La búsqueda de sentidos y propósitos de la historia de cara a los desafíos que arroja
la crisis planetaria ha preocupado a varias colectividades de historiadores. De unos
años a la fecha se habla de un “giro reflexivo” en la historia encaminada a indagar
en torno a las responsabilidades sociales y las utilidades de quienes ejercen el oficio
de historiar. En un texto publicado hace pocos años, Arjun Appadurai reparaba en
que la globalización es un estado de cambio en el que pasamos de la estabilidad al
movimiento a diferentes velocidades y flujos discontinuos. En voz de Appadurai, si
la globalización trajo consigo nuevas formas de reforzar el control de los Estados
nacionales y de las corporaciones, en contraparte se gestaron luchas contraglobalizadoras que proponen formas de globalización alternas, forjadas desde
“abajo” teniendo que recurrir a la imaginación creativa para mantener sus luchas
políticas. Por su parte, Aleida Assman y Sebastian Conrad observaron que en la
actualidad la imaginación creativa ha sido sustituida por la memoria como el foco de
atención global, en un movimiento paralelo al cobro de conciencia sobre el cambio
climático. Assman y Conrad consideraron que la memoria necesita de imaginación
puesto que la memoria consiste en repensar el futuro volviendo a desplegar el
pasado, esto explica porqué el campo de la memoria ha sido resignificado en los
años recientes. El auge de las memorias fue favorecido por los empujes
poscoloniales, los cuales resultaron sustantivos para las proclamas identitarias en
las que continúan fragmentándose los paisajes culturales.
Hoy día es insostenible decir que la historia tiene la exclusividad o el privilegio en
nuestras relaciones con el pasado. La memoria posee la primacía y las preferencias
en ese aspecto. Décadas atrás Maurice Halbwachs afirmaba que: "La historia no es
todo el pasado, pero tampoco es todo lo que queda del pasado”. Debemos pensar
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las evidencias, las huellas, los vestigios y las súbitas apariciones del pasado como
algo más allá de la historia que incluso, tal vez le ofrezcan resistancia a sus
procedimientos de control disciplinario. Roger Chartier hizo notar que "los
historiadores saben que el conocimiento que producen no es más que una de las
modalidades de la relación que las sociedades mantienen con el pasado". Al
historiador francés no le pasó de largo que en nuestros días la ficción y la memoria
llevan preminencia en la manera en que las sociedades se vinculan al pasado. Ante
este evidente desplazamiento de la historia es imperativo asirse a sus propiedades
dialógicas. La historia es ante todo un diálogo entre las diversas manifestaciones
del tiempo presente; entre las formas adquiridas por el presente y los pasados que
lo rondan espectrales; así como entre los pasados diversos, plurales. En todas estas
variantes hay fugas especulativas con dirección hacia una miríada de futuros
posibles. Cada uno de estos escenarios de diálogo es una oportunidad para la
reflexión y el análisis, elementos imprescindibles para identificar y contribuir en la
búsqueda de soluciones a los profundos problemas planteados en el Antropoceno.
Historia, presente y futuro
En gran medida las investigaciones históricas son financiadas con fondos públicos,
esto en sí ya es un elemento de peso para exigir que dirijan su atención a tratar
asuntos que son fuente de interés y preocupación social como son el cambio
climático; los derechos y trato de las diferentes especies; relaciones equitativas en
asuntos de género, intergeneracionales, interculturales; la mejoría de las
condiciones de vida de las poblaciones más vulnerables; las disputas por la
memoria en los espacios públicos; el respeto y el reconocimiento a la diversidad
sexual, cultural, social. La historia es una disciplina que sobre todo se ocupa del
tiempo presente, los conocimientos que produce están en movimiento, en tránsito,
por ello se ve impelida a realizar los ajustes y modificaciones que respondan a las
exigencias temporales y espaciales propias de su momento. La historia precisa
replantear sus paradigmas epistémicos cuando aquellos con los que opera se
presumen ya obsoletos, carentes de sentido para ayudar a comprender y responder
a los dilemas sociales.
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Los sistemas de educación pública, las diversas instituciones culturales, las
universidades sufragadas con fondos públicos dejan de cumplir su función social
cuando se empecinan en fomentar concepciones anquilosadas de la historia,
quedan rebasadas en su legitimidad pedagógica y cívica cuando continúan
albergando perspectivas establecidas hace un siglo o que en el mejor de los casos
datan de hace 30 0 40 años. Es lamentable que mientras en distintas latitudes del
planeta los viejos cimientos en los que descansaba la historia son sustituidos por
paradigmas más pertinentes a los tiempos en curso, a escala local y regional se
sigue promoviendo y alentando una historia basada en descripciones del pasado
originadas en una noción fetichista de los documentos, sitiada por fronteras
absurdas que intentan delimitar a la historia respecto de otras disciplinas. Las
aspiraciones y propósitos de las y los historiadores tienen que ir mucho más allá de
la búsqueda de ser receptores de homenajes, de fungir como cajas de datos e
información, de saciar el ego en membrecías de sociedades y cofradías obsoletas,
de asumirse cómplices de gobernantes, autoridades y representantes de diversos
poderes.
El conocimiento intelectual de las diversas especies y de las relaciones que éstas
tejen entre sí y con las cosas situadas en dimensiones temporales espaciales
específicas aún puede contribuir a la reflexión, al aprendizaje, al conocimiento que
se requiere en la lucha por un mundo más justo, equitativo, balanceado, sustentable.
Quizá aún sea plausible enunciar que la principal función de la historia radica en
ayudarnos a transitar críticamente del olvido al perdón, de recordarnos el valor de
la convivencia social en marcos emocionales de comprensión y empatía. De la
memoria podemos esperar que colabore en mantener actualizados los reclamos de
justicia allá donde se necesite, de escarbar en el olvido para traer al presente
aquello que por justicia y lección de vida es vergonzoso ocultar u olvidar. En
estrecha relación, historia y memoria contribuyen a dar sentido y cohesión a las
micro utopías sobre las que se construyen nuestras esperanzas de futuro. Un futuro
que concierne al planeta entero y no sólo a la humanidad como arrogante y
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peligrosamente postularon nuestros antecesores modernos.
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