Por Carlos Rull
Por vez primera comprende que el fuego puede helar: no como en las bellas metáforas de los trovadores, sino con un frío real, un fuego gélido, glacial, que atere y aterra, que lleva la nieve hasta las entrañas y convierte cada pálpito, cada pensamiento, en carámbano y granizo.
Las llamas danzan cruelmente mientras asuelan y engullen - una a una, como regodeándose en la masacre - cada página de sus manuscritos y cartapacios. Nada le queda, nada le sobrevivirá. Mientras disfrutan del calor de sus palabras quemadas, los soldados beben su vino, los monjes comen su salazón, y el inquisidor papal sigue arrojando hojas a la hoguera, desprendiendo a la vez odio y miedo en cada extirpación.
Nada quedará de él, pues. Mañana por la noche arderá aquí mismo, en este fuego helado, este hielo abrasador. Y su existencia será silencio, humo, ceniza. Olvidado de todos, arrasado por la historia y la infamia, se consuela pensado que las cenizas de sus páginas, sus libros, sus frases, sus versos, acogerán amorosamente las de sus huesos y sus humores y su carne para esparcir por el mundo su voz muda, su grito silencioso, su humilde verdad olvidada, su honesta contribución a la nada.
De la imagen: http://floredo.wordpress.com