UN
AÑO TRISTE EN LA VIDA
DE ROSITA
A mi tía, Rosa Casas Roqué.
¡Buaaaaa...! Supongo que sería lo primero que
dije cuando nací y reconozco que no fui muy original. Ya me cuidaría
yo luego de hablar hasta por los codos, pues hablar ha sido siempre
una de mis aficiones favoritas.
Mis padres vivían en la Gran Vía de Barcelona,
una de las calles más anchas y bonitas de la ciudad. Barcelona no
era como ahora, todo el mundo se conocía, sobre todo en mi barrio,
donde se compraba, se jugaba... vigilando siempre los tranvías que
pasaban muy de tarde en tarde.
Cogíamos temprano el tranvía y no había nadie
por las calles. Bajábamos en la plaza de España y hacíamos el
resto del camino a pie. Un paseo adoquinado flanqueado por plátanos
nos llevaba a la entrada (la verja era muy alta y nosotros, a su
lado, muy pequeños). Pasado el umbral, en un muro, había una lápida
conmemorativa. ¡Pobre papá!, ¡con qué orgullo me había enseñado
el nombre de su abuelo, teniente de alcalde con Rius i Taulet...!
- Rosita, ¿sabes que día es hoy?
- Martes, papá.
- Bueno... sí, pero ¿qué día del mes?
- No sé.
- Hoy es 31 de diciembre, y ¿sabes que es lo
que ocurre hoy, Rosita?
- No, papá.
- Que sale a la calle el hombre de las narices
(papá
con aire misterioso).
- ¿Qué hombre?
- Un hombre que tiene tantas narices como días
tiene el año.
- Entonces ese hombre debe de tener muchas
narices (yo
poniendo cara rara).
- Pues tantas como días tiene el año, Rosita.
Cuando salgas a la calle, fíjate bien y seguro que lo encontrarás.
Cuando papá
llegó a casa por la noche, salí corriendo a recibirle y lo primero
que hice, antes incluso de darle un beso, fue decirle:
- Papá, papá... he salido a la calle y no he
visto al hombre de las narices, aunque lo he buscado por todas
partes.
- ¿Y cuántas narices tenían los hombres que
has visto?
- Una, papá, como siempre.
- Y hoy, 31 de diciembre, ¿cuántos días le
quedan al año?
- Uno.
- Entonces todos los hombres que has visto eran
el hombre de las narices, ese que tiene tantas narices como días
tiene el año, Rosita.
Subíamos los tres por la ancha avenida de
cipreses con hileras de mausoleos a los lados, algunos adornados con
estatuas cuya contemplación producía desconsuelo. A veces nos
parábamos a leer alguna inscripción que el paso del tiempo había
envejecido. ¡Cuánto amor, cuánto cariño transmitían! Sin embargo
nunca había nadie junto a ellas y se encontraban en un lamentable
estado de deterioro.
Mamá nos señalaba algunas sepulturas: Allí
está enterrado un político de renombre, el día de su muerte miles
de ciudadanos acompañaron su cortejo fúnebre... Ésta es la de un
poeta, las jovencitas lloraban con sus versos, fijaos, hay una corona
de laurel esculpida sobre su nombre... Aquella es la tumba de un
tenor italiano, cuando actuaba en el Liceo los aplausos no cesaban,
murió durante una representación.
Mamá decía que
al nacer, yo era pequeña, morena y con mucho pelo, que era igual que
un mico. Papá decía que era muy mona en el buen sentido de la
palabra, sin duda porque me parecía a él.
Mi nacimiento fue
motivo de alegría y en casa ya tenían preparada mi canastilla con
todo lo necesario: camisetitas, braguitas, calcetinitos, vestiditos,
jerseyitos y zapatitos. Los había azules y rosas porque no sabían
qué iba a ser, si niño o niña. Lo azul rápidamente fue desechado
y a mí me pusieron un lacito rosa en el pelo aguantado con jabón
para evitar equívocos.
Empezaron a
llegar amigos y parientes para conocerme y las bromas fueron
generales pues era 27 de diciembre y todos decían que por muy poco
yo no era una inocentada. Desde niña tuve fama de jaimita.
Tras caminar un buen trecho, alcanzábamos el
sector donde se encontraba la tumba de papá. Se hallaba en una pared
orientada al sur y delante de ella había un mirador desde donde se
podía ver el mar. Mamá sacaba entonces unos trapos de su bolso, los
humedecía en una fuente próxima y limpiaba con esmero su lápida,
luego retiraba las flores mustias que la adornaban y las cambiaba por
flores frescas que llevábamos. Nosotros, mientras tanto, visitábamos
las tumbas próximas que conocíamos de otras veces hasta en sus
menores recovecos.
Cuando mamá acababa, nos convocaba junto a ella y
rezábamos los tres en voz alta: Padre
nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a
nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el
cielo, el pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdona nuestras
deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos
dejes caer en la tentación mas líbranos del mal. Amén.
Permanecíamos un minuto en silencio - que a mí se me hacía
larguísimo - y a continuación nos santiguábamos y emprendíamos
el regreso a casa.
- Vamos, Rosita, ¡ánimo!, ven aquí con mamá.
(Claro, para ti es fácil porque eres grande,
pero para mí... con mis piernecitas y esos enormes pañales que me
has puesto... Voy a ver si puedo enderezarme... parece que sí...
ahora adelanto un pie... otro... ¡Yupi! ya he llegado a los brazos
de mi mamá)
- ¡Pedro, Pedro! Ven rápido que Rosita ya ha
dado sus primeros pasitos.
Despejado o nublado, en invierno o en verano,
fuimos cada domingo al cementerio durante un año. Recuerdo ese año
como un año triste que yo deseaba que pasase pronto.
Pedro Casas Serra (06-01-2010)