Dice Antonio Muñoz Molina en su
libro “Todo lo que era sólido”:
“Necesitamos discutir abiertamente, rigurosamente y sin miedo, y sin mirar de
soslayo a ver si cae bien a los nuestros lo que tenemos que decir. Necesitamos
información veraz sobre las cosas para sostener sobre ellas opiniones
racionales y para saber qué errores hace falta corregir y en que aciertos
podemos apoyarnos para buscar salidas en esta emergencia. La clase política ha
dedicado más de treinta años a exagerar diferencias y ahondar heridas, y a
inventarlas cuando no existían. Ahora necesitamos llegar a acuerdos que nos
ahorren el desgate de la confrontación inútil y nos permitan unir fuerzas en
los empeños necesarios. Nada de lo que es vital ahora mismo lo puede resolver
una sola fuerza política”.
Exactamente lo contrario de la
realidad que nos traslada el día a día. La llamada clase política tiene mucho
más interés en evidenciar los motivos de desacuerdo, que en tratar de limar las
distancias y acometer objetivos comunes. Parece como si los votos vienen más de
resaltar los defectos o desaciertos
ajenos, que de publicitar los propios logros en la gestión. Triste
planteamiento; pero lo peor es que ahora cuando las cosas son lo que son y no
lo que parecía, se nota a faltar la dirección inamovible de remar todos hacia el mismo “norte”. No hay destino accesible cuando cada remero
hace muy bien lo suyo, pero completamente descoordinado de los demás, lo normal
en este planteamiento, es una pertinaz zozobra.
Se muy bien que las ideologías
plantean diferentes puntos de vista en la gestión y también en las prioridades.
No comprendo, por qué calan tan profundamente, que impiden llegar a acuerdos a
largo plazo y sentar precedentes estables, en materias como: la salud, la
educación y el empleo. Defender a ultranza reformas o cambios, pura simplemente para distanciarse de su opositor,
no es lo que mejor resultado práctico proporciona a los ciudadanos. La
estabilidad y robustez en los acuerdos y su mantenimiento a lo largo del tiempo
son, en si mismo, garantías de éxito.
Pareciera sin embargo, que lo
relevante es discrepar, descalificar y jugar con las palabras, hasta que estas
pierden su sentido y sean utilizadas de forma espuria, no para explicar, sino
para confundir. Tampoco se, si esto tiene rédito electoral; a tenor de los
actos cotidianos, parece que los que están en ello, si lo piensan. Descartar la
posibilidad de llegar a acuerdos, que garanticen la estabilidad de algunas de
nuestras normas esenciales, es exactamente igual como no regularlas.
Los ciudadanos que asistimos
atónitos a este espectáculo cotidiano, no sabemos muy bien cuales son las
discrepancias de fondo, porque nadie nos las explica. Sabemos eso si, todo lo
que han hecho mal (preferentemente) los contrarios a quienes explican - tanto
sea en la oposición como en el gobierno -, pero no tenemos modo efectivo de que
nos aclaren las bondades de los planteamientos reformistas y cuales son las
causas que los promueven. Parece un juego de despropósitos en donde lo que más
importa es la mayoría necesaria para aprobar o denegar, pero no el asentimiento
ciudadano de compartirlo.
Quizás sea nuestra tradición
cultural, cargada de intolerancias y maximalismos, que en nada benefician y
tanto perjudican. La razón es la razón y no puede ser mediatizada con medias
palabras o subterfugios ingeniosos del lenguaje, para tejer una maniobra de la
confusión, que a todos perjudica. La cordura no se impone, se instala por si
misma, por muchos esfuerzos que se emplee en ocultarla. La verdad hay que
asumirla, aunque solo sea para poder modificar comportamientos, si evidencia
errores.