Dice John Kenneth
Galbraith en su libro “Anatomía del
Poder”(1984): “El obrero de taller o su equivalente da un esfuerzo físico más o
menos diligente y diestro durante un número especificado de horas al día. Más
allá de eso no se espera nada en principio, ni pensamientos, ni ciertamente
conformidad de palabra o de comportamiento. Al alto ejecutivo empresarial se le
exige habitualmente una sumisión más
completa a los fines de la organización. Debe hablar, y pensar, bien de los
objetivos de la empresa; no puede jamás suscitar dudas en público ni en privado
respecto a la profundidad y la
sinceridad de su propio compromiso… En la práctica, el nivel de remuneración se
halla influido también por el importante papel que el ejecutivo juega para
establecer, gran parte de lo que afluye al alto ejecutivo empresarial es
respuesta a su inspirada generosidad. Pero está también el pago por la amplía
sumisión de su personalidad individual a la de la corporación. No es cosa
baladí renunciar al propio yo y a la autoexpresión para sustituirlos por la
personalidad colectiva de la empresa. De ahí su elevada recompensa.”
No parecería compatible
dirigir una empresa, sin compartir los objetivos estratégicos de la misma; como
tampoco sería planteable, criticar desde puestos relevantes de la dirección,
las actividades de la propia organización. Es indudable que esa renuncia a criterios propios, para asumir los del grupo;
colocan, algunas veces, en dificultades de coherencia interna a algunos
directivos.
Este posible conflicto,
solamente puede resolverse con una renuncia de pleno a los cargos que se
detentan y por tanto un cambio radical de su trabajo. En posiciones económicas
de normalidad – es decir no las actuales – el propio mercado de trabajo y los
headhunters resuelven muchos de esos conflictos, propiciando cambios de
directivos. Pero cuando la economía atraviesa por épocas de penuria y las
empresas se encuentran en claro retroceso, las posibilidades de cambio de
empleo, se torna muy dificultosa y entonces, la prudencia aconseja mantenerse
en el cargo, hasta que se produzca una evolución favorable de la coyuntura.
Este periodo de tiempo,
se torna muy aciago para cualquier directivo. Tiene que continuar realizando
sus funciones – para conservar salario y
estatus -, aun estando en claro desacuerdo con las directrices de la empresa,
es decir, “nadar y guardar la ropa”.El resultado es absolutamente demoledor
para el equilibrio psíquico y el agotamiento comienza a tornarse crónico; no
tanto por la intensidad del trabajo a desarrollar, como por la dicotomía entre
su pensamiento y el de la organización a la que pertenece.
Difícil situación, que
le pasará factura. Puede, que la propia compañía acabe interpretando su
aparente desgana y por tanto lo separe del cargo; o por el contrario, que
permanezca en esta tesitura, durante prolongados periodos, lo que sin lugar a
dudas lo colocará en franca posición de desequilibrio, que de prolongarse, le
puede acarrear consecuencias personales no deseadas. Si dolorosa es la primera
circunstancia, al menos está limitada en el deterioro del equilibrio personal;
pero la segunda se convierte habitualmente en una espiral, de difícil evaluación. Es un claro riesgo latente.
Tener poder a costa de
sacrificar convicciones propias, no satisface, pero si deteriora. La
satisfacción personal es imprescindible para hacer una buena labor directiva.
La dirección de una corporación, implica renuncias personales en aras de la
organización. El líder, jamás declina convicciones personales, colocado en esa
encrucijada, o las negocia o las “vende” a su organización.