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miércoles, 31 de mayo de 2017

¿Por qué buscamos utilidad a los libros infantiles? ¿Sirven para algo?



No es de extrañar que algunos padres piensen que los libros infantiles sirven para muchas cosas. Se supone que inculcar valores, modificar hábitos o enfrentarse a la muerte de un ser querido son algunas de las funciones de los libros para niños. Ya hay libros para todo (que no “de todo”). Para ir a la cama, para aprender a contar, títulos para combatir el racismo, que sirven para luchar contra el acoso escolar o el machismo, sobre la diferencia de clases o para dar visibilidad los refugiados de los conflictos bélicos.
Más que harto de constatar esta realidad tan presente en puertas de colegios y parques de recreo, empecé a darle a la manivela... ¿Qué nos ha traído hasta aquí? ¿Cómo hemos llegado a esta concepción tan utilitarista de la LIJ? ¿Cuáles son las causas de tamaño, a mi juicio, despropósito? ¿Está la ficción al servicio del mundo real?
He tenido ciertas ideas al respecto, y aunque no he podido contrastar muchas de ellas, aquí les dejo estos apuntes por si les sirven de ayuda a la hora de plantearse más interrogantes,... Ya saben, enriquezcan, rebatan o compartan sus opiniones... ¡Preparados, listos... YA!


Dos consideraciones iniciales:
El utilitarismo de la lectura y los libros para niños escritos por adultos

Para sentar la base de todo lo que apuntaré después, me gustaría llamar la atención sobre dos hechos que, aunque resultan bastante obvios, se nos olvidan siempre que hablamos de cuestiones como esta.
En primer lugar les pregunto: ¿Para qué sirve la lectura? ¿Es útil? ¿Nos hace más libres? ¿Mejores personas o peores ciudadanos? ¿Más inteligentes? ¿Menos? ¿Guapos por dentro? ¿Feos por fuera? Seguramente cada uno tendrá sus propias respuestas, pero también les diré que encuentro excepciones a todas ellas (objetividad, poca). Leer vale para todo y para nada. Leer es importante pero al mismo tiempo una chorrada. Leemos para leer. Nada más. Unos leen (con sus razones o no, por supuesto) y otros no leen (idem que en el caso anterior). No obstante y si quieren profundizar más en esta controversia, les animo a que lean No es para tanto o La manía de leer de Víctor Moreno (mi autor favorito a la hora de desconectar del mundo de lectores meapilas) y se acuerden de un servidor cuando los terminen.
En segundo lugar quiero hacerles caer en la cuenta de que los llamados libros para niños no son creados por niños para que otros niños los lean, sino que son invenciones pergeñadas por adultos pero dirigidas el pequeño lector. Es decir, en su concepción misma, los libros para niños, no tienen su origen en la infancia, sino en el mundo adulto, uno que con frecuencia los despoja de cierta libertad y les sirve en bandeja lo que piensa que puede gustarles. Para qué les voy a engañar, la verdad es que veo ciertas similitudes con los caprichos de las deidades olímpicas para con los mortales. No me extraña que muchos niños quieran rebelarse ante semejante yugo...


Una pizca de historia...

Aunque podemos pensar que este utilitarismo del libro infantil es cosa de última generación, hemos de mirar hacia atrás para ver que esta situación no es nueva, sino que viene de lejos, de una época pasada.
La cosa empezó bien. Corrían tiempos en los que los seres humanos, las tribus, las familias, se reunían alrededor del fuego y contaban historias en las que la fantasía y la realidad aunaban sus fuerzas para entretener a todos los que allí se congregaban. Conforme crecía este acerbo cultural, las narraciones se volvieron más complejas y maduras, se enriquecieron de la vida misma.
No sabría decir si la cosa mejora o empeora cuando nace la escritura, esa que, al mismo tiempo, permite la conservación de estos primeros vestigios de la literatura infantil al paso que los prostituye en pro de la doctrina. Folcloristas como Perrault empiezan a incluir en estos relatos cambios que tienen que ver con los preceptos morales o las lecciones de vida. Es el germen de la literatura infantil al servicio de la pedagogía. (N.B.: Para profundizar más en el tema les indico esta entrada del blog de Pedro C. Cerrillo).
Si añadimos que la escuela se desarrolla y la lectura queda ligada más todavía a la adquisición de conocimientos que forman a los niños en diferentes disciplinas, la cosa se complica más todavía. Vamos, que lectura y aprendizaje se hacen inseparables desde entonces. Y si además añadimos que el colegio, esa institución en la que mucho tiene que decir el poder, está dirigida por la Iglesia y/o por lo que hoy día llamamos Estado, la lectura realizada por los niños, además de para aprender, queda adscrita al dogma, la moral, la fe o la ética. La infancia y su literatura nunca son independientes del mundo adulto y quedan supeditadas a un entorno en el que la intencionalidad es el fin. Los niños se pueden divertir a través de las palabras pero a cambio de obtener una serie de preceptos sociales, didácticos o dogmáticos.
Finalmente y para acabar medio bien, hace un par de siglos nacen los libros para niños como divertimento, para disfrutar y pasarlo bien, y se puede hablar así de una literatura infantil con dos vertientes que siguen vivas hasta el día de hoy, la del ocio y la de la didáctica.


Censura casera

Teniendo en cuenta lo que se ha dicho y desgranando más todavía esas cuitas que sobre la literatura infantil ha tenido el poder adulto (léase familiar, estatal o eclesiástico), no es una cuestión baladí la de prestar atención a la serie de mecanismos que se han ido desarrollando para “mantener a raya” (entrecomillo para que sonrían) a los pequeños lectores.
Censura, intervencionismo paterno, reprobación..., pueden darle el nombre que quieran, pero todas ellas se refieren a la capacidad de seleccionar, en este caso, las lecturas de nuestros hijos, sobrinos y nietos. Seguramente ustedes ya están pensando en las tretas del fascismo o el comunismo, y se les ocurren un sinfín de obras infantiles censuradas a lo largo de la historia (Además de La cocina de noche de Sendak o la última edición de la colección Los Cinco de Enyd Blyton, vean este post monográfico sobre la censura en la LIJ), pero lo cierto es que nadie habla de la censura privada, esa que tiene lugar en escuelas, bibliotecas públicas, jardines de infancia o sobre la estantería del salón. No es necesario que en la censura intervengan los gobiernos de un vasto territorio. No. La censura se puede llevar a cabo desde posiciones más modestas como las que ocupan todos aquellos que pululan en torno al libro. Padres o docentes, libreros o editores, pueden funcionar como agentes censores.
Muchos de ellos apelan a la capacidad empática de los alumnos (“¡Como esto lo lean mis alumnos se echan a llorar!”) o a las posibilidades comerciales de ciertas obras (“Es una maravilla pero seguro que si lo publico no vendo ni un ejemplar”) para no salirse de ciertas tipologías y aferrarse a lo que ellos consideran apropiado, pero lo cierto es que todo tiene el mismo nombre.
No creo que utilizar las preconcepciones sobre los lectores para justificar nuestros miedos, vergüenzas y prejuicios sea una forma sana de aupar la lectura, sino más bien de coartarla. Sería más sencillo ofrecer, guiar y que él niño seleccione, a reprimir el deseo lector con tal de quedar en paz con nuestras más profundas etiquetas.


El buenismo o la dictadura de la piel fina

Hablando de etiquetas no estaría mal que nos despojáramos de unas cuantas. Vivimos en un mundo global donde el encasillamiento es una constante. Pertenecemos a asociaciones de vecinos, grupos de consumo y hasta a partidos (¡Yo que tenía la esperanza que esto acabaría con el nuevo milenio!, pero se ve que no...). Nos definimos gracias a una serie de clichés y estereotipos que sintetizan de un modo u otro nuestra forma de pensar y de actuar. Esta serie de preceptos que otrora definían a unos, se han hecho extensivos a todos. El miedo a la perdida de votos, la necesidad de complacer a todos para seguir en el candelabro (¡Echo tánto de menos a la Mazagatos!), lo apropiado en política, eso de “lo pienso pero me callo”, es generalista y se palpa en todos los ámbitos, incluido el de la LIJ, uno si cabe más sensible a este tipo de fruslerías de lo correcto e incorrecto.
Por si todo esto les pareciera poco, hay que hablar de cierta paradoja dentro del buenismo imperante (sí, sí, ¡más madera!) que merece algo de atención... Últimamente han proliferado títulos sobre el emponderamiento de la mujer o el animalismo, pero sin embargo libros como El topo... de Holzwarth y Erlbruch son denostados por padres y educadores. No por escatológico, no, sino por hablar de algo tan humano como ¡la venganza! Ojo al panojo...
Pero... ¿Por qué? ¿Por qué negarse a leer libros sobre la guerra preventiva? ¿Por qué hay tantos libros con personajes negros? ¿Por qué tantos libros políticamente correctos? Cuestiones como la violencia, la venganza o la envidia que otrora estaban bastante presentes en cualquier libro infantil, han empezado a ser mirados con lupa en ese estado de sitio que llamé hace unos meses la LIJ edulcorada. Preferimos echar mano de productos paraliterarios en los que los nuevos lectores descubran las emociones o los estados anímicos, que abrirles la puerta al mundo. ¿Perdona?
Toda forma artística, llámese como se llame, tiene algo de transgresor. Romper con las normas, saltarse las concepciones, rebelarse contra lo impuesto, es algo bastante común en lo verdaderamente literario. La mayor parte de las veces con buen gusto, otras a bocajarro, los escritores tratan de ser críticos consigo mismos o con lo que les rodea, sin autocensuras o maneras. Perdónenme si les digo que lo que nos jode y nos hace mella es que no nos den la razón.
En una sociedad infantilizada (N.B.: ¡Cuántas paradojas hay en esto de la LIJ!) en la que vivimos, nos comportamos como críos que dan pataletas ante la primera negativa, ante cualquier colleja. Queremos vivir inmunes ante la realidad, ante los demás y sus maldades, ponernos una venda y ser felices, vivir en exceso de las maneras. Duele todo, todo pesa. Si ya no podemos leer palabras en los libros, palabras como “cigarro”, “amanerado” o “metralleta”, ¿dónde está el mundo? ¿dónde se queda? Sólo esperemos que obras como “La isla del tesoro” o “El guardián entre el centeno” no sean condenadas por ofensivas e insanas.
¿Y las consecuencias de todo esto? ¿Cuáles son? Nuestro espíritu crítico acaba guiado por un discurso artificial y vacuo que poco tiene que ver con la experiencia personal y la realidad que nace cada día, sino con la supuesta perfección que se espera de nosotros, algo que nos coarta y nos lleva a establecer prioridades inexistentes. Tenemos que cumplir con la sociedad y por ello reprimimos la lectura libre de nuestros hijos. Retroceso, puro y triste retroceso.


Crianza + Responsabilidad = ¿Exceso + Postureo + Mimetismo + Autocomplacencia?

No me digan lo que es un niño o un adolescente. Ya lo sé. Llevo trabajando en la educación muchos años. Criar a un niño no es sólo alimentarlo y vestirlo. Ofrecerle herramientas para desenvolverse en el mundo, empujarle a conocerlo, sosegar sus impulsos, enseñarle a ser uno mismo o enfrentarse a sus miedos, son algunas de las responsabilidades del adulto para con ellos.
Todo eso poco tiene que ver con eliminar de la faz de la tierra su propio papel dentro de este proceso. El niño también forma parte de esta sociedad, no es una marioneta, no es ningún muñeco, algo que empiezo a observar cada vez más desde que la crianza de los hijos se ha convertido en la obsesión de muchos/as, una carrera de fondo en la que todos compiten (“Si tu nene es muy listo, ¡el mío más!” “¡Ay, mi niño, el más guapo del mundo!”), un mundo excesivo donde hijos muy deseados son el último peldaño hacia la gloria divina.
A esta realidad hay que unir la omnipresencia de las redes sociales y los medios de comunicación de masas. Estamos bombardeados por opiniones e información de todo tipo. Cada día aparece un nuevo gurú que nos aconseja o alerta sobre esto o lo otro. Que si el aceite de palma, que si el dame teta, que si las papillas de cereales transgénicos, que si los libros de Gerónimo Stilton... A ello hay que añadir que Facebook e Instagram son los escenarios elegidos para hablar de las experiencias maternales, para alardear y enseñarle al mundo los maravillosos padres que somos, y claro, la cosa se torna postureo (¿Por qué se me vendrá a la cabeza eso de “Excusatio non petita accusatio manifesta”?).
Llegados a este punto hablemos del mimetismo del que participamos en estos foros. El mundo ilusorio de las redes sociales nos empuja a una homogeneización, a lo ideal. Todos queremos ser los padres perfectos, sin taras, dichosos y felices. Pero también hay que tener en cuenta que este panorama irreal donde es difícil encontrarse y estar cómodo tomando como ejemplo figuras de referencia que parecen sacadas de catálogos de Prenatal y no de la Calle Ancha, nos condena a una serie de dualidades a las que es difícil hacer frente. ¿Y si erramos? ¿Y si fracasamos? Dios quiera que no tengamos que echar mano de psiquiatras y psicólogos para ayudarnos.
En el fondo creo que este hiperpaternalismo tiene más de autocomplaciente que de práctico (Inciso: No hay termino medio. Antiguamente todo el mundo pasaba de los críos y ahora el empalague es casi repugnante), ya que acaba con la independencia de los críos en pro de las expectativas adultas, algo que también se relaciona con los libros. Los libros infantiles han pasado a ser un capricho de los padres, una herramienta proteccionista que los encapsula en un mundo deseado, etéreo, fútil y frágil. Que los niños lean lo que nosotros queremos, que construyan sus gustos y anhelos en base a los nuestros es un sinsentido ya que al final no podrán construir los propios, y su mundo y lecturas serán gobernados para satisfacer a los adultos.


La varita mágica de la LIJ: Píldoras, terapias de choque y libros que funcionan como padres

En los tiempos que corren parece que el libro infantil es el remedio de todos nuestros males. El bullying, la falta de apetito, el abuso sexual, la incontinencia urinaria o la falta de sueño son problemas que acucian a los niños y que los álbumes u otros artefactos deben resolver implacablemente, pero ¿es eso cierto?
No dudo del poder terapeútico de los cuentos infantiles, ni de que estos puedan abrirnos puertas o cerrar ventanas, pero pretender que sustituyan a los fármacos, las terapias o las figuras de referencia paternas, es algo que se me figura descabellado. El objeto libro puede ser un apoyo a la hora de afianzar hábitos y de modificar costumbres poco deseadas, pero presuponer que a través de la lectura los niños sean capaces de enfrentarse al mundo es demasiado pa'l cuerpo.
Hurgando en el pasado creo que no me equivoco al afirmar que esta concepción maniquea de lo emocional y psicológico en la LIJ tiene mucho que ver con tres cuestiones:
a) el psicoanálisis de los cuentos de hadas cuyo mayor exponente se encuentra en la obra de Bruno Bettelheim y que ha sido muy defendido por psicólogos y estudiosos de la semiótica,
b) las tendencias de animación a la lectura que se desarrollaron en los entornos educativos y bibliotecarios de la segunda mitad del siglo XX y el presente siglo (se me vienen a la cabeza la celebración de los días de la paz o la mujer como reclamo para potenciar la lectura), y
c) la producción de obras infantiles que buscaban una ruptura con ciertos estereotipos antiguos y que han servido de acicate para una visión progresista de la LIJ (Seguro que han leído Arturo y Clementina y Rosa Caramelo... pues ya saben...).
Quizá todos estas realidades tengan su razón de ser y estén más que justificadas en ciertos contextos, pero lo cierto es que, hoy por hoy, no han ayudado a la percepción que la sociedad tiene de los libros infantiles y la orientación utilitarista que se les da desde el ámbito familiar o escolar.
Por último y como síntesis, les traslado con cierta mezcla de sorna, surrealismo y tristeza, la anécdota que narraba hace poco Ana Cuesta, una compañera librera. Contaba que unos abuelos habían acudido a ella para adquirir un libro dirigido a prelectores que dijera palabras. Ella les recomendó todo tipo de libros sobre retahílas, juegos corporales o canciones, pero los clientes le espetaron con crudeza que no les servían porque los padres de la criatura jamás iban a perder el tiempo en esas cosas por mucho que ellos se empeñaran. En definitiva, ellos quería un libro que hiciera las veces de mamá o papá y le enseñara a hablar a su nieto.
¿Llegará el día en el que los libros hablen, arropen a los niños y les preparen el biberón? ¿Se publicarán libros para acabar con la impotencia sexual, la obesidad mórbida o la esquizofrenia? Si todo esto acontece algún día, una honda tristeza calará en mi corazón.


Modas literarias pasajeras

Aunque toda forma de literatura ha sido creada en un contexto espacio-temporal concreto y por lo tanto se adscribe a una forma y estilo de vida, la buena literatura tiene la capacidad de ser universal y atemporal, es decir, puede ser asimilada e interpretada por un lector independientemente de cuándo o dónde fuera gestada, y el discurso, aunque moldeable, permanece en el ideario colectivo.
Esto no sucede así con todos los libros, sino que solo unos pocos trascienden para que el resto caiga en el olvido, algo que también le ha sucedido con ciertas prendas de ropa o músicos de cualquier estilo. Es lo que llamamos las modas literarias... Pero Román, si como bien tu dices, dentro de unos años, nadie se acordará de todos estos libros evanescentes, ¿por qué te preocupan tanto?... Vamos a ver, melón, lo que me preocupa es la regla de la repetitividad, esa de la que habla la teoría de la justificación. El hecho de que este tipo de libros abunden instaura cierta justificación para con ellos que sí acaba siendo peligrosa ¿acaso no lo ves?
Tampoco debemos olvidar que las tendencias son también instrumentos comerciales. El libro infantil es un negocio en toda regla en el que autores, distribuidoras o editoriales son los primeros beneficiados y les interesa vender lo que el público reclama. Un plumero que se les ha visto a muchos con la moda de los emocionarios y los libros de valores.
Así es como entramos en el eterno conflicto entre negocio y arte... ¿Tiene responsabilidad la industria en esta realidad? ¿Las editoriales de literatura infantil están comprometidas con la lectura o consigo mismas? ¿Adaptar o ser fieles a las versiones originales de los clásicos tan poco solicitadas por el público? ¿Deben los autores escribir para comer o por amor a lo literario, para sí mismos o para los lectores? ¿Son lícitos, literariamente hablando, los encargos paraliterarios? Todas estas preguntas y muchas más en ese juego que enriquece a la industria pero empobrece al lector... ¡¿O es al revés?!


¿La literatura al servicio del mundo o el mundo al de la literatura?

Siempre he defendido que la literatura, ficticia o no, se alimenta de las vidas de los hombres, de lo que les rodea, de lo que imaginan, sienten y observan. El libro literario es la extensión poética del mundo. Es por ello que muchas veces nos resulta difícil abstraernos de la realidad para interpretar un libro, para conocer su esencia. Todos sentimos afinidad por ciertos libros dependiendo de nuestras vivencias, pero también escogemos otros por nuestros prejuicios o complejos, los valores que defendemos, nuestra formación académica o lo que detestamos. Algunos preferimos tendencias más poéticas, otros más transgresores, los de más allá se decantan por la discriminación positiva y un número ¿reducido? leen por lo que les transmite la portada.
Sin embargo y aunque no lo creamos como adultos, lo verdaderamente difícil para un niño es elegir, es no titubear ante varias propuestas de lectura, decidir qué es lo que quiere, algo que no consiste en frases publicitarias del tono “Leer te hace más libre”, sino ser libre a la hora de elegir, una tarea en la que niños y adultos entramos a formar parte, esa en la que el mundo se pone al servicio de la literatura y de paso, al de los lectores, grandes y pequeños.

*Todas las imágenes que acompañan a esta entrada pertenecen a la obra ¿Para qué sirve un libro? de Chloé Legay y publicada en castellano por la editorial Bira Biro.

jueves, 29 de septiembre de 2016

¿Es basura la Literatura Juvenil?


Todos sabrán que desde que el autor de literatura juvenil, Anthony McGowan afirmara que el 90% de la literatura juvenil es basura, se ha desatado un ciclón de opiniones en las redes sociales y otros ámbitos, que están de acuerdo con él o disienten diametralmente en estos términos. Y cómo no, este sitio tenía que hacerse eco (para una vez que no estoy en el ojo del huracán...) de tal revuelo... ¡Al tostadero!
Está claro que en cualquier entorno comercial que primen las ventas, como puede ser el del mundo editorial, no podemos generalizar en cuanto a la calidad de los productos ya que, a mayor número de títulos publicados, la probabilidad de basura editada aumenta considerablemente. Se podría decir que la calidad de la literatura juvenil es medianamente aceptable (dentro de la corrección), lo que no quiere decir que sean obras magistrales, con un lenguaje rico y bien pensado, el lirismo y belleza presupuestos, ni que transgredan o trasciendan... 




Que una obra sea sinónima de ventas no quiere decir que sea excepcional, sino que conecta con los lectores por una u otra razón que no necesariamente debe ser literaria (se me ocurre citar la publicidad o las adaptaciones cinematográficas). También hay que hablar del paraíso paraliterario en el que se ha convertido la literatura juvenil, una especie de refugio de todo tipo de refritos y sagas fantásticas, románticas o futuristas que intentan afianzar vicios y costumbres de dudosa literatura. Y por último, tenemos el fenómeno de la literatura “crossover” o literatura a caballo entre la juvenil y la adulta, una que borra las fronteras definitorias del lector pero no deja de tener cierta intencionalidad comercial.



La literatura juvenil debería ser literatura de calidad si lo que queremos construir son lectores competentes, algo que deberíamos preguntarnos escritores, editores, familias, docentes o especialistas. El problema viene cuando, finalmente, en una tarea en la que están implicados muchos sectores, cada uno de estos da importancia a sus intereses particulares, y lo que debería traducirse en buenas intenciones se queda en agua de borrajas. Lo mejor y más práctico teniendo en cuenta el sistema capitalista que nos embebe, sería educar al público juvenil en la exigencia de calidad de sus productos de consumo, para que así pudiera elegir en consecuencia y no atiborrarse de paraliteratura.
Aunque a muchos les extrañara que en aquellas polémicas declaraciones saliera a relucir la gran influencia que las féminas tienen en el sector, tachando así a este señor de machista y misógino (¿Qué tendrá la especie humana que tanto gusta de las etiquetas?), hay que apuntar a que este dominio, no sólo como editoras o escritoras (es cierto que cada vez se hacen más de notar, algo que no encuentro negativo, más bien agradable mientras no se convierta en discriminación positiva que conlleve más poder del merecido), sino también como lectoras, se debe al proceso de emancipación patriarcal y la adquisición de estatus que a otra cosa (dadme información y cultura, y moveré el mundo...). 






Como docente les diré que la lectura, cada vez más, queda relegada a ellas, a mis alumnas. Son pocos los varones que leen por placer; no sólo en las aulas, sino también fuera (Siéntense en la puerta de una biblioteca o librería durante una hora y contabilicen... Mientras que el número de mujeres lectoras aumenta, los hombres prefieren dedicar su tiempo de ocio a otras cuestiones menos literarias y más periodísticas). Esto es lo que lleva a que los contenidos de la literatura juvenil comercial (y por extensión de adultos) se dirija más al público femenino, esté repleto de clichés y contenidos clásicamente “rosas”. No obstante debo llamar la atención sobre que, en las nuevas generaciones, este cariz gusta por igual tanto a hombres, como a mujeres, prueba de que las diferencias de género son menos acusadas que hace décadas donde sí podría existir una dicotomía más patente (¡Algo bueno tendría que tener el futuro!).



Por último está el paso a la vida adulta como lectores, una transición en la que debe estar muy presente la tarea del mediador. Alguien que jamás ha estado en contacto con la literatura adulta (¡Y ojo! Que para un servidor, un cuento de Beshavis Singer puede ser tan adulto o más que Madame Bovary...) necesita enfrentarse a ésta desde una perspectiva próxima, tiene que llegar a ella a través de su propio reflejo, uno que a veces es imposible ver desde la quizá poco valorada mirada personal. Al joven hay que hacerle saber que su mundo, aunque envuelto en un celofán diferente, cambia poco respecto al de un adulto, algo que también se puede extrapolar a la anacronía del tiempo en el caso del canon de la literatura clásica... No estoy a favor de encasquetarle a un quinceañero El lazarillo de Tormes sin paliativos. Seguramente le resultará un tostón de tomo y lomo, y no habrá forma de convencerlo de lo contrario, pero si el mediador está informado, se deja seducir por los cambios del mundo y busca con esmero y pasión las conexiones que existen entre lo actual y lo clásico, otro lector juvenil es posible.







Que esta realidad de que la (para)literatura juvenil nos persigue, es un hecho impepinable (algo que siempre he pensado que tiene que ver con una imaginación hipodesarrollada en la niñez y con los hábitos y ejemplos escolares y familiares), pero no justifica que utilicemos novelitas que poco tienen de literario para inculcar un hábito que requiere esfuerzo como la lectura, ya que hay buena literatura juvenil que un joven puede sentir tan suya como la mala. Aunque existan casos en los que estas novelas pueden funcionar como puente transicional o rescatar del limbo acultural a los que yo llamo lectores perdidos, los libros juveniles más vendidos no necesariamente se relacionan con el hábito lector. Existen fórmulas igualmente válidas como los relatos, los cuentos, el álbum, la poesía o el ensayo para construir lectores maduros.
En definitiva, los buenos libros, llámense juveniles o infantiles, siempre abonan el terreno para los buenos lectores, la cuestión es dar con ellos...


martes, 23 de febrero de 2016

De libros-catálogo o libros-manual: híbridos al servicio ¿literario?


De unos años a esta parte vengo fijándome en la abundancia de “libros-catálogo” o “libros-manual” que se agolpan en las librerías y bibliotecas, un fenómeno del que me gustaría hablar en este espacio en el que tienen cabida numerosas formas de vida literarias e ilustradas.
Aunque no sé si los teóricos y especialistas tienen un nombre para este tipo de género, yo acabo de acuñar este término para referirme a todos aquellos libros ilustrados en los que, a modo de catálogo, enciclopedia, diccionario o manual, se desarrolla, de forma realista, fantástica o humorística, un tema concreto, que puede ir desde las princesas hasta las abuelas, pasando por los animales que nunca existieron. Son libros que se encuentran a caballo entre los álbumes ilustrados y los libros informativos. No son álbumes ilustrados porque su corpus narrativo es algo paraliterario, y tampoco son libros informativos porque sobrepasan la línea de la realidad para volar a otros derroteros más imaginativos.


Aunque tenemos ejemplos clásicos como El manual de la bruja de Malcolm Bird (Anaya), la edad moderna de este género (si mal no recuerdo) empezó con Philippe Lechermeier y Rebecca Dautremer y sus Princesas (olvidadas o desconocidas) publicado por Edelvives. Seguro que la mayoría de ustedes conoce este libro preciosista, excelentemente editado y a través del cual se creó una mercadotecnia en torno a la que ha girado una gran volumen de ganancias, algo inaudito en una obra dirigida al público infantil. A partir de ese momento se han sucedido numerosas propuestas editoriales con un formato similar que, igualmente, han tenido mucha acogida entre los lectores. Como ejemplos más inmediatos tengo el caso de Abuelas de la A a la Z, Madre solo hay una y aquí están todas, Abuelas. Manual de instrucciones, todos de Raquel Díaz Reguera, el Pequeño catálogo de instantes de felicidad de Roger Olmos y Lewis York y Besos que fueron y no fueron de David Aceituno y Roger Olmos (todos ellos editados en Lumen, sello del grupo Random House).



Quizá el éxito de este tipo de libros entre el público infantil (me consta que es así) resida en su capacidad para aunar en un mismo formato características del libro de texto -abstracciones gráficas, una secuencia ordenada en base a criterios alfabéticos o taxonómicos, o su exposición apoyada en notas aclaratorias y descripciones formales-, con otras más propias del libro ilustrado -ilustraciones a troche y moche, o un lenguaje artístico propio-.
Esta realidad tiene una lectura múltiple... Por un lado escritores e ilustradores no viven encorsetados ante un producto puramente comercial, algo que les facilita su vis creativa. Por otro, el editor pone a la venta un producto atractivo y con mucho tirón (es fácilmente vendible porque está bien editado, es extenso e ilustrado). También tenemos a los compradores (padres o maestros) que abogan por comprar libros con cierta “chicha” y “peso” (¿cantidad es sinónimo de calidad? He de decir que en cuanto a ilustraciones se refiere, sí, pero el texto... ¡ejem!) y que son ligeramente “estafados” por creer que muchos de estos libros contribuirán a enriquecer los conocimientos de sus hijos/pupilos respecto a la realidad. Por último están los lectores o consumidores finales, niños que, a pesar de divertirse con este tipo de libros, veo manipulados por la imposibilidad de diferenciar entre el texto académico y el texto como ocio, algo que, si bien no creo que influya en su desarrollo cognitivo (hay muchos que se alarman de más), sí dificulta el proceso de crear lectores competentes.



Lejos de mi intención está el denostar este tipo de libros, tan necesarios como otros y que yo mismo me atrevo a recomendar para pasárselo en grande o como apoyo a la hora de desarrollar actividades relacionadas con ellos, sí creo que hay que ser crítico y realista, no abusar de éstos para inculcar el mensaje de que la literatura debe ser libre y no pre-fabricada (aunque la comida rápida sea bazofia comparada con los pucheros de mi madre, a veces hay que darse al vicio y echarse una hamburguesa al gaznate), y recomendarles que, si se decantan por este tipo de libros-catálogo, dejen a un lado la paraliteratura que muchos guardan en las páginas y escojan algunos como El gran zooilógico. Bestiario de seres mitológicos de Daniel Montero Galán y editado por Jaguar, o Al caer la noche. Consejos útiles para una sana convivencia entre especies de Enrique Quevedo publicado por Tres Tristes Tigres, para leer algo aceptable.