El historial de los indultos
concedidos en España en las últimas décadas indica que si bien la justicia
puede ser arbitraria, no menos arbitraria resulta la concesión de indultos por
parte de un Gobierno, de modo que parece inevitable que nos movamos en esto –como
casi en todo- en el terreno aleatorio de la tendenciosidad.
El
Gobierno se encuentra ahora, por una mera cuestión de supervivencia, y temeroso
del coste electoral que pueda tener, ante el trago amargo de verse obligado a promover
un indulto a los presos del procés tras
haber asegurado el presidente Sánchez, en 2019, que cumplirían íntegramente su
condena, promesa que tampoco sabe uno si resultaba ineludible y pertinente, ya
que conviene tener claro que la realidad suele ser voluble y que no merece la
pena dar una impresión complementaria de volubilidad en las apreciaciones
personales. Por su parte, los independentistas catalanes, en su afán inamovible
de tensar la cuerda, exigen no el indulto, sino la amnistía; es decir, la negación
del delito, exigencia a la que se ha sumado UP, aunque la propuesta de
tramitación de la ley de amnistía ha sido rechazada, por inconstitucional, en
el Congreso.
Al
flamante presidente de la Generalitat debemos esta estimación: “La voluntad
popular no puede estar limitada por las leyes. Nuestro límite es la voluntad
popular”. Por su parte, ante el informe desfavorable del Supremo a la concesión
de los indultos, el presidente congresual de UP-ECP ha arriesgado un dictamen
mareante: “El tiempo de los jueces ha terminado y empieza el de la política”.
Con lo cual parece quedar claro que la justicia no sólo está jerárquicamente
por debajo de la voluntad popular con respecto a las leyes, sino que además puede
estar sometida a la enmienda política de las leyes, según se avenga no al
espíritu de las leyes en sí, sino según convenga a las estrategias políticas.
Sánchez se ha limitado a optar por el tono bíblico: “Hay un tiempo para el
castigo y otro para la concordia”.
La
sección socialista del Gobierno sabe de sobra que un indulto no atemperaría el
conflicto catalán, y es posible que sospeche que lo potenciaría, por la
interpretación entre épica y melodramática que el independentismo –conociendo como
conocemos sus resortes victimistas- puede hacer de la aplicación de esa medida
de gracia. Al margen de eso, y por si a alguien le quedaba alguna duda, el
nuevo ejecutivo catalán ha reafirmado su voluntad de declarar a corto plazo la
república, que no es tanto una quimera ensoñada como una meta imposible que, no
obstante, se plantea como posibilidad única.
Y
piensa uno que no estaría mal, en fin, que de vez en cuando los políticos
indultaran a la ciudadanía de la condena de asistir a estas pantomimas disfrazadas
de asuntos de Estado.
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