Hace un par de semanas, en una búsqueda a través de Google, me encontré con una discusión extraña en el chat de un blog. Un amigo mío ridiculizaba el libro que acaba de publicar otro amigo mío, con la agravante de que ellos son amigos entre sí. De todas formas, la experiencia nos ofrece una enseñanza melancólica: la emocionalidad puede dar muchas vueltas, y no siempre para bien. Los sentimientos se enredan. Los afectos fluctúan, o se deforman, o se derrumban. Llamé al amigo que ridiculizaba al otro amigo, porque el asunto me entristecía. Por suerte para mi ánimo, todo era una impostura: alguien había suplantado la identidad de uno para agredir al otro, sabiendo que ambos eran amigos antiguos y bien avenidos, supongo que con el propósito –tal vez demasiado optimista- de que iba a minar esa amistad, a pesar de que el malentendido malévolo resultaba fácilmente desmontable. Todo quedó, en fin, en el susto.
Pero la realidad tiende a ser bromista. Ayer mismo me llamó otro amigo para avisarme de que en ese mismo chat de ese mismo blog andaba yo opinando agresivamente sobre cualquier cuestión divina o humana, incluida en esas cuestiones el propio amigo que me avisaba. Me fui a la página y allí estaba yo, metiéndome con medio universo, porfiando destempladamente con los demás chateadores, empleando palabras que jamás empleo y reconociendo públicamente -sin complejos- que tengo un pene de dimensiones ridículas. Para rizar el rizo, alguien ponía en duda que el impostor fuese yo, pero el impostor le resolvía esa duda razonable: él era yo, sin duda posible, y de paso se acordaba feamente de la madre del otro por haber dudado de que él era yo.
Pero el juego de espejos continuaba: otro charlatán cibernético salió a escena para decir que el tipo que se hacía pasar por mí era un farsante, porque quien era yo era él, y le afeaba al otro el haber suplantado su personalidad, que no era otra que la mía. A partir de entonces, ambos se pasaron varias horas discutiendo si el primero era yo o si lo era el segundo, mientras que algunos terceros en discordia aportaban sus hipótesis y arriesgaban apuestas: algunos sospechaban que yo era el primer impostor, mientras que otros estaban seguros de que yo era el segundo impostor, el advenedizo.
¿Resulta divertido hacerse pasar por otro? Supongo que sí. Yo mismo me hago pasar por mí mismo cuando no tengo más remedio, ya que siempre será mejor eso que mostrarte realmente como eres: un fantasma desconcertado que no sabe muy bien del todo quién es, porque toda identidad es un espejismo de la conciencia, un apaño de la razón para ir tirando. Hasta que un día nos morimos y quedamos a la espera de que alguien se haga pasar por nosotros en la ouija.
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