Pues mejor así...
sábado, 30 de julio de 2011
EL NACIMIENTO DE UN IDIOMA
Pues mejor así...
martes, 26 de julio de 2011
VASOS
Un vaso es un objeto pequeño y muy simple, y para colmo suele ser transparente, a pesar de lo cual ocupa bastante espacio en el diccionario de la Academia, en el que encontramos acepciones que no tienen nada que ver con lo que entendemos por lo común por vaso: “Conducto por el que circula en el vegetal la savia o el látex”, por ejemplo. O bien el concepto que esconde la expresión figurada “vaso de elección”, a saber: “Sujeto especialmente escogido por Dios para un ministerio singular”.
En otro diccionario más añejo, el de Sebastián de Covarrubias, se nos informa de que la expresión “no tener vaso” significa “no ser capaz para recibir doctrina y enseñanza”, lo cual dice muy poco de la virtud intelectual de quien padeciera esa carencia metafórica, y se nos precisa también la existencia de los llamados “vasos de honor”, que eran los que se exhibían en mesas y aparadores de casas principales, en contraposición a los que sólo eran aptos para uso de cocina y “para las cosas inmundas, y estos son contumeliosos y retirados de la presencia del señor”, al igual que ocurre con el alma de los justos y de los pecadores, según precisa Covarrubias.
Un vaso de cristal incoloro lleno de agua es quizá la cosa más misteriosa que pueda uno ver, pues es de visión difícil, al estar más pendiente uno de lo que se transparenta a través del vaso que del vaso en sí. Observar un vaso de agua exige, en definitiva, un proceso parejo de abstracción y de concentración, gracias al cual llegaremos a la visión de lo casi invisible, lo que es un gran malabarismo óptico.
Cuando contienen vino o licor, los vasos se convierten en utensilios de magia, ya que habrán de proporcionar delirios alegres o atroces a todo el que se aventure en los azares de los encantamientos de artificio, que son de suyo imprevisibles, al actuar sobre la inestabilidad de la conciencia.
En proporción a su tamaño y a la cantidad de vidrio empleado en su fabricación, la rotura de un vaso resulta inesperadamente estrepitosa, y hasta mentira parece que un utensilio tan liviano atesore dentro de sí esa especie de tormenta. Hecho pedazos, el vaso se convierte en un objeto aterrador y peligroso, con aristas traicioneras, y mucha habilidad ha de tener una persona para recoger las esquirlas de un vaso roto sin cortarse. Es cierto que se da el caso de personas que logran recoger dichas esquirlas y salir ilesos, aunque la experiencia nos advierte de que suele tratarse de un espejismo: a los pocos minutos de recoger toda esa metralla traslúcida, la persona en cuestión se mira la mano y ve una herida sangrante, una herida levísima, como provocada por el roce con una espina de aire del aire mismo, se diría por lo poético, pero el caso es que ahí está. Y es que todo cristal roto ansía herir, y sabe cómo hacerlo.
Hay quien acierta a componer música con vasos, y se trata de una música rudimentaria y un tanto sonámbula, hecha, no sé, como de burbujas, y piensa uno que así debe de ser la música que suena en el país de los juguetes. Por lo demás, no queda más remedio que reconocer que el ser humano entra en las cristalerías con el miedo metido en los huesos, aterrado ante la posibilidad de romper algo, y ese miedo nos armoniza, en fin, con los elefantes.
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miércoles, 20 de julio de 2011
PALABRAS MUTANTES
Divaguemos hoy, si les parece, sobre la deriva de algunas palabras…
Hasta anteayer mismo, “mercado”, por ejemplo, era una palabra inocente. Íbamos al mercado a comprar frutas o verduras, carne o pescado, y no sentíamos otra presión que la de nuestro antojo o la de nuestro presupuesto. Los precios en el mercado podían subir, claro está, porque para algo son precios, con ese afán de superación que ellos tienen sin necesidad de apoyo psicológico alguno, y exclamábamos entonces: “¡Hay que ver lo caras que están este año las cerezas del Jerte!”, o bien “La ventresca de atún se ha puesto imposible”. Aun así, ya digo, “mercado” no era una palabra que diese miedo. Hoy, sin embargo, es una palabra que nos echa a temblar, porque resulta que el mercado no es el sitio al que íbamos a llenar la cesta, sino un monstruo anónimo y abstracto que, si se lo propone, puede dejarnos con la cesta vacía.
Hasta hace no mucho, si uno se metía a político y, por cualquier razón, aspiraba a convertirse en corrupto, debía tener claro que, en el caso de ser pillado, iba a merecer el desprecio de la sociedad, que se supone que le confió un cargo para la defensa y gestión de los intereses públicos, no para que metiera la mano. Hoy, en cambio, la condición de corrupto se ha convertido en algunos casos en un aval para la reelección, porque se ve que, a fuerza de convivir con corruptelas, la gente tiene el olfato moral atrofiado y no percibe el hedor, de modo y manera que el hecho de que alguien sea un político corrupto no sólo no daña el prestigio personal del corrompido, sino que en ocasiones representa una garantía de éxito electoral, y no faltará quien diga: “Voy a votar a ese candidato porque me parece un corrupto intachable”. Vista esa neutralización semántica, propongo desde esta alta tribuna que, de ahora en adelante, llamemos “podridos” y no “corruptos” a los políticos en estado de putrefacción moral, a ver si de ese modo nos paramos a meditar en la extravagancia que supone el hecho de mantener en los órganos públicos del Estado a personajes en mal estado. “Ese político está podrido”, diríamos, porque lo de “corrupto” suena a cultismo, a puro latín, y tampoco hay que ir regalando prestigios etimológicos a lo maloliente.
En estos tiempos de prevalencia macroeconómica, otra palabra que ha dado muchas vueltas es “congelación”. Hasta hace poco, congelábamos una merluza, un solomillo o unos guisantes. Hoy, en cambio, nos hemos vuelto ilusionistas y congelamos salarios, congelamos pensiones, congelamos inversiones… Estas congelaciones metafóricas dan el mismo frío que una congelación real, y esperemos que este afán congelador no nos lleve a congelar la conciencia, a congelar la razón, a congelar los sentimientos, porque entonces podemos quedarnos helados en lo hondo, a pesar de estos calores.
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sábado, 16 de julio de 2011
LA RESACA
A grandes rasgos, la resaca consiste en un estado en el que estás medio muerto, con la curiosidad de que preferirías estar muerto del todo: morirte y transferir el dolor de tu tránsito a las personas que te aprecian, porque el caso es que te sientes incapaz de sobrellevar la resaca, esa enfermedad mental que dura al menos 24 horas y que tiene la virtud de parecer eterna, sin duda porque el resacoso pierde la capacidad del disfrute de un atisbo siquiera de optimismo, en el caso de que tuviera tal capacidad, tan vulnerable a las derivas del vivir.
Por una razón o por otra, ya digo, el resacoso es un ente que prefiere la defunción al padecimiento de la resaca, a pesar de haberse ganado la resaca a pulso, y generalmente tras un desembolso apreciable: por mucho que te inviten, las resecas nunca son gratuitas, y acabas invirtiendo en ellas una cantidad de dinero que al día siguiente desembolsarías multiplicada por 100 para verte libre de los efectos de la resaca en cuestión, ya que todo resacoso es un hedonista que practica con total sinceridad la apostasía de su hedonismo.
La resaca puede y debe entenderse como un defecto de nuestro organismo para sobrellevar las alegrías de origen artificial, quizá porque se trata de alegrías demasiado intensas y sacadas de la escala razonable de las alegrías que nos depara nuestra condición de bípedos con tendencia a la melancolía depresiva. Sea como sea, lo cierto es que cuesta reconocer al resacoso en esa persona que, apenas unas horas antes, bailaba con tesón de derviche, ensayando equilibrismos complicados; abrazaba a sus congéneres en medio de discursos de tinte filantrópico e invitaba a toda la concurrencia con magnanimidad de jeque, porque así se lo dictaba el corazón.
En esencia, la resaca es una especie de correctivo moral, y debe de tratarse de un invento personal de Dios: te lo pasas bien, de acuerdo, pero luego viene, inexorable, el día siguiente, y ahí las pagas todas juntas. Ninguna diversión, así lo sea de grado sumo, compensa de sentirse un poco más tarde como tu abuelo, ya que la resaca constituye una sensación anticipada de una vejez achacosa, cuando no directamente de la agonía. Para colmo, la resaca otorga un cariz de ridiculez a diversas acciones que la noche antes te parecían sublimes, transgresoras e incluso imprescindibles: subirte a la barra del bar, desabrocharte la camisa, toquetearle el culo a una recién conocida, orinar en plena calle y todo ese repertorio de ocurrencias que suele tener cualquier persona que se pone hasta las orejas de alguna sustancia euforizante de las muchas que circulan tanto por los circuitos legales como por los clandestinos.
No se conoce el caso de una persona que, en mitad de una cuchipanda, se haya visto tentada por la sensatez a causa de la premonición de la resaca: la resaca es la más olvidable de las desgracias humanas, y no hay libertino que se arredre ante el porvenir inmediato, pues la persona que disfruta da en creer que su estado de disfrute será eterno, y no hace falta indicar su porcentaje de razón en este particular.
Por último, señalemos el desdén de la industria farmacológica por este mal, para el que no existe cura, antídoto ni paliativo, a menos que otorguemos al ácido acetilsalicílico o al ibuprofeno unas cualidades mágicas de las que a todas luces carecen.
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domingo, 10 de julio de 2011
LA LÓGICA
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Si decimos: “Andrés Peralta Ramírez se acostó el 8 de septiembre de 2007 con un pijama de cuadros y se levantó el día 9 de septiembre de 2007 con un pijama de cuadros”, estaremos formulando una obviedad y ofreciendo un dato que no tendría interés ni siquiera para Andrés Peralta Ramírez. Ahora bien, si decimos: “Andrés Peralta Ramírez se acostó el 8 de septiembre de 2007 con un pijama de cuadros y se levantó a la mañana siguiente con un pijama de cuadros, pero con los pantalones enfundados en los brazos y la chaqueta de pijama enfundada en las piernas”, la cosa cambia bastante, ya que ahí entra en juego la literatura, la magia, la espiral imprevisible del absurdo o, a un nivel estético un poco más bajo, la capacidad sonambúlica de Andrés Peralta Ramírez de vestirse y desvestirse mientras duerme, habilidad digna de ser mostrada en algún circo prestigioso.
La lógica en general, y la lógica de los pijamas en concreto, resulta vulnerable, en fin, a los envites y embates de la falta de lógica.
Tu sobrina de seis años te pregunta de repente: “¿Cuál es el último número, el número más grande?”. La pregunta no puede ser más lógica, y comprendes que lo ilógico es la condición infinita de los números, esa infinitud que hemos otorgado a unas entidades incorpóreas que sólo adquieren realidad cuando se alían con algo tangible: “Tengo 12.456 pelos en mi barba pelirroja”, “A lo largo de mi vida he perdido 745 mecheros y 349 paraguas”, y así sucesivamente. Por sí solos, los números designan vaguedades. Te acercas a un desconocido que toma café en un bar, absorto él en sus divagaciones cotidianas, y le dices al oído “674.828”, y el desconocido enarca las cejas, te mira como solemos mirar a los extraterrestres cuando vienen por aquí y te pregunta: “¿Qué pretende usted, meterme en la cabeza una cifra inútil?” Y tú le contestas: “De ninguna de las maneras, caballero. Sólo pretendía regalarle un número que alguna vez podría serle útil para quién sabe qué. Pero si ese número no le gusta, puedo ofrecerle muchos otros. El 98.999.874.211, por ejemplo, que es un número demasiado alto para resultar práctico, aunque supongo que estará usted de acuerdo conmigo en que conviene tener números para todo. Nunca se sabe cuándo va a hacernos falta un número, por alto que sea”.
Si la lógica fuese lógica, sólo existiría una lógica, pero el caso es que existen múltiples variantes de la lógica, catalogadas con más o menos precisión por los estudiosos de la filosofía: la llamada lógica antigua, la lógica aristotélica, la lógica escolástica, la neoescolástica… Como es lógico, cada cual puede elegir la lógica que mejor se adapte a las características de su temperamento y a su capacidad de ensayar piruetas con la mente.
Volviendo al tema de las peripecias nocturnas del pijama de cuadros de Andrés Peralta Ramírez, termino con un reto a la lógica: “¿Qué pasaría si Peralta se acostase con un pijama de cuadros y se despertase con un camisón estampado con flores tropicales?” No sería la historia terrorífica de Gregor Samsa, pero sería desde luego una historia.
miércoles, 6 de julio de 2011
lunes, 4 de julio de 2011
PATRICK LEIGH FERMOR
Tusquets publicó hace unos años (en traducción de Silvia Barbero) la única novela de PLF, que se dedicó en especial, como saben ustedes, a la literatura de viajes. La novela se titula Los violines de Saint-Jacques.
Esta novela -breve: 150 páginas- es un delicioso capricho rococó, a pesar de transcurrir su acción a principios del siglo XX: una dama francesa nos cuenta su juventud, durante la cual desempeñó el oficio de institutriz de unos niños nobles en una isla -imaginaria- del Caribe en la que hay establecida una corte anacrónica y pintoresca, regentada por el conde de Serindan, descendiente de una rama ilegítima del tronco familiar de Richelieu. Este conde vehemente, amigo de las mascaradas y nostálgico de la monarquía, mantiene a su manera el espejismo del antiguo régimen con la complicidad de la oligarquía criolla.
En la isla hay un volcán, amenazante. Y aparecen las pasiones, los equívocos, las excentricidades. Y todo ello con una prosa vibrante y hermosísima, suntuosa y exacta.
Una lectura tal vez inolvidable y sin duda conmovedora. Una obra maestra en miniatura.
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