Sueño y Mentira Del Ecologismo - Nodrm

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de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas
del Ministerio de Cultura, para su préstamo público
en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto
en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.
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SUEÑO Y MENTIRA
DEL ECOLOGISMO

Naturaleza, sociedad, democracia

por

MANUEL ARIAS MALDONADO


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España
México
Argentina

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total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento (ya sea
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Primera edición en castellano, octubre de 2008


© SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A.
Menéndez Pidal, 3 bis. 28036 Madrid
www.sigloxxieditores.com

© Manuel Arias Maldonado, 2008

Diseño de la cubierta: Outerstudio


DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY
Impreso y hecho en España
Printed and made in Spain
ISBN: 978-84-323-1369-1
Depósito legal: M- 49.141-2008
Fotocomposición e impresión: EFCA, S.A.
Parque Industrial «Las Monjas»
28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)
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A la memoria de mi padre

“La vieja grandeza del hombre fue creada en la


escasez. ¿Qué esperar de la plenitud?”
SAUL BELLOW
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ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS ......................................................................... XI

INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA....................... 1


I. LA CRISIS ECOLÓGICA Y SUS METÁFORAS............................... 1
II. MEDIO AMBIENTE Y SOCIEDAD ............................................ 5
III. LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO VERDE ............................ 11
III.1. Crisis ecológica y ecologismo fundacional................... 12
III.2. Consolidación y desarrollo del pensamiento verde ...... 14
III.3. La consolidación de la teoría política verde ................. 15
III.4. La revuelta contra el ecologismo fundacional: crítica y
reconstrucción de la política verde ............................. 17
IV. DESPUÉS DE LA NATURALEZA: MATERIALES PARA UNA NUEVA
POLÍTICA VERDE ................................................................ 19

1. NATURALEZA Y SOCIEDAD........................................... 25
I. LA CONDICIÓN HISTÓRICA Y SOCIAL DE LA NATURALEZA ....... 25
I.1. La concepción verde de la naturaleza ........................... 27
I.2. Naturaleza superficial y naturaleza profunda ................ 33
I.3. La sociedad en la naturaleza ........................................ 36
II. LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA NATURALEZA..................... 49
II.1. Exceso y verdad del constructivismo ........................... 50
II.2. La cuestión de los límites naturales.............................. 56
II.3. Constructivismo y valor intrínseco de la naturaleza....... 60
II.4. Hacia una adecuada comprensión de las relaciones so-
cionaturales ............................................................... 64
III. NATURALISMO VERSUS DUALISMO ........................................ 67
III.1. Hombres y animales: la incierta distancia.................... 69
III.2. La reducción naturalista de la condición humana ........ 72

VII
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

III.3. La afirmación de la excepcionalidad humana .............. 77


III.4. Naturaleza y extrañamiento ....................................... 81
IV. EL FIN DE LA NATURALEZA .................................................. 86
IV.1. Naturaleza y artificio ................................................. 89
IV.2. Naturaleza y significado ............................................ 95
V. LA DOMINACIÓN DE LA NATURALEZA ................................... 98
V.1. La dominación como idea recibida .............................. 99
V.2. Dominación y control reflexivo ................................... 102
VI. DE LA NATURALEZA AL MEDIO AMBIENTE ............................. 105
VI.1. Melancolía y diferencia.............................................. 108
VI.2. Naturaleza y medio ambiente ..................................... 110

2. LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE........................ 121


I. ECOLOGISMO Y DEMOCRACIA ............................................. 121
I.1. El conflicto entre ecologismo y democracia................... 122
I.2. La ambivalencia normativa del ecologismo político ....... 130
I.3. La tentación autoritaria en el ecologismo político .......... 149
I.4. Hacia una nueva política verde .................................... 154
II. EL PRINCIPIO DE SOSTENIBILIDAD .................................... 157
II.1. La sostenibilidad como principio normativo ................ 158
II.2. Las formas de la sostenibilidad ................................... 161
II.3. Sostenibilidad, democracia y organización social .......... 178

3. LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE .................................... 197


I. LA CONVERGENCIA DE POLÍTICA VERDE Y LIBERALISMO ........ 197
I.1. Nota sobre los fundamentos de la democracia liberal..... 198
I.2. Liberalismo versus ecologismo: sostenibilidad, neutrali-
dad, democracia ......................................................... 203
II. LA FORMA DE LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE .......................... 219
II.1. La reapropiación verde de las instituciones liberales,
I: la representación política ......................................... 220
II.2. La reapropiación verde de las instituciones liberales,
II: los derechos .......................................................... 227

VIII
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ÍNDICE

II.3. La reapropiación verde de las instituciones liberales,


III: la ciudadanía........................................................ 234
II.4. La comunidad ecológica: crítica y reconstrucción......... 248
II.5. Estado, sostenibilidad, política verde .......................... 255
III. LA CONSTITUCIÓN DE LA DEMOCRACIA VERDE ...................... 262
III.1. La promesa de la democracia deliberativa ................... 264
III.2. La defensa verde de la democracia deliberativa ........... 269
III.3. Sostenibilidad, representación y política deliberativa:
la constitución de la democracia liberal verde ............. 282

CONCLUSIÓN: ¿EL FIN DEL ECOLOGISMO? .......................................... 303

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA .......................................................... 311

IX
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AGRADECIMIENTOS

Es bien sabido que cualquier libro, por más que tenga un solo autor, o
precisamente por el hecho de tenerlo, es sólo el resultado final de una
suma de influencias dispares. Desde ese punto de vista, de hecho,
cualquier texto entregado a la imprenta es —ni más ni menos— una
simplificación. Y esto, en más de un sentido. Porque el trabajo de va-
rios años se condensa en unos cientos de páginas; porque estas pági-
nas nunca dicen exactamente lo que queríamos que dijeran; porque
quizá no pueden decirlo. ¡Los gajes del oficio! Sin embargo, estas pe-
queñas tragedias, comunes a cualquier proceso de escritura, son rápi-
damente olvidadas cuando la vanidad del autor contempla el trabajo
concluido: parece verdaderamente nuestro. Tanto más necesario es,
entonces, detenerse a pensar en la genealogía de la propia obra, en sus
prohijamientos involuntarios, en su modesta historia. A fin de cuen-
tas, ya es bastante presunción firmarla; reconózcanse, al menos, las
deudas con ello contraídas.
Este trabajo comenzó hace casi una década. Y esto, que podría ser
un demérito, debe figurar aquí como una circunstancia benéfica: el pro-
pio tiempo ha trabajado en la investigación. De hecho, su gradual proce-
so de maduración ha terminado por conducirme a un lugar distinto
del que esperaba. La obra es así notablemente distinta de la tesis doc-
toral en la que, entonces, abordé primeramente esta materia. Sucesi-
vas estancias en el extranjero y distintas revisiones en profundidad
han terminado por dar forma a un trabajo acaso más ensayístico que
académico, y menos preocupado por la exhaustividad que por la ex-
presión razonada de ideas. En ese sentido, aunque se abunda en ello
ya desde el comienzo, mi intención no es otra que contribuir al debate
público, y hacerlo mediante una posición más bien inhabitual, al me-
nos en nuestro país: la defensa de la sociedad liberal y de su capacidad
para ser sostenible. Se propone, esencialmente, una crítica del ecolo-

XI
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

gismo filosófico y político llamada a converger con la ecologización


del liberalismo. Naturalmente, corresponde al lector juzgar en qué
medida se han cumplido estos propósitos.
Es por ello obligado que empiece por agradecer al profesor Ángel
Valencia Sáiz la confianza que, durante estos años, ha demostrado te-
ner en mí. Las condiciones en que se ha desarrollado mi carrera aca-
démica son, en gran medida, fruto de su labor; su generosidad es, en
fin, la de un amigo. Además, a su pionero empeño como teórico de la
política verde en España debo mi interés por una materia a la que el
paso de los años —dándole la razón— ha otorgado preeminencia.
También gracias a él pude trabar contacto con Andrew Dobson, for-
midable pensador y amigo, en cuya School of Politics, International
Relations and the Environment, de la Universidad de Keele, comencé
mis aventuras internacionales, a la vez exigentes e iluminadoras. Su
hospitalidad y amabilidad constantes significan mucho para mí.
También han ejercido un permanente magisterio sobre mí los pro-
fesores Fernando Vallespín y Rafael del Águila, presentes en momen-
tos decisivos de mi trayectoria universitaria. Siempre he podido con-
tar con su ayuda; es, evidentemente, una deuda que nunca podré
saldar. Y lo mismo puedo decir de los profesores Ramón Máiz, Carlos
Alba, Joaquín Abellán, Elena García-Guitián, Alberto Oliet y Ramón
Vargas-Machuca; todos, en algún momento, han sido generosos con-
migo y a todos tengo en el mayor aprecio. Sin duda, los compañeros
de mi Departamento y Facultad —Rafa, Fali, Diego et álii— han crea-
do el ambiente propicio para una vida universitaria: las condiciones
materiales del trabajo inmaterial. A todos ellos, mi agradecimiento.
Naturalmente, en medida distinta, Michael Watts y Steven Weber,
del Institute for International Studies de la Universidad de Berkeley,
donde desarrollé parte de este trabajo, deben ser mencionados aquí,
lo mismo que Brian Doherty y John Barry, de la Universidad de Keele.
Debo, a todos ellos, hospitalidad y estímulo intelectual.
Por otra parte, la publicación de este libro no habría sido posible
sin el interés que en el mismo puso Luis Gago, a quien debo por ello
gratitud imperecedera. Su amabilidad me permitió conocer a Tim
Chapman, sobresaliente editor e inmejorable anfitrión, a cuya exce-
lente labor debo el mejoramiento final de este trabajo. María José Mo-
reno, en la fase final de la edición, ha aportado su profesionalidad y

XII
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AGRADECIMIENTOS

magnífico quehacer. También quisiera agradecer a los capitanes de


Revista de Libros, Álvaro Delgado-Gal y Amalia Iglesias, su confianza.
Colaborar con ellos ha contribuido formidablemente, o eso me pare-
ce, a pulir mi estilo y refinar mi pensamiento; si ambas cosas no son,
en realidad, la misma.
A los amigos, esa peculiar familia sobrevenida, debo más de lo que
parece. Sin ese taller de experiencias —comunidad de afectos y con-
ceptos— no sería lo que soy. Ellos saben bien quiénes son, pero nom-
bro a los esenciales: José Luis, Juan, Pirri. Naturalmente, Sebastián,
Pepo, María Jesús. También, en el espacio cosmopolita, Massimo. An-
tonio y Jaime. Segundo. Tania, durante años. Y así sucesivamente.
Este libro está dedicado a mi padre, fallecido prematuramente
hace pocos meses, después de una larga enfermedad. Sentimiento y
justicia coexisten en la dedicatoria, porque a él debo todo lo que he
llegado a ser; su ausencia es por completo irreparable. A mi madre, a
mis hermanas, les agradezco lo que son: vida, memoria, sentido. Y al
resto de mi familia —mi única abuela, mis tíos, mis primos, e incluso
mis bisabuelas, que las tengo— su acertada educación sentimental.
Finalmente, Stefanie. Mein Leben, meine Zukunft. Yo no habría
podido, sin ella, haber terminado este libro: es tan mío como tuyo.
Gracias.

Málaga, 23 de julio, 2008

XIII
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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

I. LA CRISIS ECOLÓGICA Y SUS METÁFORAS

La predicción no es aún una profecía, pues cabe


confirmarla o rebatirla con mediciones. La predic-
ción se mueve en el interior del calendario y del
tiempo mensurable; el profeta, en cambio, no se
rige por fechas, sino que es él quien las instaura.
ERNST JÜNGER

¿Es la naturaleza un sueño del que no acabamos de despertar? Así pa-


rece confirmarlo la obstinación con que se ha manifestado siempre, en
nuestra cultura, una tentación tan vieja como el propio pensamiento:
el propósito grotesco, pero tiernamente humano, de regresar a ella.
¡Volver a la naturaleza! Sea como una filosofía o como un eslogan, lo
cierto es que nunca ha dejado el hombre, animal nostálgico, de invo-
car un pasado imaginario en el que todo estaba en su lugar, antes de
que la sucia marea de la historia llegara a desbordarse. Et in Arcadia
ego: tal es la fantasía pastoril que atraviesa nuestra historia y llega has-
ta nuestros días. Sin embargo, no hay fantasías inocentes. Porque, si
bien esa armonía pretérita ha encontrado su símbolo más constante en
la naturaleza, ha significado también el rechazo de aquello que es pro-
piamente humano: la incertidumbre, el artificio, la contingencia. Y de
ahí que la formulación última de este anhelo sea la constitución de la
sociedad como un espejo de la naturaleza. Frente al caos de la historia,
la armonía del devenir natural; frente al exceso, la sencillez; y así suce-
sivamente. Hoy como ayer.
En realidad, hoy mucho más que ayer. Porque presenciamos en
nuestra época la definitiva consolidación de la naturaleza como cate-
goría política —esto es, como problema político. Desde la aparición

1
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

del movimiento verde en la década de los sesenta hasta ahora, la im-


portancia del medio ambiente en el debate público de las sociedades
avanzadas no ha dejado de crecer, en un viaje de los márgenes al cen-
tro que ha convertido a aquél en la mot juste del vocabulario político.
La defensa del medio ambiente ya no es una forma de escapismo, sino
un estilo de vida; no forma parte de la contracultura, sino de la cultura
oficial; y no protagoniza tanto movilizaciones callejeras, como las
cumbres internacionales. Se ha convertido en una causa global que,
frente al aire decimonónico que destilan conflictos como la guerra
contra el terrorismo, representa una promesa de renovación de la po-
lítica—, acaso el eje de una nueva política global.
Y no es de extrañar. Su atractivo reside tanto en sus inobjetables
fines, como en la novedad de sus medios: sólo la acción concertada de
todos puede dar lugar a una sociedad sostenible. Los líderes debaten
cambios estructurales, las empresas persiguen la innovación ecológi-
ca, el ciudadano puede contribuir en su vida cotidiana —ya sea re-
ciclando o consumiendo— a mejorar el estado global del medio am-
biente. Todos somos verdes; aunque unos más que otros. La vieja
introspección de las sociedades nacionales, la rigidez de las institucio-
nes liberales, la injusticia del mercado: limitaciones que hay que supe-
rar mediante una política medioambiental cuyo propósito nadie se
atreve a discutir. ¿Cuidar el planeta, salvar a la humanidad? Nadie
puede negarse. ¡Mirad esas pobres focas!
Ahora bien, eso no significa que el debate público en torno al me-
dio ambiente se desarrolle en los términos adecuados. Más bien, apare-
ce dominado por un motivo no siempre visible, que constituye la prin-
cipal idea recibida del movimiento verde fundacional; aquel que, como
veremos enseguida, emergió en el último tercio del pasado siglo para
llamar la atención sobre la relación individual y social con el entorno,
bajo el signo de una amenaza ecológica de grandes dimensiones.

Si no se cortan de raíz las tendencias que se observan en la actualidad, el de-


rrumbamiento de la sociedad y la destrucción irreversible de los sistemas de
mantenimiento de la vida en este planeta serán inevitables, posiblemente a fi-
nales de este siglo y con toda seguridad antes de que desaparezca la genera-
ción de nuestros hijos.

2
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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

Así reza una advertencia capaz de expresar el sentir de una gran


parte de la opinión pública contemporánea. Y, sin embargo, la frase
pertenece a un célebre panfleto de 1972: el Manifiesto para la supervi-
vencia, compilado por Edward Goldsmith y otros pioneros del alar-
mismo verde. Que semejante predicción esté lejos de haberse cumpli-
do no ha mermado, en absoluto, la convicción con la que se sigue
formulando. De hecho, en esa obstinación encontramos una de las
claves del éxito de un movimiento que ha conseguido pasar del pan-
fleto al informe oficial: «La humanidad se enfrenta a una emergencia
planetaria, a una crisis que amenaza la supervivencia de nuestra civili-
zación y la habitabilidad de la tierra».
Tal afirmaba, en marzo de 2007, todo un ex vicepresidente nortea-
mericano ante el Congreso de su país, noticia que fue recogida por las
agencias de información de todo el mundo 1. Es la misma melodía, con
diferente orquesta. Y la audiencia ha empezado a tararearla.
Así pues, si la naturaleza se ha situado en el centro de la cultura
contemporánea, lo ha hecho en los términos presentados por el movi-
miento verde desde sus orígenes: como un catastrófico, aunque tam-
bién irónico, negativo del fin de la historia que proclaman las epifanías
liberales. Su premisa es tan sencilla como terminante: la humanidad
padece una crisis ecológica global que, por razones de supervivencia y
de moralidad, exige una urgente transformación de nuestra relación
social con el entorno. No hay margen para la negociación, porque el
tiempo se acaba y arriesgamos no sólo la integridad del mundo natu-
ral, sino también nuestra propia supervivencia. Somos así una genera-
ción en la encrucijada, obligada a tomar una decisión moral para per-
mitir «que nosotros y nuestros descendientes y el resto de la vida
sobre la tierra puedan tener un mañana» 2. Y esa urgencia moral tiene
un corolario práctico, establece una sola dirección: es necesario cam-
biar en profundidad el orden social, para reconciliarlo con el orden
natural. Hace cuarenta años, sólo algunos visionarios afirmaban tal
cosa; hoy, parece un lugar común.
Más importante que la crisis, sin embargo, son sus metáforas. Si,
de acuerdo con un viejo recurso literario, un cuerpo enfermo puede
ser una manifestación física del malestar moral o emocional del pa-
ciente, la crisis ecológica opera de la misma manera: como reflejo de
una crisis de la civilización. La dimensión material de la crisis está aso-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ciada a una profunda dimensión simbólica, según la cual la sociedad


occidental ha alcanzado sus límites. Rien ne va plus. Este presunto co-
lapso da forma a una distopía verde abrazada por la imaginación con-
temporánea a través de novelas, películas y cómics: una cultura que
sueña con su final. Angustia, urgencia, melancolía. Y este sentido de
crisis es dominante en el debate medioambiental.
Se habla así de una «crisis de cultura y carácter», que es también
una «crisis de inacción» y da forma, en fin, a una crisis «social antes
que natural» 3. Y todo ello remite al predominio histórico de un con-
junto de valores que han provocado el alejamiento humano del medio,
la escisión entre naturaleza y cultura que explica el actual estado de
cosas: la crisis como crisis del sujeto mismo; al menos, del sujeto occi-
dental. Esta interpretación, que atraviesa el amplio camino que media
entre la ecología y la espiritualidad, explica también el carácter totali-
zador del ecologismo. Ni su filosofía ni su teoría política tienen sólo
que ver con el medio ambiente; también con la forma en que vivimos,
con nuestros patrones culturales, nuestra ciencia y nuestra tecnología,
nuestro sistema económico y político. Si la crisis ecológica es el resul-
tado de una enfermedad de la civilización, la cura no puede limitarse a
sus manifestaciones superficiales; hay que llegar hasta la raíz. Las me-
táforas devoran a su objeto.
Sin embargo, el debate medioambiental no tiene que fundamen-
tarse necesariamente sobre la premisa de la crisis ecológica. Y, de he-
cho, las consecuencias de que así lo haga son tan profundas como no-
civas. Desde el calentamiento global hasta los transgénicos, pasando
por la biodiversidad, todos los aspectos del debate medioambiental
encuentran en el fantasma de la crisis ecológica un lamentable condi-
cionante. Sobre todo, porque conduce a una muy deficiente compren-
sión de la índole de las relaciones socionaturales y contamina por
completo cualquier discusión acerca de una posible sociedad liberal
sostenible: la crisis ecológica se emplea como crítica radical de la mo-
dernidad liberal. Y, por esa misma razón, una parte importante del
movimiento verde defiende posiciones antimodernas, cuando no reac-
cionarias. Sin duda, la principal patología del ecologismo ha consisti-
do tradicionalmente en el rechazo del principio de realidad —rechazo
que, entre otras cosas, ha mantenido intacta su fe en una naturaleza
que ya no existe, pero que desean todavía recuperar—. Antes bien, es

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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

necesario proceder a una profunda depuración conceptual de la polí-


tica verde, que empieza en la crítica de la noción de crisis ecológica y
termina en la defensa de una sociedad liberal y verde: lejos de Arcadia.
Tal es, esencialmente, el propósito de este libro.

II. MEDIO AMBIENTE Y SOCIEDAD

Que la existencia de una crisis ecológica se haya convertido en un lu-


gar común nada dice acerca de su verosimilitud. Más bien, debería lla-
mar a la reflexión, dada la facilidad con que ciertas ideas recibidas se
convierten en clichés de uso corriente y terminan cobrando vida pro-
pia en el lenguaje de su época, con independencia de la razón de sus
hablantes: cualidad social del lenguaje que facilita esta forma de con-
tagio. En ese sentido, cabe preguntarse si la fuerza con que la noción
de crisis ecológica ha arraigado en nuestra sociedad encuentra reflejo
en la realidad, o si, por el contrario, es el producto de una inercia cul-
tural y esa misma realidad admite interpretaciones distintas.
Desde luego, la invocación de la crisis no está exenta de proble-
mas. Se trata de una categoría que no se infiere directamente de la rea-
lidad, sino que se construye políticamente, la mayor parte de las veces
a partir de unos presupuestos filosóficos que imponen valores a los he-
chos. En ese sentido, ha denunciado Bjorn Lomborg «la letanía de
nuestro medio ambiente en deterioro»: una interpretación de la reali-
dad que no resiste el análisis de los indicadores medioambientales 4.
Contra el pesimismo apocalíptico reinante, éstos indican una mejoría
paulatina del estado real del mundo, no su deterioro, ya que no puede
emplearse un pasado idílico como término de comparación, sino épo-
cas más recientes en las que el estado relativo del medio ambiente era
peor. Esto no significa que la situación sea óptima, pero sí desaconseja
el empleo indiscriminado de la heredada noción de crisis. Para el pro-
pio Lomborg, en ese sentido, los verdes se apoyan antes en la retórica
que en un análisis correcto. Y el miedo a problemas medioambienta-
les en gran medida inexistentes, advierte, puede además desviar nues-
tra atención de las medidas verdaderamente necesarias. La enconada
disputa periodística provocada en su momento por estas tesis en Gran

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

Bretaña demuestra la importancia central que tiene para el movimien-


to verde la conservación de un diagnóstico crítico sobre la situación
del medio ambiente 5.
Este doble filo de la crisis ecológica se manifiesta admirablemente
en la ambigüedad que caracteriza la mundialización en curso. Sin
duda alguna, el ecologismo fue pionero a la hora de llamar la atención
sobre la condición transnacional de los problemas medioambientales,
antes de que aquélla se impusiera como tema tardomoderno por exce-
lencia. No en vano, pocas realidades trascienden más claramente las
fronteras nacionales y regionales que los sistemas naturales; difícil-
mente extrañará, por ello, que el medio ambiente se constituya en una
de las facetas de la mundialización, habida cuenta de que su propio ca-
rácter desconoce las parcelaciones que aquel proceso viene, precisa-
mente, a desbaratar. Para el ecologismo, además de para aquellos crí-
ticos del capitalismo que han encontrado en el movimiento verde una
solución de continuidad a su empeño, la globalización extiende las
causas estructurales del deterioro ambiental: más globalización, en
consecuencia, sólo puede significar más crisis ecológica.
Sin embargo, la relación de la crisis ecológica con el proceso glo-
balizador no es unívoca; expresa, más bien, la ambivalencia que dis-
tingue a aquél. A fin de cuentas, los problemas medioambientales
también son una función de la creciente interdependencia de socieda-
des y economías. Y, verdaderamente, no parece existir todavía un ve-
redicto claro acerca de la ambigua relación que existe entre el proceso
de globalización y el deterioro medioambiental. Hay que recordar
que, a los efectos perjudiciales de la expansión geográfica de activida-
des económicas habitualmente dañinas para el entorno, se oponen los
innumerables avances que ha habido en legislación y prevención in-
ternacionales. No hay una línea recta entre globalización y crisis eco-
lógica, por más que los críticos de aquélla desearían que la hubiese.
Sea como fuere, no son nuevas las sospechas acerca de la veraci-
dad última del diagnóstico verde sobre la situación medioambiental.
En paralelo a la evolución del propio movimiento ecologista, sus críti-
cos han apuntado hacia la capacidad del medio ambiente para adap-
tarse a la sociedad, toda vez que la relación que los liga no sitúa una
naturaleza externa a un lado y a la sociedad en otro —sino que ambos
operan de forma interdependiente, dentro un mismo metasistema—.

6
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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

También, naturalmente, se ha subrayado que el hombre ha sido histó-


ricamente capaz de encontrar soluciones a través de la ciencia y la tec-
nología, con objeto de resolver problemas inherentes a las relaciones
socioambientales; trataremos sobre todo ello en profundidad.
Ni que decir tiene, empero, que semejante respuesta a la crisis
ecológica es desechada por los verdes como un mero reflejo ideológi-
co del sistema que la produce. De ahí que a esta tradición crítica se la
denomine prometeica o cornucopiana, por adoptar como rasgos princi-
pales una benigna interpretación de los indicadores ambientales y una
confianza ilimitada en la capacidad humana para superar las dificulta-
des que el medio pueda presentarle. Pero, si la alternativa al optimis-
mo es la catástrofe, ¿no habría que someter a escrutinio crítico al cor-
nucopismo, antes que a la llamada verde de atención? Así suele
responder un ecologismo que, como hemos señalado ya, no parece re-
parar en el incumplimiento de sus propias predicciones, juzgado
como una peculiar confirmación de su inminencia 6.
Sucede que cualquier relativización de la crisis ecológica es también,
inevitablemente, un cuestionamiento del propio ecologismo. Ambos se
necesitan, son términos de un mismo conjunto. Y así, la transformación
de la crisis en simple controversia ya supone una cierta normalización de
todo inconveniente para los verdes: no tanto porque desaparezcan los
problemas ecológicos, como los criterios absolutos que permiten descri-
birlos como problemas críticos y proporcionan a los ecologistas el fun-
damento para su superioridad cognitiva o moral 7. ¿Significa eso que sin
crisis ecológica no puede haber ecologismo? No exactamente. Más bien,
una concepción realista de la crisis ecológica proporciona una base dis-
tinta para la fundamentación de la política verde, provocando su final
como ideología radical, pero no como corriente de pensamiento. Esta
reflexión crítica, impensable hace apenas unos años, ha empezado a ga-
nar presencia en el debate teórico medioambiental. Pero todavía no ex-
presa con bastante claridad la condición permanente de aquello que el
ecologismo dominante define como estado crítico:

Sucede que el concepto de crisis supone bien el retorno a un estado anterior


de normalidad, bien la transición a un nuevo estado de estabilidad. Pero en el
caso del entorno natural y de la relación social con él, no hay retorno ni estabi-
lidad. Particularmente en un contexto donde el cambio, la innovación y la fle-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

xibilidad se han instalado como los más altos valores hacia los que dirigirse, el
término crisis medioambiental y sus implicaciones ha devenido anacrónico 8.

Más aún, no es que el concepto de crisis ecológica haya devenido


anacrónico: es que nunca ha llegado a experimentar un momento de
verdad. Hablar de crisis ecológica es ignorar la naturaleza misma de las
relaciones socionaturales: la crisis sería más bien el estado habitual de
unas relaciones cambiantes, marcadas por la recíproca transformación
y la adaptación mutua. No es, por tanto, crisis en sentido propio. Na-
turalmente, los valores sociales a los que Blühdorn hace referencia
pueden acelerar el cambio medioambiental y el proceso de apropia-
ción social del medio, así como dar lugar a un tipo distinto de proble-
mas, derivados de modos distintos de interacción socionatural; pero no
son, en sí mismos, el origen de un estado que remite a las condiciones
de posibilidad de la evolución humana.
Nada de esto quiere decir que la naturaleza no se vea afectada por
la mano del hombre, ni equivale a negar la desaparición de muchas de
sus manifestaciones. Pero es precisamente la voluntad de preservar in-
tacto el mundo natural, sus manifestaciones particulares y concretas,
la que lleva a los verdes a identificar la pérdida de algunas formas natu-
rales con un efectivo deterioro medioambiental. Sin embargo, son co-
sas distintas. Sucede que las consecuencias normativas también lo son,
según se hable de problemas medioambientales o de crisis ecológica:
rutina frente a excepción. Puede así comprobarse cómo, a pesar de su
apariencia técnica, la definición de los problemas medioambientales
como constitutivos de una crisis ecológica global es, en sí misma, una
formulación política. La crisis ecológica es una crisis imaginaria.
Ningún lenguaje de crisis, sin embargo, es inocuo. Si una situa-
ción se define como crítica, puede darse la tentación de suspender los
valores y procedimientos políticos vigentes en aras de la eficacia, má-
xime cuando la amenaza convocada se plantea en términos de supervi-
vencia. No hay más que repasar las soluciones propuestas en la litera-
tura verde de los años setenta para comprobar cómo la acentuación de
la excepcionalidad agudiza la tentación autoritaria y la inclinación por
las fórmulas expeditivas. Y también aquí encontramos la repetida
obstinación con que los verdes insisten en sus viejas predicciones: en
la revisión de su obra seminal, William Ophuls insiste en que la esca-

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sez ecológica «dominará nuestra vida política, dejando clara la incapa-


cidad de nuestra cultura y maquinaria política para enfrentarse a sus
desafíos» 9. La catástrofe aguarda en el futuro, pero las soluciones la-
ten en el presente. Así es como una retórica alarmista de crisis y catás-
trofe inminente puede ayudar a legitimar toda clase de acciones al
margen de sus consecuencias sociales o políticas. Y atribuir grotesca-
mente a los verdes la condición de vanguardia iluminada:

Un nuevo grupo de líderes, conocidos simplemente como ecologistas, está


tratando de combinar una comprensión sofisticada del funcionamiento natu-
ral del mundo con una nueva ética de desarrollo ecológicamente orientada.
Tienen el potencial de convertirse en profetas modernos y guiar a la sociedad
hacia una forma mejor de vida, sostenible a largo plazo 10.

Autoritarismo, tecnocracia y espiritualismo pueden así presentar-


se como males menores que evitan un mal mayor e irreversible: la de-
saparición de la vida sobre la tierra. La excepcionalidad consustancial
a la crisis sugiere la alteración de los patrones de decisión ordinarios,
máxime cuando el componente científico-técnico de los problemas
medioambientales puede aconsejar una exclusión de los profanos, en
beneficio de los expertos, ya sean científicos o místicos 11.
Se manifiesta aquí la pugna entre la ideologización del ecologismo y
la búsqueda de una política verde más realista, capaz de reconciliarse
con la sociedad liberal. Es conveniente despojar al debate medioam-
biental de esta retórica urgente, del énfasis en la excepcionalidad de
amenazas y soluciones. En ese terreno han encontrado justificación el
autoritarismo triunfante en los años setenta, la más duradera defensa de
una política de raigambre ecoanarquista, o la dominante concepción
prepolítica de la sostenibilidad como principio técnica o ideológicamen-
te definido, no susceptible de definición democrática. En todos estos
casos, la incapacidad demostrada por las formas y los procedimien-
tos democráticos, y por el modelo de sociedad liberal-capitalista en que
se enmarcan, vendría a exigir soluciones alternativas que, en su misma
radicalidad antagonista, parecen hallar la garantía de su idoneidad.
Ahora bien, tal herencia no se agota en el mantenimiento de un discurso
de límites o en la falta de revisión crítica de la idea de colapso ecológico
inminente. Más al contrario, la organización del movimiento verde y de

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

sus fundamentos normativos como alternativa crítica radical a los valo-


res y prácticas que están en la raíz de la crisis medioambiental define el
ecologismo político como ideología —dándole una forma que su evolu-
ción posterior sólo alterará, acaso hasta ahora, de forma superficial—.
La afirmación de la crisis ecológica cumple así una función a la vez fun-
dacional y constitutiva en el ecologismo político. Negar su existencia
equivale a neutralizar, o cuando menos dificultar, su discurso ordinario.
Sin embargo, es preciso subordinar el diagnóstico sobre el medio
ambiente al principio de realidad y refundar la política verde sobre
esos nuevos presupuestos. Toda vez que la amenaza de la extinción in-
mediata anunciada tres décadas atrás se ha demostrado infundada,
debería imponerse la prudencia a la hora de hablar de crisis ecológica
y de extraer consecuencias políticas de la misma. Parece más adecua-
do hablar de un estado de continua transición, atendiendo al carácter
gradual de los cambios socionaturales producidos ya, y de los que es-
tán todavía en marcha. Sobre todo, porque hablar de crisis ecológica
es sustraerse al verdadero carácter de las relaciones socionaturales,
cuya condición dinámica e incierta, que tiene su base en la recíproca
transformación que resulta del proceso de apropiación social del me-
dio, convierte la crisis percibida por los verdes en el estado habitual de
las mismas. No existe una relación de estática armonía que pueda ser
restablecida. La interdependencia de los sistemas social y natural ha
producido un medio ambiente donde sociedad y naturaleza coexisten,
dando lugar a problemas cuya complejidad aumenta a medida que au-
menta la complejidad de la sociedad y, con ello, de la interacción mis-
ma, pero que no autorizan a hablar de crisis.
Es cierto que la vocación conservacionista del ecologismo induce
a la confusión entre formas naturales concretas y la naturaleza en su
sentido amplio. Y que, de este modo, la pérdida de parte de aquéllas
se identifica con la destrucción de la totalidad de ésta. Para evitar ese
equívoco, es conveniente acaso distinguir entre crisis ecológica y crisis
del mundo natural: la primera designa una amenaza para la supervi-
vencia humana derivada de la socavación de las bases biofísicas de la
vida social; la segunda, la desaparición progresiva de formas naturales
cuya protección el ecologismo reclama en nombre de su valor intrín-
seco. Se ha señalado ya arriba que hablar de problemas medioambien-
tales no posee las mismas connotaciones normativas y prescriptivas

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que hacerlo de crisis ecológica. Pero esa variación no indica tampoco,


como teme el ecologismo, que la existencia de problemas medioam-
bientales carezca de consecuencias en absoluto ni suprima toda posi-
ble función para una política verde.
Más al contrario, la política verde encuentra su verdadera razón de
ser en una sociedad que, en lugar de incurrir en el catastrofismo, se
plantea reflexivamente su relación con el medio. Habida cuenta de que
éste es el producto de la compleja interdependencia de sociedad y na-
turaleza, sus consecuencias afectan a todos los aspectos de la vida so-
cial —y reclaman con ello un tratamiento que no es sólo técnico, sino
también político—. Ahora bien, el principal objeto de la política verde
no es ya tanto la protección del mundo natural, como la consecución
de la sostenibilidad. Esto no significa que aquélla carezca de importan-
cia, pero el problema de la extinción es secundario respecto al más im-
portante problema de la ordenación de las relaciones socionaturales.
En todo caso, la protección de las formas naturales podrá ser parte de
una política de sostenibilidad democráticamente definida, pero no un
aspecto innegociable, un valor intangible, de la misma. Ya que, como
veremos, es precisamente la ausencia de una solución única para los
problemas que plantea esa ordenación socionatural la que demanda su
tratamiento político y democrático, lejos del cierre tecnocrático de la
misma a la que conduce la concepción prepolítica defendida por el
ecologismo. Afortunadamente, el actual estado de la teoría verde ofre-
ce razones para pensar que ese giro reflexivo pueda aún tener lugar.

III. LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO VERDE

[...] porque los comienzos con conciencia de lo que


comienzan y de lo que ponen en camino serían fal-
sos comienzos.
HANS BLUMENBERG

A pesar de la frecuencia con que la naturaleza ha formado parte histó-


ricamente del catálogo de las preocupaciones filosóficas y hasta políti-
cas del hombre, la reflexión sistemática en torno a la misma es mucho

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más reciente. Sólo a partir de la emergencia del movimiento verde a fi-


nes de la década de los sesenta podemos hablar propiamente de una
teoría política sobre la naturaleza. En puridad, la teoría política verde
no se constituye como tal hasta que la literatura sobre la materia no al-
canza un grado suficiente de articulación teórica y conciencia de sí. Su
evolución puede resumirse fácilmente: frente a una situación medio-
ambiental crítica, surge un movimiento inicialmente reactivo, que
paulatinamente procede a una articulación teórica, primero indepen-
diente y después abierta al diálogo con el resto de teorías políticas,
apertura que sirve para la consecución de los propios objetivos y para
medir la solidez adquirida qua teoría.
Efectivamente, es posible discernir una evolución del pensamien-
to político verde, por más que la interpretación de la misma varíe en
función de la perspectiva que se adopte. Sin embargo, esa evolución
no siempre se ha reflejado en las manifestaciones públicas del movi-
miento, hasta el punto de que el apego a sus tesis fundacionales cons-
tituye su principal rémora. Podría así decirse que el discurso ordinario
acerca del medio ambiente se ha convertido en un discurso de excep-
ción, apegado a la premisa de la crisis ecológica y la subsiguiente nece-
sidad de una transformación radical. Esto tiene que cambiar y quizá lo
esté haciendo ya.

III.1. Crisis ecológica y ecologismo fundacional

En su primera fase, el ecologismo político se desarrolla bajo el signo


de la crisis ecológica. La súbita percepción de un conjunto de proble-
mas medioambientales globales, complejos y con un alto grado de in-
terdependencia, produce desde mediados de la década de los sesenta
una literatura de crisis, preocupada sobre todo por llamar la atención
sobre la gravedad de la situación, y pronto dedicada también a arbi-
trar una serie de soluciones para la misma, inevitablemente imbuidas
de idéntico sentido de urgencia.
La novedad que esta literatura supone, respecto de precedentes
obras sobre el medio ambiente, es la consideración de estos proble-
mas como estructurales antes que contingentes; la crisis ecológica,
cuya denominación es ya el producto de una evaluación política, tras-

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ciende el ámbito medioambiental para convertirse en manifestación


de una crisis más amplia. La importancia de estos primeros trabajos
radica en su capacidad para establecer la crisis ecológica como asunto
que hay que debatir, no tanto en sí misma, cuanto en su calidad de ex-
presión de contradicciones y fracturas culturales y sociales más am-
plias. Son los años de la Primavera silenciosa de Rachel Carson, de La
bomba demográfica de Paul Ehrlich o del ya citado Manifiesto para la
supervivencia. La índole de este debate, a su vez, se ve condicionada
por la percepción de la crisis que lo origina. Así, el empleo de proyec-
ciones informáticas cuyos alarmantes resultados dibujan un horizonte
de devastación medioambiental evitable sólo si las medidas adecuadas
son rápidamente adoptadas, tiñen toda la literatura de la época de un
pesimismo y un sentido de urgencia que explican el tipo de respuesta
política proporcionada: la crisis es crisis de supervivencia. No hay, por
ello, tiempo que perder: el catastrofismo desemboca en excepciona-
lismo.
Y la identificación de las causas condiciona la de las soluciones.
Expresión de un fracaso cultural, el colapso medioambiental tendría
sus causas mayores en la democracia liberal y el capitalismo de merca-
do, que son también los principales obstáculos para su resolución —no
sólo en términos de su funcionamiento práctico, sino igualmente por
razón de los valores que lo sostienen—. La alternativa a la sistemática
minusvaloración de los bienes naturales, solución al deterioro ambien-
tal que amenaza la supervivencia humana, es el establecimiento de una
forma de autoritarismo donde el gobierno de los expertos y las restric-
ciones a la libertad individual crean las condiciones para una existencia
sostenible. No en vano, la adjetivación de la situación como crítica vie-
ne a suspender las prevenciones y garantías habituales en beneficio de
las únicas soluciones que permiten su superación: la democracia es así
preterida en favor de una eficacia de ribetes tecnocráticos y ascenden-
cia cientificista. Es difícil subestimar la importancia que esta fase tiene
en la formación de la identidad del movimiento verde. Su constitución
contra el modelo sociopolítico dominante, las fuentes normativas de las
que se dota, en singular combinación de cientificismo y naturalismo,
así como su tendencia a interpretar la crisis como expresión de una cri-
sis más amplia, van a marcar, para bien y para mal, el carácter del movi-
miento ecologista hasta nuestros días.

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III.2. Consolidación y desarrollo del pensamiento verde

La siguiente fase de la literatura política verde es ante todo un desa-


rrollo, en múltiples direcciones, de las bases dispuestas en la primera.
Su teoría política empieza a desplegarse como tal, a tomar conciencia
de su razón de ser, de sus objetivos, y crece en paralelo a una filosofía
medioambiental que no siempre le proporciona los fundamentos ade-
cuados. Puede decirse que esta segunda fase empieza como una con-
versación interna, a partir de los distintos caminos trazados por la pri-
mera, y que evoluciona después de modo diverso, abriéndose al
exterior como en exploración de las distintas posibilidades que la nue-
va temática —la aplicación de lo político a la resolución de la crisis
ecológica— ofrece.
Las reacciones a la proclamación verde de la crisis empiezan, sin
embargo, en su misma negación. Se trata de una crítica del catastro-
fismo que emplea sus mismas armas para cuestionar la gravedad de
la situación medioambiental, juzgada desde esta óptica como intrín-
secamente dinámica e incierta —tenor argumentativo que, como he-
mos visto, los verdes descalifican como voluntarismo prometeico o
cornucopiano—. Socialismo y marxismo señalan que el ecologismo
no tiene suficientemente en cuenta el modo en que la crisis ecológica
expresa unas relaciones sociales marcadas por la alienación y la desi-
gualdad socioeconómica, esto es, los males inherentes al capitalismo.
A su vez, esto va a provocar un movimiento de reflexión crítica de la
propia tradición marxista-socialista, que cuestiona sus planteamien-
tos y principios a la luz de los nuevos elementos de juicio proporcio-
nados por la crítica verde, creando un espacio de convergencia don-
de el aprovechamiento verde de sus instrumentos coexiste con el
reverdecimiento de las tesis marxistas. El anarquismo y el libertaris-
mo ejercen también ahora su influencia en la conformación del enfo-
que político verde, sobre todo como prolongación natural de un
pensamiento filosófico que encuentra, en la descripción de la natura-
leza que ofrece la ecología, un modelo de red espontánea y no jerár-
quica susceptible de oportuna traducción política: el cientificismo
de los orígenes se encuentra así con un planteamiento donde la polí-
tica es sustituida por la filosofía y la ciencia, en la concepción del su-

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jeto y del orden social. La ecología social, la ecología profunda y el


biorregionalismo son la principal expresión de esta tendencia, cuya
importancia es, sin embargo, visible en el tenor general del ecologis-
mo político hasta hoy dominante. También va a producirse una apro-
ximación recíproca entre ecologismo y feminismo, que toma como
base la asociación histórica y simbólica de mujer y naturaleza. La ló-
gica similar que habría regido históricamente la dominación de am-
bas es ahora sinónimo de una convergencia de intereses entre femini-
dad y mundo natural. En definitiva, la tradición política occidental
procede a la recepción de los principios verdes.
La reflexión ética y filosófica acompaña en el tiempo al despliegue
de la literatura verde más propiamente política, cuyos fundamentos
normativos establece en el curso de la indagación de aquellos valores
que subyacen a la protección del mundo natural. Su estatuto es revisa-
do con la intención de incluirlo en la comunidad moral y su círculo de
considerabilidad. Sin duda, los derechos de los animales constituyen
un instrumento para esa expansión, capaz de generar una considera-
ble cantidad de literatura de notable rigor sistemático. Paralelamente,
la difusión pública de la noción de desarrollo sostenible, a partir del
Informe a Naciones Unidas de la Comisión Brundtland para el Medio
Ambiente, da lugar a un debate en torno al concepto que introduce a
su vez la problemática de la justicia distributiva, tanto intrageneracio-
nal como intergeneracional, referida a las futuras generaciones. El
avance del pensamiento verde no sólo multiplica así sus temas de re-
flexión, sino que a medida que lo hace va, paulatinamente, afirmándo-
se como tal pensamiento.

III.3. La consolidación de la teoría política verde

En un primer momento, la consolidación del pensamiento político


verde es ante todo una continuación de la literatura de la década de los
setenta, donde la alternativa filosófica se ha encarnado ya en una doc-
trina acerca de la necesaria reconciliación del hombre con su entorno
y del derecho del mundo natural a su preservación y florecimiento. Al
mismo tiempo, el rechazo de la democracia liberal deja paso a una
afirmación de los principios democráticos más formal que sustantiva,

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por hallarse en clara contradicción con una política consecuencialista


que establece prepolíticamente los valores definitorios de la sociedad
sostenible y los sustrae a todo debate y posibilidad de negociación.
En consecuencia, la consolidación del ecologismo como ideología se
proyecta sobre un pensamiento donde lo político es suprimido por la
previa ontologización de los valores y principios. Esta clausura del de-
bate político trae causa del naturalismo epistemológico al que el eco-
logismo se entrega, y a cuya consolidación contribuye el de la ética
medioambiental que lo justifica —animada por la aparición de publi-
caciones periódicas monográficas que, como la temprana Environ-
mental Ethics (1979) o la posterior Environmental Values (1992), sir-
ven de vehículo a la filosofía ecocéntrica—. Environmental History,
revista dedicada a la investigación medioambiental historiográfica
surgida ese mismo último año, da cuenta de la fuerza que la nueva dis-
ciplina, en todas sus ramas, había obtenido. El utopismo fundacional
del pensamiento verde no sólo se proyecta en el pasado, mediante la
adopción de una concepción arcádica de la naturaleza, y hacia el futu-
ro, con la postulación de una sociedad sostenible idealizada, sino que
se infiltra en su cuerpo doctrinal al potenciar un naturalismo político
que, por ejemplo, provoca graves conflictos entre ecologismo y demo-
cracia, o impide abrir al debate la forma que habrá de adoptar la sos-
tenibilidad medioambiental.
No obstante, la ampliación y diversificación de la reflexión verde
no podía dejar de producir efectos, el principal de los cuales es la
emergencia de una teoría política propiamente dicha a fines de la dé-
cada de los noventa, como destilación y autoconciencia del pensa-
miento ecologista. La obra fundacional del mismo es, sin duda, el Pen-
samiento político verde de Andrew Dobson, que significativamente
propone concebir el ecologismo como un pensamiento radical, opues-
to a todo compromiso o negociación con el liberalismo imperante y
anclado, sin embargo, en el utopismo naturalista, dependiente de la
ecología como ciencia, y de la ética medioambiental como fundamen-
tación filosófica de una teoría política privada así de autonomía. Esta
contradicción, entre el intento por dar forma a una teoría política y la
influencia de un naturalismo que supone su anulación, está patente
en el intento que hace Robert Goodin por conciliar lo que llama una
teoría verde del valor con una teoría verde de la acción. Similar pro-

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pósito, mediante una estrategia distinta, persigue la «convergencia


normativa» propuesta también entonces por Bryan Norton, pragmá-
tica afirmación de la independencia de las políticas respecto de sus
fundamentos normativos, de acuerdo con la cual los verdes deben es-
forzarse por obtener resultados prácticos al margen de que la justifi-
cación de las políticas medioambientales sea ecocéntrica o antropo-
céntrica 12. No obstante, la teoría política verde se consolida a través
de una sostenida afirmación de los valores que la rigen, de los obje-
tivos que persigue y de todo aquello que la diferencia de teorías políti-
cas rivales.

III.4. La revuelta contra el ecologismo fundacional:


crítica y reconstrucción de la política verde

En la actualidad, vivimos una última fase del pensamiento político ver-


de, que puede contemplarse como el resultado de su evolución natu-
ral, de su progresiva apertura y dinamismo. Su madurez reflexiva con-
lleva un desprendimiento progresivo de la fundamentación naturalista
y del dogmatismo radical que había venido distinguiéndola. A partir
de la segunda mitad de la década de los noventa, aparece un conjunto de
trabajos, cuya característica principal es que ponen en cuestión algu-
nos aspectos del propio pensamiento verde, como la ascendencia del
naturalismo o la influencia del anarquismo en la configuración de su
estrategia política. Los presupuestos de la teoría política verde son in-
ternamente evaluados y sometidos a crítica: la teoría interroga a la ideo-
logía. Significativamente, en la introducción a la tercera edición de su
citada obra fundacional, Dobson consagra este desplazamiento de la
teoría política verde, que a su juicio pasa de estar centrada en los aspec-
tos político-ideológicos del ecologismo a reflexionar sobre conceptos
tradicionales de la teoría política, como la democracia, la justicia o la
ciudadanía.
Desde esta perspectiva puede entenderse, por ejemplo, el antes
impensable acercamiento que el ecologismo hace al liberalismo, en
exploración de una posible convergencia entre los mismos. También
el debate abierto acerca de la búsqueda de un modelo democrático
verde, ámbito en el que las resistencias que ofrece la interpretación

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

naturalista chocan aún con los propósitos democratizadores de su teo-


ría política —dadas las contradicciones que genera la confrontación
de éstos con la afirmación prepolítica de valores y principios como la
sostenibilidad—. A la ordenación interna de la teoría política verde
seguiría así su expansión externa, el diálogo y la confrontación con
otras tradiciones teóricas y con conceptos clásicos de la teoría política,
sólo que esta vez desde un enfoque más crítico.
Esta reconstrucción es producto de la sospecha sobre el ecologis-
mo fundacional y sus presupuestos. La concepción verde de la natura-
leza, su relación con la estructura normativa del ecologismo, las distin-
tas asunciones acerca de la sostenibilidad y la democracia, los diseños
políticos llamados a articular la sociedad sostenible, los paradójicos
vínculos del ecologismo con la ciencia, su utopismo subyacente, el re-
chazo sistemático de la modernidad o de la democracia liberal: todos
ellos, aspectos del ecologismo político que ahora son cuestionados y
radicalmente reformulados. La reorientación crítica del ecologismo
político da forma paulatina, vacilantemente, a la nueva política verde.
Ha llegado incluso a hablarse de la muerte del ecologismo, propiciada
por el fracaso de sus viejas políticas y por la nueva configuración —más
híbrida, más multicultural, más posmoderna— de los movimientos
sociales verdes.
En la creación de las condiciones de posibilidad de esa sospecha
han influido el desarrollo de la sociología medioambiental y el para-
digma de la sociedad del riesgo, que han contribuido a refinar y com-
prender en toda su complejidad un concepto de naturaleza que, en los
verdes, disfraza la ingenuidad de realismo. Y las consecuencias nor-
mativas de esa concepción han sido revisadas por una filosofía am-
biental más crítica. Y como podrá verse, una adecuada comprensión
de la interdependencia y complejidad de las relaciones socionaturales
priva al naturalismo verde de su mito fundacional y de su principal re-
ferencia normativa.
Ahora bien, sea como fuere, el impacto de esta apertura está pro-
vocando un fascinante debate sobre la dirección que el ecologismo,
como teoría política y como movimiento, debe tomar.

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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

IV. DESPUÉS DE LA NATURALEZA: MATERIALES


PARA UNA NUEVA POLÍTICA VERDE

¡Cuándo daremos término a nuestros escrúpulos y


prevenciones! ¿Cuándo dejaremos de estar obce-
cados por todas esas sombras de Dios? ¿Cuándo
habremos «desdivinizado» por completo a la natu-
raleza?
FRIEDRICH NIETZSCHE

Nuestra época, en consecuencia, ha reproducido con entusiasmo esa


vieja costumbre de la razón que consiste en buscar en la naturaleza
un consuelo para la sociedad. La novedad es que lo ha hecho a través
del más explícito y singular camino trazado por la primera ideología
que tiene sólo por objeto la protección del mundo natural: el ecolo-
gismo. Ya se ha señalado que el debate medioambiental global se
asienta, no siempre de manera consciente, sobre las bases estableci-
das por aquél desde su nacimiento. Y, aunque no cabe duda de que el
movimiento verde ha convertido a la naturaleza en una nueva catego-
ría política, la debilidad de esas bases ha terminado por socavar sus
posibilidades de crecimiento. La razón es muy sencilla. Al convertir
una naturaleza idealizada en modelo para la sociedad, el pensamiento
verde ha retrocedido hasta el ámbito prepolítico del naturalismo:
vino viejo en odres nuevos. Su fracaso, por tanto, no es otro que la in-
capacidad para articular una defensa no natural de la naturaleza. Y
su paradoja definitoria, su marca de fábrica, consiste en un extraño
triunfo: aquella politización de la naturaleza que desemboca en su
despolitización naturalista.
Todo el edificio ideológico verde se asienta sobre los quebradizos
cimientos de una concepción de la naturaleza que es un producto de
la imaginación. Se trata de un orden cuya existencia es independiente
del hombre, pero no al revés: la humanidad pertenece a una comuni-
dad moral de la que se deduce un deber de respeto hacia el mundo
natural. Y en esa naturaleza perdida, pero susceptible de recupera-
ción, la esfera propiamente social es una prolongación de la esfera na-
tural; o así debe ser. De ahí que la sociedad sostenible que constituye

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

el horizonte político del movimiento verde propenda a reconstruir


un supuesto orden arcádico, donde se resuelve la escisión moderna
entre hombre y naturaleza. Este horizonte es, evidentemente, utópi-
co. Pero es un utopismo que, si bien se proyecta hacia el futuro, se
corresponde con una forma retrospectiva de la utopía: la naturaleza
prístina que el hombre ha degradado. De manera que el mundo natu-
ral está fuera de la historia y al margen de la sociedad; es norma y no
realidad; suspensión originaria y no transformación en el curso del
tiempo.
Semejante desencarnamiento abstracto ignora la condición histó-
rica y social de la esfera natural, la existencia de una historia social de
la naturaleza. Su apropiación material y cultural, que ha conducido
históricamente a una creciente interdependencia de sociedad y natu-
raleza, ha culminado en nuestra modernidad tardía en la disolución de
todo resto de separación entre ambas. La naturaleza se ha transforma-
do en medio ambiente humano. No podía ser de otra manera. Y es
una realidad que no puede dejarse a un lado.
Así pues, la naturaleza no se opone simplemente a la sociedad y la
historia, sino que forma parte de ambas. Todos los paraísos son paraí-
sos perdidos, como escribe Proust; también la naturaleza que invoca
el ecologismo. Su paisaje pastoril no está al comienzo de la historia,
porque nunca tuvo lugar: no es más que una falsificación nostálgica, el
fruto de su ensoñación arcádica. En consecuencia, cualquier intento
de reproducir ese orden inexistente en el futuro está condenado al fra-
caso, que encubre en último término una confusa mezcla de mistifica-
ción ideológica y sublimación escapista. Lo tiene dicho Clément Ros-
set: la idea de naturaleza no pertenece al dominio de las ideas, sino al
dominio del deseo 13. Y el deseo falsifica lo que persigue.
De este modo, la naturaleza esencialista, ahistórica y universal del
ecologismo es una naturaleza mítica, no sólo por carecer ya de toda
consistencia más allá de la palabra que la afirma, sino también por
pretender la naturalización de lo que, a fin de cuentas, constituye una
construcción histórica y social. Es una mitología en el sentido que le
da Roland Barthes: un mito que no oculta, sino deforma; un mito que
transforma la historia en naturaleza 14. Aquí reside la clave del natura-
lismo verde. Porque toda naturalización tiene por objeto obtener la
legitimación adicional que proporciona un origen espontáneo y no

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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

creado. Y por eso la política del ecologismo se presenta, en su intran-


sigencia heurística, como previa a la política y excluida de ella, sin la
sucia huella de lo humano. Su singular combinación de ideología y
cientificismo resulta, como veremos, en un férreo dogmatismo. Sin
embargo, ese mismo fundamento es el producto de una ficción nos-
tálgica, y así el ecologismo se corrompe en su misma base.
La renovación de la política verde debe así comenzar con la críti-
ca de la política verde realmente existente. Es cierto que la provincia
verde se caracteriza por una notable diversidad interna, debido a la
cual coexisten en su interior innumerables corrientes y movimientos;
también lo es que se trata de un corpus de pensamiento no exento de
complejidad, reflejo de los distintos niveles que operan en él —cientí-
fico, filosófico, político—. Sin embargo, podemos comprender el
ecologismo como unidad, a la luz de sus rasgos comunes: aquella
ideología que trata de convertir la naturaleza en una realidad moral y
políticamente significativa, con el fin de conservarla y de avanzar ha-
cia la consecución de una sociedad ecológicamente sostenible. Ahora
bien, la poderosa influencia que las corrientes más radicales del mo-
vimiento verde han ejercido en su configuración doctrinal —influen-
cia que sólo ahora empieza a ser cuestionada— ha terminado por dar
forma a una política verde en exceso dependiente de unas premisas
que contaminan e invalidan casi todo su discurso. Sobre todo, su in-
sistencia en una concepción de la naturaleza más cerca de la mitifica-
ción que de la realidad —que conduce a su vez a la obsesiva noción
de crisis ecológica— propicia una debilidad teórica que ningún ejer-
cicio de voluntarismo puede compensar. La posibilidad misma de
existencia de alguna política verde depende de su transformación en
la dirección correcta.
Podemos preguntarnos si tal deriva naturalista es inevitable, esto
es, si cualquier intento por dar forma a una política de la naturaleza
está condenado a incurrir en ella. Y la respuesta es que no. Es posi-
ble disponer de una política verde no naturalista, basada en una
comprensión alternativa, más realista, de las relaciones socionatura-
les. A su vez, esta renovación contribuirá a un planteamiento más se-
reno del debate global en torno al medio ambiente. Entre otras razo-
nes, porque esa política verde renovada establecerá unas relaciones
con la modernidad y la democracia que no serán distinguidas por su

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ambigüedad y su contingencia, como hasta ahora, sino por una vin-


culación necesaria con ambas —directamente derivada de su re-
constitución como instancia crítica y reflexiva de la modernidad li-
beral—. Desde ese punto de vista, la política verde debe poder
contemplarse como culminación de una modernidad capaz de reor-
ganizar sus relaciones con el medio, y no como otra expresión de su
presunto fracaso.
Para extraer lo nuevo de lo viejo, es necesario revisar los presu-
puestos filosóficos del ecologismo y orientarlos en un sentido distinto
al tradicional. Que la crítica aquí ofrecida proponga una nueva orien-
tación para la política verde significa, por tanto, que sus principios
básicos son abiertamente puestos en entredicho. Así ocurre con
la fundamentación moral ecocéntrica, con la prioridad otorgada a la
protección del mundo natural sobre la base de su valor intrínseco,
con una concepción de la democracia basada en la descentralización
comunitaria y en formas cerradas de sostenibilidad. Hay que revisar,
en fin, la herencia de un radicalismo verde de signo naturalista y cien-
tificista, que propende a la subordinación de lo político a lo ideoló-
gico. En ese sentido, el ecologismo debe poder definirse menos como
una doctrina moral que se orienta hacia la protección del mundo na-
tural, y más como una teoría política cuyo principio rector es la con-
secución de la sostenibilidad en el marco de la sociedad liberal. De
esta forma, el énfasis no recae tanto en la preservación de las formas
naturales, cuanto en el equilibrio de las relaciones socioambientales
—que sólo marginalmente se ocupa de aquella conservación—. Has-
ta el momento, sin embargo, esa política es antes una promesa que
una realidad.
Sin embargo, no se trata tanto de plantear esta reformulación en
términos de ruptura, como de señalar la continuidad que cabe percibir
en una teoría política capaz de generar los recursos críticos necesarios
para su renovación. Desde una perspectiva verde tradicional, esto no
conducirá sino a la desnaturalización del movimiento; esto es, a la di-
solución de aquello que convierte el ecologismo en ecologismo, hasta
privarlo de toda razón de ser. Sin embargo, concebir la política verde
de modo esencialista, identificándola con aquellos principios domi-
nantes hasta ahora en su estructura normativa, convertiría a los teó-
ricos ecologistas en rehenes de una virtud imaginaria. En realidad, la

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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA

política verde no tiene por qué seguir identificándose con un ecologis-


mo fundacional que no posee monopolio alguno sobre su definición.
No existe ningún certificado de autenticidad para la política medio-
ambiental: es posible levantarse contra Arcadia.

NOTAS

1
Naturalmente, Al Gore, el político del establishment reconvertido en «gigante
verde» (cfr. The Economist, 24 marzo de 2007, p. 52; The Observer Magazine, 24 de ju-
nio de 2007).
2
Cfr. Rob Jackson, The Earth Remains Forever. Generations at a Crossroads, Aus-
tin, University of Texas Press, 2002, p. 132.
3
Cfr., respectivamente, Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory,
Nueva York, State University of New York, 1992, p. 17; Jonathon Porritt, Seeing
Green. The Politics of Ecology Explained, Londres, Basil Blackwell, 1984, p. 116; y Ju-
lian Saurin, «Global Environmental Crisis as the “Disaster Triumphant”: The Private
Capture of Public Goods», Environmental Politics, vol. 10, núm. 4, invierno, 2001,
pp. 63-84, p. 65.
4
Bjorn Lomborg, The Skeptical Environmentalist, Cambridge, Cambridge Uni-
versity Press, 2001, pp. 1-51.
5
Cfr. The Guardian, 15, 17 y 20 de agosto y 1 de septiembre de 2001.
6
La obsesión verde por el futuro se manifiesta a veces de forma grotesca, por
ejemplo, en la preocupación acerca del «futuro profundo» que tendrá lugar dentro de
cien mil años, y para el cual debemos asumir como objetivo «una supervivencia de cali-
dad» (cfr. Doug Cocks, Deep Futures. Our Prospects for Survival, Montreal, University
of New South Wales Press, 2003).
7
John Barry, «From environmental politics to the politics of the environment: the
pacification and normalization of the environment?», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmentalism?, Lon-
dres, Routledge, 2004, pp. 179-192; Ingolfur Blühdorn, «Post-ecologism and the poli-
tics of simulation», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 35-47.
8
Ingolfur Blühdorn, Post-ecologist Politics: Social Theory and the Abdication of the
Ecologist Paradigm, Londres, Routledge, 2004, p. 14.
9
William Ophuls y Stephen Boyan Jr., Ecology and the Politics of Scarcity
Revisited. The Unraveling of the American Dream, Nueva York, W. H. Freeman and
Company, 1992, p. 11.
10
Lester Milbrath, Environmentalists. Vanguard for a New Society, Nueva York,
State University of New York Press, 1984, p. 7.
11
También desde bien pronto, la atribución de culpa a la cultura occidental dio lu-
gar a una particular forma de escapismo. Algunas voces del movimiento verde propo-
nen una refundación axiológica basada en culturas, como las orientales, presuntamen-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

te más respetuosas con el medio natural (cfr. Lynn White, «The Historical Roots of
Our Ecological Crisis», Science, vol. 155, núm. 3767, pp. 1203-1207). Empeño dudo-
so, por no cumplirse la premisa mayor: un respeto hacia el medio que está en las filoso-
fías orientales, pero no en su historia.
12
Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992; Bryan Norton,
Toward Unity Among Environmentalists, Oxford, Oxford University Press, 1991.
13
Clément Rosset, La anti-naturaleza, Madrid, Taurus, 1974.
14
Cfr. Roland Barthes, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 2003.

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1. NATURALEZA Y SOCIEDAD

I. LA CONDICIÓN HISTÓRICA Y SOCIAL DE LA NATURALEZA

Sin duda, una de las principales paradojas que caracterizan al movi-


miento verde es la relativa ausencia del objeto que persigue. Efectiva-
mente, la naturaleza cuya defensa lleva a cabo dejó hace mucho tiem-
po de estar en su sitio, si es que alguna vez lo estuvo. Y este vacío
central confiere a la filosofía y política verdes un aire inconfundible-
mente melancólico, que en raros momentos de lucidez se convierte en
un sentimiento elegíaco 1. Sin embargo, los verdes no son los únicos
que parecen soslayar esta, digámoslo así, incómoda verdad: la entera
sociedad ha emprendido un debate en torno a su relación con el me-
dio ambiente en la mayor de las confusiones acerca de qué significa la
naturaleza y qué queda de ella. Esa desorientación es muy comprensi-
ble, dada la complejidad del concepto y su empleo como moneda de
uso corriente en el vocabulario contemporáneo. De ahí que, si quere-
mos alcanzar un adecuado entendimiento de las relaciones socioam-
bientales y refundar la política verde sobre unas bases más realistas,
sea necesario empezar por mostrar que la naturaleza no es —nunca
fue— lo que parece.
Sólo un puñado de términos, sin embargo, igualan el poder de
significación de un concepto que nace con el propio pensamiento; ra-
zón de su dificultad. Su carga semántica es tan formidable como sus
posibilidades de empleo: la naturaleza ha sido declinada de muchas
formas, en momentos distintos, con acentos dispares. Y, aunque tal
amplitud significativa ha terminado por situarla en un territorio am-
biguo e indefinido, eso le confiere a cambio un fuerte valor retórico.
Dado que, en principio, la naturaleza es todo aquello que existe de
forma espontánea y no trae causa de creación o intervención huma-
na, ha sido una habitual estrategia del discurso filosófico y político

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

presentar determinados valores o prácticas como naturales, esto es,


concordantes con aquello que viene ya dado, que no es discutible.
Quien tiene la naturaleza de su parte, posee ventaja. No es así extra-
ño que su concepto haya sido siempre una arena de conflicto. Su exa-
cerbación contemporánea parece dificultar, aún más, la fijación de un
sentido unitario de naturaleza: porque cuando todo es naturaleza,
nada lo es.
Puede decirse, entonces, que la dimensión política del concepto
provoca complicaciones en el plano epistemológico. El sesgo ideoló-
gico provoca conflictos hermenéuticos. Sin embargo, la dimensión fi-
losófica del mismo concepto proporciona una razón adicional para ex-
plicar estas dificultades. Se trata de un problema inherente a la idea de
naturaleza. Ya que, ¿no contiene ésta, en su ambición denotativa, una
semilla de complejidad? No en vano, convergen en ella dos impulsos
opuestos: designar y explicar una misma realidad. En palabras de Ray-
mond Williams: «Un único nombre para la multiplicidad real de cosas
y procesos vivos puede esforzarse por ser neutral, pero es seguro que
ofrecerá, desde el principio, un tipo dominante de interpretación: idea-
lista, metafísica o religiosa» 2.
La naturaleza nombra, en fin, aquello a lo que el hombre desea
dar sentido. Durante toda su historia lingüística, el concepto ha teni-
do que cargar por ello con el fardo de una dotación de sentido extra-
lingüístico —el inevitable «sustrato metafísico» al que se ha referido
Neil Evernden—. De manera que un concepto filosóficamente indis-
pensable, repentinamente introducido en el lenguaje y la práctica po-
líticos, parece condenado a la hipertrofia semántica. Y, en consecuen-
cia, a la ambigüedad, la confusión e incluso la inutilidad.
Esta singularidad deja claro que cualquier intento de depuración
terminológica que tenga por objeto la naturaleza tiene establecidos
sus propios límites. La doble contaminación metafísica y política del
concepto dificultan su esclarecimiento. No obstante, es necesario in-
tentarlo. Porque nuestra forma de concebir la naturaleza determina,
más ampliamente, la relación social con el medio; la renovación del
debate medioambiental tiene que empezar aquí. No puede dejarse en
manos del ecologismo, en fin, la definición del mundo natural.

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NATURALEZA Y SOCIEDAD

I.1. La concepción verde de la naturaleza

Aunque el movimiento verde se distingue por una notable diversidad


interna, que lo ramifica en direcciones tan opuestas como el ecoanar-
quismo y la ecoteología, subyace a todas sus variantes una concepción
similar del mundo natural y de las obligaciones de protección que se
derivan de ella. La idea central es que una visión alternativa de la natu-
raleza debe conducir directamente a una distinta aproximación moral
a la misma, que a su vez demanda una organización política del orden
social que procure su realización. Las distintas ramas del movimiento
pueden ofrecer distintas justificaciones morales, pero sobre la base de
una parecida concepción de la naturaleza y una misma exigencia de con-
servación. ¿Cuáles son, entonces, los rasgos más prominentes de la
concepción verde de la naturaleza?

I.1.1. El paradigma ecológico

Acaso involuntariamente, el ecologismo adopta una posición posmo-


derna cuando combina la descripción científica con la prescripción es-
piritualista. Su visión del mundo natural proviene de la ecología, rama
de las ciencias naturales que surge en la segunda mitad del siglo XIX
con objeto de estudiar las relaciones de los organismos con su entorno,
y alumbra un nuevo modo de contemplar la naturaleza a partir de la
complejidad e interdependencia de los sistemas naturales y sus compo-
nentes particulares. Así, en lugar de una observación fragmentaria, que
otorga primacía a las partes pero descuida a la totalidad, la ecología
vuelca su atención sobre la relación entre ambos, que compone el eco-
sistema. Las ciegas máquinas cartesianas, recobrada su ánima, vuelven
a ser seres vivos cuyas relaciones entre sí y con la naturaleza inorgánica
tejen una intrincada y compleja red. En ella, ningún elemento es más
importante que otro, porque todos ellos contribuyen al mantenimiento
del sistema; el paradigma mecanicista deja así paso al paradigma ecoló-
gico, en lo que Fritjof Capra ha descrito como un viaje «de las partes al
todo» 3. Esta revelación científica produce consecuencias espirituales,
como defiende la influyente ecología profunda: la mayor contribución

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

de la biología moderna sería el redescubrimiento, dentro del contexto


científico moderno, de que todo está conectado a todo. No es casual
que la red sea la metáfora predilecta del movimiento verde.

I.1.2. La superación del darwinismo

El mundo natural sigue siendo el mismo; somos nosotros los que he-
mos cambiado, porque lo han hecho nuestros conocimientos. Desde
el punto de vista verde, el nuevo paradigma ecológico vendría a supe-
rar definitivamente una concepción darwiniana, basada en la selec-
ción natural espontánea que resulta de la lucha por la supervivencia.
Aquella visión moderna de la naturaleza se rige por la competencia
entre especies; la armonía es el producto de la supervivencia del más
capacitado para sobrevivir a un entorno hostil. Ahora, en cambio, re-
tirada la lente deformante de nuestra autopercepción social, el mundo
natural revelaría su pacífico esplendor, adoptando como principales
características la interdependencia y la cooperación de sus integran-
tes, el equilibrio armónico entre las partes y el todo. Es una armoniosa
red de redes, donde el orden es un rasgo sistémico, no el producto de
la depredación. En palabras de Murray Bookchin: «La vida es activa,
interactiva, procreadora, relacional y contextual» 4. Es una concep-
ción orgánica, donde los flujos de energía cobran más importancia
que los organismos particulares, donde ningún elemento puede com-
prenderse cabalmente al margen de la matriz de la que es forma. La
afirmación del holismo acompaña al rechazo del agonismo darwinista,
o, si se prefiere, de las versiones simplificadas de la obra de Darwin 5.

I.1.3. Misterio, espiritualidad, encantamiento

La modernidad ha fracasado en su intento por reducir analíticamente


la naturaleza. Hay un resto indescifrable, trascendente, en su aparen-
te inmanencia, que escapa a toda racionalización. Así se expresa Aldo
Leopold, legendario pionero del ecologismo en la Norteamérica de
los años cincuenta: «Es una suerte, acaso, que por mucho que uno es-
tudie atentamente los cientos de pequeños dramas de los bosques y

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NATURALEZA Y SOCIEDAD

los prados, uno nunca puede aprehender los hechos esenciales de nin-
guno de ellos» 6. Esta cualidad inasible del mundo natural es enfatiza-
da por el movimiento verde, contra la vieja concepción ilustrada se-
gún la cual podemos conocer las leyes que rigen su funcionamiento:
«Una perspectiva ecocéntrica, en cambio, reconoce que la naturaleza
no sólo es más compleja de lo que actualmente sabemos, sino también
muy posiblemente más compleja, en principio, de lo que podemos lle-
gar a saber» 7.
Nuestras sistematizaciones se ven así reducidas a la condición de
meras representaciones, figuraciones que constituyen simples hipóte-
sis. Y la naturaleza se sitúa de esta forma más allá del conocimiento
humano, en una esfera distinta: la espiritual. Se abre con ello la puerta
a su resacralización, al reencantamiento del mundo que debe reparar
la herida abierta entre naturaleza y cultura:

Nosotros, como egos, tenemos una posición y un poder extremadamente limi-


tados dentro del todo, pero suficientes para el despliegue de nuestro poten-
cial, algo mucho más comprensivo que el potencial de nuestros egos. Así que
somos más que nuestros egos, y no fragmentos, demasiado pequeños y sin po-
der. Identificándonos con totalidades mayores, participamos en la creación y
el mantenimiento de ese todo. En consecuencia, compartimos su grandeza 8.

El mismo yo individual, por tanto, recibe de la naturaleza su razón


de ser. La idea central aquí es la de la identificación del hombre con el
mundo natural; mundo al que, después de todo, pertenece. Esta iden-
tificación sólo puede producirse después de un proceso espiritual, en
el que todo rastro de mediación —científica, cultural o incluso ética—
ha desaparecido y el individuo se abandona a la formidable fuerza
abarcadora de la naturaleza. Se trata, como veremos, de una reformu-
lación del viejo sentimiento romántico de lo sublime.

I.1.4. El valor intrínseco de la naturaleza

La propuesta moral y espiritual del ecologismo lleva implícita una total


renovación de las fuentes axiológicas, esto es, las fuentes de valor. Si la
naturaleza es algo más grande que el hombre, ¿cómo puede depender
su epifanía del simple juicio de una de sus criaturas? Para el ecologis-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

mo, la afirmación del superior valor moral de la naturaleza equivale a


una crítica del antropocentrismo que ha dominado la cultura occiden-
tal durante siglos. Muy al contrario, es necesario atribuir a la naturaleza
un valor independiente del hombre, un valor objetivo que le sea propio
e inalienable: el así llamado valor intrínseco de la naturaleza. La adjudi-
cación de este valor objetivo supone desechar nuestras propias evalua-
ciones morales como base del comportamiento humano en relación
con el mundo natural; la ética del comportamiento medioambiental
aparece así ligada a aquel valor intrínseco. Hemos de otorgar valor mo-
ral al bienestar del mundo natural por su propio bien, al margen de su
incidencia en los intereses humanos: un valor independiente no tanto
de nosotros, como de nuestra valoración. La obligación de preservar el
valor intrínseco del mundo natural viene por ello impuesta exógena-
mente, al derivar directamente del valor objetivo de lo natural. Es un
valor que el hombre no afirma; simplemente, lo reconoce.

I.1.5. Sacralidad y mundanidad

En la reflexión filosófica verde puede apreciarse a menudo un nexo


entre la afirmación del valor intrínseco, cuyo anverso sería la irrele-
vancia del juicio humano sobre una realidad más amplia que él, y la
cualidad trascendente de la naturaleza. De acuerdo con esto, su signi-
ficado profundo sólo puede ser aprehendido intuitivamente, porque
se encuentra más allá de la razón. En consecuencia, el valor intrínseco
reconoce una excepcionalidad que no depende de nosotros, pero que
podemos deducir de la «maravillosidad» [wonderfulness] del mundo
natural, dentro del cual cada criatura representa «una diferente mani-
festación de la más grande maravilla de la vida» 9. La mundanidad
conduce a la sacralidad. Y el ecologismo llega a postularse como una
búsqueda religiosa. Ahora bien, esta sacralidad del mundo natural
presenta características singulares en relación con las manifestaciones
tradicionales de lo sagrado. En la cultura occidental, la naturaleza es
sagrada en la medida en que se contempla como separada de la huma-
nidad. Señala Mircea Eliade que el homo religiosus cree en una reali-
dad absoluta, lo sagrado mismo, que trasciende el mundo, pero se ma-
nifiesta en él:

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[...] no se trata de la veneración de una piedra o de un árbol por sí mismos. La


piedra sagrada, el árbol sagrado no son adornos en cuanto tales; lo son preci-
samente por el hecho de ser hierofanías, por el hecho de «mostrar» algo que
ya no es ni piedra ni árbol, sino lo sagrado, lo ganz andere 10.

Esta transmutación obedece, por tanto, a la fe en lo trascendente,


manifestada en lo contingente. La naturaleza puede ser así sagrada
como encarnación de la divinidad, pero no por sí misma; su sacralidad
es, por tanto, subordinada y no inmanente. La peculiaridad verde
consiste en que esa condición sagrada de la naturaleza, ya se afirme
explícitamente o permanezca latente en el discurso, no depende de
una divinidad superior. La piedra o el árbol son venerados por sí mis-
mos; por ser parte del mundo natural en su conjunto. La naturaleza
no manifiesta lo sagrado, ni lo encarna: lo constituye.

I.1.6. Naturaleza y experiencia estética

La concepción verde de la naturaleza está poderosamente mediada


por la experiencia estética. Sus cualidades decisivas, como la grandeza
o la citada maravillosidad, no se resuelven en una mera respuesta espi-
ritual, sino que aparecen ligadas al juicio estético. Y, en gran medida,
es este juicio el que provoca esta nueva, distinta, valoración moral de
la naturaleza, al, por decirlo así, precipitarla. La nueva ética que pre-
coniza la ecología profunda es, malgre lui, una llamada a contemplar
el mundo como un fenómeno estético. No es de extrañar que el víncu-
lo entre las percepciones artísticas de la naturaleza propia de los poe-
tas y paisajistas del siglo XIX, y las percepciones estéticas de los cientí-
ficos de esa misma época, que determinaron su comprensión del
mundo natural, estén de hecho en el origen de las modernas actitudes
medioambientales. Sin embargo, la defensa del medio ambiente en
términos estéticos no es aceptable para el ecologismo, porque estético
es un valor que se opone directamente al valor intrínseco —en otras
palabras, el esteticismo sería una forma de instrumentalismo antropo-
céntrico—. Pero el ecologismo no puede evitar exhibir un esteticismo
que se resuelve, a menudo, en misticismo: «Y aún tras estos miedos y
esperanzas obvios e inmediatos reside un profundo significado, que

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

sólo conoce la montaña misma. Sólo la montaña ha vivido lo suficiente


para escuchar objetivamente el aullido de un lobo» 11.
¿Poesía de la antropomorfización? Por otro lado, aunque la natu-
raleza no es forzosamente benigna, su majestuoso despliegue posee un
fuerte atractivo plástico, de forma que los episodios de depredación
animal que podrían menoscabar su belleza conservan su poder figura-
tivo, subsumidos en el delicado equilibrio y la complejidad funcional
del conjunto. La esteticización de la naturaleza, en fin, supone forzo-
samente su idealización.

I.1.7. La naturaleza como fuente de valores

La naturaleza posee para los verdes un valor normativo, esto es, puede
ser empleada como fundamento para la ordenación social. Así, la na-
turaleza es física e ingeniera de sistemas, filósofa y teóloga, científica
política y, en una palabra, maestra para el hombre. En la fórmula de
Barry Commoner: Nature knows best 12. Éste es el origen del naturalis-
mo verde: la atribución a la naturaleza de fuerza prescriptiva. Así, por
ejemplo, la relacionalidad del ecosistema es una llamada a la solidari-
dad, la feminidad de la naturaleza en su conjunto, una reafirmación de
los valores de la mujer; y así sucesivamente. Cuanto mayor es la radi-
calidad de la tendencia verde de que se trata, más estrecha será la rela-
ción entre el rasgo de la naturaleza observado y la norma deducida
del mismo; norma que, por ser extraída del funcionamiento mismo del
mundo natural, se presenta como norma indiscutible en tanto que na-
tural. Esta inclinación a deducir los mandatos morales y políticos del
mundo natural es el origen de la ambivalencia que caracteriza el entra-
mado doctrinal de la filosofía y política verdes.

I.1.8. Naturalismo y antidualismo

Ya se ha visto cómo esta concepción de la naturaleza tiene consecuen-


cias de todo orden para la relación entre hombre y naturaleza. Todas
ellas se basan en el principio de que la separación humana del mundo
natural carece de todo fundamento, quedando el propio antropocen-

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NATURALEZA Y SOCIEDAD

trismo privado del mismo. De ahí que el ecologismo defienda un natu-


ralismo antidualista que niega la existencia de dos órdenes diferentes:
naturaleza y humanidad. El hombre no es la cúspide de la creación,
sino una parte de la naturaleza; sus rasgos especiales, como la concien-
cia o el habla, son un producto de la evolución natural y no justifican
ninguna forma de dualismo o separación: apenas somos una parte más
de una totalidad orgánica. La negación del dualismo es la negación de
toda jerarquía: no hay superioridad humana sobre la naturaleza. Y, en
consecuencia, las oposiciones entre cultura y naturaleza, o entre hom-
bres y animales, son meras convenciones que sólo sirven para perpe-
tuar la dominación social del medio. Contra la filosofía moderna, el
pensamiento verde integra al hombre en una totalidad que se mantie-
ne y se organiza a sí misma: un sistema ecológico que incluye no sólo el
mundo biológico, sino también las relaciones culturales, sociales y hu-
manas. La amplitud del concepto, así reformulado, expresa la volun-
tad de eliminar las barreras entre lo natural y lo social, de reintegrar a
la sociedad en la naturaleza.

Tal es, en esencia, la visión de la naturaleza articulada por el pen-


samiento verde. Ahora bien, pese a que la misma es presentada como
un reflejo directo de la realidad, no es más que otra de las apropiacio-
nes semánticas del término, también definida por su intención estraté-
gica: la definición del mundo es un primer paso para su dominio. En
el caso del ecologismo, aceptar su concepción de la naturaleza impli-
caría aceptar las distintas consecuencias normativas que derivan de
ella, determinantes, a su vez, de un modelo de organización social.
Esta visión se presenta validada científicamente, implícitamente asen-
tada en una premisa que se comprobará falsa: que la naturaleza posee
una esencia universalmente definible al margen de toda contextualiza-
ción histórico-social. Ni existe esa esencia ni el ecologismo es su cus-
todio.

I.2. Naturaleza superficial y naturaleza profunda

Antes de abordar esa crítica, sin embargo, es conveniente presentar


una distinción básica entre dos distintas acepciones del término natu-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

raleza. Porque, en la discusión contemporánea en torno a la misma,


existen dos sentidos predominantes, que en su confusión o incons-
ciente intercambio generan no pocos problemas de deslindamiento.
Si, de una parte, la naturaleza sería la totalidad del ser, el entero pano-
rama de la existencia; de otra, más restringidamente, la naturaleza de-
signaría lo no humano, esto es, el conjunto de las cosas que existen es-
pontáneamente y sin intervención del hombre. Y, cuando se trata de
estudiar las relaciones socionaturales, esta segunda definición es la
que presenta mayor interés; aunque también, en razón de su misma
formulación, la que más problemas plantea.
No sólo porque la distinción entre lo natural y lo artificial sea, en
sí misma, a menudo dudosa. También porque, a fin de cuentas, es la
diferenciación entre lo natural y lo humano, según la cual lo primero
se define como ausencia de lo segundo, la que produce una oposición
entre ambos términos que explica el surgimiento de distintas variantes
de ese dualismo primario. Desde luego, la oposición entre naturaleza
y humanidad, que deriva en aquella que contrapone al hombre y al
animal; pero asimismo, la oposición entre naturaleza y cultura, ambi-
gua como pocas: la cultura aparece como una corrección que atenúa o
reconduce la naturalidad del hombre; a su vez, la naturaleza puede ser
una liberación de las restricciones que impone la cultura. Danza y
contradanza.
Sobre todo esto, sin embargo, volveremos más adelante. En este
punto, es preferible dejar sentada la distinción ofrecida por Kate So-
per entre tres diferentes conceptos de naturaleza, o acepciones de la
misma, que se emplean indistintamente en este contexto.

I.2.1. La naturaleza como concepto metafísico

Naturaleza es aquella categoría mediante la cual la humanidad piensa


su especificidad y su diferencia. No se trata tanto de la naturaleza,
cuanto de la naturaleza de algo —su condición o carácter—. Lo natu-
ral es aquello que no es humano, el objeto que el sujeto (humano) per-
cibe. Es un uso primordialmente filosófico.

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NATURALEZA Y SOCIEDAD

I.2.2. La naturaleza como concepto realista,


o naturaleza profunda

Se refiere a «las estructuras, procesos y poderes causales que operan


de forma constante en el mundo físico, que proporcionan los obje-
tos de estudio de las ciencias naturales y condicionan las posibles for-
mas de la intervención humana en la biología o en interacción con el
medio» 13. Es decir, la naturaleza a cuyas leyes estamos sujetos, a cuyos
procesos no podemos escapar; una naturaleza que se encuentra más
allá de la capacidad de disposición de lo humano, pero que, a la vez,
viene a constituirlo. Naturalmente, se designa así aquello en cuya
creación el hombre no ha intervenido, pero eso lo incluye a él mismo y
sus determinaciones biológicas más hondas. No se deduce de aquí,
por lo tanto, ninguna oposición entre humanidad y naturaleza, por-
que ambas son la misma cosa.

I.2.3. La naturaleza como concepto profano,


o naturaleza superficial

Es la naturaleza de nuestra experiencia inmediata, aquella que some-


temos a apreciación estética y forma parte del discurso ordinario. Es,
en fin, la que forman el medio ambiente natural, los animales, nues-
tros cuerpos y los recursos materiales. Y no es la naturaleza de los pro-
cesos profundos y un tanto ajenos a nuestra percepción cotidiana,
sino aquella manifestación visible que esa naturaleza profunda pone
en marcha: la piel del mundo. También se trata de aquella naturaleza
que podemos modificar y que, de hecho, modificamos.

Nos encontramos así con una oposición crucial entre una natura-
leza profunda y una naturaleza superficial, que se refieren a dimensio-
nes distintas de una misma realidad. Soper no deja de mencionar, en
ese sentido, que estos dos conceptos —realista y profano— son dos
aspectos de un todo complejo y ontológicamente estratificado. Por su-
puesto, no hay nada fuera de la naturaleza, entendida como la materia
prima de la totalidad del ser. Pero esta diferenciación es muy relevan-

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te; recurriremos a menudo a ella. Porque contrapone la naturaleza


como esencia ahistórica (naturaleza profunda) a la naturaleza como
proceso histórico (naturaleza superficial). A menudo, en el debate
medioambiental, se confunden. No puede decirse, entonces, que la
desaparición de una especie animal, ni siquiera la extinción de la hu-
manidad, suponga el fin de la naturaleza en su sentido profundo. Y así
sucesivamente.

I.3. La sociedad en la naturaleza

Que no pueda predicarse la existencia de una esencia natural univer-


sal, salvo en un sentido profundo indisponible para el hombre, signifi-
ca que la realidad objetiva de la naturaleza está sometida a la apropia-
ción y reformulación social —tanto física como culturalmente—. Éste
es un punto decisivo para cualquier reflexión sobre las relaciones socio-
ambientales; no se puede empezar desde ningún otro sitio. Y conviene
subrayar desde el principio que no por afirmar la condición social de
la naturaleza se está negando el mundo físico; antes al contrario. Sólo
se indica que ese mundo físico únicamente posee una independencia
relativa respecto de la sociedad, por estar sometido a la apropiación
humana y a toda clase de mediaciones culturales.
Así pues, por más que el pensamiento verde proponga algo pare-
cido a una definición natural de la naturaleza, ninguna definición pue-
de aislarla de esa dimensión social —como tampoco privarla de su
existencia objetiva—. La naturaleza como realidad es una cosa; sus re-
presentaciones, otra. Circunstancia cuyo reconocimiento se ve dificul-
tado por el antemencionado sesgo metafísico del término:

Las ideas acerca de la naturaleza nunca existen fuera de un contexto cultural,


y los significados que atribuimos a la naturaleza no pueden evitar reflejar ese
contexto. La principal razón por la cual eso nos crea problemas es que la na-
turaleza como esencia, la naturaleza como realidad inocente, pretende que
veamos la naturaleza como si no tuviera contexto cultural, como si fuera la
misma siempre y en todo lugar. Y así, la misma palabra que usamos para de-
signar el fenómeno nos anima a ignorar el contexto que la define 14.

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De esta manera, la relación humana con la naturaleza está mediada


siempre por un contexto histórico-social; su apropiación directa es
imposible. La naturaleza objetiva nunca equivale a la experiencia so-
cial de la misma: la naturaleza es lo que hemos constituido como natu-
raleza. Y si la naturaleza no existe al margen de la cultura humana, no
puede oponerse a ella. No hay, en fin, definición de la naturaleza que
no esté contaminada socialmente. Toda concepción de la naturaleza
refleja los principios y las prácticas dominantes de la sociedad que la
formula.
Sin embargo, la propia naturaleza superficial, el entorno visible de
la vida humana, es también en otro sentido —un sentido determinan-
te para las relaciones socioambientales— un reflejo de la sociedad. Y
es que la actividad humana ha transformado su entorno desde el ori-
gen mismo del hombre. Esa incesante actividad, acelerada acaso en
los dos últimos siglos, provoca que no sólo la idea de naturaleza sea
depositaria de historia humana, sino que también la naturaleza como
realidad refleje esa historia. No cabe, pues, una fotografía fija de la
naturaleza: la historia natural es también historia social 15. La culmina-
ción de esa interdependencia es la transformación de la naturaleza en
medio ambiente humano. De ahí que la naturaleza, salvo en su sentido
realista y profundo, no sea una entidad inmóvil, ahistórica o asocial: es
una realidad sujeta a cambio. Arcadia no existe.
Afirmar que la naturaleza es un producto social significa que tanto
su idea como su realidad han sido históricamente modeladas por el
hombre. Este proceso es universal, pero sus manifestaciones concre-
tas dependen del marco social y temporal en el que tenga lugar: ni la
naturaleza externa ni su racionalización subjetiva son iguales en dife-
rentes contextos. En realidad, pues, «no hay una naturaleza singular
como tal, sólo naturalezas. Y tales naturalezas están histórica, geográ-
fica y socialmente constituidas» 16.
¡Sin embargo! Cuando se apunta hacia esta suerte de dependen-
cia contextual de la naturaleza, no hay que dejar pasar algo esencial:
que el contexto incluye al propio mundo natural 17. Dicho más clara-
mente, si bien la naturaleza como mundo físico objetivo es precondi-
ción para su construcción social —porque ninguna construcción pue-
de tener lugar en el vacío— ese mundo físico una vez transformado por
la mano del hombre se convierte en parte del contexto del que depen-

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de la idea social de la naturaleza, así como su posterior acción sobre


ella. Y así sucesivamente, como en un juego de cajas chinas. La reci-
procidad de la interacción queda así de manifiesto incluso allí donde
parecía estar ausente.
A su vez, esto quiere decir que en la construcción social de la na-
turaleza intervienen tanto los procesos materiales como los culturales
—las formas prácticas de producción y consumo, tanto como las for-
mas simbólicas de apropiación y ritualización—. Ni la producción de
conocimiento objetivo acerca de la naturaleza ni la formación de signi-
ficados en torno a la misma agotan su construcción social. Éste es tam-
bién, inevitablemente, un proceso material de transformación. Hay
una dimensión material en la construcción social de la idea de naturale-
za que termina por dar forma al mundo natural externo; esta actividad
incide en el proceso cultural, al tiempo que supone su plasmación ob-
jetiva. Y así, mediante un progreso material y tecnológico que ha dado
lugar a una creciente capacidad de modificación, el hombre ha termi-
nado produciendo una naturaleza que no es sino su medio ambiente.
En estas condiciones, cualquier afirmación de una naturaleza ab-
soluta y universal resulta harto problemática. La condición social e
histórica de la naturaleza indica que las ideas acerca del mundo natu-
ral varían con el tiempo y dependen del marco en el que nacen. Toda
postulación de una idea universal de la naturaleza se alimenta de una
mistificación, que encuentra en el ecologismo numerosas y significati-
vas manifestaciones. Su desvelamiento contribuye a arrojar luz sobre
este asunto.

I.3.1. La ensoñación arcádica

Mito es el nombre de todo lo que no existe y sólo


subsiste teniendo por motivo a la palabra.
PAUL VALÉRY

Suspendida en su ser, desligada por completo de la sociedad y de la


historia, la naturaleza de los verdes es el producto de una idealización.
Es, por la misma razón, expresión de un deseo contra la realidad: el
deseo de un orden puro, no tocado por la mano del hombre. Ese or-

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den lo proporciona una naturaleza que, si se concibe como una reali-


dad autónoma, puede adoptarse como modelo para la sociedad. Sin
embargo, la naturaleza convertida en mito oculta su condición históri-
ca y social. Y tanto esa objetivación, como su postulación universal,
convergen en la ensoñación arcádica —o creencia en un orden natural
donde las relaciones del hombre con su entorno son pacíficas, y las
propias relaciones sociales se caracterizan por la ausencia de conflic-
to—. Hermoso sueño; pero no hay tal lugar.
Se procede así a la localización, en un tiempo perdido y sin em-
bargo recuperable, de una relación socionatural caracterizada por la ar-
monía entre naturaleza y cultura. No habría separación entre ambas,
sino identificación: el orden social se naturaliza cuando se proyectan
en él los rasgos atribuidos al mundo natural. Si lo humano es conven-
cional e impuro, tal como el artificio lo representa, lo natural es justa-
mente lo contrario: lo verdadero, lo genuino, lo que no ha sido co-
rrompido por la experiencia de lo social. En palabras de Savater:

La naturaleza es lo puro y no adulterado, lo que más nos conviene, lo que ha-


bía en un principio, lo olvidado, traicionado, perdido; también lo estable, lo
que tenía en sí mismo su razón de ser, lo que no había que justificar con tru-
cos convencionales y artimañas dialécticas porque ya estaba espontáneamen-
te ahí sin pedir permiso a nadie 18.

El ecologismo es, en este sentido, una modalidad tardomoderna


de lo que Clément Rosset ha denominado «naturalismo conservador»
o «mística de la falsificación», cuya base es la idea de que «lo natural
pertenece al pasado, mientras que el presente significa la aparición del
artificio y el futuro anuncia la aparición ineludible de los restos de na-
turaleza aún respetados por el artificio del presente» 19. Superstición
que resuena incluso en el pesimismo de un Adorno:

Por esto hay siempre un punto de mala conciencia en la alegría ante cualquier
viejo muro, ante cualquier vivienda campestre, aunque también es verdad
que esa alegría sobrevive a la reflexión que la convierte en dudosa. Mientras
un progreso utilitarista y romo siga violentando la superficie de la tierra, no
podrá desalojarse del todo la idea, por más pruebas en contrario que se aduz-
can, de que cuanto hay más acá o antes del rumbo actual, es mejor y más hu-
mano por haberse rezagado 20.

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Es una vieja canción, aunque la interprete un eximio represen-


tante de la Escuela de Frankfurt. La añoranza por un pasado más na-
tural y sencillo es común a la mayor parte de las culturas, hasta el
punto de que puede considerarse un producto espontáneo de su evo-
lución. Sentimiento nostálgico, la ensoñación arcádica es una res-
puesta al cambio —de hecho, su rechazo—. Y por eso, ese espacio
mítico donde naturaleza y sociedad son indistinguibles se encuentra
siempre en el pasado. ¿Dónde si no? Más exactamente, se invoca un
pasado anterior a la ruptura entre cultura y naturaleza. Todavía no se
había producido el alejamiento humano de la misma, entendida
como orden pacífico; en ese tiempo dorado, la sociedad es naturale-
za. Este escenario premoderno recurre a menudo al mito del Edén, y
su anhelo se proyecta hacia el futuro, de forma que en las narrativas
edénicas resultantes el recuerdo del jardín original se transmuta en
una visión de la tierra prometida. El utopismo retrospectivo se pro-
yecta hacia el futuro.
Esta forma de ensoñación, que la contracultura hippie situó en el
centro del universo estético contemporáneo, tiene su origen en el mito
y la tradición pastorales. Aunque como forma literaria nace en el seno
del helenismo, ya Hesíodo, a la altura del siglo IX a. C., se refiere a una
Edad Dorada situada en un pasado lejano —algo que, como Raymond
Williams puso brillantemente de manifiesto, demuestra que el lamen-
to por la pérdida de una vida natural, que se identifica con una comu-
nidad armónica rural, es una constante en la historia: a medida que
ésta es explorada, el lamento aparece aún más atrás en el tiempo,
como si de una escalera mecánica en marcha se tratara 21—. Todas las
sociedades experimentan esta forma de nostalgia. Y en la medida en
que son el desarrollo y la civilización urbana los motores del cambio que
la produce, resulta lógico que la vida rural, con su mayor proximidad
a lo natural, se erija en su encarnación. Es una sinécdoque clásica: la
naturaleza es simbolizada por el campo, nuestro alejamiento del mis-
mo se expresa en la vida urbana. Frente a un presente cambiante, se
añora una naturaleza estática y una sociedad que vive en armonía con
ella: una felicidad congelada en el tiempo, no pervertida por la histo-
ria, situada en un pasado remoto.
Sucede que la naturaleza, en su sentido superficial, se emplea
como una señal temporal y espacial, como una forma de pensar las re-

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laciones entre lo viejo y lo nuevo. De esta manera, lo natural se consti-


tuye como un lugar al que volver, en busca de un tiempo anterior a la
historia y la cultura. La especie mitológica de la Edad de Oro se ali-
menta de la melancolía humana, de su anhelo de tener otra cosa, estar
en un lugar distinto; humano, demasiado humano. El pasado mítico
se convierte en refugio frente a un presente imperfecto. Ocurre que el
pasado y el futuro son, por definición, potencialmente perfectos, por
no ser más que meras representaciones, depuradas y estilizadas en la
imaginación; tanto la nostalgia por un pasado armónico como el anhe-
lo por un futuro utópico son expresiones de este mecanismo psicoló-
gico de proyección. Es el presente lo que no nos satisface, lo que no
puede satisfacernos: precisamente por ser presente, por existir obsti-
nadamente aquí y ahora.
Esta actitud denota un fuerte componente conservador, un esca-
pismo que rehúsa hacer frente a los problemas que plantea el normal
desarrollo de las sociedades. Su falta de realismo conduce incluso a la
glorificación de formas de vida premodernas aún hoy existentes,
como los indígenas o las tribus aborígenes, convertidas en ejemplos de
existencia arcádica: la mitificación se convierte en mistificación. Y no
es de extrañar. La Arcadia es un territorio de la imaginación nostálgi-
ca, no un espacio real. Su aparición tiene como precondición el cam-
bio de la sociedad a la que se repudia. Sólo desde el refugio de la civili-
zación puede añorarse una relación pacífica con el entorno que nunca
existió. En una palabra, la ensoñación arcádica es la nostalgia de aque-
llo que no existe —una naturaleza y una humanidad inocentes.

I.3.2. Un falso antagonismo: el campo y la ciudad

Si el campo puede emitir su veredicto sobre la ciu-


dad, también la ciudad puede enjuiciar al campo.
J. M. COETZEE

La idealización de la naturaleza como espacio arcádico, con el consi-


guiente rechazo de una sociedad que la degrada, se expresa ejemplar-
mente en la conocida oposición entre el campo y la ciudad. Manifes-
tación del mito pastoral, este antagonismo ha sido constante en la

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historia, se agudiza a partir de la industrialización y, en fin, desde en-


tonces se halla sólidamente incorporado al imaginario colectivo. Ex-
presa la distinción entre la vida urbana y la vida rural, incluyendo todas
sus connotaciones simbólicas, sintetizadas en la mayor autenticidad de
la segunda, frente a la inestabilidad moral de la primera: la ciudad es
corrupción. En realidad, sin embargo, esta oposición descansa sobre
una falacia: el campo no es aquí el anverso de la ciudad, sino la subli-
mación de una naturaleza domesticada. Veamos por qué.
También en este caso la tradición pastoral ha jugado un papel de-
terminante, al dar forma a una imagen perdurable de la cultura prein-
dustrial. En ella, el mito del agro ha sido siempre empleado compara-
tivamente, como negativo de la ciudad, y es lógico que aquél haya
crecido en proporción al desarrollo del urbanismo y la moderniza-
ción. De hecho, la persistencia del mito en la modernidad se debe a
que un campo idealizado ha sido un instrumento de la crítica de las re-
laciones sociales capitalistas y de la vida en la ciudad. La visión pasto-
ral, a fin de cuentas, no proviene del campo al que ensalza, sino de la
ciudad a la que condena.
Aunque esa oposición puede rastrearse a lo largo de toda la histo-
ria occidental, se intensifica a partir del Renacimiento, cuando ese viejo
símbolo de la civilización que es la ciudad deja de considerarse mejor
que el campo —a causa de su creciente degradación medioambiental y
del rechazo de la moral de sus habitantes, que contrasta con el virtuoso
comportamiento del campesinado—. El campo desarrolla así un cre-
ciente atractivo como refugio de la ciudad. Y por más que esta crecien-
te tendencia a menospreciar la ciudad y a contemplar el campo como
símbolo de pureza descansara sobre una serie de ilusiones y falsedades,
no por ello dejaron de crecer el deseo sentimental por los placeres ru-
rales y la idealización de los encantos estéticos y espirituales del prime-
ro. La posterior sedimentación conceptual termina por dar forma defi-
nida a esta oposición:

El campo ha recogido la idea de una forma natural de vida: paz, inocencia, y


sencilla virtud. La ciudad ha recogido la idea de centro: aprendizaje, comuni-
cación, luz. También se han desarrollado poderosas asociaciones hostiles: la
ciudad como lugar de ruido, mundanidad y ambición; el campo como lugar
de retraso, ignorancia, limitación 22.

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Para el mismo Williams, además, a cada término de la oposición le


corresponde una proyección temporal muy diferente. Mientras la idea
del campo se asocia con una imagen del pasado, a la ciudad le corres-
ponde una imagen del futuro; y si la idea del campo empuja en la di-
rección de viejas formas —sociales y naturales— la de la ciudad em-
puja hacia el progreso, la modernización y el cambio. La idealización
del mundo rural expresa un deseo de estatismo, una reivindicación del
tiempo circular frente al tiempo lineal del progreso. Más o menos im-
plícitamente, entonces, la defensa del campo contiene una crítica de la
modernidad: la autonomía de la sociedad, enfrentada a la autentici-
dad de la naturaleza.
Sin embargo, que la idealización del campo corra paralela al
avance de esa modernidad no se debe sólo a una creciente compleji-
dad de la esfera social, que provoca la nostalgia por formas más sen-
cillas de vida; también al hecho de que, cuanto mayor es el grado de
penetración social en el mundo natural, más abierta es la posibilidad
de su añoranza: sólo llama nuestra atención aquello que desaparece.
Pero no deja de ser curioso que la naturaleza aparezca simbolizada
por el campo —término que ni la abarca por completo ni la designa
con propiedad—. Al fin y al cabo, el campo es un dominio humano,
un espacio donde el hombre imprime su huella más visiblemente
aún que en algunos así llamados espacios naturales protegidos. Pue-
de decirse, entonces, que el campo es una naturaleza humanizada.
Ahora bien, no hasta el extremo de impedir que aquél cumpla su
función como mecanismo de evasión de la vida urbana; de hecho, un
grado suficiente de control y ordenación social del campo es condi-
ción necesaria para su disfrute: a nadie le gusta extraviarse en la
montaña.
Naturaleza de segundo grado, el campo sirve como paliativo para
la sensación de pérdida que la modernidad ha generado en su decur-
so. No se evoca tanto la naturaleza, como su trasunto; y a la evocación
no le corresponde una realidad, sino una idea —o, mejor, una idealiza-
ción romántica—. Este ideal es por ello, igualmente, «un constructo
cultural y un ideal social, forjado por los procesos históricos de una
sociedad dominada por la metrópoli. De ella ha emergido la mezcla de
ideología y valores, mito y estereotipo, imagen y percepción, así como
experiencia viva, que ha sostenido el ideal» 23.

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No obstante, aunque el ideal nos habla del campo como abstrac-


ción, tras él se esconde una realidad material; la oposición no es imagi-
naria, sino tangible. Nuevamente, los procesos culturales y materiales
se entremezclan y combinan para dar lugar a una división social a la
que corresponde una realidad física, esto es, una división funcional
con arreglo a la cual tanto el campo como la ciudad cumplen papeles
económicos y simbólicos distintos.
Nada nuevo. Marx ya hizo hincapié en la importancia de la oposi-
ción campo-ciudad, como par que se desarrolla plenamente en el ca-
pitalismo y se convierte en la «más importante división del trabajo físi-
co y espiritual», hasta el punto de que toda la historia económica de la
sociedad puede resumirse en la dinámica de su antagonismo 24. La
condición social y construida del campo resulta patente a la luz de este
aspecto, crucial de la oposición, toda vez que el campo, como apunta
Harrison,

puede definirse como aquel sector de nuestro territorio deliberadamente de-


signado, mediante una combinación de legislación y fuerzas de mercado, para
sustentar el crecimiento animal y vegetal, tanto salvaje como cultivado. No
hay, en este sentido, nada natural en el campo; incluso sus partes «salvajes»
sobreviven inalteradas como resultado de la discriminación humana, y sólo
secundariamente por su carácter remoto o intratable 25.

La idealización de lo rural, y la consiguiente difusión de conven-


ciones que refuerzan esa imagen, cumple por ello una función ideoló-
gica, al esconder, tras la apariencia de lo bucólico, por ejemplo, la in-
dustrialización del sector agrícola. El catálogo de prácticas y hábitos
en que esta última consiste perfila un sistema de explotación animal
que constituye el negativo de la imagen idealizada que proyecta el
mito de la ruralidad. Ciertamente, el campo existe, pero no es lo que
parecía ser.
En fin, el antagonismo campo-ciudad acaba así disolviéndose,
para revelarse no tanto como un falso antagonismo —en la medida en
que sus dos polos cumplen realmente funciones económicas y simbóli-
cas diferenciadas— cuanto una unidad esencial: son haz y envés de
una misma moneda, acuñada por la sociedad que luego la pone en cir-
culación. Su oposición sólo encuentra sentido en su propia apariencia,

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en la perpetuación y autorreproducción constante del mito, tras la que


subyace no tanto una fragmentación irresoluble, como una sólida e in-
destructible unidad.

I.3.3. Naturaleza virgen y sociedad

No obstante, donde más fidedignamente se expresa la falsa oposición


entre una esfera natural autónoma y una esfera social que representa
su contrario es en la defensa verde de la naturaleza virgen. La wilder-
ness, en la más expresiva denominación anglosajona, constituye el epí-
tome de una naturaleza libre de la influencia humana: un vestigio de
lo que el mundo natural fue y debería volver a ser. De ahí su capacidad
de simbolizar la razón de ser de la causa verde. Si la contraposición de
campo y ciudad resulta ser una falsa oposición, a causa de una domes-
ticación humana de lo rural que elimina del mismo toda «naturali-
dad», la naturaleza virgen se postula, en cambio, como el polo opues-
to a la ciudad, su antítesis objetiva. Y en esos términos demanda ser
protegida.
Precisamente, lo que distingue a la naturaleza virgen es su inocen-
cia, su ajenidad a todo artificio. Tal como señalan los ecologistas pro-
fundos George Sessions y Bill Devall, la naturaleza virgen no es otra
cosa que un paisaje o ecosistema que ha sido mínimamente alterado
por la intervención de los humanos, especialmente por la tecnología
destructiva de las sociedades modernas 26. Los espacios de naturaleza
virgen existentes son los depositarios de las esencias del ecologismo, el
recuerdo de la pureza original mancillada por el hombre; representan
el jardín que es necesario preservar y, en lo posible, extender. Se defi-
ne así, estrictamente, en oposición al territorio ocupado por la huma-
nidad; la naturaleza virgen es la ausencia del hombre y la sociedad. De
ahí que se localice en lugares solitarios, en tierras que el hombre no ha
hollado: desiertos, junglas, cimas. Se trata del símbolo tangible de la
anterioridad de la naturaleza, que mediante una sutil modificación
normativa es convertida por los verdes en superioridad jerárquica y
axiológica.
Históricamente, sin embargo, el aprecio por la naturaleza virgen
resulta del paulatino avance de la dominación humana del medio.

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Cuanto mayor es el espacio cubierto por la mano del hombre, mayor


es la atención a los lugares donde la naturaleza conserva su trazo origi-
nal. Es razonable. Donde todo es naturaleza virgen, nada lo es: resulta
necesaria la destrucción de parte de su virginidad, para que la restante
cobre valor. Es así una demarcación social inexistente en las socieda-
des cazadoras o nómadas, donde no hay ninguna separación entre la
naturaleza virgen y el resto del medio ambiente; su emergencia se pro-
duce con la revolución agrícola, ya que sólo existiendo tierra cultivada
puede haber naturaleza virgen. Pero hay que guardar las proporcio-
nes. Ya que, mientras esa naturaleza virgen sea predominante, repre-
senta una amenaza para el hombre. Sólo cuando, tras siglos de con-
quista y colonización, las distintas formas físicas de una naturaleza
hasta ese momento vasta y amenazante fueron sojuzgadas y clasifica-
das, la naturaleza virgen pudo ser geográficamente reducida a la con-
dición de periferia —y el miedo a la misma, ser conjurado—. Se crean
entonces las condiciones para la respuesta romántica, que atribuye a
la naturaleza virgen una pureza —que el contacto humano degrada—
de profundo significado espiritual. La vieja idea clásica, que identifi-
caba fertilidad con belleza y consideraba hermoso todo terreno culti-
vado, fue perdiendo fuerza a causa del progreso de este ideal contra-
puesto; la transformación física del medio invierte la relación de sus
términos simbólicos.
Desde la perspectiva romántica, heredada por el ecologismo, no
es la grandeza del hombre la que se pone de manifiesto mediante la
conquista de la naturaleza salvaje, sino la mezquindad de quien no es
capaz de reconocer en sus majestuosos y formidables espacios un sen-
timiento de pertenencia a la corriente de la vida, de humildad y respeto
hacia una realidad que nos trasciende. Nace entonces una fascinación
por el primitivismo, que refuerza el imperativo moral y sentimental
del regreso a la naturaleza. Y en ese marco, la naturaleza virgen no en-
fatiza la separación, sino que facilita el reencuentro entre el hombre y
la naturaleza.
De gran peso en este proceso es la conocida doctrina de lo sublime,
directamente relacionada con la experiencia de la naturaleza virgen
formulada por el ecologismo. Introducida, entre otros, por Kant y Bur-
ke, abrazada después por los trascendentalistas americanos del si-
glo XIX, como Thoreau o Emerson, lo sublime condensa el nuevo sen-

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timiento hacia la naturaleza virgen, contribuyendo decisivamente a su


invención. En las teorías de estos autores, lo sublime se aplicaba a
aquellos raros lugares de la tierra donde podía verse el rostro de Dios:
la cascada, la cima, la torrentera en el crepúsculo. La experiencia de la
naturaleza virgen es una experiencia cuasirreligiosa, aunque no necesa-
riamente placentera: en ella se unían la emoción y el vértigo, la revela-
ción y la depuración espiritual. Alguien capaz de apreciar lo sublime
no podía creer que el mundo fuera un lugar creado para solaz humano;
por ello, lo sublime disocia lo natural de su utilidad para el hombre.
En un principio, sin embargo, la experiencia de lo sublime per-
manece alejada de la mayoría de la población; como el sentimiento
romántico mismo, parece reservada a una estirpe de elegidos que,
mediante su poesía o pintura, tratan de expresar sus emociones. La
posterior fabricación del concepto de naturaleza virgen va a requerir
la democratización de esta experiencia. Y en el curso del siglo XIX, a
medida que las clases medias forman un mercado cada vez mayor
para la literatura y las artes, lo sublime conquista terreno. Sin embar-
go, será el nacimiento del turismo el que contribuya decisivamente a
esta democratización —modificando inevitablemente, con ello, la na-
turaleza del sentimiento—. No es difícil ver, en numerosas expresio-
nes cotidianas de aprecio a la naturaleza, la huella de esta trivializa-
ción democrática de lo sublime.
Este proceso apunta también, empero, en una dirección distinta,
hacia lo que cabe denominar la paradoja de la naturaleza virgen. Por-
que, ¿no constituye la voluntad de preservarla su anulación en cuanto
tal naturaleza virgen? Si ésta se define por su ajenidad a lo humano,
dar cuenta de ella es en sí mismo una apropiación: «La naturaleza vir-
gen, después de todo, no se localiza a sí misma, no se nombra a sí mis-
ma» 27. Su propia existencia como concepto, como formulación social
—así como la generación del sentimiento que proclama la necesidad
de protegerla— suponen su incorporación al marco axiológico huma-
no, con lo que su virginidad no responde ya a una libre espontanei-
dad, sino a una decisión social consciente. Dicho de otro modo, la na-
turaleza virgen se convierte en una deliberada excepción en el proceso
de humanización del entorno natural. Y en la medida en que ello con-
tribuye a satisfacer determinadas necesidades sociales e individuales,
en última instancia funcionales a ese mismo proceso, la naturaleza vir-

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gen resulta ser otro producto de la modernidad, sin que ello suponga
discutir su realidad.
Pues bien, la democratización del sentimiento romántico agudiza
esta paradoja. Y lo hace al banalizar irremediablemente su experien-
cia, convertida en mercancía de la industria turística y la audiovisual:
una parodia del viejo sentimiento de lo sublime. Esta mercantilización
es determinante en el proceso de construcción social de la naturaleza
virgen y en la difusión del sentimiento asociado a su contemplación,
ya que, en la presentación de la oferta, se encuentra prefigurado el
contenido de la demanda. Es la naturaleza à la National Geographic.
La espectacularización de la naturaleza virgen precede a un consumo
ordenado y fragmentado de la misma, condicionando la percepción
de lo natural por parte del turista o espectador. Si el sentimiento ro-
mántico era una respuesta a los estragos de la modernidad —que
adoptaba la forma de la emoción sublime, individualmente experi-
mentada—, la mercantilización de la naturaleza virgen configura la
experiencia de lo salvaje como acto colectivo de consumo, ligado a la in-
dustria del ocio 28.
No es por eso sorprendente que el actual heraldo de la naturale-
za virgen, el movimiento verde, haya acabado por recuperar parte
del viejo elitismo de lo sublime. La asimilación capitalista de la estética
verde amenaza convertirse en la cooptación de su ética; de hecho, el
atractivo de la causa ecologista para las celebridades cinematográfi-
cas ejemplifica ese peligro de trivialización. No hay, en el ecologismo
fundacional, lugar para la trivialidad. Así, sólo algunas experiencias
de contacto con la naturaleza virgen serían correctas, por cuanto
aciertan a revelar su verdadera esencia; otras no son más que parte de
un circo banal. Naturalmente, creer que existe una aprehensión co-
rrecta supone defender un objetivismo que la misma evolución histó-
rica de la noción de naturaleza virgen se empeña obstinadamente en
rechazar.
La contradictoria artificialidad de la naturaleza virgen, como con-
cepto y como experiencia, se ve así reforzada por la defensa verde del
esencialismo. Este esencialismo insiste en definir la naturaleza por
oposición a lo humano, cuando el mismo proceso de constitución de
la naturaleza virgen nos demuestra lo contrario:

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NATURALEZA Y SOCIEDAD

Ésta es, pues, la paradoja central: la naturaleza virgen encarna una visión dua-
lista en la cual lo humano está enteramente fuera de lo natural. Si nos permiti-
mos creer que la naturaleza, para ser verdadera, debe también ser salvaje, en-
tonces nuestra presencia misma en ella representa su caída. Donde estamos
nosotros, la naturaleza no está 29.

Hay en esta supresión, por tanto, una indicación muy clara acerca
de cómo el dualismo que los verdes tratan de combatir, que sitúa al
hombre y la naturaleza en polos opuestos, es reforzado por esta con-
cepción de la naturaleza virgen —que se define frente a la humani-
dad—. Y ha sido así a lo largo de la historia, en la que cabe reconocer
la atracción por la naturaleza salvaje como una emoción básicamente
antisocial. De nuevo, la naturaleza absoluta y universal se revela como
una forma de escapismo frente a la historia y la insoslayable interac-
ción socionatural. Es otra vez un obstáculo, antes que una solución, a
los problemas medioambientales que plantea, inevitablemente, esa in-
teracción.
En consecuencia, la naturaleza virgen es una idea cultural nacida y
extendida en el curso de la interacción entre sociedad y naturaleza.
Nadie puede discutir que a esa idea le corresponde una realidad obje-
tiva, una parte del mundo natural; es evidente. Que se trate precisa-
mente de aquella parte del mismo en la que el hombre no ha interveni-
do directamente no supone, sin embargo, que pueda identificarse con
la naturaleza absoluta y universal invocada por el ecologismo —ni que
pueda afirmarse su separación y oposición a lo humano—. La natura-
leza virgen es, en realidad, hondamente humana.

II. LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA NATURALEZA

Se ha presentado ya, por tanto, la oposición entre una concepción


esencialista de la naturaleza y aquella otra que apunta hacia su profun-
da dependencia del marco social. Esta oposición refleja cumplida-
mente los términos en los que se plantea el debate contemporáneo en
torno a la naturaleza de la naturaleza —a saber, como una confronta-
ción entre objetivismo y constructivismo—. Se trata de una distinción

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de importancia capital para ordenar la querella filosófica y, por ende,


política en torno al medio ambiente. Nos ocuparemos, en lo sucesivo,
de examinarla críticamente.
Estos dos enfoques, a su vez enraizados en distintas teorías del co-
nocimiento, defienden dos concepciones diferentes de la naturaleza.
Y lo hacen sobre la base de la relación que la sociedad entabla con ella.
Así, para el objetivismo la naturaleza es una entidad objetiva, autóno-
ma, independiente del hombre: una compleja realidad autosuficiente,
situada más allá de lo social y que posee validez universal. Para el
constructivismo, en cambio, la naturaleza es un producto de la apro-
piación humana del medio: una realidad transformada por procesos
socioculturales, sin los que no se la puede comprender debidamente.
Ambas conducen a distintas comprensiones de la interacción entre so-
ciedad y naturaleza; en consecuencia, también a diferentes orientacio-
nes de valor y a dispares políticas de sostenibilidad.
De ahí que sea preciso desechar, desde el principio, la idea de que
el debate en torno a su oposición no sea más que charlatanería filosófi-
ca, en nada útil para el debate medioambiental; antes al contrario, apun-
ta a su mismo centro. La razón es muy sencilla: si el mundo natural no
posee autonomía y valor independientes —como los verdes dan por
sentado— la entera fundamentación de la política medioambiental
debe ser reconsiderada. Y el ecologismo, refundado. Porque su inspi-
ración normativa no puede ser la misma, si hablamos de una naturale-
za mediada; no hay normas naturales si emanan de una construcción
social. Que la naturaleza siga estando ahí fuera en lugar de aquí dentro
tiene así, para la política verde, una importancia extraordinaria.

II.1. Exceso y verdad del constructivismo

La visión constructivista de la naturaleza no es sino una aplicación del


más amplio paradigma del constructivismo social. Sus raíces se hallan
en la sociología del conocimiento y su influencia —especialmente a
partir del texto seminal de Berger y Luckmann 30— no ha dejado de
crecer, potenciada más recientemente por el giro lingüístico y la defen-
sa posmoderna del relativismo cultural. Su principio básico es la impo-
sibilidad de aprehender directa y objetivamente la realidad. Ésta es

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siempre capturada, clasificada y experimentada a través de categorías


sociales, cuya importancia mediadora es tal que terminan por constituir
esa misma realidad, revelada así sobre todo como construcción social.
Las posturas esencialistas y objetivistas que proclaman la accesibilidad
directa de la realidad, por ejemplo mediante los métodos positivistas y
empiristas de la ciencia tradicional, pasan por alto el hecho de que esa
realidad nunca nos llega tal como es, sino social y culturalmente filtra-
da. Naturalmente, el lenguaje cobra una gran importancia en este aná-
lisis, como instancia mediadora principal en esos procesos; el discurso
pasa por ello a ser factor principal en la creación social de lo real 31.
Pues bien, si la realidad in toto es una construcción social, la natura-
leza también lo es. Es decir, que tampoco el mundo no humano, pese a
ofrecerse en principio, precisamente, como la objetividad misma, esca-
pa a la mediación social: la verdad acerca de la naturaleza es su verdad
social. Ni es una esencia atemporal, ni cabe pensar en ella como algo se-
parado de la existencia humana. Tampoco podemos, por tanto, hablar
de una naturaleza, ya que el contexto cultural, la posición social y la
época histórica determinan distintas visiones de la naturaleza, para dis-
tintos observadores. Más que una naturaleza singular, habrá diversas
naturalezas, constituidas mediante distintos procesos socioculturales,
de los que no pueden separarse; de ahí que conceptos como los de natu-
raleza o ecología no tengan significados fijos, sino que sean socialmente
construidos y discutidos. Esto es cierto, a grandes rasgos; pero la vi-
sión constructivista de la naturaleza no es una mera aplicación del cons-
tructivismo social, sino que se articula de forma algo más compleja.
En ese sentido, sobre todo, la visión constructivista se relaciona
con la emergencia del naturalismo y con la oposición entre naturaleza
y cultura. Son los padres fundadores de la sociología los que, al reac-
cionar contra el predominio del pensamiento biologicista que sigue al
advenimiento del darwinismo, afirman la autonomía de lo social como
realidad independiente —así como la excepcionalidad de un hombre
irreductible al juego de sus distintos condicionantes biológicos—. Ni
la naturaleza existe con independencia del hombre, ni el hombre es
sólo una parte de ella: esta proclamación está en la raíz de la visión
constructivista de la naturaleza. Se trata de una reacción contra las ex-
plicaciones naturalistas que dan cuenta de la evolución social como
continuación de procesos naturales: la naturaleza pasa a considerarse

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algo constituido simbólicamente, no dado objetivamente. Y la consti-


tución natural de la sociedad se ve así reemplazada por la construc-
ción social de la naturaleza.
Ahora bien, no hay una sola forma de constructivismo, sino dis-
tintas variantes, cuyo alcance e implicaciones no siempre coinciden.
Es preciso distinguir tres modelos de constructivismo, en el ámbito de
su aplicación a las relaciones socionaturales; sólo de la adecuada inte-
gración de dos de ellos se puede deducir un enfoque consistente.

II.1.1. El constructivismo epistemológico

Se circunscribe a la dependencia contextual de nuestro conocimiento


sobre la naturaleza. De acuerdo con el mismo, mientras el mundo es
una entidad real y objetiva, nuestro conocimiento del mismo está so-
metido a un conjunto de mediaciones y filtros culturales, históricos y
sociales, que nos impiden acceder directamente a la naturaleza tal
como es. Las distintas categorías culturales y valores vigentes en cada
momento histórico dan lugar a divergentes construcciones de lo natu-
ral, a consecuencia de lo cual no hay una naturaleza única y sustancial,
a la que se pueda acceder al margen de las mediaciones de la cultura
humana. Hay un mundo no humano real y autónomo, desde luego,
pero no podemos conocerlo de primera mano, sino a través de nues-
tros conceptos y simulaciones. Lo que llamamos naturaleza es así
nuestro conocimiento, culturalmente mediado, de un mundo natural
externo —nuestra aprehensión del mismo—. En términos kantianos,
la naturaleza es el fenómeno que somos capaces de describir con nues-
tras anteojeras culturalmente específicas; el mundo no humano, el
noúmeno que inevitablemente permanece fuera de nuestro alcance
cognitivo: objeto real, conocimiento construido 32.

II.1.2. El constructivismo ontológico

Atañe, en cambio, a la esencia misma de la naturaleza, a su estatuto


metafísico. Y niega la existencia independiente de un mundo no hu-
mano, que sólo cobra vida en el discurso social, como una figura de

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nuestro pensamiento colectivo. Desde este punto de vista, el mundo


natural no es más que una categoría social, un artefacto discursivo sin
existencia propia. Es decir que a la construcción del conocimiento co-
rrespondería, igualmente, una construcción del objeto. La realidad
externa sólo se constituye socialmente; el mundo natural no existe
más allá del discurso. Así, la realidad se convierte en algo inaccesible y
la naturaleza se reduce a la condición de invención humana. Y carece
aquí de importancia como objeto exterior a nuestra experiencia: la au-
tonomía del orden social es absoluta.
Se trata, en principio, de una tesis solipsista fácilmente refutable.
Ya que, por ejemplo, aunque hay diferentes formas de construir cultu-
ralmente un animal, esto no tiene nada que ver con el modo en que ese
mismo animal está físicamente construido. Sin embargo, quizá la pro-
puesta de esta variante radical de constructivismo no sea tan simple,
ni sus consecuencias normativas tan disparatadas. Puede que, más
bien, sugiera la conveniencia de suspender nuestros juicios acerca de la
ontología del mundo externo, a la vista de una dependencia cultural
de los mismos que los convierte en indecidibles y, por eso, estériles 33.
No podríamos nunca estar seguros, entonces, de la correspondencia
entre nuestro conocimiento de la realidad y la realidad misma. Aun
así, su utilidad para el estudio de las relaciones entre sociedad y natu-
raleza es dudosa.

II.1.3. El constructivismo material

A nuestro juicio, finalmente, es necesario hablar también de un cons-


tructivismo material, físico, para designar la intervención humana so-
bre la realidad externa. En esta acepción, la naturaleza es físicamente
construida por la sociedad humana que se la apropia. ¿No es la trans-
formación social del entorno, la humanización del mundo natural en
que se resuelve el proceso de su apropiación, una forma de reproduc-
ción de la realidad, progresivamente despojada ésta de toda naturali-
dad originaria? Pensemos en los extraordinarios avances habidos en
el campo de la genética, que permiten de hecho la creación de anima-
les genéticamente modificados y el cruce genético de especies, o la re-
cuperación, mediante la clonación, de especies perdidas cuyo registro

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de ADN se conserva; la nanotecnología y sus aplicaciones biológicas es-


tán empezando, por su parte, a rendir frutos. La magnitud de estos
avances autoriza, de hecho, a hablar de reconstrucción social de la na-
turaleza. Desde este punto de vista, la separación sociedad-naturaleza
se disuelve por la vía de la asimilación de la segunda por la primera. Y
es en este contexto en el que se sitúa el problema relativo al fin de la
naturaleza, más abajo discutido en profundidad: si el mundo natural
es cada vez más humano, si ya no queda naturaleza propiamente di-
cha, sino en todo caso una mezcla de naturaleza y artificio, el ecologis-
mo se ve privado de objeto y, con ello, de sentido. La recreación de la
naturaleza es igual a su desaparición.

¿Dónde se encuentra, dentro esta maraña conceptual, la verdad?


Pues bien, la conclusión más habitual en el debate en torno al cons-
tructivismo consiste en aceptar la variante epistemológica (la naturale-
za existe, pero su conocimiento está mediado) y preterir la variante
ontológica (no hay mundo exterior, sólo existe en el discurso). Se al-
canza así un razonable término medio, que reconoce la existencia de
una naturaleza objetiva, pero afirma la dependencia sociocultural
de nuestras formas de conocimiento y apropiación de la misma. Hay
un énfasis, vale decir, en la objetiva realidad del orden natural al mar-
gen de nuestra imposibilidad de aprehenderlo directamente. La natu-
raleza, en fin, no es un simple epifenómeno de lo social; no conviene
forzar la nota.
Esta defensa de un constructivismo moderado es la respuesta de
aquellos que, preocupados por la crisis ecológica y en busca de una re-
formulación de las relaciones socionaturales, rechazan la hipérbole
opuesta: el realismo esencialista del ecologismo. Se trata de evitar los
excesos latentes en las dos alternativas, constructivista y realista. Ni la
naturaleza es una fabulación lingüística ni es independiente de la so-
ciedad. Para ello, es preciso trascender ese código binario que nos
obliga a ver la naturaleza bien como el conjunto de condiciones mate-
riales de nuestra existencia, bien como un mero conjunto de símbolos
culturalmente generados —para aceptarla como ambas cosas—. Di-
cho de otro modo, el mundo natural no es ni una esencia atemporal ni
un concepto. Y al igual que resultan insostenibles formas ingenuas de
realismo (para las que la naturaleza es una entidad directamente per-

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ceptible al margen de toda experiencia, contexto cultural o motiva-


ción social), también es preciso desechar un excesivo énfasis en los
factores culturales que trate de reemplazar, antes que complementar,
el enfoque realista. Ciertamente, no tiene sentido defender una expli-
cación exclusivamente constructivista de la interacción sociedad-na-
turaleza, porque si eliminamos uno de sus términos privamos de senti-
do a la relación entre ambas.
Sin embargo, la reacción moderada frente al constructivismo sue-
le traer causa de una errónea comprensión de sus variantes, que con-
duce a una identificación simplista: la del constructivismo tout court
con el constructivismo ontológico. Ya se sabe que la confusión inten-
cionada es una forma espuria de refutación. Y, aquí, el problema es
que se deja de lado la distinción entre la tesis epistemológica y la tesis
ontológica —o, lo que es igual, entre un constructivismo del conoci-
miento y un constructivismo del objeto—. A fin de cuentas, ni siquie-
ra las posiciones realistas pueden escapar a un cierto grado de cons-
tructivismo: porque también los conceptos objetivos están, al cabo,
socialmente constituidos 34. Poco importa que el realismo pretenda
designar una realidad extraconceptual; no hay conceptos fuera de la
realidad y el lenguaje. El principal problema de la versión más común
de constructivismo epistemológico es que no integra la tercera de sus
variantes, el constructivismo material. Así, se plantea una separación
demasiado rígida entre el mundo natural, de un lado, y nuestro cono-
cimiento del mismo, de otro, sin tomar en consideración las prácticas
humanas, esto es, la interacción física sociedad-naturaleza. Enseguida
volveremos sobre este aspecto central a la tesis que aquí se defiende.
Quizá se da también en este caso un problema de inconmensura-
bilidad entre ambos discursos, el objetivista y el constructivista, que
pueden estar refiriéndose a cosas distintas con las mismas palabras. La
importancia de la distinción entre naturaleza profunda y naturaleza
superficial se pone otra vez de manifiesto. Ya que, muy posiblemente,
el realismo u objetivismo se refiera a la naturaleza en su sentido pro-
fundo, como poder causal que subyace a todos los procesos sociales;
mientras tanto, el constructivismo apela a la naturaleza en su sentido
superficial o profano, el orden visible sobre el que actúan esos pro-
cesos sociales. Esta precisión es relevante, ya que difícilmente pode-
mos sostener que la naturaleza profunda sea un constructo cultural;

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sus formas pueden cambiar, sus procesos ser alterados a un nivel más
o menos profundo, pero su inmanencia última es inmodificable. Nues-
tro conocimiento de esa naturaleza, sin embargo, sí está socialmente
constituido. Cuando, por el contrario, nos referimos a la naturaleza
superficial, no podemos afirmar lo mismo. Y es que no sólo podemos
sostener la cualidad social de nuestro conocimiento de ella, sino tam-
bién nuestro poder de reprocesarla socialmente, de alterar físicamente
sus estructuras y formas. De ahí que, sobre todo, sea esta naturaleza la
que debe centrar el debate entre objetivismo y constructivismo, en sus
distintas manifestaciones, porque es también la naturaleza que, sobre
todo, atañe a la política medioambiental.

II.2. La cuestión de los límites naturales

Consideremos la última pieza de carbón. ¿No es un


horizonte para los seres humanos? Parte del argu-
mento del movimiento verde es que algunos «hori-
zontes» son realmente límites no sujetos al control
humano —y el horizonte de los recursos es el caso
clásico.
ANDREW DOBSON

La disputa entre realismo y constructivismo es directamente aplicable


al debate y la política medioambientales. Basta pensar en un aspecto
central en ambas, como es el problema de los límites naturales a la ac-
tividad humana y su producción socioeconómica. Para los verdes,
esos límites no sólo pueden afirmarse con total rotundidad —la última
pieza de carbón, el último pozo de agua—, sino que también aciertan
a poner de manifiesto las debilidades del enfoque constructivista: ¿no
salta éste por los aires cuando se enfrenta a la materialidad de un pro-
blema como el agotamiento de los recursos naturales? Esta aproxima-
ción objetivista tiene profundas consecuencias prácticas, ya que un
auténtico horizonte de esquilmación impone una transformación sus-
tancial y urgente de nuestro modelo de producción. Esto es, que si la
sociedad liberal-capitalista nos ha colocado al borde del abismo, ten-
dremos que cambiar la sociedad para evitar la caída.

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Desde los años setenta, este énfasis en la existencia de límites


naturales absolutos a la actividad humana ha formado parte de la
identidad del movimiento verde. Puede hablarse, de hecho, de una
matriz malthusiana del ecologismo, tal es la fidelidad con que se re-
produce el debate provocado por las teorías del economista inglés
en la sociedad de su época. Su tesis principal es bien conocida: si la
población crece geométricamente y la producción de alimentos lo
hace aritméticamente, los recursos disponibles se erigen en un límite
natural absoluto a la actividad humana y a la reproducción social 35.
La claridad de la fórmula parece una garantía de su veracidad. Sin
embargo, su fundamento siempre fue quebradizo, por depender de
una concepción predarwinista del mundo natural, con arreglo a la
cual el margen de mejora en la productividad de plantas y animales
es sólo limitado. Si se modifica esa premisa —la inamovilidad del
mundo natural—, la tesis entera se tambalea. Y la práctica así lo ha
demostrado.
De especial interés es, en este sentido, la no menos célebre réplica
que Marx diera a Malthus, por cuanto es similar a la respuesta que
ofrece un enfoque constructivista, o cuando menos antiesencialista.
La estrategia marxista tiene dos aspectos: la negación de que existan
límites naturalmente impuestos al hombre; y el reconocimiento de que
sí hay, en cambio, límites socialmente impuestos, que por definición
son históricamente transitorios. Que la naturaleza no establezca lími-
tes absolutos quiere decir que todo límite aparentemente natural de-
pende de las formas socioeconómicas vigentes de aprovechamiento
del medio, de las concretas prácticas sociales; de manera que los lími-
tes tienen carácter social y no pueden darse por supuestos, ni ser fija-
dos absoluta o universalmente. ¿Y qué significa esto, a su vez? Sobre
todo que, aunque puedan existir límites naturales para determinadas
formas de aprovechamiento del medio, no los hay para el número po-
tencialmente infinito de éstas.
De hecho, la validez de esta otra premisa quedó demostrada du-
rante el revival neomalthusiano provocado por la publicación, en
1968, de una obra pionera del movimiento verde: The Population
Bomb. En ella, Paul Ehrlich, un teórico ecologista afincado en Stan-
ford, alertaba de la creciente insostenibilidad alimentaria de las ten-
dencias demográficas mundiales —una gramática de límites recogida

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y popularizada, inmediatamente después, por el Club de Roma—. Si


la profecía resultó ser lo que Stewart Brand, un veterano activista ver-
de que ha transitado de la ortodoxia a la heterodoxia, llama ahora
«profecías autoderrotistas» [self-defeating prophecies], se debió sobre
todo al éxito de la llamada «revolución verde», auspiciada por los tra-
bajos de Norman Borlaug y la consiguiente multiplicación de la pro-
ductividad agrícola. Es la oposición entre estatismo natural y dinamis-
mo social, entre una concepción absoluta y otra relativa de los límites
impuestos a la sociedad por su entorno.
De esta manera, en suma, el enfoque constructivista subraya el ca-
rácter social de los límites naturales. Y así, apunta hacia su dependen-
cia del conjunto de definiciones y prácticas sociales que hace posible
su constante redefinición, mediante la transformación del sistema so-
cial y de sus interacciones con el medio. La última pieza de carbón no
es un horizonte de extinción, sino el fin de un modelo de explotación,
llamado a ser reemplazado por otro; así ha sido siempre. Por lo tanto,
si una concepción objetivista se basa en la idea de que los recursos es-
paciales y medioambientales tienen una sola forma sustentable de uso,
inscrita en el carácter del territorio, la alternativa constructivista seña-
la que hay muchas formas sociales de aprovechamiento, que permiten
una sostenida explotación de los recursos, y no una sola, dada en la
naturaleza misma de las formaciones biofísicas 36. Límites absolutos,
frente a límites relativos; autonomía de la realidad objetiva, frente a
dependencia social del medio.
Ahora bien, ¿quiere esto decir que el medio no impone ningún lí-
mite a la actividad humana? Naturalmente, no. Es evidente que la re-
cíproca coevolución y mutua transformación entre la sociedad y su
medio ambiente no opera sólo positivamente en relación con los lími-
tes naturales, sino que puede hacerlo también negativamente —así, un
exceso de deforestación o la esquilmación de recursos para los que no
se dispone de recambio—. No se está negando aquí que el medio na-
tural efectivamente establece límites al hombre; pero este reconoci-
miento abstracto es compatible con el de su relatividad. Ya que hablar
de límites naturales absolutos supone defender una concepción ahis-
tórica, tanto de la sociedad como de la naturaleza, concebidas como
entidades inmóviles cuya interacción posee horizontes definitivos e
inamovibles. Y la realidad es bien distinta.

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Hay que tener presente que no sólo varían históricamente los va-
lores y fines sociales, sino que también lo hacen los elementos y proce-
sos naturales. Y ello porque, además del cambio evolutivo que tiene
lugar al margen de la voluntad humana, las prácticas sociales son
siempre actividades transformadoras que producen todo tipo de con-
secuencias, deseadas y no deseadas, provocando que todo lo que exis-
te en la naturaleza se halle siempre en estado de constante transforma-
ción. Por eso:

Decir que la escasez reside en la naturaleza y que existen los límites naturales,
es ignorar en qué medida la escasez es socialmente producida y cómo los «lí-
mites» son una relación social dentro de la naturaleza (incluyendo la sociedad
humana), más que una necesidad impuesta desde el exterior 37.

Esto no supone negar la autonomía de los procesos naturales en


su sentido realista, como poderes causales que operan a un nivel pro-
fundo; pero, a cambio, permite reconocer la capacidad humana de
transformación del medio —que es, simultáneamente, transformación
de las condiciones presuntamente naturales de su existencia social—.
Ciertamente, esa capacidad de transformación no es infinita, al encon-
trarse limitada por los rasgos concretos de aquellas condiciones físi-
cas; es, no obstante, tan notable como para trascender cualquier in-
tento de restringirla absolutamente. Así, la transformación humana
del mundo natural, su reproducción material y cultural, no tiene lugar
en el vacío, sino que opera siempre sobre la naturaleza objetiva que le
sirve de materia prima; sus resultados, por lo tanto, reflejan forzosa-
mente ese mundo natural que es su punto de partida. Dicho aún de
otro modo: la naturaleza objetiva que preexiste a su transformación
social limita, evidentemente, las formas que ésta puede adoptar 38.
Sea como fuere, tanto los límites naturales históricamente vigen-
tes, como los modos sociales de aprovechamiento del medio, traen
causa de la interacción socionatural. Este punto es decisivo. Porque
hablar de límites naturales de carácter relativo —y no absoluto, como
defienden los verdes— es reconocer la función clave que cumple la in-
terdependencia recíproca de lo social y lo natural. Y es situar en el cen-
tro del análisis el proceso en que consiste la relación de la sociedad con
su entorno. Toda visión simplista de los límites naturales se muestra

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incapaz de explicar este proceso y los cambios que ha producido his-


tóricamente en el medio, en la sociedad y en la forma de sus relacio-
nes. Aquéllos no sólo son límites naturales, ni sólo límites sociales. Las
condiciones materiales de la vida social son modificables; de hecho,
cambian a lo largo del proceso de coevolución sociedad-naturaleza.
Es decir, la sociedad transforma la naturaleza, pero en ese proceso la
naturaleza también transforma la sociedad; sólo un enfoque construc-
tivista permite reconocer esa realidad. Y es el modo en que los proce-
sos sociales y materiales concretos se desarrollan, en el marco de esa
recíproca transformación general, el que determina los límites natura-
les definitorios de cada horizonte sociohistórico.

II.3. Constructivismo y valor intrínseco de la naturaleza

Sea cual sea su validez abstracta, una perspectiva constructivista


constituye una amenaza tangible para los fundamentos del pensa-
miento verde. Y ello, sobre todo, a la vista del modo en que afecta a
su concepción de la naturaleza; base, a su vez, sobre la que se asienta
todo su despliegue filosófico y político. No en vano, afirmar la condi-
ción sociohistórica de la naturaleza supone discutir abiertamente que
se pueda convertir a la misma en fuente de extracción normativa, o
defender su autonomía axiológica —porque no resulta ya tan claro
que posea el consabido valor intrínseco que los verdes le atribuyen—.
¿Cómo podemos organizar la sociedad de acuerdo con la naturaleza,
si no podemos separar a una de la otra? De ahí que los argumentos
preservacionistas hayan descansado normalmente en la defensa de
una naturaleza valiosa por permanecer intacta, o cuando menos míni-
mamente afectada por la influencia humana. De lo contrario, una re-
lativización de aquel valor intrínseco puede tener consecuencias muy
graves para la salud del ecologismo, hasta el punto de privarle de su
objeto; veamos esto.
La afirmación de que el mundo natural posee un valor indepen-
diente del juicio humano, y debe ser por ello objeto de consideración
moral, constituye uno de los dogmas del ecologismo filosófico. Y es
acaso la razón más característicamente verde de las aducidas en favor
de la protección de la naturaleza —del mismo modo que la necesidad

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de asegurar la supervivencia es su reverso antropocéntrico—. Su pro-


posición básica es que la naturaleza debe ser protegida por su propio
interés, no por el nuestro, al ser un sujeto moral autónomo. Se trata de
afirmaciones cuya validez depende, entre otras cosas, de que el mun-
do natural exista en los términos en que el ecologismo lo describe: una
entidad independiente, que no hemos construido y de la que no po-
demos apropiarnos. Es una naturaleza que se impone a todas nues-
tras atribuciones de significado, que encuentra en su misma objetivi-
dad una tautológica afirmación de autonomía: «Es tangible, segura, como
una roca, estable, autoevidente, definible, real. En una palabra, es na-
tural» 39. Nada más, nada menos. Ahora bien, si la naturaleza resulta
ser, en mayor o menor medida, una construcción social, su valor inde-
pendiente ya no lo es tanto; ni las consecuencias son las mismas:

Para esta concepción, es fundamental la asunción de que existe un modelo


«correcto» de relaciones humanidad-naturaleza, independiente de cualquier
perspectiva humana. De otro modo, la idea de transformar las actitudes de la
gente en la dirección correcta no tendría sentido. Ocurre que la idea de seme-
jante concepción independiente es ininteligible 40.

Efectivamente, la objeción más habitual a la atribución de valor


intrínseco a la naturaleza —a saber, que la idea misma de valor es una
convención humana y que ninguna asignación del mismo puede pro-
venir sino del hombre— apunta hacia uno de los problemas mayores
del objetivismo verde: su ingenuidad epistemológica. Al ignorar el pa-
pel del lenguaje y la cultura en la percepción del mundo natural, la fi-
losofía verde prescinde de la mediación humana, de manera que su
afirmación del valor intrínseco se sostiene en el vacío.
Naturalmente, toda acusación tiene su réplica. Para los verdes, el
constructivismo epistemológico conduce, sobre todo en sus variantes
posmodernas, a un idealismo lingüístico que nos priva de toda base po-
sible para justificar la protección de la naturaleza. Porque, si lenguaje
y cultura no sólo interpretan, sino que de alguna forma crean la reali-
dad, nada puede tener valor a menos que el hombre se lo atribuya; no
es por ello de extrañar que el ecologismo vea en el constructivismo el
instrumento ideológico que justifica la destrucción física de la natu-
raleza. Dobson es muy claro: «El ataque filosófico a la “naturaleza”

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equivale, así pues, a un ataque político a una sección importante —qui-


zá la más importante— del movimiento ecologista» 41.
Desde este punto de vista, constructivismo, posmodernismo e in-
cluso cualquier otra variante de la teoría cultural son manifestaciones
de una misma lógica, que conducen a un solo sitio: la apropiación to-
tal del mundo natural, mediante su reducción a la categoría de cons-
tructo lingüístico o cultural. No habría, así, mejor forma de devastar
de una vez por todas la naturaleza, que procediendo primero a des-
truir la idea misma de su existencia independiente, para dificultar con
ello toda posible atribución de valor.
Que el ecologismo responda así al constructivismo demuestra, so-
bre todo, plena conciencia de la amenaza que aquél representa para su
vigor normativo. Sin embargo, al reaccionar ante las formas radicales
de constructivismo (que son aquellas que reducen la naturaleza a la
categoría de abstracción lingüística sólo existente en el discurso), los
teóricos verdes desatienden los más severos problemas que plantea un
constructivismo moderado como el aquí defendido. Éste reconoce la
existencia de una naturaleza que antecede a su apropiación social,
pero rechaza que podamos predicar un valor independiente de la mis-
ma, dada la convergencia material de las historias natural y social. No
hay, en fin, una naturaleza autónoma. Y aquella naturaleza de la que
podría predicarse tal valor, la naturaleza profunda, está fuera del al-
cance de cualquier política de preservación. Incluso la naturaleza vir-
gen, como hemos visto, es el producto de procesos y valores sociales
—un producto por omisión—. Hubo alguna vez una naturaleza más o
menos intacta, pero ya no existe, porque la historia humana la ha
transformado; historia humana que es también, como tal, historia na-
tural.
Mientras el constructivismo radical es la insostenible exageración
de una realidad, el realismo esencialista lo es de la contraria. Ambas
posiciones ignoran la interacción de sociedad y naturaleza, la decisiva
medida en la que la construcción social de la naturaleza es también su
reconstrucción material, su producción misma. Defender la existencia
de una naturaleza independiente, amenazada por las fuerzas del in-
dustrialismo, no es posible: ya no existe. Igualmente, aquellas partes
del planeta que permanecen aparentemente vírgenes, como testimo-
nio de esa naturaleza que antecede a la historia, no pueden defenderse

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a partir de su valor intrínseco, porque su conservación depende del


valor que la sociedad le atribuya. Nada de eso significa, empero, que
no haya razones para la protección de la naturaleza; claro que las hay.
Pero es necesario saber que el valor de lo que estamos protegiendo no
procede endógenamente del interior de la propia naturaleza, sino exó-
genamente de la sociedad que se la apropia. No podemos identificar
la naturaleza a la que se dirigen nuestras políticas de preservación con la
naturaleza esencial y absoluta que defiende el ecologismo.
De hecho, existe una lectura del constructivismo moderado com-
patible con la armazón normativa del ecologismo y con la atribución
de valor a la naturaleza. Se trata de un matiz importante, porque per-
mite moderar una fundamentación filosófica que, demasiado a menu-
do, se escora hacia posiciones radicales. Ya hemos señalado que el
curso mismo del conflicto teórico entre las posiciones realista y cons-
tructivista ha conducido hacia un equilibrio más o menos aceptado:
un constructivismo epistemológico, o un realismo no esencialista, que
reconoce simultáneamente la realidad objetiva del mundo natural y la
producción social de nuestro conocimiento del mismo. Es el punto en
el que, por ejemplo, insiste Peter Dickens:

Debemos hacer de nuevo una distinción crucial. Entre los procesos y relacio-
nes materiales, de un lado, y nuestra comprensión de, y comunicaciones acer-
ca de, estos procesos, de otro. Es en sí mismo evidente que los últimos son, de
hecho, construcciones sociales 42.

Es posible, entonces, ser realista respecto de la naturaleza y cons-


tructivista respecto de nuestro conocimiento sobre ella. Y nos inclina-
remos hacia uno u otro extremo del antagonismo, en función del énfa-
sis que pongamos en la distancia existente entre la realidad y su
conocimiento; pero convendrá, en cualquier caso, en la existencia de
un mundo natural independiente del hombre, al que tratamos de ac-
ceder desde una realidad social que da forma, inevitablemente, a nues-
tra aprehensión del mismo. No es tan difícil.
De esta forma, el reconocimiento de la historicidad de nuestro co-
nocimiento de la naturaleza no compromete su existencia, ni impide
que le atribuyamos a la misma valor sobre la base de su exterioridad al
hombre —esto es, de su oposición a la artificialidad, emblema de lo

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humano—. Más concretamente, esta premisa facilitaría una preserva-


ción basada en la extrañeza del mundo natural, en su radical diferen-
cia y ajenidad desde el punto de vista humano; después volveremos
sobre ello. Ahora bien, cuestión distinta es sostener que a una realidad
independiente corresponda un valor también independiente, porque
no se ve cómo, siendo nuestro conocimiento de la naturaleza el pro-
ducto de una elaboración social, un juicio acerca de la misma puede
situarse fuera de ese marco cultural. Ni la corrección realista del cons-
tructivismo fuerte ni la corrección construccionista del realismo esen-
cialista autorizan semejante proclamación. Y de ahí que el ecologismo
—si quiere sobrevivir— deba abandonarla.

II.4. Hacia una adecuada comprensión


de las relaciones socionaturales

Así pues, la crítica de las formas fuertes de realismo y constructivismo


converge en una versión moderada de ambos, que admite el realismo del
objeto a cambio de aceptar el construccionismo del conocimiento. Y to-
dos contentos. Sin embargo, el resultado sigue siendo insuficiente, por-
que no da suficiente cuenta de la dimensión material de la construcción
social de la naturaleza. De ahí la necesidad de dar forma a un construc-
cionismo cualificado, capaz de poner en el centro la interacción de socie-
dad y naturaleza, tanto en sus aspectos físicos como en sus aspectos
culturales y simbólicos. Sólo entonces será posible comprender la ver-
dadera realidad de las relaciones socionaturales, para articularlas me-
jor políticamente.
Ya se ha indicado cómo el problema de las variantes fuertes de
realismo y construccionismo es que privilegian uno de los dos polos
de la relación sociedad-naturaleza, hasta acabar anulando al contrario:
la naturaleza será enteramente natural, o enteramente social, pero el
aspecto esencial de su mutua interacción no recibe la atención que me-
rece. A su vez, la corrección moderada de esas tesis sí que tiene en cuen-
ta esa relación, por ser su tesis central la existencia de un desencuentro
entre lo real y su conocimiento —desencuentro que es producto de su
contacto—. Ahora bien, esto equivale a postular una relación atenua-
da entre sociedad y naturaleza, privada de su interacción material. Se

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olvida entonces que la construcción social de lo natural es también su


reconstrucción física, la transformación activa de un mundo natural
cuyas formas evolucionan junto a las sociales. Es aquí donde entra en
juego la ya repetida distinción entre naturaleza profunda y naturaleza
superficial: la independencia sólo puede predicarse de la primera, y
no de la segunda.
Es conveniente insistir en que la realidad objetiva del mundo na-
tural no es, en ningún momento, objeto de cuestionamiento. Para que
la producción social de lo natural pueda tener lugar, es preciso que
a la misma preexista una realidad natural: no se puede construir sin
materiales. Y la reconstrucción social subsiguiente reflejará esa mate-
ria prima; inevitablemente. No es que el mundo natural determine el
proceso de su apropiación social, pero sí condiciona su desarrollo: las
formas de la interacción material, cultural y simbólica manifestadas en
el mismo serán necesariamente un reflejo de la concreta realidad sobre
la que se construye. Toda forma de constructivismo reconoce esta
constricción: mientras que la realidad no determina el conocimiento,
en cambio, sí establece importantes limitaciones sobre la variedad de
formas abiertas a nosotros para «dar forma» al mundo. De modo que
Benton tiene razón cuando apunta que

[…] ni importa cuán «profundo» lleguemos en la estructura de los materiales


y seres con los que trabajamos, sigue siendo el caso que las transformaciones
[hechas por el hombre en el mundo natural] presuponen constancia en la es-
tructura y poderes causales en un nivel estructural profundo, y están limita-
das por la naturaleza de esa estructura de nivel profundo 43.

Es indudable, entonces, que los rasgos de la naturaleza profunda


constituyen un límite para las posibilidades humanas de transforma-
ción del mundo natural. Pero la capacidad humana de transformar la
naturaleza existe; de hecho, ha alcanzado una dimensión formidable.
Y el mundo natural preexistente al hombre no es únicamente una pre-
condición de la misma, sino también un resultado constante y simultá-
neo de ese proceso de interacción —no es otra cosa la producción so-
cial de la naturaleza—. Esta peculiaridad es un indicador del carácter
recíproco de la influencia, de la mutua determinación en la relación
entre sujeto y objeto.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

En suma, enfatizar la interacción sociedad-naturaleza no supone


poner en cuestión ni la independencia de la naturaleza profunda ni la
cualidad precondicional de la naturaleza superficial. Más bien, es re-
conocer la complejidad de unas relaciones socionaturales que no pue-
den reducirse a explicaciones exclusivamente culturalistas ni materia-
listas. Es necesario combinar los aspectos materiales, culturales y
simbólicos, porque todos ellos forman parte del más amplio proceso
de construcción social de lo natural mediante el que la sociedad se
apropia del entorno, humanizando la naturaleza hasta convertirla en
su medio ambiente 44. Esta corrección del constructivismo epistemoló-
gico no atañe, por tanto, a la independencia de la naturaleza profun-
da, cuyas estructuras transfactuales podemos alterar, pero no reem-
plazar. Antes bien, consiste en articular un constructivismo que vaya
más allá del conocimiento, para incidir directamente en la realidad na-
tural. Y es reconocer que la construcción social de la naturaleza no se
agota en su configuración cultural y simbólica, sino que se extiende a
su efectiva apropiación material, a su transformación física, aunque
no orgánica, a manos del hombre.
De este modo, no es únicamente que el contexto sociohistórico
determine nuestro modo de percibir la naturaleza: ella misma es par-
te del contexto que da forma a sus relaciones con la sociedad. En otras
palabras, si la naturaleza como realidad objetiva constituye forzosa-
mente la precondición para su aprehensión social, no es menos cierto
que ese mundo físico una vez transformado es parte del contexto del que
depende la construcción que cada sociedad hace de la naturaleza. En
preclara formulación del malogrado Nikolái Bujarin:

El proceso de producción social es una adaptación de la sociedad humana a la


naturaleza externa. Pero es un proceso activo. Cuando una especie animal se
adapta a la naturaleza, se somete, en realidad, a la acción constante de su me-
dio ambiente. Cuando la sociedad humana se adapta a su medio, lo adapta a su
vez a ella, y no es sólo objeto de la acción de la naturaleza, sino que a su vez y
simultáneamente transforma a la naturaleza en objeto de trabajo humano 45.

Es una interacción que opera en múltiples niveles y direcciones.


Transformamos una realidad que a su vez nos transforma, pero el pro-
ducto de ese proceso modifica la realidad sobre la que actuamos, y así

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sucesivamente. Dado que esta intervención transformadora del entor-


no se lleva a cabo sobre una realidad preexistente, más que de cons-
trucción convendría hablar de reconstrucción del mundo natural.
Nunca cerrado, el proceso de apropiación humana de lo natural
presenta así dos caras, la material y la cultural. Los procesos materia-
les y culturales se relacionan mutuamente, siendo el resultado de esa
mutua influencia la forma que adopta la interacción sociedad-natura-
leza en cada momento histórico. En palabras de Michael Redclift:
«Somos material y simbólicamente creativos y destructivos; remode-
lamos nuestros entornos física y cognitivamente» 46. Y esta remodela-
ción, a su vez, incide sobre la sustancia de lo social: la interacción
opera en las dos direcciones. Son procesos mutuamente contingentes
y se constituyen de forma conjunta, de modo que su separación con-
ceptual no oculta la imposibilidad de su completa separación en la
práctica.
Hay, por tanto, un propósito antirreduccionista en el constructi-
vismo cualificado que aquí se propone. Si la construcción social de lo
natural comprende, en el contexto de la coevolución de sociedad y na-
turaleza, tanto los procesos materiales como los culturales, la transfor-
mación física tanto como la apropiación cognitiva y simbólica del en-
torno, entonces no es posible hacer derivar unos de otros, ni
privilegiar una sola parte del proceso global de producción social de
la naturaleza, sea cultural o material, en el intento de explicar su com-
plejidad.

III. NATURALISMO VERSUS DUALISMO

¡El hombre no ha sido amasado con un limo más


valioso! La naturaleza no empleó más que una úni-
ca y misma masa, de la que sólo varió la levadura.
JULIEN DE LA METTRIE

Sucede que la oposición entre naturaleza y sociedad conduce, inevita-


blemente, a la exploración de otro antagonismo, derivado de aquél y
no menos decisivo: el que separa a la humanidad del mundo natural.
¿Es la humanidad una parte de la naturaleza, o algo distinto de ella?

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—así puede resumirse el problema—. Seguimos en la misma esfera


conceptual, porque en ambos casos uno de los términos se subordina
a su contrario: la naturaleza explica a la sociedad, o la sociedad expli-
ca a la naturaleza. Ahora bien, no cabe duda de que este dualismo ha
desempeñado un papel determinante en la configuración histórica de
las relaciones socionaturales, a través de sus distintas variantes: cultu-
ra-naturaleza, hombre-naturaleza, hombre-animal. Y, en consecuen-
cia, ha ocupado siempre un lugar prominente en el programa filosófi-
co y político del ecologismo, que defiende una reordenación de
aquellas relaciones socionaturales fundada en la crítica de toda forma
de dualismo.
No puede ser de otra manera. Desde la perspectiva verde, el dua-
lismo humanidad-naturaleza es una desafortunada invención cultural,
casi el sueño perverso de una especie empeñada en afirmar, contra
toda lógica, que es distinta a las demás y superior a ellas —convirtien-
do esa afirmación, no se olvide, en una herramienta funcional a su do-
minio—. Estas oposiciones binarias habrían justificado metafísica-
mente tanto la devastación ecológica como la subyugación de la mujer
y otras razas consideradas inferiores: de Arcadia a Treblinka. Efectiva-
mente, la caprichosa invención del dualismo viene a suponer una rup-
tura de los vínculos orgánicos entre el hombre y la naturaleza: el pri-
mer paso en la socavación de una unidad primigenia que termina con
la muerte de la naturaleza, reducida instrumentalmente a la condición
de recurso legítimamente explotable. Y al perder ese vínculo, el hom-
bre se pierde a sí mismo.
Históricamente, el momento decisivo para el establecimiento del
dualismo en nuestra cultura es la teoría cartesiana, por más que movi-
mientos teóricos anteriores apuntaran ya claramente en esa misma di-
rección. Es el caso de Platón y su consideración del hombre como
criatura divina de arma inmortal, así como de la distinción aristotélica
entre forma y materia. Ajena a la tradición judía, esta separación está
también presente, sin embargo, en el relato bíblico de la creación,
donde el hombre es igual a Dios y reina sobre la naturaleza. Pero es
Descartes quien identifica cuerpo y naturaleza como órdenes de lo
mecánico, para oponerlos al alma como sede de lo racional: «el espíri-
tu o alma del hombre es enteramente diferente del cuerpo» 47. Facilita,
con ello, el nacimiento de un doble dualismo: cuerpo-alma y hombre-

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naturaleza. Y aunque esta diferenciación había quedado ya establecida


en el pensamiento precedente, lo que hace Descartes al mecanizar el
orden natural es proceder a la jerarquización de los órdenes natural y
humano, primero en el interior del hombre, luego en relación con la
naturaleza exterior 48. Aquella diferenciación, al jerarquizarse, se con-
vierte en separación de lo natural y lo humano: la naturaleza se subor-
dina al hombre, porque es inferior a él. Aportaciones posteriores,
como la lockeana privación de cualidades sensitivas en el objeto, o la
kantiana declaración de la imposibilidad de lograr conocimiento del
noúmeno, no hicieron sino reforzar una separación que el desarrollo
del capitalismo y la explotación industrial de los recursos naturales
consolidaría definitivamente. Ésta es, para los verdes, la genealogía
del oprobio.
Sin embargo, como veremos en lo sucesivo, que la separación con-
ceptual entre hombre y naturaleza tenga un origen histórico, suscepti-
ble de ser identificado, no autoriza a concluir —sin más— que sea una
mera convención cultural. Sin duda, lo es, pero también algo más.
Y esa dimensión suplementaria, a la vez histórica y filosófica, parece
escapar por completo al entendimiento de un ecologismo que, empe-
ñado en renaturalizar al hombre, termina por concebirlo de un modo
absurdamente reduccionista. No es sorprendente, así, que en este
propósito de renaturalización sea posible encontrar explicación para
muchas de las contradicciones y lagunas que padece el cuerpo verde
de pensamiento.

III.1. Hombres y animales: la incierta distancia

Sin duda, la línea divisoria trazada entre hombres y animales es la


más representativa del problema que aquí nos ocupa —a saber, la po-
sición del hombre respecto de la naturaleza—. Tradicionalmente, se le
ha otorgado a aquél un estatuto de excepcionalidad, que ha servido
para ordenar jerárquicamente sus relaciones con el mundo animal. Y,
a su vez, esta excepción ha definido la idea misma de humanidad. Que
esta concreta separación sea tan relevante obedece al singular espacio
ocupado por el animal, tanto en el orden social como en el simbólico.
Así, el animal se sitúa en el eje mismo que separa la humanidad de la

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naturaleza, tal como ha sido definido en la cultura occidental. Y al


igual que en el hombre cuyos rasgos de humanidad permanecen más
ocultos se ha visto siempre a la bestia, también en el animal más próxi-
mo al hombre se ha presentido con inquietud el vínculo que el evolu-
cionismo darwinista puso tan abruptamente de manifiesto: cabe
Grandville, cabe Lafontaine. Tan lejos, tan cerca.
De hecho, la incesante comparación entre el hombre y los anima-
les ha desempeñado un papel definitorio en la conformación del más
amplio antagonismo humanidad-naturaleza. Ha sido su reflejo; tam-
bién su ilustración más común. Dice Horkheimer: «La idea del hom-
bre se expresa en la historia europea en su diferencia respecto al ani-
mal» 49. Y, una vez establecida esa diferencia, es posible justificar el
dominio humano sobre el resto del mundo natural. Más aún, la necesi-
dad cultural de distinguir con claridad entre lo humano y lo animal ha
tenido también, históricamente, importantes consecuencias inter ho-
mines: si alguien no alcanza a ser hombre, puede ser tratado como un
animal. De esta manera, si se definía la esencia de la humanidad como
algo que consistiera en alguna cualidad específica, se seguía de ello
que cualquier hombre que no la poseyera era subhumano o semiani-
mal. La definición de humanidad ha servido, hasta hace bien poco,
para sancionar la dominación o el exterminio de quienes son tenidos
por menos que humanos. A fin de cuentas, todavía es un insulto lla-
mar perro a alguien.
Sin embargo, figuras como las del buen salvaje o las del niño-lobo,
individuos no sometidos a procesos de socialización, han cuestionado
a lo largo de esa misma historia los términos de la oposición hombre-
animal (o naturaleza-cultura) al encontrarse entre uno y otro espacio.
Y esas dudas fueron confirmadas por los hallazgos de Darwin y su
posterior difusión, al poner sobre la mesa la igualdad genealógica de
todas las criaturas vivas, su procedencia común, no sólo permitiendo
una distinta interpretación de estos casos fronterizos, sino obligando
a una reconsideración de la línea divisoria misma. Desde Darwin, el
elemento distintivo de lo humano no parece poder justificarse al mar-
gen de la común identidad de pertenencia biológica.
Pues bien, antes de seguir adelante, es conveniente preguntarse
cuáles son las distintas formas de concebir la relación entre el hombre y
los animales. Y aunque es en las variantes que adopta cada enfoque

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donde encontramos los matices necesarios para su debido enjuicia-


miento, es necesario comenzar con una general exposición de las posi-
ciones dualista y naturalista para poder, así, discutir la crítica verde y
plantear una alternativa a la misma.

III.1.1. La concepción dualista

De acuerdo con esta concepción general, no es posible establecer nin-


guna clase de analogía entre el hombre y los animales, dada la diferen-
cia cualitativa que suponen nuestras exclusivas capacidades, atributos
y potencialidades. Hombres y animales son distintos. Ahora bien, es
preciso distinguir dos variantes dentro de esta formulación básica.
Por un lado, un creacionismo separatista que traza una frontera insal-
vable entre ambos, por considerar que las cualidades biológicas de la
humanidad nada tienen que ver con las del mundo animal —constitu-
tivo de un orden en todo separado y del todo inferior al humano—.
Por otro, una suerte de dualismo atenuado, que acepta la explicación
evolucionista del surgimiento del hombre como especie diferenciada.
De acuerdo con ella, los rasgos distintivos del hombre serían un pro-
ducto del proceso natural de evolución, aunque en tanto que exclusi-
vos del hombre serían suficientes para dividir claramente entre lo cul-
tural y lo natural, lo humano y lo animal.

III.1.2. La concepción naturalista

También llamada concepción monista, sostiene que las características


que nos diferencian de otras especies son una cuestión de grado y no
de sustancia. Somos esencialmente similares al resto de los animales,
aun cuando existan grados en la escala biológica. Aquí es igualmente
necesario separar dos enfoques principales. De una parte, el naturalis-
mo reduccionista, o biológicamente determinista, que trata de explicar
las disposiciones o habilidades humanas, así como las formas sociales,
como la consecuencia inevitable de la biología. Ya que si, en último
término, todo puede explicarse en clave biológico-genética, ¿cómo
defender especificidad humana alguna? Sólo habría, en fin, diferentes

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manifestaciones de una misma fuente biológica —sin jerarquía posi-


ble—. De otra, frente a éste, el naturalismo no reduccionista reconoce
las formas en que la humanidad se diferencia del resto de las especies,
incluso sus capacidades éticas, pero rechaza cualquier forma de expli-
cación cultural que eluda la determinación genética del conjunto de
comportamientos humanos. El reconocimiento de las diferencias no
autorizaría a trazar ninguna división ontológica entre hombres y ani-
males.

Tal es el terreno de juego. Se trata, evidentemente, de un continuo


cuyos extremos estarían ocupados por dos proposiciones antagónicas,
con su correspondiente derivación moral: o bien el hombre es una ex-
cepción en el orden natural y se sitúa jerárquicamente por encima del
mismo, o bien se sitúa en un plano de igualdad con respecto a él. Las
posiciones intermedias son múltiples; los matices, también. Para llevar
este debate a alguna conclusión, es conveniente explorar las dos situa-
ciones básicas y justificar la preferencia por aquella que afirma la ex-
cepcionalidad de la condición humana, coherente con la renovación
propuesta de la política medioambiental.

III.2. La reducción naturalista de la condición humana

Que situemos filosóficamente al hombre en uno u otro lugar tiene una


extraordinaria importancia política, ya que del estatuto así convenido
dependerá la definición de sus posibles obligaciones morales hacia el
mundo natural. No es así sorprendente que los verdes defiendan un
naturalismo no reduccionista, enraizado en la teoría de la evolución:
somos distintos, pero no tanto, ni por las razones tradicionales. Y es
que, con la doctrina de la evolución natural de las especies, el monismo
se impone sobre cualquier forma anterior de dualismo —invalidando,
desde el punto de vista científico, cualquier explicación trascendente
del origen de la humanidad, en beneficio de otra estrictamente inma-
nente—. La conclusión es clara. Humanidad y naturaleza no pueden
seguir relacionándose como hasta ahora.
Desde esta perspectiva, entonces, la cultura es un producto del
proceso evolutivo, una manifestación de la naturaleza que en ningún

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caso puede oponérsele. Ni los seres humanos, ni su cultura, pueden


verse ya como una categoría de comportamiento separada de aquella
que proviene de la herencia genética; tampoco, por tanto, como el ins-
trumento del que la naturaleza se sirve para reprimir sus impulsos atá-
vicos, la freudiana herramienta de humanización de la animalidad la-
tente en el hombre 50. Aparentemente, no hay oposición entre ambos
términos, sino identidad: la cultura es parte de la naturaleza, por ser
un resultado de su despliegue evolutivo, una manifestación destacada
de la historia natural. Así, el mito de la separación deja paso al vértigo de
la pertenencia. Y la vieja subordinación de la naturaleza a la sociedad,
a la nueva reabsorción de lo social en lo natural.
Acaso el naturalismo de Ted Benton constituya uno de los inten-
tos más elaborados de fundamentación de una perspectiva monista
que, aun persiguiendo la abolición del dualismo humanidad-naturale-
za, trata explícitamente de evitar toda tentación reduccionista. Mere-
ce así la pena emplearlo como piedra de toque para debatir la consis-
tencia del naturalismo verde. Ya que, como él mismo señala, no se
trata tanto de desplegar un naturalismo moral, que convierta la natu-
raleza en fuente de inspiración normativa, como un naturalismo cau-
sal, que reconozca la existencia de determinados hechos acerca de la
naturaleza y de nuestra relación con ella, al margen de toda evaluación
moral o estética de los mismos. A su juicio, por lo tanto, es posible de-
fender «un enfoque de la naturaleza humana naturalista en su recono-
cimiento de una continuidad y una comunalidad entre los hombres y
otras especies animales, siendo también capaz de identificar e ilumi-
nar la especificidad humana» 51.
Su punto de partida es una crítica de la incapacidad del dualismo
para reconocer la relativa sofisticación y complejidad de la vida men-
tal y social de muchas otras especies animales, además del hombre.
Esa incapacidad sería achacable a su raigambre cartesiana, que provo-
ca una rígida separación entre una humanidad poseedora de razón y el
resto de especies. ¡No estamos solos! Ni podemos seguir actuando
como si lo estuviéramos. A continuación, este debate adopta la forma
de una controversia acerca de las necesidades humanas y animales;
veamos.
Hay, reconoce el propio Benton, necesidades de autorrealización
peculiares del hombre, en tanto que sujeto autoconsciente e histórico;

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

no somos iguales a los animales, en sentido estricto. Sin embargo, el


hombre comparte muchas necesidades con otros animales, por lo que
estas necesidades especiales del hombre deberían verse como formas
específicas de hacer lo que otros animales también hacen. De modo
que aquellas necesidades peculiares, que podrían servir en principio
para justificar la excepcionalidad del hombre, deben contemplarse
más bien como necesidades que derivan de atributos o requisitos co-
munes a los hombres y los animales. Son así «consecuencias en algún
sentido de aquellas necesidades comunes a los seres naturales, o de las
formas específicas de cada especie de satisfacer esas necesidades» 52.
Se deduce de aquí que es posible ofrecer una explicación naturalista
de cualquier necesidad humana, sin introducir con ello una diferen-
ciación cualitativa respecto de las necesidades que muestran los de-
más animales. No habría diferencias relevantes entre escuchar una
sinfonía y tumbarse al sol. Y ello porque, al tener las necesidades hu-
manas y las animales un idéntico origen biológico, no constituyen más
que distintas manifestaciones del mismo proceso evolutivo. Expresa-
mos de manera diferente una misma identidad biológica. Que las ne-
cesidades humanas y animales tengan un origen común supone, en-
tonces, que no hay necesidades superiores a otras: sólo cambia el
modo en que se manifiestan y satisfacen.
¿Cómo ignorar que esta afirmación —la de la esencial paridad de
las necesidades humanas y animales— tiene consecuencias formida-
bles en el plano normativo? Sobre todo, impone al hombre obligacio-
nes éticas que apuntan a la supresión de aquellas prácticas sociales
que impiden el florecimiento de las demás especies animales. Tal es el
fundamento de la ética verde: la existencia de una comunidad natural
de la que el hombre forma parte. Más exactamente, la continuidad
que existe entre el hombre y los animales, convertida en la base de
un extensionismo moral que defiende la aplicación de obligaciones
humanas, reservadas hasta ahora para las relaciones con otros hom-
bres, al mundo natural 53. Es el fundamento, por ejemplo, de iniciati-
vas como el Proyecto Gran Simio. Sin embargo, así como el natura-
lismo no carece de debilidades, este su corolario moral también las
reproduce.
Bien, quizá la principal debilidad del naturalismo se encuentre en
su dificultad para explicar aquellos rasgos específicamente humanos

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que son irreductibles a la mera igualación biológica. En principio, la


dificultad atañe exclusivamente a las necesidades humanas de orden
cultural, por cuanto las necesidades más puramente corporales, como
las alimenticias, permiten operar fácilmente esa reducción (hombres y
animales se alimentan, se aparean, se reproducen). Dependería, con
ello, el naturalismo de la distinción entre dos tipos de necesidades
humanas: aquellas, pertenecientes al orden más explícitamente orgá-
nico, que podrían explicarse mediante lo que otros animales también
hacen; y aquellas otras necesidades, de orden espiritual o cultural, que
se consideran «en algún sentido consecuencia de aquéllas»; es decir,
manifestaciones de las mismas. Y lo que ha de aclararse es la relación
entre unas y otras.
Pues bien, Benton sugiere que la existencia de necesidades básicas
del primer tipo explica, dado el modo humano de satisfacción de las
mismas, la aparición posterior de más sofisticadas necesidades espiri-
tuales o culturales. Pero ese planteamiento, tomado al pie de la letra,
da lugar a una distinción más bien superflua. Ya que, como ha señala-
do Tim Hayward, si se afirma que ciertas necesidades biológicas bási-
cas deben ser satisfechas antes de que otro tipo de necesidades supe-
riores puedan atenderse, o incluso nacer, se está realizando una de
estas dos afirmaciones 54:

1. La satisfacción de una necesidad «cultural» es en sí misma la


satisfacción de una necesidad más «fundamental», básica, así
como en cierto modo su sublimación. En ese caso, la primera
no es en realidad ninguna necesidad de orden superior, sino
una necesidad más.
2. Si las necesidades «culturales» surgen como consecuencia de
la satisfacción de las necesidades básicas, como necesidades
cualitativamente nuevas, no sería ya posible explicarlas en fun-
ción de las otras, porque no serían formas específicas de satis-
facer necesidades básicas, sino necesidades autónomas e irre-
ductibles; algo distinto.

Son interpretaciones divergentes. Si la primera corresponde a un


reduccionismo biologicista que el propio Benton dice rechazar, la se-
gunda propende a una posición dualista capaz de reconocer el carác-

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ter emergente de los rasgos específicamente humanos. Efectivamente,


el principal problema de una posición reduccionista es que deja de
lado la forma propia a través de la cual el hombre experimenta y satis-
face esas necesidades de orden superior. Dice Kate Soper:

Lo que distingue la forma específicamente humana de gratificación de necesi-


dades que tiene en común con otras criaturas es la dimensión simbólica y es-
tética misma, y cabe preguntarse si un naturalismo no reduccionista del tipo
defendido por Benton puede respetar plenamente esta diferenciación sin caer
en la circularidad 55.

O sea que Benton pretende explicar el surgimiento de las necesi-


dades «culturales» a partir de la existencia de necesidades básicas,
pero pierde con ello de vista cómo la satisfacción de estas últimas está,
en el hombre, ligada a rasgos específicos —aquellos, precisamente,
que están ausentes del mundo animal—. Algo que ya señalara Marx,
para quien la actividad vital consciente distingue inmediatamente al
hombre de la actividad vital animal. Por ejemplo, los ritos sociales aso-
ciados con la alimentación; o la diferencia que existe entre sexo y ero-
tismo. No se trata ya de que el hombre posea necesidades culturales,
sino de que la satisfacción de las necesidades básicas se realiza de ma-
nera distinta por razón de la cultura. Es difícil, en consecuencia, com-
binar una perspectiva naturalista con el señalamiento de la diferencia
humana, si ésta no admite la irreductibilidad de algunas necesidades hu-
manas de orden superior y la especial satisfacción humana de las nece-
sidades básicas 56.
Toda forma de naturalismo presenta, en fin, el mismo problema.
A saber, cómo dar cuenta de la singularidad humana sin incurrir en al-
guna forma de dualismo —sin incurrir, con ello, en simplificaciones
biológico-deterministas—. Hay, por supuesto, una alternativa. Y es
un reconocimiento de la excepcionalidad humana que resulte de la
explicación evolucionista, pero que al mismo tiempo afirme la doble
condición natural y cultural del hombre, como ser que está simultánea-
mente dentro y aparte de la naturaleza. Es la posición que se defiende
a continuación.

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III.3. La afirmación de la excepcionalidad humana

Sucede que el reconocimiento de la condición natural del hombre no


es incompatible con la afirmación de su singularidad. De hecho, esta
premisa es imprescindible para la adecuada comprensión del estatuto
del hombre en la naturaleza. Desde este punto de vista, el dualismo no
es una negación de las razones del monismo, sino su refinamiento.
Porque no existe ninguna duda de que el hombre es un producto de la
historia natural, de manera que aquellos rasgos que le son únicos (len-
guaje, autoconciencia, capacidad de intelección racional) se explican
como un resultado de su evolución biológica; en este sentido, todo lo
humano es natural. Pero, ¿podría ser de otra manera? Claro que no.
Lo importante es que esos rasgos particulares del hombre producen
una cultura, que a su vez se incorpora al proceso evolutivo; con ello, la
misma cultura que diferencia al hombre del resto de la naturaleza lo
separa de ella. Y en esta circunstancia única reside la excepcionalidad
humana.
Que la cultura surja en el curso del proceso evolutivo no la con-
vierte, empero, en un mero subproducto de la naturaleza, ni autoriza
simplemente que la subordinemos a ella. Antes al contrario, la cultura
es el modo en que los seres humanos organizan su relación con el en-
torno. Hay un sentido, claro está, en que la cultura es naturaleza; pero
hay otro en el que no lo es. Ya hemos visto que hacer depender las ma-
nifestaciones culturales o simbólicas de los procesos biológicos supo-
ne incurrir en un reduccionismo estéril; asimismo, recordar que todo
es natural posee muy poco valor explicativo. En ambos casos, parece
dejarse a un lado la existencia de un proceso de interacción humana
con el medio, en el curso del cual éste es transformado por la cultura 57.
Es patente que el empleo de concepciones estáticas del mundo natural,
la sociedad o el propio sujeto —una torpe costumbre de la razón— di-
ficulta, una y otra vez, su correcta aprehensión.
Muy al contrario, la organización de las relaciones del hombre
con su entorno depende tanto de las condiciones biológicas y mate-
riales, como de la autónoma capacidad humana para adaptarse a
ellas. Y un aspecto central de esa organización es su carácter dinámi-
co —esto es, el hecho de que el proceso de adaptación humana al en-

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torno incluye, como hemos visto, su activa transformación—. Nada


permanece como estaba. Tal adaptación humana al medio supone, fi-
nalmente, su humanización. Como escribe el teórico evolucionista
Richard Lewontin:

Los organismos, dentro de sus vidas individuales, y en el curso de su evolu-


ción como especies, no se adaptan a sus entornos: los construyen. No son sim-
ples objetos de las leyes de la naturaleza, objeto de alteración hasta lo inevita-
ble, sino sujetos activos, que transforman la naturaleza de acuerdo con sus
leyes 58.

No tiene así sentido subrayar lo que el hombre tiene en común


con el mundo natural, cuando son sus singularidades las que le han
permitido dominarlo —entendiendo dominación como éxito en un
proceso de adaptación que consiste en la apropiación material y sim-
bólica del entorno—. Esta singularidad, en fin, puede defenderse des-
de una posición naturalista, siempre que se trate de un naturalismo no
reduccionista, dispuesto a reconocer la especificidad humana. Así
John Barry, para quien la cultura es la forma de expresión de nuestra
naturaleza, la manifestación propia de nuestra especie, cuya adapta-
ción incluye la transformación de su nicho ecológico:

La cultura humana puede pues verse como una capacidad colectiva de los
humanos de adaptarse a las condiciones particulares y contingentes de su
existencia colectiva, incluyendo, muy importante, los entornos con los que
interactúan y de los que dependen 59.

Se difumina así notablemente la línea de demarcación entre natu-


ralismo y dualismo, en sus variantes antirreduccionistas; la diferencia
entre ambos vendrá ahora dada por el grado de autonomía que se con-
ceda a la cultura respecto de su origen biológico, así como a los rasgos
humanos aducidos para describir su excepcionalidad en el marco de
la naturaleza.
Y la cultura, a mi juicio, no es un mero epifenómeno de la natura-
leza. Aunque se encuentra sujeta a procesos orgánicos, como los cere-
brales, no puede reducirse a éstos. De hecho, dudo que naturalistas
como Barry la hagan depender de modo fuerte de las condiciones ma-
teriales de las que surge. La inspiración, en ambos casos, parece ser

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común —a saber, un materialismo no determinista de estirpe marxis-


ta 60—. A partir del cual es posible afirmar la existencia de una dimen-
sión vital específicamente humana, que depende de modo débil de
procesos biológicos que constituyen su base material, pero no deter-
minan directamente ni su forma ni sus manifestaciones. Y lo que vale
para el individuo, vale para la sociedad.
En ese sentido, aun cuando la emergencia de la sociedad es en
cierto sentido un «hecho natural», tal circunstancia no nos permite
explicar el modo en que la sociedad se desarrolla autónomamente, ha-
bida cuenta de que las formas sociales no admiten una explicación re-
duccionista. Al igual que ocurre con el hombre, la sociedad es parte
de la naturaleza, al tiempo que se diferencia y separa de ella; y lo hace
precisamente para dominarla, mediante una recíproca y honda pene-
tración que termina —paradójicamente— por anular aquella misma
separación. La historia natural de la sociedad tendrá, por eso, mucho
menor interés que una historia social de la naturaleza 61. Ya que, así
como el hombre es naturaleza, la naturaleza, debido al proceso de co-
evolución y recíproca transformación experimentado desde la apari-
ción del Homo sapiens, es a su vez sociedad. Si no reconocemos que la
sociedad, aunque originada en la naturaleza, se separa de ella, ¿cómo
hablar de interacción entre ambas? Se deduce de aquí la discrimina-
ción entre la condición ontológicamente natural de la sociedad y su de-
sarrollo histórico posterior. La sociedad es relativamente independien-
te de su base material, pero se encuentra en permanente contacto con
ella. De ahí que la sociedad sea parte de la naturaleza y, a la vez, se se-
pare de la misma.
Sin embargo, este énfasis en la coevolución de sociedad y natura-
leza, esta cansina insistencia en la reconstrucción social del entorno,
¿no nos impide de facto seguir hablando en términos dualistas, a ries-
go de incurrir en una severa contradicción? Ya que, si la sociedad es
naturaleza y la naturaleza es sociedad, ¿dónde está la separación y me-
nos aún el antagonismo? Siendo los seres humanos sujetos activos que
transforman su entorno, sería erróneo hablar del impacto de la socie-
dad sobre el ecosistema, como si fueran dos entidades separadas. Para
Neil Evernden, el dualismo es una pura invención, como en realidad
lo es la Naturaleza, con mayúsculas: se trata de herramientas cogniti-
vas que facilitan la existencia de los hombres y de la naturaleza como

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entidades separadas y cualitativamente distintas, de forma que el dua-


lismo nunca existió 62. Se trataría, entonces, de una separación imagi-
naria, pero instrumental; funciona en la práctica, no en la teoría.
Sin embargo, esto no es tan seguro. Porque el hecho de que el
dualismo naturaleza-humanidad haya sido creado por esta última no
significa que no haya existido. Esa separación ha desempeñado un im-
portante papel histórico, en gran medida aún vigente. Nuestras socie-
dades han estado y siguen estando vertebradas por su interacción con
la naturaleza, concebida ésta como algo externo, diferenciada y en-
frentada a la sociedad. Que a esa separación epistemológica y práctica
no corresponda una separación ontológica, por las razones antedi-
chas, no anula su realidad. Dicho de otra manera: el dualismo puede
ser un producto histórico, pero eso no lo convierte en una simple con-
vención lingüística 63. Y no es difícil ver por qué.
Para empezar, porque la división entre humanidad y naturaleza
se ha convertido gradualmente en realidad, a través de procesos
como la separación funcional entre la vida urbana y la rural, o la cada
vez mayor oposición simbólica entre actividad racional productiva y
el mundo natural. Aquella separación conceptual, en consecuencia,
se convierte por medio de la historia en una separación también prác-
tica y material. Y es que la temprana separación hombre-naturaleza,
reflejo inmediato de la singularidad humana en el mundo, se trans-
muta en oposición sociedad-naturaleza cuando la primera se apropia
de la segunda. Sólo mediante esa separación, en realidad, puede el
hombre dotar de sentido a su presencia en el mundo, adaptarse al
mismo mediante la apropiación física y simbólica del entorno, por
más que en esa apariencia dual subyazca una esencial unidad onto-
lógica.
Esto ya es mucho, pero no es todo. Aunque la historia nos mues-
tra una efectiva separación de sociedad y naturaleza, el gradual incre-
mento de la penetración social en el medio termina por recordarnos,
paradójicamente, que es imposible distinguir entre esas dos esferas,
que ahora entablan un contacto múltiple y permanente. No deja de
ser curioso que sea la convención del dualismo la que, avance históri-
co mediante, crea las condiciones para su propia superación. Escribe
Andrew Biro:

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El suceso histórico que constituye la línea divisoria entre lo humano y lo no


humano es la autoconsciente transformación que los seres humanos llevan a
cabo de su entorno natural. Es, en otras palabras, el hecho de la alienación
humana de la naturaleza 64.

Cuando la naturaleza es una esfera separada del hombre, sin do-


minar todavía, el dualismo es una conclusión natural: nosotros esta-
mos aquí, la naturaleza está allí. Culminada esa dominación gracias a
la puesta en práctica de aquel dualismo, en cambio, la recíproca pene-
tración socionatural lo convierte en insostenible. La ficción se encarna
primero y se disuelve después.
Parece así que el desenvolvimiento histórico del dualismo no nos
devuelve al punto de partida, sino todo lo contrario. ¿Todo lo contra-
rio? Sí, porque la superación del dualismo no supone exactamente re-
cuperar la unidad primigenia del hombre y la naturaleza. Más bien, el
orden natural se subsume ahora en el orden social, y la dicotomía na-
turaleza-sociedad —primero una invención, después una herramien-
ta— se resuelve en el medio ambiente como categoría que expresa la
síntesis de aquellas dos. No en vano, los procesos naturales mismos
dependen ya, en gran medida, del hombre, como el hombre depende
de ellos; las distinciones simples entre lo social y lo natural son cre-
cientemente insostenibles. La disolución del dualismo exige así una si-
tuación de dominio, entendido como control humano consciente de
las interacciones sociedad-naturaleza. Sólo cuando este control ha
sido razonablemente establecido, la naturaleza queda reducida a la
condición de medio ambiente y la separación sociedad-naturaleza
deja de tener sentido.

III.4. Naturaleza y extrañamiento

Sin embargo, es necesario preguntarse si, para hacer posible una polí-
tica verde compatible con la sociedad liberal, es o no conveniente la
desaparición del dualismo sociedad-naturaleza en los planos cognitivo
y simbólico —toda vez que su desaparición práctica es un hecho con-
sumado—. Y, aunque pueda parecer sorprendente, la respuesta es
que no, por más que el ecologismo filosófico se empeñe en su aboli-

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ción. Es cierto que la mayor parte de los discursos públicos y privados


que enfatizan la necesidad de proteger a la naturaleza propugnan el
acercamiento humano al mundo natural; y suena plausible. Se defien-
de aquí, por el contrario, que esa protección encuentra un mejor fun-
damento en la noción opuesta: el extrañamiento del hombre frente a la
naturaleza. Extrañamiento que es, en sí mismo, consecuencia del dua-
lismo antedicho. Bien, ¿por qué?
No se trata, aunque también, de que oposiciones binarias como las
que enfrentan a la naturaleza con la sociedad o la humanidad sean cate-
gorías organizativas que dan forma al pensamiento sociológico, la inves-
tigación científica y los contextos cotidianos de pensamiento 65. Ocurre
también que todo intento de reordenación de las relaciones socionatu-
rales debe adoptar como presupuesto —aun a su pesar— una perspec-
tiva dualista. Y ello, por razones tanto pragmáticas (es el contexto cultu-
ral existente) como epistemológicas (los hombres hablan entre sí sobre
la naturaleza, no con ella). Puede así decirse que las demandas verdes es-
tán enraizadas en la idea de la singularidad humana: la separación es
presupuesto tanto del daño como de su remedio. Más aún: «Los conser-
vacionistas conservan la naturaleza no humana porque es no humana,
ya que, si no lo hacen, llegará el día en que nada de lo que exista dejará
de estar producido o de ser influido por la humanidad» 66.
De ahí que el extensionismo moral, empleado habitualmente por
el ecologismo para justificar la preservación del mundo natural —de
acuerdo con el cual es nuestra cercanía lo que exige la extensión al
mismo de nuestros estándares morales—, sea inadecuado. A fin de
cuentas, si naturalizamos al hombre, hacemos lo propio con su com-
portamiento, incluyendo su comportamiento con el mundo natural.
¿No es, entonces, tan natural proteger a la naturaleza como lo contra-
rio? Suponer que el énfasis en la continuidad entre humanidad y natu-
raleza provocará un sentimiento de protección hacia ésta es una mues-
tra de ilusionismo filosófico; y quizá de autoengaño. En realidad, tal
continuidad no añade ningún valor especial al mundo natural —a dife-
rencia del que puede proporcionarle la idea contraria: su otredad res-
pecto del hombre—. Esa otredad y el extrañamiento subsiguiente
constituyen, por el contrario, un fundamento más adecuado para su con-
servación, además de ser coherente con el dualismo antirreduccionista
antes defendido.

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Hay que dejar claro cuál es aquí el punto de partida. Aunque des-
pués hablaremos en términos de fin de la naturaleza, a consecuencia
de su transformación en medio ambiente del hombre, el mundo natu-
ral no ha desaparecido completamente. Y lo que queda del mismo es
digno de ser respetado, por razones que atañen principalmente a su
sentido simbólico y a su condición de testimonio existencial de lo no
humano; o cualesquiera otras razones validadas intersubjetivamente.
En todo caso, esa protección admite distintos grados de intervención
social en el entorno natural, desde la restauración de especies desapa-
recidas hasta la omisión que preserva los espacios de naturaleza vir-
gen. De hecho, esta última expresa muy gráficamente esa gradación,
por cuanto la naturaleza superficial conserva allí una apariencia más
acorde con la general concepción verde del mundo natural. Más que
la interacción sociedad-naturaleza en su conjunto, entonces, lo signifi-
cativo pasa a ser el tipo y carácter de cada concreta interacción, de
modo que la distinción entre lo natural y lo artificial, más que configu-
rarse como una dualidad polarizada, admita el trazado de un continuo
con distintas posiciones intermedias. Y en ese marco, la diferencia en-
tre hombre y naturaleza es una mejor justificación para los grados más
elevados de protección que su semejanza.
Sería un error, sin embargo, lamentarse de que una fundamenta-
ción de esta clase pueda aplicarse, por decirlo así, tan tarde; es decir,
ahora que la asimilación social de la naturaleza ha reducido tan drásti-
camente los fragmentos de naturaleza superficial que semejan no ha-
ber sido tocados por la mano del hombre. ¿No podía haberse hecho
antes esto mismo? Naturalmente, no; y por eso sería un error. Porque
es el alto grado de control humano sobre el medio el que hace posibles
la idea y la práctica de su protección. Para que ésta sea hacedera, han
tenido que darse determinadas condiciones históricas, alcanzarse cier-
to nivel de control del entorno. Basta pensar en el temor reverencial al
mundo natural propio de comunidades premodernas: la naturaleza es
allí una fuerza extraña y constrictiva, un desconocido espacio de som-
bras del que casi todo se ignora y del que, en consecuencia, casi todo
se teme. A decir verdad, donde el mundo natural no es controlado
ni conocido, la extrañeza provoca un deseo de emancipación de sus
constricciones, que se resuelve en voluntad de apropiación y movi-
miento de dominio. Sólo cuando la naturaleza cesa como amenaza,

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puede ser contemplada de otra forma. Parece una obviedad, pero hay
que repetirla. Y de ahí que la otredad como fundamento para la pre-
servación del mundo natural haya obtenido en nuestros tiempos una
validez de la que antes carecía. ¿Por qué? Porque la extrañeza estaba
asociada con el temor a lo desconocido, antes que con la ponderación
filosófica y estética del significado de la naturaleza. Ahora aquello que
merece protección es esa otra cosa. De manera que el extrañamiento
humano hacia la naturaleza es el paradójico fundamento para su pro-
tección.
Hay otro sentido, empero, en el que la naturaleza como otredad
constituye una justificación coherente para la articulación de nuestra
relación social con el entorno; veamos. Se ha señalado, sobre todo,
que es el contraste entre la naturaleza ya transformada y la naturaleza
no penetrada por la sociedad lo que otorga a esta última un nuevo, so-
brevenido, valor; los restos del mundo natural son aquello que se opo-
ne simbólicamente a lo humano. Pues bien, resulta que ese valor debe
mucho a la dimensión estética de nuestra experiencia del mundo natu-
ral. Ya hemos visto que la esteticización de la naturaleza es central a la
concepción verde de la misma, por más que pueda ser un rasgo invo-
luntario del ecologismo. ¿No se opone el valor estético al valor intrín-
seco de la naturaleza, valor este último independiente del hombre y de
toda noción relativa a la belleza o fealdad de un mundo que trasciende
sus adjetivos? Es un rechazo razonable; a fin de cuentas, la esteticiza-
ción de la naturaleza superficial es una faceta más del proceso históri-
co de apropiación del medio. Sin embargo, la visión verde de la natu-
raleza está irremediablemente mediada por la experiencia estética,
como sus propias descripciones tan a menudo delatan. La visión verde
de la naturaleza es posible gracias al distanciamiento que permite el
moderno dominio humano sobre la misma; aquella admiración tiene
como presupuesto una mirada externa que la inmersión humana en el
medio, sencillamente, convertiría en imposible.
Esto debe ser aclarado. La esteticización es un signo de dominio
que, a su vez, produce nostalgia por aquello que desaparece cuando es
dominado y transformado. Es la desaparición misma la que activa sus
mecanismos sentimentales, a la vez privando del objeto y proporcio-
nando las condiciones para su añoranza. En ese sentido, la contempla-
ción estética de la naturaleza no es una simple consecuencia del domi-

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nio, también es una herramienta y una manifestación del mismo. Sólo


mediante un efectivo control de la naturaleza puede llevarse a término
su apropiación estética, la subjetivización de la realidad natural que
constituye el envés de su objetivización científica. Hay una inevitable
oposición entre la naturaleza como constricción y la naturaleza como
belleza:

[...] cuando la naturaleza se aparece a los hombres como todopoderosa no


hay lugar para la belleza natural; las profesiones agrícolas, en las que la natu-
raleza es objeto inmediato de acción, no poseen, como es sabido, el senti-
miento del paisaje. [...] En los tiempos en que realmente no se dominaba la
naturaleza las formas de su poder indómito causaban espanto 67.

Sólo cuando esas formas naturales carecen de poder sobre noso-


tros, podemos detenernos a considerarlas como tales —es el momento
estético—. Pero el objeto contemplado apenas se corresponderá con
una realidad externa que ya hemos transformado; la esteticización
adopta por ello, también, los rasgos de la sublimación. A su vez, esta
sublimación de la naturaleza terminará dando lugar a un sentimiento
de pérdida. Se trata de una pérdida imaginaria, porque la nostalgia es
una falsificación del recuerdo: hemos perdido algo distinto a lo que
añoramos. Nunca se apreciará lo bastante la influencia que este senti-
miento posee en la vida humana. De cualquier modo, cabe reiterar
este punto: el distanciamiento que necesitamos para ejercer el domi-
nio sobre la naturaleza es el que crea las condiciones para una distinta
relación con esa misma realidad natural.
Y el mundo animal es, de nuevo, una buena muestra. La antropo-
morfización de las figuras animales, tan al uso en nuestra cultura
como mecanismo de apropiación simbólica, es sin duda un obstáculo
para la percepción del animal en cuanto tal. Debido a esta mediación,
no vemos tanto al animal como a la figura en que se humaniza; el reino
animal se ofrece así como espectáculo, como trasunto de la vida social,
como decorado. Sólo retirando los velos de la antropomorfización será
posible sentir hacia los animales un sentimiento de otredad, una nue-
va extrañeza, primero porque esos seres sean, luego porque sean como
son. Ya no es una extrañeza nacida del desconocimiento, porque he-
mos penetrado en los secretos de los sistemas naturales y conocemos

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sus procesos y mecanismos biológicos, sino de la pura fascinación cul-


tural, simbólica y estética hacia manifestaciones naturales en las que
no acabamos de reconocemos.
Y esta realidad no puede dejarse a un lado cuando se trata de fun-
damentar la protección social de la naturaleza. No es preciso sostener
la existencia de una comunidad moral que abarque al hombre y a la
naturaleza, ni renegar de la capacidad humana para desentrañar su fun-
cionamiento, con el propósito de generar respeto por el mundo natu-
ral. Es posible, por el contrario, enraizar esa protección en el dominio
humano sobre un mundo natural que se mantiene independiente de
nosotros, y hacerlo sobre una base dualista. Sólo así se reconocen si-
multáneamente las dimensiones ontológica e histórica de la relación
social con la naturaleza: unidad y separación. Y sólo así, en fin, se de-
sarrolla un principio de protección compatible con una comprensión
más realista del medio ambiente. Es difícil, en caso contrario, enten-
der cabalmente un fenómeno como el examinado a continuación: el
final de la naturaleza.

IV. EL FIN DE LA NATURALEZA

No hay nada ya natural, le había dicho a Gambetti,


nada, absolutamente nada ya. Sin embargo, segui-
mos partiendo de la idea de que todo es natural, y
eso es un error. Todo es artificioso, todo es artificio.
No hay ya Naturaleza. Seguimos partiendo de la
contemplación de la Naturaleza, cuando desde
hace ya tiempo deberíamos partir sólo de la con-
templación del artificio.
THOMAS BERNHARD

Hay que preguntarse, a la luz de lo expuesto acerca de la índole de las


relaciones socionaturales, si el ecologismo no está empeñado en la de-
fensa de algo que ya sólo existe como objeto de invocación nostálgica.
Porque, habida cuenta de los niveles que ha alcanzado ya la transfor-
mación humana de procesos y formas naturales, no parece posible

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afirmar que subsista la naturaleza tal como la conocíamos. Más bien,


parece haber desaparecido —es ya sociedad—. Cabe preguntarse, en-
tonces, si el ecologismo puede sobrevivir a su propia razón de ser. Y sí
puede, a condición de que la reformule. Es, evidentemente, una pre-
gunta con profundas consecuencias sobre el debate público medio-
ambiental y el diseño de políticas sostenibles.
La rotundidad de la categoría que se pone aquí en juego no puede
servir como pretexto para un rechazo más o menos despectivo. Se tra-
ta de un diagnóstico preciso, en absoluto banal; pero debe entenderse
con propiedad. Ni en la formulación sociológica, debida a aquellos
autores que reflexionan acerca de la transformación de las relaciones
socionaturales en el marco de la modernidad tardía, ni en aquella otra
que proviene del propio ecologismo y adopta un tono decididamente
elegíaco, se postula nada parecido a la desaparición de lo que hemos
llamado naturaleza profunda. Se defiende, en cambio, el final de la na-
turaleza como entidad independiente del hombre, como esfera exter-
na y separada de la sociedad. Lo que tiene entonces lugar, en palabras
de Ulrich Beck, es «el fin de la antítesis entre naturaleza y sociedad», de
forma que «la naturaleza no puede ser ya entendida fuera de la socie-
dad, o la sociedad fuera de la naturaleza» 68. Es la naturaleza separada,
externa, autónoma, la que desaparece, absorbida por una sociedad
que la convierte en parte de sí misma. La independencia deja paso a la
interdependencia.
Ciertamente, la interacción entre sociedad y naturaleza no es un
rasgo nuevo, pero sí lo es su intensidad. Vivimos en un «mundo pos-
natural», producto del dominio social de un entorno que es, precisa-
mente, un «entorno creado» 69. ¿Qué consecuencia mayor tiene esto
para el debate medioambiental y la maduración de cualquier política
verde? Pues que los problemas medioambientales no son tanto pro-
blemas naturales, como problemas sociales. Así, la dependencia social
de lo natural conoce también su reverso: la dependencia natural de lo
social. Los límites entre sociedad y naturaleza se desdibujan hasta de-
saparecer. Y las consecuencias para la coherencia normativa del ecolo-
gismo son inmediatas. Bill McKibben es serenamente sincero al res-
pecto: «Si la naturaleza va a acabarse, debemos reunir todas nuestras
energías para evitarlo; pero si la naturaleza ya ha finalizado, ¿para qué
luchamos?» 70. La respuesta más habitual es una negación de la premi-

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sa mayor: esa desaparición, sencillamente, no puede producirse. La


defensa verde de la naturaleza es, también, una forma de autodefensa.
Sin naturaleza, no hay ecologismo.
Se sostiene entonces, a la defensiva, que la radical independencia
de la naturaleza no puede verse afectada por la intervención humana,
sea cual la sea el grado de la misma. Y es que, aunque pueda influirse
sobre el funcionamiento de la naturaleza, su existencia no corre peligro
alguno. La naturaleza no puede desaparecer. Semejante idea proviene
de su absurda identificación con el Edén primitivo, ya que el hombre
ha transformado su entorno siempre, aunque únicamente de acuerdo
con las propias leyes de la naturaleza. Tal como enfatiza Dobson: «La
naturaleza, por tanto, entendida como leyes y poderes, existe con in-
dependencia de los seres humanos» 71. Esas leyes constituyen una con-
dición constante de toda actividad humana, con independencia de
cualquier intervención transformadora. Sólo el delirio antropocéntri-
co, por lo tanto, puede anunciar la muerte de la naturaleza.
¿Asunto resuelto? En absoluto. La debilidad de esta línea de de-
fensa es evidente, porque no alcanza a neutralizar el argumento princi-
pal que subyace a aquel anuncio. Y es que el fin de la naturaleza signifi-
ca, principalmente, dos cosas: primero, que los procesos naturales ya
no pueden definirse en términos de su independencia del hombre, sal-
vo en el sentido abstracto de su dimensión ontológica; y segundo, que
la naturaleza superficial ha sido transformada y humanizada en un gra-
do casi definitivo. Otra vez resulta iluminadora la distinción entre na-
turaleza superficial y naturaleza profunda, a pesar de la incapacidad
que demuestra el ecologismo para su debida comprensión. Debemos
así respetar las condiciones que impone la naturaleza como complejo
de poderes y estructuras causales si queremos preservar el entorno,

pero no «destruiremos» la naturaleza a este nivel si fracasamos en ello. La na-


turaleza entendida en su sentido realista es indiferente a nuestras elecciones,
pervivirá en todo caso en medio de la destrucción medioambiental, y sobrevi-
virá a la muerte de toda la vida planetaria 72.

La naturaleza profunda, entonces, es una condición de la existen-


cia; en modo alguno puede desaparecer. Pero, aunque su existencia
no está amenazada, su funcionamiento sí puede experimentar altera-

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ciones a consecuencia de la acción del hombre y su poder transforma-


dor, sentido en el cual puede discutirse que siga poseyendo una total
autonomía respecto del hombre. El fin de la naturaleza es, en realidad,
el fin de la independencia. Sin embargo, esta naturaleza profunda no
es la naturaleza cuya protección reclama el ecologismo; o no princi-
palmente. Más bien, su empeño consiste en defender la naturaleza
como entorno; es decir, conservar el mundo natural visible y los siste-
mas naturales en un determinado estado, caracterizado por la ausencia
de la intervención humana.
Se deduce de aquí una precisión de formidable relevancia. Sobre
todo, porque los verdes parecen defender un conjunto dado de formas
naturales, que constituyen la manifestación superficial de la naturale-
za profunda; su insistencia en la protección de la naturaleza virgen así
lo demuestra. A fin de cuentas, la otra naturaleza, la naturaleza pro-
funda, no necesita defensa: está llamada a permanecer. Muy bien.
Pero resulta que, desde esta óptica, la naturaleza sí ha desaparecido, sí
ha sido absorbida por la sociedad, sí se ha convertido en medio am-
biente. Es una verdad desagradable, cuya aceptación debe servir para
la renovación del debate medioambiental y del propio ecologismo.

IV.1. Naturaleza y artificio

Existe todavía, sin embargo, un aspecto especialmente interesante en


la tesis del fin de la naturaleza, directamente relacionado con el anhelo
verde de pureza. No es otro que el problema de su integridad, en rela-
ción con el contacto social que puede degradarla. Dado que los verdes
defienden la conservación de la naturaleza, es pertinente formular una
pregunta: ¿cuándo deja la naturaleza de ser naturaleza? Se trata, en
definitiva, del asunto de la absorción social de lo natural, de trazar los
límites de la transformación de la naturaleza externa en medio am-
biente interno. Y es un asunto que el ecologismo verde no puede pa-
sar por alto, por cuanto la humanización del mundo natural viene a
privarle de su objeto, tanto como su simple destrucción.
A este respecto, un pensador tan relevante como Andrew Dobson
ha discutido las propias premisas de la asimilación social de lo natural.
Y lo ha hecho sosteniendo, contra Giddens, que no podemos presu-

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mir la inmediata y total transformación de la naturaleza a causa de


cualquier contacto humano con ella. Antes bien, es necesario estable-
cer una gradación en las posibilidades de humanización del entorno;
no todo es, cumplida y absolutamente, social. Esto es, que si estable-
ciéramos una suerte de índice de humanización, no parece razonable
ubicar en el mismo punto la ciudad de Los Ángeles y la campiña ingle-
sa, aunque ambas hayan sido objeto de apropiación humana; hay, di-
gamos, naturaleza en la sociedad. De no existir estas matizaciones, no
habría nada ya que proteger. Y es cierto.
Ahora bien, cuando hablamos de apropiación social de la natura-
leza, no se sostiene esa total y absoluta humanización contra la que
Dobson se revuelve; los términos son otros. Que subsistan fragmentos
del mundo natural aparentemente intactos, es decir, que pueda hablar-
se efectivamente de distintos grados de humanización, no invalida el
argumento general de la asimilación social de lo natural; ni valida
el argumento verde de la independencia de la naturaleza. Ya se ha se-
ñalado que las partes del mundo natural menos afectadas por el hombre
se encuentran en ese estado gracias a una decisión social, que adopta
la forma de una omisión. Y esta deliberada ausencia de intervención
expresa —¡precisamente!— el pleno cumplimiento de los aspectos
culturales y simbólicos de la apropiación, representados irónicamente
por la conservación del aspecto material o físico de la naturaleza. La
campiña inglesa y las selvas amazónicas son medio ambiente, tanto
como la ciudad de Los Ángeles. Todos esos espacios conforman el en-
torno socionatural del hombre y manifiestan distintos grados de trans-
formación material de la naturaleza dentro del medio ambiente hu-
mano.
Pues bien, esa gradación conduce directamente al problema de la
distinción entre lo natural y lo artificial, como medida insoslayable
para aquélla. Y que la naturaleza suela definirse por la ausencia de
todo artificio pone de manifiesto, de nuevo, el esencialismo inscrito en
la concepción verde de la naturaleza. Ya que, en un sentido literal, lo
natural representa el grado cero de intervención humana. Si la exis-
tencia de un propósito e intención humanos viene a ser la condición
necesaria para la existencia del artefacto, la espontaneidad pura sería
rasgo definitorio de lo natural, rectamente entendido: «Las entidades
naturales, en la medida en que son naturales, no son el resultado de in-

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tenciones humanas. [...] Las entidades naturales existen independien-


temente del propósito o designio humano» 73.
Este punto de partida puede producir tesis razonables. Así, en
su intento por elaborar una teoría verde del valor de lo natural, Ro-
bert Goodin llega a similares conclusiones. Sostiene Goodin que lo
que convierte al mundo no humano en algo valioso es precisamente
su naturalidad, su condición de naturaleza, más que concretos atri-
butos o propiedades físicas. Es decir, «lo crucial para que sean valio-
sos es el hecho de que tienen una historia de haber sido creados me-
diante procesos naturales más que mediante procesos artificiales
humanos» 74.
Este valor histórico de lo natural qua natural remite, a su vez, a un
valor psicosocial. Dado que los hombres queremos encontrar sentido
a nuestras vidas, sigue Goodin, debemos ubicarlas en un contexto
más amplio. Y son los productos de los procesos naturales, no tocados
por mano del hombre, los que proporcionan ese contexto. Aunque es
preciso reconocer que el hombre tiene la necesidad de servirse de los
recursos naturales, existen grados de aprovechamiento y explotación,
como existen grados de intervención humana en lo natural. La capaci-
dad de la naturaleza para proporcionar este contexto simbólico admi-
te cierta flexibilidad: «no necesitamos reclamar que la naturaleza per-
manezca literalmente no tocada por manos humanas. Sólo reclamar
que sea tocada por ellas ligeramente —o si se prefiere, amorosa-
mente» 75.
Ocurre que, desde el punto de vista verde ortodoxo, una tesis así
posee una inaceptable raíz antropocéntrica. El valor de la naturaleza
no puede residir en que proporcione al hombre un marco para su exis-
tencia, sino que debe ser un valor inherente a ella misma —esto es, un
valor intrínseco independiente de toda valoración humana—. ¿De
qué sirve encomiar la naturalidad de los procesos naturales históricos,
si se trata de que sirvan para un fin humano? No, la distinción entre lo
natural y lo artificial no admite matices: la naturaleza es natural o no
es. Incluso un contacto ligero y amoroso puede degradarla.
Significativamente, esta intransigencia llega a aplicarse al más
amoroso de los contactos posibles entre hombre y naturaleza: el resta-
blecimiento de los procesos naturales en un área degradada. Para los
verdes, esta operación no tiene sentido; la recuperación de la naturale-

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za sería un imposible metafísico. Las razones atañen a la esencia mis-


ma de lo natural y a su diferencia respecto a lo humano; merece la
pena citarlas in extenso:

Cuando los hombres modifican un área natural crean un artefacto, un pro-


ducto del trabajo y el diseño humano. Esta área natural restaurada puede
semejar un sistema natural salvaje y no modificado, pero es, en realidad, un
producto del pensamiento humano, el resultado de los intereses y deseos hu-
manos. [...] Después de estas acciones de modificación y restauración huma-
nas, lo que emerge es una Naturaleza con un carácter diferente al del original.
Es una diferencia ontológica, una diferencia en las cualidades esenciales del
área restaurada 76.

Cuando se trata de preservar la integridad de la naturaleza, ningu-


na clase de contacto con el hombre es aceptable. El intento de su res-
tauración supone ya, en sí mismo, su humanización. Se coincide así
con el juicio de Giddens que Dobson censuraba, esto es, la idea de
que todo contacto humano con la naturaleza resulta en la total e inme-
diata asimilación social del mundo natural. En este caso, la interven-
ción humana, aunque de intención reparadora, supone una quiebra
ontológica, una vulneración del sagrado recinto de lo natural. Esa in-
tervención convierte, en fin, la naturaleza en artificio.
Tanto Goodin como Katz, por tanto, coinciden en afirmar que es
el carácter natural del mundo no humano, su origen en procesos his-
tóricos naturales e independientes del hombre, lo que permite atri-
buirle valor. Difieren, en cambio, al juzgar las consecuencias que com-
porta la intervención humana en la naturaleza: mientras que Goodin
la da por buena y admite distintos grados de humanización, Katz con-
sidera que esa intervención es irremediablemente humanizadora y,
por ello, causa de la transformación del mundo natural en artificio.
A su vez, esa diferencia se explica por la distinta posición desde la que
parte cada uno: mientras que Goodin posee una orientación antropo-
céntrica, Katz refiere el valor del mundo natural a sí mismo. Y tanto la
coincidencia como la divergencia merecen comentario; nos permiti-
rán llegar a conclusiones muy distintas.

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IV.1.1. El valor superior del artificio

Existe coincidencia a la hora de proporcionar mayor valor al mundo


natural, frente a los artificios creados por el hombre. Ese mayor valor,
a su vez, trae causa del carácter independiente de los procesos biológi-
cos y de su historia —posición que puede considerarse paradigmática
del ecologismo in toto—. No está, sin embargo, exenta de problemas.
Y acaso el principal sea la atribución automática de un mayor valor a
lo natural sobre lo humano. Ya que, ¿por qué, efectivamente, es la na-
turaleza más valiosa que lo creado por el hombre? Sostiene Goodin al
respecto:

Tampoco quiero sugerir con esto que las creaciones humanas en general no ten-
gan valor, o incluso que las réplicas de productos naturales producidas por el
hombre carezcan de él. La posición verde es, simplemente, que esas réplicas tie-
nen necesariamente menor valor que las que resultan de procesos naturales 77.

Defiende, a continuación, un paralelismo entre los sucedáneos


creados por el hombre para reemplazar elementos del mundo natural,
como árboles de plástico, y las réplicas a las obras de arte: el original,
señala, tiene forzosamente mayor valor que la réplica, tanto en un caso
como en el otro. Así es, desde luego. Ahora bien, ¿por qué forzar las
cosas, comparando el mundo natural con sus réplicas, y no comparar
directamente el valor del mundo natural con los artificios humanos en
general, en lugar de con aquellos ideados para remedar aquél? En de-
finitiva, ¿por qué atribuir más valor a lo creado mediante procesos na-
turales, en los que el hombre no interviene, en lugar de atribuírselo a
lo que el hombre crea, precisamente por hacerlo surgir de donde nada
hay? Más aún, si el valor de lo natural radica en haber sido creado con
independencia del hombre, ¿por qué ha de tener esto más valor que
artificios humanos fruto de una voluntad y una intencionalidad cons-
ciente? Como escribe Clément Rosset,

[…] el hombre está armado de un imprevisible poder de intervención que le


permite simultáneamente consolidar y arruinar las construcciones naturales.
En la cima de la escala de los seres el hombre reintroduce, por un ligero au-
mento de poder cuyo nombre es libertad, un elemento de incertidumbre que

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la naturaleza, por su conquista sobre la materia, había conseguido tachar del


mapa de las existencias 78.

La atribución verde del valor parece, por el contrario, basarse en


un rechazo de lo humano. Se atribuye valor a la naturaleza comparati-
vamente, a partir de la negación del valor de lo humano. Pero, franca-
mente, no acaba de verse la razón por la cual el hombre deba atribuir
mayor valor a aquello en lo que no participa ni interviene, en lugar de
concederlo a aquello que él mismo crea, aquello que no está dado,
sino que es necesario concebir ex novo. La justificación empleada por
los verdes —ya sea en origen antropocéntrica, como en Goodin, o
ecocéntrica, como en Katz— revela su inconsistencia en la facilidad
con la que se la contrapone a su contrario.

IV.1.2. Humanización y naturaleza

Todo esto, sin embargo, tiene que ver con un aspecto de nuestro tema
que debe ser elucidado antes de construir cualquier política de la na-
turaleza —por ser su condición de posibilidad—. ¿Cuál es la relación
entre lo natural y lo humano, entre el mundo natural y el mundo del
artificio? He ahí una pregunta relevante. Ya hemos visto que Goodin
admite la existencia de grados diversos de humanización. No obstan-
te, también señala que no todas las formas de actividad humana son
igualmente naturales, sino que algunas pueden ser más naturales que
otras; y con ello traza una frontera mucho más borrosa e indefinida de
lo recomendable. Sobre todo, porque quien dice que no todas las con-
ductas humanas son igualmente naturales, se arroga la capacidad de
decidir qué sea una conducta o actividad más natural. Y no es casuali-
dad que, para el ecologismo, siempre sea más natural proteger la natu-
raleza que apropiársela. Sin embargo, si todas las conductas son na-
turales per se, ninguna puede serlo más que otra sólo por guardar
mayor concordancia con el ideario verde.
Por su parte, la generalizada postura de Katz impide reconocer la
existencia misma de grados de humanización; algo que, en un contex-
to de intensa apropiación social de la naturaleza, deja al ecologismo
sin objeto. La rigidez con que así se define lo natural como ausencia

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total de artificio, así como su inflexibilidad al señalar la falsedad de


toda naturaleza en la que el hombre ha intervenido, no hace sino evi-
denciar cuán constrictiva es la distinción entre lo natural y lo artificial.
Y pone una vez más sobre la mesa cómo la defensa verde de una natu-
raleza ajena al hombre es una ensoñación que ignora la realidad y la
historia —una venda sobre los ojos—. Sólo la naturaleza profunda es
naturaleza pura: sobre la tierra no existe, ni probablemente ha existi-
do nunca, desde que el hombre es hombre, un mundo natural intacto.
Como escribe Peter Dickens,
una asunción mucho más realista que la de una naturaleza pura y socialmente
no reconstruida es aquella que asume que los poderes causales de la naturale-
za orgánica e inorgánica siempre han sido modificados y se han incorporado a
las relaciones y procesos humanos 79.

Sólo si partimos del reconocimiento de la interrelación e interpe-


netración de lo social y lo natural podemos identificar grados diversos
de humanización del mundo natural, en función de la distinta intensi-
dad de la intervención humana en los procesos y la superficie de la na-
turaleza; a su vez, sólo esa identificación hace posible hablar de un
mundo natural remanente, cuya protección es deseable. Invocar la
pureza equivale a clausurar el discurso. Para proteger aquellas partes
del mundo natural en las que la intervención humana ha sido menor
—objetivo plausible de una política verde renovada— es necesario
aceptar antes que no existe una naturaleza prístina e intacta. De otro
modo, el mito dogmático puede acabar convirtiéndose, de una vez
por todas, en una abstracción carente de todo sentido de la realidad.

IV.2. Naturaleza y significado


La naturaleza está también perdiéndose en el pen-
samiento.
MARCEL LEFEBRVE

La pertinacia con que los verdes defienden su idea de una naturaleza


universal y ahistórica permite abordar otra dimensión de su paulatino
final. Y es que la defensa de un mundo natural radicalmente opuesto

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al mundo de los artificios humanos, definido en términos de su inde-


pendencia del hombre, remite directamente a un universo simbólico:
el del significado de la naturaleza para el hombre. Existe, claro, una re-
lación directa entre ese significado y las concretas relaciones materia-
les establecidas entre sociedad y entorno. No es de extrañar, por tanto,
que lo que preocupa a los verdes sea la desaparición de la naturaleza
como horizonte de sentido; como hemos visto, la abolición de la natu-
raleza tiene antes un significado intelectual que una correspondencia
con una realidad física.
Desde el punto de vista verde, la desaparición de la naturaleza in-
dependiente acarrea una importante pérdida de orden simbólico, que
atañe al lugar humano en el mundo. Sin naturaleza, sólo hay humani-
dad; y, sin ese espejo, ésta corre el riesgo de abismarse. Este vacia-
miento final corresponde a una anulación simbólica y semántica: la
naturaleza es asimilada por el hombre hasta tal punto que los ámbitos
social y natural resultan indistinguibles y aquélla deja de constituirse
en fuente normativa: «Hemos privado a la naturaleza de su indepen-
dencia, y eso es fatal para su significado. La independencia de la natu-
raleza es su significado; sin ella no hay nada salvo nosotros» 80.
Ya no podemos comprender y sentir la naturaleza como hasta aho-
ra veníamos haciéndolo. Tal es la clave del lamento ecologista: que de-
saparece una concreta idea de la naturaleza, una forma de cultura pre-
ferida a la que se anuncia como sucesora. Es visible aquí la huella
heideggeriana, el anhelo de autenticidad.
Sin embargo, tampoco aquí hay que dejarse arrastrar por el catas-
trofismo —en este caso, de orden metafísico—. Ya que, si la oposición
a la naturaleza ha jugado un papel determinante en la formación de
la subjetividad occidental, su asimilación social definitiva no supone la
desaparición de toda su funcionalidad simbólica. Más probablemen-
te, la naturaleza sigue y seguirá teniendo un significado profundo para
el hombre, a condición de que abandonemos una concepción esencia-
lista, inclinada a identificarla con la naturaleza virgen. Que juzguemos
culturalmente estos últimos espacios como más naturales no quiere
decir que sean los únicos donde la naturaleza pervive. Por el contra-
rio, está presente en todas partes; su significado y cualidad simbólicos
no se reducen a aquellas formas naturales caracterizadas por una
conspicua ausencia de lo humano. La naturaleza doméstica también

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es naturaleza; refleja en sí misma la naturaleza en su totalidad. Incluso


la reconocemos en nosotros mismos: en nuestro funcionamiento cor-
poral, en nuestra condición orgánica, en nuestra fisicidad. Esta ines-
perada apertura simbólica, sin embargo, apunta hacia una premisa
que los verdes están lejos de aceptar: que existe un vínculo entre do-
minio de la naturaleza y atribución de sentido.
A su juicio, sucede exactamente lo contrario. Más bien, debe esta-
blecerse una relación directa entre la apropiación humana del mundo
natural y la decadencia de su fuerza significativa: cuanta más naturale-
za y menos sociedad, más significado; y viceversa. La importancia sim-
bólica de la naturaleza parecería estar, por tanto, en relación propor-
cional con su dominio —en tanto el desconocimiento de los procesos
naturales provoca una respuesta mágica, que la racionalización de
nuestra relación con ella, en cambio, desactiva—. Por expresarlo grá-
ficamente: si la amenaza omnipresente del medio natural provoca la
adoración animista de los animales y elementos, la supresión de esa
misma amenaza mediante el conocimiento y el control supone, a for-
tiori, una merma de su capacidad significativa; o, al menos, la sustancial
modificación de su valencia simbólica. Es un punto de vista ampliamen-
te extendido.
No se alcanza a comprender, empero, la necesidad de deducir au-
tomáticamente del dominio la cancelación del significado. Es posi-
ble, de hecho, defender lo contrario: que ese dominio sea el presu-
puesto para una comprensión más libre de lo natural. ¿No permite la
atenuación de la capacidad constrictiva del mundo natural una ex-
ploración de su significado, menos condicionada por el instinto de
supervivencia? Esta paradoja puede formularse así: sólo cuando ha
desaparecido la naturaleza como constricción física, podemos pre-
guntarnos por la naturaleza como significado metafísico. Pero esto
exige, desde luego, que abandonemos esa inercia cultural que nos lle-
va a identificar naturaleza con naturaleza virgen, para ser capaces de
reconocer la naturaleza también en su condición de medio ambiente
humano —esto es, en el interior del ámbito social, ya sea en un par-
que o en un animal de compañía—. En nuestro contexto tardomo-
derno, la atribución de significado encuentra un mejor fundamento
en la extrañeza que provoca la naturaleza, antes que en una pureza
simplemente inexistente.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

V. LA DOMINACIÓN DE LA NATURALEZA

Si hay un tema recurrente en la crítica verde a la modernidad, es la do-


minación humana de la naturaleza que sería causa de su final. Más
exactamente, esa dominación no es otra cosa que el epítome del ente-
ro proceso de apropiación social del medio, que desemboca en una
crisis ecológica expresiva del fracaso de una relación socionatural
planteada en términos agonísticos. Y la Historia es la huella de ese bru-
tal sojuzgamiento. A su vez, sólo mediante la superación de ese dominio
y su sustitución por una relación más armoniosa con el mundo natural
será posible terminar con la alienación que provoca aquella escisión
en el hombre. La sociedad sustentable no será hija del dominio, sino
de la mansedumbre; o así se sostiene.
Difícilmente sorprenderá que la formulación de esta crítica de la
dominación humana de la naturaleza posea claras resonancias frank-
furtianas. La relación entre la sociedad y la naturaleza está en el centro
mismo del triunfalismo negativo en que se sustancia la visión de la mo-
dernidad defendida por Adorno, Horkheimer y Marcuse —quienes
divergen críticamente de un Marx para quien, conviene recordarlo, la
lucha social con la naturaleza era algo inevitable, que distintos modos
de producción organizan de modo diferente—. Es en la célebre y os-
cura —acaso célebre por oscura— Dialéctica de la Ilustración donde
este argumento adopta la forma que heredará el ecologismo. Se sostie-
ne allí que, aunque el programa de la Ilustración tiene por fin último
liberar al hombre de las cadenas de la necesidad y hacerlo soberano
mediante el conocimiento, en el curso de su desarrollo éste se convier-
te en poder y la naturaleza en simple materia de dominio, no por ca-
sualidad subsiguiente «principio de todas las relaciones» 81. Y no es
una casualidad porque el conocimiento es en sí mismo vocación de
poder. De esta manera, el proceso de desencantamiento del mundo,
que contenía la promesa de la emancipación humana, derivó contra-
riamente en un proceso de alienación y cosificación. Para ganar el
mundo, perdimos el mundo.
Sin embargo, la degeneración del proyecto de la modernidad no
produce sólo consecuencias sociales en la naturaleza, sino también de-
vastadores efectos intrasociales. Es algo parecido a una venganza de la

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naturaleza sojuzgada: la dominación de la naturaleza externa se repro-


duce en el interior de la sociedad, donde adopta la forma del dominio
de unos hombres sobre otros. Aunque constituye su objetivo inicial, el
dominio del mundo natural acaba devorando a la modernidad. Y la
emancipación que estaba llamada a facilitar se convierte en una doble
alienación —natural y social—. Finalmente, entonces, el fracaso de la
razón moderna es el fracaso de su relación con la naturaleza.
Este tema es recogido, como si de una fuga musical se tratase, por
el primer ecologismo, y repetido desde entonces. Aquel fracaso se
considera, en fin, una consecuencia lógica de las premisas de la moder-
nidad. La dominación no hace otra cosa que culminar la separación
jerárquica entre humanidad y naturaleza, puesta en práctica del dua-
lismo cartesiano y resonancia, acaso, del viejo platonismo. ¿No es la
satisfacción de los intereses humanos, mediante la manipulación y
control de los procesos naturales, el principal objetivo del programa
ilustrado? El fracaso de la modernidad es por eso un doble fracaso; la
dominación de la naturaleza ofrece como resultado la alienación res-
pecto de la misma y la dominación de unos hombres sobre otros. Sólo
que el ecologismo acentúa el primero de estos males.
Sin embargo, la frecuencia con que se repite esta argumentación
en el pensamiento verde no es prueba de su verosimilitud. Más bien,
es posible que el ecologismo sea otra vez víctima de sus propios luga-
res comunes. Tal como veremos a continuación, el dominio humano
de la naturaleza puede y debe ser contemplado desde una perspecti-
va distinta, más acorde con el verdadero carácter de la presencia huma-
na sobre la tierra. Sólo mediante el sometimiento al principio de realidad
será factible reformular esa dominación de manera provechosa, como
control consciente de nuestras interacciones con el entorno natural
—presupuesto, en consecuencia, de cualquier programa de sostenibi-
lidad socioambiental 82.

V.1. La dominación como idea recibida

La sospechosa unanimidad con que el ecologismo sostiene la tesis de


la dominación humana de la naturaleza apunta por sí sola a la necesi-
dad de su revisión. Su reiteración ha terminado por convertirla en una

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

idea recibida de dudoso valor descriptivo, pero con importantes con-


secuencias para la elaboración del programa del ecologismo. Y ello, a
pesar de que su utilidad política para el movimiento verde sea muy
discutible; nada se gana al adoptarla como punto de partida. De ahí la
necesidad de su revisión, aplazada durante demasiado tiempo, si se
quiere dar forma a una política sostenible, a la vez realista y razonable.
Su reformulación exige, otra vez, una más adecuada comprensión
de las relaciones socionaturales. Porque en ningún sitio se manifiesta
tan claramente como aquí la divergencia entre el mito y la realidad de
las mismas, obstáculo permanente para la madurez del ecologismo. Se
empeña éste en contemplar la dominación humana del medio como
una contingencia histórica: algo que ha sucedido, pero podría no ha-
berlo hecho. Desde ese punto de vista, no se trataría de una necesidad
para el hombre, sino del producto de un concreto desarrollo históri-
co; en consecuencia, la relación social con el medio podría haber
adoptado muchas otras formas, más respetuosas con el mundo natu-
ral. La crítica de la dominación sugiere así la posibilidad de su contra-
rio —vale decir que el hombre podría no dominar la naturaleza—. Se
da así por sentado un concepto de la dominación humana del mundo
natural bastante alejado de la realidad.
Hay que empezar, en consecuencia, por descartar la posibilidad
de que el dominio humano de la naturaleza sea una simple contingen-
cia histórica. Antes bien, es una necesidad que se deduce de su adapta-
ción al medio físico —tal como se manifiesta en su subsiguiente apro-
piación material y simbólica—. Sólo en segundo término, pues, la
dominación se refiere a esa emancipación humana que, se dice, habría
sido traicionada por la modernidad. Es verdad que la emancipación
tiene como presupuesto necesario la autonomía relativa del hombre
respecto de las constricciones naturales; pero no se limita a ella. En
otras palabras, el dominio del entorno físico es parte del proceso de
adaptación humana al entorno, en el que necesariamente se establece
una relación de antagonismo con el medio, que no excluye aspectos
cooperativos y aun simbióticos; la emancipación, en cambio, tiene me-
nos que ver con el hecho del dominio, que con el concreto aprovecha-
miento del mismo. En otras palabras, la emancipación no se agota en
la dominación que la hace posible; y esa diferencia es aquello que lla-
mamos cultura, que llamamos libertad.

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NATURALEZA Y SOCIEDAD

Así pues, la dominación se nos aparece como una necesidad trans-


histórica, un rasgo inherente a la relación sociedad-naturaleza. Hablar
de historia es referirse a la penetración humana en el medio a través de
su transformación, consumo y empleo. Y es que habitar el mundo sig-
nifica, para el hombre, hacerlo suyo —humanizarlo mediante el traba-
jo—. Sólo podemos encontrar una naturaleza esencial, prístina, autó-
noma, antes de que el hombre apareciese sobre la tierra, ya que

[...] una vez que hablamos de hombres que mezclan su trabajo con la tierra,
nos hallamos en un mundo completo de nuevas relaciones entre el hombre y
la naturaleza, y separar la historia natural de la historia social deviene extre-
madamente problemático 83.

Es, precisamente, la transformación social de la naturaleza la que


elimina la separación entre dos órdenes —sociedad y naturaleza—
sólo imaginariamente independientes y, en la práctica, en permanente
interacción. Sólo si se sostiene una concepción esencialista de la natu-
raleza, pues, es posible identificar aquella transformación del entorno
con su destrucción. Nada de eso quiere decir que todas las formas de
dominio sean igualmente sostenibles, o que no sea posible abrir un
debate social acerca de las mismas; naturalmente. Pero a condición de
que no se juzgue ese dominio como un accidente que es urgente repa-
rar; porque no lo es.
Es conveniente así diferenciar entre dos distintas acepciones de la
dominación, relacionadas a su vez con dos concepciones dispares de
la emancipación humana.

V.1.1. La dominación como delirio antropocéntrico

La posibilidad misma de que el hombre pueda dominar la naturaleza


es puesta en entredicho por el ecologismo, a pesar de las críticas que
dirige hacia lo que se suponía un hecho ya consumado: «El control de
la naturaleza es un sueño, una ilusión, una alucinación» 84. ¿Por qué?
Porque el dominio sólo puede consumarse mediante la total supresión
de la independencia que caracteriza a la naturaleza frente al hombre; de
otro modo, no merece tal nombre. Y ya hemos visto que nunca podre-

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mos predicar tal cosa de la naturaleza profunda, inasequible para el


hombre. Si la capacidad de transformación humana es limitada, la do-
minación también lo es.

V.1.2. La dominación como control suficiente

Sin embargo, esa concepción del dominio humano de la naturaleza


se basa en una falacia lógica. ¿Por qué hacer depender la existencia
misma de la dominación, de que ésta se produzca en un grado abso-
luto? Puede haber dominio, sin serlo total e ilimitado. La capacidad
humana de manipulación de las condiciones naturales puede ser su-
ficiente para ejercer un control efectivo; no tiene por qué designar
un control total de la naturaleza, cuya dimensión profunda se ha se-
ñalado ya como inaccesible condición permanente de la existencia.
Lejos de ser un delirio, la dominación puede darse, en acertada ex-
presión de Reiner Grundmann, como control consciente de la natu-
raleza 85.

V.2. Dominación y control reflexivo

De acuerdo con la segunda de estas acepciones, por tanto, la imposi-


bilidad del dominio absoluto de la naturaleza carece de importancia,
a la vista de la realidad de su dominio suficiente. Dominar la naturale-
za puede significar que se ejerce sobre ella un control suficiente para
servir a los fines sociales, mediante una manipulación también sufi-
ciente, aunque no total, de sus materiales y procesos. Así, la ausencia
de control total no empece para la existencia de un importante grado de
control: eso es igual a dominio de la naturaleza 86. Asimismo, un do-
minio entendido de esta forma no tiene por qué identificarse simple-
mente con la destrucción del medio, sino que puede designar más
bien su transformación activa y consciente. Y todo ello, en fin, debe
servirnos para despojar este concepto de connotaciones negativas y
referirlo a aquello que la realidad nos muestra: un proceso ininte-
rrumpido de interacción dialéctica entre sociedad y naturaleza. La
clave de una dominación entendida como control suficiente es que

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no se ejerce sobre la naturaleza misma, sino sobre nuestra relación


con ella; es control de la interacción socionatural.
Así concebida, la dominación no es ya un espejismo de la moder-
nidad, sino una conquista que refleja los valores sobre los que aquélla
está fundada. No en vano, su carácter consciente y deliberado, al apli-
carse sobre una relación intrínsecamente dinámica y cambiante, le
otorgan una cualidad reflexiva que ya reclamara Walter Benjamin:
«Lo mismo ocurre con la técnica: no es dominio de la naturaleza, sino
dominio de la relación entre naturaleza y humanidad» 87. Esta com-
prensión del dominio supone, además, el simultáneo reconocimiento
de las dos fuerzas que, por así decirlo, entran en juego: los poderes
transformadores del hombre y el carácter dado de la materia bruta de
la naturaleza. Y esto remite a un aspecto de este control que, de puro
visible, pareciera estar velado a la reflexión.
A saber, que cuando el hombre actúa sobre la naturaleza con el
objeto de controlar su relación con ella, ejercita ese dominio sirvién-
dose necesariamente de las propias leyes y condiciones naturales. Las
claves para la dominación humana de la naturaleza provendrían de la
naturaleza misma, cuya gramática proporciona los mecanismos nece-
sarios para el control —con lo que la afirmación de que el hombre
ejerce su dominio desde el interior del mundo natural adquiere aun
otro matiz—. Sólo desde la naturaleza, haciendo uso de sus leyes, pue-
de el hombre controlar su relación con ella. Esto significa que la sepa-
ración de humanidad y naturaleza no opera en el plano práctico; al
contrario, sus relaciones son cada vez más intrincadas. Al decir de Al-
fred Schmidt: «Todo control sobre la naturaleza presupone una com-
prensión de los procesos y relaciones naturales; esta comprensión
nace de la transformación práctica del mundo» 88. Ya Bacon apuntaba
en esta dirección, en la que la apropiación humana de la naturaleza es
tanto humanización de lo natural como, si bien se piensa, naturaliza-
ción de la humanidad.
Esta concepción del dominio presenta una ventaja adicional, aun
cuando su adecuación a la realidad de las relaciones socionaturales
suponga ya bastante ganancia. Es una ventaja de orden cultural, que
remite a los valores sociales sobre los que es posible fundar una polí-
tica verde contemporánea. Si el dominio se entiende como control
consciente y suficiente de la relación humana con la naturaleza, no

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tiene por qué basarse, como el ecologismo denuncia, en un antropo-


centrismo fuerte que únicamente contempla el mundo natural como
instrumento subordinado a los intereses humanos —aunque en pri-
mera instancia, efectivamente, lo sea—. Por el contrario, esta clase de
dominio puede encontrar acomodo en aquella tradición intermedia
que concibe al hombre como cooperador y perfeccionador de la na-
turaleza. John Passmore ha expuesto su contenido con claridad, des-
lindándola de la tradición cartesiana con la que se la podría errónea-
mente identificar; merece la pena citarlo ampliamente cuando señala
que esta línea,

[...] hegeliana, dice que la naturaleza existe sólo in potentia, como algo que es
tarea humana ayudar a actualizar mediante el arte, la ciencia, la filosofía, la
tecnología, convirtiéndola en algo humano, algo en lo que poder sentirse
completamente «en casa», en ningún sentido extraño o ajeno a él, un espejo
en el cual ver su propio rostro. El hombre, en esta segunda concepción, com-
pleta el universo no simplemente viviendo en él, como el mito del Génesis su-
giere, sino ayudando realmente a hacerlo 89.

El mundo natural es aquí habitación humana, aquel espacio cuya


transformación por el hombre va más allá de la mera apropiación y
constituye la humanización consciente del entorno. Y conviene señalar
que el acento humanista de esta interpretación no es incompatible con
una lectura naturalista, porque ese proceso de progresiva humaniza-
ción es también un resultado de la evolución de la especie humana so-
bre la tierra.
Es evidente que, para el ecologismo tradicional, este planteamien-
to es inaceptable. Y ello, debido a su premisa antropocéntrica: que la
naturaleza pueda estar incompleta es una absurda valoración humana;
la naturaleza es autosuficiente y posee, por ello, un valor intrínseco.
Este valor depende de la independencia de la naturaleza frente al
hombre. Bien, pero, ¿no es posible que la perfectibilidad del mundo
natural honre, en realidad, la inevitable interacción que anula históri-
ca e irremediablemente aquella independencia? Porque hay que re-
cordar que el dominio humano no es una contingencia, sino una nece-
sidad adaptativa del hombre; ése es el punto de partida, en lugar del
sueño verde de pureza. Este perfeccionamiento, entonces, actúa en

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una dirección humanizadora: si, de acuerdo con el razonamiento aris-


totélico, la naturaleza es más perfecta cuanto mejor sirva a las necesi-
dades humanas, perfeccionarla es hacerla más útil, inteligible y bella
para el hombre. La naturaleza, en cambio, se ignora a sí misma.
Esta concepción tiene la ventaja de ser compatible, de un lado,
con la plena pertenencia humana a la naturaleza, de cuyo proceso de
evolución ha surgido; y de otro, con una concepción dinámica de la
relación sociedad-naturaleza, donde la coevolución y la recíproca in-
fluencia e interdependencia son las notas dominantes. Naturaleza y
artificio serían, finalmente, una sola y la misma cosa.

VI. DE LA NATURALEZA AL MEDIO AMBIENTE

Basta con arrojar algo de luz sobre la verdadera índole de las relacio-
nes socionaturales, para comprobar que la sociedad occidental corre
el riesgo de perseguir un fantasma: nunca hubo ni habrá una Arcadia.
Para la elaboración de ese mito, el ecologismo ha desarrollado los as-
pectos menos sutiles de la reacción romántica contra el proyecto ilus-
trado, idealizando el mundo natural mediante una pulsión nostálgica
siempre insatisfecha. Ese retorno de lo reprimido ha conducido a la
consideración del mundo natural como sujeto moral, titular de dere-
chos y, en fin, fuente de valores. Así, la crisis ecológica expresa una
crisis de civilización y sólo el célebre regreso a la naturaleza puede ce-
rrar la herida abierta de la modernidad. Una letanía ya familiar.
Sin embargo, en cuanto se atiende seriamente a la interacción so-
ciedad-naturaleza, la concepción que alimenta esa mitomanía revela
su carácter ideológico —en el primitivo sentido de encubrimiento de
una verdad distinta—. Y emerge entonces una realidad diferente, fun-
damento para el debate medioambiental contemporáneo y la articula-
ción democrática de las políticas orientadas a la sostenibilidad. Su
contenido puede exponerse como sigue, a modo de decantación de
todo lo expuesto hasta aquí.
Si dejamos a un lado la así llamada naturaleza profunda, identifi-
cada con estructuras y poderes casuales que el hombre no puede alte-
rar, puede afirmarse que la naturaleza es parte de la historia humana:
sus formas han evolucionado junto a las formas sociales. Y, comoquie-

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ra que la especie humana ha evolucionado mediante su diferenciación


de la naturaleza, sin dejar de pertenecer a ella, su adaptación evolutiva
al entorno ha consistido en la transformación del mismo a través del
trabajo —en su apropiación—. De ahí que podamos hablar de un pro-
ceso de construcción social de la naturaleza, tanto material como sim-
bólica. Su culminación es la transformación de la naturaleza en medio
ambiente humano.
Desde este punto de vista, la sociedad es un desarrollo histórico
humano en el seno de la naturaleza. Se trata de una separación que va
más allá de la mera diferenciación, por ser simultáneamente una pro-
gresiva apropiación del entorno; ya hemos visto que, paradójicamen-
te, la separación es función de una interacción cada vez más intensa.
No obstante, es una paradoja sólo aparente; las relaciones socionatu-
rales tienen como presupuesto necesario su previa separación cogniti-
va y simbólica —esto es, por emplear el lenguaje de Niklas Luhmann,
una oposición binaria mediante la cual la civilización emerge como
contraconcepto frente al de naturaleza 90—. Cuanto más firmemente
está asentada esa separación, mayor es la interacción material entre los
dos ámbitos y más difícil fijar la línea que los demarca:

Así, no hay una única forma en la que nosotros, como seres humanos, nos re-
lacionemos con la naturaleza externa. La aceptación del carácter complejo e
interactivo del cambio social y medioambiental implica que las distinciones
simples entre lo «social» y lo «natural» pronto serán insostenibles 91.

La transformación de la naturaleza en medio ambiente humano


no es más que la culminación de ese proceso: naturaleza y sociedad
vuelven a reunirse bajo el signo de lo social. Ya se ha señalado sufi-
cientemente que este proceso no es unidireccional, ni puede reducirse
a una sola de sus dimensiones. Es, antes bien, un proceso complejo, en
el que sociedad y naturaleza se condicionan mutuamente y mutua-
mente se transforman; la evolución de sociedad y naturaleza es coevo-
lución de ambas. La diferenciación sociedad-naturaleza termina por
invertir el punto de partida, al conducir a un medio ambiente indife-
renciado.
La concepción verde de la naturaleza, como entidad independien-
te y ahistórica, es así refutada por una concepción dinámica de las re-

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laciones de la humanidad con la naturaleza. Sólo sustrayendo la di-


mensión sociohistórica de la naturaleza —suprimiendo el trabajo hu-
mano de la historia— puede incurrirse en aquel otro idealismo, una
mistificación resuelta a menudo por medio del sentimentalismo: «Y
aún tras estos miedos y esperanzas obvios e inmediatos reside un pro-
fundo significado, que sólo conoce la montaña misma. Sólo la monta-
ña ha vivido lo suficiente para escuchar objetivamente el aullido de un
lobo» 92.
Es significativo que una concepción sagrada de la naturaleza,
como la que este pasaje expresa, dependa en última instancia de su se-
paración de la humanidad; sólo la naturaleza independiente, no toca-
da por la mano del hombre, sería susceptible de sacralización. Existe
así un vínculo entre la negación verde del principio de realidad de las
relaciones socionaturales y su concepción esencialista de la naturaleza,
donde en último término ésta se opone a la historia y al trabajo: a la
humanidad misma.
Más aún, esta nostalgia por un mundo natural intacto constituye
una acusación contra la racionalidad occidental y su programa de de-
sencantamiento del mundo. Y la posibilidad misma de una política
verde se ve socavada por este rechazo de la modernidad, donde la fe
prima sobre la razón. Esta suerte de resacralización se manifiesta tam-
bién en la atribución de fuerza normativa a la naturaleza, según la cual
ésta sirve como modelo al orden social. De manera que la naturaleza
se convierte en una prolongación de la divinidad, en su «sucedáneo
inmanente», que inevitablemente adopta la forma de «una divinidad
bienhechora, racional, cuyos dictados permiten llevar a los hombres
una vida más sana a la par que más justa y libre» 93. Vino viejo, en
odres nuevos.
Sin embargo, la naturalización de la reflexión moral y política
contamina el núcleo mismo de esta última, despojándola de su verda-
dero carácter. La política es el territorio del conflicto, la convención y
la intersubjetividad; no un simple orden técnico para la transposición
social de los mandatos naturales. Aunque veremos esto con más deta-
lle, la reorientación de la política verde tiene que comenzar aquí: en la
aceptación de la historicidad y condición social de la naturaleza. Sólo
así es posible reintegrarla en el ámbito de lo humano —y por tanto de
lo político—. Mientras que el viejo naturalismo continúe imprimien-

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do su huella sobre el ecologismo, no será posible liberarlo de su he-


rencia fundacional, ni dar forma a una nueva política verde.

VI.1. Melancolía y diferencia

Ahora bien, ¿no estamos suprimiendo así todas las razones que pue-
dan aducirse para la constitución de una política verde o la consecu-
ción de la sostenibilidad? Dicho de otra manera, ¿no estamos privan-
do por completo de significado a la naturaleza, instrumentalizada
como medio ambiente? En realidad, no es así. La crítica del esencialis-
mo antihumanista que subyace al ecologismo fundacional no conlleva
la desvaloración de la naturaleza, ni su reducción a la categoría de me-
dio ambiente. Se trata, al contrario, de una cura de realismo, orientada
a desvelar el verdadero rostro de lo natural, como punto de partida
para la elaboración de una política medioambiental sostenible y com-
patible con los valores de la sociedad liberal. Es una necesidad, no un
capricho.
Es posible, por tanto, atribuir un significado a la naturaleza. Ya
que las relaciones del hombre con el mundo natural han trascendido
siempre la dimensión material predominante en el curso de su apro-
piación. Y es precisamente gracias al proceso de trabajo, que simultá-
neamente diferencia y aproxima al hombre a la naturaleza, que podemos
hablar de una experiencia humana del mundo natural. Se ha insistido
ya en el hecho de que sólo cuando la naturaleza deja de ser una amena-
za es posible considerarla estética y moralmente. Únicamente entonces
puede el hombre tomar distancia frente a ella y concebirla incluso
como una entidad definida —atención— por su independencia del
hombre. Este espejismo es un producto del mismo proceso que, para
los verdes, habría provocado su contrario, vale decir, la alienación hu-
mana de la naturaleza. Es en el curso de esa relación compleja y multi-
forme en el que es posible aprehender la verdadera vivencia humana
de la naturaleza. No se trata de una relación abstracta ni desencarnada,
sino que en ella el hombre penetra en la naturaleza, y, al hacerlo, se
transforma a sí mismo.
Nada más fácil que colegir la objeción verde a estas consideracio-
nes. Para el ecologismo, la vivencia humana de la naturaleza así descri-

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ta es una vivencia falsificada, por tener como objeto a una naturaleza


privada de su esencia: la autonomía que la hace valiosa. Humanizar la
naturaleza equivale, sencillamente, a destruirla. Y ante la imposibili-
dad de restaurar aquello que ya se ha perdido irremediablemente,
aquello que ninguna forma de ingeniería social puede restituir fide-
dignamente, sólo cabe reeducar la mirada humana hacia aquellos frag-
mentos del mundo natural aún existentes, con el objeto de evitar su
pérdida y redefinir la relación entre el hombre y su entorno. Porque la
propia clasificación de la naturaleza como tal naturaleza estaría unifi-
cando, bajo una misma etiqueta, lo que simplemente es: la plenitud de
la vida más allá del concepto. Otorgar una función social a la naturale-
za impide una auténtica experiencia humana de la misma. Ecologismo
es melancolía.
Sin embargo, esa experiencia sin mediaciones sólo sería posible
fuera de la cultura y el lenguaje, esto es, fuera de la humanidad. No
hay, para el hombre, experiencia sin mediación. Y así: «¿Cómo vamos
a tener experiencia alguna de una naturaleza no objetivizada si, como
seres sociales, estamos inevitablemente inmersos en un mundo de sím-
bolos y abstracciones?» 94. Cualquier forma de adanismo está conde-
nada al fracaso, por hacer abstracción de las cualidades que distin-
guen al hombre y lo diferencian, precisamente, de esa naturaleza
carente de autoconciencia de la que ha surgido. Que el hombre sea
también un ser natural no significa que pueda dirigir al exterior una
mirada desencarnada, que pueda volver a sumergirse en el continuo
orgánico de la existencia, al modo del animal que, en expresión de Ba-
taille, «está en el mundo como el agua en el agua» 95. Es propio del
hombre, empero, dotarse de sentido, de significados, de símbolos: ex-
plicar el mundo desde su condición humana.
Habida cuenta de que la transformación humana de la naturaleza
es inevitable, hasta el punto de que ya ha tenido lugar, sólo es posible
que sigamos atribuyéndole un significado partiendo de premisas más
realistas. La política verde no puede fundarse en el modelo esencialis-
ta propio del ecologismo fundacional. Sencillamente, no es posible se-
guir definiendo la naturaleza únicamente en términos de oposición a
lo humano, ignorando su interacción con el hombre y la sociedad en
cuya historia se integra. La naturaleza es una otredad que se caracteri-
za por su extrañeza, por su diferencia; pero al mismo tiempo es una

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parte del hombre, una presencia familiar. Su sentido se esconde en esa


ambivalente simultaneidad. La extrañeza es un recuerdo de aquellos
tiempos en que el hombre no comprendía ni dominaba su entorno.
De ahí que remita a todo aquello que el proceso de racionalización oc-
cidental deja fuera y no explica: lo atávico, lo numinoso, lo irracional.
La familiaridad, por su parte, es un producto de siglos de apropiación
material y cultural, de conocimiento y dominio. No hay así una sola
experiencia de la naturaleza, sino muchas. Y en todas ellas está implí-
cita la profunda interrelación de la sociedad con el medio —una histo-
ria social de la naturaleza que contiene, también, una historia natural
de la sociedad.

VI.2. Naturaleza y medio ambiente

Sólo a partir de aquí es posible, entonces, culminar una reformulación


conceptual que diferencie debidamente entre naturaleza y medio am-
biente. A pesar del frecuente empleo de ambos términos como sinóni-
mos en el debate en torno a la crisis ecológica y la política verde, hasta
cierto punto inevitable, su deslindamiento y diferenciación son por
completo pertinentes. Y no ya para evitar indeseables confusiones
conceptuales, sino para poder otorgarles la distinta orientación nor-
mativa que ha sido aquí sugerida, y que a continuación se ordena an-
tes de avanzar hacia la dimensión propiamente política del medio am-
biente.

VI.2.1. La naturaleza como medio ambiente

La naturaleza y el medio ambiente no son la misma cosa; el medio am-


biente es, de hecho, aquello en que se ha convertido la naturaleza. En
otras palabras: el medio ambiente es el producto de la historia social
de la naturaleza, de su incorporación a la historia humana, de su trans-
formación por el trabajo a manos del hombre. El proceso de construc-
ción social de la naturaleza culmina con la transformación de la natu-
raleza en entorno humano —la naturaleza se humaniza, lo natural
pasa a ser social—. Y se convierte, de hecho, en una parte determi-

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nante del sistema social, por cuanto constituye su soporte biofísico; no


hay sociedad sin medio. Pero eso no significa que todo lo natural sea
ahora artificial. La existencia de distintos grados de humanización y
socialización permite hablar de una naturaleza remanente —aquellos
espacios o territorios donde el mundo natural ha sido intervenido en
mucha menor medida y conserva, por tanto, mayor semejanza con el
ideal occidental de naturaleza—. Su conservación, en todo caso, res-
ponde a decisiones que son sociales en origen y que sirven al cumpli-
miento de una función también social, ya se defina en términos de
equilibrio medioambiental, de respeto a determinadas formas natura-
les o de satisfacción estética o espiritual del hombre. Así que ya no
hay, propiamente, naturaleza, sino medio ambiente.

VI.2.2. Medio ambiente y ensoñación arcádica

Sin embargo, el concepto de medio ambiente puede seguir resultando


confuso, mientras que no se explicite su oposición al concepto de na-
turaleza: hablamos de medio ambiente porque ya no podemos hablar
de naturaleza, porque ésta ha desaparecido al transformarse en aquél.
Hay, por ello, un momento de falsedad en la distinción entre sociedad
y naturaleza. No hay que perder de vista que el medio ambiente es na-
turaleza transformada por el hombre —una sola cosa, no dos distin-
tas—. Es la recalcitrante insistencia en una idea esencialista de la natu-
raleza la que impide aceptar que esa naturaleza así transformada en
medio ambiente constituye, a fin de cuentas, un entorno plenamente
natural. No podemos ya definir la naturaleza dejando fuera el efecto
del trabajo humano sobre ella. Hablar de naturaleza en su sentido ar-
cádico es invocar una abstracción, porque su sueño sólo puede reali-
zarse fuera de la historia: el medio ambiente es esa misma naturaleza
después de la historia. Tal es la realidad que el ecologismo no quiere
aceptar. La distinción aquí propuesta puede, de hecho, servir para de-
purar un término que ha terminado acumulando un exceso de signifi-
cados y orientaciones normativas. Hablar de medio ambiente es suje-
tarse al principio de realidad de las relaciones de la sociedad con su
entorno.

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VI.2.3. Naturaleza y sociedad

El medio ambiente es aquello que la naturaleza ha venido a ser. Y los


problemas conceptuales derivan, en su mayor parte, de la obstinación
con que seguimos llamando naturaleza a cualquier escenario pastoril.
Lo que tenemos delante no es ninguna esencia atemporal, sino el pro-
ducto de las transformaciones humanas del medio. Lo que se opone al
concepto de medio ambiente es, entonces, la idea verde de la naturale-
za: un orden idealizado y definido por su independencia. Pero esa in-
dependencia es una ficción, una apariencia: naturaleza y sociedad son
interdependientes. Mientras que el concepto de naturaleza remite a
una realidad autosuficiente y cerrada, sólo posible antes de la historia,
el de medio ambiente se refiere al mundo constituido relacionalmente,
a un mundo natural que interactúa con la sociedad y por eso se trans-
forma. La dicotomía naturaleza-sociedad se disuelve en medio am-
biente.

NOTAS

1
Stephen Meyer ofrece un ejemplo de esta resignación, cuando afirma que «la cri-
sis de extinción —la carrera por salvar la composición, estructura y organización de la
biodiversidad, tal como existe hoy— ha terminado, y hemos perdido» (Stephen Me-
yer, The End of the Wild, Cambridge, MIT Press/Boston Review, 2006, p. 5). Normal-
mente, este reconocimiento adquiere también cierto valor táctico, porque llama a la
salvación de lo que aún sea posible, con el fin de evitar peores consecuencias. Y en oca-
siones, como aquí, parece confiar en la finitud del hombre como remedio final: «He-
mos perdido, por ahora, la naturaleza virgen. Quizá, en cinco o diez millones de años,
pueda regresar» (ibid., p. 90). Desde luego, es un consuelo.
2
Raymond Williams, «Ideas of Nature», Problems in Materialism and Culture. Se-
lected Essays, Londres, Verso, 1980, pp. 67-85, p. 69.
3
Fritjof Capra, La trama de la vida. Una nueva perspectiva de los sistemas vivos,
Barcelona, Anagrama, 1998, p. 37.
4
Citado en Janet Biehl (ed.), The Murray Bookchin Reader, Londres, Cassell, 1997,
p. 41.
5
Que convierten la supervivencia del mejor preparado para adaptarse al entorno
en la supervivencia del más fuerte, dando pie a una concepción jerárquica del mundo
natural ausente, en realidad, de la obra del científico inglés (cfr. Charles Darwin, El ori-

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gen de las especies, Barcelona, Bruguera, 1980). A decir verdad, competición y supervi-
vencia pueden ser considerados conceptos ecológicos tan válidos como los de estabili-
dad y diversidad.
6
Aldo Leopold, «The Land Ethic», en M. Zimmerman (ed.), Environmental Phi-
losophy. From Animal Rigths to Radical Ecology, 2.ª ed., Nueva Jersey, Prentice Hall,
1993, pp. 87-100, p. 33. [Hay edición española: Una ética de la tierra, Madrid, Los li-
bros de la catarata, 2000].
7
Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, Nueva York, State
University of New York Press, 1992.
8
Arne Naess, Ecology, Community and Lifestyle, Cambridge, Cambridge Univer-
sity Press, 1989.
9
Brian Baxter, Ecologism. An Introduction, Edimburgo, Edinburgh University
Press, 1989. Ahora bien, lo maravilloso no tiene por qué ser agradable, como su senti-
mentalización tiende a sugerir. Dice un personaje de Robertson Davies: «Nos hemos
educado en un mundo del que lo maravilloso, y el miedo y el terror y el esplendor y la
libertad de lo maravilloso, ha sido suprimido. Naturalmente, lo maravilloso tiene un
precio. No puedes incorporarlo a un Estado Moderno, porque es la antítesis misma de
esa seguridad ansiosamente venerada que se pide a un Estado que proporcione. Lo
maravilloso es gozoso, pero también cruel, cruel, cruel. Es antidemocrático, discrimi-
natorio, inclemente» (Robertson Davies, The Deptford Trilogy, Nueva York, Penguin,
1983, p. 797).
10
Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona, Labor, 1988, p. 19.
11
Aldo Leopold, A Sand County Almanac. And Sketches Here and There, Oxford,
Oxford University Press, 1987, p. 129. No es casual que el fenómeno de lo sagrado esté
asimismo vinculado a la experiencia afectiva y estética. Emoción, plasticidad y reen-
cantamiento son elementos presentes en la definición verde de la naturaleza.
12
Barry Commoner, The Closing Circle. Confronting the Environmental Crisis,
Londres, Jonathan Cape, 1971.
13
Kate Soper, What is Nature?, Oxford, Blackwell, 1995, p. 156.
14
William Cronon (1996b), «Introduction: In Search of Nature», en W. Cronon
(ed.), Uncommon Ground. Rethinking the Human Place in Nature, Nueva York, W. W.
Norton & Company, 1996, pp. 23-56, p. 35.
15
En este punto, el ecologismo apunta hacia la formidable capacidad de transfor-
mación y cambio demostrada por el capitalismo, bajo cuyo impulso la sociedad no deja
de transformarse —incompatible como es con un estado estacionario en términos so-
ciales, económicos o ecológicos—. Sobre ser cierto, no debe olvidarse que las socieda-
des precapitalistas también transforman activamente la naturaleza. La intervención en
lo natural es un rasgo propiamente humano; lo que varían son las formas y la magnitud
de la intervención.
16
Phil Macnaghten y John Urry, Contested Natures, Londres, Sage, 1998, p. 15.
17
Es claro, por ejemplo, que la profunda intervención humana en el entorno y la
radical transformación del paisaje que experimentaron los siglos XVIII y XIX contribu-
yeron de manera decisiva a generar un sentimiento de pérdida y nostalgia del que se
alimenta la visión romántica —que es también nostalgia por una forma de vida carente
de las complicaciones que esos cambios traen consigo—. La pintura paisajística de

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esos mismos siglos ignora voluntariamente el simultáneo proceso de industrialización,


reafirmando la condición sentimental de su mirada. La experiencia de la belleza natu-
ral no escapa así a los efectos de la historia sobre la naturaleza, sino que contrariamente
depende de ellos.
18
Fernando Savater, Diccionario filosófico, Madrid, Planeta, 1995, pp. 264-265.
19
Clément Rosset, La anti-naturaleza, Madrid, Taurus, 1974, pp. 299-300.
20
T. W. Adorno, Teoría estética, Madrid, Taurus, 1980, p. 90.
21
Cfr. Raymond Williams, The Country and the City, Londres, The Hogarth
Press, 1985, pp. 9 y ss.
22
Ibid., p. 1.
23
Michael Bunce, The countryside ideal. Anglo-american Images of Landscape,
Londres, Routledge, 1994, p. 2.
24
Karl Marx y Federico Engels, La ideología alemana, Montevideo y Barcelona,
Pueblos Unidos y Grijalbo, 1970, p. 55; Karl Marx, El capital. Crítica de la economía
política. 3 vols., México, FCE, 1978, p. 286.
25
Fraser Harrison, Strange Land. The Countryside: Myth and Reality, Londres,
Sidgwick & Jackson. Harrison, 1982, p. 21.
26
Bill Devall y George Sessions, Deep Ecology. Living as if Nature Mattered, Salt
Lake City, Gibbs Smith, 1985, p. 110.
27
Simon Schama, Landscape and Memory, Londres, Fontana Press, 1996, p. 7.
28
En consecuencia, el turismo natural no es sólo expresión de las relaciones entre
el hombre y el medio natural, sino que de hecho organiza esas relaciones. La respuesta
humana a la naturaleza virgen es codificada y empaquetada: construida. Cfr. Alexan-
der Wilson, The Culture of Nature. North American Landscape from Disney to the Ex-
xon Valdez, Cambridge, Blackwell, 1992, p. 22.
29
William Cronon, ob. cit., pp. 23-56, p. 80.
30
Peter Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, Madrid,
Amorrortu-Murguía, 1984.
31
Toda forma de naturalización de lo social es así recibida con suspicacia, como
un intento de legitimación de convenciones sociales, con un origen histórico y una fun-
ción ideológica concretas. De ahí que el énfasis posestructuralista y posmoderno en la
disyunción entre lenguaje y realidad, entre el ser y el nombrar, se integre sin mayores
dificultades en el proyecto constructivista. A su vez, la conexión con el relativismo es
clara: no habría medios extraculturales para privilegiar una construcción de la realidad
sobre otra.
32
En esta misma línea, inspirándose en el realismo crítico de Roy Baskhar, Ted
Benton ha distinguido entre un constructivismo del conocimiento y un realismo del ob-
jeto: mientras la naturaleza no humana y sus procesos, mecanismos y poderes causales
existen y se despliegan al margen del hombre, nuestro conocimiento y nuestras creen-
cias acerca de la misma constituyen un constructo social. No hay así construcción cul-
tural sin naturaleza real. Se trata, en suma, de una forma moderada de constructivis-
mo, situada a medio camino entre el objetivismo esencialista y la forma más radical de
constructivismo (cfr. Ted Benton, «Critical Realism and the Environment», texto de
la conferencia ofrecida en el Oxford Centre for the Ethics, Society and the Environment,
del Mansfield College, Oxford, 15 de noviembre de 2000).

114
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NATURALEZA Y SOCIEDAD

33
Sobre esto, cfr. Mick Smith (1999), «To Speak of Trees: Social Constructivism,
Environmental Values, and the Future of Deep Ecology», Environmental Ethics, vol. 21,
1999, pp. 359-376, p. 367.
34
Cfr. Peter Dickens, Reconstructing Nature. Alienation, Emancipation and the Di-
vision of Labour, Londres, Routledge, 1996, p. 76.
35
Robert Malthus, An Essay on the Principle of Population, Nueva York, Oxford
University Press, 1999.
36
Cfr. Henri Acselrad, «Sustainability and Territory: Meaningful Practices and
Material Transformations», en Becker et al. (eds.), Sustainability and the Social Scien-
ces. A Cross-disciplinary Approach to Integrating Environmental Considerations into
Theoretical Reorientation, Londres, Zed Books, 1999, pp. 37-58, p. 55. Esto último se
corresponde, además, con la variabilidad que caracteriza a los problemas medioam-
bientales, que no son siempre y en todo caso los mismos; su definición depende tanto
del cambio en las condiciones materiales de la sociedad, como de la distinta percep-
ción social de las mismas. Es el sistema de valores de una sociedad el que decide lo que
está mal, no la propia naturaleza.
37
David Harvey, Justice, Nature & the Geography of Difference, Londres, Black-
well, 1996, p. 147.
38
Al reconocimiento de este hecho puede reducirse la crítica que Benton hace del
argumento marxista contra Malthus: Marx, en su opinión, subestima la importancia de
las condiciones naturales no manipulables del proceso de trabajo y sobreestima el pa-
pel de los poderes transformadores del hombre sobre la naturaleza (cfr. Ted Benton,
«Marxism and Natural Limits: An Ecological Critique and Reconstruction», New Left
Review, núm. 178, 1989, pp. 51-86, p. 64). Sin embargo, que se reconozca la existencia
de condiciones no manipulables, que actúan como límites necesarios de la actividad
humana, no implica negar que esos límites dependen de condiciones sociales histórica-
mente dadas, por cuanto se definen en el contexto de esas condiciones y en relación con
prácticas humanas concretas.
39
Jennifer Price, «Looking for Nature at the Mall: A Field Guide to the Nature
Compan», en W. Cronon (ed.), ob. cit., pp. 186-203, p. 191.
40
Yoram Levy, «The end of environmentalism (as we know it)», en Y. Levy y M.
Wissenburg (eds.), Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmen-
talism?, Londres, Routledge, 2004, pp. 48-59, p. 57.
41
Andrew Dobson, Nature: Only a Social Construct?, manuscrito, versión provi-
sional, 1999, p. 1.
42
Peter Dickens, Reconstructing Nature. Alienation, Emancipation and the Divi-
sion of Labour, Londres, Routledge, 1996, p. 82.
43
Ted Benton, «Ecology, Socialism and the Mastery of Nature: A Reply to Reiner
Grundman», New Left Review, núm. 194, 1992, pp. 55-74, p. 66.
44
La sobredeterminación material de la apropiación humana de la naturaleza,
coherente con las premisas de su materialismo, es el único problema que plantea el bri-
llante concepto empleado por el Marx maduro para explicar las relaciones socionatura-
les: el concepto de metabolismo (cfr. Karl Marx, ob. cit., pp. 130 y ss.). Que designa el
intercambio material que, por medio del trabajo, tiene lugar de forma constante entre
sociedad y naturaleza —un fenómeno transhistórico, por más que sus manifestaciones

115
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

concretas tengan, ciertamente, lugar en la historia—. Hay que recordar cómo, para
Marx, la historia se concibe como la progresiva humanización de la naturaleza, junto a la
que tiene también lugar la naturalización de la humanidad, en el sentido de realización
del hombre como especie. El metabolismo sociedad-naturaleza a que el trabajo da for-
ma es así «un proceso social de reproducción» (Nikolái Bujarin I., Teoría del materialis-
mo histórico, Madrid, Siglo XXI, 1972, p. 201). Y es un proceso dinámico, de pérdida y
restablecimiento constantes del equilibrio de sociedad y naturaleza. Sin embargo, la di-
mensión cultural y simbólica del proceso de apropiación de la naturaleza no serían más
que la expresión superestructural de la estructura material que está en su base y que
constituye su sustento; ausente ésta, las ideas y símbolos que genera también se desva-
necen: es el sino del epifenómeno. Y el punto ciego de todo el edificio teórico marxista.
45
Nikolái Bujarin I., ob. cit., p. 200.
46
Michael Redclift, «Sustainability and Sociology: Northern Preoccupations», en
Becker et al. (eds.), ob. cit., pp. 59-73, p. 67.
47
René Descartes, Discurso del método. Meditaciones metafísicas, Madrid, Austral,
1970, p. 145.
48
El alma no interviene en las funciones vitales del cuerpo, que se gobierna por sí
mismo, mecánicamente, como todo fenómeno vital que no sea de pensamiento. Los
órdenes son distintos: el alma piensa, el cuerpo funciona u opera: «ya no soy, pues, ha-
blando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento
o una razón, términos estos cuya significación desconocía yo anteriormente. [...] No
soy este conjunto de miembros, llamado cuerpo humano [...]» (René Descartes, ibid.,
pp. 100-101). No es así extraño que la historiografía verde haya demonizado a Descar-
tes, alguien cuya «agresiva mirada al mundo natural» ha tenido «devastadoras implica-
ciones», hasta el punto de erigirse en «padre tanto de los problemas filosóficos moder-
nos, como del sesgo antimedioambiental característico de la filosofía moderna» (Max
Oelschlaeger, The Idea of Wilderness. From Prehistory to the Age of Ecology, New Ha-
ven, Yale University Press, 1991, p. 88; y Robin Attfield, Environmental Philosophy:
Principles and Prospects, Aldershot, Ashgate, 1994, p. 291.
49
Max Horkheimer, y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmen-
tos filosóficos, Madrid, Trotta, 1994, p. 291.
50
Cfr. Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 1970.
51
Ted Benton, Natural Relations. Ecology, Animal Rights and Social Justice, Lon-
dres, Verso, 1993, p. 54.
52
Ibid., p. 56 (cursiva mía).
53
El reconocimiento de esta comunidad natural acaba con la fractura imaginaria
que la cultura occidental había trazado entre el hombre y los animales. Ni hay diferen-
cia ni hay, por tanto, superioridad. En palabras de Hans Jonas, la afirmación del paren-
tesco de los animales con el hombre «devolvió parte de su dignidad al mundo global
de lo viviente» (Hans Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Barcelona, Herder,
1998, p. 22). Más escéptico es Harrison: «El mito de la excepcionalidad humana ha
sido suplantado finalmente por el mito de la continuidad biológica» (Robert P. Harri-
son, «Toward a Philosophy of Nature», en W. Cronon (ed.), Uncommon Ground. Re-
thinking the Human Place in Nature, Nueva York, W. W. Norton & Company, 1998,
pp. 426-437, p. 428).

116
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NATURALEZA Y SOCIEDAD

54
Cfr. Tim Hayward, Ecology and Human Emancipation, en Radical Philosophy,
núm. 62, 1992, pp. 3-13.
55
Kate Soper, ob. cit., p. 164.
56
Hay aquí una singular paradoja. Y es que el ecologismo no parece ser consciente
de que el énfasis en la condición natural del hombre puede terminar anulando sus pro-
pios postulados en defensa de la modificación de la conducta humana hacia el medio.
¿No es la protección del mundo natural, a fin de cuentas, una muy singular inclinación
humana? Sostener que toda conducta humana responde a impulsos genéticos, combi-
nados con la interacción adaptativa al medio, equivale a naturalizar la conducta del
hombre y, en consecuencia, a neutralizar cualquier juicio moral sobre la misma. Natu-
ralismo y libertad terminarían siendo incompatibles.
57
Así, por ejemplo, una imagen no surge de una función orgánica ni está sometida
a programación biológica: cualquier representación es biológicamente inútil, porque
no constituye práctica del objeto, sino que es una apropiación del mismo que manifies-
ta una nueva relación con él (Hans Jonas, ob. cit., pp. 43 y ss.).
58
Lewontin, citado en John Barry, Rethinking Green Politics. Nature, Virtue and
Progress, Londres, Sage, 1999, p. 51.
59
John Barry, ob. cit., p. 51.
60
Efectivamente, este materialismo no determinista es el que encontramos en Marx,
quien reconoce la pertenencia humana a una naturaleza que constituye su «cuerpo inor-
gánico», pero con la que no se confunde: a través del trabajo, el hombre opera sobre el
mundo natural y desarrolla una «vida genérica» que difiere de la animal por convertir su
actividad productiva en medio y no fin de su existencia, separándose de una actividad de
la que toma conciencia (cfr. Karl Marx, Manuscritos: economía y filosofía, Madrid, Alian-
za, 1980, pp. 111-112). Como escribe Alfred Schmidt al referirse al trabajo como catego-
ría esencial en la comprensión marxista de las relaciones socionaturales: «El trabajo es, en
un solo acto, la destrucción de las cosas como inmediatas y su restauración como media-
tas» (Alfred Schmidt, The Concept of Nature in Marx, Londres, NLB, 1971, p. 195). Esa
transformación designa la clave de la adaptación humana al entorno, de su apropiación
de la naturaleza —de su humanización—. En última instancia, la vida genérica a la que
Marx una y otra vez se refiere expresa que el hombre es tanto un ser natural como, decisi-
vamente, un ser social. Su excepcionalidad nace de la práctica, del proceso evolutivo.
61
Pierre Moscovici propone «una historia humana de la naturaleza» que ponga fin
«a la visión de una naturaleza no humana y de un hombre no natural», ya que naturale-
za y sociedad no se excluyen mutuamente; antes al contrario, «la sociedad es una se-
gunda naturaleza, desde el momento en que separa a la humanidad del reino animal y
representa su signo distintivo» (Serge Moscovici, Sociedad contra natura, México DF,
Siglo XXI, 1975, p. 27).
62
Cfr. Neil Evernden, The Social Creation of Nature, Baltimore, The Johns Hop-
kins University Press, 1992, pp. 94, 99.
63
De hecho, la constitución misma de la naturaleza humana depende de su separa-
ción frente a la animalidad, separación que comienza en el interior mismo del hombre;
a esa «operación metafísico-política fundamental» se consagra lo que Giorgio Agam-
ben ha llamado lúcidamente «la máquina antropológica del humanismo» (cfr. Giorgio
Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal, Valencia, Pre-Textos, 2005).

117
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

64
Andrew Biro, Denaturalizing Ecological Politics. Alienation from Nature from
Rousseau to the Frankfurt School and Beyond, Toronto, University of Toronto Press,
2005, p. 30.
65
Cfr. Ted Benton, «Biology and Social Theory in the Environmental Debate», en
M. Redclift y T. Benton (eds.), Social Theory and the Global Environment, Londres,
Routledge, 1994, pp. 28-50, p. 29.
66
Kay Milton, Nature is Already Sacred, Environmental Values, vol. 8, núm. 3,
1999, pp. 437-449, p. 443.
67
T. W. Adorno, Teoría estética, ob. cit., p. 91.
68
Ulrich Beck, Risk Society. Towards a New Modernity, Londres, Sage, 1992. [Hay
edición española: La sociedad del riesgo, Barcelona, Paidós, 1998].
69
Cfr. Bill McKibben, The End of Nature, Nueva Cork, Anchor Books, 1990,
p. 60; Anthony Giddens, Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza, 1993, p. 50.
70
Bill McKibben, ob. cit., p. 210.
71
Andrew Dobson, ob. cit., p. 3.
72
Kate Soper, ob. cit., p. 249.
73
Eric Katz, «Artefacts and Functions: A Note on the Value of Nature», Environ-
mental Values, vol. 2, núm. 3, pp. 223-232, 1993, pp. 223-224.
74
Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992, p. 27. Su ejemplo
es el menor valor de la réplica de la obra de arte: un árbol de plástico no tiene, no puede
tener, el mismo valor que un árbol de verdad, porque son la historia y el proceso de su
creación, independiente del hombre, los que le confieren un valor que nunca puede te-
ner la réplica, humanamente creada y en consecuencia, aunque no carente de valor, de
valor menor que el original.
75
Robert Goodin, ibid., p. 53.
76
Eric Katz, Nature as Subject. Human Obligation and Natural Community, Lan-
ham, Rowan & Littlefield Publishers, 1997, pp. 56-57.
77
Robert Goodin, ob. cit., p. 27.
78
Clément Rosset, ob. cit., p. 17.
79
Peter Dickens, Society and Nature. Towards a Green Social Theory, Londres,
Harvester Wheatsheaf, 1992, p. 83.
80
Cfr. Bill McKibben, ob. cit., p. 58. Argumento idéntico al de Goodin: la natura-
leza permite una más amplia contextualización de la vida humana, le otorga sentido
más allá de sí misma. Para ambos, la independencia de la naturaleza es un elemento nece-
sario para que esa contextualización tenga lugar, puesto que esa autonomía nos recuerda
que no somos creadores de nuestro entorno —que hay algo que escapa a nuestro control
y a nuestra capacidad de explicación.
81
Max Horkeimer y Theodor W. Adorno, ob. cit., p. 64.
82
De hecho, hay una curiosa paradoja en la explicación verde del proceso históri-
co de dominación. Y es que presenta una separación entre dos ámbitos, sociedad y
naturaleza, cuya interacción no provoca una aproximación, sino una mayor separación.
Dado que nace de un incremento del contacto entre humanidad y naturaleza, la sepa-
ración no puede ser material, sino espiritual —esto es, alienación humana de la natura-
leza—. Pero al mismo tiempo, esa penetración disminuye la naturalidad de la naturale-
za: la naturaleza superficial se transforma en medio ambiente, alterando sus formas

118
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NATURALEZA Y SOCIEDAD

visibles. La dominación de la naturaleza se define así por la progresiva apropiación so-


cial de la naturaleza, por una creciente vulneración de su independencia. Sometido a la
constricción humana, el mundo natural no puede florecer en libertad y ve negada su
independencia, a la vez que estas nuevas condiciones producen la anulación de su sig-
nificado. La dominación es la muerte de la naturaleza.
83
Raymond Williams, ob. cit., pp. 67-85, p. 76.
84
Eric Katz, «The Call of the Wild: The Struggle against Domination and the
Technological Fix of Nature», Environmental Ethics, vol. 14, núm. 3, 1992, pp. 265-
273, p. 267.
85
Cfr. Reiner Grundmann, «The Ecological Challenge to Marxis», New Left Re-
view, núm. 187, 1991, pp. 103-120, p. 111; y Reiner Grundmann, Marxism and Eco-
logy, Oxford, Clarendon Press, 1991, p. 2.
86
La desalación del agua de mar para su consumo o para riego sirve como sencillo
ejemplo de este control consciente y suficiente de las condiciones naturales: el hombre
no puede cambiar la composición química del agua potable ni crearla de la nada, pero
puede actuar sobre agua no potable y, mediante su manipulación química, hacerla apta
para el consumo humano.
87
Walter Benjamin, Dirección única, Madrid, Alfaguara, 2002, p. 97.
88
Alfred Schmidt, ob. cit., p. 95.
89
John Passmore, «Attitudes to Nature», en R. S. Peters (ed.), Nature and Con-
duct, Londres, Macmillan Press, 1975, pp. 251-264, p. 258. Es interesante anotar
cómo, pese a que el materialismo epicúreo y el idealismo hegeliano constituyen los so-
portes más obvios para esta concepción, y pese a que en el Génesis el mundo se nos
presenta como una creación acabada y plena, reverbera en ella, al decir de Ferrater
Mora, la contraposición teológica de naturaleza y gracia: para la mayoría de los autores
cristianos esta contraposición no es necesariamente una mutua exclusión, ya que la na-
tura no es mala en sí misma, sino fundamentalmente buena en cuanto creada por Dios;
lo malo en ella ha surgido a causa del pecado, que puede interpretarse metafísicamente
como alejamiento de la fuente creadora, razón por la cual para la redención de la natu-
ra así corrompida es necesaria la gracia (cfr. José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía
de bolsillo, I-Z, Madrid, Alianza, 1989, p. 549). De ahí que ésta no elimine la naturale-
za, sino que la perfeccione. En ambos casos, la naturaleza es algo incompleto, que el
hombre completa.
90
Cfr. Niklas Luhmann, Ecological Communication, Cambridge, Polity, 1989, p. 2.
91
Michael Redclift, ob. cit., pp. 59-73, p. 68.
92
Aldo Leopold, A Sand County Almanac. And Sketches Here and There, ob. cit.,
p. 129.
93
Fernando Savater, ob. cit., p. 261.
94
Neil Evernden, ob. cit., p. 110.
95
Georges Bataille, Teoría de la religión, Madrid, Taurus, 1998, p. 27.

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2. LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

I. ECOLOGISMO Y DEMOCRACIA

La discusión filosófica debe dejar paso ahora a la consideración pro-


piamente política del medio ambiente, probado ya que una sociedad
sostenible trata de gestionarlo y no de proteger a un mundo natural
inexistente en los términos planteados por el ecologismo. No se trata,
en fin, más que de hacer coherente la política del medio ambiente
con el principio de realidad. Es, además, el único camino posible para
renovar efectivamente la política verde y atribuirle sentido en una
época ya, por muchas razones, posnatural. Desde luego, la sociedad li-
beral será verde o no será; pero, a su vez, el ecologismo debe ser más
liberal para seguir siendo relevante. Están aquí en juego, pues, la so-
ciedad liberal sostenible y una política verde capaz de influir en su
conformación.
A esos efectos, la racionalización del debate público en torno al
medio ambiente y la necesaria relación sostenible de la sociedad con el
mismo —aunque hemos visto que ambos forman un solo cuerpo—
presenta, simultáneamente, dos dimensiones. En primer lugar, la críti-
ca de los conceptos verdes de sostenibilidad y democracia, que han
demostrado ser excesivamente dependientes del radicalismo funda-
cional de los años setenta y de la consiguiente visión arcádica de la na-
turaleza. Y en segundo lugar, como corolario de lo anterior, la reconsi-
deración de ambos principios, orientada a su convergencia recíproca
y a su compatibilidad con los principios teóricos y los mecanismos
prácticos de la sociedad liberal. No hay que renunciar al liberalismo
para ser verdes, sino transformar el ecologismo para que pueda ser li-
beral.
Se hará preciso, con ello, desechar muchas de las idées reçues del
ecologismo fundacional, que vienen lastrando el libre desenvolvi-

121
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

miento de la política verde. Hay que vencer de una vez la inercia con-
ceptual y atreverse a repensar la relación socionatural desde una pers-
pectiva reformista y no rupturista, humanista antes que naturalista,
propiamente política antes que falsamente despolitizada. Hasta cierto
punto, esa política verde ya existe, como incipiente subproducto de la
asimilación liberal de la problemática medioambiental: no padecemos
ninguna crisis de inacción. Naturalmente, esa atención al medio am-
biente debe mucho a la presión ejercida por el movimiento verde,
pero éste debe reinventarse si quiere seguir jugando un papel promi-
nente en la definición de la sostenibilidad. De hecho, el éxito en la in-
troducción del medio ambiente en la agenda política liberal puede ha-
ber conducido ya a la muerte del ecologismo —coherente, a fin de
cuentas, con el descrito final de la naturaleza misma—. Pero ya llega-
remos a esto.
Si queremos articular políticamente la relación socionatural, es
necesario empezar por una exploración del vínculo que existe entre
ecologismo y democracia, entendida como una premisa necesaria para
cualquier política del medio ambiente. Será entonces posible exami-
nar la principal paradoja que afecta al ecologismo político, directa-
mente provocada por sus fundamentos filosóficos: una politización
del medio ambiente que conduce a su despolitización. Este trampan-
tojo encuentra su reflejo más claro en el principio de sostenibilidad,
pero se manifiesta ya en la ambigüedad que ha caracterizado tradicio-
nalmente las relaciones entre política verde y democracia. Esta ambi-
valencia no nace de la nada —entre sus causas, se cuentan rasgos tan
prominentes del aparato conceptual del ecologismo como su vocación
utópica, su contradictoria relación con la ciencia o su inquietante na-
turalismo filosófico—. Su depuración es una condición necesaria para
la emergencia de una nueva política verde.

I.1. El conflicto entre ecologismo y democracia

La relación del ecologismo con la democracia ha estado tradicional-


mente dominada por una recalcitrante ambigüedad. Que el movi-
miento verde proclame su adhesión a las formas democráticas como
medio para la realización de su programa, ahuyentando así el fantas-

122
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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

ma de las propuestas autoritarias surgidas en su seno durante la déca-


da de los setenta del pasado siglo, no ha bastado para disipar la causa
principal de aquella ambivalencia: la natural incapacidad del procedi-
miento democrático para garantizar resultados verdes. Éste es el nú-
cleo del conflicto, la raíz de la desconfianza verde hacia la democracia.
Y así, cuanto más claramente aparezca el ecologismo definido por un
consecuencialismo moral que exige la realización de ciertos fines sus-
tantivos, como defienden corrientes tan influyentes en su configura-
ción como el ecocentrismo o la ecología profunda, más agudo será el
conflicto entre los valores ecológicos y los valores políticos. Si un fin
es moralmente indiscutible, no es políticamente negociable.
Es esta maniobra de desplazamiento de las demandas sustantivas
—del terreno político, al terreno moral— la que da forma a la ya men-
cionada paradoja del ecologismo temprano: que la politización de la
naturaleza desemboque en su despolitización. Si, mediante la misma
operación a través de la cual se introduce la naturaleza en la agenda
política, se la describe como un problema crítico que demanda proce-
dimientos de excepción y resultados ya fijados, se está procediendo
también a su sustracción democrática. La urgencia desplaza al debate,
la crisis suspende el conflicto. Y parece impedir, en fin, el estableci-
miento de un vínculo necesario entre ecologismo y democracia. Sólo a
través de la reformulación de la política verde será posible, entonces,
resolver su conexión con la democracia en el plano de los principios, y
no sólo en el de las intenciones 1.
Bien, ¿cómo podemos exponer este conflicto? Es sencillo. El
procedimiento democrático es un método para la determinación del
contenido de decisiones legalmente vinculantes, en el que las prefe-
rencias de los ciudadanos están igualitaria y formalmente conectadas
con el resultado. Igualdad política, participación efectiva, un grado
mínimo de comprensión ciudadana de los problemas discutidos,
control ciudadano de la agenda política, suficiente inclusión partici-
pativa: todos estos criterios sustantivos hacen posible una auténtica
democracia procedimental en relación con su demos correspondien-
te. Y aunque una comprensión procedimental de la democracia su-
pone hacer primar los medios sobre los fines, son determinados fines
(igualdad, diálogo, racionalidad, tolerancia) los que hacen posible la
fundación y el funcionamiento del medio democrático. La democra-

123
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

cia es un proceso colectivo de comunicación y toma de decisiones,


que atañe tanto a los ciudadanos, formal e informalmente, como a las
instituciones. Pero la concreta forma que este proceso adopta depen-
de de la concepción de la democracia elegida —más o menos partici-
pativa o representativa 2—. Sin embargo, el conflicto entre democra-
cia y ecologismo no alcanza ese nivel; se plantea antes. Quien lo ha
expuesto con mayor claridad es Robert Goodin: «Defender la demo-
cracia es defender procedimientos, defender el ecologismo es defen-
der resultados reales: ¿qué garantías podemos tener de que los proce-
dimientos de la primera produzcan los tipos de resultados que
pretende el segundo» 3.
Y al respuesta es que ninguna. Esto es, que el respeto a las formas
democráticas de decisión impide asegurar que los verdes obtendrán
los resultados que desean. Podemos cifrar esos resultados en la conse-
cución de la sostenibilidad: sostenibilidad y democracia entran en
conflicto, porque la segunda no puede garantizar la realización de la
primera. El finalismo verde no encuentra en la democracia el sistema
de organización política más adecuado para su satisfacción. La regla de
la decisión mayoritaria no garantiza resultados verdes: no parece exis-
tir un vínculo necesario entre ecologismo y democracia.
Subyace en esta tensión la condición sustantiva del ecologismo,
como defensa de una determinada concepción del bien de naturaleza
consecuencialista. El ecologismo persigue un fin para cuya consecu-
ción no repara en medios. Y es que, por mucho que una pensadora
verde tan destacada como Robyn Eckersley haya defendido la demo-
cracia como la forma política más adecuada para la plasmación del
ecocentrismo, subsiste aquí una flagrante contradicción entre proce-
dimiento democrático y concepción del bien —vale decir, entre me-
dios y fines 4—. Dicho de otra manera, si no existe un consenso cultu-
ral que asegure su emergencia, una democracia no tiene por qué
producir resultados verdes. Más aún, si hablamos de democracia ge-
nuina, no pueden imponerse limitaciones previas al resultado de la
discusión y el debate. Sólo una aceptación mayoritaria de la versión de
la vida buena defendida por el ecologismo garantizaría la plasmación
práctica de sus fines. Es evidente que nuestra época experimenta una
diseminación generalizada de valores característicamente verdes; pero
muchos de ellos quizá sean superficiales y, en todo caso, no se mani-

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fiestan con una homogeneidad que autorice su traducción directa


como políticas públicas.
Ahora bien, es necesario profundizar en esta contradicción. Ya que,
si algo impide el establecimiento de un vínculo más sólido entre los
principios verdes y los principios democráticos, es la misma naturaleza
de los valores nucleares del ecologismo. Su consecuencialismo no es el
producto de una simple exageración, sino el reflejo de su estructura
normativa. Existe una tensión entre los valores ecológicos y los valores
democráticos, que se manifiesta en el conflicto entre sostenibilidad
y democracia. Hay que tener presente que el ecologismo es una versión
de la vida buena que, en su defensa del valor intrínseco del mundo natu-
ral y de su relevancia moral, emplea un lenguaje inconmensurable con el
de la democracia. ¿Puede la democracia, demasiado humana, proteger
a la naturaleza? Dice Baxter, recogiendo un sentir común, que no: «está
claro que sería inadecuado dejar la defensa de las demandas morales de
los no humanos a los procesos normales de la democracia humana» 5.
¡Como si hubiera una democracia animal! Son así los déficits morales
de la democracia los que el ecologismo pone de manifiesto:

Investigar la relación entre democracia y naturaleza es volver a un viejo y


esencial problema [...]. Es como si el medio ambiente hubiera venido a encar-
nar, a través de su deterioro y destrucción a manos de la sociedad democrática,
los mismos defectos que los críticos han asumido siempre como endémicos a
la democracia 6.

De esta manera, los valores verdes se convierten en valores exter-


nos a los principios democráticos; o viceversa. Y la democracia se con-
vierte en algo superfluo, en un componente opcional y, en todo caso,
subordinado al fin principal: realizar la concepción verde del bien. Se
invierte aquí el sentido de las cosas, porque la democracia no tiene
que ver con la obtención del mejor resultado, sino con la adopción de
la decisión más legítima, aunque sólo sea por la dificultad de discernir
cuál sea esa mejor decisión en cada caso.
Se deja notar aquí la influencia de una suerte de iluminismo eco-
céntrico que se arroga una exclusiva legitimación decisoria, basada en
la posesión de la certidumbre. Significativamente, una filósofa verde
como Laura Westra ha sugerido reemplazar la «vaca sagrada» de una

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democracia incapaz de abordar el desafío ecológico por un filósofo-


rey platónico capaz de tomar las decisiones adecuadas —un abando-
no de la democracia justificado en nombre del más serio compromiso
con el interés público 7—. Y lo más interesante es que una propuesta
de esta índole no debe considerarse extemporánea, sino que puede
derivarse lógicamente del consecuencialismo verde. Ya que, de acuer-
do con sus premisas, el mantenimiento del equilibrio natural es un im-
perativo moral de mayor importancia que la propia opinión pública:
una política ecológica puede ser correcta contra la preferencia mayori-
taria. No en vano, la democracia puede ser una experiencia muy de-
cepcionante para quienes tienen objetivos políticos apremiantes. De
este modo, la tensión entre ecologismo y democracia se resuelve con la
simple disolución de la segunda.
Esta aparente incompatibilidad sitúa a los verdes en una encruci-
jada, porque no pueden tenerlo todo a la vez. Tal como apunta Bryan
Norton, les obliga a decidir si quieren ser «antes, y sobre todo, ecolo-
gistas, o antes, y sobre todo, demócratas» 8. Si se prefiere la aplicación
de un programa ecocéntrico, se está rechazando toda posibilidad de
negociación en el marco de un pluralismo de valor: considerados
como no negociables, los valores ecológicos se sobreponen a todo va-
lor político. Los consecuencialistas «se aferran a un único “fin” moral,
el valor intrínseco de la naturaleza —fin anterior a la deliberación mo-
ral y a la investigación social conjunta—, tratando de bendecirlo como
el único fundamento de principio para la defensa de nuestras decisio-
nes en materia medioambiental» 9.
No se trata sino de la transposición política de aquella máxima éti-
ca proclamada por Aldo Leopold, suerte de primer mandamiento del
ecocentrismo, según el cual «una cosa es correcta cuando tiende a pre-
servar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica» 10.
Es la adaptación a un estándar externo lo que convierte a una decisión
en correcta; su legitimidad es exógena, no se deduce de la igual parti-
cipación de todos. De este modo, la condena de la democracia es su
misma humanidad. Y los valores del ecologismo radical, sus funda-
mentos normativos, la desplazan. No podemos, en consecuencia, ha-
blar de una ontología democrática del ecologismo político.
Sin embargo, ésta no es la única fuente de tensión entre ecologis-
mo y democracia, ni el único modo a través del cual aquél resuelve el

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conflicto en detrimento de ésta. Porque, más sutilmente, produce el


mismo efecto la despolitización de la crisis ecológica y de la sostenibili-
dad llamada a solucionarla. ¿De qué modo? Es un juego entre premisa
mayor y premisa menor. Primero: si la crisis ecológica no es un proble-
ma político, no puede resolverse democráticamente. Segundo: si, en
cambio, pertenece al terreno del conocimiento objetivable o espiri-
tual, quienes han de adoptar y ejecutar las decisiones son aquellos que
poseen tal competencia técnica o mística. Así pues, los mecanismos de
despolitización son dos:

1. Por una parte, la crisis ecológica puede ser reducida a la con-


dición de crisis espiritual o religiosa, cuyo remedio sólo puede
provenir de una revelación o descubrimiento situada, en todo
caso, fuera de la deliberación democrática. Esta ideologización
es análoga a la moralización despótica que producen los pre-
supuestos del ecocentrismo. La ecología profunda y otras co-
rrientes análogas privilegian esta perspectiva.
2. Por otra, la crisis ecológica puede considerarse un problema
técnico, para cuya resolución la regla mayoritaria de decisión
sólo puede representar un obstáculo. La gravedad de la crisis
y el imperativo de supervivencia justifican el establecimiento
de un estado de excepción social e institucional: la democracia
puede esperar. Tal es la propuesta del ecoautoritarismo.

Estas posibilidades demuestran una ambigüedad que los propios


teóricos verdes empiezan a reconocer. Ha escrito recientemente Te-
rence Ball: «No hay una conexión lógica o conceptual necesaria entre
un compromiso con el medio ambiente y un compromiso con la de-
mocracia» 11. Así es. Del compromiso verde con la democracia bien
puede decirse aquello de que funciona en la práctica, pero no en la
teoría. Los intentos teóricos por establecer una relación necesaria entre
ecologismo y democracia no han logrado, por lo general, sino expre-
sar su dolorosa ausencia. No en vano, se trata de dos bienes políticos
cuya conexión no es ni plausible ni necesaria: los intentos por estable-
cer una vinculación no contingente entre ecologismo y democracia
pueden incluso considerarse una muestra de wishful thinking. Su con-
junto expresa cumplidamente, en todo caso, las ambivalencias que

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aquejan también al vínculo entre la forma y el fondo de los procedi-


mientos democráticos. Pero dejan, ante todo, una sensación parecida
a la de los viejos debates teológicos sobre la existencia de Dios: irre-
prochables, pero inconvincentes.
Aunque volveremos a esto cuando abordemos el marco institucio-
nal de la democracia liberal, puede decirse que la teoría política verde
ha intentado vincular necesariamente ecologismo y democracia a tra-
vés de tres argumentos principales: el argumento precondicional, el
argumento de la emergencia de valores y el argumento procedimental.
Todos interesantes, ninguno satisfactorio. Brevemente:

1. El argumento precondicional. La condición reflexiva de la de-


mocracia proporciona el fundamento del argumento precondicional:
si bien la democracia es un procedimiento para la toma de decisiones,
se halla igualmente comprometida con los valores que hacen posible el
procedimiento mismo. Y entre esas condiciones no sólo se encuentran
la racionalidad o la disposición al diálogo; también, ciertas condicio-
nes medioambientales. En consecuencia, éstas deben considerarse un
interés generalizable y quedar fuera de la contienda argumentativa 12.
Sin embargo, no podemos excluir del debate democrático el conteni-
do mismo de la sostenibilidad: ésta es una precondición, pero al mis-
mo tiempo un principio determinante del modelo de sociedad; discu-
tirlo equivale a discutir sobre ésta. Y sobre todo, la sostenibilidad
medioambiental es condición necesaria de cualquier sistema político;
no se vincula necesariamente a la democracia. Su indistinción resta
fuerza al argumento.

2. El argumento de la emergencia de valores. Que establece una


conexión entre la naturaleza abierta del proceso democrático y la su-
puesta validez objetiva de los valores defendidos por el ecologismo. Se
sostiene así que, si el valor tradicional de la democracia reside en su
capacidad para la ordenación razonada de valores en conflicto, el re-
conocimiento de los valores verdes se producirá inevitablemente en el
marco de la misma, y con tanta mayor facilidad en una democracia
más participativa que la liberal. La democracia, si auténtica, es verde.
¿Seguro? En realidad, ni siquiera en condiciones ideales de diálogo
democrático puede asegurarse que los valores defendidos por los ver-

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des serán aceptados: no puede confundirse la presunta moralidad de


los argumentos del ecologismo con la validez que intersubjetivamente
termine por otorgárseles. La ciudadanía, no tan virtuosa como la teo-
ría política suele representarla, puede reconocer la moralidad de un
valor, pero anteponer sus intereses al mismo. Este argumento es, en-
tonces, puramente instrumental: la democracia será necesaria para el
ecologismo si los valores ecológicos efectivamente emergen en el cur-
so del proceso democrático; si no lo hacen, el problema es de la demo-
cracia, no del ecologismo.

3. El argumento procedimental. Su punto de partida es que nues-


tras instituciones están llamadas a garantizar igual consideración a to-
dos los intereses representados en el proceso político. De forma que si
actuamos sobre el procedimiento, mediante un cambio en la naturale-
za de la representación política que permita a ésta dar cabida a los in-
tereses de una comunidad moral expandida —por ejemplo, otorgan-
do a un determinado número de representantes la defensa de los
intereses del mundo natural—, podemos esperar resultados verdes sin
prescribir de antemano los fines del proceso político. Se actúa en el ni-
vel de los procedimientos, esperando que se produzcan determinados
resultados. Pero este razonamiento, sobre pretender ceñirse al proce-
so, atañe al contenido mismo de lo político. Porque la reformulación
de las instituciones representativas es ya un resultado sustantivo, la
realización de un fin antes que la articulación de un medio. Sólo una
democracia que ha decidido acerca del mayor peso de los intereses del
mundo natural otorga representación parlamentaria a sus intereses.
De nuevo, el vínculo no es necesario, sino contingente, es decir, ins-
trumental.

Sin embargo, para poder establecer una relación cuando menos só-
lida entre ecologismo y democracia, no es necesario introducir a la
fuerza elementos verdes en las instituciones democráticas, ni transfor-
mar ésta para devolverle su presunto esplendor perdido, dando así lu-
gar a improbables híbridos como la biocracia o la ecodemocracia. No, lo
que hay que transformar es la política verde, para acomodarla a las re-
glas y mecanismos de una democracia liberal, por lo demás, en perma-
nente cambio y adaptación. Puede que el ecologismo no necesite a la

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democracia, pero la democracia sí necesita al ecologismo: vale decir, un


ecologismo distinto al que realmente existe. Ya veremos cómo la políti-
ca verde se relacionará naturalmente con la democracia liberal, cuando
reconozca el carácter normativo del principio de sostenibilidad.
No obstante, antes de avanzar en esa dirección, es preciso refle-
xionar más a fondo sobre las características de esta tormentosa rela-
ción. De una parte, para comprender mejor sus raíces y el modo en
que el conjunto del entramado normativo del pensamiento verde ha
reflejado tendencias incluso reaccionarias; de otro, para dejar claro
que la posibilidad de un ecologismo antidemocrático no es una mera
conjetura ex nihilo, sino que constituye una fase histórica en la evolu-
ción de la teoría política verde: el ecoautoritarismo de la década de los
setenta. El naturalismo político que subyace a estas anomalías teóricas
no puede ser el fundamento de una nueva política verde. Hechas estas
consideraciones, será posible refundar las relaciones del ecologismo con
la democracia, sobre una nueva y necesaria base: la concepción nor-
mativa de la sostenibilidad.

I.2. La ambivalencia normativa del ecologismo político

Aunque no puede negarse la existencia de una creciente diversidad in-


terna al movimiento verde, reflejada también en el plano normativo,
ésta sería menos el producto de la evolución natural de sus principios
fundacionales que la consecuencia de la paulatina ruptura con éstos.
¿Víctimas del éxito? No solamente. Si bien es cierto que las primeras
oleadas del ecologismo han elevado las preocupaciones medioam-
bientales a la categoría de preocupación pública, no lo es menos que
la posterior diversificación y fragmentación del movimiento obedece a
las dinámicas propias de la globalización y —atención— al agotamien-
to de unos fundamentos teóricos acaso válidos para una fase de guerri-
lla ideológica, pero insuficientes para la articulación de una verdadera
sociedad liberal sostenible 13. Y allí donde esos principios son segui-
dos más allá de su agotamiento, reproducen sin cesar una vieja letanía
que dificulta, pero no frena, la modernización verde.
Sea como fuere, interesa ahora sobre todo arrojar luz sobre las
contradicciones y fallas de un entramado normativo cuya esencial am-

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bigüedad entorpece sobremanera las relaciones del ecologismo con la


democracia y, en realidad, con la política misma —entendida primige-
niamente como espacio de negociación y deliberación intersubjeti-
va—. No se trata de proceder a un catálogo exhaustivo de la filosofía
moral y política verde, sino de identificar algunos fundamentos de la
misma que han ejercido, y ejercen todavía, una decisiva influencia so-
bre su programa.

I.2.1. La paradoja epistemológica: ciencia y ecologismo

Ciencia y ecologismo se relacionan estrechamente bajo el signo de la


ambigüedad. Hay una peculiar mezcla de fascinación y resentimiento
en el modo en que los verdes abordan el papel de la ciencia. El ascen-
so del cambio climático como problema medioambiental total, como
causa donde confluyen las demás causas medioambientales, ha puesto
de manifiesto la existencia de un aparato científico formidable, sin
cuyo concurso la actual movilización de recursos políticos y culturales
nunca se habría producido; el éxito del ecologismo depende, en bue-
na medida, de la difusión de las ideas científicas. Sin embargo, esta ab-
solución verde de la ciencia no debe hacernos olvidar que la crítica
verde a la ciencia moderna es una de las claves de bóveda del ecologis-
mo fundacional y de su visión de la historia: sin ciencia moderna, no
habría crisis ecológica.
Difícilmente puede extrañar que una ciencia moderna en cuyo
origen se sitúa la relación programática de conocimiento y poder, orien-
tada al dominio de la naturaleza en beneficio del hombre, provoque
en el ecologismo una suerte de rechazo espontáneo, una reacción crí-
tica que acaba convirtiéndose en una constante en los textos verdes.
Ni los valores que la sostienen ni el método que emplea favorecen otra
cosa que no sea la fragmentación instrumentalista del mundo natural,
en detrimento de aquellas cualidades del mismo —como las sensuales
o estéticas— que en nada sirven a su dominio. Se expresa así la premi-
sa dualista de la ciencia poscartesiana: mientras que los hombres son
vistos como seres tanto físicos como espirituales, el resto de la natura-
leza es contemplada en términos puramente mecanicistas. No es ca-
sual que semejante objetivación concuerde con la pretensión científica

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de neutralidad y objetividad: la proclamación de que la ciencia carece


de valores en sí misma conduce a la concomitante desvalorización del
mundo natural, sometido así al libre arbitrio humano. Y así sucesiva-
mente.
Sin embargo, la crítica verde a la ciencia también hace suya aquella
refutación de sus pretensiones de objetividad que denunciaran las es-
cuelas estructuralista y culturalista. La ciencia es ideología, la ciencia es
sociedad, la ciencia es —en una palabra— contingencia. Y ha velado
tradicionalmente su condición ideológica mediante el manto de la neutra-
lidad, como si no existiera un nexo entre sus valores y prácticas y el
modo de vida occidental. Esta aparente neutralidad habría provocado,
además, un efecto de despolitización: la ciencia, lejos de ser autónoma,
resulta de valores sociales, si no es ella misma un valor. La influencia de
la sociología del conocimiento científico es patente: para los verdes, la
ciencia es un producto sociocultural, un filtro entre los muchos posi-
bles; no hay, a fin de cuentas, una determinación natural del conoci-
miento científico. A partir de estas premisas, sólo hay ya un paso hasta
la afirmación de que, aunque la naturaleza puede ser descrita y clasi-
ficada de numerosas formas, la predominante «concuerda con las par-
ticularidades e idiosincrasias del modelo europeo de evolución cultu-
ral» 14. La ciencia es, entonces, un instrumento de legitimación de la
concepción occidental del mundo. Paradójicamente, aunque la natura-
leza no puede deconstruirse, parece que la ciencia sí 15.
Ahora bien, ¿no socava así el ecologismo el suelo mismo sobre el
que se asienta? Es cierto que, por una parte, el ecologismo tiende a ex-
presar la secular tensión que se produce entre los sistemas racional y
místico de conocimiento —un viejo antagonismo epistemológico es-
pecialmente pronunciado en períodos de rápido progreso científico,
como el nuestro 16—. Sin embargo, esa tensión no sólo se proyecta ha-
cia el exterior del ecologismo, sino que se reproduce en su interior.
Más exactamente, en la contradicción existente entre la crítica a la
ciencia en su conjunto y la simultánea defensa de la ecología como me-
dio cognitivo. En su propia denominación, el ecologismo delata un
sustrato científico sólo recientemente —modernización obliga—
aceptado. Y la ecología es, desde luego, ciencia.
Nombrada así a partir del término acuñado por el biólogo alemán
Ernst Haeckel en 1866, la ecología es la disciplina científica que estu-

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dia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno. Su enfo-
que habría generado, desde entonces, una visión más compleja de la
naturaleza, que ya no es considerada como un conjunto de fenómenos
o sustancias precisamente demarcados, sino como un continuo flujo
de energía sistémica, reemplazándose la vieja ontología de objetos por
una ontología de sucesos o patrones de campo. Holista antes que ato-
mista, la ecología es también orgánica y no mecanicista: un nuevo len-
guaje para la misma realidad. Y dado que la metafísica holista consi-
dera que todos los fenómenos están conectados (frente al atomismo) y
existen en una sola esfera del ser (frente al dualismo), el observador
mismo resulta finalmente afectado, pues no puede ya concebirse desli-
gado de su objeto de conocimiento. Las consecuencias normativas no
son menores: la ecología proporciona imperativos éticos, estéticos e
incluso metafísicos para los problemas medioambientales, mientras
que conceptos básicos de la misma —como los de estabilidad ecológi-
ca e integridad sistémica— sugieren normas para el comportamiento
humano hacia el medio ambiente; ella misma se erige, de hecho, en «el
fundamento conceptual» de la ética medioambiental. Digamos que la
ecología ofrece un refrendo científico a la afirmación moral del valor
intrínseco de la naturaleza.
Se produce así la paradoja epistemológica del ecologismo político.
Que puede formularse como sigue: el rechazo verde de la ciencia mo-
derna, como fundamento de nuestra concepción instrumental de la
naturaleza y fuente mayor de la crisis ecológica, coexiste con la con-
fianza en la ecología como disciplina científica, capaz de revelar esa
misma crisis y de proporcionar una nueva concepción relacional de la
naturaleza, susceptible a su vez de transposición moral y política.
¿Confianza y sospecha? En realidad, el ecologismo no es un movi-
miento irracionalista, o lo es sólo parcialmente: encarna, antes al con-
trario y en formulación de Anne Bramwell, una revuelta de la ciencia
contra la ciencia 17. Dicho con otras palabras, una revuelta de la cien-
cia correcta contra la ciencia desviada. Esta aporía es la que permite
combinar el recelo hacia la ciencia y el apego a ella, los llamamientos a
la comunión mística con la naturaleza y los informes de sostenibilidad.
Sin embargo, la ecología no es otra ciencia, sino una de las múlti-
ples ramificaciones de la vieja ciencia moderna. No en vano, si la eco-
logía ofrece un conocimiento más refinado del mundo natural, éste no

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sirve sino para perfeccionar su control. Ésta es una ironía recurrente,


como vemos, en las relaciones socionaturales. A fin de cuentas, la eco-
logía no tiene como objeto amar a la naturaleza, sino contribuir con
sus hallazgos a predecir y controlar el mundo: es, en expresión de
John Passmore, «otro disipador de misterios» 18. No hay, en fin, una
ciencia verde: sólo ciencia, sin adjetivos.
De hecho, la complejidad misma de la ecología es frecuentemente
ignorada, por razones estratégicas y argumentativas. Bajo el manto de
una aparente uniformidad de criterio, se esconde la realidad de una
disciplina fragmentada y en movimiento constante 19. Asimismo, algu-
nas categorías básicas de la ecología —como las de comunidad o esta-
bilidad sistémica— han sido empleadas por la filosofía moral y política
del ecologismo de manera ambigua, a menudo inconsistente, al incor-
porar numerosos juicios subjetivos de valor acerca de qué sea natural,
qué una comunidad, qué debiera preservarse: valores antes que cien-
cia, y valores, de hecho, determinantes de las hipótesis científicas. La
influencia de los valores morales y políticos del ecologismo sobre las
explicaciones científicas de la ecología provoca un mutuo reforzamien-
to, que difícilmente preserva la imagen de objetividad de la segunda:

No hay un mero estímulo de la política sobre los hallazgos científicos, sino


que aquélla es prevalente en la conformación y diseminación de las ciencias
medioambientales. La política influye asimismo en las estrategias empleadas
para presentar distintas explicaciones medioambientales como bases legíti-
mas para la acción pública 20.

Esto apunta en una dirección que compromete tanto la crítica ver-


de a la ciencia moderna, como la excepcionalidad de su presunta con-
traparte: el empleo de la ecología como medio de legitimación de de-
terminadas opciones políticas en materia medioambiental no puede
ocultar la dimensión ideológica que subyace a la misma. Los intentos
por socavar la ciencia oficial —que se percibe como parte del mismo
sistema que provoca la crisis ecológica— terminan forzando respues-
tas científicas fuertemente condicionadas por consideraciones de va-
lor. Algo así como una ciencia a la medida.
Que los verdes recurran a la ciencia, en realidad, no hace más que
confirmar que no es posible llevar a cabo una política de sostenibili-

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

dad racional y eficaz sin su concurso. Los problemas medioambienta-


les que los grupos ecologistas denuncian sin cesar no habrían podido
siquiera ser reconocidos, mucho menos debatidos, en ausencia de un
vocabulario científico. Esto no deja de tener implicaciones más am-
plias para el debate medioambiental: «A largo plazo, una crisis ecoló-
gica no puede siquiera ser percibida como tal sin una notable sofisti-
cación científica y tecnológica. Esto implica que, dados los límites de
las ciencias, habrá siempre un grado de incertidumbre acerca de la
verdadera naturaleza y severidad de la crisis» 21.
La complejidad misma de las interacciones socionaturales acentúa
la imposibilidad de eliminar esa incertidumbre, dado que no podemos
predecir los efectos de nuestras políticas medioambientales sobre
unos sistemas naturales cuya respuesta no puede anticiparse. Basta
pensar en las formidables proyecciones temporales que acompañan a
la discusión teórica y práctica sobre el cambio climático.
Nada de esto elimina la necesidad de la ciencia, sino que la refuer-
za. La alternativa es la oscuridad más absoluta: sólo con auxilio de la
ciencia puede remediarse lo que la ciencia habría provocado. Algunos
teóricos verdes son conscientes de esta paradoja; el movimiento ha
empezado a sacudirse su aire de falsa inocencia. Y Jonathon Porritt
expresa el conflicto subsiguiente, tan sincera como ilustrativamente:

Y lucho también con mis concepciones acerca de la ciencia misma y del papel
de la ciencia en nuestras vidas. Como «veterano ecologista», contemplando
con desesperación el desastre en que estamos convirtiendo este hermoso pla-
neta, me encuentro situando inevitablemente a la ciencia moderna en el cora-
zón de un modelo de progreso inherentemente destructivo, mientras que si-
multáneamente recurro a ella para que proporcione respuestas para los, de
otro modo, inabordables problemas que ahora afrontamos 22.

Se reconoce así que la ciencia es a la vez el problema y la solución.


Pero esta conclusión puede devolvernos demasiado fácilmente, en un
movimiento circular, a la extendida premisa verde según la cual la
ciencia moderna es el problema y la ecología la solución. En ese caso,
podríamos seguir confiando en la ciencia, pero manteniendo el más
amplio tenor de la crítica a la modernidad; una hábil maniobra retóri-
ca. Robyn Eckersley puede así señalar que los teóricos ecocéntricos no

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

militan contra la ciencia per se, sino más bien contra el cientificismo, a
saber, contra la convicción de que la ciencia empírico-analítica es la
única forma válida de conocimiento 23. Pero semejante trampantojo
no parece suficiente para disipar la impresión de que, para los verdes,
la ecología sí es la única forma válida de conocimiento científico, a pe-
sar de formar parte de la misma ciencia que se somete a crítica. La pa-
radoja acaba siendo insalvable.
Es preciso que el ecologismo normalice su relación con la ciencia
en el plano normativo, toda vez que algunos movimientos verdes pa-
recen haberla asumido sin traumas en su despliegue práctico. En esta
incongruencia, se deja notar la huella del pensamiento radical que está
en los orígenes del movimiento: una oposición a los emblemas de la
racionalidad occidental de raigambre sesentayochista. Sin embargo,
la realidad reclama aquí sus tributos: la resacralización de la naturaleza
no sólo es ya inviable, sino que el propósito de lograrla obstaculiza su
simple preservación. Y si la crítica radical a la ciencia terminara en
una triunfal demostración, en clave posmoderna, de la imposibilidad
de la ciencia, el ecologismo perdería su propia razón de ser: un mundo
natural con existencia real e independiente.
La propia consecución de la sostenibilidad sólo puede lograrse
por la vía de su conocimiento, que la ciencia está llamada a proporcio-
nar. Es cierto que la ecología contribuye al mismo, pero no en solitario
ni desvinculada de la ciencia moderna de la que es parte. Aceptar la
ciencia como parte del núcleo normativo de la política verde es, sin
embargo, aceptar también sus contradicciones y ambigüedades, la pe-
culiar combinación de conocimiento y control que su despliegue trae
consigo, así como su firme enraizamiento en la modernidad. Todo ello
es bien visible allí donde el ecologismo nunca habría querido encon-
trarlo: en el principio mismo de sostenibilidad.

I.2.2. La otra cara de la sostenibilidad

No es casual que la ambivalencia que caracteriza al entramado nor-


mativo del ecologismo afecte también a uno de sus elementos cen-
trales: el principio de sostenibilidad. Aunque más adelante será ex-
plorada con detalle, la sostenibilidad define en esencia la ordenación

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de las relaciones entre la sociedad y su medio ambiente, el equilibrio


entre lo social y lo natural. Representa para el ecologismo la redefi-
nición de las relaciones entre la humanidad y la naturaleza: un apro-
vechamiento más racional del medio, de acuerdo con unas necesida-
des también reconsideradas, que permitan crear las condiciones
para el libre florecimiento del mundo natural y la abolición de la ti-
ranía moderna sobre la naturaleza. Es lógico que aquellas contradic-
ciones que afloran en la severa recepción crítica que el ecologismo
fundacional hace del proyecto de la modernidad sobresalgan aquí
con toda su fuerza.
Ya hemos visto cómo los verdes denuncian la ciencia moderna
tanto por sus consecuencias sobre nuestro entorno, como por estar en
el origen de una concreta forma de ver el mundo, en la que la naturale-
za desempeña un papel subordinado a los intereses del hombre. Más
ampliamente, esta crítica de la ciencia como dominación es también
crítica de la razón, ávida de un conocimiento que es —desde su raíz—
apropiación. El desencantamiento del mundo remite a la clara con-
ciencia que tenía Nietzsche de la función psicológica del causalismo,
expresada en su afirmación de que «el reducir algo desconocido a algo
conocido alivia, satisface, proporciona además un sentimiento de po-
der» 24. Tal nos sucedería con la naturaleza.
Frente a eso, la ecología aparece como la disciplina llamada a mo-
dificar nuestra percepción de la naturaleza; de la misma manera, sólo
una tecnología verde hará posible revertir los problemas medioam-
bientales. Así pues, la transformación de las relaciones socionaturales
sólo parece demandar una suerte de contrarrevolución cognitiva. Y es
obvio el nexo con el principio de sostenibilidad: sólo el conocimiento
acuñado por la ecología, a través del estudio de la interacción entre el
hombre y la naturaleza, hará viable la consecución de una sociedad
sostenible. Tal como los verdes lo conciben, se trata ante todo de un
principio corrector de valores y prácticas hasta ahora prevalentes
—manifestación, por ello, de la conciencia de límites propia del ecolo-
gismo.
Ahora bien, ¿no es posible también concebir el principio de soste-
nibilidad como el último paso en la dominación de la naturaleza? ¿No
constituye la ordenación de las relaciones entre hombre y medio am-
biente la suprema forma de conocimiento y control del mundo natu-

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ral? ¿Y no contribuyen a ello decisivamente tanto la ecología, como el


conjunto de análisis y prácticas científicas auspiciadas o defendidas
por los verdes? Ciertamente, la lógica de la sostenibilidad exige una
planificación de las esferas humana y natural que no conduce sino ha-
cia la definitiva transformación de la naturaleza en medio ambiente
humano. Como escribiera, otra vez, Adorno: «Cuanto más puramen-
te la civilización conserva y transplanta la naturaleza, más inexorable-
mente queda ésta dominada» 25. Sostenibilidad es dominación.
Esta dominación, como hemos visto, no debe ser entendida en un
sentido fuerte —como completo poder de disposición del mundo na-
tural por el hombre—, sino como control suficiente de su interacción
con el mismo. Tal como señala Grundmann, al hilo de la noción mar-
xista de dominio de la naturaleza:

[…] difícilmente puede decirse que una sociedad que no toma en conside-
ración su transformación de la naturaleza la domine en absoluto. En esta
acepción, al sentido usual se le da la vuelta. En el sentido usual, las crisis eco-
lógicas se perciben como resultado de la dominación misma de la naturaleza.
Pero aquí se ven como su ausencia 26.

Hay que recordar una vez más que dominación no es igual a des-
trucción, por más que el proceso de apropiación humana de lo natural
implique, forzosamente, su transformación. A su vez, ésta se deduce
lógicamente de la relación que sociedad y naturaleza traban entre sí.
La sostenibilidad no puede, por pura coherencia conceptual, basarse
en una naturaleza arcádica y ahistórica, caracterizada por su indepen-
dencia del hombre: presupone precisamente dependencia, interac-
ción, historicidad socionatural. Sostenibilidad sólo puede ser control
consciente del mundo natural, en contacto con el hombre.
Es interesante advertir cómo este dominio humano del mundo na-
tural, que el principio de sostenibilidad no puede dejar de expresar, se
mira en el espejo mismo de la naturaleza. Ya se ha puesto de manifies-
to cómo el estudio de la naturaleza es la base sobre la que se edifica el
control humano del medio. Así Francis Bacon: «La ciencia del hom-
bre es la medida de su efecto, porque ignorar la causa es no poder pro-
ducir el efecto. No se triunfa de la naturaleza sino obedeciéndola, y lo
que en la especulación lleva el nombre de causa conviértese en regla

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en la práctica». Y Ernst Jünger: «El ser humano observa en la Natura-


leza el rasgo calculador que en ella hay, el plan: lo refina y lo pone a su
servicio» 27. Se sugiere así que esa dominación tiene su raíz en la pro-
pia naturaleza dominada, de la que el hombre sólo tiene que tomar el
patrón. La razón dominadora es hija de la naturaleza dominada. Des-
de este punto de vista, la consecución de la sostenibilidad sería tam-
bién —mediante la corrección de algunos de sus defectos— la culmi-
nación del proyecto ilustrado.
Podría objetarse que una concepción semejante de la sostenibili-
dad, que podríamos llamar prometeica, se alimenta de la moderna
consideración instrumental de la naturaleza; por el contrario, su reno-
vación pondría el acento en las posibilidades de convivir pacífica y
equilibradamente con el mismo. Pudiera ser. Sin embargo, los medios
para la implantación y mantenimiento de la sostenibilidad son, en am-
bos casos, idénticos: no podemos vivir en paz con lo que no conoce-
mos, ni en ausencia de los instrumentos adecuados. El equilibrio de
sociedad y naturaleza sólo puede alcanzarse a través del control: con-
trol del efecto de las interacciones entre hombre y medio ambiente,
control de las reacciones naturales a lo social. Y este control sólo pue-
de derivar del más completo conocimiento de uno y otra —un conoci-
miento que implica dominio.
¿Significa esto que seguiremos relacionándonos con la naturaleza
de la misma manera en el futuro? No necesariamente; la sociedad ya
está cambiando. Pero aun cuando la sostenibilidad requiera de una re-
lación distinta, o de nuevos acentos en la relación ya existente, esas mo-
dificaciones nacerán en todo caso de ese conocimiento; no del vacío.
Sería también un producto, por tanto, del proceso de racionalización y
modernización que nos conduce hacia la sostenibilidad; proceso al que
la ecología contribuye en no pequeña medida. La sostenibilidad resulta
ser un concepto forzosamente ambivalente.
Pero, ¿es que no hay nada verde en la sostenibilidad? Al contrario.
Esta concepción de la sostenibilidad como dominación —antes que
como liberación— de la naturaleza puede contemplarse más benigna-
mente. Porque este dominio adopta la forma de una protección del
mundo natural. Es decir, que podemos recurrir a aquella tradición de
pensamiento a la que se refería John Passmore: la del hombre como
cooperador y perfeccionador de la naturaleza, que trabaja al unísono

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con ella. Y señalaba: «Mas requiere ello habilidad, y, en este sentido,


dominio. Un dominio que exalte, no que destruya o esclavice» 28. ¿No
se inscribe en esta línea de pensamiento el propósito verde de conse-
guir la sostenibilidad ecológica? ¿No es la sostenibilidad sino pleno
control de lo natural? Hay, claro, un inevitable componente antropo-
céntrico: «Perfeccionar la naturaleza es humanizarla, hacerla más útil
al hombre, más inteligible a su entendimiento, más bella a sus ojos» 29.
Llegados a este punto, sin embargo, los verdes sólo pueden esforzarse
para convencer a los demás de que su concepción de la sostenibilidad
—entre las varias, que no infinitas, posibles— es la más deseable. Pero
cualquier forma que adopte la misma será una empresa humana, glo-
riosa y trágicamente humana.
En este sentido, merece la pena preguntarse si los postulados
esenciales del ecocentrismo o la ecología profunda —que defienden
un acercamiento espiritual a la naturaleza y la defensa de su valor in-
trínseco— podrían dar lugar a un proyecto viable de sostenibilidad.
En otras palabras: ¿no es una concepción franciscana de la sostenibili-
dad, más allá del nivel de las creencias y prácticas individuales, una
contradicción en sus términos, a la vista del nivel de desarrollo exis-
tente en nuestras sociedades complejas, donde el componente técnico
de la sostenibilidad cumple una función decisiva? Esto no quiere de-
cir, sin embargo, que este componente técnico sea preponderante. Las
posibles concreciones del principio abstracto de sostenibilidad son
numerosas; lo que la vertiente científico-técnica de la sostenibilidad
ha de hacer es traducir y verter en un modelo viable las decisiones
que, en un plano normativo y democrático, se adopten acerca del tipo
de sostenibilidad que la sociedad desea. Algo que, a su vez, debe plan-
tearse con cautela, ya que no existe una sola instancia de decisión so-
cial, sino muchas.
Sea como fuere, hay que abandonar las falsas ilusiones acerca de
una naturaleza librada a su curso o espontáneo flujo. La sostenibilidad
sólo es posible mediante la intervención del hombre; una interven-
ción, además, de tal magnitud que implica el detallado conocimiento
de la naturaleza para su mejor tutela y preservación. Algo que responde
igualmente a la irreversible imbricación, a la interdependencia produ-
cida por el final de la separación entre lo social y lo natural. Si la idea
de una armonía espontánea entre hombre y naturaleza no es más que

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un espejismo, la idea de una sostenibilidad libre de toda sospecha


constituye su ingenua derivación: lo que su otra cara nos recuerda es
que también ahí, en el corazón de la política del medio ambiente, la
modernidad deja su rastro. No hay sostenibilidad inocente.

I.2.3. La naturaleza como fuente normativa

Ningún aspecto de la política verde expresa más cumplidamente su


contaminación naturalista como la relación directa que el ecologismo
tiende a establecer entre su concepción de la naturaleza y sus princi-
pios filosófico-políticos. Éstos son deducidos de aquélla, constituyen
su transposición normativa: la descripción del orden natural se con-
vierte en prescripción del orden social. No es un asunto menor. La vieja
legitimación naturalista de la política reaparece aquí con toda su fuer-
za, renovada además por una descripción distinta y presuntamente
definitiva del mundo natural. Y esta nueva certidumbre multiplica,
precisamente, el potencial significativo de la naturaleza.
¿De qué manera? Sobre todo, mediante operaciones interpretati-
vas que atribuyen a la ecología valores morales susceptibles, a su vez,
de transposición política. La ecología revelaría una estructura subya-
cente a los sistemas naturales, de la que se deduce un conjunto de
mandatos éticos evidentes por sí mismos: vivir en armonía con la natu-
raleza, superar el prejuicio antropocéntrico, reconocer el valor intrín-
seco del mundo natural. Asimismo, los principios ecológicos derivan
en principios políticos. Si el mundo natural es una red de relaciones,
el sujeto es un «yo relacional», constituido por sus relaciones con los
demás, y la sociedad debe ser un «modelo político relacional», basado
en la interrelación de comunidades biosociales 30. No parece, de he-
cho, haber límite para la enseñanza: la naturaleza puede ser historia-
dora, física, constructora, ingeniera de sistemas, madre, maestra, filó-
sofa, teóloga o científica política. ¿Qué tenemos que hacer, entonces,
sino aprender de ella? Este tipo de operación derivativa abunda, con
variable grado de fuerza vinculante, en la fundamentación filosófica y
política del ecologismo. Su atractivo no elimina, sin embargo, las razo-
nes que discuten su pertinencia.

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1. Naturaleza, ecología, polisemia. La primera de las objeciones


atañe al propio acto de lectura normativa del mundo natural. ¿Puede
afirmarse que la naturaleza posee un único significado? La ecología
deduce una serie de valores —cooperación, estabilidad, interdepen-
dencia— que pueden ser sustituidos o complementados con otros: la
concepción social jerárquica extraída del darwinismo o la justificación
evolucionista del materialismo dialéctico. En realidad, las ideologías y
los sistemas económicos más dispares han sido a menudo defendidos
como acordes con lo natural: la ciencia ha sido siempre una fuente de
legitimación política. Enzensberger formuló tempranamente esta crí-
tica al ecologismo: «La neutralidad social que para sí reclama la argu-
mentación ecológica, recurriendo a una estrategia demostrativa cientí-
fico-natural, es pura ficción» 31. A fin de cuentas, la naturaleza no
emite una única verdad sobre sí misma. Es, por el contrario, polisémi-
ca: admite tantos significados como actos de lectura. No hay así una
interpretación correcta de lo que el mundo natural es, ni de las conse-
cuencias normativas que de ahí se derivan: «El oráculo cambia con
quien pregunta» 32. La ecología no goza de un especial estatuto de re-
conocimiento, por más que su punto de partida sea la presunción con-
traria: que los hallazgos de la ecología constituyen ciertamente esa ver-
dad. Sucede, además, que el ecologismo no parece reparar en la
intrínseca mutabilidad de los conceptos científicos, cuando hace de-
pender los juicios éticos sobre el mundo natural de los hallazgos de
una ciencia concreta en una época concreta, confundiendo así la nece-
sidad de emplear algún tipo de representación del mundo natural
para su tratamiento normativo, con la determinación del valor a partir
de esa misma representación. Y hace, por añadidura, un uso muy se-
lectivo de la descripción ecológica de la naturaleza: la decisión de pre-
sentar el medio ambiente como comunidad, antes que como simple
suma de objetos o como sistema, es una decisión de índole ideológica.
La paradoja epistemológica reaparece así en la definición normativa
de los postulados verdes.

2. Historicidad e interpretación. La transposición normativa de


la descripción ecológica de la naturaleza incurre, asimismo, en un des-
liz característico de la filosofía verde: ignora el carácter social e histó-
rico del mundo natural. La tendencia histórica a considerar la natura-

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leza como fuente de normas depende de hecho de su separación de la


sociedad y la historia. Esta independencia otorga a la naturaleza un es-
tatuto ontológico que la legitima como horizonte normativo. Ya he-
mos visto, sin embargo, que la naturaleza no está separada de la socie-
dad, ni desvinculada de la historia humana; antes al contrario, el
mundo natural posee un contexto cultural, del que dependen las ideas
que tenemos sobre él. Por ejemplo, como recuerda Anne Bramwell, si
desde finales del siglo XIX y hasta la década de los setenta del pasado
siglo, la naturaleza expresaba sobre todo desigualdad, con posteriori-
dad a esa fecha empezó a expresar igualdad; es la misma naturaleza,
en un marco cultural distinto 33. Que la naturaleza no sea ya natural,
sino más bien una construcción sociocultural, socava su autoridad
como fuente de normas sociales. No hay, por ello, razones naturales
para el cuidado de la naturaleza. Es la ficción de su universalidad la
que provoca el espejismo de su magisterio normativo.

3. La dimensión simbólica. Desde otro punto de vista, la fuerza


de la transposición no residiría en su exactitud, sino en la metáfora.
Para Andrew Dobson, es arriesgado fundamentar las propias posicio-
nes políticas en una interpretación de la naturaleza forzosamente inde-
terminada, «pero la potencia simbólica obtenida con ello puede hacer
que merezca la pena pagar el precio de la vaguedad» 34. Esta vaguedad
es, frecuentemente, incoherencia. Y emergen así tensiones entre algu-
nos de los bienes que se deducen del mundo natural —como ocurre
con la estabilidad y la democracia, o con la democracia y la tradición—.
La traducción es selectiva porque lo son los valores que la rigen; el
juego de correspondencias encierra también su antítesis. Asimismo, la
congruencia entre los valores ecológicos y los normativos parece exigir,
con frecuencia, un ejercicio de imaginación: cooperación e igualdad no
parecen las notas dominantes de la cadena trófica, salvo que se privile-
gie una visión de conjunto cuya neutralidad valorativa —el tigre y el
ciervo son lo mismo, aunque uno devore a otro— invalidaría cualquier
proposición moral. Lo que cuenta, entonces, es el giro naturalista, no
sus detalles. Esa potencia simbólica, de nuevo, remite a la independen-
cia del mundo natural; su preexistencia y autonomía dan al hombre un
marco más amplio al que volverse en busca de enseñanza. No busca-
mos respuestas precisas, sino una orientación natural para la sociedad;

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la ilusión pierde un grado, pero no desaparece. La metáfora no es aquí


lo que subyace a la norma, sino su disfraz. Y la transposición es —sigue
siendo— una operación ideológica y política, no científica.

4. Transposición y modernidad. El sesgo antimoderno del ecolo-


gismo se hace aquí especialmente patente. Al situar el mundo natural
como horizonte de la acción individual y modelo de la organización
social, el ecologismo pretende reponer un contenido normativo de la
naturaleza que la modernidad supo dejar a un lado —en beneficio de
la autonomía y la racionalidad humanas—. No en vano, es la descon-
fianza hacia esta racionalidad, culpable de la crisis ecológica, la que
provoca esa reacción naturalista. Se arremete así contra uno de los
fundamentos de la modernidad: la separación del hombre respecto de
la naturaleza, tanto física como normativamente. Ha sido Charles Tay-
lor quien ha subrayado la importancia de la revisión cartesiana de las
fuentes de la moralidad: con su distinción entre el ser pensante o espí-
ritu (el hombre) y el no-ser mecánico o materia (el mundo natural),
despojó a la naturaleza de todo contenido normativo, momento a par-
tir del cual el hombre se vio obligado a buscar la moral en su interior 35.
Contra Descartes, el ecologismo propone a la naturaleza como reno-
vada fuente de moralidad humana —una naturaleza despojada de su
fundamento teológico y revestida ahora de cientificismo—. El fracaso
de la razón la vuelve contra sí misma.

Algunos teóricos verdes son, ciertamente, conscientes de la impo-


sibilidad de llevar a cabo una traducción directa de los principios eco-
lógicos al plano normativo. Así, Baird Callicott prefiere hablar de las
«implicaciones metafísicas» de la ecología, entendidas como nociones
conceptuales generales que debemos abstraer de la misma, pero ne-
gando la existencia de relaciones lógicas entre las premisas de la ecolo-
gía y las conclusiones metafísicas 36. Filosofía, no geometría. ¡Menos
mal! Esta clase de matices, sin embargo, no suprimen la fuerza simbó-
lica de la transposición. Nunca se afirma lo que debería afirmarse, a
saber: que la ecología está insuficientemente equipada para abordar
cualquier asunto humano, por la sencilla razón de que es una ciencia
natural que no tiene nada que ver con los mismos. Esto no atenúa la
importancia de los asuntos ecológicos, pero en cuanto tales —no

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como asuntos ecológicos, moral y políticamente traducidos—. Y esos


asuntos ecológicos pueden, por supuesto, ser debatidos políticamen-
te; pero no a través de un marco naturalista de razonamiento que des-
virtúa la esencia misma de lo político. De hecho, esa perversión natu-
ralista a menudo adopta la forma de otro escapismo recurrente del
pensamiento radical: la utopía.

I.2.4. El utopismo verde

El futuro le parecía fascinante por ser el territorio


de lo inesperado: no lo que será según la razón, sino
lo que podría ser según la imaginación.
OCTAVIO PAZ

La evolución de la teoría política verde, desde los inicios del mo-


vimiento ecologista a comienzos de los años setenta hasta hoy, puede
describirse como una travesía desde el radicalismo hasta el realismo
—o al menos, a un moderado, estratégico pragmatismo—. En este
cambio se combinan la claudicación frente a la hegemonía liberal y el
propósito de penetrar en el interior del sistema, para desde dentro
procurar su transformación en la dirección de la sociedad sostenible.
Es también, no obstante, síntoma de una aceptación dolorosa pero
firme del marco democrático: frente a la imposición de su postura sin
margen para la discusión, el ecologismo habría pasado a aceptar ésta
en el contexto de una sociedad pluralista. Sin embargo, este giro ha-
cia el realismo democrático no ha eliminado la tendencia al utopismo
heredada de los orígenes del movimiento, y reforzada por la conver-
gencia de la teoría verde con otros movimientos políticos y sociales
de tradición marcadamente utopista —marxismo y anarquismo,
principalmente—. Este utopismo latente encuentra su manifestación
más visible en ciertas concepciones de la sociedad sostenible; socie-
dad sostenible y utopía han ido a menudo de la mano.
Efectivamente, este utopismo nace con el ecologismo contempo-
ráneo. Cuando se plantea a comienzos de los años setenta el debate en
torno a los límites del crecimiento —a raíz del informe fundacional
del Club de Roma—, la crisis ecológica se percibe como una auténtica

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amenaza a la supervivencia del hombre sobre la tierra 37. Y la subsi-


guiente necesidad de respetar los límites medioambientales impuestos
a la actividad humana se traduce, políticamente, en un rechazo total
del modelo occidental de sociedad. No basta el cambio; se hace preci-
so un cambio radical. En este sentido, el rechazo del modelo liberal-
capitalista va acompañado de la idealización de la comunidad rural
autosuficiente, de la influencia de una Nueva Izquierda entonces pu-
jante y de los restos de la contracultura y el hippismo. Los apocalíp-
ticos escenarios que la imaginación artística y popular habían pro-
ducido tras más de dos décadas de guerra fría y paranoia nuclear
—paisajes desolados, el hombre regresando a la barbarie, el fin de la
civilización— pasaron a evocar el probable resultado de una catástro-
fe medioambiental a escala planetaria: una auténtica distopía verde.
No es casualidad que esos modelos narrativos vivan ahora una nueva
primavera 38.
Todo ello desemboca en una visión de la sociedad sostenible que
todavía subyace, más o menos abiertamente, a gran parte del movi-
miento verde: la ecotopía, o utopía verde. Es, de hecho, en la inevita-
ble destilación de una concreta manera de concebir la sostenibilidad,
donde prima el propósito de armonía con la naturaleza y el desmante-
lamiento del sistema productivo contemporáneo: se trata de dar la
vuelta a la sociedad occidental. En ocasiones, algunas propuestas
adoptan involuntariamente tintes grotescos —como el neoprimitivis-
mo que propugna literalmente la regresión hacia formas tribales de
organización 39—. No obstante, la descripción canónica de esa socie-
dad sostenible nos presenta un auténtico negativo de la existente: res-
tricción del consumo y de los desplazamientos, fin de la identificación
entre trabajo y empleo remunerado, autonomía comunitaria, relación
con la naturaleza basada en el disfrute espiritual y estético. Esta lógica
transformadora tiene, sin embargo, su más elocuente expresión en la
propuesta biorregionalista; merece la pena detenerse en ella.
¿Qué es el biorregionalismo? Esta corriente del ecologismo norte-
americano constituye, acaso, la más diáfana articulación de un viejo
sueño verde: la determinación naturalista de la organización social.
Y es que la aspiración declarada del biorregionalismo es lograr la má-
xima correspondencia entre los órdenes natural y social —de manera
que el segundo no sea más que un reflejo del primero—. Ya hemos

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visto que la transposición social de lo natural es un rasgo inherente a la


filosofía del ecologismo. Sin embargo, el biorregionalismo lleva esta
premisa hasta el límite, con una desconcertante sencillez. Su funda-
mento es la necesidad de que las características naturales de cada te-
rritorio determinen la forma de la comunidad política asentada en él.
Kirkpatrick Sale, quizá su más influyente teórico, deja esto claro cuan-
do define a la biorregión como «un lugar definido por sus formas de
vida, su topografía y su biota, más que por dictados humanos; una re-
gión gobernada por la naturaleza, no por la legislación» 40.
Quedaría así abolida la separación del hombre respecto de la na-
turaleza, en que se cifra el desarrollo mismo de la cultura. En princi-
pio, el biorregionalismo puede considerarse la forma política de la
ecología profunda, pero también —más ampliamente— el más estric-
to cumplimiento de la ética de la tierra leopoldiana, cuyo célebre man-
damiento ya se ha citado: «Una cosa es correcta cuando tiende a pre-
servar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es
incorrecta cuando se orienta en otra dirección» 41.
La interpretación radical de este principio convierte a la naturale-
za en principal instancia de determinación ética. Y dado que la comu-
nidad natural que el hombre formaba con la tierra y el resto de seres
vivos sólo pervive en una memoria declinante, la restauración de un
heideggeriano sentido del lugar es, para el ecologismo, un asunto de la
mayor importancia 42. ¿Coherencia o delirio? La sobrevaloración nor-
mativa del orden natural conduce a la falsa abolición de lo político; el
utopismo verde encuentra aquí, en consecuencia, una plasmación de-
finitiva. Y el apego al lugar se convierte en una superstición.
Esta transformación social, en cualquiera de sus variantes, en-
cuentra su lógica correspondencia en un individuo también transfor-
mado. El habitante modelo de la sociedad sostenible rechaza los valo-
res capitalistas y ama la naturaleza: combina la sabiduría política del
anarquista con la orientación trascendental propia de la ecología pro-
funda. De hecho, la revolución cultural que produce un nuevo hom-
bre es la que termina destilando una nueva sociedad: vino viejo en
odres nuevos. En palabras de dos reputados estudiosos del utopismo:
«La utopía anticientífica y antirracionalista de la contracultura sueña
con que una nueva conciencia controle la existencia» 43. Esta concien-
cia es, en nuestro caso, la conciencia verde. Y su aspiración, una socie-

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dad que sea el negativo de la sociedad posindustrial, donde la armonía


perdida con la naturaleza pueda recobrarse colectivamente. La última
utopía sueña, en fin, con la vieja Arcadia.
Esta aparente paradoja, en la que lo nuevo se alimenta de lo viejo,
trae causa de una límpida operación conceptual. Así, el utopismo ver-
de está conectado con una concepción de la sostenibilidad que depende,
a su vez, de la antedescrita visión de la naturaleza como realidad ahistó-
rica, universal, independiente. La utopía retrospectiva se convierte en
utopía prospectiva: la naturaleza originaria nos espera al final de la his-
toria. Involuntariamente cómica a veces —¿prohibir los viajes?— y
casi siempre fantasmal, esta sociedad sostenible convierte al ecologismo
en la más evidente utopía contemporánea. Y lo es como consecuencia
directa de ese naturalismo que sólo acepta un orden social capaz de re-
producir la irreal perfección de un orden natural sublimado. Sucede
que esta concepción de la sostenibilidad es contraria a toda articulación
democrática de la política verde; es, incluso, antipolítica, por cuanto su
contenido viene predeterminado y no se sujeta a deliberación y deci-
sión pública. La forma del paraíso no es negociable.
Efectivamente, la determinación ideológica del modelo de socie-
dad y del tipo de individuo a ella correspondiente —cooperativo,
desinteresado, amante de la naturaleza— se sitúa al margen de todo de-
bate: es un tipo cerrado, desligado de las formas democráticas. Reflejo
de esa desvinculación es la corriente ecoautoritaria, sobre la que vol-
veremos enseguida, y que no por casualidad floreció en el seno del
movimiento verde en la década de los setenta. Su defensa de un régi-
men autoritario, capaz de imponer la sostenibilidad sustituyendo el
proceso democrático de formación de preferencias, por otro basado
en la imposición de una voluntad general, no revela nada sorprenden-
te: la relación entre utopismo y autoritarismo posee perfecto sentido.
En este caso, la urgencia que la crisis ecológica parece imponer consti-
tuye el pretexto perfecto para la suspensión de los mecanismos demo-
cráticos y de cualquier debate en torno a lo deseable. Es verdad que el
autoritarismo es ahora una corriente marginal dentro del ecologismo,
pero puede recobrar su aliento allí donde la política verde otorgue
prioridad a los resultados sobre los procedimientos. Sólo la apertura
democrática de la sostenibilidad permite conjurar el espectro del uto-
pismo radical 44.

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I.3. La tentación autoritaria en el ecologismo político

Hay que hacerse ahora la siguiente pregunta: ¿puede la tensión entre


ecologismo y democracia dar lugar a algo parecido a una ecodicta-
dura? Y la respuesta es que, al menos teóricamente, desde luego. Es
verdad que el ecoautoritarismo es considerado hoy una expresión del
discurso de límites característico del ecologismo temprano, un episo-
dio histórico anecdótico en la evolución del pensamiento verde. Sin
embargo, su amenaza no ha desaparecido. Ya que, con independencia
del concreto contexto sociopolítico —no tan distinto del actual— que
lo origina, sus presupuestos lógicos no han sido superados de forma
definitiva por el ecologismo. Detenerse en ellos contribuye a esclare-
cer su conflicto latente con la democracia.
Su florecimiento es el producto de una tensión inherente a los
principios verdes. Es la despolitización de la crisis ecológica, concebi-
da como un problema técnico, lo que provoca la sustitución de una
democracia ineficaz por un régimen excepcional, capaz de alcanzar
un equilibrio sostenible. La objetivación de la crisis demanda un siste-
ma político que produzca, más que decisiones legítimas, decisiones co-
rrectas. En este contexto, la legitimidad de la decisión tiene un carác-
ter puramente instrumental; despolitizada la crisis, ningún juicio de
valor puede oponerse a decisiones de naturaleza técnica. Mientras
tanto, la percepción de la crisis ecológica como crisis de supervivencia
permite suspender toda garantía procedimental en beneficio del más
puro criterio de eficacia, representado por un Estado centralizado y
autoritario, regido por expertos: una forma tecnocrática de sostenibi-
lidad, un Leviatán verde.
En realidad, el ecoautoritarismo no adopta una forma teórica bien
definida hasta la segunda mitad de la década de los setenta. Y lo hace
gracias a su principal representante, William Ophuls, quien da un
nuevo brío a aportaciones previas menos sistemáticas, pero expresivas
de un determinado clima de opinión, por parte de Robert Heilbroner,
Paul Ehrlich y Garrett Hardin. No es, dicho sea de paso, un clima
muy diferente al que empezamos a experimentar treinta años después.
Difícilmente puede sorprender que el primer paso en la estrategia ar-
gumentativa del ecoautoritarismo sea la descripción de la crisis ecoló-

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gica como crisis de largo alcance. Sostiene así Ophuls que la condi-
ción natural del hombre civilizado es la escasez de los recursos mate-
riales de los que depende su supervivencia. Y la escasez es, histórica-
mente, el fundamento mismo de la política: su origen es la necesidad
de distribuir recursos escasos, de manera ordenada. Sin embargo, la
excepcional feracidad disfrutada durante los últimos cuatro siglos ha
dado forma a nuestras actitudes individuales e instituciones sociales,
incapaces ahora de hacer frente al regreso de la escasez. Este regreso
adopta la forma de la así llamada escasez ecológica —amplio concepto
que abarca el conjunto de los límites o costes asociados al crecimiento
económico continuo—. Pero la escasez ecológica reviste un carácter
especial:

El significado esencial de la escasez ecológica es que la vida política, económi-


ca y social de la humanidad debe una vez más enraizarse completamente en
las realidades físicas de la biosfera. [...] En suma, estamos en una genuina en-
crucijada civilizatoria. La escasez ecológica no es completamente nueva en la
historia, pero la crisis a la que nos enfrentamos carece, en gran medida, de
precedentes 45.

En consecuencia, la crisis ecológica adopta los rasgos amenazan-


tes de una crisis de civilización, que resucita la supervivencia misma de
la comunidad como problema político básico. Y en la medida en que la
política descansa sobre un fundamento ecológico, el debilitamiento
de éste absorbe tanto a la economía como a la política, dada la cre-
ciente determinación sobre nuestras vidas de los imperativos ecológi-
cos. ¿No es éste un discurso familiar? Sucede, no obstante, que la es-
casez ecológica se convierte al mismo tiempo en un problema externo
a la política misma, esto es, prepolítico, porque su resolución es previa a
toda posible actividad social. La abundancia ha concluido y, con ella,
la época dorada de los valores modernos: democracia, libertad e indi-
vidualismo. A consecuencia de ello, nos veremos obligados a retornar
a una política premoderna y cerrada. Si desaparecen las condiciones
de posibilidad de la democracia, la democracia desaparece también.
Simple y claro.
Es aquí visible el rastro de la célebre exposición que Garrett Har-
din hiciera de la llamada «tragedia de los bienes comunes», cuyo senci-

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

llo tenor ejerció notable influencia en el conjunto del ecologismo tem-


prano y conserva hoy su influencia. Según Hardin, si los recursos que
una vez fueron abundantes son hoy escasos, sólo podemos evitar la rui-
na ecológica mediante su regulación y protección, en nombre del inte-
rés común. Esa protección sólo pueden realizarla instituciones políti-
cas que, por medio de lo que William Ophuls denomina «un grado
suficiente de coerción», acaben con el fetiche del crecimiento perpetuo
y establezcan un modelo estacionario de economía y sociedad 46. Y esas
instituciones no tienen por qué ser democráticas; de hecho, acaso no
puedan serlo. Porque la escasez ecológica exige la adopción de decisio-
nes críticas, cuya complejidad no permite otorgar capacidad decisoria
alguna a los ciudadanos. Las implicaciones autoritarias son claras:

La sociedad estacionaria, ecológicamente compleja, requerirá, si no una clase


de guardianes ecológicos, sí al menos una clase de mandarines ecológicos en
posesión del esotérico conocimiento necesario para gestionarla bien. En con-
secuencia, sea cual sea su nivel de prosperidad material, la sociedad estacio-
naria no sólo será más autoritaria y menos democrática que las sociedades in-
dustriales de hoy —la sola necesidad de afrontar la tragedia de los bienes
comunes lo aseguraría—, sino que también y con toda probabilidad será mu-
cho más oligárquica 47.

Se traza así un vínculo directo entre la naturaleza técnica de los


problemas ecológicos y el mandato de una tecnocracia que ni siquiera
se viste con ropajes democráticos: adopta directamente la forma de un
Estado fuerte y centralizado, regido por un mandarinato de expertos
cualificados para la evaluación y resolución de la crisis ecológica. La
solución ecoautoritaria asume así una concepción tecnocrática de la
sostenibilidad, cuyo contenido es determinado por una clase privile-
giada de expertos: un despotismo verde.
Ahora bien, ¿es tan descarnado autoritarismo una mera aberra-
ción pasajera en el pensamiento verde, o más bien la lógica destilación
política del apocalíptico discurso de supervivencia desarrollado por el
ecologismo temprano y recuperado ahora? De acuerdo con la valora-
ción de una autora tan reputada como Robyn Eckersley, este discurso
no sólo llamó la atención sobre la seriedad de la crisis ecológica, sino
que vino a desafiar la extendida complacencia acerca de la capacidad
de los valores y las instituciones políticas existentes para abordarla 48.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

Sin embargo, la gramática del catastrofismo hace posible la justifica-


ción de un Ausnahmezustand, o estado de excepción, señalado como
única esperanza para la supervivencia. Y la acción debe ser urgente,
porque la alternativa es la extinción. Es el tránsito de la utopía cultural
a la distopía política.
Pues bien, no puede decirse que la base del razonamiento ecoauto-
ritario haya sido superada por el pensamiento verde dominante. Por-
que esa base no es otra que una concepción rígida de la noción de lími-
te ecológico y las consecuencias que se derivan del mismo. Ya hemos
visto, no obstante, que esa concepción es, desde su origen, vulnerable a
una serie de críticas; no es la menor de las mismas que nuestra incerti-
dumbre acerca del futuro impide asegurar que esos límites vayan a ser
nunca alcanzados. Los límites son función de las formas socioeconómi-
cas; no son absolutos. A partir de esa premisa, el ecoautoritarismo pro-
cede a una defensa del gobierno centralizado y coercitivo —del Estado
fuerte sobre la sociedad civil— como único medio para evitar el colap-
so ecológico. Y desafía la convicción de que los regímenes democráti-
cos sean más eficaces que los autoritarios, capaces de adoptar las deci-
siones técnicas óptimas y de aplicarlas mediante la fuerza.
Naturalmente, se trata de un razonamiento disparatado. La efica-
cia no puede separarse de la legitimidad, cuando la entera sociedad
debe cooperar para la consecución de un objetivo complejo —como
es la sostenibilidad—. Esto es aún más cierto, en el caso de una hipo-
tética sostenibilidad basada en el crecimiento estacionario y el estricto
control de los recursos. Escribe Jonathon Porritt, completado su viaje
desde el radicalismo juvenil hasta el pragmatismo maduro: «[…] dada
la medida de los cambios en el estilo de vida y la profundidad de la re-
volución productiva que será necesaria para asegurar una transición
pacífica a una sociedad genuinamente sostenible, la idea misma de su-
poner que tal sociedad pueda ser impuesta mediante un diktat autori-
tario bordea lo surrealista» 49.
En estas circunstancias, la penetración del objetivo de la sosteni-
bilidad en el tejido mismo de lo cotidiano exige un sentido fuerte de
pertenencia comunitaria, ligada a un objetivo aceptado por todos. Las
decisiones óptimas tienen que empezar por ser legítimas. Y la carencia
de ésta es, de hecho, el principal problema técnico de la solución auto-
ritaria.

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

En la argumentación ecoautoritaria, la objetivación técnica de la


crisis contribuye a su radical despolitización. Es la afirmación del ca-
rácter no político de la crisis la que reduce su tratamiento y resolución
a una cuestión de competencia: la de aquellos capacitados para deci-
dir. Son los rasgos clásicos de la solución tecnocrática, especialmente
agudizados en períodos de crisis o transición: la política, considerada
como diálogo o conflicto, es sustituida por la certeza de la ciencia y la
técnica; saber es poder. Naturalmente, la relación de la sociedad con
su entorno posee una importante dimensión técnica, que requiere el
concurso de expertos; pero esa dimensión técnica no es la única, ni la
más importante. Al contrario de lo que ocurre con una sostenibilidad
cerrada, que propicia la sobredeterminación técnica o ideológica de
las relaciones sociedad-medio ambiente, una sostenibilidad democrá-
tica —como veremos— reconoce igualmente la dimensión simbólica y
política de las mismas. La afirmación del carácter exclusivamente téc-
nico de la sostenibilidad es, en realidad, de orden político. Y político
debe ser el debate en torno a la misma.
Sucede que no existe una única solución técnica para procurar el
equilibrio socioambiental, ni en consecuencia una sola forma de soste-
nibilidad. Es razón suficiente para no dejar su definición en manos de
unos expertos entre los que tampoco existe —ni puede existir— con-
senso. La sostenibilidad es así un principio inherentemente normati-
vo, cualidad abierta que es negada de plano por el ecoautoritarismo.
De esta manera, lo que encontramos en la propuesta ecoautoritaria es
una variante de la paradoja que aqueja a todo el ecologismo políti-
co: una politización de la naturaleza que termina excluyendo a la ver-
dadera política. Y no es de extrañar. Cualquier rechazo de la condición
normativa de la sostenibilidad encierra la amenaza del aislacionismo
tecnocrático, por cuanto su sustracción al debate público implica el
riesgo de una definición atribuida a los expertos. Nada de esto signifi-
ca que no hayan surgido, en el interior del ecologismo, esfuerzos des-
tinados a conjurar la amenaza autoritaria. Sólo la reformulación de la
política verde y de su ambiguo núcleo normativo puede, sin embargo,
dar paso a una relación necesaria entre ecologismo y democracia. La
política de la naturaleza, en fin, no puede ser un naturalismo político.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

I.4. Hacia una nueva política verde

La reorientación de la política verde exige la previa eliminación de la


inercia naturalista que aqueja al ecologismo desde sus orígenes. Esta
reorientación adopta por ello inicialmente una forma crítica: la nueva
política verde se opone a la vieja ideología verde. Sólo así, como vere-
mos, será posible defender una concepción abierta de la sostenibili-
dad, compatible con la democracia. Y defender la cualidad moderna
de una política del medio ambiente llamada a converger con el libera-
lismo, en el marco de la incipiente sociedad global. No puede hacerse
una política nueva con instrumentos obsoletos.
En ese sentido, nada es más urgente que revisar el papel que en la
definición de la política verde han jugado, hasta ahora, las corrientes
fundacionales del mismo —abusivamente identificadas con su misma
esencia—. Su combinación de dogmatismo antiantropocéntrico y
esencialismo epistemológico ha socavado la posibilidad de una políti-
ca verde digna de tal nombre: lo que debe ser diálogo, convención y
persuasión es reemplazado por la simple apelación a una verdad que
deriva directamente del orden natural. Gilles Lipovetsky se ha referi-
do acertadamente a esta «conciencia verde intransigente» como a un
«nuevo antihumanismo» 50. No en vano, el lugar que deja la razón es
ocupado por una naturaleza autónoma y universal, objeto de preser-
vación y fuente de normas para la organización social. Ya hemos visto,
además, que esa forma de esencialismo ignora la realidad de una natu-
raleza transformada por el hombre en su medio ambiente.
Efectivamente, los orígenes del ecologismo han determinado en
exceso su posterior evolución filosófica y política. La vocación de an-
tagonismo exhibida por las corrientes radicales, derivada de un pro-
grama maximalista basado en el desmantelamiento completo de una
sociedad liberal que expresa el fracaso de la modernidad, terminó por
arrastrar al entero movimiento verde hacia una dudosa concepción de
la política: como mero epifenómeno de una ética naturalista de signo
cientificista. Si la naturaleza debe ser nuestra referencia normativa, la
política se vacía de todo contenido, porque su fundamento pasa a en-
contrarse en un ámbito exógeno a la deliberación y negociación inter-
subjetivas. Ese fundamento no es otro que una determinada concep-

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

ción del mundo natural y de nuestra relación con el mismo: una onto-
logía naturalista que se sitúa antes de la política. No es exagerado afir-
mar que la política naturalista es una desnaturalización de la política.
Y más exactamente, una extraña combinación de moralismo y cienti-
ficismo.
Hay que recordar que la descripción de la naturaleza que propor-
ciona la ecología se transforma en mandatos morales, a su vez deter-
minantes de una organización social consagrada a su cumplimiento:
ciencia, moral, política. La autonomía de lo político desaparece, de la
mano del orden provisto por la ciencia y sentimentalizado por la mo-
ral ecocéntrica. La política se convierte en un mero instrumento de re-
producción del orden natural en el orden social. El ecologismo, en lu-
gar de articularse como una política, se desarrolla como una teoría
moral intransigente. Y el consecuencialismo resultante —la acepta-
ción de una sola clase de resultados— amenaza con contaminar todo
intento de realizar democráticamente una auténtica política verde.
Hay, por tanto, que soltar lastre.
Se trata de una errónea interpretación del papel que la naturaleza
ha de cumplir en el ecologismo, porque de la primacía otorgada a su
protección no se deduce, necesariamente, el otorgamiento de preemi-
nencia prescriptiva a la misma. No hace falta recurrir a Hannah
Arendt para recordar que la política nace de la pluralidad humana, de
la diversidad social. También es poder, negociación, interés; pero bien
puede decirse que su origen último es que no todos podemos tener lo
que queremos, o queremos cosas distintas: la política es la canaliza-
ción del conflicto subsiguiente. La moralidad ordena la esfera de lo
deseable, la política ordena la esfera de lo posible. La naturalización
de la política equivale a convertir lo único deseable en lo único posi-
ble: una antipolítica. Ya que la apelación a la naturaleza como fuente
normativa no esconde sino el intento de naturalizar la sociedad hu-
mana y sus valores, que son lo artificial por excelencia, sustrayéndola
«del orden de lo voluntario, lo discutible, lo pactado, lo revocable, lo
utilitario, lo sujeto a innovación» 51; esto es, de lo humano, de lo po-
lítico.
¿Significa esto que el ecologismo no puede apelar a la naturaleza,
ni buscar inspiración en ella? No exactamente. Aunque sería desea-
ble, como sostendremos a continuación, que la política verde se plan-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

tease en términos muy distintos a los exhibidos hasta ahora, su orien-


tación ecológica no debería plantear problema alguno si se reconoce
tanto la plena autonomía de la moral respecto de la ciencia, como la
relativa autonomía de la política respecto de la moral. No se puede, en
cambio, establecer un estricto sistema de correspondencias entre el
mundo natural no humano, tal como la ecología lo describe, y el mun-
do político humano —una suerte de neopositivismo, que aspira a con-
vertir la ciencia natural en ciencia social, engendrando «una nueva
forma de determinismo» 52—. Dicho de otra manera, no cabe en nin-
gún caso justificar naturalmente una política de la naturaleza; sí, en
cambio, justificarla políticamente.
La refundación de la política verde exige, por tanto, terminar con el
dominio que la metafísica y la moral han ejercido sobre su fundamenta-
ción teórica. Menos ideología, más política. Y, con ello, una afirmación
de la naturaleza propiamente política de los problemas socioambienta-
les que integran la agenda verde. Hasta ahora, la moralización del pen-
samiento político verde ha provocado no sólo una desatención hacia lo
político, sino una erosión de su vitalidad y flexibilidad. La influencia del
ecologismo fundacional ha desembocado en un maximalismo utopista
que —en nombre de una transposición normativa de las leyes de la na-
turaleza y de una visión mixtificada de la misma— defiende modelos ce-
rrados de sostenibilidad y sociedad. Y esa tradición no puede tener el
monopolio de la definición de los valores y las políticas verdes. Su con-
secuencialismo dogmático debe ceder ante unos principios democráti-
cos con los que, como hemos visto, el ecologismo ha mantenido relacio-
nes tan ambivalentes como su propio entramado normativo.
Ahora bien, la política verde no debería ocuparse tanto del mun-
do natural, como del medio ambiente. No sólo porque la naturaleza a
la que los verdes se remiten ya no existe, sino porque nunca ha existi-
do. Significativamente, la falsa condición presocial de la naturaleza se
corresponde con la falsa condición prepolítica de su intangibilidad
ontológica. Pero ya hemos visto que la naturaleza es también sociedad
e historia; que ya no hay sino medio ambiente. Y, en consecuencia, el
énfasis no debiera recaer en la protección del mundo natural, sino en
la sostenibilidad de las relaciones socioambientales. Que esa sosteni-
bilidad se defina normativamente como un principio inherentemente
abierto a la deliberación y negociación democráticas conduce a su

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subsiguiente democratización. Éste es el camino para la renovación de


la política verde, pero también para la reconciliación del ecologismo
con la democracia.

II. EL PRINCIPIO DE SOSTENIBILIDAD

La sostenibilidad, como principio abstracto y como objetivo prácti-


co, constituye el horizonte prescriptivo del ecologismo, la derivación
lógica de su programa normativo. Sin embargo, el general acuerdo en
torno a su necesidad parece ser el único aspecto indiscutible de un
concepto esencialmente controvertido, objeto de muy diferentes
aproximaciones. Y es que, más allá incluso de la recurrente confusión
entre sostenibilidad y desarrollo sostenible, las distintas variantes de
aquel principio general reflejan diferentes presupuestos ideológicos y
premisas de valor. ¿Qué expresa este estado de cosas?, ¿qué significa
la imposibilidad de definir la sostenibilidad si no de una manera tan
general como inconcreta? Sencillamente, que se trata de un principio
inescapablemente normativo, no obstante su apariencia puramente
técnica: decidir sobre la sostenibilidad es decidir sobre conflictos de
valor. Ni el velo tecnocrático de la gestión ni el recurso dogmático a
la ideología pueden cambiar esto.
De ahí que la sostenibilidad sea, de hecho, una arena política de
conflicto. Porque de su definición va a depender el modo en que se ar-
ticule la propia organización social: hay muchas sostenibilidades posi-
bles, y no todas son compatibles con los principios esenciales de la so-
ciedad liberal. La canalización democrática de este conflicto es el
único camino coherente con la normatividad del principio de sosteni-
bilidad. Y su reconocimiento, la condición indispensable para la arti-
culación de una política verde capaz de operar en el marco de la socie-
dad liberal y dentro de las instituciones democráticas. Se trata de
aspectos centrales al debate medioambiental contemporáneo; esclare-
cerlos y arrojar luz sobre sus relaciones recíprocas significa, también,
abrir el camino para una nueva política del medio ambiente.
Es conveniente así empezar por una exploración del concepto y de
sus variantes, que permita establecer una base sobre la que discutir

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

acerca de su posible forma. Así, sentada la naturaleza normativa del


principio de sostenibilidad, puede elucidarse su peculiar relación con
objetivos con los que a menudo suele aparecer necesariamente asocia-
da —como la justicia o la protección del mundo natural—. Esta discu-
sión también permite distinguir entre formas fuertes y débiles de soste-
nibilidad, así como determinar qué sea exactamente el desarrollo
sostenible. A continuación, se ofrecen algunas notas definitorias de
una concepción de la sostenibilidad —esto es, una concreción del prin-
cipio general, una propuesta de contenido— en concordancia con una
nueva política verde. Y para terminar, se aborda un asunto decisivo: la
relación entre sostenibilidad, democracia y organización social.

II.1. La sostenibilidad como principio normativo

Puede parecer paradójico que el contenido de la sostenibilidad, a pe-


sar de ser el principio definitorio de la política verde en su dimensión
práctica, está afectado de una persistente indefinición. Pero es una pa-
radoja sólo aparente; en realidad, no podría ser de otra manera. Ya
que, para empezar, esta indefinición es una consecuencia natural de la
abrumadora cantidad de descripciones que se han ofrecido del con-
cepto, desde que se incorporara a un debate público más amplio. Su
sobrevenida discusión fuera del ámbito verde ha hecho aflorar múlti-
ples puntos de vista, a la vez que ha refinado las aproximaciones a un
principio cuya fijación semántica es ya imposible.
Tal inflación conceptual puede explicarse por la ambigüedad
creativa inherente al concepto, si bien la pobreza de sus definiciones
ha contribuido también a ello. Dificultad para precisar, imposibilidad
de acertar: la profusión conceptual amenaza con convertir el principio
en un cliché o estancar su proceso de teorización. Sin embargo, más
que un retroceso o estancamiento, la reflexión en torno a la sostenibi-
lidad padece un desbordamiento conceptual. Y éste se debe tanto a la
polisemia intrínseca al principio, como a su evolución: ha pasado del
lenguaje científico a la contienda ideológica, de la irrelevancia a la
conspicuidad. La sostenibilidad ha venido para quedarse, pero en
cuanto es tomada en serio surgen las divergencias en torno a la orien-
tación que deba dársele.

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

La adopción verde del principio de sostenibilidad tiene lugar


cuando el ecologismo atenúa el discurso de límites que lo distinguiera
en sus orígenes. Es verdad que ambas tendencias convergen, como he-
mos visto, en el diseño de una sociedad sostenible cerrada, que conjura
el apocalipsis ecológico mediante la defensa de un modelo estacionario
de marcado carácter utópico; inercia que aún no se ha desvanecido.
Sucede que el paulatino incumplimiento de los plazos establecidos
para el previsto hundimiento del sistema social occidental moderó, a
la fuerza, las definiciones de la sostenibilidad, ahora más cerca de su
fuente original, que no es otra que el campo de la gestión de recursos
renovables y, dentro de éste, la noción de máximo sostenible de pro-
ducción, que indica el nivel en que debe mantenerse una explotación
para evitar la esquilmación de sus recursos. Cuando se traslada este
concepto a la esfera económico-social, surge el principio de sostenibi-
lidad, entendido como capacidad para mantener un nivel sostenible
de intercambio en las relaciones socionaturales.
Ahora bien, la generalización del principio de sostenibilidad y su
incorporación a la agenda pública internacional viene propiciada por
un acontecimiento muy concreto: la difusión del informe sobre el mis-
mo elaborado por la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el
Desarrollo en 1987. Significativamente titulado Nuestro futuro común,
el texto viene a dar nueva vida a un concepto aparecido ya en la Con-
ferencia sobre el Medio Ambiente Humano, celebrada por la ONU en
Estocolmo, quince años antes. Sin embargo, no se habla aquí de soste-
nibilidad, sino de «desarrollo sostenible». Y se define como «aquel
desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer
la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las propias» 53.
Esta formulación, empero, cosecha un éxito que provocará la errónea
identificación, en lo sucesivo, de sostenibilidad y desarrollo sosteni-
ble. La preeminencia de éste en el debate público ha oscurecido el he-
cho de que, en realidad, el desarrollo sostenible no es sino una varian-
te, entre las varias posibles, del principio general de sostenibilidad.
¿Qué es, entonces, la sostenibilidad? De un modo general, la sos-
tenibilidad puede definirse como la ordenación de las relaciones del
hombre con su medio ambiente: la consecución del equilibrio entre lo
social y lo natural. Se trata de una sostenibilidad perseguida, más que
lograda espontáneamente; implica, por tanto, una sociedad que orga-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

niza reflexivamente su relación con el entorno. Ahora bien, la sosteni-


bilidad es un principio neutro. Porque nada dice acerca del carácter
de ese equilibrio, ni de la forma que reviste aquella ordenación: se for-
mula un objetivo general, que precisa de una posterior definición 54.
La sostenibilidad no connota un modelo concreto —una forma espe-
cífica de alcanzar la viabilidad socioambiental— del modo en que lo
hacen sus distintas variantes; por ejemplo, el desarrollo sostenible. Es
un continente de contenido variable. Y es que no se trata de un princi-
pio objetivable:

La sostenibilidad no puede ser objetivamente determinada, porque definir la


sostenibilidad implica juicios de valor acerca de qué cualidades de qué recursos
deberían sostenerse con qué medios, así como por y para quién. Las diferen-
cias en los valores humanos hacen que difieran las respuestas a estas preguntas,
y en consecuencia las distintas definiciones de sostenibilidad 55.

No obstante, este carácter genérico de la sostenibilidad tiene sus


límites; llevado a su extremo, puede acarrear su completo vaciamiento
y comprometer su validez. De esta forma, por más general que sea su
formulación, cualquier forma de sostenibilidad posee un contenido
mínimo al margen de su posterior decantación normativa. Y ese míni-
mo no es otro que el aseguramiento de la viabilidad ecológica de los
sistemas naturales sobre los que se sostiene el sistema social. Éste es el
presupuesto de cualquier tipo de sostenibilidad.
Sin embargo, el aseguramiento de tales mínimos ecológicos nada
dice acerca del grado de protección que vaya a dispensarse al mundo
natural, ni sobre los medios que van a emplearse para lograr el equili-
brio socioambiental, ni especifica la forma de su articulación política.
Todo ello permanece abierto, indefinido, inconcluso. Y aunque esas
preguntas tienen una respuesta técnica, antes es necesario responder-
las políticamente. Así que la sostenibilidad es, ante todo, un principio
de carácter normativo, cuya definición debe estar abierta a la decisión
pública. Dicho con otras palabras: es siempre necesario preguntarse
qué debe sostenerse, por cuánto tiempo, por qué razones. Brian Barry
lo ha explicado diciendo que el núcleo de la sostenibilidad es una x,
cuyo valor ha de mantenerse durante un futuro indefinido, quedando
abierta la disputa acerca del contenido de la x. No existe una previa

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

determinación de ese contenido, ni de la sostenibilidad misma —por


eso es un principio normativo 56.
La sostenibilidad, como concepto genérico, está así abierta a dis-
tintas interpretaciones. Su índole depende, a su vez, de diferentes po-
siciones acerca de los valores que deban regir la existencia continuada
y la felicidad de la especie humana. Son las decisiones de valor, toma-
das a este nivel, las que dan forma a distintas variantes de sostenibili-
dad. Pero, simultáneamente, la magnitud y complejidad del principio
mismo impiden la afirmación unívoca de un solo modelo válido de
sostenibilidad; es un debate interminable. La ciencia social debe así
renunciar a alcanzar un acuerdo definitivo sobre el estatuto de la sos-
tenibilidad: la forja del entendimiento colectivo en torno a la misma es
un esfuerzo intrínsecamente político, que ninguna depuración con-
ceptual puede reemplazar. Y esta apertura radical obedece, en primer
lugar, a razones técnicas; pero, sobre todo, a exigencias políticas. Es
cierto, por un lado, que no podemos sostener al tiempo todos los con-
juntos de relaciones socioambientales, ni proteger a todas las especies:
hay que elegir. Pero también lo es que existen distintas soluciones téc-
nicamente viables. Y en ambos casos, la decisión es, ante todo, norma-
tiva y política. Ni su contenido ni sus formas se hallan preestablecidos.
La defensa de un enfoque puramente técnico del principio de sosteni-
bilidad no puede revestir, por ello, más que carácter ideológico.
Habida cuenta de esta condición genérica y normativa, el conteni-
do concreto de la sostenibilidad dependerá de la disputa entre las dis-
tintas concepciones de la misma. En consecuencia, el mejor modo de
profundizar en el principio de sostenibilidad es la exploración de sus
posibles formas y la delimitación de sus diferencias esenciales.

II.2. Las formas de la sostenibilidad

La sostenibilidad es un concepto abierto, esto es, un principio para


cuya definición y posterior consecución no existe una fórmula única.
Sus variantes constituyen interpretaciones de un principio general: la
necesidad de equilibrio en la relación socioambiental. Sin embargo,
establecer una tipología de las distintas formas de sostenibilidad no es
tarea fácil, dada la complejidad de un debate en el que se confunden

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ciencia y economía, política y moral, historia y prospectiva. Pero es


posible eludir las cuestiones de detalle y plantear el problema en un
mayor grado de abstracción, que facilita la orientación en la materia y
permite elaborar diferentes modelos generales.
Es muy frecuente encontrar una taxonomía básica que se limita a
oponer, de un lado, un modelo fuerte de sostenibilidad que responde
a las aspiraciones del ecologismo tradicional, y de otro, un desarrollo
sostenible que sería la respuesta reformista del sistema socioeconómi-
co vigente. Este esquema, empero, es tan simplista como insuficiente.
No sólo porque el desarrollo sostenible está lejos de ser, siempre y en
todo caso, un instrumento ineficaz; también porque la sostenibilidad
fuerte no es la única alternativa que puede plantearse al mismo. Este
antagonismo —entre reformismo y rupturismo— debería estar ya su-
perado. Es mucho más adecuado trazar un continuo, en cuyos extre-
mos se sitúan las formas fuerte y débil del principio, pero dejando es-
pacio para acomodar otras variantes.
A continuación, se propone una distinción básica entre sostenibi-
lidad débil y fuerte, basada en el problema decisivo de la sustituibili-
dad del capital natural, o, lo que es igual, en el grado de protección
deseable de las formas naturales. Esto da paso al tratamiento diferen-
ciado del desarrollo sostenible, como forma débil de sostenibilidad,
que permite discutir el vínculo entre el principio general y los objeti-
vos de justicia generalmente asociados al mismo.

II.2.1. Sostenibilidad fuerte versus sostenibilidad débil:


el problema de la protección del mundo natural

Si la distinción entre una concepción fuerte y otra débil de la soste-


nibilidad ofrece una ventaja, es que permite discutir un problema cen-
tral a cualquier disputa en torno a la consecución de una sociedad
sostenible: la posibilidad y conveniencia de sustituir el así llamado
«capital natural». Y de hacerlo, evidentemente, por capital manufac-
turado por el hombre. Lo que está aquí en juego, por lo tanto, es el
grado de protección que va a otorgarse al mundo propiamente natu-
ral, ya que su preservación no será necesaria si la función de algunos
sistemas naturales puede cumplirse por medios artificiales. ¿En qué

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

medida, entonces, la sostenibilidad incluye la conservación de las for-


mas naturales? Tal es la cuestión. Pero veámosla con mayor deteni-
miento.
Hay que entender por capital, en sentido amplio, los recursos de
los que depende nuestro bienestar. Pero estos medios son de distinto
tipo: existen, dentro del capital total, especies distintas cuya separa-
ción conceptual es imprescindible para la discusión de las diferentes
formas de sostenibilidad. Alan Holland ha propuesto una tipología
clarificadora 57:

1. Capital natural, constituido por aquellos elementos del mun-


do natural que son empleados, o son potencialmente emplea-
bles, en el sistema económico y social humano.
2. Capital hecho por el hombre, que comprende tanto artefactos e
invenciones, como el capital humano propiamente dicho; esto
es, conocimiento y habilidades humanos.
3. Capital cultivado, vale decir, el total de animales domesticados
y plantas cultivadas por el hombre, así como sus derivados o
similares.

Bien, ¿qué rasgos especiales presenta el capital natural, que lo dis-


tinguen de los otros dos y justifican su especial ponderación? Son,
principalmente, dos. En primer lugar, la provisión de funciones bási-
cas de sostenimiento de la vida: funciones que hacen posible la vida
humana en el planeta. Tanto los ecosistemas como la biodiversidad
son formas de capital cuya multifuncionalidad los convierte en base
de toda vida, humana y no humana; también son recursos de sosteni-
miento, cuya destrucción sería irreparable, la capa de ozono y el ciclo
biogeoquímico de la atmósfera. Se apela aquí, en suma, a la base mis-
ma de la existencia humana; no tanto al mundo natural, como al mun-
do físico, entendido como sustrato último de aquél. En segundo lugar,
el capital natural se distingue de otras formas de capital por la irrever-
sibilidad de su destrucción. Hay elementos del capital natural que,
una vez destruidos, no pueden regenerarse ni volver a crearse. La ca-
racterización parece clara 58.
Pero ¿es esto así, necesariamente? Porque no todo el capital natu-
ral posee esos dos atributos. Hay partes del mismo que no son básicas,

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

en el sentido aludido; y partes del mismo que sí son susceptibles de re-


generación. Esto es importante, porque de aquí se deduce que no
todo el capital natural posee el mismo valor, ni cuenta por igual a la
hora de avanzar hacia un modelo concreto de sociedad sostenible. Así
que podemos trazar una ulterior distinción entre:

1. Capital natural crítico, constituido por las reservas ecológicas


esenciales para la supervivencia humana, como los ciclos bio-
químicos.
2. Capital natural irreversible, del que formarían parte aquellos
elementos del mundo natural no susceptibles de regeneración.

Ahora bien, que una parte del mundo natural no sea susceptible de
regeneración nada dice acerca de la importancia de su función ecológi-
ca: el dato de la irreversibilidad no garantiza su inclusión dentro de la
categoría del capital crítico. Si, por ejemplo, la tecnología encuentra una
fuente de energía alternativa al petróleo, éste se convertiría en una for-
ma de capital natural irreversible, pero también irrelevante. En estos
dos casos, sin embargo, el mundo natural es contemplado únicamente
en términos de su funcionalidad ecológica. Y para escapar de esa lógica,
Andrew Dobson sugiere una tercera forma de capital natural, que em-
plea otro tipo de evaluación y se basa en la atribución de valor intrínse-
co al mundo natural, con independencia de su grado de funcionalidad:

3. Unidades de significado, esto es, aquellas unidades ecológicas


representativas de cada forma histórica concreta de asocia-
ción natural y de sus componentes particulares. Algo así como
una memoria de la evolución natural.

Desde este punto de vista, hay componentes del mundo natural


valiosos por sí mismos, como formas naturales y no como componen-
tes materiales del ecosistema. Queda así representada la perspectiva
propiamente verde, que incorpora a la gramática de la sostenibilidad
el lenguaje del valor intrínseco. Es, también, una moralización de la
sostenibilidad, por cuanto incorpora al debate sobre la misma la cues-
tión de la protección de la naturaleza en sí misma y no como recurso
para el hombre.

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

A la luz de estas consideraciones preliminares, la distinción entre


sostenibilidad débil y sostenibilidad fuerte es fácil de enunciar, aun-
que difícil de matizar.

1. Sostenibilidad débil. Se cifra en el aseguramiento de un nivel


no declinante de capital total; esto incluye el capital natural y el no na-
tural. Basada en la regla del capital constante, según la cual hay que
dejar a la siguiente generación un stock de capital agregado no inferior
al existente, considera moralmente indiferente el modo en que se lo-
gre ese objetivo. La sostenibilidad débil se presenta así como una ex-
tensión de la economía del bienestar de cuño neoclásico: se asienta en
la creencia de que lo importante para las futuras generaciones es úni-
camente el stock agregado total, de capital natural y hecho por el hom-
bre, pero no el capital natural qua natural. No hay aquí, en principio,
un lugar especial para el mundo natural. Se asume que las distintas
formas de capital son sustituibles entre sí —con la lógica exclusión del
capital natural crítico, esencial para la supervivencia humana—. La
sostenibilidad débil representa el paradigma de la sustituibilidad
completa del capital natural. Y, consecuentemente, la justificación de
las formas débiles de sostenibilidad es básicamente antropocéntrica;
responde a razones de bienestar material humano, aunque puede in-
cluir subsidiariamente el bienestar estético. Se orienta al crecimiento,
a veces en combinación con una gestión prudencial de recursos, que
incluye su conservación. Ajena a la filosofía ecocéntrica, se apoya en
tradiciones clásicas de razonamiento ético, aunque puede incluir prin-
cipios de equidad intra e intergeneracional.

2. Sostenibilidad fuerte. Trata, en cambio, de asegurar un nivel


no declinante del capital natural —no del capital total—. Su premisa
es moral: además del stock total de capital agregado, es necesario pre-
servar el capital natural en sí mismo para las futuras generaciones. No
se puede así sustituir siempre el capital natural por el capital hecho
por el hombre; no se puede, porque no se debe. Este modelo se erige
así en paradigma de la no sustituibilidad. Aunque hay grados; la antes
descrita tipología del capital natural nos permite distinguir ahora en-
tre formas más o menos fuertes de sostenibilidad. Si damos por su-
puesto que cualquier forma de sostenibilidad fuerte rechaza la fungi-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

bilidad del capital humano y el capital natural crítico, habría que dife-
renciar dos niveles de protección: a) una sostenibilidad fuerte que
pretende la conservación, junto a ese capital natural crítico, del capital
natural irreversible; y b) una sostenibilidad aún más fuerte que preten-
de conservar también las unidades de significado. La justificación del
principio da cabida así a una moral ecocéntrica, que otorga importan-
cia a las obligaciones humanas hacia el mundo natural. Se lleva así a su
máxima expresión el extensionismo ético, que atribuye al mundo natu-
ral valores tradicionalmente limitados al hombre; e incluso se abandona
en favor de valores directamente biocéntricos. Este modelo presupo-
ne, igualmente, una transformación social radical: bien la economía es
estacionaria y se basa en el crecimiento cero, bien se reducen a un míni-
mo la explotación de recursos y, con ella, tanto la escala de la economía
como la de la población.

Es patente que la discrepancia básica entre las formas débil y fuer-


te de la sostenibilidad atañe a la sustituibilidad del capital natural por
capital humano. No sorprende que, para el ecologismo clásico, acep-
tar un alto grado de fungibilidad suponga desnaturalizar el principio
mismo de sostenibilidad. Sin embargo, eso es tanto como presumir
que éste tiene una naturaleza concreta, prefijada, que no admite des-
viaciones. Es evidente que la sola conservación del capital natural crí-
tico no puede satisfacer las demandas verdes para la protección del
mundo natural; pero la validez de la sostenibilidad no está condicio-
nada por ningún grado predeterminado de conservación del capital
natural. Subyace aquí un problema que deriva del acomodo de postu-
ras ecocéntricas en un lenguaje, por definición, antropocéntrico.
Efectivamente, la sostenibilidad posee un sesgo humanizante; pero
¿podría ser de otra manera, dada la relación que forzosamente esta-
blece entre el mundo natural, entendido como recurso, y la posibili-
dad de prolongar el bienestar material en el futuro? Sostenibilidad no
es conservación. Sólo las concepciones radicales del principio —que
defienden la conservación de la mayor parte posible del mundo natu-
ral, incluyendo las referidas unidades de significado— otorgarán a la
misma un papel central, hasta el punto de subordinar a su consecu-
ción tanto el tipo de bienestar dominante en la sociedad, como la es-
tructura económica y social que lo procura.

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

Sin embargo, conviene llamar aquí de nuevo la atención sobre la de-


terminación histórica y cultural de nuestra concepción de la naturaleza.
La designación de todas las formas de capital natural y el juicio sobre la
medida en que se debe conservar están determinadas por una específica
percepción social: la solución de los problemas de fungibilidad depen-
de de nuestra concepción del bien. Puede por ello decirse que el con-
cepto de capital natural contiene «una variable epistemológica: los cam-
bios en el nivel del capital natural son contingentes, no respecto de los
cambios en el mundo natural, ni en su mera utilidad real, sino respecto
de los cambios en las asunciones [sociales] acerca de su utilidad» 59.
Basta pensar en cómo algunas innovaciones tecnológicas pueden
modificar sustancialmente el alcance de la sustituibilidad, convirtien-
do lo que parecía capital natural irreversible en capital natural fungi-
ble; la incipiente clonación de especies animales es un buen ejemplo.
En consecuencia, salvo en el caso del capital natural crítico, la sustitui-
bilidad no es un concepto absoluto, sino variable, por razones tanto
contextuales como de decisión normativa. Y habida cuenta de que na-
die defiende la total fungibilidad del capital natural por el capital hu-
mano, todas las teorías de la sostenibilidad son también, en medida
variable, teorías de sustituibilidad medioambiental: todas ellas defien-
den el mantenimiento o preservación, en el futuro, de algún aspecto
del mundo natural 60.
De este modo, la defensa de una sostenibilidad fuerte no se basa
tanto en la viabilidad, presente o futura, de la sustitución de capital
natural por capital hecho por el hombre, como en un juicio negativo
sobre su deseabilidad. ¿Queremos reemplazar formas naturales por
artificios humanos, capaces de cumplir funciones ambientales? Y en
la respuesta a esa pregunta reconocemos una premisa normativa bási-
ca; a saber, la atribución de un especial valor al mundo natural, ya sea
por razón del bienestar humano, por ejemplo estético, ya por el reco-
nocimiento de un valor intrínseco en la naturaleza.
Reaparece así la concepción esencialista de la naturaleza, espejis-
mo verde por antonomasia. Porque plantear la fungibilidad en térmi-
nos absolutos —a partir de una previa separación entre capital natural
y capital hecho por el hombre, que la realidad de su interacción no
hace sino desmentir— oscurece el hecho de que el medio ambiente ha
absorbido a la naturaleza, desaconsejando ya posiciones tan tajantes.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

Dejando a un lado el capital natural crítico, no por ello separado de la


influencia humana, los modelos fuertes de sostenibilidad sólo pueden
así aspirar a la defensa de los fragmentos remanentes del mundo natu-
ral, precisamente como unidades de significado de lo que una vez fue
verdaderamente natural. La sostenibilidad fuerte es, en ese sentido,
una forma de melancolía.
Así pues, la sustituibilidad tampoco es un problema técnico, o no
lo es en primera instancia: posee un inescapable núcleo normativo.
Esto queda al descubierto cuando se repara en que los modelos fuertes
de sostenibilidad no postulan la protección del capital natural en vir-
tud de su funcionalidad ecológica o material, sino para preservar su sig-
nificado histórico y estético —esto es, para proteger su valor intrínseco,
definido precisamente por la ausencia de funcionalidad, o al menos
por el carácter secundario de la misma—. La sostenibilidad es ajena al
problema de la preservación del mundo natural: es protección de la
función ecológica, no de las formas naturales. En sentido estricto, nada
se opone a que la sostenibilidad se limite a la conservación preferente
del capital natural crítico, e incluso del capital natural irreversible, sin
tener en cuenta las unidades de significado del mundo natural. Y no es
sorprendente: cuando menor sea el valor del mundo natural como re-
curso, menor será también su importancia para la sostenibilidad.
¿Significa esto que la sostenibilidad no puede, o no debe, prestar
atención a las formas del mundo natural, como las especies animales o
vegetales, o los parajes boscosos, o cualesquiera otras de sus manifes-
taciones? No, en absoluto. Pero puede y no debe. Se trata de una deci-
sión normativa, que corresponde a la definición misma del contenido
de la sostenibilidad. Sin embargo, por más que el ecocentrismo pudie-
ra desearlo, no existe una vinculación necesaria entre el principio ge-
neral de sostenibilidad y la conservación del mundo natural.

II.2.2. Desarrollo sostenible y equilibrio ecológico: el problema


de la justicia global

Ya se ha advertido que la prominencia alcanzada por la noción de de-


sarrollo sostenible ha intensificado la confusión en torno al principio
general de sostenibilidad. Y ello, porque su carácter genérico y nor-

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

mativo se ha visto ensombrecido por la ascendencia pública de una de


sus interpretaciones: la sostenibilidad como desarrollo sostenible. La
influencia de la definición que de éste ofreciera la Comisión Mundial
del Medio Ambiente y el Desarrollo así como el caudal interpretativo
a que ha dado lugar han contribuido a este reduccionismo conceptual.
Esta pregnancia, sin embargo, ha convertido al desarrollo sostenible
en otra arena política, donde partidarios de formas fuertes y débiles
de sostenibilidad han luchado por imponerse. Ya desde su misma de-
nominación, empero, el contraste entre el desarrollo sostenible y las
formas fuertes de sostenibilidad es tan acusado —tan alejadas sus pre-
misas normativas e ideológicas— que es conveniente precisar las dife-
rencias entre ellos. Sobre todo, para proteger el estatuto de la sosteni-
bilidad como principio general independiente de sus variantes.
La propuesta de la ONU tiene el interés de convertirse en el eje de
un debate acerca de una forma de sostenibilidad susceptible, cuando
menos, de ser considerada en esferas políticas hasta ahora ajenas al de-
bate medioambiental y obligadas por la opinión pública a prestar
atención al mismo. Dice así el informe de la ONU que «está en manos
de la humanidad hacer que el desarrollo sea sostenible, es decir, ase-
gurar que satisfaga las necesidades del presente sin comprometer la
capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las propias» 61.
La necesidad de que el desarrollo sea sostenible modifica forzosamen-
te la naturaleza del mismo. Ahora bien, nada se dice acerca de cuáles
sean esas necesidades presentes ni futuras; la cualidad normativa del
concepto se concentra en esa especificación. Sin embargo, ese conte-
nido empieza a ser ya especificado cuando el desarrollo sostenible se
orienta hacia la redistribución de la riqueza a nivel mundial: «un mun-
do en el que la pobreza y la desigualdad son endémicas será siempre
propenso a crisis ecológicas o de otra índole. El desarrollo sosteni-
ble requiere la satisfacción de las necesidades básicas de todos y ex-
tiende a todos la oportunidad de satisfacer sus aspiraciones a una vida
mejor» 62.
Es llamativo que la justicia aparece aquí subordinada a la sosteni-
bilidad: hay que ser justos para ser sostenibles, no ser sostenibles por-
que somos justos. Y se da forma así al contenido concreto de esta for-
ma de sostenibilidad, a su acento particular: la combinación de una
justicia intergeneracional que trata de asegurar un cierto nivel de desa-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

rrollo en el futuro, con una justicia intrageneracional que aspira a una


redistribución global de la riqueza. Se entiende que entre ambos obje-
tivos se establece una relación de dependencia; no cabe uno sin el
otro. La sostenibilidad sólo sería viable y moralmente aceptable en
conjunción con más justas relaciones entre países ricos y pobres. Esto
es deseable, pero ¿es cierto? En realidad, la deseabilidad moral del
propósito no otorga veracidad a la premisa. Y la razón es análoga a la
planteada para la conservación del mundo natural.
En sentido propio, los objetivos de justicia no están necesaria-
mente comprendidos dentro del desarrollo sostenible, como tampo-
co están forzosamente asociados a ninguna de las posibles variantes
del principio genérico de sostenibilidad. Si la ordenación de las rela-
ciones entre sociedad y medio ambiente es el objetivo primario de la
sostenibilidad, la ausencia de un único modo de llevarlo a cabo impi-
de establecer un nexo obligatorio entre sostenibilidad y justicia. ¿Es
concebible, entonces, una sostenibilidad que coexista con la desi-
gualdad global? Naturalmente, lo que no significa que sea deseable.
Y viceversa: puede haber un mundo más igual, pero menos sosteni-
ble. No existe evidencia empírica alguna que demuestre que la jus-
ticia distributiva constituya la solución al problema de la insosteni-
bilidad; puede, incluso, existir un conflicto entre la protección
medioambiental y la justicia social. Ni la equidad social proporciona
automáticamente sostenibilidad ecológica, ni la consecución de ésta
incrementa forzosamente aquélla. A su vez, una sostenibilidad justa
no tiene por qué implicar una mayor protección del mundo natural;
podría incluso suceder lo contrario si los países pobres eligen creci-
miento y tecnología, antes que conservación. Dicho de otro modo, la
relación entre el principio general de sostenibilidad, los objetivos de
justicia y la protección del mundo natural no puede darse por su-
puesta.
Ahora bien, en el caso de la interpretación dominante del desarro-
llo sostenible, los objetivos de justicia son precisamente el núcleo del
principio. Son instrumentales para la consecución del equilibrio pura-
mente ecológico: la justicia intrageneracional es una herramienta de la
sostenibilidad ambiental, que a su vez garantiza la justicia intergenera-
cional. Y es que la contingencia del vínculo entre sostenibilidad y jus-
ticia no impide que una determinada forma del principio general —en

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este caso, el desarrollo sostenible— proceda a su asociación normati-


va. La justicia social se convierte así en el contenido básico de una es-
trategia de sostenibilidad. En tanto interpretación concreta del princi-
pio genérico de sostenibilidad, el desarrollo sostenible se fundamenta
en el mantenimiento de un nivel determinado de bienestar humano,
capaz de cumplir unos objetivos mínimos de justicia intra e intergene-
racional, compatible a su vez con el equilibrio ecológico entre la acti-
vidad humana y los sistemas naturales. Su núcleo normativo sería así
la igualdad de oportunidades a través de las generaciones. Pero se tra-
ta de una formulación posible, no de una ecuación inevitable. No de-
ben confundirse sostenibilidad y desarrollo sostenible.
No obstante, desde la emergencia misma de esta formulación ca-
nónica del desarrollo sostenible, el ecologismo dominante ha procedi-
do a su crítica, sobre la base de su insuficiencia para combatir las cau-
sas —culturales y económicas— de la crisis ecológica global. Sería, en
fin, la continuidad del sistema por otros medios: la respuesta reformis-
ta a un problema que exige una solución radical. No en vano, el desa-
rrollo sostenible participa de la idea de progreso, cuyo rechazo forma
parte de los dogmas del ecologismo fundacional. Desde este punto de
vista, el desarrollo sostenible no cuestiona el modelo socioeconómico
de la modernidad occidental, sino que simplemente reconoce la exis-
tencia de límites y condiciones ecológicas para su viabilidad y procede
a asimilarlas, mediante la adopción de las medidas necesarias para ase-
gurar la continuación del sistema. Esta redefinición hace posible, más
bien, la globalización de ese mismo sistema: un imperialismo econó-
mico que aplasta las comunidades locales de los países en vías de desa-
rrollo. Y la respuesta más inmediata del ecologismo es oponer directa-
mente, al desarrollo sostenible, una forma fuerte de sostenibilidad
derivada del clásico discurso de límites al crecimiento: economía esta-
cionaria, máxima conservación de recursos, bienestar condicionado.
La consecución de la sostenibilidad se conecta así con una completa
regeneración de la vida buena; no hay continuidad, sino ruptura.
Se reproduce así, en este terreno, el conflicto entre la herencia
fundacional del ecologismo y los esfuerzos para su renovación. Sin
embargo, la crítica radical del desarrollo sostenible ha dado lugar a
versiones alternativas del mismo: el desarrollo sostenible no puede
identificarse ya, de modo simplista, como la respuesta del sistema a

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

sus problemas de legitimación. Hay distintas concepciones del desa-


rrollo sostenible, como forma concreta del principio general de soste-
nibilidad. Dicho de otra manera: sentado que su objetivo general es
conciliar sostenibilidad ecológica y justicia, hay distintas formas de lo-
grarlo y el debate se articula en torno a las mismas. Si el desarrollo sos-
tenible es una teoría de la sostenibilidad, distintas corrientes de la mis-
ma dan lugar a distintas formas de equilibrio socionatural 63.

II.2.3. Notas para una nueva gramática de la sostenibilidad

Se ha insistido ya en el carácter genérico y normativo del principio de


sostenibilidad, que va a demandar la determinación democrática de su
contenido. Toda definición de la sostenibilidad, en consecuencia,
debe considerarse una propuesta de definición. En ese sentido, antes
de pasar a considerar políticamente la sostenibilidad, se presentan a
continuación los trazos de una concepción concreta de la sostenibili-
dad: notas definitorias de la orientación que debería adoptar una so-
ciedad sostenible. Estos rasgos generales son tanto el fundamento
para una forma específica de la sostenibilidad, como una crítica de la
concepción dominante en el ecologismo fundacional. Y se trata, a su
vez, de perfilar una forma de sostenibilidad coherente con la concep-
ción de la naturaleza como medio ambiente humano, capaz por ello
de servir de base a una nueva política verde, más moderna, en fin, que
antimoderna.
A partir de estas premisas, la sostenibilidad debería ser considera-
da un proceso dinámico interno a la sociedad, que tiene por objeto el
aseguramiento en el tiempo de un bienestar humano ampliamente
considerado y democráticamente definido, mediante la culminación
del progresivo control consciente del mundo natural y la paulatina
desvinculación de la producción material respecto del mundo natural.
Tres tesis generales permiten una exposición suficiente.

1. La sostenibilidad es un proceso intrínsecamente dinámico. De-


bido a la influencia del discurso de límites propio de sus orígenes,
pero rescatado ahora, las formas fuertes de sostenibilidad defendidas
por las corrientes centrales del ecologismo poseen un campo semánti-

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co dominado por las ideas de estacionariedad, inmovilidad y regulari-


dad. La crítica de los fundamentos de la modernidad —entre ellos, la
idea de crecimiento ininterrumpido y la temporalidad ascendente, no
cíclica, característica de la noción de progreso— produce como resul-
tado una sociedad sostenible basada en el crecimiento cero y la subor-
dinación de la actividad socioeconómica a los procesos naturales. Es
la sostenibilidad sin desarrollo; o mejor, sin crecimiento.
Sin embargo, semejante concepción de la sostenibilidad está reñi-
da con la realidad de su carácter intrínsecamente dinámico. ¿Cómo
pensar en la sostenibilidad como espejo de una naturaleza ahistórica,
caracterizada por su condición inmóvil, cuando esa naturaleza no
existe? No hace falta recordar que el principio de sostenibilidad no se
refiere a la sociedad o el medio ambiente por separado, sino a la viabili-
dad de sus relaciones a largo plazo. Y que tales relaciones están marca-
das por la rápida transformación social y tecnológica, que ejerce su
efecto sobre una naturaleza imbricada en la sociedad y sometida, a
su vez, a complejos procesos de cambio. Así:

En agudo contraste con un pensamiento en términos de preservación, la sos-


tenibilidad abre una perspectiva que es inherentemente dinámica. Más que
referirse a estructuras o cualidades estáticas, la sostenibilidad se ocupa de pa-
trones estabilizados y preservados dentro de las transformaciones socioecoló-
gicas, de las que el medio ambiente natural es dimensión central 64.

Ni el hombre ni la naturaleza han vivido nunca en la inmovilidad;


pretender que en plena ola de globalización ese movimiento vaya a de-
tenerse —cuando el destino de la humanidad es constituirse en socie-
dad-mundo— es hacer un inútil ejercicio de funambulismo teórico.
Además, el mismo principio de sostenibilidad es en sí mismo dinámi-
co: habida cuenta de la complejidad de los procesos socionaturales so-
bre los que está llamada a ejercer soberanía, no existe ni puede existir
una interpretación definitiva de la misma. Más que un acto, o un resul-
tado, la sostenibilidad es un proceso, un momento de las relaciones en-
tre sociedad y naturaleza. Y aunque aspira a perpetuarse en el tiempo,
carece de un final, en la misma medida en que carece de una forma de-
finitiva y está obligada a ser, por el contrario, adaptación constante al
cambio:

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

En su sentido más amplio, la sostenibilidad se refiere a la capacidad de los sis-


temas socioecológicos para mantenerse equilibrados en el futuro. Esto no
conlleva estatismo —imposible en sistemas complejos y dinámicos— sino
más bien la capacidad para la adaptación y el desarrollo. Un sistema sosteni-
ble es resistente frente a perturbaciones extremas y flexible en su respuesta a
circunstancias cambiantes 65.

La sociedad sostenible tiene así como presupuesto la puesta en


marcha de un proceso que acogería la cambiante complejidad de for-
mas sucesivas de sostenimiento de las relaciones socioambientales.
Siempre la misma, siempre distinta. A diferencia de lo que predica su
interpretación estacionaria, su forma no viene determinada ni es úni-
ca; de ahí que no deba someterse a reducción heurística. Hay que re-
chazar la idea de que los recursos espaciales y medioambientales pue-
dan tener una sola forma sostenible de empleo, inscrita en la misma
naturaleza del territorio: hay muchos modos de que las cosas duren.
Aceptar esta premisa es importante para la apertura democrática del
contenido de la sostenibilidad, porque supone descartar la posibili-
dad de que alguien tenga toda la razón, ya se escude en la defensa de
un crecimiento estacionario, ya en la sola acción de los mecanismos
de mercado. Su naturaleza procesual facilita, asimismo, su someti-
miento a mecanismos democráticos de control, evaluación, delibera-
ción y decisión, ellos mismos procesos políticos. La sostenibilidad
debe ser isomórfica con la sociedad que la persigue.

2. La sostenibilidad tiene que ver con el bienestar y el crecimiento.


Las críticas verdes a las formas débiles de sostenibilidad —incluida la
noción de desarrollo sostenible— insisten en condenar, sobre todo,
la continuidad del fetiche del crecimiento económico perpetuo, apenas
adaptado para asegurar su viabilidad ecológica. En realidad, tanto la
crítica indiscriminada al crecimiento, como la asociación de éste con
la sostenibilidad, merecen ser revisados. Ni el crecimiento es siempre
un problema, ni la sostenibilidad tiene que abandonarlo; sobre todo,
porque este abandono no parece posible.
Tradicionalmente, el ecologismo ha rechazado la idea de un creci-
miento económico indefinido, estructuralmente insostenible y ligado
a formas de organización social que impiden recuperar la armonía hu-

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

mana con la naturaleza. Sin embargo, aunque la sostenibilidad no tie-


ne por qué definirse a partir de una forma única de crecimiento, no
puede prescindir del mismo: la sociedad es demasiado compleja para
soñar con su desmantelamiento autárquico. Tal como apuntan Nord-
haus y Shellenberg, el ecologismo siempre ha visto en la economía la
causa antes que la solución para los problemas ecológicos, cuando lo
cierto es que sólo se puede ser verde en la riqueza: es un lujo civilizato-
rio 66. La idea misma de sostenibilidad es ya una crítica de las formas
insostenibles de crecimiento, pero no lleva necesariamente aparejada
su sustitución por formas estacionarias de organización económica.
Más bien, la consecución de la sostenibilidad pasa por la redefinición
de un crecimiento subordinado al desarrollo, entendido éste, a su vez,
como maximización de un bienestar socialmente definido. Se trata de
corregir la forma dominante de crecimiento —como ya se hace— para
evitar sus efectos indeseados.
Este objetivo no se alcanza mediante un menor control de la natu-
raleza, sino mediante el refinamiento del mismo. Y ello mediante una
creciente desmaterialización de la economía que, a través de la ciencia
y la tecnología, optimice la explotación de los recursos naturales a ni-
vel global y permita el crecimiento sostenible de los países en desarro-
llo. Es preciso no llevarse a engaño a este respecto; son ciertas formas
de crecimiento las que deben ser abandonadas, no el crecimiento mis-
mo. Más que abolir el sistema socioeconómico capitalista, se trata de
encauzar sus procesos y someterlos a patrones sostenibles, relaciona-
dos con el bienestar social. En palabras de Beckerman:

Lo esencial es maximizar el nivel de bienestar durante un período de tiempo


significativo, no la tasa de consumo ni mucho menos la tasa de crecimiento de
la producción. [...] A lo que debería tender la sociedad es a conseguir la tasa
de crecimiento que maximiza el bienestar durante todo el período que le in-
terese 67.

Esta reformulación, posiblemente ya en marcha al hilo de la reor-


ganización económica global, estaría llamada a incrementar las posibi-
lidades de definición pública del bienestar, frente a un crecimiento
que, en principio, sólo puede ser graduado. Entiéndase que esta defi-
nición pública no es necesariamente política: la sociedad civil y la cre-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ciente interacción de los ciudadanos en la sociedad de la información


son elementos de esa elección colectiva. La capacidad de transforma-
ción exhibida por el capitalismo, más visible que nunca desde hace
treinta años por razón de la incidencia económica de las nuevas tecno-
logías de la información, así lo garantiza. La propia sostenibilidad es
un proceso en marcha en el que intervienen múltiples actores, desde
gobiernos regionales hasta investigadores universitarios, conforman-
do algo parecido a un orden social espontáneo. Esto no quiere decir
que la sostenibilidad no deba ser discutida y definida colectivamente;
sólo que esa discusión no siempre adopta una forma institucional.
Existe ya una corriente de pensamiento económico y sociológico
consagrada a la reforma sostenible de las economías capitalistas: la lla-
mada modernización ecológica. Puede decirse que ésta describe tanto
un ideal normativo, como una realidad práctica, porque no cabe duda
de que el sistema económico ya está afrontando eso que suele denomi-
narse el desafío ecológico. Bien, ¿qué es la modernización ecológica?
Se llama así a un proceso de reestructuración de la economía que, me-
diante una reforma de las instituciones y prácticas centrales de la mis-
ma, inspirada en principios ecológicos, conduce a la sostenibilidad
medioambiental. Su promesa no es otra que alcanzar «un escenario en
el que es posible lograr más altos estándares de vida y otros beneficios
del crecimiento económico mediante un incremento del control me-
dioambiental» 68. La formulación es sencilla; el objetivo, complejo. Y
si para el ecologismo tradicional es una aberración, para una política
verde renovada es el camino que hay que seguir.
Desde luego, la modernización ecológica constituye un ejemplo
de los intentos de adaptación del liberalismo a las demandas ecológi-
cas. No obstante, es un movimiento que debe ser bienvenido; no una
muestra de cinismo sistémico. Sus posibilidades fueron temprana-
mente advertidas por Enzensberger, cuando hablaba de la crisis eco-
lógica como de una nueva oportunidad para el capitalismo: «la pro-
blematización del desarrollo industrial se constituye en impulsora de
una nueva industria en crecimiento» 69. Esta reformulación tiene
como fundamentos la innovación tecnológica y la relativa desmateria-
lización de la economía. Se trata de reducir los flujos materiales de la
economía, para así disminuir el impacto negativo total de la activi-
dad económica sobre el medio ambiente, en busca de un cambio eco-

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

lógico estructural; el objetivo es reducir la relación de dependencia


entre el tipo de crecimiento que ha de sostenerse y los recursos mate-
riales no renovables.
La orientación de la sostenibilidad hacia el bienestar, sin prescin-
dir del desarrollo, termina por depender de una paradoja que nos re-
sulta ya familiar. Y es que sólo la intensificación del control humano
de la naturaleza puede crear las condiciones para la misma, mediante
el progresivo desdoblamiento de sociedad y naturaleza 70. La economía
dependerá menos de la naturaleza bruta y más del medio ambiente
humano; podrá así protegerse el mundo natural remanente, condena-
do si no a la desaparición. Desde este punto de vista, tanto la sosteni-
bilidad como la modernización ecológica que la promueve, deben ver-
se como factores de racionalización del capitalismo y no como un paso
previo a su demolición.

3. Sostenibilidad es modernidad. Frente a la orientación ecocén-


trica auspiciada por el ecologismo clásico, que propone una ruptura
en nuestro modo de concebir la relación socionatural, la sostenibili-
dad representa más bien la culminación del proceso histórico de apro-
piación humana del entorno. Ya se ha señalado que, desde este punto
de vista, la sostenibilidad no es otra cosa que el control consciente de
las relaciones sociales con la naturaleza. Se supera así la falsa externa-
lidad de la naturaleza: la sociedad se funde con ella, en el medio am-
biente. ¿No es la sostenibilidad un fruto lógico de la modernidad, la
corrección reflexiva de sus relaciones con el mundo natural? Que ade-
más esa sostenibilidad pueda —previa decisión normativa al respec-
to— proteger las unidades de significado de la naturaleza, sólo habla
en favor del aggiornamento del viejo proceso de apropiación. La soste-
nibilidad es parte de un proceso de modernización siempre en mar-
cha, que amplía la autonomía humana respecto del mundo natural; al
hacerlo, sin embargo, crea las condiciones necesarias para una con-
templación del mismo, no mediada por las constricciones que ha acos-
tumbrado a imponer a los hombres: sostenibilidad, modernidad,
emancipación.
Sin duda, la articulación de una nueva política verde exige el
abandono de los aspectos más antimodernos del ecologismo funda-
cional. Porque aquélla no puede levantarse contra el proyecto de la

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modernidad, sino como una de sus instancias de corrección reflexiva.


La propia crisis ecológica es una expresión de las contradicciones y fa-
llas de la modernidad, no de su fracaso; que la naturaleza es ya medio
ambiente es un hecho al que la política verde ha de acomodarse. Hay,
de hecho, una notable ambigüedad en las relaciones entre ecologismo
y modernidad; aquél no deja de hablar el lenguaje de ésta 71. Algunos
pensadores han defendido una reconciliación no ya posible, sino ne-
cesaria. Porque la política verde puede contribuir al proyecto de la
modernidad señalando sus límites y contribuyendo a la consolidación
de lo que bien puede considerarse una aspiración originaria del mis-
mo: la sociedad sostenible.
Para ser eficaz, esta revisión debe incluir una nueva lectura de la
noción de progreso, habitualmente denostada por el ecologismo. La
sostenibilidad no puede plantearse seriamente al margen del mismo.
Sólo en el marco de un desarrollo humano asociado al ideal de progre-
so —por más que este ideal aparezca bajo una nueva luz crítica, tras la
constatación de sus desviaciones totalitarias— puede formularse co-
herentemente un principio antropocéntrico, como la sostenibilidad.
La preservación del mundo natural por su valor intrínseco, tal como el
radicalismo verde defiende, tiene un valor secundario respecto del
mantenimiento de un bienestar humano debidamente redefinido. Y
esto es, desde luego, una elección de valor.

Ahora bien, ¿cómo se llega a esta elección, o a la elección contra-


ria, si es el caso? Para responder a esa pregunta, tenemos que dar un
giro político a la reflexión sobre el principio de sostenibilidad. Y aten-
der, en consecuencia, a su dimensión democrática.

II.3. Sostenibilidad, democracia y organización social

Ninguna reflexión que acierte a reconocer la condición normativa del


principio de sostenibilidad, como su aspecto decisivo, puede ignorar
la compleja naturaleza del vínculo subsiguiente entre sostenibilidad y
democracia. Sobre todo, en la medida en que la misma es reflejo de un
problema, si se quiere, más amplio: la elusiva relación entre la forma
de organización social y la consecución efectiva de la sostenibilidad.

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

Ya que ni la democratización de la sostenibilidad puede darse por su-


puesta, ni la sociedad sostenible parece poder adoptar cualquier for-
ma. Y sucede que, habitualmente, las tipologías que dan cuenta de los
posibles diseños de la sociedad sostenible carecen de una orientación
política, que permita precisar cómo se articula aquélla democrática-
mente. Se centran, como hemos visto, en la determinación de lo que
haya de sustentarse, o en el grado de protección que quepa dispensar
al mundo natural. Sin embargo, explorar la dimensión política de la
sostenibilidad es imprescindible para la necesaria modernización de
la política del medio ambiente.
Y si algo caracteriza estas relaciones es la imposibilidad de reducir
la sostenibilidad a su simple dimensión técnica. Su radical incertidum-
bre, la apertura permanente de su definición, invalida todo enfoque
puramente tecnocrático. Ninguna de sus variantes puede, en realidad,
ser objeto de falsación con arreglo a estándares científicos, por basar-
se en premisas e hipótesis acerca del futuro lejano que no pueden re-
futarse. Ya se ha dicho, asimismo, que la magnitud de un propósito
capaz de dar nombre a la sociedad entera —sociedad sostenible—
hace inviable su mera gestión técnica. La sostenibilidad es, en este
sentido y merced a su carácter normativo, un proceso de construcción
social.
Es sorprendente, por ello, que la compatibilidad entre los dos
principios —sostenibilidad y democracia— suela darse por supuesta,
cuando existe entre ambos un sobresaliente potencial para el conflic-
to. A continuación, por esa misma razón, propongo distinguir entre
dos modelos distintos de sostenibilidad, en función del modo en que
se relacionan con la democracia: la sostenibilidad normativa o abierta,
fuerte o necesariamente vinculada a la democracia, y la sostenibilidad
tecnocrática o cerrada, débil o contingentemente ligada a la misma.
Esta distinción se revela crucial a la hora de conjugar democracia y
sostenibilidad en el marco de una sociedad liberal. Después, se inda-
gará en el modo en que la sostenibilidad puede, o no puede, condicio-
nar la organización social, habida cuenta de que una tal constricción
invalidaría toda posibilidad de organizar democráticamente la socie-
dad sostenible. Y finalmente, se aborda otro aspecto relevante para
esta democratización de la sostenibilidad: su relación con la participa-
ción política ciudadana.

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II.3.1. Sostenibilidad normativa y sostenibilidad tecnocrática

La distinción que se ofrece a continuación, entre una forma normativa


y otra tecnocrática del principio de sostenibilidad, debe servir como
criterio básico para la comprensión democrática del mismo y la poste-
rior discriminación entre modelos de sostenibilidad compatibles e in-
compatibles con ella. Esto debe contribuir a la depuración de la pro-
pia política verde, que en lo sucesivo debiera abstenerse de proponer
diseños para una sociedad sostenible incapaces de responder a están-
dares democráticos. Ya hemos visto que la relación entre medios y fi-
nes verdes mantiene vigente la tentación autoritaria y la costumbre
moralizante en el interior del ecologismo. Sólo la radical apertura po-
lítica del principio de sostenibilidad, en consonancia con su cualidad
normativa, permite conjurar esta amenaza.

1. La sostenibilidad tecnocrática. La sostenibilidad tecnocrática


o cerrada es aquella en la que el contenido de la sostenibilidad, vale
decir, el diseño de las relaciones sociales con el medio ambiente, está
científica o ideológicamente mediado, respondiendo a cálculos y valo-
raciones técnicas, o a un núcleo de principios que configuran un mo-
delo sustraído a la discusión pública. Esta forma de sostenibilidad an-
tepone la viabilidad técnica del modelo, o su coherencia con un corpus
ideológico, a su tratamiento democrático. Tiene, por ello, una clara
orientación finalista: la consecución del resultado prima sobre el pro-
cedimiento. Y la política, como ámbito intersubjetivo de deliberación
y negociación, queda abolida de facto en beneficio de un tratamiento
puramente técnico de la sostenibilidad. Se aplica un modelo, pero sin
discutirlo antes.
En estas formas cerradas de sostenibilidad, un contenido que no
puede objetivarse en razón de la incertidumbre científica y el pluralis-
mo normativo que lo caracterizan, es de hecho impuesto mediante su
definición técnica o ideológica. Se obtiene así una serie de certezas,
que permiten poner en marcha políticas públicas inequívocas en to-
dos los sectores y ámbitos sociales. De esta manera, la política de sos-
tenibilidad se convierte en mera gestión de sostenibilidad. Porque,
abonada la convicción de que la sostenibilidad puede abordarse apli-

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

cando una racionalidad de corte administrativo e instrumental, se bo-


rra la división tradicional entre la formulación previa de una política y
su aplicación posterior. La concepción cerrada no reconoce un ámbi-
to diferenciado para el juicio político, por la reducción impuesta a la
posibilidad misma de su ejercicio: la presunta existencia de una única
solución técnica viene a subrayar su superfluidad. Porque, ¿qué pue-
de añadir el juicio político a un conocimiento objetivado mediante el
cálculo técnico o la revelación ideológica? Nada. Y tales son, precisa-
mente, las dos variantes de esta clase de sostenibilidad.

a) De una parte, el modelo tecnocrático, en el que la sostenibili-


dad es concebida en términos puramente administrativos, antes que
propiamente políticos. La racionalidad instrumental dirige todo el
proceso. Son los expertos y las agencias gubernativas las que, median-
te una evaluación científica de los problemas y el consiguiente diseño
de políticas y estrategias destinados a solventarlos, se encargan de diri-
gir procesos concebidos en términos puramente técnicos. No hay con-
flictos de valor en esta gestión, ni en consecuencia necesidad alguna
de debate. El propio modelo socioeconómico sería así capaz de resol-
ver unos problemas medioambientales que no llegan a poner en cues-
tión su legitimidad; la interpretación más conservadora del desarrollo
sostenible correspondería a esta forma tecnocrática de sostenibilidad.
El cumplimiento de una serie de condiciones técnico-económicas se-
ría suficiente para su realización.
b) De otra parte, el modelo ecotópico, en el que la elección del
tipo correcto de sociedad, e incluso del sujeto correspondiente a él
—cooperativo, desinteresado, amante de la naturaleza— queda fuera de
toda discusión pública. También aquí los medios para la consecución
de la sostenibilidad vienen ya dados y no son susceptibles de modifi-
cación. En este caso, la entera organización social se subordina al res-
peto a los límites ecológicos. Escribía Michael Kraft: «La política en la
sociedad sostenible debe ser por definición una política ecológica [...]
en la que el comportamiento individual y la política gubernamental
son fundamentalmente coherentes con los principios ecológicos» 72.
No hay, entonces, decisión posible al margen de estos principios eco-
lógicos objetivamente enunciados. Y aunque esta forma de sostenibili-
dad cerrada, en principio, corresponde a las manifestaciones tempra-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

nas del ecologismo, es todavía un horizonte para el radicalismo verde


contemporáneo. Sobre todo, por la incapacidad en que a menudo
incurre a la hora de percibir el vínculo entre sostenibilidad y organiza-
ción social. Esta contradicción refulge en el Manifiesto para la super-
vivencia:

No obstante, con una concepción e instrumentación cuidadosas y sensibles


de un programa totalmente integrado, esas presiones [de la autoridad sobre
la población] deben ser mínimas; por otra parte, un estilo abierto de gobierno
debe inspirar la confianza y cooperación del público en general, tan esencia-
les para el éxito de esta empresa 73.

Sorprende comprobar cómo parece ocultarse, a ojos de sus pro-


ponentes, que la rígida implantación de patrones de sostenibilidad
ecocéntrica trae de suyo la supresión de toda forma de libertad demo-
crática en numerosas esferas sociales. No se puede tener todo a la vez.
Sería un error, sin embargo, pensar que esta contradicción entre prin-
cipio de sostenibilidad y democracia —que trae causa de una defini-
ción puramente técnica de aquél y consiste en la afirmación simultá-
nea de un programa cerrado de sostenibilidad y de una participación
política abierta— es patrimonio del ecologismo temprano: late, por el
contrario, en cualquier enfoque cerrado del principio. Sólo la defini-
ción democrática del contenido normativo de la sostenibilidad, cohe-
rente por lo demás con su misma naturaleza, permite superarla.

En definitiva, la sostenibilidad tecnocrática da prioridad a la via-


bilidad técnica o la coherencia ideológica del modelo, por encima de
su discusión política. Su presupuesto es, en realidad, la inexistencia
de todo vínculo entre sostenibilidad y democracia: el carácter demo-
crático o autoritario de las estructuras políticas no establece diferencia
alguna a la hora de alcanzar la sostenibilidad. Más al contrario, es evi-
dente que la viabilidad de sus variantes depende en gran medida de
la ausencia de democracia, entendida como participación colectiva en la
definición del contenido normativo de la de sostenibilidad.

2. La sostenibilidad normativa. En cambio, la sostenibilidad nor-


mativa o abierta considera la sostenibilidad un valor cuya consecución

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es necesaria, pero no prefija las condiciones para ello. La política se


emancipa de las disciplinas técnicas y de los corsés ideológicos; el conte-
nido de la sostenibilidad se abre así al diálogo y la deliberación colecti-
va. Sin embargo, no se trata de prescindir del conocimiento técnico y
científico, tan necesario para la consecución efectiva de la sostenibilidad;
pero sí de subordinarlo razonablemente a la política. Las principales
decisiones sobre la misma deben ser decisiones políticas, influidas, pero
no condicionadas, por el conocimiento experto. Y es que la sostenibi-
lidad no es una noción exclusivamente ecológica; es también una de-
cisión acerca de cómo podemos y deseamos vivir.
Naturalmente, el énfasis en la condición normativa y abierta de la
sostenibilidad no puede conducir al descrédito de la función de los
expertos, cuyo concurso es indispensable. Pero las evaluaciones cien-
tíficas no carecen de juicios de valor. La ausencia de un monopolio de
la verdad objetiva obliga a crear los mecanismos institucionales nece-
sarios para facilitar el contraste entre distintos juicios expertos. Ni tec-
nocracia, ni asamblea popular. La politización de la sostenibilidad es
una consecuencia inmediata de la inexistencia de una sola formula-
ción objetivable de su contenido:

De hecho, la incertidumbre, combinada con la diversidad de intereses y pers-


pectivas, asegura que la búsqueda de la sostenibilidad no pueda ser cómoda-
mente contenida en los términos del discurso técnico, sino que es incluido en
un contexto político donde el significado de los términos fundamentales es
fuertemente discutido 74.

Se reconoce con ello la pluralidad de formas posibles de sostenibi-


lidad, así como la de los intereses y versiones de la vida buena que sub-
yacen a ellas. La concepción normativa de la sostenibilidad parte de la
convicción de que su contenido es irreductiblemente normativo: el con-
flicto sobre su definición es un conflicto de valores. Porque una cosa
es el valor abstracto de la sostenibilidad, otra, la concreta opción que
para la misma se defiende. Es evidente que la elucidación democrática
del principio de sostenibilidad se opone tanto a la determinación téc-
nica de ese contenido normativo, como a su fijación con arreglo a un
patrón ideológico preestablecido: está radicalmente abierta a la socie-
dad que, paulatinamente, le da forma.

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En contraste con la orientación finalista de la sostenibilidad tec-


nocrática, la normativa pone el acento en los procesos, considerados
fines políticos en sí mismos. Sin embargo, ¿no puede esta fuerte vin-
culación entre democracia y sostenibilidad entorpecer su viabilidad
técnica, e incluso impedir su implantación? Puede. Pero debe aquí re-
gir el siguiente principio: «donde haya un conflicto entre los medios
para la consecución de la sostenibilidad y los deseos democráticos, el
equilibrio debe caer del lado de la perpetuación de la democracia» 75.
No obstante, esta preferencia por los valores democráticos no se de-
duce naturalmente de los presupuestos del ecologismo político, que se
encuentran —como hemos visto— en tensión con la democracia. En
un contexto pluralista, el ecologismo no es sino otra versión de la vida
buena, que debe esforzarse por persuadir de la idoneidad de sus obje-
tivos sociales.

II.3.2. Sostenibilidad y organización social

Hay un aspecto de la relación entre sostenibilidad y democracia, sin


embargo, que debe ser considerado antes de seguir adelante: la más
amplia tensión existente entre el principio de sostenibilidad y la orga-
nización social que debe hacerlo posible. Es una cuestión sencilla,
pero decisiva: ¿qué grado de flexibilidad posee la sociedad, si quiere
aplicar efectivamente alguna versión de la sostenibilidad? Se trata, en
fin, de precisar si las condiciones de posibilidad de la sostenibilidad
demandan o no una concreta forma de sociedad. En otras palabras:
¿es la sostenibilidad determinante de una concreta ordenación social,
o las posibilidades de la misma son múltiples? Esto es, ¿cualquier so-
ciedad puede ser sostenible? Porque, si la sociedad sostenible sólo
puede adoptar un número muy limitado de formas, la discusión acer-
ca de la democratización de la sostenibilidad podría resultar super-
flua. De ahí que convenga aclarar si la sostenibilidad es o no un princi-
pio constrictivo para la organización social.
También aquí la respuesta depende del modo en que se conciba la
sostenibilidad. Y, por tanto, de la elección entre una forma abierta o
cerrada del principio. Tradicionalmente, si dejamos al margen las so-
luciones propias del ecoautoritarismo, el ecologismo ha defendido

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

que la sociedad sostenible debe basarse en alguna clase de democracia


participativa e igualitaria, con una fuerte base local, que de manera
aparentemente espontánea dará lugar a una sostenibilidad de raigam-
bre utópica. Es sorprendente, sin embargo, que el ecologismo perma-
nezca ciego ante la incompatibilidad que hay entre un programa ce-
rrado de sostenibilidad y una estructura democrática de decisión.
Porque cabe preguntarse qué margen de decisión tienen los ciudada-
nos, cuando las constricciones ecológicas reducen hasta la insignifi-
cancia las políticas de libre disposición pública. La forma política e
institucional no es indiferente al tipo de sostenibilidad vigente.
Existe así un equívoco en la afirmación de que ninguna forma de
sociedad es singularmente apropiada ex ante para la realización de la
sostenibilidad. En el ecologismo, se ha extendido la convicción de que
las constricciones ecológicas pueden limitar, pero en ningún caso de-
terminar, las opciones políticas, de manera que una sociedad sujeta a
restricciones ecológicas podría adoptar una amplia variedad de for-
mas. Aunque esto es cierto, no lo es con arreglo a la premisa que este
ecologismo hace suya: una concepción cerrada de la sostenibilidad.
¿Cómo podría ésta abrir ningún abanico de posibilidades de organi-
zación social? Al contrario: impone un programa fuera del alcance de
la política. Y en ese caso, nos encontramos con que los límites ecoló-
gicos pueden determinar —y no sólo condicionar— las opciones polí-
ticas. Esta limitación es consecuencia directa de la propensión verde a
abrazar, a veces de modo inconsciente, versiones tecnocráticas de la sos-
tenibilidad. La apertura de las posibilidades institucionales pasa por la
aceptación de la sostenibilidad normativa.
¿Determina la sostenibilidad, por tanto, la forma de la organización
social? No hay una respuesta concluyente; depende de la concepción de
la sostenibilidad que se defienda. La sostenibilidad tecnocrática res-
tringe las posibilidades institucionales, convirtiendo la forma política
en un mero epifenómeno del diseño científico o ideológico de la socie-
dad sustentable. La sostenibilidad normativa, por el contrario, amplía
esas posibilidades, porque la organización social estará sujeta a delibe-
ración democrática, no a definición técnica o ideológica. Si se opta
por la sostenibilidad tecnocrática, debido a su supuesta fiabilidad, la
ingeniería científica degenerará en ingeniería social; la subordinación
de lo social a lo ecológico ahogará la política. Sólo la apertura incondi-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

cional de lo ecológico a lo político —vale decir, la democratización de


la sostenibilidad— es compatible con los fundamentos de una socie-
dad democrática y liberal.

II.3.3. Sostenibilidad y participación

Este mismo problema se reproduce cuando el ecologismo plantea sus


usuales preferencias por un modelo político basado en el incremento
de la participación política ciudadana. Esa preferencia, sencillamente,
no es sometida a examen, como si el deseo de democracia participati-
va bastara para convertirla en realidad. Desde el punto de vista demo-
crático, esta defensa plantea los problemas comunes a cualquier adhe-
sión al ideal participativo; pero hay que preguntarse ahora, más bien,
por las razones verdes para esa adhesión. Y ello, porque no parece
conciliarse con el simultáneo objetivo de sostenibilidad.
Normalmente, empero, la existencia de una relación entre sosteni-
bilidad y participación no sólo tiende a darse por supuesta, sino que se
considera una relación de recíproco reforzamiento. De manera que
la participación política sería funcional a la sostenibilidad, mientras
ésta proporciona un tema a aquélla. Robert Goodin ha fundamentado
del siguiente modo la querencia verde por el modelo participativo:

[…] sobre todo, la teoría verde trata a los seres humanos individuales como
agentes que naturalmente son, y moralmente deberían ser, entidades autóno-
mas y autogobernadas. Políticamente, ello implica directamente el tema cen-
tral de la teoría de la acción política verde: la importancia de la completa, li-
bre y activa participación de todos en la formación democrática de sus
circunstancias personales y sociales 76.

La participación política es entonces un medio para lograr que la


autonomía moral del hombre —como deseable correlato de su auto-
nomía natural— posea traducción política. Sólo esta influencia direc-
ta del ciudadano confirmaría semejante autonomía, en lugar de redu-
cirla a la condición de pura abstracción formal. Aunque esto sea, en sí
mismo, discutible, puede poseer un sentido democrático; pero no po-
see un sentido verde, que es de lo que se trata aquí. Ya que la partici-

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pación de los ciudadanos en la formación democrática de sus circuns-


tancias no aseguraría en modo alguno la concordancia de los resulta-
dos así obtenidos con el objetivo de la sostenibilidad: nada garantiza
que una mayor participación produzca resultados más sostenibles.
Aunque en el ecologismo haya arraigado la idea opuesta.
Si bien, se piensa que la sociedad sostenible necesita la coopera-
ción ciudadana en el cumplimiento de sus normas, pero no necesaria-
mente su participación política en el gobierno o la gestión. La necesi-
dad de cooperación no debe confundirse con la exigencia de que la
sostenibilidad sea participativa. Digamos que la participación de los
ciudadanos es una parte imprescindible para el programa político del
ecologismo, pero sólo contingente para su programa de sostenibili-
dad. En realidad, la participación ciudadana podría incluso ser incom-
patible con la consecución y el mantenimiento de la sostenibilidad.
¡Supongamos que los ciudadanos se niegan a modificar su estilo de
vida y lo deciden así democráticamente! Es el tipo de escenarios que
el idealismo ecologista ni siquiera se molesta en concebir, tan seguro
está de la superioridad moral de sus propios valores.
Para abordar con rigor el problema de la participación ciudadana
en la sostenibilidad, también es preciso distinguir entre sus variantes
normativa y tecnocrática.

1. La adopción de una forma tecnocrática o cerrada de sosteni-


bilidad plantea insalvables problemas para la conciliación de soste-
nibilidad y participación. Efectivamente, ¿en qué podrían participar
los ciudadanos, si la fijación administrativa o ideológica de la sosteni-
bilidad reduciría dramáticamente su margen de decisión? En el marco
de esta forma de sostenibilidad, la democracia participativa sólo podría
ser una mera forma abstracta sin correlato sustantivo, ya que las áreas
abiertas a la participación y decisión ciudadanas estarían tanto o más
limitadas que en el modelo democrático liberal. Las rigideces propias
de una sociedad sostenible tecnocráticamente definida difícilmente
dejarían espacio a la participación ciudadana; las certidumbres técni-
cas se opondrían a las incertidumbres políticas.

2. La elección de una concepción normativa y abierta de la sos-


tenibilidad, en cambio, otorga pleno sentido a las propuestas en favor

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

de alguna forma de democracia, porque la sostenibilidad no determi-


na aquí exhaustivamente la disposición del orden social. Ahora bien,
la relación tampoco es aquí necesaria, o no lo parece: la democracia
llamada a vehicular la sociedad sostenible puede ser más o menos par-
ticipativa. No obstante, tiene que tratarse de una democracia, con in-
dependencia de la intensidad de la participación formal y directa de
los ciudadanos, junto a la que en todo caso coexistirá la participación
informal e indirecta —por ejemplo, a través de movimientos sociales,
deliberaciones privadas e incluso de elecciones éticas de consumo—.
En todo caso, la sostenibilidad normativa exige en sí misma la cons-
tante definición pública y colectiva de su contenido. Y es así, indefec-
tiblemente, sostenibilidad participativa, sea cual sea el modo en que
esa definición pública termine articulándose.

Hemos comprobado, por lo tanto, que las relaciones entre ecolo-


gismo y democracia no pueden darse por sentadas. Y ello, por razón
del naturalismo filosófico característico del ecologismo fundacional,
que ha contaminado su teoría política y dificultado su modernización.
Una política verde renovada debe así empezar en la crítica de esa am-
bivalencia normativa. Sin embargo, el mismo principio de sostenibili-
dad que está llamado a ser la base de cualquier política del medio am-
biente refleja esa inclinación consecuencialista que incita a privilegiar
los resultados ecocéntricos, por encima de los medios democráticos.
Es por eso conveniente subrayar el carácter normativo, abierto a defi-
nición social, del principio genérico de sostenibilidad. Y no sólo por-
que es la única manera de propiciar su democratización; también para
evitar falsas conclusiones acerca de su naturaleza. Hay muchas formas
posibles de sostenibilidad: ni la protección de la naturaleza ni la justi-
cia social están necesariamente comprendidas dentro de la misma.
Sólo una concepción normativa de la sostenibilidad puede ser adopta-
da en el seno de una sociedad liberal, para hacer de ella, precisamente,
una sociedad liberal verde. Pero el ecologismo tiene que aprender a
convivir con el liberalismo, acostumbrado como está a combatirlo.
Antes impensable, la convergencia de liberalismo, sostenibilidad y po-
lítica verde representa ahora el único futuro posible.

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

NOTAS

1
La exhibición pública del compromiso con la democracia desafía la ausencia de
toda correspondencia del ecologismo con ella: los verdes se adhieren a sus valores y
procedimientos en la práctica, renunciando a cualquier otro medio de transformación
social y política que no sea una estrategia democrática; formalmente, pues, el ecologis-
mo político tiene en su núcleo una demanda general de democracia. Pero no son pocos
los movimientos políticos cuya defensa de formas radicales de democracia ha entrado
en contradicción con sus propios fundamentos. Y un análisis detenido del ecologismo
revela la tensión existente entre el consecuencialismo verde y su orientación hacia for-
mas fuertes de democracia: la democracia como procedimiento se opone al ecologismo
como concepción sustantiva, irrenunciable, del bien.
2
No obstante, se defiende aquí una concepción liberal de la democracia, de acuer-
do con la cual la participación de los ciudadanos está limitada, por oposición a la de-
mocracia directa, y donde, en fin, elementos como la división de poderes, el imperio de
la ley, la libertad de prensa, la independencia de los tribunales, la neutralidad moral del
Estado y su separación de la Iglesia importan al menos tanto como una participación
popular que —por añadidura— es hoy día tanto formal (a través de elecciones) como
informal (en la sociedad civil). Es quizá el momento de abandonar el manido cliché de
la traición contemporánea a las esencias de la democracia, condigno al de la indefen-
sión ciudadana frente al desnudo poder económico. Los tiempos, afortunadamente,
han cambiado.
3
Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992, p. 168.
4
Cfr. Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, Nueva York, State
University of New York Press, 1992; y «Environmental Pragmatism, Ecocentrism, and
Deliberative Democracy. Between Problem-Solving and Fundamental Critique»,
2002, pp. 49-69.
5
Brian Baxter, Ecologism. An Introduction, Edimburgo, Edinburgh University
Press, 1989, p. 112.
6
Ben A. Minteer y Bob Pepperman Taylor (eds.), Democracy and the Claims of Na-
ture. Critical Perspectives for a New Century, Lanham, Rowan y Litlefield Publishers,
2002, p. 5.
7
Cfr. Laura Westra, «The Ethics of Environmental Holism and the Democratic
State: Are they in Conflict?», Environmental Values, 2, 1993, pp. 125-136.
8
Bryan G. Norton, «Democracy and Environmentalism: Foundations and Justifi-
cations in Environmental Policy», 2002, pp. 11-32.
9
Ben A. Minteer, «Deweyan Democracy and Environmental Ethics», 2002, pp.
33-48.
10
Aldo Leopold, A Sand County Almanac. And Sketches Here and There, Oxford,
Oxford University Press, 1987, pp. 224-225.
11
Terence Ball, «Democracy», en Andrew Dobson y Robyn Eckersley, Political
Theory and the Ecological Challenge, Cambridge, Cambridge University Press, 2006,
pp. 131-147, p. 132.

189
207_08 Aju 02 22/10/08 13:03 Página 190

SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

12
Cfr. John Dryzek, «Ecology and Discursive Democracy: Beyond Liberal Demo-
cracy and the Administrative State», en Robert Goodin (ed.), The Politics of the Envi-
ronment, Aldershot, Edward Elgar, 1994, pp. 394-418; Michael Saward, «Must demo-
crats be environmentalists?», en B. Doherty y M. de Geus (eds.), Democracy and Green
Political Thought. Sustainability, Rights and Citizenship, Londres, Routledge, 1996,
pp. 79-96. Una variante de este argumento señala que, si se otorga idéntica prioridad a
la autonomía de los miembros de las comunidades humana y natural, debe acordarse la
misma prioridad moral para las condiciones materiales —tanto ecológicas como socioe-
conómicas— de las que depende su ejercicio. La conexión entre valores ecológicos y va-
lores democráticos pasaría así de la contingencia a la necesidad [cfr. Robyn Eckersley,
«Greening Liberal Democracy. The Rights Discourse Revisited», en B. Doherty y M. de
Geus (eds.), Democracy and Green Political Thought, Londres, Routledge, 1996,
pp. 212-236, p. 214; y Andrew Dobson, «Democratising Green Theory: Preconditions
and Principles», en B. Doherty y M. de Geus (eds.), ob. cit., pp. 132-148, pp. 142-145].
13
No hay que olvidar un factor importante en la generalización de los valores ver-
des, en la era poscomunista: su abrazo por una parte de la izquierda desencantada, que
ve en causas como el cambio climático la oportunidad de criticar al capitalismo por
otros medios; como en los viejos tiempos. Es más fácil creer en el cambio climático,
que lo fuera creer en el estalinismo. La contraparte de este contagio ideológico —refle-
jo de la asombrosa facilidad con que la sociedad mundial abraza ideas en movimien-
to— es el movimiento ecoteológico, donde los movimientos religiosos encuentran en
el cuidado de la morada transitoria del hombre la oportunidad de criticar al liberalis-
mo capitalista por otros medios.
14
Adrian Atkinson, Principles of Political Ecology, Londres, Belhaven Press, 1991,
p. 52.
15
Es llamativo cómo la crítica verde converge aquí con la posmoderna. Porque,
aun cuando sus modos de concebir la naturaleza sean tan notoriamente distintos, am-
bas culminan en una tradición crítica, especialmente rica en nuestro siglo, que incluiría
vertientes tan distintas como la crítica antirracionalista de Feyerabend, el ataque radi-
cal contra el cientificismo o los estudios sociales sobre la ciencia, cuyo rasgo común se-
ría la puesta en cuestión de la pretendida neutralidad política y social de la ciencia, así
como de su función de progreso.
16
Maurie Cohen, «Risk Society and Ecological Modernisation: Alternative Visions
for Postindustrial Nations», OCEES Research Papers, núm. 7, 1996, p. 16.
17
Ana Bramwell, The Fading of the Greens. The Decline of Environmental Politics
in the West, New Haven, Yale University Press, 1994.
18
John Passmore, La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza. Ecología y
tradiciones en Occidente, Madrid, Alianza, 1978, p. 201. La Elizabeth Costello de J. M.
Coetzee señala: «La ironía es terrible. Aquella filosofía ecológica que nos pide que vi-
vamos cerca de otras criaturas se justifica a sí misma apelando a una idea, una idea de
orden más alto que ninguna criatura viva. Es una idea, además —y éste es el giro defi-
nitivo de la ironía— que ninguna criatura, excepto el hombre, puede comprender»
(J. M. Coetzee, Elizabeth Costello, Madrid, Mondadori, 2003, p. 99).
19
Ejemplo de ello es la actual pugna entre la ecología de sistemas, basada en la per-
manencia de los ecosistemas como unidades funcionales básicas, y la ecología evolucio-

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

nista, que aprecia un cambio constante en esos ecosistemas, en función de las amenazas
exteriores que les toca afrontar: como ciencia empírica y experimental, la ecología es
faliblista antes que fundamentalista, enfoque indiscutiblemente científico (y científico
moderno) que elude por tanto la fijación de toda esencia de la naturaleza (Jozef Keu-
lartz, Struggle for Nature. A critique of radical ecology, Londres, Routledge, 1998).
20
Tim Forsyth, Critical Political Ecology. The Politics of Environmental Science,
Londres, Routledge, 2003, p. 266.
21
Robert Kirkman, Skeptical Environmentalism. The Limits of Philosophy and
Science, Indianapolis, Indiana University Press, 2002, pp. 149-150.
22
Jonathon Porritt, Playing Safe: Science and the Environment, Nueva York, Tha-
mes & Hudson, 2000.
23
Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, ob. cit., p. 51.
24
Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 1997, p. 66.
25
T. W. Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 1998, p. 115.
26
Reiner Grundmann, Marxism and Ecology, Oxford, Clarendon Press, 1991,
p. 109.
27
Respectivamente, Francis Bacon, Novum Organum, Madrid, Sarpe, 1984, p. 3,
aforismo 33; y Ernst Jünger, El libro del reloj de arena, Barcelona, Tusquets, 1998, p. 140.
28
John Passmore, ob. cit., p. 49.
29
Ibid.
30
Cfr. Freya Mathews, «Community and the Ecological Self», Environmental Poli-
tics, vol. 4, núm. 4, Invierno, 1995, pp. 66-100.
31
Hans Magnus Enzensberger, Para una crítica de la ecología política, Barcelona,
Anagrama, 1973, p. 22.
32
Neil Evernden, The Social Creation of Nature, Baltimore, The Johns Hopkins
University Press, 1992, p. 15.
33
Cfr. Ana Bramwell, Ecology in the 20th Century. A History, New Haven, Yale
University Press, 1989, p. 18.
34
Andrew Dobson, Pensamiento político verde, Barcelona, Paidós, 1997, p. 46.
35
Cfr. Charles Taylor, Las fuentes del yo, Barcelona, Paidós, 1996.
36
J. Baird Callicott, In Defense of the Land Ethic. Essays in Environmental Philo-
sophy, Nueva York, State University of New York Press, 1989, p. 108; Robyn Eckers-
ley, Environmentalism and Political Theory, ob. cit., p. 52.
37
Cfr. Donella H. Meadows, Dennis L. Meadows, Jørgen Randers Randers, Wi-
lliam W. Behrens III, Los límites del crecimiento, México, FCE, 1972.
38
Así, por ejemplo, la novela de Richard Matheson I am Legend, publicada en
1954, que relata la historia de un científico que termina por ser el único superviviente
en el planeta tras una guerra librada con armas biológicas, es llevada al cine en varias
ocasiones: si en el momento de su escritura aparece ligada al terror nuclear, su versión
cinematográfica de 1971, The Omega Man, tiene las mismas resonancias ambientalistas
que otros títulos igualmente protagonizados por Charlton Heston en la misma época
(como Soylent Green, dirigida por Richard Fleischer en 1973, donde unos experimen-
tos científicos contaminan el agua y provocan el caos de la civilización, o El planeta de
los simios, que realizara Franklin J. Schaffner cinco años antes). Precisamente, una
nueva versión ha sido estrenada en 2007, recuperando el título original y dando forma

191
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

a los miedos contemporáneos acerca de un colapso ecológico que la inundación de


Nueva Orleans habría certificado en el imaginario popular. Y en el plano literario, el
éxito de The Road, de Cormac McCarthy, también publicada en 2007 (hay edición es-
pañola en Mondadori), sirve de actualización de la novela de Matheson: un padre y un
hijo atraviesan unos Estados Unidos postapocalípticos, también reflejados por Spiel-
berg en su versión de 2005 de La Guerra de los Mundos de H. G. Wells. ¿Es el espíritu
de los tiempos, o los tiempos siempre han tenido un espíritu parecido y toda civiliza-
ción coquetea con su final?
39
Cfr. Kenn Kassman, Envisioning Ecotopia. The US Green Movement and the Po-
litics of Radical Social Change, Westport, Praeger, 1997.
40
Kirkpatrick Sale, Dwellers in the land. The Bioregional Vision, San Francisco,
Sierra Club Books, 1985, p. 43.
41
Aldo Leopold, A Sand County Almanac. And Sketches Here and There, Oxford,
Oxford University Press, 1987, pp. 224-225.
42
Efectivamente, la huella heideggeriana es patente: los procesos de moderniza-
ción que amenazan la autenticidad del morar humano en el mundo encuentran resis-
tencia en el intento por recuperar un espacio para el auténtico habitar del hombre en el
mundo y la naturaleza (Martin Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, Trotta, 2003). Para
Heidegger, tanto la experiencia del morar como las especificidades del lugar y su me-
dio ambiente son esencialmente irreductibles. En cambio, las relaciones sociales
mediadas no expresan ningún tipo de autenticidad; más al contrario, amenazan la
identidad y cualquier sentido verdadero del yo. Que el ecologismo radical quedara
cautivado por el hechizo y la capacidad evocadora de esta defensa del lugar podía dar-
se por descontado; su concepción de la naturaleza descansa, a fin de cuentas, sobre la
mentira de su independencia y autenticidad, sobre el mito de la ausencia de historia.
La morada heideggeriana encuentra en la identidad a sí misma su razón de ser, pero su
inalterabilidad y permanencia son ficciones fuera de una realidad que difícilmente las
admite.
43
Frank E. Manuel y Fritzie P. Manuel, El pensamiento utópico en el mundo occi-
dental, III. La utopía revolucionaria y el crepúsculo de las utopías (siglo XIX-XX), Madrid,
Taurus, 1981, p. 375. En realidad, la obstinación con que la contracultura ha esperado
siempre un cambio en las conciencias, como medio para la transformación social revo-
lucionaria, ha sido tradicionalmente un obstáculo para la aceptación de medidas refor-
mistas y graduales, a la larga más eficaces que un rechazo del así llamado sistema en su
conjunto —rechazo cuyos fundamentos teóricos carecen de toda consistencia.
44
La política verde aquí defendida exige una reorientación del pensamiento utópi-
co verde, para el caso de que éste deba conservar alguna función dentro de su proyec-
to. No hay, en la carga utópica del ecologismo, nada especialmente original. La socie-
dad sostenible descrita por el utopismo verde es una sociedad de lo suficiente, que
respeta la limitada cantidad de recursos naturales y evita disociar producción y consu-
mo. En este sentido, el utopismo ecologista es continuador de una longeva tradición
expresada en la idea de la Edad de Oro, reflejo a su vez de la creencia judeocristiana en
un Edén susceptible de recuperación ultramundana. Se trata de la reacción frente al
progreso de una «civilización» que corrompe la armonía arcádica entre hombre y
mundo natural, regida hasta entonces por moderadas necesidades «naturales»

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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

(cfr. Krishan Kumar, Utopia and Anti-Utopia in Modern Times, Oxford, Basil Black-
well, 1987, p. 4). La ecotopía se sitúa del lado de las «utopías de la suficiencia», vale
decir, aquellas que, como las defendidas por Thoureau, Kropotkin o Bookchin, defien-
den valores de moderación, autorrestricción y sencillez, oponiéndose así a las «utopías
de la abundancia», que de acuerdo con visiones como las de Bacon, Owen o Fourier,
apuestan por la opulencia material y la satisfacción ilimitada a través de la ciencia y la
técnica de las necesidades y deseos humanos (cfr. Marius de Geus, Ecological Utopias.
Envisioning the Sustainable Society, Utrecht, International Books, 1999, pp. 20-21). La
reconstrucción del ecologismo pasa por recuperar la segunda de estas tradiciones. Y
eso supone plantear una defensa de la apropiación humana del entorno, bien que críti-
camente contemplada en cuanto a sus formas: la humanización de la naturaleza es par-
te del proyecto moderno de emancipación, pero es obvio que el desarrollo de la mo-
dernidad ha terminado mostrando algunos de sus límites; la consecución de la
sostenibilidad pasa ahora a integrarse naturalmente en ese proyecto. En ese sentido,
la inexistencia del tipo de naturaleza que los verdes radicales tienen en mente convier-
te en inútil todo intento de diseñar, por emplear el célebre término de Boris Frankel,
«utopías postindustriales» basadas en una marcha atrás impracticable (cfr. Boris Fran-
kel, Los utópicos postindustriales, Valencia, Alfons el Magnánim, 1990). Basta pensar
en el contraste existente entre el ingenuo estatismo de esas utopías y el ritmo de nues-
tras transformaciones sociales.
45
William Ophuls, Ecology and the Politics of Scarcity, San Francisco, W. H. Free-
man and Company, 1977, pp. 133-137.
46
Cfr. Garrett Hardin, «The Tragedy of the Commons», en G. Hardin y J. Baden
(eds.), Managing the Commons, San Francisco, W. H. Freeman and Company, 1977,
pp. 16-30; y William Ophuls, ob. cit., p. 152.
47
William Ophuls, Requiem for Modern Politics. The Tragedy of the Enlightenment
and the Challenge of the New Millenium, Boulder, Westview Press, 1997, p. 163.
48
Cfr. Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, ob. cit., p. 17.
49
Jonathon Porritt, «Environmental Politics: The Old and the New», en M. Ja-
cobs (ed.), Greening the Millenium? The New Politics of Environment, Oxford, Black-
well, 1997, pp. 62-73, pp. 64-64.
50
Cfr. Giles Lipovetsky, El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiem-
pos democráticos, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 218.
51
Fernando Savater, Diccionario filosófico, Madrid, Planeta, 1995, p. 266; Hannah
Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 1993.
52
I. G. Simmons, Interpreting Nature. Cultural Constructions of the Environment,
Londres, Routledge, 1993, p. 38.
53
Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, Nuestro futuro común,
Madrid, Alianza, 1988, p. 29.
54
Encontramos así definiciones de sostenibilidad en las que este principio se refie-
re a «la viabilidad de las relaciones socialmente formadas entre la sociedad y la natura-
leza en largos períodos de tiempo» [Egon Becker, Thomas Jahn e Immanuel Stiess,
«Exploring Uncommon Ground: Sustainability and the Social Sciences», en Becker et
al. (eds.), Sustainability and the Social Sciences. A Cross-disciplinary Approach to Inte-
grating Environmental Considerations into Theoretical Reorientation, Londres, Zed

193
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

Books, 1999, pp. 1-22, p. 19]; a «la capacidad para la continuación más o menos inde-
finida en el futuro» de la actividad humana [Paul Ekins, «Making Development Sus-
tainable», en W. Sachs (ed.), Global Ecology. A New Arena of Political Conflict, Lon-
dres, Zed Books, 1993, pp. 91-103, p. 71]; o al imperativo de vivir «dentro de los
límites ecológicos» mediante la reducción de los impactos medioambientales negativos
de la actividad humana y el incremento de la resistencia del medio ambiente [Michael
Redclift, «Pathways to sustainability: issues, policies and theories», en M. Kenny y
J. Meadowcroft (eds.), Planning Sustainability, Londres, Routledge, 1999, pp. 66-77,
p. 66].
55
Thomas Sikord y Richard B. Norggard, «Principles for Sustainability: Protec-
tion, Investment, Co-operation and Innovation», en J. Köhn et al. (eds.), Sustainability
in question. The Search for a Conceptual Framework, Chentelham, Edward Elgar, 1999,
p. 49.
56
Cfr. Brian Barry, Sustainability and Intergenerational Justice, ponencia presenta-
da a las Sesiones de la ECPR celebradas en Warwick, marzo de 1998. La confusión en
torno a esta naturaleza genérica del principio subyace a la crítica que Beckerman hace
de la frecuente contaminación moral de la sostenibilidad, particularmente visible
cuando se mezclan los rasgos de una forma concreta de desarrollo, con el mandato mo-
ral que induce a su consecución: la sostenibilidad debería definirse simplemente, así
Beckerman, como una forma de desarrollo sostenible a lo largo de un determinado pe-
ríodo de tiempo, siendo asunto completamente distinto la discusión acerca de si debe o
no perseguirse (cfr. Wilfred Beckermann, «Sustainable Development: Is it a Useful
Concept?», Environmental Values, 3, 1994, pp. 191-209, p. 93; Wilfred Beckermann,
A Poverty of Reason. Sustainable Development, Oakland, The Independent Institute,
2002, p. 74). Ciertamente, la viabilidad técnica de la sostenibilidad no proporciona por
sí misma su justificación moral.
57
Cfr. Allan Holland, «Sustainability: Should We Start from Here?», en Dobson
(ed.), Fairness and futurity. Essays on Environmental Sustainability and Social Justice,
Oxford, Oxford University Press, 1999, pp. 46-68.
58
Cfr. Eric Neumayer, Weak versus Strong Sustainability. Exploring the Limits of
Two Opposing Paradigms, Cheltenham, Edward Elgar, 1999, pp. 97 y ss.
59
Cfr. Allan Holland, ob. cit., p. 61.
60
Cfr. Andrew Dobson, Justice and the Environment. Conceptions of Environmen-
tal Sustainability and Theories of Distributive Justice, Oxford, Oxford University Press,
1998, pp. 41-42.
61
Cfr. Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, ob. cit., p. 29.
62
Ibid., p. 68.
63
Tal como señala Jacobs, en un primer nivel el concepto de desarrollo sostenible
se articula en torno a una serie de ideas nucleares (integración de la economía y el me-
dio ambiente, futuridad, protección medioambiental, equidad, calidad de vida más
allá del crecimiento económico, amplia participación e inclusión social), que en un se-
gundo nivel son objeto de disputa y argumentación política: la pregunta sobre cómo
deberían ser interpretados en la práctica. Esa interpretación refleja distintas concepcio-
nes del desarrollo sostenible. Y básicamente, mientras el desarrollo sostenible débil
apuesta por el aseguramiento ecológico del actual modelo de crecimiento y consumo,

194
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LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

rechazando la idea de límites ecológicos y la protección apriorística de aspecto alguno


del mundo natural, la interpretación fuerte del mismo reconoce la existencia de esos lí-
mites y adopta el principio de la capacidad de carga de la biosfera para soportar la acti-
vidad económica humana. Asimismo, la versión fuerte incorpora los objetivos de justi-
cia, que la versión débil sólo contempla retóricamente, estableciendo de hecho una
relación causal entre su cumplimiento y la consecución de la sostenibilidad. También
la igualdad y la participación pública son valores centrales para la versión fuerte, frente
a una lectura más conservadora que rebaja la importancia de aquélla y confía en los ex-
pertos, gobiernos y agencias institucionales [cfr. Michael Jacobs (1999a) «Sustainable
Development as a Contested Concept», en Dobson (ed.), Fairness and futurity. Essays
on Environmental Sustainability and Social Justice, ob. cit., pp. 21-45].
64
Egon Becker, Thomas Jahn e Immanuel Stiess, ob. cit., pp. 1-22, p. 6.
65
Gilberto C. Gallopín y Paul D. Raskin, Global Sustainability. Bending the Curve,
Londres, Routledge, 2002, p. 6.
66
Cfr. Nordhaus y Shellenberg, Break Through. From the Death of Environmenta-
lism to the Politics of Possibility, Boston, Houghton Mifflin, 2007, p. 6.
67
Wilfred Beckerman, A Poverty of Reason. Sustainable Development, ob. cit.,
pp. 185-186.
68
Steven Young (ed.), The Emergence of Ecological Modernisation. Integrating the
Environment and the Economy?, Londres, Routledge, 2000, p. 2 (cursiva mía).
69
Hans Magnus Enzensberger, Para una crítica de la ecología política, Barcelona,
Anagrama, 1973, p. 33.
70
Cfr. Martin W. Lewis, Green Delusions. An Environmentalist Critique of Radical
Environmentalism, Duke, Duke University Press, 1992.
71
Y así, por ejemplo, el deseo de la ecología profunda de que se produzca un cam-
bio de paradigma que dé lugar a una visión ecocéntrica del mundo y a una existencia
en armonía con la naturaleza, tiene mucho en común con las aspiraciones utópicas
propias de la modernidad (Michael A. Zimmerman, Contesting Earth’s Future. Radical
Ecology and Postmodernity, Berkeley, University of California Press, 1994, p. 53); es
también el caso de la fe, inequívocamente moderna, en la absoluta certidumbre de sus
tesis que exhibe el ecologismo radical (Martin W. Lewis, ob. cit., p. 25).
72
Michael E. Kraft, «Political Change and the Sustainable Society», en D. Pirages
(ed.), The Sustainable Society. Implications for Limited Growth, Nueva York, Praege
Publishers, 1977, pp. 173-196, p. 180. Las características básicas de este modelo son
descritas por Ophuls con su habitual voluntarismo visionario: «descentralización y au-
tonomía local; una vida más simple, a pequeña escala, cara a cara y más cercana a la na-
turaleza; modos de producción basados en el trabajo intensivo; autosuficiencia indivi-
dual (frente a la dependencia de sistemas complejos para la satisfacción de las
necesidades básicas); y diversidad cultural. [...] La constitución política de las socieda-
des “frugales” sería asunto de elección social. Tales sociedades pueden ser sagradas o
seculares, cosmopolitas o provincianas, abiertas o cerradas, de acuerdo con los deseos
de la población local, de manera que es difícil precisar cuál será la forma política que
podrían o deberían adoptar» [William Ophuls, «The Politics of a Sustainable Society»
en D. Pirages (ed.), The Sustainable Society. Implications for Limited Growth, Nueva
York, Praege Publishers, 1977, pp. 157-172, p. 165].

195
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

73
Edward Goldsmith et al., Manifiesto para la supervivencia, Madrid, Alianza,
1972, p. 33.
74
Douglas Torgerson, «The uncertain quest for sustainability: public discourse
and the politics of environmentalism», en F. Fischer y M. Black (eds.), Greening Envi-
ronmental Policy: the Politics of a Sustainable Future, Londres, Paul Chapman, 1995,
pp. 3-20, p. 11.
75
David Pearce et al., Blueprint 3. Measuring sustainable development, Londres,
Earthscan, 1993, p. 185.
76
Robert Goodin, Green Political Theory, ob. cit., p. 124.

196
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3. LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

I. LA CONVERGENCIA DE POLÍTICA VERDE Y LIBERALISMO

Aunque vivimos en sociedades liberales, el descrédito del liberalis-


mo constituye una constante de la vida intelectual y la realidad socioló-
gica contemporáneas. Son habituales las críticas al funcionamiento del
así llamado sistema, frente al que un presunto mundo de la vida reclama-
ría sus derechos. Nadie está contento con la sociedad liberal; tampoco,
claro, con la democracia liberal que conforma su sustrato institucional.
No es de extrañar, entonces, que el ecologismo haya sido desde sus
orígenes uno de los más feroces críticos del liberalismo —culpable
tanto de provocar la crisis ecológica, como de retrasar su solución—.
Este desencuentro no es sólo práctico, sino también normativo: los
fundamentos epistemológicos y filosóficos del liberalismo son recha-
zados de plano por el ecologismo. Y sin embargo, este rechazo es a la
vez insostenible y desproporcionado. Ni la política verde puede arti-
cularse fuera de la sociedad liberal, ni ésta puede considerarse incapa-
citada para la aplicación de la sostenibilidad. En realidad, igual que la
sociedad liberal ha comenzado a tomarse en serio al medio ambiente,
una parte del ecologismo ha empezado a tomarse en serio el liberalis-
mo. La nueva política verde debe nacer de esta convergencia.
Desde luego, la democracia liberal se enfrenta al desafío de pro-
porcionar una respuesta a las formidables transformaciones experi-
mentadas por su sociedad en la era de la globalización. Esta respuesta
debe ser democrática y no exclusivamente liberal; esto es, debe com-
binar la capacidad de acción de la política con la capacidad autorregu-
ladora del orden puramente social. No es tarea fácil, habida cuenta de
que los actores situados fuera del sistema político no pueden —ni de-
ben— ser controlados por éste en una medida que ponga en peligro
los efectos benéficos de su acción. La sostenibilidad, por ejemplo, no

197
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

puede depender únicamente de la acción gubernamental, ni solamen-


te de la acción espontánea de los agentes económicos y sociales que
operan en la sociedad civil; es una necesaria combinación de ambas.
Basta pensar en la investigación científica y en las aplicaciones tecno-
lógicas relacionadas con el cambio climático: sin los incentivos empre-
sariales asociados a las mismas, no poseerían su actual impulso; sin las
directrices y estímulos públicos, quizá nunca hubiesen comenzado. Esta
encrucijada trasciende la esfera medioambiental y atañe al imposible
gobierno centralizado de sociedades complejas, cada vez más interco-
nectadas por los intensos procesos de globalización en curso. Y en ella
se sitúa la relación entre sostenibilidad, liberalismo y ecologismo, exa-
minada a continuación.

I.1. Nota sobre los fundamentos de la democracia liberal

Antes de ocuparnos de la índole de esa convergencia, es preciso acla-


rar qué debemos entender por democracia liberal. Sobre todo, por-
que un elemento común a las críticas que se le dirigen consiste en ne-
gar su carácter democrático y afirmar, en cambio, su naturaleza
liberal, mientras que, se sostiene, los problemas que se muestra inca-
paz de resolver, como la crisis ecológica, demandan precisamente más
democracia y menos liberalismo. Esto es, en sí mismo, discutible.
Pero, sobre todo, revela la confusión habitual en torno a la naturaleza
del liberalismo y su presunto déficit democrático; también, una com-
prensión sesgada del funcionamiento de las sociedades liberales, a pe-
sar de que ha sido en el seno de las mismas donde ha florecido un mo-
vimiento verde ahora rápidamente globalizado. No es éste el lugar
para una exposición en profundidad de los fundamentos del liberalis-
mo y su relación con la democracia, pero sí es conveniente aclarar sus
aspectos principales.
La democracia liberal es, desde luego, liberal antes que democráti-
ca. Si se prefiere, es una reinvención de la democracia, un alejamiento
de sus orígenes participativos por razones prácticas y de principio.
Norberto Bobbio ha señalado que la democracia moderna es una ex-
tensión natural del liberalismo, siempre y cuando consideremos la de-
mocracia en un sentido más procedimental que sustancial: un gobierno

198
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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

por el pueblo antes que un gobierno para el pueblo, igualdad de opor-


tunidades antes que una igualación económica por completo extraña a
la doctrina liberal 1. Efectivamente, es tal la frecuencia con que se hurta
a nuestras democracias su adjetivación como liberales que —a despe-
cho de constituir precisamente esa costumbre un signo de su triunfo—
dificulta a menudo la percepción pública de su auténtica naturaleza.
Que, a la altura de 1795, nada menos que Immanuel Kant siguiera se-
ñalando a la república representativa, en detrimento de la democracia,
como la mejor forma de gobierno, ilustra suficientemente el despresti-
gio padecido entonces por un sistema político que, en las taxonomías
de los clásicos, aparecía invariablemente entre aquellas posibilidades de
organización política que, como la tiranía o la oligarquía, debían ser
evitadas. La democracia era un antimodelo.
¿Cómo se explica entonces que, apenas dos siglos después, la de-
mocracia aparezca no sólo como la forma política triunfante, sino
como la única forma legítima de gobierno? La razón es que nuestra
democracia, sencillamente, no es lo que fue. Es decir, que el modelo
de gobierno que surge del debate ilustrado en los siglos XVIII y XIX,
acerca de la mejor forma de organización política para las nuevas so-
ciedades comerciales surgidas del desarrollo del capitalismo, se cons-
truye contra el modelo clásico de democracia; es decir, contra el mode-
lo griego. Y lo hace a partir de los fundamentos del liberalismo. Son los
presupuestos de este último los que explican esa limitación previa res-
pecto a la forma que la democracia puede adoptar. Tal como ha seña-
lado gráficamente Fareed Zakaria, el mejor símbolo del modelo liberal
de gobierno no es el plebiscito de masas, sino el juez imparcial 2. Más
que su elemento distintivo, el democrático es otro componente de la
democracia liberal, tan relevante como el imperio de la ley o la separa-
ción de poderes. Y esta configuración política obedece, a su vez, a un
conjunto de presupuestos filosóficos y hasta antropológicos.
Para el liberalismo, un orden social justo debe asentarse en la pri-
macía de la libertad individual; y considera que la máxima amenaza
para ésta proviene de la coerción estatal. De acuerdo con la formula-
ción clásica, además, la libertad es un derecho natural del hombre.
Ahora bien, al liberalismo no le interesa tanto proponer una explica-
ción trascendente de los derechos, indiferente a su contenido histórico
y social, como poner de relieve la importancia decisiva del orden pre-

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estatal, e incluso para-estatal. Desde Locke a Hayek, se proclama así la


anterioridad de los derechos individuales, que opera como un canet-
tiano corazón secreto del reloj liberal, y lo hace en un doble plano:
normativo y pragmático. Esta anterioridad no debe ser tomada en
sentido literal, claro, sino como una metáfora de su indisponibilidad.
Desde el punto de vista normativo, esa anterioridad significa que
los derechos básicos del hombre son indisponibles por la autoridad es-
tatal, que no los otorga, y cuyo cometido esencial vendría a ser, de he-
cho, su protección: «Los hombres crean gobiernos para proteger los
derechos que ya poseen» 3. Esa indisponibilidad supone también un
límite al ejercicio del poder, ya que la legislación estatal no puede me-
noscabar la ley natural que ya se manifestaba en las normas consuetu-
dinarias antes de la existencia del Estado. Esta garantía está bellamen-
te expresada en la prosa de Benjamin Constant: «Es poco que el poder
ejecutivo no tenga derecho a actuar sin el concurso de una ley, si no se
declara que hay cuestiones sobre las que el legislador no tiene derecho
a hacer una ley» 4. El aparato metafórico del liberalismo funciona aquí
a pleno rendimiento, por cuanto se niega al Estado la condición crea-
dora de unos derechos para cuya sola protección, sin embargo, ha na-
cido. Justo es mencionar que la desconfianza de los liberales hacia el
Estado es un reflejo de su desconfianza general hacia el ser humano.
Es interesante, sin embargo, hacer notar cómo el liberalismo combina
distintas expectativas morales para distintos planos de la vida social:
desconfianza hacia la naturaleza humana; escepticismo sobre la exis-
tencia de verdades absolutas o formas de vida correctas; y un inespe-
rado optimismo sobre el progreso general de las sociedades. Esto es
más curioso que chocante, porque una mirada desprejuiciada a la rea-
lidad parece confirmar semejante pronóstico: eppur si muove. Y con-
duce al aspecto pragmático de la mencionada anterioridad del orden
social frente al estatal.
Sucede que, para el liberalismo, no sólo es más justo que los indivi-
duos y las sociedades se organicen conforme a un principio de mínima
interferencia estatal, sino que es además más eficaz; en realidad, la úni-
ca forma verdaderamente eficaz de orden social. La planificación cen-
tralizada está condenada al fracaso en la provisión de bienes y servicios
a los ciudadanos, por no mencionar la radical falta de legitimidad que
supondría todo intento de dirigir la felicidad de los mismos. Desde este

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

punto de vista, la sociedad civil es garante de una libertad que la socie-


dad política malbarataría. Es en este punto donde cobra toda su fuerza
un concepto clave para la filosofía liberal: el de orden espontáneo. Por
supuesto, hablamos aquí sobre todo del mercado, tal como fuera expli-
cado por Adam Smith, primero, y por Hayek después; pero también
de la sociedad civil, que aunque íntimamente ligada a aquél, representa
una forma más amplia de autoorganización social. En ambos casos,
está llamada a producirse una óptima distribución de los recursos en
ausencia de planificación racional, cuya posible sobrevenida arruinaría
el mecanismo: la mano invisible del orden espontáneo se opone a la
mano muerta de la organización. Se refuta aquí el pesimismo hobbesia-
no: en la especie humana, la competencia coexiste con la cooperación,
la búsqueda del propio interés con el altruismo. Es una lástima, sin em-
bargo, que esta ponderación de la naturaleza humana no resulte en una
mayor atención hacia las dimensiones simbólica e incluso narrativa del
hombre, demasiado reducido, en ocasiones, a la condición de mero
elector racional.
Desde este punto de vista, no se concibe la democracia como un
instrumento para la participación ciudadana en la toma de decisiones
colectivas, sino como un medio para limitar el poder en beneficio de
la libertad individual. A fin de cuentas, el liberalismo no es una ética
general, sino un marco procedimental dentro del cual los individuos
persiguen su concepción personal del bien; un marco, eso sí, no exen-
to de sustrato moral, como demostraría la existencia de reglas tales
como el respeto a la libertad y propiedad ajenas o el cumplimiento de
la ley. Se trata de crear un marco político que evite la concentración
del poder y libere, al tiempo, el máximo espacio posible para el fun-
cionamiento espontáneo del orden social. Hay así en el liberalismo
una preferencia por la sociedad frente al Estado. Y esta preferencia es,
por su parte, consecuencia del primado del individuo sobre cuales-
quiera entidades abstractas, supraindividuales, que traten de oponér-
sele: pueblo, clase social, nación.
Libertades y derechos individuales, separación institucional de
poderes, búsqueda de equilibrios y contrapesos entre los mismos, ins-
titución de la asamblea representativa, principio del Estado limitado,
separación de las esferas pública y privada, neutralidad pública res-
pecto a las concepciones del bien: tales son los principios esenciales

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del liberalismo político. Que el pensamiento liberal remita constante-


mente a este conjunto de elementos constituye una de las principales
causas de su consistencia epistemológica. Esta coherencia no debe
identificarse, sin embargo, con rigidez conceptual. Junto a la corriente
central de su pensamiento se manifiestan distintas tradiciones, que son
otras tantas interpretaciones de ese conjunto de principios y de sus
posibilidades de articulación institucional. Su demostrada capacidad
de asimilación de ideas y demandas ajenas ha contribuido decisiva-
mente a su supervivencia histórica, explicando además los cambios
que han jalonado su evolución.
Precisamente, la evolución morfológica experimentada por el Es-
tado liberal desde el primer tercio del pasado siglo, que terminó por
convertirlo en Estado social, no puede pasarse por alto. Aunque nues-
tro sistema político sigue articulado en torno a los principios del libera-
lismo político, la democracia liberal no sólo ha admitido —o se ha visto
forzada a admitir— un crecimiento exponencial del contenido de las
demandas de los ciudadanos, sino también una notable ampliación de
las formas que adoptan esas demandas. Decir que el ciudadano sólo
participa en la configuración de su sociedad mediante la escasa in-
fluencia que le confiere su voto en elecciones periódicas, es no atender
a la realidad. Para empezar, porque los individuos y sus distintas aso-
ciaciones colectivas —ya sean económicas, cívicas o directamente polí-
ticas— no dejan nunca de actuar en la sociedad, dándole forma espon-
táneamente. Esa actuación incluye una deliberación privada que es
productora de valores nuevos: la sociedad liberal nunca se para. Pense-
mos en el boicot de consumo que, individual o colectivamente, pueda
afectar a una empresa que no respeta ciertos estándares ambientales;
pensemos en las organizaciones no gubernamentales; pensemos en la
creciente responsabilidad social asumida por las empresas. Pero es
que, además, el sistema político se ha abierto paulatinamente a nuevas
formas de participación política, formal e informal. Así ocurre con la
participación ciudadana en el ámbito local y con la movilización colec-
tiva. Son, ni más ni menos, nuevas formas de expresión de demandas
sustantivas y simbólicas, de la sociedad y para el sistema político.
Que esta transformación gradual se haya producido a pesar del li-
beralismo, o gracias a él, no nos interesa ahora: sus críticos dirán lo
primero, sus defensores lo segundo. Más relevante es reconocer que la

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capacidad de adaptación de la democracia liberal debería moderar las


llamadas a su superación, so pretexto de su inutilidad. Y eso vale,
como veremos, para la crítica verde al liberalismo. Su relativa flexibili-
dad normativa e institucional debe contribuir, por el contrario, a la
normalización de un ecologismo inclinado hasta ahora a la búsqueda
de una sociedad sostenible definida en contra de la sociedad liberal.
De lo que se trata, en cambio, es de hacer más liberal a la política ver-
de y hacer posible eso que el ecologismo fundacional considera aún
una aberración: la sociedad liberal verde.

I.2. Liberalismo versus ecologismo: sostenibilidad,


neutralidad, democracia

Desde el punto de vista del ecologismo clásico, no cabe el entendi-


miento verde con el liberalismo. La radicalidad de la crítica que aquél
ha venido formulando contra éste expresa sobradamente su rechazo a
los fundamentos normativos y el funcionamiento práctico de un siste-
ma filosófico-político incapaz de afrontar el desafío de la crisis ecoló-
gica. No es un motivo menor que el liberalismo aparezca histórica-
mente asociado al capitalismo, responsable mayor de esa crisis. Sea
como fuere, la incompatibilidad entre ambas teorías políticas se ha
dado por supuesta, máxime cuando el ecologismo encontraba inspira-
ción en ideologías también enfrentadas al pensamiento liberal —so-
cialismo, anarquismo, feminismo—. Los críticos del sistema no po-
dían pactar con el sistema. Ser verde significaba no ser liberal.
Sin embargo, la progresiva afirmación del compromiso verde con
la democracia, con objeto de ahuyentar los temores a una involución
autoritaria, sumada a una insatisfacción minoritaria, pero creciente,
con el dogmatismo naturalista del ecologismo fundacional, ha propi-
ciado la reflexión en torno a un desafío nuevo: cómo realizar un pro-
grama verde en un contexto liberal. La desgarrada, pero exitosa,
aventura de los partidos ecologistas dentro de las instituciones repre-
sentativas no es ajena a esta evolución; tampoco la constatación de
que el sistema empezaba a prestar atención, jurídica y económica, a
las demandas de sostenibilidad: tratados internacionales, innovacio-
nes tecnológicas, extensión del estilo verde de vida. Quizá, después

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de todo, es posible ser verde en el interior de la sociedad liberal y


transformarla desde dentro.
Es así la propia evolución de la teoría política verde la que ha
propiciado un debate con el liberalismo del que emergen oportuni-
dades para esta convergencia, salvo que el ecologismo prefiera, toda-
vía, insistir en una fundamentación naturalista que aboca su pensa-
miento a la irrelevancia. Ese debate ha consistido, en gran parte, en la
revisión conceptual de principios e instituciones centrales a la demo-
cracia liberal: representación, ciudadanía, autonomía. Pero el propó-
sito asimilador de la misma ha mostrado rápidamente sus límites;
para el ecologismo, esas instituciones son insuficientes. La democra-
cia liberal tiene que dejar paso a una democracia verde: sólo así se
asegurarían una sostenibilidad correcta y la implantación de una mo-
ral ecocéntrica.
Pero el debate ha tomado direcciones inesperadas. E incluye ahora
la posibilidad de que el propio ecologismo se haga liberal, y la socie-
dad sostenible no responda a los propósitos normativos del ecologis-
mo clásico, que pueden resumirse en la moralización de las relaciones
sociales con la naturaleza. ¿No supondría esto la práctica desaparición
del ecologismo, como ideología radical? Surge así el miedo al éxito de
un liberalismo verde; esto es, la sospecha de que quizá no tenga siquie-
ra sentido ser verde en una sociedad liberal; que baste con ser liberal
para ser, a su vez, verde.
Y es un miedo justificado. Porque la única convergencia posible
—y deseable, a la vista del programa filosófico y político del ecologis-
mo fundacional— es aquella que se produce entre una política verde
renovada y un liberalismo estructuralmente abierto a la reforma gra-
dual de la sociedad. La constitución de la sociedad verde, antes un
proceso que un resultado, sólo puede llevarse a término desde el libe-
ralismo. Más exactamente, como el producto de la consecución de la
sostenibilidad en un marco democrático liberal. Para llegar a esta con-
clusión, sin embargo, es preciso llevar a cabo una indagación sobre las
relaciones entre sostenibilidad, liberalismo y democracia.
Se trata de preguntarse si son posibles una sostenibilidad liberal, o
un liberalismo verde, y por la posibilidad más general de su conver-
gencia teórica. Esto es, si son compatibles la sostenibilidad, entendida
como concepción del bien, y unos valores liberales donde la neutrali-

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dad institucional tiene por función asegurar la libertad de los indivi-


duos para elegir y realizar sus propias concepciones del bien, en un
marco de libertades que las amplias demandas de la sostenibilidad
podrían comprometer. De acuerdo con la visión dominante en el
ecologismo, las causas de la insostenibilidad de los regímenes libera-
les se encuentran en los propios fundamentos del liberalismo; se si-
gue de aquí que la sostenibilidad no puede alcanzarse sin la remoción
de aquéllos, porque no podrían superarse los numerosos desacuerdos de
principio entre liberalismo y ecologismo. La sostenibilidad no podría
ser liberal, ni el liberalismo ser verde. Sin embargo, aquí se defiende lo
contrario.

I.2.1. La neutralidad liberal y los fines del ecologismo

No es sorprendente que en el centro mismo de este desacuerdo se sitúe


la relación entre el principio liberal de neutralidad y la concepción sus-
tantiva del bien defendida por los verdes. Se trata de un reflejo de la
ambigüedad propia del vínculo entre ecologismo y democracia, ya que
en ambos casos entran en conflicto un marco procedimental y una éti-
ca consecuencialista. Este conflicto afecta también a la sostenibilidad,
que incluso definida como un principio genérico y normativo plantea
dificultades preliminares a la regla de la neutralidad. Y la razón es sen-
cilla: perseguir el objetivo de la sociedad sostenible supone ya, de he-
cho, asumir públicamente una concepción sustantiva del bien.
Naturalmente, cuanto más flexiblemente se defina la sostenibili-
dad, más fácil será encontrar una solución a este problema. Si, en cam-
bio, se apuesta por una versión fuerte de la misma, la convergencia pa-
rece inviable; los verdes han llamado constantemente la atención
sobre esta circunstancia. Así, dice Andrew Dobson, dado que la soste-
nibilidad plantea por definición cuestiones relativas a la vida buena, la
posibilidad de que el liberalismo participe de la misma parece depen-
der de que haga suya una visión moral de la relación del hombre con
la naturaleza 5. Si la neutralidad se impone a la moralización de esas re-
laciones, viene a decirse, la sostenibilidad no será posible en un con-
texto liberal. Sin embargo, ¿es seguro que el liberalismo no posea ya
una concepción de las relaciones socionaturales? Para Robyn Eckers-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ley, la naturaleza es considerada por el liberalismo como un recurso


para la satisfacción de los intereses humanos, ya sean materiales o es-
téticos. Y ese marco epistemológico vendría a impedir la adopción de
actitudes medioambientales distintas por parte del ciudadano: «el Es-
tado liberal refuerza un tipo particular de ser, con particulares inclina-
ciones» 6. Digamos que la neutralidad es formal, antes que sustancial:
un ciudadano neutral no es un ciudadano vacío. De ahí que el ecolo-
gismo quiera modificar el contexto, para producir mejores ciudada-
nos, además de definir los objetivos medioambientales que las institu-
ciones deben perseguir, para producir mejores políticas: un círculo
virtuoso 7.
Sucede que una estrategia así demanda medios sustantivos y no
meramente procedimentales. Mientras que el liberalismo promueve
una política de neutralidad axiológica y procede a la agregación de de-
cisiones autónomas individuales, el ecologismo exigiría alguna clase
de intervención estatal, justificada por la necesidad de proteger un
bien común, como el medio ambiente. Y con ello, defiende una con-
cepción particular del bien. Siguen siendo válidos los términos en que
Mark Sagoff planteara el problema:

Si las leyes y políticas apoyadas por el lobby ecologista no son neutrales res-
pecto a los ideales éticos, estéticos y religiosos, sino que expresan una con-
cepción moral acerca de la relación correcta de la gente con la naturaleza,
¿pueden los ecologistas ser liberales? ¿Pueden los liberales apoyar leyes me-
dioambientales cuando éstas entren en conflicto con los objetivos utilitarios e
igualitarios que asociamos usualmente con el liberalismo? 8.

Es significativo que, a pesar de la evolución de la teoría política


verde en su debate con el liberalismo, casi dos décadas después el
asunto siga planteándose de modo parecido; una prueba de su preg-
nancia 9. La inteligente respuesta del propio Sagoff se basa en las dos
distinciones básicas del liberalismo, a saber: por un lado, la separación
entre el Estado y la sociedad civil; por otro, la diferenciación entre la
estructura institucional básica y las políticas sociales concretas que re-
sultan de la misma. Veamos.
Para los liberales, la estructura institucional debe ser neutral res-
pecto de las distintas concepciones del bien y debe tratar a los indivi-

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duos con equidad. La teoría liberal, en sí misma una visión moral


comprensiva, se aplica en el nivel de la estructura institucional, pero
no en el de las políticas sociales que emanan de ella. Así, una política
social liberal no se caracteriza por la ausencia de una concepción del
bien, sino por su apertura a una variedad de las mismas —esto es, por
la voluntad de probarlas de acuerdo con sus méritos—. El debate y la
negociación entre concepciones del bien se sitúan en el centro de la es-
tructura institucional liberal. Sobre esta base, concluye Sagoff, los ver-
des pueden y deben ser liberales. Ya que las instituciones liberales no
prejuzgan ningún resultado político concreto, el ecologismo puede lu-
char por producirlas en el nivel de las políticas sociales, donde no rige
el principio de neutralidad —principio que, en cambio, rige para la
estructura institucional—. En consecuencia, la democracia liberal re-
sulta ser la forma de democracia más favorable para los fines del eco-
logismo.
Desde este punto de vista, el liberalismo articula el sistema políti-
co de acuerdo con la distinción entre medios y fines: el funcionamien-
to de los primeros es neutral respecto del de los segundos. La compe-
tencia entre las concepciones rivales del bien sólo puede encontrar
expresión en políticas sociales concretas, pero en modo alguno esas
distintas concepciones podrían aspirar a la transformación del marco
político general, so pena de quebrar la neutralidad consustancial al
mismo. Así, el ecologista puede esforzarse por promover leyes medio-
ambientales, pero no porque el Estado asuma la moralización de las
relaciones humanas con el mundo natural. Se trata, como ha señalado
Joseph Raz, de una neutralidad de justificación, que exige que la acción
y los procedimientos políticos no se justifiquen como el producto de
una determinada concepción del bien; sin embargo, no es una neutra-
lidad de efecto, que impediría que el resultado del proceso político
fuera la promoción de una concepción del bien sobre otra 10. Esta últi-
ma forma de neutralidad sólo conduciría a la parálisis social.
Se plantea entonces un problema. El ecologismo es una concep-
ción finalista del bien, que aspira a una transformación radical del or-
den social. Y las formas fuertes de sostenibilidad así lo manifiestan.
Sus objetivos, por lo tanto, rebasan el marco regulativo del liberalis-
mo; la simple contienda en torno a las políticas sociales puede no ser
suficiente para los verdes. Encontraríamos aquí un obstáculo insalva-

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ble para el entendimiento entre ecologismo y liberalismo; contra Sa-


goff, los verdes no podrían ser liberales. Andrew Dobson lo ha expre-
sado con claridad: sólo el reformismo medioambientalista tiene cabi-
da en el marco de la neutralidad liberal, no la robusta concepción del
bien que representa el ecologismo 11. Desde luego, así es. Pero esto no
le quita la razón al liberalismo, sino que muestra la necesidad de reno-
var la política verde, como única posibilidad para su convergencia.
Para el ecologismo fundacional, empero, este conflicto plantea más
bien los límites de la neutralidad liberal y la insuficiencia de sus presu-
puestos; como sigue.
El principio de neutralidad responde a la convicción liberal de
que no existe ninguna concepción verdadera del bien. No cree en una
utopía epistemológica, en un horizonte definitivo del conocimiento 12.
Y dada la subsiguiente imposibilidad de elegir una sola de entre las
distintas concepciones rivales del bien, sólo cabe establecer una es-
tructura política neutral que asegure aquellas libertades básicas que
permitirán a los individuos perseguir, en el ámbito privado, la satisfac-
ción de sus preferencias, a su vez expresión de su concepción personal
del bien. Cualquier intento de injerencia estatal en la determinación
individual de las preferencias e intereses es un atentado contra su li-
bertad y autonomía. El liberalismo se preocupa por la satisfacción de
las preferencias, no por su educación. Es el ámbito público de las ins-
tituciones administrativas y parlamentarias el que tiene por función
garantizar la existencia de una pluralidad de opciones en la esfera pri-
vada, como requisito básico de todo orden social liberal digno de tal
nombre.
¡Sin embargo! Para los verdes, la separación entre lo público y lo
privado sobre la que descansa la neutralidad institucional es ya discu-
tible. ¿Por qué? Porque el cuidado del medio ambiente exige la posi-
bilidad de interferir en las preferencias privadas, dado que la autono-
mía individual puede entrar fácilmente en conflicto con los objetivos
de sostenibilidad. Y ésta, como objetivo final del ecologismo, puede
así constituirse en una amenaza para la neutralidad liberal, si exige
una restricción de libertades incompatible con el orden liberal.
Este problema ha sido planteado por el ecologismo de un modo
algo simplista, pero finalmente ilustrativo: a través de la distinción en-
tre ciudadanos y consumidores. Se pone el acento en la cualidad de

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bienes públicos que puede atribuirse a los bienes medioambientales.


Y se razona que no puede dejarse la orientación de las decisiones co-
lectivas a la mera agregación de preferencias individuales en el merca-
do, porque no se trata de bienes privados. La formación de actitudes
individuales hacia bienes públicos y privados es —o debería ser— di-
ferente. Porque cuando tomamos decisiones sobre bienes públicos,
debemos tener en cuenta los intereses y los valores propios, pero tam-
bién los de los demás; asimismo, debemos ponderar el conflicto entre
nuestros principios éticos, las circunstancias concurrentes y el modo
en que nuestra decisión refleja el tipo de sociedad que queremos. Se
presume así que, como ciudadanos, nuestra decisión está fundada en
los intereses públicos de la comunidad. Ésta es, precisamente, la pre-
misa implícita en la versión verde de la vida buena: «Una vida verde
no es necesariamente un vida mejor (aunque podría serlo). El valor de
vivir responsablemente con respecto a otros seres no reside tanto en lo
que permite hacer al individuo, cuanto en lo que permite ser al mundo
y a nuestra sociedad» 13.
Las actitudes verdes no reflejan tanto preferencias, cuanto ideas
del bien. En consecuencia, las políticas medioambientales no debe-
rían basarse en las preferencias expresadas en el mercado, sino en los
valores que emergen de los debates acerca del bien público. Pero el
ecologismo encuentra entonces otro problema en el liberalismo. A sa-
ber, que esos bienes medioambientales deben efectivamente percibirse
como bienes públicos, como condición necesaria para poner en mar-
cha un proceso de formación de actitudes donde el interés de la co-
munidad prime sobre los intereses particulares.
Ahora bien, los valores y las preferencias individuales no reflejan
la singularidad del individuo, sino su cualidad social y la comunidad
en la que vive. Es la vieja tesis verde, de raigambre marxista, según la
cual es el marco social liberal-capitalista el que impide que florezcan
los valores ecológicos, aunque la realidad parezca indicar lo contrario.
Naturalmente, este sesgo implícito en el sistema liberal se ve agravado
por su indiferencia hacia el proceso de formación de preferencias: el
liberalismo considera que este proceso es sobre todo privado y que no
debe interferirse en él. Para los verdes, en cambio, la neutralidad sólo
refuerza el tratamiento privado de los bienes públicos, convirtiéndose
en un claro obstáculo para la sostenibilidad. Si queremos cambiar al

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ciudadano, para que no opere siempre como un consumidor, hay que


cambiar las instituciones; hay que educarlo.
Pero la diferenciación entre ciudadano y consumidor parece
abandonarse en exceso a su propia inercia conceptual. ¿Es seguro
que, como ciudadanos, estemos comprometidos con el interés público
y con nuestra concepción del bien, mientras que como consumidores
sólo atendemos a nuestro bienestar privado, misteriosamente desliga-
do de aquélla, nuestra concepción del bien? Esta separación tajante,
en realidad, sólo puede darse en un tipo ideal de ciudadano; por defi-
nición, este ciudadano no existe. Ni puede hablarse del consumo
como una actividad exenta de componentes sociales y simbólicos
—más allá de la mera relación entre coste y beneficio— ni puede igno-
rarse que constituye un elemento central a la cultura liberal. La subje-
tividad no posee compartimentos estancos, ni la identidad individual
carece de complejidad: ése es el ciudadano real. Y no existe, por tan-
to, un razonamiento público exento de componentes privados; ni vi-
ceversa.
Es cierto que los poderosos mecanismos de persuasión y confor-
mación de necesidades desplegados por el capitalismo contemporá-
neo comprometen no sólo el mantenimiento del sentido de comuni-
dad necesario para el razonamiento en clave pública, sino también los
progresos necesarios para la percepción de los bienes medioambienta-
les como bienes de esa misma naturaleza. Si se acepta la idea de un
contexto determinante en la formación de las preferencias individua-
les, el pluralismo de valor sobre el que descansa el principio de neu-
tralidad se vería socavado en su raíz —anulando la validez práctica de
éste—. Sin embargo, ¿cuándo son las preferencias y valores elegidos
libremente y no determinados? Si el contexto liberal es decisivo en la
aparición de un tipo concreto de necesidades, ¿no ocurrirá lo mismo
con cualquier otro marco social dado? Hay un cierto paternalismo en
la tesis de que los ciudadanos no son dueños de sus preferencias, má-
xime cuando, de ser éstas coincidentes con las de sus críticos, no ha-
bría lugar al reproche.
Ante la imposibilidad de operar sobre las condiciones ambienta-
les de formación de preferencias, en suma, el liberalismo pretende re-
solver el conflicto entre concepciones del bien mediante la proclama-
ción de su neutralidad. No obstante, esto puede ser insuficiente

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cuando se trata de preservar bienes y principios públicos, como la sos-


tenibilidad. Es en los procedimientos democráticos de decisión y en
las instituciones políticas liberales donde esa condición pública puede
ser salvaguardada: como veremos, sólo un liberalismo de corte inter-
vencionista es capaz de establecer excepciones al principio de neutra-
lidad, sin comprometer con ello la vigencia de los principios liberales
básicos. A su vez, sólo una sostenibilidad entendida normativamente
puede ser asumida por ese mismo liberalismo.

I.2.2. Liberalismo y retórica de la vida buena: sobre la naturaleza


del debate público

Es la crítica verde al principio liberal de neutralidad la que permite


iluminar los aspectos cruciales de la relación entre liberalismo y ecolo-
gismo. Ya hemos visto que uno de los elementos de esa crítica es que
no debe confundirse la postulación formal de la neutralidad con su
consecución efectiva. Porque la democracia liberal, aunque se reclame
neutral respecto de las concepciones particulares del bien, ¿no encar-
na ella misma un conjunto de valores, que remiten al liberalismo en-
tendido como visión moral comprensiva? Es una suerte de aporía: el
liberalismo sería una concepción del bien, cuyo fundamento es la im-
posibilidad de elegir entre distintas concepciones del bien. Su estruc-
tura institucional y las políticas sociales a las que da lugar refuerzan la
vigencia de esa posición moral.
Desde este punto de vista, entonces, el liberalismo no es totalmen-
te neutral en materia de preferencias. Más bien, se encuentra sesgado
en favor de determinados valores, precisamente, liberales; entre otros,
aquellos que permiten de manera efectiva la discusión entre concep-
ciones rivales del bien. De hecho, puede incluso afirmarse que la neu-
tralidad promueve de hecho una concepción particular de la libertad
como vida buena, con lo que, aunque el sistema liberal no trata de im-
poner coercitivamente una moralidad uniforme, posee una dinámica
que fomenta unos bienes en detrimento de otros. La neutralidad no es
un principio procedimental para la contienda pública entre distintas
concepciones del bien y su satisfacción privada en la esfera íntima,
sino otra concepción del bien.

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Habría que preguntarse ahora en qué medida esta peculiaridad


del orden institucional liberal constriñe las posibilidades de realiza-
ción de aquellas concepciones del bien que, en mayor medida, diver-
jan del orden social vigente. Marcel Wissenburg ha señalado, en rela-
ción con la sostenibilidad, que por más que el liberalismo permita el
debate en torno a la misma, no parece poder prescribir una única so-
ciedad sostenible, porque eso supondría elegir una concepción del
bien frente a las demás. Sólo puede entonces concebirla como una in-
mensa escala de mundos posibles y permisibles, no como un objetivo
sagrado de la existencia 14. La naturaleza cinética de la sociedad occi-
dental, su pathos de movimiento perpetuo, se manifiesta también en
esta necesidad liberal de dinamismo. Es una apertura permanente al
cambio, pero a un cambio gradual.
Desde luego, este aspecto de la relación del liberalismo con la
sostenibilidad presenta un especial interés, a la luz del antes descrito
carácter normativo de ésta; enseguida nos ocuparemos del asunto.
Porque, igualmente, apunta a un problema central de la formulación
liberal del principio de neutralidad: la aparente imposibilidad de que
ninguna de las concepciones contendientes del bien, sea cual sea el
resultado efectivo del debate entre ellas, se imponga a las demás, so
pena de atentar contra la neutralidad misma. Es Alasdair MacIntyre
quien ha señalado esta falla de la neutralidad liberal; para él, un or-
den liberal

es aquel en el que cualquier concepción puede plantear sus demandas, pero


no puede hacer nada más dentro del marco del orden público, ya que ningu-
na teoría general del bien humano se considera justificada. Por lo tanto, en
este nivel, el debate es forzosamente estéril: alegatos rivales acerca del bien
humano o de la justicia asumen necesariamente una forma retórica, ya que es
en términos de aserción y contraaserción —y no de argumento y contraargu-
mento— como los puntos de vista rivales se confrontan unos con otros 15.

Las conclusiones sustantivas no tendrían entonces importancia; el


debate estaría condenado a la circularidad argumentativa. Esta impar-
cialidad, se ha denunciado, no haría sino deshabituar a los ciudadanos
a pensar en términos de su concepción del bien 16. Desde el punto de
vista del ecologismo, los mismos presupuestos del liberalismo que han

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

permitido su extensión en la esfera pública y privada, vendrían ahora a


establecer unos límites infranqueables. Ya que, si bien el antichovinis-
mo profesado por el liberalismo —expresado en la negativa a aceptar
la validez de concepción particular alguna del bien— ha permitido la
promoción de las actitudes verdes y la penetración de la filosofía me-
dioambiental en las sociedades liberales, esa misma negativa impediría
la plena realización pública del ecologismo. Por eso, la asimilación li-
beral del programa verde no es para el ecologismo fundacional, sino
el triunfo del pragmatismo medioambiental sobre la teoría moral eco-
céntrica: una derrota. ¿Es la retórica liberal, finalmente, una trampa?
Para el liberalismo, sólo serán asumibles aquellas conclusiones
parciales del debate público que no amenacen una estructura institu-
cional basada en la premisa de la imparcialidad respecto de las con-
cepciones comprensivas del bien. Y la razón es tan sencilla como cohe-
rente: la adopción de una concepción particular del bien impediría la
continuación de ese debate. Puede decirse así que el principio de neu-
tralidad crea las condiciones para el debate público, pero aplaza inde-
finidamente, por razones de principio, la posibilidad de que se sigan
del mismo consecuencias sustantivas totalizadoras. Las consecuencias
para la agenda medioambiental son claras:

La paradoja es, pues, que mientras el liberalismo permite y fomenta, de un


lado, la discusión acerca de asuntos medioambientales, no puede permitir, de
otro, el resultado de la discusión, es decir la aplicación, mantenimiento y jus-
tificación de políticas medioambientales. De modo que impide una acción
pública constructiva orientada a la protección del medio ambiente 17.

¿No sería entonces necesario reformular la neutralidad liberal, de


manera que ésta permitiese la adopción y ejecución de conclusiones
sustantivas, siempre y cuando esa adopción no afectase a las posibili-
dades de realización de las demás concepciones del bien? Tal es la
propuesta de Seyla Benhabib, para quien la neutralidad debe signifi-
car que nuestras normas sean tan abstractas y generales que permitan
el florecimiento de diferentes formas de vida y concepciones del bien,
de manera que únicamente si lo justo y lo bueno entran en conflicto,
prevalezca lo justo, que garantiza la mayor libertad igual de todos. Es
una forma constreñida de neutralidad, preocupada sobre todo por

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

impedir que ninguna concepción del bien pueda operar de forma po-
líticamente autoritaria frente a las demás 18.
No parece claro, con todo, el modo en que pueda llevarse efecti-
vamente a término esa propuesta, por cuanto los conflictos entre con-
cepciones del bien son mucho más frecuentes que los acuerdos. Si una
concepción del bien demanda cambios sociales sustantivos —como
una sostenibilidad fuerte— se produce el conflicto. La neutralidad li-
beral ya garantiza esa prevalencia de lo justo sobre lo bueno; corres-
ponderá a la deliberación y negociación políticas la resolución de esos
conflictos. No hay que dar un nombre distinto a la neutralidad liberal,
que ya garantiza correctamente el equilibrio entre distintas concepcio-
nes del bien. Que los valores verdes hayan florecido en los últimos
años es buena prueba de que el sistema político no es hermético al de-
bate social entre concepciones del bien —porque, de hecho, ¿cómo
podría serlo?
Ahora bien, una forma de neutralidad abierta a la aplicación de
decisiones sustantivas parciales tiene como presupuesto lógico no sólo
la existencia de canales de comunicación entre el sistema social y el
sistema institucional, sino asimismo la existencia de un auténtico de-
bate político entre las distintas concepciones del bien. Es decir, deben
existir discusiones públicas formales donde las distintas concepciones
del bien —por ejemplo, los verdes y su defensa de una sostenibilidad
fuerte— puedan hacer valer sus argumentos. Ya veremos cómo el di-
seño institucional defendido a estos efectos, la democracia deliberati-
va, posee no pocas limitaciones. En todo caso, es preciso igualmente
encontrar una concepción del liberalismo abierta a esa articulación
formalizada del debate público. Y ese liberalismo no sólo existe, sino
que de hecho ya funciona.
Se trata, efectivamente, de un liberalismo pragmático que otorga
un papel más destacado a la democracia que la sola protección de los
ciudadanos. Y que lo hace a la vista del innegable pluralismo de la so-
ciedad contemporánea, que demanda de las sociedades liberales insti-
tuciones orientadas a la búsqueda del acuerdo, como medio para la re-
solución de las diferencias. Es un liberalismo à la Richard Rorty, que
sitúa la deliberación en el centro de la política, pero que asegura la li-
bertad como único resultado estable de la misma 19. No obstante, fren-
te al liberalismo formal, que establece una separación irreal y tajante

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

entre política y sociedad, de acuerdo con el principio de no interferen-


cia, este liberalismo autoriza esa interferencia cuando resulte justifica-
da. Es decir, que el debate público debe trascender la retórica, si bien
la interferencia que pueda resultar del mismo no puede constreñir in-
justificadamente la libre persecución individual de la propia concep-
ción del bien. Esta interpretación del liberalismo es, naturalmente, la
que los verdes se han acostumbrado a invocar en aras de una hipotéti-
ca convergencia.
Sin embargo, ¿no es ésta la interpretación vigente del liberalismo,
la que mejor refleja el funcionamiento de las democracias liberales?
No existe ningún principio de neutralidad cuya rigidez dificulte el de-
bate político sustantivo; no hay democracias sin reformas deducidas
de este último; no hay obstáculos insalvables para la realización de la
sostenibilidad. Ahora bien, eso no significa que cualquier forma de sos-
tenibilidad sea compatible con el principio de neutralidad; hay mode-
los fuertes de sostenibilidad, como hemos visto, abiertamente iliberales.
Y entre la neutralidad liberal y la sostenibilidad radical —entre lo justo
y lo bueno— debe prevalecer la primera.

I.2.3. Sostenibilidad normativa y liberalismo verde

Ahora bien, ¿acaso el debate entre distintas concepciones del bien no


puede resolverse en contra de las pretensiones del ecologismo? Ni si-
quiera una interpretación del principio de neutralidad que admita un
cierto grado de intervencionismo público garantiza que la sostenibili-
dad sea adoptada como principio general. De ahí que suela reprodu-
cirse aquí el argumento precondicional empleado también para poner
en relación ecologismo y democracia, sólo que aplicado ahora a la sos-
tenibilidad. ¿Puede la sostenibilidad, entonces, considerarse una pre-
condición para la existencia misma de la sociedad liberal, de manera
que no deba ya discutirse si ésta ha de ser sostenible, sino simplemen-
te incorporarse este principio al núcleo de valores que garantizan su
continuidad?
Así lo sostienen aquellos pensadores verdes que buscan la conver-
gencia con el liberalismo. La democracia liberal debe asegurar que su
relación con el medio ambiente sea sostenible, sin necesidad de contra-

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decir con ello el principio de neutralidad. Hay ciertos intereses que ya


gozan de protección en el seno de la democracia liberal, como ocurre
con los derechos de las minorías; en consecuencia, que el gobierno asu-
ma una actitud respetuosa hacia la naturaleza está justificado por las
mismas razones: el mantenimiento de las condiciones que hacen liberal
a una sociedad. Sería posible, por ejemplo, aceptar la protección públi-
ca del mundo natural sobre la base de una noción de irremplazabilidad,
destinada a evitar que la desaparición de las formas naturales amenaza-
se la capacidad de un grupo de ciudadanos de perseguir su concepción
del bien, basada ésta, por ejemplo, en la seguridad ontológica que
proporciona vivir en un contexto no antropogénico 20. Sin una debi-
da protección de la naturaleza, habría concepciones del bien cuyas
condiciones de posibilidad serían removidas. Digamos que, desde este
punto de vista, el liberalismo no puede permitirse minusvalorar las de-
mandas verdes, a riesgo de traicionar sus propios fundamentos.
Este argumento parece asimismo ofrecer la ventaja de eludir
el problema de la justificación de la sostenibilidad. Sobre todo, por el
problema que plantea la orientación ecocéntrica del ecologismo, en
contraste con la orientación antropocéntrica del liberalismo. Ya que si
los verdes demandan protección para el mundo natural por su valor
intrínseco, los liberales lo juzgan valioso por la función que cumple
para los hombres: un medio ambiente sano tiene así un valor deriva-
do para la sociedad liberal 21. A la manera de la convergencia normativa
propuesta por Bryan Norton, lo relevante no es la fundamentación de
la sostenibilidad, sino la política adoptada finalmente. Se trata de un
enfoque pragmático, orientado a evitar que los desacuerdos morales
obstaculicen las decisiones políticas. No sería posible, entonces, un li-
beralismo sin sostenibilidad. Sin embargo, sí podría existir una soste-
nibilidad sin liberalismo, una sociedad sostenible no liberal. Y tal es,
precisamente, el peligro.
Esta argumentación no puede, en definitiva, ignorar tan fácilmen-
te el problema de la justificación de la sostenibilidad. Tal justificación
no deja de ser una función directa de la forma que la sociedad sosteni-
ble deba adoptar. Y hemos visto ya que, entre las distintas variantes de
sostenibilidad, encontramos diferencias notables para el marco social
que tiene que hacerla posible; también, consecuencias distintas para la
sociedad liberal qua liberal. Así, la justificación antropocéntrica no

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dará lugar a una sociedad sostenible centrada en la protección del


mundo natural, con las consiguientes restricciones máximas a la ac-
ción humana; al contrario, una justificación ecocéntrica no aceptará
restricciones mínimas y un nivel bajo de protección. La política de
sostenibilidad es, al cabo, reflejo de su fundamentación normativa.
Pues bien, quizá aquí se encuentre la clave de la relación entre libera-
lismo, sostenibilidad y política verde; aquí es donde se pone de mani-
fiesto que su necesaria convergencia depende de una renovación de la
política verde basada en una concepción normativa de la sostenibili-
dad. ¿De qué manera?
Sucede que la naturaleza procedimental y abierta de la democra-
cia liberal —entendida como conversación pública acerca de las dis-
tintas concepciones del bien— no puede dar cabida a una concepción
cerrada de la sostenibilidad: ésta debe necesariamente concebirse, en
el contexto liberal, como un principio de carácter normativo. La con-
cepción cerrada de la sostenibilidad no tiene cabida en el marco libe-
ral, porque atenta contra el principio de neutralidad y sustrae la defi-
nición de la sociedad sostenible al debate democrático. Esto significa
que puede defenderse una concepción fuerte de la sostenibilidad den-
tro del debate en torno a la sociedad sostenible; y que no puede prefi-
jarse esa concepción fuerte como la única sostenibilidad posible. En
otras palabras, el ecologismo puede hacerse oír en el interior del libe-
ralismo, pero lo contrario no sería posible.
Cuando se reconoce el carácter intrínsecamente normativo de la
sostenibilidad y la consiguiente necesidad de definir democráticamen-
te su contenido, ambas —sostenibilidad y democracia— sólo pueden
reforzarse mutuamente, porque mutuamente se necesitan. Y así, la
neutralidad de las instituciones encuentra un correlato en la neutrali-
dad del principio genérico de sostenibilidad: la democracia liberal
proporciona el marco para la deliberación acerca de la forma que este
último deba adoptar. La sostenibilidad se convierte así en un valor ge-
neral, implícito en los fundamentos de la sociedad liberal. Su naturale-
za normativa no condiciona ex ante la forma de la sociedad sostenible,
sino que la hace depender de las conclusiones —por definición pro-
visionales— que se sigan de ese debate.
Así pues, la convergencia de liberalismo y ecologismo depende de
la democratización de la sostenibilidad: de la aceptación de su carác-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ter esencialmente abierto. Esto proporciona un indudable punto de


apoyo a la política verde, porque aumenta las posibilidades de que la
sostenibilidad sea aceptada como un interés generalizable —algo
que, de hecho, ocurre ya—. La relación entre liberalismo y política
verde adopta así un carácter sucesivo, circular, simbiótico: la demo-
cracia liberal es el marco neutral donde se discute el principio gene-
ral de sostenibilidad, incluido dentro del conjunto de valores implíci-
tos de aquélla orientados a asegurar su continuidad. No hay duda de
que el equilibrio de las relaciones socioambientales puede ser inclui-
do dentro de esos valores. Y será así posible considerar la sostenibili-
dad —normativamente entendida— como un principio liberal. De
ahí que: «En lo que se refiere a los fundamentos normativos de la de-
mocracia liberal y el ecologismo, hay motivos para creer que los valo-
res democráticos y los verdes pueden coexistir dentro de una concep-
ción pluralista de una sociedad razonable, justa y verde» 22.
Hasta hace poco, esto no quería decir que existiera ya un consen-
so implícito acerca de la necesidad de la protección medioambiental;
pero empieza, desde luego, a parecerlo. Aunque el liberalismo quizá
no fomente las virtudes verdes entre los ciudadanos, no es tampoco
un obstáculo para su paulatina generalización. A fin de cuentas, los
valores verdes no han emergido sino en contextos liberales, cada vez
más concernidos por el objetivo de la sostenibilidad. La compatibili-
dad de liberalismo y ecologismo no es sólo una posibilidad teórica;
también una realidad ya en marcha.
Sin embargo, para el ecologismo tradicional no existe un verdade-
ro debate público para la definición colectiva de la sostenibilidad,
porque el actual marco institucional liberal no crea las condiciones
para ello; de ahí que el ecologismo haya procedido a elaborar una revi-
sión conceptual de la tradición liberal, con objeto de dar lugar a algo
parecido a una democracia verde. Esta revisión no carece de interés,
pero tampoco de límites. Y constituye un buen punto de partida para
discutir algo más amplio: la forma institucional que vaya a adoptar
nuestra incipiente sociedad liberal verde.

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

II. LA FORMA DE LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

Hay que preguntarse, llegados a este punto, qué forma puede adoptar
una sociedad liberal verde, esto es, una sociedad liberal que asume la
búsqueda de la sostenibilidad sin renunciar a los principios democrá-
ticos ni a los liberales. Será en este marco donde se desenvuelva una
política verde llamada a desempeñar un cierto protagonismo en el de-
bate político si —y sólo si— es capaz de dejar atrás sus rémoras funda-
cionales, para asumir una visión más realista de las relaciones sociona-
turales y una concepción normativa de la sostenibilidad. La propia
sociedad liberal asume una orientación antropocéntrica, coherente
con la índole de sus relaciones históricas con el entorno, abierta sin
embargo a discusión. Todo esto, empero, necesita de un marco políti-
co, de unas instituciones donde pueda debatirse —junto con la espon-
tánea formación de actitudes y el desarrollo de prácticas que tienen lu-
gar en la sociedad civil— el contenido normativo de la sostenibilidad.
¿Es suficiente la democracia liberal, tal como la conocemos, para
llevar a término esta tarea, o es preciso reformarla, e incluso romper
con ella en algunos aspectos, para la realización de la sostenibilidad?
Esta pregunta es una constante de la reflexión política verde. Y se en-
treteje constantemente con la crítica desarrollada por quienes —al
margen de los objetivos de sostenibilidad— cuestionan las credencia-
les democráticas del liberalismo. La premisa más extendida es así la
insuficiencia de la democracia liberal para articular una sociedad ver-
de. Y la consecuencia de la misma, la búsqueda de un modelo alter-
nativo.
Semejante búsqueda adopta varias formas, pero ha acostumbrado
a consistir en la reapropiación de los conceptos y las instituciones po-
líticas liberales, con el objeto de ponerlos al servicio de la causa verde.
El propósito es sentar las bases de una democracia que trascienda, o
cuando menos corrija, la existente: a juicio de John Barry, una demo-
cracia posliberal antes que antiliberal 23. Desde este punto de vista, se
trata de extender el alcance de las instituciones democráticas, para que
cubran una dimensión de la vida social históricamente obliterada por
el liberalismo, como es la relación con la naturaleza. Sucede con la re-
presentación política, entendida como un medio para dar voz a los in-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

tereses medioambientales; con los derechos, que deben admitir a los


animales, al menos, como nuevos titulares; y con la ciudadanía, que
debe dar un giro en la dirección de los deberes de cuidado hacia el
mundo natural, hasta constituirse en una nueva ciudadanía ecológica.
Finalmente, se hace una decidida apuesta por la democracia delibera-
tiva, como forma institucional más adecuada para el alumbramiento
de algo parecido a una democracia verde: una nueva política, se sos-
tiene, para una nueva sociedad.
Este programa de reverdecimiento de la democracia liberal ha esta-
do condicionado en exceso, sin embargo, por las tesis del ecologismo
fundacional y su antes descrita ambivalencia normativa. Es hora de de-
jar atrás esas limitaciones y contribuir, con ello, a la construcción de una
sociedad liberal verde. La nueva política verde debe alejarse de la mayor
parte de estos postulados, para adoptar una visión más reformista, me-
nos insatisfecha con un sistema político que, naturalmente, necesita re-
formas, pero no su completa reinvención. Esto es bien visible cuando
tratamos de elucidar otro aspecto relevante de la morfología de la socie-
dad sostenible: su escala. Tanto la defensa verde de la comunidad, como
su relación con el Estado exhiben las mismas deficiencias. En cualquier
caso, la discusión de estas propuestas críticas sirve para articular el de-
bate en torno a la sociedad liberal verde. Y su defensa.

II.1. La reapropiación verde de las instituciones liberales,


I: la representación política

¿Quién pertenece a la comunidad moral que reconocemos como pro-


pia, sobre la que se constituye la subsiguiente comunidad política que
trae consigo la titularidad de derechos y libertades? La respuesta a esta
pregunta plantea no pocos problemas para el ecologismo: a causa de su
orientación ecocéntrica, considera que los vigentes criterios de perte-
nencia a las comunidades moral y política se basan en un insostenible
prejuicio antropocéntrico. ¡La humanidad, como medida de todas las
cosas! ¿Qué hay entonces de la comunidad que formamos con la natu-
raleza? Es necesario, por el contrario, ampliar nuestras comunidades
moral y política para incluir en ellas al mundo natural; sólo así será po-
sible transformar verdaderamente las relaciones socionaturales.

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

Y para lograr este propósito, la representación política constituye


una primera herramienta institucional. Se trata, sencillamente, de otor-
gar representación política a un demos acaso invisible, pero también in-
soslayable. Es, acaso, la forma más eficaz de hacer políticamente efectiva
la pertenencia del mismo —y, como veremos, de las generaciones fu-
turas— a nuestra comunidad moral. Esta revisión conceptual es, natural-
mente, una postulación normativa que atañe al núcleo mismo de la
teoría democrática: ésta debe comenzar por definir los sujetos que
pueden operar en su espacio político. La naturaleza adquiriría enton-
ces especial visibilidad política mediante su representación parlamenta-
ria e institucional. De esta manera, una institución modélicamente liberal
termina sirviendo como medio para los fines del ecologismo.
Se trata de un objetivo congruente con el propósito verde de con-
vertir la naturaleza en una entidad políticamente relevante —condi-
ción que quiere derivar de su previa consideración moral—. Sin em-
bargo, cuando hablamos de la institución representativa sólo nos
referimos a la comunidad política; la consideración moral del mundo
natural es el fundamento de aquella inclusión, pero no deduce de sí
misma —ni siquiera en el caso de que fuese generalizada— ningún
mecanismo de mediación política. La representación es un instrumen-
to institucional para el reconocimiento político; el reconocimiento
propiamente moral se expresa en una esfera distinta, aunque el ecolo-
gismo establezca entre ambos una relación directa.
Sea como fuere, el intento verde por apropiarse de la institución
representativa es buena muestra de su papel central en la democracia
liberal. Solución a los problemas que plantea la compatibilidad de los
principios políticos liberales, la economía de mercado y las demandas
del gobierno democrático, la representación viene a preservar el ejer-
cicio de la soberanía popular en sociedades complejas, mediante la de-
legación de los intereses ciudadanos en una clase política cuya labor
parlamentaria y ejecutiva garantiza los intereses generales en la esfera
pública —mientras, en la privada, los individuos persiguen la satisfac-
ción de sus preferencias y la realización de sus planes particulares de
vida—. La democracia liberal es democracia representativa. Surge his-
tóricamente contra la idea de la democracia como participación ciu-
dadana directa, dando forma a un modelo político más acorde con los
postulados liberales.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

La actuación en interés del representado constituye, en principio, la


esencia de la institución representativa. Y aunque de los debates habi-
dos al respecto en la época misma de su conformación pareciera dedu-
cirse lo contrario, pronto vino a aceptarse que la identidad de gobernan-
tes y gobernados no es un componente necesario de la misma. En
consecuencia, los representantes no están directamente obligados frente
a los individuos particulares a los que representan, ni respecto a sus inte-
reses concretos. Nadia Urbinati ha puesto inmejorablemente de mani-
fiesto que tanto representantes como representados deben tener espacio
para una acción autónoma, aunque interdependiente. Esta relativa sepa-
ración enriquece la institución representativa; liberada de rigideces, asu-
me funciones adicionales. Efectivamente, como ha puesto de manifiesto
Hannah Pitkin, la representación posee distintas dimensiones, que se
añaden a la actuación en interés del representado: autorización, rendi-
ción de cuentas, identificación simbólica 24. Y pese a que el campo se-
mántico de la representación parece sugerir una sola dirección para el
proceso político, de acuerdo con la cual el orden social se proyecta en
el orden político, esa relación bien puede invertirse. Así, F. R. Ankersmit:

La realidad política, sin embargo, no es un reflejo de una realidad natural de


gente representada, que existía primero; la realidad política no existe antes
de la representación política, sino que sólo existe a través de ella. La realidad
política [...] no es algo hallado o descubierto, sino construido, en y mediante
los procedimientos de la representación política 25.

En consecuencia, la fuerza constitutiva de la institución represen-


tativa la proyecta mucho más allá de la simple actuación delegada en
interés de los representados, que es sin embargo el sentido restringido
en que los verdes parecen emplearla y, por tanto, renovarla. Su aparen-
te sencillez esconde así una notable complejidad, que no parece pre-
sente en la propuesta verde de redefinición. Es verdad que esta misma
fuerza simbólica y performativa aumenta la potencial utilidad de la re-
presentación para cualquier operación transformadora. Sin embargo,
la interpretación del ecologismo se enfrenta a problemas —normativos
y prácticos— de difícil resolución.
No conviene perder de vista que la justificación para corregir la
institución representativa proviene de la concepción verde del bien.

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

La expansión de la comunidad moral deriva del reconocimiento del


valor intrínseco del mundo natural. Y que posea dicho valor parece
suponer que también posee intereses, cifrados de modo general en el
aseguramiento de las condiciones para su florecimiento. Ahora bien,
comoquiera que la teoría democrática moderna rechaza la delimita-
ción arbitraria de los sujetos cuyos intereses hayan de ser políticamen-
te representados, los intereses del mundo natural habrán de ser repre-
sentados políticamente igual que los demás. Bien, pero ¿no incurre
aquí el ecologismo en una sobredeterminación ecocéntrica de sus pos-
tulados normativos? Porque a la misma conclusión podría llegarse
desde una perspectiva antropocéntrica: no es necesario reconocer un
valor independiente al mundo natural; basta con otorgarle algún tipo
de valor para que sus intereses sean representables. Por ejemplo, juz-
gando necesaria la conservación del mundo natural remanente para la
satisfacción de necesidades humanas, e incluso, si se quiere, de necesi-
dades morales humanas —como son las defendidas por los verdes—.
Sólo que, en este caso, la representación atañería a intereses humanos
relativos al medio ambiente. Pero, al fin y al cabo, la corrección de la
institución representativa no tiene que basarse en la aceptación de
la teoría moral suscrita por el ecologismo.
Aunque aceptemos que una reforma de esta índole puede estar
justificada, se enfrenta a numerosos problemas de concreción. No
basta con una mera declaración de intenciones, del tipo de la formula-
da por Mike Mills: «sólo tendríamos que construir nuestras institucio-
nes políticas (que incluirían principios, estructuras y leyes básicas) de
una forma que garantizase que el proceso político será “considerado”
con todos aquellos intereses representados» 26. No es tan sencillo.
¿Cómo puede llevarse a término la representación de eso que Andrew
Dobson denomina ilustrativamente nuevas circunscripciones medio-
ambientales, para referirse principalmente al mundo natural y las ge-
neraciones futuras? Deseos y realidades; otra vez.

1. La representación del mundo natural. En principio, la repre-


sentación parlamentaria de los intereses del mundo natural es una for-
ma coherente y eficaz de proceder a su reconocimiento político. Esta
inclusión, empero, tiene un primer obstáculo en la incapacidad del
mundo natural para representarse a sí mismo. Es una incapacidad on-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

tológica, que dificulta también la elucidación de cuáles hayan de ser


los intereses representados. Es verdad que el ecocentrismo intenta ha-
blar con la naturaleza; también lo es que la determinación de esos inte-
reses es inescapablemente humana: una interpretación social de la na-
turaleza. No es posible una representación directa de los intereses del
mundo natural, sino la ponderación de éstos tal como son percibidos
por los actores democráticos en el proceso de toma de decisiones. La
propia representación tiene que ser vicaria; los hombres representan a
la naturaleza. Por otro lado, la complejidad de los sistemas naturales
no permite identificar unos intereses unívocos. ¿Qué parte del mundo
natural debe ser representada? Porque no es verdad que, establecido
que algo tenga valor o intereses, sea directamente representable; hay que
elegir. Para los ecologistas, hay que atender a las gradaciones morales
desarrolladas por los filósofos verdes. Y así, por ejemplo, la represen-
tación de los intereses animales tendrá preferencia sobre la representa-
ción del mundo inanimado y las plantas. No obstante, los teóricos
ecocéntricos defienden que la entera comunidad biótica debe ser re-
presentada.

2. La representación de las generaciones futuras. Esta modalidad


de la representación se encuentra relacionada con el principio de sos-
tenibilidad: se trata de mantener o mejorar las condiciones medioam-
bientales presentes, para que puedan disfrutarlas en el futuro las gene-
raciones venideras. Aunque discutible, la fundamentación moral de la
representación no es aquí tan problemática, por no extenderse más
allá de la comunidad humana; no obstante, la forma de la representa-
ción sólo puede ser, otra vez, vicaria: estas personas no existen. Habi-
da cuenta de la relación establecida entre las condiciones medioam-
bientales heredadas y las formas posibles de la vida social, el respeto a
los intereses de las futuras generaciones vendría a formularse como
preservación de la igualdad de oportunidades, de las suyas frente a las
nuestras. Que no podamos señalar exactamente cuáles son esos inte-
reses no nos impide conocerlos aproximadamente: querrán un medio
ambiente viable en el que vivir y la posibilidad de satisfacer sus necesi-
dades básicas. Es conveniente evitar, pese a todo, la simple proyección
hacia el futuro de nuestra actual percepción de la relación entre medio
ambiente y condiciones de vida social, ya que ignoramos cuál pueda

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

ser su futura evolución a la luz del progreso de la ciencia y la tecnolo-


gía. Esta cautela permitiría identificar esos intereses, más ampliamen-
te, con el mantenimiento de un bienestar social equivalente al nuestro.

Estas dos variantes de representación medioambiental se enfren-


tan a idénticos problemas de definición. Para empezar, ¿cómo va a ar-
ticularse en la práctica? En principio, debe tratarse de una representa-
ción democrática; y su carácter forzosamente putativo exige que los
ciudadanos actúen como representantes de estos peculiares intereses.
Bien, ¿cómo se seleccionan esos representantes y en qué instituciones
desarrollan su labor? Sería el propio proceso democrático el llamado
a determinar tanto la identidad de los representantes, como su cauce
de actuación. Acaso lo más razonable sería la creación de algún tipo de
comisión del que formaran parte representantes de ámbitos relevantes
para la determinación de esos intereses (ciencia, empresa, ciudada-
nía), incorporados después a aquellas instituciones y procesos de
toma de decisión donde su voz hubiera de ser oída.
Sin embargo, ningún grupo de ciudadanos puede reclamarse como
representante legítimo de esos intereses. Es evidente que aquí no pue-
den regir las fuentes tradicionales de la legitimidad representativa —no
hay voto, no hay delegación, no hay mandato—. Acaso sólo la legitimi-
dad epistémica tendría cabida: una representación basada en el mayor
conocimiento de los intereses del grupo representado 27. Pero no está
claro quién puede proclamar ese mejor conocimiento. Ni los grupos
medioambientales, ni los científicos, son grupos homogéneos, exentos
de conflicto. Además, no todos los ciudadanos tienen la misma expe-
riencia del mundo natural, ni por lo tanto aspirarían a defender los mis-
mos intereses para el mismo —es evidente, por ejemplo, que un conser-
vacionista que vive en la ciudad no estará de acuerdo con un agricultor,
por más que éste viva más apegado a la tierra—. Y aun cuando se alcan-
zara un improbable acuerdo acerca de esos representantes, subsistirían
numerosos interrogantes, como los relativos al modo de resolver los
conflictos de interés entre el mundo natural y las futuras generaciones, o
la especificación del número de votos que habría que otorgar a aquellos
representantes en el Parlamento. Esta indeterminación no tiene causas
técnicas, ni puede resolverse mediante experimentos institucionales;
responde a deficiencias normativas de mayor calado.

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Después de todo, estas fórmulas alternativas de representación


política presuponen la capacidad del sistema político para tomar en
consideración los intereses del demos medioambiental. Expresan una
insatisfacción respecto a la prioridad que se otorga a sus intereses,
pero esa menor prioridad no es caprichosa; responde al menor valor
otorgado al mundo natural, frente al mundo humano. La defensa ver-
de de una reforma de la representación es una reclamación normativa.
Porque, ¿acaso no se encuentran esos intereses ya implícitos en las so-
ciedades democráticas y en su funcionamiento, haciendo superfluo el
despliegue de nuevos mecanismos representativos? Esos intereses no
son externos a la sociedad: la interdependencia de sociedad y naturale-
za convierte a todos los problemas ecológicos en problemas socioam-
bientales. Es así simplista dar por hecha su exclusión de los actuales
procesos democráticos, por el solo hecho de carecer en ellos de una
articulación específica, de una dramatización parlamentaria.
A cambio, sí cabe reconocer a estas formas de representación,
acaso incluso a su sola demanda, una función simbólica eficaz en el
campo de la persuasión política, al margen de su efectividad práctica.
La integración de estos intereses en el proceso político, por medio de
representantes específicos, vendría a simbolizar la redefinición del
demos defendida por el ecologismo, a modo de reconocimiento de su
pertenencia a la comunidad política. Sin embargo, el cumplimiento
de esta función simbólica parece superfluo si la función política puede
llevarse a término, en el seno del proceso político democrático, por
medios no tan conspicuos. Sostiene Goodin:

En el fondo, lo que cuestiono es la imagen de una democracia en la que cada


persona representa sola y exclusivamente sus propios intereses. Sería más rea-
lista empíricamente, así como moral y políticamente preferible, pensar en
cambio en la democracia como un proceso en el que todos interiorizamos los
intereses de los demás, y de hecho del mundo que nos rodea 28.

Si atribuimos a los representantes políticos y a los ciudadanos la


capacidad de interiorizar e incorporar al proceso político intereses ge-
nerales, no parece que el reconocimiento de los intereses del mundo
natural y de las generaciones futuras requiera de medidas especiales de
representación: basta con su paulatina integración en el debate demo-

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crático. Que los actuales procesos democráticos no integren todavía


esos intereses, es un problema distinto; se trata, entonces, de reforzar-
los mediante su vinculación a una concepción normativa de la sosteni-
bilidad.
Efectivamente, la existencia de un debate público orientado a la
determinación del contenido de la sostenibilidad incorpora por defi-
nición los intereses del mundo natural y de las generaciones futuras.
Es posible que no lo haga en la medida que desearía el ecologismo.
Pero un proceso democrático abierto y reflexivo proporciona una
protección suficiente a esos intereses, sin necesidad de basarla en
una moralidad ecocéntrica minoritaria. En último término, la aten-
ción que el ecologismo presta a la representación política hace justicia
a su importancia en cualquier sistema democrático. Sin embargo, la
revisión conceptual que propone tiene evidentes limitaciones y no
acierta a demostrar cómo pueda perfeccionarse —por este camino—
una institución liberal imperfecta, pero eficaz.

II.2. La reapropiación verde de las instituciones liberales,


II: los derechos

La reapropiación verde de las instituciones liberales no podía dejar de


dirigir su atención a una institución que está en el origen mismo del li-
beralismo histórico: los derechos. Imprescindibles para lograr una efi-
caz protección de la libertad individual, los derechos encarnan la des-
confianza liberal hacia el poder estatal: crean una esfera de autonomía
relativa propia del ciudadano y refuerzan con ello la autonomía relativa
de la sociedad civil ante el Estado. No obstante, los derechos poseen
un carácter intrínsecamente político, por cuanto sitúan al individuo en
relación con una comunidad a la que puede hacer demandas o reclama-
ciones. Si éstas comenzaron por ser demandas de libertad, han termi-
nado por incorporar demandas de igualdad. No en vano, los derechos
han sido un poderoso medio de reconocimiento de entidades y grupos
previamente excluidos de la esfera legal. Todo ello les proporciona una
formidable fuerza constitutiva. Y explica el interés del ecologismo.
Su intención no es otra que reproducir la clásica dinámica de ex-
pansión de los derechos, para aplicarla a nuevos sujetos morales y di-

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ferentes objetivos políticos. Ni los derechos pueden dejar fuera al me-


dio ambiente ni pueden ser ya sólo derechos humanos. La teoría polí-
tica verde contempla así los derechos en dos sentidos distintos y com-
plementarios, que deben dar lugar a dos sucesivas ampliaciones de su
contenido: la ampliación objetiva, que responde a un criterio antropo-
céntrico y trata de otorgar titularidad humana a garantías relativas al
medio ambiente, que pueden sintetizarse en el derecho a un medio
ambiente sano; y la ampliación subjetiva, que tiene un fundamento
ecocéntrico y concibe los derechos como medio para la ampliación de
la comunidad moral, con el subsiguiente propósito de otorgar dere-
chos a titulares no humanos. En ambos casos, los derechos aparecen
como creadores de realidad, antes que como sancionadores de una rea-
lidad preexistente; son un instrumento político, antes que jurídico.
O jurídico, a fuer de político.
Aunque la ampliación objetiva de los derechos no carece de inte-
rés, la ampliación subjetiva de sus titulares —mundo natural y genera-
ciones futuras— presenta mucha mayor relevancia para nuestro tema.
A fin de cuentas, el derecho a un medio ambiente sano está ya consa-
grado en el constitucionalismo liberal; el conflicto se plantea en rela-
ción con la medida en que obliga a los poderes públicos y a su hipoté-
tica universalización 29. En cambio, el reconocimiento de derechos al
mundo natural supondría un auténtico giro ontológico en los criterios
de atribución de los mismos. Que convención tan humana como la de
los derechos pudiera predicarse de los animales, o de parte de la natu-
raleza, constituiría en sí misma una profunda transformación cultural.
Sin embargo, esa atribución está lejos de ser sencilla y quizá no sea si-
quiera deseable.
Contra lo que pudiera pensarse, la fundamentación de esta am-
pliación subjetiva no es monopolio del ecocentrismo: el argumentario
verde muestra aquí una notable variedad. Hay un objetivo común, a
saber, modificar la percepción dominante de la línea divisoria entre la
humanidad y el mundo natural, sobre la que estaría edificada la titula-
ridad exclusiva de derechos de la primera. Pero sus líneas de defensa
son múltiples.
La argumentación más habitual es la proporcionada por el exten-
sionismo moral. De acuerdo con la misma, todos los seres que son su-
jetos de experiencia de vida poseen un valor inherente, sean o no hu-

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manos, por el hecho mismo de sentir —esto es, capacidad de experi-


mentar placer y dolor—. Esta recuperación del viejo argumento bent-
hamiano, defendida brillantemente por Tom Regan, sostiene que to-
dos los mamíferos tienen prima facie igual derecho al respeto: la teoría
de la evolución habría proporcionado —contra Descartes— pruebas
suficientes de la vida mental de los animales. Y si no podemos negar-
les por más tiempo su condición de agentes morales, en cuanto tales
son poseedores del derecho moral básico a un tratamiento respetuoso.
El evolucionismo habría corroborado científicamente una vieja sospe-
cha moral, que demanda ahora traducción jurídica. Es la continuidad
entre hombres y animales la que justifica así la atribución de derechos
a los que Alberto Savinio llamaba «nuestros padres olvidados» 30. Esta
extensión puede también adoptar una justificación utilitarista, e inclu-
so contractualista.
En una dirección distinta se mueve el pragmatismo de quienes
consideran que no existen razones suficientes en contra de esa atribu-
ción de derechos. Reconocer distintas capacidades en diferentes espe-
cies no sería motivo suficiente para discriminar a unas frente a otras;
todas deben ser moralmente consideradas. La necesidad de supera-
ción del especieísmo —o injusta preferencia de una especie, la huma-
na, frente a las demás— convierte la atribución de derechos en una
cuestión de justicia. Esta justicia, sin embargo, puede adoptar tam-
bién formas más radicales, propias del enfoque ecocéntrico. Se sostie-
ne así que el valor intrínseco de la naturaleza justifica la atribución a la
misma de derechos capaces de asegurar su florecimiento, de manera
que debe arbitrarse alguna forma de igualitarismo biosférico que re-
conozca las necesidades vitales de todos los seres, sin más discrimina-
ción que la necesaria para la supervivencia humana. La extensión es
aquí una consecuencia de la relacionalidad: el yo ecológico reconoce
su conexión con la comunidad natural y la protege mediante la titula-
ridad de derechos. Y al contrario: aunque minoritaria, es sugerente la
idea de que la otredad del mundo natural, no la continuidad, puede
servir de base a sus derechos, por producir en el hombre un senti-
miento de reverencia que conduce a su protección.
Hay mucho donde elegir. Sin embargo, la ampliación subjetiva de
los derechos descansa en todos los casos en la previa consideración
moral del mundo natural. Y es cuestionable que este juicio —sobre el

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que aún no existe unanimidad alguna— deba dar lugar a un derecho


moral, traducido a continuación a un derecho legal. En su temprana
crítica de los grupos de liberación animal, Robert Frey alertaba contra
el empleo de los derechos morales como instrumento de neutraliza-
ción de las objeciones ajenas 31. ¿Tienen los animales, no ya el mundo
natural en su conjunto, un derecho moral? ¿Es adecuado emplear
aquí el lenguaje de los derechos?
Ni los animales ni el mundo natural pueden actuar como titulares
de derechos. No tienen la capacidad necesaria para su reclamación y
ejercicio, aunque a esto pueda oponerse un ejercicio vicario de los
mismos, similar al que se atribuye a los discapacitados, los enfermos
terminales o los niños. Sin embargo, aunque dejemos al margen las
dificultades que presenta en la práctica ese ejercicio putativo, los de-
rechos parecen requerir una conciencia de libertad y acción cuando
menos potencial —como ocurre en los casos citados, donde se reco-
nocen derechos porque sus titulares son humanos, aunque momentá-
nea o accidentalmente carezcan de esos atributos—. La atribución de
los derechos al mundo natural sólo puede ser, en realidad, metafóri-
ca. Los derechos pertenecen a la moralidad humana: son ajenos al or-
den de la naturaleza. El reconocimiento de derechos a la naturaleza
sería necesariamente un reconocimiento interno al orden humano: la
justicia es extraña al orden natural 32. La pretensión verde de recono-
cer derechos al mundo natural es así una derivación más de su con-
cepción esencialista de la naturaleza. Y no carece de obstáculos adi-
cionales.
¿Cuál habría de ser el contenido de unos hipotéticos derechos
animales? Sus defensores señalan que, aunque no podemos conocer
cuáles son los intereses y los deseos del mundo natural, sí podemos
presumir sus necesidades generales. Éstas no son otras que el manteni-
miento de las condiciones que permiten su libre florecimiento, el es-
pontáneo cumplimiento de su destino natural. Su derecho es, enton-
ces, el derecho a gozar de esas condiciones. Se trata, claro, de un
derecho intrahumano, referido a las relaciones sociales con el mundo
natural: sólo el hombre puede satisfacer y aun reclamar ese derecho.
No obstante, este planteamiento descansa en la misma incoheren-
cia metafísica que aqueja a cualquier defensa de derechos del mundo
natural. Y es que no puede consagrarse un derecho al libre floreci-

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miento natural de los seres vivos, a la vista de la total ausencia de liber-


tad existente en un mundo regido por una precisión matemática. Su
poesía es una proyección del hombre que lo contempla. En ese senti-
do discute Frey la existencia de necesidades animales:

No podemos hablar de deseos e intereses animales, sino de nuestra atribu-


ción de los mismos. Por no tener, los animales no tienen ni percepciones pro-
piamente dichas. Porque si, por ejemplo, eliminamos la condición necesaria
de ser consciente de las necesidades que se tienen, para incluir a los animales
dentro, también las plantas y las máquinas pueden tenerlas. Así que no pode-
mos convertir las necesidades de los animales en intereses —aunque sí las de
los hombres, porque éstos desean lo que necesitan 33.

La existencia de conciencia no equivale, pues, a autoconciencia.


En realidad, la concepción de la naturaleza que late bajo nociones
como la de necesidad animal, influida como está por la crítica del dua-
lismo cartesiano y la tendencia estetizante del ecologismo profundo,
es un obstáculo para la protección del mundo natural, o, mejor, para
la justificación de la misma. En el legado científico darwinista encon-
tramos suficiente apoyo a una visión alternativa, según la cual los ani-
males deben ser concebidos como criaturas primitivas, prefiguracio-
nes de cualidades luego desarrolladas por el hombre, del que se
diferencian decisivamente por carecer de lenguaje. Esto no hace las
cosas más difíciles, sino al revés:

Juzgar su bienestar se convierte en algo mucho más fácil, por cuanto desapa-
recen las intervenciones de esos misteriosos intereses que [...] los animales se
supone poseen, pero no pueden explicitar por carecer de habla. No. Nuestra
verdadera guía deberían ser sus necesidades percibidas, sus «simples» ape-
tencias, vaciadas de las implicaciones humanas de autoconciencia que el «de-
seo» trae consigo 34.

Sin embargo, esta perspectiva no será aceptada por el ecologismo


fundacional, por motivos de integridad normativa; sería contraria a
sus más arraigados dogmas acerca de la naturaleza. Sin embargo, una
política verde renovada carece de tales servidumbres y puede explorar
una vía que no tiene por qué resultar en un menor respeto por las for-
mas naturales. De hecho, puede relacionarse fácilmente con la men-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

cionada visión de la naturaleza como otredad, como diferencia —sen-


timiento que puede encerrar más verdad que la antropomorfización
sentimental de la que a menudo son objeto los animales, a cuenta de
su mal entendido parentesco genético con el hombre—. Ahora bien,
los instrumentos empleados para procurar el bienestar natural no tie-
nen por qué ser los mismos que definen las relaciones sociales, como
los derechos; aunque sea en el orden social donde deba actuarse para
proteger un orden natural interiorizado por aquél. Será la definición
de la sostenibilidad la que determine el grado y la forma de esa pro-
tección.
La reclamación verde de derechos sólo tiene sentido en un con-
texto cultural contrario a la protección de la naturaleza. Su función es
principalmente instrumental y pedagógica; la efectiva transformación
de la cultura, la consecución de la sostenibilidad, restarían importan-
cia a una herramienta cuya fuerza reside en la constricción jurídica. El
discurso verde de los derechos pretende ser parte del proceso de cam-
bio cultural que conducirá a la sostenibilidad, pero hasta que ese cambio
no madure, no pueden reconocerse derechos que atenten contra el
principio de neutralidad entre las distintas concepciones del bien. Es
el contexto cultural el que hará emerger —previo debate entre con-
cepciones rivales del bien— nuevos valores morales, encarnados des-
pués en nuevos derechos. Y, en este punto, la ampliación objetiva de
los derechos encaja más fácilmente con la evolución de los mismos en
las democracias liberales; los derechos de los animales y del mundo
natural, en cambio, son expresión directa de la concepción ecocéntri-
ca del bien. Su creación y reconocimiento no puede, en consecuencia,
preceder al debate cultural y político en torno a su idoneidad.
Así pues, sólo podrán reconocerse derechos de esta clase si emer-
ge un amplio consenso social sobre la necesidad de transformar de ese
modo las relaciones socionaturales. Para el ecologismo, mientras tan-
to, es necesario desafiar la lógica misma de los derechos liberales: su
actual forma no sirve a la causa medioambiental. Más exactamente, se
señala —alimentándose, en este punto, de aquellas críticas feministas
al liberalismo que denuncian la rígida separación de las esferas públi-
ca y privada— que el discurso liberal de los derechos debe comple-
mentarse con un discurso de deberes y responsabilidades: éstos deben
añadirse a la idea de los derechos 35. De otro modo, se convierten en

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cáscaras vacías: ante la incapacidad del mundo natural para ejercitar


ninguna clase de derecho, es preciso crear deberes humanos hacia él.
Y deberes no sólo de omisión, sino también de acción: conductas sos-
tenibles, prácticas conservacionistas, pedagogía verde. Se pretende
traspasar el énfasis de los derechos a las responsabilidades, hasta el
punto de concebir los derechos fundamentales

como hasta cierto punto condicionales; es decir, condicionales respecto al co-


rrespondiente reconocimiento de ciertas responsabilidades. Esto parece ir
contra los principios de universalidad e inalienabilidad, pero en realidad es
sólo reconocer que los derechos fundamentales tienen siempre y en cualquier
caso ciertas precondiciones, incluso si no son siempre reconocidas 36.

Se supedita así el disfrute de derechos de una clase, al cumpli-


miento de responsabilidades y deberes necesarios para el cumplimien-
to de otros. No obstante, convendría emplear preferentemente el tér-
mino deber, a causa de su mayor resonancia jurídica, reservando el de
responsabilidad para la esfera de la moralidad: las fuentes de la obliga-
ción son distintas en cada caso. De hecho, tal como veremos con más
detalle al abordar la ciudadanía ecológica, el giro hacia los deberes y
las responsabilidades plantea problemas de envergadura, el principal
de los cuales es, precisamente, la confusión de las esferas moral y jurí-
dica. Ya que, ¿cómo imponer deberes medioambientales a los ciuda-
danos, en ausencia del suficiente consenso acerca de su necesidad?
En un contexto pluralista, la transformación de las reclamaciones
morales en normas legales debe estar sujeta a múltiples limitaciones y
sólo puede producirse como resultado del consenso social y político.
De otro modo, cualquier grupo o movimiento social podría reclamar
igualmente la consagración de sus demandas morales como reglas de
derecho. Y aunque el ecologismo pueda dar por sentado que tenemos
deberes morales hacia el mundo natural, eso no da lugar automática-
mente a la imposición de deberes legales a los ciudadanos. Parece más
razonable, por eso, que el ecologismo se limite a promover la libre
asunción individual de responsabilidades morales, que, si bien pueden
invocarse desde la esfera pública, en el curso del debate ciudadano
acerca de los estándares culturales vigentes sólo serán libremente asu-
midas o no por cada individuo en su esfera privada. Sólo la gradual

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asunción privada de las responsabilidades hacia el medio ambiente


puede terminar dando paso a una eventual confirmación pública de las
mismas. Este décalage se hace aún más patente en un concepto de impor-
tancia creciente en la teoría política contemporánea: la ciudadanía
ecológica.

II.3. La reapropiación verde de las instituciones liberales,


III: la ciudadanía

Si hay un concepto que ha emergido con fuerza en la teoría política


verde durante los últimos años, es el de ciudadanía ecológica. Y no es
de extrañar, por cuanto la ciudadanía es una institución situada entre
la organización política formal y las esferas informales de desenvolvi-
miento cívico, capaz por lo tanto de expresar la naturaleza liberal del
orden social y servir —simultáneamente— como instrumento para su
transformación. Es en la esfera privada donde los ciudadanos pueden
hacer suyas las preocupaciones medioambientales, al margen de las
políticas gubernamentales: contra el marco cultural dominante y con-
tra la autoridad estatal, el ciudadano ecológico puede contribuir en
solitario a una política de sostenibilidad. La ciudadanía ecológica es
así, entre otras cosas, una forma de resistencia. Su relevancia teórica
no ha dejado de crecer; de hecho, quizá se hayan depositado en ella
demasiadas esperanzas.
La verosimilitud de la apropiación verde es buena prueba de la
naturaleza dinámica y flexible de una institución siempre abierta al
cambio, en el contexto de una sociedad liberal históricamente caracte-
rizada por su capacidad de asimilación. Ese proceso histórico ha sido
descrito por T. H. Marshall en su conocido análisis de la ciudadanía,
definida allí, sobriamente, como el cuerpo de derechos y deberes que
acompaña a la plena pertenencia a una sociedad 37. La emergencia de
nuevos tipos de ciudadanía ha sido paralela a la sucesiva concesión
de nuevos derechos al ciudadano. Sumariamente: los derechos liberales
negativos protegen al sujeto de la injerencia estatal ilegítima, suscepti-
ble de afectar a su libertad o propiedad, dando forma a una ciudada-
nía civil; los derechos de participación política le capacitan para tomar
parte en los procesos democráticos de decisión y creación de opinión,

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configurando una ciudadanía política; y los derechos sociales vienen a


proporcionarle un mínimo de seguridad en el marco del Estado de
bienestar, dando forma a una ciudadanía social. Es un proceso abierto
y, por definición, inconcluso. Desde ese punto de vista, la ciudadanía
ecológica quiere ser una adición a los tipos clásicos de ciudadanía, a
los que a la vez complementa y corrige. Bien, ¿en qué consiste exacta-
mente esta nueva ciudadanía?
Su rasgo distintivo sería el énfasis en los deberes y las responsabili-
dades del ciudadano, por encima de sus derechos, en el marco de un
principio de sostenibilidad entendido como proceso de participación
y aprendizaje. No se trata tanto de una nueva atribución de derechos,
como de un movimiento reflexivo en torno a derechos preexistentes.
El ciudadano ecológico es una condición necesaria de la sociedad sos-
tenible, en la medida en que debe contribuir a la definición de su conte-
nido y cooperar en su aplicación. Este giro verde hacia la ciudadanía
supone así simultáneamente un cambio de enfoque de la política de
sostenibilidad, que se orienta en parte hacia las actitudes y los estilos
de vida, apelando a la responsabilidad cívica sobre los bienes comu-
nes. Es el ciudadano quien propicia el cambio cultural hacia la soste-
nibilidad: desde abajo hacia arriba. Su actuación tendría entonces lu-
gar tanto en los ámbitos institucionales de participación política,
como en el ámbito de la sociedad civil: en el foro, en la casa, en el su-
permercado. La moralización de la vida pública encuentra su espejo
en la politización de la esfera privada. En palabras de Barry,

[…] debido a que la esfera privada/doméstica es ecológica (en el sentido de


ser una sede de comportamiento y acción ecológicamente relevantes), es en la
misma medida, desde un punto de vista verde/ecológico, política (al ser una
sede para la ciudadanía ecológica y una legítima regulación estatal) 38.

Esta doble vertiente define la ciudadanía verde. Sin embargo,


como enseguida veremos, cuando alguna de estas dos tendencias se
lleva demasiado lejos, su armazón conceptual pierde fuerza, por más
que gane un falso atractivo rupturista. Esta ocasional indefinición res-
ponde al carácter inacabado de la ciudadanía ecológica, de alguna for-
ma todavía, como ha dicho entre nosotros Ángel Valencia, un modelo
para armar antes que un concepto ya cerrado 39. Pero es también un

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reflejo de la influencia que ejerce el ecologismo fundacional sobre una


teoría política verde cuya evolución debe ir en una dirección distinta,
la de combinar la aproximación al liberalismo con su propia renova-
ción teórica. La ciudadanía ecológica no debe concebirse como una
completa refundación normativa de la ciudadanía liberal, ni como un
instrumento para el desbordamiento de la representación política y su
sustitución por formas radicales de democracia. Veamos todo esto con
detalle.

II.3.1. La ciudadanía ecológica como ciudadanía


de deberes globales

La propuesta teórica de la ciudadanía ecológica suele llevar implícita


la superación del modelo liberal de ciudadanía, como si, en lugar de
complementarse, ambas se excluyeran irremediablemente. Es curioso,
sin embargo, que las razones que explican ese propósito normativo
sean más democráticas que propiamente verdes. Efectivamente, el
ecologismo político se ha acostumbrado a reclamar un modelo de ciu-
dadanía condigno a una democracia participativa; una ciudadanía, en
fin, que vaya más allá de la mera titularidad de derechos y se relacione
más estrechamente con los procesos de decisión democrática. No
puede ya valer una concepción pasiva de la ciudadanía, es necesario
avanzar hacia una concepción activa de la misma. Aunque no siempre
esté claro lo que quiere decirse con eso.
Desde el punto de vista verde, la ciudadanía liberal se orienta sim-
plemente hacia la satisfacción de las preferencias individuales: los ciu-
dadanos demandan derechos en la esfera pública, pero cumplen con
sus obligaciones y participan activamente en la esfera privada. Se desa-
rrolla así una comprensión eminentemente estratégica de la pertenencia
ciudadana, en la que ésta se emplea únicamente en beneficio de los inte-
reses privados. En este marco, el deber y la obligación son meras deriva-
ciones de la lógica contractual; cualquier aparición de los mismos al
margen del cálculo coste-beneficio sólo puede atribuirse a expresiones
aisladas de compasión o cuidado 40. La crítica verde se alimenta aquí de
la crítica feminista. Y tanto aquella orientación privatista como su fun-
damento contractual son desafiados por la ciudadanía ecológica.

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

Se ha señalado ya que la sostenibilidad requiere algún grado de


participación política ciudadana, pero también cooperación indivi-
dual en el mantenimiento de los estándares medioambientales. No
obstante, la ciudadanía ecológica no limita esa cooperación a una co-
rrecta práctica de la sostenibilidad —esto es, a un comportamiento
responsable en el cumplimiento de las políticas públicas medioam-
bientales—. Eso, a fin de cuentas, es parte de la ciudadanía liberal:
respeto a la ley. Más bien, lo que distingue a la ciudadanía ecológica es
la relación que establece entre los ciudadanos y el mundo natural.
Dado que la reciprocidad no puede ser un fundamento para esa rela-
ción, la lógica contractual del liberalismo es inaplicable. Y lo mismo
ocurre con el vínculo entre ciudadanos y generaciones futuras. No po-
demos esperar nada a cambio de una restricción en nuestros hábitos
de consumo, o de un mayor cuidado del mundo natural; al menos,
nada en términos cuantitativos. La ciudadanía ecológica tiene que ba-
sarse en una ontología social diferente a la de la ciudadanía liberal: de-
beres no recíprocos, obligaciones no contractuales. Porque

los deberes tienden a enfatizar lo que debemos dar en lugar de lo que debe-
mos reclamar; tienden a enfatizar lo personal antes que lo político, esto es, lo
que se requiere de nosotros al margen de la provisión política; tienen una más
fuerte base experiencial que los derechos (cumplimos nuestro deber más a
menudo que reclamamos nuestros derechos); y por eso puede decirse que son
menos susceptibles de disolverse como abstracciones civiles y políticas 41.

La asociación de la ciudadanía con los deberes proporciona al


modelo verde una indudable dimensión moral y pedagógica. Porque
la ciudadanía ecológica no es sólo una práctica que hace posible la de-
finición colectiva de la sostenibilidad, sino también el progresivo
aprendizaje de las conductas necesarias para su realización. La ciuda-
danía es una forma de conocimiento, indispensable para la socializa-
ción de los ciudadanos en la sostenibilidad y para la creación de víncu-
los comunitarios. La nostalgia del ecologismo fundacional por una
comunidad de signo arcádico se deja ver aquí: la ciudadanía constitu-
ye un atributo moral, social y político necesario para la cohesión de
una comunidad fundada en un sentido fuerte de los bienes comunes.
Y es que esta orientación pedagógica tiene también por objeto que la

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

obligación legal no sea la única razón para el cumplimiento de los de-


beres medioambientales. Se defiende así que la protección del mundo
natural sólo puede lograrse mediante una relación directa entre la co-
munidad local ciudadana y la naturaleza en la que habita. Esta morali-
zación de la vida privada, empero, plantea no pocos problemas, sobre
los que enseguida volveremos.
¿Es la ciudadanía liberal compatible con esta reorientación concep-
tual, basada más en la exigencia de deberes que en la titularidad de de-
rechos? Lo cierto es que tanto los teóricos verdes, como los críticos de
la democracia liberal, dan por hecho que el liberalismo es extraño a una
revisión de esta naturaleza. De esta forma, la ciudadanía ecológica no
complementaría, sino que desplazaría a la liberal. Ésta ignoraría dimen-
siones sustantivas de la ciudadanía, como la responsabilidad, la identi-
dad y la participación en un sentido amplio. Además, la mitología cultu-
ral que subyace a la ciudadanía liberal reflejaría el contractualismo
individualista que está en la base del pensamiento liberal, que privilegia
la noción de derecho frente a la de deber: el mundo de la reciprocidad
no contractual queda fuera. Esta necesidad de encontrar un nuevo len-
guaje para la articulación de la ciudadanía emparenta las propuestas
verdes con aquellas que tratan de dar forma a una ciudadanía más pro-
funda y participativa. Se trata de fomentar el sentido de pertenencia a
una comunidad política cuya reproducción depende de la participación
ciudadana, que de modo constante la redefine y mantiene viva.
En este sentido, la ciudadanía ecológica puede beneficiarse de
aquellas propuestas que buscan la ampliación del sentido de la acción
política y la transformación de la esfera pública, en el nuevo marco
creado por el proceso de globalización. Esta redefinición de la ciuda-
danía no puede basarse en la recuperación del modelo republicano, ni
en una concepción de la política como actividad constitutiva del suje-
to y de su pertenencia a la comunidad; ni la estructura social ni las for-
mas de vida giran ya exclusivamente en torno al gobierno formal de la
comunidad. No es casual que la globalización forme parte de los más
recientes intentos de articulación de la ciudadanía ecológica, que en
este punto trata de converger con aquellos que tratan de dar forma a
una así llamada ciudadanía profunda.
Pues bien, la teoría de Hannah Arendt es un buen punto de parti-
da para debatir este problema, dado el protagonismo que su concep-

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

ción de la política cobra en la mayor parte de los intentos por desple-


gar modelos más participativos de democracia. Lejos de constituirse
en el cumplimiento mecánico de un derecho legal de participación, la
acción política supone, para la conocida filósofa alemana, la revela-
ción y el nacimiento del sujeto a través del discurso y la acción en la es-
fera pública 42. Es la acción política la que confiere individualidad e
identidad al sujeto: su permanencia en las sombras de la esfera priva-
da supone su inexistencia frente a los demás, cuando este reconoci-
miento es esencial para el desarrollo de la subjetividad, porque el
hombre vive entre otros hombres. Se trasluce aquí la inspiración aris-
totélica que concibe la acción política como un valor en sí mismo, no
como un valor instrumental: la participación en los asuntos públicos
enriquece la vida del ciudadano y la transporta a un plano de excelen-
cia. No hay ciudadano sin actividad ciudadana, no hay vida sin ciuda-
danía.
Ahora bien, esta concepción de la acción política debe adaptarse a
un espacio público muy distinto a la polis; la nostalgia debe dejar paso
al realismo. Seyla Benhabib ha propuesto una concepción asociacional
del espacio público, que surge donde quiera y cuando quiera que los
hombres actúen concertadamente: el espacio público es el espacio
donde la libertad puede aparecer 43. Esta concepción de la esfera pú-
blica es especialmente fructífera para la mencionada relectura profun-
da de la misma, según la cual la ciudadanía es la actividad del yo ciu-
dadano que opera en varios lugares y espacios. La esfera pública deja
entonces de ser un espacio topográfico o institucional, para ser defini-
da por la acción ciudadana: hay espacio público allí donde un ciuda-
dano actúa como tal. En consecuencia, la participación ciudadana no
es tanto una obligación que deba cumplirse en un marco preestableci-
do, cuanto un acto espontáneo que desdibuja los límites de lo político.
Se pone así en entredicho la separación liberal entre las esferas públi-
ca y privada, más porosa de lo que suele afirmarse. En palabras de
Barry Clarke:

[…] un acto de ciudadanía profunda trasciende estas distinciones tradiciona-


les. La ciudadanía profunda está referida menos al dominio dentro del cual el
acto tiene lugar que a la trayectoria de un acto. Un acto, desde cualquier do-
minio, público o privado, que está orientado a lo particular, lo privado o lo

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seccional, no es un acto de ciudadanía. En contraste, un acto desde cualquier


dominio orientado hacia lo universal es un acto de ciudadanía profunda 44.

La actividad política se referirá, así, menos al Estado y más a la so-


ciedad civil, en relación o no con las instituciones políticas formales.
En principio, esta ampliación del campo de juego político difícilmen-
te será aceptada por el pensamiento liberal, que trata de mantener la
vida comunitaria separada de la más importante vida privada de los in-
dividuos. Por el contrario, el ecologismo político se muestra entusias-
ta ante las posibilidades de esta politización de la vida privada, ya que
abre la puerta a la moralización de las relaciones sociales con el mun-
do natural. Esto es un reflejo de la tendencia de los nuevos movimien-
tos sociales a contemplar —a partir de la sociología del conocimiento
marxista— el entero orden social como proyección de su estructura
económica y política. De esta forma, no sólo lo personal es político;
también lo ecológico. Y lo ecológico, de hecho, es personal.
Efectivamente, la ampliación del sentido de la acción política es
especialmente provechosa para una ciudadanía ecológica cuya seña de
identidad son las obligaciones unilaterales hacia el mundo natural.
Desde un punto de vista liberal, estas acciones difícilmente serían
consideradas políticas; en cambio, el ecologismo considera que la vir-
tud cívica es también virtud política. Y máxime cuando esa acción no
produce unos efectos necesariamente confinados al territorio nacional
correspondiente. Esto es importante para la comprensión de la ciuda-
danía ecológica. Su espacio no viene determinado por fronteras nacio-
nales o supranacionales, ni siquiera por el territorio imaginario de una
cosmópolis global: su espacio lo produce la relación material de los in-
dividuos con el medio ambiente. Es la razón por la cual la ciudadanía
ecológica se extiende a través del tiempo y el espacio: las huellas eco-
lógicas que el acto de ciudadanía quiere reparar son difusas y globales;
la ciudadanía ecológica, en consecuencia, también. Y esto lleva direc-
tamente a considerar su relación con la globalización y el resurgimien-
to teórico de la sociedad civil, ahora global.
No puede sorprender que la articulación de la incipiente categoría
—teórica antes que sociológica— de la ciudadanía ecológica deba en-
tenderse en relación con el proceso de globalización. El enfoque verde
de la ciudadanía, se ha señalado, es parte de la tensión hacia lo global

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que pone en cuestión las aproximaciones tradicionales a la misma. La


globalización vendría a hacer posible aquel viejo lema verde, que re-
clama pensar globalmente y actuar localmente. ¿Por qué? Atenuada la
separación entre lo local y lo global, todos nos convertimos en esos se-
res globales que actúan localmente: ciudadanos cosmopolitas capaces
de mediar entre tradiciones nacionales, comunidades de destino y es-
tilos de vida diferentes. Esto tiene consecuencias inmediatas para la
formulación de la ciudadanía ecológica, por cuanto la atención al
mundo natural, entendida en un sentido global, convierte al ciudada-
no cosmopolita en lo que Andrew Dobson ha llamado «ciudadano de
la tierra» y Derek Bell «ciudadano del medio ambiente» 45. La vieja
pertenencia nacional del ciudadano adoptaría así una nueva forma,
cuya institucionalización está lejos de haberse debatido seriamente; su
dimensión ecológica, sin embargo, podría ya prescindir de unas fron-
teras nacionales y regionales sin ningún sentido desde el punto de vis-
ta de la racionalidad ambiental. Quien recicla su basura o castiga a
empresas que no cumplen estándares ecológicos produce efectos que
no se circunscriben a su comunidad inmediata. La acción local del
ciudadano afecta potencialmente al ámbito global, entendido como
una red de interdependencias, aunque no —atención— de reciproci-
dades.
No obstante, lo global no sólo determina a la ciudadanía ecológica
por razón de la transnacionalidad de su objeto de atención, a saber, los
problemas medioambientales. El proceso de globalización y su impac-
to en la sociedad civil mundial parece abrir nuevas posibilidades para
la transición hacia una sociedad sostenible. Y estas posibilidades pa-
san, en parte, por la emergencia de lo que ha venido en llamarse socie-
dad civil global, que en su sentido propiamente político hace referen-
cia al desplazamiento del locus de la política —del ámbito nacional al
transnacional— y la subsiguiente obsolescencia de los clásicos meca-
nismos de participación y decisión liberales. Se ha dicho que esta nue-
va koiné traduce una percepción del mundo impulsada por el auge de
los movimientos sociales transnacionales y por la conciencia de perte-
necer a una especie humana que habita un sistema mundial de equili-
brio precario 46. Para sus defensores más radicales, la sociedad civil
global tiene irrevocablemente que ver con un programa de democra-
cia radical: emancipación, devolución del poder a los individuos, ex-

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tensión de la democracia. Nos encontramos así con una apropiación


altermundista de la vieja noción de sociedad civil, entendida aquí
como un contrapoder ciudadano en oposición al Estado y la globaliza-
ción en curso. Se cuestionan así tanto el papel del Estado como la ar-
ticulación institucional de nuestras democracias liberales. Su presunta
incapacidad para reconducir el proceso globalizador —de acuerdo
con los verdaderos intereses de los ciudadanos— convertiría a la diná-
mica sociedad civil en la sola conciencia crítica de la tardomoderni-
dad, depositaria última de la soberanía del pueblo y de sus derechos
democráticos de participación. La sociedad civil se convierte en el
escenario para una democratización contra el Estado y aparte del
Estado.
Esta concepción fuerte de la sociedad civil tiene una formidable
importancia para el tipo de ciudadanía activa auspiciada por los ver-
des. El ciudadano que se desenvuelve en la misma es consciente de la
necesidad de participación política, porque la ciudadanía es creadora
de la comunidad. Del mismo modo, la clase de actos que distinguen a
la ciudadanía ecológica tienen en la sociedad civil su espacio natural de
ejecución, sea en movimientos asociativos o en acciones individuales
de cuidado, directo o indirecto, del mundo natural. No hay ciudada-
nía ecológica sin sociedad civil global; tampoco, sociedad civil global
sin ciudadanía ecológica.

II.3.2. Sostenibilidad, moralidad, ciudadanía ecológica

¿Es la ciudadanía ecológica, entonces, un fundamento sólido para la


constitución de la sociedad sostenible y la reinvención de la política ver-
de? La respuesta es que no; todavía no. Y no sólo porque carece de un
diseño teórico cerrado, o de una articulación institucional suficiente: su
carácter inacabado responde más bien a la deficiente comprensión de
sus verdaderas posibilidades. Los teóricos verdes han insistido en las
obligaciones no recíprocas, pero convendría más establecer una clara
relación entre la ciudadanía ecológica y el principio de sostenibilidad.
La insistencia en su moralización sólo pone en peligro su utilidad políti-
ca. Es así conveniente poner en claro el contenido de la ciudadanía eco-
lógica y señalar sus límites, con el fin de protegerla de sus entusiastas.

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Son tres las dimensiones en torno a las cuales se define la ciudada-


nía ecológica: deberes unilaterales hacia el mundo natural; coopera-
ción en la ejecución de las políticas medioambientales; participación
política en la definición de la sostenibilidad. A su vez, cada una de es-
tas dimensiones posee un fundamento distinto: reconocimiento de
obligaciones morales hacia la naturaleza; cumplimiento de normas le-
gales vigentes; democratización de la sostenibilidad. Sin embargo, no
todas estas dimensiones pueden cumplir la misma función dentro de
una ciudadanía ecológica, articulada democráticamente, en el marco
de una sociedad sostenible. Y ésta es una realidad que el énfasis en los
deberes ha terminado oscureciendo, en detrimento del que debe ser
el principal aspecto del modelo verde de ciudadanía: su relación con el
principio de sostenibilidad.
Es evidente, para empezar, que los deberes no recíprocos hacia el
mundo natural que conforman el núcleo de la ciudadanía ecológica
poseen un fundamento esencialmente moral. La ciudadanía ecológi-
ca forma parte de la más amplia corriente que trata de remoralizar la
política contemporánea, mediante la rehabilitación de la virtud en el
lenguaje y la práctica políticos; así, también el comunitarismo y el neo-
rrepublicanismo. Robyn Eckersley es muy clara al respecto: «la teoría
democrática verde persigue la politización del bien privado y la repo-
litización del bien público» 47. Sin embargo, esa maniobra de politiza-
ción depende de la previa generalización —o imposición— de una éti-
ca ecocéntrica. Para la conformación de la ciudadanía ecológica, se
establece como condición previa la asunción de una identidad ecológi-
ca que haga comprender al individuo que la ciudadanía es un ámbito
de transformación personal que trasciende la experiencia individual.
Pero esta densidad ética sobrecarga en exceso a la ciudadanía ecológi-
ca, la sitúa en un terreno ideal de perfeccionismo moral. Ya que «pide
demasiado, sobre todo en ausencia de toda discusión acerca del equi-
librio que debe mantenerse entre el interés propio legítimo y la preo-
cupación por los demás. [...] no especifica las razones por las cuales
los ciudadanos ecológicos se preocupan; más bien se asume que, por
definición, se preocupan» 48.
Además, esta moralización acarrea problemas insuperables cuan-
do se trata de institucionalizar el contenido y el funcionamiento de la
ciudadanía ecológica. Cuanto más moral sea, menos política será. Por-

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que este aspecto decisivo del modelo verde de ciudadanía no puede in-
corporarse directamente a las instituciones democráticas y deliberati-
vas que sirven de marco para su desenvolvimiento: la sede natural de
los derechos y las obligaciones morales, en tanto morales, está fuera
del sistema político. Si un deber es legal, es exigible; si es moral, sólo
es deseable. Mike Mills ha distinguido entre los deberes de ser, cuyo
cumplimento obliga a todos en virtud de su idéntico valor moral, y los
deberes de asociación, que obligan en razón de la pertenencia ciudada-
na 49. Y los deberes hacia la naturaleza no pueden concebirse como
deberes de ciudadanía; su naturaleza moral y prepolítica no basta para
convertirlos en obligaciones legales. De esta manera, sólo aquella di-
mensión de la ciudadanía ecológica relativa a la definición y ejecución
de la sostenibilidad puede ser incluida en los procedimientos demo-
cráticos de decisión y tener, en fin, repercusión institucional.
Así pues, la dimensión ética de la ciudadanía ecológica —ya remi-
ta a los deberes morales hacia el mundo natural, o a la cooperación vo-
luntaria con las políticas medioambientales— no debe constituir su
fundamento; hay que buscarlo en otro sitio. Ahora bien, en la medida
en que el ejercicio de la ciudadanía se relacione con procedimientos
deliberativos de decisión, éstos podrán contribuir indirectamente a la
moralización de las relaciones socionaturales y al reconocimiento in-
dividual de los deberes hacia el mundo natural. Esa moralización será
una consecuencia del ejercicio de la ciudadanía ecológica en la esfera
pública y en la sociedad civil, no la condición previa para su existen-
cia. Los resultados del proceso democrático son necesariamente in-
ciertos. Y sin embargo, es este mismo proceso el que proporciona el
fundamento necesario para la ciudadanía ecológica, a través de la de-
mocratización de la sostenibilidad.
Efectivamente, la condición normativa de la sostenibilidad de-
manda su definición colectiva, que la participación de los ciudadanos
en la esfera pública viene a hacer posible. Política verde, deliberación
y ciudadanía no pueden separarse. Así, los ciudadanos contribuyen a
la definición de la sostenibilidad, mediante su participación política a
través de los cauces deliberativos institucionales y mediante los distin-
tos mecanismos de transmisión y formación de la opinión pública, en
una combinación, como veremos con más detalle, de política delibe-
rativa y liberalismo institucional. Esta vinculación, no los deberes mo-

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rales hacia la naturaleza, debe definir a la ciudadanía ecológica. La


concepción normativa de la sostenibilidad reclama una ciudadanía ac-
tiva, no limitada a la cooperación legal y el virtuosismo moral: definir
el contenido de la sostenibilidad no corresponde en exclusiva a los re-
presentantes políticos y los expertos, sino también a los ciudadanos.
Y preferentemente, en un marco institucional con elementos delibe-
rativos.
Ahora bien, es un lugar común de la crítica a la democracia liberal
la afirmación de que la formación de preferencias ciudadanas no tiene
lugar fuera del orden político, porque es un proceso esencialmente po-
lítico. La esfera privada no puede considerarse ajena a la pública; y vi-
ceversa. Pero quizá sería más adecuado considerar que la formación
de preferencias es un proceso, en parte político y en parte privado,
que se desarrolla fuera de las instituciones políticas formales: en una
esfera privada en permanente contacto y solapamiento con la pública.
Más aún, la formación de preferencias nunca podría tener lugar exclu-
sivamente en el ámbito de la política formal; la sociedad es demasiado
compleja para una participación exhaustiva del cuerpo ciudadano en
las instituciones. Las instituciones deliberativas pueden ampliar el al-
cance del debate o la participación de los ciudadanos en procesos de
decisión, pero la esfera pública no puede alcanzar el rango de totali-
dad. Así que las deliberaciones formales han de permanecer abiertas a
esos flujos informales de opinión; en palabras de Jürgen Habermas:

Sólo si se produce tal intercambio entre los procesos institucionalizados de


opinión y esas redes informales de comunicación puede la ciudadanía signifi-
car hoy en día algo más que una mera agregación de intereses individuales
prepolíticos y el disfrute pasivo de los derechos proporcionados al individuo
por la autoridad paternalista del Estado 50.

Convendría, por ello, no acentuar la condición espontánea y ex-


trainstitucional de la acción política, a riesgo de incurrir en una forma
de idealismo cuyo desprecio por los procedimientos pautados de deli-
beración y decisión resta eficacia al sistema político y su paulatina ac-
ción reformista. Sin embargo, como se ha repetido, hay que distinguir
entre los distintos niveles de la ciudadanía ecológica; la participación
política en instituciones deliberativas discurre por cauces muy distin-

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tos a los que corresponden a actos políticos realizados al margen del


marco institucional, que tendrá influencia en los procesos informales
de creación de la opinión pública y en la comunidad, del tipo que sea,
en la que esa acción se inserte, aunque carezca de traducción política
formal.
Si tal concepción activa de la ciudadanía cobrara la fuerza sufi-
ciente, podría contribuir a la adopción de aquellas políticas medioam-
bientales preferidas por los verdes, así como a producir una forma de
sostenibilidad aceptable para sus estándares morales. Pero ya se ha di-
cho que no hay garantía de que eso vaya a suceder; y cualquier articu-
lación democrática del ecologismo va a encontrarse con este problema
recurrente. Ni siquiera un modelo deliberativo de democracia se rela-
ciona necesariamente con una concepción concreta del bien, ni pres-
cribe resultados de antemano. Mientras su ideario no sea compartido
por la mayoría, los verdes sólo pueden desear que una ciudadanía más
profunda produzca ciudadanos verdes. ¿Es una expectativa demasia-
do ingenua? Como ha advertido Graham Smith,

[…] estamos abocados a la decepción si buscamos pruebas contundentes de


que la institucionalización de la deliberación conducirá a los fines del ecolo-
gismo —a la ecologización de las democracias liberales y, en particular, al sur-
gimiento de una ciudadanía medioambientalmente ilustrada—. Hasta ahora,
las pruebas no son estimulantes 51.

En este aspecto, la herencia consecuencialista del ecologismo pue-


de ser un lastre demasiado pesado para la renovación de su pensa-
miento. Pero no hay alternativa: en la medida en que no pueden impo-
ner su concepción del bien en una sociedad democrática pluralista,
los verdes sólo pueden confiar en que la elección del cuerpo institu-
cional más favorable conduzca a una adecuada definición colectiva de
sostenibilidad y a una ciudadanía medioambientalmente ilustrada.
¿Están los verdes preparados para afrontar el hecho de que la ciuda-
danía bien podría rechazar una mayor ilustración ecológica, esto es,
que ante las pruebas y los argumentos verdes, puedan preferir no pre-
ocuparse demasiado por el mundo natural? Culpar de ello al contexto
cultural puede ser justo, pero inútil; y quizá un espejismo. La nueva
política verde debe limitarse a apostar por un marco democrático de-

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liberativo, como medio para el desenvolvimiento de una forma dife-


rente de ejercer la ciudadanía y la producción de decisiones más legíti-
mas y eficaces. Ni más ni menos.
Hay que considerar, finalmente, a la ciudadanía ecológica en rela-
ción con la globalidad y la sociedad civil. Esta relación plantea, inicial-
mente, un problema de realismo. Ya que, si en ausencia de una ciuda-
danía ecológica siquiera nacional se pretende la articulación de una
ciudadanía ecológica global, eso sólo puede entenderse a la luz de la
peculiar concepción de la misma como sede del cumplimiento de de-
beres y obligaciones morales hacia el mundo natural, pero no de nin-
gún otro modo. A fin de cuentas, una ciudadanía de deberes morales
unilaterales no admite institucionalización, pero tampoco la necesita
para su libre ejercicio. Sólo desde este punto de vista puede pensarse
en una ciudadanía ecológica global, cuyo alcance se limitará entonces
a aquellos individuos y grupos que efectivamente asumen aquellas
obligaciones libremente tomadas. Al concebir así la ciudadanía ecoló-
gica, se hace posible su funcionamiento informal, vinculada a una éti-
ca del cuidado susceptible de ejercicio al margen de su codificación le-
gal: no hace falta una ley para cumplir un mandato moral.
Pues bien, la acción u omisión ciudadana que responda a ese man-
dato moral será, efectivamente, global, porque global es el mundo de
relaciones en el que se inserta y porque globales son, en potencia, sus
consecuencias. No hay que olvidar que la transnacionalidad de los
problemas medioambientales, sumada a la interdependencia econó-
mica y al impacto global de las actuaciones nacionales, exige una coor-
dinación internacional de las distintas políticas de sostenibilidad. Será
probablemente en el nivel de acción que quede al margen de esas polí-
ticas donde esta dimensión de la ciudadanía ecológica pueda ejercer-
se, como activa y voluntaria expresión de respeto al entorno humano
—no un deber, sino el libre cumplimiento de responsabilidades auto-
adquiridas.
En cuanto a la relación de la ciudadanía ecológica con la sociedad
civil y los movimientos que tratan de dar forma a una alternativa glo-
bal a la política representativa, de nuevo es preciso distinguir entre las
distintas dimensiones de aquélla. Mientras la institucionalización de la
participación ciudadana podrá acaso beneficiarse del deseo de estos
grupos por intervenir en el debate en defensa de sus posiciones, su in-

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cidencia en el aspecto informal de la ciudadanía ecológica puede con-


tribuir a la difusión de modos de vida respetuosos con el medio am-
biente. El estilo de vida verde puede servir de borrador para quienes
se convenzan de la necesidad de imitarlo. Por otro lado, la vitalidad
del asociacionismo es condición necesaria para la constitución de la
sociedad liberal verde, por cuanto una esfera pública viva y la partici-
pación política ciudadana son elementos centrales a la misma; pero no
es, sin embargo, condición suficiente para la definición deliberativa y
la posterior aplicación de un principio normativo de sostenibilidad.
La conformación de la sociedad civil en contra del Estado puede con-
tribuir al florecimiento de una ciudadanía activa y concienciada, pero
a su vez resquebrajar un sentido de lo público que encuentra en aquél
encarnación simbólica y la máxima eficacia funcional: tengamos cui-
dado con el populismo antipolítico. También en esto, la ciudadanía
ecológica es tanto más útil, cuanto más consciente sea de sus limitacio-
nes intrínsecas.
En suma, la ciudadanía ecológica no es acaso un instrumento tan
formidable como aducen sus defensores, o no lo es por las razones que
proponen. La política verde debe separar las dimensiones moral y po-
lítica de la ciudadanía ecológica. Si la primera, referida a los deberes
hacia el mundo natural, no es susceptible de institucionalización a
riesgo de suponer la imposición de una concepción ecocéntrica del
bien, la segunda, relacionada con la definición colectiva de la sosteni-
bilidad, posee una dimensión formal y otra informal. A saber, el ciuda-
dano defiende su concepción de la sostenibilidad en la esfera privada
y en la esfera pública, mediante su comportamiento y mediante su jui-
cio político si así lo desea. La ciudadanía activa no puede ser una obli-
gación, porque los deberes medioambientales necesarios para la soste-
nibilidad pueden ser exigidos legalmente; el resto es virtud. Y la
virtud no se impone.

II.4. La comunidad ecológica: crítica y reconstrucción

La topografía normativa del ecologismo político ha adoptado tradi-


cionalmente la forma de la comunidad. Este trasunto del ideal arcádi-
co verde ha sido objeto de una exaltación que nos la presenta como el

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escenario idóneo para la vida social: en la comunidad, democracia y


sostenibilidad convergen sin esfuerzo. No en vano, la comunidad vale
en el imaginario verde por una prolongación del orden natural: en su
interior, damos la vuelta a la socialización de la naturaleza mediante la
simple naturalización de la sociedad. Las relaciones humanas y las re-
laciones socioambientales no son conflictivas; la escisión entre natura-
leza y cultura es al fin superada. Y, sin embargo, de nuevo esto no es
más que un espejismo, porque la concepción verde de la comunidad se
asienta en unos débiles presupuestos. Su utilidad en una sociedad li-
beral verde exige una completa reorientación normativa y su integra-
ción en el marco de una democracia deliberativa ligada a la definición
pública del principio de sostenibilidad.
Si algo llama la atención en la defensa verde de la comunidad es la
idea de que esta forma de organización social puede satisfacer las exi-
gencias antropológicas, democráticas y medioambientales que impo-
ne la consecución de la anhelada armonía socionatural. De hecho, la
comunidad se nos presenta como el espacio natural del hombre, la es-
cala adecuada para su existencia social. Precisamente por resquebra-
jarse en ella el principio liberal de individuación, la comunidad nos fa-
cilita la comprensión de nuestra autonomía relativa y la adopción de
un sentido global de interdependencia, de forma que la comunidad se
convierte en una expresión positiva de la identidad propia. Y esa
identidad es la correcta: un yo relacional que cultiva los lazos sociales y
se desenvuelve en un espacio social igualitario. A su vez, naturalmen-
te, este espacio produce por sí solo formas más auténticas —¡más hu-
manas!— de comunicación. Simultáneamente, la comunidad organiza
y depura el cuerpo social.
Este ejercicio de voluntarismo descansa en una visión de la natura-
leza más rousseauniana que romántica, donde la corrupción egotista
que la civilización provoca en el hombre puede ser reparada mediante
el regreso a formas naturales de organización social. Y esta comunidad
no puede ser otra cosa que una democracia. Las virtudes políticas na-
turales de la comunidad la convierten en el vínculo entre democracia y
sostenibilidad: la comunidad proporciona mayores facilidades para la
participación, dada la cercanía y la mayor inteligibilidad de los proble-
mas; crea las condiciones para una mayor transparencia y responsabili-
dad; facilita un mejor conocimiento de los asuntos que hay que tratar; y

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encierra un mayor sentido democrático al decidir acerca de aquello


que le concierne más directamente. Este dibujo de la comunidad se si-
túa entre la autogestión anarquista y la pasión racional del helenismo.
Asimismo, la comunidad es por definición comunidad sostenible.
De hecho, la sostenibilidad sólo parece poder alcanzarse gracias a las
ventajas que proporciona una organización social basada en la descen-
tralización comunitaria. Sólo una comunidad adecuadamente estruc-
turada es capaz de garantizar la cohesión y flexibilidad social que exi-
ge la sostenibilidad, a la vez que genera una alta calidad de vida y un
sentido de obligación recíproca entre sus miembros. La idealización
del vínculo entre sostenibilidad y comunidad es inevitable:

[...] la comunidad como un todo es capaz de ajustarse a los cambios en el me-


dio ambiente y a aprender de su experiencia colectiva. [...] La gente, hablan-
do entre sí, desarrolla una inteligencia colectiva, una forma de «sabiduría co-
munal» que integra las experiencias del pasado, el presente y el futuro en un
modelo del mundo coherente pero flexible 52.

No sólo se proyecta sobre la comunidad la querida imagen del


ecosistema, sino que se le atribuye el mismo patrón de funcionamien-
to, reflexivo y autorregulado. La comunidad es una reproducción so-
cial del orden natural. Y, de hecho, la comunidad no es sólo humana,
sino comunidad con la naturaleza. El habitante de la comunidad expe-
rimenta un sentido de pertenencia a un lugar y asume deberes de pro-
tección hacia el mismo. De este modo, la comunidad es también el
nexo entre el sujeto y el mundo natural.
Se establece, entonces, una correspondencia entre comunidad y
sostenibilidad. Sin embargo, la eficacia medioambiental no está reñi-
da con una organización territorial distinta; y nada garantiza que las
formas comunitarias de vida exhiban semejante virtuosismo ecológi-
co. No hay ninguna relación necesaria entre comunidad y sostenibili-
dad. Y tampoco, como es bien sabido, entre comunidad y democra-
cia. No es difícil comprender que la comunidad ecológica es otra
muestra de la ambivalencia característica del entramado normativo
verde; como tal, exige ser reconstruida críticamente.
Hay que empezar por recordar que cuando se propone la comuni-
dad como una continuación del orden natural, éste ya ha sido objeto

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de mistificación. Se sustrae del mismo el influjo de la historia social; y


ese esencialismo ahistórico conduce directamente al organicismo co-
munitario que procura la armonía de la sociedad con su entorno. La
comunidad ecológica es, en consecuencia, el producto de una natura-
lización de lo social que necesita, sin embargo, de la suspensión misma
de lo social para poder ser formulada: porque hay que crear un vacío
donde la comunidad pueda insertarse. Es, por ello, un producto ca-
racterístico del utopismo verde. Y esta abstracción de la comunidad
respecto de las circunstancias exteriores produce irremediablemente
un espacio social cerrado, donde la homogeneidad ética de sus miem-
bros basta por sí sola para fijar unas relaciones sociales de armonía.
Pero, ni esas relaciones son necesariamente armónicas, ni democráti-
cas, ni sostenibles; y desde luego, tampoco liberales.
Efectivamente, no existe ninguna razón por la cual la comunidad
tenga que conducirse democráticamente, ni por la que su funciona-
miento democrático —si se produce— haya de ser más rico o inclusi-
vo que el de unidades territoriales mayores. Se presume que las rela-
ciones comunitarias poseen una cualidad especial, que las hace más
aptas para el desarrollo de las prácticas y los valores de la democracia.
Sin embargo, tal como señala Iris Marion Young, ese ideal de relacio-
nes sociales no mediadas, personales y directas, no es más que una ilu-
sión metafísica. Ya que

no hay base conceptual para considerar las relaciones cara a cara relaciones
sociales más puras y auténticas que las relaciones mediadas a través del tiem-
po y la distancia. Porque tanto las relaciones cara a cara como las que no lo
son son relaciones mediadas, y en ambas existe la posibilidad de la separación
y la violencia, así como la de la comunicación y el consenso 53.

Por el contrario, la comunidad ecológica plantea no pocos proble-


mas cuando se atiende a su relación con la diversidad y la moderni-
dad. El ideal comunitario ha desembocado históricamente en órdenes
sociales constrictivos, represores de la diferencia, algo que se contra-
dice con la alabanza que el ecologismo suele hacer de la diversidad so-
cial y cultural de la comunidad, sin que parezca importar que no con-
curran sus condiciones de posibilidad. Es dudoso, de hecho, que
pueda preservarse la diversidad en el marco comunitario propuesto

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por los verdes. Sobre todo, cuando el comunitarismo naturalista da por


hecha la existencia de un sujeto cuyos rasgos son un espejo de la co-
munidad: una identidad ecológica que representa un modo natural de
vida. La diversidad de identidades de nuestra sociedad es reducida así
a una suerte de voluntad ecológica general incompatible con cualquier
principio democrático 54.
Sucede que la comunidad ecológica no es, tampoco, necesaria-
mente sostenible, por más que los verdes tengan a la sostenibilidad
por producto espontáneo de la mera existencia comunal. No existe
una relación directa entre la forma de vida comunitaria y una mayor
racionalidad medioambiental. La sabiduría local a la que se refieren
los verdes identifica erróneamente cercanía, conocimiento y capaci-
dad. Además, para el ecologismo, los vecinos sólo son sabios cuando
son verdes: si no, ni siquiera merecen ser vecinos. Dice la teórica eco-
céntrica Robyn Eckersley: «“dejarlo todo a los vecinos afectados” sólo
tiene sentido cuando los vecinos poseen una conciencia ecológica y
social apropiada» 55. Nos encontramos así con que el ecologismo fun-
dacional sólo está dispuesto a que la ciudadanía participe en la realiza-
ción de la sostenibilidad si ésta se encuentra técnicamente asegurada
por un grado suficiente de competencia vecinal, una curiosa reinven-
ción de la democracia censitaria.
Es, en fin, otra manifestación del conflicto entre democracia y
ecologismo. Porque, si se defienden los valores democráticos de la co-
munidad, para después negar a los vecinos el poder de decisión por
razones de eficacia, se antepone el consecuencialismo al procedimien-
to democrático. Es cierto que democracia y eficacia no son valores ne-
cesariamente opuestos; pero tampoco son necesariamente afines. La
democracia no produce eficiencia, sino una decisión colectiva —efi-
caz o no— legitimada por el procedimiento que la produce. Si se otor-
ga más valor a la realización de la sostenibilidad que a su definición
democrática, podrá negarse la capacidad de intervenir en su defini-
ción a todos aquellos que no posean una suficiente competencia me-
dioambiental. Y ésta es la ilusión del comunitarismo verde: la creación
de una voluntad ecológica general de la que emane esa forma de soste-
nibilidad, como el producto natural de una red social compuesta de
ciudadanos ecológicamente conscientes. Es obvio que una democra-
cia liberal verde necesita otra concepción de la comunidad.

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

Además, el ecologismo no puede ignorar la configuración con-


temporánea de la comunidad, cuya forma se aleja de la predetermina-
ción espacial y moral de la comunidad ecológica. La comunidad no
posee ya una escala espacial definida: su definición es social, de mane-
ra que puede adoptar muchas formas diferentes. Más que un solo tipo
de comunidad, existen múltiples comunidades parciales, organizacio-
nes en continuo cambio, a las que pertenece el individuo —desde la
familia y el barrio, hasta la asociación y el club virtual—. Si existe una
comunidad moderna, está a su vez compuesta de muchas comunida-
des, que generan significados, valoraciones, normas y expectativas
distintas, dando lugar a una heterogeneidad cultural que casa mal con
la concepción premoderna de la comunidad, cuya fuerza retórica pro-
viene en gran parte de esa presunta capacidad de aglutinación social.
Esta realidad debería ser reconocida por la política verde, para pensar
en otro tipo de comunidad.
¿Qué sentido debe tener la reorientación de la comunidad, en el
marco de una sociedad sostenible y liberal? Naturalmente, la comuni-
dad debe ser compatible con la integración de democracia y sostenibi-
lidad que reclama la condición normativa de ésta: la comunidad debe
ser el marco en el que la ciudadanía participa, formal e informalmen-
te, en la libre realización de la sostenibilidad. Pero para que eso sea
posible, es necesario reconciliar la comunidad con el espacio urbano,
dejando a un lado el utopismo rural inherente a las visiones verdes de
la comunidad. ¡No todos disfrutan del campo! Y dado que la diversi-
dad ha de ser preservada y el regreso a la comunidad cerrada ya no es
posible, la concepción de la comunidad que haga suya la nueva políti-
ca verde ha de ser a la vez democrática, plural y factible.
Este empeño podría sintetizarse en la siguiente fórmula: la comu-
nidad como posición tiene que dejar paso a la comunidad como espa-
cio. Si la tradición dominante en el pensamiento comunitarista ha sido
la de concebir la comunidad como un ámbito al servicio de la cohe-
sión social, fundado en una subjetividad compartida, es la concepción
secundaria o subordinada a la que apunta Seyla Benhabib a la que hay
que recurrir: la comunidad como reciprocidad o mutualidad 56. Se tra-
ta así de comunidades de elección, no de comunidades de destino.
Multidimensionales y pluralistas, se constituyen como espacios públi-
cos para el diálogo y la reflexión ciudadana, cuya emergencia favorece

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

una rica vida asociativa y el ejercicio activo de la ciudadanía. Lejos de


la obsesiva literalidad de las concepciones integradoras, la comunidad
asume un sentido más normativo, casi metafórico: es un espacio de
alto contenido simbólico, no ceñido a una concreta fijación topográfi-
ca, pero tampoco desencarnado, porque el diálogo siempre tiene un
marco y se define en relación con un lenguaje. La comunidad es comu-
nidad de ilustración, como señala Robert Goodin: un espacio donde el
individuo conserva su autonomía, pero donde debe desenvolverse
con arreglo a los principios de reciprocidad y respeto mutuo, por ser
de los demás de quienes adquirimos bienes y recursos, hechos y valo-
res, hábitos de pensamiento y de acción 57. La autonomía como entre-
cruzamiento de heteronomías.
Ahora bien, el reconocimiento de esa ambigua situación interme-
dia, en la que el sujeto se halla al tiempo en la comunidad y fuera de
ella, debe tener consecuencias para la articulación de un debate públi-
co entre los miembros de esa comunidad. Si, para el comunitarismo,
la conversación pública constituye a los sujetos, la comprensión ilus-
trada de la comunidad reconoce efectivamente que el sujeto está con-
formado por la comunidad en la que vive, pero que al mismo tiempo
él mismo da forma a esa conversación pública, ya que siempre perma-
nece parcialmente separado de la comunidad: hay, debe haber, una
distancia crítica. Nuestra autonomía es relativa, pero resistente. Tam-
bién el comunitarismo dialógico propuesto por Frazer y Lacey va en
esta dirección:

Al intercambiarse múltiples experiencias, emergen nuevas interpretaciones,


que cobran fuerza y validez en la práctica colectiva. Estas interpretaciones ge-
neran nuevos conceptos, nuevos lenguajes, nuevos marcos mediante los cua-
les interpretamos el mundo, y en consecuencia cambian nuestras percepcio-
nes, y con ellas, en un sentido significativo, la realidad social 58.

La comunidad es diálogo, participación, creación compartida de


la realidad social. Sin embargo, esa tal conversación no se limita a una
práctica institucional histórica o espacialmente localizada, sino que
también tiene lugar en la discusión informal y en el diálogo subjetivo.
En consecuencia, la comunidad es formal e informal, conversación es-
pontánea y deliberación institucional, conducta privada y conducta

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

pública. El sujeto vive en comunidad —de hecho, en comunidades so-


lapadas— y participa en ella de distintas maneras. Y esta comunidad
nada tiene que ver con la visión verde de una comunidad reducida.
Es necesario, en consecuencia, terminar con los recelos del ecolo-
gismo hacia la vida urbana, asociada en el imaginario verde al mundo
artificial que acaba con el mundo natural. La comunidad no puede
identificarse ya, al modo biorregionalista, con la comunidad rural. Es-
taría localizada, por el contrario, en aquellos espacios donde ya se de-
sarrolla la vida social. La atomización comunitarista es impracticable
en una sociedad de masas; más que crear comunidades aisladas, se tra-
ta de generar formas locales de comunidad. Es útil aquí la «comuni-
dad discursiva» propuesta por John Dryzek: relaciones recurrentes,
directas, recíprocas y múltiples entre individuos con algún grado de
interés común 59. La comunidad es el producto de la relación entre
distintos ciudadanos, en distintos marcos sociales. Y aunque Dryzek
piensa en comunidades capaces de tomar decisiones a través de proce-
sos deliberativos, esto no debe ser un requisito imprescindible: una
asociación informal de ciudadanos es una comunidad, en la misma
medida que una asociación formal de representantes vecinales. La ciu-
dad es así contemplada como una comunidad de comunidades. Y esas
comunidades están ya ahí, latentes en el tejido de nuestra vida ciuda-
dana: no estamos ante la utopía del bucolismo. Se trata únicamente de
darles carta de naturaleza, mediante su vinculación al ejercicio de la
ciudadanía y la democracia, entendidas como participación y diálogo,
orientados a una decisión colectiva.

II.5. Estado, sostenibilidad, política verde

Aunque pueda parecer sorprendente, la defensa verde de la comuni-


dad ha encontrado tradicionalmente su correlato en el rechazo del Es-
tado. Este rechazo no carece de lógica, si la organización política pre-
ferida por el ecologismo se basa en la descentralización radical y la
autogestión comunitaria: el antiestatalismo es el producto natural de
esta inclinación anarquizante. Sin embargo, hay que recordar que el
ecoautoritarismo recurre a un Estado fuerte, para hacer frente a la es-
casez ecológica; y que en los últimos años algunos verdes han reclama-

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do un Estado verde, capaz de imponer los cambios necesarios para al-


canzar la sostenibilidad. La ambigüedad que caracteriza esta relación
del ecologismo con la autoridad estatal revela, en todo caso, cierto ra-
dicalismo: el Estado es superfluo o es imprescindible. Y eso se corres-
ponde con una concepción cerrada de la sostenibilidad, que convierte
al Estado en un obstáculo o en un instrumento de ejecución. Es evi-
dente que una sociedad sostenible verde, basada en una concepción
abierta de la sostenibilidad, contempla la institución estatal de otra
manera.
Este debate tiene lugar en un momento de crisis y transformación
del Estado —acaso, por lo demás, su modo natural de ser—. Los pro-
cesos de regionalización y mundialización han socavado algunos atri-
butos definitorios de su soberanía, mientras que sus funciones bie-
nestaristas experimentan un notable desbordamiento y la velocidad
de la transformación socioeconómica resta eficacia a sus mecanismos
tradicionales de control: la sociedad no se define ya estatalmente. Si-
multáneamente, la hibridación de las culturas y los flujos migratorios
ponen en entredicho su capacidad de creación de identidades nacio-
nales. Este conjunto de cambios resulta, como ha demostrado Fer-
nando Vallespín, en su creciente incapacidad para actuar por medio
de sus mecanismos tradicionales y demandan una nueva compren-
sión del mismo 60.
Su metamorfosis, además, disipa ese equívoco secular con arreglo
al cual la política debía identificarse con el Estado: la sociedad civil
global y los movimientos sociales fuerzan un nuevo entendimiento de
lo político, más difuso, menos institucionalizado. Aunque el Estado
está en el centro de la sociedad, ya no es su centro. Se trata de una
transformación favorable a los designios de una nueva política verde,
en la medida en que ésta se basa en la participación ciudadana, la deli-
beración pública y la definición normativa de la sostenibilidad. Pero
no hay que olvidar que la índole misma del proyecto sostenible reclama
la presencia del Estado. Es un agente decisivo dentro de un espacio
social multidimensional, donde se diferencia funcionalmente de un con-
junto de instituciones y actores con los que interacciona de modo
constante: sociedad liberal verde.
En definitiva, el Estado plantea al ecologismo demasiados proble-
mas para ser aceptado. Sin embargo, una política verde no puede

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

prescindir del mismo, sino corregirlo de acuerdo con las necesidades


de una política sostenible. No hay alternativa al Estado: el sueño verde de
su supresión es otra forma de escapismo.

II.5.1. Estado y descentralización: la escala de la sostenibilidad

La descentralización es una aspiración característica del ecologismo


político, que resulta tanto de su rechazo de la institución estatal como
de su defensa de la alternativa comunitaria. Ha sido considerada, de
hecho, el rasgo distintivo de la política ecologista, su posición están-
dar. Incluso el mencionado eslogan piensa globalmente, actúa local-
mente, habitualmente citado para resaltar la dimensión transnacional
de los problemas medioambientales y la vocación internacionalista del
movimiento verde, puede contemplarse como una expresión de las
bondades de la decisión a nivel local. La sociedad sostenible debe ser
una sociedad descentralizada, o no podrá ser sostenible. Y esta des-
centralización, de paso, contribuye al cumplimiento de otros objetivos
políticos del ecologismo.
Son rasgos de una organización política descentralizada la creación
de entidades a escala humana, la racionalización y democratización de
las decisiones, el reparto del poder y la reducción de la burocracia. Y la
consecuencia no es otra que el incremento de la racionalidad ecológica,
por más que las razones que se aducen para darla por supuesta sean un
tanto superficiales 61. Esta descentralización no afecta sólo a la gestión;
es también descentralización política. Esto quiere decir que no se trata
de una mera delegación de competencias y autoridad decisoria en nive-
les inferiores de administración y gobierno, sino de una verdadera dise-
minación geográfica del poder político, su devolución a las comunida-
des. La descentralización política contiene la funcional.
Así, las posiciones verdes participan de la extendida creencia se-
gún la cual la descentralización debe ser preferida por principio a la
centralización. La autonomía local, la diversidad y la descentraliza-
ción son automáticamente identificadas con lo bueno, mientras la de-
pendencia local del gobierno central, la uniformidad y la centraliza-
ción se identifican con lo malo. Sin embargo, una descentralización
radical crea más dificultades de las que resuelve: tampoco una red de

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comunidades es capaz de resolver unos problemas cuya escala le


supera 62.
La gradual comprensión de esta circunstancia ha conducido a los
verdes, de hecho, a modificar su planteamiento. No se tratará ya tanto
de favorecer una descentralización radical, cuanto de tratar el proble-
ma y tomar la decisión en el nivel apropiado, sea cual sea: local, regio-
nal, nacional o global. Deben ajustarse la instancia decisoria y el asun-
to sobre el que se decide. En palabras de uno de los manifiestos de los
verdes británicos: «Nada se debe hacer centralizadamente si se puede
hacer igual de bien, o mejor, localmente» 63. La adjudicación de com-
petencia funcional no va a depender de la proximidad al problema,
que por sí misma no supone mayor aptitud para resolverlo; depende-
rá, precisamente, de la capacidad real para abordarlo de la forma más
eficaz posible. Y cabe pensar que, la mayor parte de las veces, la com-
petencia será compartida, entre una instancia local y otra central. Tal
como reconoce Jonathon Porritt, la escala apropiada significa que de-
bemos pensar tanto en lo pequeño como en lo grande al mismo tiem-
po 64. Habida cuenta de la naturaleza de los problemas medioambien-
tales y de las exigencias de una política de sostenibilidad, el problema
principal al que se enfrenta toda organización descentralizada es el de
la coordinación entre las distintas comunidades, así como entre éstas y
el poder central.
En realidad, ésta es la única descentralización viable en una socie-
dad sostenible. La preferencia verde por la comunidad suele ignorar
alegremente las consecuencias que se derivan de una organización so-
ciopolítica descentralizada. Basta pensar en la necesidad de coordinar
distintos cuerpos políticos, en la complejidad técnica de una política
de sostenibilidad, en la incapacidad de un orden descentralizado para
abordar de un modo igualitario los problemas de redistribución o jus-
ticia social; y así sucesivamente.
La insistencia del ecologismo en la descentralización radical es el
producto de una contaminación ideológica. Y los problemas descritos
parecen inanes, sólo porque la armonía de las relaciones socionatura-
les se sigue espontáneamente de la implantación de un orden descen-
tralizado: querer es poder. En realidad, se trata de lo contrario. Aun-
que es cierto que la descentralización da a cada miembro de la
comunidad más control sobre las decisiones de la misma, cuanto más

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pequeña sea ésta menor será el impacto de sus decisiones sobre el re-
sultado final, con lo que se termina otorgando a la ciudadanía «más
poder sobre menos» 65. Más importante que la abstracta formula-
ción de una vocación descentralizadora es, en consecuencia, su apli-
cación práctica.
Y el principio de la escala adecuada apunta en la dirección correc-
ta, por tratarse de una reordenación racional de la competencia deci-
soria desde el punto de vista territorial y funcional, que atiende a la
naturaleza concreta del problema. Para su plasmación, lo importante
no es tanto elegir de modo general entre centralización y descentrali-
zación, sino decidir qué funciones deben ser centralizadas y cuáles
descentralizadas. Esta elección que no tiene por qué arrojar un saldo
favorable a la atribución de funciones a la comunidad, porque el ca-
rácter mismo de los problemas medioambientales puede provocar en
muchos casos que la escala adecuada sea la central. La importancia
del Estado para una política verde es, en realidad, mucho mayor de lo
que el ecologismo ha llegado nunca a aceptar.

II.5.2. La sociedad sostenible y el Estado

Ninguna política del medio ambiente puede formularse contra el Esta-


do. Y tampoco sin él. Existe una contradicción insalvable entre el pro-
pósito de alcanzar la sostenibilidad y el rechazo de la estructura esta-
tal. Aunque el liberalismo clásico recela del poder estatal, y por más
que la sociedad civil pueda contribuir decisivamente a la misma, los
medios necesarios para la puesta en marcha de una política de sosteni-
bilidad se encuentran en el carácter limitadamente intervencionista,
reformador, del Estado tardomoderno. Esta necesidad responde a in-
numerables razones.
Sólo el Estado puede operar como instancia capaz de coordinar
las relaciones entre distintos agentes y cuerpos sociales. Incluso la de-
fensa del principio de la escala adecuada presupone la existencia de
una autoridad estatal, ya que existen funciones que sólo puede asumir
un agente central. La crítica verde a la jerarquización estatalista no tie-
ne aquí sentido: si, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, la
decisión ha de corresponder al nivel mínimo requerido, lo que se tiene

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

en cuenta son las funciones y no las jerarquías, de modo que una co-
munidad local no se subordina al Estado, sino que forma parte del
mismo y ejerce en su seno funciones distintas. La naturaleza global de
los problemas medioambientales no hace sino abundar en la insufi-
ciencia de la solución descentralizadora, por cuanto no es posible su
tratamiento sin una perspectiva suprarregional y la acción multilateral
de los Estados nacionales. Sólo éstos permiten adoptar decisiones co-
lectivas legítimas en el marco de una política de sostenibilidad.
En este sentido, la gestión y el mantenimiento de la misma requie-
ren la dirección y coordinación del aparato estatal. Basta pensar en la
arquitectura jurídica necesaria en una sociedad sostenible: tanto el
control de las políticas públicas, como la penalización de los incum-
plimientos individuales y colectivos, corresponderá antes a la autori-
dad estatal que al conjunto de las autoridades locales. La sociedad sos-
tenible no es una sociedad virtuosa, pese a que los verdes desean que
lo sea. Otra incómoda realidad es la necesidad de burocracia, sistemá-
ticamente desatendida en el pensamiento verde. Su sola mención pa-
rece convocar los fantasmas de la rigidez tecnocrática, opuesta a la de-
seable espontaneidad con que todo parece funcionar en el modelo
comunitario. Sin embargo, es un componente necesario de la sosteni-
bilidad, toda vez que ésta no se agota en su condición normativa: a su
definición debe seguir un desarrollo administrativo sin el que su reali-
zación es impensable.
Sin embargo, hay dos aspectos de la política de sostenibilidad en los
que la función estatal es especialmente relevante: la definición colectiva
del principio de sostenibilidad y, posteriormente, su constante redefini-
ción pública. Puede decirse que el Estado constituye el marco dialógico
formal de la sostenibilidad. En palabras de John Barry: «el Estado es
una condición necesaria (aunque no suficiente) para la elaboración de
discursos de sostenibilidad en la esfera pública de las democracias libe-
rales modernas» 66. Y en consecuencia, debe proporcionar garantías le-
gales que faciliten los procesos deliberativos democráticos.
A pesar de algunas objeciones un tanto intempestivas, el conjunto
de la teoría política verde parece haber aceptado últimamente gran
parte de estos argumentos y que existen razones —democráticas y eco-
lógicas— para una aceptación de principio de la institución estatal.
Ahora bien, esta afirmación de la necesidad del Estado viene acompa-

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ñada del rechazo a su actual forma. Y ahora es el liberalismo del Estado


lo que incomoda al ecologismo, en la medida en que impide «el desa-
rrollo de una moralidad genuina y de las nociones asociadas de interés
colectivo» 67. Se asegura, en consecuencia, que el Estado verde sólo
puede ser posliberal. Ya hemos señalado, no obstante, cómo la política
verde debe ir en la dirección opuesta: hacia su reconciliación crítica con
el liberalismo. Esto merece un comentario más amplio.
Después de concluir melancólicamente la imposibilidad de su su-
presión, el ecologismo propone una transformación radical del Esta-
do: la conformación de un Estado verde. Sucede que no se pretende
con ello sino la subordinación del entero orden social al objetivo de la
sostenibilidad: el fantasma de la voluntad ecológica general. Y esto
plantea problemas para la democracia y para el liberalismo. En reali-
dad, la categoría de Estado verde sólo es aceptable como metáfora de
una mayor eficacia ecológica del sistema político estatal; la ecologiza-
ción total de la sociedad, en cambio, carece de toda legitimidad. Más
bien, se trata de transformar el Estado en la medida necesaria para el
cumplimiento de nuevas funciones relacionadas con la sostenibilidad.
En línea con las propuestas modernizadoras del Estado, éste ha de ser
razonablemente democratizado, para evitar que la vieja lógica admi-
nistrativa impida el cumplimiento de una lógica democrática necesa-
ria para la definición colectiva de la sostenibilidad. Naturalmente, la
completa apertura democrática de los procesos administrativos puede
provocar su ineficacia; cualquier democratización del Estado debe,
por ello, respetar ciertos límites.
Hay que tomar en consideración que a la elucidación democrática
de los principios generales de la sostenibilidad debe seguir un desa-
rrollo técnico de los mismos, dirigido por una racionalidad instrumen-
tal capaz de establecer los mejores medios para la realización de esos
fines. De esta manera, el Estado de una sociedad liberal verde no pue-
de ser, como se querría, el resultado de una «reprogramación ecológi-
ca del sistema político» 68; esto es, no es más que una variante del eco-
autoritarismo. La solución es otra: constituirse como un Estado más
versátil y flexible. Nada, en fin, que no exista ya en la reflexión teórica
general sobre el Estado, e incluso en la paulatina reforma del mismo.
Sus estructuras administrativas deberán ser capaces de adecuarse
relativamente a las decisiones que deban adoptarse y aplicarse, facili-

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tando el control y la participación ciudadanas. Por ejemplo, habrán de


arbitrarse los mecanismos necesarios para que los afectados por un
problema medioambiental tengan la información necesaria y puedan
participar eficazmente en el proceso de toma de decisiones. Será
igualmente un Estado consciente de no ser ya el centro de la política,
pese a que la proliferación de agentes legitimados para la discusión y
participación política no excluya la especial atención que debe prestar
al medio ambiente como bien colectivo. De hecho, la naturaleza mis-
ma de la sostenibilidad exige preservar aquella función estatal que
consiste en simbolizar y gestionar los intereses generales, o aquel inte-
rés colectivo que se sitúa por encima de los intereses particulares. La
sociedad sostenible concibe el Estado como el marco institucional ne-
cesario para la definición de la sostenibilidad y como la maquinaria
administrativa que coadyuva a su realización.

III. LA CONSTITUCIÓN DE LA DEMOCRACIA VERDE

Sólo como fruto de una ambición desmedida, o como reflejo de la


propensión académica a las etiquetas grandilocuentes, puede enten-
derse que la posibilidad misma de una democracia verde llegue siquie-
ra a plantearse, ya que el ecologismo, después de todo, no puede pre-
tender dar forma a la sociedad en una medida tal que la democracia
misma se adjetive con su nombre. Sin embargo, quizá no haya otra
forma de denominar aquel modelo de democracia que mejor pueda
servir al propósito de lograr conducir a la sociedad a la sostenibilidad
medioambiental. Esto no significará que la democracia tenga en la di-
mensión ecológica su dimensión central, mucho menos única, pero sí
que una democracia así constituida otorgará a la formulación colecti-
va de la sostenibilidad cierta preeminencia. La democracia verde no se
postula, en consecuencia, como una noción totalizadora, como suje-
ción de la democracia en general a su aspecto medioambiental particu-
lar; por el contrario, manifiesta la integración democrática del principio
de sostenibilidad en el sistema político.
Sucede que el modelo de democracia tradicionalmente defendido
por el ecologismo —como ya hemos visto al respecto de su fallida
apropiación de las instituciones liberales, la comunidad y el Estado—

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

responde a un programa moral y político necesitado de una profunda


renovación. Se ha repetido aquí que la política verde debe sustituir al
viejo ecologismo fundacional; de hecho, ya empieza a hacerlo. Y en
consecuencia, habrá que entender la constitución de la democracia
verde como constitución de una democracia liberal verde. Éste es el
fruto natural de la convergencia de ecologismo y liberalismo: una re-
definición del liberalismo a la luz de las nuevas demandas medioam-
bientales, coherente con el verdadero carácter de las relaciones socio-
naturales; y una renovación de la política verde capaz de dejar atrás su
vocación antisistema, para abrazar los principios democráticos libera-
les. Ahora bien, ¿cómo dar forma institucional a esta democracia libe-
ral verde?
Pues bien, durante la última década del pasado siglo, la teoría de-
mocrática experimentó un significativo desplazamiento en la direc-
ción de un modelo susceptible de oponerse normativamente al mode-
lo liberal dominante: la democracia deliberativa. Y en este modelo,
que parece hacer frente a las insuficiencias democráticas del liberalis-
mo, el ecologismo político cree haber encontrado también un reme-
dio para las insuficiencias ecológicas del liberalismo. Tal como señalan
Baber y Bartlett: «El movimiento en favor de la democracia deliberati-
va proviene de la creciente conciencia de que el liberalismo contem-
poráneo ha perdido su carácter democrático al tiempo que sacrificaba
su sostenibilidad ecológica» 69. La democracia deliberativa se convier-
te en el fundamento de la democracia verde.
Sin embargo, late aquí una sutil paradoja. Porque este desplaza-
miento teórico trae causa de la modernización del ecologismo políti-
co: la misma que subyace a su convergencia con el liberalismo, en una
ambigua relación que procura tanto la ecologización del liberalismo,
como la transformación del ecologismo en una dirección más liberal.
Ahora bien, puede afirmarse que la aceptación de la democracia como
medio para la realización del programa verde —con el consiguiente
rechazo de toda forma de cambio radical— constituye un avance no-
table por parte del ecologismo. Y, en este contexto, ¿no representa la
democracia deliberativa un vínculo con la política radical, tal como ha
sido tradicionalmente defendida por el ecologismo fundacional? En la
medida en que la democracia deliberativa plantea un desafío partici-
pativo a la democracia representativa, ¿no representa, para los verdes,

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

la última oportunidad de evitar la neutralización de su viejo núcleo de


valores, manteniendo vivo, en consecuencia, el choque con los valores
liberales dominantes?
Sea como fuere, la defensa de su pertinencia no siempre ha poseí-
do la coherencia deseable, en parte debido a un exceso de entusiasmo
acerca de su potencial validez. Y de ahí que la democracia deliberativa
haya terminado por convertirse en algo parecido a una solución imagi-
naria, tal es la facilidad con que el anuncio de sus virtudes ha oscurecido
la sospecha de sus flaquezas. Estas flaquezas corresponden tanto al mo-
delo deliberativo en sí mismo, como a la posterior adopción de este
modelo general por el ecologismo; es decir, a razones tanto democráti-
cas como verdes. Su utilidad para una democracia liberal verde debe
así ser cuidadosamente considerada. A tal propósito, se ofrece a conti-
nuación una síntesis de los fundamentos del modelo deliberativo, an-
tes de discutir su pertinencia desde el punto de vista verde.

III.1. La promesa de la democracia deliberativa

Basada en el procedimiento deliberativo como ideal de justificación


política, la concepción deliberativa de la democracia se proclama fun-
dada antes en la razón que en el poder: la legitimidad de la democracia
no deriva en ella del principio de la mayoría o de la soberanía popular,
sino que la justificación del ejercicio del poder político procede sobre
la base de un libre razonamiento público entre ciudadanos libres e
iguales, debidamente institucionalizado. Naturalmente, deliberar es
participar; la democracia deliberativa es una concreción del ideal de-
mocrático-participativo. Ni el voto ni la agregación de intereses ni el
autogobierno constituyen la esencia de la democracia, viene a soste-
nerse, sino la deliberación misma como procedimiento de decisión.
Para muchos de sus proponentes, el giro deliberativo en la teoría de-
mocrática representaría una renovación del compromiso con su au-
tenticidad, con el grado en que el control democrático es sustantivo y
no simbólico.
No obstante, la democracia deliberativa no surge del vacío, sino
que pertenece a una tradición. La democracia ateniense, con la igual-
dad y libertad de palabra constitutiva de la misma; el rechazo de los

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mandatos imperativos defendido por parte de los delegados en las


asambleas constituyentes americana y francesa; la defensa de la deli-
beración a partir de la esencial falibilidad humana desarrollada por
Stuart Mill; o la teoría de un John Dewey, son algunos antecedentes
históricos del actual modelo deliberativo. Más recientemente, la teoría
de la acción comunicativa de Jürgen Habermas está, sin duda, en el
origen de un movimiento teórico en el que destacan las aportaciones
seminales de Bernard Manin, Joshua Cohen y John Dryzek. La litera-
tura en torno a la misma ha experimentado en los últimos años un cre-
cimiento incesante, que no excluye la aparición de algunas voces críti-
cas. ¿Cuáles son, en todo caso, los rasgos principales de este modelo
de democracia?
La democracia deliberativa se asienta en la legitimación procedi-
mental que proporciona una forma colectiva de toma de decisiones.
Es la igual participación de los ciudadanos en una deliberación orien-
tada públicamente, con fuerza vinculante, la que justifica y dota de le-
gitimidad a las decisiones. Y aunque son muchas las definiciones que
pueden encontrarse de la misma, la mayoría coincide en señalar un
elemento democrático, que exige que la adopción colectiva de decisio-
nes incluya la participación de todos los afectados por la decisión o
sus representantes, y un elemento deliberativo, que establece la argu-
mentación racional e imparcial como criterio para la decisión política;
igualdad y racionalidad son así condición del procedimiento, pero
también de la legitimidad. La democracia es concebida como un diá-
logo intersubjetivo entre ciudadanos libres e iguales, que se definen
por su igual capacidad para la participación política y para el debate
público; capacidad que resulta de su igual competencia político-mo-
ral, no de sus destrezas técnicas ni habilidad estratégica. Se da por
sentado, en línea con el republicanismo clásico, que los ciudadanos
querrán participar en el debate y la toma de decisiones.
En este sentido, la deliberación adopta inicialmente un carácter
instrumental en relación con el funcionamiento y los resultados del
proceso político conducido con arreglo a la misma. La generalización
de una política deliberativa debe dar lugar a un orden político más ra-
cional y provocar un incremento de la justicia de las leyes e institucio-
nes sociales. Y ello, porque la toma de decisiones presupone un uso
público de la razón, que fomenta la comprensión ciudadana de la so-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ciedad y los principios que la regulan. La deliberación mejora, en sí


misma, la calidad de las decisiones. Así, en condiciones de escasez de
recursos, la legitimidad que la deliberación proporciona a la decisión
es especialmente valiosa, habida cuenta de la imposibilidad de tomar
decisiones que satisfagan a todos. Sin embargo, la deliberación está le-
jos de poseer únicamente un valor instrumental; posee también el va-
lor añadido de subordinar permanentemente la decisión al debate. Y,
por ese camino, el valor de remediar el desacuerdo moral propio de
las sociedades complejas y dar forma a la comunidad a través de una
política definida en términos de razón y diálogo 70.
Esto remite a un aspecto central al modelo deliberativo, que es la
posibilidad de que las preferencias individuales sean transformadas en
el curso de la deliberación. La fuente de la legitimidad no es la volun-
tad predeterminada de los individuos, sino la deliberación misma, que
se constituye en proceso de formación de sus preferencias. Se trata del
rasgo de la democracia deliberativa que más claramente está llamado a
diferenciarlo del modelo agregativo de decisión colectiva: su concep-
ción y tratamiento de las preferencias individuales y de su interacción
en el marco institucional. La decisión legítima no es una expresión de
la voluntad general, sino el producto de la deliberación colectiva.
Sólo la disposición de los individuos a modificar sus posiciones hace
posible el encuentro de los mismos en el terreno —revelado por la ra-
zón a través del diálogo— del bien común. Y así, en lugar de prefe-
rencias formadas en el ámbito privado, que sólo son incorporadas al
proceso de decisión colectiva con una intención estratégica y no se so-
meten a una efectiva interacción con las del resto de los agentes, la teoría
deliberativa promueve la discusión y transformación de las preferen-
cias individuales, mediante su traducción al lenguaje público en el
proceso deliberativo y su sometimiento al debate y confrontación per-
suasiva con las demás.
No es que el objetivo de la deliberación sea en sí mismo la modifi-
cación de las preferencias, por serlo más bien la toma de decisiones co-
lectivas. Sin embargo, el propio razonamiento público de las mismas
puede ayudar a depurar el conjunto de las que tienen relevancia políti-
ca, por la sencilla razón de que son modeladas y aun formadas en el
proceso de deliberación pública. Naturalmente, la premisa de esta ar-
gumentación es que el ciudadano adopte una perspectiva pública, es

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

decir, que se comporte como un ciudadano informado y participativo,


no como un mero agregador de preferencias. Esto es mucho suponer,
porque el comportamiento de los ciudadanos reales no se correspon-
de en absoluto con el del ciudadano ideal de los teóricos de la demo-
cracia deliberativa; pero supongámoslo. En todo caso, el propio mar-
co institucional deliberativo constreñiría a los participantes en un
sentido favorable al interés general, porque evitaría indirectamente la
adopción de decisiones basadas en el interés privado de los mismos.
Puede afirmarse por eso que la democracia deliberativa propende a la
moralización de las preferencias 71. Y de ahí que resulte tan atractiva
para aquellos que se apartan del neutralismo liberal y defienden una
concepción moral sustantiva, como el ecologismo. Porque se trata de
un modelo de democracia que inscribe el razonamiento moral en el
corazón de la política.
Sin embargo, eso no subordina —ni reduce— la política a la mo-
ral. No hay que olvidar que el objeto del proceso deliberativo es la
toma colectiva de decisiones. Así, la necesidad de introducir meca-
nismos de voto en el marco deliberativo supone el reconocimiento de
los límites de la política consensual; o, lo que es igual, aceptar que el
consenso no siempre es posible y la decisión, en cambio, es siempre
necesaria. En principio, esto no desnaturaliza a la democracia delibe-
rativa; tan sólo rinde tributo a su orientación política en un marco ins-
titucional: en el contexto democrático, la deliberación no puede
constituir una mera conversación, sino que debe ser, ante todo, deci-
sión. La argumentación y el debate son así, en un sentido no peyorati-
vo, preliminares al voto que soluciona el conflicto en ausencia de con-
senso.
Ahora bien, ¿es la democracia deliberativa tan intachable como
parece? La idealización del procedimiento deliberativo y del compor-
tamiento ciudadano en el mismo son, desde luego, patentes. Numero-
sos aspectos del modelo deliberativo de democracia son susceptibles
de crítica, a distintos niveles, y la mayor parte de las que se formulan
vienen a reflejar la distancia entre el ideal deliberativo y la realidad,
humana y social, sobre la que está llamado a proyectarse. Se expresan
así dudas acerca de la verdadera utilidad política de la deliberación,
vale decir, acerca de la medida en que el desacuerdo moral puede ser
remediado mediante la deliberación. Y con ello no se expresa sino la

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tensión existente entre la racionalidad discursiva demandada a los


participantes en el proceso deliberativo y sus modos reales de razona-
miento. Se trata, en suma, de la insalvable distancia entre la teoría y la
realidad.
Estas lagunas teóricas han llevado a afirmar que la deliberación,
más que un procedimiento para la toma de decisiones, debe concebir-
se como un método informador de las mismas, aplicable al nivel de la
formulación y justificación de las políticas y principios constituciona-
les. La democracia, viene a señalarse, no puede limitarse a ser única-
mente deliberación: requiere igualmente estructuras constitucionales,
organizaciones formales, mecanismos agregativos; los partidos polí-
ticos, por ejemplo, no son siquiera mencionados en la teoría delibe-
rativa. La deliberación ocuparía así un importante papel en la política
democrática, pero no un papel propio, sino dependiente de otras acti-
vidades a las que ni constituye ni controla. A esto hay que añadir la re-
sistencia previsible que mostrará una ciudadanía acostumbrada a una
comprensión liberal de la política, entendida como tarea de unos re-
presentantes que, con su labor, proporcionan a la ciudadanía el tiem-
po y la tranquilidad psicológica necesarias para la persecución de sus
intereses privados. Habría que cuestionar así el «dogma romántico»
del atractivo natural de la participación, dadas las demandas que im-
pone a los ciudadanos en términos de tiempo y ocupación personal; y
proceder a una condigna defensa de la desacreditada democracia re-
presentativa 72.
En cualquier caso, es preciso indicar que la teoría deliberativa está
lejos de ser ingenuamente utópica acerca de las cualidades de la parti-
cipación y la disposición ciudadana a abrazarla: la política deliberativa
será realista o no será. No supone ésta la sujeción de todos los proce-
sos políticos a debate público, ni el desmantelamiento de toda forma
institucional representativa en beneficio de una radical descentraliza-
ción participativa. Porque el objetivo no es convertir en deliberativas
todas las actividades políticas, sino evaluarlas a partir de los principios
deliberativos. La mejor teoría deliberativa es consciente de sus pro-
pias limitaciones y admite numerosas variables institucionales; es una
corrección del modelo liberal, no su superación.
Más aún, los teóricos de la democracia deliberativa no niegan la
existencia de una dimensión deliberativa en las prácticas democráti-

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cas existentes. Su fuerza como ideal contrafáctico residiría en propor-


cionar un importante punto de referencia desde el que desenmascarar
las relaciones de poder que haya, identificar asuntos excluidos de la
agenda pública y distinguir el verdadero interés público de los meros
intereses privados; más que una utopía proyectada en el futuro, es un
medio para la mejora de las prácticas deliberativas actualmente exis-
tentes 73. Y es esta misma óptica normativa la que permite señalar la
presencia de una dimensión deliberativa en la democracia liberal, así
como para establecer la necesaria diferenciación entre ambas concep-
ciones de la democracia, representativa y deliberativa, en modo algu-
no tan alejadas como normalmente se pretende.

III.2. La defensa verde de la democracia deliberativa

La democratización de la teoría política verde ha tenido lugar, desde


el principio, bajo el signo de la democracia deliberativa. Es en la de-
fensa de la misma donde ha venido expresándose la reflexión crítica
sobre los principios del ecologismo fundacional, como distanciamien-
to respecto de la simplista afirmación del modelo participativo. La
pregunta acerca del tipo de democracia más adecuada para la realiza-
ción de la política verde parece así encontrar una respuesta unívoca,
aunque a veces imprecisa: alguna clase de democracia deliberativa.
Este giro deliberativo es paralelo al de la teoría de la democracia, esto
es, forma parte de un movimiento más amplio.
En todo caso, no buscamos una justificación democrática de la de-
mocracia deliberativa, que puede encontrarse fuera de la teoría verde,
sino una justificación verde de su pertinencia. Se exponen y discuten a
continuación los argumentos que pueden reunirse en favor de la de-
mocracia deliberativa desde una perspectiva verde. Coexisten aquí
problemas generales de la democracia deliberativa con aquellos que
derivan específicamente de la aproximación verde a la deliberación, la
mayor parte de los cuales resultan del choque entre el consecuencia-
lismo más o menos latente aún en parte del ecologismo y el procedi-
mentalismo que no asegura la consecución de ningún resultado pre-
fijado.

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1. Los valores verdes emergerán más fácilmente en un contexto


deliberativo. Éste es el argumento pragmático-epistemológico, según
el cual la naturaleza abierta del procedimiento deliberativo vendría a
suprimir las distorsiones del proceso político liberal y a procurar la
emergencia de los valores verdes, debido a su atractivo racional. Su
premisa es que la deliberación enriquece el limitado punto de vista
inicial de los participantes, que hacen buen uso del conocimiento, las
experiencias y capacidades de los demás. La democracia discursiva se
hallaría intrínsecamente abierta al tipo de razonamiento ético que
abunda en el pensamiento verde. De esta forma, la deliberación ejer-
cería una función liberadora de preocupaciones medioambientales
que, pese a ser poderosas, suelen permanecer latentes. De hecho,
aquellas posiciones que se orientan hacia la preservación de la integri-
dad ecológica estarían mejor situadas en la habermasiana «situación
ideal de habla», como un obvio y generalizable interés, del que depende
la propia supervivencia humana. Se invoca así la naturaleza precondicio-
nal del medio ambiente. Y la presunción de que la mayor razonabilidad
del marco deliberativo conducirá a la aceptación de la protección me-
dioambiental, una vez que se reconozca la dependencia humana de la
misma. Sin embargo, esa protección del medio ambiente no deja de
ser un interés que, una vez admitido, habrá de ser discutido junto a
otros intereses.
Esta inevitable limitación afecta a todos los valores verdes en el
marco deliberativo. La prioridad que les concede el ecologismo no es
diferente de la que conceden otros participantes a sus propias concep-
ciones del bien. No hay garantía alguna de que los valores ecológicos
hayan de ser abrazados como resultado de conversaciones libres e
iguales, porque ese mismo proceso puede también conducir a su rele-
gación. Y puede decirse que esta cautela empieza a ser usual en el últi-
mo pensamiento verde. En lugar de preguntarse cómo es posible que
los valores verdes no sean adoptados, hay que preguntarse por qué ha-
brían de serlo. No obstante, es cierto que la naturaleza misma de la de-
liberación incrementa la posibilidad de que esos valores sean conside-
rados y racionalmente sopesados; de manera que la democracia
deliberativa es, en principio, un marco más favorable para su acepta-
ción social.

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

A) Primer excursus: el problema de las preferencias. Este extendi-


do argumento se basa en la premisa de que el modelo deliberativo va
más allá de la agregación de preferencias, para fomentar su interacción
y transformación en el curso de la deliberación. Pero no es una presun-
ción exenta de problemas. Su carácter normativo es innegable: los teó-
ricos deliberativos esperan que esa transformación tenga lugar, pero
acaso la hayan dado por hecha demasiado fácilmente. Toda defensa de
la deliberación democrática debería prestar atención al conocimiento
actual sobre razonamiento práctico y motivación política: no es razo-
nable esperar que los ciudadanos modifiquen masivamente sus prefe-
rencias mediante la deliberación. Acaso los ciudadanos debieran abrir
sus preferencias a un proceso de comparación, discusión y —si la eva-
luación racional así lo aconseja— transformación. Sin embargo, no es
seguro que lo hagan.
Además, no puede descartarse la posibilidad de que el conflicto
entre las distintas preferencias subjetivas sea reproducido en el marco
deliberativo, dificultando así la consecución del consenso 74. Esto no
es necesariamente un problema, por cuanto la necesidad de alcanzar
un acuerdo y la práctica imposibilidad de continuar indefinidamente
el debate demandan la existencia de una votación en el procedimiento
deliberativo. Más problemática es la posible resistencia de los ciuda-
danos a exponer realmente sus preferencias al debate y la interacción;
contra eso, sólo puede confiarse tímidamente en el potencial educati-
vo del proceso de deliberación.
Diferente es el problema que representa el contexto social e insti-
tucional en el que emergen esas preferencias. Éstas no vienen espontá-
neamente dadas en cada individuo, sino que responden a unas condi-
ciones sociales si no determinantes, sí influyentes en su formación.
Pues bien, el origen contextual de unas preferencias incorporadas
después al proceso deliberativo remite a una de las «patologías de la
deliberación» descritas por Susan Stokes: las preferencias induci-
das 75. Según esta vieja sospecha, los ciudadanos nunca serían cons-
cientes de sus propias elecciones, impuestas sobre ellos desde arriba y
predeterminadas en aquellos discursos sociales que los sujetos adop-
tan, ignorando su verdadero ser. La indiferencia hacia los bienes eco-
lógicos sería una prueba de esta contaminación exógena. Sin embar-
go, la inducción de preferencias puede tener lugar en cualquier

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momento y en cualquier dirección; el proceso de su formación es más


flexible y caprichoso de lo que suele suponerse en esta clase de crítica.
Deberíamos poder esperar que ciudadanos bien informados, inmer-
sos en procesos de deliberación pública, sean capaces de reflexionar
sobre la naturaleza y el origen de sus propias preferencias. Más aún,
¿no debería carecer de importancia que una preferencia incorporada
al proceso deliberativo sea auténtica o inducida, cuando es dentro de
ese proceso donde tiene lugar su traducción al lenguaje público? Tal
vez la deliberación no posee tanta potencia transformadora como se
ha venido suponiendo y no puedan depositarse tantas expectativas en
su capacidad de resolución de conflictos.

2. El carácter inclusivo de la democracia deliberativa hace posible


la incorporación al proceso democrático de actores y voces tradicional-
mente excluidos. El principio de igualdad supone que, en el curso del
proceso deliberativo, todos tienen las mismas oportunidades de ser oí-
dos. Se pretende con ello multiplicar el número de puntos de vista y la
diversidad de los argumentos, de manera que se incluye en el proceso
político a actores e intereses subrepresentados o minusvalorados por
el liberalismo. Esta inclusividad del procedimiento deliberativo, a jui-
cio de la inevitable Robyn Eckersley, debe promover un «pensamiento
extendido» capaz de incorporar a la deliberación los intereses del
mundo natural, mediante la «representación imaginativa» de las situa-
ciones y perspectivas de los demás, en el proceso de formular, defen-
der o discutir las normas colectivas propuestas 76. Desde este punto de
vista, la considerabilidad moral del mundo natural no resulta de su
competencia lingüística, sino de su capacidad para autogobernarse,
que reclama que su incapacidad para la comunicación sea comple-
mentada por individuos que interioricen los intereses de la naturaleza.
La democracia discursiva no sólo permite la representación vicaria de
agentes subrepresentados, sino que de hecho insiste en ella.
Naturalmente, esta representación vicaria encuentra un vehículo
más adecuado en un modelo de democracia que no restringe por ade-
lantado ni los asuntos que se vayan a debatir ni los actores participan-
tes. Cuanto mayor sea el número de personas que toman parte en el
debate, mayores serán las posibilidades de que alguna de ellas sea ca-
paz de hacer suyos los intereses ecológicos: una lógica de acumula-

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

ción. La democracia discursiva crea así una situación en la que esos in-
tereses, inicialmente distantes, son escuchados y por ello tomados en
cuenta; los participantes se ven forzados a sopesar las consecuencias
de sus decisiones sobre la comunidad social y ecológica. Sin embargo,
el argumento vuelve a verse debilitado por el carácter impredecible
del debate y sus posibles resultados: escuchar no es dar peso. La inclu-
sión de intereses y voces previamente excluidos del proceso político
no conduce a la automática aceptación de sus intereses, ni siquiera en
un marco institucional más favorable.
La naturaleza inclusiva de la democracia deliberativa conllevaría
también la ampliación de la comunidad política, mediante la incorpo-
ración del mundo natural a la misma. Para ello, sería necesario exten-
der la racionalidad comunicativa a aquellas entidades capaces de ac-
tuar como agentes morales, a pesar de carecer la autoconciencia
propia de la subjetividad. Es decir, que si reconocemos a la naturaleza
como interlocutora, garantizamos el respeto a la misma, una vez que
tratemos sus signos con el mismo respeto con que tratamos los que pro-
vienen del hombre. Y aunque, naturalmente, la comunicación verbal
no puede extenderse al mundo natural, las formas no verbales de co-
municación pueden ser más que suficientes, sobre todo si el proceso
deliberativo presta tanta atención al silencio como a la palabra. ¿Es
esto ir demasiado lejos? Desde luego, estos signos naturales son perci-
bidos e interpretados por el hombre, y discutidos también por éste
cuando se incorporan al marco deliberativo: la voz de la naturaleza es,
en sí misma, una alucinación humana. Harán falta así representantes
humanos del mundo natural, dentro del proceso deliberativo. La falta
de un lenguaje común supone el establecimiento de una inevitable
distancia respecto de la naturaleza y los animales; es el hombre quien
da significado al silencio de la naturaleza. Tal como escribió Paul Va-
léry: «Existe siempre una suposición que da sentido al lenguaje más
extraño» 77. La mediación humana no opera aquí como una mera
transmisión de información, sino que en gran medida produce un con-
junto de valoraciones que serán después objeto de deliberación; la
mediación no es sólo inevitable, sino también decisiva. Porque, en los
términos de Niklas Luhmann, el sistema social no puede comunicarse
con el sistema natural: tan sólo es posible la comunicación dentro del
sistema social, acerca del sistema natural 78. La democracia, como prác-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

tica discursiva, es inexorablemente humana. De hecho, este énfasis en


la comunicación, por encima de la deliberación, apunta a otros pro-
blemas del modelo deliberativo.

B) Segundo excursus: deliberación, exclusión, decisión. Contra su


mismo fundamento, la democracia deliberativa contiene un fuerte po-
tencial excluyente. Y paradójicamente, debido a la práctica que cons-
tituye su mismo centro: la deliberación. Deliberar es elaborar argu-
mentos, defenderlos mediante la palabra, persuadir de su bondad por
medio de la retórica, comprender los argumentos de los demás y juz-
garlos a la luz de los propios, además de poseer un entendimiento su-
ficiente de los asuntos públicos. No es, en fin, comunicación, sino algo
distinto. ¿No puede ser, entonces, que no todos los ciudadanos tengan
la misma capacidad para aplicar estos principios? Puede ser; y así es.
Efectivamente, si se privilegia la argumentación racional, la deli-
beración parece adoptar un carácter elitista, excluyente, que penaliza
a quienes tienen menor capacidad para expresarse argumentativa-
mente, o a quienes no poseen información suficiente. La crítica femi-
nista de Iris Marion Young señala que esto no hace sino reintroducir
el poder en el debate democrático: «deliberación es competición» 79.
Pero la solución no es, como esta misma crítica sugiere en convergen-
cia con los planteamientos de los teóricos verdes, reforzar la inclusión
y flexibilizar las reglas del juego argumentativo para hacer posible una
auténtica comunicación más allá de la deliberación, aceptando formas
alternativas de comunicación: la bienvenida, la narración de historias,
la retórica o el testimonio. Debilitar la deliberación a costa de la co-
municación supone sacrificar verosimilitud del proceso de decisión.
Es así conveniente establecer una distinción entre la deliberación
—orientada a la decisión en el marco de las instituciones políticas— y
la comunicación informal dentro de las distintas esferas sociales. La
deliberación es comunicación, pero también algo más: argumentación,
justificación, decisión. Aunque estos modos suplementarios de comu-
nicación pueden tener su lugar dentro del proceso informal de comuni-
cación diaria entre individuos que comparten una esfera vital, no pue-
den convertirse en elementos del lenguaje público en una democracia.
Sus instituciones requieren la articulación de sus acciones y políticas
por medio de un lenguaje discursivo, capaz de apelar a razones públi-

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camente aceptadas y comúnmente compartidas. La argumentación es


el medio de expresión característico del debate político, en tanto éste
es, sobre todo, una disputa en torno a normas o valores en conflicto
cuya validez no puede ser demostrada, sino sólo justificada 80. Y las ins-
tituciones procesan y traducen esa comunicación informal, convirtién-
dola en lenguaje público mediante una gramática argumentativa, con
el fin de hacer posible la deliberación política y la consiguiente adop-
ción de decisiones.
Y aquí, se plantea un problema más profundo de lo que parece,
que afecta al conjunto de la teoría deliberativa. Ya que, ¿cómo puede
respetarse el principio de igualdad cuando no todos los participantes
tienen la misma capacidad para influir en el resultado del proceso de
decisión? Efectivamente, una deliberación igual para todos no sólo
debería garantizarles la oportunidad de expresar los propios argumen-
tos, sino también algo que no puede en modo alguno garantizarse:
igual autoridad epistemológica para su formulación racional, de for-
ma que todos tengan la misma capacidad cognitiva para convencer a
los demás y no partan en desventaja desde el principio debido a sus in-
capacidades retóricas 81. Se trata de un problema no resuelto en la teo-
ría deliberativa, que encuentra un alarmante correlato en otros dos
problemas derivados de la humanidad misma de la ciudadanía: la falta
de disposición para el debate político y la falta de información que pa-
dece la mayoría de la opinión pública.
Normalmente, se contesta a esto que una educación política dis-
tinta, en un diferente contexto, produciría otra clase de ciudadanía,
más informada y más inclinada a tomar parte en los asuntos públicos.
Se trata de un formidable y dudoso condicional, que tampoco llega a
resolver el problema de la competencia cognitiva: ¿cómo pueden con-
siderarse legítimos los resultados de un debate en el que unos indivi-
duos dominan a otros mediante la retórica y la capacidad persuasiva?
En un marco representativo, las decisiones son adoptadas por indivi-
duos previamente elegidos, en posesión de similar autoridad episte-
mológica: las desiguales capacidades retóricas de los ciudadanos no se
verían reflejadas en sus representantes. Si la deliberación es restringi-
da a un contexto representativo, quizá este problema pueda, si no su-
primirse, al menos atenuarse.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

3. La democracia deliberativa es el diseño institucional más ade-


cuado para la realización de la ciudadanía ecológica. Ya hemos visto que
la teoría verde ha prestado atención en los últimos años a conceptos
políticos tradicionales, con objeto de reinterpretarlos desde un punto
de vista ecológico y avanzar hacia una sociedad sostenible. La ecologi-
zación de las instituciones de la democracia liberal —derechos, repre-
sentación, ciudadanía— equivaldría a la ecologización de la sociedad
liberal. También se ha apuntado que la ciudadanía presenta un interés
especial, por situarse entre los individuos y el Estado. La sostenibili-
dad tiene que ver con ambos, ya que la gestión estatal tiene que apo-
yarse en la participación ciudadana. Sin embargo, esta última no pue-
de limitarse sólo a la cooperación en la aplicación de las políticas
ambientales: la sostenibilidad es un concepto normativo que debe so-
meterse a definición pública y democrática, en lugar de constituirse
ideológica o técnicamente. En consecuencia, el reforzamiento de la
ciudadanía es condigno al reconocimiento de algo que el ecologismo
fundacional nunca alcanzó a comprender: que la sostenibilidad y la
reformulación de las relaciones socioambientales son asuntos políticos
antes que morales 82.
Bien, ¿cómo se relacionan la ciudadanía ecológica y la democracia
deliberativa? Es sencillo. La condición normativa de la sostenibilidad
exige la creación de marcos democráticos de deliberación y decisión
acerca de problemas cuya incertidumbre impida la simple aplicación
de soluciones técnicas. Las instituciones deliberativas, en fin, parecen
ser el diseño político más adecuado para la realización de la ciudada-
nía ecológica. Naturalmente, aquí se hace imprescindible una concep-
ción activa de la ciudadanía, en la que las experiencias y los juicios de
los ciudadanos se incorporen al dominio público, para su intercambio
y mutua comprensión. La ciudadanía ecológica no puede existir sin
política deliberativa. Y la política verde no puede lograr la sostenibili-
dad sin ninguna de las dos, porque de ambas depende el debido reco-
nocimiento de su condición normativa. ¿Un círculo virtuoso?

C) Tercer excursus: los límites de la ciudadanía ecológica. No tan-


to. Ya se han tratado los problemas que plantea la institucionalización
de la ciudadanía ecológica y el subsiguiente conflicto entre deberes le-
gales y deberes morales hacia el mundo natural. Es conveniente recor-

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darlos ahora, a la luz de la conexión entre ciudadanía ecológica y de-


mocracia deliberativa. Porque, precisamente, es esta dimensión de la
ciudadanía ecológica que tiene que ver con el énfasis en los deberes y
las responsabilidades la que plantea más dificultades de ajuste con la
política deliberativa. Este conjunto de responsabilidades ciudadanas
hacia el mundo natural excluye toda reciprocidad y escapa a la lógica
contractual; lo mismo ocurre con los deberes hacia las generaciones
futuras. No podemos esperar nada a cambio del cumplimiento de esos
deberes de cuidado; al menos, nada cuantificable. Mientras estas res-
ponsabilidades no adopten una forma legal, como parte de las políti-
cas públicas ambientales, su asunción por parte de los ciudadanos
sólo podrá adoptar una forma moral. Y la resultante moralización de
la ciudadanía plantea algunos problemas para su institucionalización
a través de la deliberación.
Sin duda, el núcleo del problema es que esta dimensión de la ciu-
dadanía ecológica no puede incorporarse directamente a las institu-
ciones deliberativas. El espacio natural de los deberes morales hacia la
naturaleza está fuera del sistema político —precisamente, en el siste-
ma moral—. Los procedimientos deliberativos sólo pueden incluir
aquel aspecto de la ciudadanía ecológica relacionado con la definición
e implementación de la sostenibilidad. Ni siquiera las responsabilida-
des legales propias de la práctica de la sostenibilidad —esto es, el cuer-
po de obligaciones y responsabilidades que las políticas ambientales
imponen a los ciudadanos— tienen ya sitio en el proceso de delibera-
ción, del que, de hecho, son resultado. Su existencia deriva del hecho
de que la sostenibilidad requiere participación política y cooperación
ciudadana: la primera define los términos de la segunda. Los deberes
hacia el mundo natural no pueden concebirse como deberes de ciuda-
danía salvo que se generalice socialmente una concepción ecocéntrica
del bien; mientras tanto, deben seguir siendo elecciones morales indi-
viduales. Su naturaleza moral, prepolítica, no basta para traducirlos a
obligaciones legales.
Así pues, la dimensión ética de la ciudadanía ecológica no es una
razón para defender procedimientos deliberativos; esto es, no se trata
del vínculo correcto entre la política verde y la democracia deliberati-
va. Sin embargo, estos mismos procedimientos pueden servir como
un medio indirecto para la citada moralización de la ciudadanía verde.

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Si los ciudadanos defienden los intereses del mundo natural o las ge-
neraciones futuras, incorporándolos así al debate político, la delibera-
ción se convierte en una arena para la defensa pública de esas respon-
sabilidades. Y eso puede ser suficiente.

4. La democracia deliberativa es la mejor forma de combinar el


juicio experto y la participación ciudadana en los procesos de toma de de-
cisión. La sostenibilidad y los propios problemas medioambientales a
los que trata de someter a control presentan simultáneamente dos as-
pectos distintos, que deben ser adecuadamente comprendidos antes
de proceder a su articulación democrática. Por una parte, la sostenibi-
lidad posee carácter normativo, por cuanto no es posible predetermi-
nar ideológica ni científicamente su contenido, que debe más bien de-
finirse con arreglo a juicios de valor. Por otra, empero, toda definición
de sostenibilidad precisa de una aplicación técnica que sólo puede lle-
varse a término mediante la ciencia y la tecnología, que, a su vez, pro-
porcionan el conocimiento necesario para el adecuado entendimiento
de las relaciones socionaturales. Por consiguiente, es necesario encon-
trar un equilibrio entre la democratización de la sostenibilidad y la
aplicación de estándares técnicos a la toma de decisiones. Y la demo-
cracia deliberativa está llamada a procurarlo. Sus rasgos permiten,
efectivamente, una politización del riesgo ambiental que no minusva-
lora su dimensión técnica.
En todo caso, es importante recordar que la relación socionatural
es interna a la sociedad. O lo que es igual, que no se entabla entre una
sociedad interna y una naturaleza externa, sino entre aquélla y una na-
turaleza ya transformada en medio ambiente humano. Y si la sociedad
produce su medio ambiente, nuestros marcos institucionales y con-
textos cotidianos son esenciales para el establecimiento, la representa-
ción y la práctica de la relación socionatural, no una simple expresión
de la misma. De esta forma, cuando debatimos socialmente acerca de
los problemas medioambientales, no sólo los estamos revelando, sino
que de hecho en parte los construimos. ¿Cuál es la diferencia entre
este debate, desarrollado espontáneamente en la esfera social, y su ins-
titucionalización en procesos políticos de corte deliberativo? Bien, la
diferencia es el reconocimiento de la naturaleza política del riesgo am-
biental y su consiguiente democratización. En la medida en que nadie

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posee un conocimiento objetivo de la sostenibilidad, ni puede recla-


mar una solución definitiva para la misma, la participación enriquece
el proceso de producción social de conocimiento: todos deliberamos,
todos producimos; expertos y ciudadanos. La democracia deliberati-
va, que enfatiza la racionalidad comunicativa y una deliberación que
facilita la interacción entre los participantes, parece bien equipada
para contribuir a la definición social y la gestión de la sostenibilidad
medioambiental.

5. La democracia deliberativa produce decisiones más legítimas y


eficaces en torno a la sostenibilidad. A pesar de su apariencia fortuita,
los problemas medioambientales son un inevitable producto de la re-
lación social con el medio; su existencia remite a prácticas e institucio-
nes sociales. En ese sentido, la democratización de la sostenibilidad
debería inclinar a los ciudadanos a pensar que es posible controlarlos
y gestionarlos, esto es, tomar decisiones sobre ellos. Hay que tener en
cuenta que la complejidad y la diferenciación funcional de la socie-
dad, que están en el origen de la producción de riesgos ambientales,
incrementan la contingencia de toda acción social: cuanto mayor es el
número de posibilidades de acción, mayor es también la interdepen-
dencia del curso de acción elegido 83. La responsabilidad social se ex-
tiende así a todas las esferas; la incertidumbre es compartida social-
mente.
En este contexto, la introducción de una política deliberativa au-
menta la legitimidad de una decisión llamada, potencialmente, a reper-
cutir en todos los agentes sociales. Su mayor inclusividad, especialmente
en lo relativo a los afectados por un riesgo específico, disminuye los efec-
tos deslegitimadores de una decisión que finalmente resultara equivo-
cada. Aunque el discurso pueda contribuir a una reducción material
del riesgo, su función primaria es aquí redistribuir la responsabilidad,
vinculando a los miembros de la sociedad mediante relaciones suscep-
tibles de control recíproco. Que un riesgo ecológico se perciba o no
como tolerable depende, sobre todo, de que su distribución sea consi-
derada justa por los ciudadanos afectados. Los mecanismos delibera-
tivos facilitan, en principio, la justicia de esa distribución. Así pues, no
se trata de producir una decisión más eficaz, sino más legítima: la legi-
timidad es función de la corresponsabilidad.

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Sin embargo, la introducción de mecanismos deliberativos para la


definición y gestión de la sostenibilidad puede resultar no sólo en de-
cisiones más legítimas, sino también en mejores decisiones. La delibe-
ración sobre la sostenibilidad puede mejorar las decisiones resultantes
de varias formas. La flexibilidad del procedimiento permitirá a los
participantes corregir o adaptar sus propias decisiones a la vista de
circunstancias nuevas o sobrevenidas, del hallazgo de nueva informa-
ción o de la aportación de nuevos argumentos. Y esto es algo más que
probable tratándose de la sostenibilidad, de forma que el proceso de
aprendizaje en que consiste la identificación y gestión del riesgo eco-
lógico se ajusta bien a esa estructura institucional. Asimismo, la condi-
ción procesual de los riesgos, que difícilmente pueden concebirse
como actos cumplidos de una sola vez, exige de una forma política de
control susceptible de revisar el estatuto del riesgo cuando sea necesa-
rio; algo que la deliberación haría posible. La mayor racionalidad es
así un producto de la mayor legitimidad.

D) Cuarto excursus: deliberación y juicio experto. A pesar de las


posibilidades abiertas por las instituciones deliberativas, las relaciones
entre conocimiento experto, decisión democrática y participación
ciudadana no se resuelven fácilmente. Concurren aquí varios proble-
mas, con la misma causa: la profunda divergencia entre los discursos
técnico y profano. La legitimidad de la decisión puede verse socavada
en ausencia del juicio ciudadano, pero dejar a los expertos al margen
conduce a la ineficacia. Y si los ciudadanos han de aceptar juicios
científicos o técnicos sin ser capaces de evaluar su validez, ¿es eso
compatible con la autonomía individual y la política democrática? La
única respuesta posible parece ser la de que democracia y juicio ex-
perto sólo serán compatibles si se emplean mediaciones capaces de
aproximar los fundamentos técnicos de las decisiones a los ciudada-
nos que deben adoptarlas.
No obstante, para que los problemas científicos se abran a la par-
ticipación ciudadana, la ciencia misma debería ser concebida no como
una exploración objetiva de la realidad, sino como algo parecido a un
«discurso» subjetivo sobre algunos hechos. Ésta es, al menos, la posi-
ción habitualmente sostenida por los demócratas radicales y los ver-
des, quienes privan a los expertos de su especial estatus y subrayan el

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sustrato social e ideológico de la ciencia. Tanto el juicio ciudadano,


como el juicio experto, pasan a considerarse dependientes de juicios
de valor. Y la dicotomía entre el conocimiento científico y la democra-
cia participativa puede entonces ser reformulada: el diálogo entre la
ciudadanía, los políticos y los científicos sobre riesgos medioambien-
tales no es un obstáculo para una toma de decisiones basada en el co-
nocimiento, sino un medio para lograrla. De esta manera, la definición
democrática de la sostenibilidad y el control de los riesgos requiere de
una mayor participación, así como de mayores responsabilidades polí-
ticas. Los ciudadanos deben convertirse en activos participantes de un
discurso público sobre el riesgo, dado que las decisiones en torno a éste
sólo pueden adoptarse dentro de ese discurso. Dice Robyn Eckersley:
«todos aquellos potencialmente afectados por riesgos deberían tener
alguna oportunidad significativa de participar, o de ser representados
en la adopción de las decisiones o la definición de las políticas que ge-
neran tales riesgos» 84.
Esos afectados constituirían una suerte de comunidad de desti-
no, fundamentada en la común exposición a un riesgo. La formula-
ción de este principio inclusivo expresa el modo en que los riesgos de
la modernidad tardía inciden en el proceso político: demandan al
menos que quienes los padecen puedan hacer oír su voz. Y las formas
deliberativas, ciertamente, parecen ser las más adecuadas para cum-
plir este propósito. Pese a que los juicios experto y profano contribu-
yen a la construcción social del riesgo y la definición de la sostenibili-
dad, las relaciones entre estas dos formas de conocimiento pueden
ser estériles, si no existe una interacción adecuada entre ambas. Esta
divergencia puede ser conjurada por la democracia deliberativa, so-
bre todo en lo que se refiere a la comprensión ciudadana de los asun-
tos científicos.
Hay que preguntarse, sin embargo, si es verdaderamente plausi-
ble aproximar a los ciudadanos a la ciencia en beneficio de la democra-
cia y a través de la deliberación. Esta democratización de la ciencia se
plantea a la vez como un desafío a la ciencia abstracta y como la defen-
sa de una «ciencia participativa». Pero no es seguro que la sostenibili-
dad salga ganando si concebimos esta difusa ciencia cívica «como un
instrumento para destronar a la ciencia, o para privar al conocimiento
científico de la autoridad y legitimidad que le ha conferido la sociedad

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moderna» 85. En realidad, no está claro qué significa esta otra ciencia,
ni cuál es exactamente su utilidad: si es experiencia directa, no es cien-
cia; si es ciencia, no es distinta a la ciencia a la que se ataca. Todo este
terreno debe ser desbrozado.
Sobre todo, hay que entender que la democratización de la ciencia
no significa que las experiencias profanas puedan tener el mismo peso
que el juicio experto en el proceso de toma de decisiones. Hay que fijar
cuidadosamente los límites de la politización. Esto no supone desechar
el papel de la participación pública en los problemas científicos, pero sí
alertar sobre la necesidad de institucionalizarla de forma razonable.
Los llamamientos en favor de una ciencia participativa expresan, a me-
nudo, un optimismo exagerado en la voluntad y capacidad de los ciu-
dadanos para comprender asuntos complejos. Esta falla es decisiva: los
ciudadanos tienen que aceptar el juicio experto, porque no pueden su-
plirlo. A cambio, la ciencia debe estar más dispuesta a la rendición de
cuentas. Y los procesos de toma de decisión, así como la posterior apli-
cación de las políticas resultantes, han de ser más flexibles.
Desde luego, la sostenibilidad es un proceso de aprendizaje social,
que precisa de constante cooperación ciudadana. Es por eso necesaria
una mayor comprensión pública de la ciencia, pero no podemos aspi-
rar a mucho más. No hay una ciencia participativa que espera a ser des-
cubierta, por más que los verdes identifiquen cercanía con sabiduría;
en realidad, el conocimiento exige distancia. Y no conviene subestimar
la complejidad de las decisiones sobre riesgos ecológicos. De hecho, la
mayor racionalidad proporcionada por los procedimientos deliberati-
vos depende de un adecuado asesoramiento científico. Necesitamos así
un modelo de deliberación capaz de otorgar a cada tipo de conoci-
miento —profano y experto— su justa importancia, para obtener así
decisiones racionales y legítimas. La flexibilidad institucional de la de-
mocracia deliberativa debería poder ayudarnos a lograr ese equilibrio.

III.3. Sostenibilidad, representación y política deliberativa:


la constitución de la democracia liberal verde

La defensa verde de la democracia deliberativa es lo bastante consis-


tente para ser tomada en serio. Y constituye, de hecho, la aproxima-

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ción hegemónica a la democracia en el pensamiento verde contem-


poráneo: la democracia verde adopta la forma de la democracia deli-
berativa. No sólo por razones democráticas; abundan los argumentos
específicamente verdes en su favor. Sin embargo, quizá el ecologismo
haya depositado demasiadas esperanzas en la democracia deliberativa
como vehículo para la ecologización de la sociedad. Nada garantiza
que aquélla pueda procurar ésta; quizá se está pidiendo a la democra-
cia deliberativa, en fin, más de lo que puede dar.
Nos movemos en el marco de un problema conocido, esto es, la re-
lación del ecologismo con la democracia. Sucede que el conflicto que
se plantea entre la democracia como procedimiento y el ecologismo
como finalismo no desaparece sólo porque nos desplacemos hacia un
modelo democrático deliberativo. Es verdad que éste no es únicamen-
te un procedimiento, porque se asienta sobre un conjunto de valores
sustantivos: tolerancia, diálogo, igualdad. Pero su principal rasgo es la
legitimación procedimental de las decisiones. Y, aun suponiendo que
los ciudadanos se mostraran dispuestos a participar, nada garantiza su
inclinación por aquellas soluciones defendidas por el ecologismo: ciu-
dadanos activos y responsables podrían no compartir los valores ver-
des, o defender una versión devaluada de los mismos. Entonces, si la
democracia deliberativa no fuera un medio eficaz para la segura reali-
zación de los fines verdes, ¿seguiría siendo defendida con la misma
convicción? Aunque semejante enfoque instrumental no aparece ex-
plicitado en las posiciones verdes, subyace al conjunto de argumentos
ofrecido en favor del modelo deliberativo.
Esta sospecha, sin embargo, no hace justicia a la defensa verde de
la democracia deliberativa, sobre todo ahora que su teoría política
afronta una tardía revisión crítica. Hay que dar un margen de confian-
za a la nueva política verde. A fin de cuentas, el ecologismo sólo puede
asegurar su compromiso con la democracia, no el compromiso de la
democracia con el ecologismo. Y la teoría de la democracia no contie-
ne muchas alternativas para la difusión de los valores verdes dentro
del sistema institucional. Así pues, la politización de la naturaleza me-
diante la deliberación es la salida natural para el ecologismo, aunque
no posea garantía alguna de éxito. Eso es algo que los verdes deben
aceptar, aunque no les guste. La política de la naturaleza no puede es-
capar a la naturaleza de la política.

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Es posible, empero, encontrar un fundamento más firme para la


conexión entre política verde y democracia deliberativa. Y la sosteni-
bilidad está llamada a proporcionarlo. Esta fundamentación sólo pue-
de tener lugar en el marco de la convergencia —normativa e institu-
cional— de liberalismo y ecologismo. Es, por lo tanto, coherente con
todo lo expuesto hasta aquí. Las limitaciones intrínsecas al modelo deli-
berativo aconsejan, de hecho, una asimilación parcial de sus postulados.
La democracia verde no puede formularse directamente como una de-
mocracia deliberativa posliberal. Será, más bien, el resultado de una
prudente corrección deliberativa del modelo representativo: una demo-
cracia liberal verde.

III.3.1. Sostenibilidad normativa y deliberación pública

Aunque la consecución de la sostenibilidad es el principal objetivo de


la agenda verde, ya se ha señalado que el carácter normativo del prin-
cipio impide toda determinación previa de su contenido: es la socie-
dad la que debe decidir cómo ser sostenible. Ni la gestión tecnocráti-
ca ni el iluminismo naturalista pueden reclamar un monopolio
cognitivo sobre la sostenibilidad. La sostenibilidad debe entonces ser
democrática. Y esa democratización de la sostenibilidad es un ele-
mento imprescindible para la modernización de la política verde. Es
precisamente la concepción normativa de la sostenibilidad la que es-
tablece —finalmente— una conexión necesaria entre ecologismo y
democracia.
Que la sostenibilidad se defina como un principio normativo sig-
nifica que cumple la función de un ideal social regulativo. Su concre-
ción corresponde a distintos actores y esferas sociales, a través de un
complejo proceso de diálogo público, acción privada y evaluación téc-
nica. Nadie puede definirlo en solitario, a riesgo de incurrir en la más
completa ineficacia. De ahí que, como ocurre con la democracia mis-
ma, la sostenibilidad nunca pueda estar, en sentido propio, concluida:
como proceso de aprendizaje social, está permanentemente sujeta al
escrutinio y debate público. Pues bien, la mayor flexibilidad mostrada
por las instituciones deliberativas es especialmente útil para un debate
en el que participan diferentes esferas sociales y donde convergen dis-

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tintas clases de discurso. Se constituye así la deliberación en el medio


para la definición y gestión de la sostenibilidad.
Ahora bien, esto supone que es necesario crear marcos democráti-
cos de deliberación y decisión, donde la participación ciudadana haga
posible esa definición colectiva del principio de sostenibilidad. ¿Sig-
nifica esto que la representación no hace posible ese mismo objetivo?
En absoluto. Pero es conveniente explorar las posibilidades institu-
cionales de la deliberación, toda vez que ésta ha sido señalada como el
instrumento más adecuado para la realización de la dimensión política
de la ciudadanía ecológica. Es necesario, empero, extremar la cautela.
Para empezar, el diseño institucional de una democracia deliberativa
no es neutral respecto de la escala del espacio político: aquélla reclama
a la fuerza una comunitarización que haga funcionalmente posible la
celebración de un debate plausible. Sólo así puede respetarse la orien-
tación consensual de la deliberación. Hay constancia empírica de que
en los grupos pequeños la gente escucha a los demás e interioriza nue-
vas visiones de las cosas, a la vez que relativiza las propias, mientras
que en grupos mayores la cooperación disminuye y el acuerdo no es
tanto consensual como mayoritario. De forma que «este problema
puede ser un rasgo necesario de las instituciones deliberativas: la cua-
lidad de la deliberación requiere de foros pequeños, mientras que la
cualidad de la representación requiere de foros más amplios, con las
dos demandas empujando en direcciones opuestas» 86.
Robert Dahl expuso con claridad este dilema ya en la década de los
setenta. Si un asunto debe abordarse por una asociación democrática,
ésta debe ser la asociación más pequeña que pueda hacerlo satisfacto-
riamente, porque las democracias más pequeñas proporcionan más
oportunidades a los ciudadanos de participar eficazmente en las deci-
siones, al proveerles de mayor poder de decisión e influencia 87. Ahora
bien, esto reduce a su vez la dimensión del sistema político y, con ello,
el número y la calidad de los asuntos susceptibles de control ciudada-
no, así como las oportunidades de los individuos para desarrollar sus
habilidades privadas, necesarias para la solución racional de problemas
colectivos. Y el difícil equilibrio entre esas dos alternativas refleja las
complejas relaciones entre representación y deliberación.
Es fácil ver que, en lo tocante a la sostenibilidad, se produce inme-
diatamente un conflicto de escala. Los asuntos medioambientales nece-

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sitan de una escala grande, aparentemente incompatible con una demo-


cracia pequeña. Sin embargo, no se trata tanto de dar forma a una de-
mocracia pequeña, cuanto de institucionalizar un conjunto de comuni-
dades de decisión, que cumplen su función dentro de una democracia
más amplia. La democracia deliberativa verde se constituye así como
una red de comunidades discursivas vinculadas entre sí y conectadas, a
su vez, con instituciones representativas regidas por principios delibera-
tivos, necesarias para la coordinación política y funcional de las distintas
decisiones y sectores. Se plantea aquí, sin embargo, un problema que
afecta al entero diseño institucional de una democracia verde: la rela-
ción entre las esferas formal e informal de deliberación y decisión.
Ya se ha señalado que instituir alguna clase de democracia delibe-
rativa no supone necesariamente —realismo obliga— la completa
transformación de la sociedad en un marco institucional de delibera-
ción. Es verdad que el modelo deliberativo parece exigir, prima facie,
la extensión de los principios deliberativos al conjunto del cuerpo so-
cial. Pero el propio Habermas ha advertido contra una hinchazón in-
debida de la política deliberativa, para defender, en cambio, la necesa-
ria distinción entre la deliberación orientada a la decisión, regulada
por procedimientos democráticos, y los procesos informales de for-
mación de opinión en la esfera pública. Esta separación tiene una im-
portancia formidable; la sociedad liberal, de hecho, deja de serlo si se
la anula. Es verdad que, a través de diversos cauces, los actos cotidia-
nos de deliberación adoptan carácter político cuando se traducen en
opinión pública y ésta, a su vez, en poder administrativo. Pero esto no
significa la indiferenciación de las esferas formal e informal de delibe-
ración. Si bien la esfera pública permite ampliar el sistema deliberati-
vo, no deben olvidarse las sustanciales diferencias existentes entre una
deliberación que se orienta a la producción de decisiones vinculantes
y otra llamada a influir principalmente en el ámbito de las relaciones
privadas. Hay una mediación institucional que convierte la conversa-
ción en deliberación; y hay una ausencia de finalidad directa que pro-
duce el efecto contrario. Así,

los espacios públicos en el interior de los órganos parlamentarios están es-


tructurados predominantemente como contexto de justificación. Y no sólo
dependen de un trabajo administrativo previo y de un trabajo administrativo

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posterior, sino que dependen también del contexto de descubrimiento que re-
presenta un espacio público no regulado por procedimientos, es decir, el es-
pacio público del que es portador el público general que forman los ciuda-
danos 88.

Esta plástica distinción conceptual, no obstante, parece restringir


en exceso el número de espacios de descubrimiento en relación con los
espacios de justificación, en principio confinados en la esfera pública y
condenados a una suerte de circularidad expresiva, cuyos productos
espontáneos se transmiten al sistema formal de decisión mediante me-
canismos políticos pero no institucionales —esto es, como opinión
pública—. La preservación de los espacios informales de opinión es
compatible con una moderada extensión de los contextos de justifica-
ción, sobre todo si entendemos éstos como comunidades discursivas
que se relacionan entre sí y con niveles administrativos superiores a
través de representantes e instituciones encargados de la coordinación
de las decisiones. Se procede así a una relativa institucionalización del
debate ciudadano, sin merma para la necesaria autonomía de la esfera
pública.
Esta corrección del modelo liberal de democracia, sencillamente,
institucionaliza o fomenta la existencia de distintos modos de asocia-
ción, desde los partidos políticos, hasta los movimientos sociales o las
asociaciones voluntarias. Se trata de reconocer la pluralidad política
de la sociedad y las distintas formas a través de las cuales ésta presenta
sus intereses al sistema político. No es crear a la fuerza lo inexistente,
sino dar crédito a lo que ya existe:

Es a través de la red entrelazada de estas múltiples formas de asociaciones, re-


des y organizaciones, de donde resulta una anónima «conversación pública».
Es central al modelo de democracia deliberativa que privilegie una tal esfera
pública de redes mutuamente entrelazadas y superpuestas, así como asocia-
ciones de deliberación, discusión y argumentación 89.

Ciertamente, la descripción de la sociedad que resulta de esta


interpretación del modelo deliberativo de democracia no sólo no es in-
compatible con la forma de nuestras sociedades funcionalmente dife-
renciadas, sino que elucida principios y desarrolla lógicas ya implícitas

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en la práctica democrática existente. De lo que se trata, por tanto, es


de darles forma institucional, facilitando las prácticas deliberativas
mediante el fomento de las comunidades discursivas. Mediación, fo-
ros de ciudadanos aleatoriamente escogidos, iniciativa ciudadana y re-
feréndum, son algunos de los diseños institucionales en los que cabe
pensar a este respecto. Y su éxito o su fracaso no desestabilizarán al
conjunto del sistema representativo en cuyo interior operan, porque
no lo sustituyen, sino que lo complementan.
Así pues, no estamos ante una dinámica descentralizadora que
proceda a la delegación horizontal del poder de decisión: esto no es
una revolución asambleísta. Habida cuenta de la cantidad y variedad
de las posibles comunidades discursivas, una dinámica de ese tipo
sólo conduciría a una dispersión de la soberanía que, en lugar de faci-
litar la adopción de una decisión racional, la dificultaría notablemen-
te 90. No, de lo que se trata exactamente es de institucionalizar el de-
bate ciudadano y su interacción con el debate político formal, con el
fin de alcanzar una legitimidad en la decisión final que opera, por así
decirlo, como suma de legitimidades. Es en este punto donde debe
procederse, inversamente, a la corrección representativa de la demo-
cracia deliberativa.

III.3.2. Deliberación y representación en la democracia verde

Que la democracia verde propenda a constituirse como democracia


deliberativa en modo alguno significa que pueda hacerlo en oposición
a los principios e instituciones representativas; sobre todo, cuando la
propia teoría deliberativa todavía padece una notable falta de concre-
ción en su diseño institucional. En principio, la relación entre delibe-
ración y representación no es pacífica: existiría entre ambas una ten-
sión que deriva del hecho de que todo énfasis en la representación
puede socavar el ideal de una ciudadanía activa y la emergencia misma
de la deliberación democrática. De ahí que la necesidad de su combi-
nación parezca ir en detrimento de la radicalidad de los planteamien-
tos deliberativos, si se acepta el principio de que la democracia delibe-
rativa no cabe en la democracia representativa. Pero no es así, sino al
contrario.

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Ya se ha señalado que una extensión ilimitada de las instituciones


deliberativas no sirve a los fines que pretende alcanzar, por incurrir en
una hipertrofia que mina la autonomía de la esfera pública y priva al
sistema político de los instrumentos necesarios para aplicar una políti-
ca eficaz. La racionalidad funcional del sistema exige que la represen-
tación política cumpla un cometido esencial de coordinación y equili-
brio entre las comunidades discursivas y el poder administrativo. Sin
embargo, esta defensa de la deliberación frente a sus entusiastas supo-
ne también una defensa de la representación frente a sus críticos.
Efectivamente, se ha defendido ya la necesidad de procurar una con-
vergencia suficiente entre liberalismo y política verde. Y esta conver-
gencia encuentra razones adicionales en las —a menudo olvidadas—
virtudes de la democracia representativa, que no sólo constituye el
más adecuado marco general para el buen funcionamiento de los
principios deliberativos, sino que resulta ser el medio más convenien-
te para la aplicación del principio de sostenibilidad.
Difícilmente se sostiene ya la idea misma de que podamos consti-
tuir una democracia deliberativa de la que están ausentes las institucio-
nes representativas. Basta pensar en las comunidades discursivas antes
descritas: cada una de ellas, en definitiva, representa un espacio social
determinado, en cuyas deliberaciones formales no pueden participar
todos los ciudadanos que pertenecen a ellas, sino que más razonable-
mente lo hará una parte de ellos, en representación de los demás. Y es
razonable pensar que, a su vez, las decisiones o recomendaciones que
emanen de esas comunidades habrán de coordinarse con las del resto,
a través de representantes; lo mismo sucederá con la coordinación de
estas comunidades con los órganos administrativos y parlamentarios.
Sin menoscabo de la legitimidad, se resuelve así el problema de la orga-
nización institucional de la democracia deliberativa. De este modo, la
deliberación se formaliza así sobre una base representativa.
Esta formalización, sin embargo, no se limita a las instituciones re-
presentativas existentes. A fin de cuentas, éstas ya se encuentran so-
metidas a un principio de gobierno representativo que, como la for-
mulación de Bernard Manin deja claro, posee inequívocos acentos
deliberativos: el sometimiento de todas las propuestas legislativas al
proceso de discusión, sin que ninguna medida pueda adoptarse hasta
que una mayoría la considere justificada tras el escrutinio argumenta-

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

tivo 91. Sería necesario, por el contrario, crear nuevos mecanismos re-
presentativos que faciliten la cohesión de un sistema político plural,
fragmentado en distintos niveles de decisión y consulta. Como seña-
lan Gutmann y Thompson: «La democracia deliberativa no especifica
una sola forma de representación. Busca modos de representación
que sostengan el intercambio de argumentos morales serios y cohe-
rentes dentro de los cuerpos legislativos, entre los legisladores y los
ciudadanos, y entre los ciudadanos mismos» 92.
La integración del juicio experto en el proceso de decisión es una
destacada muestra del tipo de formas mixtas de representación que es
necesario articular institucionalmente, no sólo facilitando sino, inclu-
so, forzando la deliberación entre ciudadanos y técnicos. Pensemos
también en la creación de foros deliberativos ad hoc para los afecta-
dos por un riesgo medioambiental concreto: los ciudadanos deliberan
entre sí y adoptan una decisión que su representante o representantes
comunicará y discutirá después en un foro distinto, del que también
forman parte los expertos, el poder político y la instancia productora
del riesgo, por ejemplo. La política de sostenibilidad, en fin, demanda
la creación de órganos de deliberación dedicados a su definición,
puesta en práctica y gestión, órganos cuyas formas son potencialmen-
te muy diversas y que precisan de un sistema institucional flexible, ca-
paz de adecuarse a circunstancias cambiantes o sobrevenidas.
La representación política en una democracia verde es así tan di-
versa como los contextos en los que está llamada a aplicarse. Y esta re-
presentación, en la medida en que tiene lugar en un marco institucio-
nal regido por principios discursivos, será representación deliberativa,
orientada a la obtención de un consenso entre los distintos actores, a
su vez procedentes de comunidades u órganos de deliberación, conec-
tados entre sí como en un sistema de vasos comunicantes. Este apa-
rente oxímoron describe la orientación al consenso del proceso políti-
co y su sujeción a los principios del debate razonado.
Es conveniente elucidar todavía, sin embargo, algunos aspectos
del funcionamiento de la institución representativa en el marco de
la democracia liberal verde. Y cabe preguntarse, para empezar, qué
tipo de relación mantendrían entre sí representante y representado en
una democracia informada por principios deliberativos. Puede traerse
a colación, en este sentido, la distinción que establece Anne Philips

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entre una política de ideas, que descansa sobre la presunción de con-


cordancia entre representantes y representados, siendo sobre todo re-
presentación de opiniones o creencias, y una política de la presencia
que señala la existencia de colectivos marginados y defiende una re-
presentación de características sociales o de identidades 93. En princi-
pio, la segunda operaría allí donde la primera se demuestre ineficaz o
excluyente. ¿De qué manera se aplica esto a una democracia verde?
Pues bien, la política de ideas tendrá vigencia allí donde los repre-
sentantes de comunidades discursivas o foros creados ad hoc hayan
de deliberar, a su vez, con otros representantes —además, por supues-
to, del sistema político parlamentario—. Y la política de la presencia
se hará necesaria en aquellos casos en los que agentes o entidades
afectadas por la decisión no puedan autorrepresentarse, como ocurre
con las generaciones futuras o el mundo natural. Esto parece tener
sentido. Sin embargo, esta diferenciación se asienta sobre una premisa
cuya efectiva realización privaría al gobierno representativo de gran
parte de sus ventajas, a la vez que expresa un cierto desconocimiento
de la naturaleza misma de la representación: la concordancia entre los
ciudadanos y sus representantes.
Se manifiesta aquí, en realidad, una secular oposición entre dos
formas distintas de concebir la representación, en conflicto desde su
mismo nacimiento. Frank Ankersmit ha acertado a denominarlas con-
cepción mimética y concepción estética de la representación política.
Si, de acuerdo con la primera, los representantes deben reflejar a los re-
presentados tan fielmente como sea posible, la segunda postula que la
diferencia entre representantes y representados —su ausencia de iden-
tidad— es tan inevitable como deseable. Y ello porque el individuo
sólo se convierte en ciudadano mediante la representación estética:

El individuo que vive en un orden político sin representación, o con repre-


sentación mimética, nunca necesita dar un paso fuera de sí mismo [...]. La re-
presentación mimética propicia la creación de un orden político donde nadie
encuentra realmente a nadie, al creer todos vivir en una armonía mimética
con la colectividad 94.

Esta diferenciación entre representante y representado —forma


vigente de representación en los sistemas políticos liberales— permite

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al representante conservar una relativa autonomía respecto de las de-


mandas directas de los ciudadanos, sin que por ello pueda aislarse de
los valores y las sugerencias producidos por la deliberación en la esfe-
ra pública. Y lo mismo vale para el ciudadano frente al representante.
Pues bien, una democracia representativa informada por los prin-
cipios deliberativos contiene, en correspondencia con su diversidad
formal, las dos modalidades de representación; resulta, podría decir-
se, de la combinación de ambas. De un lado, la representación que
emana de las comunidades y foros que han alcanzado una decisión
—que ha de comunicarse a otros órganos o instituciones de cara a su
coordinación o a una negociación— responde forzosamente al modelo
de representación mimética, sirviendo así a los fines de la propia polí-
tica deliberativa. La decisión legitimada por el procedimiento delibe-
rativo es trasladada tal cual a otro nivel o esfera institucional. De otro,
junto a esta forma de representación coexiste la concepción estética,
propia de los órganos parlamentarios y presente también en el interior
de las propias comunidades discursivas, cuya composición no es ex-
haustiva respecto del ámbito en ella encarnado políticamente.
Este mecanismo de distanciamiento, además, nos pone en la pista
de una concepción del gobierno representativo del que la delibera-
ción forma parte sustancial, como si dijéramos, in phantasma 95. Qui-
zá, sin embargo, está presente en la misma del único modo posible en
las actuales condiciones sociales. Porque la presencia de la delibera-
ción dentro del gobierno representativo no sólo se limita a la sujeción
formal de los procesos políticos al principio de escrutinio argumenta-
tivo, sino que se halla inscrito en su misma naturaleza histórica. Ha
sido Nadia Urbinati quien ha puesto de manifiesto el modo en que re-
presentación y participación no son dos formas alternativas de demo-
cracia, sino formas complementarias, relacionadas en el continuo de
la acción política de las democracias modernas. Atención: en la demo-
cracia representativa, la deliberación política y la toma de decisiones
no son simultáneas, por crearse una distancia entre ambos momentos
que permite describirla como «democracia diferida»: «La dimensión
diferida de la democracia moderna demanda el desarrollo de una esfe-
ra pública capaz de crear una simultaneidad simbólica: los ciudadanos
deben sentirse como si formaran parte, deliberasen y decidiesen simul-
táneamente en la asamblea» 96.

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

Es el elemento asambleario el que está ausente en el modelo re-


presentativo. Y su ausencia sólo puede ser lamentada desde una pers-
pectiva simplista del funcionamiento de la sociedad moderna, combi-
nada con la recurrente creencia de que el conflicto político puede ser
solventado mediante una extensión de la deliberación, en contraste
con las señales enviadas por la realidad más cotidiana. No conviene
pedir a la política más de lo que puede llegar a dar, contra lo que su-
giere cierto populismo contemporáneo. Sea como fuere, la vigencia
simbólica de la deliberación en el interior de la democracia represen-
tativa es prueba de su peculiar compatibilidad: así como la representa-
ción es deliberativa, la deliberación puede ser representativa. Y, de he-
cho, ya lo es 97.
Hay algún indicio de esta general compatibilidad en la teoría polí-
tica verde. Tanto la solución propuesta por Goodin, en el sentido de
que aquellos que participan en los procesos deliberativos deben tener
presentes los intereses de aquellos que no lo hacen, como la ya men-
cionada llamada del ecologismo a la representación putativa de los in-
tereses del mundo natural y las generaciones futuras, no hacen sino re-
forzar la idea de que deliberación y representación no sólo no se
excluyen, sino que naturalmente se complementan. Y ello, ya sea por
la imposibilidad de que deliberen todos los afectados, ya por la necesi-
dad de que, al tener en cuenta los intereses más amplios de la comu-
nidad, la deliberación deba forzosamente ser, también, representativa.
Naturalmente, los procedimientos deliberativos no tendrán siempre
el mismo rango o incidencia que los desarrollados en el seno de las
instituciones representativas, sino que podrán limitarse a formular re-
comendaciones o evacuar consultas, por la necesidad, sobre todo, de
que algunas decisiones gocen de una mayor legitimidad que otras. Esa
diferencia de grado expresa la necesaria flexibilidad del conjunto del
sistema.
Así pues, la constitución de la democracia verde aparece como
una combinación del marco representativo y de los principios y meca-
nismos deliberativos. Éstos adoptarán una u otra forma según el con-
texto institucional en el que se insertan y de acuerdo con la función
que les toque cumplir. Esos procesos se orientan a la elucidación nor-
mativa del principio de sostenibilidad, a través de su definición públi-
ca, y dan forma a la dimensión ecológica de la democracia liberal.

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III.3.3. El futuro de la democracia verde

Se ha insistido ya en que la democratización de la sostenibilidad necesi-


ta de un compromiso activo de los ciudadanos en la definición colecti-
va del principio. Los defensores de la participación democrática suelen
dar ese compromiso por sentado, pero si los ciudadanos decidieran no
cumplirlo se haría necesario encontrar otras soluciones —forzosamen-
te menos inclusivas— para la consecución de la sostenibilidad. Este
recalcitrante obstáculo a la plena realización de toda democracia deli-
berativa, sea o no verde, vuelve a conducirnos al problema de la con-
tingente relación entre sostenibilidad y democracia. Para decirlo con cla-
ridad: la condición normativa de la sostenibilidad puede encontrar en
alguna forma de democracia deliberativa el mejor medio para su insti-
tucionalización, de modo que la primera demande a la segunda. Pero,
al revés, ¿demanda la democracia deliberativa, en sí misma, una políti-
ca de sostenibilidad?
Verdaderamente, no. Sólo la generalización social de esa deman-
da hace posible su institucionalización, como empieza a ocurrir en las
sociedades liberales occidentales. Es la emergencia de los valores la
que permite establecer un vínculo que no viene dado espontánea-
mente. Sucede que ni siquiera la vinculación formal de democracia y
sostenibilidad garantiza resultados concretos: no hay razones para es-
perar que un procedimiento deliberativo produzca el tipo correcto
de decisión. ¿Decisiones correctas? Sí, correctas desde el punto de
vista de la visión moral del ecologismo, por ejemplo; no todas las ver-
siones de la sostenibilidad, como hemos visto ya, pueden ser respe-
tuosas con ella. No obstante, la lógica misma de la democracia debe-
ría excluir la distinción entre mejores y peores decisiones, para hablar
solamente de decisiones legítimas. Y así sucede también con la con-
cepción normativa de la sostenibilidad. En la medida en que el prin-
cipio constituye un marco general, antes que un conjunto ya dado de
restricciones y políticas concretas, facilita su aceptación social al sor-
tear toda clase de consecuencialismo; sin embargo, no la garantiza. Y
lo mismo ocurre con un proceso democrático basado en la delibera-
ción: el mejor procedimiento no conduce necesariamente al resulta-
do deseado.

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Así las cosas, sólo cabe esperar que la sostenibilidad termine por
convertirse en un interés generalizable, abriéndose entonces plena-
mente a la definición colectiva y la institucionalización democrática.
Pero surge aquí una última paradoja, de significado más profundo de
lo que parece. Ya que no se trata solamente de que los valores verdes
se extiendan paulatinamente en la sociedad liberal: los ciudadanos po-
drían rechazar democráticamente otorgar prioridad a las preocupa-
ciones medioambientales. La extendida convicción según la cual los
ciudadanos, en un contexto deliberativo, adquirirán conciencia ecoló-
gica y presionarán en favor de políticas sostenibles acaso confía dema-
siado en una visión optimista de la naturaleza humana, tan recurrente
en los movimientos políticos de signo utópico. Ese escenario, por el
contrario, difícilmente se hará realidad.
Esto quiere decir que, al margen de las virtudes democráticas de
la política deliberativa, probablemente sea más fácil establecer el prin-
cipio de sostenibilidad como ideal social regulativo a través de las ins-
tituciones representativas 98. Tratándose de un principio general cuya
complejidad afecta a todos los subsistemas sociales, su implantación
puede llevarse a cabo más pacíficamente a través de la acción delegada
de cuerpos políticos responsables, pero no directamente democráti-
cos. No en vano, la representación no es un capricho histórico, sino el
resultado de una evolución lógica del sistema social. Y una de sus vir-
tudes es constituir un proceso circular entre instituciones estatales y
prácticas sociales que da tiempo a la toma de decisiones, evitando la
apresurada temporalidad política de la democracia directa 99. Desde
este punto de vista, la realización de la sostenibilidad adquiere un ca-
rácter plenamente liberal: la sociedad civil la organiza espontánea-
mente, el sistema político la discute institucionalmente.
En consecuencia, como aquí se ha sostenido, una combinación de
representación y deliberación sería inicialmente más útil, al promover
la deliberación dentro de las instituciones representativas y procuran-
do una mayor representación de aquellas esferas sociales que deban
tener voz en materias que les afectan. Y una vez que el principio de
sostenibilidad haya sido incorporado plenamente a la agenda pública,
podrá articularse más comprensivamente su democratización median-
te la deliberación. Será entonces cuando lo que parece una solución
más bien imaginaria pueda acaso transformarse en realidad.

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NOTAS

1
Cfr. Norberto Bobbio, Liberalism and Democracy, Londres, Verso, 1990, pp. 31-37.
2
Cfr. Fareed Zakaria, El futuro de la libertad, Madrid, Taurus, 2003, p. 19. Dada la
preocupación liberal por la libertad individual negativa, expresada en la necesidad de
limitar el poder y la autoridad del gobierno, el demócrata liberal considera la democra-
cia como la mejor forma de gobierno, pero cree que incluso un gobierno democrático
debe ser limitado.
3
David Boaz, Liberalismo. Una aproximación, Madrid, Gota a gota, 2007, p. 107.
4
Citado en Pedro Schwartz, En busca de Montesquieu. La democracia en peligro,
Madrid, Ediciones Encuentro, 2006, p. 82.
5
Cfr. Andrew Dobson, Nature: Only a Social Construct?, manuscrito, 1999, p. 15.
6
Robyn Eckersley, The Green State, Cambridge, The MIT Press, 2004, p. 105.
7
Tal como señalan Levy y Wissenburg: «Además de una preocupación por actuar
eficazmente dentro de un contexto político e institucional dado, el ecologismo está em-
peñado también en redefinir y dar distinta forma a ese contexto. Y además de su preo-
cupación por el diseño institucional, el ecologismo se empeña igualmente en definir y
especificar los objetivos medioambientales que esas instituciones deberían promover,
objetivos como la preservación de una naturaleza autosostenible o la biodiversidad na-
tural» [Yoram Levy y Marcel Wissenburg, «Introduction», en Y. Levy y M. Wissen-
burg (eds.), Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmentalism?,
Londres, Routledge, 2004, pp. 1-9, p. 4.
8
Mark Sagoff, The Economy of the Earth. Philosophy, Law and the Environment,
Cambridge, Cambridge University Press, 1988, p. 150.
9
Escribe Mathew Humphrey: «Si creemos que los argumentos verdes son buenos ar-
gumentos, y creemos en el poder del mejor argumento para terminar prevaleciendo, los
ecologistas pueden abrazar los procesos de decisión liberal-democráticos, con contingen-
cia y todo, y seguir con su defensa de los valores verdes. Ahora bien, si hay elementos de la
práctica democrática liberal que parecen ser inaceptables para las normas verdes, no hay
ninguna buena razón a priori por la cual los ecologistas deban vincularse a un conjunto de
procedimientos políticos en agudo conflicto con su axiología; aquí es donde permanece el
desafío verde» [Mathew Humphrey, «Ecology, democracy and autonomy: a problem of
wishful thinking», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 115-126, p. 125].
10
Cfr. Joseph Raz, The Morality of Freedom, Oxford, Clarendon Press, 1986.
11
Cfr. Andrew Dobson (ed.), Fairness and Futurity. Essays on Environmental Sus-
tainability and Social Justice, Oxford, Oxford University Press, 1999, p. 112.
12
Sobre el concepto de utopía epistemológica, cfr. Leszek Kolakowski, Por qué ten-
go razón en todo, Barcelona, Melusina, 2007, pp. 13 y ss.
13
Ludvig Beckman, «Virtue, Sustainability and Liberal Values», en J. Barry y M.
Wissenburg (eds.), Sustaining Liberal Democracy. Ecological Challenges and Opportu-
nities, Houndmills, Palgrave, 2001, pp. 179-191, p. 184.
14
Cfr. Marcel Wissenburg, Green Liberalism. The Free and the Green Society, Lon-
dres, UCL Press, 1998, p. 61.

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15
Alasdair Macintyre, Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame, Univer-
sity of Notre Dame Press, 1988, p. 343 (cursiva mía).
16
Cfr. Andrew Dobson (ed.), ob. cit., p. 207.
17
Avner De-Shalit, The Environment: Between Theory and Practice, Oxford, Ox-
ford University Press, 2000, p. 65. Habría que explicar, sin embargo, por qué medios
se han producido entonces las políticas medioambientales en las democracias liberales
—a la vista de semejante obstáculo institucional.
18
Sheyla Benhabib, Situating the Self, Cambridge, Polity, 1992, p. 116, nota 22.
Sobre la neutralidad constreñida, cfr. Lyle A. Downing y Robert B. Thigpen, A Defense
of Neutrality in Liberal Political Theory, en Polity, vol. XXI, núm. 3, 1989, pp. 502-516.
19
Dice Rorty, cuando habla de la diferencia entre el reformista y el revolucionario:
«Pero uno sólo puede definir la sociedad liberal ideal como aquella que termina con
esa diferencia. Una sociedad liberal es aquella cuyos ideales pueden ser alcanzados me-
diante la persuasión, antes que la fuerza, mediante la reforma antes que la revolución,
mediante los encuentros libres y abiertos de las actuales prácticas lingüísticas y de otro
tipo con la propuesta de nuevas prácticas. Pero esto es decir que una sociedad liberal
ideal es aquella que no tiene otro propósito que la libertad, y ningún otro objetivo que
encontrar el modo en que esos encuentros pueden producirse y su resultado producir
efectos» (Richard Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge, Cambridge
University Press, 1989, p. 60).
20
Cfr. Mathew Humphrey, Preservation Versus the People? Nature, Humanity and
Political Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 2002, p. 193.
21
Cfr. Andrew Vincent, «Liberalism and the Environmen», Environmental Values,
núm. 7, 1998, pp. 443-459, pp. 447-448.
22
Yoram Levy y Marcel Wissenburg, «Conclusion», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), ob. cit., pp. 193-196, p. 195.
23
Cfr. John Barry, Rethinking Green Politics. Nature, Virtue and Progress, Londres,
Sage, 1999, p. 198.
24
Cfr. Hannah Pitkin, The Concept of Representation, Berkeley, University of Cali-
fornia Press, 1967.
25
F. R. Ankersmit, Aesthetic Politics. Political Philosophy Beyond Fact and Value,
Stanford, Stanford University Press, 1996, p. 48.
26
Mike Mills, «Green democracy: The Search for an Ethical Solution», en B. Do-
herty y M. de Geus (eds.), Democracy and Green Political Thought, Londres, Routled-
ge, 1996, pp. 97-114, p. 107.
27
Cfr. John O’Neill, «Who Speaks for Nature?», en Yrjö Haila y Chuck Dyke
(eds.), How Nature Speaks. The Dynamics of the Human Ecological Condition, Dur-
ham, Duke University Press, 2006, pp. 261-278, p. 269.
28
Robert Goodin, «Enfranchising the Earth, and its Alternatives», Political Stu-
dies, XLIV, 1996, pp. 835-849, p. 844.
29
Este derecho medioambiental genérico, así como todos aquellos que puedan de-
rivarse del mismo o lo concreten, puede considerarse constitutivo de una nueva gene-
ración de derechos, idealmente llamados a completar la progresiva evolución de los
mismos célebremente descrita por T. H. Marshall (en Ciudadanía y clase social, Ma-
drid, Alianza, 1998). Formarían parte de los llamados derechos de tercera generación,

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junto, por ejemplo, al derecho a la paz o al desarrollo, que han sido denominados derechos
de solidaridad, por tender a la preservación de la integridad del ente colectivo (cfr. Antonio
Vercher, «Derechos humanos y medio ambiente», Claves de razón práctica, núm. 84, julio-
agosto, 1998, pp. 14-21, p. 16). Estos derechos no proceden ni de la tradición liberal
de la primera generación, ni de la socialista de la segunda, debiendo tal denominación
genérica al hecho de que proceden «de una cierta concepción de la vida en comunidad»,
y sólo se pueden realizar «por la conjunción de esfuerzos de todos los que participan en
la vida social» (Vasak, citado en Vicente Bellver Capella, Ecología: de las razones a los
derechos, Granada, Comares, 1994). La singularidad de los derechos medioambienta-
les es que operan como precondición para la titularidad y ejercicio de los demás dere-
chos: si el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, o de derechos de
segunda generación, suponía a la vez el reconocimiento de su carácter de condiciones
para el ejercicio real de los derechos civiles y políticos, o derechos de primera genera-
ción, el derecho a un medio ambiente sano viene a constituir la precondición para el
ejercicio de todos los anteriores. Sin embargo, merece la pena preguntarse por la ver-
dadera eficacia que pueda tener un derecho tan genéricamente formulado, que plantea
innumerables dificultades de consecución práctica.
30
Cfr. Alberto Savinio, Nueva Enciclopedia, Seix Barral, Barcelona, 1983, p. 42.
31
Cfr. R. G. Frey, Interests and Rights: The Case Against Animals, Oxford, Claren-
don Press, 1980.
32
A fin de cuentas, no se trata de que el hombre haga justicia al mundo natural
mediante el reconocimiento de un derecho preexistente; a lo que el hombre haría justi-
cia es a sus propios juicios morales acerca del mundo natural. De modo que los dere-
chos animales son una construcción y una práctica exclusivamente sociales: toda afir-
mación de que la moralidad es un reflejo verdadero del ser natural de los animales no
es más que una falsedad (Keith Tester, Animals and Society. The Humanity of Animal
Rights, Londres, Routledge, 1991, p. 94). No en vano, otorgar derechos a los animales
es crear deberes humanos hacia ellos sobre la base de su previa consideración moral. Y
la noción misma de derechos animales resulta dudosa cuando no se reconocen los fun-
damentos ecocéntricos y se afirma, por el contrario, la legitimidad de la primacía hu-
mana (cfr. Tibor R. Machan, Putting Humans First: Why We are Nature’s Favorite, Lan-
ham, Rowman & Littlefield, 2004).
33
R. G. Frey, ob. cit..
34
Michael P. T. Leahy, Against Liberation. Putting Animals in Perspective, Lon-
dres, Routledge, 1991, p. 97.
35
Cfr. Andrew Dobson, «Ecological citizenship: a disruptive influence?», en
C. Pierson (ed.), Politics at the Edge, Londres, Macmillan, 2000.
36
Tim Hayward, Ecological Thought: an Introduction, Londres, Polity, 1995,
p. 168.
37
Cfr. T. H. Marshall, Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1998.
38
John Barry, «Vulnerability and Virtue: Democracy, Dependency and Ecological
Stewardship», en B. Minteer y B. Pepperman Taylor (eds.), Democracy and the Claims
of Nature, Nueva York, Rowan & Littlefield, 2002, pp. 133-152, p. 148.
39
Ángel Valencia Sáiz, «Globalisation, Cosmopolitanism and Ecological Citizen-
ship», Environmental Politics, vol. 14, núm. 2, 2005, pp. 163-178; Ángel Valencia Sáiz,

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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

«Globalization, Cosmopolitanism and Ecological Citizenship», en Dobson y Valencia


(eds.), Citizenship, Environment, Economy, 2006, pp. 7-22.
40
Cfr. Nancy Fraser y Linda Gordo, «Civil Citizenship against Social Citizen-
ship?», en B. van Steenbergen (ed.), The Condition of Citizenship, Londres, Sage,
1994, pp. 90-107, p. 101.
41
Mike Mills, «The Duties of Being and Association», en J. Barry y M. Wissen-
burg (eds.), Sustaining Liberal Democracy. Ecological Challenges and Opportunities,
Houndmills, Palgrave, 2001, pp. 163-178.
42
Cfr. Hannah Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 1993; Hannah
Arendt, «¿Qué es la libertad?», Claves de razón práctica, núm. 66, septiembre de 1996,
pp. 2-13.
43
Cfr. Sheyla Benhabib, Situating the Self, ob. cit., p. 93.
44
Paul Barry Clarke, Deep Citizenship, Londres, Pluto Press, 1996, p. 82.
45
Cfr. Andrew Dobson, «Ecological citizenship: a disruptive influence?», en
C. Pierson (ed.), ob. cit.; Derek Bell, «Liberal Environmental Citizenship», en A. Dob-
son y A. Valencia (eds.), ob. cit., pp. 23-38.
46
Cfr. José Vidal-Beneyto (dir.), Hacia una sociedad civil global, Madrid, Taurus,
2003, p. 23; Alison van Rooy, The Global Legitimacy game. Civil Society, Globalization
and Protest, Houndmills, Palgrave Macmillan, 2004.
47
Robyn Eckersley, The Green State, ob. cit., p. 197; sobre esto, cfr. Andrew Dob-
son, Citizenship and the Environment, Oxford, Oxford University Press, 2003, p. 43.
48
John Barry, «Vulnerability and Virtue: Democracy, Dependency and Ecological
Stewardship», en B. Minteer y B. Pepperman Taylor (eds.), ob. cit., pp. 133-152, p. 146.
49
Cfr. Mike Mills, «The Duties of Being and Association», en J. Barry y M. Wis-
senburg (eds.), Sustaining Liberal Democracy. Ecological Challenges and Opportunities,
Houndmills, Palgrave, 2001, pp. 163-178.
50
Jürgen Habermas, «Citizenship and Nacional Identity», en B. van Steenbergen
(ed.), ob. cit., pp. 20-35, p. 32.
51
Graham Smith, «Liberal Democracy and the “Shaping” of Environmentally-en-
lightened citizens», en Marcel Wissenburg e Y. Levy (eds.), Liberal Democracy and En-
vironmentalism: The End of Environmentalism?, Londres, Routledge, 2004, p. 150.
52
Alison Gilchrist, «Design for Living: The Challenge of Sustainable Communi-
ties», en Hugh Barton (ed.), Sustainable Communities: The Potential for Eco-Neigh-
bourhoods, Londres, Earthscan, 2000, pp. 147-159, p. 150.
53
John Young, Post Environmentalism, Londres, Belhaven Press, 1990, p. 314.
54
Cfr. Michael Kenny, «Paradoxes of community», en B. Doherty y M. De Geus
(eds.), Democracy and Green Political Thought, Londres, Routledge, 1996, pp. 19-35,
p. 23.
55
Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, Nueva York, State
University of New York Press, 1992, p. 173 (cursiva mía).
56
Cfr. Sheyla Benhabib, Situating the Self, ob. cit., pp. 76-82.
57
Cfr. Robert Goodin, «Review Article: Communities of Enlightenment», British
Journal of Political Science, 28, 1998, pp. 531-558.
58
Elizabeth Frazer y Nicola Lacey, The Politics of Community. A Feminist Critique of
the Liberal-communitarian Debate, Hertfordshire, Harvester Wheatsheaf, 1993, p. 208.

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59
Cfr. John Dryzek, Discursive Democracy, Cambridge, Cambridge University
Press, 1990.
60
Cfr. Fernando Vallespín, El futuro de la política, Madrid, Taurus, 2000, p. 91.
61
Así, se sostiene, la sostenibilidad se ve facilitada por la mayor adecuación en es-
cala de los ecosistemas y los regímenes de recursos, por la disponibilidad y localización
del conocimiento social, por la mayor inclusividad y sensibilidad hacia la retroalimen-
tación sociedad-naturaleza [cfr. Ronnie D. Lipschutz, «Bioregionalism, civil society
and global environmental governance», en Michael Vincent McGinnis (ed.), Bioregio-
nalism, 1999, pp. 101-120, p. 107]; igualmente, la producción local y autosuficiente es
también medioambientalmente benigna, por suprimir los costes ecológicos de la infra-
estructura de transporte normalmente requerida, combustibles y contaminación in-
cluidos (cfr. Luke Martell, Ecology and Society. An introduction, Cambridge, Polity
Press, 1994, p. 51).
62
Cfr. Frank Bealey, Democracy in the Contemporary State, Oxford, Clarendon
Press, 1988, p. 100.
63
Citado en Andrew Dobson, Pensamiento político verde, Barcelona, Paidós,
1997, p. 149.
64
Cfr. Jonathon Porritt, «Sustainable Society», en M. Redclift y G. Woodgate, The
Sociology of the Environment, III, Aldershot, Edward Elgar, 1995, pp. 642-656, p. 643.
65
Cfr. Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992, p. 150.
66
Barry John, «Sustainability, Political Judgement and Citizenship: Connecting
Green Politics and Democracy», en B. Doherty y M. de Geus (eds.), Democracy and Green
Political Thought, Londres, Routledge, 1996, pp. 115-131, p. 125.
67
Robyn Eckersley, The Green State, ob. cit., p. 87.
68
Cfr. José-Luis Serrano Moreno, «Premisas para una teoría ecopolítica del Esta-
do», Ecología Política, núm. 13, 1997, pp. 157-162, p. 161.
69
Walter F. Baber y Robert V. Bartlett, Deliberative Environmental Politics. Demo-
cracy and Ecological Rationality, Cambridge, The MIT Press, 2005, p. 5.
70
Hay una distinción entre concepciones de la democracia que ilumina este aspec-
to de la democracia deliberativa. Si la concepción epistémica de la democracia otorga a
ésta el objetivo de perseguir la verdad, la concepción procedimental renuncia a seme-
jante propósito para establecer la corrección o justicia de un resultado en función del
procedimiento del que emerge [cfr. Christian List y Robert Goodin, «Epistemic De-
mocracy: Generalizing the Condorcet Jury Theorem», en Fishkin y Laslett (eds.),
«Debating Deliberative Democracy», The Journal of Political Philosophy, Special Is-
sue, vol. 10, núm. 2, 2002, pp. 277-306]. La teoría deliberativa parece situarse en algún
punto intermedio: establece un criterio de legitimación procedimental, pero confía en
la capacidad epistémica de la deliberación como medio de alcanzar el mejor resultado
—mediante la primacía del mejor argumento—. Y mientras la existencia de valores
morales incompatibles no puede ser erradicada, se confía en que la deliberación pueda
al menos aclarar la naturaleza de un conflicto moral, contribuyendo así a su solución
política.
71
Cfr. Carlos Santiago Nino, The Constitution of Deliberative Democracy, New Ha-
ven, Yale University Press, 1996; Amy Gutman y Dennis Thompson, Democracy and Di-
sagreement, Cambridge, The Belknap Press of Harvard University Press, 1996, p. 18.

300
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LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE

72
Cfr. Mark E. Warren, «What should we expect from more democracy?», Politi-
cal Theory, vol. 24, núm. 2, 1996, pp. 241-270, p. 243; Nadia Urbaniti, Representative
Democracy. Principles and Genealogy, Chicago, The University of Chicago Press, 2006.
73
Cfr. James Bohman, Public Deliberation. Pluralism, Complexity and Democracy,
Cambridge, The MIT Press, 2000, p. 241.
74
Cfr. Mike Mills y Fraser King, «Ecological constitutionalism and the limits of
deliberation and representation», en M. Saward (ed.), Democratic Innovation. Delibe-
ration, Representation and Association, Londres, Routledge, 2000, pp. 133-145, p. 141.
75
Cfr. Susan Stokes, «Patologías de la deliberación», en Jon Elster (ed.), La demo-
cracia deliberativa, Barcelona, Gedisa, 2001, pp. 161-182.
76
Robyn Eckersley, «Deliberative democracy, ecological representation and risk:
towards a democracy of the affected», en M. Saward (ed.), ob. cit., pp. 117-132, p. 121.
77
Paul Valéry, Escritos filosóficos, Madrid, Visor, 1993, p. 238.
78
Cfr. Niklas Luhmann, Ecological Communication, Cambridge, Polity, 1989.
79
Iris Marion Young, «Communication and the Other: Beyond Deliberative De-
mocracy», en S. Benhabib (ed.), Democracy and Difference. Contesting the Boundaries
of the Political, Princeton, Princeton University Press, 1996, pp. 120-135, p. 123.
80
Cfr. Bernard Manin, «On Legitimacy and Political Deliberation», Political Theo-
ry, vol. 15, núm. 3, 1987, pp. 338-368, pp. 353-354.
81
Cfr. Lynn Sanders, «Against Deliberation», Political Theory, vol. 25, núm. 3,
1997, pp. 347-376, p. 349.
82
Cfr. John Barry, Rethinking Green Politics. Nature, Virtue and Progress, ob. cit.,
p. 67.
83
Cfr. Klaus Eder, «Taming Risks through Dialogues: the Rationality and Functio-
nality of Discursive Institutions in Risk Society», en M. Cohen (ed.), Risk in the Mo-
dern Age. Social Theory, Science and Environmental Decision-Making, Londres, Mac-
millan, 2000, pp. 225-248, p. 230.
84
Robyn Eckersley, «Deliberative democracy, ecological representation and risk:
towards a democracy of the affected», en M. Saward (ed.), ob. cit., pp. 117-132, p. 118;
Richard P. Hiskes, Democracy, Risk and Community. Technological Hazards and the
Evolution of Liberalism, Nueva York, Oxford University Press, 1998, p. 147.
85
Karin Bäckstrand, «Precaution, scientization or deliberation? Prospects for
greening y democratizing science», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), Liberal Demo-
cracacy and Environmentalism. The End of Environmentalism?, Londres, Routledge,
2004, pp. 100-112, p. 109. Por lo demás, estas posiciones se explican por la ruptura
del monopolio que la ciencia institucional había mantenido sobre los asuntos pública-
mente relevantes —ruptura que la cientificización de la protesta viene a ejemplifi-
car— (cfr. Ulrich Beck, Risk Society. Towards a New Modernity, Londres, Sage, 1992,
p. 55; Jonathon Porritt, Playing Safe: Science and the Environment, Nueva York, Tha-
mes & Hudson, 2000, p. 111). Los científicos no son sólo actores administrativos,
sino también actores políticos; la comunidad epistémica es comunidad política. De
forma que la cientificización de la protesta significa también, a la fuerza, la politiza-
ción de la ciencia.
86
Cfr. John O’Neill, «Who Speaks for Nature?», en Yrjö Haila y Chuck Dyke
(eds.), How Nature Speaks. The Dynamics of the Human Ecological Condition, ob. cit.,

301
207_08 Aju 03 22/10/08 13:06 Página 302

SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

pp. 261-278, p. 260; Robert Goodin, «Enfranchising the Earth, and its Alternatives»,
Political Studies, XLIV, 1996, pp. 835-849, p. 849.
87
Cfr. Robert A. Dahl, After the Revolution? Authority in a Good Society, New Ha-
ven, Yale University Press, 1970; Robert A. Dahl y Edward R. Tufte, Size and Demo-
cracy, Stanford, Stanford University Press, 1973.
88
Jürgen Habermas, Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 1998.
89
Sheyla Benhabib, «Toward a Deliberative Model of Democratic Legitimacy», en
S. Benhabib (ed.), Democracy and Difference. Contesting the Boundaries of the Political,
ob. cit., pp. 67-94, pp. 73-74.
90
Cfr. Carlos Santiago Nino, ob. cit., p. 230.
91
Cfr. Bernard Mann, Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza,
1998, p. 234.
92
Amy Gutman y Dennis Thompson, Democracy and Disagreement, ob. cit.,
p. 131.
93
Cfr. Anne Philips, «Must Feminists Give Up on Liberal Democracy?», en
D. Held (ed.), Prospects of Democracy, Cambridge, Polity, 1993, pp. 93-111.
94
F. R. Ankersmit, ob. cit., p. 56.
95
Mecanismo que sólo es uno de los varios que operan en el sistema democrático
liberal, donde la disolución de la autoridad entre distintos poderes se suma a su re-
constitución permanente a través de las elecciones —con el resultado de una constante
afirmación de la naturaleza artificial de la autoridad política (cfr. George Kateb, The
Inner Ocean. Individualism and Democratic Culture, Ithaca, Cornell University Press,
1992, p. 37).
96
Nadia Urbaniti, ob. cit., p. 66.
97
Esto no debería resultar demasiado sorprendente, si atendemos a la dimensión
deliberativa de algunos principios liberales, constitutivos de ese «liberalismo socráti-
co» al que se refiere Norbert Bilbeny (cfr. Norbert Bilbeny, El protocolo socrático del li-
beralismo político, Madrid, Tecnos, 2000); las propias constituciones liberales pueden
ser interpretadas como mecanismos de protección de un ámbito deliberativo [cfr. John
Dryzek, «Discursive democracy vs. liberal constitutionalism», en M. Saward (ed.),
ob. cit., pp. 78-89, p. 80]. La cauta institucionalización de un mayor número de foros
deliberativos, a su vez representativos de distintas esferas sociales transversales, es así
coherente con los principios del liberalismo político.
98
En el entendido de que estas instituciones deben regirse por los principios de la
política deliberativa: son los representantes quienes deliberan en nombre de los ciuda-
danos, a cuyas demandas deben prestar atención. La simple identificación de demo-
cracia deliberativa y participación debe ser reemplazada por una aproximación más
cauta, que combine representación y deliberación y reconcilie sus respectivos valores
(Amy Gutmann y Dennis Thompson, Why Deliberative Democracy, Princeton, Prince-
ton University Press, 2004, p. 30).
99
Cfr. Nadia Urbaniti, ob. cit. No es algo muy alejado del funcionamiento de la
Unión Europea, cuyo criticado déficit democrático —que iría condigno a ese otro cli-
ché, según el cual está alejada de los ciudadanos— quizá posea más virtudes reformistas
de lo que parece.

302
207_08 Aju 04 Conclu 22/10/08 13:06 Página 303

CONCLUSIÓN: ¿EL FIN DEL ECOLOGISMO?

Y en efecto, a cualquier edad uno fracasa al enfren-


tarse a su fin. Por viejo que uno sea, uno muere
siempre demasiado pronto: pues en esta materia,
todos los finales son prematuros.
VLADIMIR JANKÉLÉVITCH

Es significativo que los primeros signos de normalización de un ecolo-


gismo político que, alcanzado ya su objetivo inicial de situar el medio
ambiente como problema público, ha comenzado a cuestionar sus
propios fundamentos antiliberales e inclinaciones naturalistas, se ha-
yan percibido como un posible anuncio de su mismo final. ¿Muerte
del ecologismo? Naturalmente, que pueda hablarse de la misma ape-
nas cuatro décadas después de su nacimiento y en el momento de su
aparente triunfo, es una forma de expresar algo distinto, a saber: que
la transformación experimentada por el pensamiento verde supone el
final del ecologismo tal y como lo habíamos conocido. Este cambio
gradual está lejos de haberse completado y, sobre todo, no puede dar-
se por supuesto: el abandono del fundamento ecocéntrico encuentra
todavía una fuerte resistencia en el interior del movimiento verde,
donde son aún mayoría quienes creen que el ecologismo será radical
o, sencillamente, no será. Sea como fuere, es irónico que el debate en
torno a una hipotética muerte del ecologismo sea la mejor muestra de
su vitalidad.
Aunque es posible establecer distinciones casi escolásticas entre
los distintos significados que este final del ecologismo puede adoptar,
son dos los que más claramente delimitan el campo semántico de tan
contundente proclamación. Y ambos están, además, directamente re-
lacionados.

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207_08 Aju 04 Conclu 22/10/08 13:06 Página 304

SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

En un primer sentido, el ecologismo habría encontrado su final al


realizarse, esto es, al haber alcanzado ya sus principales objetivos. Des-
de este punto de vista, el movimiento verde habría logrado introducir
la crisis ecológica en la agenda pública, habría otorgado estatuto polí-
tico a la naturaleza y abierto un debate en las sociedades liberales
acerca de la necesidad de alcanzar la sostenibilidad y de proteger razo-
nablemente las formas naturales. Los valores verdes habrían pasado
de la marginalidad al éxito. Así pues, viene a sugerirse, los filósofos
del ecologismo han terminado su trabajo y deben ceder el testigo a los
actores que operan en el ámbito de las políticas públicas, donde el
cambio cultural se traduce administrativamente: «su principal tarea
era ilustrar a la gente y hacerles comprender lo que los últimos desarro-
llos científicos apuntan [...]: no hay más alternativa que ver verde» 1.
La muerte del ecologismo es la consecuencia natural de su realización,
el paso de la excepcionalidad a la normalidad, su definitiva integra-
ción en la corriente central de la cultura.
Sin embargo, la mayor parte de los teóricos y activistas del movi-
miento verde rechazarían sin dudarlo cualquier insinuación de que el
ecologismo haya podido lograr sus objetivos. Y la razón es sencilla:
nuestra sociedad se parece muy poco a aquella sociedad sostenible
que el ecologismo siempre ha defendido. Mientras que ésta debía ha-
ber sido el resultado natural del programa radical del ecologismo, ba-
sado en la moralización de las relaciones socionaturales, no ha venido
a ser sino el resultado imprevisto de su fracaso: una sostenibilidad más
liberal que verde. De ahí que el final del ecologismo deba entenderse,
sobre todo, en un segundo sentido: como final de una forma concreta
de concebir la política verde, propia del ecologismo fundacional y re-
presentativa —todavía— del ecologismo en su conjunto: «Como con-
tra-movimiento y contra-ideología, como crítica y alternativa al capi-
talismo, al liberalismo, a la Ilustración y al antropocentrismo, el
ecologismo parece haber llegado a su final» 2.
Este final traería causa del doble proceso que se ha defendido en
este libro: la crítica de los fundamentos tradicionales del ecologismo y
el acercamiento al liberalismo. Y como corolario práctico, la acepta-
ción de la democracia liberal como marco para la realización de la sos-
tenibilidad y como espacio discursivo para la defensa del programa
moral verde. De esta manera, la reinterpretación de las relaciones

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CONCLUSIÓN: ¿EL FIN DEL ECOLOGISMO?

hombre-naturaleza de acuerdo con el principio de realidad, que supo-


ne corregir el abstracto idealismo verde y sustituirlo por una com-
prensión cabal del metabolismo socionatural, tiene su correlato políti-
co en la aceptación del pluralismo democrático. En consecuencia, «el
objeto del ecologismo debería ser el conflicto entre diferentes concep-
ciones humanas del bien y de la sociedad verde, no la tarea tradicional
de adaptar la sociedad humana a las demandas de un mundo no hu-
mano independiente» 3.
El abandono de la metafísica facilita así el nacimiento de una políti-
ca verde, menos ideológica y más flexible. Y, con ello, hace posible una
verdadera politización del medio ambiente, en lugar de la falsa demo-
cratización naturalista que arranca de premisas normativas cerradas al
debate y conduce a un modelo de sociedad sostenible sustraído a la que-
rella pública. La moralización de las relaciones socionaturales puede de-
fenderse en la esfera pública y perseguirse en la esfera privada, pero no
constituye el único horizonte prescriptivo de una sociedad sostenible.
Nos encontraríamos así con un auténtico cambio en los fines del
ecologismo, que renuncia a la superación del marco cultural occiden-
tal y de la democracia liberal como condición para la realización de
una sostenibilidad fundada sobre la moral ecocéntrica. Y el cambio en
los fines sería correlativo a la transformación de los medios de la políti-
ca verde, resumidos ahora en la aceptación sin reservas de la democra-
cia y sus consecuencias. Ya hemos visto que la existencia de una obvia
contradicción entre los objetivos sustantivos del ecologismo y la natu-
raleza procedimental de la democracia —o entre la neutralidad del li-
beralismo hacia las distintas concepciones del bien y la afirmación del
ecologismo como tal— ha provocado siempre una tensión difícilmen-
te soluble desde el punto de vista teórico. Por eso, la asimilación de la
política democrática debe dejar de ser meramente retórica, para refle-
jarse en una renovación de los fundamentos filosóficos y normativos
de la política verde. La renuncia al consecuencialismo conlleva la
apertura a la contingencia inherente a la política. Existe una clara co-
rrespondencia entre estos distintos procesos: «Si la democracia liberal
es el único modelo apropiado para la articulación de la política verde,
los ecologistas no tienen ya una razón para ser ecologistas (radicales),
del mismo modo que la contestación global de las normas democráti-
cas liberales deja de ser necesaria» 4.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

Efectivamente, los progresos medioambientales de la democracia


liberal han venido a mostrar que es posible alcanzar alguna forma
de sostenibilidad dentro del marco institucional liberal —condición de
posibilidad para poder hablar del final del ecologismo fundacional—.
Tal como se ha planteado en este trabajo, empieza así a disolverse la
aparente contradicción de principio entre liberalismo, sostenibilidad
y política verde. Y la consecuencia es que a la pacificación política del
ecologismo podría seguir su pacificación teórica, la normalización de
su participación en la conversación pública de la sociedad liberal 5. Sin
embargo, no está claro que esa pacificación pueda alcanzar al conjun-
to del movimiento verde, ni que la revisión de sus postulados vaya a
concluir con éxito.
Hay que tener en cuenta que la fidelidad a los valores fundaciona-
les del ecologismo exige el rechazo de aquellas formas de sostenibili-
dad que son realizables dentro de la democracia liberal, por divergir
en exceso de aquellas otras que se deducen de la moral ecocéntrica.
Desde esta óptica, sencillamente, no cabe una sostenibilidad liberal: el
liberalismo nunca podrá ser verde. Y así, lo que aquí se defiende
como una depuración normativa llevada a cabo por razones de cohe-
rencia, como desarrollo inmanente de la teoría política verde, puede
considerarse —por quienes no comparten sus postulados— como el
mero subproducto de una asimilación liberal del ecologismo. Ante las
dificultades que plantea desarrollar una alternativa verde radical des-
de dentro de la democracia liberal, surgiría un posibilismo verde que
renuncia a las señas de identidad del ecologismo y a la realización de
una buena parte de sus fines. Renovarse es traicionarse.
En consecuencia, la normalización del ecologismo en el marco li-
beral es contemplada como una capitulación. Y allí donde el ecologis-
mo fundacional alertaba sobre la crisis ecológica, el ecologismo con-
temporáneo se habría convertido en un estilo de vida más de la
tardomodernidad liberal. De semejante neutralización, ha denunciado
Ingolfur Blühdorn, sólo puede surgir una política posecológica que, al
pensar que las sociedades liberales han integrado con éxito las preo-
cupaciones ambientales y avanzan hacia la sostenibilidad, no hace
sino engañarse. Los depositarios de las esencias verdes denuncian in-
cluso un «negacionismo organizado», que habría desacreditado al
movimiento verde a través de una «retórica antiecologista conserva-

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CONCLUSIÓN: ¿EL FIN DEL ECOLOGISMO?

dora» y creado un peligroso espejismo: el control liberal de la crisis


ecológica 6. La identidad histórica del ecologismo correría así el riesgo
de desvanecerse: «No hay duda de que el ecologismo, entendido
como política verde radical, se enfrenta a serios desafíos, especialmen-
te por el peligro que atañe a su inserción como un aspecto “normal y
mundano” de la política (burocratizada/administrativa) liberal-demo-
crática» 7.
Y precisamente ese ecologismo radical ejerce una feroz resisten-
cia, como demuestran el movimiento altermundista y los distintos
flancos del movimiento verde. En el plano teórico, su estatuto como
pensamiento radical goza de excelente salud, como demuestran los
recientes llamamientos a conectar sostenibilidad y espiritualidad, la
afirmación del radicalismo de corte anarquista como base para la po-
lítica verde, la defensa de la comunidad como núcleo básico de orga-
nización social en torno a una política del lugar, los intentos por dar
forma a un «nuevo agrarismo» o la defensa ecocéntrica de un Estado
verde posliberal 8. Subsiste así la idea de que el auténtico ecologismo
debe plantear una alternativa totalizadora al sistema liberal-capitalis-
ta. Más que el final del ecologismo como política radical, entonces,
conviene formular el deseo de que su transformación termine por
consumarse.
Es cierto que algunos fines característicos del ecologismo pueden
ser descuidados por las instituciones liberales. Se trata, sobre todo, de
aquellos que tienen que ver con la moralidad de las relaciones socio-
naturales, como la defensa de la liberación animal o del valor intrínse-
co de la naturaleza. Sin embargo, descuidar no es prohibir. Hay fines
que no puede satisfacer el sistema político, en un contexto de neutrali-
dad axiológica. Dice Marcel Wissenburg: «Los problemas relativos al
ideal de la versión profunda del ecologismo necesitan un cambio de
sensibilidad que parece demasiado fundamental para ser comunica-
ble, y no digamos difícil de traducir a la acción política (esto es, a las
políticas públicas)» 9.
Pensemos, por ejemplo, en la comunicación con el mundo natu-
ral. Su articulación pública es tan difícil, como desaconsejable; su cul-
tivo privado, en cambio, es un asunto de libertad individual. Para el
ecologismo radical, la moralización de la esfera pública tiene su corre-
lato en la politización de la esfera privada; de manera que la defensa

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

de la concepción verde del bien en el debate público debe ir acompa-


ñada de la realización de la misma en la vida cotidiana de los ciudada-
nos. No obstante, como se ha repetido ya, la democratización del eco-
logismo limita considerablemente el alcance de semejante propuesta
estratégica: el conflicto es constante entre la naturaleza institucional
de las obligaciones legales y la externalidad de las obligaciones mora-
les. Es precisamente la imposibilidad de que el marco liberal satisfaga
las demandas morales del ecologismo lo que impide que la menciona-
da pacificación teórica alcance definitivamente a la política verde. Y
cuanta mayor sea la insistencia del ecologismo en librar una cruzada
moral, menores serán sus posibilidades de influir en el debate sobre la
sostenibilidad.
No obstante, el problema no radica tanto en un proceso inconclu-
so de renovación teórica, cuanto en la indefinida negativa de una bue-
na parte del ecologismo a renunciar a sus planteamientos naturalistas.
Esto podría suponer un cisma dentro del ecologismo, esto es, la sepa-
ración entre una política verde democrática que persigue la realiza-
ción de la sostenibilidad en el marco liberal, y una ideología radical
empeñada en la superación de las instituciones liberales y el actual
marco cultural antropocéntrico. En los términos defendidos por
Nordhaus y Shellenberg, esto supondría la contraposición entre la
vieja narrativa apocalíptica y una nueva «política de la posibilidad»
que afirme el valor de la humanidad en lugar de degradarla 10. De esta
forma, el ecologismo fundacional puede convertirse en una rama mar-
ginal de la más amplia política verde, en su flanco radical. Pero tam-
bién puede comprometer con su obstinada resistencia la emergencia
de un ecologismo renovado, e incluso frustrarla por completo. Y este
fracaso debe evitarse. Si la política verde no se renueva padecerá el
más triste de los finales: la irrelevancia.
Nos encontramos así en un momento de transición. El viejo ecolo-
gismo fundacional se resiste a desaparecer y el nuevo ecologismo pos-
naturalista no termina de nacer. En consecuencia, el movimiento re-
flexivo que la teoría política verde ha puesto en marcha —al volverse
sobre sí misma, sobre sus fundamentos— debe entenderse como el
punto de partida para su necesaria redefinición. Aunque las formas
que vaya a adoptar en el futuro sean todavía una incógnita, parece cla-
ro que su signo distintivo es la voluntad de desvincularse de sus tradi-

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CONCLUSIÓN: ¿EL FIN DEL ECOLOGISMO?

cionales presupuestos naturalistas, a su vez tributarios de una concep-


ción arcádica de las relaciones socionaturales determinante de todo su
aparato normativo. Pero este dogmatismo no puede sostenerse por
más tiempo; es inútil y perjudicial. Y la ruptura con sus principios tra-
dicionales otorga a la reflexión verde la libertad necesaria para hacer
posible su refundación.
Sólo una nueva política verde será capaz de desempeñar un papel
relevante en la construcción de la sociedad liberal sostenible. Es nece-
sario reordenar el debate público medioambiental, despojándolo del
tremendismo que tan a menudo limita su alcance, para decidir colecti-
vamente qué sociedad sostenible queremos. Y, aunque esta politiza-
ción de la naturaleza puede dificultar la consecución de los fines mo-
rales del ecologismo, es el único camino para una reflexión social
provechosa sobre los inevitables problemas que plantea el medio am-
biente humano. No padecemos una crisis de civilización, ni estamos
provocando un apocalipsis ecológico; dejemos a un lado las hipérbo-
les y el sentimentalismo. Se trata de problemas que la humanidad pue-
de solucionar, sin renunciar por ello a los mejores valores de la socie-
dad liberal. Desde luego, el desafío de la sostenibilidad representa una
oportunidad para reorganizar las relaciones socionaturales; no un pre-
texto para abrazar la superstición del regreso humano a la naturaleza.
No podemos vivir en Arcadia; no queramos.

NOTAS

1
Gayil Talshir, «The role of environmentalism: from “The silent spring” to “The
silent revolution”», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), Liberal Democracy and Envi-
ronmentalism. The End of Environmentalism?, Londres, Routledge, pp. 10-31, 2004,
p. 10.
2
Yoram Levy y Marcel Wissenburg, «Conclusion», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), ob. cit., pp. 193-196, p. 194.
3
Yoram Levy, «The end of environmentalism (as we know it)», en Y. Levy y
M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 48-59, p. 48.
4
Mathew Humphrey, «Ecology, democracy and autonomy: a problem of wishful
thinking», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 115-126, p. 115.
5
Cfr. Mike Mills y Fraser King, «The end of deep ecology? —Not quite», en
Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 75-86, p. 76.

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

6
Cfr. Ingolfur Blühdorn, «Post-ecologism and the politics of simulation», en
Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., p. 36; Frederick Buell, From Apocalypse to
Way of Life: Environmental Crisis in the American Century, Nueva York, Routledge,
2003.
7
John Barry, «From environmental politics to the politics of the environment: the
pacification and normalization of the environment?», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), ob. cit., pp. 179-192, p. 191.
8
Cfr. John E. Carroll, Sustainability and Spirituality, Albany, State University
of New York Press, 2004; Alan Carter, A Radical Green Political Theory, Londres,
Routledge, 1999; Janet M. Curry y Steven McGuire, Community on Land. Community,
Ecology and the Public Interest, Lanham, Rowman & Littlefield, 2002; Eric T. Frey-
fogle (ed.), The New Agrarianism. Land, Culture and the Community of Life, Washing-
ton, Island Press, 2001; y Robyn Eckersley, The Green State, Cambridge, The MIT
Press, 2004.
9
Marcel Wissenburg, «Little green lies: on the redundancy of “environment”», en
Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 60-71, p. 65.
10
Cfr. T. Nordhaus y M. Shellenberg, Break Through. From the Death of Environ-
mentalism to the Politics of Possibility, Boston, Houghton Mifflin, 2007, pp. 150-153.

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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

Habida cuenta de que las referencias incluidas en el texto no poseen vocación


exhaustiva, sacrificando así el rigor académico en beneficio de un tono más
ensayístico, orientado a hacer más fácil la lectura, se ha considerado conve-
niente incluir aquí, a la manera de un apéndice, una selección de aquellos tex-
tos a los que el lector interesado puede dirigirse si lo desea. Sin embargo, lo
que sigue tampoco pretende agotar el catálogo de obras existentes; más bien,
se trata de señalar aquellos trabajos que, en cada materia, resultan más repre-
sentativos. Inevitablemente, entonces, la selección refleja el criterio de quien
la propone y opera, de ese modo, como continuación del libro que aquí con-
cluye. De forma que ni están todos los que son ni acaso sean todos los que es-
tán. La vocación de exhaustividad es tan inútil como vana la pretensión de
imparcialidad: esta relación de textos refleja el trabajo al que pone fin. Y vice-
versa.
Desgraciadamente, el lector que no domine el inglés puede encontrar di-
ficultades para adentrarse con garantías en la materia, salvo que decida acudir
a las revistas especializadas antes que a las monografías disponibles. Efectiva-
mente, son pocas las traducciones al español del corpus teórico verde, así
como del conjunto de la reflexión contemporánea sobre las relaciones socie-
dad-naturaleza. Y aunque es cierto que, a medida que aumenta el interés del
público, lo hagan las publicaciones, es inevitable que muchas de las referen-
cias que a continuación se proporcionan correspondan a obras en inglés.
Sin duda, el ecologismo pionero ha recobrado en nuestros días su prota-
gonismo, si no en los temas, sí en sus acentos. De esta manera, quien se aproxi-
me a la literatura ecologista de las décadas de los sesenta y setenta, encontrará
una tonalidad familiar, que oscila entre el alarmismo y la intransigencia moral,
no sin una fuerte orientación científica a menudo discutible. En esta línea se
sitúan la emblemática Primavera silenciosa de Rachel Carson, naturalista nor-
teamericana que publicó en 1962 esta resonante denuncia de los pesticidas
(hay edición española en Crítica, 2001); la malthusiana advertencia de Paul
Ehrlich, The Population Bomb, que en 1965 predecía una segura hambruna
mundial para diez años después; la defensa de la ecología que hiciera Barry

311
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

Commoner en The Closing Circle, en 1972, y que publicara entre nosotros


Plaza & Janés; o, en fin, el emblemático Manifiesto para la supervivencia de
Edward Goldsmith y otros editores de la revista The Ecologist, que Alianza
publicó aquí en 1972, abriendo la puerta a la literatura de los límites natura-
les, representativa de aquel pensamiento verde. Naturalmente, esta tendencia
encuentra su fundamento en el célebre informe que Meadows et al. elevaran
al Club de Roma en 1972, con el título Los límites del crecimiento, continua-
dos y revisados veinte y treinta años después, respectivamente (todas las ad-
vertencias están traducidas al español, publicadas respectivamente por el
Fondo de Cultura Económica, El País-Aguilar y Círculo de Lectores/Galaxia
Gutenberg). Estas revisitaciones, cabe señalar, no buscan tanto reconocer los
errores prospectivos, como insistir en la validez del concepto mismo de límite
natural al desenvolvimiento social. Y aparentemente, visto el estado de la opi-
nión pública, con éxito.
En su momento, este discurso de los límites produjo, de una parte, un
conjunto de glosas e interpretaciones; de otra, la inquietante deriva tecnocrá-
tica del ecoautoritarismo. Entre las primeras, sobresale sin duda la conocida
«tragedia de los bienes comunes» —elaborada por Garrett Hardin en su ar-
tículo de 1977 del mismo título, e incluido en la obra editada junto a John A.
Baden, Managing the Commons—, según la cual nadie se ocupa de lo que de
nadie parece. Y no deja de ser cierto. Entre las segundas, destaca sin duda la
obra de los recalcitrantes Robert Heilbroner y William Ophuls, quienes en
1975 y 1977 publican, respectivamente, las dos obras seminales del ecoautori-
tarismo: An Inquiry into The Human Prospect y Ecology and the Politics of
Scarcity, esta última revisitada y confirmada junto a Stephen Boyan quince
años después. La defensa de un mandarinato ecológico, como única vía de su-
pervivencia, es característica de esta línea de pensamiento, cuyo pesimismo
radical ha sido desmentido con el transcurso de los años; acaso al fracaso de
las predicciones apocalípticas quepa atribuir la posterior atenuación del ar-
gumento autoritario. Afortunadamente, hoy es posible contemplarlo antes
como una curiosidad que como una tentación para el pensamiento verde,
pero cualquier regreso al dogmatismo puede resucitarlo: su interés es, así, el
interés del síntoma.
Sea como fuere, ni la exageración ni el fracaso de las predicciones evita-
ron la consolidación de la primera oleada del pensamiento verde. Produjo
ésta varios efectos inmediatos y su correspondiente literatura, a saber: el im-
pacto sobre otras tradiciones políticas; el desarrollo de una teoría ecologista
más consistente a partir de la década de los ochenta; y el nacimiento de una
respuesta crítica al ecologismo fundacional. Estas dos últimas tendencias
convergen en la actualidad.

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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

Naturalmente, las tradiciones preexistentes no podían dejar de reconocer


en el ecologismo una nueva referencia del pensamiento crítico, esto es, a la
vez una amenaza y una oportunidad. Si, por una parte, el ecologismo podía
oponer una imagen más moderna ante el acartonado marxismo, por otra éste
podía salir reforzado de la asimilación de una nueva herramienta para la críti-
ca del capitalismo. De ahí que, todavía poderosos, socialismo y marxismo
procedieran, por un lado, a una lúcida crítica de las ingenuidades del ecolo-
gismo, especialmente en lo que se refiere a su concepción de la relación socio-
natural. Esta respuesta es a veces destructiva, como en el caso del brillante en-
sayo de Hans-Magnus Enzensberger Para una crítica de la ecología política
(Barcelona, Anagrama, 1973), pero más a menudo constructiva, como la ente-
ra obra del señalado ecosocialista David Pepper (en especial, su recomendable
The Roots of Modern Environmentalism, que Routledge dio a la luz en 1984, y
en el que su autor explora críticamente las raíces del ecologismo político,
para defender su necesaria filiación en el pensamiento socialista), y, en el senti-
do contrario de una defensa de la ecologización del socialismo, el emblemático
Cambio de sentido del alemán oriental Rudolf Bahro, que Ediciones Hoac tra-
dujo al español en 1986. Este empeño es especialmente visible en la obra del
fallecido André Gorz, muy leído en nuestro país y de quien puede citarse Ca-
pitalismo, socialismo, ecología (Ediciones Hoac, 1995); su lectura puede com-
plementarse con la del pequeño clásico Los utópicos postindustriales, de Boris
Frankel (Alfons el Magnánim, 1990). De hecho, si el pensamiento verde espa-
ñol ha poseído, hasta el momento, una seña de identidad, es la general ads-
cripción del mismo a la tradición ecosocialista —que combina la crítica del
capitalismo con la defensa de un giro ambiental en las relaciones sociales—.
En esa línea se sitúan la obra de Jorge Riechmann (véase su trabajo junto a
Francisco Fernández-Buey: Ni tribunos: Ideas y materiales para un programa
ecosocialista, Siglo XXI, 1996) y el notable esfuerzo realizado, recientemente,
por Ángel Valencia Sáiz, editor de La izquierda verde (Icaria, 2008), explora-
ción del homónimo proyecto de convergencia política.
Por su parte, la recepción marxista del pensamiento verde ha sido espe-
cialmente interesante, por cuanto aquél ha combinado la defensa de sus pro-
pias posiciones con una —fascinante, discutible— relectura verde del propio
Marx. Marx Goes Green!, Reiner Grundmann, Ted Benton (inteligentísimo
autor, no traducido a nuestra lengua) y Paul Burkett son relevantes en este
sentido. En nuestro idioma, John Bellamy Foster ha publicado La ecología de
Marx: materialismo y naturaleza (Ediciones de Intervención Cultural, 2004),
una notable y original síntesis de este debate; en un sentido más amplio, como
muestra del empleo marxista del tema verde, de acuerdo con el cual el capita-
lismo es insostenible y las viejas tesis marxistas nunca han dejado de tener ra-

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zón, tenemos las Causas naturales. Ensayos de marxismo ecológico (Siglo XXI,
2008), del incombustible James O’Connor. En mi artículo «Prometeo desen-
cadenado. Sobre la concepción marxista de la naturaleza» (Revista de Investi-
gaciones Sociológicas y Políticas, vol. 3, núm. 1, diciembre de 2004, pp. 61-83),
he tratado, a mi vez, de mostrar cómo el propio Marx puede, muy al contra-
rio, ser reinterpretado en favor de una concepción del ecologismo como la
defendida a lo largo de esta obra, sólo que con más detalle, en lo que al pensa-
miento marxiano se refiere, de lo que aquí se ha mostrado.
La asociación de anarquismo y feminismo con el pensamiento verde ha
dado lugar a dos curiosos híbridos, que han contribuido a abrir nuevas vías a
aquellas familias ideológicas: ecoanarquismo y ecofeminismo. Sin duda alguna,
Murray Bookchin es el autor de cabecera de la llamada ecología social, que asu-
me el modelo reticular de la ecología como modelo para la renovación del pen-
samiento anarquista, con un formidable grado de sofisticación filosófica. La
tradición anarquista hispánica parece seguir honrando a sus cultivadores ex-
tranjeros, toda vez que la obra más destacada de Bookchin (curiosamente, au-
tor de un estudio, también traducido, sobre el anarquismo español entre 1868 y
1936) está disponible en nuestra lengua: La ecología de la libertad. El surgimien-
to y la disolución de la jerarquía (Nossa y Jara, 1999). Junto a Bookchin, el pen-
samiento biorregionalista representa muy adecuadamente la —a menudo deli-
rante— fusión de anarquismo y ecología, mediante una organización social
establecida a partir de la configuración biofísica del territorio. Sin recepción es-
pañola, el prolífico Kirpatrick Sale es su principal teórico, sobre todo en su
Dwellers in the land. The Bioregional Vision (Sierra Club Books, 1985), obra
que por momentos puede leerse como un tratado cómico, dada, entre otras co-
sas, la magnitud del proyecto de transformación global que flemáticamente
pone sobre la mesa. Para los interesados en conocer el ecofeminismo, Carolyn
Merchant y Valerie Plumwood han escrito quizá las obras esenciales, por des-
gracia no disponibles en español: respectivamente, The Death of Nature. Wo-
men, Ecology and the Scientific Revolution (Harper & Row, 1989), y Feminism
and the Mastery of Nature (Routledge, 1993). No obstante, en España podemos
leer la obra de Maria Mies y Vandana Shiva, La praxis del ecofeminismo (Icaria,
1998), Feminismo y ecología de Mary Mellor (Siglo XXI, 2000), y la autóctona
síntesis de María Antonia Bel Bravo, Ecofeminismo: un reencuentro con la natu-
raleza (Universidad de Jaén, 1999), de expresivo título. Tanto en este terreno
como en los demás, huelga decirlo, el lector especializado tiene a su disposición
una ingente cantidad de artículos en revistas académicas nacionales e interna-
cionales: no faltará material a quien desee descender a las profundidades.
Hay que distinguir, cuando del pensamiento propiamente verde se trata,
distintos acentos. Su desarrollo multiforme no impide distinguir un conjunto

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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

de elementos comunes a sus diferentes familias, pero es también conveniente


separar éstas. A su vez, es posible diferenciar aquí las obras que aspiran a
ofrecer una visión coherente, o de conjunto, de aquellas que más decantada-
mente apuestan por una versión del ecologismo; siempre, conviene aclarar,
dentro del marco general del ecocentrismo y de la apuesta por una transfor-
mación ecológica sustancial de la sociedad; o, dicho de otra manera, con ex-
plícito rechazo del reformismo. Desde luego, quien desee encontrar una in-
mejorable síntesis de lo que sea y quiere ser el ecologismo político, debe
acudir al seminal Pensamiento político verde de Andrew Dobson, publicado
por vez primera en 1990 y que ha conocido hasta cuatro ediciones, la última
en 2007 a cargo de Routledge; en España, Paidós tiene publicada la primera
edición, en 1997. Del mismo autor, Trotta tiene publicada en 1999 una anto-
logía del pensamiento verde, que sirve como útil aproximación a los textos
esenciales del corpus verde, hasta tanto la traducción de los mismos se lleva a
término. Y en una línea similar, se sitúan los pensadores ya históricos del de-
sarrollo de la teoría política verde de las décadas de los ochenta y, quizá más
aún, los noventa. Son textos imprescindibles los de John Dryzek (Rational
Ecology. Environment and Political Economy, Cambridge University Press,
1987), Robyn Eckersley (Environmentalism and Political Theory, State Uni-
versity of New York Press, 1992), Robert Goodin (Green Political Theory,
Polity, 1992) y Tim Hayward (Ecological Thought: an Introduction, Polity,
1995). Y son, todos ellos, logrados intentos por armar un pensamiento verde
autónomo y comprensivo, que transitan de la filosofía a la política.
Quien, sin embargo, desee adentrarse en los complejos y fascinantes me-
andros de la filosofía y la ética medioambientales, puede encontrar un buen
punto de partida en la compilación de John O’Neill et al., Environmental
Ethics and Philosophy (Edward Elgar, 2001), que recoge el conjunto de deba-
tes en torno al valor de la naturaleza y su consideración moral. En esta misma
línea se sitúa el problema de los derechos de los animales, que acaso al recibir
una mayor atención pública está mejor servida en nuestro país. Son recomen-
dables y recientes los trabajos de Tom Regan (Jaulas vacías. Cuadernos para
dialogar sobre animales. El desafío de los derechos, Sli Tandem, 2006, si bien su
opus magnum sigue siendo The Case for Animal Rights, University of Califor-
nia, 1985) y el conocido Peter Singer (Liberación animal, Trotta, 1999), quie-
nes desde distintas argumentaciones morales desembocan en la misma de-
manda: la concesión de derechos humanos al mundo animal. No obstante,
escasean en nuestro panorama editorial las obras críticas con este enfoque,
como las esenciales de R. G. Frey (Interests and Rights: The Case Against Ani-
mals, Clarendon Press, 1980) o, más recientemente, Tibor Machan (Putting
Humans First: Why we are Nature’s Favorite, Rowman & Littlefield, 2004).

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Por su parte, la ecología profunda apela a la dimensión espiritual del ser hu-
mano en contacto con la naturaleza. Y si bien podría decirse que, en su rigor
casi místico, este pensamiento no es de este mundo, no es menos cierto que,
con diferentes formas, nunca ha dejado de ejercer un poderoso influjo sobre
el ecologismo más radical. Ya en 1972, el noruego Arne Naess apelaba a la
conciencia humana como motor de cambio en las relaciones socioambienta-
les, desarrollando un pensamiento que encuentra adecuada summa en su tra-
bajo Ecology, Community and Lifestyle (Cambridge University Press, 1989).
Fueron Bill Devall y George Sessions, sin embargo, quienes escribieron el
más citado tratado de ecología profunda, hasta donde sé, sin traducción dis-
ponible: Deep Ecology. Living as if Nature Mattered (Gibbs Smith, 1985).
Tal como se ha podido comprobar a lo largo de este trabajo, sin embargo,
la reflexión ética sobre la naturaleza debe ser complementada, e incluso ante-
cedida, por la reflexión filosófica sobre su mismo concepto y la índole de las
relaciones socionaturales. Ya se ha apuntado que el marxismo ofrece un nota-
ble interés al respecto, desarrollado sobre todo en los afamados Manuscritos:
economía y filosofía (Alianza, 1980); también se ha señalado ya que el utilísi-
mo concepto de metabolismo encuentra en la obra del represaliado Nikolái
Bujarin un brillante desarrollo (en su Teoría del materialismo histórico, Ma-
drid, Siglo XXI, 1972). No obstante, para un más directo y moderno trata-
miento del problema de la naturaleza es indispensable la obra de Kate Soper,
What is Nature? (Blackwell, 1995), donde se cuestiona la naturaleza sin me-
diación en que a menudo los verdes confían, por medio de una rigurosa, pero
amena, categorización filosófica. En esta vena, que parece alimentarse por
igual del constructivismo moderado y la posmodernidad sociológica, pode-
mos situar también a dos pensadores de filiación marxista, como Peter Dic-
kens (Society and Nature. Towards a Green Social Theory, Harvester Wheats-
heaf, 1992), David Harvey (Justice, Nature & the Geography of Difference,
Blackwell, 1996), así como a los originales Phil MacNaghten y John Urry
(Contested Natures, Sage, 1998) y al sociólogo Klaus Eder (The Social Cons-
truction of Nature, Sage, 1996). Más antiguo, aunque excelente, es el estudio
de Serge Moscovici, Sociedad contra natura (Siglo XXI, 1975), donde se abor-
da filosóficamente el problema de la coevolución sociedad-naturaleza. En es-
tos textos se pone en cuestión aquello que entendamos por naturaleza, desve-
lándose su dimensión ineludiblemente social y la ausencia de una categoría
unificadora que nos sirva para reducir a una sola naturaleza la pluralidad de
las interacciones humanas con el entorno. Esta verdad abstracta encuentra
una espléndida formulación, a la vez conceptual y práctica, en el reader de
William Cronon, Uncommon Ground. Rethinking the Human Place in Nature
(W. W. Norton & Company, 1996). Y una formulación exitosa en el conjunto

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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

de la sociología del riesgo, que tiene precisamente como punto de partida la


artificialidad del entorno y el final de la naturaleza tal como clásicamente
la habíamos entendido: Ulrich Beck (La sociedad del riesgo, Paidós, 1998;
aunque la traducción es lamentable) y Anthony Giddens (Consecuencias de la
modernidad, Alianza, 1993); y ambos, a su vez, en la compilación que editan
junto a Scott Lash: Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el
orden social moderno (Alianza, 1997). Son lecturas sugerentes, que contextua-
lizan adecuadamente el problema de la naturaleza en el marco de la moderni-
dad tardía y la irreversible interpenetración socionatural, si bien su catálogo
de soluciones no siempre es tan convincente.
Este tema del fin de la naturaleza encuentra a veces en el ecologismo —o
en aquellos pensadores ecologistas que se avienen a reconocer la veracidad de
ese enunciado— un hermoso tono elegíaco, donde la denuncia se tiñe de me-
lancolía por la naturaleza perdida. Es el caso de la obra de Bill McKibben, El
fin de la naturaleza (Editorial Diana, 1990), aunque también de la más reciente
The end of the Wild, hermosa obrita de Stephen Meyer (The MIT Press, 2006).
Es irrepetible, en cambio, la serena meditación que el malogrado Alexander
Wilson ofrece en The Culture of Nature. North American Landscape from Dis-
ney to the Exxon Valdez (Blackwell, 1992), obra que combina el texto con la
fotografía para concluir, a su manera, que la naturaleza ya sólo existe en nues-
tra memoria, tan abundantes son los nostálgicos signos de su desdibujamiento.
Menos melancólicos, pero tanto más necesarios, son los tratados filosófi-
cos que critican el antihumanismo latente en parte del pensamiento verde y
desenmascaran la fetichización de la naturaleza a que el mismo propende. Es
imprescindible, aunque difícil de encontrar, La anti-naturaleza, del francés
Clément Rosset (Taurus, 1974); recientemente, con su habitual brillantez,
Giorgio Agamben se ha ocupado de la divisoria sociedad-naturaleza en Lo
abierto. El hombre y el animal (Pre-Textos, 2005); también merece que se
consulte la obra de Neil Evernden The Social Creation of Nature (The Johns
Hopkins University Press, 1992). Este rechazo de las premisas filosóficas más
esenciales o radicales de los verdes es también, naturalmente, el punto de par-
tida del conjunto de obras que, desde los orígenes del movimiento verde, se le
han opuesto.
Sin duda, esta tradición crítica, peyorativamente denominada por los ver-
des tradición cornucopiana o prometeica, se ha alimentado desde sus oríge-
nes de fuentes muy dispares: hay muchas formas de contestar al ecologismo
fundacional. Wilfred Beckermann publicó ya en 1974 su In Defence of Econo-
mic Growth, iniciando así una carrera académica que ha combinado la agita-
ción con el rigor: véase, en este sentido, su ejemplar Lo pequeño es estúpido,
que publicara Debate en 1996. También de la misma época es el valioso estu-

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dio de John Passmore, La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza.


Ecología y tradiciones en Occidente (Alianza, 1978), a la vez estudio histórico-
cultural y defensa de un humanismo responsable en nuestra relación con el
medio. Esta literatura, esencialmente, se ha preocupado por refutar el catas-
trofismo verde, mediante el sencillo expediente de invocar la realidad. Desde
la obra colectiva de Simon y Kahn, The Resourceful Earth (Wiley/Blackwell,
1984), hasta El ecologista escéptico de Bjon Lômborg (Espasa, 2003), han ido
en aumento las obras que tratan de responder con datos a un ecologismo que
siempre ha gustado de ofrecerlos —una guerra de interpretaciones que alcan-
za su cénit, de momento, con la querella en torno al cambio climático—. Sea
como fuere, muchas de estas críticas provienen del interior mismo del ecolo-
gismo, provocando en él un lento movimiento de renovación que puede estar
dando forma a la política verde del futuro.
Este debate interno al ecologismo, acerca de la orientación que la política
verde deba tomar, se ha intensificado en los últimos años, a medida que han
surgido más voces contrarias a la herencia fundacional del ecologismo radical
y en defensa de un pensamiento verde más democrático, menos naturalista,
más flexible. Entre los autores que plantean la necesidad de este giro reflexi-
vo en el interior de la teoría verde figuran, destacadamente, John Barry (sobre
todo, con su Rethinking Green Politics. Nature, Virtue and Progress, Sage,
1999), Douglas Torgerson (The Promise of Green Politics, Duke University
Press, 1999), Avner De-Shalit (The Environment: Between Theory and Practi-
ce, Oxford University Press, 2000) y Mathew Humphrey (compilador del ilu-
minador Political Theory and the Environment: A Reassessment, Frank Cass,
2003). Todos ellos tratan de reinventar la política verde, a partir del cuestio-
namiento de los dogmas fundacionales y de un claro compromiso con la polí-
tica democrática. Sobre este último problema, de hecho, hay dos magníficas
compilaciones, que exploran las dificultades y posibilidades de un modelo
democrático verde: Democracy and Green Political Thought (Routledge,
1996), de Brian Doherty y Marius De Geus; y Democracy and the Environ-
ment (Edward Elgar, 1996), de William Lafferty y James Meadowcroft, a las
que puede sumarse el número monográfico que Environmental Politics dedi-
cara al asunto en invierno de 1995.
Era razonable esperar que, abierto el ecologismo a la democracia, surgie-
ran numerosas obras dedicadas a indagar en la naturaleza de esa vinculación.
Pues bien, la misma ha terminado por adoptar, en los últimos años, una forma
casi obsesiva: la vinculación entre ecologismo y democracia deliberativa,
como medio para el alumbramiento de una democracia —gloriosamente—
verde. Pueden servir de referencia al lector las obras de John Dryzek (Delibe-
rative Democracy and Beyond. Liberals, Critics, Contestations, Oxford Univer-

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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

sity Press, 2000) y Graham Smith (Deliberative Democracy and the Environ-
ment, Routledge, 2003), si bien conviene adquirir una perspectiva más amplia
acerca de los problemas intrínsecos a la democracia deliberativa y del conjun-
to de posibilidades institucionales que tiene a su alcance un modelo verde de
democracia (algo que puede encontrarse en el completo reader de Michael
Saward, Democratic Innovation. Deliberation, Representation and Association,
Routledge, 2000). Son, en todo caso, innumerables los artículos sobre el par-
ticular en las revistas especializadas.
La apertura del pensamiento verde supone también un giro, si bien mo-
derado, en sus relaciones con el liberalismo: pasan, podría decirse, de la into-
lerancia al coqueteo. Tal como se ha sostenido en este trabajo, no hay futuro
para liberalismo y política verde que no pase por su recíproca aceptación. El
liberalismo tiene que dejar de contemplar el medio ambiente como una mo-
lestia, cosa que parece empezar a hacer; y el ecologismo tiene que abrazar los
principios liberales, pese a que sigue siendo, todavía, mayoritariamente antili-
beral. Mark Sagoff publicó en 1990 una obra pionera (The Economy of the
Earth. Philosophy, Law and the Environment, Cambridge University Press),
cuyo testigo recogerían, sobre todo, el incisivo filósofo holandés Marcel Wis-
senburg en su importante Green Liberalism. The Free and the Green Society
(UCL Press, 1998), y aún después, por ejemplo, Simon Hailwood en How to
be a Green Liberal: Nature, Value and Liberal Philosophy (Acumen, 2004). El
lector español encontrará una completa discusión de los problemas de encaje
que presentan liberalismo y ecologismo en el número monográfico que al
tema consagrase en 1999 el número 13 de la Revista Internacional de Filosofía
Política. Y son de destacar, también recientemente, la obras que plantean la
posibilidad de que este desarrollo crítico haya provocado, o esté a punto de
provocar, la misma muerte del ecologismo: así, los autores que acuñaron esa
idea en un artículo de 2004, Robert Nordhaus y Steve Shellenberg, abogan
por la renovación de la política verde a través de un discurso de crecimiento y
progreso, antes que de límites, en Break Through. From the Death of Environ-
mentalism to the Politics of Possibility (Houghton Mifflin, 2007); y esta posi-
bilidad es sopesada en el trabajo colectivo compilado por Marcel Wissenburg
y Yoram Levy, Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Envi-
ronmentalism? (Routledge, 2004).
Renovar la relación del ecologismo con la democracia y la sociedad libe-
ral ha supuesto, asimismo, abordar un conjunto de problemas e instituciones
preexistentes, que ahora deben ser contemplados a la luz de su dimensión
ecológica. Entre aquéllos, ocupa un papel predominante la relación entre la
democracia, la ciencia y los riesgos medioambientales; entre las segundas, la as-
cendente noción de la ciudadanía ecológica. Ya vimos que la relación entre

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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO

ecología y democracia era susceptible de una completa inversión, de acuerdo


con la cual ésta debía someterse a aquélla. Afortunadamente, la propuesta
ecoautoritaria ha dejado paso a una consideración más serena del problema
que plantea la necesidad del conocimiento experto, cuando de realizar demo-
cráticamente la sostenibilidad se trata. Buenas guías para orientarse en este
problema son la obra del verde radical británico —devenido moderado— Jo-
nathon Porritt (Actuar con prudencia: ciencia y medio ambiente, Blume, 2003)
y la imprescindible monografía de John O’Neill, Ecology, Policy and Politics
(Routledge, 1993). A su vez, la relación de la democracia y la gestión de los
riesgos medioambientales tardomodernos es objeto de un magnífico trata-
miento por parte de Richard Hiskes en su Democracy, Risk and Community.
Technological Hazards and the Evolution of Liberalism (Oxford University
Press, 1999), en el marco de un enfoque que ha ganado fuerza en los últimos
años: el estudio de la relación entre democracia y gestión del riesgo.
Precisamente, en este terreno fronterizo entre el sistema institucional, la
política informal y la vida cotidiana se sitúa la incipiente y rica noción de
la ciudadanía ecológica. Es evidente que el ciudadano del futuro será verde o
no será; sin embargo, no está claro aún qué significa serlo, ni cómo puede exi-
girse que lo sea. Andrew Dobson demostró su capacidad para mantenerse en
la primera línea del debate con la publicación de Citizenship and the Environ-
ment, en 2003 (Oxford University Press), exploración de las posibilidades de
la ciudadanía ecológica para la articulación de una política verde radical. En
este texto ya se incorporaba plenamente a la reflexión el giro que para la ciu-
dadanía ecológica implica la globalización en curso. Sobre este problema,
pueden consultarse con provecho las obras de April Carter, que sitúa a la ciu-
dadanía ecológica en el marco de la aspiración a una ciudadanía global (The
Political Theory of Global Citizenship, Routledge, 2001); y, sobre todo, la
completa obra colectiva auspiciada por Andrew Dobson y Ángel Valencia
Sáiz, por desgracia sin traducción al castellano: Citizenship, Environment, De-
mocracy (Routledge, 2006). España no ha llegado aún a este debate, o no lo ha
hecho sino en el reducido ámbito académico; es cuestión de tiempo que este
concepto sirva para la discusión pública acerca de la contribución del ciuda-
dano a la sostenibilidad.
Y precisamente es la sostenibilidad el concepto que sostiene el entero
programa del ecologismo político, junto a su corolario metasocial: la realiza-
ción de la sociedad sostenible. Sin embargo, la progresiva ecologización de la
sociedad ha privado a los verdes de su inicial monopolio teórico sobre el par-
ticular; ahora, el debate se desarrolla en distintas direcciones, conforme en-
tran en conflicto —teórico y político— distintas ideas de la sostenibilidad.
Está disponible en castellano el informe elevado a la ONU que está en el origen

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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

de este debate público: Nuestro futuro común (Alianza, 1988), cuya lectura es
recomendable por razones genealógicas. Desde entonces, naturalmente, el
concepto se ha refinado y hecho más complejo. Son recomendables las obras
de Ian Drummond y Terry Marsden, The Condition of Sustainability (Rout-
ledge, 1999), donde se traza una visión general del asunto; la distinción que
precisa Eric Neumayer entre las versiones fuerte y débil de la sostenibilidad,
Weak versus Strong Sustainability. Exploring the Limits of Two Opposing Para-
digms (Edward Elgar, 1999); y la notable obra de síntesis armada por Simon
Dresdner, The Principles of Sustainability (Earthscan, 2002). La crítica razo-
nada puede encontrarse en Wilfred Beckerman y su A Poverty of Reason. Sus-
tainable Development (The Independent Institute, 2002). Y sobre los más es-
pecíficos problemas de la justicia distributiva intrageneracional y la justicia
intergeneracional son obras de referencia, respectivamente, las del inevitable
Andrew Dobson (Justice and the Environment. Conceptions of Environmental
Sustainability and Theories of Distributive Justice, Oxford University Press,
1998) y Avner De-Shalit (Why Posterity Matters. Environmental Policies and
Future Generations, Routledge, 1995). En nuestro país, la literatura disponi-
ble es, comparativamente, pobre. No obstante, podemos señalar algunos es-
fuerzos de sistematización, como los realizados por Pedro Ibarra et al. (Desa-
rrollo sostenible: un concepto polémico, Universidad del País Vasco, 2000) y
Luis Jiménez Herrero (Desarrollo sostenible. Transición hacia la coevolución
global, Pirámide, 2000).

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