Sueño y Mentira Del Ecologismo - Nodrm
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SUEÑO Y MENTIRA
DEL ECOLOGISMO
por
España
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Argentina
A la memoria de mi padre
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS ......................................................................... XI
1. NATURALEZA Y SOCIEDAD........................................... 25
I. LA CONDICIÓN HISTÓRICA Y SOCIAL DE LA NATURALEZA ....... 25
I.1. La concepción verde de la naturaleza ........................... 27
I.2. Naturaleza superficial y naturaleza profunda ................ 33
I.3. La sociedad en la naturaleza ........................................ 36
II. LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA NATURALEZA..................... 49
II.1. Exceso y verdad del constructivismo ........................... 50
II.2. La cuestión de los límites naturales.............................. 56
II.3. Constructivismo y valor intrínseco de la naturaleza....... 60
II.4. Hacia una adecuada comprensión de las relaciones so-
cionaturales ............................................................... 64
III. NATURALISMO VERSUS DUALISMO ........................................ 67
III.1. Hombres y animales: la incierta distancia.................... 69
III.2. La reducción naturalista de la condición humana ........ 72
VII
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AGRADECIMIENTOS
Es bien sabido que cualquier libro, por más que tenga un solo autor, o
precisamente por el hecho de tenerlo, es sólo el resultado final de una
suma de influencias dispares. Desde ese punto de vista, de hecho,
cualquier texto entregado a la imprenta es —ni más ni menos— una
simplificación. Y esto, en más de un sentido. Porque el trabajo de va-
rios años se condensa en unos cientos de páginas; porque estas pági-
nas nunca dicen exactamente lo que queríamos que dijeran; porque
quizá no pueden decirlo. ¡Los gajes del oficio! Sin embargo, estas pe-
queñas tragedias, comunes a cualquier proceso de escritura, son rápi-
damente olvidadas cuando la vanidad del autor contempla el trabajo
concluido: parece verdaderamente nuestro. Tanto más necesario es,
entonces, detenerse a pensar en la genealogía de la propia obra, en sus
prohijamientos involuntarios, en su modesta historia. A fin de cuen-
tas, ya es bastante presunción firmarla; reconózcanse, al menos, las
deudas con ello contraídas.
Este trabajo comenzó hace casi una década. Y esto, que podría ser
un demérito, debe figurar aquí como una circunstancia benéfica: el pro-
pio tiempo ha trabajado en la investigación. De hecho, su gradual proce-
so de maduración ha terminado por conducirme a un lugar distinto
del que esperaba. La obra es así notablemente distinta de la tesis doc-
toral en la que, entonces, abordé primeramente esta materia. Sucesi-
vas estancias en el extranjero y distintas revisiones en profundidad
han terminado por dar forma a un trabajo acaso más ensayístico que
académico, y menos preocupado por la exhaustividad que por la ex-
presión razonada de ideas. En ese sentido, aunque se abunda en ello
ya desde el comienzo, mi intención no es otra que contribuir al debate
público, y hacerlo mediante una posición más bien inhabitual, al me-
nos en nuestro país: la defensa de la sociedad liberal y de su capacidad
para ser sostenible. Se propone, esencialmente, una crítica del ecolo-
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AGRADECIMIENTOS
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xibilidad se han instalado como los más altos valores hacia los que dirigirse, el
término crisis medioambiental y sus implicaciones ha devenido anacrónico 8.
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NOTAS
1
Naturalmente, Al Gore, el político del establishment reconvertido en «gigante
verde» (cfr. The Economist, 24 marzo de 2007, p. 52; The Observer Magazine, 24 de ju-
nio de 2007).
2
Cfr. Rob Jackson, The Earth Remains Forever. Generations at a Crossroads, Aus-
tin, University of Texas Press, 2002, p. 132.
3
Cfr., respectivamente, Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory,
Nueva York, State University of New York, 1992, p. 17; Jonathon Porritt, Seeing
Green. The Politics of Ecology Explained, Londres, Basil Blackwell, 1984, p. 116; y Ju-
lian Saurin, «Global Environmental Crisis as the “Disaster Triumphant”: The Private
Capture of Public Goods», Environmental Politics, vol. 10, núm. 4, invierno, 2001,
pp. 63-84, p. 65.
4
Bjorn Lomborg, The Skeptical Environmentalist, Cambridge, Cambridge Uni-
versity Press, 2001, pp. 1-51.
5
Cfr. The Guardian, 15, 17 y 20 de agosto y 1 de septiembre de 2001.
6
La obsesión verde por el futuro se manifiesta a veces de forma grotesca, por
ejemplo, en la preocupación acerca del «futuro profundo» que tendrá lugar dentro de
cien mil años, y para el cual debemos asumir como objetivo «una supervivencia de cali-
dad» (cfr. Doug Cocks, Deep Futures. Our Prospects for Survival, Montreal, University
of New South Wales Press, 2003).
7
John Barry, «From environmental politics to the politics of the environment: the
pacification and normalization of the environment?», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmentalism?, Lon-
dres, Routledge, 2004, pp. 179-192; Ingolfur Blühdorn, «Post-ecologism and the poli-
tics of simulation», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 35-47.
8
Ingolfur Blühdorn, Post-ecologist Politics: Social Theory and the Abdication of the
Ecologist Paradigm, Londres, Routledge, 2004, p. 14.
9
William Ophuls y Stephen Boyan Jr., Ecology and the Politics of Scarcity
Revisited. The Unraveling of the American Dream, Nueva York, W. H. Freeman and
Company, 1992, p. 11.
10
Lester Milbrath, Environmentalists. Vanguard for a New Society, Nueva York,
State University of New York Press, 1984, p. 7.
11
También desde bien pronto, la atribución de culpa a la cultura occidental dio lu-
gar a una particular forma de escapismo. Algunas voces del movimiento verde propo-
nen una refundación axiológica basada en culturas, como las orientales, presuntamen-
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te más respetuosas con el medio natural (cfr. Lynn White, «The Historical Roots of
Our Ecological Crisis», Science, vol. 155, núm. 3767, pp. 1203-1207). Empeño dudo-
so, por no cumplirse la premisa mayor: un respeto hacia el medio que está en las filoso-
fías orientales, pero no en su historia.
12
Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992; Bryan Norton,
Toward Unity Among Environmentalists, Oxford, Oxford University Press, 1991.
13
Clément Rosset, La anti-naturaleza, Madrid, Taurus, 1974.
14
Cfr. Roland Barthes, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 2003.
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El mundo natural sigue siendo el mismo; somos nosotros los que he-
mos cambiado, porque lo han hecho nuestros conocimientos. Desde
el punto de vista verde, el nuevo paradigma ecológico vendría a supe-
rar definitivamente una concepción darwiniana, basada en la selec-
ción natural espontánea que resulta de la lucha por la supervivencia.
Aquella visión moderna de la naturaleza se rige por la competencia
entre especies; la armonía es el producto de la supervivencia del más
capacitado para sobrevivir a un entorno hostil. Ahora, en cambio, re-
tirada la lente deformante de nuestra autopercepción social, el mundo
natural revelaría su pacífico esplendor, adoptando como principales
características la interdependencia y la cooperación de sus integran-
tes, el equilibrio armónico entre las partes y el todo. Es una armoniosa
red de redes, donde el orden es un rasgo sistémico, no el producto de
la depredación. En palabras de Murray Bookchin: «La vida es activa,
interactiva, procreadora, relacional y contextual» 4. Es una concep-
ción orgánica, donde los flujos de energía cobran más importancia
que los organismos particulares, donde ningún elemento puede com-
prenderse cabalmente al margen de la matriz de la que es forma. La
afirmación del holismo acompaña al rechazo del agonismo darwinista,
o, si se prefiere, de las versiones simplificadas de la obra de Darwin 5.
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los prados, uno nunca puede aprehender los hechos esenciales de nin-
guno de ellos» 6. Esta cualidad inasible del mundo natural es enfatiza-
da por el movimiento verde, contra la vieja concepción ilustrada se-
gún la cual podemos conocer las leyes que rigen su funcionamiento:
«Una perspectiva ecocéntrica, en cambio, reconoce que la naturaleza
no sólo es más compleja de lo que actualmente sabemos, sino también
muy posiblemente más compleja, en principio, de lo que podemos lle-
gar a saber» 7.
Nuestras sistematizaciones se ven así reducidas a la condición de
meras representaciones, figuraciones que constituyen simples hipóte-
sis. Y la naturaleza se sitúa de esta forma más allá del conocimiento
humano, en una esfera distinta: la espiritual. Se abre con ello la puerta
a su resacralización, al reencantamiento del mundo que debe reparar
la herida abierta entre naturaleza y cultura:
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La naturaleza posee para los verdes un valor normativo, esto es, puede
ser empleada como fundamento para la ordenación social. Así, la na-
turaleza es física e ingeniera de sistemas, filósofa y teóloga, científica
política y, en una palabra, maestra para el hombre. En la fórmula de
Barry Commoner: Nature knows best 12. Éste es el origen del naturalis-
mo verde: la atribución a la naturaleza de fuerza prescriptiva. Así, por
ejemplo, la relacionalidad del ecosistema es una llamada a la solidari-
dad, la feminidad de la naturaleza en su conjunto, una reafirmación de
los valores de la mujer; y así sucesivamente. Cuanto mayor es la radi-
calidad de la tendencia verde de que se trata, más estrecha será la rela-
ción entre el rasgo de la naturaleza observado y la norma deducida
del mismo; norma que, por ser extraída del funcionamiento mismo del
mundo natural, se presenta como norma indiscutible en tanto que na-
tural. Esta inclinación a deducir los mandatos morales y políticos del
mundo natural es el origen de la ambivalencia que caracteriza el entra-
mado doctrinal de la filosofía y política verdes.
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Nos encontramos así con una oposición crucial entre una natura-
leza profunda y una naturaleza superficial, que se refieren a dimensio-
nes distintas de una misma realidad. Soper no deja de mencionar, en
ese sentido, que estos dos conceptos —realista y profano— son dos
aspectos de un todo complejo y ontológicamente estratificado. Por su-
puesto, no hay nada fuera de la naturaleza, entendida como la materia
prima de la totalidad del ser. Pero esta diferenciación es muy relevan-
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Por esto hay siempre un punto de mala conciencia en la alegría ante cualquier
viejo muro, ante cualquier vivienda campestre, aunque también es verdad
que esa alegría sobrevive a la reflexión que la convierte en dudosa. Mientras
un progreso utilitarista y romo siga violentando la superficie de la tierra, no
podrá desalojarse del todo la idea, por más pruebas en contrario que se aduz-
can, de que cuanto hay más acá o antes del rumbo actual, es mejor y más hu-
mano por haberse rezagado 20.
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gen resulta ser otro producto de la modernidad, sin que ello suponga
discutir su realidad.
Pues bien, la democratización del sentimiento romántico agudiza
esta paradoja. Y lo hace al banalizar irremediablemente su experien-
cia, convertida en mercancía de la industria turística y la audiovisual:
una parodia del viejo sentimiento de lo sublime. Esta mercantilización
es determinante en el proceso de construcción social de la naturaleza
virgen y en la difusión del sentimiento asociado a su contemplación,
ya que, en la presentación de la oferta, se encuentra prefigurado el
contenido de la demanda. Es la naturaleza à la National Geographic.
La espectacularización de la naturaleza virgen precede a un consumo
ordenado y fragmentado de la misma, condicionando la percepción
de lo natural por parte del turista o espectador. Si el sentimiento ro-
mántico era una respuesta a los estragos de la modernidad —que
adoptaba la forma de la emoción sublime, individualmente experi-
mentada—, la mercantilización de la naturaleza virgen configura la
experiencia de lo salvaje como acto colectivo de consumo, ligado a la in-
dustria del ocio 28.
No es por eso sorprendente que el actual heraldo de la naturale-
za virgen, el movimiento verde, haya acabado por recuperar parte
del viejo elitismo de lo sublime. La asimilación capitalista de la estética
verde amenaza convertirse en la cooptación de su ética; de hecho, el
atractivo de la causa ecologista para las celebridades cinematográfi-
cas ejemplifica ese peligro de trivialización. No hay, en el ecologismo
fundacional, lugar para la trivialidad. Así, sólo algunas experiencias
de contacto con la naturaleza virgen serían correctas, por cuanto
aciertan a revelar su verdadera esencia; otras no son más que parte de
un circo banal. Naturalmente, creer que existe una aprehensión co-
rrecta supone defender un objetivismo que la misma evolución histó-
rica de la noción de naturaleza virgen se empeña obstinadamente en
rechazar.
La contradictoria artificialidad de la naturaleza virgen, como con-
cepto y como experiencia, se ve así reforzada por la defensa verde del
esencialismo. Este esencialismo insiste en definir la naturaleza por
oposición a lo humano, cuando el mismo proceso de constitución de
la naturaleza virgen nos demuestra lo contrario:
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Ésta es, pues, la paradoja central: la naturaleza virgen encarna una visión dua-
lista en la cual lo humano está enteramente fuera de lo natural. Si nos permiti-
mos creer que la naturaleza, para ser verdadera, debe también ser salvaje, en-
tonces nuestra presencia misma en ella representa su caída. Donde estamos
nosotros, la naturaleza no está 29.
Hay en esta supresión, por tanto, una indicación muy clara acerca
de cómo el dualismo que los verdes tratan de combatir, que sitúa al
hombre y la naturaleza en polos opuestos, es reforzado por esta con-
cepción de la naturaleza virgen —que se define frente a la humani-
dad—. Y ha sido así a lo largo de la historia, en la que cabe reconocer
la atracción por la naturaleza salvaje como una emoción básicamente
antisocial. De nuevo, la naturaleza absoluta y universal se revela como
una forma de escapismo frente a la historia y la insoslayable interac-
ción socionatural. Es otra vez un obstáculo, antes que una solución, a
los problemas medioambientales que plantea, inevitablemente, esa in-
teracción.
En consecuencia, la naturaleza virgen es una idea cultural nacida y
extendida en el curso de la interacción entre sociedad y naturaleza.
Nadie puede discutir que a esa idea le corresponde una realidad obje-
tiva, una parte del mundo natural; es evidente. Que se trate precisa-
mente de aquella parte del mismo en la que el hombre no ha interveni-
do directamente no supone, sin embargo, que pueda identificarse con
la naturaleza absoluta y universal invocada por el ecologismo —ni que
pueda afirmarse su separación y oposición a lo humano—. La natura-
leza virgen es, en realidad, hondamente humana.
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sus formas pueden cambiar, sus procesos ser alterados a un nivel más
o menos profundo, pero su inmanencia última es inmodificable. Nues-
tro conocimiento de esa naturaleza, sin embargo, sí está socialmente
constituido. Cuando, por el contrario, nos referimos a la naturaleza
superficial, no podemos afirmar lo mismo. Y es que no sólo podemos
sostener la cualidad social de nuestro conocimiento de ella, sino tam-
bién nuestro poder de reprocesarla socialmente, de alterar físicamente
sus estructuras y formas. De ahí que, sobre todo, sea esta naturaleza la
que debe centrar el debate entre objetivismo y constructivismo, en sus
distintas manifestaciones, porque es también la naturaleza que, sobre
todo, atañe a la política medioambiental.
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Hay que tener presente que no sólo varían históricamente los va-
lores y fines sociales, sino que también lo hacen los elementos y proce-
sos naturales. Y ello porque, además del cambio evolutivo que tiene
lugar al margen de la voluntad humana, las prácticas sociales son
siempre actividades transformadoras que producen todo tipo de con-
secuencias, deseadas y no deseadas, provocando que todo lo que exis-
te en la naturaleza se halle siempre en estado de constante transforma-
ción. Por eso:
Decir que la escasez reside en la naturaleza y que existen los límites naturales,
es ignorar en qué medida la escasez es socialmente producida y cómo los «lí-
mites» son una relación social dentro de la naturaleza (incluyendo la sociedad
humana), más que una necesidad impuesta desde el exterior 37.
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Debemos hacer de nuevo una distinción crucial. Entre los procesos y relacio-
nes materiales, de un lado, y nuestra comprensión de, y comunicaciones acer-
ca de, estos procesos, de otro. Es en sí mismo evidente que los últimos son, de
hecho, construcciones sociales 42.
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La cultura humana puede pues verse como una capacidad colectiva de los
humanos de adaptarse a las condiciones particulares y contingentes de su
existencia colectiva, incluyendo, muy importante, los entornos con los que
interactúan y de los que dependen 59.
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Sin embargo, es necesario preguntarse si, para hacer posible una polí-
tica verde compatible con la sociedad liberal, es o no conveniente la
desaparición del dualismo sociedad-naturaleza en los planos cognitivo
y simbólico —toda vez que su desaparición práctica es un hecho con-
sumado—. Y, aunque pueda parecer sorprendente, la respuesta es
que no, por más que el ecologismo filosófico se empeñe en su aboli-
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Hay que dejar claro cuál es aquí el punto de partida. Aunque des-
pués hablaremos en términos de fin de la naturaleza, a consecuencia
de su transformación en medio ambiente del hombre, el mundo natu-
ral no ha desaparecido completamente. Y lo que queda del mismo es
digno de ser respetado, por razones que atañen principalmente a su
sentido simbólico y a su condición de testimonio existencial de lo no
humano; o cualesquiera otras razones validadas intersubjetivamente.
En todo caso, esa protección admite distintos grados de intervención
social en el entorno natural, desde la restauración de especies desapa-
recidas hasta la omisión que preserva los espacios de naturaleza vir-
gen. De hecho, esta última expresa muy gráficamente esa gradación,
por cuanto la naturaleza superficial conserva allí una apariencia más
acorde con la general concepción verde del mundo natural. Más que
la interacción sociedad-naturaleza en su conjunto, entonces, lo signifi-
cativo pasa a ser el tipo y carácter de cada concreta interacción, de
modo que la distinción entre lo natural y lo artificial, más que configu-
rarse como una dualidad polarizada, admita el trazado de un continuo
con distintas posiciones intermedias. Y en ese marco, la diferencia en-
tre hombre y naturaleza es una mejor justificación para los grados más
elevados de protección que su semejanza.
Sería un error, sin embargo, lamentarse de que una fundamenta-
ción de esta clase pueda aplicarse, por decirlo así, tan tarde; es decir,
ahora que la asimilación social de la naturaleza ha reducido tan drásti-
camente los fragmentos de naturaleza superficial que semejan no ha-
ber sido tocados por la mano del hombre. ¿No podía haberse hecho
antes esto mismo? Naturalmente, no; y por eso sería un error. Porque
es el alto grado de control humano sobre el medio el que hace posibles
la idea y la práctica de su protección. Para que ésta sea hacedera, han
tenido que darse determinadas condiciones históricas, alcanzarse cier-
to nivel de control del entorno. Basta pensar en el temor reverencial al
mundo natural propio de comunidades premodernas: la naturaleza es
allí una fuerza extraña y constrictiva, un desconocido espacio de som-
bras del que casi todo se ignora y del que, en consecuencia, casi todo
se teme. A decir verdad, donde el mundo natural no es controlado
ni conocido, la extrañeza provoca un deseo de emancipación de sus
constricciones, que se resuelve en voluntad de apropiación y movi-
miento de dominio. Sólo cuando la naturaleza cesa como amenaza,
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puede ser contemplada de otra forma. Parece una obviedad, pero hay
que repetirla. Y de ahí que la otredad como fundamento para la pre-
servación del mundo natural haya obtenido en nuestros tiempos una
validez de la que antes carecía. ¿Por qué? Porque la extrañeza estaba
asociada con el temor a lo desconocido, antes que con la ponderación
filosófica y estética del significado de la naturaleza. Ahora aquello que
merece protección es esa otra cosa. De manera que el extrañamiento
humano hacia la naturaleza es el paradójico fundamento para su pro-
tección.
Hay otro sentido, empero, en el que la naturaleza como otredad
constituye una justificación coherente para la articulación de nuestra
relación social con el entorno; veamos. Se ha señalado, sobre todo,
que es el contraste entre la naturaleza ya transformada y la naturaleza
no penetrada por la sociedad lo que otorga a esta última un nuevo, so-
brevenido, valor; los restos del mundo natural son aquello que se opo-
ne simbólicamente a lo humano. Pues bien, resulta que ese valor debe
mucho a la dimensión estética de nuestra experiencia del mundo natu-
ral. Ya hemos visto que la esteticización de la naturaleza es central a la
concepción verde de la misma, por más que pueda ser un rasgo invo-
luntario del ecologismo. ¿No se opone el valor estético al valor intrín-
seco de la naturaleza, valor este último independiente del hombre y de
toda noción relativa a la belleza o fealdad de un mundo que trasciende
sus adjetivos? Es un rechazo razonable; a fin de cuentas, la esteticiza-
ción de la naturaleza superficial es una faceta más del proceso históri-
co de apropiación del medio. Sin embargo, la visión verde de la natu-
raleza está irremediablemente mediada por la experiencia estética,
como sus propias descripciones tan a menudo delatan. La visión verde
de la naturaleza es posible gracias al distanciamiento que permite el
moderno dominio humano sobre la misma; aquella admiración tiene
como presupuesto una mirada externa que la inmersión humana en el
medio, sencillamente, convertiría en imposible.
Esto debe ser aclarado. La esteticización es un signo de dominio
que, a su vez, produce nostalgia por aquello que desaparece cuando es
dominado y transformado. Es la desaparición misma la que activa sus
mecanismos sentimentales, a la vez privando del objeto y proporcio-
nando las condiciones para su añoranza. En ese sentido, la contempla-
ción estética de la naturaleza no es una simple consecuencia del domi-
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Tampoco quiero sugerir con esto que las creaciones humanas en general no ten-
gan valor, o incluso que las réplicas de productos naturales producidas por el
hombre carezcan de él. La posición verde es, simplemente, que esas réplicas tie-
nen necesariamente menor valor que las que resultan de procesos naturales 77.
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Todo esto, sin embargo, tiene que ver con un aspecto de nuestro tema
que debe ser elucidado antes de construir cualquier política de la na-
turaleza —por ser su condición de posibilidad—. ¿Cuál es la relación
entre lo natural y lo humano, entre el mundo natural y el mundo del
artificio? He ahí una pregunta relevante. Ya hemos visto que Goodin
admite la existencia de grados diversos de humanización. No obstan-
te, también señala que no todas las formas de actividad humana son
igualmente naturales, sino que algunas pueden ser más naturales que
otras; y con ello traza una frontera mucho más borrosa e indefinida de
lo recomendable. Sobre todo, porque quien dice que no todas las con-
ductas humanas son igualmente naturales, se arroga la capacidad de
decidir qué sea una conducta o actividad más natural. Y no es casuali-
dad que, para el ecologismo, siempre sea más natural proteger la natu-
raleza que apropiársela. Sin embargo, si todas las conductas son na-
turales per se, ninguna puede serlo más que otra sólo por guardar
mayor concordancia con el ideario verde.
Por su parte, la generalizada postura de Katz impide reconocer la
existencia misma de grados de humanización; algo que, en un contex-
to de intensa apropiación social de la naturaleza, deja al ecologismo
sin objeto. La rigidez con que así se define lo natural como ausencia
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V. LA DOMINACIÓN DE LA NATURALEZA
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[...] una vez que hablamos de hombres que mezclan su trabajo con la tierra,
nos hallamos en un mundo completo de nuevas relaciones entre el hombre y
la naturaleza, y separar la historia natural de la historia social deviene extre-
madamente problemático 83.
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[...] hegeliana, dice que la naturaleza existe sólo in potentia, como algo que es
tarea humana ayudar a actualizar mediante el arte, la ciencia, la filosofía, la
tecnología, convirtiéndola en algo humano, algo en lo que poder sentirse
completamente «en casa», en ningún sentido extraño o ajeno a él, un espejo
en el cual ver su propio rostro. El hombre, en esta segunda concepción, com-
pleta el universo no simplemente viviendo en él, como el mito del Génesis su-
giere, sino ayudando realmente a hacerlo 89.
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Basta con arrojar algo de luz sobre la verdadera índole de las relacio-
nes socionaturales, para comprobar que la sociedad occidental corre
el riesgo de perseguir un fantasma: nunca hubo ni habrá una Arcadia.
Para la elaboración de ese mito, el ecologismo ha desarrollado los as-
pectos menos sutiles de la reacción romántica contra el proyecto ilus-
trado, idealizando el mundo natural mediante una pulsión nostálgica
siempre insatisfecha. Ese retorno de lo reprimido ha conducido a la
consideración del mundo natural como sujeto moral, titular de dere-
chos y, en fin, fuente de valores. Así, la crisis ecológica expresa una
crisis de civilización y sólo el célebre regreso a la naturaleza puede ce-
rrar la herida abierta de la modernidad. Una letanía ya familiar.
Sin embargo, en cuanto se atiende seriamente a la interacción so-
ciedad-naturaleza, la concepción que alimenta esa mitomanía revela
su carácter ideológico —en el primitivo sentido de encubrimiento de
una verdad distinta—. Y emerge entonces una realidad diferente, fun-
damento para el debate medioambiental contemporáneo y la articula-
ción democrática de las políticas orientadas a la sostenibilidad. Su
contenido puede exponerse como sigue, a modo de decantación de
todo lo expuesto hasta aquí.
Si dejamos a un lado la así llamada naturaleza profunda, identifi-
cada con estructuras y poderes casuales que el hombre no puede alte-
rar, puede afirmarse que la naturaleza es parte de la historia humana:
sus formas han evolucionado junto a las formas sociales. Y, comoquie-
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Así, no hay una única forma en la que nosotros, como seres humanos, nos re-
lacionemos con la naturaleza externa. La aceptación del carácter complejo e
interactivo del cambio social y medioambiental implica que las distinciones
simples entre lo «social» y lo «natural» pronto serán insostenibles 91.
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Ahora bien, ¿no estamos suprimiendo así todas las razones que pue-
dan aducirse para la constitución de una política verde o la consecu-
ción de la sostenibilidad? Dicho de otra manera, ¿no estamos privan-
do por completo de significado a la naturaleza, instrumentalizada
como medio ambiente? En realidad, no es así. La crítica del esencialis-
mo antihumanista que subyace al ecologismo fundacional no conlleva
la desvaloración de la naturaleza, ni su reducción a la categoría de me-
dio ambiente. Se trata, al contrario, de una cura de realismo, orientada
a desvelar el verdadero rostro de lo natural, como punto de partida
para la elaboración de una política medioambiental sostenible y com-
patible con los valores de la sociedad liberal. Es una necesidad, no un
capricho.
Es posible, por tanto, atribuir un significado a la naturaleza. Ya
que las relaciones del hombre con el mundo natural han trascendido
siempre la dimensión material predominante en el curso de su apro-
piación. Y es precisamente gracias al proceso de trabajo, que simultá-
neamente diferencia y aproxima al hombre a la naturaleza, que podemos
hablar de una experiencia humana del mundo natural. Se ha insistido
ya en el hecho de que sólo cuando la naturaleza deja de ser una amena-
za es posible considerarla estética y moralmente. Únicamente entonces
puede el hombre tomar distancia frente a ella y concebirla incluso
como una entidad definida —atención— por su independencia del
hombre. Este espejismo es un producto del mismo proceso que, para
los verdes, habría provocado su contrario, vale decir, la alienación hu-
mana de la naturaleza. Es en el curso de esa relación compleja y multi-
forme en el que es posible aprehender la verdadera vivencia humana
de la naturaleza. No se trata de una relación abstracta ni desencarnada,
sino que en ella el hombre penetra en la naturaleza, y, al hacerlo, se
transforma a sí mismo.
Nada más fácil que colegir la objeción verde a estas consideracio-
nes. Para el ecologismo, la vivencia humana de la naturaleza así descri-
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NOTAS
1
Stephen Meyer ofrece un ejemplo de esta resignación, cuando afirma que «la cri-
sis de extinción —la carrera por salvar la composición, estructura y organización de la
biodiversidad, tal como existe hoy— ha terminado, y hemos perdido» (Stephen Me-
yer, The End of the Wild, Cambridge, MIT Press/Boston Review, 2006, p. 5). Normal-
mente, este reconocimiento adquiere también cierto valor táctico, porque llama a la
salvación de lo que aún sea posible, con el fin de evitar peores consecuencias. Y en oca-
siones, como aquí, parece confiar en la finitud del hombre como remedio final: «He-
mos perdido, por ahora, la naturaleza virgen. Quizá, en cinco o diez millones de años,
pueda regresar» (ibid., p. 90). Desde luego, es un consuelo.
2
Raymond Williams, «Ideas of Nature», Problems in Materialism and Culture. Se-
lected Essays, Londres, Verso, 1980, pp. 67-85, p. 69.
3
Fritjof Capra, La trama de la vida. Una nueva perspectiva de los sistemas vivos,
Barcelona, Anagrama, 1998, p. 37.
4
Citado en Janet Biehl (ed.), The Murray Bookchin Reader, Londres, Cassell, 1997,
p. 41.
5
Que convierten la supervivencia del mejor preparado para adaptarse al entorno
en la supervivencia del más fuerte, dando pie a una concepción jerárquica del mundo
natural ausente, en realidad, de la obra del científico inglés (cfr. Charles Darwin, El ori-
112
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gen de las especies, Barcelona, Bruguera, 1980). A decir verdad, competición y supervi-
vencia pueden ser considerados conceptos ecológicos tan válidos como los de estabili-
dad y diversidad.
6
Aldo Leopold, «The Land Ethic», en M. Zimmerman (ed.), Environmental Phi-
losophy. From Animal Rigths to Radical Ecology, 2.ª ed., Nueva Jersey, Prentice Hall,
1993, pp. 87-100, p. 33. [Hay edición española: Una ética de la tierra, Madrid, Los li-
bros de la catarata, 2000].
7
Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, Nueva York, State
University of New York Press, 1992.
8
Arne Naess, Ecology, Community and Lifestyle, Cambridge, Cambridge Univer-
sity Press, 1989.
9
Brian Baxter, Ecologism. An Introduction, Edimburgo, Edinburgh University
Press, 1989. Ahora bien, lo maravilloso no tiene por qué ser agradable, como su senti-
mentalización tiende a sugerir. Dice un personaje de Robertson Davies: «Nos hemos
educado en un mundo del que lo maravilloso, y el miedo y el terror y el esplendor y la
libertad de lo maravilloso, ha sido suprimido. Naturalmente, lo maravilloso tiene un
precio. No puedes incorporarlo a un Estado Moderno, porque es la antítesis misma de
esa seguridad ansiosamente venerada que se pide a un Estado que proporcione. Lo
maravilloso es gozoso, pero también cruel, cruel, cruel. Es antidemocrático, discrimi-
natorio, inclemente» (Robertson Davies, The Deptford Trilogy, Nueva York, Penguin,
1983, p. 797).
10
Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona, Labor, 1988, p. 19.
11
Aldo Leopold, A Sand County Almanac. And Sketches Here and There, Oxford,
Oxford University Press, 1987, p. 129. No es casual que el fenómeno de lo sagrado esté
asimismo vinculado a la experiencia afectiva y estética. Emoción, plasticidad y reen-
cantamiento son elementos presentes en la definición verde de la naturaleza.
12
Barry Commoner, The Closing Circle. Confronting the Environmental Crisis,
Londres, Jonathan Cape, 1971.
13
Kate Soper, What is Nature?, Oxford, Blackwell, 1995, p. 156.
14
William Cronon (1996b), «Introduction: In Search of Nature», en W. Cronon
(ed.), Uncommon Ground. Rethinking the Human Place in Nature, Nueva York, W. W.
Norton & Company, 1996, pp. 23-56, p. 35.
15
En este punto, el ecologismo apunta hacia la formidable capacidad de transfor-
mación y cambio demostrada por el capitalismo, bajo cuyo impulso la sociedad no deja
de transformarse —incompatible como es con un estado estacionario en términos so-
ciales, económicos o ecológicos—. Sobre ser cierto, no debe olvidarse que las socieda-
des precapitalistas también transforman activamente la naturaleza. La intervención en
lo natural es un rasgo propiamente humano; lo que varían son las formas y la magnitud
de la intervención.
16
Phil Macnaghten y John Urry, Contested Natures, Londres, Sage, 1998, p. 15.
17
Es claro, por ejemplo, que la profunda intervención humana en el entorno y la
radical transformación del paisaje que experimentaron los siglos XVIII y XIX contribu-
yeron de manera decisiva a generar un sentimiento de pérdida y nostalgia del que se
alimenta la visión romántica —que es también nostalgia por una forma de vida carente
de las complicaciones que esos cambios traen consigo—. La pintura paisajística de
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33
Sobre esto, cfr. Mick Smith (1999), «To Speak of Trees: Social Constructivism,
Environmental Values, and the Future of Deep Ecology», Environmental Ethics, vol. 21,
1999, pp. 359-376, p. 367.
34
Cfr. Peter Dickens, Reconstructing Nature. Alienation, Emancipation and the Di-
vision of Labour, Londres, Routledge, 1996, p. 76.
35
Robert Malthus, An Essay on the Principle of Population, Nueva York, Oxford
University Press, 1999.
36
Cfr. Henri Acselrad, «Sustainability and Territory: Meaningful Practices and
Material Transformations», en Becker et al. (eds.), Sustainability and the Social Scien-
ces. A Cross-disciplinary Approach to Integrating Environmental Considerations into
Theoretical Reorientation, Londres, Zed Books, 1999, pp. 37-58, p. 55. Esto último se
corresponde, además, con la variabilidad que caracteriza a los problemas medioam-
bientales, que no son siempre y en todo caso los mismos; su definición depende tanto
del cambio en las condiciones materiales de la sociedad, como de la distinta percep-
ción social de las mismas. Es el sistema de valores de una sociedad el que decide lo que
está mal, no la propia naturaleza.
37
David Harvey, Justice, Nature & the Geography of Difference, Londres, Black-
well, 1996, p. 147.
38
Al reconocimiento de este hecho puede reducirse la crítica que Benton hace del
argumento marxista contra Malthus: Marx, en su opinión, subestima la importancia de
las condiciones naturales no manipulables del proceso de trabajo y sobreestima el pa-
pel de los poderes transformadores del hombre sobre la naturaleza (cfr. Ted Benton,
«Marxism and Natural Limits: An Ecological Critique and Reconstruction», New Left
Review, núm. 178, 1989, pp. 51-86, p. 64). Sin embargo, que se reconozca la existencia
de condiciones no manipulables, que actúan como límites necesarios de la actividad
humana, no implica negar que esos límites dependen de condiciones sociales histórica-
mente dadas, por cuanto se definen en el contexto de esas condiciones y en relación con
prácticas humanas concretas.
39
Jennifer Price, «Looking for Nature at the Mall: A Field Guide to the Nature
Compan», en W. Cronon (ed.), ob. cit., pp. 186-203, p. 191.
40
Yoram Levy, «The end of environmentalism (as we know it)», en Y. Levy y M.
Wissenburg (eds.), Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmen-
talism?, Londres, Routledge, 2004, pp. 48-59, p. 57.
41
Andrew Dobson, Nature: Only a Social Construct?, manuscrito, versión provi-
sional, 1999, p. 1.
42
Peter Dickens, Reconstructing Nature. Alienation, Emancipation and the Divi-
sion of Labour, Londres, Routledge, 1996, p. 82.
43
Ted Benton, «Ecology, Socialism and the Mastery of Nature: A Reply to Reiner
Grundman», New Left Review, núm. 194, 1992, pp. 55-74, p. 66.
44
La sobredeterminación material de la apropiación humana de la naturaleza,
coherente con las premisas de su materialismo, es el único problema que plantea el bri-
llante concepto empleado por el Marx maduro para explicar las relaciones socionatura-
les: el concepto de metabolismo (cfr. Karl Marx, ob. cit., pp. 130 y ss.). Que designa el
intercambio material que, por medio del trabajo, tiene lugar de forma constante entre
sociedad y naturaleza —un fenómeno transhistórico, por más que sus manifestaciones
115
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concretas tengan, ciertamente, lugar en la historia—. Hay que recordar cómo, para
Marx, la historia se concibe como la progresiva humanización de la naturaleza, junto a la
que tiene también lugar la naturalización de la humanidad, en el sentido de realización
del hombre como especie. El metabolismo sociedad-naturaleza a que el trabajo da for-
ma es así «un proceso social de reproducción» (Nikolái Bujarin I., Teoría del materialis-
mo histórico, Madrid, Siglo XXI, 1972, p. 201). Y es un proceso dinámico, de pérdida y
restablecimiento constantes del equilibrio de sociedad y naturaleza. Sin embargo, la di-
mensión cultural y simbólica del proceso de apropiación de la naturaleza no serían más
que la expresión superestructural de la estructura material que está en su base y que
constituye su sustento; ausente ésta, las ideas y símbolos que genera también se desva-
necen: es el sino del epifenómeno. Y el punto ciego de todo el edificio teórico marxista.
45
Nikolái Bujarin I., ob. cit., p. 200.
46
Michael Redclift, «Sustainability and Sociology: Northern Preoccupations», en
Becker et al. (eds.), ob. cit., pp. 59-73, p. 67.
47
René Descartes, Discurso del método. Meditaciones metafísicas, Madrid, Austral,
1970, p. 145.
48
El alma no interviene en las funciones vitales del cuerpo, que se gobierna por sí
mismo, mecánicamente, como todo fenómeno vital que no sea de pensamiento. Los
órdenes son distintos: el alma piensa, el cuerpo funciona u opera: «ya no soy, pues, ha-
blando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento
o una razón, términos estos cuya significación desconocía yo anteriormente. [...] No
soy este conjunto de miembros, llamado cuerpo humano [...]» (René Descartes, ibid.,
pp. 100-101). No es así extraño que la historiografía verde haya demonizado a Descar-
tes, alguien cuya «agresiva mirada al mundo natural» ha tenido «devastadoras implica-
ciones», hasta el punto de erigirse en «padre tanto de los problemas filosóficos moder-
nos, como del sesgo antimedioambiental característico de la filosofía moderna» (Max
Oelschlaeger, The Idea of Wilderness. From Prehistory to the Age of Ecology, New Ha-
ven, Yale University Press, 1991, p. 88; y Robin Attfield, Environmental Philosophy:
Principles and Prospects, Aldershot, Ashgate, 1994, p. 291.
49
Max Horkheimer, y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmen-
tos filosóficos, Madrid, Trotta, 1994, p. 291.
50
Cfr. Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 1970.
51
Ted Benton, Natural Relations. Ecology, Animal Rights and Social Justice, Lon-
dres, Verso, 1993, p. 54.
52
Ibid., p. 56 (cursiva mía).
53
El reconocimiento de esta comunidad natural acaba con la fractura imaginaria
que la cultura occidental había trazado entre el hombre y los animales. Ni hay diferen-
cia ni hay, por tanto, superioridad. En palabras de Hans Jonas, la afirmación del paren-
tesco de los animales con el hombre «devolvió parte de su dignidad al mundo global
de lo viviente» (Hans Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Barcelona, Herder,
1998, p. 22). Más escéptico es Harrison: «El mito de la excepcionalidad humana ha
sido suplantado finalmente por el mito de la continuidad biológica» (Robert P. Harri-
son, «Toward a Philosophy of Nature», en W. Cronon (ed.), Uncommon Ground. Re-
thinking the Human Place in Nature, Nueva York, W. W. Norton & Company, 1998,
pp. 426-437, p. 428).
116
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54
Cfr. Tim Hayward, Ecology and Human Emancipation, en Radical Philosophy,
núm. 62, 1992, pp. 3-13.
55
Kate Soper, ob. cit., p. 164.
56
Hay aquí una singular paradoja. Y es que el ecologismo no parece ser consciente
de que el énfasis en la condición natural del hombre puede terminar anulando sus pro-
pios postulados en defensa de la modificación de la conducta humana hacia el medio.
¿No es la protección del mundo natural, a fin de cuentas, una muy singular inclinación
humana? Sostener que toda conducta humana responde a impulsos genéticos, combi-
nados con la interacción adaptativa al medio, equivale a naturalizar la conducta del
hombre y, en consecuencia, a neutralizar cualquier juicio moral sobre la misma. Natu-
ralismo y libertad terminarían siendo incompatibles.
57
Así, por ejemplo, una imagen no surge de una función orgánica ni está sometida
a programación biológica: cualquier representación es biológicamente inútil, porque
no constituye práctica del objeto, sino que es una apropiación del mismo que manifies-
ta una nueva relación con él (Hans Jonas, ob. cit., pp. 43 y ss.).
58
Lewontin, citado en John Barry, Rethinking Green Politics. Nature, Virtue and
Progress, Londres, Sage, 1999, p. 51.
59
John Barry, ob. cit., p. 51.
60
Efectivamente, este materialismo no determinista es el que encontramos en Marx,
quien reconoce la pertenencia humana a una naturaleza que constituye su «cuerpo inor-
gánico», pero con la que no se confunde: a través del trabajo, el hombre opera sobre el
mundo natural y desarrolla una «vida genérica» que difiere de la animal por convertir su
actividad productiva en medio y no fin de su existencia, separándose de una actividad de
la que toma conciencia (cfr. Karl Marx, Manuscritos: economía y filosofía, Madrid, Alian-
za, 1980, pp. 111-112). Como escribe Alfred Schmidt al referirse al trabajo como catego-
ría esencial en la comprensión marxista de las relaciones socionaturales: «El trabajo es, en
un solo acto, la destrucción de las cosas como inmediatas y su restauración como media-
tas» (Alfred Schmidt, The Concept of Nature in Marx, Londres, NLB, 1971, p. 195). Esa
transformación designa la clave de la adaptación humana al entorno, de su apropiación
de la naturaleza —de su humanización—. En última instancia, la vida genérica a la que
Marx una y otra vez se refiere expresa que el hombre es tanto un ser natural como, decisi-
vamente, un ser social. Su excepcionalidad nace de la práctica, del proceso evolutivo.
61
Pierre Moscovici propone «una historia humana de la naturaleza» que ponga fin
«a la visión de una naturaleza no humana y de un hombre no natural», ya que naturale-
za y sociedad no se excluyen mutuamente; antes al contrario, «la sociedad es una se-
gunda naturaleza, desde el momento en que separa a la humanidad del reino animal y
representa su signo distintivo» (Serge Moscovici, Sociedad contra natura, México DF,
Siglo XXI, 1975, p. 27).
62
Cfr. Neil Evernden, The Social Creation of Nature, Baltimore, The Johns Hop-
kins University Press, 1992, pp. 94, 99.
63
De hecho, la constitución misma de la naturaleza humana depende de su separa-
ción frente a la animalidad, separación que comienza en el interior mismo del hombre;
a esa «operación metafísico-política fundamental» se consagra lo que Giorgio Agam-
ben ha llamado lúcidamente «la máquina antropológica del humanismo» (cfr. Giorgio
Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal, Valencia, Pre-Textos, 2005).
117
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64
Andrew Biro, Denaturalizing Ecological Politics. Alienation from Nature from
Rousseau to the Frankfurt School and Beyond, Toronto, University of Toronto Press,
2005, p. 30.
65
Cfr. Ted Benton, «Biology and Social Theory in the Environmental Debate», en
M. Redclift y T. Benton (eds.), Social Theory and the Global Environment, Londres,
Routledge, 1994, pp. 28-50, p. 29.
66
Kay Milton, Nature is Already Sacred, Environmental Values, vol. 8, núm. 3,
1999, pp. 437-449, p. 443.
67
T. W. Adorno, Teoría estética, ob. cit., p. 91.
68
Ulrich Beck, Risk Society. Towards a New Modernity, Londres, Sage, 1992. [Hay
edición española: La sociedad del riesgo, Barcelona, Paidós, 1998].
69
Cfr. Bill McKibben, The End of Nature, Nueva Cork, Anchor Books, 1990,
p. 60; Anthony Giddens, Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza, 1993, p. 50.
70
Bill McKibben, ob. cit., p. 210.
71
Andrew Dobson, ob. cit., p. 3.
72
Kate Soper, ob. cit., p. 249.
73
Eric Katz, «Artefacts and Functions: A Note on the Value of Nature», Environ-
mental Values, vol. 2, núm. 3, pp. 223-232, 1993, pp. 223-224.
74
Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992, p. 27. Su ejemplo
es el menor valor de la réplica de la obra de arte: un árbol de plástico no tiene, no puede
tener, el mismo valor que un árbol de verdad, porque son la historia y el proceso de su
creación, independiente del hombre, los que le confieren un valor que nunca puede te-
ner la réplica, humanamente creada y en consecuencia, aunque no carente de valor, de
valor menor que el original.
75
Robert Goodin, ibid., p. 53.
76
Eric Katz, Nature as Subject. Human Obligation and Natural Community, Lan-
ham, Rowan & Littlefield Publishers, 1997, pp. 56-57.
77
Robert Goodin, ob. cit., p. 27.
78
Clément Rosset, ob. cit., p. 17.
79
Peter Dickens, Society and Nature. Towards a Green Social Theory, Londres,
Harvester Wheatsheaf, 1992, p. 83.
80
Cfr. Bill McKibben, ob. cit., p. 58. Argumento idéntico al de Goodin: la natura-
leza permite una más amplia contextualización de la vida humana, le otorga sentido
más allá de sí misma. Para ambos, la independencia de la naturaleza es un elemento nece-
sario para que esa contextualización tenga lugar, puesto que esa autonomía nos recuerda
que no somos creadores de nuestro entorno —que hay algo que escapa a nuestro control
y a nuestra capacidad de explicación.
81
Max Horkeimer y Theodor W. Adorno, ob. cit., p. 64.
82
De hecho, hay una curiosa paradoja en la explicación verde del proceso históri-
co de dominación. Y es que presenta una separación entre dos ámbitos, sociedad y
naturaleza, cuya interacción no provoca una aproximación, sino una mayor separación.
Dado que nace de un incremento del contacto entre humanidad y naturaleza, la sepa-
ración no puede ser material, sino espiritual —esto es, alienación humana de la natura-
leza—. Pero al mismo tiempo, esa penetración disminuye la naturalidad de la naturale-
za: la naturaleza superficial se transforma en medio ambiente, alterando sus formas
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NATURALEZA Y SOCIEDAD
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I. ECOLOGISMO Y DEMOCRACIA
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miento de la política verde. Hay que vencer de una vez la inercia con-
ceptual y atreverse a repensar la relación socionatural desde una pers-
pectiva reformista y no rupturista, humanista antes que naturalista,
propiamente política antes que falsamente despolitizada. Hasta cierto
punto, esa política verde ya existe, como incipiente subproducto de la
asimilación liberal de la problemática medioambiental: no padecemos
ninguna crisis de inacción. Naturalmente, esa atención al medio am-
biente debe mucho a la presión ejercida por el movimiento verde,
pero éste debe reinventarse si quiere seguir jugando un papel promi-
nente en la definición de la sostenibilidad. De hecho, el éxito en la in-
troducción del medio ambiente en la agenda política liberal puede ha-
ber conducido ya a la muerte del ecologismo —coherente, a fin de
cuentas, con el descrito final de la naturaleza misma—. Pero ya llega-
remos a esto.
Si queremos articular políticamente la relación socionatural, es
necesario empezar por una exploración del vínculo que existe entre
ecologismo y democracia, entendida como una premisa necesaria para
cualquier política del medio ambiente. Será entonces posible exami-
nar la principal paradoja que afecta al ecologismo político, directa-
mente provocada por sus fundamentos filosóficos: una politización
del medio ambiente que conduce a su despolitización. Este trampan-
tojo encuentra su reflejo más claro en el principio de sostenibilidad,
pero se manifiesta ya en la ambigüedad que ha caracterizado tradicio-
nalmente las relaciones entre política verde y democracia. Esta ambi-
valencia no nace de la nada —entre sus causas, se cuentan rasgos tan
prominentes del aparato conceptual del ecologismo como su vocación
utópica, su contradictoria relación con la ciencia o su inquietante na-
turalismo filosófico—. Su depuración es una condición necesaria para
la emergencia de una nueva política verde.
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Sin embargo, para poder establecer una relación cuando menos só-
lida entre ecologismo y democracia, no es necesario introducir a la
fuerza elementos verdes en las instituciones democráticas, ni transfor-
mar ésta para devolverle su presunto esplendor perdido, dando así lu-
gar a improbables híbridos como la biocracia o la ecodemocracia. No, lo
que hay que transformar es la política verde, para acomodarla a las re-
glas y mecanismos de una democracia liberal, por lo demás, en perma-
nente cambio y adaptación. Puede que el ecologismo no necesite a la
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dia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno. Su enfo-
que habría generado, desde entonces, una visión más compleja de la
naturaleza, que ya no es considerada como un conjunto de fenómenos
o sustancias precisamente demarcados, sino como un continuo flujo
de energía sistémica, reemplazándose la vieja ontología de objetos por
una ontología de sucesos o patrones de campo. Holista antes que ato-
mista, la ecología es también orgánica y no mecanicista: un nuevo len-
guaje para la misma realidad. Y dado que la metafísica holista consi-
dera que todos los fenómenos están conectados (frente al atomismo) y
existen en una sola esfera del ser (frente al dualismo), el observador
mismo resulta finalmente afectado, pues no puede ya concebirse desli-
gado de su objeto de conocimiento. Las consecuencias normativas no
son menores: la ecología proporciona imperativos éticos, estéticos e
incluso metafísicos para los problemas medioambientales, mientras
que conceptos básicos de la misma —como los de estabilidad ecológi-
ca e integridad sistémica— sugieren normas para el comportamiento
humano hacia el medio ambiente; ella misma se erige, de hecho, en «el
fundamento conceptual» de la ética medioambiental. Digamos que la
ecología ofrece un refrendo científico a la afirmación moral del valor
intrínseco de la naturaleza.
Se produce así la paradoja epistemológica del ecologismo político.
Que puede formularse como sigue: el rechazo verde de la ciencia mo-
derna, como fundamento de nuestra concepción instrumental de la
naturaleza y fuente mayor de la crisis ecológica, coexiste con la con-
fianza en la ecología como disciplina científica, capaz de revelar esa
misma crisis y de proporcionar una nueva concepción relacional de la
naturaleza, susceptible a su vez de transposición moral y política.
¿Confianza y sospecha? En realidad, el ecologismo no es un movi-
miento irracionalista, o lo es sólo parcialmente: encarna, antes al con-
trario y en formulación de Anne Bramwell, una revuelta de la ciencia
contra la ciencia 17. Dicho con otras palabras, una revuelta de la cien-
cia correcta contra la ciencia desviada. Esta aporía es la que permite
combinar el recelo hacia la ciencia y el apego a ella, los llamamientos a
la comunión mística con la naturaleza y los informes de sostenibilidad.
Sin embargo, la ecología no es otra ciencia, sino una de las múlti-
ples ramificaciones de la vieja ciencia moderna. No en vano, si la eco-
logía ofrece un conocimiento más refinado del mundo natural, éste no
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Y lucho también con mis concepciones acerca de la ciencia misma y del papel
de la ciencia en nuestras vidas. Como «veterano ecologista», contemplando
con desesperación el desastre en que estamos convirtiendo este hermoso pla-
neta, me encuentro situando inevitablemente a la ciencia moderna en el cora-
zón de un modelo de progreso inherentemente destructivo, mientras que si-
multáneamente recurro a ella para que proporcione respuestas para los, de
otro modo, inabordables problemas que ahora afrontamos 22.
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militan contra la ciencia per se, sino más bien contra el cientificismo, a
saber, contra la convicción de que la ciencia empírico-analítica es la
única forma válida de conocimiento 23. Pero semejante trampantojo
no parece suficiente para disipar la impresión de que, para los verdes,
la ecología sí es la única forma válida de conocimiento científico, a pe-
sar de formar parte de la misma ciencia que se somete a crítica. La pa-
radoja acaba siendo insalvable.
Es preciso que el ecologismo normalice su relación con la ciencia
en el plano normativo, toda vez que algunos movimientos verdes pa-
recen haberla asumido sin traumas en su despliegue práctico. En esta
incongruencia, se deja notar la huella del pensamiento radical que está
en los orígenes del movimiento: una oposición a los emblemas de la
racionalidad occidental de raigambre sesentayochista. Sin embargo,
la realidad reclama aquí sus tributos: la resacralización de la naturaleza
no sólo es ya inviable, sino que el propósito de lograrla obstaculiza su
simple preservación. Y si la crítica radical a la ciencia terminara en
una triunfal demostración, en clave posmoderna, de la imposibilidad
de la ciencia, el ecologismo perdería su propia razón de ser: un mundo
natural con existencia real e independiente.
La propia consecución de la sostenibilidad sólo puede lograrse
por la vía de su conocimiento, que la ciencia está llamada a proporcio-
nar. Es cierto que la ecología contribuye al mismo, pero no en solitario
ni desvinculada de la ciencia moderna de la que es parte. Aceptar la
ciencia como parte del núcleo normativo de la política verde es, sin
embargo, aceptar también sus contradicciones y ambigüedades, la pe-
culiar combinación de conocimiento y control que su despliegue trae
consigo, así como su firme enraizamiento en la modernidad. Todo ello
es bien visible allí donde el ecologismo nunca habría querido encon-
trarlo: en el principio mismo de sostenibilidad.
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[…] difícilmente puede decirse que una sociedad que no toma en conside-
ración su transformación de la naturaleza la domine en absoluto. En esta
acepción, al sentido usual se le da la vuelta. En el sentido usual, las crisis eco-
lógicas se perciben como resultado de la dominación misma de la naturaleza.
Pero aquí se ven como su ausencia 26.
Hay que recordar una vez más que dominación no es igual a des-
trucción, por más que el proceso de apropiación humana de lo natural
implique, forzosamente, su transformación. A su vez, ésta se deduce
lógicamente de la relación que sociedad y naturaleza traban entre sí.
La sostenibilidad no puede, por pura coherencia conceptual, basarse
en una naturaleza arcádica y ahistórica, caracterizada por su indepen-
dencia del hombre: presupone precisamente dependencia, interac-
ción, historicidad socionatural. Sostenibilidad sólo puede ser control
consciente del mundo natural, en contacto con el hombre.
Es interesante advertir cómo este dominio humano del mundo na-
tural, que el principio de sostenibilidad no puede dejar de expresar, se
mira en el espejo mismo de la naturaleza. Ya se ha puesto de manifies-
to cómo el estudio de la naturaleza es la base sobre la que se edifica el
control humano del medio. Así Francis Bacon: «La ciencia del hom-
bre es la medida de su efecto, porque ignorar la causa es no poder pro-
ducir el efecto. No se triunfa de la naturaleza sino obedeciéndola, y lo
que en la especulación lleva el nombre de causa conviértese en regla
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gica como crisis de largo alcance. Sostiene así Ophuls que la condi-
ción natural del hombre civilizado es la escasez de los recursos mate-
riales de los que depende su supervivencia. Y la escasez es, histórica-
mente, el fundamento mismo de la política: su origen es la necesidad
de distribuir recursos escasos, de manera ordenada. Sin embargo, la
excepcional feracidad disfrutada durante los últimos cuatro siglos ha
dado forma a nuestras actitudes individuales e instituciones sociales,
incapaces ahora de hacer frente al regreso de la escasez. Este regreso
adopta la forma de la así llamada escasez ecológica —amplio concepto
que abarca el conjunto de los límites o costes asociados al crecimiento
económico continuo—. Pero la escasez ecológica reviste un carácter
especial:
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ción del mundo natural y de nuestra relación con el mismo: una onto-
logía naturalista que se sitúa antes de la política. No es exagerado afir-
mar que la política naturalista es una desnaturalización de la política.
Y más exactamente, una extraña combinación de moralismo y cienti-
ficismo.
Hay que recordar que la descripción de la naturaleza que propor-
ciona la ecología se transforma en mandatos morales, a su vez deter-
minantes de una organización social consagrada a su cumplimiento:
ciencia, moral, política. La autonomía de lo político desaparece, de la
mano del orden provisto por la ciencia y sentimentalizado por la mo-
ral ecocéntrica. La política se convierte en un mero instrumento de re-
producción del orden natural en el orden social. El ecologismo, en lu-
gar de articularse como una política, se desarrolla como una teoría
moral intransigente. Y el consecuencialismo resultante —la acepta-
ción de una sola clase de resultados— amenaza con contaminar todo
intento de realizar democráticamente una auténtica política verde.
Hay, por tanto, que soltar lastre.
Se trata de una errónea interpretación del papel que la naturaleza
ha de cumplir en el ecologismo, porque de la primacía otorgada a su
protección no se deduce, necesariamente, el otorgamiento de preemi-
nencia prescriptiva a la misma. No hace falta recurrir a Hannah
Arendt para recordar que la política nace de la pluralidad humana, de
la diversidad social. También es poder, negociación, interés; pero bien
puede decirse que su origen último es que no todos podemos tener lo
que queremos, o queremos cosas distintas: la política es la canaliza-
ción del conflicto subsiguiente. La moralidad ordena la esfera de lo
deseable, la política ordena la esfera de lo posible. La naturalización
de la política equivale a convertir lo único deseable en lo único posi-
ble: una antipolítica. Ya que la apelación a la naturaleza como fuente
normativa no esconde sino el intento de naturalizar la sociedad hu-
mana y sus valores, que son lo artificial por excelencia, sustrayéndola
«del orden de lo voluntario, lo discutible, lo pactado, lo revocable, lo
utilitario, lo sujeto a innovación» 51; esto es, de lo humano, de lo po-
lítico.
¿Significa esto que el ecologismo no puede apelar a la naturaleza,
ni buscar inspiración en ella? No exactamente. Aunque sería desea-
ble, como sostendremos a continuación, que la política verde se plan-
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Ahora bien, que una parte del mundo natural no sea susceptible de
regeneración nada dice acerca de la importancia de su función ecológi-
ca: el dato de la irreversibilidad no garantiza su inclusión dentro de la
categoría del capital crítico. Si, por ejemplo, la tecnología encuentra una
fuente de energía alternativa al petróleo, éste se convertiría en una for-
ma de capital natural irreversible, pero también irrelevante. En estos
dos casos, sin embargo, el mundo natural es contemplado únicamente
en términos de su funcionalidad ecológica. Y para escapar de esa lógica,
Andrew Dobson sugiere una tercera forma de capital natural, que em-
plea otro tipo de evaluación y se basa en la atribución de valor intrínse-
co al mundo natural, con independencia de su grado de funcionalidad:
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bilidad del capital humano y el capital natural crítico, habría que dife-
renciar dos niveles de protección: a) una sostenibilidad fuerte que
pretende la conservación, junto a ese capital natural crítico, del capital
natural irreversible; y b) una sostenibilidad aún más fuerte que preten-
de conservar también las unidades de significado. La justificación del
principio da cabida así a una moral ecocéntrica, que otorga importan-
cia a las obligaciones humanas hacia el mundo natural. Se lleva así a su
máxima expresión el extensionismo ético, que atribuye al mundo natu-
ral valores tradicionalmente limitados al hombre; e incluso se abandona
en favor de valores directamente biocéntricos. Este modelo presupo-
ne, igualmente, una transformación social radical: bien la economía es
estacionaria y se basa en el crecimiento cero, bien se reducen a un míni-
mo la explotación de recursos y, con ella, tanto la escala de la economía
como la de la población.
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[…] sobre todo, la teoría verde trata a los seres humanos individuales como
agentes que naturalmente son, y moralmente deberían ser, entidades autóno-
mas y autogobernadas. Políticamente, ello implica directamente el tema cen-
tral de la teoría de la acción política verde: la importancia de la completa, li-
bre y activa participación de todos en la formación democrática de sus
circunstancias personales y sociales 76.
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NOTAS
1
La exhibición pública del compromiso con la democracia desafía la ausencia de
toda correspondencia del ecologismo con ella: los verdes se adhieren a sus valores y
procedimientos en la práctica, renunciando a cualquier otro medio de transformación
social y política que no sea una estrategia democrática; formalmente, pues, el ecologis-
mo político tiene en su núcleo una demanda general de democracia. Pero no son pocos
los movimientos políticos cuya defensa de formas radicales de democracia ha entrado
en contradicción con sus propios fundamentos. Y un análisis detenido del ecologismo
revela la tensión existente entre el consecuencialismo verde y su orientación hacia for-
mas fuertes de democracia: la democracia como procedimiento se opone al ecologismo
como concepción sustantiva, irrenunciable, del bien.
2
No obstante, se defiende aquí una concepción liberal de la democracia, de acuer-
do con la cual la participación de los ciudadanos está limitada, por oposición a la de-
mocracia directa, y donde, en fin, elementos como la división de poderes, el imperio de
la ley, la libertad de prensa, la independencia de los tribunales, la neutralidad moral del
Estado y su separación de la Iglesia importan al menos tanto como una participación
popular que —por añadidura— es hoy día tanto formal (a través de elecciones) como
informal (en la sociedad civil). Es quizá el momento de abandonar el manido cliché de
la traición contemporánea a las esencias de la democracia, condigno al de la indefen-
sión ciudadana frente al desnudo poder económico. Los tiempos, afortunadamente,
han cambiado.
3
Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992, p. 168.
4
Cfr. Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, Nueva York, State
University of New York Press, 1992; y «Environmental Pragmatism, Ecocentrism, and
Deliberative Democracy. Between Problem-Solving and Fundamental Critique»,
2002, pp. 49-69.
5
Brian Baxter, Ecologism. An Introduction, Edimburgo, Edinburgh University
Press, 1989, p. 112.
6
Ben A. Minteer y Bob Pepperman Taylor (eds.), Democracy and the Claims of Na-
ture. Critical Perspectives for a New Century, Lanham, Rowan y Litlefield Publishers,
2002, p. 5.
7
Cfr. Laura Westra, «The Ethics of Environmental Holism and the Democratic
State: Are they in Conflict?», Environmental Values, 2, 1993, pp. 125-136.
8
Bryan G. Norton, «Democracy and Environmentalism: Foundations and Justifi-
cations in Environmental Policy», 2002, pp. 11-32.
9
Ben A. Minteer, «Deweyan Democracy and Environmental Ethics», 2002, pp.
33-48.
10
Aldo Leopold, A Sand County Almanac. And Sketches Here and There, Oxford,
Oxford University Press, 1987, pp. 224-225.
11
Terence Ball, «Democracy», en Andrew Dobson y Robyn Eckersley, Political
Theory and the Ecological Challenge, Cambridge, Cambridge University Press, 2006,
pp. 131-147, p. 132.
189
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12
Cfr. John Dryzek, «Ecology and Discursive Democracy: Beyond Liberal Demo-
cracy and the Administrative State», en Robert Goodin (ed.), The Politics of the Envi-
ronment, Aldershot, Edward Elgar, 1994, pp. 394-418; Michael Saward, «Must demo-
crats be environmentalists?», en B. Doherty y M. de Geus (eds.), Democracy and Green
Political Thought. Sustainability, Rights and Citizenship, Londres, Routledge, 1996,
pp. 79-96. Una variante de este argumento señala que, si se otorga idéntica prioridad a
la autonomía de los miembros de las comunidades humana y natural, debe acordarse la
misma prioridad moral para las condiciones materiales —tanto ecológicas como socioe-
conómicas— de las que depende su ejercicio. La conexión entre valores ecológicos y va-
lores democráticos pasaría así de la contingencia a la necesidad [cfr. Robyn Eckersley,
«Greening Liberal Democracy. The Rights Discourse Revisited», en B. Doherty y M. de
Geus (eds.), Democracy and Green Political Thought, Londres, Routledge, 1996,
pp. 212-236, p. 214; y Andrew Dobson, «Democratising Green Theory: Preconditions
and Principles», en B. Doherty y M. de Geus (eds.), ob. cit., pp. 132-148, pp. 142-145].
13
No hay que olvidar un factor importante en la generalización de los valores ver-
des, en la era poscomunista: su abrazo por una parte de la izquierda desencantada, que
ve en causas como el cambio climático la oportunidad de criticar al capitalismo por
otros medios; como en los viejos tiempos. Es más fácil creer en el cambio climático,
que lo fuera creer en el estalinismo. La contraparte de este contagio ideológico —refle-
jo de la asombrosa facilidad con que la sociedad mundial abraza ideas en movimien-
to— es el movimiento ecoteológico, donde los movimientos religiosos encuentran en
el cuidado de la morada transitoria del hombre la oportunidad de criticar al liberalis-
mo capitalista por otros medios.
14
Adrian Atkinson, Principles of Political Ecology, Londres, Belhaven Press, 1991,
p. 52.
15
Es llamativo cómo la crítica verde converge aquí con la posmoderna. Porque,
aun cuando sus modos de concebir la naturaleza sean tan notoriamente distintos, am-
bas culminan en una tradición crítica, especialmente rica en nuestro siglo, que incluiría
vertientes tan distintas como la crítica antirracionalista de Feyerabend, el ataque radi-
cal contra el cientificismo o los estudios sociales sobre la ciencia, cuyo rasgo común se-
ría la puesta en cuestión de la pretendida neutralidad política y social de la ciencia, así
como de su función de progreso.
16
Maurie Cohen, «Risk Society and Ecological Modernisation: Alternative Visions
for Postindustrial Nations», OCEES Research Papers, núm. 7, 1996, p. 16.
17
Ana Bramwell, The Fading of the Greens. The Decline of Environmental Politics
in the West, New Haven, Yale University Press, 1994.
18
John Passmore, La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza. Ecología y
tradiciones en Occidente, Madrid, Alianza, 1978, p. 201. La Elizabeth Costello de J. M.
Coetzee señala: «La ironía es terrible. Aquella filosofía ecológica que nos pide que vi-
vamos cerca de otras criaturas se justifica a sí misma apelando a una idea, una idea de
orden más alto que ninguna criatura viva. Es una idea, además —y éste es el giro defi-
nitivo de la ironía— que ninguna criatura, excepto el hombre, puede comprender»
(J. M. Coetzee, Elizabeth Costello, Madrid, Mondadori, 2003, p. 99).
19
Ejemplo de ello es la actual pugna entre la ecología de sistemas, basada en la per-
manencia de los ecosistemas como unidades funcionales básicas, y la ecología evolucio-
190
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nista, que aprecia un cambio constante en esos ecosistemas, en función de las amenazas
exteriores que les toca afrontar: como ciencia empírica y experimental, la ecología es
faliblista antes que fundamentalista, enfoque indiscutiblemente científico (y científico
moderno) que elude por tanto la fijación de toda esencia de la naturaleza (Jozef Keu-
lartz, Struggle for Nature. A critique of radical ecology, Londres, Routledge, 1998).
20
Tim Forsyth, Critical Political Ecology. The Politics of Environmental Science,
Londres, Routledge, 2003, p. 266.
21
Robert Kirkman, Skeptical Environmentalism. The Limits of Philosophy and
Science, Indianapolis, Indiana University Press, 2002, pp. 149-150.
22
Jonathon Porritt, Playing Safe: Science and the Environment, Nueva York, Tha-
mes & Hudson, 2000.
23
Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, ob. cit., p. 51.
24
Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 1997, p. 66.
25
T. W. Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 1998, p. 115.
26
Reiner Grundmann, Marxism and Ecology, Oxford, Clarendon Press, 1991,
p. 109.
27
Respectivamente, Francis Bacon, Novum Organum, Madrid, Sarpe, 1984, p. 3,
aforismo 33; y Ernst Jünger, El libro del reloj de arena, Barcelona, Tusquets, 1998, p. 140.
28
John Passmore, ob. cit., p. 49.
29
Ibid.
30
Cfr. Freya Mathews, «Community and the Ecological Self», Environmental Poli-
tics, vol. 4, núm. 4, Invierno, 1995, pp. 66-100.
31
Hans Magnus Enzensberger, Para una crítica de la ecología política, Barcelona,
Anagrama, 1973, p. 22.
32
Neil Evernden, The Social Creation of Nature, Baltimore, The Johns Hopkins
University Press, 1992, p. 15.
33
Cfr. Ana Bramwell, Ecology in the 20th Century. A History, New Haven, Yale
University Press, 1989, p. 18.
34
Andrew Dobson, Pensamiento político verde, Barcelona, Paidós, 1997, p. 46.
35
Cfr. Charles Taylor, Las fuentes del yo, Barcelona, Paidós, 1996.
36
J. Baird Callicott, In Defense of the Land Ethic. Essays in Environmental Philo-
sophy, Nueva York, State University of New York Press, 1989, p. 108; Robyn Eckers-
ley, Environmentalism and Political Theory, ob. cit., p. 52.
37
Cfr. Donella H. Meadows, Dennis L. Meadows, Jørgen Randers Randers, Wi-
lliam W. Behrens III, Los límites del crecimiento, México, FCE, 1972.
38
Así, por ejemplo, la novela de Richard Matheson I am Legend, publicada en
1954, que relata la historia de un científico que termina por ser el único superviviente
en el planeta tras una guerra librada con armas biológicas, es llevada al cine en varias
ocasiones: si en el momento de su escritura aparece ligada al terror nuclear, su versión
cinematográfica de 1971, The Omega Man, tiene las mismas resonancias ambientalistas
que otros títulos igualmente protagonizados por Charlton Heston en la misma época
(como Soylent Green, dirigida por Richard Fleischer en 1973, donde unos experimen-
tos científicos contaminan el agua y provocan el caos de la civilización, o El planeta de
los simios, que realizara Franklin J. Schaffner cinco años antes). Precisamente, una
nueva versión ha sido estrenada en 2007, recuperando el título original y dando forma
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(cfr. Krishan Kumar, Utopia and Anti-Utopia in Modern Times, Oxford, Basil Black-
well, 1987, p. 4). La ecotopía se sitúa del lado de las «utopías de la suficiencia», vale
decir, aquellas que, como las defendidas por Thoureau, Kropotkin o Bookchin, defien-
den valores de moderación, autorrestricción y sencillez, oponiéndose así a las «utopías
de la abundancia», que de acuerdo con visiones como las de Bacon, Owen o Fourier,
apuestan por la opulencia material y la satisfacción ilimitada a través de la ciencia y la
técnica de las necesidades y deseos humanos (cfr. Marius de Geus, Ecological Utopias.
Envisioning the Sustainable Society, Utrecht, International Books, 1999, pp. 20-21). La
reconstrucción del ecologismo pasa por recuperar la segunda de estas tradiciones. Y
eso supone plantear una defensa de la apropiación humana del entorno, bien que críti-
camente contemplada en cuanto a sus formas: la humanización de la naturaleza es par-
te del proyecto moderno de emancipación, pero es obvio que el desarrollo de la mo-
dernidad ha terminado mostrando algunos de sus límites; la consecución de la
sostenibilidad pasa ahora a integrarse naturalmente en ese proyecto. En ese sentido,
la inexistencia del tipo de naturaleza que los verdes radicales tienen en mente convier-
te en inútil todo intento de diseñar, por emplear el célebre término de Boris Frankel,
«utopías postindustriales» basadas en una marcha atrás impracticable (cfr. Boris Fran-
kel, Los utópicos postindustriales, Valencia, Alfons el Magnánim, 1990). Basta pensar
en el contraste existente entre el ingenuo estatismo de esas utopías y el ritmo de nues-
tras transformaciones sociales.
45
William Ophuls, Ecology and the Politics of Scarcity, San Francisco, W. H. Free-
man and Company, 1977, pp. 133-137.
46
Cfr. Garrett Hardin, «The Tragedy of the Commons», en G. Hardin y J. Baden
(eds.), Managing the Commons, San Francisco, W. H. Freeman and Company, 1977,
pp. 16-30; y William Ophuls, ob. cit., p. 152.
47
William Ophuls, Requiem for Modern Politics. The Tragedy of the Enlightenment
and the Challenge of the New Millenium, Boulder, Westview Press, 1997, p. 163.
48
Cfr. Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, ob. cit., p. 17.
49
Jonathon Porritt, «Environmental Politics: The Old and the New», en M. Ja-
cobs (ed.), Greening the Millenium? The New Politics of Environment, Oxford, Black-
well, 1997, pp. 62-73, pp. 64-64.
50
Cfr. Giles Lipovetsky, El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiem-
pos democráticos, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 218.
51
Fernando Savater, Diccionario filosófico, Madrid, Planeta, 1995, p. 266; Hannah
Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 1993.
52
I. G. Simmons, Interpreting Nature. Cultural Constructions of the Environment,
Londres, Routledge, 1993, p. 38.
53
Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, Nuestro futuro común,
Madrid, Alianza, 1988, p. 29.
54
Encontramos así definiciones de sostenibilidad en las que este principio se refie-
re a «la viabilidad de las relaciones socialmente formadas entre la sociedad y la natura-
leza en largos períodos de tiempo» [Egon Becker, Thomas Jahn e Immanuel Stiess,
«Exploring Uncommon Ground: Sustainability and the Social Sciences», en Becker et
al. (eds.), Sustainability and the Social Sciences. A Cross-disciplinary Approach to Inte-
grating Environmental Considerations into Theoretical Reorientation, Londres, Zed
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Books, 1999, pp. 1-22, p. 19]; a «la capacidad para la continuación más o menos inde-
finida en el futuro» de la actividad humana [Paul Ekins, «Making Development Sus-
tainable», en W. Sachs (ed.), Global Ecology. A New Arena of Political Conflict, Lon-
dres, Zed Books, 1993, pp. 91-103, p. 71]; o al imperativo de vivir «dentro de los
límites ecológicos» mediante la reducción de los impactos medioambientales negativos
de la actividad humana y el incremento de la resistencia del medio ambiente [Michael
Redclift, «Pathways to sustainability: issues, policies and theories», en M. Kenny y
J. Meadowcroft (eds.), Planning Sustainability, Londres, Routledge, 1999, pp. 66-77,
p. 66].
55
Thomas Sikord y Richard B. Norggard, «Principles for Sustainability: Protec-
tion, Investment, Co-operation and Innovation», en J. Köhn et al. (eds.), Sustainability
in question. The Search for a Conceptual Framework, Chentelham, Edward Elgar, 1999,
p. 49.
56
Cfr. Brian Barry, Sustainability and Intergenerational Justice, ponencia presenta-
da a las Sesiones de la ECPR celebradas en Warwick, marzo de 1998. La confusión en
torno a esta naturaleza genérica del principio subyace a la crítica que Beckerman hace
de la frecuente contaminación moral de la sostenibilidad, particularmente visible
cuando se mezclan los rasgos de una forma concreta de desarrollo, con el mandato mo-
ral que induce a su consecución: la sostenibilidad debería definirse simplemente, así
Beckerman, como una forma de desarrollo sostenible a lo largo de un determinado pe-
ríodo de tiempo, siendo asunto completamente distinto la discusión acerca de si debe o
no perseguirse (cfr. Wilfred Beckermann, «Sustainable Development: Is it a Useful
Concept?», Environmental Values, 3, 1994, pp. 191-209, p. 93; Wilfred Beckermann,
A Poverty of Reason. Sustainable Development, Oakland, The Independent Institute,
2002, p. 74). Ciertamente, la viabilidad técnica de la sostenibilidad no proporciona por
sí misma su justificación moral.
57
Cfr. Allan Holland, «Sustainability: Should We Start from Here?», en Dobson
(ed.), Fairness and futurity. Essays on Environmental Sustainability and Social Justice,
Oxford, Oxford University Press, 1999, pp. 46-68.
58
Cfr. Eric Neumayer, Weak versus Strong Sustainability. Exploring the Limits of
Two Opposing Paradigms, Cheltenham, Edward Elgar, 1999, pp. 97 y ss.
59
Cfr. Allan Holland, ob. cit., p. 61.
60
Cfr. Andrew Dobson, Justice and the Environment. Conceptions of Environmen-
tal Sustainability and Theories of Distributive Justice, Oxford, Oxford University Press,
1998, pp. 41-42.
61
Cfr. Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, ob. cit., p. 29.
62
Ibid., p. 68.
63
Tal como señala Jacobs, en un primer nivel el concepto de desarrollo sostenible
se articula en torno a una serie de ideas nucleares (integración de la economía y el me-
dio ambiente, futuridad, protección medioambiental, equidad, calidad de vida más
allá del crecimiento económico, amplia participación e inclusión social), que en un se-
gundo nivel son objeto de disputa y argumentación política: la pregunta sobre cómo
deberían ser interpretados en la práctica. Esa interpretación refleja distintas concepcio-
nes del desarrollo sostenible. Y básicamente, mientras el desarrollo sostenible débil
apuesta por el aseguramiento ecológico del actual modelo de crecimiento y consumo,
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73
Edward Goldsmith et al., Manifiesto para la supervivencia, Madrid, Alianza,
1972, p. 33.
74
Douglas Torgerson, «The uncertain quest for sustainability: public discourse
and the politics of environmentalism», en F. Fischer y M. Black (eds.), Greening Envi-
ronmental Policy: the Politics of a Sustainable Future, Londres, Paul Chapman, 1995,
pp. 3-20, p. 11.
75
David Pearce et al., Blueprint 3. Measuring sustainable development, Londres,
Earthscan, 1993, p. 185.
76
Robert Goodin, Green Political Theory, ob. cit., p. 124.
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Si las leyes y políticas apoyadas por el lobby ecologista no son neutrales res-
pecto a los ideales éticos, estéticos y religiosos, sino que expresan una con-
cepción moral acerca de la relación correcta de la gente con la naturaleza,
¿pueden los ecologistas ser liberales? ¿Pueden los liberales apoyar leyes me-
dioambientales cuando éstas entren en conflicto con los objetivos utilitarios e
igualitarios que asociamos usualmente con el liberalismo? 8.
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impedir que ninguna concepción del bien pueda operar de forma po-
líticamente autoritaria frente a las demás 18.
No parece claro, con todo, el modo en que pueda llevarse efecti-
vamente a término esa propuesta, por cuanto los conflictos entre con-
cepciones del bien son mucho más frecuentes que los acuerdos. Si una
concepción del bien demanda cambios sociales sustantivos —como
una sostenibilidad fuerte— se produce el conflicto. La neutralidad li-
beral ya garantiza esa prevalencia de lo justo sobre lo bueno; corres-
ponderá a la deliberación y negociación políticas la resolución de esos
conflictos. No hay que dar un nombre distinto a la neutralidad liberal,
que ya garantiza correctamente el equilibrio entre distintas concepcio-
nes del bien. Que los valores verdes hayan florecido en los últimos
años es buena prueba de que el sistema político no es hermético al de-
bate social entre concepciones del bien —porque, de hecho, ¿cómo
podría serlo?
Ahora bien, una forma de neutralidad abierta a la aplicación de
decisiones sustantivas parciales tiene como presupuesto lógico no sólo
la existencia de canales de comunicación entre el sistema social y el
sistema institucional, sino asimismo la existencia de un auténtico de-
bate político entre las distintas concepciones del bien. Es decir, deben
existir discusiones públicas formales donde las distintas concepciones
del bien —por ejemplo, los verdes y su defensa de una sostenibilidad
fuerte— puedan hacer valer sus argumentos. Ya veremos cómo el di-
seño institucional defendido a estos efectos, la democracia deliberati-
va, posee no pocas limitaciones. En todo caso, es preciso igualmente
encontrar una concepción del liberalismo abierta a esa articulación
formalizada del debate público. Y ese liberalismo no sólo existe, sino
que de hecho ya funciona.
Se trata, efectivamente, de un liberalismo pragmático que otorga
un papel más destacado a la democracia que la sola protección de los
ciudadanos. Y que lo hace a la vista del innegable pluralismo de la so-
ciedad contemporánea, que demanda de las sociedades liberales insti-
tuciones orientadas a la búsqueda del acuerdo, como medio para la re-
solución de las diferencias. Es un liberalismo à la Richard Rorty, que
sitúa la deliberación en el centro de la política, pero que asegura la li-
bertad como único resultado estable de la misma 19. No obstante, fren-
te al liberalismo formal, que establece una separación irreal y tajante
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Hay que preguntarse, llegados a este punto, qué forma puede adoptar
una sociedad liberal verde, esto es, una sociedad liberal que asume la
búsqueda de la sostenibilidad sin renunciar a los principios democrá-
ticos ni a los liberales. Será en este marco donde se desenvuelva una
política verde llamada a desempeñar un cierto protagonismo en el de-
bate político si —y sólo si— es capaz de dejar atrás sus rémoras funda-
cionales, para asumir una visión más realista de las relaciones sociona-
turales y una concepción normativa de la sostenibilidad. La propia
sociedad liberal asume una orientación antropocéntrica, coherente
con la índole de sus relaciones históricas con el entorno, abierta sin
embargo a discusión. Todo esto, empero, necesita de un marco políti-
co, de unas instituciones donde pueda debatirse —junto con la espon-
tánea formación de actitudes y el desarrollo de prácticas que tienen lu-
gar en la sociedad civil— el contenido normativo de la sostenibilidad.
¿Es suficiente la democracia liberal, tal como la conocemos, para
llevar a término esta tarea, o es preciso reformarla, e incluso romper
con ella en algunos aspectos, para la realización de la sostenibilidad?
Esta pregunta es una constante de la reflexión política verde. Y se en-
treteje constantemente con la crítica desarrollada por quienes —al
margen de los objetivos de sostenibilidad— cuestionan las credencia-
les democráticas del liberalismo. La premisa más extendida es así la
insuficiencia de la democracia liberal para articular una sociedad ver-
de. Y la consecuencia de la misma, la búsqueda de un modelo alter-
nativo.
Semejante búsqueda adopta varias formas, pero ha acostumbrado
a consistir en la reapropiación de los conceptos y las instituciones po-
líticas liberales, con el objeto de ponerlos al servicio de la causa verde.
El propósito es sentar las bases de una democracia que trascienda, o
cuando menos corrija, la existente: a juicio de John Barry, una demo-
cracia posliberal antes que antiliberal 23. Desde este punto de vista, se
trata de extender el alcance de las instituciones democráticas, para que
cubran una dimensión de la vida social históricamente obliterada por
el liberalismo, como es la relación con la naturaleza. Sucede con la re-
presentación política, entendida como un medio para dar voz a los in-
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Juzgar su bienestar se convierte en algo mucho más fácil, por cuanto desapa-
recen las intervenciones de esos misteriosos intereses que [...] los animales se
supone poseen, pero no pueden explicitar por carecer de habla. No. Nuestra
verdadera guía deberían ser sus necesidades percibidas, sus «simples» ape-
tencias, vaciadas de las implicaciones humanas de autoconciencia que el «de-
seo» trae consigo 34.
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los deberes tienden a enfatizar lo que debemos dar en lugar de lo que debe-
mos reclamar; tienden a enfatizar lo personal antes que lo político, esto es, lo
que se requiere de nosotros al margen de la provisión política; tienen una más
fuerte base experiencial que los derechos (cumplimos nuestro deber más a
menudo que reclamamos nuestros derechos); y por eso puede decirse que son
menos susceptibles de disolverse como abstracciones civiles y políticas 41.
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que este aspecto decisivo del modelo verde de ciudadanía no puede in-
corporarse directamente a las instituciones democráticas y deliberati-
vas que sirven de marco para su desenvolvimiento: la sede natural de
los derechos y las obligaciones morales, en tanto morales, está fuera
del sistema político. Si un deber es legal, es exigible; si es moral, sólo
es deseable. Mike Mills ha distinguido entre los deberes de ser, cuyo
cumplimento obliga a todos en virtud de su idéntico valor moral, y los
deberes de asociación, que obligan en razón de la pertenencia ciudada-
na 49. Y los deberes hacia la naturaleza no pueden concebirse como
deberes de ciudadanía; su naturaleza moral y prepolítica no basta para
convertirlos en obligaciones legales. De esta manera, sólo aquella di-
mensión de la ciudadanía ecológica relativa a la definición y ejecución
de la sostenibilidad puede ser incluida en los procedimientos demo-
cráticos de decisión y tener, en fin, repercusión institucional.
Así pues, la dimensión ética de la ciudadanía ecológica —ya remi-
ta a los deberes morales hacia el mundo natural, o a la cooperación vo-
luntaria con las políticas medioambientales— no debe constituir su
fundamento; hay que buscarlo en otro sitio. Ahora bien, en la medida
en que el ejercicio de la ciudadanía se relacione con procedimientos
deliberativos de decisión, éstos podrán contribuir indirectamente a la
moralización de las relaciones socionaturales y al reconocimiento in-
dividual de los deberes hacia el mundo natural. Esa moralización será
una consecuencia del ejercicio de la ciudadanía ecológica en la esfera
pública y en la sociedad civil, no la condición previa para su existen-
cia. Los resultados del proceso democrático son necesariamente in-
ciertos. Y sin embargo, es este mismo proceso el que proporciona el
fundamento necesario para la ciudadanía ecológica, a través de la de-
mocratización de la sostenibilidad.
Efectivamente, la condición normativa de la sostenibilidad de-
manda su definición colectiva, que la participación de los ciudadanos
en la esfera pública viene a hacer posible. Política verde, deliberación
y ciudadanía no pueden separarse. Así, los ciudadanos contribuyen a
la definición de la sostenibilidad, mediante su participación política a
través de los cauces deliberativos institucionales y mediante los distin-
tos mecanismos de transmisión y formación de la opinión pública, en
una combinación, como veremos con más detalle, de política delibe-
rativa y liberalismo institucional. Esta vinculación, no los deberes mo-
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no hay base conceptual para considerar las relaciones cara a cara relaciones
sociales más puras y auténticas que las relaciones mediadas a través del tiem-
po y la distancia. Porque tanto las relaciones cara a cara como las que no lo
son son relaciones mediadas, y en ambas existe la posibilidad de la separación
y la violencia, así como la de la comunicación y el consenso 53.
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pequeña sea ésta menor será el impacto de sus decisiones sobre el re-
sultado final, con lo que se termina otorgando a la ciudadanía «más
poder sobre menos» 65. Más importante que la abstracta formula-
ción de una vocación descentralizadora es, en consecuencia, su apli-
cación práctica.
Y el principio de la escala adecuada apunta en la dirección correc-
ta, por tratarse de una reordenación racional de la competencia deci-
soria desde el punto de vista territorial y funcional, que atiende a la
naturaleza concreta del problema. Para su plasmación, lo importante
no es tanto elegir de modo general entre centralización y descentrali-
zación, sino decidir qué funciones deben ser centralizadas y cuáles
descentralizadas. Esta elección que no tiene por qué arrojar un saldo
favorable a la atribución de funciones a la comunidad, porque el ca-
rácter mismo de los problemas medioambientales puede provocar en
muchos casos que la escala adecuada sea la central. La importancia
del Estado para una política verde es, en realidad, mucho mayor de lo
que el ecologismo ha llegado nunca a aceptar.
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en cuenta son las funciones y no las jerarquías, de modo que una co-
munidad local no se subordina al Estado, sino que forma parte del
mismo y ejerce en su seno funciones distintas. La naturaleza global de
los problemas medioambientales no hace sino abundar en la insufi-
ciencia de la solución descentralizadora, por cuanto no es posible su
tratamiento sin una perspectiva suprarregional y la acción multilateral
de los Estados nacionales. Sólo éstos permiten adoptar decisiones co-
lectivas legítimas en el marco de una política de sostenibilidad.
En este sentido, la gestión y el mantenimiento de la misma requie-
ren la dirección y coordinación del aparato estatal. Basta pensar en la
arquitectura jurídica necesaria en una sociedad sostenible: tanto el
control de las políticas públicas, como la penalización de los incum-
plimientos individuales y colectivos, corresponderá antes a la autori-
dad estatal que al conjunto de las autoridades locales. La sociedad sos-
tenible no es una sociedad virtuosa, pese a que los verdes desean que
lo sea. Otra incómoda realidad es la necesidad de burocracia, sistemá-
ticamente desatendida en el pensamiento verde. Su sola mención pa-
rece convocar los fantasmas de la rigidez tecnocrática, opuesta a la de-
seable espontaneidad con que todo parece funcionar en el modelo
comunitario. Sin embargo, es un componente necesario de la sosteni-
bilidad, toda vez que ésta no se agota en su condición normativa: a su
definición debe seguir un desarrollo administrativo sin el que su reali-
zación es impensable.
Sin embargo, hay dos aspectos de la política de sostenibilidad en los
que la función estatal es especialmente relevante: la definición colectiva
del principio de sostenibilidad y, posteriormente, su constante redefini-
ción pública. Puede decirse que el Estado constituye el marco dialógico
formal de la sostenibilidad. En palabras de John Barry: «el Estado es
una condición necesaria (aunque no suficiente) para la elaboración de
discursos de sostenibilidad en la esfera pública de las democracias libe-
rales modernas» 66. Y en consecuencia, debe proporcionar garantías le-
gales que faciliten los procesos deliberativos democráticos.
A pesar de algunas objeciones un tanto intempestivas, el conjunto
de la teoría política verde parece haber aceptado últimamente gran
parte de estos argumentos y que existen razones —democráticas y eco-
lógicas— para una aceptación de principio de la institución estatal.
Ahora bien, esta afirmación de la necesidad del Estado viene acompa-
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ción. La democracia discursiva crea así una situación en la que esos in-
tereses, inicialmente distantes, son escuchados y por ello tomados en
cuenta; los participantes se ven forzados a sopesar las consecuencias
de sus decisiones sobre la comunidad social y ecológica. Sin embargo,
el argumento vuelve a verse debilitado por el carácter impredecible
del debate y sus posibles resultados: escuchar no es dar peso. La inclu-
sión de intereses y voces previamente excluidos del proceso político
no conduce a la automática aceptación de sus intereses, ni siquiera en
un marco institucional más favorable.
La naturaleza inclusiva de la democracia deliberativa conllevaría
también la ampliación de la comunidad política, mediante la incorpo-
ración del mundo natural a la misma. Para ello, sería necesario exten-
der la racionalidad comunicativa a aquellas entidades capaces de ac-
tuar como agentes morales, a pesar de carecer la autoconciencia
propia de la subjetividad. Es decir, que si reconocemos a la naturaleza
como interlocutora, garantizamos el respeto a la misma, una vez que
tratemos sus signos con el mismo respeto con que tratamos los que pro-
vienen del hombre. Y aunque, naturalmente, la comunicación verbal
no puede extenderse al mundo natural, las formas no verbales de co-
municación pueden ser más que suficientes, sobre todo si el proceso
deliberativo presta tanta atención al silencio como a la palabra. ¿Es
esto ir demasiado lejos? Desde luego, estos signos naturales son perci-
bidos e interpretados por el hombre, y discutidos también por éste
cuando se incorporan al marco deliberativo: la voz de la naturaleza es,
en sí misma, una alucinación humana. Harán falta así representantes
humanos del mundo natural, dentro del proceso deliberativo. La falta
de un lenguaje común supone el establecimiento de una inevitable
distancia respecto de la naturaleza y los animales; es el hombre quien
da significado al silencio de la naturaleza. Tal como escribió Paul Va-
léry: «Existe siempre una suposición que da sentido al lenguaje más
extraño» 77. La mediación humana no opera aquí como una mera
transmisión de información, sino que en gran medida produce un con-
junto de valoraciones que serán después objeto de deliberación; la
mediación no es sólo inevitable, sino también decisiva. Porque, en los
términos de Niklas Luhmann, el sistema social no puede comunicarse
con el sistema natural: tan sólo es posible la comunicación dentro del
sistema social, acerca del sistema natural 78. La democracia, como prác-
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Si los ciudadanos defienden los intereses del mundo natural o las ge-
neraciones futuras, incorporándolos así al debate político, la delibera-
ción se convierte en una arena para la defensa pública de esas respon-
sabilidades. Y eso puede ser suficiente.
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moderna» 85. En realidad, no está claro qué significa esta otra ciencia,
ni cuál es exactamente su utilidad: si es experiencia directa, no es cien-
cia; si es ciencia, no es distinta a la ciencia a la que se ataca. Todo este
terreno debe ser desbrozado.
Sobre todo, hay que entender que la democratización de la ciencia
no significa que las experiencias profanas puedan tener el mismo peso
que el juicio experto en el proceso de toma de decisiones. Hay que fijar
cuidadosamente los límites de la politización. Esto no supone desechar
el papel de la participación pública en los problemas científicos, pero sí
alertar sobre la necesidad de institucionalizarla de forma razonable.
Los llamamientos en favor de una ciencia participativa expresan, a me-
nudo, un optimismo exagerado en la voluntad y capacidad de los ciu-
dadanos para comprender asuntos complejos. Esta falla es decisiva: los
ciudadanos tienen que aceptar el juicio experto, porque no pueden su-
plirlo. A cambio, la ciencia debe estar más dispuesta a la rendición de
cuentas. Y los procesos de toma de decisión, así como la posterior apli-
cación de las políticas resultantes, han de ser más flexibles.
Desde luego, la sostenibilidad es un proceso de aprendizaje social,
que precisa de constante cooperación ciudadana. Es por eso necesaria
una mayor comprensión pública de la ciencia, pero no podemos aspi-
rar a mucho más. No hay una ciencia participativa que espera a ser des-
cubierta, por más que los verdes identifiquen cercanía con sabiduría;
en realidad, el conocimiento exige distancia. Y no conviene subestimar
la complejidad de las decisiones sobre riesgos ecológicos. De hecho, la
mayor racionalidad proporcionada por los procedimientos deliberati-
vos depende de un adecuado asesoramiento científico. Necesitamos así
un modelo de deliberación capaz de otorgar a cada tipo de conoci-
miento —profano y experto— su justa importancia, para obtener así
decisiones racionales y legítimas. La flexibilidad institucional de la de-
mocracia deliberativa debería poder ayudarnos a lograr ese equilibrio.
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posterior, sino que dependen también del contexto de descubrimiento que re-
presenta un espacio público no regulado por procedimientos, es decir, el es-
pacio público del que es portador el público general que forman los ciuda-
danos 88.
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tivo 91. Sería necesario, por el contrario, crear nuevos mecanismos re-
presentativos que faciliten la cohesión de un sistema político plural,
fragmentado en distintos niveles de decisión y consulta. Como seña-
lan Gutmann y Thompson: «La democracia deliberativa no especifica
una sola forma de representación. Busca modos de representación
que sostengan el intercambio de argumentos morales serios y cohe-
rentes dentro de los cuerpos legislativos, entre los legisladores y los
ciudadanos, y entre los ciudadanos mismos» 92.
La integración del juicio experto en el proceso de decisión es una
destacada muestra del tipo de formas mixtas de representación que es
necesario articular institucionalmente, no sólo facilitando sino, inclu-
so, forzando la deliberación entre ciudadanos y técnicos. Pensemos
también en la creación de foros deliberativos ad hoc para los afecta-
dos por un riesgo medioambiental concreto: los ciudadanos deliberan
entre sí y adoptan una decisión que su representante o representantes
comunicará y discutirá después en un foro distinto, del que también
forman parte los expertos, el poder político y la instancia productora
del riesgo, por ejemplo. La política de sostenibilidad, en fin, demanda
la creación de órganos de deliberación dedicados a su definición,
puesta en práctica y gestión, órganos cuyas formas son potencialmen-
te muy diversas y que precisan de un sistema institucional flexible, ca-
paz de adecuarse a circunstancias cambiantes o sobrevenidas.
La representación política en una democracia verde es así tan di-
versa como los contextos en los que está llamada a aplicarse. Y esta re-
presentación, en la medida en que tiene lugar en un marco institucio-
nal regido por principios discursivos, será representación deliberativa,
orientada a la obtención de un consenso entre los distintos actores, a
su vez procedentes de comunidades u órganos de deliberación, conec-
tados entre sí como en un sistema de vasos comunicantes. Este apa-
rente oxímoron describe la orientación al consenso del proceso políti-
co y su sujeción a los principios del debate razonado.
Es conveniente elucidar todavía, sin embargo, algunos aspectos
del funcionamiento de la institución representativa en el marco de
la democracia liberal verde. Y cabe preguntarse, para empezar, qué
tipo de relación mantendrían entre sí representante y representado en
una democracia informada por principios deliberativos. Puede traerse
a colación, en este sentido, la distinción que establece Anne Philips
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Así las cosas, sólo cabe esperar que la sostenibilidad termine por
convertirse en un interés generalizable, abriéndose entonces plena-
mente a la definición colectiva y la institucionalización democrática.
Pero surge aquí una última paradoja, de significado más profundo de
lo que parece. Ya que no se trata solamente de que los valores verdes
se extiendan paulatinamente en la sociedad liberal: los ciudadanos po-
drían rechazar democráticamente otorgar prioridad a las preocupa-
ciones medioambientales. La extendida convicción según la cual los
ciudadanos, en un contexto deliberativo, adquirirán conciencia ecoló-
gica y presionarán en favor de políticas sostenibles acaso confía dema-
siado en una visión optimista de la naturaleza humana, tan recurrente
en los movimientos políticos de signo utópico. Ese escenario, por el
contrario, difícilmente se hará realidad.
Esto quiere decir que, al margen de las virtudes democráticas de
la política deliberativa, probablemente sea más fácil establecer el prin-
cipio de sostenibilidad como ideal social regulativo a través de las ins-
tituciones representativas 98. Tratándose de un principio general cuya
complejidad afecta a todos los subsistemas sociales, su implantación
puede llevarse a cabo más pacíficamente a través de la acción delegada
de cuerpos políticos responsables, pero no directamente democráti-
cos. No en vano, la representación no es un capricho histórico, sino el
resultado de una evolución lógica del sistema social. Y una de sus vir-
tudes es constituir un proceso circular entre instituciones estatales y
prácticas sociales que da tiempo a la toma de decisiones, evitando la
apresurada temporalidad política de la democracia directa 99. Desde
este punto de vista, la realización de la sostenibilidad adquiere un ca-
rácter plenamente liberal: la sociedad civil la organiza espontánea-
mente, el sistema político la discute institucionalmente.
En consecuencia, como aquí se ha sostenido, una combinación de
representación y deliberación sería inicialmente más útil, al promover
la deliberación dentro de las instituciones representativas y procuran-
do una mayor representación de aquellas esferas sociales que deban
tener voz en materias que les afectan. Y una vez que el principio de
sostenibilidad haya sido incorporado plenamente a la agenda pública,
podrá articularse más comprensivamente su democratización median-
te la deliberación. Será entonces cuando lo que parece una solución
más bien imaginaria pueda acaso transformarse en realidad.
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NOTAS
1
Cfr. Norberto Bobbio, Liberalism and Democracy, Londres, Verso, 1990, pp. 31-37.
2
Cfr. Fareed Zakaria, El futuro de la libertad, Madrid, Taurus, 2003, p. 19. Dada la
preocupación liberal por la libertad individual negativa, expresada en la necesidad de
limitar el poder y la autoridad del gobierno, el demócrata liberal considera la democra-
cia como la mejor forma de gobierno, pero cree que incluso un gobierno democrático
debe ser limitado.
3
David Boaz, Liberalismo. Una aproximación, Madrid, Gota a gota, 2007, p. 107.
4
Citado en Pedro Schwartz, En busca de Montesquieu. La democracia en peligro,
Madrid, Ediciones Encuentro, 2006, p. 82.
5
Cfr. Andrew Dobson, Nature: Only a Social Construct?, manuscrito, 1999, p. 15.
6
Robyn Eckersley, The Green State, Cambridge, The MIT Press, 2004, p. 105.
7
Tal como señalan Levy y Wissenburg: «Además de una preocupación por actuar
eficazmente dentro de un contexto político e institucional dado, el ecologismo está em-
peñado también en redefinir y dar distinta forma a ese contexto. Y además de su preo-
cupación por el diseño institucional, el ecologismo se empeña igualmente en definir y
especificar los objetivos medioambientales que esas instituciones deberían promover,
objetivos como la preservación de una naturaleza autosostenible o la biodiversidad na-
tural» [Yoram Levy y Marcel Wissenburg, «Introduction», en Y. Levy y M. Wissen-
burg (eds.), Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmentalism?,
Londres, Routledge, 2004, pp. 1-9, p. 4.
8
Mark Sagoff, The Economy of the Earth. Philosophy, Law and the Environment,
Cambridge, Cambridge University Press, 1988, p. 150.
9
Escribe Mathew Humphrey: «Si creemos que los argumentos verdes son buenos ar-
gumentos, y creemos en el poder del mejor argumento para terminar prevaleciendo, los
ecologistas pueden abrazar los procesos de decisión liberal-democráticos, con contingen-
cia y todo, y seguir con su defensa de los valores verdes. Ahora bien, si hay elementos de la
práctica democrática liberal que parecen ser inaceptables para las normas verdes, no hay
ninguna buena razón a priori por la cual los ecologistas deban vincularse a un conjunto de
procedimientos políticos en agudo conflicto con su axiología; aquí es donde permanece el
desafío verde» [Mathew Humphrey, «Ecology, democracy and autonomy: a problem of
wishful thinking», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 115-126, p. 125].
10
Cfr. Joseph Raz, The Morality of Freedom, Oxford, Clarendon Press, 1986.
11
Cfr. Andrew Dobson (ed.), Fairness and Futurity. Essays on Environmental Sus-
tainability and Social Justice, Oxford, Oxford University Press, 1999, p. 112.
12
Sobre el concepto de utopía epistemológica, cfr. Leszek Kolakowski, Por qué ten-
go razón en todo, Barcelona, Melusina, 2007, pp. 13 y ss.
13
Ludvig Beckman, «Virtue, Sustainability and Liberal Values», en J. Barry y M.
Wissenburg (eds.), Sustaining Liberal Democracy. Ecological Challenges and Opportu-
nities, Houndmills, Palgrave, 2001, pp. 179-191, p. 184.
14
Cfr. Marcel Wissenburg, Green Liberalism. The Free and the Green Society, Lon-
dres, UCL Press, 1998, p. 61.
296
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15
Alasdair Macintyre, Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame, Univer-
sity of Notre Dame Press, 1988, p. 343 (cursiva mía).
16
Cfr. Andrew Dobson (ed.), ob. cit., p. 207.
17
Avner De-Shalit, The Environment: Between Theory and Practice, Oxford, Ox-
ford University Press, 2000, p. 65. Habría que explicar, sin embargo, por qué medios
se han producido entonces las políticas medioambientales en las democracias liberales
—a la vista de semejante obstáculo institucional.
18
Sheyla Benhabib, Situating the Self, Cambridge, Polity, 1992, p. 116, nota 22.
Sobre la neutralidad constreñida, cfr. Lyle A. Downing y Robert B. Thigpen, A Defense
of Neutrality in Liberal Political Theory, en Polity, vol. XXI, núm. 3, 1989, pp. 502-516.
19
Dice Rorty, cuando habla de la diferencia entre el reformista y el revolucionario:
«Pero uno sólo puede definir la sociedad liberal ideal como aquella que termina con
esa diferencia. Una sociedad liberal es aquella cuyos ideales pueden ser alcanzados me-
diante la persuasión, antes que la fuerza, mediante la reforma antes que la revolución,
mediante los encuentros libres y abiertos de las actuales prácticas lingüísticas y de otro
tipo con la propuesta de nuevas prácticas. Pero esto es decir que una sociedad liberal
ideal es aquella que no tiene otro propósito que la libertad, y ningún otro objetivo que
encontrar el modo en que esos encuentros pueden producirse y su resultado producir
efectos» (Richard Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge, Cambridge
University Press, 1989, p. 60).
20
Cfr. Mathew Humphrey, Preservation Versus the People? Nature, Humanity and
Political Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 2002, p. 193.
21
Cfr. Andrew Vincent, «Liberalism and the Environmen», Environmental Values,
núm. 7, 1998, pp. 443-459, pp. 447-448.
22
Yoram Levy y Marcel Wissenburg, «Conclusion», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), ob. cit., pp. 193-196, p. 195.
23
Cfr. John Barry, Rethinking Green Politics. Nature, Virtue and Progress, Londres,
Sage, 1999, p. 198.
24
Cfr. Hannah Pitkin, The Concept of Representation, Berkeley, University of Cali-
fornia Press, 1967.
25
F. R. Ankersmit, Aesthetic Politics. Political Philosophy Beyond Fact and Value,
Stanford, Stanford University Press, 1996, p. 48.
26
Mike Mills, «Green democracy: The Search for an Ethical Solution», en B. Do-
herty y M. de Geus (eds.), Democracy and Green Political Thought, Londres, Routled-
ge, 1996, pp. 97-114, p. 107.
27
Cfr. John O’Neill, «Who Speaks for Nature?», en Yrjö Haila y Chuck Dyke
(eds.), How Nature Speaks. The Dynamics of the Human Ecological Condition, Dur-
ham, Duke University Press, 2006, pp. 261-278, p. 269.
28
Robert Goodin, «Enfranchising the Earth, and its Alternatives», Political Stu-
dies, XLIV, 1996, pp. 835-849, p. 844.
29
Este derecho medioambiental genérico, así como todos aquellos que puedan de-
rivarse del mismo o lo concreten, puede considerarse constitutivo de una nueva gene-
ración de derechos, idealmente llamados a completar la progresiva evolución de los
mismos célebremente descrita por T. H. Marshall (en Ciudadanía y clase social, Ma-
drid, Alianza, 1998). Formarían parte de los llamados derechos de tercera generación,
297
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junto, por ejemplo, al derecho a la paz o al desarrollo, que han sido denominados derechos
de solidaridad, por tender a la preservación de la integridad del ente colectivo (cfr. Antonio
Vercher, «Derechos humanos y medio ambiente», Claves de razón práctica, núm. 84, julio-
agosto, 1998, pp. 14-21, p. 16). Estos derechos no proceden ni de la tradición liberal
de la primera generación, ni de la socialista de la segunda, debiendo tal denominación
genérica al hecho de que proceden «de una cierta concepción de la vida en comunidad»,
y sólo se pueden realizar «por la conjunción de esfuerzos de todos los que participan en
la vida social» (Vasak, citado en Vicente Bellver Capella, Ecología: de las razones a los
derechos, Granada, Comares, 1994). La singularidad de los derechos medioambienta-
les es que operan como precondición para la titularidad y ejercicio de los demás dere-
chos: si el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, o de derechos de
segunda generación, suponía a la vez el reconocimiento de su carácter de condiciones
para el ejercicio real de los derechos civiles y políticos, o derechos de primera genera-
ción, el derecho a un medio ambiente sano viene a constituir la precondición para el
ejercicio de todos los anteriores. Sin embargo, merece la pena preguntarse por la ver-
dadera eficacia que pueda tener un derecho tan genéricamente formulado, que plantea
innumerables dificultades de consecución práctica.
30
Cfr. Alberto Savinio, Nueva Enciclopedia, Seix Barral, Barcelona, 1983, p. 42.
31
Cfr. R. G. Frey, Interests and Rights: The Case Against Animals, Oxford, Claren-
don Press, 1980.
32
A fin de cuentas, no se trata de que el hombre haga justicia al mundo natural
mediante el reconocimiento de un derecho preexistente; a lo que el hombre haría justi-
cia es a sus propios juicios morales acerca del mundo natural. De modo que los dere-
chos animales son una construcción y una práctica exclusivamente sociales: toda afir-
mación de que la moralidad es un reflejo verdadero del ser natural de los animales no
es más que una falsedad (Keith Tester, Animals and Society. The Humanity of Animal
Rights, Londres, Routledge, 1991, p. 94). No en vano, otorgar derechos a los animales
es crear deberes humanos hacia ellos sobre la base de su previa consideración moral. Y
la noción misma de derechos animales resulta dudosa cuando no se reconocen los fun-
damentos ecocéntricos y se afirma, por el contrario, la legitimidad de la primacía hu-
mana (cfr. Tibor R. Machan, Putting Humans First: Why We are Nature’s Favorite, Lan-
ham, Rowman & Littlefield, 2004).
33
R. G. Frey, ob. cit..
34
Michael P. T. Leahy, Against Liberation. Putting Animals in Perspective, Lon-
dres, Routledge, 1991, p. 97.
35
Cfr. Andrew Dobson, «Ecological citizenship: a disruptive influence?», en
C. Pierson (ed.), Politics at the Edge, Londres, Macmillan, 2000.
36
Tim Hayward, Ecological Thought: an Introduction, Londres, Polity, 1995,
p. 168.
37
Cfr. T. H. Marshall, Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1998.
38
John Barry, «Vulnerability and Virtue: Democracy, Dependency and Ecological
Stewardship», en B. Minteer y B. Pepperman Taylor (eds.), Democracy and the Claims
of Nature, Nueva York, Rowan & Littlefield, 2002, pp. 133-152, p. 148.
39
Ángel Valencia Sáiz, «Globalisation, Cosmopolitanism and Ecological Citizen-
ship», Environmental Politics, vol. 14, núm. 2, 2005, pp. 163-178; Ángel Valencia Sáiz,
298
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299
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59
Cfr. John Dryzek, Discursive Democracy, Cambridge, Cambridge University
Press, 1990.
60
Cfr. Fernando Vallespín, El futuro de la política, Madrid, Taurus, 2000, p. 91.
61
Así, se sostiene, la sostenibilidad se ve facilitada por la mayor adecuación en es-
cala de los ecosistemas y los regímenes de recursos, por la disponibilidad y localización
del conocimiento social, por la mayor inclusividad y sensibilidad hacia la retroalimen-
tación sociedad-naturaleza [cfr. Ronnie D. Lipschutz, «Bioregionalism, civil society
and global environmental governance», en Michael Vincent McGinnis (ed.), Bioregio-
nalism, 1999, pp. 101-120, p. 107]; igualmente, la producción local y autosuficiente es
también medioambientalmente benigna, por suprimir los costes ecológicos de la infra-
estructura de transporte normalmente requerida, combustibles y contaminación in-
cluidos (cfr. Luke Martell, Ecology and Society. An introduction, Cambridge, Polity
Press, 1994, p. 51).
62
Cfr. Frank Bealey, Democracy in the Contemporary State, Oxford, Clarendon
Press, 1988, p. 100.
63
Citado en Andrew Dobson, Pensamiento político verde, Barcelona, Paidós,
1997, p. 149.
64
Cfr. Jonathon Porritt, «Sustainable Society», en M. Redclift y G. Woodgate, The
Sociology of the Environment, III, Aldershot, Edward Elgar, 1995, pp. 642-656, p. 643.
65
Cfr. Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992, p. 150.
66
Barry John, «Sustainability, Political Judgement and Citizenship: Connecting
Green Politics and Democracy», en B. Doherty y M. de Geus (eds.), Democracy and Green
Political Thought, Londres, Routledge, 1996, pp. 115-131, p. 125.
67
Robyn Eckersley, The Green State, ob. cit., p. 87.
68
Cfr. José-Luis Serrano Moreno, «Premisas para una teoría ecopolítica del Esta-
do», Ecología Política, núm. 13, 1997, pp. 157-162, p. 161.
69
Walter F. Baber y Robert V. Bartlett, Deliberative Environmental Politics. Demo-
cracy and Ecological Rationality, Cambridge, The MIT Press, 2005, p. 5.
70
Hay una distinción entre concepciones de la democracia que ilumina este aspec-
to de la democracia deliberativa. Si la concepción epistémica de la democracia otorga a
ésta el objetivo de perseguir la verdad, la concepción procedimental renuncia a seme-
jante propósito para establecer la corrección o justicia de un resultado en función del
procedimiento del que emerge [cfr. Christian List y Robert Goodin, «Epistemic De-
mocracy: Generalizing the Condorcet Jury Theorem», en Fishkin y Laslett (eds.),
«Debating Deliberative Democracy», The Journal of Political Philosophy, Special Is-
sue, vol. 10, núm. 2, 2002, pp. 277-306]. La teoría deliberativa parece situarse en algún
punto intermedio: establece un criterio de legitimación procedimental, pero confía en
la capacidad epistémica de la deliberación como medio de alcanzar el mejor resultado
—mediante la primacía del mejor argumento—. Y mientras la existencia de valores
morales incompatibles no puede ser erradicada, se confía en que la deliberación pueda
al menos aclarar la naturaleza de un conflicto moral, contribuyendo así a su solución
política.
71
Cfr. Carlos Santiago Nino, The Constitution of Deliberative Democracy, New Ha-
ven, Yale University Press, 1996; Amy Gutman y Dennis Thompson, Democracy and Di-
sagreement, Cambridge, The Belknap Press of Harvard University Press, 1996, p. 18.
300
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72
Cfr. Mark E. Warren, «What should we expect from more democracy?», Politi-
cal Theory, vol. 24, núm. 2, 1996, pp. 241-270, p. 243; Nadia Urbaniti, Representative
Democracy. Principles and Genealogy, Chicago, The University of Chicago Press, 2006.
73
Cfr. James Bohman, Public Deliberation. Pluralism, Complexity and Democracy,
Cambridge, The MIT Press, 2000, p. 241.
74
Cfr. Mike Mills y Fraser King, «Ecological constitutionalism and the limits of
deliberation and representation», en M. Saward (ed.), Democratic Innovation. Delibe-
ration, Representation and Association, Londres, Routledge, 2000, pp. 133-145, p. 141.
75
Cfr. Susan Stokes, «Patologías de la deliberación», en Jon Elster (ed.), La demo-
cracia deliberativa, Barcelona, Gedisa, 2001, pp. 161-182.
76
Robyn Eckersley, «Deliberative democracy, ecological representation and risk:
towards a democracy of the affected», en M. Saward (ed.), ob. cit., pp. 117-132, p. 121.
77
Paul Valéry, Escritos filosóficos, Madrid, Visor, 1993, p. 238.
78
Cfr. Niklas Luhmann, Ecological Communication, Cambridge, Polity, 1989.
79
Iris Marion Young, «Communication and the Other: Beyond Deliberative De-
mocracy», en S. Benhabib (ed.), Democracy and Difference. Contesting the Boundaries
of the Political, Princeton, Princeton University Press, 1996, pp. 120-135, p. 123.
80
Cfr. Bernard Manin, «On Legitimacy and Political Deliberation», Political Theo-
ry, vol. 15, núm. 3, 1987, pp. 338-368, pp. 353-354.
81
Cfr. Lynn Sanders, «Against Deliberation», Political Theory, vol. 25, núm. 3,
1997, pp. 347-376, p. 349.
82
Cfr. John Barry, Rethinking Green Politics. Nature, Virtue and Progress, ob. cit.,
p. 67.
83
Cfr. Klaus Eder, «Taming Risks through Dialogues: the Rationality and Functio-
nality of Discursive Institutions in Risk Society», en M. Cohen (ed.), Risk in the Mo-
dern Age. Social Theory, Science and Environmental Decision-Making, Londres, Mac-
millan, 2000, pp. 225-248, p. 230.
84
Robyn Eckersley, «Deliberative democracy, ecological representation and risk:
towards a democracy of the affected», en M. Saward (ed.), ob. cit., pp. 117-132, p. 118;
Richard P. Hiskes, Democracy, Risk and Community. Technological Hazards and the
Evolution of Liberalism, Nueva York, Oxford University Press, 1998, p. 147.
85
Karin Bäckstrand, «Precaution, scientization or deliberation? Prospects for
greening y democratizing science», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), Liberal Demo-
cracacy and Environmentalism. The End of Environmentalism?, Londres, Routledge,
2004, pp. 100-112, p. 109. Por lo demás, estas posiciones se explican por la ruptura
del monopolio que la ciencia institucional había mantenido sobre los asuntos pública-
mente relevantes —ruptura que la cientificización de la protesta viene a ejemplifi-
car— (cfr. Ulrich Beck, Risk Society. Towards a New Modernity, Londres, Sage, 1992,
p. 55; Jonathon Porritt, Playing Safe: Science and the Environment, Nueva York, Tha-
mes & Hudson, 2000, p. 111). Los científicos no son sólo actores administrativos,
sino también actores políticos; la comunidad epistémica es comunidad política. De
forma que la cientificización de la protesta significa también, a la fuerza, la politiza-
ción de la ciencia.
86
Cfr. John O’Neill, «Who Speaks for Nature?», en Yrjö Haila y Chuck Dyke
(eds.), How Nature Speaks. The Dynamics of the Human Ecological Condition, ob. cit.,
301
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pp. 261-278, p. 260; Robert Goodin, «Enfranchising the Earth, and its Alternatives»,
Political Studies, XLIV, 1996, pp. 835-849, p. 849.
87
Cfr. Robert A. Dahl, After the Revolution? Authority in a Good Society, New Ha-
ven, Yale University Press, 1970; Robert A. Dahl y Edward R. Tufte, Size and Demo-
cracy, Stanford, Stanford University Press, 1973.
88
Jürgen Habermas, Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 1998.
89
Sheyla Benhabib, «Toward a Deliberative Model of Democratic Legitimacy», en
S. Benhabib (ed.), Democracy and Difference. Contesting the Boundaries of the Political,
ob. cit., pp. 67-94, pp. 73-74.
90
Cfr. Carlos Santiago Nino, ob. cit., p. 230.
91
Cfr. Bernard Mann, Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza,
1998, p. 234.
92
Amy Gutman y Dennis Thompson, Democracy and Disagreement, ob. cit.,
p. 131.
93
Cfr. Anne Philips, «Must Feminists Give Up on Liberal Democracy?», en
D. Held (ed.), Prospects of Democracy, Cambridge, Polity, 1993, pp. 93-111.
94
F. R. Ankersmit, ob. cit., p. 56.
95
Mecanismo que sólo es uno de los varios que operan en el sistema democrático
liberal, donde la disolución de la autoridad entre distintos poderes se suma a su re-
constitución permanente a través de las elecciones —con el resultado de una constante
afirmación de la naturaleza artificial de la autoridad política (cfr. George Kateb, The
Inner Ocean. Individualism and Democratic Culture, Ithaca, Cornell University Press,
1992, p. 37).
96
Nadia Urbaniti, ob. cit., p. 66.
97
Esto no debería resultar demasiado sorprendente, si atendemos a la dimensión
deliberativa de algunos principios liberales, constitutivos de ese «liberalismo socráti-
co» al que se refiere Norbert Bilbeny (cfr. Norbert Bilbeny, El protocolo socrático del li-
beralismo político, Madrid, Tecnos, 2000); las propias constituciones liberales pueden
ser interpretadas como mecanismos de protección de un ámbito deliberativo [cfr. John
Dryzek, «Discursive democracy vs. liberal constitutionalism», en M. Saward (ed.),
ob. cit., pp. 78-89, p. 80]. La cauta institucionalización de un mayor número de foros
deliberativos, a su vez representativos de distintas esferas sociales transversales, es así
coherente con los principios del liberalismo político.
98
En el entendido de que estas instituciones deben regirse por los principios de la
política deliberativa: son los representantes quienes deliberan en nombre de los ciuda-
danos, a cuyas demandas deben prestar atención. La simple identificación de demo-
cracia deliberativa y participación debe ser reemplazada por una aproximación más
cauta, que combine representación y deliberación y reconcilie sus respectivos valores
(Amy Gutmann y Dennis Thompson, Why Deliberative Democracy, Princeton, Prince-
ton University Press, 2004, p. 30).
99
Cfr. Nadia Urbaniti, ob. cit. No es algo muy alejado del funcionamiento de la
Unión Europea, cuyo criticado déficit democrático —que iría condigno a ese otro cli-
ché, según el cual está alejada de los ciudadanos— quizá posea más virtudes reformistas
de lo que parece.
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NOTAS
1
Gayil Talshir, «The role of environmentalism: from “The silent spring” to “The
silent revolution”», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), Liberal Democracy and Envi-
ronmentalism. The End of Environmentalism?, Londres, Routledge, pp. 10-31, 2004,
p. 10.
2
Yoram Levy y Marcel Wissenburg, «Conclusion», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), ob. cit., pp. 193-196, p. 194.
3
Yoram Levy, «The end of environmentalism (as we know it)», en Y. Levy y
M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 48-59, p. 48.
4
Mathew Humphrey, «Ecology, democracy and autonomy: a problem of wishful
thinking», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 115-126, p. 115.
5
Cfr. Mike Mills y Fraser King, «The end of deep ecology? —Not quite», en
Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 75-86, p. 76.
309
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6
Cfr. Ingolfur Blühdorn, «Post-ecologism and the politics of simulation», en
Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., p. 36; Frederick Buell, From Apocalypse to
Way of Life: Environmental Crisis in the American Century, Nueva York, Routledge,
2003.
7
John Barry, «From environmental politics to the politics of the environment: the
pacification and normalization of the environment?», en Y. Levy y M. Wissenburg
(eds.), ob. cit., pp. 179-192, p. 191.
8
Cfr. John E. Carroll, Sustainability and Spirituality, Albany, State University
of New York Press, 2004; Alan Carter, A Radical Green Political Theory, Londres,
Routledge, 1999; Janet M. Curry y Steven McGuire, Community on Land. Community,
Ecology and the Public Interest, Lanham, Rowman & Littlefield, 2002; Eric T. Frey-
fogle (ed.), The New Agrarianism. Land, Culture and the Community of Life, Washing-
ton, Island Press, 2001; y Robyn Eckersley, The Green State, Cambridge, The MIT
Press, 2004.
9
Marcel Wissenburg, «Little green lies: on the redundancy of “environment”», en
Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 60-71, p. 65.
10
Cfr. T. Nordhaus y M. Shellenberg, Break Through. From the Death of Environ-
mentalism to the Politics of Possibility, Boston, Houghton Mifflin, 2007, pp. 150-153.
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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
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zón, tenemos las Causas naturales. Ensayos de marxismo ecológico (Siglo XXI,
2008), del incombustible James O’Connor. En mi artículo «Prometeo desen-
cadenado. Sobre la concepción marxista de la naturaleza» (Revista de Investi-
gaciones Sociológicas y Políticas, vol. 3, núm. 1, diciembre de 2004, pp. 61-83),
he tratado, a mi vez, de mostrar cómo el propio Marx puede, muy al contra-
rio, ser reinterpretado en favor de una concepción del ecologismo como la
defendida a lo largo de esta obra, sólo que con más detalle, en lo que al pensa-
miento marxiano se refiere, de lo que aquí se ha mostrado.
La asociación de anarquismo y feminismo con el pensamiento verde ha
dado lugar a dos curiosos híbridos, que han contribuido a abrir nuevas vías a
aquellas familias ideológicas: ecoanarquismo y ecofeminismo. Sin duda alguna,
Murray Bookchin es el autor de cabecera de la llamada ecología social, que asu-
me el modelo reticular de la ecología como modelo para la renovación del pen-
samiento anarquista, con un formidable grado de sofisticación filosófica. La
tradición anarquista hispánica parece seguir honrando a sus cultivadores ex-
tranjeros, toda vez que la obra más destacada de Bookchin (curiosamente, au-
tor de un estudio, también traducido, sobre el anarquismo español entre 1868 y
1936) está disponible en nuestra lengua: La ecología de la libertad. El surgimien-
to y la disolución de la jerarquía (Nossa y Jara, 1999). Junto a Bookchin, el pen-
samiento biorregionalista representa muy adecuadamente la —a menudo deli-
rante— fusión de anarquismo y ecología, mediante una organización social
establecida a partir de la configuración biofísica del territorio. Sin recepción es-
pañola, el prolífico Kirpatrick Sale es su principal teórico, sobre todo en su
Dwellers in the land. The Bioregional Vision (Sierra Club Books, 1985), obra
que por momentos puede leerse como un tratado cómico, dada, entre otras co-
sas, la magnitud del proyecto de transformación global que flemáticamente
pone sobre la mesa. Para los interesados en conocer el ecofeminismo, Carolyn
Merchant y Valerie Plumwood han escrito quizá las obras esenciales, por des-
gracia no disponibles en español: respectivamente, The Death of Nature. Wo-
men, Ecology and the Scientific Revolution (Harper & Row, 1989), y Feminism
and the Mastery of Nature (Routledge, 1993). No obstante, en España podemos
leer la obra de Maria Mies y Vandana Shiva, La praxis del ecofeminismo (Icaria,
1998), Feminismo y ecología de Mary Mellor (Siglo XXI, 2000), y la autóctona
síntesis de María Antonia Bel Bravo, Ecofeminismo: un reencuentro con la natu-
raleza (Universidad de Jaén, 1999), de expresivo título. Tanto en este terreno
como en los demás, huelga decirlo, el lector especializado tiene a su disposición
una ingente cantidad de artículos en revistas académicas nacionales e interna-
cionales: no faltará material a quien desee descender a las profundidades.
Hay que distinguir, cuando del pensamiento propiamente verde se trata,
distintos acentos. Su desarrollo multiforme no impide distinguir un conjunto
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Por su parte, la ecología profunda apela a la dimensión espiritual del ser hu-
mano en contacto con la naturaleza. Y si bien podría decirse que, en su rigor
casi místico, este pensamiento no es de este mundo, no es menos cierto que,
con diferentes formas, nunca ha dejado de ejercer un poderoso influjo sobre
el ecologismo más radical. Ya en 1972, el noruego Arne Naess apelaba a la
conciencia humana como motor de cambio en las relaciones socioambienta-
les, desarrollando un pensamiento que encuentra adecuada summa en su tra-
bajo Ecology, Community and Lifestyle (Cambridge University Press, 1989).
Fueron Bill Devall y George Sessions, sin embargo, quienes escribieron el
más citado tratado de ecología profunda, hasta donde sé, sin traducción dis-
ponible: Deep Ecology. Living as if Nature Mattered (Gibbs Smith, 1985).
Tal como se ha podido comprobar a lo largo de este trabajo, sin embargo,
la reflexión ética sobre la naturaleza debe ser complementada, e incluso ante-
cedida, por la reflexión filosófica sobre su mismo concepto y la índole de las
relaciones socionaturales. Ya se ha apuntado que el marxismo ofrece un nota-
ble interés al respecto, desarrollado sobre todo en los afamados Manuscritos:
economía y filosofía (Alianza, 1980); también se ha señalado ya que el utilísi-
mo concepto de metabolismo encuentra en la obra del represaliado Nikolái
Bujarin un brillante desarrollo (en su Teoría del materialismo histórico, Ma-
drid, Siglo XXI, 1972). No obstante, para un más directo y moderno trata-
miento del problema de la naturaleza es indispensable la obra de Kate Soper,
What is Nature? (Blackwell, 1995), donde se cuestiona la naturaleza sin me-
diación en que a menudo los verdes confían, por medio de una rigurosa, pero
amena, categorización filosófica. En esta vena, que parece alimentarse por
igual del constructivismo moderado y la posmodernidad sociológica, pode-
mos situar también a dos pensadores de filiación marxista, como Peter Dic-
kens (Society and Nature. Towards a Green Social Theory, Harvester Wheats-
heaf, 1992), David Harvey (Justice, Nature & the Geography of Difference,
Blackwell, 1996), así como a los originales Phil MacNaghten y John Urry
(Contested Natures, Sage, 1998) y al sociólogo Klaus Eder (The Social Cons-
truction of Nature, Sage, 1996). Más antiguo, aunque excelente, es el estudio
de Serge Moscovici, Sociedad contra natura (Siglo XXI, 1975), donde se abor-
da filosóficamente el problema de la coevolución sociedad-naturaleza. En es-
tos textos se pone en cuestión aquello que entendamos por naturaleza, desve-
lándose su dimensión ineludiblemente social y la ausencia de una categoría
unificadora que nos sirva para reducir a una sola naturaleza la pluralidad de
las interacciones humanas con el entorno. Esta verdad abstracta encuentra
una espléndida formulación, a la vez conceptual y práctica, en el reader de
William Cronon, Uncommon Ground. Rethinking the Human Place in Nature
(W. W. Norton & Company, 1996). Y una formulación exitosa en el conjunto
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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
sity Press, 2000) y Graham Smith (Deliberative Democracy and the Environ-
ment, Routledge, 2003), si bien conviene adquirir una perspectiva más amplia
acerca de los problemas intrínsecos a la democracia deliberativa y del conjun-
to de posibilidades institucionales que tiene a su alcance un modelo verde de
democracia (algo que puede encontrarse en el completo reader de Michael
Saward, Democratic Innovation. Deliberation, Representation and Association,
Routledge, 2000). Son, en todo caso, innumerables los artículos sobre el par-
ticular en las revistas especializadas.
La apertura del pensamiento verde supone también un giro, si bien mo-
derado, en sus relaciones con el liberalismo: pasan, podría decirse, de la into-
lerancia al coqueteo. Tal como se ha sostenido en este trabajo, no hay futuro
para liberalismo y política verde que no pase por su recíproca aceptación. El
liberalismo tiene que dejar de contemplar el medio ambiente como una mo-
lestia, cosa que parece empezar a hacer; y el ecologismo tiene que abrazar los
principios liberales, pese a que sigue siendo, todavía, mayoritariamente antili-
beral. Mark Sagoff publicó en 1990 una obra pionera (The Economy of the
Earth. Philosophy, Law and the Environment, Cambridge University Press),
cuyo testigo recogerían, sobre todo, el incisivo filósofo holandés Marcel Wis-
senburg en su importante Green Liberalism. The Free and the Green Society
(UCL Press, 1998), y aún después, por ejemplo, Simon Hailwood en How to
be a Green Liberal: Nature, Value and Liberal Philosophy (Acumen, 2004). El
lector español encontrará una completa discusión de los problemas de encaje
que presentan liberalismo y ecologismo en el número monográfico que al
tema consagrase en 1999 el número 13 de la Revista Internacional de Filosofía
Política. Y son de destacar, también recientemente, la obras que plantean la
posibilidad de que este desarrollo crítico haya provocado, o esté a punto de
provocar, la misma muerte del ecologismo: así, los autores que acuñaron esa
idea en un artículo de 2004, Robert Nordhaus y Steve Shellenberg, abogan
por la renovación de la política verde a través de un discurso de crecimiento y
progreso, antes que de límites, en Break Through. From the Death of Environ-
mentalism to the Politics of Possibility (Houghton Mifflin, 2007); y esta posi-
bilidad es sopesada en el trabajo colectivo compilado por Marcel Wissenburg
y Yoram Levy, Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Envi-
ronmentalism? (Routledge, 2004).
Renovar la relación del ecologismo con la democracia y la sociedad libe-
ral ha supuesto, asimismo, abordar un conjunto de problemas e instituciones
preexistentes, que ahora deben ser contemplados a la luz de su dimensión
ecológica. Entre aquéllos, ocupa un papel predominante la relación entre la
democracia, la ciencia y los riesgos medioambientales; entre las segundas, la as-
cendente noción de la ciudadanía ecológica. Ya vimos que la relación entre
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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
de este debate público: Nuestro futuro común (Alianza, 1988), cuya lectura es
recomendable por razones genealógicas. Desde entonces, naturalmente, el
concepto se ha refinado y hecho más complejo. Son recomendables las obras
de Ian Drummond y Terry Marsden, The Condition of Sustainability (Rout-
ledge, 1999), donde se traza una visión general del asunto; la distinción que
precisa Eric Neumayer entre las versiones fuerte y débil de la sostenibilidad,
Weak versus Strong Sustainability. Exploring the Limits of Two Opposing Para-
digms (Edward Elgar, 1999); y la notable obra de síntesis armada por Simon
Dresdner, The Principles of Sustainability (Earthscan, 2002). La crítica razo-
nada puede encontrarse en Wilfred Beckerman y su A Poverty of Reason. Sus-
tainable Development (The Independent Institute, 2002). Y sobre los más es-
pecíficos problemas de la justicia distributiva intrageneracional y la justicia
intergeneracional son obras de referencia, respectivamente, las del inevitable
Andrew Dobson (Justice and the Environment. Conceptions of Environmental
Sustainability and Theories of Distributive Justice, Oxford University Press,
1998) y Avner De-Shalit (Why Posterity Matters. Environmental Policies and
Future Generations, Routledge, 1995). En nuestro país, la literatura disponi-
ble es, comparativamente, pobre. No obstante, podemos señalar algunos es-
fuerzos de sistematización, como los realizados por Pedro Ibarra et al. (Desa-
rrollo sostenible: un concepto polémico, Universidad del País Vasco, 2000) y
Luis Jiménez Herrero (Desarrollo sostenible. Transición hacia la coevolución
global, Pirámide, 2000).
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