Shanghai Hotel - Vicki Baum
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Vicki Baum
Shanghai Hotel
ePub r1.2
Titivillus 25.01.15
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Título original: Hotel Shanghai
Vicki Baum, 1939
Traducción: Máximo Siminovich
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PRIMERA PARTE
LOS PERSONAJES
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INTRODUCCIÓN
La ciudad que fue escenario de los sucesos aquí relatados ya no existe; su aspecto
ha variado, como sucedió otras veces. En innumerables ocasiones hubo luchas en sus
calles, aunque nunca fueron tan desesperadas como a fines de verano y a principios
del otoño de 1937.
Durante ochenta y ocho días, Shanghai fue sitiada y bombardeada desde la tierra
y el aire. Cientos de miles de hombres murieron, y el olor a carne humana
chamuscada se percibió durante mucho tiempo sobre la ciudad, flotando como una
densa nube.
En el «Shanghai Hotel», el gran edificio construido cuatro años antes, poco
después de las luchas de 1932, hizo blanco una de las primeras bombas que se
arrojaron desde el aire. Era un edificio con pórticos y dieciocho pisos coronados por
su célebre jardín terraza. Estaba situado en Nanking Road, a mitad de camino entre el
Bund y el hipódromo inglés.
El daño causado por la bomba fue considerable; se rompieron los cristales de
todas las ventanas, y un gran agujero en la fachada destruyó varias habitaciones,
dejando su interior al descubierto. Los japoneses afirmaron que la bomba fue arrojada
por los aviadores chinos, pero los chinos insistieron en que la bomba era japonesa.
Los corresponsales extranjeros opinaron que dicha bomba, destinada a los navíos de
guerra japoneses anclados en el río Whangpoo, había sido mal arrojada por un piloto
chino. Se presentaron protestas y se publicaron excusas, pues aunque los barrios
chinos fueron de vez en cuando arrasados por las bombas, siempre se había
considerado inviolable la Concesión Internacional situada en el corazón de la ciudad.
Los que vivían desde hacía mucho tiempo en el Oriente, y conocían bien su sutil
estrategia de guerra, parecían convencidos de que con aquel bombardeo los chinos
intentaban indicar a los japoneses que no tolerarían una repetición de los sucesos de
1932. En aquella ocasión, un destacamento de marinería japonesa, con el pretexto de
que los japoneses tenían parte de la Concesión Internacional, ocupó el centro de ésta,
abusando de la neutralidad, para tomarla como base de operaciones bélicas.
Sea quien fuere el que arrojó la bomba, el «Shanghai Hotel» sufrió daños; muchas
personas resultaron heridas y nueve muertas…, nueve de las miles que tenían que
morir en aquel primer día de lucha.
En las páginas siguientes se da una reseña de los caminos que condujeron hasta
Shanghai a estas nueve personas, del curso de sus vidas y de la hora de su muerte.
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Capítulo I
B. G. CHANG
Chang nació en un bote. De noche, mientras el río lamía suavemente las tablas de
la vieja embarcación, él vino al mundo. Su madre, que lo separó de ella con un
cuchillo oxidado, murió a la mañana siguiente. Chang no tenía padre, y el bote, que
era la vivienda y el hogar de su familia, parecía buscar su camino con los ojos que
tenía pintados en la proa. Una estera colocada sobre una armazón de bambú servía de
toldo. Su hermana, siete años mayor que él, fue hasta la opulenta aldea cerca de la
cual habían anclado, mendigó habichuelas para el huérfano, las exprimió y sacó de
ellas un líquido lechoso que el niño chupó ávidamente de las yemas de sus dedos. De
este modo pudo sobrevivir la criatura.
Envuelto en harapos y acostado sobre el fondo del bote, sólo las tablas de éste lo
separaban del agua del río. Su hermana, inclinada sobre el remo al que se aferraba
con fuerza, hacía avanzar la embarcación. El esfuerzo hacía resaltar las venas de sus
pequeños brazos. Si él lloraba, levantándolo, lo ataba firmemente sobre su espalda y
seguía remando, y el ritmo continuado de sus movimientos lo adormecía.
Fue llamado Ah Tai, el Grande, pues carecía de padres que pudieran darle un
nombre. Durante toda su vida amó devotamente a su hermana, aunque no fuera más
que una mujer. El río fue su padre y su maestro, y Chang creció bajo su tutela hasta
convertirse en un muchacho alto y fuerte que solía golpear a sus primos mayores o
arrojarlos al agua cuando se burlaban de él.
Sus pensamientos se resumían en la comida. Siempre tenía hambre. A veces, el
bote reposaba perezoso e inmóvil en una curva del río, aguas abajo de algún pueblo.
Las raciones de comida menguaban, y al final desaparecían por completo. Chang
soñaba entonces con tallarines, con pan y con col hervida. A veces robaba unos ajos
de un pequeño campo, y masticaba un pedazo de madera como si fuera pan.
Transportar una carga río abajo significaba una época próspera. A veces llevaban a
bordo unos pollos o una jaula con un lechón. Los hombres comían entonces riendo,
jugaban al kaipu con moneditas perforadas, reñían, se reconciliaban y su alegría no
tenía fin. A las mujeres y a los niños se les daban las sobras, y aunque pocas veces
sintió Ah Tai la satisfacción que proporciona una buena comida, se desarrolló
maravillosamente.
El río creció al finalizar las lluvias estivales, inundando los campos con sus aguas
grises; una neblina blanca las cubría a veces por la mañana, y el barro solía teñirlas de
amarillo. En el laberinto formado por las raíces de los árboles de la orilla, el agua era
de un color verde oscuro. Chang atrapaba los peces que vivían allí y llevaba su presa
a los vendedores de pescado del mercado más próximo, pero su tío le arrancaba el
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dinero de las manos. Las negras fosas nasales de Ah Tai se dilataban cuando se
detenía ante las gigantescas ollas de los cocineros ambulantes, tragando saliva
mientras aspiraba ávidamente el apetitoso olor.
Como nadie lo cuidaba, su cabeza y sus ropas albergaban una legión de piojos. Su
hermana solía desnudarlo y, arrodillada a la orilla del río, extendía sus ropas sobre la
piedra y las golpeaba con un trozo de madera para lavarlas. Chang, entretanto,
sentado al sol sobre la borda del bote, balanceaba las piernas, sentía un cosquilleo
cálido sobre su piel desnuda y se entretenía mirando cómo la luz reflejada por el río
formaba a los lados del bote dibujos que parecían lagartos luminosos. ¡Tenía tanta
hambre! En cuanto sus ropas estaban secas volvía a vestirse; se ajustaba los
pantalones alrededor de la cintura y los ataba fuertemente con una soga. Un momento
más tarde estaba rascándose de nuevo. Ya mayor, mendigó en las ciudades por donde
andaban, y poco después aprendió también a robar, ora un puñado de castañas del
puesto de un vendedor ambulante, ora el fruto de algún melonar, todo lo cual
representaba para él comidas secretas, abundantes y deliciosas.
Sin que se supiera quién podría ser el padre, el vientre de su hermana se hinchó.
Esto no les importaba a los hombres del río, porque acostumbraban a posponer la
virtud al placer.
Siempre río abajo y río arriba, los botes anclaban por la noche y a la mañana se
iban, y había que satisfacer un número siempre creciente de bocas hambrientas de
recién nacidos.
Cierto día, el hombre a quien Chang llamaba «tío» le pegó a su hermana, mientras
él los contemplaba riendo, porque la escena le pareció jocosa. La misma noche vio
cómo su hermana se inclinaba sobre la borda del bote y dejaba caer algo al agua; a la
mañana siguiente, su vientre había recobrado su aspecto normal. Un mes más tarde
comenzó a toser, pero no por eso dejó de remar.
Chang la ayudaba a cargar y a descargar los sacos de harina: él era el que izaba la
vela, el que timoneaba y con un pértiga empujaba el bote cuando encallaba en el lodo,
el que pasaba con su embarcación a los demás en medio de gritos y llamadas.
Era un joven extraordinariamente fuerte, de gigantesca estatura y de hombros
anchos y musculosos; pero ignoraba su edad, porque nadie se cuidó de tenerla en
cuenta.
En una riña que tuvo con su «tío», éste le pegó entre los ojos con una correa.
Aquella noche, Chang saltó del bote y se escondió entre las tumbas de la ladera.
Como sentía miedo de los espíritus, gritó rudas amenazas en la oscuridad.
Permaneció allí hasta que se abandonó la búsqueda y el bote siguió su camino. Los
espíritus parecieron temer su fuerza y no le hicieron daño. Comió coles crudas y
pequeñas cebollas que desenterró, pero esto no le satisfizo, y como su hambre crecía
a medida que pasaban los días, comenzó a marchar río arriba, en dirección contraria a
la que llevaba el bote, y así llegó a una comarca que nunca había visto, pues sólo
había navegado entre Sekuang y Gantsing.
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Sobre una colina se alzaba un templo de hermoso tejado. Los ricos viajaban en
literas y sillas de mano por el empinado camino. Chang los siguió lleno de
curiosidad, pues nunca había estado en un templo, miró boquiabierto la gran estatua
dorada de Buda que encontró en el primer patio. Un sacerdote calvo golpeó un
gigantesco gong que pendía de una de las columnas. Densas nubes de incienso
llenaban el recinto. Sacerdotes y peregrinos se arrodillaban delante de una mesa llena
de incensarios y de jarrones de bronce con lotos de oro. Una diosa con innumerables
brazos y manos[1] surgió de la oscuridad que envolvía un altar lateral. En el primer
patio, fuera del templo, los fieles arrojaban al fuego hojas de plata y oro, y se veían
largas filas de vendedores de incienso y comida.
Chang se había detenido, devorando con los ojos aquel nuevo y maravilloso
espectáculo y riendo estúpidamente de puro asombro. Los porteadores se habían
acurrucado frente a la puerta exterior comiendo tallarines. Un vendedor de té de pie
tras ellos, echaba el humeante líquido en tazas azules y blancas. Impulsado por el
hambre, Chang se acercó a ellos, y uno de los porteadores le saludó en broma.
—¿Ya comiste?
La cortesía prescribía para tales ocasiones la respuesta: «Ya he comido», pero
Chang no tenía ninguna educación.
—No. Mi estómago está vacío —contestó.
Los porteadores rieron a carcajadas, y uno de ellos le alargó su escudilla, en la
que quedaba un poco de comida. Estaba apenas tibia; sin embargo, parecía deliciosa.
Chang alargó la mano para cogerla, pero el hombre le pegó con ella y los demás
rieron con mayor fuerza. Uno de ellos, viejo y sin dientes, le golpeaba los muslos,
lleno de alegría por la broma. De pronto, los puños gigantescos de Chang cayeron
como dos martillos duros y grandes sobre los hombros del bromista, el cual se dobló
dos veces. Chang le quitó la escudilla y comenzó a comer.
Los porteadores guardaron silencio durante un instante, pero luego aplaudieron su
fuerza, mientras Chang reía y el dueño de la comida miraba estupefacto cómo aquél,
con la escudilla en la boca, manejaba rápidamente los palillos, devorando la comida.
Habiendo saciado su apetito, se sintió bien y lleno de valor. Anduvo entre los
porteadores esperando nuevos acontecimientos, y cuando éstos volvieron a llevar a
sus patronos cuesta abajo, muy avanzada la tarde, Chang marchó a su lado,
entonando las canciones que se cantaban en el río. Había tres porteadores para cada
silla, dos que la llevaban y uno de reserva. Chang observó con interés cómo éste
colocaba sus hombros bajo los palos y remplazaba al otro sin detenerse. El hombre
relevado fue hasta el borde del camino, tosió, escupió y, enjugándose el sudor de la
cara y de los brazos, siguió luego a la silla hasta que le llegó nuevamente el turno.
«Yo podría llevarla sin ser relevado», pensó Chang, y así lo dijo. Los porteadores,
jadeantes, se rieron de él. Uno de ellos, después de ser relevado, se retrasó, se inclinó
y vomitó a un lado del camino. Era un anciano, y tenía un emplasto rojo con una
inscripción sagrada pegado a su vientre dolorido.
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Observando al enfermo, Chang se quedó a su lado.
—¿Cuánto me das si trabajo en tu lugar? —preguntó.
Más exhausto después de haber vaciado su estómago, el hombre hizo un ademán
negativo.
Pero Chang insistió hasta que al fin ocupó el lugar del porteador, y aunque no le
dieron dinero consiguió una segunda ración de comida.
Durmió con aquellos hombres en la aldea situada al pie de la colina, y permaneció
algún tiempo con ellos. Tenía abundante comida y veía a mucha gente que llegaba en
peregrinación al templo de la colina: severas ancianas con sus esclavos, hombres
gruesos y adinerados, asmáticos y biliosos, y estudiantes de caras marfileñas. Una vez
llegó a visitar el templo un mandarín con su hijo, para rezar pidiendo por el éxito del
examen imperial que el joven debía sufrir en Pekín. Tenía sus propios porteadores y
correos, y delante de sus literas, cerradas con cortinas azules, cabalgaban los jinetes
proclamando su alcurnia.
Chang, que estaba bien nutrido, cantaba y hablaba mucho incluso cuando iba por
el camino colina arriba y de esta manera aprendió bastante acerca del origen y la meta
de sus nobles cargas. Después de su comida nocturna se dormía en el suelo, envuelto
solamente en una estera deteriorada. En los momentos que precedían al sueño
pensaba siempre en el bote del río, oía las olas que lamían sus costados, sentía el aire
húmedo que olía a raíces, a juncos y a peces, y escuchaba la tos contenida de su
hermana. Pero él no sabía que aquello era nostalgia.
A pesar de haber progresado y de comer mejor que nunca, se sentía inquieto. Un
día abandonó la colina y el templo y se marchó río abajo. No sabía qué fuerza lo
empujaba, pues nadie le había pegado. Los porteadores eran muchachos alegres de
quienes había aprendido algunos cuentos muy chistosos, y en sus relaciones con los
grandes adquirió un poco de cortesía.
Ayudó a tirar de un pesado barco río arriba, y las cuerdas mordieron la carne de
sus hombros hasta que su piel se acostumbró y encalleció. Esta vez recibió dinero:
una moneda de plata y diecisiete de cobre. Se compró unas sandalias de esparto y una
raída chaqueta de segunda mano, pues la suya estaba inservible y trabajaba con el
torso desnudo.
Cuando llegaron los fríos se refugió en una choza donde sólo vivían mujeres y
niños. Todos los hombres habían muerto a causa de la peste.
Chang se jactó:
—Yo puedo hacer el trabajo de cinco hombres —y las mujeres contemplaron su
cuerpo gigantesco con respeto y placer.
No tenía allí mucho trabajo, pero los bandidos de las colinas bajaban al pueblo
con frecuencia y saqueaban a los aldeanos. Chang dejó a tres sin sentido, y uno de
ellos no volvió a levantarse más. Desde entonces la casa fue respetada. Escaseaba la
comida, aunque las mujeres no guardasen casi nada para ellas, tratando solamente de
satisfacer a su protector. En las armazones construidas a tal fin, los gusanos de seda
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roían las hojas de morera, y su sonido recordaba una lluvia monótona y continua.
Acostándose con todas las mujeres que no tenían demasiada edad, Chang dejó su
semen tras sí cuando siguió su camino en la primavera.
Un día vio el bote en que había nacido, y llamó a su hermana mayor, que estaba
de pie, con el remo en la mano. Pero ella miraba fijamente ante sí, como si estuviera
dormida, y Chang se acostó otra vez sobre la hierba de la orilla, pues por nada del
mundo hubiera deseado encontrarse de nuevo con su «tío». En los comienzos del
verano, el dragón se movió[2] y el río se desbordó, inundando hasta las aldeas y
ciudades más lejanas. Arrastró hacia el mar casas, ganado y cadáveres, y la miseria se
abatió sobre la Provincia Oriental de las Montañas.
Cuando las aguas bajaron y el pueblo comenzó a reconstruirse, Chang ayudó a
llevar las vigas para la casa de un maestro y colaboró con los carpinteros. Lo Si, el
maestro, era uno de los muchos estudiantes que habían perdido la juventud tratando
de pasar los tres exámenes imperiales: el primero en la capital del distrito, el segundo
en la capital de provincia, y el tercero en la capital septentrional, en el mismo Pekín,
en el templo de Confucio. En su juventud, el maestro había sufrido el primer examen
con gran dignidad. Después, el luto, primero por su abuelo y luego por su madre, le
impidió hacer el siguiente examen en dos períodos de tres años cada uno. Cuando
después de nueve años llegó a sufrir su segunda prueba, había perdido su agilidad
mental y la memoria, y la excitación hizo temblar el pincel en su mano. No lo
aprobaron los tres años prescritos para arriesgarse por segunda vez. Al fracasar, su
ánimo decayó, y al fin, establecido en su aldea natal, daba lecciones a los jóvenes por
un estipendio muy reducido, que a menudo consistía solamente en huevos y harina.
Lo Si legó su ambición a su hijo, un joven vivaz de rosadas mejillas y voz
agradable. Chang no tardó en hacerse su amigo, y aprendió de él los ocho primeros
caracteres: Cielo, Tierra, Sol, Luna, Montaña, Agua, Suelo y Árbol. Un día el anciano
maestro le explicó el significado del símbolo tallado en la puerta de la casa. Chang lo
había visto a menudo; un círculo dividido en dos partes, una negra y otra blanca,
cuyos bordes curvados cabían completamente uno dentro del otro. Era el signo de Yin
y Yang, el elemento masculino y el femenino, el Cielo y la Tierra, el Frío y el Calor,
la Luz y la Oscuridad, el Día y la Noche, es decir, todas las cosas que son opuestas y
que juntas forman un todo: la unión de los polos, el equilibrio del universo. Para
Chang significaba Hambre y Hartura, Pobreza y Riqueza.
Nunca olvidó el tiempo que pasó con el maestro, pues desde entonces estuvo libre
de piojos. Hizo toda clase de trabajos, siguiendo siempre el curso del río, hasta que
éste se hizo más llano, más ancho y corría lentamente. Como un hombre envejecido,
llegó finalmente al mar. Allí, en la costa, estaba la gran ciudad, de la que Chang Ah
Tai ya tenía referencias. Inevitablemente había aprendido mucho durante sus
vagabundeos, y sus conocimientos eran muy superiores a los de la gente del río. No
ocultaba su educación; por el contrario, estaba orgulloso de ella y la ponía de
manifiesto siempre que se le presentaba la oportunidad.
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—Éste es el signo Tien —decía—. Representa al cielo.
Sus compañeros miraban entonces con respeto aquel cuadro que podía verse en
muchas tiendas: el signo del cielo inmenso y poderoso, debajo del cual estaba
acurrucado un hombre comiendo en una escudilla. La imagen significaba
satisfacción. Chang la conocía bien. ¿Cómo podía no estar contento el hombrecillo
que se recortaba contra el amplio cielo, pero que estaba sentado en esta tierra y con su
escudilla llena de arroz?
Una ciudad tan grande como aquélla era algo nunca visto por Chang, y durante
tres días no hizo otra cosa que deambular por ella y admirarla. Con ávidos ojos
observó las calles de los vendedores de seda, de las cocinas al aire libre, de los
panaderos, de los tejedores de cestos, de los carpinteros de ataúdes, de los fabricantes
de cirios, de los vendedores de incienso; contempló los mercados; las tiendas que
expendían carne de buey, de cerdo y aves; los patos ahumados que en fila colgaban
de sus largos cuellos; las bolsas de arroz del Sur; las tiendas tranquilas de los
comerciantes de té, los cuales, elegantemente vestidos con ropas de seda, se sentaban
entre sus diez mil [3] cajas de hojalata; las exhibiciones de los hechiceros con sus
víboras disecadas, con sus astas de ciervo y sus corazones de tigre. Ondeaban en las
calles diez mil estandartes y banderas entre linternas y signos de toda índole. Sobre
las tiendas veíanse carteles cubiertos de caracteres escritos invitando a los
parroquianos a entrar, alabando la mercancía y a veces ofreciendo solamente un voto
de dicha y prosperidad. Desde que Chang aprendió a comprender unos pocos signos
le preocupó la gran cantidad de ellos que desconocía. Se abría paso a codazos por
entre la multitud, y sus hombros sobresalían siempre sobre los otros. Los niños
corrían tras él gritando:
—¡Grandullón, grandullón! ¿Tu padre era un dragón?
Aconsejado por un amigo, preguntó por el camino que lo conduciría hasta donde
el gremio de los cargadores tenía su cuartel general. Era una casa pequeña situada
cerca del puerto. Dos ancianos vestidos con largas túnicas negras, muy elegantes a
pesar de no ser de seda, tomaban allí el té. Le hicieron algunas preguntas, y al fin el
más viejo de ellos dijo:
—Sabido es que los hombres de Chan-Tung son los más altos del Reino Central,
pero tú pareces una pagoda de siete pisos comparado con ellos.
Chang se inclinó asintiendo. Le hicieron miembro del gremio, le encontraron
trabajo y él pagó sus contribuciones.
Anclaban en el puerto miles de barcos de toda clase y tamaño, y aunque Chang
Ah Tai había oído a veces en sus andanzas hablar de embarcaciones de tan enorme
tamaño, nunca creyó que aquellos relatos fueran otra cosa que cuentos de niños o
exageraciones. Pero al fin las veía, más grandes que el templo de la colina. Rugían
como fieras y arrojaban un humo negro como dragones gigantescos. Eran los barcos
de los diablos extranjeros, y Chang los hubiera temido de saber lo que era el miedo.
Cargado con un saco de carbón, subía estrechas pasarelas que oscilaban a cada paso.
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Formaba parte de una procesión de hombres que llenaban de carbón los insaciables
depósitos de los grandes buques, una cadena de cargadores que no se interrumpía
desde el alba hasta la puesta del sol. Cantaban la canción de los coolies[4], que suena
como un gemido y sirve para acompasar la respiración. Pero los pulmones de Chang
eran grandes e infatigables.
En el puerto vio por primera vez a los diablos extranjeros de los que tanto se
había hablado en los últimos tiempos. Le parecieron feos e impertinentes, y se decía
de ellos que solían cocer y comerse a los niños recién nacidos. Chang, que quería
mucho a los niños, no podía pensar en esto sin sentir el deseo de emplear sus puños
gigantescos. La mayoría de los coolies del puerto temían a los extranjeros, pero
Chang se aproximaba a ellos sin temor, comparando su fortaleza y su altura, seguro
de ser más fuerte que el más robusto de ellos.
Teniendo un trabajo regular, ganaba casi siempre lo suficiente para alimentarse
bien. En las callejuelas del puerto había casas de té para los coolies y los marineros, y
por la noche una densa muchedumbre iba y venía bajo las linternas. En muchos de
aquellos locales podían oírse voces femeninas que cantaban; eran prostíbulos, y
Chang empezó a privarse de su segunda escudilla de tallarines, ahorrando el dinero
para comprarse el placer que podía proporcionarle una ramera. Cuando reunió
bastantes monedas, de cobre para poder cambiarlas por dos pequeñas de plata, se
dirigió a la casa de donde provenían los cantos. Abajo estaban sentados los hombres,
comiendo y bebiendo como en cualquier taberna, pero una escalera estrecha conducía
al piso alto, y una vieja lo hizo entrar en una habitación…
—¿Cuánto dinero tiene el caballero? —preguntó.
Chang Ah Tai mostró sus dos monedas de plata, que parecían perderse en la
enorme palma de su mano.
La mujer hizo una mueca y escupió.
—¿Con esas dos moneditas vienes aquí? —preguntó despectivamente.
Entró una muchacha. Chang estaba tan excitado que no vio qué aspecto tenía, y
su mirada se clavó en sus minúsculos zapatos de seda roja bordada. Cuando se acercó
a la joven, ésta lo empujó riendo.
—¡Vete! —exclamó—. ¡No quiero nada con coolies hediondos!
La vieja la apoyó con voz estridente y le llamó loco. La cara de Chang enrojeció
al oír sus palabras. Calificó a la muchacha de flaca y perezosa, e insultó a la vieja.
Luego guardó las dos monedas en su cinturón, volcó con el pie un cubo de madera,
derramando el agua sobre las esterillas, bajó ruidosamente la escalera y se marchó a
la calle.
Aunque trató de olvidarla, esta humillación lo hirió tan profundamente que
permaneció en algún rincón escondido de su memoria, pues Chang el cargador, que
hasta entonces había estado contento con tener alimento, comenzó a sentirse
mortificado por la ambición. Miraba fijamente al vacío durante horas y horas, absorto
en un sueño hermosísimo. Se creía transportado en una litera a la casa de las
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muchachas cantantes. Vestía una túnica de seda negra, como las que usaban los
comerciantes ricos. Entraba en la casa ocultando las manos en sus mangas, y cuando
sus sirvientes arrojaban al suelo un puñado de grandes y pesadas monedas de plata,
las mujeres se precipitaban sobre ellas peleándose. Veía claramente a las muchachas y
oía el sonido argentino de las monedas. Nunca pudo resolver si entonces debía
volverse y salir de la casa, observando que las muchachas eran demasiado viejas y
feas para un hombre de su categoría, o si debía permitirles que lo entretuvieran con su
arte. No sabía de dónde provendría su dinero y su prosperidad, porque la riqueza y la
pobreza son dos cosas muy diferentes y no hay ningún puente que conduzca de un
estado a otro.
En aquella época se produjo un gran levantamiento contra los diablos extranjeros,
y muchos de ellos fueron asesinados, porque así lo ordenaba la Emperatriz, la Vieja
Tigre, que vivía en la capital septentrional y cuyas órdenes eran proclamadas en todo
el país. Chang se armó con una vieja navaja que compró en el mercado —su posición
social no le permitía robar— e irrumpió en una casa con una numerosa banda,
matando a un hombre y a una mujer. Mientras los demás saqueaban la casa y le
prendían fuego, él revisó tranquilamente las ropas de los muertos. Cosidos al forro
del abrigo del más viejo de los dos hombres halló algunos billetes impresos en
caracteres desconocidos para él. No supo si era dinero, pero supuso que debía tener
bastante valor, pues de lo contrario el diablo extranjero no los hubiese escondido.
Cortó con su navaja los brillantes botones de la chaqueta de la mujer, que también le
parecieron valiosos, y salió de la casa justamente antes de que acabara de
derrumbarse el tejado.
Una vez restablecido el orden en la ciudad, Chang se relacionó con el dueño de
una casa de cambio y recibió cuarenta taeles por el dinero extranjero. Era una
cantidad digna de un mandarín, pero ya que podía realizar su sueño le repugnó
malgastar su dinero con las rameras, y optó por dirigirse a un prestamista que conoció
en una casa de té, ofreciéndole su capital a interés, pues, como todos saben, el dinero
produce dinero.
—Tengo que formar algún capital, pues ya es tiempo de que me case y tenga hijos
—explicó al prestamista, que le escuchaba con una sonrisa cortés.
—Así es, así es —asintió éste, y redactó un documento que Chang no supo leer.
Guardó el dinero prometiendo pagarle mensualmente una moneda de plata en
concepto de interés. En realidad, percibía seis monedas de plata mensuales por un
capital semejante, pero Chang no lo sospechaba, aunque fuera demasiado listo para
no seguir siendo un coolie cargador por el resto de su vida.
Buques de guerra extranjeros llegaron al puerto. Los cañones tronaron y las
bodegas de los vapores descargaron regimientos completos de soldados. Eran todos
exactamente iguales, y marchaban con tal rigidez que no parecían personas sino
muñecos de madera tallados para atemorizar al pueblo. Llegaron con ellos unos
grandes Señores de la Guerra que se encargaron del gobierno de la ciudad. Los
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soldados comenzaron en seguida a hacer fortificaciones. Ya no se habló más de matar
a todos los diablos extranjeros, pues eran muchos y sobre los hombros llevaban palos
que arrojaban fuego. Una noche, Chang, sentado pacíficamente en el puerto,
canturreaba mirando hacia el cielo donde la luna navegaba majestuosamente, cuando
se suscitó un altercado entre él y unos soldados extranjeros. No estaba de humor para
riñas; la noche era hermosísima, y se sentía tan contento y feliz como el hombrecillo
representado en tantos letreros. Pero los soldados, tres hombres jóvenes y de mirada
inexpresiva, estaban ebrios, se sentían llenos de valor y querían mostrar al mundo la
Cara Grande [5] que tenían. Dieron un puntapié a Chang, el cual perdió el equilibrio y
cayó al agua, que tenía un gusto repugnante a lodo y orines.
Sin aliento y enfurecido, salió del agua. Los soldados no se habían ido aún, y se
rieron y le insultaron en su lenguaje bárbaro.
Enjugándose el agua de los ojos, Chang Ah Tai miró hacia los soldados, que
llevaban espadas, pero no sus palos de fuego. Recordó el trueno de los cañones del
buque, y ya se disponía a irse aguantando el remojón y los insultos cuando oyó que le
gritaban algo y percibió tras sí el ruido de las pesadas botas. «¡Bárbaros inmundos!»,
pensó, con las palabras con que tantos adictos los describían. Los soldados le
alcanzaron, y uno se interpuso en su camino. Chang lo empujó a un lado y el soldado
profirió una maldición, esta vez en la lengua de Chang.
—¡Una ramera te parió, bastardo! —gritó en voz alta y clara.
Chang no había conocido a su madre y no se le ocurrió pensar que el soldado
estaba gritando las únicas palabras chinas que sabía. Alzó el puño y descargó un
golpe con la fuerza de un ariete. Los otros dos lo arrojaron al suelo, pero él se
defendió, pues en aquel momento le dominaba la cólera. Se arrodilló sobre el pecho
del que había abatido y, hundiendo los pulgares en las órbitas del caído, le golpeó el
cráneo contra el pavimento del muelle, hasta que sintió que toda resistencia había
cesado y que el hombre estaba muerto.
Se levantó. Un sudor frío le llegó hasta la boca, y, empujando a un lado a los otros
dos, salió corriendo. Sus pulmones eran fuertes y conocía el puerto. Se escondió en
una pequeña embarcación, bajo la proa de un gran buque, y cuando a la mañana
siguiente fue registrado el puerto, sus amigos del gremio de los cargadores lo
ocultaron por unos días. Luego se asustaron, y su más íntimo amigo le aconsejó que
huyese, puesto que los extranjeros habían ofrecido una recompensa por su cabeza y
seguramente podrían delatarlo.
Las nieblas grises de otoño cubrían el follaje teñido de rojo y amarillo cuando
Chang emprendió de nuevo su peregrinaje. El prestamista se negaba a entregar los
cuarenta taeles a los amigos de Chang, y éste no se atrevía a ir personalmente. La
pérdida era sensible, pero en lugar de amargarle, el inconveniente le dio nuevos
ímpetus, de la misma manera que su anterior y desastrosa visita al burdel.
A principios del invierno, Chang se asoció a una banda de ladrones y
merodeadores que vivían en chozas miserables en las montañas. Eran un puñado de
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hombres pobres y hambrientos, y muy poco podían robar a los paisanos de la
comarca. Su jefe se llamaba Hung-Tsi el Rojo, porque tenía una gran quemadura en la
mejilla izquierda. Era un hombre de escasa inteligencia, y tenía que comer mucho
para mantener sus fuerzas. Estaba flaco y demacrado, y le gustaba jactarse contando
historias sobre el valor y la fuerza que había demostrado en aventuras pasadas. Chang
se burlaba, pues sólo sentía hambre en su estómago, y no en los músculos de sus
brazos ni en la bravura de su corazón. Como los habitantes de la comarca habían
elevado una queja al prefecto imperial del distrito, éste mandó un destacamento de
soldados contra los bandidos. Los paisanos se arrepintieron muy pronto, pues sólo
consiguieron empeorar su situación con la llegada de la tropa.
El Rojo murió en una lucha con los soldados, y entonces Chang condujo a los
sobrevivientes a lugar seguro, imponiéndose como jefe. En la primavera siguiente los
guió río abajo, hacia la colina y el templo que ya conocía. No viajaban por las
carreteras de las orillas del río, sino que seguían los senderos escondidos entre las
colmas. Chang, que tenía ideas más amplias y era más emprendedor que el antiguo
jefe, estaba cansado de robar un poco de pan o un puñado de harina a los paisanos
empobrecidos. Todo el distrito estaba en la miseria, pues los gusanos de seda habían
enfermado y las moreras ocupaban improductivamente los terrenos que debían
haberse sembrado de trigo.
En el corazón de Chang se acumuló, durante los años de peregrinaje intranquilo y
de duro trabajo, una ambición que parecía un profundo e insondable lago. No podía
seguir siendo lo que era. Tenía que llegar a algo mejor. Tal vez este descontento poco
común y muy peculiar se debiera al hecho de haber venido al mundo en un barco que
flotaba sobre aguas inquietas. De cualquier forma, Chang Ah Tai, como jefe de una
banda de ladrones, no se contentaba con robos insignificantes, y por eso preparó un
golpe importante.
Tenía espías en la aldea situada al pie de la colina del templo entre los
porteadores, los cuales le avisaban cuando llegaban peregrinos importantes y de gran
fortuna. Por ello supo que Wu Tsing, el banquero, había llegado en un barco con sus
acompañantes, pero sin porteadores. Chang retuvo a sus secuaces hasta la tarde, y
cuando el banquero regresaba del templo, atacó el cortejo. Los porteadores huyeron,
pues también estaban confabulados. Los acompañantes del banquero lucharon lo
suficiente para «no perder la cara[6]», y luego se refugiaron en el junco. Después
negociaron el rescate desde una aldea distante, enviando alimentos y mantas para el
prisionero, cuya salud era precaria.
Chang Ah Tai hizo todo lo posible para tratar al banquero como a un huésped,
mientras sus agentes negociaban con los enviados de las familias de Wu Tsing al pie
del templo de la colina. Él mismo lo atendía, y le contaba las historias que había
aprendido en el transcurso de sus viajes. El banquero, que procedía del Sur, entendía
con dificultad su lenguaje septentrional. Jugaba con él al kaipu y al mahjong, juegos
que había aprendido en las casas de té de Kiao-Cheu, y sentado al lado de su
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prisionero, lo envidiaba al verlo comer su merienda, que le era entregada
escrupulosamente. La familia no se olvidó de enviarle también opio. Bajo su
influencia calmante, el banquero se sintió atraído por el joven y gigantesco bandido.
Los asuntos de Wu Tsing no marchaban tan bien como antes. Su salud y energía
estaban minadas por el opio, y sus médicos le habían aconsejado que abandonara la
costumbre de fumarlo. Wu Tsing lo intentó, pero no tardó en volver al opio, porque
experimentaba agudos dolores físicos y una inquietud mental insoportable. Inició su
peregrinación al famoso templo para impetrar paz para su espíritu y fuerzas para
abandonar el opio. Se había acostumbrado a la pipa cuando murieron sus tres hijos, y
la vida le pareció insoportable. Chang reflexionó sobre todo lo que el banquero le
contaba. Pensaba tan intensamente que no podía dormir, y cuando hubo acabado sus
reflexiones le hizo una propuesta. Redujo el precio del rescate, pidiendo en cambio
que le emplease en el Banco de Wu Tsing, el cual se encontraba muy lejos, en el Sur,
en la ciudad de Hang-Cheu a orillas del Lago Occidental. Aunque al principio la
proposición le pareció fantástica, al banquero no le quedó otra alternativa que aceptar.
Quizás en su corazón cansado naciera un profundo cariño hacia aquel joven robusto
que no quiso separarse de él. El rescate fue dividido entre la banda de Chang Ah Tai,
y Wu Tsing llevó a Chang consigo, comenzando así la carrera que había de hacer de
él uno de los hombres más ricos e influyentes de la China.
Cuando Chang obtuvo para el Banco un beneficio de diez mil taeles, el banquero
dijo:
—Es un coolie pero no tiene corazón de mono, sino de león.
Wu Tsing era un hombre cansado y prudente. Su negocio consistía en hacer
pequeños préstamos a comerciantes cuya buena reputación le aseguraba la
devolución del dinero. Pero aunque Chang no supiera contar sino con ayuda de los
dedos, no ignoraba que sin riesgo no hay grandes ganancias. Conocía perfectamente
los juegos de azar, y como no sabía lo que era miedo, el éxito coronaba sus empresas.
Obtuvo su riqueza del mismo modo que había conseguido su primera escudilla de
comida: por su brutalidad y osadía. Prestaba dinero a las grandes familias de
terratenientes y les embargaba sus tierras si no pagaban puntualmente el día del Año
Nuevo. En el terreno obtenido de ese modo plantaba opio. Un cajón de opio, más
precioso que uno de plata, valía seis mil taeles. Sobornaba a los empleados, y así los
tenía en su poder. El dinero del Banco estaba a disposición de los grandes hombres,
magistrados y prefectos, cuando lo necesitaban en caso de apuro, y ellos le pagaban
con su amistad y le ayudaban en todo. Wu Tsing se entregó al opio y dejó el negocio
en manos de su joven socio.
Chang, que procedía del Norte, se sentía extranjero en aquel país meridional. La
gente parecía distinta y hablaba otro idioma. Eran pequeños, y su cutis tenía un brillo
aceitoso. Entre ellos parecía uno de los guardianes del templo de Lin Ying, que eran
muy altos y tenían la cara roja. Todos se reían de su manera, de hablar, pero Chang no
lo tomaba a mal y reía más fuerte que ellos. Después de algún tiempo comprendió
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que no era un extranjero, sino que también era hijo de Ham, como toda la población
de Hang-Cheu. El banquero no tardó en estar tan pulido como un tael de plata recién
acuñado; tanto lo cambiaron su nueva educación y sus modales corteses. En cuanto
comenzó a acumular riquezas para el Banco y para sí, Wu Tsing le dio un nombre
nuevo y mejor. Desde entonces, Chang dejó de ser conocido como Ah Tai, que era un
apelativo indigno, y se llamó Bo Gum, que significa «Oro Precioso».
Bo Gum Chang se jactaba de ser lo bastante rico como para poder comprarse
ojos, oídos y entendimiento. Mandó a buscar al pobre maestro de aldea, en cuya casa
había aprendido a leer los primeros ocho caracteres. El maestro acudió, agradecido, y
Chang lo instaló con toda su familia en un patio exterior de su casa, pues en aquella
época tenía ya una casa propia. Era una finca antigua y espaciosa que había
pertenecido a una gran familia venida a menos. En los muros exteriores podían
distinguirse aún rastros de pintura roja, signo de la gracia imperial en épocas pasadas.
Estaba situada en la ladera de una colina, cerca del lago. Tenía patios y jardines,
pinos, bambúes, estanques, frágiles puentecillos y rocas artificiales. Los senderos
sinuosos y las galerías unían entre sí los diferentes pabellones. Aunque el maestro no
conocía muy bien el dialecto meridional se enorgullecía de su lenguaje de mandarín,
que era el de los hombres educados, y algo del esplendor de su cultura pasó a Chang,
del mismo modo que la riqueza de éste daba más importancia al pobre educador.
Bo Gum Chang hacía que le acompañara siempre que tenía que leer algún
documento, sirviéndose de él como un hombre anciano que recurre a los anteojos
para su vista cansada. Pero, por la noche, Chang se sentaba con un papel y un pincel,
y aprendía el difícil arte de leer y escribir. No necesitaba los diez mil caracteres como
un estudiante; al mes distinguía ya la mayor parte de los doscientos catorce signos
principales, y al año conocía aproximadamente seiscientos, lo bastante para leer
edictos, carteles y contratos.
Una vez más envió mensajeros a la provincia de Chan-Tung para averiguar el
paradero del bote de la familia Chang, que llevaba cargamento de Sekuang a
Gantsing. El maestro escribió una carta en la que Chang informaba a su familia que
en su casa había un cómodo lugar para todos, y que él, Chang, el banquero, les
rogaba que le hicieran el honor de comer su arroz. Como la gente del río no sabía
leer, Chang dio a sus recaderos el mismo mensaje en menos palabras, y tres meses
más tarde dos de sus enviados volvieron con la noticia de que su honorable familia
acababa de llegar a la puerta septentrional. Chang mandó a buscar a sus porteadores,
se puso su mejor traje y fue al encuentro de sus parientes, llevado sobre los hombros
de los coolies en su propio palanquín. Antes había enviado ricos vestidos con los
mensajeros, a los cuales les ordenó que escoltaran a sus parientes cuando entrasen en
la ciudad. Al fin llegaban; siete bocas a las que debía alimentar: su viejo tío, flaco y
agobiado; su tío menor con su mujer y sus hijos; su anciana abuela, que era ciega y
estaba acostumbrada a acostarse en el suelo del bote, donde parecía un pequeño y
sucio lío de ropa vieja, y su hermana, encorvada por el trabajo, reseca como una raíz,
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con su túnica bordada y un abanico en la mano, tosiendo y escupiendo.
—Hasta el emperador tiene parientes con sandalias de paja —dijo el maestro,
citando un viejo proverbio.
Cuando, a través del negro portón de madera revestida de chapas de metal, fueron
conducidos al primer patio de la casa de Chang, el portero se inclinó ante ellos
exclamando:
—¡La honorable familia del gran señor Chang ha llegado!
La emoción los había privado del habla. Los hombres, cuyas manos estaban
encallecidas por el rudo trabajo, tenía la piel tan tostada, como madera vieja; los pies
de las mujeres y de las niñas, que nunca habían sido calzados o ceñidos, eran grandes
y deformes. Pero Chang tenía un carácter demasiado fuerte para avergonzarse de su
propia familia.
—Nací en un barco y fui coolie —decía a menudo sin avergonzarse y casi con
jactancia—. Pero la fuerza de mis antepasados me ha elevado a la posición que ahora
tengo.
Como solían hacer las grandes familias, mandó construir unas tablas con los
nombres de sus antepasados, y diariamente se inclinaba ante ellas. Había ordenado
que sobre el altar se colocasen siempre abundantes porciones de arroz y de fruta en
recuerdo del hambre que había padecido, pero los días de fiesta ofrecía a sus
antepasados lechones enteros asados.
Mandó poner un hermoso ataúd al lado de la cama de su abuela, para que se
alegrara el corazón de la anciana, pues aunque era ciega podía tocarlo con sus manos
marchitas, sintiéndose tan contenta que reía como una joven. Sólo su viejo tío decía
sin poder contenerse:
—Así, pues, has hecho tu fortuna entre estos enanos que devoran arroz.
Decía esto porque, aun cuando Chang había sobresalido entre los hombres de la
Provincia Occidental de la Montaña, allí, en el Sur, era un gigante entre enanos. Tenía
en su casa dos cocineros famosos, y no tardó en engordar y hacerse pesado, pues
comía todo aquello que antes sólo había gustado en sueños. Wu Tsing el viejo
banquero le llamaba «hijo» y elogiaba todos sus actos.
Hacía tiempo que Chang había pasado de la edad que sus padres hubieran
considerado adecuada para casarse. Había olvidado su desastrosa aventura en los
bajos fondos de Kiao-Cheu, y con una multitud de jóvenes y hermosas esclavas, que
le vendieron por un puñado de monedas de cobre, se instaló en su casa. Pero deseaba
tener hijos y Wu Tsing envió a su propia esposa para buscar la novia adecuada para
Chang.
Lilian, la Flor de Loto, era hija de un magistrado que tenía derecho a llevar el
distintivo imperial de coral. Se decía que Lilian tenía dieciséis años y había
disfrutado de la mejor educación. Aunque ningún hombre la había visto jamás, pues
residía siempre en el patio interior de la casa paterna, los esclavos habían difundido la
fama de su belleza por los mercados y las calles de la ciudad. Siendo niña la habían
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prometido a un primo en tercer grado, pero el joven fue secuestrado y asesinado en
una fonda mientras viajaba hacia la capital septentrional, donde debía sufrir su tercer
examen, y Lilian quedó libre.
Chang Bo Gum resolvió casarse con una chica que perteneciera a la familia de un
empleado imperial. Diversas circunstancias habían hecho que el padre de Lilian, una
de las personas de más categoría y distinción de la provincia, debiese grandes
cantidades. Había tenido que ayudar a la familia del joven asesinado cuando ésta
reclutó y equipó soldados para que capturasen y ejecutaran a los homicidas. Además,
era uno de los pocos que obedecían rigurosamente el antiguo edicto imperial contra el
opio, y abandonó el cultivo de éste en sus tierras. Como no tenía sueldo, no le
quedaba otra alternativa que conseguir el dinero del pueblo abusando de su cargo.
Pero el magistrado tenía una mano gentil y no podía apretar los puños. Sus entradas
disminuían de año en año, y no le era posible, sin sentirse humillado, restringir los
gastos de la casa, el lujo de los cortejos fúnebres, el número de sus criados, esclavos y
coolies, su espléndida hospitalidad, ni el valor de los regalos que hacía. Esto le había
hecho pedir prestadas en distintos sitios sumas importantes que se entregaron sin
reparos. Tal vez muchos de los prestamistas no pensasen en recuperar su dinero,
contentándose con los intereses y la ventaja que representaba servir a un magistrado.
Chang se había apoderado de todos los créditos, y esto ayudó mucho a sus
propósitos. Era conocida su inflexibilidad al cobrar sus deudas, y el magistrado sabía
que si el día de Año Nuevo no pagaba al Banco, se vería privado de su cargo. Así,
pues, con una impenetrable y cortés sonrisa, aceptó la propuesta, indeseable para todo
hombre de su posición. Al entregar a Lilian al excoolie debió de sentirse como el
pobre que vende a su hija como concubina, pero en su aristocrático rostro no se
reflejó la menor emoción. Se firmaron los contratos, y la boda se celebró con gran
pompa. Las cortinas de raso rojo del palanquín en que Lilian fue conducida a la casa
de su marido estaban tan ricamente bordeadas en oro que la gente se detenía en las
calles expresando su admiración. Una hilera interminable de coolies llevaba vestidos
y utensilios caseros, alquilados especialmente para aquella exhibición, pues sólo una
parte de ellos pertenecía realmente al ajuar de la novia. Algunos días antes del
casamiento se expusieron los regalos en la casa del padre, y muchos visitantes
admiraron las magníficas horquillas para el cabello y las preciosas alhajas de jade con
que el novio obsequiaba a su prometida. Pero Lilian, sentada con sus jóvenes amigas,
lloraba porque así lo prescribía la tradición y porque sentía miedo del hombre que,
según se decía, semejaba un demonio gigantesco.
Al arrodillarse con su novia sobre la esterilla, ante el ajuar de sus antepasados, y
tomar arroz y vino con ella como símbolo de su unión, Chang Bo Gum estaba tan
excitado como cuando visitó el prostíbulo, y, como aquella ocasión, sólo vio los
minúsculos pies calzados con los zapatos bordados. También Lilian bajó los ojos. Un
perfume encantador emanaba de ella, y Chang vio un poco más tarde que sus dedos
parecían tallados en marfil. Su pecho se dilató de júbilo. La hizo suya en la intimidad
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de la noche, en el lecho conyugal, detrás de las pesadas cortinas, y riendo al observar
su pequeñez. Su piel era como una seda delicada expuesta al sol; sus miembros,
cálidos, mórbidos y jóvenes. ¡Y todo aquello le pertenecía! La trataba con sumo
cuidado, pues temía romper algo tan frágil. Por primera vez le inspiraba una mujer el
mismo sentimiento que hasta entonces había experimentado al levantar a una niña.
Pero no sabía que eso era cariño.
Desde aquel momento, Lilian le sirvió con gran cortesía, y él se sorprendió varias
veces pensando en ella. Le hubiese gustado saber si era feliz o desdichada, si lo
amaba o lo temía. Pero ella no levantaba nunca la vista; su voz seguía siendo amable,
y sus modales, que expresaban el refinamiento y la cortesía, no le decían nada.
Después de su matrimonio, Chang pasaba semanas enteras sin prestar atención a sus
esclavas. Se sentía satisfecho y feliz. Entonces observó por primera vez que su casa
no era solamente costosa y distinguida, sino también hermosa: los pisos, lustrados
con ningpo[7], brillaban como espejos; las columnas que soportaban las estrechas
galerías estaban barnizadas de rojo; en los pequeños estanques nadaban los peces con
colas en forma de abanico; había sombra en todos los patios, y el aire olía a flores.
Desde la galería del tercer patio de la casa, situada en una colina se podía mirar
hacia el lago. En la orilla opuesta se alzaba una alta pagoda; las colinas se extendían
suavemente y el agua estaba quieta y lisa. Desde el pabellón del centro del lago se
veía la gente que pasaba con una linterna en la mano, como puntos luminosos, sobre
el puente de los nueve arcos. Los gansos silvestres, símbolos del matrimonio, se
deslizaban aleteando suavemente en el espacio. Se oía la música de los barcos del
lago. Chang hizo tallar el símbolo Yin y Yang en los portones exteriores de su casa, y
los pintó de rojo y dorado. Este signo significaba entonces para él Hombre y Mujer.
La vida le parecía dichosa, y la unión con su mujer tan perfecta como la de los dos
signos que se complementaban.
Al tercer mes de su matrimonio, su hermana le anunció que su mujer había
concebido. Lilian tenía tanta confianza en su cuñada como si se tratara de su madre,
Chang había tomado el primer alimento de la yema de sus dedos y ahora ella servía a
su joven esposa con devoto afecto. Reinó gran alegría en la casa por la buena nueva,
y las mujeres fueron llevadas en las literas cerradas con cortinillas, al templo de la
Nube Purpúrea, para rogar por el feliz nacimiento del niño. Rebosante de orgullo y
satisfacción, Chang invitó a sus amigos a una gran comida, en la cual se bebió
mucho, con gran tumulto y desorden. Pero Chang era demasiado fuerte para que la
orgía pudiera afectarle, y al día siguiente volvió a su trabajo con la cabeza tan
despejada como de costumbre.
Pronto desaparecieron el encanto y la paz de las últimas semanas. Volvió a ser
huésped de las casas de té, y las prostitutas dormían en su casa por una noche o por
diez. Cuando se acercó la fecha del alumbramiento, Chang recorrió solo y en secreto
los quince líes que lo separaban del Templo de la Roca, llamado «Sombra de los
Espíritus». Se sentía casi avergonzado, pues los rezos eran cosa propia de las
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mujeres.
El dios de la Felicidad, Mei Lei Fo, a quien se dirigía, era su predilecto, porque
era un dios gordo y risueño. Pero en lugar de rezar, quemar incienso y colocar dinero
en las bandejas del altar, amenazó al dios con rudas maldiciones para el caso de que
naciera una niña, y le prometió cirios y cien taeles en dinero si nacía un varón. Chang
era un buen comerciante y no pagaba la mercancía antes de haberla recibido. El dios
pareció tomar en cuenta sus amenazas y promesas, pues el séptimo día del octavo
mes Lilian dio a luz a un hijo de piel dorada. Cuando éste abrió la boca para llorar, las
mujeres vieron que ya tenía un diente. Esto era un milagro y vaticinaba un poder
ilimitado para los días venideros. El astrólogo encargado del horóscopo predijo que el
primogénito de la casa de Chang sería caudillo de miles de personas y más poderoso
que un señor de la guerra; pero no dijo que las estrellas le auguraban una muerte
prematura.
Yutsing, que significa «estrella», fue el nombre del niño, porque el pequeño
diente brillante de su boca lo parecía y porque el personaje de los cuentos de hadas
que tenía un lunar estrellado llegó a ser conductor de muchedumbres. En su primer
cumpleaños todos los parientes y los amigos de su padre acudieron a felicitarle
llevándole toda clase de objetos: dinero, jade, pinceles, libros, una flauta y una
espada. Se podría predecir su futuro por los objetos que la criatura eligiese, pero
Yutsing no tomó nada de lo que se le ofrecía; con sus pequeños puños lo arrojó todo
al suelo. Chang rió a carcajadas. «Será coolie como su padre», dijo con alegría.
Dos años después del nacimiento del hijo de Chang fue dado a conocer un nuevo
edicto contra el cultivo y el uso del opio. Esta disposición fue tomada muy en serio
por las autoridades de las ciudades, provincias y distritos. Concedía tres años de plazo
para el pueblo bajo, pero señalaba los más duros castigos para los oficiales y
mandarines que no pudieran librarse del vicio dentro de los seis meses siguientes. El
suegro de Chang apoyó con toda su influencia el edicto dentro de su provincia,
aconsejando a los aldeanos que cultivasen más té, el célebre té de Che-Kiang. Pero
Chang Bo Gum, que podía olfatear una fuente de agua a una distancia de tres líes,
tenía también gran intuición para los negocios y pensó que si se cultivaba menos
opio, lógicamente aumentaría su precio.
Se entrevistó con su anciano socio, que pasaba la mayor parte del tiempo sumido
en una modorra sin preocupaciones, y un día, no mucho tiempo después, se hizo
llevar a la casa del Corcel de Fuego[8] que había sido construida recientemente en las
afueras de la ciudad. Entró sin temor en uno de los pequeños coches que estaban
atados detrás de un monstruo parecido a un dragón, y viajó en él hasta Shanghai, la
ciudad situada a orillas del mar.
Chang Bo Gum realizaba frecuentes negocios con los blancos cuando éstos
querían arrendar terrenos de su propiedad. Le gustaba comerciar con ellos porque
eran demasiado estúpidos para regatear el precio y no era menester perder tiempo en
cortesías, ya que ignoraban los buenos modales. Además, siempre cumplían sus
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promesas. Le causaba risa que sus amigos llamasen diablos a los extranjeros, porque
los diablos son listos y astutos, mientras que aquellos hombres de cabello rojo eran
exactamente lo contrario. Chang no se explicaba que recogieran niñas recién nacidas
y las aumentasen en vez de venderlas; que abrieran escuelas para los niños coolies
cuyos padres no podían pagar; que invitasen a todos los enfermos de la ciudad a ir a
su casa blanca, donde podían dormir en camas buenas y limpias, y que les dieran
medicinas y a veces hasta los curaran sin retribución y sin ninguna otra razón
justificable. Desde la publicación del edicto del opio se dedicaban a otras actividades,
tratando de ayudar a aquellos que temían las sanciones y querían alejarse del vicio.
Cuando los dolores se hacían insoportables y el ansia del Gran Humo los hacía sufrir
y retorcerse como gusanos, los albergaban en la casa blanca, los atendían, les daban
sedantes y los observaban hasta que se curaban.
Chang reía cuando trataba de explicar a su viejo socio la locura de los extranjeros:
—Introducen el veneno de contrabando. Con el dinero que ganan construyen
escuelas y hospitales, y luego se dedican a curar a la gente del vicio que han
adquirido con el opio que les han vendido. Si nadie fuma opio en el Reino Central,
¿de dónde sacarían el dinero para ellos mismos y para sus criados?
Wu Tsing movió la cabeza y sólo dijo:
—Son diablos y deberían ser expulsados.
Uno de los sobrinos de Chang fue enviado por éste a la escuela de los extranjeros
para que aprendiera su idioma. Luego empleó al joven en su Banco para que le
sirviera de intérprete en sus negocios. Pero no tenía confianza en él y estaba seguro
de que obtendría mayores ganancias si aprendía él mismo el idioma, se hizo explicar
por su sobrino los caracteres y las palabras de la lengua de aquellos demonios
estúpidos, y muy pronto descubrió que eran verdaderos bárbaros, como su honrado
suegro solía decir. Un niño de tres años podía aprender su puñado de letras en un día.
Su lengua era pobre y tenían solamente un tono y una palabra, mientras que su propio
idioma tenía cinco tonos y cincuenta palabras. Para esconder esta pobreza retorcían y
enredaban sus vocablos para darles una apariencia más fina; pero Chang no perdió
tiempo con estas modificaciones.
El coche, en el que estaban sentados dos extranjeros a quienes nunca había visto,
le llevaba con la rapidez de una tempestad. Chang ensayó sus habilidades lingüísticas
con ellos, que no sólo le comprendieron sino que demostraron además una gran
alegría al poder hablar con él. Juntos bebieron té, en el que flotaban jazmines, y un
sirviente echaba agua hirviendo en sus tazas cada vez que éstas quedaban vacías.
Chang no creyó al empleado de la estación cuando le dijo lo corto que sería el viaje a
la distante ciudad. Por eso se había hecho acompañar de un criado, el cual, sentado en
un rincón, sostenía sobre las rodillas un gran paquete de alimentos para su amo.
Chang invitó a los extranjeros a participar de su comida, y finalmente celebraron una
fiesta en la que todos tomaron parte. Los extranjeros sacaron botellas que contenían
un vino fuerte y ardiente, y si Chang no hubiera sido tan resistente para la bebida se
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hubiera embriagado. Su criado, que a causa de la velocidad se puso enfermo sin haber
bebido nada, vomitó en un rincón. Dos de los pasajeros cayeron al suelo y se
quedaron dormidos mientras Chang masticaba pepitas de melón y las escupía después
sobre ellos.
En Shanghai abundan las maravillas. Aunque Chang no perdió tiempo en
admirarlas le agradaba ver los edificios que sobresalían sobre otros y los buques que
aventajaban en tamaño a los demás, así como él sobrepasaba en corpulencia al resto
de los hombres. Visitó a los negociantes amigos de Wu Tsing, y ellos, a su vez, lo
presentaron a sus relaciones comerciales.
Donde él ganaba diez mil taeles considerándose un potentado, los Bancos de
Shanghai ganaban cien mil. Los extranjeros no hacían caso del edicto, y las leyes
procedentes de la región septentrional no les ataban las manos. Se enteró también de
que en los barrios de Shanghai corría el rumor de que existía un descontento general,
y por primera vez oyó que algunas provincias habían resuelto librarse del yugo de los
manchúes.
Cierta vez, en una casa de té, un joven se levantó después de haber bebido
demasiado vino de arroz y pronunció un discurso:
—¿Cuánto tiempo tendremos todavía que llevar largas coletas como esclavos o
como búfalos a los que a su dueño ha marcado a fuego? Los opresores extranjeros
nos han impuesto eso como símbolo de sumisión, y nosotros obedecemos como
ovejas. Una coleta colgando de la cabeza de un chino es signo de que es un esclavo
de los manchúes. ¿Quién gobierna el Reino Central? ¿El Viejo Tigre? ¿Los eunucos
del palacio de Pekín? ¿Los mandarines que nos exprimen hasta la medula de los
huesos para poder vivir opulenta y perezosamente? ¿Cuándo despertarás, China, para
librarte de tus cadenas?
Sorprendido, Chang levantó la mano y se tocó la larga y lisa coleta que siempre
había sido su orgullo. «En esta ciudad se aprenden cosas nuevas», pensó asombrado.
Un anciano de hombros caídos que indicaban al estudioso, dijo en voz alta y con
palabras que parecieron sensatas después del alocado discurso del joven:
—Confucio enseña que un hombre bueno, al servicio de su soberano, trata
siempre de demostrar su lealtad en presencia de su señor, y en su tiempo libre piensa
cómo remediar las faltas que aquél podría haber cometido.
El joven se levantó de nuevo y contestó:
—Confucio no conocía nuestros gobernantes. Él nunca dijo que tuviésemos que
obedecer a ladrones y usurpadores que destrozan nuestra escudilla de arroz. Él nos ha
enseñado a oponernos a las órdenes malas, y… —su voz se quebró.
Desde un rincón, alguien dijo una frase que sonó como el cacareo de un pollo, y
otro gritó:
—¡Sin coletas, todo el mundo se burlará de nosotros como de perros sin rabos!,
—y la disputa terminó en medio de risas.
A la mañana siguiente, Chang compró diarios chinos e ingleses, y después de tres
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días comprendió algo de títulos y acciones y el significado de la Bolsa. Observó
también que el hombre elegante de la ciudad no ataba sus pantalones sobre los
tobillos, y que las chaquetas se usaban sin mangas. Fue a una peluquería, cosa que no
había visto nunca, y pagó con plata en lugar de cobre; varios días después continuaba
oliendo tan deliciosamente como una prostituta. Halló muchas cosas divertidas en la
ciudad: los amigos, los banqueros, la comida y las bebidas, las rameras y las
excursiones en los coches abiertos tirados por jacas. Vio tantas cosas nuevas en
aquellos días que no se sorprendió cuando los extranjeros le contaron que había
coches que se movían por sí solos y que algunos hombres, después de haber volado
por el cielo en unos extraños rickshaws[9], habían vuelto con vida.
Quiso saber qué era el Humo de la Tierra, que para tantos hombres tenía más
valor que comer o acostarse con una mujer, porque, a pesar de conocer tan a fondo el
negocio del opio, nunca lo había probado. Con uno de sus nuevos amigos visitó un
fumadero de opio y percibió el olor dulzón que trascendía de todas las casas y calles
del país como si las paredes se hubiesen impregnado de él, y que allí, en el fumadero,
era tan denso que casi podía asirse con las manos. Se echó sobre un banco, recostó la
cabeza en un almohadón redondo y contempló al hermoso muchacho que le
preparaba la pipa. Dio un par de chupadas y la hizo llenar de nuevo. Siguió aspirando
aquel humo insípido, y esperó con paciencia los efectos mágicos que, según suponía,
no tardarían en presentarse. Pero nada sucedió, y a la quinta pipa estaba tan despejado
como al entrar. No se sentía lúcido ni excitado como unos, ni soñoliento como otros.
El opio no le ponía filosófico ni le embriagaba. Lo dejaba tal como era siempre: un
enorme y alegre gigante. Se levantó, echó a un lado la mesa, dio unas cuantas
monedas al muchacho y salió corriendo. Cuando llegó a su casa se golpeó el ancho
pecho pensando: «Soy más fuerte que el Gran Humo».
Asoció su Banco a los otros que se habían unido para monopolizar el comercio
del opio, y antes de volver a la ciudad a orillas del Lago Occidental, se compró un
cajón de doce botellas de whisky, aquella ardiente bebida de los extranjeros que le
producía tan extraño placer.
Disfrutó tanto con su visita a Shanghai que, después de la muerte de Wu Tsing,
trasladó su Banco a dicha ciudad, invirtiendo mucho dinero en bienes raíces. Como
había previsto, el precio del opio subió hasta las nubes; ganó mucho dinero, y con él
sus clientes. Veía extenderse la ciudad en todas direcciones, y se dio cuenta de que la
edificación haría subir el precio de los terrenos.
En todos los negocios que emprendió obtuvo ganancias. La revolución le
sorprendió del lado de los triunfadores, pues había intuido la victoria. Sus acciones
extranjeras subieron. Tenía intervención en cuanto ocurría en Shanghai, y su capital
producía simultáneamente en varias empresas. Le pertenecían grandes hoteles de la
ciudad extranjera y míseras chozas de los suburbios, en las que vivían los coolies,
tenía títulos de ferrocarril y acciones algodoneras, y fue el primero que compró un
automóvil como los que tenían los blancos. Poseía valores en una compañía que
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arrendaba rickshaws, en los primeros cinematógrafos, en un teatro chino de la Rué
Edouard VII y en muchos prostíbulos de muchachas chinas, coreanas, japonesas y de
otras nacionalidades. El negocio más lucrativo para B. G., como se le conocía en todo
Shanghai, eran las revoluciones, las empresas de los generales y de los Señores de la
Guerra y las guerras de las provincias entre sí. Algunos de estos Señores de la Guerra
eran amigos suyos; bebía con ellos y les ofrecía banquetes en los cuales eran
atendidos y entretenidos por hermosas muchachas. Les vendía armas y municiones
con gran beneficio, y para pagarlas les prestaba dinero a alto interés; a cambio, ellos
le cedían las contribuciones que cobraban en sus distritos.
Chang colaboró con ellos en la imposición de nuevos impuesto, gravando los
actos más diversos que pueden ocurrir en la vida de cualquier mortal: nacimientos,
bodas y defunciones. Con el producto del impuesto sobre los ataúdes compró el
primer aeroplano para el Gobierno. Era un buen amigo para los suyos y un enemigo
temible para sus contrarios. Era capaz de dormir cuarenta y ocho horas y permanecer
al mismo tiempo despierto. Podía beber más que ningún otro hombre y realizar la
más complicada operación inmediatamente después. El día que cumplió cuarenta y
cinco años apostó pasar aquella noche con diez prostitutas, y ganó la apuesta. Un
gran séquito de concubinas y sirvientes, de partidarios y parásitos, le acompañaba.
Le gustaba presenciar las ejecuciones, y atravesando velozmente en su coche las
horribles calles de China atropellaba a personas y animales. Iba a todas las carreras de
caballos, y le apasionaba la aviación. Hablaba bien el inglés y el francés, y
comprendía lo suficiente del ruso para defenderse de los emisarios soviéticos y de las
jóvenes rusas blancas de los clubs nocturnos. Enviaba y recibía regalos, gigantescas y
pesadas bandejas de plata con halagadoras inscripciones y de las cuales pendía aún la
etiqueta del precio. Cuando cierto día un diario lo atacó, Chang lo compró y «rompió
la escudillera de arroz» de los periodistas y responsables; desde entonces, los
periodistas hablaban de él como benefactor de China, pues suyos eran el dinero, la
fuerza y el poder.
Sin embargo, en su vida de violencia y de éxito existía un vacío doloroso: su hijo
Chang Yutsing. Era su único hijo, pues el gigante no era capaz de engendrar otro ni
con su mujer ni con ninguna de sus concubinas. Mientras Chang atendía sus múltiples
intereses en Shanghai y recorría todo el país, yendo unas veces a Cantón, donde los
revolucionarios tenían el poder, y otras a Pekín, donde los Señores de la Guerra se
sucedían en el dominio y donde se nombraba de tiempo en tiempo a un emperador, la
vida en su residencia del Lago Oriental seguía inalterable. Detrás del portón negro se
extendían los patios y las casas donde vivía la familia y trabajaban los sirvientes y los
esclavos, donde se quemaba incienso ante las tablas de sus antepasados y donde
Lilian comenzaba a envejecer. Yutsing, que había llegado al mundo con un diente en
la boca, no era el hombre que su padre deseaba. No había nacido en el río, sino entre
sábanas de seda, y a medida que crecía más se parecía a su abuelo el mandarín.
Padeció mucho cuando le salieron los dientes, y pasó por muchas enfermedades
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infantiles. Cada vez que Chang recibía la noticia de que su hijo estaba enfermo,
interrumpía todos los negocios y regresaba a su casa. Trataba de amortiguar su paso
pesado y su voz ruidosa, y se sentaba al borde del lecho de su hijo como para
transmitirle su propia fuerza. El niño lo contemplaba sin sonreír. Tenía el pecho
estrecho, los hombros caídos y la cara marfileña de su abuelo. Poco tiempo después
de su tercer cumpleaños comenzó a preguntar el significado de los signos escritos en
los rollos de pergamino que colgaban de las paredes, y si bien se mostraba siempre
muy cortés y respetuoso con su padre, su comportamiento ponía claramente de
manifiesto que le tenía miedo. Chang se preocupaba por su hijo más que por ninguna
otra persona, pero ambos estaban separados como las orillas de un ancho río.
En uno de los patios exteriores de la casa vivía el viejo maestro con su hijo, que
también se había hecho maestro. Yutsing aprendió pronto de ellos las primeras letras,
los doscientos catorce caracteres que su padre había estudiado una vez, y las primeras
enseñanzas de Confucio. Chang se oponía a esto, pues desde la revolución, Confucio
estaba pasado de moda; había mejores métodos de enseñanza que las mecánicas
repeticiones de los escolares. Eran demasiadas las mujeres en su casa, y no existía un
hombre con el que Yutsing pudiera medirse. Su madre era cada día más cortés, pero
en su interior parecía arder una llama de obstinada hostilidad. Ella y su hijo se
llevaban muy bien y tenían secretos. Su risa moría cuando Chang se unía a ellos.
Yutsing masticaba semillas de loto azucaradas, como solían hacer las concubinas. Era
el niño mimado, el precioso y único heredero. Chang consultó a sus amigos de
Shanghai, y un día llevó al niño a la gran ciudad para inscribirlo en una escuela de
extranjeros. Verdad es que lo harían cristiano, pero como a Chang le tenían sin
cuidado las religiones, no le importaba a qué dioses pudiera rezarle su hijo.
Yutsing parecía haber heredado de su padre únicamente la testarudez y el
descontento; pero este descontento empujaba al hijo en otra dirección, alejándolo de
los ricos y de los éxitos violentos que su padre obtenía. Chang descubrió demasiado
tarde que se había equivocado al enviar al niño a aquella escuela, donde no aprendió
la sumisión y reverencia que los hijos deben a sus padres. La disconformidad de
Chang le había hecho subir de lo más bajo a lo más alto: pero la de Yutsing le
conducía en dirección opuesta. Lo llevaba desde las clases superiores, a las que
pertenecía, hacia las capas inferiores, hacia los millones de hombres pobres que
constituían la población de China. Tomaba parte en todas las rebeliones, siempre de
parte de los que perdían, siempre en oposición a su padre. «Esto se debe a su
juventud —pensó Chang—. La juventud es grandilocuente y desconoce la reflexión».
Pensó en toda la gente que había matado cuando tenía la edad de Yutsing. Él estaba
ya calmado; ya no mataba a nadie, y sólo presenciaba a veces una ejecución en masa.
Yutsing también se serenaba. Desde luego, se casó con la mujer que sus padres le
habían designado, pero inmediatamente después de la boda abandonó la gran casa de
Hang-Cheu llevándose a su mujer y haciendo caso omiso de las sagradas costumbres.
Se inscribió como estudiante en Cantón, y tres años después reapareció con un
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uniforme raído, como partidario de los rojos. A Chang se le acabó la paciencia y le
gritó a su hijo. Pero entonces sucedió algo terrible: Yutsing le contestó en el mismo
tono. Chang levantó el puño y le pegó; luego le ordenó que abandonara sus infantiles
ideas, que entrara en el Banco y que empezase una vida útil. El hijo, con la cara
verdosa y temblando como la hoja de un sauce, contestó que el Banco era un charco
hediondo de lodo manchado con la sangre de los pobres. Este exaltado y
desconsiderado calificativo enfureció a Chang. Sintió el impulso de matar al hijo que
había engendrado, pero se contuvo y ocultó las manos en las mangas. A Yutsing, el
débil, le sangró la nariz. Había nacido con un diente en la boca, y ahora estaba parado
ante su padre, con su raído uniforme, pálido y tembloroso, aspirando el aire para
contener la hemorragia.
«Cualquier coolie tiene hijos que le obedecen y respetan —pensó Chang—, pero
yo, el hombre más poderoso de Shanghai, soy insultado por mi hijo».
Había creado un imperio para su sucesor, pero éste lo rechazaba. Le ordeno que
se fuera, porque temía matarlo si se quedaba más tiempo ante él. Yutsing salió de la
habitación sin despedirse. En el suelo quedaron algunas gotas de sangre, que Chang
borró con la suela de fieltro de su zapato.
Vencido por su debilidad paternal, Chang pensó: «Volverá para pedirme
disculpas». Pero pasaron cuatro años antes de que pudiera ver de nuevo a su hijo.
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Capítulo II
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caliente, suspiró con un poco de resignación y otro poco de alivio.
—¿Por qué la señora del consejero privado Schonchen tenía que tropezar con dos
viejos judíos cada vez que visitaba a nuestro hijo? —dijo, haciendo una pregunta en
vez de una afirmación, según la costumbre judía. La esposa del consejero privado
Schonchen, madrina de Emanuel y la mejor amiga de su madre desde que se
conocieron en el internado, era la responsable de las inclinaciones cristianas de la
familia Hain. Vivían en la Alemania burguesa y liberal de diez años después de la
victoria de Sedán. En todas partes se notaba la prosperidad y el progreso. Los Bancos
florecían, instalándose en edificios suntuosos al estilo del Palacio Pitti. La casa de los
Hain estaba en la Paulsgasse, en el barrio nuevo, situada a la derecha de las viejas
fortificaciones de Francfort. Construida conforme al viejo estilo alemán, seguía la
última moda, tratando de imitar sin éxito las fachadas de las construcciones del
Renacimiento germano. Aunque en la parte antigua de la ciudad existían los mejores
modelos de edificios de madera, los arquitectos de la época creaban solamente una
exagerada mezcla de estilos; pero los ciudadanos, en medio de la seguridad y la
riqueza, se sentían a gusto entre imitaciones de mármol, papeles pintados y
estampados que remedaban el antiguo revestimiento español de cuero, y pesados
muebles tallados cuya limpieza tenía las características de un rito.
Emanuel creció detrás de pesadas cortinas oscuras y bajo la tutela de una niñera
de las montañas de Hessen. La casa olía los domingos a gansos asados y ensalada de
pepinos, a café, a torta fresca y a los cigarros que solía fumar su padre. Su madre,
delicadamente perfumada y vestida para asistir a la ópera o a una reunión, entraba por
la noche a su cuarto. Emanuel amaba a su madre y le gustaba acariciar sus largos
guantes de fina cabritilla, y cuando la puerta volvía a cerrarse tras ella poco faltaba
para que rompiese a llorar. Pero no lo hacía porque era un hombre; por lo menos, así
lo decía el tío Pablo, que también cuidaba de que se le diesen fricciones de agua fría y
se le sacara a pasear con frecuencia.
La infancia de Emanuel transcurrió en un ambiente seguro y tranquilo, de una
regularidad que más tarde le pareció increíble. Parecía como si la Humanidad
durmiera acostada en una cuna o encerrada en una concha, y el niño Emanuel fue una
insignificante partícula en medio de aquella paz.
Detrás de la casa había un jardín, muy grande al principio, pero que disminuía de
tamaño a medida que Emanuel crecía. En otoño madrugaban los frutos de los
nogales. Cuando las nueces, envueltas en sus cáscaras verdes, caían con sordo ruido
sobre la hierba, un acre olor otoñal lo envolvía todo. Sus dedos se ponían negros de
perlas y entonces su madre le reprendía, mientras su padre reía detrás de su diario, en
medio de la nube de humo del cigarro.
Se organizaban alegres excursiones familiares a los viñedos del Palatinado, en la
época de la vendimia.
El primer disgusto que tuvo Emanuel se debió a que le obligaron a ir vestido
como una niña. Cuando cumplió tres años recibió los primeros pantalones y un par de
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brillantes zapatos, los cuales le gustaron tanto que no se los quitó aquella noche para
dormir. Al ingresar en la escuela llevaba un traje de marinero, como los niños de las
clases más elevadas de la ciudad. Más tarde se separó de su niñera con lágrimas en
los ojos, haciéndose contra su voluntad amigo de mademoiselle, que la remplazó.
Emanuel se resignó con un suspiro a dos cosas desagradables: a aprender francés
como la gente distinguida, y a soportar a una pequeña hermana, Paulina, criatura
torpe y babosa, que había nacido recientemente.
Todos los viernes por la tarde iba de visita a casa de sus abuelos. Podemos
presumir que su abuelo eligió precisamente los viernes para las visitas de su nieto
porque esta tarde comenzaba el sabbat y en la mesa había manteles de damasco
blanco, panes trenzados y dos velas en candelabros de plata, sobre las que el abuelo
solía murmurar una bendición.
Usaba además una gorrita negra y una bufanda de seda blanca, con bordados de
oro y borlas en sus extremos.
Era muy fácil notar cuándo había una fiesta judía en Francfort. Se veían muchos
caballeros tocados con relucientes sombreros de copa y llevando libros de oraciones
bajo el brazo. A Emanuel se le explicó que iban al templo a rezar. También él entró
una vez, una sola vez en el templo. De la mano de su abuelo cruzó por la antigua
ciudad, con sus plazoletas, sus fuentes y sus edificios, hasta llegar a una pequeña y
vieja casa. Dentro ardían muchas velas y flotaba en el ambiente un olor extraño. Se
cantaba en tono nasal. Emanuel se asustó y se puso a llorar. El tío Pablo se burló de él
muchas veces por esto, pero su madre le dijo a su padre:
—Esto me parece innecesario. ¿Por qué el abuelo ha de excitar al niño?
Aunque los Hain habían sido ya bautizados, la señora de Hain empleaba todavía
una pregunta en lugar de una afirmación. A partir de aquella visita al templo,
Emanuel visitaba a sus abuelos los miércoles en lugar de los viernes, y bien pronto se
olvidó del ambiente del sabbat.
Después de cumplir los cincuenta años, el doctor Hain recordaba con claridad
siempre creciente a su abuelo, las velas, el pan trenzado y el cálido sentimiento de
seguridad que experimentaba al poner su mano en la de su abuelo durante aquella
única visita al templo. Al morir su abuelo, lloró mucho. No le permitieron presenciar
el entierro y tuvo que pasar unos días en casa de la señora Schonchen, donde rompió
una taza de café que había pertenecido a Goethe. Luego heredó el violín de su abuelo.
Éste, gran amigo de la música, había admirado a Mozart y a Beethoven, a
Mendelsshon y a Chopin, a Rossini y a Meyerbeer. En cambio, previno amargamente
a su nieto contra un diablo embustero llamado Ricardo Wagner.
Cuando Emanuel asistió por primera vez a la representación de una ópera de
Wagner, la escuchó al principio con miedo y repugnancia, excitado por la
exuberancia de sonidos; pero esta aversión se transformó en los años siguientes en un
amor apasionado y algo exagerado.
Se levantaba temprano y recibía invariablemente las fricciones de agua fría que el
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tío Pablo había recetado. Luego, de la mano de mademoiselle, se encaminaba a la
escuela primaria. En ésta aprendía a leer, a escribir y a calcular, como asimismo
Geografía e Historia, las cuales le daban una idea muy parcial de Alemania, como si
ésta fuese el centro del mundo, el mayor imperio de la tierra, poblado por héroes y
emperadores y jamás vencido. A los diez años fue trasladado a un colegio, donde con
gran esfuerzo y tesón aprendió latín y más adelante griego. La educación humanística
llenó todas las sinuosidades de su cerebro. El tercer año le suspendieron, y cuando,
haciendo un nuevo esfuerzo, logró aprobar, todo le fue más fácil, ya que en edad y
experiencia era un año mayor que sus compañeros. Su madre casi se alegraba de su
retraso, pues a las clases de los colegios de Francfort asistían católicos, protestantes y
judíos, y éstos eran siempre los mejores alumnos. Era sabido que cuanto mejor era la
familia del alumno tanto peor era el comportamiento de éste en la clase.
Un muchacho esbelto, el conde Moltke, era el peor de la clase, y se necesitaron
los esfuerzos reunidos de todos los interesados para hacerle adelantar, hasta que tuvo
la edad requerida para ingresar en el Ejército. Según su madre, el hecho de haber
fracasado una vez le daba a Emanuel cierto aire de nobleza, pero su padre no opinaba
lo mismo y le hablaba de la seriedad de la vida.
Todas las fechas culminantes en la vida de un joven: la confirmación, el primer
reloj —regalo de la señora Schonchen—, las lecciones de baile, un traje azul con
pantalones largos, los primeros granos juveniles, el bozo, el primer ataque de amor
romántico, las dificultades y los vagos temores de la pubertad se sucedieron
progresivamente. Los exámenes fueron tormentos que intranquilizaron los sueños del
doctor Hain por el resto de su vida. Uno de sus compañeros, Carlos Blei, se volvió
loco mientras se examinaba de matemáticas; fue sacado a la fuerza del aula y
desapareció en un manicomio. Pero Emanuel logró aprobar.
—¿Qué quieres ser? —le preguntaron sus padres, el tío Pablo y la señora
Schonchen. Durante algún tiempo pareció sentir una decidida vocación por la música.
Desde el día en que, a los cuatro años, tocó los primeros tonos en el violín de su
abuelo, su familia lo consideró un niño prodigio.
—¡Es un segundo Sarasate[10]! —decían los conocidos ante los cuales se le hacía
ejecutar una sonata.
Emanuel sorprendió a sus padres al afirmar que amaba demasiado la música para
dedicarse a ella, y de este modo la música siguió siendo para él durante toda su vida
un amable consuelo en los momentos difíciles. El tío Pablo le regaló un microscopio
el día de su confirmación, y esto cambió el aspecto de las cosas.
—¿Por qué no se hace médico y se encarga más tarde de mi cuéntela? —preguntó
el tío Pablo.
—¿Y por qué no? —contestó el padre de Emanuel.
No se tuvo en cuenta la posibilidad de que se hiciera cargo de la librería.
—El negocio no puede sostener a dos familias —decía su padre. Desde fines de
siglo empezaba ya a quejarse de la marcha de los negocios—. La gente ya no lee
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tanto como antes —solía afirmar.
¿Qué hacía entonces la gente que, disponiendo de luz eléctrica, podía aprovechar
las tardes para leer? Muchas cosas: jugaba al tenis, ese nuevo juego importado de
Inglaterra; organizaba excursiones en bicicleta al campo y cambiaba gradualmente en
forma casi imperceptible. La hermana de Emanuel jugaba al tenis, y, aunque sólo
tenía dieciséis años, se enamoró. Mademoiselle fue despedida porque la joven se veía
secretamente con su novio, y esto dio motivo a una serie de escenas desagradables.
Sobrevino la quiebra del Mercado de Valores, y pareció como si cada uno de los
habitantes de Francfort hubiese perdido dinero. El padre de Emanuel envejeció muy
pronto; su cara se puso grisácea, y sus omóplatos se marcaron a través de la ropa.
Después decidió aceptar al joven novio de Paulina y lo asoció al negocio. Emanuel
podía estudiar Medicina. Éste asintió, pero antes tuvo que hacer un año de servicio
militar, como voluntario, en el decimosegundo regimiento de artillería de Wiesbaden.
Emanuel recordaría siempre aquel año como el más feliz de su vida. Le gustaba el
servicio, la disciplina, el uniforme y los camaradas. Para él significaba liberarse del
hogar que en los dos últimos años había llegado a ser opresivo: su madre estaba
enferma de nefritis, y su padre de preocupaciones; los muebles eran demasiado
pesados, las cortinas excesivamente gruesas y las habitaciones muy oscuras.
Representaba una tregua en un trabajo mental demasiado intenso. El cerebro de
Emanuel descansaba, su cuerpo se fortalecía y sus hombros se ensanchaban. Además,
Wiesbaden estaba en pleno apogeo. El Kaiser y muchos de sus generales estaban allí
reponiéndose. Por las explanadas paseaban mujeres hermosísimas, y un nuevo teatro
perteneciente al Kaiser ofrecía a los oficiales voluntarios funciones a precios
reducidos. Emanuel hacía sus ejercicios por la mañana; por la tarde se embriagaba
con la música de las óperas, y por la noche solía visitar a una muchacha de mala
reputación, pero de modales agradables.
En Navidad obtuvo un permiso. Volvió a su casa y sorprendió a sus padres
diciendo que quería seguir la carrera militar. Su padre se rió, pero su madre apretó
firmemente los labios.
—¿Cómo puedes ser oficial? —preguntó—. ¿No sabes que el viejo Rosenhain era
tu abuelo? Para aquella gente serías siempre un judío.
Ésta fue la primera y única vez que su madre le habló de su origen.
—Tu bisabuelo iba de casa en casa con un saco al hombro, comprando papeles
viejos —añadió el padre.
Emanuel sintió que algo se quebraba en su interior. Después de este incidente
pasó una semana desagradable, y en adelante observó siempre las caras de sus
compañeros para ver si lo aceptaban como a uno de ellos o si decían de él como de
otros: «Es judío, y, sin embargo, no es mal muchacho». Hasta aquel momento había
escuchado con indiferencia estas opiniones, pero a partir de entonces empezó a
formarse en él casi inadvertidamente un punto sensible. Después de todo, era hijo de
padres judíos, a pesar del agua del pastor Meiners. «¡Pero yo no me siento judío!», se
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decía.
Una fotografía hecha en aquel período de su vida le mostraba como un muchacho
alto y delgado, de cara fresca y agradable, de mirada entre tímida y enérgica, de ojos
claros y párpados pesados: un judío disfrazado de soldado.
Después de haber servido un año tuvo que usar gafas, y en otoño se matriculó en
la Universidad de Heidelberg.
Llegó a su casa durante las primeras vacaciones con una personalidad distinta.
Una turba de nuevos pensamientos e ideas se había apoderado de él. Schopenhauer,
Nietzsche, Wagner, Ibsen. La ilusión de la vida, el amor libre, Der Einzige und sein
Eigentum[11]. El superhombre, Ricardo Strauss, Oscar Wilde, Dostoievski, Strindber,
Jugendstil[12], etc.
Como en la pieza de Ibsen, consideró todo lo de su casa «carcomido, mentiroso y
sofocante». Su indiferente amor filial se transformó en franca rebelión. Su generación
se rebelaba. Él les dijo que ésta era su opinión, y siguieron amargas discusiones.
Sintiéndose abandonada, su madre se retiró llorando a su dormitorio. Como un mudo
reproche, el olor a gotas de Hoffman[13] llegó hasta él procedente de sus habitaciones.
Cuando regresó a la Universidad, Emanuel se abismó en sus estudios, pasando los
ratos de ocio con su nuevo amigo Max Lilien. Daban largos paseos conversando, sin
reparar en el paisaje delicioso e inmóvil. Lilien era socialista. Emanuel trató de leer
El Capital, de Carlos Marx, pero no lo consiguió, porque las largas frases le parecían
dogmáticas y secas. Sólo cuando Lilien interpretaba sus ideas le parecían llenas de
vida, pues sentía un sincero afecto por su amigo, el primero que había encontrado.
Max Lilien era un joven alto, de ojos brillantes y cara de asceta, como la del
monje del Concierto de Giorgione. Impulsivo y exaltado, siempre volcaba los jarros
de cerveza, dejaba caer por todas partes la ceniza de su cigarro, insultaba a otras
personas y pisaba los zapatos de charol de las señoras. Era estrafalario, desagradable
y distraído, duro y transparente como un diamante; en fin, un socialista de la época en
que el socialismo era casi un crimen.
—Todos los socialistas son unos cerdos —decía el Kaiser. Emanuel no
comprendía nada de política, pues su carácter le acercaba a la música y le alejaba de
los hechos reales. Se sucedían los acontecimientos mundiales; los pueblos luchaban y
morían, pero nada de eso le interesaba. Por entonces estalló la guerra sudafricana, y la
gente simpatizó con los bóers. Luego se declaró la guerra rusojaponesa, y los
alemanes se inclinaron por el Japón, aquella nación pequeña y desconocida de la que
hasta entonces se había hablado tan poco. Pero esto era sentimentalismo y no política.
El «Arte Nuevo[14]» imitaba el estilo japonés, y Lafcadio Hearn escribía sus libros
sobre el Japón. Pero pronto se olvidó de todo. Lilien tuvo un incidente con la Policía,
y después de pasar tres días arrestado salió de nuevo como un pequeño mártir.
El padre de Emanuel falleció inesperadamente. Se había sentido bien durante el
día, pero por la noche se levantó de la mesa, dio una disculpa y se acostó. Cuando su
esposa fue a su cuarto lo encontró muerto. Emanuel asistió a los funerales como en
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un sueño. Su madre, sollozando, se cogió a su brazo y al del tío Pablo. En aquella
pequeña y anciana judía Emanuel reconocía difícilmente a su madre, de la cual sólo
recordaba el delicioso perfume y los tiernos besos de todas las noches de su infancia.
La muerte de su padre fue para él un golpe terrible. Cuando se leyó el testamento,
Emanuel, de luto en medio de parientes vestidos de negro, que carraspeaban
confusos, no se sentía bien.
Supieron entonces que no quedaba casi nada en efectivo y que, además, debían
algo. La casa, que estaba hipotecada, fue vendida cuando se valoró, pues estaba
pasada de moda y no tenía cuarto de baño ni luz eléctrica. Los cuadros, por los cuales
el viejo Hain había pagado grandes sumas, valían muy poco; eran paisajes con
cascadas, obesos monjes bebiendo cerveza, un gato jugando con un ovillo de lana y
un retrato bastante pequeño de la señora Hain. Estaban de moda los impresionistas.
Se hablaba mucho del plein air[15], y una nueva escuela de pintura parecía iba a
remplazar ya a los Manet y Monet. Se pintaban cuadros confusos y feos que se
llamaban pomposamente «futuristas».
Cuando todo se arregló y la señora Hain se trasladó a casa de su yerno, que se
encargaba del negocio y de la responsabilidad de sostenerla, quedó el dinero justo
para que Emanuel continuase sus estudios sin pérdida de tiempo. El ambiente de
seguridad en medio del cual vivía comenzó a desaparecer. El siglo XX salía de la
infancia. Por los valles se veían los primeros automóviles, vehículos peligrosos y
poco confortables; se exhibieron las primeras películas; algunos extravagantes
prometían el globo dirigible, y los psicólogos descubrían lo que llamaban
subconciencia.
Emanuel supo por primera vez lo que significaba preocuparse por el dinero. Tuvo
una seria conversación con su tío Pablo, y luego estudió más intensamente que nunca
para obtener su título. Después de pasar con éxito los exámenes se vio que tenía
talento para la profesión que la familia le había elegido. Pasó algún tiempo como
cirujano interno en el hospital municipal, y luego ayudó a su tío Pablo.
Un aborto que tuvo la doncella de su hermana fue su primer caso. Desconcertado,
se movía por la húmeda buhardilla donde la muchacha se revolcaba sobre un colchón
empapado en sangre, y sólo el pensar en Max Lilien impidió que la entregara a la
Policía. Su hermana no se lo perdonó nunca; pero esto no preocupó a Emanuel, pues
no la quería.
Con orgullo lo contó todo a Lilien, porque la joven se había restablecido y
encontrado otro empleo.
Lilien le escuchaba distraído.
—Debería haber oficinas municipales que aconsejaran a las jóvenes en los
asuntos sexuales, y centros que fiscalizasen los nacimientos —dijo Emanuel,
pensativo. Pero aquello parecía una idea descabellada.
Era redactor de un diario liberal, y todos los miércoles por la tarde hacían música
juntos. Max Lilien tocaba desaunadamente, pero con gran entusiasmo, exhalando con
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fuerza el aire por la nariz cada vez que había un estribillo.
A los treinta y un años se enamoró de Irene von Stetten. Había tenido ya varias
aventuras: citas secretas con una mujer casada en el reservado de un restaurante de
moda, donde acudía toda la sociedad elegante; amoríos con una joven modista, que
duraron casi dos años, hasta que ella se comprometió, y una relación íntima ardiente,
pero pasajera, con una actriz del teatro municipal. Pero por Irene von Stetten sentía
un amor sincero y apasionado.
—Ahora va en serio, Emanuel —dijo el tío Pablo, benévolo y experimentado. A
medida que envejecía iba pasando su clientela al joven médico, y en la casa de uno de
sus pacientes fue donde Emanuel conoció a Irene.
El padre de ésta, el teniente coronel Von Stetten, había vuelto de la guerra
francoprusiana, en 1871, con un reumatismo agudo del que ya no pudo librarse. Las
visitas del doctor, más que un tratamiento, eran una manera de pasar el tiempo y de
mantenerlo de buen humor. Hacía mucho tiempo que el tío Pablo no recetaba
medicinas para los dolores del viejo soldado, pero Emanuel, guiado por el orgullo de
los nuevos métodos y por su ambición de médico joven, lo visitaba diariamente y le
impuso un régimen que el teniente coronel siguió con un estoicismo espartano.
Irene, su hija, tenía veintiún años y era muy hermosa. Sin embargo, no era su
belleza lo que atraía a Emanuel, sino su asombrosa vitalidad y la sencillez de su alma.
Él se sentía feliz cuando ella entraba en la habitación, y triste cuando la abandonaba.
Cuando, en el oscuro vestíbulo del pequeño piso, le daba instrucciones sobre el
tratamiento que se había de seguir con el teniente coronel, su corazón latía tan
apresuradamente que se avergonzaba ante Irene, la cual reía suavemente. Durante tres
semanas no tuvo el valor necesario para besarla. Irene personificaba su ideal
femenino. Era alta y esbelta; silenciosa, pero vivaz, y carecía del artificioso recato de
las demás jóvenes. Su rubio cabello, tenía un brillo metálico. De buena, pero pobre
familia, tenía una capacidad ilimitada para alegrarse, y era en todos los sentidos la
realización de un deseo que Emanuel ni siquiera sospechó antes de verla.
—Es una gran muchacha —dijo el tío Pablo con la complacencia del solterón que
ha sido en su juventud buen conocedor de vinos y mujeres.
Cuando Emanuel la abrazó, no sólo no se desplomó el cielo sobre él, ni se abrió la
tierra, ni ella lo abofeteó; por el contrario, le abrazó a su vez y le devolvió el beso.
—¡Por fin! —exclamó él lanzando un profundo suspiro.
A partir de aquel día ambos se citaron secretamente y en público. Iban juntos al
teatro, acompañados de la vieja esposa del consejero Schonchen; daban largos
paseos; visitaban exposiciones, y asistían a bailes. Pero si Emanuel hablaba de
casamiento, Irene se oponía. Esto dio origen a muchas riñas, pero siempre volvían a
reconciliarse. Una vez discutieron el asunto detenidamente.
—No insistas. Es imposible a causa de mi padre —dijo Irene—. He hablado de
esto con él. Yo te amaría aunque fueras hotentote, pero mi padre no puede olvidar que
eres judío. Dejemos este estúpido tema del casamiento. Somos felices así, ¿verdad?
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Al irse de la casa de su tío, Emanuel alquiló un pequeño piso donde podían verse
con tranquilidad y gozar de su juventud. Cuando estrechaba a Irene entre sus brazos,
le parecía imposible que ella lo quisiera tan apasionadamente como él y que le
llamase judío. Se ruborizó primero y luego se puso pálido.
—En realidad, no soy judío —dijo con obstinación.
—Es cierto —respondió Irene sonriendo—. No lo eres para ti, ni tampoco para
mí; pero para mi padre serás siempre judío. Tú no conoces a esa clase de gente.
Se besaron sin reparar en que Emanuel renegaba de su sangre en lugar de
defenderla.
Irene decía a menudo que quería ser enfermera. Sentía un deseo vehemente de
desplegar cualquier actividad y sentirse independiente, y aquélla era una de las pocas
profesiones permitidas a las damas. Pero al llegar la primavera, que floreció más que
nunca, olvidó su propósito. Los frutales que flanqueaban la Bergstrasse parecían un
remolino de nieve con sus flores blancas y rosadas, a las que se mezclaban las
manchas purpúreas de las flores de los durazneros. Cuando florecieron las lilas, el
aire se llenó de su aroma y se vieron nubes enteras de color violado en los parques y
los jardines de Francfort. Más tarde, en junio, los rosales se cubrieron de flores, y
todo el mundo pareció embriagado por el exuberante y prematuro verano. Pronto
hubo tantas cerezas que las mujeres de los mercados de la ciudad las vendían a dos
pfennings la libra, y las gabarras cargadas de fruta no cesaban de bajar por el Mein.
Una tormenta política oscureció en julio el cielo de Europa y los veteranos que,
como el teniente coronel Von Stetten conocían aquel ambiente, auguraron una guerra.
Opinaban que se lucharía en África y en Manchuria, pero no en Europa.
La guerra se declaró el 1 de agosto, y los días siguientes fueron de entusiasmo, de
júbilo, de discursos, de banderas y de flores.
«No reconozco diferencias de clases. Sólo hay alemanes», dijo el Kaiser. Fueron
movilizadas y transportadas a la frontera belga las primeras tropas, y los diarios
profetizaron que París caería a las tres semanas y que toda la guerra habría terminado
en seis. Alemania miró alrededor en busca de amigos. ¿Podrían ayudarla los ingleses,
primos y consanguíneos? ¿O los italianos, aliados por juramento y por tratados? ¿O
tal vez los japoneses, aquella enérgica raza del Este a la que se había respetado y
ayudado con municiones e instructores?
Los alemanes se encontraron repentinamente solos, sin poder explicarse la causa,
pues no comprendían nada de política y confiaban en sus caudillos y en sus diarios, y
su heroísmo era aplaudido por amigos y enemigos. Los viejos soldados, los
reservistas, iban tranquilos y silenciosos: ellos cumplían con su deber. Los partes
oficiales informaban diariamente al pueblo de nuevas victorias, y las campanas de las
iglesias repicaban constantemente anunciando batallas triunfales. Pronto se
publicaron las listas de las primeras bajas, y se vieron las primeras madres enlutadas,
sonriendo a través de sus lágrimas, orgullosas de sus hijos caídos.
El doctor Emanuel Hain se incorporó a su regimiento como teniente de la reserva;
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pero antes, en medio del entusiasmo que la guerra originó al principio, venció la
oposición del viejo teniente coronel. «No reconozco diferencias de clases», había
dicho el Kaiser, y, a la sazón, también Emanuel era oficial. Miles de jóvenes se
casaron precipitadamente antes de ir al frente, y Emanuel e Irene fueron sólo una
pareja más entre las innumerables que tuvieron que separarse después de pasar juntos
una sola noche. En una madrugada gris, Irene se despidió de Emanuel en el andén de
la estación. «Rápido de París», rezaba una inscripción hecha con tiza en el vagón.
Max Lilien también era soldado voluntario, y estaba tan entusiasmado como los
demás jóvenes que iban al frente.
Irene ingresó en la Cruz Roja. Emanuel fue destinado a Bélgica, primero a la
retaguardia y luego a las primeras líneas.
Se ha escrito tanto de esta guerra que no hay necesidad de que hablemos de ella.
El doctor Hain participó en las victorias y en las derrotas, en los ataques y en las
retiradas. Como los demás, se llenó de lodo y de sangre, conoció el entusiasmo y la
depresión, los asaltos y el agotamiento; y, como todos, tuvo que soportar las lluvias,
las nevadas, el barro, el sol y aquel incesante estruendo de la artillería que no se
interrumpió durante cerca de un lustro. Trabajó durante tres años como médico en los
hospitales de campaña inmediatamente detrás de las líneas de fuego, y allí vio a los
heridos de ambos bandos, recogidos en el campo de batalla y amontonados como
restos barridos del suelo de un matadero. Dejó de sentir compasión por los que
morían, pues la necesitaba para los sobrevivientes. Una serie interminable de casos le
dio la oportunidad de practicar incesantemente, y llegó a ser un excelente cirujano.
Aprendió a vencer su compasión y a realizar operaciones desesperadas en mutilados
que le rogaban por el amor de Dios que los dejara morir. Estaba demasiado cansado
para reflexionar; por otra parte, nadie lo hacía en el transcurso de la guerra.
El hospital fue bombardeado mientras Emanuel operaba el vientre ametrallado de
un cabo de Hessen. Sin embargo, terminó la operación, no por bravura, sino por ese
instinto profesional que no puede soportar la idea de dejar abierta una herida. Sus
ayudantes se llevaron a los heridos y huyeron, pero él siguió colocando grapas,
sacando esquirlas y, finalmente, cosiéndolo todo. Apenas hubo terminado, cayó una
granada y lo enterró junto a su paciente. El hombre murió, y él mismo tuvo que
esperar dos días a que le rescatasen. Se le concedió la Cruz de Hierro de primera
clase, condecoración creada para premiar los insensatos actos de bravura en tiempo
de guerra.
Se encontró con Irene en Bruselas. Ansiaba tanto verla que casi había olvidado
que era algo real, una mujer de cabellos rubios, senos pequeños y cálidas manos. Le
parecía que no era más que una idea, un producto de su imaginación, el fantasma
ideal de un sueño. Pero al fin la tenía ante sí. Era ella, Irene, su mujer, su boca, su
sonrisa, sus ojos, todo su ser. Bruselas era en aquel tiempo una ciudad enloquecida.
Las mujeres de Bélgica vestían de luto; los habitantes se dejaban ver lo menos
posible y detrás de cada rostro se ocultaba el odio. Procedentes de las líneas de fuego
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llegaban allí soldados y oficiales para pasar algunos días y luego volver al frente. Una
licencia en aquella ciudad era indicio casi seguro de que se pensaba destinarlos a una
nueva ofensiva. En todas partes se organizaban banquetes celebrando encuentros o
despedidas; los cinematógrafos y las compañías de teatro daban funciones para los
soldados, y muchísimas mujeres se instalaban en hoteles; había cortesanas para los
señores oficiales, rameras para los sargentos y burdeles de la más baja clase para la
tropa.
En aquella ciudad turbulenta se encontraron los dos esposos. Su unión fue
completa y profunda, e Irene concibió un niño, un niño que nació cuando el hambre
dominaba ya a Alemania. La madre fue encamada entre sábanas de papel, y en
papeles fue envuelto el recién nacido, pues no había telas de hilo. Todos los regalos
de lana que habían inundado las trincheras en los primeros años se pudrieron en ellas.
Sólo quedaban ersatz[16]. Las tropas llevaban botas de un sustitutivo del cuero que se
disolvía en el lodo, y sus uniformes eran de un material sintético que se caía a
pedazos. El país comía sustitutivos, y después faltó hasta eso.
También los soldados que mandaban al frente eran ersatz; hombres muy viejos o
muy jóvenes. Los que permanecían en casa estaban abatidos y cansados por la
desnutrición, demasiado deprimidos para lamentarse de la desventura. Ya no se
esperaba una victoria, sino solamente la paz. Los que llegaban con licencia o ya no
eran aptos para el servicio, callaban, y el silencio separó a los de fuera y a los de
dentro, al Ejército y a la población civil, a las madres y a los hijos, a los maridos y a
las mujeres, abriendo entre ellos un abismo infranqueable y alejándolos
sensiblemente. Cuando América entró en la guerra, la última chispa de esperanza se
extinguió. El doctor Hain fue dos veces a Francfort en los dos últimos años de la
guerra, para ver a su mujer y a su hijo. Roland, el niño, parecía desarrollarse
normalmente, pero Irene adelgazaba mucho. Acariciaba a su hijo con tal
desesperación que Emanuel casi se asustaba.
Al doctor Hain se le presentó otra oportunidad para demostrar su valor. Eran los
últimos meses de la guerra, cuando toda disciplina había sido abandonada, poco antes
del armisticio. El hecho no fue nunca registrado, y, por consiguiente, no recibió
ninguna condecoración. Con la única ayuda del sargento Enrique Planke, transportó
catorce heridos graves a Alemania, a través del lodo, de la lluvia y de la confusión
que reinaba en las carreteras, directamente a través de la rebelión, del motín y de los
horrores de un Ejército vencido y sublevado. Cuando entregó a los heridos en la
estación del ferrocarril de Wiesbaden, un soldado se acercó a él y le arrancó los
galones de oficial. El sargento Planke derribó al hombre de un puñetazo, y así
terminó la guerra para el doctor Emanuel Hain.
Como todo en Alemania, el caos era ordenado, organizado y premeditado. Las
alambradas, las barricadas y algunos tiroteos aislados en las calles terminaron pronto,
y luego reinó la calma, pues los comités de obreros y soldados mantenían el orden. El
doctor Hain se presentó ante ellos y se puso a su disposición, porque no sentía
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hostilidad por la nueva política; sabía demasiado bien lo que el pueblo había sufrido y
soportado. Cierto día se encontró con un hombre barbudo con una profunda cicatriz
en la frente, el cual lo brazo y besó: era Max Lilien.
—¡Camaradas! —gritó—. ¡Éste es mi amigo…! Juntos hemos vivido y soñado
con el porvenir recitando a Carlos Marx… ¿Verdad, Emanuel?
Como estas palabras se acercaban mucho a la verdad, el doctor Hain no protestó.
Consintió entrar en el comité, porque consideraba un deber ayudar a aquella gente sin
experiencia; y para evitar que las tropas que regresaban llenaran el país de insectos o
lo infectasen con enfermedades venéreas. Pronto estuvo trabajando para organizar la
desinfección e instalar locales de despiojamiento.
No era falta de carácter lo que le hizo ponerse a disposición del nuevo régimen;
era judío, y las influencias externas lo asimilaban al medio ambiente.
Lilien iba a visitarlo los miércoles por la tarde. Juntos pasaban unas horas felices,
y con sus manos torpes de soldados, pero llenas de sentimiento, tocaban la Sonata en
la mayor, de Brahms para violín y piano.
Lilien contemplaba asombrado a Roland cuando Irene lo llevaba para que diera
las buenas noches.
—Es la criatura más hermosa que he visto jamás —dijo una vez con toda
seriedad.
Emanuel percibía el cálido contacto de los dorados cabellos al coger el niño entre
sus brazos, y sentía tal ternura que se hubiera echado a llorar. Luego todo se
normalizó; el Estado, la vida en general y también la del doctor Hain. Por primera vez
pudieron él e Irene vivir el uno para el otro, en una armonía jamás esperada. Como
Irene había sido enfermera, podía ayudarle en su consulta, esterilizando los
instrumentos y escuchándolo todo cuando hablaba de sus casos. El teniente coronel
vivía con ellos. Estaba muy viejo, muy debilitado y era completamente incapaz de
comprender la nueva situación. Su vida no llegaba más allá de Sedán.
—¡Esos cochinos! —murmuraba—. ¡Cobardes y ladrones!
Cuando se firmó el tratado de Versalles sufrió un ataque de apoplejía, y desde
aquel día no salió más de su domicilio. No era más que un viejo guerrero esquelético
y paralítico, que daba mucho trabajo a Irene.
El país se dividió nuevamente. La humillación de la paz dictada dolía y ardía en
las almas de muchos que despreciaban al nuevo Gobierno, tan ansioso de hacerse
amigo del enemigo que soportaba cualquier insulto inmerecido. El pueblo alemán
luchaba solo, con valor y obstinación, pero los vencedores no demostraron
generosidad con los vencidos; mandaron regimientos de negros a los territorios
ocupados, y la población desangrada y famélica de Alemania hubo de humillarse para
obtener la paz. Muchos alemanes no sentían simpatía por su nueva libertad, una
libertad que era enfermiza desde el principio. El mundo exterior de Alemania no
hacía nada para apoyarla. Cuando Emanuel se asoció al comité obrero no pensó en
ventajas personales. No era un oportunista, sino simplemente un hombre que iba con
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la corriente. Sin embargo, cuando Max Lilien fue nombrado Secretario de Estado
consiguió un puesto en Berlín por medio del comité. Como jefe de cirujanos del
hospital de Charlotte no tardó en darse a conocer.
—El judío ha hecho carrera —decía mucha gente a sus espaldas.
Los Hain alquilaron primero un piso, y más tarde compraron una casa en
Grunewald, magníficamente situada junto a un pequeño lago y con un jardín con
arena donde podía jugar el pequeño Roland. Los miércoles por la tarde se ejecutaba
música de cámara por músicos de la Opera, en lugar de aquellas sonatas de
aficionados. Irene llevaba un hermoso collar de perlas. El amor de los esposos no
parecía envejecer ni agotarse, como suele suceder en algunos matrimonios.
El doctor Hain, colmado de trabajo, éxito y prosperidad, podría haber sido un
hombre completamente feliz de no ser por la ansiedad siempre creciente que sentía
por su hijo.
Cada vez más hermoso, Roland era un niño tan perfecto que mucha gente se
admiraba al verlo por primera vez. Emanuel sentía por su hijo una atracción física
muy parecida a la que lo ligaba a Irene, pero Roland no intimaba con él, como si los
primeros años de su vida pasados sin padre lo hubiesen convertido en un espíritu
solitario. Desde su nacimiento padecía de hipersensibilidad nerviosa; lloraba con
facilidad y tenía miedo por toda clase de cosas triviales. No podía dormir en una
habitación oscura: se aterrorizaba, se ponía febril y movía los ojos como un
epiléptico. Tampoco le servía una luz velada; pedía que le encendieran todas las
bombillas eléctricas, y se despertaba en cuanto las apagaban. Emanuel hubiera
preferido educarle de un modo más severo; pero éste era el único punto en que
encontraba la oposición de Irene. Roland era su niño. A veces se oían cuchicheos y
risas contenidas en el cuarto de éste; se tiraban por el suelo toda clase de objetos, se
hacían sonar los timbres y se arrastraban las tropas por el piso. Cuando Emanuel
entraba para tomar parte en el juego, callaban y colocaban disimuladamente sus
juguetes en los rincones. Cada una de las comidas de Roland requería una paciencia a
toda prueba. Había que contarle historias, se le pedía que mirara a un supuesto Ángel
de la Guarda que estaba sentado en un árbol detrás de la ventana y se requería la
presencia del oso Teddy. Irene rogaba, lloraba e imploraba antes de que el niño se
decidiera a probar bocado. Al acostarse, comenzaba una nueva lucha. Cuando Roland
era aún pequeño, nadie podía explicarse esto, pero a los nueve o diez años, en cuanto
pudo expresar sus pensamientos, confió a Irene que estaba amedrentado por lo que
soñaba.
—¡Son cosas tan terribles! —dijo. Pero no se le pudo inducir a que se explicase
mejor. Por eso Irene insistía en dormir al muchacho aun cuando éste ya era mayor.
Se sentaba al borde de la cama y él enredaba los cabellos de su madre entre sus
dedos. Sólo de esta manera podía dormirse. Ella esperaba, con todas las lámparas
encendidas, hasta verle profundamente dormido. Sólo entonces quedaba en libertad
para pasar a su gusto el resto de la noche.
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Su padre trató de curarlo por medio del psicoanálisis, sin obtener un resultado
práctico, pues una cosa es comprender las condiciones y los orígenes de un mal y otra
es curarlo. Además, a un cirujano como él, acostumbrado a la precisión que requería
el manejo del bisturí, le parecía que el psicoanálisis estudiaba los procesos mentales
con exceso de teoría, y esto le disgustaba un poco. Por consiguiente le recetó a su hijo
la práctica de los deportes, aceite de hígado de bacalao y aire fresco.
Recordando aquella noche en la turbulenta Bruselas, cuando lo concibió, Irene
decía: «Es un hijo de la guerra». Los días de carestía y privaciones le afectaron
durante el embarazo y los meses que siguieron a su nacimiento; sin embargo, más
alto y más fuerte que la mayoría de los niños nacidos en aquella época del hambre,
Roland era excepcionalmente hábil en toda clase de deportes. Era el mejor atleta de
su colegio, el nadador más rápido e infatigable de los lagos de Grunewald y un
jugador de tenis a quien los profesionales del club prometían hacer campeón. Sin
necesidad de que nadie se lo enseñara, aprendió a manejar el coche que su padre
compró por entonces. En la escuela era el mejor alumno de Historia, aunque fracasase
en las demás materias; pero tenía un espíritu y una mente muy escépticos, caso
sumamente raro en un joven de su edad.
Aparentemente, en Irene se habían extinguido todas las energías reproductoras al
nacer aquel extraño hijo, aunque al doctor Hain le hubiese gustado que Roland
tuviera hermanos y hermanas.
En aquella época, Kurt Planke entró en la vida del muchacho, que vio en él un
excelente compañero de juegos. El encuentro del doctor Hain con su sargento ocurrió
en circunstancias muy extrañas. Una parte de sus deberes consistía en hacer
operaciones ante los estudiantes de Medicina, y cierta mañana trató un caso bastante
complicado de cálculos biliares. Aunque aquélla fuera para él solamente una labor
rutinaria, experimentaba en cada nueva intervención el mismo placer de saber que
ejecutaba un trabajo excelente. Cuando entró en la sala de operaciones, el hombre a
quien debía operar estaba ya anestesiado y cubierto con un lienzo blanco que sólo
dejaba a la vista el campo operatorio.
Efectuó la demostración sin saber quién era el paciente. A la mañana siguiente,
mientras visitaba a sus enfermos, reconoció a Enrique Planke, su antiguo sargento,
débil y pálido a causa del anestésico y con preocupado aspecto. Instantáneamente
acudió a la mente de los dos hombres el recuerdo de los días de la retirada, la
camaradería y los peligros pasados en común; por un momento se encontraron ambos
en aquel otro mundo, el mundo viril de la guerra. Planke fue trasladado de la sala
común a una habitación que compartía solamente con otro paciente. El doctor Hain se
encargó personalmente de su caso, y pronto logró que el sargento estuviera
restablecido.
—Me siento como nuevo —dijo el berlinés, y su bondadoso rostro no tardó en
recobrar el color.
Como obrero de una fábrica de goma, estaba protegido por las nuevas leyes del
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seguro obligatorio de enfermedad, y era uno de los primeros casos. Era ésta una de
las leyes de posguerra que causaban mayor inquietud, pues los patronos que tenían
que pagar una contribución mensual, estuvieran o no enfermos sus empleados, se
quejaban aún más por el descuento que sufrían sus salarios semanales, y los obreros
eran los más disconformes, pues estaban convencidos de que los médicos los trataban
con excesiva negligencia y los dejaban morir por pura maldad.
Cinco años después que la guerra hubo terminado, las convulsiones internas
sacudían aún a Alemania. La fantástica inflación hacía que el dinero sufriese cada día
una catastrófica desvalorización. Se daban billetes de un billón de marcos por cosas
cuyo valor era de pocos céntimos. Se originó una nueva y ridícula clase de nuevos
ricos, sin ninguna tradición, mientras la antes inmutable clase media era destruida y
carecía de todo: de alimentos, de carbón, de calor, de vivienda y de respetabilidad.
Después, los enemigos de antaño acudieron en ayuda del país mutilado y una política
de pacificación inició una era más estable. El signo evidente de que Alemania volvía
a ser la de antes fue el renacimiento de las artes, pues la música, los libros y los
buenos dramas eran para los alemanes más necesarios que el pan. Berlín respiró un
aire más libre y pareció que naciera una verdadera democracia en aquel suelo
empapado por la sangre de la guerra.
Pero entonces, cuando todo parecía augurar una prosperidad general,
sobrevinieron nuevas dificultades: el país era demasiado pequeño y densamente
poblado, con hombres que trabajaban y producían más de lo que se necesitaba. Las
grandes fábricas, obligadas a pagar los salarios que imponían las uniones gremiales,
comenzaron a despedir a los obreros.
—Me han echado —anunció Planke en cuanto estuvo curado—. ¡Desocupado!
¡Qué asco!
De esta manera entró como chófer en casa de los Hain. Se mudó con su mujer y
su hijo a la casita del chófer, y ayudaba a cuidar el jardín en sus ratos libres. Kurt, su
hijo, tres años mayor que Roland, era un muchacho robusto, de grandes manos y ojos
vivaces. El doctor hacía todo lo posible por favorecer la amistad de los dos chicos y a
menudo escuchaba con alegre sonrisa el bullicio de sus juegos en el jardín.
Una noche de julio mientras estaban ejecutando música de cámara y el cálido aire
nocturno y el brillo de las estrellas entraban por las ventanas y las puertas abiertas,
Max Lilien descubrió a Kurt Planke, que tenía entonces trece años, escondido detrás
de una haya, escuchando la música, con las manos crispadas y una expresión atenta
en el rostro. Estaban tocando el segundo movimiento del Cuarteto en re bemol, de
Schubert.
—¿Quién es ese muchacho? —preguntó el secretario de Estado—. La música
parece embriagarle.
—¡Oh! Es Kurt —repuso Irene, cerrando las puertas que daban al amplio jardín.
Durante el siguiente movimiento del cuarteto, Lilien, que quería ver al muchacho
más de cerca, salió al jardín, se sentó a su lado sobre el césped y después de un rato
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comenzó a hablar con el joven, que sonreía tímidamente. Supo que era hijo del
sargento Planke, y que su suprema ambición era ser músico. Lilien lo llevó al salón
de música y lo presentó a los músicos y huéspedes, mientras el muchacho casi lloraba
de confusión. En medio de un aluvión de preguntas y risas bondadosas, Kurt se sentó
al piano. Ejecutó su propia interpretación de un disco que Roland, obligado por sus
insistentes ruegos, había tenido que tocar muchas veces; el Preludio de Bach y la
Fuga en mi bemol para clavicordio bien templado según D’Albert. La concurrencia
escuchó divertida la extraña ejecución, llena de errores, falsas interpretaciones,
desigualdades, notas equivocadas y ritmos desfigurados, pero sorprendente por su
ingenuidad y fervor. Kurt, rojo hasta las orejas, parecía haberse olvidado de su
auditorio: tan absorto estaba en la melodía. Cuando terminó y todos aplaudieron
riendo, se despertó como si hubiera tocado en sueños.
Más tarde, su madre le reprendió y le rogó a la señora de Hain que lo disculpara,
pero el doctor y Max Lilien se preocuparon de él, y después de oírle ensayar varias
veces lo hicieron ingresar en la Academia de Música del Estado como alumno del
celebrado profesor Boskowitz. Éste era un excéntrico, de nariz enorme y orejas
elefantinas que recogían los más finos matices de la música.
—Olfatea con las orejas —decía Roland de él.
Kurt no tardó en ser suyo en cuerpo y alma, y Roland se enojó al quedarse otra
vez solo. Pasaba por las dificultades de la pubertad, y era más difícil de entender que
nunca. En la escuela iba de mal en peor, y en su vida particular sólo le interesaba una
cosa: la heráldica. Empleaba la mayor parte del tiempo en aprender todo lo
concerniente a las antiguas familias, nombres y escudos de Alemania. A veces
dibujaba también bosquejos abstractos, diseños sinuosos y geométricos, que no se
parecían a nada de este mundo. Los iluminaba con suaves y enfermizos colores a la
acuarela, y los colgaba a la cabecera de su cama. Irreales como eran aquellas
composiciones, parecían tener algún significado propio y misterioso, e Irene se
abstraía a menudo en su contemplación. Cuando se le preguntaba cuál era su
significado, Roland respondía sin vacilar que eran representaciones de sus sueños. El
doctor Hain mostró dos de aquellas originales creaciones a un neurólogo del hospital,
sin obtener resultado alguno.
—Este niño hace que me sienta incómodo —decía Emanuel a su mujer cuando,
de regreso del teatro o de una reunión, veía la luz brillante de la ventana de Roland
iluminando los árboles inmóviles y silenciosos.
—Espera hasta que pase la pubertad —le rogaba Irene.
Luego entraba de puntillas en la habitación donde Roland dormía profundamente,
respirando en forma acompasada. Su rostro joven y hermoso enmarcado por lindos
cabellos rubios, parecía tenso aún en sueños. A veces el doctor Hain comprendía la
separación que existía entre él y su hijo, cuya sangre y naturaleza eran tan diferentes
a las suyas.
El doctor comenzó entonces a darse cuenta de que estaba envejeciendo. Se
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levantaba todas las mañanas a las seis, se desayunaba solo, marchaba al hospital y
operaba desde las ocho hasta las doce, alumbrado por la luz blanca de una lámpara
sin sombras, inventada recientemente. Al terminar, se despojaba de la mascarilla de
hilo blanco, se lavaba las manos, se quitaba los zapatos de goma y comenzaba a
fumar un cigarrillo tras otro. Podía medir su agotamiento por el número siempre
creciente de cigarrillos que necesitaba. Hacía su habitual visita a los pacientes,
almorzaba apresuradamente en un pequeño restaurante y atendía consultas
profesionales. Se le llamaba para casos urgentes y desesperados, y operaba a todas
horas del día y de la noche, sin disponer de un minuto para pensar, sin tiempo casi
para vivir. Estaba acostumbrado a dormir solamente cuatro horas, por lo que de noche
le sobraba algún tiempo para escuchar un poco de música. Cuando iba a la ópera o
cuando estaba sentado en su casa, escuchando música y fumando incesantemente, se
sentía envejecer. Su espalda y sus ojos estaban cansados; tenía los hombros caídos y
la espalda agobiada de un judío, y su rostro estaba surcado por arrugas judías,
grabadas en la fisonomía de una raza que durante miles de años contrajo su rostro al
mirar el sol del desierto.
El círculo de amistades del doctor se componía cada vez más de judíos: Max
Lilien, el profesor Boskowitz, músicos y directores de la Ópera, actores, escritores,
periodistas, abogados y médicos. Los amigos de Irene eran de familias
conservadoras, de ideas nacionalistas y disconformes con el nuevo régimen; gente
empobrecida, de noble nacimiento, ricos hacendados, que iban a Berlín para la Grüne
Woche[17] con sus hijos e hijas, jóvenes que no sabían qué hacer. La época llevaba
una nueva máscara: jazz, faldas cortas, cabello corto, voto femenino, número siempre
creciente de estudiantes femeninos, fiscalización de nacimientos, teoría de la
relatividad, récords de aviación, americanización, películas, pacifismo, velocidad,
vértigo…
Los «espartaquistas[18]» de la revolución se volvían comunistas según el modelo
ruso que era completamente inadecuado en Alemania. El parlamento estaba
compuesto por tantos partidos que ninguno tenía la mayoría absoluta. La costumbre
alemana de reñir dividió a la nación. Max Lilien renunció a su partido y a su puesto y
se afilió al partido comunista. El peligro flotaba en el ambiente, pero las orquestas de
baile tocaban en miles de clubs nocturnos. Como una especialidad de Berlín, se
mostraba a los extranjeros aquellos clubs nocturnos donde se divertían homosexuales
vestidos con trajes femeninos y mujeres que usaban monóculo. El número de
desocupados crecía, y en las calles de la ciudad se veían largas filas de mendigos.
Entre Emanuel e Irene sobrevino la primera discusión seria. Él la acusó de mimar
al niño y de arruinarlo por falta de energía, y ella le replicó que él no comprendía a
Roland y que cualquier operación de apendicitis era para él más importante que
atender a su hijo.
En todas las esquinas se veía el retrato de Roland. Von Ruding, el pintor, lo había
retratado con su flotante cabellera en un cartel de propaganda de una reunión
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nacionalista. ¡El hijo del judío como ideal germánico! A veces, Emanuel sentía miedo
al pensar en las relaciones confusas y poco claras que existían entre él y su hijo.
Trataba de hablarle, pero el muchacho tenía una habilidad casi demoníaca para
desviar la conversación. Podía seguir la broma durante días, dirigiéndose a su padre
como «profesor»:
—¿Cómo se siente el señor profesor esta noche? ¿Cuántos cadáveres ha adobado
hoy el señor profesor?
Oyente silencioso de las reuniones musicales de los miércoles a la tarde, y a
menudo también en otros momentos, el joven Planke progresaba. El profesor
Boskowitz sentía por él un gran cariño. Discutía con él difíciles problemas de
contrapunto y de filosofía y le enseñaba a jugar al ajedrez. A veces Emanuel sentía
como si aquel hijo de un proletario fuera más hijo suyo que Roland. La riña entre él e
Irene terminó al ingresar Roland en una escuela campestre, de la que sólo volvía a
veces para pasar el fin de semana. Esto duró solamente un año y medio, pues uno de
los maestros se prendó del muchacho, y no pudiendo librarse del encantamiento de la
belleza hechicera de Roland, se suicidó. El escándalo y la catástrofe no influyeron en
el joven, que hablaba de ello de una forma impersonal, como si se tratara de algo
leído en el periódico. Ni la aberración ni la tragedia le conmovieron.
Se organizaban por las calles manifestaciones de comunistas y nacionalistas. El
movimiento antisemita, creado después de la guerra por algunas cabezas
atolondradas, recibió forma y nombre. Hasta entonces todo el mundo se burlaba de él
por sus manifiestos absurdos, bárbaros y hasta bestiales, y su jefe, a quien muchos
consideraban loco. Repentinamente apareció un nuevo partido, el nacionalsocialista,
con representantes en el Parlamento, con influencia y partidarios en el país. Era un
partido compuesto por desesperados y para ellos mismos Alemania estaba enferma,
convulsa, esperando que cualquier cambio le proporcionara un alivio en su agonía.
Ningún partido prometía cambios tan radicales como el nazi, y ninguno tenía tanta
pujanza.
Radicados en el país desde hacía más de mil años, los judíos emparentados con
Alemania por miles de lazos —el idioma común, la educación y la cultura—
prestaron atención. Recordaron que el bisabuelo iba de casa en casa con un saco al
hombro, y la raza se acordó de los sufrimientos que el individuo había olvidado. El
ambiente estaba preñado de amenazas, y ellos las sentían con la experiencia propia de
una raza desesperada que vivió siempre en peligro.
También las sentía el doctor Hain. Su hijo había entrado en la juventud hitleriana
y progresaba en ella. El elemento romántico y heroico del movimiento lo atraía, y
volvía de sus mítines y excursiones entusiasmado y feliz.
Emanuel y su esposa mantuvieron conversaciones desesperadas en la oscuridad
del dormitorio.
—Tengo que decirle al muchacho que lleva sangre judía en sus venas. No puedo
seguir así. Debería haberlo hecho ya hace mucho tiempo, y lo habría hecho si le
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hubiese atribuido a eso alguna importancia. Pero ahora la tiene, y él debe saberlo —
decía el doctor.
—Espera un poco. Tengo miedo. ¡El muchacho es tan sensible! Podría suicidarse
o volverse loco. Supongamos que el golpe sea demasiado fuerte para él. ¿Qué harías
entonces? Esperemos a que sea mayor, más maduro, que sepa más de la vida —
contestaba Irene desesperada. Estaban acostados, y la cabeza de Irene reposaba sobre
el hombro del esposo, que aspiraba el perfume del cabello que para él era
eternamente joven y brillante.
—Tú no me abandonarás, ¿verdad, Irene? —preguntaba ansiosamente, sintiendo
que su mujer sonreía en la oscuridad.
—No seas tonto —contestaba ella con ternura y todo le parecía bien.
El asesinato de Max Lilien señaló el comienzo de una serie de homicidios
políticos, y el asesino se pegó un tiro antes de ser detenido. Este suicidio llenó a
Roland de salvaje entusiasmo.
—¡Ése es el verdadero heroísmo! ¡Pagó con su propia vida! —exclamaba—.
¡Ahora verán por fin los judíos!
De pie junto a la ventana, su figura resaltaba sobre el jardín cubierto de nieve.
Emanuel, profundamente dolorido por la pérdida de su viejo amigo, retrocedió
sintiendo un helado escalofrío. Roland, que era muy sensible, vio como su padre
palidecía.
—Disculpa —dijo con superficial cortesía—. Olvidé que querías a Lilien. Nunca
pude comprenderlo.
Emanuel abrió la boca para decir: «Nosotros también somos judíos: yo
íntegramente, y tú a medias», pero Irene se lo impidió poniéndole una mano en el
hombro. El momento crítico pasó irrevocablemente.
En la casita del chófer se podía oír a Kurt tocando al piano La Polonesa de
Chopin, triunfante e intolerable.
—Roland, tienes que hacer tus deberes —dijo Irene a su hijo, que salió silbando
de la habitación.
Poco después que Hitler subiera al poder, el doctor Hain renunció a su puesto
como cirujano principal del hospital Charlotte. No esperó a que se lo ordenaran,
porque su clientela particular era buena y todavía se le llamaba al hospital para las
operaciones muy difíciles. Las cosas comenzaron a cambiar en su casa; al ambiente
era solitario, más cerrado, ansioso y un poco insultante. Roland daba vueltas como un
sonámbulo, demasiado ocupado en sí mismo para reparar en ninguna otra cosa. En las
calles retumbaba el paso de los manifestantes; la radio reproducía la voz frenética y
estridente del Führer; en los diarios aparecía la llamativa fraseología del Tercer
Reich; flotando al viento las banderas y los estandartes con la svástica. El entusiasmo
ruidoso y la crítica secreta nacieron en todas partes.
Cada vez que se sentaba a la mesa frente a su hijo, el doctor se sentía como un
equilibrista. Por primera vez, Roland se interesaba seriamente en algo.
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El jefe de su grupo, Erhard Gerhardt, un muchacho alto de largos cabellos, iba a
veces a su casa.
—Ese Gerhardt sigue a nuestro hijo como un perro —decía Irene.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Emanuel sintiéndose incómodo. Pocas eran las
cosas que no le hacían sentirse incómodo.
—No sé… Hay algo perruno en su manera de mirar a Roland.
—Espero que no se repita el asunto de la escuela.
Irene le acarició la cabeza.
—¡Viejo cuervo! —exclamó bromeando sobre su pesimismo.
Cierta noche de junio Roland no fue a cenar.
—¿Dónde está? —preguntó el doctor. Irene contestó que había salido con otros
tres jóvenes.
—¿Cuándo volverá a casa? —preguntó nuevamente Emanuel.
Aquel día se notaba una extraña intranquilidad en el ambiente.
—Han ido a un mitin o algo por el estilo. Sigue comiendo, querido —dijo Irene
—. Roland es ya un hombre; no puedes ni debes inmiscuirte en sus acciones.
«Tiene razón», pensó Emanuel.
—Creo que tendremos tormenta —dijo, apartando su plato y encendiendo
lentamente un cigarrillo con manos temblorosas.
Roland no volvió a su casa. El doctor se levantó dos veces durante la noche y fue
al dormitorio del joven. Las luces estaban apagadas y la cama intacta. No podía
dormir, pero se burlaba de sus temores. «Es la primera aventura del muchacho —
pensó—. Está por primera vez con una chica». A Roland, que tenía casi veinte años,
le dejaban indiferente las mujeres. Tal vez fuera ésta la causa de la extraña aureola
que le rodeaba y que atraía a todo el mundo: ver a un muchacho casto e intangible.
El doctor trató de dormir. Al día siguiente tenía que realizar una operación difícil,
un tumor cerebral, y necesitaba reposo para sus nervios cansados.
Antes de salir entró en la casita del chófer. La señora Planke, como pidiendo
disculpas, limpió una silla para el doctor, que no se sentó.
—Tengo que hablar con Kurt —dijo brevemente y fue al dormitorio del
muchacho.
—Roland salió ayer con otros tres miembros de la Juventud Hitleriana y aún no
ha vuelto a casa —dijo el doctor Hain—. ¿Sabes algo?
Kurt se despertó en el acto y miró al doctor con expresión más seria que de
costumbre.
—Iré a buscarlo inmediatamente —repuso saltando de la cama.
—Telefonéame al hospital y dime lo que averigües —dijo el doctor, tranquilizado
por la rápida ayuda de Kurt y al mismo tiempo inquieto por su seriedad.
Aquel día corrieron por la ciudad rumores que causaron miedo y horror. Los
diarios guardaban todavía silencio, pero mucha gente sabía que el Führer ejecutaba
personalmente a los enemigos de su partido.
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Ni Kurt ni Roland habían vuelto aún cuando el doctor llegó a su casa. Irene
paseaba de un lado a otro tratando de sonreír.
—Probablemente los muchachos han ido de excursión a las afueras o están en uno
de los lagos con su bote plegable, y nosotros nos preocupamos innecesariamente por
ellos —dijo Emanuel tratando de consolarla. Su esposa asintió de buen grado
diciendo que era muy probable. No se creían el uno al otro y evitaban mirarse. El
tiempo parecía haberse detenido.
Kurt volvió por la noche y dijo que nadie del grupo de Roland sabía dónde éste se
hallaba.
—Esperemos que no tenga nada que ver con Gerhardt —añadió.
—¿Por qué Gerhardt? —preguntó Irene.
—Tuvieron un altercado —contestó Kurt secamente—. Gerhardt quiso y Roland
se negó. Hubo una pausa, que Kurt rompió para decir:
—Bueno… Es mejor que me vaya.
—Buenas noches, y gracias —repuso el doctor.
Pasó un día, y otro, y un tercero. En los diarios se publicaban artículos sobre los
acontecimientos del 30 de junio. Se dio a conocer una lista de los muertos, pero a
puerta cerrada se hablaba de centenares más que fueron castigados o asesinados.
Como nubes grises de bordes metálicos volaron aviones sobre la ciudad e
hicieron susurrar a los árboles. En la casa del chófer, Kurt tocaba el piano.
—¡Esto es como Sodoma y Gomorra! —exclamó Enrique Planke después de leer
el diario.
Al tercer día, Irene entró en la habitación. Llevaba sombrero y guantes.
—No puedo soportarlo más —dijo, tratando aún de sonreír—. Voy a salir un
poco.
—¿Adónde vas? —preguntó Emanuel.
—¡Oh…! No lo sé. Tal vez vaya a ver a Brandt —contestó.
Brandt era un pariente lejano de los Von Stetten y fiscal del nuevo régimen. El
doctor sabía que Irene no lo estimaba. Volvió a la ventana y miró al jardín. Oscurecía
lentamente. Sonó el teléfono, y uno de los pacientes del doctor, alegando que sufría
insoportables calambres en el estómago le rogaba que fuera. Hain se alegró de poder
pensar en otra cosa. Empezaba a llover y olía a tierra mojada.
—Vaya de prisa, Planke —dijo al regresar de casa del enfermo. Tenía la
impresión de que Roland había vuelto entretanto, sano y feliz, y que todos sus
temores habían sido absolutamente ridículos.
—¿Ha venido alguien? —preguntó al entrar.
—Dos jóvenes llevaron un bulto a la habitación del señorito —dijo la sirvienta
limpiándose las manos en el delantal.
Emanuel subió apresuradamente al dormitorio de su hijo y encendió la luz. Sobre
la cama se hallaba un saco de color castaño oscuro, grande y largo, mojado por la
lluvia. Aun antes de tocarlo sabía lo que iba a encontrar.
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Por un momento, todo dio vueltas ante él. Luego se acercó lentamente a la cama y
abrió el saco: dentro estaba, aún tibio, el cadáver de Roland.
Durante algunos minutos, Emanuel no pudo pensar en nada. Había visto muchos
muertos: miles en la guerra, centenares en el hospital. Muchas veces cortaba carne
viva sin temor. Pero en aquel momento no era capaz de pensar, y eso fue un gran
consuelo para él. Haciendo un esfuerzo, sacó del saco el cadáver de su hijo y lo
examinó. La rigidez cadavérica no se había presentado aún. Observó una herida en la
cabeza; el cráneo había sido fracturado con un instrumento pesado y romo,
probablemente el dorso de un hacha. El cuerpo cubierto de contusiones, y la cara
tenía una expresión arrogante, un poco sorprendida. Lavó a su hijo, cerró sus ojos sin
vida y se secó las manos. Se sentía como enloquecido. Buscó una sábana y la
extendió sobre el cadáver. «Yo tengo la culpa… —pensó—. Yo tengo la culpa…».
Apagó la luz, pues la sábana le parecía demasiado blanca. En la oscuridad, se sentó
en la cama, en la que el cuerpo de su hijo se estaba poniendo frío y rígido.
Lo más horrible de todo fue que Irene insistió en que todas las luces estuvieran
encendidas día y noche.
—Ya sabes que tenía miedo de la oscuridad —decía.
No lloraba ni reprochaba, pero no le ofreció consuelo y no aceptó ninguno. A
veces pensaba él que su mujer iba a desmayarse, pero ella pertenecía a una raza que
no se desmaya.
La esquela mortuoria decía: «Nuestro hijo Roland, de diecinueve años de edad,
fue víctima de un accidente fatal». No hubo ninguna queja ni proceso. «Yo he tenido
la culpa… —pensaba el doctor—. Yo he tenido la culpa…».
La Policía efectuó un registro en la casa una semana más tarde, y a la siguiente
Irene fue llamada telefónicamente por Brandt, el fiscal que era pariente lejano de ella
y favorito del nuevo régimen.
—Se acusa a su marido de hacer manifestaciones contra el Estado y de que su
casa es un centro de disturbios políticos. Será interrogado pasado mañana por la
Gestapo, y usted ya sabe lo que esto significa. Por su bien, le prevengo
amistosamente —dijo el fiscal, y cortó la comunicación antes de que ella pudiera
contestarle.
Irene entró en la sala de estar, donde Emanuel, de pie junto a la ventana, trataba
de tocar algo en su violín para no volverse loco.
El doctor tenía aún el arco sobre las cuerdas, y la última nota se quebró con un
chirrido ridículo.
—Tienes que empaquetar en seguida lo más necesario y cruzar la frontera —dijo
ella.
—¿Cruzar la frontera? ¿Hacia dónde? ¿Y para qué? —preguntó Emanuel.
—Brandt acaba de prevenirme… La Gestapo… Eso significa la prisión. No
quiero que te maten a ti también —dijo Irene con una voz casi infantil.
Emanuel reflexionó durante unos minutos.
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—Bueno —dijo levantándose—. ¿Me acompañas? —preguntó luego—. Nuestros
pasaportes están en regla.
—Tengo que quedarme aquí… Te seguiré más tarde… —repuso ella
distraídamente—. No puedo dejar solo a papá —añadió, y sus palabras parecían
demasiado sensatas.
El teniente coronel, mentalmente débil por la vejez, estaba aún sentado en su silla
de ruedas, sin saber nada de lo que ocurría.
—La vida sin ti no significa nada para mí… —dijo Emanuel.
Irene lo miró.
—Es cierto, querido, es cierto… —dijo acariciándole suavemente el cabello con
la mano. Los ojos del doctor se llenaron de lágrimas, sus primeras lágrimas desde la
catástrofe—. Todo se arreglará —dijo ella—. Ahora vete y empaqueta rápidamente
tus cosas. Yo te seguiré… pronto… Comenzaremos de nuevo; pero yo todavía no
puedo irme.
Al alejarse de él, la habitación se extendió entre ambos más ancha y profunda que
on abismo. Hay cosas a las que el hombre no puede sobrevivir, y el doctor lo sabía.
Sin embargo, fue obedientemente a empaquetar sus cosas.
—A la estación de Friedrichstrasse, Planke —dijo al subir a su automóvil—. Me
voy por unos días.
Su chófer le miró entre curioso y compasivo. Poco antes de partir, Kurt se acercó
al coche y le tendió la mano.
—Auf Wiedersehen[19] —dijo.
El doctor Hain se conmovió al sentir el contacto cálido de los dedos del joven.
—Tal vez Auf Wiedersehen, Kurt… —respondió Emanuel.
—¿Debo ir con usted, doctor? —preguntó el joven—. Me gustaría salir de aquí.
Emanuel negó con la cabeza. El coche salió por la puerta del jardín dejando atrás
la casa. La ventana brillantemente iluminada del cuarto de Roland fue lo último que
vio el doctor. Irene se quedó en el andén con una sonrisa forzada en su desconsolado
rostro…
El doctor Hain cruzó la frontera aquella misma noche. Su pasaporte estaba en
regla, y se le permitió llevar consigo cincuenta marcos. Detrás dejaba su vida
arruinada; delante se extendía el porvenir incierto.
Llegó a París con una mañana lluviosa.
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Capítulo III
KURT PLANKE
Kurt pasó los primeros seis años de su vida en la choza de pescadores de sus
abuelos situada sobre una baja colina, detrás de los médanos de la costa del mar
Báltico. Su madre Anastasia Dreggsen era sirvienta en Hamburgo, pues la vida
monótona de Hilligenlei no le agradaba. Volvió a casa de sus padres en el octavo mes
de su embarazo, y en el hospital de la capital de la provincia dio a luz un niño, que
dejó con sus padres, regresando después a Hamburgo. Era una buena sirvienta y
cobraba cuarenta marcos al mes. De éstos depositaba veinticinco en la Caja de
Ahorros, enviaba diez a su casa para el cuidado de su hijo y se guardaba cinco para
ella. Enrique Planke, el padre del niño, que trabajaba en una fábrica de caucho, había
prometido casarse con ella cuando tuvieran ahorrados quinientos marcos entre ambos.
Pero la guerra estalló antes de que lograsen reunir esa cantidad. Planke olvidó que era
socialista y se enroló con gran entusiasmo. Se casó con Anastasia durante su primera
licencia, y desde entonces ella recibió parte de su salario, pero siguió junto a la
familia que servía.
Al principio, los viejos pescadores de Hilligenlei se mostraron enojados por el
nacimiento del niño ilegítimo.
—¿Qué dirán los vecinos?
Pero la vivienda más cercana se hallaba a un kilómetro de distancia, y las
muchachas que iban a la gran ciudad tenían hijos con frecuencia. Cuando Anastasia,
en una carta que le costó mucho trabajo redactar, avisó que se había casado, y
empezó a mandar doce marcos en lugar de diez el primer día de cada mes, sus padres
comenzaron a pensar que todo marchaba a las mil maravillas.
El terreno que ocupaba la choza, y en el que se cultivaban patatas, formaba parte
de la gran hacienda Einstam, pero los pescadores recibían la choza y el terreno en
arrendamiento hereditario y eran como de su propiedad. Pagaban cincuenta marcos
de alquiler anual, y los hombres estaban obligados a ayudar en la hacienda durante la
cosecha. Aunque la servidumbre había sido abolida hacía ya cien años, los Dreggsen
tenían aún la sensación de formar parte de la hacienda. Esto no gustaba a los hijos de
los pescadores de la costa de Scheleswig, que emigraban hacia las ciudades y las
fábricas.
Kurt creció con el rítmico y sombrío son de las olas en sus oídos y los ojos
acostumbrados al amplio horizonte. Vivían en una región vasta y abierta; sólo veía el
mar sin límites y las hierbas de las dunas azotadas por el viento. Entre la choza y la
aldea había un gran pantano lleno de grosellas y con amargo olor a turba. El niño
usaba los pantalones remendados de su abuelo y se alimentaba con patatas y un poco
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de leche desnatada, sin saber que era pobre. Aunque todo el país sufría de hambre, los
pescadores tenían aún algo que comer. Pescaban langostas y bacalao y cogían
arándanos encarnados en los pantanos, y cuando comenzó a escasear la comida,
recogieron una clase de hongos que llamaban pata de sapo y que crecían por millones
en las dehesas de la hacienda donde pastaban las ovejas. Antes de que transcurriera
un año de guerra tuvieron que sacrificar sus cerdos por orden del Gobierno, aunque
no supieron la causa ni el objeto de tal medida. Kurt tenía ya seis años cuando comió
carne por primera vez. Pero en cuanto se la llevó a la boca la escupió y comenzó a
gritar, pues tenía el hedor y sabor de algo muerto.
Al terminar la guerra fue enviado a Berlín, donde se reunió con dos desconocidos:
su padre y su madre. Sentía una nostalgia terrible por el mar Báltico, y tardó mucho
en acostumbrarse a sus padres, pues hablaban un dialecto extraño que al principio no
comprendía. Vivían en la calle Keglitz, en medio de una fila interminable de casas.
Todos los edificios eran iguales, y en cada uno había cincuenta o sesenta viviendas
para familias de obreros. Tenían seis pisos y dos patios interiores. Había alfombras de
fibra de coco en las escaleras del bloque frontal, linóleo en las del segundo bloque, y
madera, que bien pronto estuvo gastada, en la del tercero. Kurt añoraba con tristeza el
olor y el ruido del mar, el viento, los cuentos que imaginaba tendido en la playa y las
canciones entonadas valerosamente contra el mugido de las rompientes. Daba vueltas
buscando un pedazo de tierra, pero en la calle Keglitz no había ninguno; el asfalto y
los adoquines la cubrían por todas partes. A las siete de la mañana sonaban las sirenas
llamando a los obreros de las fábricas, y los hombres, llevando rebanadas de pan en
los bolsillos, salían en grupos sombríos de dos o de tres. El edificio olía a repollos y a
los detestables nabos, ese aumento de animales que los seres humanos tuvieron que
comer durante la guerra. El olor había impregnado las paredes y no podía eliminarse.
Kurt daba paseos cada vez más largos por el distrito, buscando tierra, aire,
plantas, algo que no podía determinar. Como era más fuerte, más alto y más temerario
que los niños de la ciudad se hizo rápidamente jefe de una banda de muchachos. Los
niños de la calle se dividían en comunistas y socialistas, lo mismo que sus padres.
Sostenían verdaderas luchas, y reinaba entre ellos un perpetuo estado de guerra. Kurt
era socialista como su padre, y llegó a ser un luchador temible. Cuando comenzó a
escasear el pan y las panaderías cerraron sus puertas, formó parte de la banda que
irrumpió en ellas por la fuerza. Muy orgulloso, llevó a su casa la mitad de un pan
blanco. Su padre le dio una bofetada, pero se comió el pan. No se evidenciaba ningún
cariño familiar entre Kurt y sus padres, que reñían a veces a causa de él.
—¡Ese muchacho no es mío! —gritaba Planke—. ¡Me has engañado! ¡Cualquiera
ve que ese ladrón no es mi hijo!
Kurt oía entonces llorar a su madre en la cocina, mientras se quemaban los
pasteles de su padre. Ansiaba saber si Planke era su padre o no, pues no le quería.
Planke abandonó sus tendencias socialdemócratas y se hizo reaccionario al salir
de la fábrica y trasladarse a Grunewald. De miembro de la «Liga de los Veteranos de
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la Guerra» que era, se transformó, casi sin notarlo, en uno de los nuevos Camisas
Pardas. Allí tenía cerveza, música y discursos que hacían bullir la sangre en las venas.
Comenzó a caminar más erguido que antes, llevaba un nuevo uniforme, y colgó de la
pared una fotografía del Führer. Entonces abundaban los procesos por escándalos y
corrupciones, y aumentaban los crímenes, la carestía y la pobreza.
Un día, Planke dijo con amargura:
—Son los judíos. Ellos tienen la culpa de todo eso. Deberían envenenarlos como
a ratas.
La señora de Planke, contemplando inquieta a su belicoso marido, dijo:
—Sí, pero primero cómete ese bocadillo.
Kurt salió dando un portazo en señal de protesta. Una vez acompañó a su padre a
uno de los mítines que lo llenaban de fogoso entusiasmo. Opinó que lo que sucedía
tenía interés y era incluso excitante, pero muy repugnante, al mismo tiempo. Las
amenazas groseras contra los judíos le amargaron, y decidió que no podía ser
lealmente el hijo de su padre.
En la casa del patrón de su padre había otro muchacho, Roland Hain. Él y Kurt se
observaron mutuamente durante algunos días, lo mismo que jóvenes perros que se
olfatean curiosos y desconfiados.
Fingiendo interesarse por los brotes de las parras, Roland se detuvo frente a la
casita del chófer. Kurt conectó la radio y abrió la ventana, por la que se oyó una
sinfonía de Haydn. Kurt, que nunca podía escuchar música sin experimentar un
sentimiento dulce y agradable, miró expectativamente al joven señorito; pero Roland
se comportó como si no existiera ninguna radio. Cuando Kurt, decepcionado, se
disponía a cerrar nuevamente la ventana, Roland puso la mano para impedirlo.
—Déjala —dijo hostilmente.
—Quita la pata —contestó Kurt.
—No quiero —dijo Roland. El cerrar o no la ventana era ya una cuestión de
honor. Kurt la cerró violentamente magullando la mano de Roland. A pesar del dolor,
la cara de éste no cambió de expresión, y sólo sus extraños ojos se oscurecieron de
rabia. Cuando Kurt, asustado de su brutalidad, volvió a abrir la ventana, Roland retiró
lentamente su mano tumefacta y roja, se inclinó, cogió una piedra y la arrojó contra el
cristal. La señora Planke llegó corriendo al oír el ruido; la radio fue cerrada, y el
escándalo tan grande que llegó a oídos del doctor Hain. Era un mal comienzo para
una amistad que debía influir en toda la vida posterior de Kurt.
Roland era débil, más fino y más rico que él; a su vez, él era más fuerte; sabía
más de la vida y hubiera podido fácilmente derribar de un golpe al muchacho.
Cuando quedó establecida su superioridad física, se nombró protector y hermano
mayor del joven Hain. Iban a la misma escuela, aunque no al mismo grado. Roland
estudiaba latín y griego, pero Kurt eligió lenguas más modernas y más fáciles: inglés
y francés. Ingresaron en el mismo grupo de Wandervogel[20]. Roland con un
entusiasmo soñoliento, y Kurt para protegerlo solamente. El comportamiento de
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aquellos muchachos, con sus insignias y banderas, con sus laúdes y sus canciones, le
parecía infantil y absurdo. Roland tenía una gran influencia sobre él por el gramófono
que había en la casa grande. Kurt le suplicaba que tocase algunos discos como si
fueran algo prohibido: la Appasionata de Arthur Schnabl, Mieckisch, la Sinfonía
Heroica de Beethoven, la Toccata y la Fuga de Bach, ejecutada ésta al órgano por
manos anónimas. Juntos fumaron sus primeros cigarrillos, mientras la aguja recorría
el fino surco en espiral del que nacía el lento movimiento del Quinteto para piano de
Schumann.
—Eres un borracho —decía Roland en tono burlón, pero afable—. Te embriagas
con la música.
—¿Y con qué te emborrachas tú? —preguntaba Kurt indignado.
—¿Yo? ¡Si lo supieras…! —replicaba Roland, encerrándose de nuevo en su
reserva arrogante.
Cuando sus padres salían, permitía a Kurt que tocara el piano. Todas las notas de
la música estaban en las teclas blancas y negras; toda la música que oprimía el
corazón como una cadena candente, que despertaba su nostalgia y sin embargo lo
consolaba, estaba oculta detrás de la madera negra del piano.
Kurt trataba de hacerla surgir con sus torpes dedos. Sabía que existían leyes y
cánones para cada pieza de música y cuando cumplió los catorce años, su mayor
deseo fue aprender estos secretos y ser músico. Así que en cuanto comenzó sus
estudios en la Academia de Música del Estado, su vida tuvo un significado y una
meta.
Hasta entonces la música era para él un vago placer, inalcanzable como un sueño.
Sin embargo, ahora que trataba de alcanzarla se alejaba cada vez más; tenía que pasar
una barricada de múltiples y aburridos ejercicios, una gran cantidad de reglas y leyes
que eran un tormento para la lenta inteligencia de Kurt. Sus manos eran grandes y
pesadas como el plomo, herencia de sus padres proletarios. Había de trabajar más
duramente que sus compañeros de estudio, más inteligentes, y no obstante, aprendía
menos; pero vivía dedicado a la música. El paraíso de los teatros y de las salas de
concierto fue su albergue. Se entregó por entero a su profesor, Simón Boskowitz, un
fanático judío ruso. Todo el universo parecía girar para él alrededor de un punto: el
estudio o la sonata que estaba estudiando. Era extraño que toda la gente con la que
estaba en contacto directo, todos los que le hacían bien, fueran judíos. Su maestro de
piano, el severo y moreno Simón Boskowitz, era judío. La mayoría de sus profesores,
amigos y compañeros de estudio también lo eran. El doctor Hain, que había empleado
a su padre cuando estaba enfermo y sin trabajo, era también judío.
—¿El doctor? ¡No seas cretino! —gritó Enrique Planke cuando Kurt le dio la
noticia—. ¡Es todo un hombre! ¡No es judío! Yo mismo estuve con él en la guerra, y
le dieron la Cruz de Hierro de primera clase. ¿Crees acaso que un sucio y cobarde
judío la obtendría?
Kurt tenía sus dudas.
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—Dime, ¿sois realmente judíos? —le preguntó a Roland en el patio de la escuela.
—¿Estás loco? —respondió éste llevándose el índice a la sien.
Max Lilien, el hombre con quien se sentía más en deuda, no sólo era judío sino
también comunista. Aunque ya no fuera joven, parecía estar siempre ardiendo por
dentro. Él era quien había hecho posible que Kurt estudiase música y quien lo
cuidaba sin que él, lo notara. Lo invitaba a su casa, hablaba con él, le prestaba libros
y lo presentaba a los pintores, actores, periodistas y obreros. Kurt agradecía a Lilien
que nunca le hablase de política. Existía ya demasiada tensión en el ambiente y no
quería saber nada de ella pues todo lo político le sonaba a falso. El Parlamento se
componía de tantos partidos en pugna, que estaba prácticamente paralizado, mientras
el descontento se extendía por el país. Los mítines a los que asistía su padre eran
disueltos por los comunistas y terminaban en una encarnizada lucha. La Policía tenía
mucho que hacer. En los barrios industriales había tiroteos; pero en el Grunewald no
se notaba nada.
El grupo de jóvenes al que él y Roland pertenecían cambió también
paulatinamente, hasta constituir una agrupación nazi.
Kurt permanecía en ella por razones especiales. Los grupos de Wandervogel
estaban compuestos por muchachos y muchachas que hacían lo que querían en los
albergues para jóvenes, en las tiendas de campaña, en los bosques y a orillas de los
ríos. Kurt se sintió desde muy joven atraído por las mujeres, no por alguna en
particular, sino por todo el sexo. Las prostitutas no le interesaban, y no tenía tampoco
dinero para gastarlo con ellas. Las relaciones con las chicas de los Wandervogel
carecían de responsabilidad. Se trataba de algo primitivo y satisfactorio, parecido a
los dormitorios comunes de jóvenes indígenas de alguna isla remota y salvaje.
Kurt creía que debía proteger a Roland, y aunque pensaba a veces en dejar
aquellos círculos, no tuvo la energía necesaria para llevar a cabo su resolución.
Llegó a tener una disputa con Max Lilien, a quien visitó para pedirle prestados
algunos libros, sorprendiéndole mientras hacía la maleta. Kurt notó cuan preocupado
parecía.
—¿Adónde va usted? —preguntó.
Lilien se encogió de hombros.
—A Munich, probablemente —dijo después de una pausa. Kurt abrió
maquinalmente el piano que estaba junto a la pared.
—Algo de Bach me haría bien —dijo Lilien guardando unos calcetines en la
maleta—. La música de Bach ordena los pensamientos.
Pero Kurt tocó unos acordes sueltos y luego volvió a cerrar el piano.
—Ahora toco como un cerdo —dijo lamentándose.
Lilien se apresuró a consolarle.
—Boskowitz está contento contigo —dijo dándole un afectuoso golpecito en la
espalda.
—Boskowitz no sabe lo que ocurre —gruñó Kurt.
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Max Lilien le miró de frente.
—¿Qué ocurre? —preguntó con amabilidad.
—Nada —dijo Kurt torpemente—. No ocurre nada. Éste es el problema. Es todo,
¿comprende?, todo el lodo en que uno vive. ¿Qué significa todo? ¿Qué será de
nosotros? ¿Sabe alguien adónde vamos? Estudiamos, aprendemos, practicamos,
transpiramos, queremos algo y durante todo el tiempo sabemos que es estúpido. No
llegamos a ninguna parte. Desocupados y más desocupados. ¿Y usted habla de Bach?
¿Quién querría escuchar a Bach si todo se viene abajo?
—Es la época —dijo Max Lilien tratando de consolarle—. Y justamente en este
momento se necesita a Bach. En la guerra por ejemplo, todos los conciertos estaban
dedicados a…
El muchacho le contemplaba burlonamente, y Max se detuvo. «Es un idealista»,
pensaba Kurt con desprecio. Observó los ojos centelleantes de Lilien, su cabello
plateado y ondulado, sus imponentes manos de soñador.
—¡Bonito mundo nos habéis legado! —exclamó, e inmediatamente se dio cuenta
de que le era sumamente difícil expresar sus pensamientos—. Un montón de
desperdicios… Un montón de barro. ¿Qué haremos nosotros con eso? ¿En qué
podemos creer?
—Os alucináis con la idea de que sois la «generación perdida» —repuso Lilien un
poco impaciente—. Por supuesto, tenéis vuestros problemas, pero ¿suponéis acaso
que nosotros no los tuvimos cuando éramos jóvenes?
—¡Todo es tan confuso! —dijo Kurt sin escucharle—. ¡Todo! ¡Toda la maldita
vida! ¡Toda esta locura de los Wandervogel, por ejemplo! A veces uno se marea…
—¿Por qué no los abandonas de una vez? —preguntó Lilien.
Las manos de Kurt cayeron patéticamente sobre la tapa del piano.
—¿Eres nazi?
—¡Qué pregunta tan estúpida! —contestó Kurt rudamente para dar mayor énfasis
a su respuesta.
—Entonces no eres nazi. ¿Eres comunista?
—Ni lo uno ni lo otro.
—Entonces ¿qué eres? Nada. Te diré que sé lo que te ocurre; no tienes ningún
gran ideal de los que hacen que la vida tenga sentido.
Kurt observó burlonamente los movimientos agitados de su amigo al llenar torpe
y desordenadamente la maleta.
—¿Es imprescindible ser algo? ¿Lo uno o lo otro? ¿No hay en el mundo otra
alternativa que ser nazi o comunista? Usted tampoco fue siempre comunista —añadió
con mordacidad.
Max Lilien enrojeció; la profunda cicatriz, recuerdo de la guerra, resaltó en su
frente. El muchacho le había tocado en su punto débil, en el punto más sensible y
débil de su espíritu. Durante muchos años había sido representante del partido
socialdemócrata, hasta que, disgustado por la debilidad, por las concesiones contra
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las normas y el espíritu del partido, por la corrupción y por las ideas burguesas de sus
camaradas, se había pasado a los comunistas. Tenía muchos enemigos en todos los
campos, y no pertenecía a ninguno.
—Si tengo una convicción, la defiendo sin tener en cuenta que sea difícil o no —
dijo en voz alta, como para vencer sus propias dudas—. Espero lo mismo de ti. Todo
lo demás está gastado y es indigno de un joven como tú. ¿Por qué no ingresas en el
partido? No tardarías en hallar el significado de las cosas.
Kurt abrió el piano y comenzó a tocar. Tocó algo sin sentido, un estudio de
Czerny: El Carillón.
—Los partidos nacen, no se forman —respondió.
Max Lilien cerró su maleta. Aquélla fue la última vez que Kurt lo vio. Fue muerto
a tiros en la estación del ferrocarril de Munich.
—¡Qué horrible es la política! —dijo Kurt a su maestro. Tenía los labios
hinchados y los ojos enrojecidos por el llanto, lo cual le daba una expresión infantil;
pero no sabía que en su cara se veían los rastros de haber pasado toda la noche
llorando.
—Tenemos que luchar, Florestán, todos tenemos que luchar —contestó el
profesor alentadoramente, llamándolo por el nombre de los Davindenbündlor[21] de
Schumann, cosa que hacía solamente en muy especiales ocasiones.
Pocos días más tarde, Kurt se afilió al partido comunista en la Casa Liebknecht,
frente a la plaza Bülow. Las escaleras estaban llenas de gente, y el edificio zumbaba
como un panal. Las puertas se abrían violentamente, y los jóvenes salían corriendo
con papeles en las manos y una resuelta mirada en los ojos. El lema del partido, que
se leía en todas las paredes: «Proletarios de todos los países, uníos», le pareció
ridículo en vez de entusiasmarlo. Finalmente entró en una habitación que olía a
cerveza y a colillas de cigarros, y expresó sus deseos a un hombre sentado tras una
mesa. Fue observado e interrogado, y se llamó a otros afiliados para que estuvieran
presentes. Algo parecía desagradarles a los burócratas del partido. Tal vez lo tomasen
por un espía nazi, tal vez descubrieran su falta de fanatismo. Quería inscribirse como
comunista del mismo modo que otro hubiera colocado una corona en una tumba.
Mostró las cartas convencidas y serias que Max Lilien le había escrito, y éstas fueron
leídas con cierta emoción y respeto. Finalmente le presentaron un documento que
firmó sin leer, con mano y hombros temblorosos.
—Usted sabe que en estos días no es muy seguro ser comunista en Alemania —le
dijo un joven bien afeitado y de ojos soñolientos.
—Sería difícil no darse cuenta de eso —replicó Kurt con bastante ironía.
Le ordenaron que asistiera a algunos mítines que eran lo contrario de aquéllos a
los que había concurrido su padre. En ellos no se sentía excitado ni convencido.
Marchó acompañando a una manifestación que se disolvió en una lucha, y derribó
a un hombre más pesado que él, pero no tan fuerte, que gritaba incesantemente:
«¡Alemania, despierta!, ¡Alemania, despierta!».
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«Max Lilien me mintió —pensaba—. No sirve de nada afiliarse a un partido. Es
más insensato aún». Pronto descuidó sus deberes ante el partido. Según decía, la
música era mejor que toda la política.
Después del estreno de la Pasión según san Juan en la vieja Academia de Canto,
volvió lentamente a su casa en una noche de febrero, pues era temprano y todos los
ómnibus iban repletos. Lo hacía a menudo, sobre todo cuando estaba tan embriagado
por la música como en aquel momento. Repetía mentalmente la melodía que había
oído dirigiéndola al mismo tiempo con ademanes cautos y un poco avergonzados,
pues temía atraer la atención. Pasó por debajo del Brandenburger Tor, llegó al
Tiergarten[22] y como hacía una hermosa noche, caminó a lo largo de las avenidas
laterales, abstraído aún por la música que resonaba en su mente. Al ver que el cielo se
teñía de rojo sobre su cabeza y los carros de bomberos, seguidos por la multitud,
pasaban a toda prisa por la avenida principal con un repiqueteo histérico de
campanas, volvió súbitamente a la realidad. El Reichstag estaba en llamas. Kurt
corrió detrás de la muchedumbre para ver el fuego. La Policía formaba un ancho
cordón alrededor del edificio, y la gente, inmóvil y silenciosa, miraba hacia arriba,
hacia la cúpula ardiente; por todas partes había individuos que se abrían paso entre la
muchedumbre gritando, señalando hacia arriba y apretando los puños.
—Fueron los comunistas. ¡Abajo los comunistas! ¡Los comunistas lo
incendiaron! —exclamaban enardecidos y después de unos minutos lograron excitar a
la multitud.
«Son provocadores», pensó Kurt, y entonces se le ocurrió que aquel fuego tenía
un significado político. Un anciano de pie a su lado, alzó una mano, en la que se veía
un águila tatuada, y murmuró:
—¿Comunistas? ¡Qué inmundicia! Pronto encontrarás a los que incendiaron el
Reichstag y eso te abrirá los ojos hijito.
Escupió, se alzó los pantalones a la manera de los marineros y se alejó abriéndose
paso a codazos. Kurt regresó a su casa sintiéndose deprimido. Esperaba que ocurriese
algo, pero nada sucedió. No hubo lucha, no hubo revolución; el partido comunista fue
disuelto, y a los arrestos y ejecuciones siguió un silencio temeroso y desconfiado.
Kurt se dedicó nuevamente a la música. Practicaba durante horas enteras. Su
estilo había sufrido durante aquel breve episodio político. Desde la muerte de Max
Lilien se sentía perdido y solitario. Hablaba en la cínica jerga de su generación, que
aborrecía todo sentimiento y trataba de adoptar el seco humor de su maestro,
sintiéndose, sin embargo, íntimamente sensible y vulnerable.
Apenas el Reich tomó su nuevo rumbo, el profesor Boskowitz renunció a su
puesto.
—Prefiero vender cordones de zapatos en Haifa que dar conciertos en Berlín —
dijo.
Kurt trató de no demostrar cuánto le hería este golpe.
—Me siento como una torta sacada del horno antes de estar cocida —contestó
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rápidamente. Hacía poco que había aprendido las Variaciones en re bemol de
Mendelsshon. Todavía no era músico; era solamente un estudiante sin profesor.
Practicaba continuamente en el piano de su casa, del que Max Lilien ya no pagaba
más cuotas. La mayoría de sus compañeros emigraron con el profesor Boskowitz.
—No sé qué hacer —se quejó al doctor Hain, que había contribuido a pagar las
lecciones y que lo escuchaba distraído.
—No puedo aconsejarte —dijo el doctor—. Eres un ario puro, y no tienes que
preocuparte.
El oído de Kurt, aguzado por la música, captó el sentido oculto de estas palabras.
Roland no era ario puro, y lo peor era que parecía ignorarlo; seguía su propio camino,
como si por fin hubiera llenado el vacío del que se quejaba tan a menudo. «Esta vida
no tiene sentido» era antes su lema, pero ahora estaba ocupado y se sentía importante.
Algunos jóvenes salieron en mayo para una excursión de tres días a las islas del
río Spree. Roland rogó a Kurt con tanta insistencia que lo acompañara que éste
obedeció, en parte porque estaba preocupado por su amigo y en parte porque se sentía
atraído por la perspectiva de estar con una de aquellas alegres y despreocupadas
jóvenes.
Las canoas, envueltas en una nube de mosquitos, se deslizaban a lo largo de
estrechos canales flanqueados de árboles. Mientras los demás entonaban las nuevas
canciones, Kurt permanecía silencioso, sonriendo irónicamente de la propaganda aria
que hacían por aquellas aldeas puramente eslavas.
Por la noche acampaban en prados, y Kurt pasó una hora con una joven llamada
Trude Hellig, con quien ya había tenido relaciones anteriormente. La muchacha
poseía un temperamento ardiente y ávido de juventud, y se le entregó de buen grado
sobre la hierba alta y húmeda, mientras las ranas croaban tristemente y zumbaban los
grandes mosquitos. Al cruzar por el campamento dormido para volver a la tienda, que
ocupaba con Roland, escuchó conversaciones en voz baja en la tienda de Gerhardt, el
jefe del grupo.
—Muy bien, amigo, como quieras, pero tendrás que atenerte a las consecuencias
—decía Gerhardt.
La tienda se abrió y Roland salió sin ver a Kurt. Caminó unos pasos y se detuvo
mirando hacia el cielo con una expresión extrañamente triste y arrogante. En la parte
superior de la tienda, agitada por la brisa nocturna, ondeaba la bandera con la
svástica.
Roland siguió andando silenciosamente sobre el musgo, y Kurt lo alcanzó. Sin
hablar llegaron a la tienda. Roland se desnudó en la oscuridad, y luego,
completamente desnudo, salió al exterior y contempló el cielo del mismo modo serio,
abandonado y triste. En la nebulosa noche, la luna llena, pasando a través de los
escasos árboles del claro, iluminaba su cuerpo juvenil y esbelto. Kurt, ya acostado, lo
contemplaba sorprendido, sintiéndose satisfecho, soñoliento y despreocupado
después de su aventura amorosa.
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—¿Has reñido con Gerhardt? —preguntó. Roland se encogió de hombros, entró
en la tienda y se acostó.
—Si quieres llamarlo así… —dijo.
—¿Qué quería?
—No se necesita un extraordinario don de penetración para adivinarlo —repuso
Roland con arrogancia—. Todos quieren lo mismo, hombres y mujeres. ¡Es
repugnante!, —y se volvió para dormir.
Kurt escuchó durante unos instantes su respiración acompasada, y luego se
durmió también. Sólo después de la muerte de Roland recordó el timbre frío de su
voz aquella vez que hablaron en la oscura tienda.
Kurt Planke pertenecía también a la generación de la posguerra, que no se
sorprendía del amor homosexual. Tal vez fuera esto un legado del mundo masculino
de la guerra o la fatiga de un país superdotado, cansado de procrear. Unos lo
encontraban divertido, otros trágico y algunos interesante, y muchos pedantes lo
practicaban como el último grito de la moda. Cuando la ciencia se preocupó del
problema, éste cesó de ser moral y pasó a la esfera de la medicina.
La ejecución de numerosas personas, la «purga» del 30 de junio, la persecución
fanática de los que aún quedaban…, todo fue como un relámpago, Kurt sintió náuseas
otra vez, y percibió aquel mismo sabor a cosa muerta que había sentido al probar
carne por primera vez. El jefe del grupo, Gerhardt, desapareció también. Una extraña
inquietud se apoderó de Kurt. Necesitaba saber por qué había sido asesinado Roland
y quién lo había matado. Pero no descubrió nada, pues el silencio se cerraba sobre los
muertos como las aguas de un lago tétrico y profundo.
El mundo constituido por el hogar de Kurt se fue desintegrando poco a poco.
Comenzó esto con el asesinato de Max Lilien, y luego emigró el profesor Boskowitz.
El círculo de sus amigos se dispersó; quemaron y prohibieron libros y música, y hasta
el idioma fue diferente.
El doctor Hain había huido, y Roland muerto. Durante algún tiempo, el
dormitorio de Roland permaneció brillantemente iluminado todas las noches.
Después se vendió la casa a tal precio que la venta se asemejó a una confiscación. Un
viejo esqueleto, el teniente coronel Von Stetten, fue transportado a un taxi en una silla
de ruedas, y luego se lo llevaron a otra parte.
Se murmuraba que la madre de Roland estaba en un sanatorio de enfermedades
mentales. Los Planke dejaron la casita del chófer y les quitaron el piano, que
desapareció en un camión de mudanzas. Kurt quedó ocioso, y sus dedos perdieron la
agilidad. Afiliado al partido mucho antes que éste subiera al poder, su padre
consiguió un nuevo empleo en una fábrica de industrias químicas, donde sólo lo
podían tomar como obrero inexperto. Los salarios disminuyeron, y había que pagar
toda clase de contribuciones. Nadie sabía si los obreros estaban contentos, porque no
se arriesgaban a decir lo que pensaban. Todos tenían miedo, pero muchos que antes
no habían sido nada eran ya algo de que podían enorgullecerse: eran alemanes, arios.
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Se devolvió el orgullo a un pueblo humillado, se satisfizo la necesidad
profundamente arraigada de la naturaleza alemana y que la era democrática no trató
de satisfacer: la necesidad de pompa, de esplendor y de grandeza; de mandos
enérgicos y de órdenes; de disciplina, de uniformes y de discursos altisonantes.
Kurt se extrañaba a menudo de no poder asimilarse, de no estar contento y
entusiasmado como lo estaban millones de compatriotas.
—Has estado demasiado con los judíos —le dijo su padre.
«Puede ser», pensó Kurt, sentado en la cocina de su pequeño piso de obreros,
sintiéndose perdido e infeliz. Su madre le reprendía como a un inútil. Se inscribió en
el gremio de los músicos para que se le procurara un empleo, pero no obtuvo trabajo.
De haber tenido dinero hubiese dejado su casa; pero no podía hacerlo, pues no poseía
ni un céntimo. Cuando la entrada era gratis, iba a los museos y a los acuarios para
pasar el tiempo, y contemplaba a los peces azules de los mares del Sur, mientras
recordaba trozos sueltos de música para piano que había tocado alguna vez. Los
domingos iba a las iglesias católicas para escuchar los coros y el órgano.
Cierto día la Policía registró su cuarto y encontró cartas de Max Lilien junto a
libros prohibidos que no había podido devolverle después de su asesinato. Entonces
fue detenido.
Era comunista. Las pruebas lo demostraban. Su madre lloraba y su padre
renegaba, pues nunca había podido convencerse de que tan extraño muchacho fuera
su propio hijo. Kurt estuvo arrestado tres días. Todas las noches lo despertaban para
interrogarlo. Querían que les dijera nombres y direcciones de personas sospechosas,
pues circulaban libelos comunistas y se ignoraba de dónde procedían y quién los
distribuía. Como no tenía nada que confesar, fue tratado muy duramente. No le
pegaban, pero tenían un sistema muy eficaz de tortura mental. Al tercer día fue
llevado ante otro inspector, el cual le ofreció amablemente una silla y un cigarrillo,
que Kurt fumó ávidamente, y se le sometió a un hábil interrogatorio. Kurt tenía los
nervios sobreexcitados.
—Nos agradaría tratarlo bien, pero usted debe pagarnos con la misma moneda —
dijo el inspector suavemente.
Como por cumplido, Kurt hizo una débil mueca. Le ofrecieron una beca en la
Academia de Música del Estado con la condición de que denunciara cualquier
discurso o conversación sospechosa o peligrosa para el Estado, tanto por parte de los
alumnos como de los profesores.
—No sé si soy lo bastante hábil para ese puesto —balbució Kurt.
—Sería muy desagradable para usted que no lo fuera —le contestó el inspector.
Con la orden expresa de presentarse a los dos días, Kurt fue puesto en libertad. Al
salir se encaminó directamente a casa de Irene Hain. Con gran lucidez recordó
repentinamente su nueva dirección. Todo lo que sabía tenía en aquellos momentos
una claridad especial. Durante las últimas setenta y dos horas no se le había permitido
dormir más de diez minutos seguidos, y tal vez a eso se debiera la lucidez con que
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actuó. La señora Hain y su padre vivían en el nuevo y económico barrio situado
detrás del Preussenpark. Cuando Kurt pasó ante los bancos del parque vio algunos
recientemente pintados de amarillo y con una inscripción que rezaba: «Para judíos».
La vivienda estaba situada en el cuerpo interno del edificio, y la propia señora Hain,
que había salido recientemente del sanatorio, le abrió la puerta. Con una emoción que
no pudo disimular, reconoció Kurt los viejos muebles, demasiado numerosos para tan
pequeñas habitaciones. La señora de Hain tenía el mismo aspecto de siempre, y la
extraña lucidez que Kurt poseía en aquellos momentos le hizo ver en ella el rostro del
hermoso Roland. Con breves y entrecortadas palabras le dijo que necesitaba dinero
para salir del país.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó ella con una sonrisa algo espectral.
—A París —repuso Kurt—. Según creo, el profesor Boskowitz está allí, y el
doctor Hain…
Irene continuó sonriendo, mientras lo contemplaba pensativa y sorprendida.
—¿Por qué quiere usted salir del país?
—El campo de concentración… —fue todo lo que dijo Kurt.
Irene permaneció un momento ante el muchacho y luego se volvió.
—Le daré la dirección de mi marido —dijo.
El teniente coronel, sentado en su silla de ruedas, golpeaba impacientemente el
brazo de ésta.
—Mi marido se alegrará de verlo. Lo quería mucho —dijo la señora Hain al
anotar la dirección—. Creo que lo pasa bastante bien en París.
Puso en un sobre el trozo de papel y sacó cinco billetes de diez marcos de una
caja de caudales cerrada con llave. No se permitía llevar más dinero.
—¿Su pasaporte está en regla? —preguntó.
—Sí —repuso Kurt, casi sorprendido de su propia lucidez—. Lo llevé cuando me
detuvieron, por si acaso…
Irene Hain volvió a contemplarle pensativamente.
—Puede estar agradecido de que no se lo hayan quitado —dijo poniendo el dinero
en el sobre—. Y escuche bien, Kurt, dígale a mi marido que soy feliz y que estoy
bien… ¿Acaso no lo parezco? Dígaselo, por favor. Espero que tenga buen viaje —
añadió de una forma cortés pero distraída.
Kurt pensó despedirse de sus padres, pero al fin decidió no hacerlo. Durante el
último año, su vida había sido tan irregular, que su fuga repentina, como en sueños, le
parecía una consecuencia lógica de lo pasado. «37, Rué des Acacias», decía la nota.
Fue a la estación del Tiergarten, compró un billete y aguardó dos horas en la sala de
espera, comiendo manzanas y leyendo maquinalmente y repetidas veces el horario de
trenes. Por primera vez en muchos años, su mente estaba silenciosa, huérfana de
melodías. En cuanto se sentó en el tren se quedó dormido, y soñó que era nuevamente
un niño que buscaba hongos en los prados; pero ahora no encontraba ni uno sólo.
Siempre fue París un puerto acogedor para los refugiados, inmigrantes y políticos
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sospechosos, hospitalario para todos los que aman la libertad y sufren por ella. París
creaba comités de beneficencia y ofrecía hogar a todos, sin interrumpir un instante su
vida cotidiana. Había recibido a rusos, armenios, húngaros, reyes destronados,
generales chinos que después de caer en desgracia iban allí con licencia, italianos
liberales que huían de Mussolini, reaccionarios, rebeldes y refugiados políticos de
todos los países intranquilos. Ahora les tocaba el turno a los alemanes. Se alojaban en
pequeños hoteles económicos, en las buhardillas de la Rive Gauche[23] y en las
nuevas y elegantes casas de las calles cercanas a los Campos Elíseos, donde
inmigrantes adinerados ofrecían un refugio temporal a los pobres. Había dos grupos
entre los inmigrantes: los que habían sacado a tiempo su dinero de Alemania y los
que vivían de la caridad o de los cincuenta marcos mensuales que se les permitía
retirar del país. Lo que les consumía y desgastaba interiormente era la forzosa
inactividad a que se veían obligados. Estaban acostumbrados a trabajar, pero Francia
les negaba el permiso necesario para hacerlo; tenía ya bastante con sus desocupados y
con las revueltas y desórdenes repentinos que se producían en sus calles. Francia
podía dar refugio a los extranjeros, pero nada más. Los alemanes permanecían
sentados en los bares, pasando las horas frente a una sola taza de café, haciendo caso
omiso de las insinuaciones de los impacientes mozos, a las que pronto se
acostumbraban. Hablaban de política y de filosofía, y todos ellos, tanto judíos como
comunistas, se sentían amargamente nostálgicos. Cada día inventaban nuevas
historias sobre «él» ejercitando así sus mentes ociosas para hallar un consuelo en la
miseria que los afligía.
Algo tendría que ocurrir, pues aquello no podía continuar. Forjaban planes e
ideas. Cada emigrante tenía algún motivo particular de esperanza que lo sostenía.
Kurt encontró al doctor Hain en un extraño piso de la calle de las Acacias. Los
muebles y los candelabros estaban cubiertos con grandes fundas de hilo, no había
alfombras, y en el ambiente flotaba un penetrante olor a naftalina.
Todo reflejaba cierta elegancia y esplendor. El doctor Hain ocupaba un rincón de
la amplia cocina, en la que había una cama. Sobre la mesa se hallaban amontonadas
las tazas sucias; la cama estaba sin hacer, la almohada sin funda y el doctor usaba
unas pantuflas gastadas y una vieja bata sobre el pijama.
—La mujer que hacía la limpieza se ha despedido —dijo.
Kurt simuló creer tan evidente mentira.
—¿Podría usted albergarme durante algunos días, doctor? —preguntó—. Usted es
la única persona que conozco en París, y no puedo volver.
Le impresionó el cambio que había experimentado el rostro de Emanuel Hain, y
luego comprendió que estaba llorando. Al llegar a París también él recibió un rudo
golpe al enterarse de que Simón Boskowitz había muerto en Zurich. En Alemania no
se sabía nada de la suerte de los exilados.
Kurt comenzó a arreglar la desordenada cocina.
—El piso es de un antiguo paciente mío —explicó el doctor Hain—. Los
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Menolescu veranean en Cannes, y para mí representa un gran alivio poder residir aquí
durante su ausencia.
Sobre la consola del salón pendía un retrato al óleo de Madame Menolescu, una
mujer de formas exuberantes, envuelta en verdes velos, y, con un abanico en la mano.
Era la figura de una joven hermosa de principios de siglo.
—¿Es francesa? —preguntó Kurt por decir algo.
—No, rumana —repuso el doctor Hain—. Tiene una hija muy hermosa que
estudia baile, y por eso han venido a vivir a París.
—¿Cuándo volverán? —preguntó Kurt.
—No lo sé —contestó el doctor.
Kurt se sobresaltaba cada vez que sonaba el timbre, temiendo quedar sin hogar.
«¿Adónde iremos entonces?», pensaba.
El doctor esperaba diariamente una carta de su mujer, pero éstas sólo llegaban
cada dos semanas.
—Se encuentra bastante bien —anunció a Kurt—. Cuando yo tenga un piso
propio me hará una visita. En sus cartas se puede ver cuan valiente es —añadió,
dejando de leer para mirar a Kurt—. No puede decir todo lo que quisiera debido a la
censura, y uno tiene que leer entre líneas.
En seguida se sentó a escribir la respuesta, y antes de que pudiera hallarla de su
gusto rompió muchas hojas de papel barato que había comprado. Decía a su esposa
que en París le iba muy bien, y que esperaba su pronta llegada.
Con mucha cortesía, le informaron después que no era aceptado. El doctor Hain,
sonriendo valientemente, comunicó a Kurt la triste noticia.
—Aún tengo esperanzas de establecerme en Rouen —dijo con optimismo—. Hay
probabilidades de abrir allá un consultorio particular. Lo único que me falta es el
consentimiento del prefecto…
Kurt se sorprendía algunas veces de que el doctor siguiera viviendo sin tener
meta, sin esperanza.
Su ánimo decaía y se sentía agobiado cuando pasaba una semana sin recibir
noticias de su mujer, pero al llegar la carta lo llenaba de una nueva fuerza vital,
reavivando su gastada energía.
Según notó Kurt, sólo un pensamiento sostenía al doctor: la esperanza de poder
ofrecer a su esposa una nueva vida en otro país. Cada miércoles por la noche iba a la
Rué de l’Université, donde en un establo convertido en estudio tocaba música de
cámara con un ruso, un belga y un alemán.
—He logrado dejar de fumar —decía—, pero me es imposible prescindir de la
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música.
Kurt lo acompañó en dos ocasiones, pero no pudo soportar los chirridos y las
fallas que cometían aquellos cuatro aficionados.
Dormía en la cama de Madame Menolescu, pero sin sábanas ni fundas. La
almohada, tapizaba de raso brillante, exhalaba un perfume insípido. Una noche se
despertó y vio luz en la cocina. Se acercó a hurtadillas y vio al doctor sentado en la
cama y estudiando francés en una enciclopedia médica. Volvió a cerrar la puerta
suavemente. Él aprendía el idioma de oído, hablando con el cartero, con el portero
que limpiaba las escaleras, con la gente que encontraba en el almacén donde
compraba patatas para sus frugales comidas y con los mozos del café al que el doctor
lo llevaba a veces. De esta manera aprendió a hablar entrecortadamente el francés, al
que su acento alemán septentrional le daba cierta gracia.
En el salón había un piano, pero estaba cerrado con llave. Kurt se acostumbró a
pasear por los bulevares de las afueras de París. Sintió nuevamente la necesidad de
una mujer, pero no conocía ninguna y tampoco tenía dinero. Caminaba sin reposo
para cansarse, pero las calles estaban llenas de jóvenes que lo miraban, de mujeres
incitantes que no eran sino bocas, senos y muslos. Vivía como envuelto en una niebla
roja; sufría mareos y dolores de cabeza, pero ignoraba lo que sucedería.
Cierto día llegó un telegrama de Madame Menolescu. Una hora más tarde estaba
allí Madame, su hermosa hija Elaine, una sirvienta francesa y un perro pequinés
llamado Fo, en medio de baúles, flores, risas saludos y perfumes. Era gente vivaz y
sin preocupaciones. Madame besó al doctor y cuando éste presentó a Kurt como su
hijo adoptivo, lo besó también.
—Es una suerte que esté usted aquí para hacer compañía a nuestro pobre doctor
—dijo—. Ya me había hablado de usted. Lo sé todo. Es usted un virtuoso, ¿verdad?
Mira, Elaine, qué encanto. Se ha ruborizado… Bien puede usted aceptar el beso de
una mujer mayor.
De aspecto más joven que en su retrato de veinte años antes, Madame tenía
cabellos suaves, grandes ojos, cutis bien cuidado y la esbeltez de una mujer que hace
ejercicio, va al masajista y sigue el régimen para conservar la línea.
—Estoy tan tostada como un gitano —dijo mirándose al espejo, y se prendió un
ramito de flores bajo la barbilla, para que no se viese el lugar donde primero se
evidencia la edad.
El piso se llenó de aire, de luz y de ruido. No era ya la tumba de antes. Se
abrieron las ventanas y se quitaron las fundas de los muebles; se colocaron flores en
los jarrones y se puso la mesa. Enviaron a la sirvienta a buscar champaña a la bodega.
El teléfono repiqueteaba, el perro ladraba y Elaine tocaba un vals. Madame se dirigió
a la cocina para preparar sus celebradas omelettes aux fines herbes. El doctor Hain
estaba haciendo la maleta, aquella maleta elegante y costosa que sobrevivía de sus
días de prosperidad.
—Nos iremos ahora, Madame —dijo.
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—¿Se marchan? Pero ¿adónde van a ir? —preguntó Madame.
—A un hotel —respondió el doctor.
Madame lo miró pensativa, sosteniendo en la mano una cuchara de madera.
—Es una tontería —dijo—. No lo dejaré salir. Usted me ha salvado la vida,
Monsieur… ¿Cree usted que sería capaz de dejarlo ir ahora a un hotel? Además,
estamos contentas de tener hombres en casa. ¡Elaine! —gritó—, ¿verdad que estamos
contentas de tener hombres en casa?
—Sí, muy contentas —contestó Elaine con voz glacial y sin interrumpir su vals.
Comieron, bebieron y brindaron por tiempos mejores. El doctor Hain tenía una
petaca de plata y fumaba incesantemente. Como por milagro, Madame encontró otro
cuarto. Era en realidad una buhardilla para el servicio, pero nadie reparó en ello.
Subieron unos muebles. El portero trabajaba tosiendo, y Madame daba vueltas por el
piso eligiendo jarrones, espejos, libros y sillas, que hizo llevar arriba. Después lo
inspeccionó todo y pareció satisfecha pidiendo disculpas al doctor por no poder
ofrecerle nada mejor.
—No soy tan buena como Margot —dijo riéndose.
Luego explicó que Margot era una pequeña prostituta que no llegaba hasta el
punto de ir de conquista por las calles, pero que cazaba sus hombres en ciertos locales
especiales. Entre sus amigos había un alemán que iba regularmente a París y que
pasaba periódicamente una noche con Margot. Cuando Hitler subió al poder. Margot
recibió la siguiente carta:
Querida Margot:
He de salir de este país. Tengo mujer y dos niños, y puedo llevar solamente
muy poco dinero. Por favor, dime dónde podríamos vivir.
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blanquísimo y ojos oscuros.
—Es como una diosa de buena —dijo Kurt, medio embriagado por el champaña.
—Bebé está poniéndose lírico —dijo Madame—. Vamos, Bebé. Tócanos algo
hermoso en el piano.
—¿Qué debo tocar? —preguntó Kurt a Elaine, que se había sentado a su lado
sobre la banqueta del piano.
—El Bolero, de Ravel —contestó ella.
Kurt lo había oído, pero nunca lo había tocado. Además hacía mucho que no
practicaba, pero, como estaba borracho, tocó.
Un instante después, Elaine se levantó y se deslizó bailando por la habitación.
Kurt no podía verla, pero todos sus sentidos la percibían. Madame tuvo una
inspiración.
—Debemos bailar ahora, antes de que se coloquen las alfombras —gritó
entusiasmada.
Mandó buscar el gramófono, llamó a algunos amigos por teléfono, y la noche
terminó en una orgía de tangos y salchichas en lata que aparecieron a medianoche.
—Nunca me he divertido tanto —confió Kurt al doctor cuando se acostaron en la
buhardilla recién amueblada.
Soñó febril y confusamente con las dos Menolescu, que en sus sueños se habían
fundido en una, Elaine, que era hermosa y que bailaba muy bien el tango.
Algunas veces, Kurt, que deseaba a Elaine, trató de besarla sin que ella se
opusiera ni respondiese al beso. Si la palabra «amor» hubiera figurado en su
vocabulario, habría sabido que amaba a Elaine. Sin embargo, antes de una semana
llegó a ser el amante de la madre.
—Los que me quieren me llaman Gucia —le había dicho desde el primer día, y
así fueron el uno para el otro Gucia y Bebé. Ella tomó posesión de él alegremente y
sin vacilar, sometiéndose él de muy bien grado. Ella tenía el instinto maternal muy
desarrollado, lo que calmó al desorientado muchacho.
Lo guiaba por París. Paseaban en coche por la ciudad, o salían a Fontainebleau y
a Versalles. Cenaron en ocultos restaurantes conocidos solamente por los
gastrónomos; bailaron en los clubs nocturnos de estilo bohemio de Montmartre;
hicieron excursiones a lugares más distantes, y pasaron noches en antiguas posadas
para amantes.
Como sólo poseía un traje gastado, Madame lo llevó a un sastre para hacerle
algunos nuevos, eligiendo las telas y observando las pruebas en las que llamaba la
atención de todos con observaciones que señalaban evidentemente qué era lo que
amaba de él.
—Monsieur tiene los hombros muy anchos y no necesita hombreras —le decía al
sastre—. Sus caderas son estrechas; los pantalones deben estar bien ajustados.
A su vez Kurt tenía que acompañarle cuando ella elegía vestidos.
En las casas de moda trataban con irónica cortesía al joven amante de una mujer
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que envejecía. Cuando iban a alguna parte, Madame le entregaba el portamonedas.
—Tómalo, por favor, Bebé… —y él pagaba la elevada cuenta con la vista baja.
Más tarde le firmó cheques en blanco.
—Bebé, saca un poco de dinero del Banco para nosotros… Todo lo que quieras.
Así es más sencillo.
No habiendo tenido nunca dinero, Kurt no sabía cómo manejarlo. Le compraba
flores y regalos y daba propinas demasiado elevadas a los mozos, que decían en
cuanto les volvía la espalda:
—Es un maquereau[24].
Sorprendía la misma expresión de desprecio en los rostros de la sirvienta, del
portero y de la gruesa cocinera. Hasta Fo, el perrito faldero, lo miraba con aires de
superioridad. Sólo Elaine parecía no enterarse de nada, y el doctor Hain estaba
demasiado ocupado en prepararse para el examen de Medicina que tendría que hacer
en francés en el caso de obtener permiso, para establecerse en Rouen.
Bailaban una noche en un bar con las paredes cubiertas de espejos. Kurt estaba
muy contento de su aspecto. Usaba un smoking de anchos hombros y pantalones
ajustados. Tenía una botonadura de perlas en la pechera de la camisa y un reloj de
platino en la muñeca, regalos de Gucia. Su cabello liso brillaba, y su cara parecía
pálida por el polvo al que ella le había acostumbrado. Llevaba un clavel encarnado en
el ojal y un anillo con un zafiro en la mano izquierda, en cuyo interior estaba grabada
la fecha de su primera noche.
Inesperadamente vio también a Gucia en el espejo. Ya había observado muchas
veces que ella cambiaba en el transcurso de una noche, especialmente después de
haber bebido algo, pues entonces se ponía ojerosa, dejando caer los hombros, y en un
cuarto de hora parecía envejecer años. Pero al verse de pronto en el espejo, como un
amante de buena presencia rodeando con el brazo a una mujer de edad, se asustó. Por
primera vez en muchas semanas volvió a la realidad. «A nadie le importa que quiera a
una mujer mayor», pensó. Pero se vio en el espejo tal como lo veían los demás, y un
escalofrío le recorrió la espalda.
Mantuvo una seria conversación con el doctor Hain. No le resultó fácil apartarlo
de sus estudios, pues trabajaba con un fanatismo que excluía todo lo demás. Tenía los
ojos enrojecidos, y las venas sobresalían de sus manos.
—No es nada sencillo para un viejo como yo estudiar otra vez para examinarse —
se quejó distraídamente.
Kurt le expuso sus preocupaciones. Madame era muy amable con él y tenía la
mejor voluntad, pero parecía no saber cómo tratarlo. Rogó al doctor que hablase con
ella. No quería regalos, sino ganar algo por su propio esfuerzo, por poco que fuese.
Deseaba trabajar, practicar el piano y tener un poco de tiempo para él mismo.
—Después de todo, soy músico, y ella olvida eso —le dijo.
—Díselo tú —contestó el doctor Hain sintiéndose molesto.
—Yo no puedo.
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—¿Por qué no?
El doctor lo miró inquisitivamente y habló aquella misma noche con Madame,
que estaba conmovida y encantada.
—Bebé quiere trabajar. ¡Qué encanto! ¡Qué muchacho tan bueno eres! ¡Y qué
vieja tonta soy yo por arrastrarte a los clubs nocturnos en lugar de dejarte solo con
Beethoven! Pero esto terminó. Desde hoy seremos gente seria —añadió. Le rodeó la
nuca con los brazos, le tiró de las orejas y frotó su nariz con la de él.
Con una rapidez sorprendente halló trabajo para Kurt. La Serginskaya, maestra de
baile de Elaine, buscaba un pianista. Tenía que preparar un ballet, y daba lecciones de
la mañana a la noche. La Unión de Músicos no se preocupó esta vez por el empleo.
En aquella época todas las puertas estaban cerradas. No había trabajo. Algunas
uniones y gremios no aceptaban inscripciones, y otras no admitían a extranjeros.
Kurt, que había golpeado muchas puertas inútilmente durante las primeras semanas
que pasó en París, estaba al fin en la escuela de baile de la Serginskaya. El trabajo era
monótono: uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres, cuatro, y así durante horas.
Vestidas con unos pantaloncitos muy cortos las muchachas no lo trataban como a
un varón, sino como a algo inanimado. Salían medio desnudas de los improvisados
guardarropas sin preocuparse de él. Le acariciaban el cabello, se apoyaban sobre sus
hombros, se hacían atar por él los cordones de los zapatos y abrochar los botones; las
ayudaba a pintarse los labios. Elaine era una de ellas, y los deseos de Kurt, calmados
en el lecho de Madame, despertaron nuevamente.
Practicaba durante horas, porque sus dedos habían perdido agilidad. Madame
estaba muy impresionada. Daba vueltas alrededor de él, le lanzaba miradas
admirativas y se sentaba cerca del piano, con una labor eternamente inacabada.
—Voy a quedarme quieta como una ratita —susurraba.
Aquellos mimos molestaban a Kurt, que cerraba violentamente el piano.
—¡No puedo trabajar así! —gritaba nerviosamente. Las lágrimas resbalaban
entonces por las mejillas marchitas de Madame, que se dirigía de puntillas a su
dormitorio. Kurt tenía que ir a consolarla.
Con el primer dinero que le pagó la Serginskaya alquiló una habitación, si es que
aquella cueva merecía el nombre de habitación, en un pequeño hotel cercano a la
estación ferroviaria de Montpamasse. Así terminó nuevamente su práctica.
Madame no estuvo conforme con él desde que empezó a trabajar.
—Te has hecho tan aburrido como un esposo —se quejaba.
El doctor Hain seguía atormentándose. No había conseguido permiso para ejercer
en Rouen, y por eso mantenía correspondencia con la Universidad de Jerusalén. La
respuesta fue cortés pero negativa. Palestina había admitido ya todos los emigrantes
que podía. La Tierra Prometida no aceptaba más doctores, más intelectuales.
Necesitaba labradores, y el comité sugirió que no hacían falta judíos renegados y
bautizados como el doctor Hain. Poco antes, el doctor había comenzado a estudiar
Medicina en inglés. Tenía cincuenta y tres años y parecía un anciano. En los cafés se
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decía que en América era fácil comenzar de nuevo.
Kurt tenía que sentarse en su buhardilla y tomarle de noche las sencillas lecciones
de Química Orgánica, como si fuera un colegial. El doctor Hain había clavado una
alentadora carta de Irene en la pared inclinada sobre su cama.
La escuela de baile de la Serginskaya se preparaba para dar un recital de baile
ante un auditorio que aquella vez debía pagar la entrada. Elaine ensayaba un número
titulado «El baile del buscador de perlas», y pidió a Kurt ensayara con ella. La
alfombra del salón fue retirada de nuevo, y Kurt tocaba trozos de L’Arlésienne, de
Bizet oyendo a sus espaldas la respiración entrecortada de la muchacha y el sordo
ruido que producían sus pies al tocar el suelo después de cada pirueta.
En el ambiente se sentía la tensión como en un cable cargado de electricidad, y
una noche ambos perdieron el dominio de sí mismos. Kurt, que había luchado mucho
tiempo para contenerse, la apretó bruscamente contra sí. Y la besó. Elaine no le
abofeteó. Hizo algo peor. Se volvió y escupió deliberada y ostensiblemente en el
suelo. A Kurt se le heló la sangre en las venas.
—¿Por qué es usted tan pérfida? —preguntó palideciendo.
—¡El amante de mi madre podría por lo menos tener bastante decencia para no
traicionarla en su propia casa! —gritó Elaine.
De pronto comenzó a llorar, se encogió y se desahogó diciendo:
—Siempre la misma historia… Todos sus amantes se propasan finalmente
conmigo… ¡Pero yo no soy como mi madre!
Sintiéndose tan impuro como si hubiera caído en un lodazal, Kurt salió de la sala.
Al día siguiente hubo un desorden en la escuela de baile.
—¡No se duerma! —le grita la Serginskaya—. Usted es un inútil y lo estropea
todo.
—Si no la satisfago, me retiro —dijo Kurt. Se sentía tan herido por todas aquellas
humillaciones como si se hubiera tragado un paquete de agujas.
—¡Tanto mejor! —gritó la bailarina, enfurecida—. Ya estoy harta de toda esta
farsa. Si Madame Menolescu quiere darle dinero, que se lo dé directamente en lugar
de representar esta comedia.
Asombradas, las bailarinas se detuvieron con las manos apoyadas graciosamente
sobre sus faldas de gasa. Kurt cogió su abrigo y salió con tanta dignidad como pudo.
No se acercó a la calle de las Acacias durante unos días. Luego habló con
Madame.
—Sé que tu intención era buena —le dijo, casi compadecido de ella—. Pero me
has metido tan profundamente en el lodo que ya no sé cómo salir.
Ella lo consoló distraídamente. Tenía un nuevo favorito, un ruso moreno, pálido y
melancólico de la escuela de baile.
El señor Menolescu apareció en París pocos días después. Era un caballero
asmático y enérgico con dentadura de oro. Gucia le llamaba le pauvre chien[25]
cuando lo mencionaba alguna vez. El pauvre chien no tardó en hacerlos salir del piso
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y se llevó a su mujer y a su hija a Bucarest. Todo estalló como una pompa de jabón
barato demasiado perfumado y rosado.
Con todos sus libros y preocupaciones el doctor Hain se mudó a la miserable
habitación de Kurt. Semanas después el perfume de Madame estaba todavía adherido
al cabello de Kurt, a su ropa, a su maleta y a sus pijamas de seda con iniciales; pero
también esto desapareció. Sin embargo, a veces sentía deseos de Gucia o tal vez de
Elaine.
El doctor Hain no recibió respuesta de América. Para entrar en el país había que
tener dinero y fianzas personales. Agotado abandonó los libros. Durante unas
semanas no supo qué hacer. Pero una carta de Berlín reavivó la idea fija que sostenía
el doctor Hain: poder ofrecer a su mujer una nueva vida. Era como si tuviera que
resarcirla de algo, de la culpa de ser judío.
Algunos exilados encontraron empleo. Freían tortas alemanas y las vendían a sus
compatriotas que tenían un poco de dinero; escribían direcciones en sobres e incluso
fundaban revistas; fabricaban salchichas y muñecos y encuadernaban libros. Eran
alemanes perseverantes e industriosos, y no se abandonaban al azar.
«Soy un rufián», se decía Kurt. Había descendido hasta lo más bajo. El ruso de la
escuela de baile se burló de él al encontrarlo en la calle, y lo llevó a un club nocturno
donde se necesitaban bailarines. A París llegaban muchas turistas, todas ellas
apasionadas bailarinas, y daban propinas a sus compañeros de baile. De ese dinero
vivieron durante un tiempo Kurt y el doctor Hain.
Un inglés, antiguo paciente del doctor, le escribió desde Shanghai. Podía ir a
aquella ciudad sólo con diez dólares en el bolsillo; se permitía ejercer la Medicina sin
tener que convalidar el título. El inglés escribía con agradecimiento y respeto
preguntando al doctor Hain si quería ir a Shanghai. Esta carta fue como un toque de
diana en medio de la depresión en que se encontraban. Emanuel Hain escribió a su
mujer y ella le contestó inmediatamente. Tenía el valor necesario para seguirle hasta
el fin del mundo, y Shanghai parecía ser el paraíso de la libertad. El doctor Hain
revivió. Mostraba la carta de Shanghai en los cafés, y no hablaba de otra cosa que de
esta nueva perspectiva.
—He recibido una invitación para establecerme en Shanghai —se jactaba con
orgullo infantil, pero nadie le creía.
—Bueno, si tiene perspectiva tan maravillosa, ¿por qué no se va? —le
preguntaban en los cafés los deprimidos alemanes.
—¿Por qué? No tengo el dinero necesario para el pasaje —contestaba el doctor,
encogiéndose de hombros de un modo muy resignado y muy judío.
Kurt vendió todo lo que poseía: la botonadura de perlas, el reloj de platino, el
anillo, el zafiro y la ropa de etiqueta. Como aún faltaban más de mil trescientos
francos para poder pagar el pasaje de tercera clase en un barco de la línea
Messageries Maritimes, hizo algo desesperado; pidió dinero a una australiana con la
que bailó una vez. Ésta era una mujer muy delgada que había dejado de ser joven y
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hablaba un francés tan vulgar que inspiraba compasión. Kurt, ofreciéndosele, la hizo
su confidente. Trató de prostituirse, pero Miss Adelaida Wilkinson no le dio el dinero.
Una pequeña prostituta que iba a veces al club nocturno, observó la escena. Era
generosa y de buen corazón, especialmente cuando estaba dominada por la cocaína, y
tuvo compasión por el joven. Le dio el dinero de una manera seca y poco amistosa.
—Mándame una postal y un chinito, petit chou[26].
Subieron a bordo con nuevas esperanzas y una alegría febril. Antes de partir Irene
Hain fue a pasar tres días en París. No le dijo a su esposo cuánto le costó conseguir el
permiso para hacer el viaje.
—Apenas tenga diez pacientes me seguirás —dijo el doctor.
—Dentro de dos meses —replicó Irene con su helada sonrisa. Lo último que vio
Kurt en París fue su pañuelo blanco que saludaba a través del humo del tren que
partía.
Al llegar a Shanghai se enteraron de que su protector inglés estaba muerto y
enterrado. Era una tétrica broma del Destino. Un accidente de polo: una caída y la
fractura del cráneo… El vacío en que vivían los exilados se hizo más oscuro e
impenetrable que nunca.
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Capítulo IV
JELENA TRUBOVA
Rusia estaba sepultada bajo el denso manto del olvido. Lo único que Jelena
recordaba de su niñez eran los brillantes reflejos de una araña de cristal.
En la niñez cuando estaba en la cama con dolor de garganta y ligeramente febril,
la araña le hacía compañía. Pendía de un florón de yeso del alto techo y las moscas
zumbaban alrededor de los brazos de la araña —a los ojos de Jelena ésta tenía ramas
y vida como un árbol del parque— y el sol formaba reflejos irisados en las
almendras. Cuando popotschka[27] caminaba de un lado a otro de la habitación, las
almendras comenzaban a oscilar lanzando destellos blancos y coloreados que
reflejaban en el techo figuras parecidas a seres vivos. La Nianja entraba de puntillas
en el cuarto.
—Polostchy tri absa, golübushka[28] —decía.
Y de mala gana, Jelena hacía gárgaras con un antiséptico de color de púrpura.
Su hermano Grischa llegaba con su pequeño uniforme durante las vacaciones de
Pascua. Entonces todos se besaban.
—Christos woskrese[29].
—Parlez done français, mes enfants[30] —decía entonces mamotschka[31].
Cierta noche, Jelena fue sacada apresuradamente de la cama y envuelta en una
manta de lana como las niñas de los campesinos. Nunca olvidó el olor a cocina que
despedía la lana áspera pegada a su cara, aunque no recordaba lo demás. La huida
quedó en su memoria solamente como un caos. Tumulto, ruido, un viaje interminable
en trenes abarrotados.
Los Tschirikow la hallaron en el rincón de una desolada estación. Como la señora
Tschirikow le refirió la historia miles de veces, Jelena la sabía hasta en sus menores
detalles.
»—En un rincón estaba abandonada la niña —explicaba la señora Tschirikow—,
solitaria y adormecida.
»—¿De dónde eres? —le pregunté cuando se despertó.
»—De casa —repuso ella.
»—¿Dónde está tu casa? —volví a preguntar, pero ella no lo sabía. No sabía ni
siquiera qué edad tenía. No sabía nada.
»—¿Cómo te llamas? —pregunté.
»—Jelena —contestó.
»—Jelena…, ¿qué?
»—Jelena Feodorovna Trubova —contestó con claridad. Sabía también el nombre
de su padre.
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»—¿Dónde están tus padres? —inquirí, y ella volvió la cabeza sin contestar.
»—¿Ha muerto Grischa también? —preguntó más tarde, y eso me oprimió el
corazón. “¿Ha muerto Grischa también?”, era su pregunta constante. Estaba
completamente sola. Era una linda niña, con hermosos bucles. Parecía una princesa
vestida con harapos. Cuando la desnudé por primera vez tenía atada a la cintura una
bolsita con algunas alhajas, una pulsera y dos broches, anticuados y de poco valor
que vendí en Constantinopla. Adopté a la niña por piedad, pero ¡qué pago he
recibido! ¡Qué pago!
De buen corazón mientras se la admirase por ello, la señora Tschirikow hacía
sacrificios para que los demás repararan en ellos y se los alabasen. No podía soportar
un dolor de cabeza ni la picadura de un mosquito sin hacer gala de su silencioso
martirio ante toda la familia.
Ex periodista de un diario de poca importancia, el señor Tschirikow era un
caballero melancólico que tal vez hubiera sido capaz de cambiar de opinión y ponerse
a disposición del nuevo régimen si no hubiese tenido demasiado miedo a los
bolcheviques. Sólo por temor llevó a cabo la heroica empresa de huir a través de toda
Rusia, desde San Petersburgo a Odesa y de allí a Constantinopla.
Los Tschirikow tenían tres hijos, dos hembras y un varón, llamado Grischa, lo
mismo que el hermano de Jelena. En Constantinopla vivían muchos rusos blancos, en
una destartalada casa de madera con escaleras estrafalarias y balconcitos enrejados.
Las chinches de las paredes se mezclaban con las que habían llevado los refugiados
en sus ropas. Preparaban sus comidas sobre calentadores Primus, y los olores que se
percibían no siempre eran agradables. Jelena veía que ella era muy diferente a los
niños de los demás refugiados, por ejemplo a los niños de Tschirikow, que tenían el
cabello negro y las narices aguileñas y no sabían hablar francés.
Así como al principio de la guerra la gente pensaba que ésta terminaría en pocas
semanas o meses a más tardar, ahora consideraba la situación sólo como un intervalo
desagradable. Los hombres de la pequeña comunidad rusa volvían todos los días de
los cafés y de las calles con rumores consoladores: el Ejército blanco avanzaba; los
rojos sufrían una completa derrota. Se necesitaban dos semanas más de paciencia y
todos volverían a San Petersburgo. Después, el plazo aumentó a dos meses más de
paciencia… siempre paciencia. Cada familia había llevado un poco de dinero o
alhajas, y de eso vivían. Era un intervalo. Sólo hacía falta un poco más de paciencia.
Por la noche entonaban canciones rusas, y todos tenían lágrimas en los ojos porque
les gustaba llorar y sus almas nostálgicas rebosaban de sentimentalismo.
Jelena detestó a sus benefactores desde el primer momento. Odiaba el seno
estrechamente ceñido y sin embargo blando de la señora Tschirikow, contra el que
ésta la había estrechado al decidirse a adoptar a la niña abandonada. Odiaba los dedos
manchados de nicotina del señor Tschirikow y el olor de los cigarrillos que fumaba
de noche en el cuarto donde dormían todos: seis personas, los padres en la cama y los
niños en el suelo. Pero más que nada odiaba a Grischa que estaba cambiando la voz y
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tenía la cara llena de granos, los cuales intentaba reventar hinchando las mejillas con
la lengua y moviendo la cabeza en todas direcciones frente al roto espejo de uso
común.
Rusia se alejaba cada vez más de Jelena, y por último no le quedó más que el
recuerdo de una almendra oscilante de cristal donde se reflejaba la luz con destellos
irisados. Asustó a los Tschirikow cuando insistió en ir a una escuela turca, pero se
salió con la suya. Sabía ya bastante bien las fáciles letras de la lengua francesa, y
después aprendió el alfabeto turco. Grischa trató de enseñarle cómo eran las letras
rusas, y como al final mezcló los tres alfabetos e idiomas, los Tschirikow se burlaron
de ella. Exasperada, Jelena comenzó a dar golpes en torno suyo, rompiendo uno de
los preciosos dientes de la hija mayor de los Tschirikow. El padre instigado por su
mujer, empezó a castigarla suspirando, y por primera vez Jelena oyó el quejumbroso
sonsonete:
—Adopté a la niña por piedad, pero ¡qué pago he recibido! ¡Qué pago!
Jelena estaba tan amargada que no profirió ninguna queja mientras la castigaban,
negándose luego a prometer que se corregiría.
—Me alegro de haberle roto el diente a Vera —dijo cuando el señor Tschirikow
exhausto, dejó a un lado la correa que generalmente usaba para asentar su navaja.
Jelena se sentía superior a los Tschirikow y resolvió no dejar que la humillasen.
Consiguió apoderarse de un viejo y pesado revólver, y advirtió que dispararía sobre el
primero que tratara de insultarla de nuevo.
A veces desaparecía al mediodía, escondiéndose en el cementerio turco del
Bósforo donde los rosales cubrían las lápidas. Se acurrucaba y sollozaba
convulsivamente, soñando con su papotschka y con el olor a brillantina de sus
sedosos bigotes y recordando el sentimiento de seguridad que la invadía cuando
estaba en sus brazos, sentimiento que había perdido hacía tiempo. Como no sabía
nada de su origen, de su familia ni de su pasado, comenzó a inventárselo. Pronto
evocó toda la casa partiendo de la araña brillante de cristal: un palacio con muchos
sirvientes y un escudo sobre el portal, igual que el que había visto una vez en un
paseo por Esarkoie-Selo. Grischa era un paje del zar, mamotschka una princesa y
papotschka un príncipe.
Cuando los Tschirikow anunciaron su propósito de adoptar a Jelena, la huérfana
de procedencia desconocida, ésta se puso furiosa y, apuntándoles con su revólver,
amenazó con asesinarlos y suicidarse luego.
—¡Ése es el pago que recibimos…! —exclamó otra vez la señora Tschirikow.
El interés por los refugiados rusos comenzó cuando se desvanecieron las dudas de
que la situación de Rusia no era un intervalo, sino el fin, el nacimiento de un nuevo
Estado. Se hicieron tentativas para absorber a aquella gente poco práctica y tan
sentimental, para clasificarla y distribuirla por toda Europa. Había en Constantinopla
un comité inglés que los invitaba a registrarse. La Sociedad de Naciones otorgó
nuevos pasaportes que permitieron a los rusos viajar de un país a otro. Jelena era todo
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un problema para el joven mayor inglés, benévolo pero un poco torpe, pues no tenía
documentos de ninguna clase. Su edad fue calculada con bastante dificultad en ocho
o nueve años. De haber sido un poco mayor se la hubiera podido acusar de coquetear
con el mayor Alden. Volvió a visitarlo al día siguiente, sola y en secreto, y le confió
que su pasaporte debía ser otorgado no con el simple hombre de Jelena Trubova, sino
con el título de princesa Feodorovna Trubova.
Como ya oscurecía, el oficial, divertido por la actitud de la niña, decidió
acompañarla, pues, según su opinión, las calles no eran seguras. Jelena lo entretuvo
con un relato ameno y detallado de su niñez y del esplendor de la mansión
principesca de sus padres. Alden lo creyó todo, pues tenía poca imaginación para ser
capaz de mentir. Jelena se sentía feliz y como embriagada, aunque en aquella época
no supiera todavía que la mentira era su innato elemento.
Trató de adaptar su paso al del oficial, y el contacto de su gran mano cálida, en la
que reposaba la suya pequeña, le dio por primera vez la sensación de seguridad y
protección.
—Me he tomado la libertad de traer a la señorita a casa —dijo cortésmente
cuando entró con Jelena en la sucia habitación de los Tschirikow. La señora
Tschirikow había dividido la estancia con baúles y cortinas hechas de sábanas, y la
cocina improvisada con el calentador Primas despedía un fuerte olor a comida. Al
despedirse. Jelena obligó al mayor a que se inclinase, y rodeándole la nuca con los
brazos lo besó en la boca, porque su bigote tenía olor a brillantina y comprendía el
francés.
La señora Tschirikow se estableció como modista en Belgrado y en Budapest, y el
señor Tschirikow fue mozo suplente. Más tarde, abrieron un salón de belleza en
Viena.
—En Rusia tenía casa propia y cuatro sirvientes —contaba la señora Tschirikow a
sus clientes mientras les llenaba la cara de crema. No era verdad, pero sucedía lo
mismo con todos los rusos: el país nativo parecía más brillante a medida que se
alejaban, y más espléndido el pasado a medida que el presente se entristecía. Entre
todos ellos existía el silencioso acuerdo de respetar las pretensiones de haber sido
algo grande e importante en la Rusia de otros tiempos. Daba masajes en las caras de
sus clientes con sus manos maravillosamente suaves, herencia de todas las mujeres
rusas, y les confiaban algunos de sus secretos de belleza.
Pronto no hubo en toda Europa un salón de belleza que no tuviera una rusa entre
sus ayudantes.
Jelena, que ya sabía el francés, el ruso, el turco y el húngaro, aprendió también el
alemán. Era demasiado alta para su edad, y muy hermosa para ser una colegiala. Era
la primera en todas las asignaturas, y si alguna vez fracasaba en sus deberes escolares
enrojecía de vergüenza y de rabia. Le era insoportable no ser la más alta, la más
hermosa y la más inteligente. Como estaba convencida de que era una princesa, tenía
que demostrar su superioridad sobre las demás. Esta mentira creó en ella la ambición
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que decidió todo su Destino.
Grischa Tschirikow comenzó a aprender a tocar el violín en Viena, y su maestro
decía que podía esperarse mucho de él. El padre trabajaba en una miserable revista
editada por los rusos. La madre elaboraba en la cocina una crema facial, e insistía en
afirmar que era la misma que usaba siempre la Pavlova. Jelena paseaba por la
Kaerntnerstrasse, mirando los escaparates de las tiendas elegantes sin perder detalle
de los vestidos expuestos. Transformó el cuarto que ocupaba con las dos Tschirikow
en un taller donde confeccionaba vestidos para ella y para la familia, y más tarde para
algunos de sus conocidos rusos. La hechura era descuidada, pero los vestidos tenían
elegancia.
A los catorce años salió de la escuela con una educación muy limitada y entró
como aprendiza en un gran establecimiento de modas. A los quince le quitaron de la
máquina de coser y la emplearon como maniquí viviente. Los compradores de las
provincias se le acercaban torpemente, deseando conquistarla, pero Jelena simulaba
no oír sus palabras.
—Es una gran duquesa rusa —cuchicheaba la primera vendedora al oído de sus
clientes.
Por la noche, Jelena llegaba a su casa cansada y de mal humor. La señora
Tschirikow se lamentaba con voz doliente de las pruebas que había tenido que
soportar aquel día. Cuando los platos habían sido fregados, Grischa se retiraba con su
violín y su atril a la cocina para practicar sin que le molestaran. Las agudas notas se
filtraban a través de la vieja puerta de vidrio. Las dos hermanas Tschirikow pulían el
samovar. El padre se ponía a hacer solitarios gimiendo que no le salían bien. La
madre se sentaba con un cesto lleno de medias de seda para zurcir.
—El diablo debe haber inventado las faldas cortas —decía amargamente. El cesto
permanecía intacto ante ella. Luego cruzaba las manos sobre el regazo y añadía con
dramática resignación—: No puedo seguir…
Las dos muchachas comenzaban a reñir, y Grischa asomaba la cabeza por la
puerta de vidrio y se quejaba:
—¡No puedo concentrarme con este escándalo!
Los Tschirikow vivían siempre en habitaciones demasiado pequeñas y no tenían
nunca suficiente dinero. La señora Tschirikow contraía nuevas deudas para pagar
otras antiguas. El señor Tschirikow se permitía de vez en cuando una aventura; por
ejemplo, invertía doscientos chelines austríacos en la empresa de uno de sus amigos
rusos, pero estos negocios nunca daban resultado. Jelena, seria y taciturna, se sentaba
entre los demás, pensando que aquél no era su ambiente; se arreglaba las uñas
cuidadosamente, cosía un nuevo adorno a una vieja blusa o arreglaba el velo de un
sombrero. De pronto, la señora Tschirikow sufría su ataque habitual. Era un dolor
misterioso en la espalda que ningún médico podía explicarse. Se levantaba e iba
tambaleándose hacia el dormitorio, gimiendo, apoyada en su esposo y acompañada
por las miradas compasivas de sus dos hijas. A Jelena se le ordenaba que preparara
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una cataplasma de salvado que parecía ser el único remedio eficaz para aliviarla.
—Tanto barullo por tan poca cosa —gruñía. No quería quedarse a solas con
Grischa en la cocina, pues él se había enamorado recientemente de ella.
—¿Por qué no tratas de afeitarte? —le dijo, usando la jerga de las modelos,
cuando éste se acercó demasiado a su cara.
—Me afeito dos veces al día —le aseguró Grischa. Y era verdad. Sin embargo,
sus mejillas estaban siempre ásperas y de un color azulado—. La barba dura es el
signo de un temperamento fuerte —añadió con orgullo ofendido cuando volvió a
ponerse el violín bajo la barbilla—. No sabes lo que hay dentro de mí —añadió aún al
comenzar a tocar.
—Ni deseo saberlo —replicó Jelena.
La cocina estaba saturada del repugnante olor a salvado caliente con que Jelena
preparaba las cataplasmas hechas con calcetines viejos del señor Tschirikow. Hasta en
los dedos sentía asco. Cuando ella salió de la cocina, Grischa dejó de tocar el violín y
trató de abrazarla. Jelena lo empujó a un lado.
—¿Qué te has creído? —le dijo en voz baja, por si la oían desde el dormitorio. De
pronto comenzó a llorar, y las lágrimas le bañaron el rostro.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Grischa—. ¡Por el amor de Dios, Jelena!
¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
—¡Déjame! ¡Soy tan desdichada…! —musitó ella, y cerró la puerta tras sí.
«Si no fuera tan insensible sería más feliz», pensó Grischa, y siguió tocando el
violín.
Cuando Herr Leibel, el jefe y dueño de la casa de modas, se la llevó a París,
Jelena no estaba segura de si tenía dieciséis o diecisiete años. Era en setiembre y
hacía calor. Herr Leibel iba a París para ver los nuevos modelos y hacer algunas
compras.
—Usted tiene buen gusto y comprende a nuestros clientes. Puede serme muy útil
en París. Valdrá la pena de pagarle el viaje —dijo en tono muy comercial. Pero Jelena
sabía perfectamente lo que significaba aquella invitación.
—Lo pensaré —replicó, aunque ya había resuelto ir. Dos días después le dijo:
—Usted querrá que yo vista bien. Debo representar a la casa de una manera
decente. El día anterior a su partida dijo:
—Sólo me falta una maleta, una buena maleta. No estoy segura de que mis padres
adoptivos me dejen ir —añadió, aunque no tuviera la más remota idea de contarles
nada a los Tschirikow. Así mantuvo sobre ascuas al «viejo», como llamaban a Herr
Leibel en el negocio, y consiguió que le comprara un ajuar completo antes de aceptar
en el último momento una invitación que cualquier otra modelo hubiese aceptado
inmediatamente y de muy buen grado.
Herr Leibel tenía cincuenta años. Llevaba trajes muy bien cortados y se jactaba
de parecerse a Adolphe Menjou, el galán de cine que estaba de moda. Adquirió esa
halagadora idea al mirarse a menudo en los espejos del salón, que estaban
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especialmente preparados para dar una imagen alargada de sus clientes. Su instinto
nunca le fallaba para reconocer la calidad, y era en esto un verdadero austríaco.
Apreciaba la calidad en los vestidos, en el vino, en la comida y en las mujeres. Jelena
tenía mucha calidad; era superior, créme de la créme. Era tan hermosa, tan
aristocrática y estaba tan segura de sí misma, que Herr Leibel, que se consideraba un
Don Juan, se sintió un poco confuso cuando ella se sometió sin dificultad a sus
deseos. Pero Jelena había incluido al «viejo» en sus planes mucho antes de que éste
se sintiera turbado por los sentimientos que lo llevaban a un hotel parisiense, a un
dormitorio separado del de ella sólo por una puerta sin llave. Herr Leibel pertenecía a
esa clase de hombres que en su casa son los mejores padres y maridos, pero que en
sus viajes abandonan esas cualidades, pues piensan que todo lo que sucede fuera del
círculo doméstico no tiene, después de todo, ninguna importancia.
—Amo a mi esposa —le dijo a Jelena cuando ésta, desnuda, se sentó al borde de
su lecho.
Y la muchacha, con una sonrisa fría y divertida, le contestó:
—Por supuesto… Ya lo sé.
Le parecía aceptable cualquier medio que le permitiese alejarse de los Tschirikow
y de las sentimentales declaraciones de amor de Grischa e iniciar una vida propia. A
la mañana siguiente, sola, gozando de su baño, pensó asombrada por qué se
preocupaba por una cosa tan sencilla. En cuanto a Herr Leibel, se sentía un poco frío
y desilusionado al ponerse su faja Gentüe, tan recomendada para los caballeros
elegantes. «Como dice la gente —pensaba—, las bellezas más perfectas no sirven
para el amor».
Con tacto y tranquilamente concluyó la aventura. Jelena sugirió que quizá fuese
más agradable para Herr Leibel que ella no volviese a la tienda bajo la tutela
vigilante de su esposa. Y el «viejo» le ofreció apresuradamente dejarla en París con
dinero suficiente para que viviese modestamente durante tres meses.
—Para entonces seguramente habré encontrado algo —dijo Jelena.
Lo acompañó al tren, le estrechó la mano y le dio un fugaz pero cortés beso sobre
la lisa mejilla que olía a colonia de la mejor clase.
Antes de salir de Viena había telegrafiado a los Tschirikow, y en París les escribió
una larga carta en ruso, agradeciéndoles lo que habían hecho por ella y diciéndoles
que no deseaba ser por más tiempo una carga para ellos. Terminaba con los mejores
augurios para todos y en particular para el futuro de Grischa.
Era una mujer joven, sola en París, llamativa, alta, pelirroja, de blanca tez, boca
encarnada y verdes ojos oblicuos. Las frases que le susurraron los hombres durante su
primer paseo hubieran bastado para llenar un volumen pornográfico.
El primer paso de su carrera fue una equivocación. Lo único que obtuvo de su
relación amorosa con el pintor Pierre Colín fue cierta experiencia y un nuevo nombre.
—Tu aspecto de gran duquesa rusa ya no es un atractivo. Es un clisé gastado, apto
solamente para un periódico cómico —le explicó Pierre.
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Jelena tuvo que hacer un gran esfuerzo para abandonar la mentira que formaba
parte de su ser. Y a partir de entonces se llamó Heléne Renard, nombre que estaba de
acuerdo con su cabellera pelirroja.
Se unió a Pierre porque él tenía genio, o por lo menos así lo creía ella. Jelena
conocía tan poco de arte que se dejaba engañar con suma facilidad, y conocía menos
aún los seres humanos, pues no los miraba con sentimiento, sino como problemas
aritméticos que se podían resolver. Pierre confiaba mucho en su capacidad y se
auguraba él mismo un gran porvenir. Era el caudillo y eje de un círculo de jóvenes
artistas que le proclamaban fundador de una nueva escuela. Una vez le dijeron en
broma que tenía que contar los cabellos de Jelena antes de pintarlos, pues odiaba el
nuevo estilo, el surrealismo, y pintaba cuadros minúsculos con microscópica
exactitud. A pesar de eso, en sus obras todo estaba torcido y desfigurado. Jelena
calculaba que participaría más tarde de la gloria de Pierre Colin en su carácter de
modelo y amiga. Como aún hablaba francés con el ligero acento parisiense que
adquirió en su niñez, fue admitida de buena gana en el círculo, y pronto se adaptó a
su nuevo ambiente, pues el esprit de los artistas le agradaba. Sabía muy bien que
Pierre se aprovechaba y se jactaba de ella; la atormentaba con sesiones interminables,
y finalmente le pidió dinero prestado…, el resto de los fondos de Herr Leibel. Lo
mejor que se puede decir de los sentimientos que Jelena experimentaba por Pierre es
que no le disgustaba. Sólo cuando se dio cuenta de que fracasaba siempre, de que sus
cuadros eran rechazados en todas partes y de que no tenía ningún porvenir, comenzó
a hallarlo desagradable y ridículo. Pero mientras tanto, Pierre se había enamoradora
ardientemente de ella y no era fácil deshacerse de él.
Como la capital estaba llena de americanos, los parisienses se quejaban de que su
ciudad había dejado de ser París. No obstante, muchas de sus industrias vivían del
dólar, y los grandes salones de moda diseñaban sus modelos para satisfacer el gusto
no tan delicado de las americanas. Jelena acompañó durante una semana a un
comerciante americano, y lo halló bastante divertido. Al comenzar la siguiente
temporada consiguió empleo como corista en una gran revue[32]. Estaba de moda la
presentación de muchachas desnudas. Aquellas cuyos senos eran aptos para ser
exhibidos en público recibían doble sueldo que las demás. Jelena sobresalía casi
desagradablemente entre todas las chicas francesas, de caderas anchas y piernas
cortas. Llevando sobre la cabeza una enorme corona de uvas artificiales, que
mantenía con los brazos alzados, caminaba lentamente por el escenario esperando la
declaración de algún millonario. Pero no se presentaba ninguno, pues el hombre
vulgar tiene miedo de la verdadera belleza. Las muchachas que la rodeaban tenían
casi todas sus petits vieux[33], pero nadie esperaba a Jelena a la salida del teatro.
Hacía dos años que estaba en París cuando volvió a ver a Grischa. Primero los
carteles, luego la publicidad anticipada en los diarios, y finalmente a Grischa mismo:
«Grischa Tschirikow, el virtuoso del violín, el nuevo descubrimiento, la celebridad
juvenil». Jelena, que lloraba pocas veces, lloró entonces de rabia. Se había
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equivocado al unirse al estafador Pierre Colin, en lugar de hacerlo con el genio, con
Grischa. Con el cabello liso y brillante peinado hacia atrás, las azuladas mejillas muy
empolvadas, con los ojos cerrados y vistiendo un frac elegante y muy ajustado, tocó
Grischa su programa, y un frenético entusiasmo se apoderó del público. Después de
la velada, Jelena entró con los demás en el cuarto del artista y rodeó con sus brazos la
nuca de Grischa, de acuerdo con la antigua costumbre rusa.
—Estoy casado —dijo Grischa, y le presentó a una rusa delgada y de grandes
ojos, que evidentemente esperaba pronto un niño.
Jelena observó con mirada experta el vestido, los anillos y el abrigo de piel de la
esposa de Grischa, y se dio cuenta de que todo lo que había hecho hasta entonces fue
un error.
Su corazón se enfureció más aún en aquella amarga noche. Poco después enfermó
y perdió su empleo en la revue. Siempre había padecido de dolores de garganta y
ligeras fiebres, pero ahora invadían su sangre los estreptococos y los bacilos
malignos. Estuvo a punto de morir. Ardiendo de fiebre, guardaba cama y sentía un
continuo zumbido en la cabeza. Cada vez que abría los ojos veía la araña de cristal
oscilando y girando y un enervante arco iris que descendía sobre ella y la sofocaba.
Quedó débil y delgada. La portera, que sabía el alquiler que debía, le gritó por la
escalera sin consideración ni compasión, demostrando la poca amabilidad de que es
capaz el amable pueblo francés en asuntos monetarios.
Se apoderó de ella una nueva ambición: quería ser cantante. En medio del tumulto
de felicitaciones, al finalizar el concierto de Grischa, había conocido a Madame
Cernofska, una mujer de enorme corpulencia. Madame Cernofska afirmó haber sido
prima donna de la ópera Imperial de San Petersburgo, y le mostró una foto en la que
Chaliapin había escrito: «A mi querida amiga la gran artista Marta Cernofska». Ésta,
que sentía un cariño inmenso por todo lo ruso, fue la única amistad que tuvo Jelena
durante su enfermedad. De vez en cuando, la Cernofska subía jadeante la estrecha
escalera que llevaba al cuarto de Jelena, llevándole sopa que había cocinado ella
misma, piroggen[34] frío, y una vez hasta una minúscula lata de caviar. Luego
descubrió su voz y comenzó a darle lecciones. Jelena dedicaba mucho tiempo a sus
estudios de canto, y aunque la Cernofska no quería ninguna retribución por las
lecciones, tenía que vivir hasta estar preparada para lanzarse a la gran carrera que le
profetizaba Madame. Entretanto, abandonó su apellido francés y volvió a adquirir su
categoría de gran duquesa.
Aquella primavera, Jelena aprendió el japonés, porque necesitaba dinero para
vivir. Un joven príncipe japonés, cuyos anteojos le daban el aspecto de un pequeño y
tímido maestro de escuela, fue su primer amigo de raza amarilla. Parecía poseer
rentas inagotables, y se le había educado para gastar su dinero con mujeres. El
príncipe Hosaki la trató con gran cortesía, y su placer más grande era vestirla,
desnudarla y envolverla siempre con trajes nuevos. La contagió la pasión fetichista de
los japoneses por los hermosos quimonos de las geishas[35]. Jelena le enseñó el
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francés en pago al japonés que aprendió de Hosaki. Tenía un oído perfecto para los
idiomas, y pronto aprendió a emplear las pequeñas flores eróticas que distinguen en
el Japón el idioma de las mujeres del de los hombres. En compañía de Hosaki refino
su gusto, y le fueron muy beneficiosas la imperturbable tranquilidad y la cortesía del
príncipe. Éste poseía el orgullo de los japoneses feudales y a la vez el complejo de
inferioridad que sufría su raza al enfrentarse con la europea. Era el hombre más
agradable de cuantos Jelena conocía, pues no sólo no esperaba de ella ninguna
demostración de sentimiento, sino que hubiera considerado de mal gusto que una
mujer pagada demostrase alguna emoción.
Con mutuas cortesías pasaban los meses. Luego, Hosaki fue súbitamente llamado
a su casa. El jefe de la familia, miembro de Gobierno, había sido asesinado. Jelena se
quedó en París y llegó a ser la mascota de la colectividad de los estudiantes
japoneses. Todos ellos se parecían y actuaban de la misma manera, pues tenían un
código de modales muy estricto. Jelena apenas se dio cuenta de que pasaba de uno a
otro, cantando, bien vestida y tratada con el mismo respetuoso cuidado que un valioso
juguete heredado.
Todos los japoneses desaparecieron al estallar la guerra en Manchuria, y Jelena
quedó con una pequeña cuenta en el Banco, una piel de zorro y un quimono de
brocado antiguo plateado y verde.
Su voz no respondió a las esperanzas, y en algunos recitales obtuvo solamente
unas cuantas observaciones desalentadoras y una falta absoluta de interés. La
amabilidad de Madame Cernofska se enfrió. Jelena se endureció más con este nuevo
descalabro, y su corazón llegó a ser como una roca a la que nada puede herir.
Hasta entonces no amaba a nadie; a nadie ni a nada. Las flores le agradaban sólo
cuando eran costosas: violetas en otoño, muguete en invierno, orquídeas para lucirlas
en su zorro plateado. En las alhajas no apreciaba la forma ni el engarce, sino el valor
de las piedras. Lo mismo sucedía con los seres humanos: no se interesaba por ellos,
sino que los valoraba únicamente por lo que le podían proporcionar.
No obstante, siendo rusa, el espíritu de este país sin confines debía de permanecer
en algún rincón oculto de su alma. Los sentimientos yacían en lo más profundo de su
ser, sumergidos y petrificados.
Una de las cualidades más extraordinarias de Jelena era que nunca soñaba: todo el
mundo nebuloso e indeterminado de los sueños le era desconocido. Tenía noches de
insomnio a intervalos cada vez más breves. Cuando dormía, lo hacía tan
profundamente que si soñaba lo olvidaba por completo en el mismo momento en que
despertaba. No obstante, a veces se asombraba al hallar por la mañana sus pestañas y
sus mejillas mojadas, como si hubiera llorado durante el sueño.
Al cumplir los veintidós años, sus ambiciones cambiaron de dirección, como una
vela impulsada por el viento. Estaba cansada de breves amistades y harta de despedir
o ser despedida. La familia y el hogar francés eran ciudadelas invencibles; sus
portones estaban bloqueados, alzados sus puentes levadizos. Los hombres ya no se
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arruinaban por sus amantes. Todas las mujeres llevaban el mismo uniforme de
seducción, pintura y polvo: labios pintados, cabellos teñidos, medias de gasa, ropa
interior de seda finísima y vestidos que se ajustaban al cuerpo como si fueran una piel
brillante. Todas las mujeres se movían de la misma manera y hablaban en la misma
jerga. Como eran tan generosas en sus dones, su valor decrecía. La virginidad ya no
era tan valiosa, y el vicio perdió su misterio y su atracción.
Jelena decidió casarse. Un buen matrimonio —es decir, el casamiento con un
hombre rico— le parecía una carrera mejor que las demás. Pero el paso del ambiente
en que se movía al de las hijas y novias no era tan fácil. Leyó en los diarios que la
baronesa Meyerling, de Viena, se albergaba en el «Hotel Athéne». Recordaba bien a
la baronesa, pues cuando era modelo de la «Casa Liebel» había presentado vestidos
ante ella. Era una mujer de cabellos grises, de cara empolvada, con hoyuelos en las
mejillas y manos infantiles, siempre apurada, que tomaba participación en mil
comités, organizaba bazares, concursos de flores y tómbolas de beneficencia… En
suma, una mujer muy ocupada, una persona divertida y gentil que conocía el mundo
y compraba siempre vestidos del mismo color que las violetas de Parma. Jelena le
envió flores a su hotel: «Una antigua admiradora se toma la libertad de enviarle
cálidos saludos. Jelena, princesa Trubova».
Al día siguiente la llamó por teléfono:
—Usted no se acordará de mí, baronesa. Me conoció solamente cuando me iba
muy mal. Pero desde entonces la he recordado muchas veces.
—¡Claro que me acuerdo, hijita! Usted era la mascota de la «Casa Liebel».
Jelena fue invitada a almorzar con ella. Parecía una gran dama con el vestido
negro, los guantes blancos y el zorro plateado. La baronesa observó orgullosamente
todas las miradas que rendían homenaje a la belleza de Jelena.
—¿Y le va a usted bien? Pero está de más que le pregunte…
—Recibí una pequeña herencia —dijo Jelena, reservada—. Mi tío el general ha
muerto. Vivo tranquila en París, y a veces me siento muy sola.
La baronesa estaba a punto de partir para Torquay.
—¡Qué coincidencia! —exclamó Jelena sonriendo.
Ella también se disponía a ir a Torquay, al «Hotel Imperial». Entonces se verían
más a menudo, dijo la baronesa, verdaderamente encantada, pues sentía debilidad por
todo lo bello.
—Así pues, au revoir[36]!
—Au revoir!
Jelena hizo un esfuerzo sobrehumano para conseguir el dinero para el viaje y la
estancia en Inglaterra. Era un genio en vestir bien con muy poco dinero. Cuando llegó
al «Hotel Imperial», en Torquay, la baronesa la recibió en sus elegantes habitaciones.
En el campo de tenis se encontró otra vez con el mayor Alden. Lo conoció en
seguida. Parecía más joven que en Constantinopla, pues ahora estaba bien afeitado.
—Somos viejos amigos —dijo cuando le fue presentado el mayor, que se
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ruborizó intensamente. Siempre olía a espliego. Por un momento, Jelena recordó el
polvo seco de las calles de Pera, los escasos faroles y su pequeña mano cálida y
segura entre las de él.
—Le di una vez un beso en Constantinopla —dijo sonriendo, y Alden enrojeció
aún más.
Luego recordó.
—La princesa era la niña más encantadora que he visto jamás —dijo.
—Nadie lo creería viéndola ahora —bromeó un galante anciano. La baronesa
consideró encantador aquel encuentro y lo celebró aquella misma noche.
—¿Cómo le ha ido durante todo este tiempo? —preguntó Alden cuando bailaron.
—Tuve épocas buenas y malas —contestó Jelena brevemente. No deseaba
mentirle. De pronto se sintió cansada, condescendiente y ansiosa de ayuda. Trató de
hallar palabras para expresar este sentimiento desconocido—. Usted me hace recordar
a mi padre —dijo pensativamente.
—Eso concierne solamente al psicoanálisis —dijo Alden, pero ella pasó por alto
esta observación.
—Es usted el primer inglés con quien puedo bailar el tango —le dijo más
avanzada la noche.
—Un cumplido dudoso… —contestó él, mientras ella se entregaba al ritmo
tembloroso del baile.
—¿Por qué dudoso?
—Generalmente los gigolós bailan bien el tango.
—La excepción confirma la regla.
—Gracias. ¿Cuánto tiempo permanecerá aquí?
—No hable. Baile —dijo Jelena.
Terminaron de bailar en silencio. Los compañeros de mesa los aplaudieron
cuando volvieron a sentarse. Jelena estaba sorprendida de sí misma. Experimentaba
un nuevo y desconocido sentimiento. Quería estar sentada al lado de Alden,
conversar, volver a bailar con él. Cuando él le dio las buenas noches y le puso el
abrigo sobre los hombros, esperó algún secreto signo de ternura, pero fue en vano. Se
acostó pensando en que volvería a verlo al día siguiente. Alden había prometido
enseñarle un forehand[37] mejor en el tenis.
Jelena, que había aprendido en París algunas palabras del inglés de los turistas, se
dedicó enérgicamente al estudio del idioma. Un antiguo adagio dice que sólo las
cuatro primeras lenguas son difíciles de aprender. Jelena necesitó únicamente dos
semanas para hablar con el mismo acento que Alden.
—Su inglés es perfecto —dijo Lord Inglewood, el anciano que no podía dejar de
dirigirle una lisonja de vez en cuando. La baronesa Meyerling, a quien le gustaba
tanto concertar compromisos matrimoniales, llamó desde el primer día la atención de
Jelena sobre el hecho de que Lord Inglewood era aún soltero y además uno de los
hombres más ricos de Inglaterra.
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—Diamantes sudafricanos —cuchicheó al oído de Jelena.
La baronesa combinaba una gran ingenuidad con su amplio conocimiento del
mundo. Su intuición le decía que Jelena buscaba un marido, y se divertía ayudándola.
—Nuestra princesa está hoy tan encantadora como siempre —observó Lord
Inglewood—. Debería ser presentada en la corte. Una pequeña dosis de belleza no
haría daño al palacio de Buckingham.
Inglewood era miope y se ponía los lentes cada vez que Jelena se acercaba. Pero
ella aparentaba ignorarlo.
Se habría reído si alguien le hubiese dicho que estaba enamorada de Alden. El
amor no entraba en sus planes. Con su risa indulgente se permitía un poco de
sentimentalismo, y el paseo nocturno por las calles de Constantinopla estaba en el
fondo de todas sus conversaciones con Alden. Se sentía atraída por él, tal vez por
haberlo conocido cuando aún estaba cerca de Rusia, cuando era todavía sencilla y
pura. Le contó lo de la araña de cristal. Al día siguiente, Alden le llevó una almendra
de una araña que había encontrado en un negocio de antigüedades. Era el primer
regalo que gustó a Elena por algo que no fuera su valor material. Estaba perdiendo la
oportunidad después de todas las molestias que había soportado para entrar en la
buena sociedad bajo la tutela de una verdadera dama. Por primera vez en su vida se
dejaba llevar por la corriente.
Seguía sus inclinaciones en lugar de buscar las ventajas, y pasaba con Alden
todos los momentos de que disponía. Era un lujo para ella, un lujo más grande y
costoso que el armiño y los diamantes.
Su compañía era muy grata para Alden, pero, no obstante, permanecía reservado
y guardaba las distancias. «Es el respeto que me tiene —pensaba ella—. Es su
educación inglesa». Y reía. El dinero de Jelena se acabó al avanzar la temporada. No
tenía idea de lo que sucedería después. «¡Me he acostumbrado tanto a Frederick!»,
pensaba, disculpándose a sí misma.
Alden parecía estar preocupado, incómodo, taciturno y distraído. Ella se alegró al
reparar en estos indicios, y reía cuando estaba sola.
Una noche, después de un baile, la llevó por el estrecho sendero entre los
arrecifes hasta la playa, donde la cálida brisa estival acariciaba su ligero y vaporoso
vestido.
—Hace mucho que quiero preguntarle algo, Helen —dijo, hablando
apresuradamente—. ¿Quiere… considerar usted la propuesta de casarse conmigo?
—No sé qué se debe decir en tales circunstancias —repuso ella sin aliento.
—Espere un momento —dijo él—. Tengo que decirle algo más. —Tiró el
cigarrillo y encendió otro con mano temblorosa. Jelena sintió un profundo placer al
ver su agitación—. Usted es muy bella, Helen, y ha sido muy buena conmigo —
añadió Alden—. No ha tratado de engañarme como a los otros. Aprecio mucho eso.
Desde luego, aquí la mayoría de la gente la toma por una pícara aunque no lo
demuestren. El mundo se ha empequeñecido y es tolerante hasta cierto punto. Por
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favor, no diga nada aún, Helen.
Para impedir que hablara, la cogió del brazo, y ella permaneció silenciosa. Se
sentía sumamente ridícula y confusa.
—Usted no nació para aventurera, Helen, y creo que me haría ciertas concesiones
en reciprocidad de obtener un lugar adecuado en la sociedad. Esto parece más brutal
de lo que en realidad es. No quiero entrar en detalles. Escuche lo que le digo. Tengo
que casarme, y muy pronto. Mi familia es muy conservadora y religiosa. Debo
casarme para desmentir ciertos rumores que han llegado a sus oídos. ¿Me entiende?
—No muy bien.
—Creí que me comprendería. Usted tiene mucha experiencia, y por eso le
hablo… No puedo casarme con una inexperta muchacha de alguna familia del campo.
Yo… ¿No me quiere ayudar, Helen?
—Sí, con mucho gusto, pero ¿cómo?
—A mí no me gustan las mujeres. Amo a un joven y no me podré separar nunca
de él. Lo que le ofrezco es un buen nombre, mi amistad sincera, mi agradecimiento y
mi… protección, si quiere llamarla así. No es nada espléndido, lo reconozco; tengo
mil quinientas libras anuales de renta. Le pido un poco de comprensión,
consideración y tolerancia. ¿Cree que puede hacerlo, Helen?
El silencio que siguió a la pregunta se hizo más largo mientras caminaban por la
playa.
—Déme un cigarrillo —dijo Jelena finalmente. Él observó su rostro iluminado
por la llama de la cerilla. Jelena aspiró el humo y respondió simplemente—: SI.
En aquel momento murió algo que comenzaba a vivir en su interior. Volvió a
cerrarse algo que estaba por abrirse. Se petrificó lo que se había ablandado en su
alma.
Así como había sido una excelente colegiala, una extraordinaria modelo, una
buena bailarina y una perfecta amante de los estudiantes japoneses, Jelena fue una
inmejorable esposa. Trataba de hacerlo todo a la perfección, pero siempre se decidía
por lo incorrecto.
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allí desaparecía durante discretos lapsos.
—¿Te gustaría conocer a Gerald? —le preguntó una vez a Jelena.
—Creo que no es correcto —replicó ella.
Experimentaba la sensación de estar muerta y enterrada. Sus manos estaban frías.
«Pediré el divorcio», pensó cuando las nieblas grises del segundo otoño habían
descendido sobre Dower House. Destruyó su cariño por Frederick con tanta violencia
y rabia que hasta le molestaban las cotidianas cortesías. Habría podido ayudarle si en
lugar de tratarlo con corrección lo hubiera tratado con cariño. Pero, tal como estaban
las cosas, ella no se daba cuenta que él era infeliz, y nunca notó que andaba por la
casa con una expresión que parecía cada vez más la de un hombre perseguido que
rompía cientos de fósforos mientras miraba fijamente al fuego. No sabía nada de las
angustias que sufría ni del escándalo que lo amenazaba. Ignoraba que Gerald, un
hermoso e insignificante actor, había abandonado a Frederick, y se habría alegrado de
haberlo sabido.
Frederick murió antes de que terminara el mes de octubre. Un accidente de caza,
según se dijo. Desapareció tan discretamente como había vivido. La propiedad pasó a
su hermano menor, y Jelena recibió a partir de entonces una modesta renta procedente
del seguro de vida.
«¡Qué farsa! —pensaba—. Ahora soy la viuda Alden y tengo veinticinco años».
Veinte años mayor que Frederick, Lord Inglewood era amigo de la familia. Todos
los miércoles por la tarde iba a jugar al bridge. Su residencia, Inglewood Hall, estaba
en la misma comarca. Después del entierro iba a Dower House a caballo o en coche
para hacer compañía a Helen. Había sido padrino de la boda y se sentía responsable.
Jelena lo consideraba insoportablemente aburrido, y, disimulando los bostezos, le
contestaba cortésmente. Inglewood era un conservador entusiasta, y se enfurecía
cuando se le mencionaba cualquier cambio o progreso. Sentía con amarga
resignación que el poder y el prestigio de Inglaterra estaban disminuyendo. Su
presión arterial era excesiva.
—En lugar de tomar lo que nos pertenece, compramos y regateamos como si
nuestros ministros fueran verduleros —murmuraba leyendo el diario.
Habían pasado los tiempos en que Inglaterra, alegre y despreocupada, se
apoderaba de una colonia tras otra. Los dominios se independizaban, y eran continuas
las dificultades en la India. Lord Inglewood era uno de esos individuos que escriben
cartas a The Times. Coleccionaba armas, cazaba codornices y se interesaba por el
cultivo de los tulipanes. Entretenía a Jelena con discursos sobre sus preocupaciones y
alegrías, hasta que ella palidecía de fatiga, y sólo cuando consintió en casarse con él
volvió a estar otra vez alegre y vivaz. Ella tenía veinticinco años y Lord Inglewood
sesenta y cinco. Era fácil deducir que su mujer sería, un día no lejano, su viuda y
heredera. Fueron los cálculos más fríos que Jelena había hecho hasta entonces, y
también los de mayor éxito.
En cierto modo, Lord Inglewood era un solitario. Su hermano menor, Edgard,
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había muerto en la guerra, y él educó a sus dos sobrinos sobrevivientes como a hijos
suyos, sólo para obtener una amarga decepción. Clarence, el mayor, había ingresado
en el Parlamento como miembro laborista y llegó a ser lo que Lord Inglewood
llamaba con voz temblorosa «un sucio comunista». Su discurso sobre la abolición de
los lores llamó la atención y exasperó a Inglewood, que casi tuvo una apoplejía. El
menor, Bobbie, un joven de buena presencia, había pasado dos años en Sandhurts,
después de aprobar con dificultad los exámenes, pero pronto abandonó la carrera
militar y dividía su tiempo entre clubs nocturnos y bares. Lo que más enojaba a Lord
Inglewood era que Clarence heredaría toda la propiedad si él moría sin tener
herederos directos. La idea de que Inglewood Hall cayera en manos de aquel «rojo»
le resultaba insoportable. Por eso aceptó ávidamente la sugestión de Jelena al
observar que eran dos solitarios desilusionados y que ambos podían consolarse
mutuamente. Enamorado de la hermosa viuda de su amigo, se sentía mucho más
joven y fuerte que desde hacía mucho tiempo. Los cultivos de injertos de tulipanes le
hacían esperar que la unión de su madurez con la juventud y hermosura de Jelena
produjese un heredero y disipara sus preocupaciones. Ella, Helen Alden, como se
llamaba entonces, apretaba los dientes y continuaba marchando hacia su meta. Estaba
dispuesta a soportar de buen humor los caprichos del anciano para llegar a ser Lady
Helen Inglewood y la heredera de sus millones.
Llovía mucho durante las carreras de Goodwood. Lord Inglewood se resfrió y se
acostó estornudando, tosiendo y con fiebre. Su respiración era dificultosa y sentía
dolores en el pecho. Los médicos hablaban todavía de su catarro bronquial cuando ya
agonizaba a causa de una pulmonía. El entierro se realizó tres semanas antes de la
fecha fijada para el casamiento.
Helen se sintió como petrificada durante algún tiempo, y sólo volvió a la realidad
cuando el viejo abogado de la familia leyó con voz temblorosa el testamento
redactado en la época en que Clarence entraba en el partido laborista. Él heredaba
Inglewood Hall y el título que terminaba con su carrera de laborista. Todo lo demás,
excepto algunos legados de poca monta, se lo dejaba a Bobbie Russell… «A mi
sobrino menor, que aunque es un miembro inútil de la sociedad humana, por lo
menos no es radical…», había hecho escribir el viejo Inglewood dominado por la ira.
Redactado antes del compromiso con Helen, en el testamento no aparecía el
nombre de ella. Su resentimiento contra el difunto no conoció límites, y lo acusó
incluso de haber muerto por pura maldad. La vista de los herederos la colmó de odio
y envidia.
Bobbie Russell rechazaba el whisky cuando se lo ofrecían.
—Ahora soy abstemio —decía.
Pero no tardaba en servirse él mismo con mano temblorosa, y poco después
repetía la dosis. Al anochecer estaba completamente ebrio, aunque su
comportamiento fuera correcto. Su cabello pajizo estaba perfectamente peinado y sus
trajes eran impecables. Era cortés, afable, y solamente su porte era demasiado rígido
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y erguido. A la mañana siguiente estaba arrepentido, y comenzaba el día bebiendo
whisky para animarse. Después de un paseo a caballo se sentía mejor y resolvía
abandonar la bebida.
—Gracias, pero soy abstemio —decía en el club.
Como todos los bebedores empedernidos, suponía que podría dejar de beber
cuando quisiera. Pero nunca lo había querido. Cuando estaba sereno se despreciaba a
sí mismo; se sentía vacío e insignificante, pero en cuanto consumía algunas copas se
sentía vivaz y divertido, de acuerdo con todo el mundo. En este joven, bien educado y
de buena presencia, que sólo vivía cuando estaba ebrio, se exteriorizaba la decadencia
de una antigua familia. Le atraían además los bajos fondos. Le gustaba hacer
excursiones a Limehouse y a los muelles. Slumming[38], se llamaba a eso con
eufemismo, y se consideraba muy de moda. Pero en Bobbie aquello era más que
curiosidad. Pasaba noches enteras con marineros borrachos y viejas prostitutas del
puerto, bebiendo y peleándose, y solía llegar a su casa con un ojo amoratado. En las
primeras horas de la mañana comenzaba a arrojar objetos a la cabeza de Potter, su
sirviente, cosa que éste no mencionaba nunca por su propio honor y el de su amo.
Cuando Bobbie sobrepasaba todos los límites, como sucedía a veces, sus amigos
llamaban al viejo doctor de la familia y se le internaba en un sanatorio. Debido a una
de estas curas, que no podían interrumpirse, Bobbie no estuvo presente en el entierro
de su tío ni durante la lectura del testamento. Apareció tres semanas después para
darle el pésame a Helen. Era un joven tranquilo, gallardo y de buenos modales. Tenía
un año menos que ella, suponiendo cierta la edad que figuraba en el pasaporte de
Helen.
Bobbie tenía un orgullo ingenuo y casi tonto por su cura, y lejos de guardar el
secreto le encantaba hablar de ello.
—El tratamiento que siguen allí es excelente —decía—. Fajan a uno lo mismo
que aquellas cosas de los museos…, momias, creo que se llaman. Después de
permanecer así una tarde tras otra, es maravilloso cómo se pierde la afición por la
bebida. Puede usted ofrecerme ahora el mejor whisky y yo le diré: «No, gracias».
Inténtelo.
Pero ella no lo intentó. Observaba al joven, su falta de cultura, el absoluto vacío y
la debilidad que se notaba detrás de su aspecto correcto; pero, a pesar de esto, decidió
casarse con él.
«No puedo permitir que este idiota me robe cinco millones de libras», pensaba.
El título lo heredaba el hermano mayor, pero Helen se resignaba a quedarse con el
dinero y aceptar al honorable Bobbie Russell. «Puedo hacer de él lo que quiera»,
reflexionaba, pues se sentía lo bastante fuerte para inyectar a Bobbie su propia
ambición.
Quería casarse con Bobbie, y así lo hizo después de dejar pasar un decoroso
período de luto.
Su marido era como un tonel vacío y sin fondo que no podía guardar nada dentro,
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como una herramienta rota e inútil, como una máquina que ya no funciona. Curado
de beber whisky, durante un tiempo se negó orgullosamente a tomar esta bebida,
como un equilibrista que realiza su ejercicio más difícil.
Un extraño destello apareció luego en sus ojos, un misterioso aumento de su amor
propio, y Helen descubrió que uno de sus amigos lo iniciaba en el vicio de la cocaína.
Ella intervino antes de que pudiera acostumbrarse. Afortunadamente, sentía tanto
horror por las inyecciones que no existía el peligro de que pudiera hacerse
morfinómano. Por otra parte, se quejaba de fuertes dolores de cabeza y comenzó a
tomar grandes cantidades de aspirina, piramidón y otras medicinas comunes. El
consumo de centenares de tabletas le proporcionó cierto alivio, y cuando el médico le
limitó el uso de estas drogas volvió al alcohol.
De haber tenido corazón o sentimientos, ella podría haberlo librado del vicio,
pero en tal caso Alden tampoco se habría suicidado y su ambiciosa vida no hubiera
sido una serie de éxitos que en realidad eran derrotas.
Pero Helen no tenía corazón, o si lo tenía estaba petrificado, enterrado demasiado
profundamente en su pecho. Abandonó la esperanza de que su marido la ayudara en
sus aspiraciones. Al principio se preocupaba de mantener el decoro, pero cuando
Bobbie se entregó completamente a la bebida; cuando volvió a la cocaína; cuando la
desilusión y el vacío se apoderaron de ella, cuando vacilaba entre la dorada
desesperación y el mayor aburrimiento, comenzó a viajar.
Bobbie pertenecía en cuerpo y alma a su esposa en sus intervalos lúcidos. Cuando
estaba embriagado, se apoderaban de él los celos y una rabia sombría. La seguía en
sus viajes como un perro, insistiendo en dormir en el mismo cuarto que ella. A veces
lloraba durante horas, con la cabeza apoyada en los hombros de una Helen
despiadada, y otras veces le pegaba.
Magníficamente vestida, Helen Russell, una de las mujeres más ricas de Europa,
cubierta de joyas, tan pintada y estilizada que parecía un ídolo, viajaba
incansablemente de un lugar a otro, seguida por su marido borracho. Se los veía en
París, en Montecarlo, en Salzburgo, en Varsovia, en Budapest, en Niza, en todos los
lugares donde se podía ahogar una pena, donde un caballero ebrio vestido de frac no
llamara excesivamente la atención.
En Le Touquet se le acercó un inglés de cabellos canos y le habló cuando ella se
levantaba de la mesa de chemin de fer[39]. Llevaba un traje de noche blanco y se
había pintado los párpados de verde.
—Le gustan mucho los juegos de azar, Mrs. Russell —declaró—. La he estado
observando. Tuve el placer de serle presentado durante el entierro del pobre
Inglewood.
—Ya recuerdo —contestó Helen. Su interlocutor, el capitán Cyril Sanders, era
uno de los ases del Servicio Secreto inglés—. Sí…, juego. ¡La vida es tan aburrida!
—añadió.
—Así es —asintió Sanders—. Creo que usted y su esposo se disponen a
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emprender un viaje alrededor del mundo. Tal vez le resultase más excitante si tuviera
algo que hacer.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Helen, contemplando sus anillos.
—¡Oh, nada importante! Usted es una mujer de mundo. Habla perfectamente
varios idiomas y conoce a sus semejantes. Simplemente, desearía recibir de vez en
cuando un informe de todo lo que parezca interesante… o de importancia para
Inglaterra —añadió.
—¿Y qué obtendría por esos servicios? —inquirió Helen, que sólo sabía pensar
en números.
—¡Oh! Nada más que el estímulo, el azar, la excitación, quizás un poco de
peligro. Siempre la he considerado una mujer ambiciosa… Usted nos puede ser útil si
su marido ya no tiene más ganas de servir a Inglaterra.
Helen meditó. Siempre había creído que el Servicio Secreto hacía prestar
juramento a sus agentes y espías detrás de puertas cerradas y con los ritos más
misteriosos. Levantó la cola de su vestido y dijo:
—Muy bien. Tal vez le envíe de vez en cuando una postal… cuando me aburra
demasiado.
Acompañada por su marido, su perro, una doncella y un criado, y con un equipaje
compuesto de dieciocho baúles subió a bordo del Victoria. La despidió un grupo de
amigos ebrios. Las pupilas de Bobbie estaban contraídas y tenían el tamaño de una
cabeza de alfiler. Helen registró su equipaje, su cama y los bolsillos de sus
pantalones. Cuando encontró el polvo blanco escondido en un tubo de dentífrico lo
tiró por la portilla.
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Capítulo V
LUNG YEN
La niñez de Lung Yen estuvo arrullada por el susurro monótono de los bambúes.
La casa de sus antepasados se alzaba entre las colinas, junto a la Aldea de las
Montañas Claras, y sus paredes desteñidas por las lluvias estaban rodeadas por los
campos. El tejado de paja, atado firmemente a los muros con fuertes sogas, ascendía
en una suave curva que se asemejaba a un bote. El sol y las lluvias habían decorado la
paja, que tenía un tono plateado, y las sombras de los bambúes oscilaban en las
paredes de su casa. En la primavera, el papel se cubría de flores blancas. Sus hojas
eran afelpadas al principio, y luego, cuando crecían, se volvían brillantes como el
raso. En el otoño, las frutas grandes y redondas caían con un leve golpe sobre la
hierba. Hermosas nubes navegaban por el cielo, y en el estanque graznaban tantos
patos como los que Lung Yen podía contar con los dedos de una mano.
El anciano, el honorable abuelo, salía de casa llevando cuidadosamente una jaula
de bambú con el ave dorada llamada Ying, cuya voz sonaba como una flauta que
tocaba el mendigo del mercado. A veces llevaba el pájaro al canal y se sentaba en la
orilla, y el honorable pájaro y el honorable abuelo miraban contentos a los barcos que
se deslizaban entre ellos. Otras veces lo llevaba a tomar el sol, y mientras andaba
sobre los diques, entre los campos de arroz, Ying cantaba con toda su fuerza. Pero
generalmente el honorable abuelo llevaba la jaula hasta el alto palo de bambú que se
alzaba cerca de la casa y del cual se colgaba la Linterna Celestial en los días de fiesta;
entonces izaba la jaula hasta el tope del mástil, donde resaltaba como un objeto
minúsculo en el cielo, y el pájaro cantaba jubilosamente. Las alondras que volaban
sobre los campos no podían cantar más fuerte ni más armoniosamente que Ying.
Desde la espalda de su madre, Lung Yen comenzó a contemplar el mundo.
Firmemente atado con una faja, la acompañaba dondequiera que fuese, como una
parte de su ser. Cuando ella cocinaba, lo dejaba a su lado en el suelo, en una especie
de nido que le había preparado con vieja ropa remendada, y el niño observaba el
vapor que subía de las ollas colocadas sobre el fogón. Cuando la madre iba a lavar la
ropa en el canal lo levantaba otra vez. Chop, chop, chop, hacía el trozo de madera al
golpear la ropa sucia, mientras el agua goteaba lentamente de sus laboriosas manos.
Cuando trabajaba en el campo solía dejarlo a veces a la orilla del camino, pero en
cuanto el niño gritaba se apresuraba a ponerlo de nuevo en su cálido nido sobre la
espalda. Cuando nació otra criatura, que, para colmo, fue una hermana, le robó su
lugar y Yen se sintió profundamente herido. Su madre se acurrucaba en un extremo
del campo y alimentaba a la pequeña inútil. Yen, que ya podía sostenerse de pie,
aguardaba con la boca abierta y lleno de impaciencia a que le llegara el turno para
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mamar lo que quedaba aún en el pecho de su madre.
El padre, después de terminar su trabajo, lo sentaba sobre sus rodillas y le
aconsejaba que fuera tolerante. Yen accedió a enseñar a caminar a la pequeña, como
su hermano mayor le había enseñado a él. La ataba con su cinturón y la arrastraba,
hasta que pudo mover sola sus piernas regordetas. Luego, durante mucho tiempo, no
nació ningún niño.
Durante tres años, los campos de la familia Lung produjeron buenas cosechas, y
por eso los niños engordaron, y, como ellos, las gallinas y los once lechones que la
marrana había tenido. El padre los llevó a la ciudad y los vendió en el mercado,
volviendo con muchas cosas buenas: té, puré de guisantes y suficiente tela de algodón
azul como para hacerle vestidos a toda la familia. La abuela vigilaba a sus nueras y
les ordenaba que hicieran tortas de arroz, las cuales se colocaban afuera para que los
honorables espíritus de los antepasados participasen también de aquellos años
desacostumbradamente prósperos.
Aunque el lugar que ocupaba en la casa no era muy relevante, Lung Yen se sentía
feliz. Era, en una palabra, el hijo menor de un hijo menor, lo cual no era nada
importante. Pero pertenecía a la familia Lung, paisanos respetables que habían vivido
en el pueblo durante ocho generaciones. El sabio abuelo era incluso uno de los
miembros del Consejo de Ancianos del pueblo. La familia poseía cinco lotes de tierra
negra muy buena, que cultivaban todos los Lung, y seguían produciendo cosechas. En
los campos se levantaban montículos aquí y allá, a la sombra de los cipreses en cuyas
ramas podían descansar los espíritus de los antepasados enterrados bajo ellos. Cuando
estaban arando, los miembros de la familia guiaban cuidadosamente a los búfalos
alrededor de las tumbas, y el día de la fiesta de los antepasados iban de sepulcro en
sepulcro llevando comida e incienso, inclinándose tres veces ante cada uno de ellos y
confiando sus ocultos deseos a los antepasados para que se cumplieran.
Bajo aquel tejado de paja vivían muchas personas. Durante la noche resonaban en
la casa las toses, los ronquidos y los gritos aislados de alguien que tenía una pesadilla,
y también el ruido que hacía algún búfalo al frotar sus costillas sobre la pared de
adobes. Entre los miembros de la familia estaban el patriarca y la abuela, su
primogénito, el tío de Yen y su mujer, que trabajaba muy lentamente porque procedía
de la ciudad y tenía los pies ceñidos. Habían aportado una pequeña suma de dinero en
los tiempos en que la casa y los campos estaban hipotecados.
Tenía tres hijos: el mayor —un muchacho muy inteligente, llamado Lung Fu—,
una hija y otro hijo, el menor. La casa albergaba también al hermano menor, el más
joven de los hermanos del padre de Yen, un hombre muy divertido y de gran
habilidad manual; era el que remendaba el tejado, quien hizo una silla para la abuela
y ganaba siempre a los dados.
Un año antes del nacimiento de Yen, el emperador publicó un decreto en el que
prohibía rigurosamente el cultivo de la adormidera para la producción de opio, y los
paisanos tuvieron que contraer deudas. El edicto sólo concedía tres años de plazo
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para cambiar las cosechas de los campos, y los que desobedecían tenían que sobornar
a los empleados del Yamen[40] con monedas de plata o sufrir el castigo. Se decapitó a
mucha gente, y sus cabezas fueron exhibidas en las murallas de la ciudad. Pero, a
pesar del edicto, los extranjeros seguían importando opio de los países allende los
cuatro mares, y muchos que empleaban el «lodo extranjero[41]» cayeron en la
desgracia y en la miseria.
A Yen le gustaban las historias de otras épocas, cuando los mandarines, usando
cinturones rígidos y plumas de pavo real o botones de coral en sus gorras, pasando
con mucha pompa y los escolares peregrinaban a Pekín para sufrir el solemne examen
imperial. Pero Lung Fu, su primo, el hijo mayor de su tío, se burlaba de él.
—Son cuentos para dormir a los niños —decía.
En la escuela de la aldea, Lung Fu aprendió aritmética y a leer y a escribir. Esto
era muy útil en tiempos de cosecha, y asombraba a los demás cuando miraba uno de
los nuevos diarios y deletreaba las palabras muy quedamente, para después contar a
la familia todo lo que pasaba en el Reino Central.
Sun-Yat-Sen se había apoderado del Gobierno. Se decía que era un hombre más
grande que Confucio, cuyas enseñanzas había seguido el país durante casi dos
milenios y medio. Tres años después del nacimiento de Yen, las provincias
reclamaron el antiguo derecho de destruir al gobernante que no ejerciera su cargo
virtuosamente, y desde entonces dejó de existir la dinastía manchú.
Desgraciadamente, los empleados municipales no mejoraron, y si cambiaban era para
empeorar.
—Si quieres conservar un búfalo, evita el Yamen —decía el abuelo.
Él fue quien enseñó a Lung Yen lo que debía saber de la vida y, ante todo, la
cortesía, más valiosa que el dinero. Trató de inculcar a su nieto las cuatro virtudes
capitales, y a veces sonreían ambos disimulando cuando Fu, el colegial, el
primogénito, el instruido, hacía ruido, demostraba su curiosidad o empleaba
expresiones rudas.
Los primeros años de la vida de Lung Yen fueron tan tranquilos como el agua
estancada en la que todo se refleja. A veces bajaba al canal y observaba a los
pescadores que zambullían a sus corvejones. Los pájaros ociosos estaban acurrucados
en la borda del barco, retenidos por una cadena y aleteando envidiosamente porque
sus compañeros podían pescar con sus largos picos. Los pescadores retiraban los
peces grandes, pero permitían que las aves se comieran a los pequeños. Por el canal
se deslizaban plácidamente los barcos de velas rojizas y a veces se levantaba una
garza blanca del borde de algún arrozal.
Al chirrido de las carretillas de los coolies, que sonaba desde el estrecho camino
empedrado, se unía el sonido de la noria movida por un búfalo que caminaba
pacientemente por un círculo sin fin. Las rojas libélulas permanecían inmóviles en el
aire, y luego, rápidamente, se alejaban con la velocidad de una flecha. Las ramas de
los sauces se inclinaban graciosamente sobre el agua. Una madre, seguida por tres
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niños, bajaba hasta la orilla por el camino pavimentado, llevando sobre el hombro un
bambú del que pendían dos jarros para agua. «También mi madre es fuerte —pensó
Yen muy contento—. Tiene unos pies grandes, con los que camina». Merced a ella no
había nunca riñas en la cocina, pues servía a la abuela respetuosa y voluntariamente
como si no sintiese la influencia de la nueva época.
A veces, Yen daba largos paseos hasta la pequeña ciudad de Fukang, cuyas
murallas grises podían verse siempre en el horizonte. Una ligera neblina azulada
flotaba siempre sobre los campos de arroz, y sólo las colinas y los árboles resaltaban
claramente sobre ella en el avanzado otoño. La carretera que conducía a la ciudad
pasaba por un puente de curva muy pronunciada, y sobre su barandilla de piedra se
hallaban siempre sentados unos hombres que miraban al agua. Algunos, tan ancianos
como su venerable abuelo, fumando en sus largas pipas de minúsculas cazoletas.
Bajo la bóveda que formaba la puerta de la ciudad hacía fresco, y el corazón de Yen
latía apresuradamente siempre que se arriesgaba a ir tan lejos. Allí estaban sentados
los mendigos y los vendedores de castañas y frutas. Unos cuantos «hombres
pequeños[42]», rickshaw-coolies, holgazaneaban entre las ruedas de sus vehículos. Se
burlaban de Yen, preguntándole en broma:
—¿Qué es lo que camina sobre dos pies y no tiene dientes?
Yen cerraba apresuradamente la boca, para esconder los huecos de su dentadura, y
seguía rápidamente su camino, sin perder, no obstante, la dignidad que el abuelo le
había inculcado, pues el proverbio decía: «La dignidad abriga más que la seda». Su
camino lo llevaba a la torre de los niños, y en cuanto se acercaba contenía la
respiración, pues el olor era desagradable en grado sumo. La torre ya no se usaba
tanto como antes, en tiempos de su abuelo, pero siempre se veía en ella algún niño
que había muerto antes de tener el primer diente y que había sido arrojado allí dentro.
Era de gran importancia impedir que murieran en las casas de sus padres, para que
sus espíritus irredimibles no pudieran molestar más tarde. A veces sentía Yen a los
espíritus que vivían en la torre de los niños, cuando le pellizcaban la nariz o le hacían
correr escalofríos por la espalda. Entonces escondía su rostro entre las manos y
pasaba corriendo por aquel peligroso lugar, perseguido por nubes de moscas azules y
el ladrido de los perros que sitiaban la torre donde estaban los pequeños cadáveres en
descomposición.
Las casas de té, las cocinas al aire libre, con su aroma característico —un cálido
olor a grasa—, y las calles donde vivían las hermosas muchachas cantantes se
encontraban dentro de la ciudad. También estaban allí el memorialista, un hombre
instruido de los antiguos tiempos, con anteojos y gorra de mandarín y junto a él un
adivino que sabía interpretar las líneas de la mano y el rostro.
Sin embargo, no era eso lo que atraía al joven Yen. Lo que le llamaba la atención
y provocaba su admiración eran las maravillas que crecían ante sus ojos a medida que
él mismo se iba desarrollando intelectualmente; eran las nuevas casas con aspecto
extranjero, de tejados rectos y con excesivas ventanas en las que se reflejaba la puesta
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del sol, y las tiendas de los diablos extranjeros.
En las calles, los jóvenes vestidos con trajes occidentales fumaban cigarrillos.
Yen cogía de vez en cuando una colilla y se la fumaba. Esto le producía una saliva
ácida y amarga que le mareaba; sin embargo, ansiaba aquella ácida amargura y
aquellos mareos. A decir verdad, la posibilidad de hallar una colilla era uno de los
principales motivos de las excursiones de Yen a la ciudad.
Cuando el crepúsculo amarillento pasaba y las sombras invadían las calles, todas
las luces de la ciudad se encendían de golpe, en las plazas, en las esquinas, en las
calles, en las tiendas y hasta en las casas particulares. Yen sabía por su primo mayor
que el poder del relámpago era el que encendía y alimentaba todas aquellas blancas
lamparitas y miraba boquiabierto la maravilla que los extranjeros habían llevado a la
China desde Occidente. En el fondo de su corazón envidiaba a los jóvenes montados
en bicicletas que paseaban más suaves y rápidamente que los barcos del canal. Pero
lo más interesante era el lugar donde se detenía diariamente el coche de fuego
resoplando con fuerza. Era una bestia rabiosa y gigantesca que forzaba su paso a
través de las murallas de la ciudad. Yen sabía calcular por la posición del sol cuándo
tenía que estar en la estación para mirar el espectáculo. Siempre había allí mucha
gente, que se amontonaba ante las barandas para observar la llegada y la salida. Entre
la muchedumbre se veían también mujeres con niños a la espalda, e incluso
muchachas de buena familia, pues las costumbres se relajaban cada día más. Yen
volvió a casa de sus antepasados con el estómago y la cabeza colmados de nuevas
experiencias.
—Tu inútil hijo menor dice que quiere ir a la escuela de los diablos extranjeros —
comunicó su madre a su padre, que estaba almorzando.
—De los huevos de pato no salen nunca cisnes —fue la respuesta.
Así como las crías de los búfalos aprenden a arar enganchadas al lado de sus
madres, Lung Yen siguió a su padre y a su tío a los campos, y aprendió a cultivarlos.
Al principio sólo tenía cuidado de que todos los patos volvieran al anochecer, pero
luego se le ordenó que hiciera girar sin cesar al búfalo alrededor de la noria para que
las tierras tuviesen bastante agua, y más tarde observó cómo se plantaba, aunque no
era aún bastante hábil para tomar parte en el trabajo. Cuando el padre puso en sus
manos la esteva de un arado y él, temblando con la excitación y el esfuerzo, logró
hacer un surco en la tierra enfangada, su primer surco, sinuoso y mal hecho, se sintió
lleno de orgullo.
Hijo de un campesino que descendía de una larga familia de aldeanos, Lung Yen
era un muchacho de catorce años, de cabellos rapados excepto un bucle negro sobre
su frente, piel bronceada y músculos que comenzaban a hincharse y endurecerse en
sus brazos. Era el hijo menor de un hijo menor, nacido en una época en la que todo
evolucionaba más de lo que había cambiado en mil años.
Siguiendo una antigua costumbre, en la noche de Año Nuevo se exhibían los
retratos de los guerreros que cuidaban los portones; los cohetes retumbaban en el
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pueblo, y la familia comía carne, albóndigas y dulces; hasta los antepasados tomaban
parte en la fiesta. Se ponían inscripciones en las vigas de la puerta de entrada:
«Lluvias y vientos suaves, venid cuando os necesitemos», o: «Paz en el país y
bienestar para el pueblo», inscripciones que seguían allí cuando llegaron los días
malos y la guerra arrasó todo lo existente.
De no haber sido un niño, Yen hubiera entendido mejor los signos amenazadores
que precedieron a la invasión del país por los soldados. Se exigieron elevadas
contribuciones que no hubieran podido pagarse de no mandar los dioses cosechas
muy abundantes. Pero ahora era invierno, tiempo de «ocho abrigos». Hacía frío
dentro de la casa, y más aún en el exterior. Las provisiones se habían acabado, y una
delgada sábana gris de hielo se extendía por la mañana sobre el estanque de los patos.
A nadie le era posible pagar por adelantado las contribuciones de los tres años
subsiguientes, como se les exigía. El tío y el padre de Yen tomaron todo lo que les
pareció superfluo y lo llevaron al prestamista de la ciudad. Recibieron dieciocho
taeles, y tenían que pagar cien monedas perforadas en concepto de interés. Fu Lung
hizo un cálculo complicado.
—Doce por ciento —dijo.
Sentado y silencioso, el honorable abuelo parecía no haber oído nada, como si ni
siquiera hubiese notado que el candelabro de bronce, el objeto más valioso de la casa,
faltaba del altar de sus antepasados.
En los portones de la ciudad aparecían cada día nuevos carteles. Siempre se
hallaba allí un grupo de hombres. Uno de los pocos que sabían leer explicaba qué era
lo que quería el Gobierno. En toda la provincia de Kiang-Su existía un movimiento
en pro de la justicia para los pobres. Al mismo tiempo, los Señores de la Guerra
despojaban a la provincia de la última moneda y del último grano de arroz. Los
ancianos de la aldea pensaban enviar una delegación al Yamen para pedir que se
aplazara el pago de las contribuciones, pero como sentían un gran respeto por la clase
oficial, el proyecto no se realizó.
—Vete al Yamen —gruñó el abuelo— y ganarás un gato, pero perderás una vaca.
Las tiendas de los extranjeros fueron saqueadas. Circulaba el rumor de que los
diablos extranjeros eran responsables del decreto sobre el cultivo del opio, para poder
ganar más con el que ellos importaban. El Gobierno compraba todas las existencias
de opio de los extranjeros y las quemaba, sacrificando con ellas todas las
contribuciones sacadas de la sangre del pueblo. Sin embargo en el país circulaba más
opio que nunca, y el vicio, que había disminuido durante cierto tiempo, se
desarrollaba por todas partes con su antiguo vigor.
En Shanghai, la ciudad a orillas del mar, se fumaba todo el opio que uno podía
pagar.
A la ciudad e incluso a los pueblos llegaban estudiantes jóvenes de buena familia,
educados en los países extranjeros. Apelaban al orgullo y a la dignidad de los
hombres y prometían a las mujeres una vida más fácil. Los japoneses, esos enanos
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bronceados, esos advenedizos despreciados y odiados, que debían ser combatidos, se
habían establecido hacía mucho tiempo en la provincia de Chan-Tung. En el Oeste,
en Rusia, un país grande como la China, fue destronado el emperador y se dictaron
leyes que daban nuevos derechos a los ciudadanos, a los pobres y a los «hombres
pequeños» de Rusia. Los aldeanos escuchaban con rostros inexpresivos los discursos
de los estudiantes. Los nuevos caudillos no poseían ni la elegancia ni la cortesía de
los antiguos opresores, ni citaban a los clásicos, ni eran arrogantes. Tenían las
mejores intenciones, pero por haber estado en otros países parecían extranjeros.
Hablaban en chino, pero tenían voces rudas y empleaban palabras nuevas:
comunismo, nacionalismo, el Nuevo Partido. Incitaban a los campesinos para que
enviaran a sus hijos a la escuela, para que no esperasen tanto y se unieran contra los
grandes terratenientes y usureros. Hablaban del reparto de la tierra y de la
cancelación de todas las deudas.
—Los perros jóvenes son los que ladran más fuerte —dijo el abuelo, sentado en
su casa y tiritando de frío, pues habían empeñado la estufa de carbón en la que solía
calentarse las manos. Tosía a menudo y escupía más que nunca.
Entre las provincias de Kiang-Su y Che-Kiang estalló la guerra cuando llegaron
los soldados.
—Una guerra es peor que tres plagas de langostas —dijo el abuelo con gravedad,
y tenía razón, como de costumbre.
«Un perro en la paz es mejor que un hombre en la guerra», se decía en la aldea.
No eran regimientos, sino hordas las que invadían el país, salvajes que no poseían
una sola de las cuatro virtudes, pero que estaban llenos de vicio y de maldad.
Pisoteaban el campo como si no supieran nada de sembrados y cosechas. No
respetaban ni las tumbas, y entraban en las casas como un rebaño de búfalos jóvenes.
Sacaban las puertas de sus goznes y dormían sobre ellas; el ganado escapaba de sus
establos, y el viento soplaba a través de las habitaciones. Violaban a las mujeres.
Todas las familias que podían enviaban a sus hijas lo más lejos posible, a casa de
parientes que vivían en distritos más tranquilos.
Cuando el padre de Yen atacó a un soldado que atropello a la hija de su hermano,
aquél le derribó de un puñetazo y le pisoteó. Desde aquel día empezaron a sangrar sus
vísceras, y muy pronto murió en medio de una dolorosa agonía.
A pesar de su maldad, los soldados eran generosos cuando saqueaban o recibían
su paga, lo cual sucedía con poca frecuencia. Arrojaban monedas a los niños, y se
reían cuando éstos se peleaban al tratar de cogerlas. Llevaban vino a las casas donde
se albergaban, y repartían su comida con todos. Pero los Señores de la Guerra
necesitaban dinero para pagar a los soldados, y era asombroso ver las contribuciones
que inventaban para despojar del último céntimo a las provincias. Existía un impuesto
por cada lechón que nacía, y los campesinos terminaron por rogar al dios de la
Fertilidad que los hiciese estériles; otro impuesto por cada hijo de la casa, otro por los
casamientos y los entierros, y otros incluso por el incienso que se ofrecía a los dioses
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pidiendo que los soldados se marcharan del país.
La victoria oscilaba entre un bando y otro. Eran muchos los perjuicios y poca la
lucha, y fuera quien fuese el vencedor, el pueblo tendría que pagarlo.
—Los soldados son lobos en la victoria y tigres en la retirada —dijo el venerable
abuelo. Los niños, sentados junto a la lumbre, sorbían agua caliente de sus escudillas,
mientras la madre trataba de hacerles creer que era sopa.
—Tendremos que cultivar la adormidera de nuevo —dijo de pronto el tío menor
—. El que fuma el «lodo extranjero» no siente hambre.
En la habitación contigua gemía la madre de Yen. Asistida por la tía de éste,
estaba dando a luz en medio de toda aquella miseria. Nació otro niño, que gritó
durante toda la noche. Debían ponerle un gorrito y zapatos con cara de tigre, pero la
familia Lung era demasiado pobre para vestir adecuadamente a sus hijos.
La amarga broma del tío menor se realizó, pues el Señor de la Guerra, que
dominaba la comarca, ordenó que se cultivase medio mo[43] de adormideras por cada
mo de terreno. Sus propios hombres recogerían la cosecha en concepto de
contribución, y los campesinos se dieron cuenta de que no iba a quedar arroz para
subsistir.
Aquel verano vio Yen por primera vez un campo de adormideras. Los hombres
las plantaron en la mejor tierra, que descendía en suave pendiente hasta el canal.
Primero la habían sembrado de tréboles, y luego, cuando las flores rojas estuvieron
llenas de susurrantes abejas, la araron para fertilizarla, después de las devastaciones
de los soldados. Al fin, las flores oscilaron sobre sus altos tallos, y cuando el viento
las agitaba parecía como si una suave mano acariciase un rostro tranquilo. En cada
flor había sombras negras, como las que el opio trazaba en los párpados de los
fumadores. Un perfume adormecedor flotaba sobre el campo, y las dilatadas fosas
nasales de Yen lo aspiraban con curiosidad.
Durante los años de guerra se desarrolló y comenzó a pensar en las mujeres.
Cuando llegó el tiempo de hacer las incisiones en las cabezas de las adormideras,
emprendió el trabajo con ahínco. Utilizaba un pequeño cuchillo, y por la mañana
envolvía las gotas del viscoso látex en los pétalos secos de la misma planta. Saboreó
a hurtadillas aquella sustancia parecida a la resina y experimentó la misma sensación
que al fumarse la primera colilla: se le nubló la vista, se le revolvió el estómago y
tragó convulsivamente saliva. Luego se durmió en el establo, recostado contra el
escuálido búfalo.
Mucha gente sufrió en aquella época la enfermedad llamada fría y caliente, contra
la cual no surtían efecto medicinas antiguas ni modernas. Se quemaban ramas de
ciprés ante las puertas de las casas y ante las entradas de los pueblos, pero todo fue en
vano. La peste se propagó por todo el distrito, y la epidemia se hizo tan intensa que
escasearon los ataúdes.
—Nadie se inclinará para recoger el dinero que a uno se le caiga; tanto miedo se
tiene al contagio —decía suspirando la madre de Yen.
RUTH ANDERSON
Al amanecer, después de haber llovido toda la noche, cambió el viento y las calles
se cubrieron de hielo. Cuando la señora Anderson bajaba los dos escalones de la
entrada de su casa, para recoger el diario y la botella de leche, resbaló y cayó. Por eso
los dos mellizos nacieron cuatro semanas antes. Una de las criaturas murió el mismo
día en que nació, pero Ruth fue puesta en una incubadora y conservada en ella con el
mayor cuidado. Pesaba solamente cuatro libras y media al nacer, pero era tan bien
proporcionada como una pequeña muñeca.
Jack Anderson no cesaba de admirar sus deditos, sus uñas, sus pestañas, toda la
graciosa y encantadora perfección de su hija. Tenía veinticuatro años cuando ella vino
al mundo, y desde el principio la niña fue más hija suya que de la madre.
Emigrado de Suecia, el abuelo de Anderson fue primero peón y luego yerno del
dueño de una hacienda de Minnesota. Su padre era capataz de uno de los grandes
molinos harineros de Minneapolis. Jack fue al colegio, y desde un principio demostró
su preferencia por las clases de imprenta. Luego entró como aprendiz en la gran
imprenta de «Galing y Compañía», de St. Paul. Se enamoró de la joven de pelo negro
e inteligencia despierta que hacía los emparedados en el drugstore de la esquina, y se
casó con ella antes de cumplir los veintidós años. Hasta entonces pensaba pagarse
con su trabajo los estudios en algún College barato, pero cuando salió de aquel
torbellino de amor y rápido matrimonio ostentando el título de marido, renunció por
completo a sus grandes planes y se conformó con un empleo como tipógrafo en el
Morning Herald de Flathill, Iowa, con un sueldo de veintitrés dólares semanales.
Nunca pudo desprenderse de su tozudez sueca, y cuando estaba distraído y no
comprendía lo que le decía su mujer, preguntaba: Vass, Vass?, en lugar de What[46]?.
Con algo menos de treinta mil habitantes, Flathill tenía orgullo y ambición
suficientes como para tener un millón. Las casas rojas y grises estaban rodeadas por
campos amarillos y verdes. Los límites de la ciudad se perdían en los infinitos
maizales que la rodeaban, en los cuales destacaban como manchas multicolores las
fábricas, los surtidores de gasolina y los silos de cereales. La fábrica de tractores de
Watson era la más grande, y los Watson la gente más importante de la ciudad. Había
iglesias de todos los cultos: la católica estaba construida en un estilo que imitaba
modestamente al gótico, igual que la sinagoga, con sus vidrieras multicolores.
En el centro del pueblo había tres rascacielos y un parque frente al tribunal del
distrito, donde toda persona célebre que pasaba por Flathill tenía que plantar un árbol.
Los árboles, con sus pequeñas sombras compactas, crecían mucho más lentamente
que la ciudad. En cuanto a las celebridades, pertenecían a diversas categorías. Había
FRANK TAYLOR
Siete años tenía Frank cuando oyó cantar a un pájaro por primera vez. En la isla
hawaiana en que nació no había pájaros que cantaran, excepto de una especie negra e
insolente, de pico amarillo, que emitían un sonido desagradable e invadían la veranda
para buscar las migas del desayuno. Su padre y él habían llegado de noche a San
Pedro, donde una severa anciana a quien debía llamar abuela los esperaba con un
coche ridículo y anticuado, en el cual los llevó hasta Los Ángeles, a su casa, toda
pintada de blanco. Hablaron un poco.
—¡Hola, Henry! —dijo la abuela.
—¡Hola, mamá! —contestó Henry—. Éste es mi hijo.
—¡Hola, muchacho! ¡Qué moreno es, Henry!
—El sol lo ha tostado —explicó Henry.
El cuarto para huéspedes donde Frank tuvo que dormir solo estaba situado en el
primer piso. Nunca había dormido solo hasta entonces.
—Puedes ocupar la habitación de papá —le dijo la abuela a Henry, y éste se
quedó en la planta baja.
Luego, la anciana llevó a Frank al cuarto de huéspedes.
—¿Dónde está tu camisón? —preguntó.
—Siempre duermo desnudo —repuso Frank.
La abuela abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir una palabra.
—¿No rezas? —preguntó cuando Frank se disponía a meterse en la cama.
—¡Oh, si! —respondió éste rápidamente, pues a menudo se olvidaba de hacerlo.
Se arrodilló junto a la cama y murmuró—: Querido Dios, protege a esta casa y a
todos los que en ella viven: a mi padre, a mi abuela y a Poulani. Amén.
—¿Quién es Poulani? —preguntó la abuela.
—Mi jaca —contestó Frank sintiendo ganas de llorar.
—No se reza por los animales —dijo la abuela al apagar la luz.
Luego se inclinó sobre él en la oscuridad y le dio un beso seco y frío en la frente.
Después se vio solamente la luz de uno de los faroles de la calle y la sombra de las
cortinas que oscilaban lentamente ante la ventana abierta. El niño se sentó en la cama,
juntó las manos y escuchó asombrado. El pájaro cantaba fuerte y rápidamente.
Parecía como si estuviera completamente solo en medio de las tinieblas. De pronto,
Frank se sintió vencido por el recuerdo de su madre y de todo lo que había dejado
atrás, y ocultando la cara en la almohada empezó a llorar silenciosamente, mientras el
pájaro seguía cantando.
A la mañana siguiente la abuela descubrió la almohada mojada, y después de unos
Querida Mamo:
Te agradezco mucho tus lindos regalos. Ahora soy solamente dos pulgadas
más bajo que papá, que dice que pronto seré más alto que él. Voy a menudo a
nadar con mis compañeros de colegio, pero las olas aquí son demasiado chatas
y no hay marejada. Hay un parque de atracciones y un canal que nos causa
gran placer. En cuanto salga de la escuela iré a Hawai a visitarte.
O bien:
Querida Mamo:
Soy ahora «quarter back» en el equipo de la escuela, y el viernes pasado
vencimos al H. H. por siete a tres Yo hice un «touchdown»; lástima que no
hayas estado para verlo. Las camisas de seda que me enviaste son preciosas,
pero la señora Henley dice que debe guardarlas para cuando asista a reuniones.
Los muchachos de aquí no usan camisa de seda, pero a mí me gustan mucho. Te
abraza tu gran pececito.
O bien:
Querida Mamo:
Te escribo desde el campamento, adonde me envió papá. Está en la sierra, a
nueve mil pies de altura, y hay muchos árboles, no como los de Los Ángeles, que
deben de ser comprados y plantados, sino verdaderos árboles grandes.
Dormimos en tiendas de campaña, y al anochecer cantamos junto a la fogata
del campamento. También hice una excursión; anduvimos a caballo durante tres
días y dormimos sobre mantas. Papá dice que si salen bien las cosas tal vez
compre una casita en las montañas, y entonces podremos pasar entre los
árboles todos los fines de semana. Aquí también hay un río; ahora está seco,
Y un cable:
YOSHIO MURATA
Al otro lado de la ventana de papel opalino había una rama de pino. La imagen de
aquella gruesa rama, con sus espirales de agujas y sus múltiples ramitas horizontales,
se perfilaba a través del papel transparente. De vez en cuando, la brisa gentil animaba
la rama y la movía. En medio del cuarto había una cavidad cuadrada, llena de ceniza
y de ascuas de carbón. La tetera de hierro, suspendida del techo, comenzó a silbar,
primero, suavemente y luego con fuerza. El abuelo, arrodillado sobre un almohadón
al borde de la cavidad, preparaba los instrumentos para la ceremonia del té. Sus
manos se movían lenta y suavemente entre la vajilla lisa y brillante, poniendo el té
pulverizado en una profunda escudilla, echando agua con un viejo cucharón y
revolviendo el líquido espeso y espumoso.
Yoshio, que aún era muy pequeño, se arrodilló seria y cortésmente frente a su
abuelo, con las palmas de las manos apoyadas —como le habían enseñado— en las
esterillas que cubrían el suelo. Pero al cabo de un rato encontró la ceremonia aburrida
y se acercó más a la pared en que estaba la ventana. Luchó valerosamente, pero la
tentación era irresistible, y perforó el papel con su índice, produciendo un ligero y
agradable chasquido. El abuelo, en su digno quimono gris, le reprendió sonriendo,
porque el aire frío entraba por la pequeña abertura redonda. Luego la madre cerró las
persianas, y así desaparecieron la ventana y la rama de pino. Después entró la vieja
Baaya, se arrodilló en el umbral de la puerta que conducía al interior de la casa, ató a
Yoshio a su espalda y se lo llevó. El abuelo se quedó otra vez solo. El pequeño
Yoshio veía muchas cosas cuando la Baaya lo llevaba de paseo sobre la espalda. La
aldea de Kamioka estaba situada en una suave colina salpicada de bambúes. El niño
veía hermosos árboles, pinos y arces que en noviembre parecían de fuego; nubes;
almiares; las escaleras grises que llevaban al templo donde estaba el altar y que en los
días de fiesta se llenaba de una muchedumbre de alegres trajes; bicicletas, y unos
cuantos automóviles.
Yoshio nació en el trigesimosexto año del período Meiji, llamado la Era de la
Cultura. Para la Fiesta de los Muchachos, en mayo, sus padres, le regalaron un
uniforme moderno y un rifle de estallido seco, y su abuelo una pequeña coraza con
casco de samurai y dos espadas, que parecían muy peligrosas aunque eran solamente
de bambú y hojalata. Un gigantesco pez hermosamente pintado, hecho de tela y con
brillantes escamas, fue izado en el palo más alto, detrás de la casa, como emblema de
suerte para el único hijo. El pez se llenó de viento, se levantó orgullosamente en el
aire y quedó suspendido en posición horizontal. Algunas casas tenían cinco, seis
peces; eran hogares envidiados, con muchos hijos. La madre de Yoshio las miraba a
A solas en el pantano,
tímidamente escondido,
canta el zorzal solitario,
y el abstraído ermitaño,
evitando aldeas y ferias,
Viajó por algún tiempo por los Estados meridionales, y, para complacer a su
padre, estudió las plantaciones de algodón, aunque resolvió no entrar en las
«Hilanderías de Algodón Murata». Fue al Este, y se acostumbró al asfalto de Nueva
York, ciudad que le parecía el ombligo del mundo. En Nueva Inglaterra visitó
fábricas de algodón que eran anticuadas en comparación con las de su padre. Estuvo
en Vermont, donde América conservaba más legítimamente su antiguo ambiente, con
sus granjas y métodos, sus lagos, su costa y las brisas del mar.
Sintiendo un miedo mortal inició una aventura amorosa con una de las bailarinas
de un club nocturno de Harlem, que lo trataba como si fuera un pequeño muñeco. Era
La mano amiga
templa como la brisa
del Fujiyama.
—Si pudiera conseguir algunas setas prepararía una tortilla con crema a la rusa,
¿sabes, mon chéri[59]?, y entonces podríamos cenar en casa —dijo Jelena
interrumpiendo sus pensamientos. Estaba pintándose ante el pequeño espejo que
Yoshio había colocado para ella.
—Eres perfecta, Jelena —dijo, y en aquel momento lo creía verdaderamente.
Ella no solamente era encantadora y hermosa, sino que también era práctica. Se
hacía cargo de la asignación mensual de Yoshio, que había disminuido desde la
depresión, le compraba lo necesario y le preparaba delicadas comidas. Contaba la
ropa cuando la llevaba la lavandera y le planchaba las corbatas. Lo acompañó a un
sastre, y Yoshio tuvo por primera vez un traje europeo bien cortado. Con él se sintió
más confiado y un poco orgulloso, pues en París interesaban los japoneses.
Podía hablar con ella de política, de teatro y de exposiciones de pintura. Estaba
casi tan bien educada como las elegantes geishas de su país natal, y se sentía cómodo
y feliz en su compañía. Jelena le leía en voz alta poesías francesas: Maeterlinck,
Le dormeur du val…
… les perfums ne font pas frissonner sa narine;
il dort dans le soleil, la main sur sa poitrine
tranquille…[60]
Le causaba gran placer regalarle cosas hermosas, porque ella tenía un gusto
exquisito. Escribió a su madre pidiéndole que le enviara una antiquísima túnica de
brocado, como las que usaban las damas de la corte imperial de Kioto. Como todo
japonés, estaba tan enamorado de la hermosura del traje como de la que lo llevaba, y
el día que Jelena se puso el quimono verdoso bordeado con hilos de plata, su amor
llegó al límite. Realizaban pequeñas excursiones por Bretaña y Normandía. Yoshio se
sentía feliz en compañía de la hermosa mujer de cutis blanco.
En Francia aprendió que los hombres son iguales en todo el mundo.
«Hay menos diferencia entre el agricultor japonés y el europeo, que entre aquél y
el director de un Banco japonés —escribió en un artículo para su revista—. América
tiene agricultores que trabajan como máquinas y van al cine en coche propio, pero no
posee verdaderos labradores. Tal vez sea ésta la razón de la extraña desolación de los
Estados Unidos, un vacío que hace insignificante hasta el paisaje más hermoso». En
Francia se recreó otra vez en lo que veía. Las carreteras estaban flanqueadas de
álamos. Viejos árboles adornaban las plazas de las ciudades provincianas de calles
sinuosas. Todo aquello le encantaba, y se sentía como en su tierra. La atmósfera
húmeda y lluviosa de París producía tintes y colores que podía describir en francés,
aunque las lenguas europeas fueran demasiado toscas para expresar aquella belleza.
Agradecido y pesaroso se despidió de Jelena. Con su rígida letra le escribió en un
rollo de papiro el antiguo proverbio:
«El encuentro es el comienzo de la despedida».
La joven se reía al poner el dinero de las propinas en pequeños sobres estrechos
siguiendo la costumbre japonesa. Por última vez le quitó los anteojos con la
humorística gentileza que tanto le gustaba, y le dio un beso de despedida en el andén
de la estación, delante de todos los presentes. Yoshio se sintió tan avergonzado y
enojado por aquella escandalosa manifestación de afecto, que eso le ayudó a soportar
la despedida. Sólo cuando se vio privado de Jelena supo cuánto significaba para él.
Italia le aburrió por sus superlativos: el cielo era demasiado azul, los cipreses
demasiado pintorescos, las estatuas demasiado grandes, los cuadros demasiado
perfectos y las pinturas de Rafael demasiado hermosas. «No expresaban nada», pensó
irónicamente ante el bárbaro torbellino de colores y figuras de los cuadros de
Tintoretto en el palacio de los Dux de Venecia. «¡Cuánto mejor es una rama de
bambú pintada por Yosetsu!». La disciplina y la limpieza impuestas por Mussolini no
parecían agradar a los visitantes, lo cual le hacía reír. En su patria, una sola palabra,
Cuando estalló la guerra con China, Yoshio se presentó como voluntario para el
servicio militar. Era un ratón de biblioteca, un periodista, un ciudadano con gafas que
odiaba la guerra y amaba la paz, pero había hecho una promesa a su hermano muerto.
Lo aceptaron, pero no le dieron uniforme.
—Puede servir más como corresponsal —le dijeron.
Y esperó nuevas instrucciones, que llegaron después de varias semanas.
Lo enviaron a Shanghai, donde debía recibir órdenes.
A través de sus anteojos, el viejo maestro miraba a Yutsing. Su frente tenía tantos
surcos como un campo arado.
—¿Qué dice Confucio en el décimo capítulo de Hsiao-Ching con respecto a los
deberes de un buen hijo que es aún niño? —preguntó. Como Yutsing solamente abría
la boca sin dar ninguna contestación, comenzó a responder él mismo—. Un buen hijo
tiene cinco deberes con sus padres. Debe honrarlos en la vida cotidiana. Debe tratar
de… Yutsing, ¿qué debe tratar?
La sabiduría amontonada en el cerebro de seis años de Yutsing despertó de
pronto.
—Debe tratar de hacerlos felices de todas las maneras posibles, especialmente
durante las comidas —dijo con el monótono tono del escolar que repite la lección—.
Debe cuidarlos con especial atención cuando están enfermos. Debe mostrar gran
duelo cuando mueren. Debe ofrecer ceremoniosamente sacrificios a sus padres
difuntos. Si cumple con todos estos deberes, entonces se podrá decir que ha hecho
cuanto un buen hijo puede hacer.
Ocultando sus manos entre las mangas, el muchacho se balanceaba con el ritmo
de las palabras clásicas. Recitaba maquinalmente, pues había aprendido el texto de
memoria y podía pensar en otras cosas mientras seguía declamando. Sinsong le
prometía una cometa, un dragón amarillo con ojos verdaderos. Los árboles del patio
oscilaban, suavemente agitados por el viento del Oeste.
—El Hombre Superior no debe estar orgulloso de la alta posición que ocupa, ni
debe mostrarse descontento cuando está más bajo que otro. Si muestra orgullo y
arrogancia como alto empleado, entonces pronto lleva… lleva…
Las palabras cesaron de salir de los labios de Yutsing. Sus pensamientos se
apartaron del dragón amarillo y volvieron a la escuela. Clavó sus ojos en la honorable
persona de su maestro, el cual golpeó la mesa con su abanico y continuó:
—… Entonces pronto lleva a la ruina a su familia y a sí mismo. Si está
descontento con su inferior situación, puede ser inducido a hacer mal, y si hace algo
contra la opinión pública, será entonces objeto de ataques. Si se conduce de este
modo no puede ser considerado un buen hijo, aunque todos los días dé buenas
comidas a sus padres.
Alumno y maestro recitaban a dúo, sin saber lo que decían. Declamaron luego los
cinco castigos, y Yutsing sólo comenzó a prestar atención cuando el maestro empezó
a narrar la historia de Wu Meng, que vivió durante la dinastía de los Chin, y que era
tan pobre que ni él ni sus padres tenían mosquiteros sobre sus lechos.
Era una de las dignas concubinas de su padre. Yutsing las vio cuando fueron
conducidas en literas a su casa. Las concubinas de su padre vivían en el pabellón, en
un patio separado, de manera que la honorable madre de Yutsing no tuviese que
verlas al pasear por el patio, frente a sus propias habitaciones. Pero Yutsing sentía
curiosidad por conocer a las concubinas, pues el portero le había dicho que eran tan
hermosas como un sueño.
—Los sueños no son hermosos —replicó Yutsing muy sensatamente, pues soñaba
muchas veces con zorros, con espectros y con mujeres sin pies que trataban de
estrangularle. Cuando era pequeño dormía en la misma cama que la naimah[63]. Si él
gritaba, ella, abriendo su camisa, le estrechaba contra su cuerpo bronceado, y Yutsing
se sentía seguro. Cuando comenzó a aprender los Cuatro Libros, su madre le advirtió
que era un hombre y que no debía sentir miedo; pero su tía, que dormía en la misma
casa, se sentaba a su lado y le contaba viejas historias, acariciando sus hombros hasta
que se dormía nuevamente. Sus manos eran tan duras como las ramas de un pino, y
su cuerpo estaba agobiado y extrañamente torcido.
—El remo… —decía con un suspiro.
Fue ella la primera que le relató la vida de la gente del río y su pobreza.
Su tía tenía una opinión muy buena de él, tan buena que recogía su orina como un
precioso medicamento, frotando sus doloridos músculos con ella y afirmando que le
hacía bien. Colgaba regalos en la cabecera de su lecho para que le trajeran suerte, y a
veces también un cesto de fragantes flores; encendía el amargo incienso humeante
que alejaba a los mosquitos, y sabía cómo tratar a los espectros. Antes de la fiesta de
Año Nuevo iba ella misma a la cocina para poner miel en boca del dios de la cocina,
de manera que durante los días siguientes, cuando éste estuviese de vacaciones y
ascendiera al cielo, pudiese solamente dar buenos informes de la familia. Una vez,
LA CIUDAD
«Ya era hora —pensó Frank—. Esta ciudad corrompe a los que vienen a vivir en
ella. No existía otra alternativa: emborracharse con otros jóvenes solteros en el club y
en las excursiones nocturnas a la Foochow Road, acompañados de las bailarinas y las
prostitutas de más baja estofa, o bien sufrir el insoportable aburrimiento de la
respetable sociedad americana: jugar al bridge con comerciantes de edad y dar
palmaditas en la espalda y apretones de mano».
Honorable padre:
Arrodillado te presento esta carta. Ha pasado ya mucho tiempo sin que haya
recibido tus instructivas palabras. Estoy muy preocupado por la salud de mi
honorable padre. Me he puesto de puntillas para mirar al Este, esperando tener
la alegría de poder alcanzar a mi padre el té de la mañana y el de la noche.
En el séptimo día del octavo mes iré con muchos otros niños a Shanghai,
donde habrá una reunión de exploradores y se celebrará una fiesta que durará
varios días. Nos dividirán en Hsiangs y viviremos en barracas y en tiendas de
campaña. Mi número es el 174 Hsiang Chongsi. Si mi honorable padre quiere
tomarse la molestia de preguntar en la Municipalidad, recibirá seguras
referencias sobre el lugar en que podría encontrar a su indigno hijo. Apenas
puedo esperar el día en que lleguemos a la Gran Ciudad. Confucio dice: «De
nuestros padres hemos recibido el cuerpo, el cabello y la piel; por eso es nuestro
deber contenerlos ilesos». De rodillas te entrego esta carta humildemente y te
deseo diez mil felicidades.
Tu hijo,
Lung Seileong
República China, año 26, 7.º mes, día 18.
Como si del cielo bajaran mil hadas para entonar canciones en su honor, Yen
escuchó aquella mezcla asombrosa de enseñanzas modernas y de cortesía china. No
había comprendido lo más mínimo. El viejo mandarín le leyó tres veces la carta. Por
la primera lectura debía pagarle tres monedas de cobre, y por las siguientes una sola.
Después de leerla por última vez, dobló la carta y la guardó en el sobre.
—Una alegre noticia —dijo con gran afabilidad— y una carta muy bien escrita de
un hijo a su padre. Debes de ser muy feliz sabiendo que muy pronto podrás ver a tu
hijo.
Yen continuaba sentado, sonriendo estúpidamente. Su hijo sabía escribir y
escribía a su padre. Y pensaba: «¡Mi hijo! ¡El hijo de Lung Yen el coolie!». Todos los
curiosos expresaron sus deseos de felicidad.
—¿Qué significa esta carta? —preguntó Yen como si despertara de un sueño.
El pequeño pececillo
que nada en el vasto mar
por ello crece en tamaño.
Querida esposa: Ha pasado otro día sin noticias tuyas. Me parece infantil
haber esperado con tanto ardor una carta. Pero es la primera vez que te olvidas
de mí en mi cumpleaños, y eso me preocupa. ¿Estás enferma?
¿O ha sucedido algo peor? Tú sabes de qué clase son las preocupaciones
que tengo cuando no recibo noticias tuyas durante algún tiempo. Quizá sea el
correo, en el que por lo general se puede confiar. En un país donde todo lo
demás se encuentra en un caótico desorden, llegan las cartas con gran rapidez y
seguridad. Esto data de la época en que los correos tenían que ir rápidamente
desde él Sur para llevar a la corte imperial de Pekín los comestibles de aquéllas
regiones. Aquí se dice que los ferrocarriles y las líneas aéreas están cerradas al
tráfico civil para que los transportes de tropas puedan llegar a Shanghai. Nadie
cree que se pueda evitar la guerra. Los japoneses han desembarcado ya
demasiadas tropas, y el río está lleno de destructores. Por el momento no puedo
imaginarme cómo sería una guerra en Shanghai, porque la zona internacional
es sagrada. La población habla de la guerra del treinta y dos como si se
hubieran sentado cómodamente para ver cómo volaban por el aire los barrios
chinos de los alrededores.
De cualquier modo, es posible que en alguna parte se encuentre una carta
tuya que yo no haya recibido. Si llegara a estallar la guerra, mi vida tendría
algún motivo, pues se crearían servicios de ambulancias donde me serían muy
útiles los conocimientos que adquirí en la Gran Guerra.
Irene, esposa querida, ¿me preguntas por mi vida? Mi vida son tus cartas.
Eso es todo lo que puedo decirte. Cuanto más tiempo estoy en este país, tanto
menos lo entiendo, y tanto más deseo irme de él. Tú sabes que mi vida sólo tiene
Llamaron a la puerta una, dos, tres veces, antes de que el doctor oyera. Un
momento antes estaba con Irene. Cubrió con el diario la carta sin terminar y luego
abrió la puerta. Afuera esperaba un boy chino.
—Doctor ir número 1678. ¡Pronto, pronto! Amo muy enfermo —dijo enarcando
las cejas.
—Voy enseguida —repuso el doctor cerrando la puerta. Su maletín estaba
siempre listo.
«Alguno que bebió con exceso», pensó. Tenía cierta experiencia en la práctica
hotelera.
Helen Russell deambuló todo el día por la ciudad en busca de un regalo de bodas
para Frank Taylor. Como éste parecía resuelto a casarse con la pequeña americana,
Helen pensaba regalar a la joven pareja algo que fuera demasiado caro y demasiado
lujoso, encontrando en ello un feroz placer. Casi se había decidido por una magnífica
fuente verdegay de la época de los Ming; pero con la misma ironía con que había
resuelto llevar a cabo su propósito pensó que Ruth Anderson, la futura señora de
Taylor, no podría apreciar el valor de tal regalo.
«Me parece que llevaría la fuente a la cocina para hacer en ella un budín», se dijo.
Como Helen desconocía por completo el amor antes de su llegada a Shanghai, y por
Estimado amigo:
Permítame expresarle la decepción que me causa no haber recibido aún
noticias acerca de la flor de crisantemo sobre la cual tuvimos una conversación
tan llena de esperanzas. Nuestros amigos tienen la mayor confianza en la
habilidad de sus estimadas manos, y están convencidos de que usted superará
toda dificultad que el clima de Shanghai pueda oponer al desarrollo de la noble
flor. Le ruego que satisfaga mi impaciencia y curiosidad por su experimento de
floricultor con una contestación inmediata. Como recientemente tuvimos
pequeñas dificultades con la comunicación telefónica, le propongo que honre
mañana por la mañana mi indigna casa con su visita, teniendo la seguridad de
que podrá usted darme buenas noticias. En el deseo…
Yoshio firmó bajo las frases de cortesía con que terminó la carta, pegó el papel y
se lo entregó a la desagradable joven japonesa, que lo guardó en un bolsillo y se
marchó después de decir: «Good bye».
Querido Emanuel:
He vacilado mucho antes de escribirte esta carta, pero una vez debía ser.
Creo que habrás sospechado lo que te digo en ella. Tienes que haber
comprendido, como yo, que durante estos últimos años nos hemos alejado cada
vez más el uno del otro y que hemos llegado a un punto en que ya no existe
ninguna comunidad entre nosotros. Tú has ido a países extraños y te has
adaptado. Yo me he quedado aquí y he comprendido que Alemania es el único
país al que pertenezco y donde puedo vivir. He comprendido que nuestro Führer
tiene razón, y he aprendido a creer en él y en el Tercer Reich. Con esto está
dicho todo. Fue una falta grave habernos casado, y la hemos pagado con la
sangre de nuestro corazón. Sé que no te opondrás a que construya una segunda
vida sobre las ruinas que correspondan a mi naturaleza y a mi origen. A ti te
deseo felicidad para el futuro, y estoy segura de que con la ambición, la
habilidad y la fuerza de asimilación de tu raza harás carrera en el extranjero.
He pedido el divorcio, que en nuestro caso será concedido sin dificultades.
Olvídame como yo trato de olvidarme de ti.
Irene
Estos versos los había escrito él cuando era un joven de dieciocho años…
Sonó un disparo. Tal vez un neumático reventado por el excesivo peso. Escuchó
luego el silbato de un agente.
Silencio. De nuevo sonaron las sirenas. Un poco después se escuchó el suave
murmullo del agua. Esto hizo que conciliara pronto el sueño.
El señor Endo lo despertó, llevándole el té.
—Buen día, honrado huésped —dijo, más ceremonioso que de costumbre.
Durante un momento, Yoshio no pudo precisar dónde se hallaba.
—Le recomiendo que salga pronto —añadió Endo—. Los ómnibus no circulan
hoy y el uso del coche podría acarrear dificultades que impedirían su salida más
tarde.
—¿Ya está arreglado mi viaje? ¿Ha reservado un camarote para mí? —preguntó
Yoshio despabilándose por completo.
El señor Endo le sonrió amablemente.
—En efecto —contestó—, todos los vapores están completos, pero un honorable
compatriota nuestro, el señor Watanabe, ha pagado un camarote para su mujer y su
hija, con el fin de alejarlas de la guerra. Este señor ha tenido el mayor placer en poner
dicho camarote a su disposición. Espero que se encuentre cómodo.
Desgraciadamente, aquí el cuarto de baño es tan poco práctico como el lecho.
—¿Ha habido tiroteos esta noche, o sólo lo he soñado? —preguntó Yoshio.
—Los informes que tengo son contradictorios —respondió con suma prudencia el
señor Endo.
Yoshio se dirigió al cuarto de baño, con el fin de lavarse. Estaba más alegre que
de costumbre. La noche pasada en aquella cama se le presentaba como una aventura.
Encontraba su misión agradable y llena de esperanzas a la clara luz de la mañana. No
sabía si aquella alegría se debía únicamente a la perspectiva de viajar junto a Jelena.
En el momento en que se abrochaba los tirantes comenzaron a estremecerse las
puertas, las ventanas y los muebles, y la vajilla entrechocó sobre la mesa.
«Los cañones —pensó—. Ya comienzan a tronar los cañones».
Recordó por un momento el ruido sordo y lejano de los cañones en la guerra de
Manchuria.
Endo entró con el rostro sonriente.
—Aquí está su apreciado pasaje para el vapor —dijo haciendo caso omiso del
cañoneo—. Cuando llegue a Hong Kong no se olvide de ir a nuestra agencia de
turismo. Aquí le he apuntado el nombre: señor Yonosuke Yamado. Éste le prestará
etiqueta aplicada a una persona de Asia, sobre todo si eran del sur de China o el
subcontinente indio. (N. del Ed.) <<
de septiembre de 1908) fue un violinista y compositor español. (N. del Ed.) <<
para describir el acto de la pintura al aire libre, que también se llama peinture sur le
motif o lo que el ojo ve realmente. En la pintura, sur le motif reproduce las
condiciones visuales reales observados en el momento de la pintura. Esto contrasta
con la pintura realizada en estudio. (N. del Ed.) <<
su situación con respecto al curso del Sena, en oposición a la margen derecha. Más
que una mera situación geográfica, la expresión «Rive gauche» designa igualmente
un modo de vida, una manera de vestir y aparentar. Los distritos VI y V, antiguos
barrios bohemios, artísticos e intelectuales de la primera mitad del siglo XX,
caracterizaron lo mejor de dicho estilo. (N. del Ed.) <<
grandes copas. Las flores surgen de las areolas y tienen forma de embudo y de un
tamaño de hasta 20 cm de longitud. Abren en función de la adaptación a los
polinizadores durante el día (en aves ) o por la noche (insectos). Las brácteas
interiores son generalmente de color blanco o casi blanco, raramente amarillo o rosa,
las brácteas exteriores son de color rojizo. Una característica típica de los Cereus,
aparte de otros géneros es que después de la floración y caída del perianto, la fruta
permanece. Las frutas maduras y jugosas son a menudo de color verdoso o amarillo o
rojo, estallando y lanzando numerosas semillas grandes y negras. (N. del Ed.) <<
era un samurái sin amo durante el período feudal de Japón, entre 1185 y 1868. Un
samurái podía no tener amo debido a la ruina o la caída de éste, o a que había perdido
su favor. La manera más sencilla que había para que un samurái acabara siendo ronin
era a través del nacimiento. El hijo o hija de un rōnin también era rōnin, siempre que
no renunciara a su estatus. A menudo el rōnin por nacimiento soñaba con demostrar
su valía para poder jurar lealtad con un clan, convirtiéndose así en un verdadero y
auténtico samurái. Aunque esto ocurriera de vez en cuando, era algo infrecuente,
reservado a los más talentosos, pues pocos daimyō estaban dispuestos a sentar un
precedente permitiendo que un rōnin entrara en su clan. Más a menudo los rōnin eran
enviados en ciertas misiones con la promesa de la admisión, para luego negársela
basándose en algún tecnicismo. (N. del Ed.) <<
tienen una lengua común, ni conocen suficientemente alguna otra lengua para usarla
entre ellos. Los pidgins han sido comunes a lo largo de la historia en situaciones
como el comercio, donde los dos grupos hablan lenguas diferentes, o situaciones
coloniales en que había mano de obra forzada (frecuentemente entre los esclavos de
las colonias se usaban temporalmente pidgins). En esencia, un pidgin es un código
simplificado que permite una comunicación lingüística escueta, con estructuras
simples y construidas azarosamente mediante convenciones, entre los grupos que lo
usan. Un pidgin no es la lengua materna de ninguna comunidad, sino aprendido o
adquirido como segunda lengua. Los pidgins se caracterizadan por combinar los
rasgos fonéticos y morfológicos y léxicos de una lengua con las unidades léxicas de
otra, sin tener una gramática estructurada estable. (N. del Ed.) <<
hilos crepé (de elevado retorcimiento). El chifón se fabrica a partir de algodón, seda o
fibras sintéticas. es muy utilizado para confeccionar vestimentas para la noche,
especialmente como cubiertas, para darle una apariencia elegante y etérea a la capa.
Es muy utilizado para fabricar blusas, cintas, bufandas y lencería. Al igual que otras
telas crepé, el chifón es algo difícil de trabajar a causa de ser sumamente liviana y
con una textura sedosa. Debido a su naturaleza delicada, el chifón debe ser lavado a
mano con precaución. (N. del Ed.) <<
lengua monosilábica muy influida por el chino. (N. del Ed.) <<
utilizados en coctelería para realizar "tragos largos" que se preparan con whisky, ron,
gin y vodka, mezclados con hielo y agua, soda u otra bebida. (N. del Ed.) <<
Ed.) <<
se sirven bebidas alcohólicas, café, quesos y otras bebidas. Pueden ser también
restaurantes de comidas a precios económicos. (N. del Ed.) <<