Shanghai Hotel - Vicki Baum

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Originalmente

titulada «Shanghai 1937», esta novela vio la luz de forma más


o menos clandestina en 1939, el año en que los nazis quemaron tantos y
tantos libros, entre ellos los de Vicki Baum, que era judía. Ya en 1929, la
autora había anticipado en «Gran Hotel» la decadencia de la sociedad
alemana en el período prenazi, la pérdida de valores oculta bajo un falso
refinamiento. «Shanghai Hotel» es también una terrorífica premonición de la
Segunda Guerra Mundial. En su primera parte nos narra la peripecia vital de
nueve personajes procedentes de todos los lugares del mundo, que no se
conocen entre sí; en la segunda parte, todos ellos coinciden en la
cosmopolita ciudad de Shanghai, alrededor del Shanghai Hotel, y allí es
donde sus destinos se cruzarán y donde encontrarán (como sabe el lector
desde el principio) la muerte, víctimas de una de las primeras bombas de la
guerra chino-japonesa.

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Vicki Baum

Shanghai Hotel
ePub r1.2
Titivillus 25.01.15

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Título original: Hotel Shanghai
Vicki Baum, 1939
Traducción: Máximo Siminovich

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRIMERA PARTE

LOS PERSONAJES

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INTRODUCCIÓN
La ciudad que fue escenario de los sucesos aquí relatados ya no existe; su aspecto
ha variado, como sucedió otras veces. En innumerables ocasiones hubo luchas en sus
calles, aunque nunca fueron tan desesperadas como a fines de verano y a principios
del otoño de 1937.
Durante ochenta y ocho días, Shanghai fue sitiada y bombardeada desde la tierra
y el aire. Cientos de miles de hombres murieron, y el olor a carne humana
chamuscada se percibió durante mucho tiempo sobre la ciudad, flotando como una
densa nube.
En el «Shanghai Hotel», el gran edificio construido cuatro años antes, poco
después de las luchas de 1932, hizo blanco una de las primeras bombas que se
arrojaron desde el aire. Era un edificio con pórticos y dieciocho pisos coronados por
su célebre jardín terraza. Estaba situado en Nanking Road, a mitad de camino entre el
Bund y el hipódromo inglés.
El daño causado por la bomba fue considerable; se rompieron los cristales de
todas las ventanas, y un gran agujero en la fachada destruyó varias habitaciones,
dejando su interior al descubierto. Los japoneses afirmaron que la bomba fue arrojada
por los aviadores chinos, pero los chinos insistieron en que la bomba era japonesa.
Los corresponsales extranjeros opinaron que dicha bomba, destinada a los navíos de
guerra japoneses anclados en el río Whangpoo, había sido mal arrojada por un piloto
chino. Se presentaron protestas y se publicaron excusas, pues aunque los barrios
chinos fueron de vez en cuando arrasados por las bombas, siempre se había
considerado inviolable la Concesión Internacional situada en el corazón de la ciudad.
Los que vivían desde hacía mucho tiempo en el Oriente, y conocían bien su sutil
estrategia de guerra, parecían convencidos de que con aquel bombardeo los chinos
intentaban indicar a los japoneses que no tolerarían una repetición de los sucesos de
1932. En aquella ocasión, un destacamento de marinería japonesa, con el pretexto de
que los japoneses tenían parte de la Concesión Internacional, ocupó el centro de ésta,
abusando de la neutralidad, para tomarla como base de operaciones bélicas.
Sea quien fuere el que arrojó la bomba, el «Shanghai Hotel» sufrió daños; muchas
personas resultaron heridas y nueve muertas…, nueve de las miles que tenían que
morir en aquel primer día de lucha.
En las páginas siguientes se da una reseña de los caminos que condujeron hasta
Shanghai a estas nueve personas, del curso de sus vidas y de la hora de su muerte.

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Capítulo I

B. G. CHANG

Chang nació en un bote. De noche, mientras el río lamía suavemente las tablas de
la vieja embarcación, él vino al mundo. Su madre, que lo separó de ella con un
cuchillo oxidado, murió a la mañana siguiente. Chang no tenía padre, y el bote, que
era la vivienda y el hogar de su familia, parecía buscar su camino con los ojos que
tenía pintados en la proa. Una estera colocada sobre una armazón de bambú servía de
toldo. Su hermana, siete años mayor que él, fue hasta la opulenta aldea cerca de la
cual habían anclado, mendigó habichuelas para el huérfano, las exprimió y sacó de
ellas un líquido lechoso que el niño chupó ávidamente de las yemas de sus dedos. De
este modo pudo sobrevivir la criatura.
Envuelto en harapos y acostado sobre el fondo del bote, sólo las tablas de éste lo
separaban del agua del río. Su hermana, inclinada sobre el remo al que se aferraba
con fuerza, hacía avanzar la embarcación. El esfuerzo hacía resaltar las venas de sus
pequeños brazos. Si él lloraba, levantándolo, lo ataba firmemente sobre su espalda y
seguía remando, y el ritmo continuado de sus movimientos lo adormecía.
Fue llamado Ah Tai, el Grande, pues carecía de padres que pudieran darle un
nombre. Durante toda su vida amó devotamente a su hermana, aunque no fuera más
que una mujer. El río fue su padre y su maestro, y Chang creció bajo su tutela hasta
convertirse en un muchacho alto y fuerte que solía golpear a sus primos mayores o
arrojarlos al agua cuando se burlaban de él.
Sus pensamientos se resumían en la comida. Siempre tenía hambre. A veces, el
bote reposaba perezoso e inmóvil en una curva del río, aguas abajo de algún pueblo.
Las raciones de comida menguaban, y al final desaparecían por completo. Chang
soñaba entonces con tallarines, con pan y con col hervida. A veces robaba unos ajos
de un pequeño campo, y masticaba un pedazo de madera como si fuera pan.
Transportar una carga río abajo significaba una época próspera. A veces llevaban a
bordo unos pollos o una jaula con un lechón. Los hombres comían entonces riendo,
jugaban al kaipu con moneditas perforadas, reñían, se reconciliaban y su alegría no
tenía fin. A las mujeres y a los niños se les daban las sobras, y aunque pocas veces
sintió Ah Tai la satisfacción que proporciona una buena comida, se desarrolló
maravillosamente.
El río creció al finalizar las lluvias estivales, inundando los campos con sus aguas
grises; una neblina blanca las cubría a veces por la mañana, y el barro solía teñirlas de
amarillo. En el laberinto formado por las raíces de los árboles de la orilla, el agua era
de un color verde oscuro. Chang atrapaba los peces que vivían allí y llevaba su presa
a los vendedores de pescado del mercado más próximo, pero su tío le arrancaba el

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dinero de las manos. Las negras fosas nasales de Ah Tai se dilataban cuando se
detenía ante las gigantescas ollas de los cocineros ambulantes, tragando saliva
mientras aspiraba ávidamente el apetitoso olor.
Como nadie lo cuidaba, su cabeza y sus ropas albergaban una legión de piojos. Su
hermana solía desnudarlo y, arrodillada a la orilla del río, extendía sus ropas sobre la
piedra y las golpeaba con un trozo de madera para lavarlas. Chang, entretanto,
sentado al sol sobre la borda del bote, balanceaba las piernas, sentía un cosquilleo
cálido sobre su piel desnuda y se entretenía mirando cómo la luz reflejada por el río
formaba a los lados del bote dibujos que parecían lagartos luminosos. ¡Tenía tanta
hambre! En cuanto sus ropas estaban secas volvía a vestirse; se ajustaba los
pantalones alrededor de la cintura y los ataba fuertemente con una soga. Un momento
más tarde estaba rascándose de nuevo. Ya mayor, mendigó en las ciudades por donde
andaban, y poco después aprendió también a robar, ora un puñado de castañas del
puesto de un vendedor ambulante, ora el fruto de algún melonar, todo lo cual
representaba para él comidas secretas, abundantes y deliciosas.
Sin que se supiera quién podría ser el padre, el vientre de su hermana se hinchó.
Esto no les importaba a los hombres del río, porque acostumbraban a posponer la
virtud al placer.
Siempre río abajo y río arriba, los botes anclaban por la noche y a la mañana se
iban, y había que satisfacer un número siempre creciente de bocas hambrientas de
recién nacidos.
Cierto día, el hombre a quien Chang llamaba «tío» le pegó a su hermana, mientras
él los contemplaba riendo, porque la escena le pareció jocosa. La misma noche vio
cómo su hermana se inclinaba sobre la borda del bote y dejaba caer algo al agua; a la
mañana siguiente, su vientre había recobrado su aspecto normal. Un mes más tarde
comenzó a toser, pero no por eso dejó de remar.
Chang la ayudaba a cargar y a descargar los sacos de harina: él era el que izaba la
vela, el que timoneaba y con un pértiga empujaba el bote cuando encallaba en el lodo,
el que pasaba con su embarcación a los demás en medio de gritos y llamadas.
Era un joven extraordinariamente fuerte, de gigantesca estatura y de hombros
anchos y musculosos; pero ignoraba su edad, porque nadie se cuidó de tenerla en
cuenta.
En una riña que tuvo con su «tío», éste le pegó entre los ojos con una correa.
Aquella noche, Chang saltó del bote y se escondió entre las tumbas de la ladera.
Como sentía miedo de los espíritus, gritó rudas amenazas en la oscuridad.
Permaneció allí hasta que se abandonó la búsqueda y el bote siguió su camino. Los
espíritus parecieron temer su fuerza y no le hicieron daño. Comió coles crudas y
pequeñas cebollas que desenterró, pero esto no le satisfizo, y como su hambre crecía
a medida que pasaban los días, comenzó a marchar río arriba, en dirección contraria a
la que llevaba el bote, y así llegó a una comarca que nunca había visto, pues sólo
había navegado entre Sekuang y Gantsing.

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Sobre una colina se alzaba un templo de hermoso tejado. Los ricos viajaban en
literas y sillas de mano por el empinado camino. Chang los siguió lleno de
curiosidad, pues nunca había estado en un templo, miró boquiabierto la gran estatua
dorada de Buda que encontró en el primer patio. Un sacerdote calvo golpeó un
gigantesco gong que pendía de una de las columnas. Densas nubes de incienso
llenaban el recinto. Sacerdotes y peregrinos se arrodillaban delante de una mesa llena
de incensarios y de jarrones de bronce con lotos de oro. Una diosa con innumerables
brazos y manos[1] surgió de la oscuridad que envolvía un altar lateral. En el primer
patio, fuera del templo, los fieles arrojaban al fuego hojas de plata y oro, y se veían
largas filas de vendedores de incienso y comida.
Chang se había detenido, devorando con los ojos aquel nuevo y maravilloso
espectáculo y riendo estúpidamente de puro asombro. Los porteadores se habían
acurrucado frente a la puerta exterior comiendo tallarines. Un vendedor de té de pie
tras ellos, echaba el humeante líquido en tazas azules y blancas. Impulsado por el
hambre, Chang se acercó a ellos, y uno de los porteadores le saludó en broma.
—¿Ya comiste?
La cortesía prescribía para tales ocasiones la respuesta: «Ya he comido», pero
Chang no tenía ninguna educación.
—No. Mi estómago está vacío —contestó.
Los porteadores rieron a carcajadas, y uno de ellos le alargó su escudilla, en la
que quedaba un poco de comida. Estaba apenas tibia; sin embargo, parecía deliciosa.
Chang alargó la mano para cogerla, pero el hombre le pegó con ella y los demás
rieron con mayor fuerza. Uno de ellos, viejo y sin dientes, le golpeaba los muslos,
lleno de alegría por la broma. De pronto, los puños gigantescos de Chang cayeron
como dos martillos duros y grandes sobre los hombros del bromista, el cual se dobló
dos veces. Chang le quitó la escudilla y comenzó a comer.
Los porteadores guardaron silencio durante un instante, pero luego aplaudieron su
fuerza, mientras Chang reía y el dueño de la comida miraba estupefacto cómo aquél,
con la escudilla en la boca, manejaba rápidamente los palillos, devorando la comida.
Habiendo saciado su apetito, se sintió bien y lleno de valor. Anduvo entre los
porteadores esperando nuevos acontecimientos, y cuando éstos volvieron a llevar a
sus patronos cuesta abajo, muy avanzada la tarde, Chang marchó a su lado,
entonando las canciones que se cantaban en el río. Había tres porteadores para cada
silla, dos que la llevaban y uno de reserva. Chang observó con interés cómo éste
colocaba sus hombros bajo los palos y remplazaba al otro sin detenerse. El hombre
relevado fue hasta el borde del camino, tosió, escupió y, enjugándose el sudor de la
cara y de los brazos, siguió luego a la silla hasta que le llegó nuevamente el turno.
«Yo podría llevarla sin ser relevado», pensó Chang, y así lo dijo. Los porteadores,
jadeantes, se rieron de él. Uno de ellos, después de ser relevado, se retrasó, se inclinó
y vomitó a un lado del camino. Era un anciano, y tenía un emplasto rojo con una
inscripción sagrada pegado a su vientre dolorido.

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Observando al enfermo, Chang se quedó a su lado.
—¿Cuánto me das si trabajo en tu lugar? —preguntó.
Más exhausto después de haber vaciado su estómago, el hombre hizo un ademán
negativo.
Pero Chang insistió hasta que al fin ocupó el lugar del porteador, y aunque no le
dieron dinero consiguió una segunda ración de comida.
Durmió con aquellos hombres en la aldea situada al pie de la colina, y permaneció
algún tiempo con ellos. Tenía abundante comida y veía a mucha gente que llegaba en
peregrinación al templo de la colina: severas ancianas con sus esclavos, hombres
gruesos y adinerados, asmáticos y biliosos, y estudiantes de caras marfileñas. Una vez
llegó a visitar el templo un mandarín con su hijo, para rezar pidiendo por el éxito del
examen imperial que el joven debía sufrir en Pekín. Tenía sus propios porteadores y
correos, y delante de sus literas, cerradas con cortinas azules, cabalgaban los jinetes
proclamando su alcurnia.
Chang, que estaba bien nutrido, cantaba y hablaba mucho incluso cuando iba por
el camino colina arriba y de esta manera aprendió bastante acerca del origen y la meta
de sus nobles cargas. Después de su comida nocturna se dormía en el suelo, envuelto
solamente en una estera deteriorada. En los momentos que precedían al sueño
pensaba siempre en el bote del río, oía las olas que lamían sus costados, sentía el aire
húmedo que olía a raíces, a juncos y a peces, y escuchaba la tos contenida de su
hermana. Pero él no sabía que aquello era nostalgia.
A pesar de haber progresado y de comer mejor que nunca, se sentía inquieto. Un
día abandonó la colina y el templo y se marchó río abajo. No sabía qué fuerza lo
empujaba, pues nadie le había pegado. Los porteadores eran muchachos alegres de
quienes había aprendido algunos cuentos muy chistosos, y en sus relaciones con los
grandes adquirió un poco de cortesía.
Ayudó a tirar de un pesado barco río arriba, y las cuerdas mordieron la carne de
sus hombros hasta que su piel se acostumbró y encalleció. Esta vez recibió dinero:
una moneda de plata y diecisiete de cobre. Se compró unas sandalias de esparto y una
raída chaqueta de segunda mano, pues la suya estaba inservible y trabajaba con el
torso desnudo.
Cuando llegaron los fríos se refugió en una choza donde sólo vivían mujeres y
niños. Todos los hombres habían muerto a causa de la peste.
Chang se jactó:
—Yo puedo hacer el trabajo de cinco hombres —y las mujeres contemplaron su
cuerpo gigantesco con respeto y placer.
No tenía allí mucho trabajo, pero los bandidos de las colinas bajaban al pueblo
con frecuencia y saqueaban a los aldeanos. Chang dejó a tres sin sentido, y uno de
ellos no volvió a levantarse más. Desde entonces la casa fue respetada. Escaseaba la
comida, aunque las mujeres no guardasen casi nada para ellas, tratando solamente de
satisfacer a su protector. En las armazones construidas a tal fin, los gusanos de seda

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roían las hojas de morera, y su sonido recordaba una lluvia monótona y continua.
Acostándose con todas las mujeres que no tenían demasiada edad, Chang dejó su
semen tras sí cuando siguió su camino en la primavera.
Un día vio el bote en que había nacido, y llamó a su hermana mayor, que estaba
de pie, con el remo en la mano. Pero ella miraba fijamente ante sí, como si estuviera
dormida, y Chang se acostó otra vez sobre la hierba de la orilla, pues por nada del
mundo hubiera deseado encontrarse de nuevo con su «tío». En los comienzos del
verano, el dragón se movió[2] y el río se desbordó, inundando hasta las aldeas y
ciudades más lejanas. Arrastró hacia el mar casas, ganado y cadáveres, y la miseria se
abatió sobre la Provincia Oriental de las Montañas.
Cuando las aguas bajaron y el pueblo comenzó a reconstruirse, Chang ayudó a
llevar las vigas para la casa de un maestro y colaboró con los carpinteros. Lo Si, el
maestro, era uno de los muchos estudiantes que habían perdido la juventud tratando
de pasar los tres exámenes imperiales: el primero en la capital del distrito, el segundo
en la capital de provincia, y el tercero en la capital septentrional, en el mismo Pekín,
en el templo de Confucio. En su juventud, el maestro había sufrido el primer examen
con gran dignidad. Después, el luto, primero por su abuelo y luego por su madre, le
impidió hacer el siguiente examen en dos períodos de tres años cada uno. Cuando
después de nueve años llegó a sufrir su segunda prueba, había perdido su agilidad
mental y la memoria, y la excitación hizo temblar el pincel en su mano. No lo
aprobaron los tres años prescritos para arriesgarse por segunda vez. Al fracasar, su
ánimo decayó, y al fin, establecido en su aldea natal, daba lecciones a los jóvenes por
un estipendio muy reducido, que a menudo consistía solamente en huevos y harina.
Lo Si legó su ambición a su hijo, un joven vivaz de rosadas mejillas y voz
agradable. Chang no tardó en hacerse su amigo, y aprendió de él los ocho primeros
caracteres: Cielo, Tierra, Sol, Luna, Montaña, Agua, Suelo y Árbol. Un día el anciano
maestro le explicó el significado del símbolo tallado en la puerta de la casa. Chang lo
había visto a menudo; un círculo dividido en dos partes, una negra y otra blanca,
cuyos bordes curvados cabían completamente uno dentro del otro. Era el signo de Yin
y Yang, el elemento masculino y el femenino, el Cielo y la Tierra, el Frío y el Calor,
la Luz y la Oscuridad, el Día y la Noche, es decir, todas las cosas que son opuestas y
que juntas forman un todo: la unión de los polos, el equilibrio del universo. Para
Chang significaba Hambre y Hartura, Pobreza y Riqueza.
Nunca olvidó el tiempo que pasó con el maestro, pues desde entonces estuvo libre
de piojos. Hizo toda clase de trabajos, siguiendo siempre el curso del río, hasta que
éste se hizo más llano, más ancho y corría lentamente. Como un hombre envejecido,
llegó finalmente al mar. Allí, en la costa, estaba la gran ciudad, de la que Chang Ah
Tai ya tenía referencias. Inevitablemente había aprendido mucho durante sus
vagabundeos, y sus conocimientos eran muy superiores a los de la gente del río. No
ocultaba su educación; por el contrario, estaba orgulloso de ella y la ponía de
manifiesto siempre que se le presentaba la oportunidad.

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—Éste es el signo Tien —decía—. Representa al cielo.
Sus compañeros miraban entonces con respeto aquel cuadro que podía verse en
muchas tiendas: el signo del cielo inmenso y poderoso, debajo del cual estaba
acurrucado un hombre comiendo en una escudilla. La imagen significaba
satisfacción. Chang la conocía bien. ¿Cómo podía no estar contento el hombrecillo
que se recortaba contra el amplio cielo, pero que estaba sentado en esta tierra y con su
escudilla llena de arroz?
Una ciudad tan grande como aquélla era algo nunca visto por Chang, y durante
tres días no hizo otra cosa que deambular por ella y admirarla. Con ávidos ojos
observó las calles de los vendedores de seda, de las cocinas al aire libre, de los
panaderos, de los tejedores de cestos, de los carpinteros de ataúdes, de los fabricantes
de cirios, de los vendedores de incienso; contempló los mercados; las tiendas que
expendían carne de buey, de cerdo y aves; los patos ahumados que en fila colgaban
de sus largos cuellos; las bolsas de arroz del Sur; las tiendas tranquilas de los
comerciantes de té, los cuales, elegantemente vestidos con ropas de seda, se sentaban
entre sus diez mil [3] cajas de hojalata; las exhibiciones de los hechiceros con sus
víboras disecadas, con sus astas de ciervo y sus corazones de tigre. Ondeaban en las
calles diez mil estandartes y banderas entre linternas y signos de toda índole. Sobre
las tiendas veíanse carteles cubiertos de caracteres escritos invitando a los
parroquianos a entrar, alabando la mercancía y a veces ofreciendo solamente un voto
de dicha y prosperidad. Desde que Chang aprendió a comprender unos pocos signos
le preocupó la gran cantidad de ellos que desconocía. Se abría paso a codazos por
entre la multitud, y sus hombros sobresalían siempre sobre los otros. Los niños
corrían tras él gritando:
—¡Grandullón, grandullón! ¿Tu padre era un dragón?
Aconsejado por un amigo, preguntó por el camino que lo conduciría hasta donde
el gremio de los cargadores tenía su cuartel general. Era una casa pequeña situada
cerca del puerto. Dos ancianos vestidos con largas túnicas negras, muy elegantes a
pesar de no ser de seda, tomaban allí el té. Le hicieron algunas preguntas, y al fin el
más viejo de ellos dijo:
—Sabido es que los hombres de Chan-Tung son los más altos del Reino Central,
pero tú pareces una pagoda de siete pisos comparado con ellos.
Chang se inclinó asintiendo. Le hicieron miembro del gremio, le encontraron
trabajo y él pagó sus contribuciones.
Anclaban en el puerto miles de barcos de toda clase y tamaño, y aunque Chang
Ah Tai había oído a veces en sus andanzas hablar de embarcaciones de tan enorme
tamaño, nunca creyó que aquellos relatos fueran otra cosa que cuentos de niños o
exageraciones. Pero al fin las veía, más grandes que el templo de la colina. Rugían
como fieras y arrojaban un humo negro como dragones gigantescos. Eran los barcos
de los diablos extranjeros, y Chang los hubiera temido de saber lo que era el miedo.
Cargado con un saco de carbón, subía estrechas pasarelas que oscilaban a cada paso.

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Formaba parte de una procesión de hombres que llenaban de carbón los insaciables
depósitos de los grandes buques, una cadena de cargadores que no se interrumpía
desde el alba hasta la puesta del sol. Cantaban la canción de los coolies[4], que suena
como un gemido y sirve para acompasar la respiración. Pero los pulmones de Chang
eran grandes e infatigables.
En el puerto vio por primera vez a los diablos extranjeros de los que tanto se
había hablado en los últimos tiempos. Le parecieron feos e impertinentes, y se decía
de ellos que solían cocer y comerse a los niños recién nacidos. Chang, que quería
mucho a los niños, no podía pensar en esto sin sentir el deseo de emplear sus puños
gigantescos. La mayoría de los coolies del puerto temían a los extranjeros, pero
Chang se aproximaba a ellos sin temor, comparando su fortaleza y su altura, seguro
de ser más fuerte que el más robusto de ellos.
Teniendo un trabajo regular, ganaba casi siempre lo suficiente para alimentarse
bien. En las callejuelas del puerto había casas de té para los coolies y los marineros, y
por la noche una densa muchedumbre iba y venía bajo las linternas. En muchos de
aquellos locales podían oírse voces femeninas que cantaban; eran prostíbulos, y
Chang empezó a privarse de su segunda escudilla de tallarines, ahorrando el dinero
para comprarse el placer que podía proporcionarle una ramera. Cuando reunió
bastantes monedas, de cobre para poder cambiarlas por dos pequeñas de plata, se
dirigió a la casa de donde provenían los cantos. Abajo estaban sentados los hombres,
comiendo y bebiendo como en cualquier taberna, pero una escalera estrecha conducía
al piso alto, y una vieja lo hizo entrar en una habitación…
—¿Cuánto dinero tiene el caballero? —preguntó.
Chang Ah Tai mostró sus dos monedas de plata, que parecían perderse en la
enorme palma de su mano.
La mujer hizo una mueca y escupió.
—¿Con esas dos moneditas vienes aquí? —preguntó despectivamente.
Entró una muchacha. Chang estaba tan excitado que no vio qué aspecto tenía, y
su mirada se clavó en sus minúsculos zapatos de seda roja bordada. Cuando se acercó
a la joven, ésta lo empujó riendo.
—¡Vete! —exclamó—. ¡No quiero nada con coolies hediondos!
La vieja la apoyó con voz estridente y le llamó loco. La cara de Chang enrojeció
al oír sus palabras. Calificó a la muchacha de flaca y perezosa, e insultó a la vieja.
Luego guardó las dos monedas en su cinturón, volcó con el pie un cubo de madera,
derramando el agua sobre las esterillas, bajó ruidosamente la escalera y se marchó a
la calle.
Aunque trató de olvidarla, esta humillación lo hirió tan profundamente que
permaneció en algún rincón escondido de su memoria, pues Chang el cargador, que
hasta entonces había estado contento con tener alimento, comenzó a sentirse
mortificado por la ambición. Miraba fijamente al vacío durante horas y horas, absorto
en un sueño hermosísimo. Se creía transportado en una litera a la casa de las

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muchachas cantantes. Vestía una túnica de seda negra, como las que usaban los
comerciantes ricos. Entraba en la casa ocultando las manos en sus mangas, y cuando
sus sirvientes arrojaban al suelo un puñado de grandes y pesadas monedas de plata,
las mujeres se precipitaban sobre ellas peleándose. Veía claramente a las muchachas y
oía el sonido argentino de las monedas. Nunca pudo resolver si entonces debía
volverse y salir de la casa, observando que las muchachas eran demasiado viejas y
feas para un hombre de su categoría, o si debía permitirles que lo entretuvieran con su
arte. No sabía de dónde provendría su dinero y su prosperidad, porque la riqueza y la
pobreza son dos cosas muy diferentes y no hay ningún puente que conduzca de un
estado a otro.
En aquella época se produjo un gran levantamiento contra los diablos extranjeros,
y muchos de ellos fueron asesinados, porque así lo ordenaba la Emperatriz, la Vieja
Tigre, que vivía en la capital septentrional y cuyas órdenes eran proclamadas en todo
el país. Chang se armó con una vieja navaja que compró en el mercado —su posición
social no le permitía robar— e irrumpió en una casa con una numerosa banda,
matando a un hombre y a una mujer. Mientras los demás saqueaban la casa y le
prendían fuego, él revisó tranquilamente las ropas de los muertos. Cosidos al forro
del abrigo del más viejo de los dos hombres halló algunos billetes impresos en
caracteres desconocidos para él. No supo si era dinero, pero supuso que debía tener
bastante valor, pues de lo contrario el diablo extranjero no los hubiese escondido.
Cortó con su navaja los brillantes botones de la chaqueta de la mujer, que también le
parecieron valiosos, y salió de la casa justamente antes de que acabara de
derrumbarse el tejado.
Una vez restablecido el orden en la ciudad, Chang se relacionó con el dueño de
una casa de cambio y recibió cuarenta taeles por el dinero extranjero. Era una
cantidad digna de un mandarín, pero ya que podía realizar su sueño le repugnó
malgastar su dinero con las rameras, y optó por dirigirse a un prestamista que conoció
en una casa de té, ofreciéndole su capital a interés, pues, como todos saben, el dinero
produce dinero.
—Tengo que formar algún capital, pues ya es tiempo de que me case y tenga hijos
—explicó al prestamista, que le escuchaba con una sonrisa cortés.
—Así es, así es —asintió éste, y redactó un documento que Chang no supo leer.
Guardó el dinero prometiendo pagarle mensualmente una moneda de plata en
concepto de interés. En realidad, percibía seis monedas de plata mensuales por un
capital semejante, pero Chang no lo sospechaba, aunque fuera demasiado listo para
no seguir siendo un coolie cargador por el resto de su vida.
Buques de guerra extranjeros llegaron al puerto. Los cañones tronaron y las
bodegas de los vapores descargaron regimientos completos de soldados. Eran todos
exactamente iguales, y marchaban con tal rigidez que no parecían personas sino
muñecos de madera tallados para atemorizar al pueblo. Llegaron con ellos unos
grandes Señores de la Guerra que se encargaron del gobierno de la ciudad. Los

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soldados comenzaron en seguida a hacer fortificaciones. Ya no se habló más de matar
a todos los diablos extranjeros, pues eran muchos y sobre los hombros llevaban palos
que arrojaban fuego. Una noche, Chang, sentado pacíficamente en el puerto,
canturreaba mirando hacia el cielo donde la luna navegaba majestuosamente, cuando
se suscitó un altercado entre él y unos soldados extranjeros. No estaba de humor para
riñas; la noche era hermosísima, y se sentía tan contento y feliz como el hombrecillo
representado en tantos letreros. Pero los soldados, tres hombres jóvenes y de mirada
inexpresiva, estaban ebrios, se sentían llenos de valor y querían mostrar al mundo la
Cara Grande [5] que tenían. Dieron un puntapié a Chang, el cual perdió el equilibrio y
cayó al agua, que tenía un gusto repugnante a lodo y orines.
Sin aliento y enfurecido, salió del agua. Los soldados no se habían ido aún, y se
rieron y le insultaron en su lenguaje bárbaro.
Enjugándose el agua de los ojos, Chang Ah Tai miró hacia los soldados, que
llevaban espadas, pero no sus palos de fuego. Recordó el trueno de los cañones del
buque, y ya se disponía a irse aguantando el remojón y los insultos cuando oyó que le
gritaban algo y percibió tras sí el ruido de las pesadas botas. «¡Bárbaros inmundos!»,
pensó, con las palabras con que tantos adictos los describían. Los soldados le
alcanzaron, y uno se interpuso en su camino. Chang lo empujó a un lado y el soldado
profirió una maldición, esta vez en la lengua de Chang.
—¡Una ramera te parió, bastardo! —gritó en voz alta y clara.
Chang no había conocido a su madre y no se le ocurrió pensar que el soldado
estaba gritando las únicas palabras chinas que sabía. Alzó el puño y descargó un
golpe con la fuerza de un ariete. Los otros dos lo arrojaron al suelo, pero él se
defendió, pues en aquel momento le dominaba la cólera. Se arrodilló sobre el pecho
del que había abatido y, hundiendo los pulgares en las órbitas del caído, le golpeó el
cráneo contra el pavimento del muelle, hasta que sintió que toda resistencia había
cesado y que el hombre estaba muerto.
Se levantó. Un sudor frío le llegó hasta la boca, y, empujando a un lado a los otros
dos, salió corriendo. Sus pulmones eran fuertes y conocía el puerto. Se escondió en
una pequeña embarcación, bajo la proa de un gran buque, y cuando a la mañana
siguiente fue registrado el puerto, sus amigos del gremio de los cargadores lo
ocultaron por unos días. Luego se asustaron, y su más íntimo amigo le aconsejó que
huyese, puesto que los extranjeros habían ofrecido una recompensa por su cabeza y
seguramente podrían delatarlo.
Las nieblas grises de otoño cubrían el follaje teñido de rojo y amarillo cuando
Chang emprendió de nuevo su peregrinaje. El prestamista se negaba a entregar los
cuarenta taeles a los amigos de Chang, y éste no se atrevía a ir personalmente. La
pérdida era sensible, pero en lugar de amargarle, el inconveniente le dio nuevos
ímpetus, de la misma manera que su anterior y desastrosa visita al burdel.
A principios del invierno, Chang se asoció a una banda de ladrones y
merodeadores que vivían en chozas miserables en las montañas. Eran un puñado de

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hombres pobres y hambrientos, y muy poco podían robar a los paisanos de la
comarca. Su jefe se llamaba Hung-Tsi el Rojo, porque tenía una gran quemadura en la
mejilla izquierda. Era un hombre de escasa inteligencia, y tenía que comer mucho
para mantener sus fuerzas. Estaba flaco y demacrado, y le gustaba jactarse contando
historias sobre el valor y la fuerza que había demostrado en aventuras pasadas. Chang
se burlaba, pues sólo sentía hambre en su estómago, y no en los músculos de sus
brazos ni en la bravura de su corazón. Como los habitantes de la comarca habían
elevado una queja al prefecto imperial del distrito, éste mandó un destacamento de
soldados contra los bandidos. Los paisanos se arrepintieron muy pronto, pues sólo
consiguieron empeorar su situación con la llegada de la tropa.
El Rojo murió en una lucha con los soldados, y entonces Chang condujo a los
sobrevivientes a lugar seguro, imponiéndose como jefe. En la primavera siguiente los
guió río abajo, hacia la colina y el templo que ya conocía. No viajaban por las
carreteras de las orillas del río, sino que seguían los senderos escondidos entre las
colmas. Chang, que tenía ideas más amplias y era más emprendedor que el antiguo
jefe, estaba cansado de robar un poco de pan o un puñado de harina a los paisanos
empobrecidos. Todo el distrito estaba en la miseria, pues los gusanos de seda habían
enfermado y las moreras ocupaban improductivamente los terrenos que debían
haberse sembrado de trigo.
En el corazón de Chang se acumuló, durante los años de peregrinaje intranquilo y
de duro trabajo, una ambición que parecía un profundo e insondable lago. No podía
seguir siendo lo que era. Tenía que llegar a algo mejor. Tal vez este descontento poco
común y muy peculiar se debiera al hecho de haber venido al mundo en un barco que
flotaba sobre aguas inquietas. De cualquier forma, Chang Ah Tai, como jefe de una
banda de ladrones, no se contentaba con robos insignificantes, y por eso preparó un
golpe importante.
Tenía espías en la aldea situada al pie de la colina del templo entre los
porteadores, los cuales le avisaban cuando llegaban peregrinos importantes y de gran
fortuna. Por ello supo que Wu Tsing, el banquero, había llegado en un barco con sus
acompañantes, pero sin porteadores. Chang retuvo a sus secuaces hasta la tarde, y
cuando el banquero regresaba del templo, atacó el cortejo. Los porteadores huyeron,
pues también estaban confabulados. Los acompañantes del banquero lucharon lo
suficiente para «no perder la cara[6]», y luego se refugiaron en el junco. Después
negociaron el rescate desde una aldea distante, enviando alimentos y mantas para el
prisionero, cuya salud era precaria.
Chang Ah Tai hizo todo lo posible para tratar al banquero como a un huésped,
mientras sus agentes negociaban con los enviados de las familias de Wu Tsing al pie
del templo de la colina. Él mismo lo atendía, y le contaba las historias que había
aprendido en el transcurso de sus viajes. El banquero, que procedía del Sur, entendía
con dificultad su lenguaje septentrional. Jugaba con él al kaipu y al mahjong, juegos
que había aprendido en las casas de té de Kiao-Cheu, y sentado al lado de su

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prisionero, lo envidiaba al verlo comer su merienda, que le era entregada
escrupulosamente. La familia no se olvidó de enviarle también opio. Bajo su
influencia calmante, el banquero se sintió atraído por el joven y gigantesco bandido.
Los asuntos de Wu Tsing no marchaban tan bien como antes. Su salud y energía
estaban minadas por el opio, y sus médicos le habían aconsejado que abandonara la
costumbre de fumarlo. Wu Tsing lo intentó, pero no tardó en volver al opio, porque
experimentaba agudos dolores físicos y una inquietud mental insoportable. Inició su
peregrinación al famoso templo para impetrar paz para su espíritu y fuerzas para
abandonar el opio. Se había acostumbrado a la pipa cuando murieron sus tres hijos, y
la vida le pareció insoportable. Chang reflexionó sobre todo lo que el banquero le
contaba. Pensaba tan intensamente que no podía dormir, y cuando hubo acabado sus
reflexiones le hizo una propuesta. Redujo el precio del rescate, pidiendo en cambio
que le emplease en el Banco de Wu Tsing, el cual se encontraba muy lejos, en el Sur,
en la ciudad de Hang-Cheu a orillas del Lago Occidental. Aunque al principio la
proposición le pareció fantástica, al banquero no le quedó otra alternativa que aceptar.
Quizás en su corazón cansado naciera un profundo cariño hacia aquel joven robusto
que no quiso separarse de él. El rescate fue dividido entre la banda de Chang Ah Tai,
y Wu Tsing llevó a Chang consigo, comenzando así la carrera que había de hacer de
él uno de los hombres más ricos e influyentes de la China.
Cuando Chang obtuvo para el Banco un beneficio de diez mil taeles, el banquero
dijo:
—Es un coolie pero no tiene corazón de mono, sino de león.
Wu Tsing era un hombre cansado y prudente. Su negocio consistía en hacer
pequeños préstamos a comerciantes cuya buena reputación le aseguraba la
devolución del dinero. Pero aunque Chang no supiera contar sino con ayuda de los
dedos, no ignoraba que sin riesgo no hay grandes ganancias. Conocía perfectamente
los juegos de azar, y como no sabía lo que era miedo, el éxito coronaba sus empresas.
Obtuvo su riqueza del mismo modo que había conseguido su primera escudilla de
comida: por su brutalidad y osadía. Prestaba dinero a las grandes familias de
terratenientes y les embargaba sus tierras si no pagaban puntualmente el día del Año
Nuevo. En el terreno obtenido de ese modo plantaba opio. Un cajón de opio, más
precioso que uno de plata, valía seis mil taeles. Sobornaba a los empleados, y así los
tenía en su poder. El dinero del Banco estaba a disposición de los grandes hombres,
magistrados y prefectos, cuando lo necesitaban en caso de apuro, y ellos le pagaban
con su amistad y le ayudaban en todo. Wu Tsing se entregó al opio y dejó el negocio
en manos de su joven socio.
Chang, que procedía del Norte, se sentía extranjero en aquel país meridional. La
gente parecía distinta y hablaba otro idioma. Eran pequeños, y su cutis tenía un brillo
aceitoso. Entre ellos parecía uno de los guardianes del templo de Lin Ying, que eran
muy altos y tenían la cara roja. Todos se reían de su manera, de hablar, pero Chang no
lo tomaba a mal y reía más fuerte que ellos. Después de algún tiempo comprendió

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que no era un extranjero, sino que también era hijo de Ham, como toda la población
de Hang-Cheu. El banquero no tardó en estar tan pulido como un tael de plata recién
acuñado; tanto lo cambiaron su nueva educación y sus modales corteses. En cuanto
comenzó a acumular riquezas para el Banco y para sí, Wu Tsing le dio un nombre
nuevo y mejor. Desde entonces, Chang dejó de ser conocido como Ah Tai, que era un
apelativo indigno, y se llamó Bo Gum, que significa «Oro Precioso».
Bo Gum Chang se jactaba de ser lo bastante rico como para poder comprarse
ojos, oídos y entendimiento. Mandó a buscar al pobre maestro de aldea, en cuya casa
había aprendido a leer los primeros ocho caracteres. El maestro acudió, agradecido, y
Chang lo instaló con toda su familia en un patio exterior de su casa, pues en aquella
época tenía ya una casa propia. Era una finca antigua y espaciosa que había
pertenecido a una gran familia venida a menos. En los muros exteriores podían
distinguirse aún rastros de pintura roja, signo de la gracia imperial en épocas pasadas.
Estaba situada en la ladera de una colina, cerca del lago. Tenía patios y jardines,
pinos, bambúes, estanques, frágiles puentecillos y rocas artificiales. Los senderos
sinuosos y las galerías unían entre sí los diferentes pabellones. Aunque el maestro no
conocía muy bien el dialecto meridional se enorgullecía de su lenguaje de mandarín,
que era el de los hombres educados, y algo del esplendor de su cultura pasó a Chang,
del mismo modo que la riqueza de éste daba más importancia al pobre educador.
Bo Gum Chang hacía que le acompañara siempre que tenía que leer algún
documento, sirviéndose de él como un hombre anciano que recurre a los anteojos
para su vista cansada. Pero, por la noche, Chang se sentaba con un papel y un pincel,
y aprendía el difícil arte de leer y escribir. No necesitaba los diez mil caracteres como
un estudiante; al mes distinguía ya la mayor parte de los doscientos catorce signos
principales, y al año conocía aproximadamente seiscientos, lo bastante para leer
edictos, carteles y contratos.
Una vez más envió mensajeros a la provincia de Chan-Tung para averiguar el
paradero del bote de la familia Chang, que llevaba cargamento de Sekuang a
Gantsing. El maestro escribió una carta en la que Chang informaba a su familia que
en su casa había un cómodo lugar para todos, y que él, Chang, el banquero, les
rogaba que le hicieran el honor de comer su arroz. Como la gente del río no sabía
leer, Chang dio a sus recaderos el mismo mensaje en menos palabras, y tres meses
más tarde dos de sus enviados volvieron con la noticia de que su honorable familia
acababa de llegar a la puerta septentrional. Chang mandó a buscar a sus porteadores,
se puso su mejor traje y fue al encuentro de sus parientes, llevado sobre los hombros
de los coolies en su propio palanquín. Antes había enviado ricos vestidos con los
mensajeros, a los cuales les ordenó que escoltaran a sus parientes cuando entrasen en
la ciudad. Al fin llegaban; siete bocas a las que debía alimentar: su viejo tío, flaco y
agobiado; su tío menor con su mujer y sus hijos; su anciana abuela, que era ciega y
estaba acostumbrada a acostarse en el suelo del bote, donde parecía un pequeño y
sucio lío de ropa vieja, y su hermana, encorvada por el trabajo, reseca como una raíz,

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con su túnica bordada y un abanico en la mano, tosiendo y escupiendo.
—Hasta el emperador tiene parientes con sandalias de paja —dijo el maestro,
citando un viejo proverbio.
Cuando, a través del negro portón de madera revestida de chapas de metal, fueron
conducidos al primer patio de la casa de Chang, el portero se inclinó ante ellos
exclamando:
—¡La honorable familia del gran señor Chang ha llegado!
La emoción los había privado del habla. Los hombres, cuyas manos estaban
encallecidas por el rudo trabajo, tenía la piel tan tostada, como madera vieja; los pies
de las mujeres y de las niñas, que nunca habían sido calzados o ceñidos, eran grandes
y deformes. Pero Chang tenía un carácter demasiado fuerte para avergonzarse de su
propia familia.
—Nací en un barco y fui coolie —decía a menudo sin avergonzarse y casi con
jactancia—. Pero la fuerza de mis antepasados me ha elevado a la posición que ahora
tengo.
Como solían hacer las grandes familias, mandó construir unas tablas con los
nombres de sus antepasados, y diariamente se inclinaba ante ellas. Había ordenado
que sobre el altar se colocasen siempre abundantes porciones de arroz y de fruta en
recuerdo del hambre que había padecido, pero los días de fiesta ofrecía a sus
antepasados lechones enteros asados.
Mandó poner un hermoso ataúd al lado de la cama de su abuela, para que se
alegrara el corazón de la anciana, pues aunque era ciega podía tocarlo con sus manos
marchitas, sintiéndose tan contenta que reía como una joven. Sólo su viejo tío decía
sin poder contenerse:
—Así, pues, has hecho tu fortuna entre estos enanos que devoran arroz.
Decía esto porque, aun cuando Chang había sobresalido entre los hombres de la
Provincia Occidental de la Montaña, allí, en el Sur, era un gigante entre enanos. Tenía
en su casa dos cocineros famosos, y no tardó en engordar y hacerse pesado, pues
comía todo aquello que antes sólo había gustado en sueños. Wu Tsing el viejo
banquero le llamaba «hijo» y elogiaba todos sus actos.
Hacía tiempo que Chang había pasado de la edad que sus padres hubieran
considerado adecuada para casarse. Había olvidado su desastrosa aventura en los
bajos fondos de Kiao-Cheu, y con una multitud de jóvenes y hermosas esclavas, que
le vendieron por un puñado de monedas de cobre, se instaló en su casa. Pero deseaba
tener hijos y Wu Tsing envió a su propia esposa para buscar la novia adecuada para
Chang.
Lilian, la Flor de Loto, era hija de un magistrado que tenía derecho a llevar el
distintivo imperial de coral. Se decía que Lilian tenía dieciséis años y había
disfrutado de la mejor educación. Aunque ningún hombre la había visto jamás, pues
residía siempre en el patio interior de la casa paterna, los esclavos habían difundido la
fama de su belleza por los mercados y las calles de la ciudad. Siendo niña la habían

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prometido a un primo en tercer grado, pero el joven fue secuestrado y asesinado en
una fonda mientras viajaba hacia la capital septentrional, donde debía sufrir su tercer
examen, y Lilian quedó libre.
Chang Bo Gum resolvió casarse con una chica que perteneciera a la familia de un
empleado imperial. Diversas circunstancias habían hecho que el padre de Lilian, una
de las personas de más categoría y distinción de la provincia, debiese grandes
cantidades. Había tenido que ayudar a la familia del joven asesinado cuando ésta
reclutó y equipó soldados para que capturasen y ejecutaran a los homicidas. Además,
era uno de los pocos que obedecían rigurosamente el antiguo edicto imperial contra el
opio, y abandonó el cultivo de éste en sus tierras. Como no tenía sueldo, no le
quedaba otra alternativa que conseguir el dinero del pueblo abusando de su cargo.
Pero el magistrado tenía una mano gentil y no podía apretar los puños. Sus entradas
disminuían de año en año, y no le era posible, sin sentirse humillado, restringir los
gastos de la casa, el lujo de los cortejos fúnebres, el número de sus criados, esclavos y
coolies, su espléndida hospitalidad, ni el valor de los regalos que hacía. Esto le había
hecho pedir prestadas en distintos sitios sumas importantes que se entregaron sin
reparos. Tal vez muchos de los prestamistas no pensasen en recuperar su dinero,
contentándose con los intereses y la ventaja que representaba servir a un magistrado.
Chang se había apoderado de todos los créditos, y esto ayudó mucho a sus
propósitos. Era conocida su inflexibilidad al cobrar sus deudas, y el magistrado sabía
que si el día de Año Nuevo no pagaba al Banco, se vería privado de su cargo. Así,
pues, con una impenetrable y cortés sonrisa, aceptó la propuesta, indeseable para todo
hombre de su posición. Al entregar a Lilian al excoolie debió de sentirse como el
pobre que vende a su hija como concubina, pero en su aristocrático rostro no se
reflejó la menor emoción. Se firmaron los contratos, y la boda se celebró con gran
pompa. Las cortinas de raso rojo del palanquín en que Lilian fue conducida a la casa
de su marido estaban tan ricamente bordeadas en oro que la gente se detenía en las
calles expresando su admiración. Una hilera interminable de coolies llevaba vestidos
y utensilios caseros, alquilados especialmente para aquella exhibición, pues sólo una
parte de ellos pertenecía realmente al ajuar de la novia. Algunos días antes del
casamiento se expusieron los regalos en la casa del padre, y muchos visitantes
admiraron las magníficas horquillas para el cabello y las preciosas alhajas de jade con
que el novio obsequiaba a su prometida. Pero Lilian, sentada con sus jóvenes amigas,
lloraba porque así lo prescribía la tradición y porque sentía miedo del hombre que,
según se decía, semejaba un demonio gigantesco.
Al arrodillarse con su novia sobre la esterilla, ante el ajuar de sus antepasados, y
tomar arroz y vino con ella como símbolo de su unión, Chang Bo Gum estaba tan
excitado como cuando visitó el prostíbulo, y, como aquella ocasión, sólo vio los
minúsculos pies calzados con los zapatos bordados. También Lilian bajó los ojos. Un
perfume encantador emanaba de ella, y Chang vio un poco más tarde que sus dedos
parecían tallados en marfil. Su pecho se dilató de júbilo. La hizo suya en la intimidad

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de la noche, en el lecho conyugal, detrás de las pesadas cortinas, y riendo al observar
su pequeñez. Su piel era como una seda delicada expuesta al sol; sus miembros,
cálidos, mórbidos y jóvenes. ¡Y todo aquello le pertenecía! La trataba con sumo
cuidado, pues temía romper algo tan frágil. Por primera vez le inspiraba una mujer el
mismo sentimiento que hasta entonces había experimentado al levantar a una niña.
Pero no sabía que eso era cariño.
Desde aquel momento, Lilian le sirvió con gran cortesía, y él se sorprendió varias
veces pensando en ella. Le hubiese gustado saber si era feliz o desdichada, si lo
amaba o lo temía. Pero ella no levantaba nunca la vista; su voz seguía siendo amable,
y sus modales, que expresaban el refinamiento y la cortesía, no le decían nada.
Después de su matrimonio, Chang pasaba semanas enteras sin prestar atención a sus
esclavas. Se sentía satisfecho y feliz. Entonces observó por primera vez que su casa
no era solamente costosa y distinguida, sino también hermosa: los pisos, lustrados
con ningpo[7], brillaban como espejos; las columnas que soportaban las estrechas
galerías estaban barnizadas de rojo; en los pequeños estanques nadaban los peces con
colas en forma de abanico; había sombra en todos los patios, y el aire olía a flores.
Desde la galería del tercer patio de la casa, situada en una colina se podía mirar
hacia el lago. En la orilla opuesta se alzaba una alta pagoda; las colinas se extendían
suavemente y el agua estaba quieta y lisa. Desde el pabellón del centro del lago se
veía la gente que pasaba con una linterna en la mano, como puntos luminosos, sobre
el puente de los nueve arcos. Los gansos silvestres, símbolos del matrimonio, se
deslizaban aleteando suavemente en el espacio. Se oía la música de los barcos del
lago. Chang hizo tallar el símbolo Yin y Yang en los portones exteriores de su casa, y
los pintó de rojo y dorado. Este signo significaba entonces para él Hombre y Mujer.
La vida le parecía dichosa, y la unión con su mujer tan perfecta como la de los dos
signos que se complementaban.
Al tercer mes de su matrimonio, su hermana le anunció que su mujer había
concebido. Lilian tenía tanta confianza en su cuñada como si se tratara de su madre,
Chang había tomado el primer alimento de la yema de sus dedos y ahora ella servía a
su joven esposa con devoto afecto. Reinó gran alegría en la casa por la buena nueva,
y las mujeres fueron llevadas en las literas cerradas con cortinillas, al templo de la
Nube Purpúrea, para rogar por el feliz nacimiento del niño. Rebosante de orgullo y
satisfacción, Chang invitó a sus amigos a una gran comida, en la cual se bebió
mucho, con gran tumulto y desorden. Pero Chang era demasiado fuerte para que la
orgía pudiera afectarle, y al día siguiente volvió a su trabajo con la cabeza tan
despejada como de costumbre.
Pronto desaparecieron el encanto y la paz de las últimas semanas. Volvió a ser
huésped de las casas de té, y las prostitutas dormían en su casa por una noche o por
diez. Cuando se acercó la fecha del alumbramiento, Chang recorrió solo y en secreto
los quince líes que lo separaban del Templo de la Roca, llamado «Sombra de los
Espíritus». Se sentía casi avergonzado, pues los rezos eran cosa propia de las

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mujeres.
El dios de la Felicidad, Mei Lei Fo, a quien se dirigía, era su predilecto, porque
era un dios gordo y risueño. Pero en lugar de rezar, quemar incienso y colocar dinero
en las bandejas del altar, amenazó al dios con rudas maldiciones para el caso de que
naciera una niña, y le prometió cirios y cien taeles en dinero si nacía un varón. Chang
era un buen comerciante y no pagaba la mercancía antes de haberla recibido. El dios
pareció tomar en cuenta sus amenazas y promesas, pues el séptimo día del octavo
mes Lilian dio a luz a un hijo de piel dorada. Cuando éste abrió la boca para llorar, las
mujeres vieron que ya tenía un diente. Esto era un milagro y vaticinaba un poder
ilimitado para los días venideros. El astrólogo encargado del horóscopo predijo que el
primogénito de la casa de Chang sería caudillo de miles de personas y más poderoso
que un señor de la guerra; pero no dijo que las estrellas le auguraban una muerte
prematura.
Yutsing, que significa «estrella», fue el nombre del niño, porque el pequeño
diente brillante de su boca lo parecía y porque el personaje de los cuentos de hadas
que tenía un lunar estrellado llegó a ser conductor de muchedumbres. En su primer
cumpleaños todos los parientes y los amigos de su padre acudieron a felicitarle
llevándole toda clase de objetos: dinero, jade, pinceles, libros, una flauta y una
espada. Se podría predecir su futuro por los objetos que la criatura eligiese, pero
Yutsing no tomó nada de lo que se le ofrecía; con sus pequeños puños lo arrojó todo
al suelo. Chang rió a carcajadas. «Será coolie como su padre», dijo con alegría.
Dos años después del nacimiento del hijo de Chang fue dado a conocer un nuevo
edicto contra el cultivo y el uso del opio. Esta disposición fue tomada muy en serio
por las autoridades de las ciudades, provincias y distritos. Concedía tres años de plazo
para el pueblo bajo, pero señalaba los más duros castigos para los oficiales y
mandarines que no pudieran librarse del vicio dentro de los seis meses siguientes. El
suegro de Chang apoyó con toda su influencia el edicto dentro de su provincia,
aconsejando a los aldeanos que cultivasen más té, el célebre té de Che-Kiang. Pero
Chang Bo Gum, que podía olfatear una fuente de agua a una distancia de tres líes,
tenía también gran intuición para los negocios y pensó que si se cultivaba menos
opio, lógicamente aumentaría su precio.
Se entrevistó con su anciano socio, que pasaba la mayor parte del tiempo sumido
en una modorra sin preocupaciones, y un día, no mucho tiempo después, se hizo
llevar a la casa del Corcel de Fuego[8] que había sido construida recientemente en las
afueras de la ciudad. Entró sin temor en uno de los pequeños coches que estaban
atados detrás de un monstruo parecido a un dragón, y viajó en él hasta Shanghai, la
ciudad situada a orillas del mar.
Chang Bo Gum realizaba frecuentes negocios con los blancos cuando éstos
querían arrendar terrenos de su propiedad. Le gustaba comerciar con ellos porque
eran demasiado estúpidos para regatear el precio y no era menester perder tiempo en
cortesías, ya que ignoraban los buenos modales. Además, siempre cumplían sus

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promesas. Le causaba risa que sus amigos llamasen diablos a los extranjeros, porque
los diablos son listos y astutos, mientras que aquellos hombres de cabello rojo eran
exactamente lo contrario. Chang no se explicaba que recogieran niñas recién nacidas
y las aumentasen en vez de venderlas; que abrieran escuelas para los niños coolies
cuyos padres no podían pagar; que invitasen a todos los enfermos de la ciudad a ir a
su casa blanca, donde podían dormir en camas buenas y limpias, y que les dieran
medicinas y a veces hasta los curaran sin retribución y sin ninguna otra razón
justificable. Desde la publicación del edicto del opio se dedicaban a otras actividades,
tratando de ayudar a aquellos que temían las sanciones y querían alejarse del vicio.
Cuando los dolores se hacían insoportables y el ansia del Gran Humo los hacía sufrir
y retorcerse como gusanos, los albergaban en la casa blanca, los atendían, les daban
sedantes y los observaban hasta que se curaban.
Chang reía cuando trataba de explicar a su viejo socio la locura de los extranjeros:
—Introducen el veneno de contrabando. Con el dinero que ganan construyen
escuelas y hospitales, y luego se dedican a curar a la gente del vicio que han
adquirido con el opio que les han vendido. Si nadie fuma opio en el Reino Central,
¿de dónde sacarían el dinero para ellos mismos y para sus criados?
Wu Tsing movió la cabeza y sólo dijo:
—Son diablos y deberían ser expulsados.
Uno de los sobrinos de Chang fue enviado por éste a la escuela de los extranjeros
para que aprendiera su idioma. Luego empleó al joven en su Banco para que le
sirviera de intérprete en sus negocios. Pero no tenía confianza en él y estaba seguro
de que obtendría mayores ganancias si aprendía él mismo el idioma, se hizo explicar
por su sobrino los caracteres y las palabras de la lengua de aquellos demonios
estúpidos, y muy pronto descubrió que eran verdaderos bárbaros, como su honrado
suegro solía decir. Un niño de tres años podía aprender su puñado de letras en un día.
Su lengua era pobre y tenían solamente un tono y una palabra, mientras que su propio
idioma tenía cinco tonos y cincuenta palabras. Para esconder esta pobreza retorcían y
enredaban sus vocablos para darles una apariencia más fina; pero Chang no perdió
tiempo con estas modificaciones.
El coche, en el que estaban sentados dos extranjeros a quienes nunca había visto,
le llevaba con la rapidez de una tempestad. Chang ensayó sus habilidades lingüísticas
con ellos, que no sólo le comprendieron sino que demostraron además una gran
alegría al poder hablar con él. Juntos bebieron té, en el que flotaban jazmines, y un
sirviente echaba agua hirviendo en sus tazas cada vez que éstas quedaban vacías.
Chang no creyó al empleado de la estación cuando le dijo lo corto que sería el viaje a
la distante ciudad. Por eso se había hecho acompañar de un criado, el cual, sentado en
un rincón, sostenía sobre las rodillas un gran paquete de alimentos para su amo.
Chang invitó a los extranjeros a participar de su comida, y finalmente celebraron una
fiesta en la que todos tomaron parte. Los extranjeros sacaron botellas que contenían
un vino fuerte y ardiente, y si Chang no hubiera sido tan resistente para la bebida se

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hubiera embriagado. Su criado, que a causa de la velocidad se puso enfermo sin haber
bebido nada, vomitó en un rincón. Dos de los pasajeros cayeron al suelo y se
quedaron dormidos mientras Chang masticaba pepitas de melón y las escupía después
sobre ellos.
En Shanghai abundan las maravillas. Aunque Chang no perdió tiempo en
admirarlas le agradaba ver los edificios que sobresalían sobre otros y los buques que
aventajaban en tamaño a los demás, así como él sobrepasaba en corpulencia al resto
de los hombres. Visitó a los negociantes amigos de Wu Tsing, y ellos, a su vez, lo
presentaron a sus relaciones comerciales.
Donde él ganaba diez mil taeles considerándose un potentado, los Bancos de
Shanghai ganaban cien mil. Los extranjeros no hacían caso del edicto, y las leyes
procedentes de la región septentrional no les ataban las manos. Se enteró también de
que en los barrios de Shanghai corría el rumor de que existía un descontento general,
y por primera vez oyó que algunas provincias habían resuelto librarse del yugo de los
manchúes.
Cierta vez, en una casa de té, un joven se levantó después de haber bebido
demasiado vino de arroz y pronunció un discurso:
—¿Cuánto tiempo tendremos todavía que llevar largas coletas como esclavos o
como búfalos a los que a su dueño ha marcado a fuego? Los opresores extranjeros
nos han impuesto eso como símbolo de sumisión, y nosotros obedecemos como
ovejas. Una coleta colgando de la cabeza de un chino es signo de que es un esclavo
de los manchúes. ¿Quién gobierna el Reino Central? ¿El Viejo Tigre? ¿Los eunucos
del palacio de Pekín? ¿Los mandarines que nos exprimen hasta la medula de los
huesos para poder vivir opulenta y perezosamente? ¿Cuándo despertarás, China, para
librarte de tus cadenas?
Sorprendido, Chang levantó la mano y se tocó la larga y lisa coleta que siempre
había sido su orgullo. «En esta ciudad se aprenden cosas nuevas», pensó asombrado.
Un anciano de hombros caídos que indicaban al estudioso, dijo en voz alta y con
palabras que parecieron sensatas después del alocado discurso del joven:
—Confucio enseña que un hombre bueno, al servicio de su soberano, trata
siempre de demostrar su lealtad en presencia de su señor, y en su tiempo libre piensa
cómo remediar las faltas que aquél podría haber cometido.
El joven se levantó de nuevo y contestó:
—Confucio no conocía nuestros gobernantes. Él nunca dijo que tuviésemos que
obedecer a ladrones y usurpadores que destrozan nuestra escudilla de arroz. Él nos ha
enseñado a oponernos a las órdenes malas, y… —su voz se quebró.
Desde un rincón, alguien dijo una frase que sonó como el cacareo de un pollo, y
otro gritó:
—¡Sin coletas, todo el mundo se burlará de nosotros como de perros sin rabos!,
—y la disputa terminó en medio de risas.
A la mañana siguiente, Chang compró diarios chinos e ingleses, y después de tres

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días comprendió algo de títulos y acciones y el significado de la Bolsa. Observó
también que el hombre elegante de la ciudad no ataba sus pantalones sobre los
tobillos, y que las chaquetas se usaban sin mangas. Fue a una peluquería, cosa que no
había visto nunca, y pagó con plata en lugar de cobre; varios días después continuaba
oliendo tan deliciosamente como una prostituta. Halló muchas cosas divertidas en la
ciudad: los amigos, los banqueros, la comida y las bebidas, las rameras y las
excursiones en los coches abiertos tirados por jacas. Vio tantas cosas nuevas en
aquellos días que no se sorprendió cuando los extranjeros le contaron que había
coches que se movían por sí solos y que algunos hombres, después de haber volado
por el cielo en unos extraños rickshaws[9], habían vuelto con vida.
Quiso saber qué era el Humo de la Tierra, que para tantos hombres tenía más
valor que comer o acostarse con una mujer, porque, a pesar de conocer tan a fondo el
negocio del opio, nunca lo había probado. Con uno de sus nuevos amigos visitó un
fumadero de opio y percibió el olor dulzón que trascendía de todas las casas y calles
del país como si las paredes se hubiesen impregnado de él, y que allí, en el fumadero,
era tan denso que casi podía asirse con las manos. Se echó sobre un banco, recostó la
cabeza en un almohadón redondo y contempló al hermoso muchacho que le
preparaba la pipa. Dio un par de chupadas y la hizo llenar de nuevo. Siguió aspirando
aquel humo insípido, y esperó con paciencia los efectos mágicos que, según suponía,
no tardarían en presentarse. Pero nada sucedió, y a la quinta pipa estaba tan despejado
como al entrar. No se sentía lúcido ni excitado como unos, ni soñoliento como otros.
El opio no le ponía filosófico ni le embriagaba. Lo dejaba tal como era siempre: un
enorme y alegre gigante. Se levantó, echó a un lado la mesa, dio unas cuantas
monedas al muchacho y salió corriendo. Cuando llegó a su casa se golpeó el ancho
pecho pensando: «Soy más fuerte que el Gran Humo».
Asoció su Banco a los otros que se habían unido para monopolizar el comercio
del opio, y antes de volver a la ciudad a orillas del Lago Occidental, se compró un
cajón de doce botellas de whisky, aquella ardiente bebida de los extranjeros que le
producía tan extraño placer.
Disfrutó tanto con su visita a Shanghai que, después de la muerte de Wu Tsing,
trasladó su Banco a dicha ciudad, invirtiendo mucho dinero en bienes raíces. Como
había previsto, el precio del opio subió hasta las nubes; ganó mucho dinero, y con él
sus clientes. Veía extenderse la ciudad en todas direcciones, y se dio cuenta de que la
edificación haría subir el precio de los terrenos.
En todos los negocios que emprendió obtuvo ganancias. La revolución le
sorprendió del lado de los triunfadores, pues había intuido la victoria. Sus acciones
extranjeras subieron. Tenía intervención en cuanto ocurría en Shanghai, y su capital
producía simultáneamente en varias empresas. Le pertenecían grandes hoteles de la
ciudad extranjera y míseras chozas de los suburbios, en las que vivían los coolies,
tenía títulos de ferrocarril y acciones algodoneras, y fue el primero que compró un
automóvil como los que tenían los blancos. Poseía valores en una compañía que

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arrendaba rickshaws, en los primeros cinematógrafos, en un teatro chino de la Rué
Edouard VII y en muchos prostíbulos de muchachas chinas, coreanas, japonesas y de
otras nacionalidades. El negocio más lucrativo para B. G., como se le conocía en todo
Shanghai, eran las revoluciones, las empresas de los generales y de los Señores de la
Guerra y las guerras de las provincias entre sí. Algunos de estos Señores de la Guerra
eran amigos suyos; bebía con ellos y les ofrecía banquetes en los cuales eran
atendidos y entretenidos por hermosas muchachas. Les vendía armas y municiones
con gran beneficio, y para pagarlas les prestaba dinero a alto interés; a cambio, ellos
le cedían las contribuciones que cobraban en sus distritos.
Chang colaboró con ellos en la imposición de nuevos impuesto, gravando los
actos más diversos que pueden ocurrir en la vida de cualquier mortal: nacimientos,
bodas y defunciones. Con el producto del impuesto sobre los ataúdes compró el
primer aeroplano para el Gobierno. Era un buen amigo para los suyos y un enemigo
temible para sus contrarios. Era capaz de dormir cuarenta y ocho horas y permanecer
al mismo tiempo despierto. Podía beber más que ningún otro hombre y realizar la
más complicada operación inmediatamente después. El día que cumplió cuarenta y
cinco años apostó pasar aquella noche con diez prostitutas, y ganó la apuesta. Un
gran séquito de concubinas y sirvientes, de partidarios y parásitos, le acompañaba.
Le gustaba presenciar las ejecuciones, y atravesando velozmente en su coche las
horribles calles de China atropellaba a personas y animales. Iba a todas las carreras de
caballos, y le apasionaba la aviación. Hablaba bien el inglés y el francés, y
comprendía lo suficiente del ruso para defenderse de los emisarios soviéticos y de las
jóvenes rusas blancas de los clubs nocturnos. Enviaba y recibía regalos, gigantescas y
pesadas bandejas de plata con halagadoras inscripciones y de las cuales pendía aún la
etiqueta del precio. Cuando cierto día un diario lo atacó, Chang lo compró y «rompió
la escudillera de arroz» de los periodistas y responsables; desde entonces, los
periodistas hablaban de él como benefactor de China, pues suyos eran el dinero, la
fuerza y el poder.
Sin embargo, en su vida de violencia y de éxito existía un vacío doloroso: su hijo
Chang Yutsing. Era su único hijo, pues el gigante no era capaz de engendrar otro ni
con su mujer ni con ninguna de sus concubinas. Mientras Chang atendía sus múltiples
intereses en Shanghai y recorría todo el país, yendo unas veces a Cantón, donde los
revolucionarios tenían el poder, y otras a Pekín, donde los Señores de la Guerra se
sucedían en el dominio y donde se nombraba de tiempo en tiempo a un emperador, la
vida en su residencia del Lago Oriental seguía inalterable. Detrás del portón negro se
extendían los patios y las casas donde vivía la familia y trabajaban los sirvientes y los
esclavos, donde se quemaba incienso ante las tablas de sus antepasados y donde
Lilian comenzaba a envejecer. Yutsing, que había llegado al mundo con un diente en
la boca, no era el hombre que su padre deseaba. No había nacido en el río, sino entre
sábanas de seda, y a medida que crecía más se parecía a su abuelo el mandarín.
Padeció mucho cuando le salieron los dientes, y pasó por muchas enfermedades

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infantiles. Cada vez que Chang recibía la noticia de que su hijo estaba enfermo,
interrumpía todos los negocios y regresaba a su casa. Trataba de amortiguar su paso
pesado y su voz ruidosa, y se sentaba al borde del lecho de su hijo como para
transmitirle su propia fuerza. El niño lo contemplaba sin sonreír. Tenía el pecho
estrecho, los hombros caídos y la cara marfileña de su abuelo. Poco tiempo después
de su tercer cumpleaños comenzó a preguntar el significado de los signos escritos en
los rollos de pergamino que colgaban de las paredes, y si bien se mostraba siempre
muy cortés y respetuoso con su padre, su comportamiento ponía claramente de
manifiesto que le tenía miedo. Chang se preocupaba por su hijo más que por ninguna
otra persona, pero ambos estaban separados como las orillas de un ancho río.
En uno de los patios exteriores de la casa vivía el viejo maestro con su hijo, que
también se había hecho maestro. Yutsing aprendió pronto de ellos las primeras letras,
los doscientos catorce caracteres que su padre había estudiado una vez, y las primeras
enseñanzas de Confucio. Chang se oponía a esto, pues desde la revolución, Confucio
estaba pasado de moda; había mejores métodos de enseñanza que las mecánicas
repeticiones de los escolares. Eran demasiadas las mujeres en su casa, y no existía un
hombre con el que Yutsing pudiera medirse. Su madre era cada día más cortés, pero
en su interior parecía arder una llama de obstinada hostilidad. Ella y su hijo se
llevaban muy bien y tenían secretos. Su risa moría cuando Chang se unía a ellos.
Yutsing masticaba semillas de loto azucaradas, como solían hacer las concubinas. Era
el niño mimado, el precioso y único heredero. Chang consultó a sus amigos de
Shanghai, y un día llevó al niño a la gran ciudad para inscribirlo en una escuela de
extranjeros. Verdad es que lo harían cristiano, pero como a Chang le tenían sin
cuidado las religiones, no le importaba a qué dioses pudiera rezarle su hijo.
Yutsing parecía haber heredado de su padre únicamente la testarudez y el
descontento; pero este descontento empujaba al hijo en otra dirección, alejándolo de
los ricos y de los éxitos violentos que su padre obtenía. Chang descubrió demasiado
tarde que se había equivocado al enviar al niño a aquella escuela, donde no aprendió
la sumisión y reverencia que los hijos deben a sus padres. La disconformidad de
Chang le había hecho subir de lo más bajo a lo más alto: pero la de Yutsing le
conducía en dirección opuesta. Lo llevaba desde las clases superiores, a las que
pertenecía, hacia las capas inferiores, hacia los millones de hombres pobres que
constituían la población de China. Tomaba parte en todas las rebeliones, siempre de
parte de los que perdían, siempre en oposición a su padre. «Esto se debe a su
juventud —pensó Chang—. La juventud es grandilocuente y desconoce la reflexión».
Pensó en toda la gente que había matado cuando tenía la edad de Yutsing. Él estaba
ya calmado; ya no mataba a nadie, y sólo presenciaba a veces una ejecución en masa.
Yutsing también se serenaba. Desde luego, se casó con la mujer que sus padres le
habían designado, pero inmediatamente después de la boda abandonó la gran casa de
Hang-Cheu llevándose a su mujer y haciendo caso omiso de las sagradas costumbres.
Se inscribió como estudiante en Cantón, y tres años después reapareció con un

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uniforme raído, como partidario de los rojos. A Chang se le acabó la paciencia y le
gritó a su hijo. Pero entonces sucedió algo terrible: Yutsing le contestó en el mismo
tono. Chang levantó el puño y le pegó; luego le ordenó que abandonara sus infantiles
ideas, que entrara en el Banco y que empezase una vida útil. El hijo, con la cara
verdosa y temblando como la hoja de un sauce, contestó que el Banco era un charco
hediondo de lodo manchado con la sangre de los pobres. Este exaltado y
desconsiderado calificativo enfureció a Chang. Sintió el impulso de matar al hijo que
había engendrado, pero se contuvo y ocultó las manos en las mangas. A Yutsing, el
débil, le sangró la nariz. Había nacido con un diente en la boca, y ahora estaba parado
ante su padre, con su raído uniforme, pálido y tembloroso, aspirando el aire para
contener la hemorragia.
«Cualquier coolie tiene hijos que le obedecen y respetan —pensó Chang—, pero
yo, el hombre más poderoso de Shanghai, soy insultado por mi hijo».
Había creado un imperio para su sucesor, pero éste lo rechazaba. Le ordeno que
se fuera, porque temía matarlo si se quedaba más tiempo ante él. Yutsing salió de la
habitación sin despedirse. En el suelo quedaron algunas gotas de sangre, que Chang
borró con la suela de fieltro de su zapato.
Vencido por su debilidad paternal, Chang pensó: «Volverá para pedirme
disculpas». Pero pasaron cuatro años antes de que pudiera ver de nuevo a su hijo.

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Capítulo II

EL DOCTOR EMANUEL HAIN

Rosenhain era el apellido del padre de Emanuel, dueño de la conocida librería


«Rosenhain», situada cerca del Cuartel General. El abuelo, Segismundo Rosenhain,
había creado la librería de un negocio de papeles viejos y libros usados, y se decía
que su bisabuelo iba de puerta en puerta con un saco a la espalda, comprando papeles
y trapos viejos. Por otra parte, esta antigua familia de la Alemania meridional, había
producido en cada generación un exégeta o un rabino, los cuales legaron a sus
descendientes una familiaridad congénita con toda clase de asuntos intelectuales y
cierta tendencia a la miopía.
A instancias de su esposa, el padre de Emanuel pidió permiso para cambiar de
apellido, y quitándose las dos primeras sílabas cambió su aspecto judío y lo
transformó en alemán. La madre de Emanuel era una mujer hermosa y simpática, de
cabellos castaños y cutis blanco, a quien le gustaba mucho viajar.
—¿Hay alguna razón para que seamos reconocidos como judíos en Francfort cada
vez que firmamos en el registro de un hotel? —preguntó, y su marido, indolente en
tales asuntos, hizo cuanto ella quiso.
Su hermano, el doctor Pablo Rosenhain, se burlaba maliciosamente de esta
transformación. Aunque no fuese una eminencia, podía confiarse en él, pero era un
buen médico y un alegre solterón a quienes todos, especialmente los niños, querían
mucho. Su clientela estaba compuesta casi totalmente por familias cristianas, pues los
médicos judíos tenían la reputación de ser los mejores.
En el repertorio de la madre de Emanuel, una de las anécdotas más repetidas era
la forma en que éste se comportó en el bautismo. Según ella, contempló con seriedad
al viejo pastor Meiners, parpadeando un poco, y luego, inesperadamente, profirió un
grito agudo, rió con su boca desdentada y trató de apartar de su cabecita la mano del
pastor: una asombrosa demostración de fuerza y entendimiento en una criatura que
tenía tres semanas de edad. En los años que siguieron Emanuel oyó esta historia
tantas veces que llegó un momento en que creyó recordar su propio bautismo: los
cirios, la cara bien afeitada del pastor Meiners y el aire frío y seco de la catedral.
Un mes después del bautismo, los abuelos, que habían vivido con los padres del
niño hasta el nacimiento de éste, se mudaron a un piso de habitaciones altas y
espaciosas, alumbrado con gas. No explicaron las causas del traslado, pues en la
familia Rosenhain eran demasiado civilizados para reñir y demasiado prudentes para
dar una opinión directa. Sólo cuando el viejo Segismundo Rosenhain se acostó por
primera vez en la cama de su nueva habitación, con los helados pies entre dos
botellas de barro que habían contenido cúmel y que entonces estaban llenas de agua

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caliente, suspiró con un poco de resignación y otro poco de alivio.
—¿Por qué la señora del consejero privado Schonchen tenía que tropezar con dos
viejos judíos cada vez que visitaba a nuestro hijo? —dijo, haciendo una pregunta en
vez de una afirmación, según la costumbre judía. La esposa del consejero privado
Schonchen, madrina de Emanuel y la mejor amiga de su madre desde que se
conocieron en el internado, era la responsable de las inclinaciones cristianas de la
familia Hain. Vivían en la Alemania burguesa y liberal de diez años después de la
victoria de Sedán. En todas partes se notaba la prosperidad y el progreso. Los Bancos
florecían, instalándose en edificios suntuosos al estilo del Palacio Pitti. La casa de los
Hain estaba en la Paulsgasse, en el barrio nuevo, situada a la derecha de las viejas
fortificaciones de Francfort. Construida conforme al viejo estilo alemán, seguía la
última moda, tratando de imitar sin éxito las fachadas de las construcciones del
Renacimiento germano. Aunque en la parte antigua de la ciudad existían los mejores
modelos de edificios de madera, los arquitectos de la época creaban solamente una
exagerada mezcla de estilos; pero los ciudadanos, en medio de la seguridad y la
riqueza, se sentían a gusto entre imitaciones de mármol, papeles pintados y
estampados que remedaban el antiguo revestimiento español de cuero, y pesados
muebles tallados cuya limpieza tenía las características de un rito.
Emanuel creció detrás de pesadas cortinas oscuras y bajo la tutela de una niñera
de las montañas de Hessen. La casa olía los domingos a gansos asados y ensalada de
pepinos, a café, a torta fresca y a los cigarros que solía fumar su padre. Su madre,
delicadamente perfumada y vestida para asistir a la ópera o a una reunión, entraba por
la noche a su cuarto. Emanuel amaba a su madre y le gustaba acariciar sus largos
guantes de fina cabritilla, y cuando la puerta volvía a cerrarse tras ella poco faltaba
para que rompiese a llorar. Pero no lo hacía porque era un hombre; por lo menos, así
lo decía el tío Pablo, que también cuidaba de que se le diesen fricciones de agua fría y
se le sacara a pasear con frecuencia.
La infancia de Emanuel transcurrió en un ambiente seguro y tranquilo, de una
regularidad que más tarde le pareció increíble. Parecía como si la Humanidad
durmiera acostada en una cuna o encerrada en una concha, y el niño Emanuel fue una
insignificante partícula en medio de aquella paz.
Detrás de la casa había un jardín, muy grande al principio, pero que disminuía de
tamaño a medida que Emanuel crecía. En otoño madrugaban los frutos de los
nogales. Cuando las nueces, envueltas en sus cáscaras verdes, caían con sordo ruido
sobre la hierba, un acre olor otoñal lo envolvía todo. Sus dedos se ponían negros de
perlas y entonces su madre le reprendía, mientras su padre reía detrás de su diario, en
medio de la nube de humo del cigarro.
Se organizaban alegres excursiones familiares a los viñedos del Palatinado, en la
época de la vendimia.
El primer disgusto que tuvo Emanuel se debió a que le obligaron a ir vestido
como una niña. Cuando cumplió tres años recibió los primeros pantalones y un par de

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brillantes zapatos, los cuales le gustaron tanto que no se los quitó aquella noche para
dormir. Al ingresar en la escuela llevaba un traje de marinero, como los niños de las
clases más elevadas de la ciudad. Más tarde se separó de su niñera con lágrimas en
los ojos, haciéndose contra su voluntad amigo de mademoiselle, que la remplazó.
Emanuel se resignó con un suspiro a dos cosas desagradables: a aprender francés
como la gente distinguida, y a soportar a una pequeña hermana, Paulina, criatura
torpe y babosa, que había nacido recientemente.
Todos los viernes por la tarde iba de visita a casa de sus abuelos. Podemos
presumir que su abuelo eligió precisamente los viernes para las visitas de su nieto
porque esta tarde comenzaba el sabbat y en la mesa había manteles de damasco
blanco, panes trenzados y dos velas en candelabros de plata, sobre las que el abuelo
solía murmurar una bendición.
Usaba además una gorrita negra y una bufanda de seda blanca, con bordados de
oro y borlas en sus extremos.
Era muy fácil notar cuándo había una fiesta judía en Francfort. Se veían muchos
caballeros tocados con relucientes sombreros de copa y llevando libros de oraciones
bajo el brazo. A Emanuel se le explicó que iban al templo a rezar. También él entró
una vez, una sola vez en el templo. De la mano de su abuelo cruzó por la antigua
ciudad, con sus plazoletas, sus fuentes y sus edificios, hasta llegar a una pequeña y
vieja casa. Dentro ardían muchas velas y flotaba en el ambiente un olor extraño. Se
cantaba en tono nasal. Emanuel se asustó y se puso a llorar. El tío Pablo se burló de él
muchas veces por esto, pero su madre le dijo a su padre:
—Esto me parece innecesario. ¿Por qué el abuelo ha de excitar al niño?
Aunque los Hain habían sido ya bautizados, la señora de Hain empleaba todavía
una pregunta en lugar de una afirmación. A partir de aquella visita al templo,
Emanuel visitaba a sus abuelos los miércoles en lugar de los viernes, y bien pronto se
olvidó del ambiente del sabbat.
Después de cumplir los cincuenta años, el doctor Hain recordaba con claridad
siempre creciente a su abuelo, las velas, el pan trenzado y el cálido sentimiento de
seguridad que experimentaba al poner su mano en la de su abuelo durante aquella
única visita al templo. Al morir su abuelo, lloró mucho. No le permitieron presenciar
el entierro y tuvo que pasar unos días en casa de la señora Schonchen, donde rompió
una taza de café que había pertenecido a Goethe. Luego heredó el violín de su abuelo.
Éste, gran amigo de la música, había admirado a Mozart y a Beethoven, a
Mendelsshon y a Chopin, a Rossini y a Meyerbeer. En cambio, previno amargamente
a su nieto contra un diablo embustero llamado Ricardo Wagner.
Cuando Emanuel asistió por primera vez a la representación de una ópera de
Wagner, la escuchó al principio con miedo y repugnancia, excitado por la
exuberancia de sonidos; pero esta aversión se transformó en los años siguientes en un
amor apasionado y algo exagerado.
Se levantaba temprano y recibía invariablemente las fricciones de agua fría que el

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tío Pablo había recetado. Luego, de la mano de mademoiselle, se encaminaba a la
escuela primaria. En ésta aprendía a leer, a escribir y a calcular, como asimismo
Geografía e Historia, las cuales le daban una idea muy parcial de Alemania, como si
ésta fuese el centro del mundo, el mayor imperio de la tierra, poblado por héroes y
emperadores y jamás vencido. A los diez años fue trasladado a un colegio, donde con
gran esfuerzo y tesón aprendió latín y más adelante griego. La educación humanística
llenó todas las sinuosidades de su cerebro. El tercer año le suspendieron, y cuando,
haciendo un nuevo esfuerzo, logró aprobar, todo le fue más fácil, ya que en edad y
experiencia era un año mayor que sus compañeros. Su madre casi se alegraba de su
retraso, pues a las clases de los colegios de Francfort asistían católicos, protestantes y
judíos, y éstos eran siempre los mejores alumnos. Era sabido que cuanto mejor era la
familia del alumno tanto peor era el comportamiento de éste en la clase.
Un muchacho esbelto, el conde Moltke, era el peor de la clase, y se necesitaron
los esfuerzos reunidos de todos los interesados para hacerle adelantar, hasta que tuvo
la edad requerida para ingresar en el Ejército. Según su madre, el hecho de haber
fracasado una vez le daba a Emanuel cierto aire de nobleza, pero su padre no opinaba
lo mismo y le hablaba de la seriedad de la vida.
Todas las fechas culminantes en la vida de un joven: la confirmación, el primer
reloj —regalo de la señora Schonchen—, las lecciones de baile, un traje azul con
pantalones largos, los primeros granos juveniles, el bozo, el primer ataque de amor
romántico, las dificultades y los vagos temores de la pubertad se sucedieron
progresivamente. Los exámenes fueron tormentos que intranquilizaron los sueños del
doctor Hain por el resto de su vida. Uno de sus compañeros, Carlos Blei, se volvió
loco mientras se examinaba de matemáticas; fue sacado a la fuerza del aula y
desapareció en un manicomio. Pero Emanuel logró aprobar.
—¿Qué quieres ser? —le preguntaron sus padres, el tío Pablo y la señora
Schonchen. Durante algún tiempo pareció sentir una decidida vocación por la música.
Desde el día en que, a los cuatro años, tocó los primeros tonos en el violín de su
abuelo, su familia lo consideró un niño prodigio.
—¡Es un segundo Sarasate[10]! —decían los conocidos ante los cuales se le hacía
ejecutar una sonata.
Emanuel sorprendió a sus padres al afirmar que amaba demasiado la música para
dedicarse a ella, y de este modo la música siguió siendo para él durante toda su vida
un amable consuelo en los momentos difíciles. El tío Pablo le regaló un microscopio
el día de su confirmación, y esto cambió el aspecto de las cosas.
—¿Por qué no se hace médico y se encarga más tarde de mi cuéntela? —preguntó
el tío Pablo.
—¿Y por qué no? —contestó el padre de Emanuel.
No se tuvo en cuenta la posibilidad de que se hiciera cargo de la librería.
—El negocio no puede sostener a dos familias —decía su padre. Desde fines de
siglo empezaba ya a quejarse de la marcha de los negocios—. La gente ya no lee

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tanto como antes —solía afirmar.
¿Qué hacía entonces la gente que, disponiendo de luz eléctrica, podía aprovechar
las tardes para leer? Muchas cosas: jugaba al tenis, ese nuevo juego importado de
Inglaterra; organizaba excursiones en bicicleta al campo y cambiaba gradualmente en
forma casi imperceptible. La hermana de Emanuel jugaba al tenis, y, aunque sólo
tenía dieciséis años, se enamoró. Mademoiselle fue despedida porque la joven se veía
secretamente con su novio, y esto dio motivo a una serie de escenas desagradables.
Sobrevino la quiebra del Mercado de Valores, y pareció como si cada uno de los
habitantes de Francfort hubiese perdido dinero. El padre de Emanuel envejeció muy
pronto; su cara se puso grisácea, y sus omóplatos se marcaron a través de la ropa.
Después decidió aceptar al joven novio de Paulina y lo asoció al negocio. Emanuel
podía estudiar Medicina. Éste asintió, pero antes tuvo que hacer un año de servicio
militar, como voluntario, en el decimosegundo regimiento de artillería de Wiesbaden.
Emanuel recordaría siempre aquel año como el más feliz de su vida. Le gustaba el
servicio, la disciplina, el uniforme y los camaradas. Para él significaba liberarse del
hogar que en los dos últimos años había llegado a ser opresivo: su madre estaba
enferma de nefritis, y su padre de preocupaciones; los muebles eran demasiado
pesados, las cortinas excesivamente gruesas y las habitaciones muy oscuras.
Representaba una tregua en un trabajo mental demasiado intenso. El cerebro de
Emanuel descansaba, su cuerpo se fortalecía y sus hombros se ensanchaban. Además,
Wiesbaden estaba en pleno apogeo. El Kaiser y muchos de sus generales estaban allí
reponiéndose. Por las explanadas paseaban mujeres hermosísimas, y un nuevo teatro
perteneciente al Kaiser ofrecía a los oficiales voluntarios funciones a precios
reducidos. Emanuel hacía sus ejercicios por la mañana; por la tarde se embriagaba
con la música de las óperas, y por la noche solía visitar a una muchacha de mala
reputación, pero de modales agradables.
En Navidad obtuvo un permiso. Volvió a su casa y sorprendió a sus padres
diciendo que quería seguir la carrera militar. Su padre se rió, pero su madre apretó
firmemente los labios.
—¿Cómo puedes ser oficial? —preguntó—. ¿No sabes que el viejo Rosenhain era
tu abuelo? Para aquella gente serías siempre un judío.
Ésta fue la primera y única vez que su madre le habló de su origen.
—Tu bisabuelo iba de casa en casa con un saco al hombro, comprando papeles
viejos —añadió el padre.
Emanuel sintió que algo se quebraba en su interior. Después de este incidente
pasó una semana desagradable, y en adelante observó siempre las caras de sus
compañeros para ver si lo aceptaban como a uno de ellos o si decían de él como de
otros: «Es judío, y, sin embargo, no es mal muchacho». Hasta aquel momento había
escuchado con indiferencia estas opiniones, pero a partir de entonces empezó a
formarse en él casi inadvertidamente un punto sensible. Después de todo, era hijo de
padres judíos, a pesar del agua del pastor Meiners. «¡Pero yo no me siento judío!», se

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decía.
Una fotografía hecha en aquel período de su vida le mostraba como un muchacho
alto y delgado, de cara fresca y agradable, de mirada entre tímida y enérgica, de ojos
claros y párpados pesados: un judío disfrazado de soldado.
Después de haber servido un año tuvo que usar gafas, y en otoño se matriculó en
la Universidad de Heidelberg.
Llegó a su casa durante las primeras vacaciones con una personalidad distinta.
Una turba de nuevos pensamientos e ideas se había apoderado de él. Schopenhauer,
Nietzsche, Wagner, Ibsen. La ilusión de la vida, el amor libre, Der Einzige und sein
Eigentum[11]. El superhombre, Ricardo Strauss, Oscar Wilde, Dostoievski, Strindber,
Jugendstil[12], etc.
Como en la pieza de Ibsen, consideró todo lo de su casa «carcomido, mentiroso y
sofocante». Su indiferente amor filial se transformó en franca rebelión. Su generación
se rebelaba. Él les dijo que ésta era su opinión, y siguieron amargas discusiones.
Sintiéndose abandonada, su madre se retiró llorando a su dormitorio. Como un mudo
reproche, el olor a gotas de Hoffman[13] llegó hasta él procedente de sus habitaciones.
Cuando regresó a la Universidad, Emanuel se abismó en sus estudios, pasando los
ratos de ocio con su nuevo amigo Max Lilien. Daban largos paseos conversando, sin
reparar en el paisaje delicioso e inmóvil. Lilien era socialista. Emanuel trató de leer
El Capital, de Carlos Marx, pero no lo consiguió, porque las largas frases le parecían
dogmáticas y secas. Sólo cuando Lilien interpretaba sus ideas le parecían llenas de
vida, pues sentía un sincero afecto por su amigo, el primero que había encontrado.
Max Lilien era un joven alto, de ojos brillantes y cara de asceta, como la del
monje del Concierto de Giorgione. Impulsivo y exaltado, siempre volcaba los jarros
de cerveza, dejaba caer por todas partes la ceniza de su cigarro, insultaba a otras
personas y pisaba los zapatos de charol de las señoras. Era estrafalario, desagradable
y distraído, duro y transparente como un diamante; en fin, un socialista de la época en
que el socialismo era casi un crimen.
—Todos los socialistas son unos cerdos —decía el Kaiser. Emanuel no
comprendía nada de política, pues su carácter le acercaba a la música y le alejaba de
los hechos reales. Se sucedían los acontecimientos mundiales; los pueblos luchaban y
morían, pero nada de eso le interesaba. Por entonces estalló la guerra sudafricana, y la
gente simpatizó con los bóers. Luego se declaró la guerra rusojaponesa, y los
alemanes se inclinaron por el Japón, aquella nación pequeña y desconocida de la que
hasta entonces se había hablado tan poco. Pero esto era sentimentalismo y no política.
El «Arte Nuevo[14]» imitaba el estilo japonés, y Lafcadio Hearn escribía sus libros
sobre el Japón. Pero pronto se olvidó de todo. Lilien tuvo un incidente con la Policía,
y después de pasar tres días arrestado salió de nuevo como un pequeño mártir.
El padre de Emanuel falleció inesperadamente. Se había sentido bien durante el
día, pero por la noche se levantó de la mesa, dio una disculpa y se acostó. Cuando su
esposa fue a su cuarto lo encontró muerto. Emanuel asistió a los funerales como en

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un sueño. Su madre, sollozando, se cogió a su brazo y al del tío Pablo. En aquella
pequeña y anciana judía Emanuel reconocía difícilmente a su madre, de la cual sólo
recordaba el delicioso perfume y los tiernos besos de todas las noches de su infancia.
La muerte de su padre fue para él un golpe terrible. Cuando se leyó el testamento,
Emanuel, de luto en medio de parientes vestidos de negro, que carraspeaban
confusos, no se sentía bien.
Supieron entonces que no quedaba casi nada en efectivo y que, además, debían
algo. La casa, que estaba hipotecada, fue vendida cuando se valoró, pues estaba
pasada de moda y no tenía cuarto de baño ni luz eléctrica. Los cuadros, por los cuales
el viejo Hain había pagado grandes sumas, valían muy poco; eran paisajes con
cascadas, obesos monjes bebiendo cerveza, un gato jugando con un ovillo de lana y
un retrato bastante pequeño de la señora Hain. Estaban de moda los impresionistas.
Se hablaba mucho del plein air[15], y una nueva escuela de pintura parecía iba a
remplazar ya a los Manet y Monet. Se pintaban cuadros confusos y feos que se
llamaban pomposamente «futuristas».
Cuando todo se arregló y la señora Hain se trasladó a casa de su yerno, que se
encargaba del negocio y de la responsabilidad de sostenerla, quedó el dinero justo
para que Emanuel continuase sus estudios sin pérdida de tiempo. El ambiente de
seguridad en medio del cual vivía comenzó a desaparecer. El siglo XX salía de la
infancia. Por los valles se veían los primeros automóviles, vehículos peligrosos y
poco confortables; se exhibieron las primeras películas; algunos extravagantes
prometían el globo dirigible, y los psicólogos descubrían lo que llamaban
subconciencia.
Emanuel supo por primera vez lo que significaba preocuparse por el dinero. Tuvo
una seria conversación con su tío Pablo, y luego estudió más intensamente que nunca
para obtener su título. Después de pasar con éxito los exámenes se vio que tenía
talento para la profesión que la familia le había elegido. Pasó algún tiempo como
cirujano interno en el hospital municipal, y luego ayudó a su tío Pablo.
Un aborto que tuvo la doncella de su hermana fue su primer caso. Desconcertado,
se movía por la húmeda buhardilla donde la muchacha se revolcaba sobre un colchón
empapado en sangre, y sólo el pensar en Max Lilien impidió que la entregara a la
Policía. Su hermana no se lo perdonó nunca; pero esto no preocupó a Emanuel, pues
no la quería.
Con orgullo lo contó todo a Lilien, porque la joven se había restablecido y
encontrado otro empleo.
Lilien le escuchaba distraído.
—Debería haber oficinas municipales que aconsejaran a las jóvenes en los
asuntos sexuales, y centros que fiscalizasen los nacimientos —dijo Emanuel,
pensativo. Pero aquello parecía una idea descabellada.
Era redactor de un diario liberal, y todos los miércoles por la tarde hacían música
juntos. Max Lilien tocaba desaunadamente, pero con gran entusiasmo, exhalando con

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fuerza el aire por la nariz cada vez que había un estribillo.
A los treinta y un años se enamoró de Irene von Stetten. Había tenido ya varias
aventuras: citas secretas con una mujer casada en el reservado de un restaurante de
moda, donde acudía toda la sociedad elegante; amoríos con una joven modista, que
duraron casi dos años, hasta que ella se comprometió, y una relación íntima ardiente,
pero pasajera, con una actriz del teatro municipal. Pero por Irene von Stetten sentía
un amor sincero y apasionado.
—Ahora va en serio, Emanuel —dijo el tío Pablo, benévolo y experimentado. A
medida que envejecía iba pasando su clientela al joven médico, y en la casa de uno de
sus pacientes fue donde Emanuel conoció a Irene.
El padre de ésta, el teniente coronel Von Stetten, había vuelto de la guerra
francoprusiana, en 1871, con un reumatismo agudo del que ya no pudo librarse. Las
visitas del doctor, más que un tratamiento, eran una manera de pasar el tiempo y de
mantenerlo de buen humor. Hacía mucho tiempo que el tío Pablo no recetaba
medicinas para los dolores del viejo soldado, pero Emanuel, guiado por el orgullo de
los nuevos métodos y por su ambición de médico joven, lo visitaba diariamente y le
impuso un régimen que el teniente coronel siguió con un estoicismo espartano.
Irene, su hija, tenía veintiún años y era muy hermosa. Sin embargo, no era su
belleza lo que atraía a Emanuel, sino su asombrosa vitalidad y la sencillez de su alma.
Él se sentía feliz cuando ella entraba en la habitación, y triste cuando la abandonaba.
Cuando, en el oscuro vestíbulo del pequeño piso, le daba instrucciones sobre el
tratamiento que se había de seguir con el teniente coronel, su corazón latía tan
apresuradamente que se avergonzaba ante Irene, la cual reía suavemente. Durante tres
semanas no tuvo el valor necesario para besarla. Irene personificaba su ideal
femenino. Era alta y esbelta; silenciosa, pero vivaz, y carecía del artificioso recato de
las demás jóvenes. Su rubio cabello, tenía un brillo metálico. De buena, pero pobre
familia, tenía una capacidad ilimitada para alegrarse, y era en todos los sentidos la
realización de un deseo que Emanuel ni siquiera sospechó antes de verla.
—Es una gran muchacha —dijo el tío Pablo con la complacencia del solterón que
ha sido en su juventud buen conocedor de vinos y mujeres.
Cuando Emanuel la abrazó, no sólo no se desplomó el cielo sobre él, ni se abrió la
tierra, ni ella lo abofeteó; por el contrario, le abrazó a su vez y le devolvió el beso.
—¡Por fin! —exclamó él lanzando un profundo suspiro.
A partir de aquel día ambos se citaron secretamente y en público. Iban juntos al
teatro, acompañados de la vieja esposa del consejero Schonchen; daban largos
paseos; visitaban exposiciones, y asistían a bailes. Pero si Emanuel hablaba de
casamiento, Irene se oponía. Esto dio origen a muchas riñas, pero siempre volvían a
reconciliarse. Una vez discutieron el asunto detenidamente.
—No insistas. Es imposible a causa de mi padre —dijo Irene—. He hablado de
esto con él. Yo te amaría aunque fueras hotentote, pero mi padre no puede olvidar que
eres judío. Dejemos este estúpido tema del casamiento. Somos felices así, ¿verdad?

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Al irse de la casa de su tío, Emanuel alquiló un pequeño piso donde podían verse
con tranquilidad y gozar de su juventud. Cuando estrechaba a Irene entre sus brazos,
le parecía imposible que ella lo quisiera tan apasionadamente como él y que le
llamase judío. Se ruborizó primero y luego se puso pálido.
—En realidad, no soy judío —dijo con obstinación.
—Es cierto —respondió Irene sonriendo—. No lo eres para ti, ni tampoco para
mí; pero para mi padre serás siempre judío. Tú no conoces a esa clase de gente.
Se besaron sin reparar en que Emanuel renegaba de su sangre en lugar de
defenderla.
Irene decía a menudo que quería ser enfermera. Sentía un deseo vehemente de
desplegar cualquier actividad y sentirse independiente, y aquélla era una de las pocas
profesiones permitidas a las damas. Pero al llegar la primavera, que floreció más que
nunca, olvidó su propósito. Los frutales que flanqueaban la Bergstrasse parecían un
remolino de nieve con sus flores blancas y rosadas, a las que se mezclaban las
manchas purpúreas de las flores de los durazneros. Cuando florecieron las lilas, el
aire se llenó de su aroma y se vieron nubes enteras de color violado en los parques y
los jardines de Francfort. Más tarde, en junio, los rosales se cubrieron de flores, y
todo el mundo pareció embriagado por el exuberante y prematuro verano. Pronto
hubo tantas cerezas que las mujeres de los mercados de la ciudad las vendían a dos
pfennings la libra, y las gabarras cargadas de fruta no cesaban de bajar por el Mein.
Una tormenta política oscureció en julio el cielo de Europa y los veteranos que,
como el teniente coronel Von Stetten conocían aquel ambiente, auguraron una guerra.
Opinaban que se lucharía en África y en Manchuria, pero no en Europa.
La guerra se declaró el 1 de agosto, y los días siguientes fueron de entusiasmo, de
júbilo, de discursos, de banderas y de flores.
«No reconozco diferencias de clases. Sólo hay alemanes», dijo el Kaiser. Fueron
movilizadas y transportadas a la frontera belga las primeras tropas, y los diarios
profetizaron que París caería a las tres semanas y que toda la guerra habría terminado
en seis. Alemania miró alrededor en busca de amigos. ¿Podrían ayudarla los ingleses,
primos y consanguíneos? ¿O los italianos, aliados por juramento y por tratados? ¿O
tal vez los japoneses, aquella enérgica raza del Este a la que se había respetado y
ayudado con municiones e instructores?
Los alemanes se encontraron repentinamente solos, sin poder explicarse la causa,
pues no comprendían nada de política y confiaban en sus caudillos y en sus diarios, y
su heroísmo era aplaudido por amigos y enemigos. Los viejos soldados, los
reservistas, iban tranquilos y silenciosos: ellos cumplían con su deber. Los partes
oficiales informaban diariamente al pueblo de nuevas victorias, y las campanas de las
iglesias repicaban constantemente anunciando batallas triunfales. Pronto se
publicaron las listas de las primeras bajas, y se vieron las primeras madres enlutadas,
sonriendo a través de sus lágrimas, orgullosas de sus hijos caídos.
El doctor Emanuel Hain se incorporó a su regimiento como teniente de la reserva;

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pero antes, en medio del entusiasmo que la guerra originó al principio, venció la
oposición del viejo teniente coronel. «No reconozco diferencias de clases», había
dicho el Kaiser, y, a la sazón, también Emanuel era oficial. Miles de jóvenes se
casaron precipitadamente antes de ir al frente, y Emanuel e Irene fueron sólo una
pareja más entre las innumerables que tuvieron que separarse después de pasar juntos
una sola noche. En una madrugada gris, Irene se despidió de Emanuel en el andén de
la estación. «Rápido de París», rezaba una inscripción hecha con tiza en el vagón.
Max Lilien también era soldado voluntario, y estaba tan entusiasmado como los
demás jóvenes que iban al frente.
Irene ingresó en la Cruz Roja. Emanuel fue destinado a Bélgica, primero a la
retaguardia y luego a las primeras líneas.
Se ha escrito tanto de esta guerra que no hay necesidad de que hablemos de ella.
El doctor Hain participó en las victorias y en las derrotas, en los ataques y en las
retiradas. Como los demás, se llenó de lodo y de sangre, conoció el entusiasmo y la
depresión, los asaltos y el agotamiento; y, como todos, tuvo que soportar las lluvias,
las nevadas, el barro, el sol y aquel incesante estruendo de la artillería que no se
interrumpió durante cerca de un lustro. Trabajó durante tres años como médico en los
hospitales de campaña inmediatamente detrás de las líneas de fuego, y allí vio a los
heridos de ambos bandos, recogidos en el campo de batalla y amontonados como
restos barridos del suelo de un matadero. Dejó de sentir compasión por los que
morían, pues la necesitaba para los sobrevivientes. Una serie interminable de casos le
dio la oportunidad de practicar incesantemente, y llegó a ser un excelente cirujano.
Aprendió a vencer su compasión y a realizar operaciones desesperadas en mutilados
que le rogaban por el amor de Dios que los dejara morir. Estaba demasiado cansado
para reflexionar; por otra parte, nadie lo hacía en el transcurso de la guerra.
El hospital fue bombardeado mientras Emanuel operaba el vientre ametrallado de
un cabo de Hessen. Sin embargo, terminó la operación, no por bravura, sino por ese
instinto profesional que no puede soportar la idea de dejar abierta una herida. Sus
ayudantes se llevaron a los heridos y huyeron, pero él siguió colocando grapas,
sacando esquirlas y, finalmente, cosiéndolo todo. Apenas hubo terminado, cayó una
granada y lo enterró junto a su paciente. El hombre murió, y él mismo tuvo que
esperar dos días a que le rescatasen. Se le concedió la Cruz de Hierro de primera
clase, condecoración creada para premiar los insensatos actos de bravura en tiempo
de guerra.
Se encontró con Irene en Bruselas. Ansiaba tanto verla que casi había olvidado
que era algo real, una mujer de cabellos rubios, senos pequeños y cálidas manos. Le
parecía que no era más que una idea, un producto de su imaginación, el fantasma
ideal de un sueño. Pero al fin la tenía ante sí. Era ella, Irene, su mujer, su boca, su
sonrisa, sus ojos, todo su ser. Bruselas era en aquel tiempo una ciudad enloquecida.
Las mujeres de Bélgica vestían de luto; los habitantes se dejaban ver lo menos
posible y detrás de cada rostro se ocultaba el odio. Procedentes de las líneas de fuego

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llegaban allí soldados y oficiales para pasar algunos días y luego volver al frente. Una
licencia en aquella ciudad era indicio casi seguro de que se pensaba destinarlos a una
nueva ofensiva. En todas partes se organizaban banquetes celebrando encuentros o
despedidas; los cinematógrafos y las compañías de teatro daban funciones para los
soldados, y muchísimas mujeres se instalaban en hoteles; había cortesanas para los
señores oficiales, rameras para los sargentos y burdeles de la más baja clase para la
tropa.
En aquella ciudad turbulenta se encontraron los dos esposos. Su unión fue
completa y profunda, e Irene concibió un niño, un niño que nació cuando el hambre
dominaba ya a Alemania. La madre fue encamada entre sábanas de papel, y en
papeles fue envuelto el recién nacido, pues no había telas de hilo. Todos los regalos
de lana que habían inundado las trincheras en los primeros años se pudrieron en ellas.
Sólo quedaban ersatz[16]. Las tropas llevaban botas de un sustitutivo del cuero que se
disolvía en el lodo, y sus uniformes eran de un material sintético que se caía a
pedazos. El país comía sustitutivos, y después faltó hasta eso.
También los soldados que mandaban al frente eran ersatz; hombres muy viejos o
muy jóvenes. Los que permanecían en casa estaban abatidos y cansados por la
desnutrición, demasiado deprimidos para lamentarse de la desventura. Ya no se
esperaba una victoria, sino solamente la paz. Los que llegaban con licencia o ya no
eran aptos para el servicio, callaban, y el silencio separó a los de fuera y a los de
dentro, al Ejército y a la población civil, a las madres y a los hijos, a los maridos y a
las mujeres, abriendo entre ellos un abismo infranqueable y alejándolos
sensiblemente. Cuando América entró en la guerra, la última chispa de esperanza se
extinguió. El doctor Hain fue dos veces a Francfort en los dos últimos años de la
guerra, para ver a su mujer y a su hijo. Roland, el niño, parecía desarrollarse
normalmente, pero Irene adelgazaba mucho. Acariciaba a su hijo con tal
desesperación que Emanuel casi se asustaba.
Al doctor Hain se le presentó otra oportunidad para demostrar su valor. Eran los
últimos meses de la guerra, cuando toda disciplina había sido abandonada, poco antes
del armisticio. El hecho no fue nunca registrado, y, por consiguiente, no recibió
ninguna condecoración. Con la única ayuda del sargento Enrique Planke, transportó
catorce heridos graves a Alemania, a través del lodo, de la lluvia y de la confusión
que reinaba en las carreteras, directamente a través de la rebelión, del motín y de los
horrores de un Ejército vencido y sublevado. Cuando entregó a los heridos en la
estación del ferrocarril de Wiesbaden, un soldado se acercó a él y le arrancó los
galones de oficial. El sargento Planke derribó al hombre de un puñetazo, y así
terminó la guerra para el doctor Emanuel Hain.
Como todo en Alemania, el caos era ordenado, organizado y premeditado. Las
alambradas, las barricadas y algunos tiroteos aislados en las calles terminaron pronto,
y luego reinó la calma, pues los comités de obreros y soldados mantenían el orden. El
doctor Hain se presentó ante ellos y se puso a su disposición, porque no sentía

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hostilidad por la nueva política; sabía demasiado bien lo que el pueblo había sufrido y
soportado. Cierto día se encontró con un hombre barbudo con una profunda cicatriz
en la frente, el cual lo brazo y besó: era Max Lilien.
—¡Camaradas! —gritó—. ¡Éste es mi amigo…! Juntos hemos vivido y soñado
con el porvenir recitando a Carlos Marx… ¿Verdad, Emanuel?
Como estas palabras se acercaban mucho a la verdad, el doctor Hain no protestó.
Consintió entrar en el comité, porque consideraba un deber ayudar a aquella gente sin
experiencia; y para evitar que las tropas que regresaban llenaran el país de insectos o
lo infectasen con enfermedades venéreas. Pronto estuvo trabajando para organizar la
desinfección e instalar locales de despiojamiento.
No era falta de carácter lo que le hizo ponerse a disposición del nuevo régimen;
era judío, y las influencias externas lo asimilaban al medio ambiente.
Lilien iba a visitarlo los miércoles por la tarde. Juntos pasaban unas horas felices,
y con sus manos torpes de soldados, pero llenas de sentimiento, tocaban la Sonata en
la mayor, de Brahms para violín y piano.
Lilien contemplaba asombrado a Roland cuando Irene lo llevaba para que diera
las buenas noches.
—Es la criatura más hermosa que he visto jamás —dijo una vez con toda
seriedad.
Emanuel percibía el cálido contacto de los dorados cabellos al coger el niño entre
sus brazos, y sentía tal ternura que se hubiera echado a llorar. Luego todo se
normalizó; el Estado, la vida en general y también la del doctor Hain. Por primera vez
pudieron él e Irene vivir el uno para el otro, en una armonía jamás esperada. Como
Irene había sido enfermera, podía ayudarle en su consulta, esterilizando los
instrumentos y escuchándolo todo cuando hablaba de sus casos. El teniente coronel
vivía con ellos. Estaba muy viejo, muy debilitado y era completamente incapaz de
comprender la nueva situación. Su vida no llegaba más allá de Sedán.
—¡Esos cochinos! —murmuraba—. ¡Cobardes y ladrones!
Cuando se firmó el tratado de Versalles sufrió un ataque de apoplejía, y desde
aquel día no salió más de su domicilio. No era más que un viejo guerrero esquelético
y paralítico, que daba mucho trabajo a Irene.
El país se dividió nuevamente. La humillación de la paz dictada dolía y ardía en
las almas de muchos que despreciaban al nuevo Gobierno, tan ansioso de hacerse
amigo del enemigo que soportaba cualquier insulto inmerecido. El pueblo alemán
luchaba solo, con valor y obstinación, pero los vencedores no demostraron
generosidad con los vencidos; mandaron regimientos de negros a los territorios
ocupados, y la población desangrada y famélica de Alemania hubo de humillarse para
obtener la paz. Muchos alemanes no sentían simpatía por su nueva libertad, una
libertad que era enfermiza desde el principio. El mundo exterior de Alemania no
hacía nada para apoyarla. Cuando Emanuel se asoció al comité obrero no pensó en
ventajas personales. No era un oportunista, sino simplemente un hombre que iba con

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la corriente. Sin embargo, cuando Max Lilien fue nombrado Secretario de Estado
consiguió un puesto en Berlín por medio del comité. Como jefe de cirujanos del
hospital de Charlotte no tardó en darse a conocer.
—El judío ha hecho carrera —decía mucha gente a sus espaldas.
Los Hain alquilaron primero un piso, y más tarde compraron una casa en
Grunewald, magníficamente situada junto a un pequeño lago y con un jardín con
arena donde podía jugar el pequeño Roland. Los miércoles por la tarde se ejecutaba
música de cámara por músicos de la Opera, en lugar de aquellas sonatas de
aficionados. Irene llevaba un hermoso collar de perlas. El amor de los esposos no
parecía envejecer ni agotarse, como suele suceder en algunos matrimonios.
El doctor Hain, colmado de trabajo, éxito y prosperidad, podría haber sido un
hombre completamente feliz de no ser por la ansiedad siempre creciente que sentía
por su hijo.
Cada vez más hermoso, Roland era un niño tan perfecto que mucha gente se
admiraba al verlo por primera vez. Emanuel sentía por su hijo una atracción física
muy parecida a la que lo ligaba a Irene, pero Roland no intimaba con él, como si los
primeros años de su vida pasados sin padre lo hubiesen convertido en un espíritu
solitario. Desde su nacimiento padecía de hipersensibilidad nerviosa; lloraba con
facilidad y tenía miedo por toda clase de cosas triviales. No podía dormir en una
habitación oscura: se aterrorizaba, se ponía febril y movía los ojos como un
epiléptico. Tampoco le servía una luz velada; pedía que le encendieran todas las
bombillas eléctricas, y se despertaba en cuanto las apagaban. Emanuel hubiera
preferido educarle de un modo más severo; pero éste era el único punto en que
encontraba la oposición de Irene. Roland era su niño. A veces se oían cuchicheos y
risas contenidas en el cuarto de éste; se tiraban por el suelo toda clase de objetos, se
hacían sonar los timbres y se arrastraban las tropas por el piso. Cuando Emanuel
entraba para tomar parte en el juego, callaban y colocaban disimuladamente sus
juguetes en los rincones. Cada una de las comidas de Roland requería una paciencia a
toda prueba. Había que contarle historias, se le pedía que mirara a un supuesto Ángel
de la Guarda que estaba sentado en un árbol detrás de la ventana y se requería la
presencia del oso Teddy. Irene rogaba, lloraba e imploraba antes de que el niño se
decidiera a probar bocado. Al acostarse, comenzaba una nueva lucha. Cuando Roland
era aún pequeño, nadie podía explicarse esto, pero a los nueve o diez años, en cuanto
pudo expresar sus pensamientos, confió a Irene que estaba amedrentado por lo que
soñaba.
—¡Son cosas tan terribles! —dijo. Pero no se le pudo inducir a que se explicase
mejor. Por eso Irene insistía en dormir al muchacho aun cuando éste ya era mayor.
Se sentaba al borde de la cama y él enredaba los cabellos de su madre entre sus
dedos. Sólo de esta manera podía dormirse. Ella esperaba, con todas las lámparas
encendidas, hasta verle profundamente dormido. Sólo entonces quedaba en libertad
para pasar a su gusto el resto de la noche.

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Su padre trató de curarlo por medio del psicoanálisis, sin obtener un resultado
práctico, pues una cosa es comprender las condiciones y los orígenes de un mal y otra
es curarlo. Además, a un cirujano como él, acostumbrado a la precisión que requería
el manejo del bisturí, le parecía que el psicoanálisis estudiaba los procesos mentales
con exceso de teoría, y esto le disgustaba un poco. Por consiguiente le recetó a su hijo
la práctica de los deportes, aceite de hígado de bacalao y aire fresco.
Recordando aquella noche en la turbulenta Bruselas, cuando lo concibió, Irene
decía: «Es un hijo de la guerra». Los días de carestía y privaciones le afectaron
durante el embarazo y los meses que siguieron a su nacimiento; sin embargo, más
alto y más fuerte que la mayoría de los niños nacidos en aquella época del hambre,
Roland era excepcionalmente hábil en toda clase de deportes. Era el mejor atleta de
su colegio, el nadador más rápido e infatigable de los lagos de Grunewald y un
jugador de tenis a quien los profesionales del club prometían hacer campeón. Sin
necesidad de que nadie se lo enseñara, aprendió a manejar el coche que su padre
compró por entonces. En la escuela era el mejor alumno de Historia, aunque fracasase
en las demás materias; pero tenía un espíritu y una mente muy escépticos, caso
sumamente raro en un joven de su edad.
Aparentemente, en Irene se habían extinguido todas las energías reproductoras al
nacer aquel extraño hijo, aunque al doctor Hain le hubiese gustado que Roland
tuviera hermanos y hermanas.
En aquella época, Kurt Planke entró en la vida del muchacho, que vio en él un
excelente compañero de juegos. El encuentro del doctor Hain con su sargento ocurrió
en circunstancias muy extrañas. Una parte de sus deberes consistía en hacer
operaciones ante los estudiantes de Medicina, y cierta mañana trató un caso bastante
complicado de cálculos biliares. Aunque aquélla fuera para él solamente una labor
rutinaria, experimentaba en cada nueva intervención el mismo placer de saber que
ejecutaba un trabajo excelente. Cuando entró en la sala de operaciones, el hombre a
quien debía operar estaba ya anestesiado y cubierto con un lienzo blanco que sólo
dejaba a la vista el campo operatorio.
Efectuó la demostración sin saber quién era el paciente. A la mañana siguiente,
mientras visitaba a sus enfermos, reconoció a Enrique Planke, su antiguo sargento,
débil y pálido a causa del anestésico y con preocupado aspecto. Instantáneamente
acudió a la mente de los dos hombres el recuerdo de los días de la retirada, la
camaradería y los peligros pasados en común; por un momento se encontraron ambos
en aquel otro mundo, el mundo viril de la guerra. Planke fue trasladado de la sala
común a una habitación que compartía solamente con otro paciente. El doctor Hain se
encargó personalmente de su caso, y pronto logró que el sargento estuviera
restablecido.
—Me siento como nuevo —dijo el berlinés, y su bondadoso rostro no tardó en
recobrar el color.
Como obrero de una fábrica de goma, estaba protegido por las nuevas leyes del

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seguro obligatorio de enfermedad, y era uno de los primeros casos. Era ésta una de
las leyes de posguerra que causaban mayor inquietud, pues los patronos que tenían
que pagar una contribución mensual, estuvieran o no enfermos sus empleados, se
quejaban aún más por el descuento que sufrían sus salarios semanales, y los obreros
eran los más disconformes, pues estaban convencidos de que los médicos los trataban
con excesiva negligencia y los dejaban morir por pura maldad.
Cinco años después que la guerra hubo terminado, las convulsiones internas
sacudían aún a Alemania. La fantástica inflación hacía que el dinero sufriese cada día
una catastrófica desvalorización. Se daban billetes de un billón de marcos por cosas
cuyo valor era de pocos céntimos. Se originó una nueva y ridícula clase de nuevos
ricos, sin ninguna tradición, mientras la antes inmutable clase media era destruida y
carecía de todo: de alimentos, de carbón, de calor, de vivienda y de respetabilidad.
Después, los enemigos de antaño acudieron en ayuda del país mutilado y una política
de pacificación inició una era más estable. El signo evidente de que Alemania volvía
a ser la de antes fue el renacimiento de las artes, pues la música, los libros y los
buenos dramas eran para los alemanes más necesarios que el pan. Berlín respiró un
aire más libre y pareció que naciera una verdadera democracia en aquel suelo
empapado por la sangre de la guerra.
Pero entonces, cuando todo parecía augurar una prosperidad general,
sobrevinieron nuevas dificultades: el país era demasiado pequeño y densamente
poblado, con hombres que trabajaban y producían más de lo que se necesitaba. Las
grandes fábricas, obligadas a pagar los salarios que imponían las uniones gremiales,
comenzaron a despedir a los obreros.
—Me han echado —anunció Planke en cuanto estuvo curado—. ¡Desocupado!
¡Qué asco!
De esta manera entró como chófer en casa de los Hain. Se mudó con su mujer y
su hijo a la casita del chófer, y ayudaba a cuidar el jardín en sus ratos libres. Kurt, su
hijo, tres años mayor que Roland, era un muchacho robusto, de grandes manos y ojos
vivaces. El doctor hacía todo lo posible por favorecer la amistad de los dos chicos y a
menudo escuchaba con alegre sonrisa el bullicio de sus juegos en el jardín.
Una noche de julio mientras estaban ejecutando música de cámara y el cálido aire
nocturno y el brillo de las estrellas entraban por las ventanas y las puertas abiertas,
Max Lilien descubrió a Kurt Planke, que tenía entonces trece años, escondido detrás
de una haya, escuchando la música, con las manos crispadas y una expresión atenta
en el rostro. Estaban tocando el segundo movimiento del Cuarteto en re bemol, de
Schubert.
—¿Quién es ese muchacho? —preguntó el secretario de Estado—. La música
parece embriagarle.
—¡Oh! Es Kurt —repuso Irene, cerrando las puertas que daban al amplio jardín.
Durante el siguiente movimiento del cuarteto, Lilien, que quería ver al muchacho
más de cerca, salió al jardín, se sentó a su lado sobre el césped y después de un rato

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comenzó a hablar con el joven, que sonreía tímidamente. Supo que era hijo del
sargento Planke, y que su suprema ambición era ser músico. Lilien lo llevó al salón
de música y lo presentó a los músicos y huéspedes, mientras el muchacho casi lloraba
de confusión. En medio de un aluvión de preguntas y risas bondadosas, Kurt se sentó
al piano. Ejecutó su propia interpretación de un disco que Roland, obligado por sus
insistentes ruegos, había tenido que tocar muchas veces; el Preludio de Bach y la
Fuga en mi bemol para clavicordio bien templado según D’Albert. La concurrencia
escuchó divertida la extraña ejecución, llena de errores, falsas interpretaciones,
desigualdades, notas equivocadas y ritmos desfigurados, pero sorprendente por su
ingenuidad y fervor. Kurt, rojo hasta las orejas, parecía haberse olvidado de su
auditorio: tan absorto estaba en la melodía. Cuando terminó y todos aplaudieron
riendo, se despertó como si hubiera tocado en sueños.
Más tarde, su madre le reprendió y le rogó a la señora de Hain que lo disculpara,
pero el doctor y Max Lilien se preocuparon de él, y después de oírle ensayar varias
veces lo hicieron ingresar en la Academia de Música del Estado como alumno del
celebrado profesor Boskowitz. Éste era un excéntrico, de nariz enorme y orejas
elefantinas que recogían los más finos matices de la música.
—Olfatea con las orejas —decía Roland de él.
Kurt no tardó en ser suyo en cuerpo y alma, y Roland se enojó al quedarse otra
vez solo. Pasaba por las dificultades de la pubertad, y era más difícil de entender que
nunca. En la escuela iba de mal en peor, y en su vida particular sólo le interesaba una
cosa: la heráldica. Empleaba la mayor parte del tiempo en aprender todo lo
concerniente a las antiguas familias, nombres y escudos de Alemania. A veces
dibujaba también bosquejos abstractos, diseños sinuosos y geométricos, que no se
parecían a nada de este mundo. Los iluminaba con suaves y enfermizos colores a la
acuarela, y los colgaba a la cabecera de su cama. Irreales como eran aquellas
composiciones, parecían tener algún significado propio y misterioso, e Irene se
abstraía a menudo en su contemplación. Cuando se le preguntaba cuál era su
significado, Roland respondía sin vacilar que eran representaciones de sus sueños. El
doctor Hain mostró dos de aquellas originales creaciones a un neurólogo del hospital,
sin obtener resultado alguno.
—Este niño hace que me sienta incómodo —decía Emanuel a su mujer cuando,
de regreso del teatro o de una reunión, veía la luz brillante de la ventana de Roland
iluminando los árboles inmóviles y silenciosos.
—Espera hasta que pase la pubertad —le rogaba Irene.
Luego entraba de puntillas en la habitación donde Roland dormía profundamente,
respirando en forma acompasada. Su rostro joven y hermoso enmarcado por lindos
cabellos rubios, parecía tenso aún en sueños. A veces el doctor Hain comprendía la
separación que existía entre él y su hijo, cuya sangre y naturaleza eran tan diferentes
a las suyas.
El doctor comenzó entonces a darse cuenta de que estaba envejeciendo. Se

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levantaba todas las mañanas a las seis, se desayunaba solo, marchaba al hospital y
operaba desde las ocho hasta las doce, alumbrado por la luz blanca de una lámpara
sin sombras, inventada recientemente. Al terminar, se despojaba de la mascarilla de
hilo blanco, se lavaba las manos, se quitaba los zapatos de goma y comenzaba a
fumar un cigarrillo tras otro. Podía medir su agotamiento por el número siempre
creciente de cigarrillos que necesitaba. Hacía su habitual visita a los pacientes,
almorzaba apresuradamente en un pequeño restaurante y atendía consultas
profesionales. Se le llamaba para casos urgentes y desesperados, y operaba a todas
horas del día y de la noche, sin disponer de un minuto para pensar, sin tiempo casi
para vivir. Estaba acostumbrado a dormir solamente cuatro horas, por lo que de noche
le sobraba algún tiempo para escuchar un poco de música. Cuando iba a la ópera o
cuando estaba sentado en su casa, escuchando música y fumando incesantemente, se
sentía envejecer. Su espalda y sus ojos estaban cansados; tenía los hombros caídos y
la espalda agobiada de un judío, y su rostro estaba surcado por arrugas judías,
grabadas en la fisonomía de una raza que durante miles de años contrajo su rostro al
mirar el sol del desierto.
El círculo de amistades del doctor se componía cada vez más de judíos: Max
Lilien, el profesor Boskowitz, músicos y directores de la Ópera, actores, escritores,
periodistas, abogados y médicos. Los amigos de Irene eran de familias
conservadoras, de ideas nacionalistas y disconformes con el nuevo régimen; gente
empobrecida, de noble nacimiento, ricos hacendados, que iban a Berlín para la Grüne
Woche[17] con sus hijos e hijas, jóvenes que no sabían qué hacer. La época llevaba
una nueva máscara: jazz, faldas cortas, cabello corto, voto femenino, número siempre
creciente de estudiantes femeninos, fiscalización de nacimientos, teoría de la
relatividad, récords de aviación, americanización, películas, pacifismo, velocidad,
vértigo…
Los «espartaquistas[18]» de la revolución se volvían comunistas según el modelo
ruso que era completamente inadecuado en Alemania. El parlamento estaba
compuesto por tantos partidos que ninguno tenía la mayoría absoluta. La costumbre
alemana de reñir dividió a la nación. Max Lilien renunció a su partido y a su puesto y
se afilió al partido comunista. El peligro flotaba en el ambiente, pero las orquestas de
baile tocaban en miles de clubs nocturnos. Como una especialidad de Berlín, se
mostraba a los extranjeros aquellos clubs nocturnos donde se divertían homosexuales
vestidos con trajes femeninos y mujeres que usaban monóculo. El número de
desocupados crecía, y en las calles de la ciudad se veían largas filas de mendigos.
Entre Emanuel e Irene sobrevino la primera discusión seria. Él la acusó de mimar
al niño y de arruinarlo por falta de energía, y ella le replicó que él no comprendía a
Roland y que cualquier operación de apendicitis era para él más importante que
atender a su hijo.
En todas las esquinas se veía el retrato de Roland. Von Ruding, el pintor, lo había
retratado con su flotante cabellera en un cartel de propaganda de una reunión

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nacionalista. ¡El hijo del judío como ideal germánico! A veces, Emanuel sentía miedo
al pensar en las relaciones confusas y poco claras que existían entre él y su hijo.
Trataba de hablarle, pero el muchacho tenía una habilidad casi demoníaca para
desviar la conversación. Podía seguir la broma durante días, dirigiéndose a su padre
como «profesor»:
—¿Cómo se siente el señor profesor esta noche? ¿Cuántos cadáveres ha adobado
hoy el señor profesor?
Oyente silencioso de las reuniones musicales de los miércoles a la tarde, y a
menudo también en otros momentos, el joven Planke progresaba. El profesor
Boskowitz sentía por él un gran cariño. Discutía con él difíciles problemas de
contrapunto y de filosofía y le enseñaba a jugar al ajedrez. A veces Emanuel sentía
como si aquel hijo de un proletario fuera más hijo suyo que Roland. La riña entre él e
Irene terminó al ingresar Roland en una escuela campestre, de la que sólo volvía a
veces para pasar el fin de semana. Esto duró solamente un año y medio, pues uno de
los maestros se prendó del muchacho, y no pudiendo librarse del encantamiento de la
belleza hechicera de Roland, se suicidó. El escándalo y la catástrofe no influyeron en
el joven, que hablaba de ello de una forma impersonal, como si se tratara de algo
leído en el periódico. Ni la aberración ni la tragedia le conmovieron.
Se organizaban por las calles manifestaciones de comunistas y nacionalistas. El
movimiento antisemita, creado después de la guerra por algunas cabezas
atolondradas, recibió forma y nombre. Hasta entonces todo el mundo se burlaba de él
por sus manifiestos absurdos, bárbaros y hasta bestiales, y su jefe, a quien muchos
consideraban loco. Repentinamente apareció un nuevo partido, el nacionalsocialista,
con representantes en el Parlamento, con influencia y partidarios en el país. Era un
partido compuesto por desesperados y para ellos mismos Alemania estaba enferma,
convulsa, esperando que cualquier cambio le proporcionara un alivio en su agonía.
Ningún partido prometía cambios tan radicales como el nazi, y ninguno tenía tanta
pujanza.
Radicados en el país desde hacía más de mil años, los judíos emparentados con
Alemania por miles de lazos —el idioma común, la educación y la cultura—
prestaron atención. Recordaron que el bisabuelo iba de casa en casa con un saco al
hombro, y la raza se acordó de los sufrimientos que el individuo había olvidado. El
ambiente estaba preñado de amenazas, y ellos las sentían con la experiencia propia de
una raza desesperada que vivió siempre en peligro.
También las sentía el doctor Hain. Su hijo había entrado en la juventud hitleriana
y progresaba en ella. El elemento romántico y heroico del movimiento lo atraía, y
volvía de sus mítines y excursiones entusiasmado y feliz.
Emanuel y su esposa mantuvieron conversaciones desesperadas en la oscuridad
del dormitorio.
—Tengo que decirle al muchacho que lleva sangre judía en sus venas. No puedo
seguir así. Debería haberlo hecho ya hace mucho tiempo, y lo habría hecho si le

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hubiese atribuido a eso alguna importancia. Pero ahora la tiene, y él debe saberlo —
decía el doctor.
—Espera un poco. Tengo miedo. ¡El muchacho es tan sensible! Podría suicidarse
o volverse loco. Supongamos que el golpe sea demasiado fuerte para él. ¿Qué harías
entonces? Esperemos a que sea mayor, más maduro, que sepa más de la vida —
contestaba Irene desesperada. Estaban acostados, y la cabeza de Irene reposaba sobre
el hombro del esposo, que aspiraba el perfume del cabello que para él era
eternamente joven y brillante.
—Tú no me abandonarás, ¿verdad, Irene? —preguntaba ansiosamente, sintiendo
que su mujer sonreía en la oscuridad.
—No seas tonto —contestaba ella con ternura y todo le parecía bien.
El asesinato de Max Lilien señaló el comienzo de una serie de homicidios
políticos, y el asesino se pegó un tiro antes de ser detenido. Este suicidio llenó a
Roland de salvaje entusiasmo.
—¡Ése es el verdadero heroísmo! ¡Pagó con su propia vida! —exclamaba—.
¡Ahora verán por fin los judíos!
De pie junto a la ventana, su figura resaltaba sobre el jardín cubierto de nieve.
Emanuel, profundamente dolorido por la pérdida de su viejo amigo, retrocedió
sintiendo un helado escalofrío. Roland, que era muy sensible, vio como su padre
palidecía.
—Disculpa —dijo con superficial cortesía—. Olvidé que querías a Lilien. Nunca
pude comprenderlo.
Emanuel abrió la boca para decir: «Nosotros también somos judíos: yo
íntegramente, y tú a medias», pero Irene se lo impidió poniéndole una mano en el
hombro. El momento crítico pasó irrevocablemente.
En la casita del chófer se podía oír a Kurt tocando al piano La Polonesa de
Chopin, triunfante e intolerable.
—Roland, tienes que hacer tus deberes —dijo Irene a su hijo, que salió silbando
de la habitación.
Poco después que Hitler subiera al poder, el doctor Hain renunció a su puesto
como cirujano principal del hospital Charlotte. No esperó a que se lo ordenaran,
porque su clientela particular era buena y todavía se le llamaba al hospital para las
operaciones muy difíciles. Las cosas comenzaron a cambiar en su casa; al ambiente
era solitario, más cerrado, ansioso y un poco insultante. Roland daba vueltas como un
sonámbulo, demasiado ocupado en sí mismo para reparar en ninguna otra cosa. En las
calles retumbaba el paso de los manifestantes; la radio reproducía la voz frenética y
estridente del Führer; en los diarios aparecía la llamativa fraseología del Tercer
Reich; flotando al viento las banderas y los estandartes con la svástica. El entusiasmo
ruidoso y la crítica secreta nacieron en todas partes.
Cada vez que se sentaba a la mesa frente a su hijo, el doctor se sentía como un
equilibrista. Por primera vez, Roland se interesaba seriamente en algo.

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El jefe de su grupo, Erhard Gerhardt, un muchacho alto de largos cabellos, iba a
veces a su casa.
—Ese Gerhardt sigue a nuestro hijo como un perro —decía Irene.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Emanuel sintiéndose incómodo. Pocas eran las
cosas que no le hacían sentirse incómodo.
—No sé… Hay algo perruno en su manera de mirar a Roland.
—Espero que no se repita el asunto de la escuela.
Irene le acarició la cabeza.
—¡Viejo cuervo! —exclamó bromeando sobre su pesimismo.
Cierta noche de junio Roland no fue a cenar.
—¿Dónde está? —preguntó el doctor. Irene contestó que había salido con otros
tres jóvenes.
—¿Cuándo volverá a casa? —preguntó nuevamente Emanuel.
Aquel día se notaba una extraña intranquilidad en el ambiente.
—Han ido a un mitin o algo por el estilo. Sigue comiendo, querido —dijo Irene
—. Roland es ya un hombre; no puedes ni debes inmiscuirte en sus acciones.
«Tiene razón», pensó Emanuel.
—Creo que tendremos tormenta —dijo, apartando su plato y encendiendo
lentamente un cigarrillo con manos temblorosas.
Roland no volvió a su casa. El doctor se levantó dos veces durante la noche y fue
al dormitorio del joven. Las luces estaban apagadas y la cama intacta. No podía
dormir, pero se burlaba de sus temores. «Es la primera aventura del muchacho —
pensó—. Está por primera vez con una chica». A Roland, que tenía casi veinte años,
le dejaban indiferente las mujeres. Tal vez fuera ésta la causa de la extraña aureola
que le rodeaba y que atraía a todo el mundo: ver a un muchacho casto e intangible.
El doctor trató de dormir. Al día siguiente tenía que realizar una operación difícil,
un tumor cerebral, y necesitaba reposo para sus nervios cansados.
Antes de salir entró en la casita del chófer. La señora Planke, como pidiendo
disculpas, limpió una silla para el doctor, que no se sentó.
—Tengo que hablar con Kurt —dijo brevemente y fue al dormitorio del
muchacho.
—Roland salió ayer con otros tres miembros de la Juventud Hitleriana y aún no
ha vuelto a casa —dijo el doctor Hain—. ¿Sabes algo?
Kurt se despertó en el acto y miró al doctor con expresión más seria que de
costumbre.
—Iré a buscarlo inmediatamente —repuso saltando de la cama.
—Telefonéame al hospital y dime lo que averigües —dijo el doctor, tranquilizado
por la rápida ayuda de Kurt y al mismo tiempo inquieto por su seriedad.
Aquel día corrieron por la ciudad rumores que causaron miedo y horror. Los
diarios guardaban todavía silencio, pero mucha gente sabía que el Führer ejecutaba
personalmente a los enemigos de su partido.

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Ni Kurt ni Roland habían vuelto aún cuando el doctor llegó a su casa. Irene
paseaba de un lado a otro tratando de sonreír.
—Probablemente los muchachos han ido de excursión a las afueras o están en uno
de los lagos con su bote plegable, y nosotros nos preocupamos innecesariamente por
ellos —dijo Emanuel tratando de consolarla. Su esposa asintió de buen grado
diciendo que era muy probable. No se creían el uno al otro y evitaban mirarse. El
tiempo parecía haberse detenido.
Kurt volvió por la noche y dijo que nadie del grupo de Roland sabía dónde éste se
hallaba.
—Esperemos que no tenga nada que ver con Gerhardt —añadió.
—¿Por qué Gerhardt? —preguntó Irene.
—Tuvieron un altercado —contestó Kurt secamente—. Gerhardt quiso y Roland
se negó. Hubo una pausa, que Kurt rompió para decir:
—Bueno… Es mejor que me vaya.
—Buenas noches, y gracias —repuso el doctor.
Pasó un día, y otro, y un tercero. En los diarios se publicaban artículos sobre los
acontecimientos del 30 de junio. Se dio a conocer una lista de los muertos, pero a
puerta cerrada se hablaba de centenares más que fueron castigados o asesinados.
Como nubes grises de bordes metálicos volaron aviones sobre la ciudad e
hicieron susurrar a los árboles. En la casa del chófer, Kurt tocaba el piano.
—¡Esto es como Sodoma y Gomorra! —exclamó Enrique Planke después de leer
el diario.
Al tercer día, Irene entró en la habitación. Llevaba sombrero y guantes.
—No puedo soportarlo más —dijo, tratando aún de sonreír—. Voy a salir un
poco.
—¿Adónde vas? —preguntó Emanuel.
—¡Oh…! No lo sé. Tal vez vaya a ver a Brandt —contestó.
Brandt era un pariente lejano de los Von Stetten y fiscal del nuevo régimen. El
doctor sabía que Irene no lo estimaba. Volvió a la ventana y miró al jardín. Oscurecía
lentamente. Sonó el teléfono, y uno de los pacientes del doctor, alegando que sufría
insoportables calambres en el estómago le rogaba que fuera. Hain se alegró de poder
pensar en otra cosa. Empezaba a llover y olía a tierra mojada.
—Vaya de prisa, Planke —dijo al regresar de casa del enfermo. Tenía la
impresión de que Roland había vuelto entretanto, sano y feliz, y que todos sus
temores habían sido absolutamente ridículos.
—¿Ha venido alguien? —preguntó al entrar.
—Dos jóvenes llevaron un bulto a la habitación del señorito —dijo la sirvienta
limpiándose las manos en el delantal.
Emanuel subió apresuradamente al dormitorio de su hijo y encendió la luz. Sobre
la cama se hallaba un saco de color castaño oscuro, grande y largo, mojado por la
lluvia. Aun antes de tocarlo sabía lo que iba a encontrar.

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Por un momento, todo dio vueltas ante él. Luego se acercó lentamente a la cama y
abrió el saco: dentro estaba, aún tibio, el cadáver de Roland.
Durante algunos minutos, Emanuel no pudo pensar en nada. Había visto muchos
muertos: miles en la guerra, centenares en el hospital. Muchas veces cortaba carne
viva sin temor. Pero en aquel momento no era capaz de pensar, y eso fue un gran
consuelo para él. Haciendo un esfuerzo, sacó del saco el cadáver de su hijo y lo
examinó. La rigidez cadavérica no se había presentado aún. Observó una herida en la
cabeza; el cráneo había sido fracturado con un instrumento pesado y romo,
probablemente el dorso de un hacha. El cuerpo cubierto de contusiones, y la cara
tenía una expresión arrogante, un poco sorprendida. Lavó a su hijo, cerró sus ojos sin
vida y se secó las manos. Se sentía como enloquecido. Buscó una sábana y la
extendió sobre el cadáver. «Yo tengo la culpa… —pensó—. Yo tengo la culpa…».
Apagó la luz, pues la sábana le parecía demasiado blanca. En la oscuridad, se sentó
en la cama, en la que el cuerpo de su hijo se estaba poniendo frío y rígido.
Lo más horrible de todo fue que Irene insistió en que todas las luces estuvieran
encendidas día y noche.
—Ya sabes que tenía miedo de la oscuridad —decía.
No lloraba ni reprochaba, pero no le ofreció consuelo y no aceptó ninguno. A
veces pensaba él que su mujer iba a desmayarse, pero ella pertenecía a una raza que
no se desmaya.
La esquela mortuoria decía: «Nuestro hijo Roland, de diecinueve años de edad,
fue víctima de un accidente fatal». No hubo ninguna queja ni proceso. «Yo he tenido
la culpa… —pensaba el doctor—. Yo he tenido la culpa…».
La Policía efectuó un registro en la casa una semana más tarde, y a la siguiente
Irene fue llamada telefónicamente por Brandt, el fiscal que era pariente lejano de ella
y favorito del nuevo régimen.
—Se acusa a su marido de hacer manifestaciones contra el Estado y de que su
casa es un centro de disturbios políticos. Será interrogado pasado mañana por la
Gestapo, y usted ya sabe lo que esto significa. Por su bien, le prevengo
amistosamente —dijo el fiscal, y cortó la comunicación antes de que ella pudiera
contestarle.
Irene entró en la sala de estar, donde Emanuel, de pie junto a la ventana, trataba
de tocar algo en su violín para no volverse loco.
El doctor tenía aún el arco sobre las cuerdas, y la última nota se quebró con un
chirrido ridículo.
—Tienes que empaquetar en seguida lo más necesario y cruzar la frontera —dijo
ella.
—¿Cruzar la frontera? ¿Hacia dónde? ¿Y para qué? —preguntó Emanuel.
—Brandt acaba de prevenirme… La Gestapo… Eso significa la prisión. No
quiero que te maten a ti también —dijo Irene con una voz casi infantil.
Emanuel reflexionó durante unos minutos.

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—Bueno —dijo levantándose—. ¿Me acompañas? —preguntó luego—. Nuestros
pasaportes están en regla.
—Tengo que quedarme aquí… Te seguiré más tarde… —repuso ella
distraídamente—. No puedo dejar solo a papá —añadió, y sus palabras parecían
demasiado sensatas.
El teniente coronel, mentalmente débil por la vejez, estaba aún sentado en su silla
de ruedas, sin saber nada de lo que ocurría.
—La vida sin ti no significa nada para mí… —dijo Emanuel.
Irene lo miró.
—Es cierto, querido, es cierto… —dijo acariciándole suavemente el cabello con
la mano. Los ojos del doctor se llenaron de lágrimas, sus primeras lágrimas desde la
catástrofe—. Todo se arreglará —dijo ella—. Ahora vete y empaqueta rápidamente
tus cosas. Yo te seguiré… pronto… Comenzaremos de nuevo; pero yo todavía no
puedo irme.
Al alejarse de él, la habitación se extendió entre ambos más ancha y profunda que
on abismo. Hay cosas a las que el hombre no puede sobrevivir, y el doctor lo sabía.
Sin embargo, fue obedientemente a empaquetar sus cosas.
—A la estación de Friedrichstrasse, Planke —dijo al subir a su automóvil—. Me
voy por unos días.
Su chófer le miró entre curioso y compasivo. Poco antes de partir, Kurt se acercó
al coche y le tendió la mano.
—Auf Wiedersehen[19] —dijo.
El doctor Hain se conmovió al sentir el contacto cálido de los dedos del joven.
—Tal vez Auf Wiedersehen, Kurt… —respondió Emanuel.
—¿Debo ir con usted, doctor? —preguntó el joven—. Me gustaría salir de aquí.
Emanuel negó con la cabeza. El coche salió por la puerta del jardín dejando atrás
la casa. La ventana brillantemente iluminada del cuarto de Roland fue lo último que
vio el doctor. Irene se quedó en el andén con una sonrisa forzada en su desconsolado
rostro…
El doctor Hain cruzó la frontera aquella misma noche. Su pasaporte estaba en
regla, y se le permitió llevar consigo cincuenta marcos. Detrás dejaba su vida
arruinada; delante se extendía el porvenir incierto.
Llegó a París con una mañana lluviosa.

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Capítulo III

KURT PLANKE

Kurt pasó los primeros seis años de su vida en la choza de pescadores de sus
abuelos situada sobre una baja colina, detrás de los médanos de la costa del mar
Báltico. Su madre Anastasia Dreggsen era sirvienta en Hamburgo, pues la vida
monótona de Hilligenlei no le agradaba. Volvió a casa de sus padres en el octavo mes
de su embarazo, y en el hospital de la capital de la provincia dio a luz un niño, que
dejó con sus padres, regresando después a Hamburgo. Era una buena sirvienta y
cobraba cuarenta marcos al mes. De éstos depositaba veinticinco en la Caja de
Ahorros, enviaba diez a su casa para el cuidado de su hijo y se guardaba cinco para
ella. Enrique Planke, el padre del niño, que trabajaba en una fábrica de caucho, había
prometido casarse con ella cuando tuvieran ahorrados quinientos marcos entre ambos.
Pero la guerra estalló antes de que lograsen reunir esa cantidad. Planke olvidó que era
socialista y se enroló con gran entusiasmo. Se casó con Anastasia durante su primera
licencia, y desde entonces ella recibió parte de su salario, pero siguió junto a la
familia que servía.
Al principio, los viejos pescadores de Hilligenlei se mostraron enojados por el
nacimiento del niño ilegítimo.
—¿Qué dirán los vecinos?
Pero la vivienda más cercana se hallaba a un kilómetro de distancia, y las
muchachas que iban a la gran ciudad tenían hijos con frecuencia. Cuando Anastasia,
en una carta que le costó mucho trabajo redactar, avisó que se había casado, y
empezó a mandar doce marcos en lugar de diez el primer día de cada mes, sus padres
comenzaron a pensar que todo marchaba a las mil maravillas.
El terreno que ocupaba la choza, y en el que se cultivaban patatas, formaba parte
de la gran hacienda Einstam, pero los pescadores recibían la choza y el terreno en
arrendamiento hereditario y eran como de su propiedad. Pagaban cincuenta marcos
de alquiler anual, y los hombres estaban obligados a ayudar en la hacienda durante la
cosecha. Aunque la servidumbre había sido abolida hacía ya cien años, los Dreggsen
tenían aún la sensación de formar parte de la hacienda. Esto no gustaba a los hijos de
los pescadores de la costa de Scheleswig, que emigraban hacia las ciudades y las
fábricas.
Kurt creció con el rítmico y sombrío son de las olas en sus oídos y los ojos
acostumbrados al amplio horizonte. Vivían en una región vasta y abierta; sólo veía el
mar sin límites y las hierbas de las dunas azotadas por el viento. Entre la choza y la
aldea había un gran pantano lleno de grosellas y con amargo olor a turba. El niño
usaba los pantalones remendados de su abuelo y se alimentaba con patatas y un poco

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de leche desnatada, sin saber que era pobre. Aunque todo el país sufría de hambre, los
pescadores tenían aún algo que comer. Pescaban langostas y bacalao y cogían
arándanos encarnados en los pantanos, y cuando comenzó a escasear la comida,
recogieron una clase de hongos que llamaban pata de sapo y que crecían por millones
en las dehesas de la hacienda donde pastaban las ovejas. Antes de que transcurriera
un año de guerra tuvieron que sacrificar sus cerdos por orden del Gobierno, aunque
no supieron la causa ni el objeto de tal medida. Kurt tenía ya seis años cuando comió
carne por primera vez. Pero en cuanto se la llevó a la boca la escupió y comenzó a
gritar, pues tenía el hedor y sabor de algo muerto.
Al terminar la guerra fue enviado a Berlín, donde se reunió con dos desconocidos:
su padre y su madre. Sentía una nostalgia terrible por el mar Báltico, y tardó mucho
en acostumbrarse a sus padres, pues hablaban un dialecto extraño que al principio no
comprendía. Vivían en la calle Keglitz, en medio de una fila interminable de casas.
Todos los edificios eran iguales, y en cada uno había cincuenta o sesenta viviendas
para familias de obreros. Tenían seis pisos y dos patios interiores. Había alfombras de
fibra de coco en las escaleras del bloque frontal, linóleo en las del segundo bloque, y
madera, que bien pronto estuvo gastada, en la del tercero. Kurt añoraba con tristeza el
olor y el ruido del mar, el viento, los cuentos que imaginaba tendido en la playa y las
canciones entonadas valerosamente contra el mugido de las rompientes. Daba vueltas
buscando un pedazo de tierra, pero en la calle Keglitz no había ninguno; el asfalto y
los adoquines la cubrían por todas partes. A las siete de la mañana sonaban las sirenas
llamando a los obreros de las fábricas, y los hombres, llevando rebanadas de pan en
los bolsillos, salían en grupos sombríos de dos o de tres. El edificio olía a repollos y a
los detestables nabos, ese aumento de animales que los seres humanos tuvieron que
comer durante la guerra. El olor había impregnado las paredes y no podía eliminarse.
Kurt daba paseos cada vez más largos por el distrito, buscando tierra, aire,
plantas, algo que no podía determinar. Como era más fuerte, más alto y más temerario
que los niños de la ciudad se hizo rápidamente jefe de una banda de muchachos. Los
niños de la calle se dividían en comunistas y socialistas, lo mismo que sus padres.
Sostenían verdaderas luchas, y reinaba entre ellos un perpetuo estado de guerra. Kurt
era socialista como su padre, y llegó a ser un luchador temible. Cuando comenzó a
escasear el pan y las panaderías cerraron sus puertas, formó parte de la banda que
irrumpió en ellas por la fuerza. Muy orgulloso, llevó a su casa la mitad de un pan
blanco. Su padre le dio una bofetada, pero se comió el pan. No se evidenciaba ningún
cariño familiar entre Kurt y sus padres, que reñían a veces a causa de él.
—¡Ese muchacho no es mío! —gritaba Planke—. ¡Me has engañado! ¡Cualquiera
ve que ese ladrón no es mi hijo!
Kurt oía entonces llorar a su madre en la cocina, mientras se quemaban los
pasteles de su padre. Ansiaba saber si Planke era su padre o no, pues no le quería.
Planke abandonó sus tendencias socialdemócratas y se hizo reaccionario al salir
de la fábrica y trasladarse a Grunewald. De miembro de la «Liga de los Veteranos de

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la Guerra» que era, se transformó, casi sin notarlo, en uno de los nuevos Camisas
Pardas. Allí tenía cerveza, música y discursos que hacían bullir la sangre en las venas.
Comenzó a caminar más erguido que antes, llevaba un nuevo uniforme, y colgó de la
pared una fotografía del Führer. Entonces abundaban los procesos por escándalos y
corrupciones, y aumentaban los crímenes, la carestía y la pobreza.
Un día, Planke dijo con amargura:
—Son los judíos. Ellos tienen la culpa de todo eso. Deberían envenenarlos como
a ratas.
La señora de Planke, contemplando inquieta a su belicoso marido, dijo:
—Sí, pero primero cómete ese bocadillo.
Kurt salió dando un portazo en señal de protesta. Una vez acompañó a su padre a
uno de los mítines que lo llenaban de fogoso entusiasmo. Opinó que lo que sucedía
tenía interés y era incluso excitante, pero muy repugnante, al mismo tiempo. Las
amenazas groseras contra los judíos le amargaron, y decidió que no podía ser
lealmente el hijo de su padre.
En la casa del patrón de su padre había otro muchacho, Roland Hain. Él y Kurt se
observaron mutuamente durante algunos días, lo mismo que jóvenes perros que se
olfatean curiosos y desconfiados.
Fingiendo interesarse por los brotes de las parras, Roland se detuvo frente a la
casita del chófer. Kurt conectó la radio y abrió la ventana, por la que se oyó una
sinfonía de Haydn. Kurt, que nunca podía escuchar música sin experimentar un
sentimiento dulce y agradable, miró expectativamente al joven señorito; pero Roland
se comportó como si no existiera ninguna radio. Cuando Kurt, decepcionado, se
disponía a cerrar nuevamente la ventana, Roland puso la mano para impedirlo.
—Déjala —dijo hostilmente.
—Quita la pata —contestó Kurt.
—No quiero —dijo Roland. El cerrar o no la ventana era ya una cuestión de
honor. Kurt la cerró violentamente magullando la mano de Roland. A pesar del dolor,
la cara de éste no cambió de expresión, y sólo sus extraños ojos se oscurecieron de
rabia. Cuando Kurt, asustado de su brutalidad, volvió a abrir la ventana, Roland retiró
lentamente su mano tumefacta y roja, se inclinó, cogió una piedra y la arrojó contra el
cristal. La señora Planke llegó corriendo al oír el ruido; la radio fue cerrada, y el
escándalo tan grande que llegó a oídos del doctor Hain. Era un mal comienzo para
una amistad que debía influir en toda la vida posterior de Kurt.
Roland era débil, más fino y más rico que él; a su vez, él era más fuerte; sabía
más de la vida y hubiera podido fácilmente derribar de un golpe al muchacho.
Cuando quedó establecida su superioridad física, se nombró protector y hermano
mayor del joven Hain. Iban a la misma escuela, aunque no al mismo grado. Roland
estudiaba latín y griego, pero Kurt eligió lenguas más modernas y más fáciles: inglés
y francés. Ingresaron en el mismo grupo de Wandervogel[20]. Roland con un
entusiasmo soñoliento, y Kurt para protegerlo solamente. El comportamiento de

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aquellos muchachos, con sus insignias y banderas, con sus laúdes y sus canciones, le
parecía infantil y absurdo. Roland tenía una gran influencia sobre él por el gramófono
que había en la casa grande. Kurt le suplicaba que tocase algunos discos como si
fueran algo prohibido: la Appasionata de Arthur Schnabl, Mieckisch, la Sinfonía
Heroica de Beethoven, la Toccata y la Fuga de Bach, ejecutada ésta al órgano por
manos anónimas. Juntos fumaron sus primeros cigarrillos, mientras la aguja recorría
el fino surco en espiral del que nacía el lento movimiento del Quinteto para piano de
Schumann.
—Eres un borracho —decía Roland en tono burlón, pero afable—. Te embriagas
con la música.
—¿Y con qué te emborrachas tú? —preguntaba Kurt indignado.
—¿Yo? ¡Si lo supieras…! —replicaba Roland, encerrándose de nuevo en su
reserva arrogante.
Cuando sus padres salían, permitía a Kurt que tocara el piano. Todas las notas de
la música estaban en las teclas blancas y negras; toda la música que oprimía el
corazón como una cadena candente, que despertaba su nostalgia y sin embargo lo
consolaba, estaba oculta detrás de la madera negra del piano.
Kurt trataba de hacerla surgir con sus torpes dedos. Sabía que existían leyes y
cánones para cada pieza de música y cuando cumplió los catorce años, su mayor
deseo fue aprender estos secretos y ser músico. Así que en cuanto comenzó sus
estudios en la Academia de Música del Estado, su vida tuvo un significado y una
meta.
Hasta entonces la música era para él un vago placer, inalcanzable como un sueño.
Sin embargo, ahora que trataba de alcanzarla se alejaba cada vez más; tenía que pasar
una barricada de múltiples y aburridos ejercicios, una gran cantidad de reglas y leyes
que eran un tormento para la lenta inteligencia de Kurt. Sus manos eran grandes y
pesadas como el plomo, herencia de sus padres proletarios. Había de trabajar más
duramente que sus compañeros de estudio, más inteligentes, y no obstante, aprendía
menos; pero vivía dedicado a la música. El paraíso de los teatros y de las salas de
concierto fue su albergue. Se entregó por entero a su profesor, Simón Boskowitz, un
fanático judío ruso. Todo el universo parecía girar para él alrededor de un punto: el
estudio o la sonata que estaba estudiando. Era extraño que toda la gente con la que
estaba en contacto directo, todos los que le hacían bien, fueran judíos. Su maestro de
piano, el severo y moreno Simón Boskowitz, era judío. La mayoría de sus profesores,
amigos y compañeros de estudio también lo eran. El doctor Hain, que había empleado
a su padre cuando estaba enfermo y sin trabajo, era también judío.
—¿El doctor? ¡No seas cretino! —gritó Enrique Planke cuando Kurt le dio la
noticia—. ¡Es todo un hombre! ¡No es judío! Yo mismo estuve con él en la guerra, y
le dieron la Cruz de Hierro de primera clase. ¿Crees acaso que un sucio y cobarde
judío la obtendría?
Kurt tenía sus dudas.

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—Dime, ¿sois realmente judíos? —le preguntó a Roland en el patio de la escuela.
—¿Estás loco? —respondió éste llevándose el índice a la sien.
Max Lilien, el hombre con quien se sentía más en deuda, no sólo era judío sino
también comunista. Aunque ya no fuera joven, parecía estar siempre ardiendo por
dentro. Él era quien había hecho posible que Kurt estudiase música y quien lo
cuidaba sin que él, lo notara. Lo invitaba a su casa, hablaba con él, le prestaba libros
y lo presentaba a los pintores, actores, periodistas y obreros. Kurt agradecía a Lilien
que nunca le hablase de política. Existía ya demasiada tensión en el ambiente y no
quería saber nada de ella pues todo lo político le sonaba a falso. El Parlamento se
componía de tantos partidos en pugna, que estaba prácticamente paralizado, mientras
el descontento se extendía por el país. Los mítines a los que asistía su padre eran
disueltos por los comunistas y terminaban en una encarnizada lucha. La Policía tenía
mucho que hacer. En los barrios industriales había tiroteos; pero en el Grunewald no
se notaba nada.
El grupo de jóvenes al que él y Roland pertenecían cambió también
paulatinamente, hasta constituir una agrupación nazi.
Kurt permanecía en ella por razones especiales. Los grupos de Wandervogel
estaban compuestos por muchachos y muchachas que hacían lo que querían en los
albergues para jóvenes, en las tiendas de campaña, en los bosques y a orillas de los
ríos. Kurt se sintió desde muy joven atraído por las mujeres, no por alguna en
particular, sino por todo el sexo. Las prostitutas no le interesaban, y no tenía tampoco
dinero para gastarlo con ellas. Las relaciones con las chicas de los Wandervogel
carecían de responsabilidad. Se trataba de algo primitivo y satisfactorio, parecido a
los dormitorios comunes de jóvenes indígenas de alguna isla remota y salvaje.
Kurt creía que debía proteger a Roland, y aunque pensaba a veces en dejar
aquellos círculos, no tuvo la energía necesaria para llevar a cabo su resolución.
Llegó a tener una disputa con Max Lilien, a quien visitó para pedirle prestados
algunos libros, sorprendiéndole mientras hacía la maleta. Kurt notó cuan preocupado
parecía.
—¿Adónde va usted? —preguntó.
Lilien se encogió de hombros.
—A Munich, probablemente —dijo después de una pausa. Kurt abrió
maquinalmente el piano que estaba junto a la pared.
—Algo de Bach me haría bien —dijo Lilien guardando unos calcetines en la
maleta—. La música de Bach ordena los pensamientos.
Pero Kurt tocó unos acordes sueltos y luego volvió a cerrar el piano.
—Ahora toco como un cerdo —dijo lamentándose.
Lilien se apresuró a consolarle.
—Boskowitz está contento contigo —dijo dándole un afectuoso golpecito en la
espalda.
—Boskowitz no sabe lo que ocurre —gruñó Kurt.

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Max Lilien le miró de frente.
—¿Qué ocurre? —preguntó con amabilidad.
—Nada —dijo Kurt torpemente—. No ocurre nada. Éste es el problema. Es todo,
¿comprende?, todo el lodo en que uno vive. ¿Qué significa todo? ¿Qué será de
nosotros? ¿Sabe alguien adónde vamos? Estudiamos, aprendemos, practicamos,
transpiramos, queremos algo y durante todo el tiempo sabemos que es estúpido. No
llegamos a ninguna parte. Desocupados y más desocupados. ¿Y usted habla de Bach?
¿Quién querría escuchar a Bach si todo se viene abajo?
—Es la época —dijo Max Lilien tratando de consolarle—. Y justamente en este
momento se necesita a Bach. En la guerra por ejemplo, todos los conciertos estaban
dedicados a…
El muchacho le contemplaba burlonamente, y Max se detuvo. «Es un idealista»,
pensaba Kurt con desprecio. Observó los ojos centelleantes de Lilien, su cabello
plateado y ondulado, sus imponentes manos de soñador.
—¡Bonito mundo nos habéis legado! —exclamó, e inmediatamente se dio cuenta
de que le era sumamente difícil expresar sus pensamientos—. Un montón de
desperdicios… Un montón de barro. ¿Qué haremos nosotros con eso? ¿En qué
podemos creer?
—Os alucináis con la idea de que sois la «generación perdida» —repuso Lilien un
poco impaciente—. Por supuesto, tenéis vuestros problemas, pero ¿suponéis acaso
que nosotros no los tuvimos cuando éramos jóvenes?
—¡Todo es tan confuso! —dijo Kurt sin escucharle—. ¡Todo! ¡Toda la maldita
vida! ¡Toda esta locura de los Wandervogel, por ejemplo! A veces uno se marea…
—¿Por qué no los abandonas de una vez? —preguntó Lilien.
Las manos de Kurt cayeron patéticamente sobre la tapa del piano.
—¿Eres nazi?
—¡Qué pregunta tan estúpida! —contestó Kurt rudamente para dar mayor énfasis
a su respuesta.
—Entonces no eres nazi. ¿Eres comunista?
—Ni lo uno ni lo otro.
—Entonces ¿qué eres? Nada. Te diré que sé lo que te ocurre; no tienes ningún
gran ideal de los que hacen que la vida tenga sentido.
Kurt observó burlonamente los movimientos agitados de su amigo al llenar torpe
y desordenadamente la maleta.
—¿Es imprescindible ser algo? ¿Lo uno o lo otro? ¿No hay en el mundo otra
alternativa que ser nazi o comunista? Usted tampoco fue siempre comunista —añadió
con mordacidad.
Max Lilien enrojeció; la profunda cicatriz, recuerdo de la guerra, resaltó en su
frente. El muchacho le había tocado en su punto débil, en el punto más sensible y
débil de su espíritu. Durante muchos años había sido representante del partido
socialdemócrata, hasta que, disgustado por la debilidad, por las concesiones contra

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las normas y el espíritu del partido, por la corrupción y por las ideas burguesas de sus
camaradas, se había pasado a los comunistas. Tenía muchos enemigos en todos los
campos, y no pertenecía a ninguno.
—Si tengo una convicción, la defiendo sin tener en cuenta que sea difícil o no —
dijo en voz alta, como para vencer sus propias dudas—. Espero lo mismo de ti. Todo
lo demás está gastado y es indigno de un joven como tú. ¿Por qué no ingresas en el
partido? No tardarías en hallar el significado de las cosas.
Kurt abrió el piano y comenzó a tocar. Tocó algo sin sentido, un estudio de
Czerny: El Carillón.
—Los partidos nacen, no se forman —respondió.
Max Lilien cerró su maleta. Aquélla fue la última vez que Kurt lo vio. Fue muerto
a tiros en la estación del ferrocarril de Munich.
—¡Qué horrible es la política! —dijo Kurt a su maestro. Tenía los labios
hinchados y los ojos enrojecidos por el llanto, lo cual le daba una expresión infantil;
pero no sabía que en su cara se veían los rastros de haber pasado toda la noche
llorando.
—Tenemos que luchar, Florestán, todos tenemos que luchar —contestó el
profesor alentadoramente, llamándolo por el nombre de los Davindenbündlor[21] de
Schumann, cosa que hacía solamente en muy especiales ocasiones.
Pocos días más tarde, Kurt se afilió al partido comunista en la Casa Liebknecht,
frente a la plaza Bülow. Las escaleras estaban llenas de gente, y el edificio zumbaba
como un panal. Las puertas se abrían violentamente, y los jóvenes salían corriendo
con papeles en las manos y una resuelta mirada en los ojos. El lema del partido, que
se leía en todas las paredes: «Proletarios de todos los países, uníos», le pareció
ridículo en vez de entusiasmarlo. Finalmente entró en una habitación que olía a
cerveza y a colillas de cigarros, y expresó sus deseos a un hombre sentado tras una
mesa. Fue observado e interrogado, y se llamó a otros afiliados para que estuvieran
presentes. Algo parecía desagradarles a los burócratas del partido. Tal vez lo tomasen
por un espía nazi, tal vez descubrieran su falta de fanatismo. Quería inscribirse como
comunista del mismo modo que otro hubiera colocado una corona en una tumba.
Mostró las cartas convencidas y serias que Max Lilien le había escrito, y éstas fueron
leídas con cierta emoción y respeto. Finalmente le presentaron un documento que
firmó sin leer, con mano y hombros temblorosos.
—Usted sabe que en estos días no es muy seguro ser comunista en Alemania —le
dijo un joven bien afeitado y de ojos soñolientos.
—Sería difícil no darse cuenta de eso —replicó Kurt con bastante ironía.
Le ordenaron que asistiera a algunos mítines que eran lo contrario de aquéllos a
los que había concurrido su padre. En ellos no se sentía excitado ni convencido.
Marchó acompañando a una manifestación que se disolvió en una lucha, y derribó
a un hombre más pesado que él, pero no tan fuerte, que gritaba incesantemente:
«¡Alemania, despierta!, ¡Alemania, despierta!».

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«Max Lilien me mintió —pensaba—. No sirve de nada afiliarse a un partido. Es
más insensato aún». Pronto descuidó sus deberes ante el partido. Según decía, la
música era mejor que toda la política.
Después del estreno de la Pasión según san Juan en la vieja Academia de Canto,
volvió lentamente a su casa en una noche de febrero, pues era temprano y todos los
ómnibus iban repletos. Lo hacía a menudo, sobre todo cuando estaba tan embriagado
por la música como en aquel momento. Repetía mentalmente la melodía que había
oído dirigiéndola al mismo tiempo con ademanes cautos y un poco avergonzados,
pues temía atraer la atención. Pasó por debajo del Brandenburger Tor, llegó al
Tiergarten[22] y como hacía una hermosa noche, caminó a lo largo de las avenidas
laterales, abstraído aún por la música que resonaba en su mente. Al ver que el cielo se
teñía de rojo sobre su cabeza y los carros de bomberos, seguidos por la multitud,
pasaban a toda prisa por la avenida principal con un repiqueteo histérico de
campanas, volvió súbitamente a la realidad. El Reichstag estaba en llamas. Kurt
corrió detrás de la muchedumbre para ver el fuego. La Policía formaba un ancho
cordón alrededor del edificio, y la gente, inmóvil y silenciosa, miraba hacia arriba,
hacia la cúpula ardiente; por todas partes había individuos que se abrían paso entre la
muchedumbre gritando, señalando hacia arriba y apretando los puños.
—Fueron los comunistas. ¡Abajo los comunistas! ¡Los comunistas lo
incendiaron! —exclamaban enardecidos y después de unos minutos lograron excitar a
la multitud.
«Son provocadores», pensó Kurt, y entonces se le ocurrió que aquel fuego tenía
un significado político. Un anciano de pie a su lado, alzó una mano, en la que se veía
un águila tatuada, y murmuró:
—¿Comunistas? ¡Qué inmundicia! Pronto encontrarás a los que incendiaron el
Reichstag y eso te abrirá los ojos hijito.
Escupió, se alzó los pantalones a la manera de los marineros y se alejó abriéndose
paso a codazos. Kurt regresó a su casa sintiéndose deprimido. Esperaba que ocurriese
algo, pero nada sucedió. No hubo lucha, no hubo revolución; el partido comunista fue
disuelto, y a los arrestos y ejecuciones siguió un silencio temeroso y desconfiado.
Kurt se dedicó nuevamente a la música. Practicaba durante horas enteras. Su
estilo había sufrido durante aquel breve episodio político. Desde la muerte de Max
Lilien se sentía perdido y solitario. Hablaba en la cínica jerga de su generación, que
aborrecía todo sentimiento y trataba de adoptar el seco humor de su maestro,
sintiéndose, sin embargo, íntimamente sensible y vulnerable.
Apenas el Reich tomó su nuevo rumbo, el profesor Boskowitz renunció a su
puesto.
—Prefiero vender cordones de zapatos en Haifa que dar conciertos en Berlín —
dijo.
Kurt trató de no demostrar cuánto le hería este golpe.
—Me siento como una torta sacada del horno antes de estar cocida —contestó

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rápidamente. Hacía poco que había aprendido las Variaciones en re bemol de
Mendelsshon. Todavía no era músico; era solamente un estudiante sin profesor.
Practicaba continuamente en el piano de su casa, del que Max Lilien ya no pagaba
más cuotas. La mayoría de sus compañeros emigraron con el profesor Boskowitz.
—No sé qué hacer —se quejó al doctor Hain, que había contribuido a pagar las
lecciones y que lo escuchaba distraído.
—No puedo aconsejarte —dijo el doctor—. Eres un ario puro, y no tienes que
preocuparte.
El oído de Kurt, aguzado por la música, captó el sentido oculto de estas palabras.
Roland no era ario puro, y lo peor era que parecía ignorarlo; seguía su propio camino,
como si por fin hubiera llenado el vacío del que se quejaba tan a menudo. «Esta vida
no tiene sentido» era antes su lema, pero ahora estaba ocupado y se sentía importante.
Algunos jóvenes salieron en mayo para una excursión de tres días a las islas del
río Spree. Roland rogó a Kurt con tanta insistencia que lo acompañara que éste
obedeció, en parte porque estaba preocupado por su amigo y en parte porque se sentía
atraído por la perspectiva de estar con una de aquellas alegres y despreocupadas
jóvenes.
Las canoas, envueltas en una nube de mosquitos, se deslizaban a lo largo de
estrechos canales flanqueados de árboles. Mientras los demás entonaban las nuevas
canciones, Kurt permanecía silencioso, sonriendo irónicamente de la propaganda aria
que hacían por aquellas aldeas puramente eslavas.
Por la noche acampaban en prados, y Kurt pasó una hora con una joven llamada
Trude Hellig, con quien ya había tenido relaciones anteriormente. La muchacha
poseía un temperamento ardiente y ávido de juventud, y se le entregó de buen grado
sobre la hierba alta y húmeda, mientras las ranas croaban tristemente y zumbaban los
grandes mosquitos. Al cruzar por el campamento dormido para volver a la tienda, que
ocupaba con Roland, escuchó conversaciones en voz baja en la tienda de Gerhardt, el
jefe del grupo.
—Muy bien, amigo, como quieras, pero tendrás que atenerte a las consecuencias
—decía Gerhardt.
La tienda se abrió y Roland salió sin ver a Kurt. Caminó unos pasos y se detuvo
mirando hacia el cielo con una expresión extrañamente triste y arrogante. En la parte
superior de la tienda, agitada por la brisa nocturna, ondeaba la bandera con la
svástica.
Roland siguió andando silenciosamente sobre el musgo, y Kurt lo alcanzó. Sin
hablar llegaron a la tienda. Roland se desnudó en la oscuridad, y luego,
completamente desnudo, salió al exterior y contempló el cielo del mismo modo serio,
abandonado y triste. En la nebulosa noche, la luna llena, pasando a través de los
escasos árboles del claro, iluminaba su cuerpo juvenil y esbelto. Kurt, ya acostado, lo
contemplaba sorprendido, sintiéndose satisfecho, soñoliento y despreocupado
después de su aventura amorosa.

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—¿Has reñido con Gerhardt? —preguntó. Roland se encogió de hombros, entró
en la tienda y se acostó.
—Si quieres llamarlo así… —dijo.
—¿Qué quería?
—No se necesita un extraordinario don de penetración para adivinarlo —repuso
Roland con arrogancia—. Todos quieren lo mismo, hombres y mujeres. ¡Es
repugnante!, —y se volvió para dormir.
Kurt escuchó durante unos instantes su respiración acompasada, y luego se
durmió también. Sólo después de la muerte de Roland recordó el timbre frío de su
voz aquella vez que hablaron en la oscura tienda.
Kurt Planke pertenecía también a la generación de la posguerra, que no se
sorprendía del amor homosexual. Tal vez fuera esto un legado del mundo masculino
de la guerra o la fatiga de un país superdotado, cansado de procrear. Unos lo
encontraban divertido, otros trágico y algunos interesante, y muchos pedantes lo
practicaban como el último grito de la moda. Cuando la ciencia se preocupó del
problema, éste cesó de ser moral y pasó a la esfera de la medicina.
La ejecución de numerosas personas, la «purga» del 30 de junio, la persecución
fanática de los que aún quedaban…, todo fue como un relámpago, Kurt sintió náuseas
otra vez, y percibió aquel mismo sabor a cosa muerta que había sentido al probar
carne por primera vez. El jefe del grupo, Gerhardt, desapareció también. Una extraña
inquietud se apoderó de Kurt. Necesitaba saber por qué había sido asesinado Roland
y quién lo había matado. Pero no descubrió nada, pues el silencio se cerraba sobre los
muertos como las aguas de un lago tétrico y profundo.
El mundo constituido por el hogar de Kurt se fue desintegrando poco a poco.
Comenzó esto con el asesinato de Max Lilien, y luego emigró el profesor Boskowitz.
El círculo de sus amigos se dispersó; quemaron y prohibieron libros y música, y hasta
el idioma fue diferente.
El doctor Hain había huido, y Roland muerto. Durante algún tiempo, el
dormitorio de Roland permaneció brillantemente iluminado todas las noches.
Después se vendió la casa a tal precio que la venta se asemejó a una confiscación. Un
viejo esqueleto, el teniente coronel Von Stetten, fue transportado a un taxi en una silla
de ruedas, y luego se lo llevaron a otra parte.
Se murmuraba que la madre de Roland estaba en un sanatorio de enfermedades
mentales. Los Planke dejaron la casita del chófer y les quitaron el piano, que
desapareció en un camión de mudanzas. Kurt quedó ocioso, y sus dedos perdieron la
agilidad. Afiliado al partido mucho antes que éste subiera al poder, su padre
consiguió un nuevo empleo en una fábrica de industrias químicas, donde sólo lo
podían tomar como obrero inexperto. Los salarios disminuyeron, y había que pagar
toda clase de contribuciones. Nadie sabía si los obreros estaban contentos, porque no
se arriesgaban a decir lo que pensaban. Todos tenían miedo, pero muchos que antes
no habían sido nada eran ya algo de que podían enorgullecerse: eran alemanes, arios.

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Se devolvió el orgullo a un pueblo humillado, se satisfizo la necesidad
profundamente arraigada de la naturaleza alemana y que la era democrática no trató
de satisfacer: la necesidad de pompa, de esplendor y de grandeza; de mandos
enérgicos y de órdenes; de disciplina, de uniformes y de discursos altisonantes.
Kurt se extrañaba a menudo de no poder asimilarse, de no estar contento y
entusiasmado como lo estaban millones de compatriotas.
—Has estado demasiado con los judíos —le dijo su padre.
«Puede ser», pensó Kurt, sentado en la cocina de su pequeño piso de obreros,
sintiéndose perdido e infeliz. Su madre le reprendía como a un inútil. Se inscribió en
el gremio de los músicos para que se le procurara un empleo, pero no obtuvo trabajo.
De haber tenido dinero hubiese dejado su casa; pero no podía hacerlo, pues no poseía
ni un céntimo. Cuando la entrada era gratis, iba a los museos y a los acuarios para
pasar el tiempo, y contemplaba a los peces azules de los mares del Sur, mientras
recordaba trozos sueltos de música para piano que había tocado alguna vez. Los
domingos iba a las iglesias católicas para escuchar los coros y el órgano.
Cierto día la Policía registró su cuarto y encontró cartas de Max Lilien junto a
libros prohibidos que no había podido devolverle después de su asesinato. Entonces
fue detenido.
Era comunista. Las pruebas lo demostraban. Su madre lloraba y su padre
renegaba, pues nunca había podido convencerse de que tan extraño muchacho fuera
su propio hijo. Kurt estuvo arrestado tres días. Todas las noches lo despertaban para
interrogarlo. Querían que les dijera nombres y direcciones de personas sospechosas,
pues circulaban libelos comunistas y se ignoraba de dónde procedían y quién los
distribuía. Como no tenía nada que confesar, fue tratado muy duramente. No le
pegaban, pero tenían un sistema muy eficaz de tortura mental. Al tercer día fue
llevado ante otro inspector, el cual le ofreció amablemente una silla y un cigarrillo,
que Kurt fumó ávidamente, y se le sometió a un hábil interrogatorio. Kurt tenía los
nervios sobreexcitados.
—Nos agradaría tratarlo bien, pero usted debe pagarnos con la misma moneda —
dijo el inspector suavemente.
Como por cumplido, Kurt hizo una débil mueca. Le ofrecieron una beca en la
Academia de Música del Estado con la condición de que denunciara cualquier
discurso o conversación sospechosa o peligrosa para el Estado, tanto por parte de los
alumnos como de los profesores.
—No sé si soy lo bastante hábil para ese puesto —balbució Kurt.
—Sería muy desagradable para usted que no lo fuera —le contestó el inspector.
Con la orden expresa de presentarse a los dos días, Kurt fue puesto en libertad. Al
salir se encaminó directamente a casa de Irene Hain. Con gran lucidez recordó
repentinamente su nueva dirección. Todo lo que sabía tenía en aquellos momentos
una claridad especial. Durante las últimas setenta y dos horas no se le había permitido
dormir más de diez minutos seguidos, y tal vez a eso se debiera la lucidez con que

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actuó. La señora Hain y su padre vivían en el nuevo y económico barrio situado
detrás del Preussenpark. Cuando Kurt pasó ante los bancos del parque vio algunos
recientemente pintados de amarillo y con una inscripción que rezaba: «Para judíos».
La vivienda estaba situada en el cuerpo interno del edificio, y la propia señora Hain,
que había salido recientemente del sanatorio, le abrió la puerta. Con una emoción que
no pudo disimular, reconoció Kurt los viejos muebles, demasiado numerosos para tan
pequeñas habitaciones. La señora de Hain tenía el mismo aspecto de siempre, y la
extraña lucidez que Kurt poseía en aquellos momentos le hizo ver en ella el rostro del
hermoso Roland. Con breves y entrecortadas palabras le dijo que necesitaba dinero
para salir del país.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó ella con una sonrisa algo espectral.
—A París —repuso Kurt—. Según creo, el profesor Boskowitz está allí, y el
doctor Hain…
Irene continuó sonriendo, mientras lo contemplaba pensativa y sorprendida.
—¿Por qué quiere usted salir del país?
—El campo de concentración… —fue todo lo que dijo Kurt.
Irene permaneció un momento ante el muchacho y luego se volvió.
—Le daré la dirección de mi marido —dijo.
El teniente coronel, sentado en su silla de ruedas, golpeaba impacientemente el
brazo de ésta.
—Mi marido se alegrará de verlo. Lo quería mucho —dijo la señora Hain al
anotar la dirección—. Creo que lo pasa bastante bien en París.
Puso en un sobre el trozo de papel y sacó cinco billetes de diez marcos de una
caja de caudales cerrada con llave. No se permitía llevar más dinero.
—¿Su pasaporte está en regla? —preguntó.
—Sí —repuso Kurt, casi sorprendido de su propia lucidez—. Lo llevé cuando me
detuvieron, por si acaso…
Irene Hain volvió a contemplarle pensativamente.
—Puede estar agradecido de que no se lo hayan quitado —dijo poniendo el dinero
en el sobre—. Y escuche bien, Kurt, dígale a mi marido que soy feliz y que estoy
bien… ¿Acaso no lo parezco? Dígaselo, por favor. Espero que tenga buen viaje —
añadió de una forma cortés pero distraída.
Kurt pensó despedirse de sus padres, pero al fin decidió no hacerlo. Durante el
último año, su vida había sido tan irregular, que su fuga repentina, como en sueños, le
parecía una consecuencia lógica de lo pasado. «37, Rué des Acacias», decía la nota.
Fue a la estación del Tiergarten, compró un billete y aguardó dos horas en la sala de
espera, comiendo manzanas y leyendo maquinalmente y repetidas veces el horario de
trenes. Por primera vez en muchos años, su mente estaba silenciosa, huérfana de
melodías. En cuanto se sentó en el tren se quedó dormido, y soñó que era nuevamente
un niño que buscaba hongos en los prados; pero ahora no encontraba ni uno sólo.
Siempre fue París un puerto acogedor para los refugiados, inmigrantes y políticos

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sospechosos, hospitalario para todos los que aman la libertad y sufren por ella. París
creaba comités de beneficencia y ofrecía hogar a todos, sin interrumpir un instante su
vida cotidiana. Había recibido a rusos, armenios, húngaros, reyes destronados,
generales chinos que después de caer en desgracia iban allí con licencia, italianos
liberales que huían de Mussolini, reaccionarios, rebeldes y refugiados políticos de
todos los países intranquilos. Ahora les tocaba el turno a los alemanes. Se alojaban en
pequeños hoteles económicos, en las buhardillas de la Rive Gauche[23] y en las
nuevas y elegantes casas de las calles cercanas a los Campos Elíseos, donde
inmigrantes adinerados ofrecían un refugio temporal a los pobres. Había dos grupos
entre los inmigrantes: los que habían sacado a tiempo su dinero de Alemania y los
que vivían de la caridad o de los cincuenta marcos mensuales que se les permitía
retirar del país. Lo que les consumía y desgastaba interiormente era la forzosa
inactividad a que se veían obligados. Estaban acostumbrados a trabajar, pero Francia
les negaba el permiso necesario para hacerlo; tenía ya bastante con sus desocupados y
con las revueltas y desórdenes repentinos que se producían en sus calles. Francia
podía dar refugio a los extranjeros, pero nada más. Los alemanes permanecían
sentados en los bares, pasando las horas frente a una sola taza de café, haciendo caso
omiso de las insinuaciones de los impacientes mozos, a las que pronto se
acostumbraban. Hablaban de política y de filosofía, y todos ellos, tanto judíos como
comunistas, se sentían amargamente nostálgicos. Cada día inventaban nuevas
historias sobre «él» ejercitando así sus mentes ociosas para hallar un consuelo en la
miseria que los afligía.
Algo tendría que ocurrir, pues aquello no podía continuar. Forjaban planes e
ideas. Cada emigrante tenía algún motivo particular de esperanza que lo sostenía.
Kurt encontró al doctor Hain en un extraño piso de la calle de las Acacias. Los
muebles y los candelabros estaban cubiertos con grandes fundas de hilo, no había
alfombras, y en el ambiente flotaba un penetrante olor a naftalina.
Todo reflejaba cierta elegancia y esplendor. El doctor Hain ocupaba un rincón de
la amplia cocina, en la que había una cama. Sobre la mesa se hallaban amontonadas
las tazas sucias; la cama estaba sin hacer, la almohada sin funda y el doctor usaba
unas pantuflas gastadas y una vieja bata sobre el pijama.
—La mujer que hacía la limpieza se ha despedido —dijo.
Kurt simuló creer tan evidente mentira.
—¿Podría usted albergarme durante algunos días, doctor? —preguntó—. Usted es
la única persona que conozco en París, y no puedo volver.
Le impresionó el cambio que había experimentado el rostro de Emanuel Hain, y
luego comprendió que estaba llorando. Al llegar a París también él recibió un rudo
golpe al enterarse de que Simón Boskowitz había muerto en Zurich. En Alemania no
se sabía nada de la suerte de los exilados.
Kurt comenzó a arreglar la desordenada cocina.
—El piso es de un antiguo paciente mío —explicó el doctor Hain—. Los

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Menolescu veranean en Cannes, y para mí representa un gran alivio poder residir aquí
durante su ausencia.
Sobre la consola del salón pendía un retrato al óleo de Madame Menolescu, una
mujer de formas exuberantes, envuelta en verdes velos, y, con un abanico en la mano.
Era la figura de una joven hermosa de principios de siglo.
—¿Es francesa? —preguntó Kurt por decir algo.
—No, rumana —repuso el doctor Hain—. Tiene una hija muy hermosa que
estudia baile, y por eso han venido a vivir a París.
—¿Cuándo volverán? —preguntó Kurt.
—No lo sé —contestó el doctor.
Kurt se sobresaltaba cada vez que sonaba el timbre, temiendo quedar sin hogar.
«¿Adónde iremos entonces?», pensaba.
El doctor esperaba diariamente una carta de su mujer, pero éstas sólo llegaban
cada dos semanas.
—Se encuentra bastante bien —anunció a Kurt—. Cuando yo tenga un piso
propio me hará una visita. En sus cartas se puede ver cuan valiente es —añadió,
dejando de leer para mirar a Kurt—. No puede decir todo lo que quisiera debido a la
censura, y uno tiene que leer entre líneas.
En seguida se sentó a escribir la respuesta, y antes de que pudiera hallarla de su
gusto rompió muchas hojas de papel barato que había comprado. Decía a su esposa
que en París le iba muy bien, y que esperaba su pronta llegada.

El profesor Lafitte, un viejo alumno mío —¿lo recuerdas?—, hace todo lo


posible para que se haga una excepción en mi favor, y trata de colocarme en el
Hospital Saint Antoine. Probablemente este mismo mes se decidirá todo.

Con mucha cortesía, le informaron después que no era aceptado. El doctor Hain,
sonriendo valientemente, comunicó a Kurt la triste noticia.
—Aún tengo esperanzas de establecerme en Rouen —dijo con optimismo—. Hay
probabilidades de abrir allá un consultorio particular. Lo único que me falta es el
consentimiento del prefecto…
Kurt se sorprendía algunas veces de que el doctor siguiera viviendo sin tener
meta, sin esperanza.
Su ánimo decaía y se sentía agobiado cuando pasaba una semana sin recibir
noticias de su mujer, pero al llegar la carta lo llenaba de una nueva fuerza vital,
reavivando su gastada energía.
Según notó Kurt, sólo un pensamiento sostenía al doctor: la esperanza de poder
ofrecer a su esposa una nueva vida en otro país. Cada miércoles por la noche iba a la
Rué de l’Université, donde en un establo convertido en estudio tocaba música de
cámara con un ruso, un belga y un alemán.
—He logrado dejar de fumar —decía—, pero me es imposible prescindir de la

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música.
Kurt lo acompañó en dos ocasiones, pero no pudo soportar los chirridos y las
fallas que cometían aquellos cuatro aficionados.
Dormía en la cama de Madame Menolescu, pero sin sábanas ni fundas. La
almohada, tapizaba de raso brillante, exhalaba un perfume insípido. Una noche se
despertó y vio luz en la cocina. Se acercó a hurtadillas y vio al doctor sentado en la
cama y estudiando francés en una enciclopedia médica. Volvió a cerrar la puerta
suavemente. Él aprendía el idioma de oído, hablando con el cartero, con el portero
que limpiaba las escaleras, con la gente que encontraba en el almacén donde
compraba patatas para sus frugales comidas y con los mozos del café al que el doctor
lo llevaba a veces. De esta manera aprendió a hablar entrecortadamente el francés, al
que su acento alemán septentrional le daba cierta gracia.
En el salón había un piano, pero estaba cerrado con llave. Kurt se acostumbró a
pasear por los bulevares de las afueras de París. Sintió nuevamente la necesidad de
una mujer, pero no conocía ninguna y tampoco tenía dinero. Caminaba sin reposo
para cansarse, pero las calles estaban llenas de jóvenes que lo miraban, de mujeres
incitantes que no eran sino bocas, senos y muslos. Vivía como envuelto en una niebla
roja; sufría mareos y dolores de cabeza, pero ignoraba lo que sucedería.
Cierto día llegó un telegrama de Madame Menolescu. Una hora más tarde estaba
allí Madame, su hermosa hija Elaine, una sirvienta francesa y un perro pequinés
llamado Fo, en medio de baúles, flores, risas saludos y perfumes. Era gente vivaz y
sin preocupaciones. Madame besó al doctor y cuando éste presentó a Kurt como su
hijo adoptivo, lo besó también.
—Es una suerte que esté usted aquí para hacer compañía a nuestro pobre doctor
—dijo—. Ya me había hablado de usted. Lo sé todo. Es usted un virtuoso, ¿verdad?
Mira, Elaine, qué encanto. Se ha ruborizado… Bien puede usted aceptar el beso de
una mujer mayor.
De aspecto más joven que en su retrato de veinte años antes, Madame tenía
cabellos suaves, grandes ojos, cutis bien cuidado y la esbeltez de una mujer que hace
ejercicio, va al masajista y sigue el régimen para conservar la línea.
—Estoy tan tostada como un gitano —dijo mirándose al espejo, y se prendió un
ramito de flores bajo la barbilla, para que no se viese el lugar donde primero se
evidencia la edad.
El piso se llenó de aire, de luz y de ruido. No era ya la tumba de antes. Se
abrieron las ventanas y se quitaron las fundas de los muebles; se colocaron flores en
los jarrones y se puso la mesa. Enviaron a la sirvienta a buscar champaña a la bodega.
El teléfono repiqueteaba, el perro ladraba y Elaine tocaba un vals. Madame se dirigió
a la cocina para preparar sus celebradas omelettes aux fines herbes. El doctor Hain
estaba haciendo la maleta, aquella maleta elegante y costosa que sobrevivía de sus
días de prosperidad.
—Nos iremos ahora, Madame —dijo.

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—¿Se marchan? Pero ¿adónde van a ir? —preguntó Madame.
—A un hotel —respondió el doctor.
Madame lo miró pensativa, sosteniendo en la mano una cuchara de madera.
—Es una tontería —dijo—. No lo dejaré salir. Usted me ha salvado la vida,
Monsieur… ¿Cree usted que sería capaz de dejarlo ir ahora a un hotel? Además,
estamos contentas de tener hombres en casa. ¡Elaine! —gritó—, ¿verdad que estamos
contentas de tener hombres en casa?
—Sí, muy contentas —contestó Elaine con voz glacial y sin interrumpir su vals.
Comieron, bebieron y brindaron por tiempos mejores. El doctor Hain tenía una
petaca de plata y fumaba incesantemente. Como por milagro, Madame encontró otro
cuarto. Era en realidad una buhardilla para el servicio, pero nadie reparó en ello.
Subieron unos muebles. El portero trabajaba tosiendo, y Madame daba vueltas por el
piso eligiendo jarrones, espejos, libros y sillas, que hizo llevar arriba. Después lo
inspeccionó todo y pareció satisfecha pidiendo disculpas al doctor por no poder
ofrecerle nada mejor.
—No soy tan buena como Margot —dijo riéndose.
Luego explicó que Margot era una pequeña prostituta que no llegaba hasta el
punto de ir de conquista por las calles, pero que cazaba sus hombres en ciertos locales
especiales. Entre sus amigos había un alemán que iba regularmente a París y que
pasaba periódicamente una noche con Margot. Cuando Hitler subió al poder. Margot
recibió la siguiente carta:

Querida Margot:
He de salir de este país. Tengo mujer y dos niños, y puedo llevar solamente
muy poco dinero. Por favor, dime dónde podríamos vivir.

Margot contestó lo siguiente:

Mon pauvre Chon:


Como sabes, tengo tres habitaciones y sólo necesito una. Me parece que tu
familia y tú podríais vivir conmigo tan bien como en cualquier otra parte. Me
pagarás cuando tengas dinero otra vez.

—Y así fue —concluyó Madame—. Toda la familia se instaló en casa de Margot,


y la esposa no se puede explicar lo ocurrido.
Madame irradiaba una alegría cálida e irresistible, y aunque Kurt comprendiera
solamente la mitad de lo que decía en su francés fluido, se divertía mucho y no dejaba
de mirarle la boca. El champaña se le subió a la cabeza y pronunció un discurso.
Madame reía a carcajadas por su jerga enrevesada, y hasta Elaine esbozó una débil
sonrisa. Ésta era tan fría como divertida su madre: una belleza intangible, de cutis

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blanquísimo y ojos oscuros.
—Es como una diosa de buena —dijo Kurt, medio embriagado por el champaña.
—Bebé está poniéndose lírico —dijo Madame—. Vamos, Bebé. Tócanos algo
hermoso en el piano.
—¿Qué debo tocar? —preguntó Kurt a Elaine, que se había sentado a su lado
sobre la banqueta del piano.
—El Bolero, de Ravel —contestó ella.
Kurt lo había oído, pero nunca lo había tocado. Además hacía mucho que no
practicaba, pero, como estaba borracho, tocó.
Un instante después, Elaine se levantó y se deslizó bailando por la habitación.
Kurt no podía verla, pero todos sus sentidos la percibían. Madame tuvo una
inspiración.
—Debemos bailar ahora, antes de que se coloquen las alfombras —gritó
entusiasmada.
Mandó buscar el gramófono, llamó a algunos amigos por teléfono, y la noche
terminó en una orgía de tangos y salchichas en lata que aparecieron a medianoche.
—Nunca me he divertido tanto —confió Kurt al doctor cuando se acostaron en la
buhardilla recién amueblada.
Soñó febril y confusamente con las dos Menolescu, que en sus sueños se habían
fundido en una, Elaine, que era hermosa y que bailaba muy bien el tango.
Algunas veces, Kurt, que deseaba a Elaine, trató de besarla sin que ella se
opusiera ni respondiese al beso. Si la palabra «amor» hubiera figurado en su
vocabulario, habría sabido que amaba a Elaine. Sin embargo, antes de una semana
llegó a ser el amante de la madre.
—Los que me quieren me llaman Gucia —le había dicho desde el primer día, y
así fueron el uno para el otro Gucia y Bebé. Ella tomó posesión de él alegremente y
sin vacilar, sometiéndose él de muy bien grado. Ella tenía el instinto maternal muy
desarrollado, lo que calmó al desorientado muchacho.
Lo guiaba por París. Paseaban en coche por la ciudad, o salían a Fontainebleau y
a Versalles. Cenaron en ocultos restaurantes conocidos solamente por los
gastrónomos; bailaron en los clubs nocturnos de estilo bohemio de Montmartre;
hicieron excursiones a lugares más distantes, y pasaron noches en antiguas posadas
para amantes.
Como sólo poseía un traje gastado, Madame lo llevó a un sastre para hacerle
algunos nuevos, eligiendo las telas y observando las pruebas en las que llamaba la
atención de todos con observaciones que señalaban evidentemente qué era lo que
amaba de él.
—Monsieur tiene los hombros muy anchos y no necesita hombreras —le decía al
sastre—. Sus caderas son estrechas; los pantalones deben estar bien ajustados.
A su vez Kurt tenía que acompañarle cuando ella elegía vestidos.
En las casas de moda trataban con irónica cortesía al joven amante de una mujer

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que envejecía. Cuando iban a alguna parte, Madame le entregaba el portamonedas.
—Tómalo, por favor, Bebé… —y él pagaba la elevada cuenta con la vista baja.
Más tarde le firmó cheques en blanco.
—Bebé, saca un poco de dinero del Banco para nosotros… Todo lo que quieras.
Así es más sencillo.
No habiendo tenido nunca dinero, Kurt no sabía cómo manejarlo. Le compraba
flores y regalos y daba propinas demasiado elevadas a los mozos, que decían en
cuanto les volvía la espalda:
—Es un maquereau[24].
Sorprendía la misma expresión de desprecio en los rostros de la sirvienta, del
portero y de la gruesa cocinera. Hasta Fo, el perrito faldero, lo miraba con aires de
superioridad. Sólo Elaine parecía no enterarse de nada, y el doctor Hain estaba
demasiado ocupado en prepararse para el examen de Medicina que tendría que hacer
en francés en el caso de obtener permiso, para establecerse en Rouen.
Bailaban una noche en un bar con las paredes cubiertas de espejos. Kurt estaba
muy contento de su aspecto. Usaba un smoking de anchos hombros y pantalones
ajustados. Tenía una botonadura de perlas en la pechera de la camisa y un reloj de
platino en la muñeca, regalos de Gucia. Su cabello liso brillaba, y su cara parecía
pálida por el polvo al que ella le había acostumbrado. Llevaba un clavel encarnado en
el ojal y un anillo con un zafiro en la mano izquierda, en cuyo interior estaba grabada
la fecha de su primera noche.
Inesperadamente vio también a Gucia en el espejo. Ya había observado muchas
veces que ella cambiaba en el transcurso de una noche, especialmente después de
haber bebido algo, pues entonces se ponía ojerosa, dejando caer los hombros, y en un
cuarto de hora parecía envejecer años. Pero al verse de pronto en el espejo, como un
amante de buena presencia rodeando con el brazo a una mujer de edad, se asustó. Por
primera vez en muchas semanas volvió a la realidad. «A nadie le importa que quiera a
una mujer mayor», pensó. Pero se vio en el espejo tal como lo veían los demás, y un
escalofrío le recorrió la espalda.
Mantuvo una seria conversación con el doctor Hain. No le resultó fácil apartarlo
de sus estudios, pues trabajaba con un fanatismo que excluía todo lo demás. Tenía los
ojos enrojecidos, y las venas sobresalían de sus manos.
—No es nada sencillo para un viejo como yo estudiar otra vez para examinarse —
se quejó distraídamente.
Kurt le expuso sus preocupaciones. Madame era muy amable con él y tenía la
mejor voluntad, pero parecía no saber cómo tratarlo. Rogó al doctor que hablase con
ella. No quería regalos, sino ganar algo por su propio esfuerzo, por poco que fuese.
Deseaba trabajar, practicar el piano y tener un poco de tiempo para él mismo.
—Después de todo, soy músico, y ella olvida eso —le dijo.
—Díselo tú —contestó el doctor Hain sintiéndose molesto.
—Yo no puedo.

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—¿Por qué no?
El doctor lo miró inquisitivamente y habló aquella misma noche con Madame,
que estaba conmovida y encantada.
—Bebé quiere trabajar. ¡Qué encanto! ¡Qué muchacho tan bueno eres! ¡Y qué
vieja tonta soy yo por arrastrarte a los clubs nocturnos en lugar de dejarte solo con
Beethoven! Pero esto terminó. Desde hoy seremos gente seria —añadió. Le rodeó la
nuca con los brazos, le tiró de las orejas y frotó su nariz con la de él.
Con una rapidez sorprendente halló trabajo para Kurt. La Serginskaya, maestra de
baile de Elaine, buscaba un pianista. Tenía que preparar un ballet, y daba lecciones de
la mañana a la noche. La Unión de Músicos no se preocupó esta vez por el empleo.
En aquella época todas las puertas estaban cerradas. No había trabajo. Algunas
uniones y gremios no aceptaban inscripciones, y otras no admitían a extranjeros.
Kurt, que había golpeado muchas puertas inútilmente durante las primeras semanas
que pasó en París, estaba al fin en la escuela de baile de la Serginskaya. El trabajo era
monótono: uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres, cuatro, y así durante horas.
Vestidas con unos pantaloncitos muy cortos las muchachas no lo trataban como a
un varón, sino como a algo inanimado. Salían medio desnudas de los improvisados
guardarropas sin preocuparse de él. Le acariciaban el cabello, se apoyaban sobre sus
hombros, se hacían atar por él los cordones de los zapatos y abrochar los botones; las
ayudaba a pintarse los labios. Elaine era una de ellas, y los deseos de Kurt, calmados
en el lecho de Madame, despertaron nuevamente.
Practicaba durante horas, porque sus dedos habían perdido agilidad. Madame
estaba muy impresionada. Daba vueltas alrededor de él, le lanzaba miradas
admirativas y se sentaba cerca del piano, con una labor eternamente inacabada.
—Voy a quedarme quieta como una ratita —susurraba.
Aquellos mimos molestaban a Kurt, que cerraba violentamente el piano.
—¡No puedo trabajar así! —gritaba nerviosamente. Las lágrimas resbalaban
entonces por las mejillas marchitas de Madame, que se dirigía de puntillas a su
dormitorio. Kurt tenía que ir a consolarla.
Con el primer dinero que le pagó la Serginskaya alquiló una habitación, si es que
aquella cueva merecía el nombre de habitación, en un pequeño hotel cercano a la
estación ferroviaria de Montpamasse. Así terminó nuevamente su práctica.
Madame no estuvo conforme con él desde que empezó a trabajar.
—Te has hecho tan aburrido como un esposo —se quejaba.
El doctor Hain seguía atormentándose. No había conseguido permiso para ejercer
en Rouen, y por eso mantenía correspondencia con la Universidad de Jerusalén. La
respuesta fue cortés pero negativa. Palestina había admitido ya todos los emigrantes
que podía. La Tierra Prometida no aceptaba más doctores, más intelectuales.
Necesitaba labradores, y el comité sugirió que no hacían falta judíos renegados y
bautizados como el doctor Hain. Poco antes, el doctor había comenzado a estudiar
Medicina en inglés. Tenía cincuenta y tres años y parecía un anciano. En los cafés se

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decía que en América era fácil comenzar de nuevo.
Kurt tenía que sentarse en su buhardilla y tomarle de noche las sencillas lecciones
de Química Orgánica, como si fuera un colegial. El doctor Hain había clavado una
alentadora carta de Irene en la pared inclinada sobre su cama.
La escuela de baile de la Serginskaya se preparaba para dar un recital de baile
ante un auditorio que aquella vez debía pagar la entrada. Elaine ensayaba un número
titulado «El baile del buscador de perlas», y pidió a Kurt ensayara con ella. La
alfombra del salón fue retirada de nuevo, y Kurt tocaba trozos de L’Arlésienne, de
Bizet oyendo a sus espaldas la respiración entrecortada de la muchacha y el sordo
ruido que producían sus pies al tocar el suelo después de cada pirueta.
En el ambiente se sentía la tensión como en un cable cargado de electricidad, y
una noche ambos perdieron el dominio de sí mismos. Kurt, que había luchado mucho
tiempo para contenerse, la apretó bruscamente contra sí. Y la besó. Elaine no le
abofeteó. Hizo algo peor. Se volvió y escupió deliberada y ostensiblemente en el
suelo. A Kurt se le heló la sangre en las venas.
—¿Por qué es usted tan pérfida? —preguntó palideciendo.
—¡El amante de mi madre podría por lo menos tener bastante decencia para no
traicionarla en su propia casa! —gritó Elaine.
De pronto comenzó a llorar, se encogió y se desahogó diciendo:
—Siempre la misma historia… Todos sus amantes se propasan finalmente
conmigo… ¡Pero yo no soy como mi madre!
Sintiéndose tan impuro como si hubiera caído en un lodazal, Kurt salió de la sala.
Al día siguiente hubo un desorden en la escuela de baile.
—¡No se duerma! —le grita la Serginskaya—. Usted es un inútil y lo estropea
todo.
—Si no la satisfago, me retiro —dijo Kurt. Se sentía tan herido por todas aquellas
humillaciones como si se hubiera tragado un paquete de agujas.
—¡Tanto mejor! —gritó la bailarina, enfurecida—. Ya estoy harta de toda esta
farsa. Si Madame Menolescu quiere darle dinero, que se lo dé directamente en lugar
de representar esta comedia.
Asombradas, las bailarinas se detuvieron con las manos apoyadas graciosamente
sobre sus faldas de gasa. Kurt cogió su abrigo y salió con tanta dignidad como pudo.
No se acercó a la calle de las Acacias durante unos días. Luego habló con
Madame.
—Sé que tu intención era buena —le dijo, casi compadecido de ella—. Pero me
has metido tan profundamente en el lodo que ya no sé cómo salir.
Ella lo consoló distraídamente. Tenía un nuevo favorito, un ruso moreno, pálido y
melancólico de la escuela de baile.
El señor Menolescu apareció en París pocos días después. Era un caballero
asmático y enérgico con dentadura de oro. Gucia le llamaba le pauvre chien[25]
cuando lo mencionaba alguna vez. El pauvre chien no tardó en hacerlos salir del piso

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y se llevó a su mujer y a su hija a Bucarest. Todo estalló como una pompa de jabón
barato demasiado perfumado y rosado.
Con todos sus libros y preocupaciones el doctor Hain se mudó a la miserable
habitación de Kurt. Semanas después el perfume de Madame estaba todavía adherido
al cabello de Kurt, a su ropa, a su maleta y a sus pijamas de seda con iniciales; pero
también esto desapareció. Sin embargo, a veces sentía deseos de Gucia o tal vez de
Elaine.
El doctor Hain no recibió respuesta de América. Para entrar en el país había que
tener dinero y fianzas personales. Agotado abandonó los libros. Durante unas
semanas no supo qué hacer. Pero una carta de Berlín reavivó la idea fija que sostenía
el doctor Hain: poder ofrecer a su mujer una nueva vida. Era como si tuviera que
resarcirla de algo, de la culpa de ser judío.
Algunos exilados encontraron empleo. Freían tortas alemanas y las vendían a sus
compatriotas que tenían un poco de dinero; escribían direcciones en sobres e incluso
fundaban revistas; fabricaban salchichas y muñecos y encuadernaban libros. Eran
alemanes perseverantes e industriosos, y no se abandonaban al azar.
«Soy un rufián», se decía Kurt. Había descendido hasta lo más bajo. El ruso de la
escuela de baile se burló de él al encontrarlo en la calle, y lo llevó a un club nocturno
donde se necesitaban bailarines. A París llegaban muchas turistas, todas ellas
apasionadas bailarinas, y daban propinas a sus compañeros de baile. De ese dinero
vivieron durante un tiempo Kurt y el doctor Hain.
Un inglés, antiguo paciente del doctor, le escribió desde Shanghai. Podía ir a
aquella ciudad sólo con diez dólares en el bolsillo; se permitía ejercer la Medicina sin
tener que convalidar el título. El inglés escribía con agradecimiento y respeto
preguntando al doctor Hain si quería ir a Shanghai. Esta carta fue como un toque de
diana en medio de la depresión en que se encontraban. Emanuel Hain escribió a su
mujer y ella le contestó inmediatamente. Tenía el valor necesario para seguirle hasta
el fin del mundo, y Shanghai parecía ser el paraíso de la libertad. El doctor Hain
revivió. Mostraba la carta de Shanghai en los cafés, y no hablaba de otra cosa que de
esta nueva perspectiva.
—He recibido una invitación para establecerme en Shanghai —se jactaba con
orgullo infantil, pero nadie le creía.
—Bueno, si tiene perspectiva tan maravillosa, ¿por qué no se va? —le
preguntaban en los cafés los deprimidos alemanes.
—¿Por qué? No tengo el dinero necesario para el pasaje —contestaba el doctor,
encogiéndose de hombros de un modo muy resignado y muy judío.
Kurt vendió todo lo que poseía: la botonadura de perlas, el reloj de platino, el
anillo, el zafiro y la ropa de etiqueta. Como aún faltaban más de mil trescientos
francos para poder pagar el pasaje de tercera clase en un barco de la línea
Messageries Maritimes, hizo algo desesperado; pidió dinero a una australiana con la
que bailó una vez. Ésta era una mujer muy delgada que había dejado de ser joven y

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hablaba un francés tan vulgar que inspiraba compasión. Kurt, ofreciéndosele, la hizo
su confidente. Trató de prostituirse, pero Miss Adelaida Wilkinson no le dio el dinero.
Una pequeña prostituta que iba a veces al club nocturno, observó la escena. Era
generosa y de buen corazón, especialmente cuando estaba dominada por la cocaína, y
tuvo compasión por el joven. Le dio el dinero de una manera seca y poco amistosa.
—Mándame una postal y un chinito, petit chou[26].
Subieron a bordo con nuevas esperanzas y una alegría febril. Antes de partir Irene
Hain fue a pasar tres días en París. No le dijo a su esposo cuánto le costó conseguir el
permiso para hacer el viaje.
—Apenas tenga diez pacientes me seguirás —dijo el doctor.
—Dentro de dos meses —replicó Irene con su helada sonrisa. Lo último que vio
Kurt en París fue su pañuelo blanco que saludaba a través del humo del tren que
partía.
Al llegar a Shanghai se enteraron de que su protector inglés estaba muerto y
enterrado. Era una tétrica broma del Destino. Un accidente de polo: una caída y la
fractura del cráneo… El vacío en que vivían los exilados se hizo más oscuro e
impenetrable que nunca.

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Capítulo IV

JELENA TRUBOVA

Rusia estaba sepultada bajo el denso manto del olvido. Lo único que Jelena
recordaba de su niñez eran los brillantes reflejos de una araña de cristal.
En la niñez cuando estaba en la cama con dolor de garganta y ligeramente febril,
la araña le hacía compañía. Pendía de un florón de yeso del alto techo y las moscas
zumbaban alrededor de los brazos de la araña —a los ojos de Jelena ésta tenía ramas
y vida como un árbol del parque— y el sol formaba reflejos irisados en las
almendras. Cuando popotschka[27] caminaba de un lado a otro de la habitación, las
almendras comenzaban a oscilar lanzando destellos blancos y coloreados que
reflejaban en el techo figuras parecidas a seres vivos. La Nianja entraba de puntillas
en el cuarto.
—Polostchy tri absa, golübushka[28] —decía.
Y de mala gana, Jelena hacía gárgaras con un antiséptico de color de púrpura.
Su hermano Grischa llegaba con su pequeño uniforme durante las vacaciones de
Pascua. Entonces todos se besaban.
—Christos woskrese[29].
—Parlez done français, mes enfants[30] —decía entonces mamotschka[31].
Cierta noche, Jelena fue sacada apresuradamente de la cama y envuelta en una
manta de lana como las niñas de los campesinos. Nunca olvidó el olor a cocina que
despedía la lana áspera pegada a su cara, aunque no recordaba lo demás. La huida
quedó en su memoria solamente como un caos. Tumulto, ruido, un viaje interminable
en trenes abarrotados.
Los Tschirikow la hallaron en el rincón de una desolada estación. Como la señora
Tschirikow le refirió la historia miles de veces, Jelena la sabía hasta en sus menores
detalles.
»—En un rincón estaba abandonada la niña —explicaba la señora Tschirikow—,
solitaria y adormecida.
»—¿De dónde eres? —le pregunté cuando se despertó.
»—De casa —repuso ella.
»—¿Dónde está tu casa? —volví a preguntar, pero ella no lo sabía. No sabía ni
siquiera qué edad tenía. No sabía nada.
»—¿Cómo te llamas? —pregunté.
»—Jelena —contestó.
»—Jelena…, ¿qué?
»—Jelena Feodorovna Trubova —contestó con claridad. Sabía también el nombre
de su padre.

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»—¿Dónde están tus padres? —inquirí, y ella volvió la cabeza sin contestar.
»—¿Ha muerto Grischa también? —preguntó más tarde, y eso me oprimió el
corazón. “¿Ha muerto Grischa también?”, era su pregunta constante. Estaba
completamente sola. Era una linda niña, con hermosos bucles. Parecía una princesa
vestida con harapos. Cuando la desnudé por primera vez tenía atada a la cintura una
bolsita con algunas alhajas, una pulsera y dos broches, anticuados y de poco valor
que vendí en Constantinopla. Adopté a la niña por piedad, pero ¡qué pago he
recibido! ¡Qué pago!
De buen corazón mientras se la admirase por ello, la señora Tschirikow hacía
sacrificios para que los demás repararan en ellos y se los alabasen. No podía soportar
un dolor de cabeza ni la picadura de un mosquito sin hacer gala de su silencioso
martirio ante toda la familia.
Ex periodista de un diario de poca importancia, el señor Tschirikow era un
caballero melancólico que tal vez hubiera sido capaz de cambiar de opinión y ponerse
a disposición del nuevo régimen si no hubiese tenido demasiado miedo a los
bolcheviques. Sólo por temor llevó a cabo la heroica empresa de huir a través de toda
Rusia, desde San Petersburgo a Odesa y de allí a Constantinopla.
Los Tschirikow tenían tres hijos, dos hembras y un varón, llamado Grischa, lo
mismo que el hermano de Jelena. En Constantinopla vivían muchos rusos blancos, en
una destartalada casa de madera con escaleras estrafalarias y balconcitos enrejados.
Las chinches de las paredes se mezclaban con las que habían llevado los refugiados
en sus ropas. Preparaban sus comidas sobre calentadores Primus, y los olores que se
percibían no siempre eran agradables. Jelena veía que ella era muy diferente a los
niños de los demás refugiados, por ejemplo a los niños de Tschirikow, que tenían el
cabello negro y las narices aguileñas y no sabían hablar francés.
Así como al principio de la guerra la gente pensaba que ésta terminaría en pocas
semanas o meses a más tardar, ahora consideraba la situación sólo como un intervalo
desagradable. Los hombres de la pequeña comunidad rusa volvían todos los días de
los cafés y de las calles con rumores consoladores: el Ejército blanco avanzaba; los
rojos sufrían una completa derrota. Se necesitaban dos semanas más de paciencia y
todos volverían a San Petersburgo. Después, el plazo aumentó a dos meses más de
paciencia… siempre paciencia. Cada familia había llevado un poco de dinero o
alhajas, y de eso vivían. Era un intervalo. Sólo hacía falta un poco más de paciencia.
Por la noche entonaban canciones rusas, y todos tenían lágrimas en los ojos porque
les gustaba llorar y sus almas nostálgicas rebosaban de sentimentalismo.
Jelena detestó a sus benefactores desde el primer momento. Odiaba el seno
estrechamente ceñido y sin embargo blando de la señora Tschirikow, contra el que
ésta la había estrechado al decidirse a adoptar a la niña abandonada. Odiaba los dedos
manchados de nicotina del señor Tschirikow y el olor de los cigarrillos que fumaba
de noche en el cuarto donde dormían todos: seis personas, los padres en la cama y los
niños en el suelo. Pero más que nada odiaba a Grischa que estaba cambiando la voz y

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tenía la cara llena de granos, los cuales intentaba reventar hinchando las mejillas con
la lengua y moviendo la cabeza en todas direcciones frente al roto espejo de uso
común.
Rusia se alejaba cada vez más de Jelena, y por último no le quedó más que el
recuerdo de una almendra oscilante de cristal donde se reflejaba la luz con destellos
irisados. Asustó a los Tschirikow cuando insistió en ir a una escuela turca, pero se
salió con la suya. Sabía ya bastante bien las fáciles letras de la lengua francesa, y
después aprendió el alfabeto turco. Grischa trató de enseñarle cómo eran las letras
rusas, y como al final mezcló los tres alfabetos e idiomas, los Tschirikow se burlaron
de ella. Exasperada, Jelena comenzó a dar golpes en torno suyo, rompiendo uno de
los preciosos dientes de la hija mayor de los Tschirikow. El padre instigado por su
mujer, empezó a castigarla suspirando, y por primera vez Jelena oyó el quejumbroso
sonsonete:
—Adopté a la niña por piedad, pero ¡qué pago he recibido! ¡Qué pago!
Jelena estaba tan amargada que no profirió ninguna queja mientras la castigaban,
negándose luego a prometer que se corregiría.
—Me alegro de haberle roto el diente a Vera —dijo cuando el señor Tschirikow
exhausto, dejó a un lado la correa que generalmente usaba para asentar su navaja.
Jelena se sentía superior a los Tschirikow y resolvió no dejar que la humillasen.
Consiguió apoderarse de un viejo y pesado revólver, y advirtió que dispararía sobre el
primero que tratara de insultarla de nuevo.
A veces desaparecía al mediodía, escondiéndose en el cementerio turco del
Bósforo donde los rosales cubrían las lápidas. Se acurrucaba y sollozaba
convulsivamente, soñando con su papotschka y con el olor a brillantina de sus
sedosos bigotes y recordando el sentimiento de seguridad que la invadía cuando
estaba en sus brazos, sentimiento que había perdido hacía tiempo. Como no sabía
nada de su origen, de su familia ni de su pasado, comenzó a inventárselo. Pronto
evocó toda la casa partiendo de la araña brillante de cristal: un palacio con muchos
sirvientes y un escudo sobre el portal, igual que el que había visto una vez en un
paseo por Esarkoie-Selo. Grischa era un paje del zar, mamotschka una princesa y
papotschka un príncipe.
Cuando los Tschirikow anunciaron su propósito de adoptar a Jelena, la huérfana
de procedencia desconocida, ésta se puso furiosa y, apuntándoles con su revólver,
amenazó con asesinarlos y suicidarse luego.
—¡Ése es el pago que recibimos…! —exclamó otra vez la señora Tschirikow.
El interés por los refugiados rusos comenzó cuando se desvanecieron las dudas de
que la situación de Rusia no era un intervalo, sino el fin, el nacimiento de un nuevo
Estado. Se hicieron tentativas para absorber a aquella gente poco práctica y tan
sentimental, para clasificarla y distribuirla por toda Europa. Había en Constantinopla
un comité inglés que los invitaba a registrarse. La Sociedad de Naciones otorgó
nuevos pasaportes que permitieron a los rusos viajar de un país a otro. Jelena era todo

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un problema para el joven mayor inglés, benévolo pero un poco torpe, pues no tenía
documentos de ninguna clase. Su edad fue calculada con bastante dificultad en ocho
o nueve años. De haber sido un poco mayor se la hubiera podido acusar de coquetear
con el mayor Alden. Volvió a visitarlo al día siguiente, sola y en secreto, y le confió
que su pasaporte debía ser otorgado no con el simple hombre de Jelena Trubova, sino
con el título de princesa Feodorovna Trubova.
Como ya oscurecía, el oficial, divertido por la actitud de la niña, decidió
acompañarla, pues, según su opinión, las calles no eran seguras. Jelena lo entretuvo
con un relato ameno y detallado de su niñez y del esplendor de la mansión
principesca de sus padres. Alden lo creyó todo, pues tenía poca imaginación para ser
capaz de mentir. Jelena se sentía feliz y como embriagada, aunque en aquella época
no supiera todavía que la mentira era su innato elemento.
Trató de adaptar su paso al del oficial, y el contacto de su gran mano cálida, en la
que reposaba la suya pequeña, le dio por primera vez la sensación de seguridad y
protección.
—Me he tomado la libertad de traer a la señorita a casa —dijo cortésmente
cuando entró con Jelena en la sucia habitación de los Tschirikow. La señora
Tschirikow había dividido la estancia con baúles y cortinas hechas de sábanas, y la
cocina improvisada con el calentador Primas despedía un fuerte olor a comida. Al
despedirse. Jelena obligó al mayor a que se inclinase, y rodeándole la nuca con los
brazos lo besó en la boca, porque su bigote tenía olor a brillantina y comprendía el
francés.
La señora Tschirikow se estableció como modista en Belgrado y en Budapest, y el
señor Tschirikow fue mozo suplente. Más tarde, abrieron un salón de belleza en
Viena.
—En Rusia tenía casa propia y cuatro sirvientes —contaba la señora Tschirikow a
sus clientes mientras les llenaba la cara de crema. No era verdad, pero sucedía lo
mismo con todos los rusos: el país nativo parecía más brillante a medida que se
alejaban, y más espléndido el pasado a medida que el presente se entristecía. Entre
todos ellos existía el silencioso acuerdo de respetar las pretensiones de haber sido
algo grande e importante en la Rusia de otros tiempos. Daba masajes en las caras de
sus clientes con sus manos maravillosamente suaves, herencia de todas las mujeres
rusas, y les confiaban algunos de sus secretos de belleza.
Pronto no hubo en toda Europa un salón de belleza que no tuviera una rusa entre
sus ayudantes.
Jelena, que ya sabía el francés, el ruso, el turco y el húngaro, aprendió también el
alemán. Era demasiado alta para su edad, y muy hermosa para ser una colegiala. Era
la primera en todas las asignaturas, y si alguna vez fracasaba en sus deberes escolares
enrojecía de vergüenza y de rabia. Le era insoportable no ser la más alta, la más
hermosa y la más inteligente. Como estaba convencida de que era una princesa, tenía
que demostrar su superioridad sobre las demás. Esta mentira creó en ella la ambición

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que decidió todo su Destino.
Grischa Tschirikow comenzó a aprender a tocar el violín en Viena, y su maestro
decía que podía esperarse mucho de él. El padre trabajaba en una miserable revista
editada por los rusos. La madre elaboraba en la cocina una crema facial, e insistía en
afirmar que era la misma que usaba siempre la Pavlova. Jelena paseaba por la
Kaerntnerstrasse, mirando los escaparates de las tiendas elegantes sin perder detalle
de los vestidos expuestos. Transformó el cuarto que ocupaba con las dos Tschirikow
en un taller donde confeccionaba vestidos para ella y para la familia, y más tarde para
algunos de sus conocidos rusos. La hechura era descuidada, pero los vestidos tenían
elegancia.
A los catorce años salió de la escuela con una educación muy limitada y entró
como aprendiza en un gran establecimiento de modas. A los quince le quitaron de la
máquina de coser y la emplearon como maniquí viviente. Los compradores de las
provincias se le acercaban torpemente, deseando conquistarla, pero Jelena simulaba
no oír sus palabras.
—Es una gran duquesa rusa —cuchicheaba la primera vendedora al oído de sus
clientes.
Por la noche, Jelena llegaba a su casa cansada y de mal humor. La señora
Tschirikow se lamentaba con voz doliente de las pruebas que había tenido que
soportar aquel día. Cuando los platos habían sido fregados, Grischa se retiraba con su
violín y su atril a la cocina para practicar sin que le molestaran. Las agudas notas se
filtraban a través de la vieja puerta de vidrio. Las dos hermanas Tschirikow pulían el
samovar. El padre se ponía a hacer solitarios gimiendo que no le salían bien. La
madre se sentaba con un cesto lleno de medias de seda para zurcir.
—El diablo debe haber inventado las faldas cortas —decía amargamente. El cesto
permanecía intacto ante ella. Luego cruzaba las manos sobre el regazo y añadía con
dramática resignación—: No puedo seguir…
Las dos muchachas comenzaban a reñir, y Grischa asomaba la cabeza por la
puerta de vidrio y se quejaba:
—¡No puedo concentrarme con este escándalo!
Los Tschirikow vivían siempre en habitaciones demasiado pequeñas y no tenían
nunca suficiente dinero. La señora Tschirikow contraía nuevas deudas para pagar
otras antiguas. El señor Tschirikow se permitía de vez en cuando una aventura; por
ejemplo, invertía doscientos chelines austríacos en la empresa de uno de sus amigos
rusos, pero estos negocios nunca daban resultado. Jelena, seria y taciturna, se sentaba
entre los demás, pensando que aquél no era su ambiente; se arreglaba las uñas
cuidadosamente, cosía un nuevo adorno a una vieja blusa o arreglaba el velo de un
sombrero. De pronto, la señora Tschirikow sufría su ataque habitual. Era un dolor
misterioso en la espalda que ningún médico podía explicarse. Se levantaba e iba
tambaleándose hacia el dormitorio, gimiendo, apoyada en su esposo y acompañada
por las miradas compasivas de sus dos hijas. A Jelena se le ordenaba que preparara

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una cataplasma de salvado que parecía ser el único remedio eficaz para aliviarla.
—Tanto barullo por tan poca cosa —gruñía. No quería quedarse a solas con
Grischa en la cocina, pues él se había enamorado recientemente de ella.
—¿Por qué no tratas de afeitarte? —le dijo, usando la jerga de las modelos,
cuando éste se acercó demasiado a su cara.
—Me afeito dos veces al día —le aseguró Grischa. Y era verdad. Sin embargo,
sus mejillas estaban siempre ásperas y de un color azulado—. La barba dura es el
signo de un temperamento fuerte —añadió con orgullo ofendido cuando volvió a
ponerse el violín bajo la barbilla—. No sabes lo que hay dentro de mí —añadió aún al
comenzar a tocar.
—Ni deseo saberlo —replicó Jelena.
La cocina estaba saturada del repugnante olor a salvado caliente con que Jelena
preparaba las cataplasmas hechas con calcetines viejos del señor Tschirikow. Hasta en
los dedos sentía asco. Cuando ella salió de la cocina, Grischa dejó de tocar el violín y
trató de abrazarla. Jelena lo empujó a un lado.
—¿Qué te has creído? —le dijo en voz baja, por si la oían desde el dormitorio. De
pronto comenzó a llorar, y las lágrimas le bañaron el rostro.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Grischa—. ¡Por el amor de Dios, Jelena!
¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
—¡Déjame! ¡Soy tan desdichada…! —musitó ella, y cerró la puerta tras sí.
«Si no fuera tan insensible sería más feliz», pensó Grischa, y siguió tocando el
violín.
Cuando Herr Leibel, el jefe y dueño de la casa de modas, se la llevó a París,
Jelena no estaba segura de si tenía dieciséis o diecisiete años. Era en setiembre y
hacía calor. Herr Leibel iba a París para ver los nuevos modelos y hacer algunas
compras.
—Usted tiene buen gusto y comprende a nuestros clientes. Puede serme muy útil
en París. Valdrá la pena de pagarle el viaje —dijo en tono muy comercial. Pero Jelena
sabía perfectamente lo que significaba aquella invitación.
—Lo pensaré —replicó, aunque ya había resuelto ir. Dos días después le dijo:
—Usted querrá que yo vista bien. Debo representar a la casa de una manera
decente. El día anterior a su partida dijo:
—Sólo me falta una maleta, una buena maleta. No estoy segura de que mis padres
adoptivos me dejen ir —añadió, aunque no tuviera la más remota idea de contarles
nada a los Tschirikow. Así mantuvo sobre ascuas al «viejo», como llamaban a Herr
Leibel en el negocio, y consiguió que le comprara un ajuar completo antes de aceptar
en el último momento una invitación que cualquier otra modelo hubiese aceptado
inmediatamente y de muy buen grado.
Herr Leibel tenía cincuenta años. Llevaba trajes muy bien cortados y se jactaba
de parecerse a Adolphe Menjou, el galán de cine que estaba de moda. Adquirió esa
halagadora idea al mirarse a menudo en los espejos del salón, que estaban

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especialmente preparados para dar una imagen alargada de sus clientes. Su instinto
nunca le fallaba para reconocer la calidad, y era en esto un verdadero austríaco.
Apreciaba la calidad en los vestidos, en el vino, en la comida y en las mujeres. Jelena
tenía mucha calidad; era superior, créme de la créme. Era tan hermosa, tan
aristocrática y estaba tan segura de sí misma, que Herr Leibel, que se consideraba un
Don Juan, se sintió un poco confuso cuando ella se sometió sin dificultad a sus
deseos. Pero Jelena había incluido al «viejo» en sus planes mucho antes de que éste
se sintiera turbado por los sentimientos que lo llevaban a un hotel parisiense, a un
dormitorio separado del de ella sólo por una puerta sin llave. Herr Leibel pertenecía a
esa clase de hombres que en su casa son los mejores padres y maridos, pero que en
sus viajes abandonan esas cualidades, pues piensan que todo lo que sucede fuera del
círculo doméstico no tiene, después de todo, ninguna importancia.
—Amo a mi esposa —le dijo a Jelena cuando ésta, desnuda, se sentó al borde de
su lecho.
Y la muchacha, con una sonrisa fría y divertida, le contestó:
—Por supuesto… Ya lo sé.
Le parecía aceptable cualquier medio que le permitiese alejarse de los Tschirikow
y de las sentimentales declaraciones de amor de Grischa e iniciar una vida propia. A
la mañana siguiente, sola, gozando de su baño, pensó asombrada por qué se
preocupaba por una cosa tan sencilla. En cuanto a Herr Leibel, se sentía un poco frío
y desilusionado al ponerse su faja Gentüe, tan recomendada para los caballeros
elegantes. «Como dice la gente —pensaba—, las bellezas más perfectas no sirven
para el amor».
Con tacto y tranquilamente concluyó la aventura. Jelena sugirió que quizá fuese
más agradable para Herr Leibel que ella no volviese a la tienda bajo la tutela
vigilante de su esposa. Y el «viejo» le ofreció apresuradamente dejarla en París con
dinero suficiente para que viviese modestamente durante tres meses.
—Para entonces seguramente habré encontrado algo —dijo Jelena.
Lo acompañó al tren, le estrechó la mano y le dio un fugaz pero cortés beso sobre
la lisa mejilla que olía a colonia de la mejor clase.
Antes de salir de Viena había telegrafiado a los Tschirikow, y en París les escribió
una larga carta en ruso, agradeciéndoles lo que habían hecho por ella y diciéndoles
que no deseaba ser por más tiempo una carga para ellos. Terminaba con los mejores
augurios para todos y en particular para el futuro de Grischa.
Era una mujer joven, sola en París, llamativa, alta, pelirroja, de blanca tez, boca
encarnada y verdes ojos oblicuos. Las frases que le susurraron los hombres durante su
primer paseo hubieran bastado para llenar un volumen pornográfico.
El primer paso de su carrera fue una equivocación. Lo único que obtuvo de su
relación amorosa con el pintor Pierre Colín fue cierta experiencia y un nuevo nombre.
—Tu aspecto de gran duquesa rusa ya no es un atractivo. Es un clisé gastado, apto
solamente para un periódico cómico —le explicó Pierre.

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Jelena tuvo que hacer un gran esfuerzo para abandonar la mentira que formaba
parte de su ser. Y a partir de entonces se llamó Heléne Renard, nombre que estaba de
acuerdo con su cabellera pelirroja.
Se unió a Pierre porque él tenía genio, o por lo menos así lo creía ella. Jelena
conocía tan poco de arte que se dejaba engañar con suma facilidad, y conocía menos
aún los seres humanos, pues no los miraba con sentimiento, sino como problemas
aritméticos que se podían resolver. Pierre confiaba mucho en su capacidad y se
auguraba él mismo un gran porvenir. Era el caudillo y eje de un círculo de jóvenes
artistas que le proclamaban fundador de una nueva escuela. Una vez le dijeron en
broma que tenía que contar los cabellos de Jelena antes de pintarlos, pues odiaba el
nuevo estilo, el surrealismo, y pintaba cuadros minúsculos con microscópica
exactitud. A pesar de eso, en sus obras todo estaba torcido y desfigurado. Jelena
calculaba que participaría más tarde de la gloria de Pierre Colin en su carácter de
modelo y amiga. Como aún hablaba francés con el ligero acento parisiense que
adquirió en su niñez, fue admitida de buena gana en el círculo, y pronto se adaptó a
su nuevo ambiente, pues el esprit de los artistas le agradaba. Sabía muy bien que
Pierre se aprovechaba y se jactaba de ella; la atormentaba con sesiones interminables,
y finalmente le pidió dinero prestado…, el resto de los fondos de Herr Leibel. Lo
mejor que se puede decir de los sentimientos que Jelena experimentaba por Pierre es
que no le disgustaba. Sólo cuando se dio cuenta de que fracasaba siempre, de que sus
cuadros eran rechazados en todas partes y de que no tenía ningún porvenir, comenzó
a hallarlo desagradable y ridículo. Pero mientras tanto, Pierre se había enamoradora
ardientemente de ella y no era fácil deshacerse de él.
Como la capital estaba llena de americanos, los parisienses se quejaban de que su
ciudad había dejado de ser París. No obstante, muchas de sus industrias vivían del
dólar, y los grandes salones de moda diseñaban sus modelos para satisfacer el gusto
no tan delicado de las americanas. Jelena acompañó durante una semana a un
comerciante americano, y lo halló bastante divertido. Al comenzar la siguiente
temporada consiguió empleo como corista en una gran revue[32]. Estaba de moda la
presentación de muchachas desnudas. Aquellas cuyos senos eran aptos para ser
exhibidos en público recibían doble sueldo que las demás. Jelena sobresalía casi
desagradablemente entre todas las chicas francesas, de caderas anchas y piernas
cortas. Llevando sobre la cabeza una enorme corona de uvas artificiales, que
mantenía con los brazos alzados, caminaba lentamente por el escenario esperando la
declaración de algún millonario. Pero no se presentaba ninguno, pues el hombre
vulgar tiene miedo de la verdadera belleza. Las muchachas que la rodeaban tenían
casi todas sus petits vieux[33], pero nadie esperaba a Jelena a la salida del teatro.
Hacía dos años que estaba en París cuando volvió a ver a Grischa. Primero los
carteles, luego la publicidad anticipada en los diarios, y finalmente a Grischa mismo:
«Grischa Tschirikow, el virtuoso del violín, el nuevo descubrimiento, la celebridad
juvenil». Jelena, que lloraba pocas veces, lloró entonces de rabia. Se había

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equivocado al unirse al estafador Pierre Colin, en lugar de hacerlo con el genio, con
Grischa. Con el cabello liso y brillante peinado hacia atrás, las azuladas mejillas muy
empolvadas, con los ojos cerrados y vistiendo un frac elegante y muy ajustado, tocó
Grischa su programa, y un frenético entusiasmo se apoderó del público. Después de
la velada, Jelena entró con los demás en el cuarto del artista y rodeó con sus brazos la
nuca de Grischa, de acuerdo con la antigua costumbre rusa.
—Estoy casado —dijo Grischa, y le presentó a una rusa delgada y de grandes
ojos, que evidentemente esperaba pronto un niño.
Jelena observó con mirada experta el vestido, los anillos y el abrigo de piel de la
esposa de Grischa, y se dio cuenta de que todo lo que había hecho hasta entonces fue
un error.
Su corazón se enfureció más aún en aquella amarga noche. Poco después enfermó
y perdió su empleo en la revue. Siempre había padecido de dolores de garganta y
ligeras fiebres, pero ahora invadían su sangre los estreptococos y los bacilos
malignos. Estuvo a punto de morir. Ardiendo de fiebre, guardaba cama y sentía un
continuo zumbido en la cabeza. Cada vez que abría los ojos veía la araña de cristal
oscilando y girando y un enervante arco iris que descendía sobre ella y la sofocaba.
Quedó débil y delgada. La portera, que sabía el alquiler que debía, le gritó por la
escalera sin consideración ni compasión, demostrando la poca amabilidad de que es
capaz el amable pueblo francés en asuntos monetarios.
Se apoderó de ella una nueva ambición: quería ser cantante. En medio del tumulto
de felicitaciones, al finalizar el concierto de Grischa, había conocido a Madame
Cernofska, una mujer de enorme corpulencia. Madame Cernofska afirmó haber sido
prima donna de la ópera Imperial de San Petersburgo, y le mostró una foto en la que
Chaliapin había escrito: «A mi querida amiga la gran artista Marta Cernofska». Ésta,
que sentía un cariño inmenso por todo lo ruso, fue la única amistad que tuvo Jelena
durante su enfermedad. De vez en cuando, la Cernofska subía jadeante la estrecha
escalera que llevaba al cuarto de Jelena, llevándole sopa que había cocinado ella
misma, piroggen[34] frío, y una vez hasta una minúscula lata de caviar. Luego
descubrió su voz y comenzó a darle lecciones. Jelena dedicaba mucho tiempo a sus
estudios de canto, y aunque la Cernofska no quería ninguna retribución por las
lecciones, tenía que vivir hasta estar preparada para lanzarse a la gran carrera que le
profetizaba Madame. Entretanto, abandonó su apellido francés y volvió a adquirir su
categoría de gran duquesa.
Aquella primavera, Jelena aprendió el japonés, porque necesitaba dinero para
vivir. Un joven príncipe japonés, cuyos anteojos le daban el aspecto de un pequeño y
tímido maestro de escuela, fue su primer amigo de raza amarilla. Parecía poseer
rentas inagotables, y se le había educado para gastar su dinero con mujeres. El
príncipe Hosaki la trató con gran cortesía, y su placer más grande era vestirla,
desnudarla y envolverla siempre con trajes nuevos. La contagió la pasión fetichista de
los japoneses por los hermosos quimonos de las geishas[35]. Jelena le enseñó el

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francés en pago al japonés que aprendió de Hosaki. Tenía un oído perfecto para los
idiomas, y pronto aprendió a emplear las pequeñas flores eróticas que distinguen en
el Japón el idioma de las mujeres del de los hombres. En compañía de Hosaki refino
su gusto, y le fueron muy beneficiosas la imperturbable tranquilidad y la cortesía del
príncipe. Éste poseía el orgullo de los japoneses feudales y a la vez el complejo de
inferioridad que sufría su raza al enfrentarse con la europea. Era el hombre más
agradable de cuantos Jelena conocía, pues no sólo no esperaba de ella ninguna
demostración de sentimiento, sino que hubiera considerado de mal gusto que una
mujer pagada demostrase alguna emoción.
Con mutuas cortesías pasaban los meses. Luego, Hosaki fue súbitamente llamado
a su casa. El jefe de la familia, miembro de Gobierno, había sido asesinado. Jelena se
quedó en París y llegó a ser la mascota de la colectividad de los estudiantes
japoneses. Todos ellos se parecían y actuaban de la misma manera, pues tenían un
código de modales muy estricto. Jelena apenas se dio cuenta de que pasaba de uno a
otro, cantando, bien vestida y tratada con el mismo respetuoso cuidado que un valioso
juguete heredado.
Todos los japoneses desaparecieron al estallar la guerra en Manchuria, y Jelena
quedó con una pequeña cuenta en el Banco, una piel de zorro y un quimono de
brocado antiguo plateado y verde.
Su voz no respondió a las esperanzas, y en algunos recitales obtuvo solamente
unas cuantas observaciones desalentadoras y una falta absoluta de interés. La
amabilidad de Madame Cernofska se enfrió. Jelena se endureció más con este nuevo
descalabro, y su corazón llegó a ser como una roca a la que nada puede herir.
Hasta entonces no amaba a nadie; a nadie ni a nada. Las flores le agradaban sólo
cuando eran costosas: violetas en otoño, muguete en invierno, orquídeas para lucirlas
en su zorro plateado. En las alhajas no apreciaba la forma ni el engarce, sino el valor
de las piedras. Lo mismo sucedía con los seres humanos: no se interesaba por ellos,
sino que los valoraba únicamente por lo que le podían proporcionar.
No obstante, siendo rusa, el espíritu de este país sin confines debía de permanecer
en algún rincón oculto de su alma. Los sentimientos yacían en lo más profundo de su
ser, sumergidos y petrificados.
Una de las cualidades más extraordinarias de Jelena era que nunca soñaba: todo el
mundo nebuloso e indeterminado de los sueños le era desconocido. Tenía noches de
insomnio a intervalos cada vez más breves. Cuando dormía, lo hacía tan
profundamente que si soñaba lo olvidaba por completo en el mismo momento en que
despertaba. No obstante, a veces se asombraba al hallar por la mañana sus pestañas y
sus mejillas mojadas, como si hubiera llorado durante el sueño.
Al cumplir los veintidós años, sus ambiciones cambiaron de dirección, como una
vela impulsada por el viento. Estaba cansada de breves amistades y harta de despedir
o ser despedida. La familia y el hogar francés eran ciudadelas invencibles; sus
portones estaban bloqueados, alzados sus puentes levadizos. Los hombres ya no se

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arruinaban por sus amantes. Todas las mujeres llevaban el mismo uniforme de
seducción, pintura y polvo: labios pintados, cabellos teñidos, medias de gasa, ropa
interior de seda finísima y vestidos que se ajustaban al cuerpo como si fueran una piel
brillante. Todas las mujeres se movían de la misma manera y hablaban en la misma
jerga. Como eran tan generosas en sus dones, su valor decrecía. La virginidad ya no
era tan valiosa, y el vicio perdió su misterio y su atracción.
Jelena decidió casarse. Un buen matrimonio —es decir, el casamiento con un
hombre rico— le parecía una carrera mejor que las demás. Pero el paso del ambiente
en que se movía al de las hijas y novias no era tan fácil. Leyó en los diarios que la
baronesa Meyerling, de Viena, se albergaba en el «Hotel Athéne». Recordaba bien a
la baronesa, pues cuando era modelo de la «Casa Liebel» había presentado vestidos
ante ella. Era una mujer de cabellos grises, de cara empolvada, con hoyuelos en las
mejillas y manos infantiles, siempre apurada, que tomaba participación en mil
comités, organizaba bazares, concursos de flores y tómbolas de beneficencia… En
suma, una mujer muy ocupada, una persona divertida y gentil que conocía el mundo
y compraba siempre vestidos del mismo color que las violetas de Parma. Jelena le
envió flores a su hotel: «Una antigua admiradora se toma la libertad de enviarle
cálidos saludos. Jelena, princesa Trubova».
Al día siguiente la llamó por teléfono:
—Usted no se acordará de mí, baronesa. Me conoció solamente cuando me iba
muy mal. Pero desde entonces la he recordado muchas veces.
—¡Claro que me acuerdo, hijita! Usted era la mascota de la «Casa Liebel».
Jelena fue invitada a almorzar con ella. Parecía una gran dama con el vestido
negro, los guantes blancos y el zorro plateado. La baronesa observó orgullosamente
todas las miradas que rendían homenaje a la belleza de Jelena.
—¿Y le va a usted bien? Pero está de más que le pregunte…
—Recibí una pequeña herencia —dijo Jelena, reservada—. Mi tío el general ha
muerto. Vivo tranquila en París, y a veces me siento muy sola.
La baronesa estaba a punto de partir para Torquay.
—¡Qué coincidencia! —exclamó Jelena sonriendo.
Ella también se disponía a ir a Torquay, al «Hotel Imperial». Entonces se verían
más a menudo, dijo la baronesa, verdaderamente encantada, pues sentía debilidad por
todo lo bello.
—Así pues, au revoir[36]!
—Au revoir!
Jelena hizo un esfuerzo sobrehumano para conseguir el dinero para el viaje y la
estancia en Inglaterra. Era un genio en vestir bien con muy poco dinero. Cuando llegó
al «Hotel Imperial», en Torquay, la baronesa la recibió en sus elegantes habitaciones.
En el campo de tenis se encontró otra vez con el mayor Alden. Lo conoció en
seguida. Parecía más joven que en Constantinopla, pues ahora estaba bien afeitado.
—Somos viejos amigos —dijo cuando le fue presentado el mayor, que se

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ruborizó intensamente. Siempre olía a espliego. Por un momento, Jelena recordó el
polvo seco de las calles de Pera, los escasos faroles y su pequeña mano cálida y
segura entre las de él.
—Le di una vez un beso en Constantinopla —dijo sonriendo, y Alden enrojeció
aún más.
Luego recordó.
—La princesa era la niña más encantadora que he visto jamás —dijo.
—Nadie lo creería viéndola ahora —bromeó un galante anciano. La baronesa
consideró encantador aquel encuentro y lo celebró aquella misma noche.
—¿Cómo le ha ido durante todo este tiempo? —preguntó Alden cuando bailaron.
—Tuve épocas buenas y malas —contestó Jelena brevemente. No deseaba
mentirle. De pronto se sintió cansada, condescendiente y ansiosa de ayuda. Trató de
hallar palabras para expresar este sentimiento desconocido—. Usted me hace recordar
a mi padre —dijo pensativamente.
—Eso concierne solamente al psicoanálisis —dijo Alden, pero ella pasó por alto
esta observación.
—Es usted el primer inglés con quien puedo bailar el tango —le dijo más
avanzada la noche.
—Un cumplido dudoso… —contestó él, mientras ella se entregaba al ritmo
tembloroso del baile.
—¿Por qué dudoso?
—Generalmente los gigolós bailan bien el tango.
—La excepción confirma la regla.
—Gracias. ¿Cuánto tiempo permanecerá aquí?
—No hable. Baile —dijo Jelena.
Terminaron de bailar en silencio. Los compañeros de mesa los aplaudieron
cuando volvieron a sentarse. Jelena estaba sorprendida de sí misma. Experimentaba
un nuevo y desconocido sentimiento. Quería estar sentada al lado de Alden,
conversar, volver a bailar con él. Cuando él le dio las buenas noches y le puso el
abrigo sobre los hombros, esperó algún secreto signo de ternura, pero fue en vano. Se
acostó pensando en que volvería a verlo al día siguiente. Alden había prometido
enseñarle un forehand[37] mejor en el tenis.
Jelena, que había aprendido en París algunas palabras del inglés de los turistas, se
dedicó enérgicamente al estudio del idioma. Un antiguo adagio dice que sólo las
cuatro primeras lenguas son difíciles de aprender. Jelena necesitó únicamente dos
semanas para hablar con el mismo acento que Alden.
—Su inglés es perfecto —dijo Lord Inglewood, el anciano que no podía dejar de
dirigirle una lisonja de vez en cuando. La baronesa Meyerling, a quien le gustaba
tanto concertar compromisos matrimoniales, llamó desde el primer día la atención de
Jelena sobre el hecho de que Lord Inglewood era aún soltero y además uno de los
hombres más ricos de Inglaterra.

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—Diamantes sudafricanos —cuchicheó al oído de Jelena.
La baronesa combinaba una gran ingenuidad con su amplio conocimiento del
mundo. Su intuición le decía que Jelena buscaba un marido, y se divertía ayudándola.
—Nuestra princesa está hoy tan encantadora como siempre —observó Lord
Inglewood—. Debería ser presentada en la corte. Una pequeña dosis de belleza no
haría daño al palacio de Buckingham.
Inglewood era miope y se ponía los lentes cada vez que Jelena se acercaba. Pero
ella aparentaba ignorarlo.
Se habría reído si alguien le hubiese dicho que estaba enamorada de Alden. El
amor no entraba en sus planes. Con su risa indulgente se permitía un poco de
sentimentalismo, y el paseo nocturno por las calles de Constantinopla estaba en el
fondo de todas sus conversaciones con Alden. Se sentía atraída por él, tal vez por
haberlo conocido cuando aún estaba cerca de Rusia, cuando era todavía sencilla y
pura. Le contó lo de la araña de cristal. Al día siguiente, Alden le llevó una almendra
de una araña que había encontrado en un negocio de antigüedades. Era el primer
regalo que gustó a Elena por algo que no fuera su valor material. Estaba perdiendo la
oportunidad después de todas las molestias que había soportado para entrar en la
buena sociedad bajo la tutela de una verdadera dama. Por primera vez en su vida se
dejaba llevar por la corriente.
Seguía sus inclinaciones en lugar de buscar las ventajas, y pasaba con Alden
todos los momentos de que disponía. Era un lujo para ella, un lujo más grande y
costoso que el armiño y los diamantes.
Su compañía era muy grata para Alden, pero, no obstante, permanecía reservado
y guardaba las distancias. «Es el respeto que me tiene —pensaba ella—. Es su
educación inglesa». Y reía. El dinero de Jelena se acabó al avanzar la temporada. No
tenía idea de lo que sucedería después. «¡Me he acostumbrado tanto a Frederick!»,
pensaba, disculpándose a sí misma.
Alden parecía estar preocupado, incómodo, taciturno y distraído. Ella se alegró al
reparar en estos indicios, y reía cuando estaba sola.
Una noche, después de un baile, la llevó por el estrecho sendero entre los
arrecifes hasta la playa, donde la cálida brisa estival acariciaba su ligero y vaporoso
vestido.
—Hace mucho que quiero preguntarle algo, Helen —dijo, hablando
apresuradamente—. ¿Quiere… considerar usted la propuesta de casarse conmigo?
—No sé qué se debe decir en tales circunstancias —repuso ella sin aliento.
—Espere un momento —dijo él—. Tengo que decirle algo más. —Tiró el
cigarrillo y encendió otro con mano temblorosa. Jelena sintió un profundo placer al
ver su agitación—. Usted es muy bella, Helen, y ha sido muy buena conmigo —
añadió Alden—. No ha tratado de engañarme como a los otros. Aprecio mucho eso.
Desde luego, aquí la mayoría de la gente la toma por una pícara aunque no lo
demuestren. El mundo se ha empequeñecido y es tolerante hasta cierto punto. Por

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favor, no diga nada aún, Helen.
Para impedir que hablara, la cogió del brazo, y ella permaneció silenciosa. Se
sentía sumamente ridícula y confusa.
—Usted no nació para aventurera, Helen, y creo que me haría ciertas concesiones
en reciprocidad de obtener un lugar adecuado en la sociedad. Esto parece más brutal
de lo que en realidad es. No quiero entrar en detalles. Escuche lo que le digo. Tengo
que casarme, y muy pronto. Mi familia es muy conservadora y religiosa. Debo
casarme para desmentir ciertos rumores que han llegado a sus oídos. ¿Me entiende?
—No muy bien.
—Creí que me comprendería. Usted tiene mucha experiencia, y por eso le
hablo… No puedo casarme con una inexperta muchacha de alguna familia del campo.
Yo… ¿No me quiere ayudar, Helen?
—Sí, con mucho gusto, pero ¿cómo?
—A mí no me gustan las mujeres. Amo a un joven y no me podré separar nunca
de él. Lo que le ofrezco es un buen nombre, mi amistad sincera, mi agradecimiento y
mi… protección, si quiere llamarla así. No es nada espléndido, lo reconozco; tengo
mil quinientas libras anuales de renta. Le pido un poco de comprensión,
consideración y tolerancia. ¿Cree que puede hacerlo, Helen?
El silencio que siguió a la pregunta se hizo más largo mientras caminaban por la
playa.
—Déme un cigarrillo —dijo Jelena finalmente. Él observó su rostro iluminado
por la llama de la cerilla. Jelena aspiró el humo y respondió simplemente—: SI.
En aquel momento murió algo que comenzaba a vivir en su interior. Volvió a
cerrarse algo que estaba por abrirse. Se petrificó lo que se había ablandado en su
alma.
Así como había sido una excelente colegiala, una extraordinaria modelo, una
buena bailarina y una perfecta amante de los estudiantes japoneses, Jelena fue una
inmejorable esposa. Trataba de hacerlo todo a la perfección, pero siempre se decidía
por lo incorrecto.

Envuelto completamente por la yedra, Dower House estaba situado en


Hampshire. El edificio era un poco húmedo en los rincones. Tenía la comodidad de
las viviendas feudales, con grandes chimeneas en todas las habitaciones, fina plata
antigua y sirvientes excéntricos, pero fanáticamente leales y medio sordos. El
ambiente olía a humedad y a moho, y el aburrimiento, aunque confortable, era
opresivo. Ella, Helen Alden, se volvió muy pronto más arrogante y reservada que el
resto de la familia. Todos los domingos asistía a la iglesia con su suegra y su cuñada
soltera, Mabel. Por la noche se jugaba al bridge o se tejía ropa con áspera lana gris
para algún centro de beneficencia. Los Alden visitaban a sus vecinos, y éstos
devolvían las visitas. Frederick tenía un pequeño piso en Londres, en la calle Duke, y

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allí desaparecía durante discretos lapsos.
—¿Te gustaría conocer a Gerald? —le preguntó una vez a Jelena.
—Creo que no es correcto —replicó ella.
Experimentaba la sensación de estar muerta y enterrada. Sus manos estaban frías.
«Pediré el divorcio», pensó cuando las nieblas grises del segundo otoño habían
descendido sobre Dower House. Destruyó su cariño por Frederick con tanta violencia
y rabia que hasta le molestaban las cotidianas cortesías. Habría podido ayudarle si en
lugar de tratarlo con corrección lo hubiera tratado con cariño. Pero, tal como estaban
las cosas, ella no se daba cuenta que él era infeliz, y nunca notó que andaba por la
casa con una expresión que parecía cada vez más la de un hombre perseguido que
rompía cientos de fósforos mientras miraba fijamente al fuego. No sabía nada de las
angustias que sufría ni del escándalo que lo amenazaba. Ignoraba que Gerald, un
hermoso e insignificante actor, había abandonado a Frederick, y se habría alegrado de
haberlo sabido.
Frederick murió antes de que terminara el mes de octubre. Un accidente de caza,
según se dijo. Desapareció tan discretamente como había vivido. La propiedad pasó a
su hermano menor, y Jelena recibió a partir de entonces una modesta renta procedente
del seguro de vida.
«¡Qué farsa! —pensaba—. Ahora soy la viuda Alden y tengo veinticinco años».
Veinte años mayor que Frederick, Lord Inglewood era amigo de la familia. Todos
los miércoles por la tarde iba a jugar al bridge. Su residencia, Inglewood Hall, estaba
en la misma comarca. Después del entierro iba a Dower House a caballo o en coche
para hacer compañía a Helen. Había sido padrino de la boda y se sentía responsable.
Jelena lo consideraba insoportablemente aburrido, y, disimulando los bostezos, le
contestaba cortésmente. Inglewood era un conservador entusiasta, y se enfurecía
cuando se le mencionaba cualquier cambio o progreso. Sentía con amarga
resignación que el poder y el prestigio de Inglaterra estaban disminuyendo. Su
presión arterial era excesiva.
—En lugar de tomar lo que nos pertenece, compramos y regateamos como si
nuestros ministros fueran verduleros —murmuraba leyendo el diario.
Habían pasado los tiempos en que Inglaterra, alegre y despreocupada, se
apoderaba de una colonia tras otra. Los dominios se independizaban, y eran continuas
las dificultades en la India. Lord Inglewood era uno de esos individuos que escriben
cartas a The Times. Coleccionaba armas, cazaba codornices y se interesaba por el
cultivo de los tulipanes. Entretenía a Jelena con discursos sobre sus preocupaciones y
alegrías, hasta que ella palidecía de fatiga, y sólo cuando consintió en casarse con él
volvió a estar otra vez alegre y vivaz. Ella tenía veinticinco años y Lord Inglewood
sesenta y cinco. Era fácil deducir que su mujer sería, un día no lejano, su viuda y
heredera. Fueron los cálculos más fríos que Jelena había hecho hasta entonces, y
también los de mayor éxito.
En cierto modo, Lord Inglewood era un solitario. Su hermano menor, Edgard,

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había muerto en la guerra, y él educó a sus dos sobrinos sobrevivientes como a hijos
suyos, sólo para obtener una amarga decepción. Clarence, el mayor, había ingresado
en el Parlamento como miembro laborista y llegó a ser lo que Lord Inglewood
llamaba con voz temblorosa «un sucio comunista». Su discurso sobre la abolición de
los lores llamó la atención y exasperó a Inglewood, que casi tuvo una apoplejía. El
menor, Bobbie, un joven de buena presencia, había pasado dos años en Sandhurts,
después de aprobar con dificultad los exámenes, pero pronto abandonó la carrera
militar y dividía su tiempo entre clubs nocturnos y bares. Lo que más enojaba a Lord
Inglewood era que Clarence heredaría toda la propiedad si él moría sin tener
herederos directos. La idea de que Inglewood Hall cayera en manos de aquel «rojo»
le resultaba insoportable. Por eso aceptó ávidamente la sugestión de Jelena al
observar que eran dos solitarios desilusionados y que ambos podían consolarse
mutuamente. Enamorado de la hermosa viuda de su amigo, se sentía mucho más
joven y fuerte que desde hacía mucho tiempo. Los cultivos de injertos de tulipanes le
hacían esperar que la unión de su madurez con la juventud y hermosura de Jelena
produjese un heredero y disipara sus preocupaciones. Ella, Helen Alden, como se
llamaba entonces, apretaba los dientes y continuaba marchando hacia su meta. Estaba
dispuesta a soportar de buen humor los caprichos del anciano para llegar a ser Lady
Helen Inglewood y la heredera de sus millones.
Llovía mucho durante las carreras de Goodwood. Lord Inglewood se resfrió y se
acostó estornudando, tosiendo y con fiebre. Su respiración era dificultosa y sentía
dolores en el pecho. Los médicos hablaban todavía de su catarro bronquial cuando ya
agonizaba a causa de una pulmonía. El entierro se realizó tres semanas antes de la
fecha fijada para el casamiento.
Helen se sintió como petrificada durante algún tiempo, y sólo volvió a la realidad
cuando el viejo abogado de la familia leyó con voz temblorosa el testamento
redactado en la época en que Clarence entraba en el partido laborista. Él heredaba
Inglewood Hall y el título que terminaba con su carrera de laborista. Todo lo demás,
excepto algunos legados de poca monta, se lo dejaba a Bobbie Russell… «A mi
sobrino menor, que aunque es un miembro inútil de la sociedad humana, por lo
menos no es radical…», había hecho escribir el viejo Inglewood dominado por la ira.
Redactado antes del compromiso con Helen, en el testamento no aparecía el
nombre de ella. Su resentimiento contra el difunto no conoció límites, y lo acusó
incluso de haber muerto por pura maldad. La vista de los herederos la colmó de odio
y envidia.
Bobbie Russell rechazaba el whisky cuando se lo ofrecían.
—Ahora soy abstemio —decía.
Pero no tardaba en servirse él mismo con mano temblorosa, y poco después
repetía la dosis. Al anochecer estaba completamente ebrio, aunque su
comportamiento fuera correcto. Su cabello pajizo estaba perfectamente peinado y sus
trajes eran impecables. Era cortés, afable, y solamente su porte era demasiado rígido

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y erguido. A la mañana siguiente estaba arrepentido, y comenzaba el día bebiendo
whisky para animarse. Después de un paseo a caballo se sentía mejor y resolvía
abandonar la bebida.
—Gracias, pero soy abstemio —decía en el club.
Como todos los bebedores empedernidos, suponía que podría dejar de beber
cuando quisiera. Pero nunca lo había querido. Cuando estaba sereno se despreciaba a
sí mismo; se sentía vacío e insignificante, pero en cuanto consumía algunas copas se
sentía vivaz y divertido, de acuerdo con todo el mundo. En este joven, bien educado y
de buena presencia, que sólo vivía cuando estaba ebrio, se exteriorizaba la decadencia
de una antigua familia. Le atraían además los bajos fondos. Le gustaba hacer
excursiones a Limehouse y a los muelles. Slumming[38], se llamaba a eso con
eufemismo, y se consideraba muy de moda. Pero en Bobbie aquello era más que
curiosidad. Pasaba noches enteras con marineros borrachos y viejas prostitutas del
puerto, bebiendo y peleándose, y solía llegar a su casa con un ojo amoratado. En las
primeras horas de la mañana comenzaba a arrojar objetos a la cabeza de Potter, su
sirviente, cosa que éste no mencionaba nunca por su propio honor y el de su amo.
Cuando Bobbie sobrepasaba todos los límites, como sucedía a veces, sus amigos
llamaban al viejo doctor de la familia y se le internaba en un sanatorio. Debido a una
de estas curas, que no podían interrumpirse, Bobbie no estuvo presente en el entierro
de su tío ni durante la lectura del testamento. Apareció tres semanas después para
darle el pésame a Helen. Era un joven tranquilo, gallardo y de buenos modales. Tenía
un año menos que ella, suponiendo cierta la edad que figuraba en el pasaporte de
Helen.
Bobbie tenía un orgullo ingenuo y casi tonto por su cura, y lejos de guardar el
secreto le encantaba hablar de ello.
—El tratamiento que siguen allí es excelente —decía—. Fajan a uno lo mismo
que aquellas cosas de los museos…, momias, creo que se llaman. Después de
permanecer así una tarde tras otra, es maravilloso cómo se pierde la afición por la
bebida. Puede usted ofrecerme ahora el mejor whisky y yo le diré: «No, gracias».
Inténtelo.
Pero ella no lo intentó. Observaba al joven, su falta de cultura, el absoluto vacío y
la debilidad que se notaba detrás de su aspecto correcto; pero, a pesar de esto, decidió
casarse con él.
«No puedo permitir que este idiota me robe cinco millones de libras», pensaba.
El título lo heredaba el hermano mayor, pero Helen se resignaba a quedarse con el
dinero y aceptar al honorable Bobbie Russell. «Puedo hacer de él lo que quiera»,
reflexionaba, pues se sentía lo bastante fuerte para inyectar a Bobbie su propia
ambición.
Quería casarse con Bobbie, y así lo hizo después de dejar pasar un decoroso
período de luto.
Su marido era como un tonel vacío y sin fondo que no podía guardar nada dentro,

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como una herramienta rota e inútil, como una máquina que ya no funciona. Curado
de beber whisky, durante un tiempo se negó orgullosamente a tomar esta bebida,
como un equilibrista que realiza su ejercicio más difícil.
Un extraño destello apareció luego en sus ojos, un misterioso aumento de su amor
propio, y Helen descubrió que uno de sus amigos lo iniciaba en el vicio de la cocaína.
Ella intervino antes de que pudiera acostumbrarse. Afortunadamente, sentía tanto
horror por las inyecciones que no existía el peligro de que pudiera hacerse
morfinómano. Por otra parte, se quejaba de fuertes dolores de cabeza y comenzó a
tomar grandes cantidades de aspirina, piramidón y otras medicinas comunes. El
consumo de centenares de tabletas le proporcionó cierto alivio, y cuando el médico le
limitó el uso de estas drogas volvió al alcohol.
De haber tenido corazón o sentimientos, ella podría haberlo librado del vicio,
pero en tal caso Alden tampoco se habría suicidado y su ambiciosa vida no hubiera
sido una serie de éxitos que en realidad eran derrotas.
Pero Helen no tenía corazón, o si lo tenía estaba petrificado, enterrado demasiado
profundamente en su pecho. Abandonó la esperanza de que su marido la ayudara en
sus aspiraciones. Al principio se preocupaba de mantener el decoro, pero cuando
Bobbie se entregó completamente a la bebida; cuando volvió a la cocaína; cuando la
desilusión y el vacío se apoderaron de ella, cuando vacilaba entre la dorada
desesperación y el mayor aburrimiento, comenzó a viajar.
Bobbie pertenecía en cuerpo y alma a su esposa en sus intervalos lúcidos. Cuando
estaba embriagado, se apoderaban de él los celos y una rabia sombría. La seguía en
sus viajes como un perro, insistiendo en dormir en el mismo cuarto que ella. A veces
lloraba durante horas, con la cabeza apoyada en los hombros de una Helen
despiadada, y otras veces le pegaba.
Magníficamente vestida, Helen Russell, una de las mujeres más ricas de Europa,
cubierta de joyas, tan pintada y estilizada que parecía un ídolo, viajaba
incansablemente de un lugar a otro, seguida por su marido borracho. Se los veía en
París, en Montecarlo, en Salzburgo, en Varsovia, en Budapest, en Niza, en todos los
lugares donde se podía ahogar una pena, donde un caballero ebrio vestido de frac no
llamara excesivamente la atención.
En Le Touquet se le acercó un inglés de cabellos canos y le habló cuando ella se
levantaba de la mesa de chemin de fer[39]. Llevaba un traje de noche blanco y se
había pintado los párpados de verde.
—Le gustan mucho los juegos de azar, Mrs. Russell —declaró—. La he estado
observando. Tuve el placer de serle presentado durante el entierro del pobre
Inglewood.
—Ya recuerdo —contestó Helen. Su interlocutor, el capitán Cyril Sanders, era
uno de los ases del Servicio Secreto inglés—. Sí…, juego. ¡La vida es tan aburrida!
—añadió.
—Así es —asintió Sanders—. Creo que usted y su esposo se disponen a

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emprender un viaje alrededor del mundo. Tal vez le resultase más excitante si tuviera
algo que hacer.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Helen, contemplando sus anillos.
—¡Oh, nada importante! Usted es una mujer de mundo. Habla perfectamente
varios idiomas y conoce a sus semejantes. Simplemente, desearía recibir de vez en
cuando un informe de todo lo que parezca interesante… o de importancia para
Inglaterra —añadió.
—¿Y qué obtendría por esos servicios? —inquirió Helen, que sólo sabía pensar
en números.
—¡Oh! Nada más que el estímulo, el azar, la excitación, quizás un poco de
peligro. Siempre la he considerado una mujer ambiciosa… Usted nos puede ser útil si
su marido ya no tiene más ganas de servir a Inglaterra.
Helen meditó. Siempre había creído que el Servicio Secreto hacía prestar
juramento a sus agentes y espías detrás de puertas cerradas y con los ritos más
misteriosos. Levantó la cola de su vestido y dijo:
—Muy bien. Tal vez le envíe de vez en cuando una postal… cuando me aburra
demasiado.
Acompañada por su marido, su perro, una doncella y un criado, y con un equipaje
compuesto de dieciocho baúles subió a bordo del Victoria. La despidió un grupo de
amigos ebrios. Las pupilas de Bobbie estaban contraídas y tenían el tamaño de una
cabeza de alfiler. Helen registró su equipaje, su cama y los bolsillos de sus
pantalones. Cuando encontró el polvo blanco escondido en un tubo de dentífrico lo
tiró por la portilla.

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Capítulo V

LUNG YEN

La niñez de Lung Yen estuvo arrullada por el susurro monótono de los bambúes.
La casa de sus antepasados se alzaba entre las colinas, junto a la Aldea de las
Montañas Claras, y sus paredes desteñidas por las lluvias estaban rodeadas por los
campos. El tejado de paja, atado firmemente a los muros con fuertes sogas, ascendía
en una suave curva que se asemejaba a un bote. El sol y las lluvias habían decorado la
paja, que tenía un tono plateado, y las sombras de los bambúes oscilaban en las
paredes de su casa. En la primavera, el papel se cubría de flores blancas. Sus hojas
eran afelpadas al principio, y luego, cuando crecían, se volvían brillantes como el
raso. En el otoño, las frutas grandes y redondas caían con un leve golpe sobre la
hierba. Hermosas nubes navegaban por el cielo, y en el estanque graznaban tantos
patos como los que Lung Yen podía contar con los dedos de una mano.
El anciano, el honorable abuelo, salía de casa llevando cuidadosamente una jaula
de bambú con el ave dorada llamada Ying, cuya voz sonaba como una flauta que
tocaba el mendigo del mercado. A veces llevaba el pájaro al canal y se sentaba en la
orilla, y el honorable pájaro y el honorable abuelo miraban contentos a los barcos que
se deslizaban entre ellos. Otras veces lo llevaba a tomar el sol, y mientras andaba
sobre los diques, entre los campos de arroz, Ying cantaba con toda su fuerza. Pero
generalmente el honorable abuelo llevaba la jaula hasta el alto palo de bambú que se
alzaba cerca de la casa y del cual se colgaba la Linterna Celestial en los días de fiesta;
entonces izaba la jaula hasta el tope del mástil, donde resaltaba como un objeto
minúsculo en el cielo, y el pájaro cantaba jubilosamente. Las alondras que volaban
sobre los campos no podían cantar más fuerte ni más armoniosamente que Ying.
Desde la espalda de su madre, Lung Yen comenzó a contemplar el mundo.
Firmemente atado con una faja, la acompañaba dondequiera que fuese, como una
parte de su ser. Cuando ella cocinaba, lo dejaba a su lado en el suelo, en una especie
de nido que le había preparado con vieja ropa remendada, y el niño observaba el
vapor que subía de las ollas colocadas sobre el fogón. Cuando la madre iba a lavar la
ropa en el canal lo levantaba otra vez. Chop, chop, chop, hacía el trozo de madera al
golpear la ropa sucia, mientras el agua goteaba lentamente de sus laboriosas manos.
Cuando trabajaba en el campo solía dejarlo a veces a la orilla del camino, pero en
cuanto el niño gritaba se apresuraba a ponerlo de nuevo en su cálido nido sobre la
espalda. Cuando nació otra criatura, que, para colmo, fue una hermana, le robó su
lugar y Yen se sintió profundamente herido. Su madre se acurrucaba en un extremo
del campo y alimentaba a la pequeña inútil. Yen, que ya podía sostenerse de pie,
aguardaba con la boca abierta y lleno de impaciencia a que le llegara el turno para

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mamar lo que quedaba aún en el pecho de su madre.
El padre, después de terminar su trabajo, lo sentaba sobre sus rodillas y le
aconsejaba que fuera tolerante. Yen accedió a enseñar a caminar a la pequeña, como
su hermano mayor le había enseñado a él. La ataba con su cinturón y la arrastraba,
hasta que pudo mover sola sus piernas regordetas. Luego, durante mucho tiempo, no
nació ningún niño.
Durante tres años, los campos de la familia Lung produjeron buenas cosechas, y
por eso los niños engordaron, y, como ellos, las gallinas y los once lechones que la
marrana había tenido. El padre los llevó a la ciudad y los vendió en el mercado,
volviendo con muchas cosas buenas: té, puré de guisantes y suficiente tela de algodón
azul como para hacerle vestidos a toda la familia. La abuela vigilaba a sus nueras y
les ordenaba que hicieran tortas de arroz, las cuales se colocaban afuera para que los
honorables espíritus de los antepasados participasen también de aquellos años
desacostumbradamente prósperos.
Aunque el lugar que ocupaba en la casa no era muy relevante, Lung Yen se sentía
feliz. Era, en una palabra, el hijo menor de un hijo menor, lo cual no era nada
importante. Pero pertenecía a la familia Lung, paisanos respetables que habían vivido
en el pueblo durante ocho generaciones. El sabio abuelo era incluso uno de los
miembros del Consejo de Ancianos del pueblo. La familia poseía cinco lotes de tierra
negra muy buena, que cultivaban todos los Lung, y seguían produciendo cosechas. En
los campos se levantaban montículos aquí y allá, a la sombra de los cipreses en cuyas
ramas podían descansar los espíritus de los antepasados enterrados bajo ellos. Cuando
estaban arando, los miembros de la familia guiaban cuidadosamente a los búfalos
alrededor de las tumbas, y el día de la fiesta de los antepasados iban de sepulcro en
sepulcro llevando comida e incienso, inclinándose tres veces ante cada uno de ellos y
confiando sus ocultos deseos a los antepasados para que se cumplieran.
Bajo aquel tejado de paja vivían muchas personas. Durante la noche resonaban en
la casa las toses, los ronquidos y los gritos aislados de alguien que tenía una pesadilla,
y también el ruido que hacía algún búfalo al frotar sus costillas sobre la pared de
adobes. Entre los miembros de la familia estaban el patriarca y la abuela, su
primogénito, el tío de Yen y su mujer, que trabajaba muy lentamente porque procedía
de la ciudad y tenía los pies ceñidos. Habían aportado una pequeña suma de dinero en
los tiempos en que la casa y los campos estaban hipotecados.
Tenía tres hijos: el mayor —un muchacho muy inteligente, llamado Lung Fu—,
una hija y otro hijo, el menor. La casa albergaba también al hermano menor, el más
joven de los hermanos del padre de Yen, un hombre muy divertido y de gran
habilidad manual; era el que remendaba el tejado, quien hizo una silla para la abuela
y ganaba siempre a los dados.
Un año antes del nacimiento de Yen, el emperador publicó un decreto en el que
prohibía rigurosamente el cultivo de la adormidera para la producción de opio, y los
paisanos tuvieron que contraer deudas. El edicto sólo concedía tres años de plazo

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para cambiar las cosechas de los campos, y los que desobedecían tenían que sobornar
a los empleados del Yamen[40] con monedas de plata o sufrir el castigo. Se decapitó a
mucha gente, y sus cabezas fueron exhibidas en las murallas de la ciudad. Pero, a
pesar del edicto, los extranjeros seguían importando opio de los países allende los
cuatro mares, y muchos que empleaban el «lodo extranjero[41]» cayeron en la
desgracia y en la miseria.
A Yen le gustaban las historias de otras épocas, cuando los mandarines, usando
cinturones rígidos y plumas de pavo real o botones de coral en sus gorras, pasando
con mucha pompa y los escolares peregrinaban a Pekín para sufrir el solemne examen
imperial. Pero Lung Fu, su primo, el hijo mayor de su tío, se burlaba de él.
—Son cuentos para dormir a los niños —decía.
En la escuela de la aldea, Lung Fu aprendió aritmética y a leer y a escribir. Esto
era muy útil en tiempos de cosecha, y asombraba a los demás cuando miraba uno de
los nuevos diarios y deletreaba las palabras muy quedamente, para después contar a
la familia todo lo que pasaba en el Reino Central.
Sun-Yat-Sen se había apoderado del Gobierno. Se decía que era un hombre más
grande que Confucio, cuyas enseñanzas había seguido el país durante casi dos
milenios y medio. Tres años después del nacimiento de Yen, las provincias
reclamaron el antiguo derecho de destruir al gobernante que no ejerciera su cargo
virtuosamente, y desde entonces dejó de existir la dinastía manchú.
Desgraciadamente, los empleados municipales no mejoraron, y si cambiaban era para
empeorar.
—Si quieres conservar un búfalo, evita el Yamen —decía el abuelo.
Él fue quien enseñó a Lung Yen lo que debía saber de la vida y, ante todo, la
cortesía, más valiosa que el dinero. Trató de inculcar a su nieto las cuatro virtudes
capitales, y a veces sonreían ambos disimulando cuando Fu, el colegial, el
primogénito, el instruido, hacía ruido, demostraba su curiosidad o empleaba
expresiones rudas.
Los primeros años de la vida de Lung Yen fueron tan tranquilos como el agua
estancada en la que todo se refleja. A veces bajaba al canal y observaba a los
pescadores que zambullían a sus corvejones. Los pájaros ociosos estaban acurrucados
en la borda del barco, retenidos por una cadena y aleteando envidiosamente porque
sus compañeros podían pescar con sus largos picos. Los pescadores retiraban los
peces grandes, pero permitían que las aves se comieran a los pequeños. Por el canal
se deslizaban plácidamente los barcos de velas rojizas y a veces se levantaba una
garza blanca del borde de algún arrozal.
Al chirrido de las carretillas de los coolies, que sonaba desde el estrecho camino
empedrado, se unía el sonido de la noria movida por un búfalo que caminaba
pacientemente por un círculo sin fin. Las rojas libélulas permanecían inmóviles en el
aire, y luego, rápidamente, se alejaban con la velocidad de una flecha. Las ramas de
los sauces se inclinaban graciosamente sobre el agua. Una madre, seguida por tres

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niños, bajaba hasta la orilla por el camino pavimentado, llevando sobre el hombro un
bambú del que pendían dos jarros para agua. «También mi madre es fuerte —pensó
Yen muy contento—. Tiene unos pies grandes, con los que camina». Merced a ella no
había nunca riñas en la cocina, pues servía a la abuela respetuosa y voluntariamente
como si no sintiese la influencia de la nueva época.
A veces, Yen daba largos paseos hasta la pequeña ciudad de Fukang, cuyas
murallas grises podían verse siempre en el horizonte. Una ligera neblina azulada
flotaba siempre sobre los campos de arroz, y sólo las colinas y los árboles resaltaban
claramente sobre ella en el avanzado otoño. La carretera que conducía a la ciudad
pasaba por un puente de curva muy pronunciada, y sobre su barandilla de piedra se
hallaban siempre sentados unos hombres que miraban al agua. Algunos, tan ancianos
como su venerable abuelo, fumando en sus largas pipas de minúsculas cazoletas.
Bajo la bóveda que formaba la puerta de la ciudad hacía fresco, y el corazón de Yen
latía apresuradamente siempre que se arriesgaba a ir tan lejos. Allí estaban sentados
los mendigos y los vendedores de castañas y frutas. Unos cuantos «hombres
pequeños[42]», rickshaw-coolies, holgazaneaban entre las ruedas de sus vehículos. Se
burlaban de Yen, preguntándole en broma:
—¿Qué es lo que camina sobre dos pies y no tiene dientes?
Yen cerraba apresuradamente la boca, para esconder los huecos de su dentadura, y
seguía rápidamente su camino, sin perder, no obstante, la dignidad que el abuelo le
había inculcado, pues el proverbio decía: «La dignidad abriga más que la seda». Su
camino lo llevaba a la torre de los niños, y en cuanto se acercaba contenía la
respiración, pues el olor era desagradable en grado sumo. La torre ya no se usaba
tanto como antes, en tiempos de su abuelo, pero siempre se veía en ella algún niño
que había muerto antes de tener el primer diente y que había sido arrojado allí dentro.
Era de gran importancia impedir que murieran en las casas de sus padres, para que
sus espíritus irredimibles no pudieran molestar más tarde. A veces sentía Yen a los
espíritus que vivían en la torre de los niños, cuando le pellizcaban la nariz o le hacían
correr escalofríos por la espalda. Entonces escondía su rostro entre las manos y
pasaba corriendo por aquel peligroso lugar, perseguido por nubes de moscas azules y
el ladrido de los perros que sitiaban la torre donde estaban los pequeños cadáveres en
descomposición.
Las casas de té, las cocinas al aire libre, con su aroma característico —un cálido
olor a grasa—, y las calles donde vivían las hermosas muchachas cantantes se
encontraban dentro de la ciudad. También estaban allí el memorialista, un hombre
instruido de los antiguos tiempos, con anteojos y gorra de mandarín y junto a él un
adivino que sabía interpretar las líneas de la mano y el rostro.
Sin embargo, no era eso lo que atraía al joven Yen. Lo que le llamaba la atención
y provocaba su admiración eran las maravillas que crecían ante sus ojos a medida que
él mismo se iba desarrollando intelectualmente; eran las nuevas casas con aspecto
extranjero, de tejados rectos y con excesivas ventanas en las que se reflejaba la puesta

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del sol, y las tiendas de los diablos extranjeros.
En las calles, los jóvenes vestidos con trajes occidentales fumaban cigarrillos.
Yen cogía de vez en cuando una colilla y se la fumaba. Esto le producía una saliva
ácida y amarga que le mareaba; sin embargo, ansiaba aquella ácida amargura y
aquellos mareos. A decir verdad, la posibilidad de hallar una colilla era uno de los
principales motivos de las excursiones de Yen a la ciudad.
Cuando el crepúsculo amarillento pasaba y las sombras invadían las calles, todas
las luces de la ciudad se encendían de golpe, en las plazas, en las esquinas, en las
calles, en las tiendas y hasta en las casas particulares. Yen sabía por su primo mayor
que el poder del relámpago era el que encendía y alimentaba todas aquellas blancas
lamparitas y miraba boquiabierto la maravilla que los extranjeros habían llevado a la
China desde Occidente. En el fondo de su corazón envidiaba a los jóvenes montados
en bicicletas que paseaban más suaves y rápidamente que los barcos del canal. Pero
lo más interesante era el lugar donde se detenía diariamente el coche de fuego
resoplando con fuerza. Era una bestia rabiosa y gigantesca que forzaba su paso a
través de las murallas de la ciudad. Yen sabía calcular por la posición del sol cuándo
tenía que estar en la estación para mirar el espectáculo. Siempre había allí mucha
gente, que se amontonaba ante las barandas para observar la llegada y la salida. Entre
la muchedumbre se veían también mujeres con niños a la espalda, e incluso
muchachas de buena familia, pues las costumbres se relajaban cada día más. Yen
volvió a casa de sus antepasados con el estómago y la cabeza colmados de nuevas
experiencias.
—Tu inútil hijo menor dice que quiere ir a la escuela de los diablos extranjeros —
comunicó su madre a su padre, que estaba almorzando.
—De los huevos de pato no salen nunca cisnes —fue la respuesta.
Así como las crías de los búfalos aprenden a arar enganchadas al lado de sus
madres, Lung Yen siguió a su padre y a su tío a los campos, y aprendió a cultivarlos.
Al principio sólo tenía cuidado de que todos los patos volvieran al anochecer, pero
luego se le ordenó que hiciera girar sin cesar al búfalo alrededor de la noria para que
las tierras tuviesen bastante agua, y más tarde observó cómo se plantaba, aunque no
era aún bastante hábil para tomar parte en el trabajo. Cuando el padre puso en sus
manos la esteva de un arado y él, temblando con la excitación y el esfuerzo, logró
hacer un surco en la tierra enfangada, su primer surco, sinuoso y mal hecho, se sintió
lleno de orgullo.
Hijo de un campesino que descendía de una larga familia de aldeanos, Lung Yen
era un muchacho de catorce años, de cabellos rapados excepto un bucle negro sobre
su frente, piel bronceada y músculos que comenzaban a hincharse y endurecerse en
sus brazos. Era el hijo menor de un hijo menor, nacido en una época en la que todo
evolucionaba más de lo que había cambiado en mil años.
Siguiendo una antigua costumbre, en la noche de Año Nuevo se exhibían los
retratos de los guerreros que cuidaban los portones; los cohetes retumbaban en el

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pueblo, y la familia comía carne, albóndigas y dulces; hasta los antepasados tomaban
parte en la fiesta. Se ponían inscripciones en las vigas de la puerta de entrada:
«Lluvias y vientos suaves, venid cuando os necesitemos», o: «Paz en el país y
bienestar para el pueblo», inscripciones que seguían allí cuando llegaron los días
malos y la guerra arrasó todo lo existente.
De no haber sido un niño, Yen hubiera entendido mejor los signos amenazadores
que precedieron a la invasión del país por los soldados. Se exigieron elevadas
contribuciones que no hubieran podido pagarse de no mandar los dioses cosechas
muy abundantes. Pero ahora era invierno, tiempo de «ocho abrigos». Hacía frío
dentro de la casa, y más aún en el exterior. Las provisiones se habían acabado, y una
delgada sábana gris de hielo se extendía por la mañana sobre el estanque de los patos.
A nadie le era posible pagar por adelantado las contribuciones de los tres años
subsiguientes, como se les exigía. El tío y el padre de Yen tomaron todo lo que les
pareció superfluo y lo llevaron al prestamista de la ciudad. Recibieron dieciocho
taeles, y tenían que pagar cien monedas perforadas en concepto de interés. Fu Lung
hizo un cálculo complicado.
—Doce por ciento —dijo.
Sentado y silencioso, el honorable abuelo parecía no haber oído nada, como si ni
siquiera hubiese notado que el candelabro de bronce, el objeto más valioso de la casa,
faltaba del altar de sus antepasados.
En los portones de la ciudad aparecían cada día nuevos carteles. Siempre se
hallaba allí un grupo de hombres. Uno de los pocos que sabían leer explicaba qué era
lo que quería el Gobierno. En toda la provincia de Kiang-Su existía un movimiento
en pro de la justicia para los pobres. Al mismo tiempo, los Señores de la Guerra
despojaban a la provincia de la última moneda y del último grano de arroz. Los
ancianos de la aldea pensaban enviar una delegación al Yamen para pedir que se
aplazara el pago de las contribuciones, pero como sentían un gran respeto por la clase
oficial, el proyecto no se realizó.
—Vete al Yamen —gruñó el abuelo— y ganarás un gato, pero perderás una vaca.
Las tiendas de los extranjeros fueron saqueadas. Circulaba el rumor de que los
diablos extranjeros eran responsables del decreto sobre el cultivo del opio, para poder
ganar más con el que ellos importaban. El Gobierno compraba todas las existencias
de opio de los extranjeros y las quemaba, sacrificando con ellas todas las
contribuciones sacadas de la sangre del pueblo. Sin embargo en el país circulaba más
opio que nunca, y el vicio, que había disminuido durante cierto tiempo, se
desarrollaba por todas partes con su antiguo vigor.
En Shanghai, la ciudad a orillas del mar, se fumaba todo el opio que uno podía
pagar.
A la ciudad e incluso a los pueblos llegaban estudiantes jóvenes de buena familia,
educados en los países extranjeros. Apelaban al orgullo y a la dignidad de los
hombres y prometían a las mujeres una vida más fácil. Los japoneses, esos enanos

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bronceados, esos advenedizos despreciados y odiados, que debían ser combatidos, se
habían establecido hacía mucho tiempo en la provincia de Chan-Tung. En el Oeste,
en Rusia, un país grande como la China, fue destronado el emperador y se dictaron
leyes que daban nuevos derechos a los ciudadanos, a los pobres y a los «hombres
pequeños» de Rusia. Los aldeanos escuchaban con rostros inexpresivos los discursos
de los estudiantes. Los nuevos caudillos no poseían ni la elegancia ni la cortesía de
los antiguos opresores, ni citaban a los clásicos, ni eran arrogantes. Tenían las
mejores intenciones, pero por haber estado en otros países parecían extranjeros.
Hablaban en chino, pero tenían voces rudas y empleaban palabras nuevas:
comunismo, nacionalismo, el Nuevo Partido. Incitaban a los campesinos para que
enviaran a sus hijos a la escuela, para que no esperasen tanto y se unieran contra los
grandes terratenientes y usureros. Hablaban del reparto de la tierra y de la
cancelación de todas las deudas.
—Los perros jóvenes son los que ladran más fuerte —dijo el abuelo, sentado en
su casa y tiritando de frío, pues habían empeñado la estufa de carbón en la que solía
calentarse las manos. Tosía a menudo y escupía más que nunca.
Entre las provincias de Kiang-Su y Che-Kiang estalló la guerra cuando llegaron
los soldados.
—Una guerra es peor que tres plagas de langostas —dijo el abuelo con gravedad,
y tenía razón, como de costumbre.
«Un perro en la paz es mejor que un hombre en la guerra», se decía en la aldea.
No eran regimientos, sino hordas las que invadían el país, salvajes que no poseían
una sola de las cuatro virtudes, pero que estaban llenos de vicio y de maldad.
Pisoteaban el campo como si no supieran nada de sembrados y cosechas. No
respetaban ni las tumbas, y entraban en las casas como un rebaño de búfalos jóvenes.
Sacaban las puertas de sus goznes y dormían sobre ellas; el ganado escapaba de sus
establos, y el viento soplaba a través de las habitaciones. Violaban a las mujeres.
Todas las familias que podían enviaban a sus hijas lo más lejos posible, a casa de
parientes que vivían en distritos más tranquilos.
Cuando el padre de Yen atacó a un soldado que atropello a la hija de su hermano,
aquél le derribó de un puñetazo y le pisoteó. Desde aquel día empezaron a sangrar sus
vísceras, y muy pronto murió en medio de una dolorosa agonía.
A pesar de su maldad, los soldados eran generosos cuando saqueaban o recibían
su paga, lo cual sucedía con poca frecuencia. Arrojaban monedas a los niños, y se
reían cuando éstos se peleaban al tratar de cogerlas. Llevaban vino a las casas donde
se albergaban, y repartían su comida con todos. Pero los Señores de la Guerra
necesitaban dinero para pagar a los soldados, y era asombroso ver las contribuciones
que inventaban para despojar del último céntimo a las provincias. Existía un impuesto
por cada lechón que nacía, y los campesinos terminaron por rogar al dios de la
Fertilidad que los hiciese estériles; otro impuesto por cada hijo de la casa, otro por los
casamientos y los entierros, y otros incluso por el incienso que se ofrecía a los dioses

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pidiendo que los soldados se marcharan del país.
La victoria oscilaba entre un bando y otro. Eran muchos los perjuicios y poca la
lucha, y fuera quien fuese el vencedor, el pueblo tendría que pagarlo.
—Los soldados son lobos en la victoria y tigres en la retirada —dijo el venerable
abuelo. Los niños, sentados junto a la lumbre, sorbían agua caliente de sus escudillas,
mientras la madre trataba de hacerles creer que era sopa.
—Tendremos que cultivar la adormidera de nuevo —dijo de pronto el tío menor
—. El que fuma el «lodo extranjero» no siente hambre.
En la habitación contigua gemía la madre de Yen. Asistida por la tía de éste,
estaba dando a luz en medio de toda aquella miseria. Nació otro niño, que gritó
durante toda la noche. Debían ponerle un gorrito y zapatos con cara de tigre, pero la
familia Lung era demasiado pobre para vestir adecuadamente a sus hijos.
La amarga broma del tío menor se realizó, pues el Señor de la Guerra, que
dominaba la comarca, ordenó que se cultivase medio mo[43] de adormideras por cada
mo de terreno. Sus propios hombres recogerían la cosecha en concepto de
contribución, y los campesinos se dieron cuenta de que no iba a quedar arroz para
subsistir.
Aquel verano vio Yen por primera vez un campo de adormideras. Los hombres
las plantaron en la mejor tierra, que descendía en suave pendiente hasta el canal.
Primero la habían sembrado de tréboles, y luego, cuando las flores rojas estuvieron
llenas de susurrantes abejas, la araron para fertilizarla, después de las devastaciones
de los soldados. Al fin, las flores oscilaron sobre sus altos tallos, y cuando el viento
las agitaba parecía como si una suave mano acariciase un rostro tranquilo. En cada
flor había sombras negras, como las que el opio trazaba en los párpados de los
fumadores. Un perfume adormecedor flotaba sobre el campo, y las dilatadas fosas
nasales de Yen lo aspiraban con curiosidad.
Durante los años de guerra se desarrolló y comenzó a pensar en las mujeres.
Cuando llegó el tiempo de hacer las incisiones en las cabezas de las adormideras,
emprendió el trabajo con ahínco. Utilizaba un pequeño cuchillo, y por la mañana
envolvía las gotas del viscoso látex en los pétalos secos de la misma planta. Saboreó
a hurtadillas aquella sustancia parecida a la resina y experimentó la misma sensación
que al fumarse la primera colilla: se le nubló la vista, se le revolvió el estómago y
tragó convulsivamente saliva. Luego se durmió en el establo, recostado contra el
escuálido búfalo.
Mucha gente sufrió en aquella época la enfermedad llamada fría y caliente, contra
la cual no surtían efecto medicinas antiguas ni modernas. Se quemaban ramas de
ciprés ante las puertas de las casas y ante las entradas de los pueblos, pero todo fue en
vano. La peste se propagó por todo el distrito, y la epidemia se hizo tan intensa que
escasearon los ataúdes.
—Nadie se inclinará para recoger el dinero que a uno se le caiga; tanto miedo se
tiene al contagio —decía suspirando la madre de Yen.

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Yen también enfermó, y sintió dolores tan intensos que creyó no poder resistirlos.
Se retorcía cuando el dolor era insoportable, y agradecía el alivio que le
proporcionaban los desmayos momentáneos. El abuelo, el honorable patriarca, y la
pequeña hermana de Yen murieron, pero él se restableció.
Como tenían que realizar un entierro de acuerdo con la posición social de la
familia, el tío de Yen fue a la ciudad y se dirigió humildemente a un hombre
adinerado. Hipotecó la casa y los campos, como era obligado tratándose del entierro
de su padre, y todos los parientes de la familia, cercanos y lejanos, se mostraron
conformes.
Como tantas otras, la familia Lung conoció la pobreza sin tener culpa. Los
hombres no eran bebedores ni gastaban su dinero en las casas de té o con las
hermosas muchachas que absorbían el dinero como las abejas el néctar de las flores.
Las mujeres eran laboriosas, ahorrativas y tan pacíficas como podían serlo teniendo
que cocinar en el mismo fogón. Hasta los niños honraban a la familia, desde que
Lung Fu, que se distinguía en las matemáticas y en la lectura, especialmente de los
nuevos y numerosos reglamentos, hasta el pequeño hermano de Yen, que muy pronto
estuvo al cuidado del búfalo. El tío menor era el más perjudicado, pues hacía mucho
que se había prometido con la hija del vecino, y estando la familia empobrecida no
podía pensar en casarse.
—No hay solución —decían todos sumisamente, y hasta se divirtieron en el
entierro, en los fuegos artificiales, en los cuales no se reparó en gastos, y en la fiesta
que dieron en honor de sus amigos y parientes.
El descontento llegó a tal punto que los habitantes de Kiang-Su, salieron de su
habitual placidez y sumisión y comenzaron a preguntarse si existía alguna razón
justificable para que los pobres tuvieran que pasar siglo tras siglo con el solo objeto
de mantener la vida lujuriosa y pecadora de los ricos.
Los jóvenes se reunían en el taller de un sastre para escuchar a los que llegaban
de las grandes ciudades de Cantón y Hong-Kong para alentarlos. Lung-Fu, el primo
mayor de Yen, asistía a estas reuniones secretas, e informó a Yen sobre el Nuevo
Partido. Yen era tan curioso como los demás, y acompañó a Lung Fu al próximo
mitin. No comprendió todo lo que decían, pero tampoco lo comprendían los demás,
pues escuchaban con soñolienta expresión y sólo los músculos de sus sienes se
contraían de vez en cuando al recordar los saqueos, los insultos y las humillaciones
que habían sufrido. Pero Yen llegó a comprender por lo menos que las cosas tenían
que ser diferentes y mejores. El orador le gustó también. Era un joven de facciones
finas, de pecho estrecho y de largos dedos curvados hacia arriba que demostraba que
descendía de una gran familia de hombres educados.
—¿Quién es el honorable caballero? —preguntó Yen a su primo.
—Es Chang Yutsing, el amigo del «hombre pequeño» —fue la respuesta.
—Su padre es Chang Bo Gum, el hombre más rico del país que se halla al sur del
Gran Río —agregó otro.

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Todos conocían de nombre al adinerado Chang, y aguzaron el oído, pues se
contaban muchas historias sobre su brutalidad, el número de sus concubinas y el
esplendor de su casa junto al Lago Occidental, cerca de Hang-Cheu. Yen miró al
orador, sin poder creer que fuera hijo de un hombre tan poderoso. «Me gustaría saber
si podría levantar un saco de arroz», pensó casi despreciativamente, si bien con cierto
respeto, pues aunque Chang Yutsing parecía débil, su pecho estrecho y sus hombres
caídos eran los de un graduado, cuya categoría estaba muy por encima de cualquier
trabajador manual. Yen no pudo olvidar su rostro durante mucho tiempo, y tomó nota
de algunas cosas de las que dijo.
El respeto por su tío, que era entonces jefe de la familia, le impedía realizar
algunas de las reformas que se predicaban en el taller del sastre. Como la casa Lung
estaba arruinada, como había aconsejado tolerancia, sensatez y la práctica sabia y
prudente de las cuatro virtudes, y como los niños crecían hasta hacerse hombres y
mujeres, una sensación de intranquilidad se apoderaba de toda la familia.
«El hombre famélico no ve la luna», decía un antiguo proverbio, y era verdad,
pues la alegría de vivir los abandonó. Los niños cesaron de reír, todos reñían
continuamente y reinaba el descontento.
Lung Fu habló seriamente con Yen. Aquella conversación cambió el rumbo de la
vida de éste.
—Yen, hermano mayor —dijo Lung Fu, que con su cortés introducción procuraba
mitigar la dureza de lo que tenía que decirle—, la escudilla de arroz está vacía y en la
casa de nuestros antepasados hay demasiados estómagos hambrientos. Sé que mi
padre piensa vender a sus hijas. He tratado con todo respeto de disuadirlo. ¿Qué
opinas tú?
—Tienes razón —dijo Yen después de meditar el asunto en todos sus aspectos—.
Sería un gran daño para la familia si se vendieran las hijas.
Los dos evitaron mencionar lo más importante: la humillación que sufriría la
familia si las cosas tomaban este curso desesperado.
—Ya vendrán tiempos mejores. Se pagarán las deudas y se levantarán las
hipotecas, pero si vendemos a las muchachas el daño será irreparable —añadió Lung
Yen tristemente.
—Sé leer, escribir y calcular —dijo Lung Fu—. Iré a la ciudad y me emplearé en
casa de algún mercader. Wang, el comerciante de té, me ha prometido a menudo una
escudilla de arroz, pues es pariente de mi madre. —Hizo una pausa y luego añadió—:
¿Qué harás tú?
Yen comprendió que su primo tenía la intención de ganar dinero para pagar las
deudas y restablecer la buena reputación de la familia. También a él le hubiese
gustado ir a la ciudad.
—Soy fuerte —dijo—. Puedo llevar cargas. Pediré consejo a mi hermano mayor.
Su primo lo miró de reojo y bajó la vista. Llevar cargas significaba descender a la
clase de los coolies.

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—Tienes que hallar una solución —replicó Lung Fu.
El hermano mayor de Lung Yen consintió en que fuera, ya no se le llamó más por
su apellido, sino simplemente Yen el aguador.
—Tengo un puesto en casa del señor Ling —dijo a su familia. Pero no les explicó
que su trabajo consistía en llevar grandes cubos de agua caliente a las casas de
aquellos que se permitían tal lujo. El negocio de Ling estaba situado en la calle de la
Luna Creciente, no muy lejos del Parque Municipal, el cual se hallaba en el lugar
donde se había derrumbado parte de la antigua Muralla. A Yen le gustaba su trabajo.
La ciudad no olía como el campo; la gente era más rápida y vivaz, y el ruido era
alentador. Los jóvenes vendedores pregonaban sus mercancías en las calles de las
sastrerías y de las tiendas de tejidos. El vendedor de loza gritaba agudamente; el
vendedor de puré de guisantes hacía sonar una campanilla; el hombre de la cocina
ambulante, la cual llevaba pendiente de un palo apoyado en su hombro, golpeaba dos
varas de bambú; los vendedores de castañas, de azúcar, de arroz y de centenares de
artículos diversos tenían cada uno su grito especial. Yen corría entre ellos, apartando
a los niños y tropezando con los portadores de literas, pues perdía el aliento y sentía
el peso de la carga que colgaba de sus hombros en cuanto se detenía.
La tienda del vendedor de té, donde trabajaba su primo, era elegante y tranquila.
Allí entraban hermosas muchachas de las provincias allende el Gran Río para
comprar. Pero el trabajo de Yen era duro, y como quería progresar tuvo que olvidar la
cortesía que le había inculcado el patriarca.
En una de las casas en la que tenía que entregar agua caliente todas las mañanas y
todas las noches, habitaban diablos extranjeros. Era una casa grande, con cuatro
patios en los que había estanques con pececillos dorados, arbustos en flor y columnas
pintadas de rojo a lo largo de las estrechas galerías exteriores. Los extranjeros habían
alquilado la casa de una familia venida a menos a causa del opio y de los juegos de
azar, la cual salió de la ciudad por no poder pagar sus deudas. Cuando Yen vio por
primera vez a la señora extranjera se asustó, pues era terriblemente fea. Tenía
cabellos rojos y enmarañados y unos ojos tan blancos como los del mendigo ciego del
mercado. El caballero parecía un cadáver y hedía como tal, pero la señora tenía una
voz amable, y Yen reía interiormente, pues no sabía hablar bien. Cuando quería
decirle: «¡Vierte el agua!», decía: «¡Corte el agua!». Yen contaba esto todas las
noches en el negocio del señor Ling, donde dormía en el suelo junto con los demás
aguadores. Como a los extranjeros les resultaba bastante difícil estudiar el chino, Yen
comenzó a aprender un poco de inglés, que sonaba como el croar de las ranas, pero
que por lo menos era fácil. Pronto supo leer algunas letras y descifrar los nombres de
las calles y los grabados de las puertas de las casas. Observó la presencia de varios
diablos extranjeros en la ciudad, pero todos eran para él tan parecidos que no sabía si
eran muchos o pocos.
Antes de que llegara la fiesta del Año Nuevo, ese día temible en el que tenían que
pagarse las deudas, visitó a su familia en la aldea. Fu y él pudieron pagar una

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pequeña parte de las deudas, y demostrar a los acreedores que eran personas honestas,
con buenas intenciones y deseos de conservar la casa de la familia. Yen cumplía
dieciocho años aquel verano, y su tío le dijo que tenía el deber de casarse y engendrar
hijos para que no se interrumpiera la cadena de la vida. Yen bajó la vista, pues
conocía a una joven que le gustaba mucho, pero que no era Wong Sing, con la cual le
habían comprometido en la niñez. Algo raro sucedía con Wong Sing. Se murmuraba
en la aldea que había sido violada por un soldado que le había contagiado cierta
enfermedad, pero nadie era tan indiscreto como para averiguar si esto era cierto o no.
Yen veía a Wong Sing en la aldea o en las calles del pueblo, y cada vez le gustaba
menos, pues era bizca y tenía grandes y pesados senos, como una anciana perezosa.
Yen la maldecía interiormente. «¿Por qué tengo que comer lo que otro ha escupido?
—pensaba—. Todo hombre es libre para elegir la esposa que le guste». Esto último lo
había aprendido en los mítines, y conocía en la ciudad a varias jóvenes parejas que se
casaron sin tener en cuenta los deseos de sus padres.
La joven que le gustaba se llamaba Jazmín, y servía en la casa de los diablos
extranjeros. Mr. Lee era uno de ellos, un doctor de la nueva Medicina, que llegó de
los países occidentales. Él y su mujer recogieron en su casa a Jazmín cuando los
padres de ésta murieron de la peste. Pero ella no era una esclava y no se la trataba
siquiera como sirvienta, sino como a una niña de la casa. Todo en ella confundía a
Yen. Estaba siempre presente cuando él vertía el agua hirviendo en la bañera de
hojalata del extranjero, y le hablaba sin ruborizarse, como hacían las mujeres de las
casas de té. Eso se debía a que estaba educada a la manera de los extranjeros. Al
principio alarmaba a Yen por su impertinencia y por las libertades que se tomaba.
Pasaron muchos días antes de que se animara a contestarle, pues había sido educado
de acuerdo con los preceptos de su anciano abuelo.
—¿Has comido ya? —le preguntó, y como la muchacha le gustaba tanto, añadió
—: ¿Comiste algo bueno? ¿Te gustó la comida?
Después de haber desahogado sus sentimientos de esta manera, cargó
rápidamente los cubos vacíos y se marchó.
Su primera conversación con ella le dejó inquieto.
Por la noche, después de haber comido su arroz, volvió a la callejuela de la Paz,
donde vivían los extranjeros, y se apoyó unos minutos en la pared detrás de la que
dormía Jazmín. En el cielo se veía la luna redonda que parecía una gran linterna
amarilla. Yen suspiró como si hubiera comido con exceso, y después regresó a la
húmeda casa del señor Ling. Se envolvió en su frazada, detrás de las grandes calderas
de cobre empotradas en el suelo, y trató de dormir. Antes de cerrar los ojos oyó el
zumbido de los mosquitos y el gong del sereno anunciando la segunda ronda. Al día
siguiente fue al mercado, y buscando cuidadosamente compró por fin unos alfajores
envueltos en papel rojo, como regalo para Jazmín.
Acostumbrado a la idea de que ella no era muda ni humilde, terminó por gustarle
más que ninguna otra joven, y, desde luego, muchísimo más que Wong Sing, cuyo

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rostro parecía muerto en comparación con las vivaces facciones de Jazmín.
Yen la veía diariamente, y siempre tenía un aspecto limpio y gracioso. Llevaba
uno de esos estrechos vestidos a la última moda, abiertos a un costado, de manera que
podía verse una pequeña parte de sus pantalones. Sabía leer y escribir, calculaba con
la velocidad del relámpago, hablaba inglés y trataba de enseñar el chino a la torpe
forastera. Se había convertido a la religión de los diablos extranjeros, y solía hablar
de ella con Yen demostrando una profunda convicción. Había muchos cristianos en la
ciudad y en el pueblo, y se decía que los extranjeros pagaban con abundante arroz a
todos los que rezaban a su Dios. La imagen de éste pendía de la pared, y era como
para inspirar miedo. Tenía un cuerpo escuálido. Parecía un hombre que hubiera
fumado demasiado opio, y su rostro, en lugar de mostrar la tranquilidad que podía
esperarse de un dios, estaba contraído en una mueca de dolor.
—Es fácil que este dios no tenga siquiera poder sobre sí mismo. ¿Cómo puede
tener poder sobre otros dioses? —preguntó Yen a Jazmín.
—Él ama a los pobres y los ayuda —repuso ella seriamente.
Jazmín se las ingeniaba para hallarse en el Portón de la Luna, en el patio trasero,
cuando él salía de la casa después de haber vertido el agua en la bañera de hojalata y
de recibir sus monedas de cobre. Allí charlaban un minuto todos los días, hasta que la
vieja amah[44] llamaba a Jazmín. Ésta le contaba a Yen que sus padres eran pobres y
que ella misma era tan pobre como un tallo sin espinas. También le dijo una vez con
la vista baja que estaba avergonzada de vivir en la casa de los extranjeros, pues se
decía que debían ser expulsados de la ciudad y del país.
A su vez, Yen contó a Jazmín que no era un coolie, sino que aceptaba el
humillante trabajo sólo para ayudar a su buena y honorable familia a pagar sus
deudas. Jazmín le elogió por eso, y si Yen se hubiera atrevido a mirarla de frente
habría visto que sus ojos estaban llenos de lágrimas. La vieja amah se acercó
taconeando y le reprendió:
—Hijo y nieto de tortuga, ¿qué estás haciendo aquí? ¡Márchate, inútil!
Yen cogió en silencio sus cubos y salió obedientemente.
Una noche, cuando se disponía a marcharse después de entrar la segunda porción
de agua, oyó tras sí el ligero ruido de unas suelas afelpadas. Al volverse descubrió
que Jazmín lo seguía por la callejuela alumbrada por la luna, conservando la distancia
como si fuera su mujer. Fingiendo no haberla visto, Yen siguió caminando, depositó
su palo y sus cubos en la casa del señor Ling y miró a través de una rendija de las
persianas cerradas, pues era ya de noche. Jazmín caminaba despacio por la calle,
llevando una cesta como si fuese de compras. Yen se lavó apresuradamente las manos
y la cara y se enjuagó la boca, pero no comió nada, pues el estómago se le había
empequeñecido por la excitación. Cuando salió se dirigió a las murallas de la ciudad.
Jazmín lo siguió. Yen atravesó el nuevo parque, cruzó el canal por el abovedado y
antiquísimo puente de piedra y se sentó en la hierba del otro lado. Pronto vio que
Jazmín pasaba por el puente. Cuando Yen miró hacia atrás, ella comenzó a caminar

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más lentamente, y al fin se sentó lejos de él. Ambos contemplaron la luna, que se
alzaba sobre el velo plateado que cubría los campos de arroz. Era una noche cálida y
serena. Los grillos y las cigarras cantaban, croaban las ranas en los juncos al borde
del canal y un ruiseñor trinaba en un sauce lejano. Yen se sentía feliz y contento de la
vida. Cuando miró a Jazmín vio que ésta, con las manos cruzadas sobre el regazo,
sonreía humildemente con los ojos bajos, y aquella humildad silenciosa y
desacostumbrada hizo resonar su corazón como un gong. Después, ella se levantó, y
Yen la siguió a lo largo del canal. Al borde de la carretera había un pequeño pabellón
en el que podían descansar los viajeros. Jazmín se detuvo a su lado, y Yen se acercó a
ella. El deseo se apoderó de él. La buscó en la oscuridad y la poseyó.
Unas semanas después, Jazmín le anunció que estaba encinta.
«Me casaré con ella. Será una buena esposa —pensaba Yen—. Si debo engendrar
hijos y dormir con una mujer, ¿por qué no hacerlo con la que quiero, que lleva
vestidos limpios y sabe leer?».
Pero temía hablar con su familia, porque sabía que no aceptaría a Jazmín, ya que
existía el compromiso con Wong Sing.
Sin embargo, una noche decidió hablarles, y después de trabajar cruzó el puente
siguiendo el canal hasta llegar a la casa de sus antepasados, que se hallaba a un lado
del pueblo. Los perros lo conocieron por el olor y no ladraron.
Todos dormían. La casa estaba a oscuras. Llamó en voz baja a su madre, que le
oyó en seguida y abrió la puerta. El hambre y las preocupaciones la habían
envejecido mucho, y cuando Yen miró su cara arrugada sintió que el valor le
abandonaba y no abrió la boca. «Hay mucho tiempo todavía para decírselo», pensó, y
dio como única razón de su visita el deseo de informarse de cómo se encontraba la
honorable familia. La lámpara se extinguió muy pronto, y Yen se acostó al lado de su
joven hermano para dormir. Al día siguiente gastó cinco monedas en incienso y se lo
llevó a Jazmín.
—Debes ofrecerlo a tu Dios, y no harías nada malo en ofrecer también incienso y
dinero a la diosa de la Merced en el templo de Confucio —le dijo.
El vientre de Jazmín comenzó a dilatarse, y cuando la vieja amah y la patrona
extranjera descubrieron que estaba embarazada hubo muchos gritos y consternación
general. Jazmín fue despedida, y cuando Yen llegó para entregar el agua caliente fue
recibido con los insultos más horribles que había oído en su vida. Pero lo peor fue
que los diablos extranjeros rompieron su escudilla de arroz[45]. El señor Ling, el
proveedor de agua caliente para el que Yen trabajaba, se convirtió al cristianismo, por
lo cual los extranjeros le compraban el agua. El doctor Lee, aquel hombre alto y
delgado cuyos cabellos parecían una antorcha, lo visitó personalmente para pedirle
que despidiese a Yen. El señor Ling se inclinó afirmativamente.
—Los extranjeros no conocen la moderación, hijo mío —le dijo a Yen como
excusa cuando lo despidió.
Era un pequeño consuelo en medio de las dificultades que se acumulaban en la

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vida de Yen. Pero después de asistir a un mitin del Nuevo Partido recobró el ánimo, e
inmediatamente fue al pueblo para consultar a su familia. La madre de Yen lloró
silenciosamente. La entrevista con su tío y su hermano mayor fue mucho más
ruidosa. Yen estaba aún imbuido del sentido de libertad y rebelión que acababan de
inculcarle en el mitin, y repitió todo eso ante la familia.
—¿Quién va a pagar a la familia de Wong Sing la indemnización que pedirá por
el insulto? —preguntó su tío.
—¡Wong Sing no vale tres monedas! —gritó Yen con furia—. Está enferma, pues
ha mirado a los soldados con sus ojos torcidos y ha ido con ellos. Yo pagaré lo que
ella valga.
La forma descortés en que habló de la desdichada joven con la que estaba
comprometido empeoró la situación.
La familia de Wong Sing pedía, en efecto, treinta taeles de plata como
compensación. El asunto fue llevado ante el consejo de los ancianos del pueblo, y la
familia de Yen sufrió una gran humillación, pues no pudo pagar ni los ocho taeles en
los que se fijó la indemnización. Para recobrar su dignidad, repudiaron públicamente
a Yen y lo expulsaron de la fámula.
El cielo pareció desplomarse sobre Yen. Su hijo no nació en la casa de sus
antepasados, sino en el hospital de los extranjeros. Como Jazmín era ya una mujer
casada, fue aceptada cuando llegó el momento, y el mismo doctor Lee se encargó de
cuidarla. Entretanto, Yen hacía el trabajo más repugnante que existe: recogía los
grandes recipientes que contenían los excrementos humanos y el contenido de las
letrinas, y llevaba su carga hedionda a los campos, donde la echaba en pequeños
cobertizos. Un olor inmundo emanaba de él cuando iba al hospital a ver a su hijo.
Éste era un niño fuerte, con una tupida cabellera negra, que trataba de reír aun cuando
sólo tenía tres días de vida. Lo llamaron Seileong. Cuando el médico extranjero vio la
humillación de Yen ofreció reponer a Jazmín en su antiguo puesto. Tendría comida y
alojamiento, y podría hacerse útil. En compensación, Yen tendría que consentir que
su hijo fuese bautizado y educado como cristiano. Yen consideró profunda y
seriamente esta proposición.
—¿No hará eso daño al niño? —preguntó innumerables veces a Jazmín.
Ésta movía la cabeza sonriendo. Parecía estar alegre y aliviada porque el doctor
Lee había hecho las paces con ella. Una noche, cuando Yen fue a verla, vio que la
señora extranjera estaba sentada en la cama, con su hijo sobre las rodillas, atándole
una cruz de plata alrededor del cuello.
—Es para preservarlo de los malos espíritus —le dijo Jazmín, y Yen se sintió
contento.
Cuando salió del hospital, Jazmín volvió a la casa de los extranjeros, y el doctor
Lee empleó a Yen en su casa como portador de litera.
De noche se le permitía dormir con su mujer en un minúsculo cuarto, al lado de
su hijo. De día esperaba con los demás coolies en el patio, para llevar al patrón o la

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patrona. Casi no se dio cuenta cuando él también fue bautizado como cristiano.
A veces Yen recordaba con amargura que carecía de familia. Se había
acostumbrado al desprecio que los habitantes de la ciudad sentían por los estúpidos
campesinos, pero a veces su corazón suspiraba por el campo. Le faltaba el olor de la
tierra, el rumiar del búfalo, el golpecito que daban las peras maduras al caer sobre los
tallos de los arrozales.
Se sentía intranquilo en setiembre, cuando el rumor producido al trillar los haces
de arroz se oía hasta en la calle.
«No soy un coolie>», murmuraba a veces para sí cuando no podía dormir. Oía el
gong del sereno ronda tras ronda, el ladrido de los perros y el sonido de la prensa que
acuñaba dinero para los espíritus.
«No soy un coolie>», murmuraba con los labios apretados en la cálida y negra
cabeza de su hijo.
Jazmín lo consolaba citando un antiguo proverbio: «El que es transportado en la
silla es un hombre, pero el que lleva la silla también lo es». De noche había mítines
secretos en las chozas de los campesinos y en los garajes. La gente se reunía en las
esquinas. Los agitadores pronunciaban excitantes discursos contra la opresión de las
clases superiores donde dominaban los Señores de la Guerra y los empleados sin
escrúpulos y contra la miseria absoluta de la gente simple. Estallaron rebeliones, y
nuevas bandas incendiaron la comarca. No se sabía si eran soldados o bandidos. Era
difícil distinguirlos. Otra vez hubo guerra en el Sur. No era el trueno ni la tempestad
lo que hacía trepidar las ventanas; era el lejano retumbar de los cañones. El
magistrado se arrepentía de haber dejado derribar la muralla de la ciudad. La
iluminación, un descubrimiento extranjero que aprovechaba el poder del relámpago,
falló, y súbitamente todas las calles quedaron a oscuras. No brillaba ni siquiera la
luna, y la única luz provenía de las minúsculas linternas que oscilaban entre los
rickshaw. Era una noche propicia para robos y saqueos. A lo largo de las carreteras
había altos postes con alambres por los que los empleados del Yamen podían enviar
noticias. A veces se oían zumbar los alambres, pero nunca se podía entender una
palabra.
Dos días después llegaron los soldados. No eran los harapientos ejércitos
particulares que reclutaban los Señores de la Guerra, sino hombrecillos limpios, con
rifles y uniformes occidentales que marchaban y se comportaban correctamente, lo
mismo que los extranjeros. Se decía que estaban adiestrados por los dioses blancos, y
nadie sabía si aquellos regimientos del Kuomintang tenían buenas o malas
intenciones. Se fijaron nuevas órdenes en los portones, y los tambores proclamaron
por toda la ciudad que se mantendría la ley y el orden. Al amanecer, sesenta y cuatro
hombres fueron degollados en el patio de la prisión.
El cielo se oscureció por el humo, y después se tiñó de amarillo y de rojo. Se
había producido un incendio cerca de la puerta Noroeste de la ciudad, donde se
alzaba aún el resto de la muralla. Algunos creyeron que un muchacho, acostumbrado

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sólo a la fría luz eléctrica, había dejado caer su linterna en un montón de paja. Pero la
mayoría opinaba que los ladrones incendiaban la ciudad para poder saquearla más
fácilmente. Otros, que aseguraban conocer las últimas noticias, murmuraban que los
adictos al Gobierno habían planeado el incendio para expulsar a los soldados del
Kuomintang. Como quiera que fuese, el fuego se extendía de barrio en barrio,
devorándolo todo, saltando desde el tejado de paja de una vivienda pobre a las firmes
vigas de una gran casa. El humo acre cegaba a los que trataban de combatirlo y
entorpecía la respiración. Las trompetas de los soldados sonaban incesantemente, y la
confusión era inenarrable.
Aquella noche, Yen llevó al doctor hasta la casa de un enfermo que vivía en las
cercanías de la ciudad. Se durmió mientras lo esperaba, y fue despertado por el ruido,
el humo, los reflejos y los gritos de la gente que corría. Permaneció un rato
boquiabierto, sin comprender lo que sucedía.
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Han incendiado la ciudad! —gritaba la gente mientras huía
cargada de paquetes y de niños. Un asno que corría junto a la muchedumbre rebuznó
fuerte y lastimosamente.
—¿Dónde está el fuego? —preguntó Yen, perplejo. El cielo estaba rojo, y el
viento llevaba el humo del Este, donde se hallaba la Callejuela de la Paz.
—En la parte oriental de la ciudad —exclamó un anciano que estrechaba contra
su pecho la jaula de un pájaro.
Yen se abrió paso entre la multitud que huía, olvidando que debía esperar a su
amo. Pensó únicamente en su hijo, el pequeño Seileong. Tal vez la casa en que se
hallaba estuviera ardiendo. Corrió a través de densas nubes de humo, entre el rugido
de las llamas y el estruendo de los muros que se desplomaban. Las chozas de los
pobres, construidas solamente con esteras de bambú, ardían como antorchas. Yen
corrió enjugándose las lágrimas, irritados los ojos por el humo. Al fin llegó a la
Callejuela de la Paz. Una cadena de hombres luchaba contra el fuego, pasándose los
cubos de mano en mano. Las trompetas de los soldados sonaron otra vez en medio de
crujidos de los muros derribados. En lo alto, las llamas azules resaltaban contra el
tétrico y oscuro cielo nocturno.
Yen se abrió paso a la fuerza y llegó a la casa. Las paredes estaban aún en pie y la
puerta abierta. Entró corriendo, animado por un solo pensamiento: su hijo. El patio
estaba lleno de gente, y la casa no ardía aún. La patrona se hallaba completamente
sola en el umbral, con una linterna en la mano, y cuando la muchedumbre entró
corriendo profirió un agudo grito. Yen apresuró la marcha, aunque no pensaba ayudar
a su patrona. Tenía que llegar al segundo edificio, al cuartito del último piso donde
Seileong dormía. Al cruzar la puerta vio a su patrona en el suelo, pisoteada por la
multitud. No podía detenerse para ayudarla y continuó corriendo. Llegó al segundo
edificio y poco después a la habitación. Estaba vacía.
Por un momento se detuvo jadeando, y entonces, tras él, cerca de la cocina, brilló
una llamarada y un grito confuso contestó al chisporreteo del incendio que invadía la

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casa. Yen bajó la escalera como una exhalación. No sabía dónde buscar a Jazmín y al
niño, pero esperaba que hubieran sido salvados. Al llegar al patio se vio rodeado por
una multitud que maldecía y juraba, y también distinguió a los soldados que se abrían
paso entre la muchedumbre. Todos los muebles de la casa estaban volcados y
forzados los cajones. Algunos soldados se llevaban un miserable botín mientras el
incendio se apoderaba ya del cuarto saqueado. Yen volvió nuevamente a la entrada.
Quería preguntar a su patrona dónde estaba Jazmín y el niño. Pero al mirar el cuerpo
pisoteado comprendió que había muerto. Se volvió y se encontró frente a un hombre
a quien conocía de vista aunque nunca había hablado con él. Era Kwe Kuei, el jefe
del gremio de ladrones de la ciudad. Era un hombre alto, de rostro flaco y salvaje
enmarcado por una barba digna de un diablo.
—¡Rápido! ¡El tejado está a punto de desplomarse! —gritó Kwe Kuei casi al oído
de Yen mientras le empujaba hacia el umbral. Yen cerró los ojos.
Tras él, un intenso rugido cubrió la escena de muerte y desolación.
A través de todo el tumulto le pareció a Yen como si escuchase un débil gemido.
Se sintió estrujado por la multitud, y temió que se le rompieran las costillas. Los que
llegaban al ancho portón de la calle retrocedían, y los que quedaban en el patio
empujaban hacia fuera profiriendo desesperadamente toda clase de maldiciones y
gritos agudos.
Al llegar a la calle comprendió Yen por qué la muchedumbre retrocedía hacia el
interior de la casa. Afuera un cordón de soldados, severos e impasibles, arrestaban a
todos los saqueadores. Los que se resistían eran abatidos a culatazos o fusilados en el
acto. Los demás fueron conducidos a la prisión cercana al Yamen. Yen se encontraba
entre ellos. Fue hecho prisionero sin saber por qué. Cruzó sumisamente sus manos
esperando que se tomara alguna decisión sobre su persona. De vez en cuando sacaban
a unos cuantos hombres, y a continuación se oían varios disparos en el patio de la
prisión. Cuando Yen reflexionó dedujo que tendría que morir antes de la salida del
sol. El pánico se apoderó de él, pero luego se calmó, como aquella vez que estuvo
enfermo y sintió como si dejara este mundo por su propia voluntad. Del mismo modo
que entonces dejó de sentir dolores, perdió ahora el miedo. Sólo le dolía el estómago
como si hubiese comido arroz crudo. Entre los prisioneros estaba un sacerdote
budista con el cráneo rasurado y la escudilla de la limosna en la mano, el cual
murmuraba oraciones haciendo girar incesantemente un rosario entre sus dedos. Una
mujer gemía en el suelo. Cada vez que Yen cerraba sus ojos doloridos veía las llamas,
la señora extranjera en el umbral y la sonrisa de la boca sin dientes de su hijo. Kwe
Kuei estaba agachado junto a él. Cuando los gemidos de la mujer se hicieron más
fuertes, sacó algo de su manga y se lo dio.
—Cómelo, madre —dijo—. Es muy bueno contra los dolores.
Despertando de su modorra, Yen observó la escena con curiosidad. La mujer
masticó y tragó, y después de unos minutos cesó de gemir. Los disparos se sucedían
en el exterior.

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—Tal vez nos dejen aquí hasta que nos quememos —dijo uno.
El aire era cálido y llevaba hasta ellos un humo acre. El temor se apoderó
nuevamente de Yen. Miró a Kwe Kuei, que en aquel momento masticaba también. Su
pálido rostro mostraba los estigmas del opiómano.
—Dame un poco —dijo Yen de pronto.
Kwe Kuei extendió su mano hacia Yen. Éste pensó que su pueblo estaba
consumido por las llamas, sus campos hipotecados, la casa de sus antepasados
oprimida por el hambre y él repudiado y prisionero, y sintió que estas cargas eran
superiores a sus fuerzas.
En la palma de la mano tenía un pedazo minúsculo de una pasta negruzca. Kuei
sonreía diabólicamente. Yen le dio las gracias con un murmullo y se llevó el opio a la
boca. Su gusto amargo y dulce a la vez le produjo náuseas. Luego masticó la
sustancia gomosa y su miedo y su preocupación se desvanecieron. Se sentía aliviado
y en armonía con todo, como aquella noche en que poseyó a Jazmín. Su cerebro
estaba más lúcido que nunca. Le parecía que había cien maneras de escapar y
encontrar a su hijo. Veía al niño, que ya sabía caminar y hablar, los arrozales, los
campos de amapolas, flores blancas sobre tallos ondulantes que oscilaban alrededor.
El peral se cubrió otra vez de flores y se levantó una brisa que repartió una lluvia de
pétalos. «Iré a la escuela y aprenderé a leer y escribir», pensó Yen. Levantó el brazo,
y su mano dibujó firmes trazos, como si ya supiera caligrafía. La mujer que estaba en
el suelo reía a carcajadas. El estrépito de los rifles resonaba en el patio.
Chang Yutsing le salvó la vida. Estaba sentado entre los oficiales que juzgaban a
los incendiarios, a los ladrones, a los saqueadores y a los rebeldes, y soltaban a
aquellos que estaban en condiciones de sobornarlos.
Chang Yutsing era insobornable, pero reconoció al hijo del campesino que había
estado en sus mítines secretos de antaño.
—¿Eres pariente de Lung Fu? —preguntó.
Y Yen, todavía bajo la influencia del opio, afirmó orgullosamente que era primo
de Lung Fu, inútil descendiente de la honorable familia Lung y padre de Lung
Seileong.
Después de un breve interrogatorio, Chang Yutsing mandó a Yen a un
destacamento de trabajo que se ocupaba de efectuar transportes y construir puentes y
caminos. Yen despertó a la mañana siguiente, sintiéndose muy infeliz, y se juró no
volver a probar el opio. Encadenado con el ladrón y criminal Kwe Kuei, se arrastró
bajo el sol y las lluvias, por el polvo y el lodo, cavando fosas y acarreando sacos de
arena. A menudo le pegaron, pero no le pagaron nunca. Insuficientemente
alimentado, cavando y arrastrando pesos, llegó al fin a Shanghai, la ciudad a orillas
del mar.
Le pareció que las casas, más altas que las altas pagodas, caerían sobre él. Sus
oídos ensordecieron con el ruido del tráfico y de la muchedumbre de las calles; su
olfato se insensibilizó con el olor de los vehículos, y sus ojos se inflamaron por el

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polvo irritante de las calles pavimentadas. Cuando los horrores de la guerra
invadieron las calles de Shanghai, Yen pensó a menudo que ya no era un ser viviente,
que había muerto en uno de sus sueños de opio y estaba en aquel infierno de cuyos
horrores le había hablado Jazmín. Los oficiales, revólver en mano, le obligaban a
construir barricadas entre el fuego. Veía casas que se derrumbaban y cadáveres en las
calles. Encontró cinco niños muertos ante una puerta y entonces se acordó de su hijo
como el muerto que piensa en un ser vivo.
—¿Vienes conmigo? —le preguntó Kwe Kuei, el ladrón y criminal a quien había
sido encadenado cuando marchaban a lo largo de la carretera.
—¿Adónde? —dijo Yen.
—Opio —replicó Kuei.
—¿Hay dinero? —volvió a preguntar Yen.
—El suficiente para comprarnos una pipa para ambos —dijo Kwe Kuei.
Yen le dio las gracias. El Gran Humo era lo único que ambicionaba aún. «La
gente tiene razón —pensó— cuando dice que el Gran Humo es lo único que hace
soportable la vida».
Aprendió mucho en la ciudad, y olvidó todo lo que sabía antes. Trabajó en una
casa algodonera de Pootung, y fue un mal obrero que durante doce horas diarias
clasificaba algodón por un sueldo miserable. Abundaban los agitadores, las revueltas,
las huelgas y las rebeliones.
En los pulmones de Yen se infiltraban las fibras de algodón. Gastaba sus
ganancias en los fumaderos de opio, y su ropa estaba impregnada con el
inconfundible olor de éste. En su ajado rostro se notaban las huellas del terrible vicio.
No ganaba nada cuando los obreros iniciaban una huelga, y entonces
experimentaba una angustia mortal al no poder fumar opio. Su pecho se hundió.
Remplazó luego a un rickshaw-coolie que se había desplomado sin vida en la calle.
Aún era joven, podía correr acompasadamente y dejar a un lado a los demás coolies
cuando aparecía un cliente. Unos días cobraba sesenta monedas de cobre y otros
solamente cinco. Con este dinero tenía que pagar el alquiler de su rickshaw; al
policía, al alto y temible sikh de la esquina; al portero principal del hotel, que le
permitía esperar a los pasajeros delante del edificio; al gremio de los rickshaw-
coolies y a varias otras personas de quienes dependía su modo de vida.
Cuando tenía veinte monedas de cobre en su cinturón corría hasta Chapel, a
través de las calles destrozadas por las granadas de la nueva guerra y que se estaban
reconstruyendo. Seguía luego por las callejuelas aún más estrechas y miserables hasta
llegar al fumadero de opio que Kwe Kuei había comprado con dinero robado, y sobre
un duro lecho de madera, envuelto en una esterilla deteriorada, el coolie Yen se sentía
otra vez conforme con las diez mil cosas del Universo.
Empezó a escupir sangre a los veinticinco años. Los médicos extranjeros
instalaron en Chapel una clínica donde se examinaba a los coolies y se les daban
medicinas gratuitamente. Su director, el doctor Hain, les obligó a inscribirse en una

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de las oficinas de la lucha contra el opio que se establecieron en toda la ciudad. Le
dieron un plazo de un año para curarse el vicio. Si después de este tiempo se le
sorprendía fumando opio otra vez, sería entregado a la ley y ejecutado.
Descendiente de agricultores, nieto de un consejero de aldea, Lung Yen, hijo
inútil de la honorable familia Lung, repudiado, servil y descarriado, vagaba como un
coolie enfermo por las despiadadas calles de Shanghai.

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Capítulo VI

RUTH ANDERSON

Al amanecer, después de haber llovido toda la noche, cambió el viento y las calles
se cubrieron de hielo. Cuando la señora Anderson bajaba los dos escalones de la
entrada de su casa, para recoger el diario y la botella de leche, resbaló y cayó. Por eso
los dos mellizos nacieron cuatro semanas antes. Una de las criaturas murió el mismo
día en que nació, pero Ruth fue puesta en una incubadora y conservada en ella con el
mayor cuidado. Pesaba solamente cuatro libras y media al nacer, pero era tan bien
proporcionada como una pequeña muñeca.
Jack Anderson no cesaba de admirar sus deditos, sus uñas, sus pestañas, toda la
graciosa y encantadora perfección de su hija. Tenía veinticuatro años cuando ella vino
al mundo, y desde el principio la niña fue más hija suya que de la madre.
Emigrado de Suecia, el abuelo de Anderson fue primero peón y luego yerno del
dueño de una hacienda de Minnesota. Su padre era capataz de uno de los grandes
molinos harineros de Minneapolis. Jack fue al colegio, y desde un principio demostró
su preferencia por las clases de imprenta. Luego entró como aprendiz en la gran
imprenta de «Galing y Compañía», de St. Paul. Se enamoró de la joven de pelo negro
e inteligencia despierta que hacía los emparedados en el drugstore de la esquina, y se
casó con ella antes de cumplir los veintidós años. Hasta entonces pensaba pagarse
con su trabajo los estudios en algún College barato, pero cuando salió de aquel
torbellino de amor y rápido matrimonio ostentando el título de marido, renunció por
completo a sus grandes planes y se conformó con un empleo como tipógrafo en el
Morning Herald de Flathill, Iowa, con un sueldo de veintitrés dólares semanales.
Nunca pudo desprenderse de su tozudez sueca, y cuando estaba distraído y no
comprendía lo que le decía su mujer, preguntaba: Vass, Vass?, en lugar de What[46]?.
Con algo menos de treinta mil habitantes, Flathill tenía orgullo y ambición
suficientes como para tener un millón. Las casas rojas y grises estaban rodeadas por
campos amarillos y verdes. Los límites de la ciudad se perdían en los infinitos
maizales que la rodeaban, en los cuales destacaban como manchas multicolores las
fábricas, los surtidores de gasolina y los silos de cereales. La fábrica de tractores de
Watson era la más grande, y los Watson la gente más importante de la ciudad. Había
iglesias de todos los cultos: la católica estaba construida en un estilo que imitaba
modestamente al gótico, igual que la sinagoga, con sus vidrieras multicolores.
En el centro del pueblo había tres rascacielos y un parque frente al tribunal del
distrito, donde toda persona célebre que pasaba por Flathill tenía que plantar un árbol.
Los árboles, con sus pequeñas sombras compactas, crecían mucho más lentamente
que la ciudad. En cuanto a las celebridades, pertenecían a diversas categorías. Había

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caballeros de cabello gris y damas entradas en años que pronunciaban discursos en el
«Club Femenino»: violinistas y cantantes de segunda categoría que daban recitales en
la Sala Municipal de Conciertos, para llenar los vacíos de sus itinerarios;
predicadores de fama que llegaban allí para alentar a los fieles, y políticos que
hablaban siempre de la necesidad de votar a tal o a cual candidato para juez, senador,
diputado o presidente de los Estados Unidos, ocultando su propaganda mediante una
exuberancia de amor fraternal, virtud cívica, optimismo y fe absoluta.
Las tiendas iluminadas durante toda la noche y los tres rascacielos de Flathill
estaban en Commerce Street, la calle principal. Un cuarto rascacielos que sería sede
de una sucursal del «Banco de América» y que se construía con un ruido
ensordecedor de taladros automáticos y de vigas de acero, llegaba ya hasta el décimo
piso. Los domingos, cuando los hacendados invadían la ciudad, en la Commerce
Street no había sitio para todos los anticuados automóviles que se estacionaban en
ininterrumpidas hileras a lo largo de las aceras. También estaba en la misma calle el
«Grand Hotel de Flathill», y su vestíbulo de mármol era el lugar de cita de los Elk, de
los rotarios y de los Kinwani. El hotel tenía trescientas habitaciones con baño
independiente a tres dólares cada una. En la otra manzana se hallaba el «Colony
Club», donde se reunía la juventud dorada de Flathill, especialmente en las tardes de
los viernes y de los sábados, con orquestas de jazz, cena y baile por un dólar, y donde
todas las noches había dos funciones artísticas. Estas representaciones consistían en
la aparición de las ocho Coloniettes, que lucían sus cortos trajecitos característicos;
en los chistes que decía el animador por medio del micrófono, y en los blues que su
mujer, llamada Alabama Lily, cantaba con voz sonora y con un fingido acento
meridional.
Los elegantes no iban al «Colony Club», o por lo menos no lo hacían
oficialmente, sino que se reunían todos los sábados por la tarde en el «Country Club»,
donde incluso durante la prohibición había siempre algo para beber, y allí bailaban
hasta la una. El club y el campo de golf, construidos con dificultad sobre la tierra de
cultivo de Iowa, estaban situados en Watson Heights, el barrio más elegante de la
ciudad, que llevaba el nombre del patricio Watson, el cual vivía allí desde hacía
treinta años, es decir, desde que construyó su primera casa, una alquería, sobre la
colina casi imperceptible, cuando en los alrededores no había más que maizales.
Watson Heights se había convertido en el barrio elegante de la ciudad, con pulcras
villas adornadas con hermosos jardines y calles flanqueadas de árboles por las que
patinaban los niños de los chóferes de las familias ricas.
La parte oriental de la ciudad ofrecía un aspecto muy diferente. Era el barrio de
Newflat. La gran fábrica donde se hacían los asientos para inodoros Harmony,
conocidos y usados en todo el país, y el gigantesco gasómetro, situado detrás de la
estación, sobresalían imponentemente en Newflat. En este barrio podían verse
terrenos abandonados donde se vendían automóviles usados a los campesinos; la
cochera de los tranvías; el punto de salida de los autobuses transcontinentales; varias

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fábricas; terrenos para edificar, algunas escuelas y la prisión. Newflat era un pequeño
pueblo independiente, con su calle principal, sus almacenes y sus hoteles. Tenía
veinticuatro calles numeradas, cruzadas por seis bulevares identificados también por
números, que contrastaban con el florido barrio de Watson Heights, con su calle de
los Jacintos y su calle de las Magnolias. En el lugar en que estas veinticuatro calles de
Newflat se unían con la zona pantanosa de Flathill había un pequeño barrio de
negros, con sus chozas de madera vieja colocadas sobre estacas y una fábrica de
abono artificial que funcionaba día y noche, difundiendo por los alrededores un olor
extraño.
Los Anderson vivían en la Calle Catorce, y cuando soplaba el viento del Este
llegaba también hasta ellos este olor. Cuando el viento era del Oeste podían oír las
campanas del reloj de la Municipalidad y el ruido de los trenes cuando cambiaban de
vía en la estación. Jack Anderson solía despertarse cuando se descargaba el tren de
las cinco y veintitrés, que llevaba la leche.
La casita en que vivían era idéntica a las demás de la Calle Catorce, y ellos vivían
igual que todos sus vecinos. Dos escalones conducían al porche, donde tenían un
viejo sillón. De allí se pasaba directamente a la sala, que tenía una estufa de gas que
imitaba una chimenea. Había dos pequeños dormitorios con un baño en medio, y una
cocina dividida para dejar espacio para un comedor de diario. En invierno todo olía a
gas y a manzanas asadas. La señora Anderson hacía sus trabajos caseros llevando un
traje de cretona rameada, una redecilla para protegerse el cabello, zapatos de altos
tacones y guantes. Su marido le ayudaba, como todos los maridos americanos,
llevando el cubo de la basura, empujando el cochecito de la niña, secándole los platos
y barriendo el porche. Durante toda su vida consideró a su mujer como algo muy
delicado.
Aunque pequeña y graciosa, Ruth era una niña fuerte y sana. A los dos años
demostró sentir una gran pasión por los niños mayores que ella, y en cuanto supo
hablar pidió inmediatamente un muñequito vivo. Su madre no quería otro niño. Le
bastaba con su primer y difícil parto. Así, pues, Ruth lavó, alimentó y consoló a todos
los niños de la calle. Quería solamente a los muñecos cuando estaban «enfermos», y
por esta razón los rompía en cuanto se los daban, para poder vendarlos y acostarlos
cómodamente. Su alegría mayor fue cuando llevó a su casa una colección de
animales enfermos. Su madre se reía al ver cómo cuidaba a sus gatitos ciegos, a los
cuales salvaba de ser ahogados, a sus perros abandonados de raza dudosa y a sus
pichones con las alas rotas. Una vez llevó incluso una rana, a la que bañó con agua
caliente, observando: «La pobrecita tiene frío».
Un secreto impulso hacía desear día y noche cosas nuevas a la señora Anderson:
una ondulación permanente, una nueva cartera, zapatos de charol para Ruth, cortinas
con lunares para la cocina, un frasco de agua de Colonia, una cocina de gas con
cuatro hornillos, una nevera de segunda mano, un cuello de pieles para reformar su
viejo abrigo de manera que pareciera nuevo, una radio y un automóvil. Siempre

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estaba pagando cuotas e intereses. En realidad pagaba demasiado por las cosas, pero
la señora Anderson conseguía lo que deseaba.
Jack Anderson siguió luchando, aun sabiendo que nunca ganaría más de
veinticinco dólares. Como no le bastaba con su sueldo, siempre contraía deudas.
Tenía una secreta tendencia hacia el socialismo, era miembro entusiasta de su Unión
y a veces leía las publicaciones rojas que le daban sus amigos comunistas. Pero
pronto abandonaba la lectura, pues ésta sólo conseguía ponerle de mal humor y
hacerle sentirse descontento de aquello con lo que en realidad estaba bastante
conforme. Cuando Sacco y Vanzetti fueron ejecutados, se excitó mucho y firmó todas
las peticiones que pedían la libertad del dirigente obrero Mooney, inocente pero
condenado. Sin embargo, no tenía el carácter de un verdadero socialista,
especialmente cuando pensaba en su alfabeto gótico, que representaba para él mucho
más que la Unión.
Tenía que ocultar a su mujer sus pequeñas incursiones en la política, pues Hazel
Anderson era capitalista, aunque no poseía dinero. Era una dama sin sociedad;
conocía a todos los habitantes de Watson Heights y no se le escapaba una boda, un
divorcio ni el más simple detalle de algún pequeño escándalo que sucediera en
aquellos círculos selectos. Absorbía, como el suelo reseco ávido de agua, las
columnas de los diarios que daban a las mujeres prudentes consejos sobre la vida, los
vestidos y los gustos. «Muestre su personalidad en las ensaladas»; «Señora, ¿qué
aspecto tienen sus manos?»; «Peinados originales a precios reducidos»; «La atracción
personal es la clave para entrar en cualquier sociedad…». Hazel Anderson cocinaba
con guantes, se embadurnaba la cara con cremas baratas antes de acostarse, y se
compró una gardenia artificial para prendérsela en el escote. Cuando estaba sola en la
cocina practicaba sus buenos modales.
A veces vestía a Ruth con sus mejores prendas e iba en ómnibus hasta Watson
Heights. Cogía a su hermosa hijita de la mano y caminaba a lo largo de las elegantes
y sinuosas Magnolia Street, Carnation Street y Daffodil Street. Las calles de Newflat
eran todas rectas. En una de estas ocasiones se encontró con el viejo Watson, el gran
hombre, el «rey» de Flathill. Watson salía de su jardín para pasear con su perro, lo
mismo que cualquier otro hombre. El perro, un joven y rojizo perdiguero, debió de
adivinar el amor de Ruth por los animales, pues se precipitó jadeando sobre la
pequeña, que inmediatamente rodeó con sus brazos el cuello del animal y lo llamó
con los nombres más cariñosos usados en la Calle Catorce. El señor Watson exclamó:
—¡Duchess[47]! ¡Ven acá en seguida!
Pero Duchess, sin hacerle el menor caso, continuó moviendo la cola y lamiendo el
rostro de Ruth, que gritó con alegría. Watson se acercó a la señora Anderson, se quitó
el sombrero y dijo:
—Disculpe, por favor. Este perro carece de modales.
Hazel Anderson, tratando de combinar todas las reglas de etiqueta que había
estudiado, contestó como si no le diera importancia al encuentro:

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—Es culpa nuestra. Ruth ama locamente a todos los animales.
Mr. Watson sonrió gentilmente y repuso:
—Lo mismo que yo. La pequeña Ruth es una damita encantadora.
—Gracias —dijo Hazel—. Ven, Ruth, da las buenas tardes. ¡Qué hermoso perro!
¿Cómo se llama? ¡Ah, si! Duchess. ¡Qué nombre tan apropiado!
Watson acarició a Ruth y Hazel al perro. El «rey» de Flathill, con el sombrero en
la mano mientras la brisa jugueteaba gentilmente con sus cabellos, no se movió hasta
que las dos desaparecieron a la vuelta de la esquina. Hazel Anderson recordaba a
menudo este elegante encuentro. Estaba convencida de que Watson la había
confundido con una dama y a Ruth con una niña de Watson Heights.
Entretanto, Jack estaba sentado en su casa, ocupado con su alfabeto gótico y
oliendo a tinta de imprenta. Sus ojos estaban siempre irritados, y se los lavaba todas
las mañanas con una solución de ácido bórico. En un rincón de la sala de estar se
había construido una especie de taller en miniatura, que desagradaba sobremanera a
Hazel, y allí permanecía hasta muy avanzada la noche, dibujando a la luz de una
potente lámpara. Se levantaba muy temprano, en cuanto oía el entrechocar de los
jarros de leche en el tren, y se arreglaba para ir a la imprenta.
—¿Qué es lo que dibujas siempre, Jackie? —le preguntó Ruth una noche.
—Patas de mosca, nena. Nada más que patas de mosca —contestó él con una
sonrisa rompiendo algunas hojas de papel.
Ruth se subió a una silla, acodose en la mesa de trabajo y le miró con la cabeza
apoyada sobre sus puños. Nunca se cansaba de contemplar a Jackie. Sobre la estufa
de gas hervía una jarra de café no muy fuerte, y Ruth, con aire importante, servía de
vez en cuando otra taza a Jackie. La madre salió del dormitorio con el sombrero
puesto y dijo:
—Ya es hora de ir al cine.
—Voy en seguida —dijo Jackie—. Tardaré sólo dos minutos. Estoy sobre la pista
de algo bueno.
—¿Es que no quieres llevarme nunca al cine? —le preguntó Hazel. Era hermosa,
joven y tenía el pelo ondulado. Puso la radio y comenzó a bailar. Jackie la miró unos
instantes y luego continuó dibujando.
—No es nada —dijo—. Lo hago solamente por gusto.
Dos minutos después se había olvidado completamente del cine.
—¿Vas a venir o no? —preguntó Hazel poniéndose los guantes. Siempre llevaba
guantes, con gran diversión de todos los vecinos de la Calle Catorce.
—¿Qué te interesa más, que vaya al cine o que gane dinero? —preguntó Jack un
poco amoscado.
Hazel contestó simplemente:
—Bueno. Puedo ir también con los Cobb, pero entonces tendrás que acostar a la
niña.
Jack asintió aliviado, y Ruth dijo con cierta impertinencia:

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—Yo me acostaré sola…
Jackie y Ruth pasaron una velada muy agradable. Comieron manzanas asadas y se
entretuvieron viendo cuál de los dos podía hacer las moscas más extravagantes.
Cuando los Anderson se trasladaron a Nueva York, primero a un pequeño piso y
luego a una casa propia, en White Plains, todo fue diferente, y Ruth se escondía en
los rincones, demasiado triste incluso para llorar. Tuvo que dejar en Flathill todos sus
muñecos rotos y sus animales enfermos. El perro que le dieron para consolarla era
solamente un conocido, y nunca llegó a ser tan amigo suyo como todos aquellos
animales abandonados que había coleccionado en la Calle Catorce.
Echaba de menos a los otros niños, la mesa de trabajo de su padre, situada en el
rincón del cuarto de estar, y aquellas tardes en que le hacía café y tostadas y encendía
o apagaba la radio.
Aguijoneado incesantemente por su mujer, Jack Anderson llegó a ser alguien.
Había creado el «Anderson Gothic», un tipo que era a la vez simple, hermoso y
original. Sus siete años de trabajo y la continua selección de sus dibujos le hicieron
pasar al fin de los veinticinco dólares semanales, a los que de lo contrario hubiese
estado condenado toda la vida.
Si Jack no era hombre de negocios, en cambio lo era su amigo Conwell. Éste, que
había estudiado en una escuela comercial de Indianápolis, llamada «Universidad
Comercial y Técnica de Indiana», estaba en el departamento de propaganda, y se
encargó del «Anderson Gothic». Al principio no obtuvo ningún resultado, pero cierto
día una imprenta de Chicago ofreció tres mil dólares por el alfabeto. Cuando Conwell
recibió esta oferta no hubo nada que pudiera contenerlo. Haciendo caso omiso de la
oposición de Anderson, vendió su viejo auto y también el de Jack. Con los trescientos
veinte dólares que obtuvo por esta doble transacción compró un billete para Nueva
York y pagó sus gastos de estancia allí. A las cinco semanas envió dinero a Jack
Anderson para que fuera también. Había vendido al contado la opción para el uso
exclusivo de la «Anderson Gothic» a una agencia de publicidad.
A partir de entonces, los acontecimientos se desarrollaron rápidamente, y el
dinero ingresó en tal cantidad que dejó a Anderson sin respiración. Jack y Conwell
abrieron una oficina; el primero diseñaba letras y el segundo negociaba con las
grandes casas. Sólo el «Anderson Gothic» aportaba una entrada regular que
aumentaba cada año y que algunas semanas llegaba hasta los cuatro mil dólares. El
secreto de su éxito era la indómita personalidad de Jack Anderson, pues en aquel país
toda originalidad significaba dinero.
Los Anderson vivían al fin en un barrio adecuado. Tenían jardín con dos árboles y
un parterre de rosas. Los visitantes entraban primero en un pequeño vestíbulo, en
lugar de pasar directamente a la sala. En ésta no había una estufa de gas, sino una
verdadera chimenea en la que podía encenderse fuego. Tenían dos cuartos de baño en
lugar de uno, y un garaje en el que cabían dos coches.
Hazel Anderson había conseguido lo que quería. Tenía una sirvienta negra con

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una toca blanca, un bootlegger[48] particular, su círculo de bridge y era socia de tres
clubs. Se hacía arreglar las manos, iba al teatro siempre que el diario decía que se
estrenaba algo digno de verse, y sabía qué perfume y qué actriz estaban de moda.
Convenció a Jack para que comenzase a jugar al golf, diciéndole que le sería
saludable.
Sentada ante el piano recién adquirido, Ruth apretaba los dientes y trataba de
tocar disimuladamente algo distinto con cada mano. A los trece años comenzó a usar
la polvera y el lápiz de los labios como las demás jóvenes, y los muchachos de la
clase cesaron de ser pilluelos para transformarse en pretendientes. Uno de ellos la
besó en la escalera, y durante algunos días se sintió muy importante. Luego lo olvidó
por completo.
—Desde que somos ricos no nos divertimos ni la mitad que antes —confió a su
padre.
Le faltaba algo, pero no sabía qué era. Hasta entonces había vivido con toda la
calle, con toda la clase, con los demás, pero a la sazón comenzaba a madurar
lentamente, a sentir que era algo aparte, algo diferente: que era Ruth Anderson. Llegó
el día en que, vestida con un traje de color de rosa, se graduó en el colegio. Tenía toda
la vida por delante.
De vez en cuando miraba a su padre de soslayo. Éste parecía muy cansado,
porque el éxito implicaba trabajar día y noche.
—¿No te sientes bien, Jackie? —le preguntó tiernamente. Su padre murmuró algo
sobre la presión arterial y la vejez. Ruth calculaba que su padre tenía cuarenta años,
es decir, muy pocos para sentirse viejo.
Hazel se había asociado a un club femenino bastante restringido, y como era
ambiciosa consiguió finalmente ser la secretaria de la Comisión de Propaganda. Tenía
un costoso abrigo de pieles, pero no por eso era más feliz. Adelgazaba, y en su cara
se marcaron las primeras arrugas. Nunca se comparaba con aquéllos a quienes les iba
peor y, como la mayor parte de la gente de su época, sólo tenía ojos para los que
poseían más que ellos; la vida carecía de atractivo si no existía la competencia, ya
fuera en los negocios, en la sociedad o en el amor. Los productores hacían todo lo
posible para estimular la demanda, y los consumidores se sentían humillados si no
podían comprar objetos de los que ni siquiera hubieran oído hablar unos momentos
antes.
Se estimulaba artificialmente la manía de comprar, pero el país vivía de ella. Se
trabajaba duramente y se gastaba con facilidad. El consumo de tabaco y de licores no
tenía límites. La Ley Seca daba al alcohol toda la importancia de una cosa prohibida.
Los pistoleros, los contrabandistas de licores y la Policía estaban estrechamente
vinculados entre sí. El puritanismo se transformó en libertinaje. Había mucho placer
y poca felicidad. Pero todo eso no es nada más que una moda superficial bajo la que
seguía aleteando la simple y perseverante raza de los descubridores, su decencia, una
gran reserva de energías y espíritu emprendedor y un fondo inagotable de chistes

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vivaces y de buen humor.
Ruth tuvo la primera riña con su madre cuando fue al colegio. Sabía exactamente
lo que quería: estudiar Medicina en la Universidad de Columbia, donde el
maravilloso e incomparable profesor Alvin dirigía la Facultad. Quería ser especialista
en enfermedades de los niños, coger sus manecitas febriles, tomarles el pulso, dar un
diagnóstico exacto sobre sus enfermedades y curarlas. Pequeña, pero obstinada, se
enfrentó con su madre, conteniendo las lágrimas y repitiendo siempre:
—Es mi vocación. Sé que es mi vocación, y si no me dejas estudiar Medicina te
arrepentirás.
Hazel Anderson también era testaruda. Hacía mucho tiempo que consultaba a la
más elegante revista femenina de América acerca del colegio al que debía mandar a
su hija. Le recomendaron el de «Flynn’s», cerca de Boston. «Flynn’s» tenía una larga
tradición, enseñaba el mejor inglés y era famoso por sus bailes, a los que sólo podían
asistir vestidos de etiqueta. Era un colegio para la alta sociedad y no para estudiar. Se
libraban batallas acerca de quién tenía el vestido de noche más costoso, los
antepasados más adinerados, el mayor número de citas con jóvenes de la misma
posición social y las orquídeas más grandes en el escote.
—Haré en «Flynn’s» el mismo papel que Chip en una exposición canina —se
quejó Ruth. Chip era el más feo, el más sucio y el más ordinario de todos los perros
que pasaron por la pequeña casa de la Calle Catorce.
Su madre le contestó con voz firme:
—He decidido hacer de ti una dama, y como tal saldrás de «Flynn’s».
—Quiere refinarme aunque me mate —se quejó Ruth a su padre.
Jack no tenía buen aspecto. La gran ciudad no le sentaba bien. Incluso en el taller
del Morning Herald, en Flathill, se respiraba el aire puro del campo abierto, y durante
el verano el suave olor a maíz maduro. Como se quejaba de vagos dolores en el
cuerpo, se le extrajeron nueve dientes para evitar el peligro de una intoxicación por
los abscesos de sus raíces, pero no mejoró. Se sentaba a la mesa como abstraído, y no
comía nada porque su nueva dentadura le molestaba al masticar. Dejaba caer sus
manos y miraba tristemente a Ruth.
—Hija —dijo—, ¿no sabes todavía que tu madre es una mujer a quien no
podemos contradecir? Siempre consigue lo que quiere.
—Ya verás lo que ocurrirá si me mezclo con esa muchedumbre pedante y
orgullosa —amenazó Ruth siniestramente.
—Cede por ahora —rogó Jackie—. Más tarde iremos juntos a Viena. He sabido
que allí estudian los mejores médicos.
Compadecida de su padre, Ruth le dio un beso en la punta de la nariz y le dijo
para consolarle:
—Verás qué pronto me expulsarán de «Flynn’s».
Sin embargo, esto no llegó a suceder. El desastre financiero de 1929 arruinó a los
Anderson. Como todos, Jack jugaba a la Bolsa para poder satisfacer los gastos

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siempre crecientes de su mujer. Compraba sin preocuparse de cubrir posibles
pérdidas, hasta que al fin llegó a la bancarrota. El alza había pasado, y las ganancias
de la guerra se evaporaron. Europa no pagaba sus deudas. Los mercados mundiales
estaban entorpecidos por una superproducción que ningún economista del mundo
sabía limitador. Se quemó café, se arrojó trigo al mar, se volvió a arar el algodón sin
cosechar y la falta de trabajo aumentó a medida que se perfeccionaban los medios de
producción, pues con una máquina se remplazaba a trescientos hombres.
Con su mente de negociante, Conwell indujo a Jack Anderson a intervenir en
especulaciones que no comprendía. Tuvo que vender la casa, el coche y hasta el
diamante que había regalado a Hazel en el vigésimo aniversario de su boda. Dejaron
la oficina, excesivamente costosa, y para salir de los más difíciles trances, Anderson
hizo algo desesperado: vendió la patente y los derechos de su «Gothic», que hasta
entonces le había dejado grandes beneficios. Finalmente una revista le dio un
pequeño empleo como dibujante de rótulos. Ya no era joven, y su imaginación iba
agotándose. Todos los títulos que diseñaba se parecían, y había tantos hombres que
buscaban trabajo que bajaron los sueldos. Él recibía veinticuatro dólares semanales.
—Es como un gran tobogán —le dijo a Conwell—. Se sube y se baja… Todo esto
me marea.
Se mudaron otra vez a una casa pequeña de los suburbios, en la vecindad menos
adecuada y entre la gente menos indicada.
La sala de estar se hallaba a continuación del porche, y ni siquiera había
chimenea, sino solamente una estufa de gas. El cuarto de baño tenía un aspecto
lastimoso. Carecían de sirvienta, y no celebraban elegantes reuniones de bridge.
Entonces demostró Hazel Anderson cuál era su verdadero carácter. No se quejó ni
reprochó a su cansado marido; hacía todo lo necesario y abandonó lo que debían
dejar. Comenzó a interesarse por la Christian Science, lo cual le hizo bien y la
tranquilizó. Leía el Monitor, y asistía todos los jueves a una reunión de donde venía
bañada en lágrimas, pero siempre con elevado espíritu. Ruth abandonó el «Flynn’s
College», y no fue la única. No se mostró altanera ni se sintió oprimida, y parecía
saludar el regreso a la pobreza como una señal de buena suerte para ella.
—Podría conseguir un empleo como niñera y ahorrar dinero para estudiar
Medicina —le dijo a su padre.
—¿Qué? —preguntó éste, distraído.
Ella le acarició su fino cabello rubio y preguntó a su vez:
—¿Le gustarla una manzana asada, señor Anderson?
Cuando él se dormía de noche sobre sus dibujos, Ruth le quitaba cuidadosamente
el lápiz de la mano y lo llevaba al pequeño y frío dormitorio.
Jack Anderson murió de una sencilla operación de apendicitis. El médico anunció
que «había agotado sus reservas».
—Conserva siempre el mismo valor, nena —le dijo a Ruth antes de morir—. ¡Y
cuida a mamá…!

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Le inyectaron un poco de morfina y no volvió más en sí.
La muerte de su amado padre la hizo súbitamente mujer. Abandonaron la pequeña
casa y se mudaron a una pensión barata. Hazel se entregó por completo a la Christian
Science para olvidar el desastre. Como Ruth no tenía ni tendría nunca bastante dinero
para estudiar Medicina, resolvió ser enfermera de algún hospital, y visitó la escuela
de enfermeras del «Urban Hospital».
—Es casi tan bueno como ser doctora, y en ciertos aspectos hasta mejor —le dijo
a su madre—, es como estar en el cielo después de salir del «Flynn’s College».
Las enfermeras vivían en un viejo pabellón del hospital, y cada habitación estaba
ocupada por cuatro de ellas. Llevaban un uniforme azul almidonado, tenían una
disciplina estricta y repetían todas las mañanas como un rezo:
«Juro solemnemente ante Dios y en presencia de esta Asamblea pasar mi vida
virtuosamente, abstenerme de todo lo perjudicial o prohibido, mantener en secreto
todos los asuntos personales que me sean confiados, ayudar al médico en su trabajo
y dedicar mi vida al bienestar de los que sean entregados a mi cuidado».
Debían aprender de memoria una cantidad interminable de palabras y frases
incomprensibles. Las cuatro se tomaban mutuamente las lecciones, se ayudaban entre
sí y luego volvían a olvidarlo todo. Paulatinamente comprendieron que lo que
aprendían de memoria tenía un significado: las palabras desconocidas, las clases y las
materias difíciles de los cursos superiores, como la medicina general, la anatomía, los
vendajes, la desinfección, la psicología, los primeros auxilios y la farmacología. Las
primeras manipulaciones fueron muy difíciles, pues tenían miedo a los médicos y a
los exámenes. Había risitas, chismes, celos, ambiciones y éxitos pequeños, pero
gloriosos y sumamente importantes.
En un muñeco llamado Alí Baba aprendían a hacer vendajes; ponían inyecciones
a naranjas y bañaban niños artificiales. Se volvieron cínicas y bromeaban sobre
Johnnie, el esqueleto, lo mismo que las generaciones de alumnas que las habían
precedido. Sus manos se hicieron rudas y ásperas; les dolían las espaldas, y sus
nervios temblaban de compasión por los que sufrían y de enojo por los enfermos
caprichosos, por el miedo de cometer faltas, por los casos desesperados.
Llegó el día en que vieron el primer cadáver, la primera operación, el primer
parto. Ruth aprendió a no marearse más con los enfermos que con Alí Baba.
Consideraba los nacimientos y la muerte como sucesos comunes y dejaron de
impresionarla. Recogió elogios y reproches, tuvo amigos y enemigos. Se enamoró del
profesor Boerner, el cirujano, de sesenta y cuatro años, que hablaba mal el inglés y
que tenía siempre el chaleco antihigiénicamente manchado de ceniza, y no se
preocupó del joven doctor Synge, que se enamoró de ella. Se acostumbró tanto al olor
del desinfectante en los cerrados corredores del hospital que llegó a pasarle
inadvertido. Podría haber preparado hasta en sueños las bandejas que se necesitaban
al cambiar los vendajes: el tarro de gasa, las pinzas esterilizadas, las tijeras, el bisturí,
la jeringa, los tubos de ensayos, los ungüentos, los anestésicos, el agua oxigenada y la

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palangana de los desperdicios. Hizo camas, innumerables camas, en las que yacían
inmóviles los casos graves, con sello inconfundible de la enfermedad y el dolor. En
los escasos momentos lúcidos se confirmaba en Ruth la fe en su vocación, cuando sus
pacientes sonreían al entrar ella en la habitación, cuando los desvelados se dormían si
ella se sentaba unos instantes junto a su cama, cuando la madre de un niño nacido
muerto cesaba de llorar si ella le hablaba. Lo que le preocupaba mucho y le inspiraba
un miedo mortal al acercarse los últimos exámenes era la teoría. Sabía siempre lo que
debía hacer cuando se acercaba a un enfermo, pero las palabras no tenían significado
para ella; no querían entrar en su cabeza, y si lo hacían salían de nuevo con suma
facilidad en cuanto les daba ocasión. Se hacía preguntas y las contestaba antes de
dormirse, en la bañera, mientras se vestía o cuando se cepillaba los dientes. Cuando
se examinó y la aprobaron, le pareció un milagro.
Fue destinada a la sala de maternidad, y esto la llenó de satisfacción. Aunque sus
deberes consistían principalmente en sacar y limpiar orinales, era feliz entre todas
aquellas mujeres embarazadas. Un sentimiento cálido y maravilloso de alegría se
apoderaba de Ruth cada vez que llevaba a los niños envueltos en pañales, cuando
limpiaba los pezones de las madres con alcohol, y al mirar cuan vigorosa y
hábilmente mamaban los recién nacidos. Los niños eran de todas las razas. Los había
blancos, rubios y morenos, en la sala grande; y, en la sala pequeña, negritos de labios
gruesos y hasta chinitos y japoneses con ojos de almendra y cabello negro sobre la
frente arrugada. Había madres mexicanas, italianas de amplios senos y supersticiosas
judías; clientes regulares que tenían un hijo cada año, y muchachas tímidas que tenían
el primero. Ruth admiraba en todas aquellas mujeres la maravilla de producir algo tan
maravilloso y hechicero como un niño.
Cuando se les acabaron los ahorros, Ruth estaba todavía lejos de poder mantener
a su madre. «Conserva siempre el valor, nena. ¡Y cuida a mamá…!». Pero no tenía la
más remota idea de cómo hacerlo.
De pronto se difundió por el hospital la noticia de que se buscaban enfermeras
experimentadas como camareras para una gran Compañía de aviones de pasajeros.
Aunque Ruth no había volado nunca y tenía que vencer el horror de ser zarandeada
en el aire, solicitó el puesto. Le pagaban veintisiete dólares semanales, lo cual
significaba tres pares de medias y un sombrero para su madre, una cartera para ella y
una noche de cine, con una cena en el restaurante «Schraft», para ambas. Las
camareras tenían que ser esbeltas, hermosas, jóvenes y encantadoras. Ruth consiguió
el empleo.
Le dieron una pequeña gorra y le encargaron a un buen sastre la confección de un
elegante uniforme de color gris claro. La señora Anderson comenzó a soñar con días
mejores. Ruth adelgazó un poco, pues el servicio aéreo era exigente; pero le gustaba.
Hacía casi un año que trabajaba en la línea aérea cuando una noche de febrero
encontró a Frank Taylor.
Fue la noche más excitante de su vida. El avión que iba de Granee a Brentford se

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elevó a las cuatro y veinte de la tarde con tiempo normal: visibilidad, una milla;
plafond[49], siete mil pies; primer piloto, Ed Warner, y segundo piloto, Bob Spencer.
Iban siete pasajeros, y como hacía frío Ruth envolvió a uno tras otro en las mantas de
lana cuadriculadas destinadas a tal efecto. Después de tres cuartos de hora de viaje, el
tiempo empeoró, y dos de las pasajeras palidecieron. Ruth comenzó a charlar con la
mayor, pues sabía que el mejor remedio contra los mareos aéreos es distraer la
atención del que lo sufre. Incluso ella sentía pesadez y dolores de cabeza cuando el
avión se movía como entonces. En el asiento de enfrente se hallaba un hombre
corpulento que hasta aquel instante no había cesado de fumar; pero de pronto
comenzó a escupir silencioso y avergonzado en una pequeña bolsa de papel. Warner
subió sobre las nubes en busca de mejor tiempo, pero a los tres mil pies encontró un
temporal de granizo. Ruth ofreció cigarrillos, sonrió a los pasajeros y preparó el café,
cuyo aroma hacía más confortable el ambiente. Dos comerciantes que hacían a
menudo el viaje con ella sacaron una baraja para jugar.
El joven que figuraba en la lista de pasajeros con el nombre de Frank Taylor se
sentó en cuanto subió al avión y cerró los ojos. Rechazó la manta, los cigarrillos y el
café, y Ruth sonrió interiormente, pues la divertía que los jóvenes fuertes como él se
sintieran enfermos en el viaje.
—Debería beber un poco de café. Usted no sabe cuan aliviado se sentiría —dijo
asiéndose al brazo del sillón, pues el avión se movía mucho en aquellos momentos.
Él abrió los ojos, sonrió un poco burlonamente y preguntó:
—¿Qué es lo que alivia?
Antes de que Ruth pudiera contestar, las pequeñas piezas de los equipajes cayeron
de la red y una mujer gritó; pero un instante después Warner estabilizó de nuevo el
aparato, y todos los pasajeros sonrieron forzadamente. La sacudida hizo abrir los ojos
de Taylor, que contempló atentamente a Ruth.
—¿No siente nunca miedo? —le preguntó con seriedad.
Ruth movió la cabeza sonriendo. Hacía un rato que había oscurecido y se había
encendido la luz eléctrica.
Ruth volvió a su minúscula cocina, donde desempaquetó una caja de
emparedados. Cuando miró por la ventanilla no vio más que tinieblas sobre las que
caía la luz del aparato como sobre una superficie compacta. Generalmente se
distinguían abajo las luces de pequeñas ciudades y pueblos, pero en aquellos
momentos no se veía nada más que la bruma o los remolinos de nieve a través de los
que volaban.
Ruth sirvió la cena. Reinaba una calma absoluta, y los pasajeros comenzaban a
charlar. Taylor fue el único que se negó a comer un bocadillo y a hablar con nadie.
Ruth le puso una manta sobre las rodillas sin pedirle autorización. Él hizo un ademán
de descontento, pero optó finalmente por aceptarla. Su rostro era más hermoso que el
de todos los pasajeros que Ruth había visto hasta entonces.
A las seis y cuarenta debían aterrizar en Brentford. Ruth miró la hora, hizo una

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ronda y ató firmemente a los pasajeros.
—¿Qué pasa ahora? —murmuró Taylor.
—Vamos a aterrizar en seguida —contestó Ruth.
Taylor suspiró profundamente, como en sueños. Sin embargo, en lugar de
aterrizar subieron más aún, se inclinaron sobre un ala y giraron en semicírculos. La
pequeña señal luminosa llamó a Ruth, que abrió la puerta que conducía a la cabina
del piloto.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.
—No pasa nada —dijo Spencer—. No podemos aterrizar.
—Muy bien —dijo Ruth.
Cerró la puerta, se volvió y contempló a los pasajeros. Los dos comerciantes se
habían puesto los sombreros y cerrado los maletines de documentos.
—¿Llevamos retraso? —preguntó uno de ellos.
—Un minuto o dos —contestó Ruth.
Otra señal luminosa.
—¿Qué? —preguntó.
—Hemos perdido la señal de radio. Trata de que conserven la calma.
—¿Cuánto tiempo tardará todavía? —preguntó Ruth.
—No lo sé —respondió Ed Warner.
Cuando Ruth se volvió y miró a Taylor a los ojos, le pareció que él sabía lo que el
piloto acababa de decir. Desató las correas de los pasajeros y dijo alegremente:
—Llevamos un poco de retraso.
Luego fue a la cocina, donde calentó todo el café que quedaba.
—¿Café? ¿Cigarrillos? —preguntó, pasando por todos los asientos con las tazas y
los platos. No era fácil hacerlo, pues el avión se inclinaba cada vez que Ed lo hacía
girar.
—¿Cuándo llegamos? —preguntó la señora de más edad.
—Dentro de pocos minutos —repuso Ruth—. ¿Café? —le preguntó luego a
Taylor.
Éste negó con un ademán, sin volver la cabeza. Miraba hacia fuera, a la compacta
oscuridad rota solamente por la luz de las ventanas del avión. Veinte, treinta minutos
pasaron de esta manera. Los pasajeros comenzaron a intranquilizarse. Ruth adivinaba
que el pánico, los gritos y los rezos comenzarían en cuanto dejara de sonreír. La
anciana se mordía las uñas. El hombre que se había sentido mal pidió con voz ronca
un vaso de agua. Todos miraban fijamente por las ventanas a través de las cuales no
se veía nada. Nuevamente brilló la señal luminosa.
—¿Cómo se comportan los conejos? —preguntó Spencer.
—Muy bien —comentó Ruth lo más animadamente que pudo.
—¿Quieres saber dónde estamos? —volvió a preguntar Spencer.
—Sí —repuso Ruth.
—Yo también —concluyó Spencer. Ruth cerró la puerta lenta y pensativamente.

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Pasaron otros diez minutos. Todos sabían ya que el avión había perdido el rumbo,
pero se comportaban bien. Sonreían forzadamente, a la expectativa, asiéndose a los
brazos de sus asientos. La señal luminosa brilló otra vez.
—El aeródromo de urgencia —dijo Spencer—. Ya se ven las luces.
—¿Kingston? —preguntó Ruth, aliviada.
—Sujétense bien —dijo Ed Warner con decisión—. Voy a descender. Ruth ató
rápidamente a todos los pasajeros.
—Vamos a aterrizar —dijo consoladoramente.
Los motores se detuvieron, y el avión descendió a través de las densas capas de
bruma. Los pasajeros contuvieron la respiración. De pronto, las máquinas reanudaron
su marcha para mitigar el golpe del aterrizaje, pero fue demasiado tarde. El muro
blanco de una montaña que surgió de la niebla los rodeó, y el choque del avión los
sacudió con fuerza. Las luces se apagaron instantáneamente y en la oscuridad se
oyeron el ruido de vidrios rotos, los gritos de las mujeres y las maldiciones de los
hombres.
Ruth se arrojó contra la puerta para abrirla y dejar salir a los «conejos». Furiosa y
desesperada, se dio cuenta de que no le bastaban sus fuerzas. De pronto sintió en la
oscuridad que un hombre empujaba la puerta. Podía oírlo jadear por el esfuerzo en
medio de los gritos y de los gemidos. La puerta cedió y ambos cayeron fuera, en el
aire helado.
—¿Se lastimó usted? —preguntó Taylor al levantarla de la nieve.
—No, ¿y usted? —contestó ella, y comenzó a sacar a los pasajeros del avión.
Spencer se acercó con una linterna eléctrica. Tenía el rostro grisáceo.
—Ed se desmayó por el golpe —le dijo a Ruth.
Pasó un largo rato, hasta que al fin salieron todos los pasajeros. Nadie estaba
herido. Ruth trató en vano de sacar su botiquín de urgencia del aplastado armario de
la pared de la cocina. La gasolina que caía sobre la nieve desde el tanque destrozado
despedía un fuerte olor. Ruth salió otra vez y miró alrededor. Habían aterrizado en la
ladera de una montaña. El aire era claro y muy frío. El aliento de los pasajeros
formaba una nubecilla frente a sus rostros. La capa de bruma estaba muy alta y
arrojaba una débil luz sobre la nieve. Spencer se había sentado en el suelo y tenía a
Ed Warner sobre las rodillas como si fuera un niño. Ruth cogió rápidamente un
puñado de nieve y frotó con él la cara de Ed para volverlo en sí. Warner miró
alrededor un poco consternado; luego sonrió al contemplar la situación.
—¡Caramba! ¡Hemos salido bien parados! —exclamó y se echó a reír. Spencer
rió también, y los pasajeros le miraron. Era una risa nerviosa e histérica, pero era un
gran alivio después del susto pasado. Sólo Ruth miró seriamente a unos y a otros
cuando comenzaba a examinarlos para ver si estaban heridos.
Ed Warner no podía levantarse. A Ruth le pareció que tenía la pierna izquierda
fracturada más arriba de la rodilla.
—Necesito tablillas —dijo.

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Taylor rompió las ramas de un árbol, y Ruth, utilizando su cinturón de cuero,
entablilló la pierna de Ed. Entre gritos, risas y cumplidos de todos, uno de los
comerciantes sacó una botella de whisky.
—La mejor medicina. Me cuesta tres dólares la botella comprado al por mayor —
dijo cuando sirvió a las damas.
Todos ellos tenían lesiones leves, pero al saberse fuera de peligro se comportaron
con gran valor. Ruth lavó y desinfectó cortes y rasguños. No sabía que por su propio
rostro corría la sangre. Oyó una tos lastimera y miró hacia atrás. Taylor estaba
apoyado en un árbol tosiendo y apretándose las costillas.
—¿Está usted herido? —preguntó Ruth.
—No es nada —dijo—. Sólo que no puedo respirar.
Detrás del avión, Ed Warner reprendía a una de las mujeres, que había encendido
un fósforo para encender un cigarrillo.
—Estamos nadando en gasolina —rugió—. ¿Quiere incendiar lo poco que queda
de nosotros?
Taylor entregó a Ruth la botella de whisky, en la que quedaba un trago. Ella
aceptó agradecida, pues se sentía en aquel momento un poco mareada.
—¿Quién irá a pedir ayuda a la próxima casa? —preguntó.
—Usted se quedará aquí. Iré yo —replicó Taylor. Luego se inclinó, cogió un
puñado de nieve y enjugó cuidadosamente la sangre que se deslizaba por el rostro de
la muchacha.
—Gracias —dijo ella, sorprendida y sonriente. Él se alejó. Su sombra oscura
desapareció entre los aislados árboles blancos.
El frío se hizo más intenso. Al principio tuvieron la linterna de Spencer, pero la
pequeña pila se agotó y los dejó oscuras. Los dos comerciantes contaron todo su
repertorio de chistes viejos para mantenerlos despiertos, y Ruth se lo agradeció
interiormente.
Ed Warner comenzó a maldecir en voz baja, y sus maldiciones se transformaron
paulatinamente en simples gemidos. Bob Spencer impidió que algunos de los
pasajeros salieran para buscar ayuda por su cuenta. Asumió el mando y les ordenó
que esperaran la ayuda que Taylor había ido a buscar.
Éste regresó después de dos horas que parecieron siglos y ayudó a Ruth en la
tarea de escoltar a los pasajeros hasta los carros tirados por caballos que esperaban en
la carretera. De vez en cuando se paraba y se apretaba las costillas para contener la
tos.
Cuando llegaron a Firdale se vio que tenía tres costillas rotas. Ruth ayudó al
médico rural, que vendó el amplio pecho de Taylor con soñolienta agitación,
entablilló adecuadamente la pierna de Warner y curó las heridas leves de los demás
pasajeros. Ruth se sentía un poco mareada por la fatiga y la pérdida de sangre. El
médico la elogió gruñendo cuando ella lo ayudó.
En una fonda, sentados frente al fuego, Ruth y Taylor esperaron la llegada del

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tren matutino. Los demás ocuparon las pocas camas disponibles. Al cabo de un rato,
ella se durmió, y Taylor se acercó con una silla y apoyó sobre su hombro la cabeza de
la muchacha, maravillándose de lo frágil que parecía y de lo bien que dormía. Al fin
se durmió también, apoyado contra Ruth. Cuando se despertaron estaban tan
enredados que tuvieron que separarse primero, riéndose a la luz de las rojizas brasas.
—A propósito, ¿cómo se llama usted? —preguntó él.
—Ruth.
—Yo me llamo Frank.
—Tanto gusto en conocerle —dijo Ruth riendo.
De esta manera se ahorraron semanas de presentación y fueron buenos amigos
desde un principio.
En todos los diarios apareció la fotografía de Ruth, con uniforme y gorra.
«Heroísmo de la camarera de un avión», decían los titulares.
La señora Anderson compró un álbum en el que pegó todos los recortes, pero no
permitió que Ruth volviera a su puesto.
Ella no protestó mucho. Sus nervios habían experimentado un rudo choque, y
temblaba y se mareaba cada vez que subía a un avión. Recorrió todo Nueva York
buscando empleo. Finalmente encontró un puesto de enfermera en el consultorio de
cierto profesor Richards que hacía sensacionales y lucrativas operaciones de cirugía
estética. Le pagaba treinta y cinco dólares por semana. Era mucho dinero, pero a Ruth
no le gustaba su trabajo.
«¡La primera, por favor! ¡La primera, por favor! El profesor no puede recibir a
nadie. Está operando a la señora Vanderbilt… ¡Tiene usted un aspecto magnífico! ¡La
operación la ha rejuvenecido veinte años…! No, lo siento mucho. El profesor no
puede hacer una nariz por menos de mil dólares».
Tenía que lavar instrumentos durante el día, poner revistas en la sala de espera,
telefonear, hacer las cuentas, anotar direcciones, llevar los libros, lisonjear a los
pacientes adinerados y rechazar a los pobres que, convencidos de que una nariz
diferente haría que todo el mundo estuviese a sus pies, no podían pagar la operación.
El profesor Richards era misógino, lo cual no tenía nada de extraño. Unas veces
trataba a Ruth con rudeza, y otras la atormentaba proponiéndole que se dejara operar
por él. Le hubiera gustado mucho tener una enfermera con la que demostrar a los
tímidos que poseía el poder de rejuvenecer sin dejar rastros de cicatrices. Ruth
comenzó a sentir nostalgia por la sección de maternidad y por los niños enfermos.
Pero treinta y cinco dólares semanales era un sueldo excelente.
Ruth ahorró algún dinero, y a las cuatro semanas pudo pagar el primer plazo de
un pequeño coche que compartió con su madre. Hazel Anderson cambió entonces la
Christian Science por la astrología. Se negó a seguir viviendo con su hija, porque las
estrellas lo aconsejaban así, y poco después anunció con cierto embarazo que se había
prometido con un tal Londsdale, que tenía un bigote extraño y un acento
exageradamente inglés. Ruth la abrazó llorando. Si no hubiera estado enamorada se

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habría mostrado furiosa, pero en aquel tiempo estaba preocupada por sus propios
asuntos. La madre se casó y fue a Inglaterra con Londsdale para ser presentada a su
familia. Tenía un aspecto distinguido cuando se despidieron, y sus mejillas demasiado
pintadas la asemejaban a una duquesa, o por lo menos así lo creyó Ruth. Luego, ésta
recibió tarjetas postales y finalmente la noticia de que Londsdale decidía quedarse en
su país nativo, donde la astrología comenzaba a estar de moda.
Aunque Frank hubiera preferido instalarla en un pequeño piso propio. Ruth, que
residía en el «Nightingale Club», siguió viviendo allí. Eligió este respetable hogar
para enfermeras como protección contra la fuerza de sus propios sentimientos, pues
perdía de tal forma la cabeza desde que conocía a Frank que temía ahogarse en su
amor sin la contención que significaba el miedo a los chismes del «Nightingale
Club». Al principio se encontraban todas las semanas; luego, casi todas las tardes.
Paulatinamente supo ella que Frank acababa de librarse de un matrimonio infeliz, y
que sus efectos perduraban aún. Ruth bromeaba y le reñía para impedir que él viera
cuan loca y desesperadamente le amaba. Pensaba que era más hermoso, más fuerte,
más hábil y más admirable de lo que ella creyó jamás que pudiera ser un hombre, y el
misterio y la infelicidad que lo rodeaban durante las semanas que precedieron y
siguieron a su divorcio hacían que todo fuese aún más hermoso.
Ruth se animaba por la noche, después de pasarse todo el día con su blanco
uniforme de enfermera. Estaba cada vez más hermosa. Se compró vestidos para
agradar a Frank, y con gran esfuerzo logró eliminar de su lenguaje todos los rastro de
Iowa y de la Calle Catorce. Trataba de recordar las pocas reglas de sociedad que le
inculcaron en el «Flynn’s College». Se suscribió a una biblioteca circulante, y leía
durante las horas de consulta. Frank estaba a veces muy cerca de ella, y otras parecía
un extraño. El carácter de Taylor cambiaba siempre bruscamente: en ciertos
momentos era alegre, y en otros, taciturno y amargado. En realidad, Ruth no sabía
nada de él y no comprendía su idiosincrasia. Cuando descubrió que era pobre y no
tenía trabajo, pasó tres días muy desilusionada. Luego pensó que Frank era infeliz y
débil como un perro sin amo, un muñeco roto o una rana friolera. Si antes lo
admiraba, a partir de entonces comprendió que le pertenecía por completo, y
comenzó a tomar enérgicamente posesión de él. Lo llamaba tiernamente Chip, como
al querido e inolvidable perro callejero de la Calle Catorce.
Frank era químico. Trabajaba en el negocio de su suegro, y abandonó el puesto
cuando se divorció. Cambiaba de empleo casi todas las semanas, y a veces no
trabajaba. Ruth sabía que su desesperación le inducía a salir, a bailar, a beber y a
divertirse. La distracción era la cura que se recetó, y el alcohol, su medicina. A veces
hablaba de un gran porvenir, y aludía a una herencia o decía que iba a inventar algo.
Pero no era como Jackie, que durante siete largos años trabajó en mangas de camisa e
inclinado sobre la mesa, para crear la «Anderson Gothic». En realidad, ella sólo sabía
con seguridad una cosa: que lo amaba y que él la necesitaba. A menudo sentía celos
de otra mujer, pero nunca lo decía. Finalmente, y para poder ayudarlo mejor, dejó el

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«Nightingale Club» y se trasladó a un pequeño piso donde podían estar juntos y
solos, como él quería.
Una noche, después de un baile maravilloso y cuando ambos estaban un poco
embriagados, Frank le pidió que se casara con él.
—Cuando tengas un empleo —contestó Ruth haciendo acopio de su sentido
común.
Un año después, Frank encontró un empleo en la «Eos Film and Photo
Company», de Shanghai, con un sueldo de cincuenta dólares por semana. Cuando se
lo dijo, Ruth creyó que estaba bromeando, pero él le mostró las cartas y comenzó a
empaquetar sus cosas.
—Echaré un vistazo, y si me gusta te telegrafiaré para que te reúnas conmigo —
dijo en tono alegre y optimista.
Ruth sonrió con valor hasta que él tomó el ómnibus que iba a Vancouver, el
transporte más barato hasta el puerto de donde zarpaba el barco.
Apretó firmemente la mano de Frank y corrió cuanto pudo al lado del gigantesco
ómnibus gris. Una nube de humo salió del tubo de escape, y cuando se disipó Frank
había desaparecido.
Le escribía cartas amables. «Te amo. Hoy más que ayer, mañana más que hoy…».
Antes de que llegara el telegrama pidiéndole que fuera pasaron casi tres años. No
le agradó salir de América, pero Frank significaba para ella más que su país natal.
Notificó al doctor Richards que dejaba su empleo, le buscó apresuradamente otra
enfermera, escribió a su madre y se despidió de la tumba de Jackie.
Hacía mucho tiempo que ahorraba dinero para el pasaje, pero a última hora supo
que no había sitio en ninguno de los vapores que zarpaban hacia el Lejano Oriente.
Sin embargo, al fin consiguió pasaje en el Kobe Mam, un vapor japonés rápido y
limpio.

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Capítulo VII

FRANK TAYLOR

Siete años tenía Frank cuando oyó cantar a un pájaro por primera vez. En la isla
hawaiana en que nació no había pájaros que cantaran, excepto de una especie negra e
insolente, de pico amarillo, que emitían un sonido desagradable e invadían la veranda
para buscar las migas del desayuno. Su padre y él habían llegado de noche a San
Pedro, donde una severa anciana a quien debía llamar abuela los esperaba con un
coche ridículo y anticuado, en el cual los llevó hasta Los Ángeles, a su casa, toda
pintada de blanco. Hablaron un poco.
—¡Hola, Henry! —dijo la abuela.
—¡Hola, mamá! —contestó Henry—. Éste es mi hijo.
—¡Hola, muchacho! ¡Qué moreno es, Henry!
—El sol lo ha tostado —explicó Henry.
El cuarto para huéspedes donde Frank tuvo que dormir solo estaba situado en el
primer piso. Nunca había dormido solo hasta entonces.
—Puedes ocupar la habitación de papá —le dijo la abuela a Henry, y éste se
quedó en la planta baja.
Luego, la anciana llevó a Frank al cuarto de huéspedes.
—¿Dónde está tu camisón? —preguntó.
—Siempre duermo desnudo —repuso Frank.
La abuela abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir una palabra.
—¿No rezas? —preguntó cuando Frank se disponía a meterse en la cama.
—¡Oh, si! —respondió éste rápidamente, pues a menudo se olvidaba de hacerlo.
Se arrodilló junto a la cama y murmuró—: Querido Dios, protege a esta casa y a
todos los que en ella viven: a mi padre, a mi abuela y a Poulani. Amén.
—¿Quién es Poulani? —preguntó la abuela.
—Mi jaca —contestó Frank sintiendo ganas de llorar.
—No se reza por los animales —dijo la abuela al apagar la luz.
Luego se inclinó sobre él en la oscuridad y le dio un beso seco y frío en la frente.
Después se vio solamente la luz de uno de los faroles de la calle y la sombra de las
cortinas que oscilaban lentamente ante la ventana abierta. El niño se sentó en la cama,
juntó las manos y escuchó asombrado. El pájaro cantaba fuerte y rápidamente.
Parecía como si estuviera completamente solo en medio de las tinieblas. De pronto,
Frank se sintió vencido por el recuerdo de su madre y de todo lo que había dejado
atrás, y ocultando la cara en la almohada empezó a llorar silenciosamente, mientras el
pájaro seguía cantando.
A la mañana siguiente la abuela descubrió la almohada mojada, y después de unos

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instantes le dijo:
—Te gustará estar aquí, Frank, cuando vayas a la escuela.
El abuelo de Frank Taylor procedía de Vermont. Había ido a Hawai cuando era
joven y predicó la palabra de Dios como misionero metodista en el distrito de Kona.
Volvió a Wheelston, Vermont, durante sus primeras vacaciones, y llevó consigo a su
mujer al regresar de Hawai. Más tarde, su iglesia lo trasladó a Hilo y después a
Honolulú, o, mejor dicho, a una pequeña colonia habitada por los obreros de una gran
plantación de azúcar, a más de ocho millas de Honolulú. Había una pequeña capilla
metodista de madera al lado de la escuela, y el pastor Taylor tomó a su cargo las
almas de una comunidad multicolor y políglota. Henry, el único hijo del cura, iba
asiduamente a casa del plantador, pues era el único compañero blanco que tenían los
hijos de éste. Como Henry tenía talento y ambición, el señor Hancock decidió
costearle los estudios en América, e hizo que lo mandaran a Yale. Cuando regresó,
Hancock lo empleó en su oficina, lo casó luego con su hija y su ascenso fue rápido.
Finalmente, fue nombrado gerente de la exportación de azúcar en bruto a las
refinerías de América.
La hermosa y alegre Mamo, madre de Frank, por quien éste sentía tanta nostalgia
al principio, era de sangre muy diferente. Muchas familias isleñas tenían una mancha
oscura en su pasado, pero se hablaba poco de eso. Uno de sus antepasados fue un
marinero inglés que en 1860 desembarcó en Honolulú y se emborrachó con la bebida
indígena. A causa de una joven riñó en un burdel con dos o tres vigorosos nativos, fue
arrojado por las escaleras y se rompió una pierna; cuando volvió en sí, su barco había
zarpado. Así fue como Joe Porter se quedó en la isla. Más tarde se casó con una
nativa de sangre real, que aportó como dote una gran propiedad que él plantó con
caña de azúcar.
La sangre de aventureros e indígenas estaba mezclada en Frank Taylor con la de
antepasados piadosos y severos, lo cual era más que suficiente para impedir que fuera
un americano típico.
Él ignoraba el tumulto y el escándalo que habían precedido al divorcio de sus
padres. Ignoraba también que su padre había perdonado muchas veces a Mamo, y que
sólo la abandonó al encontrarla en brazos de un joven ayudante de la estación
experimental de la plantación. Tampoco sabía que por esta causa él mismo fue
confiado al cuidado de su padre, quien salió de la isla disgustado de su fertilidad, de
su dulzura enervante y de su clima, que minaba las energías físicas, morales y
mentales del hombre blanco. Frank fue alejado del suelo tropical antes de que
aquellas condiciones arraigaran en él. Al principio salpicaba su lenguaje con algunas
palabras hawaianas. Su abuela, la mujer del misionero, lo comprendía, pues también
estaba acostumbrada a ellas. Pero cuando fue a la escuela y los demás muchachos se
burlaron de él, perdió la costumbre. Quería ser como los demás y no llamar la
atención. Sus recuerdos de Hawai se desvanecieron, y al final no quedó más que una
vaga visión multicolor, de arenas más blancas que la nieve, de aves negras y de olas

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que rompían en la playa llevando los cuerpos bronceados de entusiastas bañistas.
Recordaba los gigantescos árboles, las innumerables flores y la casa sobre la colina,
con los umbrosos cuartos detrás de la veranda que la rodeaba. Recordaba a Fong, el
cocinero chino que hacía reír a Mamo porque escribía poesías chinas en la cocina: el
olor a curry que impregnaba las paredes del comedor; los ananás fríos cortados en
tajadas y servidos en una gran flor amarilla que hacía las veces de taza… Recordaba
los largos paseos sobre su jaca Poulani por entre las interminables plantaciones de
azúcar. Le parecía percibir aún el olor acre de los campos cuando se quemaban en
ellos las hojas de las plantas altas. Nunca se despejaba por completo el cielo. Llovía
casi a todas horas y luego salía el sol. Por la noche brillaban grandes estrellas sobre el
jardín, y Frank escuchaba el susurro de los cocoteros agitados por el viento.
Recordaba la risa de su madre, que sabía distinguir de todas las demás; su perfume;
su blanco cutis; sus manos cálidas; su forma de cabalgar, de nadar y de morderle la
nuca y las orejas cuando jugaban a los caballitos, y en fin, los nombres con que lo
llamaba: gota de miel, pececito, Laipala liilii. Pero estos recuerdos eran cada vez más
vagos, y al fin se borraron completamente de su memoria.
Su abuela había tenido razón. Al cabo de algún tiempo le agradó estar allí. La
escuela le gustaba. Tuvo amigos y fue muy admirado por su fuerza y por su piel
tostada. Era el favorito de todas las niñas de su clase, y aún más de los muchachos.
Después de la muerte de su abuela, su padre se casó con una mujer delgada y de
expresión enérgica con la que Frank no simpatizaba. La llamaban señora Henley, y
era viuda con una hija de ocho años.
—Llámame madre —le dijo ella.
—Muy bien, señora Henley —respondió Frank.
—¿Te has limpiado bien los dientes…? ¿Te has lavado las orejas…? ¿Cómo te
has hecho esa mancha en los pantalones…? Si vuelves a decir otra vez «piojoso»
tendré que dejarte sin postre… Si vas al partido de béisbol deberías tener la gentileza
de llevar a Dot contigo, ¿no te parece?
—Muy bien, señora…, es decir, mamá.
Fueron progresando. Se mudaron a la Calle Ocho, cerca de Westlake, donde la
gente remaba todos los domingos.
Hubo muchas conversaciones sobre unas cosas que llamaban «bonos». Todo,
desde el nuevo vestido de moda para la señora Henley hasta el puente de oro para los
dientes de Dot, dependía de los «bonos».
Henry Taylor estaba empleado en una refinería de azúcar, la «Pacific Sugar and
Molasses Company», que competía con la empresa de su exsuegro. El esplendor y
prosperidad de la casa de la colina de Oahu pertenecían al pasado, pero, sin embargo,
tenía bastante dinero.
—Mi madre era una Stanwick —solía decir la señora Henley, como si
descendiera de los Plantagenets.
Frank aprendió en la escuela que los Estados Unidos era el mejor país del mundo,

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California el mejor Estado de América, y su escuela, la «LALHI», la mejor de Los
Ángeles. Todo esto, unido a que su equipo de rugby venció al «SHFH» por nueve a
cero, le dio un agradable sentimiento de superioridad y lo indujo a ser tolerante con
los que no tenían en su vida ventajas tan decisivas. A los once años tuvo una
peligrosa mastoiditis. Fue la primera ocasión en que una riña oscureció la estudiada
cortesía del segundo matrimonio de Henry Taylor.
—No puedo asumir la responsabilidad si le sucede algo al niño. Después de todo,
ella es su madre. Me lo reprocharía siempre —murmuró Henry ansiosamente, y al
final ella cedió, con la condición de que él no estuviese ni en su casa ni en la ciudad
el día en que su primera mujer fuera a ver a su hijo. Henry aceptó. Tal vez él mismo
tuviese miedo de su amor por Mamo, que tan profundamente había enterrado en su
corazón.
Mamo, que se llamaba a la sazón señora Ingram, llegó en el primer vapor.
Contempló con gran sorpresa la limpieza y la respetabilidad de clase media que se
observaba en el salón. Había un pronunciado olor a piso encerado, un florero grande,
pero vacío, sobre la mesa y un piano que parecía estar cerrado con llave. La señora
Henley tenía el cabello sujeto con una redecilla, para proteger sus rizos recién hechos.
El encuentro entre las dos mujeres fue exageradamente cortés. La señora Henley
llamó por teléfono al hospital anunciando la visita de la señora Ingram, y Mamo se
fue inmediatamente. Entonces, la señora Henley telefoneó a su marido advirtiéndole
con voz trémula que no se acercara al hospital, y luego abrió las persianas para
eliminar el perfume demasiado fuerte de la primera señora Taylor antes de que su
esposo llegara a casa.
Cuando Mamo se inclinó sobre el niño, la enfermera, que estaba tejiendo junto a
la cama de Frank, salió de puntillas. Frank, inconsciente, con los labios agrietados por
la fiebre, movía sin cesar la cabeza. Las lágrimas de Mamo cayeron sobre él, lo
mismo que cuando se despidieron mucho tiempo atrás. Permaneció toda la noche
sentada junto a su cama, contemplándolo.
«Ha crecido mucho. Es ya un muchacho», pensó riendo y llorando a un tiempo.
Las lágrimas resbalaban hasta su boca, y se pasó la lengua por los labios para
enjugarlas. Una vez, Frank abrió los ojos y gimió.
—¡Laipala liilii, mi pececillo rosado! —murmuró ella ansiosamente. Apoyó el
rostro en las manos del niño, pero en lugar de besarlas mordió suavemente cada una
de las yemas de los dedos como cuando jugaban a los caballitos. El niño volvió a
cerrar los ojos, pero esta vez sonreía. Mamo se quedó en un hotel y visitaba todos los
días a su hijo. Mandó flores a la señora Henley y compró una muñeca para la hija de
ésta, pero no logró romper la barrera de cortesía, tan dura como el hierro. Cuando
Frank estuvo fuera de peligro, Mamo lloró nuevamente, pero no al lado de su cama,
sino en el cuarto de su hotel. Luego volvió a Honolulú.
Frank casi no se enteró de la visita de su madre, pues había estado delirando la
mayor parte del tiempo. Sólo experimentó un sentimiento cálido y delicioso, como

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después de un ensueño feliz. Pero Mamo había recobrado su valor, y de vez en
cuando escribía cartas a su hijo. Henry Taylor no tuvo bastante energía para prohibir
esta correspondencia, que tenía que hacerse a espaldas de la señora Henley. Mamo le
contaba cómo progresaban las poesías de Fong en la cocina, y le hablaba de las
enormes ranas con las que combatían un parásito del azúcar y que saltaban en gran
número sobre la veranda, y también el potrillo que Poulani había dado a luz. Para
Navidad llegó un paquete para Frank y Dot: ukeleles, nueces azucaradas, grotescos
muñecos japoneses, pijamas chinos de seda bordada y un sinfín de objetos exóticos.
Frank llevaba las cartas consigo como si fueran cartas de amor, y consideró el hecho
de tener madre propia como un amor secreto. Se sentaba a contestar sus cartas, y lo
hacía de una manera torpe, de colegial:

Querida Mamo:
Te agradezco mucho tus lindos regalos. Ahora soy solamente dos pulgadas
más bajo que papá, que dice que pronto seré más alto que él. Voy a menudo a
nadar con mis compañeros de colegio, pero las olas aquí son demasiado chatas
y no hay marejada. Hay un parque de atracciones y un canal que nos causa
gran placer. En cuanto salga de la escuela iré a Hawai a visitarte.

O bien:

Querida Mamo:
Soy ahora «quarter back» en el equipo de la escuela, y el viernes pasado
vencimos al H. H. por siete a tres Yo hice un «touchdown»; lástima que no
hayas estado para verlo. Las camisas de seda que me enviaste son preciosas,
pero la señora Henley dice que debe guardarlas para cuando asista a reuniones.
Los muchachos de aquí no usan camisa de seda, pero a mí me gustan mucho. Te
abraza tu gran pececito.

O bien:

Querida Mamo:
Te escribo desde el campamento, adonde me envió papá. Está en la sierra, a
nueve mil pies de altura, y hay muchos árboles, no como los de Los Ángeles, que
deben de ser comprados y plantados, sino verdaderos árboles grandes.
Dormimos en tiendas de campaña, y al anochecer cantamos junto a la fogata
del campamento. También hice una excursión; anduvimos a caballo durante tres
días y dormimos sobre mantas. Papá dice que si salen bien las cosas tal vez
compre una casita en las montañas, y entonces podremos pasar entre los
árboles todos los fines de semana. Aquí también hay un río; ahora está seco,

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pero lleva agua hasta junio. Me acuerdo de una cascada que vi cuando era
pequeño. Tal vez dentro de tres años pueda ir a Hawai.

Y un cable:

Lo lamento mucho. No puedo ir porque papá está enfermo.

Los primeros síntomas de la úlcera gástrica de Henry Taylor se notaron


justamente cuando Frank salió de la escuela. El régimen era la manía de su mujer, y
como todos los meses aparecían nuevos regímenes, su vida nunca careció de interés.
Una verdadera procesión de cocineros negros pasó por su cocina, insultados y
cansados de sus exigencias: comida cruda, comida sin sal, comidas ricas en proteínas,
comidas sin proteínas, régimen de leche, régimen de plátanos, régimen de tomates…
Durante una semana no hubo más que legumbres sin sal, cocidas sin manteca, y a la
semana siguiente nada más que filetes medio crudos.
Henry estaba enfermo, y los especialistas le indicaron un régimen; pero seguía
con dolores, perdió peso y no pudo ir al trabajo. En la «Pacific Sugar and Molasses
Company» pusieron un sustituto, primero temporalmente y después definitivamente.
Henry perdió su empleo o lo dejó. Se hizo agente de seguros, pues así podía trabajar
cuando se sentía bien y descansar cuando temía un ataque. Además, jugaba a la
Bolsa, como todo el mundo, para aumentar sus ingresos. Frank no pudo ir a Yale,
como habían proyectado hacía tiempo, e ingresó en la Universidad del Estado de Los
Ángeles. Para consolarlo, su padre le regaló un coche muy viejo, que Frank pintó de
verde claro, y en él iba orgullosamente todos los días a la Facultad.
La señora Henley apretó los dientes y economizó con gran ánimo. Iba a la cocina
y hacía puré de zanahorias y espinacas para su esposo.
—Mi madre era una Stanwick —informó orgullosamente a la cocinera.
A sus ambiciones, que había contagiado a su hijastro, se debió que Frank se
asociara finalmente a la logia de su padre, la muy elegante Sigma, Alfa, Epsilon. En el
colegio había sido el favorito, «la gran esperanza del equipo de fútbol»; escribía
pequeños y entretenidos artículos para el periódico de la escuela, y las muchachas se
volvían para mirarlo, le entregaban notas y dibujaban en sus libretas corazones con
sus iniciales entrelazadas. Pero en la Universidad fue un don nadie, un estudiante de
Química que tenía que aprender las más elementales y aburridas reglas, un cualquiera
que tenía que mostrar primero de qué pasta estaba hecho.
Como su padre opinaba que era una carrera de porvenir, se había decidido por la
Química, pero no porque tuviera talento especial para ella. Además, le entretenían los
experimentos que hacía en el laboratorio.
Iba a la logia todos los lunes. Allí lo educaban y preparaban para los bailes de los
viernes. Bailaba rígidamente, manteniendo a su pareja a distancia, pues le causaba la

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impresión de que era una cosa sumamente frágil.
Desde que la buena sociedad utilizó la palabra sexo se hablaba mucho de ella, y el
diario de la Universidad le dedicaba tres secciones. La primera estaba consagrada a
dar consejos a los enamorados; la segunda, a contar los chismes del campo de
deportes, y la tercera, más seria y agresiva, hablaba del amor libre, del matrimonio no
inscrito en el registro civil, de las enfermedades venéreas y de la profilaxis. ¿Qué
significaba fiscalización de nacimientos? El signo de interrogación era superfluo para
la mayoría de los jóvenes. Frank era o demasiado tímido o demasiado arrogante, y no
tenía ninguna amante. Contemplaba a las muchachas y observaba sus figuras, que le
parecían provocativas, pero nunca pensó en ninguna en particular. Esperaba, sin saber
qué.
Para él era más importante el rugby que el estudio y el sexo.
Se sintió muy afectado cuando no se le eligió para jugar en la Universidad. Tuvo
que resignarse a permanecer sentado en la cheer-section[50], estudiando la tarjeta de
instrucciones, rugiendo los lemas de la Universidad, poniéndose la gorra del revés,
agitando pedazos de cartulina azul, verde o roja y sintiéndose sumamente infeliz
cuando su equipo perdía. En el tercer año de su carrera universitaria llegó a ser jefe
de la cheer-section. Tenía un espíritu y un sentido del ritmo que los otros muchachos
llamaban personalidad. Con dos compañeros se ponía de pie frente a la sección y
dirigía los gritos con que se alentaba al equipo. Una vez tuvo un destello de
genialidad: inventó un nuevo grito de guerra que fue aprobado y adoptado.
Acompañó al equipo a San Francisco y a Seattle. Después del partido, vencedores
y vencidos se embriagaron con malos aguardientes que habían llevado consigo,
cometiendo toda clase de excesos. Frank se emborrachó entonces por primera vez y
tuvo su primera experiencia amorosa. Después le pareció que sus expertos
compañeros de estudios exageraban mucho las delicias de la bebida y del amor.
Para las muchachas era cuestión de honor hacer gastar a sus amigos la mayor
cantidad de dinero posible, pues así podían medir su amor. Un joven con automóvil
era preferido a uno sin él; el que poseía un automóvil costoso era especialmente
favorecido, y el que tenía uno barato era solamente tolerado. Los ramos de flores que
los estudiantes tenían que regalar a las muchachas, los locales donde las llevaban a
bailar, el precio de la cena a que las invitaban: todo se calculaba y pesaba, no por el
valor que tenía, sino como símbolo de un grado mayor o menor de afecto. Este
sistema enseñó a los muchachos la necesidad de gastar dinero con las mujeres y, por
consecuencia, la de ganarlo, y a las muchachas un egoísmo inconsciente que las hizo
considerar el amor como un deporte. Había algo en Frank Taylor que lo mantenía
apartado de aquella vida. Su sangre de misionero hacía que le desagradaran las
aventuras amorosas en los coches, que era lo más común, y el romántico
sentimentalismo de su madre le hacía considerar todas estas relaciones como
demasiado estrechas, frías y calculadas.
Partió para Hawai en cuanto fue mayor de edad. Sacó pasaje en un vapor de carga

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barato, pues se pagaba la mayor parte del viaje con dinero ganado por él mismo. Su
manía era la fotografía. Retrató a muchachos y muchachas, el campo de deportes, el
equipo de fútbol y la clase de declamación. De noche revelaba y sacaba copias en el
laboratorio de la Universidad, no sólo de sus propias fotografías, sino también de las
instantáneas tomadas por otros, pues la fotografía estaba de moda. De esta manera
ganó sesenta y cuatro dólares. Cuando él salió con la suya y partió, la señora Henley
lloró amargamente. Era un espectáculo desagradable, pues sus lágrimas le parecieron
a Frank una fuente en el desierto. Un breve intercambio de cablegramas entre él y su
madre precedió a la partida. A las seis de la mañana avistaron la isla. Las montañas se
erguían rodeadas por las nubes, como si llevaran camisones de franela. Una orquesta
tocaba Aloa en el desembarcadero, no para el pequeño vapor de carga, sino para un
gran crucero de lujo que salía en aquellos momentos. Aloa, Aloa, nui…
Frank sintió un nudo en la garganta. Una mujer tan gruesa como una blanda
almohada le echó los brazos al cuello y lo adornó con guirnaldas de flores. Sus ojos
eran vivaces: reía y lloraba, y cogiéndole una mano le mordisqueó los nudillos para
ocultar sus lágrimas.
—¿Mamo?
—Sí, Mamo.
Un gran automóvil gris conducido por un chófer japonés se detuvo cerca de ellos
y de él bajó un caballero agradable que lucía una orla de plumas alrededor de su
sombrero de paja de anchas alas.
—Mi marido —dijo Mamo—. Mi hijo. Cuando ella se sentó en el automóvil
ocupó todo el asiento posterior. Los dos hombres se sentaron en los traspuntines[51].
Todo era muy diferente de lo que Frank había imaginado: calles americanas con
drugstores, por las que hormigueaba una muchedumbre de todas las razas, bares,
tranvías y muchos automóviles. Era un paraíso de tolerancia y buen humor.
No fueron a la casa de la colina, sino a Waikiki, pasando ante los grandes hoteles
y jardines. Luego doblaron por una avenida que conducía a una casa cuyo jardín
descendía hasta la costa. Se podían ver el mar y las blancas crestas de las olas entre
los curvados troncos grises de las palmeras.
Mamo no cesó de charlar con su voz sonora y gangosa, y no retiró ni por un
instante la mano del hombro de Frank. De vez en cuando lo sacudía cariñosamente
para dar mayor énfasis a sus palabras. A Frank, acostumbrado a la seca delgadez de la
señora Henley, le impresionó al principio la corpulencia de su madre. Recordaba a
Mamo como una mujer joven, esbelta, que cabalgaba como el mismo diablo y nadaba
como un pez. Ella misma bromeaba sobre su estado actual y a medida que reía y
charlaba se rejuvenecía y adelgazaba hasta llegar a ser finalmente como Frank la
había imaginado en sus sueños. Un chino de cabellos y traje blancos salió a la terraza
y se inclinó profundamente:
—Aloa, señor. La señora está muy contenta. Aloa.
—¡Fong! —gritó Frank, y estrechó la delgada mano del viejo cocinero.

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—Fong tiene la culpa de que esté tan gruesa —dijo Mamo, y sus lágrimas
resbalaron nuevamente por su rostro risueño.
—La lluvia de Wai Alealea —dijo Ingram sonriendo—. Cae cada cuarto de hora
sin que el sol deje de brillar. Mamo observó a Frank cuando se desnudó y mientras se
duchaba. Le dio bien de comer, no le perdió de vista, le hizo muchas preguntas y trató
de averiguar qué clase de hombre era. Lo acostó y se sentó al borde de su cama,
contemplándolo hasta que estuvo dormido.
—Duermes con las rodillas bajo el mentón. ¿Sabes lo que eso significa? —le
preguntó mientras se desayunaba en la terraza—. Significa que sientes nostalgia —
añadió ofreciéndole una papaya.
—Puede ser —dijo Frank, confuso. Sin saberlo ansiaba una madre, y ya tenía una.
Disfrutó de todo lo que la isla podía ofrecerle: del sol, de la natación, del cielo, de
las nubes, de la luna, de las estrellas fugaces, de las cosechas, de las palmeras, de las
flores, del perfume, del esplendor y de la felicidad. Mamo quiso mostrar su hermoso
hijo a todo el mundo y dio agradables fiestas en su honor.
—Se ve que ha nacido en las islas —dijeron todos—. Es alto, fuerte y tiene la piel
bronceada.
—Se parece a mí —decía Mamo orgullosamente, aunque nunca se la viera sin
una sombrilla japonesa, pues no quería tostarse.
En Hawai, el color significaba menos que en ninguna otra parte del mundo. Los
blancos, los baule, estaban mezclados y casados con la población nativa. Los chinos,
los portugueses, los coreanos y los filipinos, que acudieron en masa porque los
hawaianos no eran aptos para el trabajo de las plantaciones, se mezclaban sin
excepción y a veces resultaban magníficos ejemplares de mestizos. Sólo los
japoneses se contenían y formaban una clase media, honesta, industriosa, limpia,
frugal y simpática. Tenían tiendas y hoteles, eran buenos artesanos y entre ellos se
hallaban los mejores capataces de las plantaciones. Sus hermosas hijas iban a la
Universidad o a servir en las casas de los blancos adinerados. Se llevaban bastante
bien con sus enemigos tradicionales: los coreanos y los chinos. Los viejos seguían
siendo japoneses, pero los jóvenes eran ya americanos.
Frank solía asistir a los bailes del club, junto al mar; bailes con música hawaiana
en la ancha terraza de mármol, iluminada por las antorchas de los pescadores; bailes
bajo el gigantesco y viejo plátano del «Gran Hotel» de Waikiki. Mamo le regaló un
smoking blanco, y su torpe forma de bailar adquirió gran facilidad y soltura. La luna
grande y amarilla brillaba intensamente la noche que se enamoró de Chummy Page.
Los Page se hospedaban en el hotel, y con frecuencia iban a visitar a los Ingram. El
señor Page se dedicaba al negocio del petróleo, y su familia había figurado durante
dos años en la Guía Social. Chummy tenía una tez suave y bronceada y cabellos
rubios e infantiles; no usaba medias con el traje de noche, y bailaba
maravillosamente. Cuando Frank le contaba algo de él mismo, de su Química o del
touchdown[52] de su famoso partido contra Stanford, ella escuchaba con atención y lo

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miraba con sus ojos muy abiertos, como nadie había hecho hasta entonces. Cuando le
confesó con voz ronca que la amaba, los ojos de la muchacha parpadearon como las
alas de una mariposa. Casi sofocado por la emoción, Frank la sacó del salón de baile,
la llevó hacia el mar, la levantó en sus brazos, la condujo hasta un pequeño muelle de
piedras y la sentó a la sombra oscura de una palmera. Se besaron hasta perder el
aliento. Ella llevaba minúsculos zapatitos plateados. Frank no hallaba palabras para
expresar cuan hechicera, encantadora y maravillosa le parecía.
—Si por lo menos no fueses tan terriblemente hermosa… —se quejó, y eso fue
todo lo que pudo decir como declaración de amor.
Divertida y fascinada, Mamo observaba a los dos jóvenes. Como todas las
mujeres que han conocido el amor, sentía un gran placer en concertar compromisos.
Enviaba a ambos a su invernáculo para que contemplaran sus orquídeas, o en sus
piraguas con balancín, mar adentro, a que esperaran las grandes rompientes con las
que debían volver a la costa. Mantenía a los Page encadenados a la mesa de bridge
para que los jóvenes tuvieran libertad de acción. Cuando finalmente Frank tuvo que
partir, lo sorprendió dándole un pasaje de primera clase en el mismo barco en que
viajaban los Page.
—Aloa, áloa nui.
Se tocó música, se tiraron serpentinas, de las que Frank sostenía un extremo y
Mamo, en el muelle, el otro. Las serpentinas se pusieron tensas y luego se rompieron,
llevando el barco tras sí un montón de papel multicolor. Ésa fue la despedida.
Chummy estaba cubierta de flores hasta las orejas, y Frank le dio además sus
propias leis[53]. Cuando pasaron por delante del desnudo cono del Diamondhead,
tiraron dos de ellas al agua, lo cual significaba la promesa de volver. Durante seis días
más siguieron los bailes en la cubierta, contemplando las estrellas desde la proa, con
música hawaiana y con toda la exuberancia de sentimientos que esperaba Frank
cuando se mantenía alejado de los estudiantes.
Con una expresión fríamente correcta, la señora Henley le esperaba en el muelle
de San Pedro.
—Tu padre no ha podido venir. Sufre grandes dolores —anunció.
Frank presentó su seca y apergaminada madrastra a los Page. Mientras llevaba el
equipaje a tierra, ella se sumergió apresuradamente en su pasado para ver si
encontraban conocidos comunes.
—Mi madre era una Stanwick —le oyó decir Frank.
—¿De los Stanwick de San Francisco? —inquirió la señora Page en tono
respetuoso.
La señora Henley evitó una respuesta directa, pues sus Stanwick eran solamente
de South Bend. Cuando los Page se alejaron en el coche, le dijo a Frank con
excitación:
—Son los Page de la «Consolidated Oil». Una gente muy distinguida.
El padre de Frank estaba tendido en la cama, en la casa de la Calle Ocho. Sus

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labios estaban blancos. Parecía como si cada mes que pasara su cuerpo se fuese
desangrando a pesar del régimen alimenticio.
Los Page solían pasar algunos meses del invierno en una casa que poseían en
Pasadena. Habitualmente vivían en Long Island, el barrio más adecuado para la gente
adinerada que figura en la Guía Social. Durante una semana se quedaron en el Oeste
para visitar a viejos amigos. ¡Una simple semana, siete ridículos días! Como ni Frank
ni Chummy podían aceptar tal separación, él la llamó un día por teléfono alegando
que iban a jugar al tenis, fueron en su destartalado coche al Registro Civil y se
casaron. Luego telefonearon a sus padres desde el drugstore de la esquina, les dieron
la noticia y cortaron la comunicación antes de que hubiesen recobrado el aliento para
poder contestar. A continuación se dirigieron a Santa Bárbara. Chummy se rió, hasta
llorar, de las triquiñuelas que Frank tenía que emplear para conseguir que su coche
continuase andando. Les quedaban aún veinticuatro dólares. Con esta suma podían
vivir una semana en alguna fonda barata o un par de días en un hotel elegante.
Eligieron el hotel sin pensar un solo instante en lo que podía suceder después. No
tenían nada en común, excepto su juventud y el recuerdo de los bailes bajo los
plátanos; pero esto bastó para su noche de bodas.
El señor Page, un hombre fino, de cabellos grises, se puso sumamente
desagradable.
—¡Joven, si usted ha creído que éste sería el camino para emplumar su nido, ha
cometido un grave error! —vociferó.
Frank enrojeció hasta la raíz de los cabellos y contestó gritando que su único
deseo era que Chummy no tuviera un solo céntimo y que ni en sueños pensaba
aceptar la ayuda de los Page. Éste se retiró a sus habitaciones con jaqueca. Chummy
vertió una o dos lágrimas, se arrojo al cuello de su padre y dijo:
—Papá, ¿cómo eras cuando te casaste con mamá? ¿Lo has olvidado?
Entonces el señor Page se ablandó, y pasaron la noche bebiendo mucho whisky de
contrabando y un poco de soda.
En los Estados Unidos eran tan comunes las escapatorias de esta índole como el
rapto de mujeres entre muchas tribus del Amazonas. En la página social de los diarios
aparecieron retratos de la joven pareja y notas en las que se hablaba de un idilio que
comenzó entre las palmeras de Hawai y terminó con una fuga. La señora Henley hizo
circular este recorte entre todas sus conocidas.
Chummy no volvió a su distinguido colegio de Massachusetts. Vivía con Frank en
dos habitaciones de una de las confortables casas de pisos que se multiplicaban en
Hollywood para poder albergar a toda la gente atraída por la industria del cine.
Se llegó a un acuerdo: El señor Page daría una pensión mensual a su hija para que
no pasara privaciones, y Frank volvería a la Universidad para terminar sus estudios.
Todos sus profesores quedaron sorprendidos por el repentino ardor y el fanático celo
con que comenzó de nuevo a estudiar Química, pero le era imposible ganar todo el
tiempo que había perdido desde los años en que era jefe de la cheer-section.

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Chummy no tenía nada que hacer en su hogar. La administración de la casa se
encargaba de la limpieza, y un pequeño filipino siempre sonriente le llevaba el
desayuno a la cama. Por la noche iba con Frank a algún restaurante. Estaba aburrida.
Se sentaba ante el espejo y probaba seis maneras diferentes de pintarse los labios.
Leía un libro y se sentía más aburrida que nunca. Telefoneaba a sus conocidos,
jóvenes parejas de recién casados sin preocupaciones. Sacaba el pequeño coche que
su padre le dio como regalo de bodas e iba a jugar al tenis. Visitaba al peluquero o
asistía a un cocktail-party. Se compraba vestidos por simple aburrimiento y enviaba
las cuentas a su padre. Adquirió a crédito dos cajones de botellas de whisky y ginebra,
se acostumbró a tomar una copa antes de que llegara Frank, para estar de buen humor.
A veces, él no regresaba hasta medianoche, y entonces ella se sentía celosa, pues en
la Universidad abundaban las estudiantes guapas. Frank sacaba fotografías de día y
las revelaba de noche. Hacía ilustraciones para el Anuario de la Universidad, y a
veces enviaba fotografías a los diarios. De esta manera ganaba un poco de dinero.
Los viernes y los sábados iban a bailar, como todas las parejas jóvenes, pues en los
fines de semana Frank podía dormir hasta bien avanzada la mañana. Él la cortejaba,
la besaba en el coche al regresar, la llevaba en brazos a la cama, le gastaba bromas, la
llamaba su «reja de prisión» o su «mala costumbre», y todo terminaba con un abrazo.
Una vez, en medio de la noche, Chummy alargó una mano para tocarlo, pero él se
había levantado. Estaba sentado en el cuarto contiguo, con la cafetera eléctrica a su
lado. Era un hombre casado, virtuoso y diligente, y poco quedaba en él del esplendor
y de la exuberancia que había tenido para ella en Hawai.
También Frank contemplaba a Chummy sin poder encontrar en ella el polvo de
luna, como en la playa, bajo las palmeras. En las noches estrelladas, ella teñía el
aroma de cereus[54], que florecía de noche como el mar gentil, y todo el tierno y
esplendoroso encanto de la isla. Paulatinamente descubría que no se había enamorado
de la mujer, sino del ambiente.
Chummy tenía una idea fija: no quería ser madre.
—Un hijo lo echaría todo a perder —dijo.
Era ésta una obsesión que la ponía nerviosa cada vez que él se acercaba. Frank
también pensaba que no tenían bastante edad para ser padres. Algunos estudiantes
tenían hijos, pero generalmente los ocultaban. Frank había defendido los artículos
sobre la fiscalización de nacimientos en la revista de la Universidad, pero en la
práctica, en lo íntimo de su ser, era distinto: les robaba la espontaneidad, el misterio,
los hacía a ambos nerviosos e hipersensibles y reñían a menudo sin saber por qué.
Frank no tenía tiempo para atender a Chummy cuando estudiaba para hacer sus
exámenes finales, y ella se enojó. Desde sus primeros días en el colegio estaba
acostumbrada a jugar con un admirador tras otro, usando esa técnica tan vieja en los
Estados Unidos, tal vez tan antigua como el mundo mismo. Para enojar a Frank
comenzó a coquetear con uno de sus compañeros de tenis por el que se dejó besar
deliberadamente. Frank no se mostró tan celoso como ella había pensado, y su amor

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propio se sintió herido.
Lo mismo que unas piedrecillas comienzan a rodar por la ladera de una montaña
para transformarse luego en incontenible alud, las dificultades de su matrimonio
fueron creciendo paulatinamente hasta que al fin éste se desmoronó. Reñían de día y
se reconciliaban de noche. Sus abrazos nerviosos los dejaban agotados. Chummy
bebía, coqueteaba, contraía deudas, mentía, se envolvía en intrigas femeninas y
comenzó a arrepentirse de haberse casado con un hombre que no tenía empleo ni
dinero. Frank seguía estudiando como un esclavo, pero sentía que su matrimonio era
un obstáculo; un estudiante debe hallarse libre. A veces recordaba con nostalgia
aquellos días en los que solamente soñaba con las mujeres en lugar de tener una
propia. Su matrimonio era una aventura amorosa legalizada y no tenía más solidez
que un devaneo.
Los Page llegaron a California a principios del invierno siguiente y se instalaron
en su casa, cerca de Pasadena. La joven pareja trató de representar el papel de un
matrimonio feliz. Frank terminó sus estudios, y durante algunos meses buscó en vano
un empleo. Sucedía lo mismo con los jóvenes de todo el mundo. Aprendían,
estudiaban, trabajaban, aprobaban sus exámenes y adquirían muchos conocimientos,
sabiendo durante todo el tiempo que no les servirían para nada y que no existía
espacio para ellos en el porvenir. Frank fumaba mucho, porque estaba intranquilo e
incómodo, y cada noche necesitaba beber para vencer su depresión. El whisky barato
era un veneno, y el bueno era demasiado caro para él. Cuando iba a bailar con
Chummy tenía que llevar un frasco escondido en el bolsillo; furtivamente mezclaba
ginebra en la soda para animarse.
—Dame también un trago —decía Chummy cada diez minutos.
El señor Page se preocupó de su nervioso yerno y sostuvo con él una seria
conversación. El resultado fue que le encontró un empleo en la gerencia de la
sucursal de Los Ángeles de la «Consolidated Oil». Le dieron un despacho, un
escritorio, gráficos, estadísticas, un serio y agrio secretario y el título de subgerente.
Cada sábado hallaba en su escritorio un sobre azul con un cheque. No entendía nada
de petróleo ni de negocios. Él lo sabía y lo sabían todos los demás. Leía el diario,
resolvía crucigramas, fumaba innumerables cigarrillos y se alegraba cuando alguien
iba a leerle una carta o a contarle el último chisme del día. En las reuniones del
Consejo de Administración tenía solamente una vaga idea de lo que se trataba, y
cuando era requerida su opinión estaba siempre de acuerdo con el último orador. Esa
posición minó sus energías y llegó a sentirse como una manzana agusanada.
—Tienes que relacionarte con la gente apropiada, muchacho, y entonces harás
carrera en este mundo —le aconsejaba su suegro.
Con gran benevolencia estableció a la joven pareja en su casa de Pasadena antes
de regresar al Este, y decretó que debían vivir allí y representar a la familia. Era una
casa enorme, con un garaje para cinco automóviles y una catarata artificial iluminada
de noche por potentes focos, con muchas y maravillosas y flamantes antigüedades.

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Las ventanas eran como las de una iglesia, y en el salón había un órgano
desafinado. Los dormitorios estaban revestidos de tapices, y la gigantesca cama de
estilo Renacimiento italiano tenía carcoma producida por una escopeta. Éste era el
nuevo campo de batalla del matrimonio Taylor.
Cuando Frank llegaba de noche a su casa encontraba invitados que aparentemente
se divertían. Él entonces iba de un lado a otro sirviendo cócteles a personas que no
conocía.
—¿Quién es ese muchacho alto que acaba de entrar? —preguntó cierta vez uno de
los invitados.
—¡Oh! Es mi marido —dijo Chummy—. Ven acá, querido, y haz una reverencia.
Pronto la gente lo llamó «Un cero a la izquierda». De vez en cuando discutían
tranquilamente sus necesidades y sus dificultades, y decían que lo mejor era
divorciarse, pero nunca lo hacían.
Frank estaba casi seguro de que Chummy le era infiel, y un día se lo preguntó.
Ella comenzó a llorar histéricamente.
—Seamos civilizados —repuso luego con párpados temblorosos—. No puedo
evitar que de vez en cuando me guste otro hombre. Después de todo, somos
modernos. Frank terminó pidiendo perdón.
Aquel invierno murió su padre. En las últimas semanas, cuando los dolores le
hacían rugir como un animal, la señora Henley resolvió llamar a un especialista, pero
ya era tarde. Se intentaron transfusiones de sangre y una operación desesperada, a la
que Henry Taylor no sobrevivió. Frank no se sintió muy afectado. Poco después de la
muerte de su marido, la suerte favoreció a la señora Henley. Poseía en el valle de San
Fernando un terreno que en un tiempo fue parte de una hacienda y que desde
entonces había perdido su valor. Una compañía cinematográfica quiso establecerse
allí, y pagó por el terreno un precio excelente. La señora Henley se trasladó entonces
a South Bend, donde aún vivía alguna gente verdaderamente distinguida. Desde que
la industria cinematográfica comenzó a incrementarse en los alrededores de Los
Ángeles, la ciudad creció rápidamente, y la vida tomó allí un cariz que no le
agradaba.
Un mes después de este acontecimiento, el teléfono sonó a altas horas de la noche
junto a la cama renacentista. Frank, medio dormido, cogió el receptor en la oscuridad
y se lo acercó al oído.
—Habla «Western Unión». Hay un telegrama para usted. ¿Se lo leo?
—Sí, por favor —murmuró Frank con los ojos cerrados.
—El telegrama viene de Honolulú. Dice: Mamo murió accidente de automóvil.
Nuestra pérdida es irreparable. Firma Lester.
—¿Cómo? —preguntó Frank.
—¿Se lo leo otra vez? —inquirió el telefonista compasivamente.
—No, gracias, está bien —repuso Frank.
Colgó el receptor, se sentó en la cama y encendió la luz. Chummy salió del cuarto

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contigo y se detuvo en el umbral. Hacía poco que había abandonado la cama estilo
Renacimiento.
—¿Era para mí? —preguntó—. ¿Con quién has estado hablando?
Él la miró distraídamente. Llevaba una ligera camisa de dormir de color amarillo
pálido, y su rostro cubierto de crema brillaba.
—No —contestó Frank—. Era para mí. Apagó la luz. Quería llorar, pero el único
lugar donde hubiera podido apoyar la cabeza para hacerlo era en el gran hombro
mórbido y blanco de Mamo.
La «Consolidated Oil» tuvo dificultades al cumplirse el tercer año del matrimonio
de Frank con Chummy. Todo iba mal en los Estados Unidos y en el mundo entero. La
diosa de la prosperidad, el ídolo adorado de América, escondió su rostro. Hubo
pánico en la Bolsa, desastres, depresión y cesantías. Frank Taylor, empleado
superfluo, fue despedido. Buscó trabajo, como otros millones de jóvenes. Sus escasos
conocimientos de Química no eran una gran recomendación, y había olvidado la
mitad de lo que antes sabía. Ofreció sus mejores fotografías en las oficinas de los
diarios. Escribió cartas. Recurrió a todas las antiguas relaciones que le quedaban.
Telefoneaba y apoyaba sus solicitudes con todo lo que podía alegar en su favor.
Durante tres meses no ganó ni un céntimo, y, sin embargo, seguía llevando el mismo
tren de vida que antes en el seudocastillo español de los Page. Finalmente, consiguió
un empleo de treinta dólares en el laboratorio de una pequeña compañía
cinematográfica de la que era director un miembro de la logia Sigma, Alfa, Epsilon.
Como aquél era el primer empleo verdadero de su vida, su mutilada conciencia
revivió.
Chummy pasaba mucho tiempo fuera de la ciudad. Había llegado a ser una buena
jugadora de tenis, y viajaba con sus compañeros de juego de un torneo a otro. En el
escritorio de imitación rococó de su dormitorio se exhibía una pequeña hilera de
copas de mal gusto. Frank despidió a la servidumbre, cerró la enorme casa vacía, se
fue a vivir a un pequeño piso y allí esperó el regreso de Chummy, que llegó gritando
airadamente, hizo sus maletas y salió para Nueva York. La ruptura era evidente.
—Mi mujer ha ido a visitar a sus padres —decía Frank con tacto a los conocidos
que le preguntaban por ella.
Cierto día, en el bar del estudio, se sentó una reina a la mesa que ocupaba Taylor.
Llevaba un vestido blanco bordado de oro, con una larga cola, de la época del Primer
Imperio, y su rostro era hermoso a pesar de la grasienta pintura amarilla que lo
cubría.
—Caviar y champaña, como siempre —dijo a la camarera. Poco después le
sirvieron una espesa sopa de alubias y la más vulgar de las bebidas, un líquido
amarillo verdoso llamado soda-pop—. No hay una sola gota de alcohol en este antro
—observó la reina dirigiéndose a Frank. Luego puso los codos sobre la mesa y
comenzó a tomar la sopa. Tenía una voz ronca de borracha y el acento más vulgar que
Frank había oído jamás—. ¿También es usted actor? —preguntó después de haberle

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mirado.
—No. Trabajo en el laboratorio —respondió Frank.
Los ojos de la mujer le observaron con detenimiento.
—¿Con su figura? —dijo, y, a pesar de su forma impúdica de insinuársele, Frank
sintió que le invadía una cálida y agradable sensación. La reina se enjugó la frente
con la servilleta, dio un último retoque a su pintura, le dio a Frank un golpecito en la
cabeza y dijo—: ¡Hasta pronto! Punk era, a su manera, una gran conocedora de los
hombres.
—Lo que necesitas es emborracharte —observó cuando sus relaciones eran aún
recientes—. ¡Pareces un chicle mascado, hombre! Emborráchate y todo se arreglará.
Frank Taylor se emborrachó y todo le pareció bien.
Para Punk, la vida giraba alrededor del alcohol.
—Estoy libre esta noche —dijo—. ¿Qué te parece, chico? Tú traes el whisky y yo
me encargo de los demás.
Vivía en una miserable casa de pisos situada en una calle lateral del Bulevar de
Hollywood. «Lo demás» consistía en una cama que dejó caer de la pared con
estruendo.
—¡Buena suerte! —gritó luego alegremente—. Hoy es lunes y hay sábanas
limpias. Generalmente, estos cochinos se olvidan de cambiarlas.
Tenía buen corazón y un cuerpo escultural, y no complicaba algo tan simple como
el placer de acostarse juntos.
—Esta noche estoy ocupada en mí carrera, pero mañana tendré tiempo para ti —
decía a veces mientras pintaba su boca grande y roja.
Punk era la «doble» de una actriz que tampoco era aún muy conocida.
Frank disfrutó en su compañía de un placer parecido al que siente un hombre al
quitarse unos zapatos estrechos que ha llevado durante horas. Ninguno de ellos
hablaba de amor, pero se reían mucho cuando Punk hacía mordaces comentarios
sobre las estrellas del estudio. Una noche, cuando Frank salía del cuarto de Punk, dos
hombres se levantaron del elegante sofá de felpa verde que adornaba el vestíbulo del
edificio. Una débil luz lo iluminaba durante la noche, y la puerta exterior estaba
siempre abierta para los visitantes tardíos, como en todas las casas de aquella clase.
—¿Frank Taylor? —preguntó el más alto de los dos acercándose.
Frank retrocedió un paso, pues sabía que olía a whisky y que sus ropas estaban
desordenadas.
—Sí. ¿Qué hay? —inquirió con la mente confusa.
—Mi nombre es Steuber. Soy abogado. Su esposa me ha dado instrucciones… —
dijo el hombre.
Frank encendió un cigarrillo para serenarse, y observó el miserable vestíbulo que
pretendía ser de estilo español, el sofá de felpa, los buzones de la pared con los
nombres de los inquilinos… toda una situación imposible y desagradable.
—¿No podemos discutir este asunto en otra parte? —sugirió mientras abría la

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puerta de la calle. Pero en aquellos momentos se desencadenó uno de esos raros pero
terribles chaparrones de la California meridional.
—Durante las últimas tres semanas ha pasado usted cuatro noches con una
muchacha llamada Katherine Gren —leyó el abogado en un documento que sostuvo a
la débil luz del vestíbulo—. El detective Morgan, aquí presente, lo estuvo vigilando.
El detective se inclinó torpemente. Tenía los hombros anchos y la estrecha cintura
característica de su profesión.
—Si es así y usted asiente, simplificará mucho las cosas —dijo Steuber con el
mismo tono de una enfermera que quiere dar una medicina amarga a un paciente.
—Es verdad —dijo Frank, y carraspeó. Recordó las palabras de Chummy:
«Seamos civilizados. Después de todo, somos modernos». Pero no parecía que la
civilización de Chummy fuera muy importante. Amargamente tragó saliva junto con
el humo del cigarrillo.
—Es sólo una formalidad… Simplificará el divorcio… —continuó el abogado,
mientras su rostro insinuaba: «Somos hombres y nos comprendemos mutuamente».
—Buenas noches —dijo Frank, y sus palabras sonaron como un insulto. Abrió la
puerta y salió a la calle. Era casi un placer sentirse calado hasta los huesos.
Los diarios divulgaron su divorcio. Punk riñó con él porque había tenido por su
culpa una escena desagradable con el director, en el cual se basaban sus esperanzas.
Por la misma razón, Frank perdió su modesto empleo. Salió para Nueva York, donde
tuvo algunos encuentros con Chummy, en los cuales se comportaron como caníbales.
Cuando se hubieron dicho todo lo que pensaban uno de otro, se sintieron heridos. El
señor Page lo trató como si fuera un leproso, aunque muchos sabían que mantenía a
una muchacha en un piso de la Calle Setenta y Dos…
La vida de Frank estaba arruinada cuando subió al avión. Un amigo relacionado
con la línea aérea le había conseguido un pasaje gratis con el pretexto de que era
fotógrafo de la Prensa. Frank sintió un amargo placer cuando se desencadenó aquel
temporal. El avión se estremecía violentamente: «¡Ojalá se desplome envuelto en
llamas! —pensaba—. Un estrépito y todo terminaría. No tiene sentido seguir
viviendo. Sería maravilloso que un viaje gratis concluyera con todos los honores».
Las atenciones de la camarera lo exasperaban.
«¡Gracias! Yo siempre me las arreglo solo —pensaba—. ¿Café? ¡No, gracias! Si
fuera veneno tal vez lo aceptaría… ¡Oh! Ésta sí que fue una buena caída, pero no
bastó para estrellarnos. Ahí viene otra vez la camarera. He hecho de mi vida algo
inútil. Si por lo menos pudiera ir a reunirme contigo, Mamo…».
La camarera le cubrió las rodillas con una manta. «Tienes unos bellos ojos
castaños, ojos de madre», pensó. Ella lo miraba amablemente, tratando de alentarlo
con una sonrisa. Era pequeña y delgada como una niña, pero tenía ojos maternales.
—Vamos a aterrizar —le dijo.
«¡Qué lástima! —pensó Frank Taylor con tétrica desesperación—. Sería mucho
mejor que todo terminase». Pero en el momento en que hubo verdadero peligro

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desapareció su humor suicida. Miraba ansiosamente hacia las nubes por entre las que
caían. De pronto sintió la necesidad de vivir. Sí, quería vivir. Súbitamente sintió el
miedo simple, universal y ciegamente humano que causa la perspectiva de morir. La
camarera lo ató al asiento y le envolvió las piernas con la manta como si fuera algo
frágil.
—Quizá sintamos un ligero golpe —explicó con una sonrisa.
Frank la seguía con la vista mientras atendía a los demás pasajeros. Era la
personificación de la calma y de la pulcritud. Cuando los motores se detuvieron y
comenzaron a caer, los labios de la joven palidecieron intensamente, pero siguió
sonriendo valientemente. Frank no había visto nunca nada tan conmovedor como
aquella pálida y alentadora joven. Tuvo la sensación de que tendría que abrazarla y
obligarla a esconder la cabeza en su hombro para impedirle que viera, para protegerla
y ayudarla de forma que no siguiese sola y valientemente en su puesto. Todo esto
pasó como un relámpago por su mente durante los segundos que duró la caída. Luego
chocaron.
Aquélla fue la crisis de su vida. Cuando la ayudó a forzar la puerta y, sintiendo un
agudo dolor en las costillas, corrió por la interminable y oscura carretera hacia la
vivienda más cercana, en medio del helado viento, supo por fin, después de mucho
tiempo, que era un hombre y que podía hacer algo en el mundo.
Se asió a Ruth como a una tabla de salvación.
—Te necesito —le dijo miles de veces—. Si no me abandonas no permitiré que el
desaliento se apodere de mí.
Ella le hablaba de su niñez, tan de acuerdo con su carácter.
—Soy un gato enfermo —decía él—. Soy tu pobre rana resfriada.
Los domingos paseaban por las calles de Nueva York. Él apretaba fuertemente la
mano de la joven en el bolsillo de su abrigo, donde permanecía cálidamente abrigada;
un pequeño hogar con su mano dentro. Durante cierto tiempo tuvo también un
empleo: ponía discos en el gramófono del departamento de música de una tienda,
durante las Navidades, cuando hacían falta empleados extras; pero esto duró
solamente tres semanas. Sin Ruth no hubiera podido soportar aquellos meses de
cesantía, mientras pasaba por la tortura de su divorcio.
Sus costillas sanaron, pero durante algún tiempo le fue difícil respirar. En su
mecanismo interior se había roto un resorte que ya no podía ser reparado.
Ruth no estaba hecha de polvo de luna, y él sabía que sus sentimientos por ella no
eran como los que le embriagaron en Hawai. Había sido herido, y ella tenía el don de
curar. La trataba con sumo tacto, pues ya conocía algunos de los escollos que existen
entre el hombre y la mujer. Sabía que amaba a Ruth para siempre, y estaba dispuesto
a trabajar y a esperar por ella. Le hubiese gustado poder apoyar su cabeza en el
regazo de ella, pero no conocía ningún lugar donde pudieran estar solos. No se
permitían visitas de damas en el pequeño hotel de la Segunda Avenida donde vivía
por cuatro dólares semanales. En el hogar de Ruth, llamado pomposamente

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«Nightingale Club», se toleraba a los hombres solamente en el vestíbulo, en el cual se
hallaban siempre varias muchachas sentadas alrededor de la chimenea. No poseían
aquel refugio de todos los amantes americanos: el automóvil. A veces asomaba un
taxi, pero el saber que Ruth lo pagaría envenenaba todas sus caricias. Así, pues,
daban vueltas alrededor de la manzana en que ella vivía, se sentaban en los cines
oscuros, en la imperial de los ómnibus o en los bancos del Central Park o del River
Side Drive y se cogían cariñosamente de las manos.
Con desagradables trabajos ocasionales y de muy variada índole, que no tenían
nada que ver con la Química, se mantenía a flote. Empleaba un sistema complicado
pero eficaz para las semanas en que no ganaba nada: visitaba a todos los amigos que
le podían prestar dinero. Cualesquiera que fueran sus dificultades, nunca empeñó ni
vendió su cámara ni su equipo fotográfico. A veces tenía suerte y vendía algunas
fotografías a una revista. Tenía cierto talento para obtener motivos interesantes para
los anuncios. Con la frente fruncida, Ruth reflexionaba en la forma de emplear aquel
talento, pero no llegaba a nada concreto.
—¡Pobrecita! —decía a veces—. Te has enamorado de un vagabundo.
—Eres un genio —replicaba Ruth riendo—. ¿No sabes que todos los genios
deben sufrir al principio?
—Entonces soy un gran genio.
Cierto día sucedió lo inesperado. No fue uno de los grandes milagros, pero, sin
embargo, era un acontecimiento apreciable. La señora Henley le escribió el día de su
cumpleaños, diciéndole que había comprado un bulete para los sweepsakes[55]
irlandeses y que, como regalo, registraba su nombre como copropietario del billete.
«Te deseo mucha suerte y que la bendición del cielo sea contigo, querido Frank. Dot
tiene un pretendiente muy aceptable. Es un hombre de negocios y…». Frank rompió
la carta y guardó el billete irlandés sin tener la menor fe en él. Un día llegaron ciento
cincuenta y cinco dólares contantes y sonantes. Esto significaba un abrigo, dos pares
de zapatos, un fieltro amarillo (el viejo se había roto, lo cual había sido una
catástrofe) y una noche con sueño de un exposímetro, pero en cambio compró dos
entradas para el teatro, mandó tres gardenias a Ruth para que se las pusiera en el
vestido y fue a buscarla en un taxi.
Por una noche volvió a ser el hijo de Mamo, el hijo mimado de una gran casa,
heredero de la prodigalidad de sus antepasados hawaianos. Se sentaron solemnemente
uno al lado del otro, Ruth con un largo vestido de color de coral, que a él le parecía
encantador, y Frank con una nueva corbata, zapatos nuevos y un traje muy planchado.
La obra que vieron era famosa y aburrida, pero eso no disminuyó su placer. Lo único
que importaba era ir al teatro, como los que tenían empleo. Antes había invitado a
Ruth a una cena de un dólar cincuenta, y después del teatro la noche comenzó a ser
verdaderamente «grandiosa». Fueron a uno de los innumerables bares que se habían
abierto después de abolirse la Ley Seca, y Ruth se puso muy sentimental después de
beber un Manhattan.

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Se dirigieron luego al «Hawaian Paradise», en la Calle Cuarenta y Dos, donde
había dos miserables troncos de palmera con grandes hojas arrugadas de papel verde
y tres hombres con leis de papel y ukeleles que trataban de evocar el despreocupado
ambiente de los mares del Sur. Pero aquello fue suficiente para que Frank sintiera la
nostalgia de sus islas.
—«Quiero volver a mi pequeña choza de Keola Ke-kua» —cantó entusiasmado
mientras bailaba con Ruth bajo las palmeras de papel.
Al cabo de un rato sintió en la penumbra unos ojos fijos en él, y al mirar se dio
cuenta de que eran los de Chummy, su exmujer, con su acostumbrado séquito de
acompañantes de frac tan ebrios como ella, envuelta en un abrigo de armiño y con los
brazos llenos de pulseras.
Sintió el deseo de hacer una escena desagradable. «Es una suerte que yo por lo
menos no esté borracho», pensó al rechazar la idea. Luego apretó a Ruth tan
fuertemente contra sí que ésta le preguntó:
—¿Qué pasa, querido?
—Iremos ahora mismo a sacar una licencia de casamiento —dijo obsesionado.
Bailaron cerca de Chummy, que los saludó con una mano.
—¿Ahora mismo? ¿En seguida? —preguntó Ruth riendo.
—Sí, en seguida, esta noche —contestó Frank con firmeza. Ruth negó con la
cabeza.
—¿Por qué no? —preguntó el obstinado Frank.
—Si nos casamos quiero tener hijos —dijo, y esto armonizaba tan poco con el
ambiente que Frank soltó una carcajada. Pero Ruth no se dejó impresionar—.
Cincuenta dólares por semana y una casa en alguna parte, fuera de la ciudad —
insistió—. No es preciso que sea un barrio elegante, pero ha de tener un pequeño
jardín propio, un gato, un perro y un niño… o varios. Ésa es la idea que tengo del
matrimonio.
Los tres hombres del ukelele tocaban King Kameha-tneha. Frank sintió que se le
contraía el corazón cuando Ruth le describió el porvenir: una casa en los suburbios,
un cochecito de niño en el vestíbulo y muebles baratos a crédito. Taciturno, ayudó a
Ruth a ponerse el abrigo, se puso el suyo, salió del «Hawaian Paradise» sin mirar a
Chummy y llevó a Ruth a su casa en taxi. En el bolsillo tenía aún seis dólares con
cincuenta centavos. Estaban tan lejos del casamiento como antes.
Lester Ingram, el amable segundo marido de Mamo, fue quien encontró un
empleo para Frank, un puesto de remotas posibilidades en la sucursal de Shanghai de
la «Eos Film and Photo Company». Ruth sonrió tan valientemente al despedirse
como lo había hecho aquella vez en el avión. Nevaba un poco cuando Frank subió al
gran ómnibus que era el medio más baratos para ir a Vancouver, donde debía
embarcarse.
Iba en tercera clase y por la ruta septentrional, que no pasaba por Hawai. Tenía
miedo de volver a la isla en donde él nació y en la que Mamo había muerto.

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Capítulo VIII

YOSHIO MURATA

Al otro lado de la ventana de papel opalino había una rama de pino. La imagen de
aquella gruesa rama, con sus espirales de agujas y sus múltiples ramitas horizontales,
se perfilaba a través del papel transparente. De vez en cuando, la brisa gentil animaba
la rama y la movía. En medio del cuarto había una cavidad cuadrada, llena de ceniza
y de ascuas de carbón. La tetera de hierro, suspendida del techo, comenzó a silbar,
primero, suavemente y luego con fuerza. El abuelo, arrodillado sobre un almohadón
al borde de la cavidad, preparaba los instrumentos para la ceremonia del té. Sus
manos se movían lenta y suavemente entre la vajilla lisa y brillante, poniendo el té
pulverizado en una profunda escudilla, echando agua con un viejo cucharón y
revolviendo el líquido espeso y espumoso.
Yoshio, que aún era muy pequeño, se arrodilló seria y cortésmente frente a su
abuelo, con las palmas de las manos apoyadas —como le habían enseñado— en las
esterillas que cubrían el suelo. Pero al cabo de un rato encontró la ceremonia aburrida
y se acercó más a la pared en que estaba la ventana. Luchó valerosamente, pero la
tentación era irresistible, y perforó el papel con su índice, produciendo un ligero y
agradable chasquido. El abuelo, en su digno quimono gris, le reprendió sonriendo,
porque el aire frío entraba por la pequeña abertura redonda. Luego la madre cerró las
persianas, y así desaparecieron la ventana y la rama de pino. Después entró la vieja
Baaya, se arrodilló en el umbral de la puerta que conducía al interior de la casa, ató a
Yoshio a su espalda y se lo llevó. El abuelo se quedó otra vez solo. El pequeño
Yoshio veía muchas cosas cuando la Baaya lo llevaba de paseo sobre la espalda. La
aldea de Kamioka estaba situada en una suave colina salpicada de bambúes. El niño
veía hermosos árboles, pinos y arces que en noviembre parecían de fuego; nubes;
almiares; las escaleras grises que llevaban al templo donde estaba el altar y que en los
días de fiesta se llenaba de una muchedumbre de alegres trajes; bicicletas, y unos
cuantos automóviles.
Yoshio nació en el trigesimosexto año del período Meiji, llamado la Era de la
Cultura. Para la Fiesta de los Muchachos, en mayo, sus padres, le regalaron un
uniforme moderno y un rifle de estallido seco, y su abuelo una pequeña coraza con
casco de samurai y dos espadas, que parecían muy peligrosas aunque eran solamente
de bambú y hojalata. Un gigantesco pez hermosamente pintado, hecho de tela y con
brillantes escamas, fue izado en el palo más alto, detrás de la casa, como emblema de
suerte para el único hijo. El pez se llenó de viento, se levantó orgullosamente en el
aire y quedó suspendido en posición horizontal. Algunas casas tenían cinco, seis
peces; eran hogares envidiados, con muchos hijos. La madre de Yoshio las miraba a

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veces suspirando, y en su rostro se reflejaba la preocupación, aunque nunca dejara de
sonreír, como lo exigían los buenos modales. El abuelo también tenía dos espadas,
una larga y otra corta. Antes de la Fiesta de los Muchachos las sacó cuidadosamente
de un cajón, les quitó su envoltura de seda y las limpió hasta que estuvieron
brillantes. Yoshio estaba arrodillado respetuosa y reverentemente a su lado,
escuchando las viejas historias que la contemplación de las espadas de samurai hacía
recordar al anciano. Contó la batalla de Ueno, ocurrida donde ahora se extendía el
hermoso Ueno, el parque de Tokio. El honorable abuelo había tomado parte en
aquella batalla cuando tenía veinticinco años, y su honorable padre, el bisabuelo de
Yoshio, había sido leal partidario de los Tokugawa, los poderosos Shogums que
gobernaron el país durante dos mil sesenta años.
Durante todo este tiempo, los emperadores de Nippon, los descendientes de la
diosa del sol Ama-Terasu O-Mi-Kami, permanecieron ociosos en su palacio de la
antigua ciudad de Kioto. Después que las tropas imperiales derrotaron a los
partidarios de los Tokugawa, su jefe tuvo el deber de hacerse el hara-kiri o seppuku,
como lo llamaba el abuelo empleando la palabra china, más elegante. Para salvar su
vida y, al mismo tiempo, para limpiar su nombre de la mancha de una derrota y de
una rebelión contra los gobernantes divinos, tres de sus oficiales se abrieron el vientre
en su lugar. Uno de ellos fue el hermano del abuelo, su tío abuelo Kitaro. El
esplendor de tan caballeresca acción y del heroico sacrificio quedó grabado para
siempre en la memoria de las gentes. Su tumba era aún lugar de peregrinación donde
la gente se inclinaba. También Yoshio, cuando estuvo junto a su abuelo, ante la tumba
de sus antepasados, hizo una inclinación especialmente profunda en memoria de su
tío abuelo Kitaro. El hijo del jefe rescatado, cuyo nombre quedaba inmaculado y que
fue tomado por el emperador como ejemplo de enemigo valiente, recibió el cargo de
ministro. Yoshio comprendía vagamente que su abuelo seguía siendo un samurai
aunque el emperador hubiera remplazado por otros los antiguos títulos de la nobleza.
Muy joven aún aprendió que el nieto de un samurai que había luchado en Ueno no
debía correr cuando estaba asustado por el perro del vecino, ni hacer ni pensar nada
que pudiera manchar su honor, el honor de un niño de cuatro años. Yoshio estaba
firmemente resuelto a ser como uno de los cuarenta y siete rōnin[56] que aparecían
siempre en los relatos de su abuelo, los hombres sin jefe, los perdidos, los hombres de
las olas, que hacía muchos años que estaban alistados para vengar la muerte de su
príncipe y que pagaban el castigo haciéndose el hara-kiri.
Mientras escuchaba estas historias, Yoshio contenía valientemente sus lágrimas,
pues estaba profundamente excitado y el dominio sobre sí mismo era la virtud más
apreciada. Antes de la Fiesta de los Muchachos, las dos espadas y el casco, legados
de una generación a otra de la familia, fueron solemnemente depositados en el nicho
de la sala, y el abuelo instruyó al niño para que se inclinara profundamente ante ellos.
Al terminar la fiesta, el abuelo las puso nuevamente en el armario, y Yoshio
sorprendía a veces al anciano mientras desenvainaba sus espadas y las contemplaba.

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En las empuñaduras había finas inscripciones cinceladas.
Cuando Yoshio Murata recordaba a su abuelo se daba cuenta de que el anciano
había sido un hombre solitario, el sobreviviente de una época que a los niños
avispados y progresistas de Meiji les parecía casi cómica. Siempre tomaba solo sus
frugales comidas, pues nunca permitió que las mujeres ni incluso los niños comieran
en presencia del jefe de la familia. Cuando fue más viejo se pasaba la mitad del día
arreglando flores en un jarrón, de acuerdo con las reglas y símbolos clásicos, que
representaban al cielo, al hombre y a la guerra en sus diferentes significados y
humores. Él mismo llevaba los jarrones al nicho; seleccionando los rollos de papiro
pintados que hacían juego con sus ramos. A veces era un paisaje, otras el dibujo de
una rama de bambú y otras sólo unas pocas palabras de hermosa caligrafía. La madre
de Yoshio, la nuera del anciano, parecía un poco enojada y celosa cuando él se
encargaba de arreglar las flores, pues ella también era hábil y educada y sabía cómo
hacerlo. Pero su forma de arreglarlas, de acuerdo con reglas más libres y modernas,
no agradaba al anciano. Una vez que ella colocó en una escudilla chata tres hojas de
arce teñidas por el otoño, flotando en el agua, el abuelo se molestó.
—¿Qué significa esto? —preguntó varias veces—. ¿Tendría la honorable hija la
bondad de explicar a un estúpido anciano el significado de su acto?
La madre de Yoshio se arrodilló ante el viejo Murata y murmuró humildemente
que las tres hojas marchitas intentaban expresar cuánto echaba de menos a su marido,
que estaba en el Norte en viaje de negocios. El anciano no hizo ningún comentario,
pero desde aquel día arregló él solo las flores.
La astucia y la obstinación del abuelo se ponían de manifiesto en el cuidado con
que inculcaba a su nieto el Bushido, antiguo e impráctico código del honor de los
samurai, que le obligaba a no decir nunca una mentira, a despreciar el trabajo manual
y a considerar el dinero como algo sin valor. Yoshio, de la mano del abuelo, salió por
primera vez en los días prescritos, para admirar las flores de los cerezos, las peonías y
los crisantemos, para escuchar a los grillos que guardaban en pequeñas jaulas y que al
anochecer ponían en libertad a la sombra de un macizo de bambúes, y para
contemplar la luna en un día determinado de otoño. Dormía con el abuelo, la Baaya
sacaba el colchón del armario, lo extendía y sobre las esterillas colocaba una pequeña
y blanda almohada para Yoshio y otra mayor y más dura para el abuelo, y cuando se
apagaba la luz eléctrica Yoshio se sentía completamente seguro y protegido al sentir
la suave y acompasada respiración del abuelo tan cerca de él.
El abuelo lo llevaba a menudo a los baños públicos, pues la casa era pequeña y
primitiva y no tenía un baño adecuado. Esto decía el anciano, pero tal vez las largas
conversaciones que sostenía allí con otros ancianos era un modo agradable de pasar
las horas libres de su vejez. Hombres y mujeres le hacían cortésmente lugar cuando
se sentaba en la plancha estrecha sobre el agua caliente, y Yoshio aprendió la forma
de comportarse y de evitar el contacto con otro bañista. Le gustaba el calor del agua y
el vapor jabonoso de la primera sala, donde fuertes jóvenes desnudos le daban

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masajes antes de que le fuera permitido entrar en el baño. En invierno le gustaba
mucho quedarse durante horas en el baño y llegar a su casa sintiendo un agradable
calor, pues los pequeños braseros de carbón vegetal calentaban muy poco la casa. El
abuelo hablaba en los baños del precio del arroz y del pescado. Las mujeres
permanecían quietas y decorosamente sentadas, tratando de ocupar el menor lugar
posible. La madre de Yoshio nunca iba a los baños públicos. Se bañaba siempre en su
casa, y a la vieja Baaya se le permitía calentar sus miembros en el agua tibia. La
limpieza y la decencia fueron para Yoshio cosas completamente naturales desde el día
en que vino al mundo, tan naturales como el aire que respiraba.
Era un niño tierno, tímido y propenso al llanto. Los cuentos le conmovían hasta
hacerle llorar, y a veces sentía una gran compasión por él mismo. Fue su destino que
todos sus compañeros de juego de la calle fueran mayores que él, o por lo menos,
más fuertes y altos. Muchos iban ya a la escuela y llevaban pantalones, chaqueta y
gorra, según la nueva moda. No les parecía indigno gastarle bromas a Yoshio, que no
podía someterse a ellas sin perder su honor.
Aunque odiara y temiese luchar, siempre se veía mezclado en riñas. Su nariz
sangraba fácilmente, y se sentía mareado por la sangre pegajosa que corría sobre su
quimono y su delantal de niño. Cuando llegaba a su casa, magullado, pálido y
enfermo, la Baaya lo llevaba a la cocina, lo lavaba con agua caliente y lo consolaba.
Si las contusiones eran mayores que de costumbre esparcía cierta extraña hierba
sobre su piel y después del dolor y del temor que le inspiraba el procedimiento se
sentía muy feliz. La Baaya tenía un gran repertorio de historias divertidas que le
hacían reír. Las había aprendido del narrador cuando iba al mercado, y solía mezclar
unas con otras; el principio y el final no eran nunca de una misma narración, lo cual
las hacía más alegres y entretenidas. Cuando contaba su historia favorita sobre el ama
de leche O-Sade, que murió por el niño a quien daba el pecho y que volvía a nacer
transformado en cerezo, Yoshio contenía difícilmente las lágrimas. Pero la más
hermosa era la historia de Momotaro, que viajó río abajo flotando en un durazno y
fue educado por los viejos pescadores hasta que conquistó la Isla de los Dominios
con la ayuda del perro, del mono y del faisán. Durante la Fiesta de los Muchachos se
exhibía en la casa un muñeco que representaba a Momotaro y que tenía una cara
redonda y simpática y una mirada valerosa. Pero Yoshio no se parecía a Momotaro.
Se contemplaba furtivamente en el pequeño espejo de su madre, se arrodillaba ante él
y miraba sus brazos delgados y su rostro que no era redondo como un durazno, sino
largo como un huevo.
Toson Murata, padre de Yoshio, era totalmente distinto del abuelo. Sentía
solamente una cortés compasión mal disimulada por el punto de vista samurai.
«Progreso» era la palabra que salía con más frecuencia de su boca. Esto sonaba como
un toque de clarín, como una llamada a las armas ante la inminencia de una batalla
desconocida. Conocimientos técnicos, máquinas, electricidad, automóviles… Éstas
eran las cosas que reverenciaba, sintiendo un profundo desprecio por el antiguo

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Japón. El día en que Inglaterra compró la patente de una máquina japonesa inventada
por uno de los ingenieros empleados en la fábrica de algodón de Toson, se celebró
una fiesta.
—¡Esperen! ¡Esperen! —dijo a su padre y a su hijo—. Hemos tardado cuarenta y
cinco años en igualar a Inglaterra. ¿Cuánto tiempo tardaremos en ser mucho más
adelantados que todos los países del mundo?
Toson era un tipo gigantesco y fuerte. Era evidente que no temía a nada y que no
necesitaba el Bushido para estimular su valor. Cuando entraba en la pequeña casa,
ésta parecía aún más pequeña que antes, como si fuera un vestido demasiado estrecho
para el honorable padre, el bullicioso forastero, el huésped mimado. Siempre que
llegaba a Tokio vestían a Yoshio cuidadosa y elegantemente, para ir a la estación de
la mano de su apacible madre, que llevaba vestidos oscuros. La estación y los
forasteros que aguardaban el tren lo excitaban siempre. Cuando partían o llegaban los
parientes, los que se quedaban hacían profundas reverencias, poniendo las manos en
las rodillas. Había muchísimos vendedores de periódicos, hombres con cajas de
madera que contenían arroz caliente y golosinas, y mujeres que servían té a los
pasajeros en diminutas tacitas.
El humo que despedía la máquina olía mal y le hacía toser. Su madre, con una
sonrisa cortés, hacía una reverencia al padre, quien cogía a Yoshio en brazos y lo
levantaba muy alto. Cuando llegaba era un forastero con trajes modernos y sombrero,
pero cuando estaba en casa se ponía un quimono y calcetines de hilo blanco para estar
más cómodo. A Yoshio se le permitía comer con sus padres; pero sólo debía hablar
cuando le preguntaban.
Antes de que Yoshio entrara en la escuela murió el honorable abuelo, y ellos se
trasladaron a la gran ciudad de Tokio, que el abuelo había llamado obstinadamente
con el viejo nombre de la época de los Tokugawa: Yedo. Yoshio se sintió triste y
desolado, pero como su abuelo le había inculcado cuan incorrecto era mostrar pena,
sonrió valientemente durante toda la ceremonia fúnebre. Los preparativos ayudaron
también a distraerle y fueron tan interesantes que mezclaron gran parte del placer a su
dolor. Pasó fácilmente, casi sin darse cuenta, del ambiente medieval de la aldea a la
gran ciudad moderna.
Como era un niño, hasta que fue a la escuela llevó siempre quimonos claros, pero
no en exceso, pues no convenía a su condición de varón. Aprendió a usar pantalones,
zapatos y chaqueta. Le gustaba ir a la escuela, y en ella le dieron una pizarra en la que
podía escribir con tiza blanca. El olor a cal estaba ligado a su nueva vida. El abuelo
escribía siempre con pincel y tinta china, que pulverizaba primero y luego disolvía en
agua. Cuando Yoshio supo leer comenzó su verdadera vida, pues su destino era ser
uno de aquéllos para quienes el encanto y la maravilla de una palabra impresa
significaba más que el objeto que ésta intenta describir. Las primeras palabras que
pudo descifrar fueron las de los rollos que colgaban en el nicho: «Si caes siete veces,
levántate ocho»; «Tu vida dura sólo un breve plazo, pero tu fama vivirá siempre…».

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Todos estos lemas, que su padre mismo había elegido, aconsejaban ánimo y
perseverancia. En el papel de la puerta que conducía a su dormitorio, su padre pintó
un tosco puño.
—¿Sabes qué significa este puño? —preguntó a Yoshio—. Significa que obtendré
lo que quiero y que guardaré lo que tengo.
El corazón de Yoshio se llenaba de temerosa admiración al oír palabras tan
fuertes. Trataba de cerrar su propio puño, pero éste era muy pequeño y no sentía
mucha fuerza en él. Leía y leía. Había libros llenos de historias de hechos heroicos y
de sacrificios. Yoshio soñaba con rescatar a los niños de las casas incendiadas o con
detener el caballo desbocado del Mikado o, por lo menos, el de un gran general. A su
padre no le gustaban mucho estas lecturas, y lo suscribió a una revista para niños,
llena de adivinanzas, concursos de premios, diagramas técnicos y descripciones de
Occidente. El relato de un estudiante japonés en América le inspiró por primera vez
el deseo de ver aquel país extranjero. Asediaba a su padre con preguntas sobre él.
Murata había estado en San Francisco cuando era joven, para estudiar, según decía.
Como para tantos otros compañeros suyos, hijos de buenas familias, sus estudios
consistían en trabajar como sirviente en una casa americana: era la manera más barata
y sencilla de conocer la naturaleza de los extranjeros. Al regresar de América sentía
una admiración incondicional por todo lo extranjero. Dos de las habitaciones de la
casa nueva que habitaban estaban amuebladas al estilo occidental, y en ellas recibía a
sus amistades comerciales y a los visitantes de importancia. En la casa había un
teléfono que sonaba frecuentemente, y poco después compraron un gramófono que
tocaba música extranjera por una bocina grande e irisada. Yoshio escuchó al principio
con asombro y luego con placer.
Obligado en la escuela a permanecer sentado en un banco, sentía al principio
dolor de espalda, pero no tardó en acostumbrarse, haciéndolo incluso con entusiasmo
cuando el maestro les dijo que el hecho de estar sentados en bancos y sillas los haría
crecer para alcanzar la altura de los ingleses. Cuando visitaban a su abuela y tenía que
arrodillarse ante ella con las palmas de las manos apoyadas en el suelo cubierto de
esteras, sentía dolores en todo el cuerpo.
Su abuela, a quien vio por primera vez cuando fueron a Tokio, era una mujer seria
y severa, madre honrada y respetada de muchos hijos. También descendía de la
familia samurai, y se decía que en su juventud se la había enseñado a luchar con una
alabarda como un hombre. Pero Yoshio no se arriesgó a interrogarla sobre esto. La
anciana, con su quimono oscuro y sus grises cabellos atados en un rodete sobre la
nuca, poseía un tesoro y permitía que Yoshio lo mirara algunas veces: un álbum de
fotografías. En él se la veía acompañada de sus amigas, con los vestidos abultados
según la moda de fines del siglo XIX, sentadas en sillas torneadas de caoba y
apoyando graciosamente los codos en mesitas también torneadas. Cuando la abuela
era una muchacha, todas las personas de importancia se entregaron por completo a la
nueva moda, y a veces Yoshio conseguía convencerla de que le hablara de las

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lecciones de bailes extranjeros que había recibido cuando era joven. Parecía como si
estos bailes hubieran sido una pena severa y dolorosa. Pero después de Tsushima y de
la victoria sobre los rusos la conciencia nacional se había alzado como una ola, y la
generación de su abuela volvió a los hermosos y suaves quimonos y a la rigidez de
modales en la que fue educada la madre de Yoshio. Cuando visitaba a su abuela tenía
que dejar los zapatos en la puerta y recibir arrodillado la torta de arroz que ella le
tenía preparada.
El padre de Yoshio compartió con cuatro de sus siete cuñados la posesión de la
hilandería que obtuvo por el casamiento. Desde que Toson Murata entró en la
empresa, ésta se extendió notablemente y la familia se enriqueció sin cesar. Era un
período de gran progreso y prosperidad en todo el país, y el gigantesco padre de
Yoshio tomaba todo lo que podía y guardaba todo lo que tomaba, como lo había
indicado el puño de su puerta. Un tío se había casado con una joven de familia noble
y se hacía llamar por el apellido de su mujer. Otros dos estaban en el extranjero como
importadores de artículos japoneses de extrema fealdad, fabricados exclusivamente
con el propósito de llenar las necesidades del mercado. La madre de Yoshio era la
única hija de la familia Sato, y había casado muy joven con la vieja y respetada
familia samurai de los Murata. El padre de Yoshio llevó su energía y su espíritu
emprendedor a la firma, infundiéndole una nueva vida, y sus cuñados dejaron
gustosamente en sus manos la administración de la fábrica.
Al crecer, Yoshio tuvo la sensación de que su padre se había guardado toda la
fuerza sin darle nada. La lectura excesiva afectó su vista, y a los doce años comenzó a
usar gafas. Las obras moralistas que formaban parte del repertorio de la escuela
comenzaron a aburrirlo; él y sus compañeros se burlaban de ellas. Sin embargo, no
podían evitar que le dejaran una profunda impresión y que tuvieran una influencia
duradera sobre su espíritu. Después aprendió el chino, y leyó los cuatro libros de
Confucio y estudió interminablemente muchas cosas que no significaban nada para
él. Luego se dedicó al inglés. Era la llave del mundo, pero fue un tormento largo y
severo hasta que logró comprender la estructura de un idioma tan profundamente
diferente al suyo. Sólo en los dos últimos años comenzó a familiarizarse con las
palabras simples. Todos los que lo estudiaban hallaban el mismo inconveniente. No
era la dificultad, sino la simplicidad desconocida lo que los molestaba. Los libros
ingleses estaban escritos de una manera que no tenía relación alguna con su forma de
expresarse.
Lentamente fueron apareciendo escritores que lucharon por una reforma de la
lengua escrita. En cuanto Yoshio se familiarizó con el inglés, aprendió el francés sin
gran dificultad, pues le pareció que era el mismo idioma. Se le abría la entrada a un
nuevo mundo literario. Shakespeare, Tennyson, Browning, Walt Whitman… A los
dieciséis años descubrió a Tolstoi y a Dostoievski en torpes traducciones japonesas, y
durante algún tiempo se sintió impresionado por la melancolía rusa. Copió algunos
poemas sobre fino papel dorado y los pegó a la pared de su dormitorio. Poemas en

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japonés, chino e inglés.

Puedo ver, si me paro ante el espejo


mi propia imagen reflejada en él,
siendo lo mismo que si me encontrara
a un viejo para mí desconocido.

Y esta otra estrofa, que le gustaba más que ninguna:

De las vidas, las armas, los escudos,


de veinte mil guerreros, no ha quedado
más que la fresca hierba del verano
en el antiguo campo de batalla.

Y una poesía que Li-Tai-Po compuso doce siglos antes:

Los campos están ya fríos


y la llovizna ha pasado.
La primavera lo tiñe
todo de cien mil colores.
El lago azul está lleno
de peces. Las florecillas
sus mejillas empolvadas
inclinan, y en las montañas
se van doblando las hierbas.
Sobre los rectos bambúes,
el fragmento de una nube
que impulsa la suave brisa
se disuelve ya en la nada.

Yoshio se sentía profundamente orgulloso de que Asia hubiera creado la poesía


japonesa en un tiempo en que Inglaterra era una isla salvaje y América un continente
ignorado en medio de mares desconocidos. Sin embargo, también ésta era hermosa y
la puso al lado de las demás:

A solas en el pantano,
tímidamente escondido,
canta el zorzal solitario,
y el abstraído ermitaño,
evitando aldeas y ferias,

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va entonando una canción
que surge de su garganta;
es la canción de la vida.
(Hermano, yo sé muy bien
que de no poder cantar
no seguirás viviendo).

Antes de cumplir los diecisiete años, Yoshio, acompañado de algunos de sus


amigos de la escuela, fue al Yoshiwara, el mercado de amor de la ciudad, recorriendo
callejuela tras callejuela y visitando casa tras casa. Para aquella excursión se vistieron
al estilo antiguo, llevando un quimono oscuro y dejando sus sandalias de madera
fuera de la casa. Un risueño dios de la felicidad, de abdomen prominente y desnudo,
se hallaba a la entrada, al lado de un enano de hermosas formas. También allí
prevalecían la dignidad y la decencia. Las jóvenes, pintadas de blanco hasta el cuello,
vestían alegremente y se conducían bien. Aunque eran solamente hijas de pobres
paisanos, trataban de imitar el comportamiento de las elegantes geishas. Reían,
citaban pequeñas estrofas sentimentales, hacían cumplidos y contaban chistes. Yoshio
bebió más vino de arroz del que podía resistir, pues tenía un poco de miedo a las
muchachas, especialmente cuando se despojaban de sus vestidos y le ofrecían sus
cuerpos infantiles. A la mañana siguiente no se sintió muy bien.
Nunca supo si su padre se enteró de aquella aventura, pero poco después lo llevó
a un banquete ofrecido a unos amigos que se hallaban de paso por la ciudad, y fue allí
donde el joven conoció a la geisha Aki Hanako, que lo invitó a volver a verla. Sólo
muchos años después se enteró de que su padre había concertado aquella entrevista y
pagado por ella. Aki tenía unos treinta años, y era una mujer encantadora y de
experiencia. Se encontraron varias veces en una casa de té, y Aki bailó y cantó para él
y le inició en los rituales del amor. Como era solamente un colegial, aunque hijo de
padre rico, muchas de sus sutilezas eran inútiles, pero estuvo muy enamorado de Aki
durante varias semanas y la visitaba siempre que ella se lo permitía. Pero una vez la
encontró en un teatro donde las geishas más elegantes de la ciudad estaban
arrodilladas en los palcos cubiertos de esterillas luciendo sus quimonos más
hermosos, y Aki se comportó como si nunca lo hubiese visto. Yoshio se sintió herido
y avergonzado.
Por entonces se apasionó por el teatro, como antes se había apasionado por los
libros. Pegó en la pared, al lado de los poemas, las fotografías y los escudos de armas
de sus actores favoritos. Cuando vio la escena culminante del drama clásico
Chusingura tuvo que contener los sollozos, mas no pudo evitar que las lágrimas
resbalaran por sus mejillas. Salió tambaleándose del teatro embargado de
romanticismo por aquel heroico suicidio. Su actor preferido era Kenzo Arai, miembro
de la séptima generación de una familia de actores, que representaba papeles de
muchacha con tanto ingenio y gracia que Yoshio se sentía encantado cada vez que lo

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veía.
Cuando llegó a la adolescencia se acercó más a su padre, que hasta entonces le
había parecido solamente un visitante de voz potente y autorizada. Se divertía
charlando en inglés. Toson Murata recordaba todavía los tiempos pasados en San
Francisco.
—How are you? Yes, excuse[57] —decía como saludo, y Yoshio le contestaba
cortésmente. A menudo visitaba las bien provistas librerías americanas, y pasaba en
ellas largos ratos. Los estudiantes pobres estaban de pie, leyendo los costosos libros
que la tienda ponía a disposición de aquellos que no podían permitirse el lujo de
comprarlos. Yoshio había descubierto por entonces a Oscar Wilde, a Proust y a
Wedekind.
Tomó parte a regañadientes en los deportes que eran obligatorios en la escuela.
Toson Murata observaba la poca gallardía de su hijo y sus torpes movimientos. Un
día lo llevó al mejor profesor de jiu-jitsu de la ciudad. Él era un hábil esgrimidor, de
lo cual estaba bastante orgulloso. Había contratado los servicios de un instructor, que
enseñaba a los jóvenes empleados de la fábrica la lucha y el jiu-jitsu. Cuando en la
gran sala de la fábrica se celebraba algún festival deportivo, le gustaba desafiar a
algún joven campeón y vencerlo. Después de aquellas luchas irradiaba buen humor.
Yoshio tenía que levantarse a las tres de la mañana para ir con el estómago vacío
a la escuela de jiu-jitsu. En el vestuario, donde los muchachos se ponían los
pantalones y las chaquetas blancas que prescribían el reglamento, reinaba un gran
silencio. Yoshio se ceñía el cinturón negro de los principiantes e iba a la sala. Sus pies
descalzos estaban rígidos y fríos. El recinto era muy grande y en él se observaba una
severa disciplina. Antes y después de cada lucha había un riguroso ritual de saludos y
agradecimientos. La lucha obedecía a reglas estrictas. Al principio, Yoshio sufría a
causa del miedo que se apoderaba de él y que no debía confesar, ni a su madre, ni
siquiera a sí mismo. Pero el arte del jiu-jitsu, que confería poder para vencer, le
agradó, y fue primero un entusiasta y luego un fanático, llegando por último a ganar
el derecho a llevar el cinturón rojo que sólo los mejores luchadores pueden usar. Esto
era lo único que contrarrestaba su vida de estudio.
Así se moldeó su espíritu, hasta poseer un gusto delicado y un susceptible sentido
del humor. Vacilante y desconfiado de sí mismo como todos los japoneses, y al
mismo tiempo exageradamente orgulloso frente al mundo entero, estaba atado y
ligado por las leyes y convicciones que no permitían la más leve iniciativa individual.
Todo estaba establecido y predeterminado: el carácter, el modo de vivir, la relación
con los padres y amigos y con el divino emperador. Toson Murata era honrado para
sus obreros como un padre inmensamente rico y benévolo, y si alguien les hubiera
dicho a éstos que los explotaba se habrían reído a carcajadas. En efecto, estaban bien
cuidados y protegidos de la inseguridad y del alza y la baja de las condiciones
económicas.
Después de la guerra mundial, el Japón pasó una época crítica. Los demás países

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restringían la explotación japonesa cuanto les era posible, y trataban de eliminar la
competencia de los baratos productos japoneses. La cesantía y la miseria hubieran
arruinado al país si éste no hubiera tenido hombres como Toson Murata, que seguía
dando trabajo a sus obreros y llevando sobre sus hombros todo el peso de los tiempos
difíciles. Ni sus empleados ni su familia sabían nada de sus dificultades, de sus
desalientos y de los desesperados esfuerzos que había hecho durante los dos últimos
años.
Sonriente y gigantesco, ocupó el asiento de honor, mientras los hombres, con sus
delantales limpios y cortos, y las mujeres con sus bellos quimonos grises con dibujos
rojos, marchaban por la sala llevando en la espalda el emblema de los Murata: un
toro.
Tras él, sobre la plataforma, había un jarro con flores. Yoshio estaba sentado a su
lado, junto con los cuñados, algunos invitados de honor y un representante del
Gobierno. En la sala cabían holgadamente doscientas esteras, y de sus paredes
pendían banderas con lemas instructivos. Los obreros formaban largas filas, los
hombres a la derecha, los más viejos delante y las mujeres, que sonreían
bondadosamente, a la izquierda. Toson Murata se levantó e hizo tres profundas
reverencias con las manos en las rodillas. Luego les dirigió la palabra:
—Honorables obreros —comenzó diciendo, y su voz sonora y melodiosa llegó
hasta el más remoto rincón de la sala.
A mitad de su discurso comenzó el terremoto. La sala osciló, el florero se cayó,
haciéndose añicos, y las inscripciones se desplomaron crujiendo. Algunos obreros
gritaron, otros permanecieron tan mudos como piedras, y todos se acercaron a Toson
Murata como si buscaran su protección. Un tremendo rugido subterráneo, como un
sonoro trueno, ahogó el ruido y el confuso tumulto. Toson Murata tuvo el tiempo
justo para inclinarse con imperturbable cortesía ante sus invitados y murmurar
algunas palabras de excusa de que se derrumbasen los muros. Los seres humanos
eran como minúsculos insectos sobre la piel de una gigantesca fiera que tratara de
quitárselos sacudiéndose. Yoshio no supo nunca cómo pudo sobrevivir al
derrumbamiento, si perdió el sentido por unos minutos o si su padre lo arrastró fuera
del edificio. Un humo denso flotó sobre la ciudad durante unos días; de noche, el
cielo se teñía de rojo. Se veían niños que lloraban buscando a sus padres y mujeres
medio desnudas que arrastraban sus bienes por las calles en llamas. Comenzaron a
circular horribles rumores. Hubo bandas que saquearon y robaron la población, y
como nadie quería creer que los japoneses fuesen capaces de tales crímenes se echó
la culpa a los coreanos. Innumerables personas perecían entre las ruinas ardientes de
sus hogares, y el hambre amenazó a la ciudad, porque también las aldeas vecinas y el
puerto de Yokohama quedaron destruidos. Al cabo de unas semanas se restableció el
orden, y la gente comenzó a reconstruir la ciudad, tranquila y pacientemente, con la
laboriosidad de las hormigas. La dura vida en aquellas despiadadas islas les había
legado una obstinada resignación, y soportaban los sufrimientos sin quejarse. Muchos

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hombres perspicaces —y Toson Murata era uno de ellos— se mostraron encantados
con la destrucción de numerosos barrios miserables y anticuados. Se creó un Tokio
ensanchado y moderno, y la reconstrucción dio vida a muchas industrias que
permanecían casi inactivas. El terremoto suprimió muchos hábitos y costumbres al
mismo tiempo que los viejos barrios de la ciudad, y la vida no volvió a ser la misma.
El seísmo no causó la muerte de ningún pariente de Yoshio. Por el contrario, le dio un
nuevo hermano, a quien llamaron Kitaro, como su famoso antepasado.
Sumi, la madre de Kitaro, pereció en el desastre. Era una célebre geisha a quien
Toson Murata había empleado a menudo cuando tenía huéspedes a los cuales quería
honrar y entretener con los femeninos encantos y el gusto exquisito de la joven. Veía
con frecuencia a la hermosa y educada Sumi, y a veces tuvo que hacerla su
confidente cuando el objeto de uno de aquellos banquetes era conseguir un negocio
ventajoso. Como sucedía a menudo con hombres de su edad y posición, se enamoró
de la geisha, y no pudiendo soportar el pensamiento de que estuviera a disposición de
todo el mundo, le compró una casita en el distrito de Tsukiji y la instaló en ella como
su concubina. Era un secreto que nadie ignoraba, probablemente ni la madre de
Yoshio. Éste también oyó a menudo alusiones al respecto, y aunque amase a su madre
y se sintiera muy ligado a ella, le pareció justo y natural que su padre, que era bueno
y alegre, tuviera algo más en la vida que el trabajo en la fábrica y su tranquilo hogar.
Pero la encantadora callejuela se había incendiado. El frágil maderamen de sus casas
y las ventanas y las puertas de papel se redujeron a cenizas, muriendo entre los
escombros muchas de las adorables mujercitas que allí vivían. Entre las ruinas, sobre
las que los árboles calcinados extendían su tétrico ramaje, sobresalían un farol de
piedra o una garza de bronce.
Kitaro tenía siete años cuando Toson lo adoptó y lo llevó a casa de su mujer. Era
un niño fuerte y hermoso, que parecía haber heredado todo el vigor de su padre. En
su redondo rostro resaltaban sus hermosas cejas y sus labios gruesos, como un Buda
infantil. «Se parece a Momotaro», pensó Yoshio cuando lo vio por primera vez. Para
Yoshio, su joven hermano estuvo rodeado siempre de un brillo irreal: era el hijo de
una geisha, de una amante muerta. Kitaro era una criatura amable y bien educada, y
tan pronto como pasó su floración llenó la casa de luz y alegría.
Los cabellos de Toson Murata encanecieron, y se compró un par de gafas con
montura de concha. Por las noches se quedaba en su casa, charlando con sus dos
hijos, y era casi infantil la forma en que buscaba en su mujer consuelo por la pérdida
de su amante.
La madre de Yoshio aceptó a Kitaro sin vacilar, y todos hicieron lo posible para
animar al hermoso niño. Sólo la vieja Baaya gruñía de vez en cuando, pues como
había llevado a la madre de Yoshio en sus espaldas estaba celosa del hijo de la
geisha.
Según los deseos de su padre, Yoshio estudiaba Economía en la Universidad de
Waseda, pero sin abandonar por eso sus estudios de literatura y filosofía. No se

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cansaba nunca de leer. Kant, Spencer, Schopenhauer, Goethe, Thackeray,
Maupassant, Bergson, Valery, André Gide, Nishida, Emerson y Nietzsche eran sus
autores preferidos. Política extranjera, Lao-Tse, Li-Tai-Po, contabilidad y estadística,
budismo y cristianismo, exportación e importación: todo eso le dejaba poco tiempo
para dormir. Cada dos meses tenía que cambiar sus gafas por otras más potentes, pues
su miopía era cada vez mayor. Ésta fue una gran ventaja, pues le sirvió para librarse
del servicio militar. El Gobierno intentó imponer la instrucción militar en las
Universidades, pero los estudiantes liberales iniciaron una huelga y poco después la
orden fue derogada.
La mayoría de los jóvenes que estudiaban en Waseda eran partidarios de la
libertad y el progreso, y torpes traducciones de Trotsky pasaban de mano en mano.
Algunos estudiantes chinos, tranquilos y corteses —jóvenes delgados a quienes se
trataba con cierto desprecio a causa de la inferioridad de su pueblo—, introducían, sin
embargo, ideas comunistas, que eran ávidamente discutidas en los comedores baratos
de las cercanías de la Universidad. Estaban de moda la pobreza bohemia y cierto
descuido en el vestir, y los hijos de los padres adinerados, como Yoshio, se sentían
avergonzados de su propio origen y se ponían trajes raídos para no llamar la atención.
Yoshio compartía con Kitaro su cuarto de ocho esterillas. Se bañaban juntos antes
de la cena, y cuando Yoshio permanecía inclinado sobre sus libros, la acompasada
respiración de su hermano dormido acompañaba pacíficamente su pensamiento.
Cuando éste, sobresaltado por una pesadilla, arrojaba las sábanas lejos de sí, Yoshio
volvía a taparlo cuidadosamente. Kitaro era amigo de bromas y secretos pueriles. A
veces hablaba de sus abuelos, campesinos laboriosos, pero pobres, que tuvieron que
vender a sus hijas después que una plaga de langosta arrasó sus campos. Él mismo
construyó en un rincón de la habitación un altar para sus antepasados, donde honraba
una fotografía de su hermosa madre y hacía diariamente sus reverencias. Tenía un
repertorio interminable de poesías, de breves canciones de geisha y de recuerdos que
Yoshio no podía comprender. A veces le parecía que Kitaro era mayor que él y que
tenía más fe en sí mismo.
Cuando el muchacho enfermó, Yoshio se preocupó mucho. Para distraerlo le llevó
a su cama las dos espadas de samurai de su abuelo, pero Kitaro se excitó tanto al
verlas que le subió la fiebre. Desde entonces, la educación de Kitaro no presentó
dificultades, siempre que se le permitiera jugar durante media hora con las dos
espadas. Al cumplir los doce años ingresó en la Academia Militar Imperial. La
voluntad de la geisha era que su hijo fuera oficial, y Toson cumplió el deseo de su
amante muerta, al cual se había opuesto cuando vivía. Avejentado y enternecido,
Toson presentaba el triste espectáculo de un león desdentado. Dependía de su mujer,
que aliviaba cada uno de sus pequeños dolores, le atendía, le ponía fomentos, le hacía
infusiones de hierba y contaba las gotas del medicamento que le administraba
concienzudamente según las prescripciones de los médicos, mezclándolo, para
asegurarse, con partes de animales carbonizadas y pulverizadas, de cuya eficacia

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responda la Baaya bajo juramento. Con los ojos más irritados que nunca, Yoshio se
preparaba para su examen final. La habitación estaba silenciosa y vacía. Kitaro, con
su uniforme azul de cadete, sólo aparecía por la casa los días de fiesta, radiante por la
disciplina y los ejercicios. En el vapor que le condujo a América después de haber
aprobado su examen, Yoshio durmió por primera vez en una cama como la que
usaban los extranjeros. Pasó una mala noche, cubierto por un edredón que
continuamente se le caía al suelo. Era un barco japonés, equipado al estilo extranjero,
y los pasajeros eran de todas las razas: japoneses, chinos, americanos, alemanes,
siameses y coreanos. Cada nacionalidad se aislaba, pues cada una tenía un motivo
para sentirse enojada con las demás. Yoshio ocupaba su camarote con un hombre que
poseía un negocio en Dallas, Texas.
—Soy ciudadano americano —decía el hombre cada vez que se le presentaba la
ocasión, y su rostro se contraía en una red de finas arrugas.
Su mujer, japonesa, y sus cuatro hijos cultivaban y vendían flores en Dallas. Tenía
malos modales, respiraba con la característica cortesía de la clase media y hablaba el
peor japonés que Yoshio había oído jamás. A éste le dolió profundamente pensar que
la reputación del Japón en América se viera menoscabada por un hombre tan vulgar y
mal educado. La ley que prohibía la emigración japonesa en América era una herida
abierta y dolorosa para el amor propio de cada japonés. Cuando comenzó a regir esta
ley, un desconocido se hizo el hara-kiri frente a la Embajada americana en Tokio,
para lavar la mancha de su honor y para llamar la atención de los extranjeros.
La vista de su vulgar compañero de camarote convenció a Yoshio de que él
tampoco podría tolerar que los extranjeros, tanto individual como colectivamente,
tuvieran una mala impresión de su país. Al pasar por la Aduana de San Francisco se
dio cuenta de que no entendía nada de lo que le decía el empleado. Había estudiado
inglés durante catorce años, y un poema de Walt Whitman pendía de la pared de su
dormitorio; sin embargo, no comprendió una sola palabra de las que le dirigió el
oficial de la aduana. Fue la primera desilusión dolorosa y humillante que experimentó
en suelo extranjero.
Yoshio Murata estaba en América. Era un pequeño japonés serio, sonriente y con
gafas, provisto de una máquina fotográfica; un amante de la literatura que podía
componer estrofas de diecisiete y de treinta y una sílabas, que sabía de memoria las
estadísticas de la balanza comercial entre el Japón y América y que citaba a Spencer
por páginas, lo que probablemente era más de lo que podía hacer el oficial de la
aduana; sin embargo, todo esto no le servía de nada. Ninguna de las reglas que había
seguido sumisa y diligentemente valía fuera del Japón. Sus primeros días estuvieron
colmados de inesperadas dificultades y de luchas con objetos insignificante y
molestos. Las puertas se abrían de otra manera, las llaves giraban en otro sentido, las
ventanas no se abrían y cuando estaban abiertas no se cerraban, los ascensores no
subían lentamente como en el Japón, sino que salían disparados, pareciéndole que
cuando el estómago estaba en el cuarto piso la cabeza se encontraba en el décimo.

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Cuando pronunciaba los corteses discursos que había preparado cuidadosamente
encontraba en todos los rostros la misma mirada indulgente. La febril actividad de la
gente le era incomprensible, y pronto descubrió que, a pesar de su prisa constante,
nada de importancia les esperaba. En el fondo, eran más lentos y perezosos que los
japoneses, y sólo eran activos en apariencia.
Lo que más le sorprendía era su amabilidad, su buen humor y la ayuda que todos
le ofrecían. Se comportaban como si fueran devotos y entusiastas de Confucio. Por un
tiempo atribuyó al cristianismo esta rara benevolencia, pero luego se dio cuenta de
que la religión desempeñaba en América un papel que no era más importante que el
que tenía en el Japón. Las mujeres de la clase media, las campesinas y sus hijas iban a
las iglesias como en el Japón iban a los templos de Buda y de los dioses Shinto.
Todos los hombres ocultaban con máscaras ridículas sus verdaderos sentimientos y
hablaban con frases breves y elegantes, como si tuvieran miedo de callarse o de estar
serios. Yoshio poseía cartas de presentación para muchos hombres con quienes su
padre tenía relaciones comerciantes, pues el algodón que manufacturaba en Tokio
procedía de los Estados Unidos.
No era de los que iban a América en peregrinación como a la Tierra Prometida y
que esperan maravillas de perfección, pero se sentía decepcionado. Las casas, las
maquinarias, los diarios y las calles eran en esencia iguales a los del Japón. La
juventud japonesa estaba familiarizada con los cines, con drugstores y soda
fountains, con las bibliotecas e incluso con los clubs nocturnos con jazz y con
muchachas para entretenimiento del público, introducidos hacía poco en Tokio. El
Japón imitaba tanto al Occidente que ya no cabía sorpresas.
La mecanización del trabajo fue lo que más extrañó a Yoshio. No había artesanos,
sino producción en masa. Ansiaba volver a ver las pequeñas tiendas de los tejedores,
de los alfareros, de los curtidores y de los fabricantes de faroles y armas. Al principio
le era difícil distinguir a una persona de otra, pues para él todas tenían las mismas
piernas demasiado largas, las mismas cabezas demasiado pequeñas y los mismos ojos
demasiado abiertos. Pero al cabo de pocos meses se acostumbró a la fisonomía
americana, y entonces pudo encontrar matices diferenciales más netos que los
mismos americanos. Sus almendrados ojos percibían más que los de ellos.
Acostumbrado a emplear su vista como todos los orientales, no tardó en darse cuenta
de la fealdad del mundo occidental. A pesar de la distancia, el Japón, su país natal, se
aclaraba y embellecía cada día más. La luna no tenía en América el mismo aspecto
que en su tierra, ni tampoco las flores. Lo que más le sorprendía era la libertad y la
impudicia de las mujeres. A veces observaba con ironía el dominio que ejercían sobre
los hombres. La literatura le había dado una impresión errónea de lo que allí se
llamaba amor. Las mujeres eran ruidosas, mal educadas y casi repugnantes en su
emancipación. Por lo menos, así le parecía a él.
—La sirvienta de una joven ramera del Yoshiwara[58] tiene más delicadeza que las
mujeres de la sociedad de aquí —confió a su amigo japonés, el cual se encogió de

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hombros, pues tenía amigas entre las damas americanas.
Yoshio se acostumbró paulatinamente a la ingeniosa lucha y a la dialéctica entre
los sexos, a sus elegantes ataques y defensas. Cuando vio llorar por primera vez a una
joven americana —una de esas criaturas ruidosas y toscas, completamente
desamparadas— se sintió confuso, compasivo y asombrado. En el Japón, las mujeres
sonreían si se las hería…
Permaneció más de un año en los Estados Unidos, pero siempre le repugnaron la
absoluta falta de reserva y la manera de charlar con cualquier forastero sobre los
asuntos más íntimos. Su orgullo se sintió dolorosamente herido cuando se dio cuenta
de que los americanos nunca lo consideraban como un igual. La mayor parte de los
restaurantes se negaban a admitir a los hombres de su raza, y había miradas y
pequeños gestos casi inconscientes que lo herían en su sensibilidad como flechas
envenenadas. «¿Por qué?», se preguntaba a menudo y lo discutía con sus amigos
japoneses.
—¿Por qué no nos aceptan? Somos una raza más antigua y más fina. Nuestros
emperadores descienden de los dioses —toda su ciencia escéptica y sus facultades
críticas no le quitaron esta fe—; nuestros útiles y nuestras casas son sencillos y
nobles; nuestro comportamiento es mejor. Somos más limpios y más cuidadosos que
muchos de ellos; podemos más y, aunque han tenido una ventaja de siglos, los hemos
alcanzado en pocos años. ¿Qué pruebas tienen ellos de su superioridad?
—Cañones —contestaron sus amigos—, barcos de guerra, gases tóxicos,
bombas…
—Nosotros los tenemos también —dijo Yoshio amargamente.
No era amigo de los militaristas japoneses, y le disgustaba que sus argumentos
parecieran convincentes en América. Amaba la paz, tanto por naturaleza como por
convicción. Pensó en la poesía de la pared de su cuarto:

De las vidas, las armas, los escudos


de veinte mil guerreros no ha quedado
más que la fresca hierba del verano
en el antiguo campo de batalla.

Viajó por algún tiempo por los Estados meridionales, y, para complacer a su
padre, estudió las plantaciones de algodón, aunque resolvió no entrar en las
«Hilanderías de Algodón Murata». Fue al Este, y se acostumbró al asfalto de Nueva
York, ciudad que le parecía el ombligo del mundo. En Nueva Inglaterra visitó
fábricas de algodón que eran anticuadas en comparación con las de su padre. Estuvo
en Vermont, donde América conservaba más legítimamente su antiguo ambiente, con
sus granjas y métodos, sus lagos, su costa y las brisas del mar.
Sintiendo un miedo mortal inició una aventura amorosa con una de las bailarinas
de un club nocturno de Harlem, que lo trataba como si fuera un pequeño muñeco. Era

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una joven de miembros extraordinariamente flexibles y de tez más clara que la suya.
Sin embargo, era de raza negra, exuberante y desenfrenada, hasta tal punto que no
tardó en alejarse de ella, y aunque la deseó ansiosamente durante toda una semana, no
volvió a verla. En un restaurante japonés conoció a un tal Isamu Ikeda, corresponsal
de uno de los grandes diarios de Tokio, el cual, aunque hacía todo lo posible por
parecer americano, no podía ocultar su naturaleza japonesa, que se manifestaba en
sus poesías, en la forma de tratar a su mujer mexicana y en las curvas atrevidas de su
caligrafía. Cuando Ikeda enfermó de pulmonía, Yoshio escribió dos artículos por él, y
a partir de entonces se llamó con gran placer periodista. Para demostrarle su
agradecimiento, Ikeda le puso en relación con una pequeña revista mensual de
tendencias modernas que se publicaba en Osaka.
Yoshio, que hasta entonces había viajado sin rumbo, tenía ya una dirección
determinada. Se sentía intranquilo e inseguro de sí mismo, como todos los que se
encuentran entre una civilización diferente. No dirigía su vida, sino que era dirigido
por ella. No conocía la carestía ni las preocupaciones. No luchaba por el progreso
como su padre, ni era un guardián del pasado de su abuelo. No tenía ninguna religión,
pues el budismo era demasiado anticuado, el sintoísmo demasiado vago y primitivo,
y el cristianismo, al que pertenecía exteriormente, demasiado burgués y limitado. No
tenía una idea fija ni un ideal que lo inspirara, ni una perspectiva para lo futuro. Era el
producto de una época desilusionada y de un país en transición. Estaba orgulloso del
Japón y lo consideraba el país más fino, noble, hermoso y digno de ser amado por
todo el mundo. Pero todas las personas que conocía pensaban lo mismo de su propia
patria. En todas partes había montañas y valles, selvas y médanos, ciudades y
carreteras, casas y jardines, y los mismos seres humanos. La arrogancia nacionalista
en la que había sido educado disminuía a medida que conocía el mundo. Como
Estado, América tenía una actitud sin compromisos y casi hostil hacia el Japón, y los
diarios propalaban advertencias y gritos de guerra todas las mañanas. No comprendía
cómo era posible que al mismo tiempo el ciudadano americano lo tratara a él, el
ciudadano japonés, con amabilidad y gentileza. La atmósfera extranjera penetró
inconscientemente en él, en sus O. K., su whisky and soda y el universal apretón de
manos, en lugar de la cortés y distanciada reverencia.
«Aquí parecen estar todos obsesionados por la idea de que el tiempo pasa,
mientras que en realidad es el hombre el que pasa, y el tiempo sigue siempre igual»,
escribió a su hermano Kitaro.
Éste le contestó con un viejo proverbio budista:
«La vida del hombre es como una helada matutina en el tejado y como la llama de
una bujía al viento».
Con un traje nuevo que le sentaba mal, Yoshio embarcó rumbo a Europa. Francia
era más fácil de comprender, porque era antigua y tenía un pasado, aunque no de
miles de años como el Japón, que por lo menos le confería cierta dignidad.
Maupassant y Gide habían dado a Yoshio alguna idea de París, que le pareció una

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ciudad anticuada. En Nueva York se acostumbró al aspecto de las mujeres
occidentales, y en Francia descubrió su belleza. Los cuadros de Renoir lo iniciaron en
la hermosura de sus carnes blancas y rosadas, y comenzó a sentir una leve curiosidad
por ellas.
Otros japoneses le presentaron a una joven, Jelena Trubova, que pretendía ser una
princesa rusa, pero los ojos perspicaces aunque miopes de Yoshio descubrieron en
ella signos de pobreza y de miseria. Hablaba con él en francés, aunque había
aprendido de sus predecesores unas palabras en japonés. Jelena era más o menos un
factor permanente en la pequeña colonia japonesa, y su primer amigo, un príncipe
llamado Hosaki, la había enseñado a tratar a sus compatriotas. Era la primera
aventura de Yoshio con una mujer blanca, y sería la última. Su orgullo y su amor
propio se sintieron halagados cuando a ella parecieron agradarle sus caricias. Cuando
la estrechó entre sus brazos no era para él solamente una mujer, sino toda la
arrogancia extranjera lo que abrazaba. Pronto se acostumbró tanto a su cutis blanco, a
su cabello rojo y a sus ojos verdiazules, que las estudiantes japonesas de pelo negro,
corteses y anarquistas, que pertenecían a sus círculos y con las que se encontraba en
un café cercano a la Plaza Vendóme, dejaron de gustarle. Sentado en un sofá de su
piso, veía a Jelena moverse por la habitación. Cuando ella estaba a cierta distancia de
sus ojos miopes era como una hermosísima nube en movimiento. Al acercársele, su
perfume y su cuerpo cálido eran como una suave brisa estival. Yoshio comenzó
secretamente a componer poesías, pequeños poemas de diecisiete sílabas. Se
esforzaba por acoplar las sílabas a la medida prescrita: cinco, siete, cinco.

La mano amiga
templa como la brisa
del Fujiyama.

—Si pudiera conseguir algunas setas prepararía una tortilla con crema a la rusa,
¿sabes, mon chéri[59]?, y entonces podríamos cenar en casa —dijo Jelena
interrumpiendo sus pensamientos. Estaba pintándose ante el pequeño espejo que
Yoshio había colocado para ella.
—Eres perfecta, Jelena —dijo, y en aquel momento lo creía verdaderamente.
Ella no solamente era encantadora y hermosa, sino que también era práctica. Se
hacía cargo de la asignación mensual de Yoshio, que había disminuido desde la
depresión, le compraba lo necesario y le preparaba delicadas comidas. Contaba la
ropa cuando la llevaba la lavandera y le planchaba las corbatas. Lo acompañó a un
sastre, y Yoshio tuvo por primera vez un traje europeo bien cortado. Con él se sintió
más confiado y un poco orgulloso, pues en París interesaban los japoneses.
Podía hablar con ella de política, de teatro y de exposiciones de pintura. Estaba
casi tan bien educada como las elegantes geishas de su país natal, y se sentía cómodo
y feliz en su compañía. Jelena le leía en voz alta poesías francesas: Maeterlinck,

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Verlaine, Rimbaud.

Le dormeur du val…
… les perfums ne font pas frissonner sa narine;
il dort dans le soleil, la main sur sa poitrine
tranquille…[60]

Le causaba gran placer regalarle cosas hermosas, porque ella tenía un gusto
exquisito. Escribió a su madre pidiéndole que le enviara una antiquísima túnica de
brocado, como las que usaban las damas de la corte imperial de Kioto. Como todo
japonés, estaba tan enamorado de la hermosura del traje como de la que lo llevaba, y
el día que Jelena se puso el quimono verdoso bordeado con hilos de plata, su amor
llegó al límite. Realizaban pequeñas excursiones por Bretaña y Normandía. Yoshio se
sentía feliz en compañía de la hermosa mujer de cutis blanco.
En Francia aprendió que los hombres son iguales en todo el mundo.
«Hay menos diferencia entre el agricultor japonés y el europeo, que entre aquél y
el director de un Banco japonés —escribió en un artículo para su revista—. América
tiene agricultores que trabajan como máquinas y van al cine en coche propio, pero no
posee verdaderos labradores. Tal vez sea ésta la razón de la extraña desolación de los
Estados Unidos, un vacío que hace insignificante hasta el paisaje más hermoso». En
Francia se recreó otra vez en lo que veía. Las carreteras estaban flanqueadas de
álamos. Viejos árboles adornaban las plazas de las ciudades provincianas de calles
sinuosas. Todo aquello le encantaba, y se sentía como en su tierra. La atmósfera
húmeda y lluviosa de París producía tintes y colores que podía describir en francés,
aunque las lenguas europeas fueran demasiado toscas para expresar aquella belleza.
Agradecido y pesaroso se despidió de Jelena. Con su rígida letra le escribió en un
rollo de papiro el antiguo proverbio:
«El encuentro es el comienzo de la despedida».
La joven se reía al poner el dinero de las propinas en pequeños sobres estrechos
siguiendo la costumbre japonesa. Por última vez le quitó los anteojos con la
humorística gentileza que tanto le gustaba, y le dio un beso de despedida en el andén
de la estación, delante de todos los presentes. Yoshio se sintió tan avergonzado y
enojado por aquella escandalosa manifestación de afecto, que eso le ayudó a soportar
la despedida. Sólo cuando se vio privado de Jelena supo cuánto significaba para él.
Italia le aburrió por sus superlativos: el cielo era demasiado azul, los cipreses
demasiado pintorescos, las estatuas demasiado grandes, los cuadros demasiado
perfectos y las pinturas de Rafael demasiado hermosas. «No expresaban nada», pensó
irónicamente ante el bárbaro torbellino de colores y figuras de los cuadros de
Tintoretto en el palacio de los Dux de Venecia. «¡Cuánto mejor es una rama de
bambú pintada por Yosetsu!». La disciplina y la limpieza impuestas por Mussolini no
parecían agradar a los visitantes, lo cual le hacía reír. En su patria, una sola palabra,

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Kirei, expresaba la idea de limpieza y hermosura.
En Alemania, muchas cosas le parecieron iguales que en su país. La pulcritud, la
seriedad, la perseverancia, el respeto por el trabajo manual, la búsqueda de lo
sencillo, la pobreza y la frugalidad del país y del pueblo: todo le recordaba al Japón.
También le parecía japonesa la manera de considerar como algo natural a los asesinos
políticos.
«Solamente los alemanes, de quienes hemos aprendido tanto, son tan impopulares
como nosotros en todo el mundo. ¿Causan fatalmente impopularidad la diligencia y la
perseverancia —preguntaba inocentemente en una carta a su padre—, o es que el
mundo teme a los capaces?».
En la Kantstrasse de Berlín había un restaurante chino al lado de uno japonés. Las
relaciones entre los estudiantes de ambos países eran siempre poco amistosas. Al
publicarse la noticia de la rotura de las hostilidades en Manchuria, comenzó la lucha.
Yoshio se sintió amedrentado por los encuentros físicos, pero el honor exigía que
tomara parte en ellos. Empleando una llave de jiu-jitsu, derribó a un chino alto y
forzudo, el cual, ignorando las reglas más elementales del jiu-jitsu, cayó torpemente,
lesionándose el cráneo. La Policía intervino, y Yoshio pasó una noche arrestado.
Finalmente intercedió el cónsul y fue puesto en libertad.
Justamente cuando Berlín dejaba de gustarle llegó un telegrama de su madre,
rogándole que volviera inmediatamente, pues su padre estaba enfermo. Como no
tenía de quien despedirse, salió inmediatamente para Moscú, a fin de tomar el tren
transiberiano. Permaneció allí cuatro días olfateando el aire seco y amargo. Vio con
satisfacción la pobreza, la suciedad, el hambre y la falta de libertad que reinaban en la
capital rusa. Había abandonado el comunismo desde que comenzó a perseguirse a sus
afiliados aun en su propia patria. Se asustó un poco de la ruda claridad de los carteles
antijaponeses que vio desde que cruzó la frontera. Se resfrió durante un paseo en uno
de los pocos coches abiertos, y durante el resto del viaje, con sus dificultades e
interrupciones, se hundió en las tinieblas de una fiebre muy alta.
Mukden estaba ya ocupado por las tropas de sus compatriotas, y el ferrocarril de
la Manchuria septentrional se hallaba bajo el fuego de la artillería. El tren tuvo que
esperar varias horas en pequeñísimas estaciones siberianas. Se dio a los pasajeros té
claro y pepinos agrios; la comida escaseaba, la calefacción brillaba por su ausencia y
el otoño daba paso a un prematuro invierno. Sin embargo, Yoshio siguió viajando,
pues su madre lo esperaba y su padre estaba enfermo. Decidió proseguir el viaje por
Pekín y Tientsin. El Norte de China tenía un aspecto empobrecido y se notaba la
hostilidad latente. La fiebre seguía siendo muy alta, y no cesaba de rascarse las
picaduras de las chinches del tren.
Brillaba un suave sol de otoño, y el tren llegaba puntualmente a las estaciones.
Vio a dos colegialas que llevaban cada una a su hermanita en los hombros y que se
hacían mutuamente serias y dignas reverencias. Entonces se dio cuenta de que estaba
nuevamente en el Japón.

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En la estación de Tokio lo esperaba un esbelto oficial. Para evitar que una
multitud de parientes y amigos le diera la bienvenida, sólo informó de su llegada a
Kitaro. Yoshio, aún bastante débil por la fiebre, lloraba de alegría al ver nuevamente
a su hermano, quien, a pesar de su elegante uniforme, tampoco se avergonzaba de
llorar.
La plaza situada frente a la estación le recordaba a Berlín, porque los arquitectos
habían llevado de Alemania el estilo de los tejados y de las líneas horizontales.
Pequeñas mujeres con quimonos claros cruzaban rápidamente la plaza por entre los
autos y los tranvías. Tokio no era la ciudad más hermosa del mundo, como había
pensado en su nostalgia y en su anhelo por verla otra vez, y no era tampoco la ciudad
más limpia. Era una capital como cualquier otra, con tiendas, agentes de tráfico,
vendedores de periódicos, y toda la ruda fealdad del siglo.
Casi toda la gente caminaba con extrañas máscaras negras atadas a la boca y
anudadas tras las orejas. Tenían un aspecto ridículo y al mismo tiempo horrible.
—Es para preservarse de la gripe. Hay mucha en la ciudad —le explicó Kitaro, y
Yoshio se asombró de la ingenuidad con que sus compatriotas creían en aquellos
bozales.
Le extrañó ver algunas personas vestidas a la europea y andando sobre altos
zancos, por la lluvia que comenzaba a caer, y a otros que usaban grandes sombreros
de cowboy con sus quimonos, y se rió al observar la innumerable cantidad de
paraguas de papel parafinado, que le recordaba un grabado en madera de Hrishige.
Vio a muchas jóvenes con quimonos, tan empolvadas y pintadas que sus caras
parecían rígidas como las de las muñecas, y a mujeres muy feas y de piernas cortas
con vestidos occidentales. El recuerdo de Jelena acudió a su mente.
Kitaro rió fuertemente y señaló con un dedo hacia el exterior. Yoshio miró por la
ventanilla y vio al borde de la acera a un extranjero vestido con un camisón que tal
vez tomaba ingenuamente por un quimono. Para coronar su equivocación había
plegado su túnica al revés, como solamente corresponde a los cadáveres.
—¡Un cadáver extranjero en camisón! —exclamó Yoshio con gran regocijo,
súbitamente reconciliado con las incongruencias de sus compatriotas.
Pero Kitaro había cesado de reír, y su rostro, tan redondo como siempre, mostraba
tal expresión de odio y exasperación que Yoshio se alarmó. Entretanto habían llegado
a la parte elegante de la ciudad. Pasaron ante la muralla del palacio imperial, cuyos
pinos y fosos de agua estaban velados por la lluvia, y entraron en el barrio donde
vivían sus padres.
En el camino, Kitaro le refirió brevemente la enfermedad de su padre y la
operación que le habían practicado. La lucha contra la depresión de los dos últimos
años consumió las fuerzas de Toson Murata, y finalmente se desplomó en medio de
grandes dolores. Pero después de extirpársele la vesícula biliar se hallaba fuera de
peligro, y los médicos le permitieron volver a su casa, donde esperaba con gran
impaciencia la llegada de su hijo mayor. El mes de noviembre teñía de rojo el arce

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que se alzaba frente a la casa. La Baaya, con sus largos cabellos y su rostro moreno y
arrugado, estaba arrodillada en los escalones de madera de la entrada. Al ver a
Yoshio, murmuró la fórmula de bienvenida y le quitó los zapatos. Kitaro vaciló frente
a la puerta que conducía al dormitorio de sus padres, mirando a su hermano
inquisitivamente y como con reproche. Sólo cuando el joven oficial se arrodilló antes
de aproximarse a su padre enfermo recordó Yoshio el acto de reverencia que se
esperaba de él. La Baaya abrió la puerta. Toson Murata levantó la cabeza: sus
cabellos eran blancos, y, cuando sonrió, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Una
pequeña anciana de cabellos grises, la madre de Yoshio, se arrodilló y apoyó las
manos en los brazos de su hijo. Yoshio observó que el Japón se preparaba febrilmente
contra algún peligro. Se fabricaban armamentos, dominaba el nacionalismo y se
gozaba de una nueva prosperidad duramente ganada. Vio con gran orgullo que su país
estaba sano comparado con las enfermas naciones de Europa.
No podía mirar a su hermano menor sin experimentar un sentimiento de felicidad
y de alegría. Sostuvo con él largas conversaciones. Después que Kitaro obtuvo el
grado de teniente, ambos hermanos dormían otra vez en la habitación común de la
casa paterna. Era un fanático precursor del movimiento que aspiraba a renovar el
espíritu y la vida del antiguo Japón. Pertenecía a sociedades secretas y públicas,
cofradías que recibían sus ideas y órdenes de un anciano y muy honrado maestro y las
propagaban en el Ejército. Yoshio sonreía ante el entusiasmo de su hermano. En el
fondo, éste no era más que un fiel sostenedor del Bushido, la ley de los samurais, con
su devoción, su valor, su lealtad, su sacrificio, su honradez, su sobriedad y su
desprecio por el dinero. En el nuevo Japón se incitaba a la guerra contra el capital y
los capitalistas. Por un extraño cambio, los jóvenes eran reaccionarios; los ancianos,
progresistas, y los enemigos más empedernidos del comunismo eran los más severos
adversarios del capitalismo. Toson Murata se burlaba de Kitaro, pues él pertenecía a
una era liberal y no deseaba la guerra ni el aislamiento, sino el comercio y la paz.
Kitaro caminaba excitado de un lado a otro de la habitación, mientras defendía sus
puntos de vista. Llevaba los calcetines grises de oficial, y sus pasos sonaban
suavemente sobre las esterillas forradas. Parecía excesivamente alto e impetuoso para
aquella tranquila estancia.
—Evitaremos que las naciones occidentales se mezclen en los asuntos de Oriente
—decía amenazadoramente—. Asia, para los asiáticos, y el Japón…, ¡sobre Asia!
Nuestro deber es libertar a millones de asiáticos en la China, en la India, en todas
partes, del destino trágico que los ha hecho esclavos de los blancos. Somos fuertes e
independientes, y tenemos el deber de mantener el orden en este continente.
—Si América nos aísla comercialmente, perderemos más de lo que podríamos
ganar con cualquier guerra —observó Toson secamente.
Aunque se enorgullecía de su belicoso hermano, Yoshio compartía la opinión de
su padre. Amaba la paz y odiaba la guerra, a pesar de no saber nada de ella. Kitaro
sacó unas notas del bolsillo y prosiguió:

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—Tomad a Manchuria, por ejemplo. ¿Sabéis cuántos bandidos hay en
Manchuria? Por lo menos trescientos mil. Chang Tso Lin y su hijo no son más que
bandidos. Hemos salvado a la Manchuria de Rusia mediante dos guerras. Toda la
civilización que hay allí se debe a nuestro dinero y a nuestro pueblo. Los ferrocarriles
y las minas de carbón trabajan y son explotadas ahora con nuestro dinero. ¿Cuántos
millones hemos invertido en las tres provincias? ¿Y qué agradecimiento obtuvimos?
Solamente la rebelión, el homicidio y la enemistad. Necesitamos la Manchuria y sus
productos. Si no puede negociar con nosotros amistosamente, debe ser avasallada con
mano férrea. No sabéis con qué ansias aguardo el día en que se envíe allí a nuestro
regimiento.
Mientras Kitaro guardaba sus anotaciones en el bolsillo, su padre le miró con una
sonrisa compasiva.
—Tu madre no te habría permitido tomar parte en una guerra contra bandidos —
dijo su padre con voz enternecida. Rara vez mencionaba a la madre de Kitaro.
—Mi madre habría rezado pidiendo que yo me sacrificase por mi patria y por el
emperador —repuso Kitaro fogosamente.
La puerta se abrió con un ligero chirrido y la Baaya entró con las mesitas para la
cena de los tres Murata. Los platos de laca despedían un agradable olor, y la paz reinó
en la habitación nuevamente.
El Japón amaba a la antigua China y odiaba a la nueva. Al otro lado de la Gran
Muralla dominaba el caos. Había destituciones, pestes, hambre, confusión, guerra
civil, guerrillas entre bandidos y lo que el Japón temía más que nada: la difusión del
comunismo. Los chinos demostraban que eran incapaces de mantener el orden en su
país. Cuando los japoneses afirmaban que la China estaría mejor gobernada y sería
más feliz bajo el mando japonés, lo creían así y tenían sus buenas razones.
—Ciertamente, estamos en el caso de un hombre que ve arder la casa del vecino y
tiene el deber de apagar el fuego —dijo Yoshio, concluyendo la excitada discusión
con una frase conciliadora y prudente.
Los tres Murata estuvieron de acuerdo en un punto de la discusión: el Japón
necesitaba espacio vital para su población, y no podía permitir una oposición por
parte de los sucios, atrasados y despreciables chinos.
Yoshio se sentía a veces pequeño e insignificante comparado con su hermano, que
parecía haber heredado toda la energía de su padre, mientras que él sólo poseía la
debilidad, la ternura y la resignación de su madre.
Notaba el afecto que ésta sentía por él en su ansiedad por servirle, en la expresión
de sus ojos y en el rápido contacto de sus delgados dedos. Sin embargo, estaba celoso
de Kitaro, pues sólo éste podía hacerla reír a carcajadas y ambos se entendían en
muchas cosas de las que Yoshio no sabía nada. Su hermano menor no entraba nunca
en la habitación sin hacer algún elogio de las flores arregladas en el nicho. Ella
sonreía agradecida cuando le preguntaba por su honorable resfriado, cuando notaba
que llevaba un nuevo quimono o cuando le llevaba algún regalo insignificante atado

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de la manera adecuada, con un cordel de oro y plata. A veces hasta inducía a su
madre a que tocara el koto[61]. Las aguadas y suaves notas del largo instrumento de
cuerda eran para los oídos de Yoshio vacías y hasta desagradables. Estaba
acostumbrado al clamor resonante de las orquestas sinfónicas de Europa y al ritmo
del jazz norteamericano. Kitaro era más hijo de su madre, aunque lo hubiera dado a
luz otra mujer.
Pero fue Yoshio y no Kitaro quien marchó a la guerra. El diario de Yoshio lo
mandó como corresponsal a Manchuria, y el regimiento de Kitaro permaneció en
Tokio. Era invierno cuando Yoshio llegó a Chinchow, que las tropas japonesas
acababan de tomar, un invierno tan frío y cruel que los soldados casi no podían
soportarlo. Yoshio entró por primera vez en el estrecho círculo de los corresponsales
de guerra, una falange internacional, alegre, cínica, ruda, pueril e instruida, de
hombres sin afeitar, que jugaban a los naipes bebían cerveza, sabían de todo y no
tomaban nada en serio. Le enseñaron a distinguir las noticias reales de las mentiras y
cómo enviarlas de cualquier manera; por teléfono de campaña, por telégrafo o por
medio de palomas mensajeras. Yoshio andaba entre ellos serio y sereno, sin
comprender sus chistes y sonriendo cortésmente cuando se burlaban de él. Mientras
jugaban sus interminables partidas de póquer o enviaban cables que hacían erizar los
cabellos, él permanecía sentado ante su máquina de escribir y redactaba artículos
profundos y meditados. Se mantenía cerca de las líneas de combate para poder verlo
todo. (Informaciones de un testigo presencial). Había muchas maniobras y poca
lucha. Los hombres estaban completamente agotados después de interminables
marchas, y sus raciones de comida no estaban adaptadas al clima. Yoshio descubrió
con profundo asombro que los soldados japoneses no eran más valientes que los
chinos, y perdió una creencia en la que tenía una fe profunda desde sus días de
escolar. Los regimientos chinos se retiraban después de disparar algunos tiros para
salvar su dignidad. Pero no era culpa de los soldados, sino de los generales, los cuales
no querían luchar porque probablemente habían sido comprados. Cuando los chinos
luchaban lo hacían tan bien como sus enemigos y tal vez mejor, pues estaban mal
equipados y peor dirigidos.
Una vez vio Yoshio cómo llevaban al campamento a treinta desertores japoneses.
Decían llorando que no podían soportar el frío, y que en su desesperación habían
tratado de desertar. No tenían miedo de morir, pero carecían de valor para soportar
toda la campaña. Mostraban sus brazos y sus piernas congelados y gangrenados, sus
uniformes destrozados y tenían lastimados sus pulmones. Rogaban que los fusilaran.
Yoshio comprendió su terror y su cobardía, pues eran los mismos que él había
sentido. Generalmente los budistas habían inculcado al pueblo esta indiferencia por la
muerte, pero al mismo tiempo atribuían tan poca importancia a la vida que
disminuían la resistencia ante las dificultades. Después de muchos meses, la lucha
comenzó a decrecer, pero, lo mismo que una llovizna, no terminó por completo.
Yoshio volvió a su casa. Había visto los rígidos e hinchados cadáveres de hombres y

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caballos y respirando también el olor de los campos de batalla abandonados.
Su amor por la paz era teoría, pero su odio por la guerra se convirtió en realidad.
La poesía de los veinte mil guerreros estaba aún en la pared de su habitación, y sus
caracteres pintados no se desteñían. Aunque no lo supieran, fueron sus celos por
Kitaro los que lo llevaron a Manchuria y le dieron fuerzas para soportar todos los
horrores. Kitaro hablaba, pero Yoshio estuvo en la guerra…
Sin embargo, cuando regresó con los labios agrietados por las heladas, agotado
por la disentería, de la que curó muchos meses después, con su cinismo recién
adquirido y su pasión por el póquer, observó que su hermano atraía aún la atención de
todos y que nadie escuchaba lo que él contaba.
Pocos meses después de su regreso se casó. Había llegado a ser lo que en Tokio
llaman gimbura, y pasaba gran parte del tiempo en la calle Ginza, con sus bares
brillantemente iluminados y por la que paseaban hermosas jóvenes. De vez en cuando
iba a clubs nocturnos, bebía la imitación japonesa del whisky escocés y pasaba el
resto de la noche con una imitación japonesa de una taxi-girl[62] americana. Al día
siguiente le dolía la cabeza y sentía mal gusto en la boca. Una vez Kitaro le presentó
a una hermosa geisha, pero lo único que logró fue que Yoshio se sintiera melancólico
y profundamente aburrido.
—Pronto se extinguirán en la misma forma que el fénix, el rey de las aves —
observó más tarde a su hermano.
Visitar a una geisha no era una aventura sino un complicado ritual, una vez más
recordó a Jelena con dolorosa insistencia. Sabía que lo que le faltaba era una mujer, y
por eso se apresuró a declarar su conformidad en casarse con la joven que sus padres
le habían elegido.
Su futura esposa tenía dieciocho años. Su padre era el dueño de un importante
diario liberal, y se sobreentendía que daría a Yoshio un puesto en el periódico, con
perspectivas de hacer carrera. La honorable Hideko era una moga, una muchacha
moderna.
—Juega bien al tenis y sabe también esquiar —hacía notar la madre de Yoshio
cada vez que se le presentaba la ocasión.
Los jóvenes se encontraron por primera vez en el tenis, y Yoshio no miró a
Hideko ni una sola vez, pues le parecía descortés examinarla como si fuera una
mercancía. Ella era hermosa y más baja que él. Realizaron una excursión al campo y
luego asistieron juntos al teatro. También a ella le gustaban los conciertos sinfónicos;
tocaba el piano, leía libros franceses y hablaba con placer de André Gide. Era una
muchacha completa en todos los sentidos: gentil, dócil, moderna, pero bien educada,
y tan familiarizada con el arte de arreglar flores y preparar el té como con las raquetas
y los esquíes. No fue culpa suya si Yoshio la encontró aburrida y le pidió que volviera
a llevar el quimono para él. Con vestidos modernos le recordaba a Jelena, e
instantáneamente dejaba de gustarle. Cuando volvió a visitarla, la joven le sirvió el té
con el antiguo ceremonial. Llevaba un quimono azul con un gran dibujo moderno de

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color bermellón. La delicada curva de su cuello surgía de un pequeño escote
triangular, y alrededor de la esbelta cintura llevaba un ancho cinturón gris bordado
con hilos de plata. Yoshio notó que la joven estaba excitada por la forma en que las
tazas entrechocaron y por el agua vertida al coger la cuchara.
A la mente de Yoshio acudió el recuerdo del abuelo samurai, que siempre le había
aconsejado la tranquilidad, seguridad y paz de aquella ceremonia. Sintió compasión
por Hideko y por sí mismo. Arrodillados frente a frente, balancearon sus cuerpos de
un lado a otro, pues el peso de los antiguos vestidos y las incómodas posturas los
fatigaban. Ambos carecían de patria y de hogar, pero no lo sabían. Alejados
interiormente del antiguo Japón, se sentían vacilantes e incómodos en el nuevo. Se
celebraron dos ceremonias nupciales. La primera, en la iglesia, pues también Hideko
era cristiana, y la segunda en casa de los padres de Yoshio, donde bebieron juntos una
escudilla de vino de arroz, conforme a la antigua costumbre. Después se instalaron en
una de las nuevas casas de pisos del centro de la ciudad. Tenían cuarto de baño,
muebles cromados, un gramófono y flores clásicas arregladas en el nicho. Yoshio
ganaba ochenta yens mensuales, y como tanto su padre como el de Hideko le pasaban
una asignación, su situación económica era muy desahogada.
Hideko sintió una gran curiosidad por la indecente costumbre de besar, que había
sido recientemente censurada y suprimida en las películas extranjeras. Su torpe
sumisión y su deseo de gustar eran agradables, pero no estimulaban a Yoshio. Pasado
algún tiempo, su vida conyugal se hizo tan monótona como la lluvia que cae sobre el
tejado. Las únicas diversiones que tenía la joven eran jugar al tenis en verano, esquiar
en invierno y a veces pasar una noche en la playa de Kamakura, con sus ruidos
estridentes, sus juegos y su multitud.
De vez en cuando, Yoshio obtenía entradas para algún concierto sinfónico, y a
veces jugaba pequeñas partidas de póquer con otros periodistas. Yoshio Murata se
aburría. Sentía a menudo una gran compasión por Hideko, que hacía todo lo posible
para hacerle la vida agradable. Era como si el breve episodio de Jelena lo hubiera
alejado de las mujeres japonesas hasta el punto de no interesarle ninguna. Se
dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo, pero el resultado no era muy alentador. Los
artículos eran demasiado profundos y, sobre todo, demasiado literarios. Como todos
admiraban sobremanera su profundo conocimiento del inglés, se le encargó la tarea
de ir a bordo de los vapores que llegaban a Yokohama y entrevistarse con los
personajes célebres que pasaban por el Japón. Escribía también cortas reseñas de las
obras de teatro inglesas estrenadas en Tokio, o de conferencias de carácter científico.
Durante las noches trabaja con suma dificultad en sus largos y complicados artículos,
en medio del ruido de la redacción. Los aprendices de tipografía recitaban el texto
mientras buscaban los tipos entre los diez mil que había en las cajas. Yoshio seguía
escribiendo. No tenía deseos de volver a su casa. Y de esta manera se sucedían los
años.
Kitaro estaba intranquilo y descontento. Formulaba amenazas contra la blandura

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del ministerio y el débil comportamiento de la Marina. Su sangre samurai parecía
bullir en él como en muchos de sus compañeros. Las sociedades secretas del partido
militarista ganaron influencia. De vez en cuando mataban a balazos a un ministro. Era
el medio de atraer la atención del inalcanzable emperador sobre la mala política que
seguía el Gabinete. Los jóvenes oficiales se abrían las venas y escribían con su propia
sangre cartas en las que decían que se sacrificaban en pro del bienestar del Japón. La
gente sensata y tranquila sonreía ante aquellas dramáticas demostraciones de
heroísmo.
En uno de esos días suaves de setiembre en que todo está envuelto en un velo
azulado, Kitaro invitó a su hermano a una excursión a pie para visitar al abuelo de
aquél. El anciano vivía en la aldea de Kitano Mura, aproximadamente a noventa
millas de Tokio. En otros tiempos, la carretera pasaba junto a la aldea, que era rica y
floreciente; pero los ferrocarriles sumieron a muchos pueblos en el olvido y la
decadencia. Muchos desaparecieron, y los que quedaban eran pobres y atrasados.
Yoshio pensó que tal vez pudiera escribir un largo y concienzudo artículo sobre las
aldeas que se encontraban a lo largo de la antiquísima y abandonada carretera de Hur.
Le encantó la idea de salir con su hermano y tener un cambio en su vida cotidiana.
Tomaron el tren hasta cierto punto y luego siguieron la carretera a través de las
colinas. El aire era cálido y suave. El arroz había sido ya cosechado, y los campos
estaban cubiertos por dos pulgadas de agua, preparando así el suelo para el trabajo del
arado. En la superficie brillante se reflejaban el cielo y las pálidas nubes. Por la
mañana y al anochecer se alzaba una suave neblina, y por la noche las copas de los
pinos se perfilaban contra el cielo.
En pequeños monasterios budistas, ocultos en las crestas de las colinas,
meditaban los monjes de cráneo afeitado; las carpas perezosas nadaban en estanques
calentados por el sol, y tal vez un abad observaba cómo la sombra de una rama de
pino oscilaba sobre la blanca pared. En pequeños campos de té trabajaban algunas
muchachas cubiertas con amplios sombreros blancos para protegerse del sol, y las
cuales saludaban a los viajeros con sonrisas y graciosas reverencias. A veces veían a
un campesino que, aprovechando los últimos rayos del sol, escribía un proverbio,
describiendo atrevidas curvas con su pincel. Yoshio vio nuevamente al mundo tal
como lo había visto en su niñez desde las espaldas de la Baaya: las hermosas nubes,
los árboles, los estridentes grillos, los narradores, los escalones de piedras que
conducían al Templo del Zorro, y los venerables ancianos cuyos semblantes se hacían
más amables con cada nueva arruga.
Las casas de las aldeas por las que pasaban eran sencillas y bien cuidadas, y los
hombres hacían pantalla con las manos para poder contemplar mejor a los
caminantes. Los niños salían de la escuela con sus libros, y las mujeres permanecían
de pie ante los hornillos semicirculares en la penumbra de las cocinas. En los patios
se amontonaba cuidadosamente la leña para el invierno, y la piel de las vacas, lavadas
dos veces al día, brillaba al sol. A veces trazaba grandes círculos en el aire, y las

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bandadas de patos salvajes formaban triángulos en el cielo vespertino.
En todas partes reinaba la paz, el orden y la serenidad: el alma del Japón. Un día,
Kitaro se detuvo súbitamente y preguntó:
—¿Amas a este país, hermano? Yoshio, sorprendido, contestó afirmativamente.
—¿Lo amas como yo? —insistió Kitaro, y Yoshio no pudo contener una sonrisa.
—No sé cómo lo amas tú —replicó—, pero desde que iniciamos nuestra
excursión no he dejado de observar cuan hermoso es y cuánto significa para mí.
—Sí, pero ¿lo amas lo bastante como para morir por él? —preguntó Kitaro un
poco impaciente. Era una pregunta extraña.
—Desde luego —repuso Yoshio simplemente. Absorto en sus meditaciones,
Kitaro continuó andando silenciosamente. Yoshio lo miró de soslayo, admirando
como siempre las facciones juveniles de su hermano. Éste no se detuvo ni levantó la
cabeza cuando dijo:
—Tus pensamientos y los míos son enemigos.
Yoshio le puso la mano en el hombro para apaciguarlo, y así siguieron caminando
durante largo rato.
—No soy soldado, si eso es lo que quieres decir —dijo Yoshio poco después—. Y
he visto la guerra.
Kitaro volvió a detenerse y dijo lenta y claramente, como si Yoshio fuera un niño
en cuya mente tuviera que inculcar algo:
—¿Me prometes que, si yo muero, seguirás lo que he iniciado?
—¿Debo firmarlo con mi sangre? —preguntó Yoshio con una sonrisa. La seriedad
de su hermano le parecía divertida.
—¿Lo prometes? —insistió Kitaro, sin darse cuenta de la ironía de Yoshio.
—Lo prometo —respondió Yoshio tranquilo—. ¿Por qué debes morir? Eres joven
y fuerte.
Kitaro reanudó la marcha.
—Has dado tu promesa —dijo solamente, y aspiró el aire, cargado del olor a
musgo húmedo que ascendía del cauce del río que corría junto al camino.
Aquella noche llegaron a la casa de los abuelos de Kitaro, y cuando los ancianos
de cutis bronceado se arrodillaron para saludarles, cuando cenaron en el comedor
revestido de esterillas y cuando observó la venerable y frugal vida de la aldea
olvidada, Yoshio tuvo la sensación de vivir en los tiempos anteriores a su nacimiento.
Al regresar a Tokio estaba mucho más moreno. Entregó su artículo, que no fue
publicado, como sucedía a menudo. Pronto olvidó la extraña conversación que había
sostenido con su hermano en la carretera, y sólo volvió a recordarla cuando Kitaro
Murata ya había muerto.
Una fría mañana de febrero, Yoshio, medio dormido aún, se dirigió al periódico
para convenir el trabajo del día con el fotógrafo. Era demasiado temprano, y el
«Metro» aún no funcionaba. Llamó entonces por teléfono pidiendo un taxi. Todavía
no eran las cinco de la mañana, y a las seis esperaba un vapor inglés en Yokohama.

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Yoshio y el fotógrafo debían ir a bordo, pero el fotógrafo no llegó. En la gran oficina
se encontraban solamente unos cuantos redactores nocturnos, jugando a los naipes y
rodeados de botellas de cerveza. También la máquina de imprimir había interrumpido
por un rato su trabajo casi incesante. La edición matutina estaba terminada, y era aún
muy temprano para empezar la del mediodía. De pronto sonó el teléfono. Uno de los
jugadores se levantó y se acercó el receptor al oído. Una expresión de asombro se
reflejó en su rostro. Los otros lo llamaron impacientemente para continuar el juego.
—¿Qué pasa? —preguntó Yoshio, al ver que el hombre seguía apretando el
receptor contra su oído como si sus dedos se hubieran paralizado. Pero el redactor
abrió la boca, movió la cabeza de un lado para otro y no pudo articular una sola
palabra.
El redactor jefe salió en aquel momento de su despacho y se detuvo como
paralizado en el umbral. Su rostro estaba demudado.
—¡Revolución! —dijo en voz baja—. El Primer Ministro ha sido asesinado…
Todos han sido asesinados…
Al otro extremo de la sala se hallaba un mecanógrafo retrasado. Los jugadores
enmudecieron y se quedaron como petrificados. El jefe miraba a uno y a otro. De
pronto, todos comenzaron a hablar al mismo tiempo. Dos reporteros cogieron sus
sombreros y salieron. Las rodillas de Yoshio temblaron levemente.
—¿Debo ir al vapor a pesar de todo? —preguntó estúpidamente. El redactor jefe
no contestó. La sala se llenó poco a poco de periodistas que llegaban para el trabajo
del día, de tipógrafos y de muchachos que llevaban pruebas. Todos hablaban y
preguntaban.
—Se nos ha dicho que esperemos un comunicado de la Agencia Oficial —dijo el
redactor jefe.
A pesar de la excitación, reinaba una extraña y taciturna calma, pues todos eran
japoneses. Los encargados de la sección editorial hablaban por teléfono en voz baja.
Yoshio envió a un muchacho a buscar en el archivo los reportajes de asesinatos
anteriores.
—Es el decimoséptimo ministro que los militaristas nos matan. Están locos —
dijo un viejo periodista que generalmente se encargaba de la sección «Consejos para
las mujeres».
Yoshio comenzó a examinar los recortes amarillentos pegados en cartulina verde.
Luego cogió una hoja de papel para escribir un artículo moderado para cualquier
eventualidad. Poco después, las radios del edificio comenzaron a anunciar que el
capitán Shiro Nonaka y sus amigos tomaban medidas para salvar al país, matando a
todos aquellos que impedían el trabajo imperial de la restauración de Showa y
disminuían el prestigio del emperador. Se aconsejó calma y se prometió un futuro
mejor. Las líneas telefónicas de larga distancia y los cables telegráficos no
funcionaban. Todas las luces del edificio estaban encendidas, pues era un día oscuro.
Hacia mediodía, un remolino de nieve corrió por las calles. Yoshio leyó su artículo, lo

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rompió y se guardó los pedazos en el bolsillo del pantalón. Luego telefoneó a su
esposa para decirle que iría a visitar a sus padres. Después de una larga espera
consiguió tomar un taxi, y en él paseó lentamente por las calles desiertas. Grises
copos de nieve caían a través del aire frío. En algunas partes había centinelas
armados. Grupos silenciosos y oscuros miraban a los revolucionarios.
Incluso de las campiñas cercanas llegaban labradores con sus abrigos forrados de
algodón y sus piernas vendadas, para ver la revolución. Los estudiantes de la
Universidad Waseda, conocida por su tendencia liberal, se detenían silenciosos y
deprimidos en las esquinas de las calles, llevando la gorra que también Yoshio había
usado una vez y pisoteando incesantemente la nieve con sus pies fríos. El aliento de
los soldados que pasaban formaba ante sus bocas una nubecilla gris.
Yoshio comprendió por las exageradas sonrisas de sus padres que éstos temían lo
peor. Hideko se hallaba también allí, y Yoshio acarició su cabellera corta y lisa. Todos
sabían que Kitaro era uno de los revolucionarios, pero no se hizo la menor alusión a
esto. Sólo Toson Murata, el honorable padre, observó irritado:
—¡Esos niños estúpidos que juegan a la política y lo echan todo a perder…!
La Baaya sirvió la comida, y Yoshio notó que había llorado. Los ojos de la
anciana niñera estaban enrojecidos, y una expresión de tristeza nublaba su arrugado
semblante.
Antes del anochecer entraron tropas en la ciudad para protegerla contra los
regimientos revolucionarios. Yoshio, obedeciendo a un débil instinto periodístico, fue
a la Estación Central para verlas llegar. Aquel día comprendió claramente que en el
diario era solamente tolerado por ser yerno del dueño, que, en efecto, no era más que
un parásito y que todo el personal sabía tan bien como él que no era periodista. No
recibió instrucciones, pero allí estaba, sobre la nieve, delante de la estación, donde los
densos copos de nieve velaban la luz de los faroles, viendo cómo los soldados se
alineaban y partían. Tal vez esperara obtener un éxito periodístico marchando a su
lado hacia el centro de la ciudad. Cuando tropezaran con los ejércitos rebeldes habría
gran peligro. Pero Yoshio no temía al peligro, sino al vacío en que transcurrían sus
días. Volvía a interesarse por los libros franceses; coleccionaba tejidos de algodón
llamados Egasure, manufacturados por los campesinos; comía con sus padres; oía
conciertos; compraba discos para el gramófono, esperando que éstos lo hicieran
sentimental, pero todo era inútil. Sentía que su espíritu estaba horriblemente seco. Se
había esforzado durante tanto tiempo en anular sus sentimientos que éstos estaban ya
marchitos y muertos. Muchos japoneses experimentaban la misma sensación.
Con los fusiles al hombro y una nubecilla de vapor ante la boca, los soldados
emprendieron la marcha. La luz de los faroles se reflejaba en sus bayonetas. Eran
jóvenes campesinos recios y alegres que obedecían impasiblemente las órdenes. Las
tropas revolucionarias se componían igualmente de paisanos recios y alegres, y era
muy dudoso que alguno de ellos supiese adonde los conducían sus oficiales. La
disciplina se basaba en la absoluta confianza en los jefes. El recuerdo de Kitaro

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obsesionaba a Yoshio. A mediodía había caminado a lo largo del cordón con que el
tercer regimiento rodeaba el bloque macizo del Palacio Imperial. Vio las alambradas
de espino, las ametralladoras, los rígidos centinelas y los soldados que fumaban y
reían impasibles. Yoshio buscaba en vano a Kitaro. Nunca hubiera reconocido que
estaba celoso de su hermano, a quien quería. No supo por qué marchaba al lado de los
refuerzos y por qué deseaba estar presente cuando hubiera peligro, pero, en realidad,
era porque Kitaro había ayudado a desencadenar la revolución.
Pero no había peligro: nada sucedió. Las tropas concentradas en la ciudad
marcharon tranquila y ordenadamente delante de los soldados rebeldes del tercer
regimiento. Algunos hasta se saludaron con sonrisas amables. Probablemente eran
vecinos del mismo pueblo. Yoshio aminoró el paso hasta que al fin se quedó muy
atrás. Luego se dirigió a pie hasta el periódico para ver si sus impresiones podían
interesar al redactor jefe. Lo que por la mañana se consideraba una revolución, era
solamente un motín frustrado. Los rebeldes, que habían estado a punto de
desencadenar la guerra civil, fueron amargamente censurados. De todas partes
llegaban tropas para castigarlos, y a toda velocidad se acercaban potentes navíos de
guerra. Los altos oficiales comenzaron a arrepentirse de su ligereza. Yoshio, sentado
frente a su máquina de escribir, empezó a referir sus impresiones laboriosa y
metódicamente. El anciano mensajero de la oficina entró y anunció que dos
caballeros deseaban hablar con el honorable señor Murata. Yoshio se puso
apresuradamente la chaqueta y se dirigió a la sala donde se recibía a los visitantes. Un
rollo de papiro colgaba solitario de la pared con el lema: «Cielo e infierno yacen en el
corazón del hombre».
Dos jóvenes oficiales se inclinaron profundamente ante Yoshio, quien devolvió el
saludo. El mayor de los dos carraspeó y dijo:
—Su honorable hermano, el teniente Kitaro Murata nos ha mandado venir a
buscarle. El honorable Kitaro le ruega que tenga la amabilidad de ir en seguida.
—¿Dónde, dónde está? —inquirió Yoshio, cuya garganta se había secado al oír
las palabras de los dos oficiales—. Le agradezco el honorable mensaje —añadió
cortésmente—. ¿Mi hermano está bien?
—Lo está —le contestaron, y siguieron más inclinaciones y complicadas cortesías
para ver quién debía salir primero de la sala.
—Un coche nos aguarda —dijo uno de los oficiales.
Eran casi dos niños y tenían la cara y las manos grandes de los hijos de los
campesinos.
Había cesado de nevar, pero el viento frío levantaba la nieve en grandes
remolinos. Los dos oficiales invitaron cortésmente a Yoshio a subir a un gran
automóvil de color castaño, y emprendieron la marcha en silencio. Yoshio les ofreció
cigarrillos y miró los extremos rojos e incandescentes mientras el humo llenaba el
coche. Pero no tardó en apagar el suyo, pues le irritaba la reseca garganta. Estaba
muy preocupado por su hermano.

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Cruzaron el puente Nyubashi, pasaron otra vez por las improvisadas barricadas y
las alambradas de espino y luego dejaron atrás los sauces desnudos que dejaban caer
sus ramas sobre la fosa de agua del palacio imperial. Yoshio se quitó las gafas, limpió
los cristales empañados y volvió a ponérselas. El barrio Akasaka estaba tranquilo y
desierto. En alguna parte sonó un tiro, tal vez un neumático. El coche se detuvo. Los
oficiales le condujeron a través de un cordón de soldados hasta una casa de dos pisos.
Las luces estaban encendidas, pero no se veía nadie. Era una casa moderna, sin
esterillas, y Yoshio oyó el ruido que producían sus pasos.
—¿Quiere tener la bondad de entrar aquí? —rogó uno de los oficiales al abrir las
altas puertas. Yoshio entró, y los oficiales cerraron la puerta tras él.
Kitaro se hallaba arrodillado en el suelo, escribiendo con un pincel sobre un trozo
de papel. Al oír a Yoshio, levantó los ojos y le sonrió.
—Agradezco al honorable hermano que haya venido —dijo gravemente. Vestía
ya el camisón de seda blanca que sólo podía tener un significado.
Yoshio permaneció unos momentos de pie, completamente turbado; luego se
arrodilló también y tocó tres veces el suelo con la cabeza. Estaba un poco mareado
cuando se irguió nuevamente y miró a su hermano. El hermoso cuello de Kitaro se
levantaba como un pilar sobre la mortaja, y su rostro era casi transparente en medio
de su solemne alegría. Puso el pincel en el suelo y dobló la carta.
—Ruego al honorable hermano que lleve esta carta a nuestros venerables padres
—dijo cortésmente.
Yoshio se inclinó asintiendo y esperó. Estaba en una espaciosa sala de grandes
ventanales. Una lámpara muy alta difundía una luz cegadora. Había un escritorio,
unas sillas y algunas estanterías a lo largo de la pared. Por la ventana se veían los
tejados, y un letrero luminoso, anunciador de una cervecería japonesa, resaltaba en lo
alto. Existía un marcado contraste entre el joven vestido con un quimono de seda
blanca y el ambiente que lo rodeaba. Yoshio reconoció al fin el objeto que se hallaba
en el suelo frente a Kitaro: era la espada corta, la espada samurai de su abuelo,
envuelta en un trozo de seda. En el piso de madera no había una sola esterilla. Bajo el
escritorio se hallaba una alfombra extranjera de poco precio. «Ni siquiera esterilla»,
pensó Yoshio, y sus pensamientos volaban en su mente como las nubes en medio de
una tormenta. Recordó la escena seppuku que había visto en el teatro, y sus ojos se
llenaron de lágrimas.
Kitaro extendió una mano y la apoyó sobre la espalda.
—Maté a uno de los honorables ministros —dijo levantando la cabeza y mirando
a Yoshio, que estaba arrodillado frente a él con las palmas de las manos sobre el
suelo. Esta postura, que el tiempo había hecho sagrada, había sido instintivamente
adoptada por Yoshio, el cual volvió a tocar el suelo con la cabeza.
Kitaro sonrió de pronto. Las redondas comisuras de sus labios mostraban una
expresión burlona. Era otra vez Momotaro, el que venció a los demonios.
—Hermano, mi honorable hermano… —y miró a Yoshio sonriendo tiernamente,

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casi con ironía. Pero sus labios palidecieron como si la sangre hubiera cesado de
circular por ellos. Luego inclinó la cabeza—. Mi hermano dirá a nuestros padres que
Kitaro ha expiado su culpa —dijo. Yoshio levantó la carta que estaba en el suelo—.
¿Recuerdas tu honorable promesa? —preguntó Kitaro.
Yoshio asintió con la cabeza. El olor a musgo fresco que se percibía a lo largo de
la vieja carretera parecía llenar también la gran sala. Oía el tictac apresurado de su
reloj de pulsera. Vio con extraordinaria claridad las vetas de las gastadas tablas del
piso y oyó la bocina lejana de un auto.
—Kitaro te ruega que le concedas el privilegio de dejarle solo —dijo su hermano
con gran gentileza.
Yoshio sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Kitaro puso las manos en el
suelo y se inclinó tres veces. Yoshio se despidió de su hermano de la misma forma
ceremoniosa. Sus rodillas estaban rígidas mientras se retiraba hacia la puerta que se
abrió sola. Los dos oficiales se hallaban detrás de ella arrodillados.
—Permítame que le lleve a casa de sus venerables padres —dijo uno de ellos
sosteniendo a Yoshio cuando éste se levantó dificultosamente.
Durante los días siguientes, innumerables personas fueron a felicitar a Yoshio y a
sus padres. Éstos, que eran ya muy viejos y estaban desolados, hubieron de
arrodillarse durante horas en la sala de recepción, inclinándose y sonriendo con
agradecimiento ante los elogios al hijo muerto.
«La vida del hombre es como la helada matutina sobre el tejado y como la llama
de una bujía al viento». Yoshio escribió el antiguo proverbio y lo colocó sobre el
nicho. En el florero sólo había una camelia, símbolo de la muerte prematura.
Algunos de los demás asesinos se suicidaron, y el resto fue fusilado. Sólo Kitaro
eligió la muerte orgullosa que rodeaba de sublimidad a su delito. Su hara-kiri
heroico, insensato e inútil, y, sin embargo, lleno de esplendor, condenó aún más a
Yoshio a ser la sombra de su hermano. Seppuku lo llamaba su viejo abuelo, y la gente
iba en peregrinación a la tumba de su hermano como a la de su otro antepasado.
Yoshio quedó debiendo una promesa que no sabía cómo cumplir. La revolución
de febrero causó mucho daño al Japón, y todos condenaron a los instigadores, pero él
no pudo hacer más que escuchar y esperar. Su vida seguía siendo igual que antes:
tostadas en el desayuno, las aburridas atenciones de Hideko, el autobús, la oficina y el
dentista. Su pequeña cuenta del Banco aumentaba lentamente, pero sus esfuerzos para
hacer carrera en el diario no tuvieron mucho éxito. Hideko dio a luz una niña muerta.
Él perdió cinco yens en un partido de fútbol, cuando vio vencido el equipo de
Waseda. La Baaya murió, legándole los ahorros de toda su vida: cincuenta y cuatro
yens. Un día que estaba borracho con vino de arroz escribió un poema:

El frío viento de otoño


juega con la flauta rota.
La lluvia azota el papel

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rasgado de las ventanas
de la casa abandonada.
Las flores de la camelia
caen en medio del sendero
y van desapareciendo
entre la hierba marchita.

Cuando estalló la guerra con China, Yoshio se presentó como voluntario para el
servicio militar. Era un ratón de biblioteca, un periodista, un ciudadano con gafas que
odiaba la guerra y amaba la paz, pero había hecho una promesa a su hermano muerto.
Lo aceptaron, pero no le dieron uniforme.
—Puede servir más como corresponsal —le dijeron.
Y esperó nuevas instrucciones, que llegaron después de varias semanas.
Lo enviaron a Shanghai, donde debía recibir órdenes.

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Capítulo IX

EL DOCTOR YUTSING CHANG

A través de sus anteojos, el viejo maestro miraba a Yutsing. Su frente tenía tantos
surcos como un campo arado.
—¿Qué dice Confucio en el décimo capítulo de Hsiao-Ching con respecto a los
deberes de un buen hijo que es aún niño? —preguntó. Como Yutsing solamente abría
la boca sin dar ninguna contestación, comenzó a responder él mismo—. Un buen hijo
tiene cinco deberes con sus padres. Debe honrarlos en la vida cotidiana. Debe tratar
de… Yutsing, ¿qué debe tratar?
La sabiduría amontonada en el cerebro de seis años de Yutsing despertó de
pronto.
—Debe tratar de hacerlos felices de todas las maneras posibles, especialmente
durante las comidas —dijo con el monótono tono del escolar que repite la lección—.
Debe cuidarlos con especial atención cuando están enfermos. Debe mostrar gran
duelo cuando mueren. Debe ofrecer ceremoniosamente sacrificios a sus padres
difuntos. Si cumple con todos estos deberes, entonces se podrá decir que ha hecho
cuanto un buen hijo puede hacer.
Ocultando sus manos entre las mangas, el muchacho se balanceaba con el ritmo
de las palabras clásicas. Recitaba maquinalmente, pues había aprendido el texto de
memoria y podía pensar en otras cosas mientras seguía declamando. Sinsong le
prometía una cometa, un dragón amarillo con ojos verdaderos. Los árboles del patio
oscilaban, suavemente agitados por el viento del Oeste.
—El Hombre Superior no debe estar orgulloso de la alta posición que ocupa, ni
debe mostrarse descontento cuando está más bajo que otro. Si muestra orgullo y
arrogancia como alto empleado, entonces pronto lleva… lleva…
Las palabras cesaron de salir de los labios de Yutsing. Sus pensamientos se
apartaron del dragón amarillo y volvieron a la escuela. Clavó sus ojos en la honorable
persona de su maestro, el cual golpeó la mesa con su abanico y continuó:
—… Entonces pronto lleva a la ruina a su familia y a sí mismo. Si está
descontento con su inferior situación, puede ser inducido a hacer mal, y si hace algo
contra la opinión pública, será entonces objeto de ataques. Si se conduce de este
modo no puede ser considerado un buen hijo, aunque todos los días dé buenas
comidas a sus padres.
Alumno y maestro recitaban a dúo, sin saber lo que decían. Declamaron luego los
cinco castigos, y Yutsing sólo comenzó a prestar atención cuando el maestro empezó
a narrar la historia de Wu Meng, que vivió durante la dinastía de los Chin, y que era
tan pobre que ni él ni sus padres tenían mosquiteros sobre sus lechos.

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—Sus padres se han dormido y miríadas de mosquitos los atacan. Al ver esto, Wu
Meng, un niño de ocho años, se despoja de sus vestidos y exclama: «¡No os temo!
Tengo un abanico, pero no lo usaré, ni os golpearé con las manos, sino que me
quedaré completamente quieto y dejaré que os saciéis con mi sangre».
Al escuchar la historia, Yutsing trató de grabar las palabras en su memoria por el
mismo orden, y comenzó a rascarse inconscientemente sus delgados brazos bajo las
mangas, como si estuviera sintiendo las picaduras de los mosquitos. El anciano
maestro siguió recitando, y Yutsing, soñoliento, trató de mantener los ojos
respetuosamente abiertos. Las débiles notas de un laúd llegaron del tercer patio, y una
mujer cantó con voz estridente y nasal:

Aquellos que me conocen


participan de mi duelo,
mas los que no me conocen
me preguntan: «¿A quién buscas?».

Era una de las dignas concubinas de su padre. Yutsing las vio cuando fueron
conducidas en literas a su casa. Las concubinas de su padre vivían en el pabellón, en
un patio separado, de manera que la honorable madre de Yutsing no tuviese que
verlas al pasear por el patio, frente a sus propias habitaciones. Pero Yutsing sentía
curiosidad por conocer a las concubinas, pues el portero le había dicho que eran tan
hermosas como un sueño.
—Los sueños no son hermosos —replicó Yutsing muy sensatamente, pues soñaba
muchas veces con zorros, con espectros y con mujeres sin pies que trataban de
estrangularle. Cuando era pequeño dormía en la misma cama que la naimah[63]. Si él
gritaba, ella, abriendo su camisa, le estrechaba contra su cuerpo bronceado, y Yutsing
se sentía seguro. Cuando comenzó a aprender los Cuatro Libros, su madre le advirtió
que era un hombre y que no debía sentir miedo; pero su tía, que dormía en la misma
casa, se sentaba a su lado y le contaba viejas historias, acariciando sus hombros hasta
que se dormía nuevamente. Sus manos eran tan duras como las ramas de un pino, y
su cuerpo estaba agobiado y extrañamente torcido.
—El remo… —decía con un suspiro.
Fue ella la primera que le relató la vida de la gente del río y su pobreza.
Su tía tenía una opinión muy buena de él, tan buena que recogía su orina como un
precioso medicamento, frotando sus doloridos músculos con ella y afirmando que le
hacía bien. Colgaba regalos en la cabecera de su lecho para que le trajeran suerte, y a
veces también un cesto de fragantes flores; encendía el amargo incienso humeante
que alejaba a los mosquitos, y sabía cómo tratar a los espectros. Antes de la fiesta de
Año Nuevo iba ella misma a la cocina para poner miel en boca del dios de la cocina,
de manera que durante los días siguientes, cuando éste estuviese de vacaciones y
ascendiera al cielo, pudiese solamente dar buenos informes de la familia. Una vez,

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cuando Yutsing estaba enfermo, tendido inconscientemente sobre su cama, ella hizo
regresar de la calle a su alma que emigraba, llamándola y mostrándole el camino con
una linterna.
La madre de Yutsing sabía tratar a los dioses como su tía a los fantasmas. Cogido
de su mano visitó los numerosos templos situados alrededor del Lago Occidental.
Ella le enseñó cómo debía hacer para inclinarse tan profundamente que su frente
tocara el suelo, y cómo tenía que arrodillarse delante de su abuelo los días de fiesta.
Pronto aprendió también los pequeños servicios y cortesías con que debía honrar a los
antepasados. Les encendía cirios, les quemaba incienso y les llevaba al altar las
escudillas que contenían ofrendas de comida.
Acompañado de sus primos, mayores que él, disparaba cohetes en el patio
exterior. Este juego no solamente era muy entretenido, sino que también alejaba a los
malos espíritus. Ellos le enseñaron el juego de los dados y algunas maldiciones de
Chan-tung que aprendieron en los días de su vida marinera. Pero su mejor amigo era
el hijo de su maestro.
Sinsong aparecía y hacía una inclinación, esperando cortésmente hasta que su
padre dejara ir a su alumno.
—¿Has hecho el dragón? —preguntaba Yutsing.
La larga túnica azul de Sinsong levantaba pequeñas nubes de polvo del pavimento
empedrado. Tenía veinte años, pero aún no se había casado, lo cual preocupaba
mucho a su padre. Sonrió al sacar la cometa del cobertizo situado cerca de la cocina.
La había hecho para el Pequeño Amo, y representaba un enorme y maravilloso
dragón amarillo… con ojos.
Sinsong, el joven maestro, como se le llamaba, cultivaba la amistad del niño, del
Pequeño Amo, con muchas atenciones y regalos sin importancia, y tenía sus razones
para hacerlo así.
Yutsing consiguió que su padre le autorizara a salir con el joven maestro para
elevar las cometas. Sin embargo, no estaba acostumbrado a las populosas calles y se
asía con fuerza de la mano de su amigo. Tampoco tenía la costumbre de caminar,
pues generalmente era llevado en una silla, como correspondía al hijo de una gran
casa, y pronto estuvo sin aliento. Sinsong volvió a sonreír para sí, pero no acortó el
paso.
—Tu padre puede levantar un búfalo, pero tú te quedas sin aliento en cuanto
caminas dos li[64] —dijo burlonamente.
—No estoy cansado —replicó Yutsing molesto, tratando de regularizar su
respiración.
—¿Sabes a qué se debe eso? —le preguntó el joven maestro—. Tu padre era un
coolie, y por eso tiene fuerza. Pero tú eres débil y no sirves más que una semilla
azucarada de loto.
El único que le decía verdades desagradables era Sinsong, y, sin embargo, el
Pequeño Amo, el precioso hijo de la casa, le quería mucho y estaba orgulloso del

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privilegio de su compañía. Finalmente llegaron a un terreno no cultivado en el
declive de una colina, y Sinsong corrió contra el viento para elevar la cometa. A
continuación Yutsing probó suerte, y cuando al fin la cometa, sujeta a su mano por un
hilo que tiraba de él como un ser vivo, se remontó hasta las nubes, se sintió orgulloso
y feliz.
—¿Qué has aprendido hoy, pequeño loro? —preguntó el joven maestro—.
¿Confucio, verdad? —añadió riendo—. ¡Siempre las mismas viejas y estúpidas
letanías! Cuanto más las aprendas, más idiota serás. Confucio ha adormecido tan
profundamente a los hombres de China que ya no pueden despertar.
Yutsing le escuchaba sintiendo un escalofrío.
—Tienes que aprender a pensar por ti mismo en lugar de repetir maquinalmente
lo que has aprendido de memoria —continuó Sinsong, prosiguiendo con sus planes
de reeducación—. No creas en ninguna de estas estupideces. ¿De qué le servía a Wu
Meng dejarse picar por los mosquitos? No por eso chuparon menos sangre a sus
padres… ¿Qué estás diciendo? ¿Que Meng salió en medio del invierno para buscar
brotes de bambú para su madre enferma y el cielo hizo crecer brotes en el hielo
porque era un hijo bueno? El cielo no se preocupa de eso. Pequeño Amo, y si confías
en su ayuda lo pasarás mal.
Sintiéndose como si le privaran de su cama y de su techo, Yutsing escuchaba con
horror estas observaciones sarcásticas y rebeldes. Trató de recordar lo que había
aprendido.
—El camino del alumno es el de la humildad y la sumisión, y debe asimilar con
confianza todas las enseñanzas de su maestro —respondió.
—¡Bien argumentado, mi pequeño escolar! —exclamó Sinsong, echándose a reír
—. Pero también existe esta frase: «Si las órdenes del padre son malas, el hijo debe
oponerse, y, asimismo, el ministro no debe obedecer al malo que esté sobre él». Ésta
es la regla: «Sé desobediente si la orden es mala». Te diré algo que no debes olvidar:
nuestras enseñanzas no son buenas. Son como el venenoso humo del opio que nubla
el cerebro, intoxica al hombre con falsa satisfacción y lo lleva a la ruina. Pero las
cosas cambiarán, y bien pronto.
No es extraño que los sueños de Yutsing fueran intranquilos después de escuchar
blasfemias tan increíbles.
Yutsing pasaba los días en medio de una extraña mezcla de alegría y de miedo
cuando su padre llegaba de Shanghai y vivía en su casa durante algún tiempo.
Recibió muchos regalos: un caballo de madera, un sombrero como el de los
extranjeros y un fusil que disparaba un corcho. Su padre se reía con tanta fuerza que
oscilaban los rollos de papiro colgados de las paredes. Hacía un blanco redondo, y
juntos ejercitaban su puntería en el patio interior. Cuando llegaba su padre, su madre
se ponía sus más hermosos vestidos, se empolvaba la cara y llevaba una mariposa de
jade en el cabello. Con voz baja y cortés le contaba todos los asuntos de la casa. El
padre suavizaba la voz lo que podía cuando hablaba con su mujer, y Yutsing

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observaba cuánta cortesía empleaban ambos en sus relaciones recíprocas. A veces
suspiraba excitado, pues está escrito: «A nuestra madre le debemos afecto; a nuestro
Alto Señor, respeto, pero a nuestro padre le debemos ambas cosas».
El sonido de los laúdes y de las voces que cantaban se oía hasta altas horas de la
noche. El viento llevaba el dulce perfume del incienso, y por las fuertes y guturales
carcajadas de su padre, Yutsing sabía que estaba ebrio. El joven maestro también se
emborrachaba a veces, pues iba a menudo a la casa de té; pero lo que allí bebía no era
té, sino dorado vino. Cuando volvía a su casa se detenía en el primer patio, donde los
faroles colgaban de sus trípodes de bambú para alumbrar el camino de los huéspedes,
y pronunciaba discursos.
—¡La vieja Tigre de Pekín es una estúpida anciana que está llevando el país a la
ruina! ¡Nuestros gobernantes son un montón de hediondos eunucos! Ya no se da el
poder al sabio, sino al que compra su posición con dinero… ¡El Reino Central está
corrompido y huele como la carroña al borde de la carretera!
El portero y los sirvientes reían y se burlaban de él. Una vez uno de ellos le
empujó como por casualidad, y Sinsong cayó en el pequeño estanque, entre las flores
de loto. Yutsing se rió hasta que le dolía el costado.
Su madre hablaba con él de diversos asuntos. Sentada a su lado, bordaba flores en
telas de seda y contaba historias sobre su abuelo, el mandarín, el Hombre Superior,
que seguía el ideal de Confucio: «Respetad a los mayores, afabilidad con los
sirvientes y lealtad al trono, sin seguir nunca caminos extremos, siempre perseverante
y sin arrogancia».
El abuelo fue ejecutado poco después de realizarse las profecías de Sinsong. Las
provincias rebeldes se desligaron del Gobierno de los manchúes. El joven maestro
apareció de pronto con un fusil del que sobresalía una bayoneta para mayor
seguridad, y con él hacía amenazadores ademanes. La familia Chang se enteró
entonces de que pertenecía a la sociedad secreta de los «Hermanos Mayores» y que
había sido uno de los instigadores de la rebelión.
Se oían tiroteos por las calles, y los cadáveres flotaban entre los tallos de las
flores de loto del lago. Una mañana desapareció el amarillo dragón imperial, y en su
lugar ondeó en las calles la nueva bandera blanca, con círculo rojo y el viejo signo
khan. Sinsong prometió proteger la casa de los que tan gentiles habían sido con él y
con su padre. Efectivamente, los rebeldes retrocedían ante sus puertas, y la casa
quedó siempre intacta. El padre de Yutsing escondía tranquilamente las manos en sus
amplias mangas, e hizo una visita cortés y ventajosa a los nuevos señores del Yanten.
El noble abuelo de Yutsing fue decapitado públicamente en la plaza del mercado,
juntamente con cinco empleados imperiales que rehusaron asociarse a la revolución.
La gente, que no tenía nada contra él, permaneció en los alrededores alentándole y
sintiendo una gran curiosidad por ver si moría con dignidad al descender la espada.
Así lo hizo, y la historia de su ejecución fue repetida infinitas veces a su nieto.
Yutsing asistió a la ejecución con el resto de la familia, pero el espectáculo lo

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enfermó y tuvo un ataque de fiebre que le permitió esconderse tras las cortinas de su
lecho y entregarse a los tiernos cuidados de su madre, de su tía y de su naimah hasta
que terminó la revolución y las calles recobraron nuevamente la tranquilidad.
El joven maestro consiguió un puesto en la Policía y llegó a ser una persona
importante. Guardó el fusil y no elevó más cometas.
Durante los años siguientes hubo frecuentes tiroteos en las calles, y la guerra se
desencadenó junto a las murallas de la ciudad, pero nada malo sucedió a Chang ni a
su gran casa, pues el banquero sabía siempre cómo hacerse amigo de los que se
hallaban momentáneamente en el poder. La vida, en sus casas, patios y jardines,
seguía tranquilamente su curso.
Yutsing crecía así en el plácido escenario del Lago Occidental, cuyas hermosas
orillas estaban rodeadas por las viviendas de los poderosos y por los templos de los
dioses. En las rocas de Lingyn había mil budas tallados. Durante la noche navegaban
los barcos sobre el tranquilo lago, y a bordo se cantaba y se celebraban festines.
Nieblas rosadas cubrían el paisaje por las mañanas, y a través de ellas se veía la
Pagoda de la Aguja como si estuviese suspendida en el aire. De esta forma se
deslizaba la vida de Chang Yutsing, hasta que fue mandado a la escuela de St. John,
en Shanghai.
Aunque Chang Bo Gum se había enfurecido terriblemente por su causa, el motivo
que tuvo para alejarlo de su hogar y de su familia fue bastante ridículo. Un día,
cuando la madre de Yutsing salió de la casa para visitar el Templo de la Nube que
Descansa, las concubinas aprovecharon tan rara oportunidad para salir de sus propios
patios y pabellones y pasearse por los demás. En aquellos días había cuatro
concubinas en la casa, jóvenes y hermosísimas, que Chang había seleccionado y
comprado en diversos lugares. Estaban embriagadas con la libertad de que
disfrutaban aquella tarde, y su charla y sus risas resonaban de patio en patio. Debían
de haber estado mortalmente aburridas en su pabellón durante la ausencia de su amo
y señor. Arrojaron granitos de arroz a los dorados pececillos de los estanques,
pusieron a las tortugas panza arriba, mirando cómo pataleaban desesperadamente, y
silbaron a los pájaros de las jaulas que colgaban de los pilares que sostenían las
hermosas galerías.
Yutsing, con su larga túnica azul y llevando discretamente bajo el brazo sus
libros, pinceles y colores, se encontró con ellas y bajó la vista, tratando de pasar de
largo e ir a su cuarto. Pero ellas bromearon tan encantadoramente con él, y las
tortugas lo divirtieron tanto, que al final comenzó a reír, olvidando la dignidad que
corresponde al hijo y al joven escolar. Las jóvenes terminaron por llevarlo consigo a
su pabellón, donde jugaron con él como con un muñeco vivo, excitado y
voluntarioso. Su tía lo encontró ebrio y con la cara pintada de rojo y blanco, y como
se había hartado de dulces y de vino de arroz, estuvo durante toda la noche enfermo,
y vomitó repetidas veces en la cama.
Su padre llegó al día siguiente de Shanghai, y su madre se quejó ante él. Chang

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Bo Gum fue al pabellón, dio a las jóvenes una soberana paliza y se llevó el niño a
Shanghai.
El choque de la educación occidental con su niñez china fue tan brutal que
Yutsing sólo pudo soportarlo por ser chino. El temperamento oriental es como el
agua, que por mucho que se agite siempre vuelve a tener una superficie lisa. Él era un
niño chino, y pronto se adaptó, pues de lo contrario su vida se hubiera hecho difícil.
Estudió inglés y la Biblia. Comprendía fácilmente el padrenuestro, y no tardó en
amar a Jesús, que vestía de blanco y era gentil y amable con el pueblo. Jesús era
capaz de resucitar a los muertos, y esto era mucho más de lo que Confucio pudo o
intentó hacer jamás. Jesús y el maestro que hablaba de Él se confundían en la mente
de Yutsing, porque también el maestro llevaba vestidos blancos —por lo menos en
verano— y era amable con los niños. Por eso Yutsing se imaginó siempre a Jesús
como el reverendo Thomas Warren, que les enseñaba las Sagradas Escrituras. Le
agradó mucho que lo bautizaran, e incluso lograron convencerle para que aceptara el
nombre de John. Como los americanos lo hacían todo al revés, tuvieron que invertir
también su nombre, y lo llamaron John Chang en vez de Chang Yutsing.
Todo era allí diferente. Los vestidos, las camas, los rezos, los saludos y hasta el
mismo sentido de la vida. Los libros se leían de adelante para atrás en lugar de
hacerlo de arriba abajo. Las mujeres llevaban largas faldas, y los hombres chaquetas
y pantalones, contrariamente a toda decencia. En su casa era una falta de cortesía
cerrar una puerta, y en Shanghai no se permitía dejarla abierta. Lo peor de todo era
que al saludar debía estrechar la mano del otro en lugar de la propia, lo cual le parecía
a John sumamente descortés y desagradable. Durante los años de su americanización
nunca pudo evitar que la incomodidad y la timidez se apoderaran de él cuando tenía
que estrechar la mano de otra persona.
Cuando abandonó sus lecciones chinas, cambió el pincel y la tinta por la tiza y
más tarde por una pluma con la que aprendió a escribir. Devoraba ávidamente las
nuevas enseñanzas, pues era nieto de un graduado, nacido para ser estudiante. Al
cabo de algún tiempo empezó a sentir gran admiración por los maestros extranjeros.
Le asombraba que aquellos bárbaros, pues indudablemente lo eran, concediesen tanta
importancia a la limpieza y a los buenos modales, supieran tanto y pudiesen hacer
tantas cosas de las que nada sabían los hijos del Reino Central. Su primer viaje en
ferrocarril le causó una gran impresión, y anunció su propósito de hacerse ingeniero y
construirlos en todo el país.
Henry Wong, el muchacho que dormía en la cama próxima y que llegó a ser,
después de algún tiempo, su mejor amigo, se burló de él.
—Son diablos, y, lo que es más, diablos estúpidos. No te dejes engañar por ellos
—dijo—. Podemos aprender fácilmente lo que ellos saben, pero lo que nosotros
sabemos no podrán ellos aprenderlo nunca.
Y comenzó a decirle cuanto pensaba de los extranjeros: habían llegado al país sin
ser invitados ni deseados; habían introducido el opio, guerreando contra la China para

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obligarla a comprar su «humo venenoso»; se habían apoderado de todo lo que tenía
alguna utilidad o valor en el país: el carbón, los ferrocarriles y las minas de plata y
cobre; los cañones de sus navíos de guerra eran una amenaza constante en el Gran
Río; se habían asegurado por medio de tratados de dominación de las importantes
ciudades de la costa, y se habían establecido en el país con sus soldados, sus buques
de guerra, su Policía, sus escuelas y sus tribunales, como si en vez de intrusos fueran
los amos y señores. Ya era tiempo de que China despertara para expulsarlos. Tenían
bastante espacio en sus propios países y China no era una colonia.
John Chang se sorprendió de tanta erudición, pero Henry le dijo que su padre
había sido uno de los caudillos de la revolución, y que a la sazón se hallaba en Pekín,
en el Gobierno de Yuan Shi-Kai.
—Si desprecias y odias tanto a los extranjeros, ¿por qué vas a su escuela? ¿Por
qué te has convertido al cristianismo e incluso aceptas el nombre que te dan? —
inquirió John.
Henry sonrió.
—El cristianismo es solamente joss-pidgin[65] —observó empleando
despreciativamente la expresión coolie—. Debemos aprender lo que necesitamos de
los extranjeros para usarlo contra ellos.
Esto fue una revelación para John. Comenzó a mirar con ojo crítico a sus
maestros, y pronto descubrió sus faltas y el lado ridículo de sus personas. La relación
que había visto siempre entre Jesús y el reverendo Thomas Warren perdió su hechizo
y sólo le pareció una idea ridícula.
Estalló una gran guerra entre Rusia, Alemania, Francia, Inglaterra y muchos otros
países más pequeños y menos importantes, allende las Grandes Montañas. Un día se
les dijo en la escuela que América y China luchaban juntas contra el mismo enemigo.
Como en China siempre había guerra, los colegiales recibieron la noticia con calma.
Pero en cuanto la guerra terminó comprendieron que Henry Wong estaba en lo cierto.
China había entrado en la guerra para rescatar de los alemanes la provincia de Chan-
Tung, y una vez acabada la contienda los estadistas de las naciones extranjeras
llegaban a la conclusión de que era necesario que el Japón obtuviera esta rica
provincia.
—Eso demuestra cuan buenos amigos son los americanos —le dijo Henry a John,
que estaba demasiado deprimido para contestar. Para él, como para todos los chinos,
la amistad significaba una unión solemne. Estaba desilusionado. Los japoneses,
aquellos enanos amarillos, eran detestados. Ya habían ganado una guerra contra
China, y así aquella nueva humillación era un rudo golpe para el amor propio de los
chinos.
Cuando se dieron a conocer las vergonzosas «Veintiún Demandas» que
presentaron los chinos, el amargo resentimiento que éstos sentían contra los
japoneses se puso de manifiesto. Las demandas se imprimieron en abanicos de papel,
para que el pueblo las recordara cada vez que abriera uno. En las puertas de Pekín se

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fijaron carteles en los que se pedía el aislamiento comercial del Japón. Los
estudiantes asaltaban las tiendas, quemando todas las mercancías japonesas. Como no
estaban muy enterados de la procedencia de los artículos, destruyeron también
muchos objetos chinos, y los tenderos sufrieron muchas pérdidas. Querían dañar al
Japón, pero por el momento sólo se perjudicaban ellos mismos. En la escuela
circulaban octavillas introducidas clandestinamente por Henry. Unas pedían el
aislamiento comercial del Japón, y otras decían: «¡Abajo los imperialistas ingleses!».
«¡Abajo el Gobierno corrompido!». «¡Estudiantes, obreros y paisanos, uníos!». En las
octavillas había dibujos, para que hasta el más ignorante coolie pudiese entenderlas:
China cortándole la cabeza al Japón con un gran cuchillo de carnicero. El cuchillo
representaba el aislamiento comercial. Los rostros corteses e inexpresivos mostraban
una calma aparente, pero bajo aquella impenetrabilidad bullía una sorda cólera. John
Chang cambió de convicciones. Había nacido con un diente en la boca, y estaba, por
lo tanto, predestinado a ser conductor de hombres; pero no sabía a quiénes debía
dirigir ni adonde conducirlos.
Su padre solía enviar su automóvil para buscarlo los domingos. Ambos charlaban,
comían hasta hartarse, iban al teatro y se divertían mucho. Después de los himnos
cantados con acompañamiento de órgano y de las lecciones de inglés, era un gran
alivio oír la música del escenario y las declamaciones de los actores. Había diálogos
cómicos y luchas maravillosas. John, que cuando estaba con su padre volvía a ser
Yutsing, masticaba febrilmente semillas de melón, reía como si estuviera ebrio y
enjugaba incesantemente el sudor de su cara con una toalla caliente y húmeda que le
daban para refrescarse.
Bo Gum Chang reía cuando él comenzaba a hablar sobre cuestiones políticas.
—El que es sabio se calla —observó con sencillez—. Si entras en el Banco
tendrás amigos de todas clases: chinos, japoneses, americanos e ingleses. El dinero
habla un lenguaje universal.
Esta respuesta no satisfizo a John ni lo tranquilizó. En la escena le habían dicho
que cientos de miles de cristianos murieron por su fe, y esto le hizo creer que valía la
pena morir por una idea. Estaba dispuesto a hacerlo, pero todavía no tenía ninguna
convicción, y buscaba a tientas el camino hacia una nueva era.
Cierto día sorprendieron a Henry leyendo un libelo en el dormitorio de la escuela,
e inmediatamente fue expulsado.
—Tanto mejor. Así iré a Cantón —dijo a John—. Allí está el Amo, el cual
prepara la próxima revolución.
Todos murmuraban que era necesaria una nueva revolución, pues desde que los
Señores de la Guerra se apoderaron de las provincias, la situación era peor que bajo el
dominio de los manchúes. John, que tenía que resolver un problema de aritmética,
envidió a Henry por haber sido expulsado.
Por diferentes conductos se enteró de las ideas que inspiraban a la Joven China.
Muchos domingos falsificaba la firma de su padre pidiendo licencia para que su hijo

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le hiciera una visita, sabiendo muy bien que Chang Bo Gum no se hallaba en casa.
La escuela estaba situada en los límites de la ciudad, y Yutsing caminaba por las
callejuelas de los suburbios, se detenía frente a las tiendas abiertas —pues para los
chinos no había cierre dominical—, tomaba el té y escuchaba los argumentos de los
ancianos y los discursos pronunciados en las bocacalles, hasta que la Policía
dispersaba a golpes a los reunidos. John tomaba el rickshaw —su padre le daba
siempre abundante dinero para sus gastos— y ordenaba al coolie que lo llevara a la
Concesión Internacional. Le deleitaba poder leer las muestras de las tiendas
extranjeras y comprender en parte la conversación de los transeúntes. El día
terminaba con una visita a uno de los nuevos cinematógrafos, donde permanecía
sentado admirando a los extranjeros que se movían en la pantalla. Sentía un gran
placer oyendo charlar a hombres y mujeres, viendo cómo se abrazaban y se
acariciaban de una forma que sólo podía justificarse en la oscuridad y en el silencio.
Comprendía la mayor parte de los letreros de las películas, y a menudo se reía
interiormente con algunos de los chistes. Era como si tuviera los pies en dos
continentes. No pertenecía a los extranjeros, aunque comprendiera su idioma y sus
ideas y se hubiera adaptado a su religión, pero tampoco pertenecía a su pueblo, pues
estaba demasiado alejado de su simpleza, de sus supersticiones, de su suciedad y de
su fatalismo.
Cuando empezaron las vacaciones volvió a su casa del Lago Occidental. En
cuanto llegó a la estación encontró al joven maestro, Sinsong, con el uniforme de
empleado subalterno y llevando gafas con cristales normales para adoptar un aire de
mayor dignidad. Examinaba el equipaje de todos los viajeros que allí bajaban, y a
muchos de ellos les cobraba un impuesto en nombre del general que mandaba
temporalmente en el distrito. Cuando John Chang descendió del tren, Sinsong
examinaba gravemente el pasaporte de un inglés.
—¡Pero, hombre, le digo que mi pasaporte está en regla! —repetía con
impaciencia el inglés en su propio idioma.
John sonrió al notar que el maestro miraba el pasaporte al revés, torciendo la
cabeza con la desesperada esperanza de poder descifrar la letra extranjera
colocándola en la posición vertical a la que estaba acostumbrado, pues los extranjeros
escribían de arriba abajo y de izquierda a derecha. John hubiera ayudado a Sinsong
con el mayor gusto, pero éste se habría sentido avergonzado, por lo que dejó que el
inglés pagara el impuesto ilegal mientras el maestro adoptaba aires de virrey.
Cuando todos los pasajeros abandonaron la estación, le preguntó cortésmente por
su salud.
—Estoy muy bien, y mi escudilla de arroz está llena —se jactó Sinsong. Sus
botas de cuero resonaban fuertemente al andar, y se acariciaba el uniforme con la
mano para demostrar al Pequeño Amo su gran importancia. John se había puesto para
regresar a su casa la larga túnica azul de los estudiantes chinos, adoptando
instintivamente la postura agobiada y negligente que había heredado de generaciones

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de universitarios. Era otra vez Yutsing, la única estrella de la casa Chang. Llamó a un
rickshaw, y cuando el coolie trotó por la ciudad a lo largo de las calles familiares,
pobladas, ruidosas y alegres, charló con él de diversas cosas.
—Todo está peor que nunca —dijo el coolie—. Antes, cuando aún llevábamos
coleta, nos sacaban monedas de cobre, pero ahora son taeles de plata.
Se reía al decirlo, pues tenía un pasajero y ganaría lo suficiente para pagar su cena
de arroz. Yutsing respiró profundamente al ver el lago, la Pagoda de la Aguja sobre la
colina, las paredes recientemente blanqueadas, los dobles portones negros y el
portero, grueso e importante como todos los porteros…
Cuando llegó a su casa, Yutsing se sentó al lado de su madre, asombrado de
haberse sentido tan intranquilo en la escuela, pues la paz que reinaba en la habitación
era tan grande que creía poderla oír resonar suavemente como gotas argentinas que
cayeran sobre una escudilla de oro. Su madre le entregó personalmente su taza de té,
y él notó que llevaba un vestido hermosamente bordado para darle la bienvenida,
como solía hacerlo en otros tiempos en honor de su padre. Pero también vio que,
siguiendo la antigua costumbre, se había quitado los cabellos de la frente, que llevaba
una cinta negra, que sus vestidos eran oscuros y que estaba sin empolvar, pues
envejecía y deseaba ser honrada en su vejez.
Yutsing calculó la edad de su madre. No podía tener mucho más de treinta años.
Pensó en las americanas y en las francesas de Shanghai, con su forzada juventud, y en
las indecentes películas que había visto. Le parecía que su madre era más noble y
merecía ser más honrada que antes. Ella le hizo muchas preguntas, a las que él
respondió con tacto con otras tantas mentiras, pues la verdad hubiera sido para ella
incomprensible y ofensiva. No le dijo que era cristiano y que había adoptado un
nombre extranjero. Por el contrario, fue con ella al altar casero, donde hizo un
profundo kow-tow[66], como cuando era niño, ante los espíritus de sus antepasados.
Por primera vez en muchísimo tiempo se sintió contento, en paz y en el lugar que le
correspondía como hijo y descendiente, como hombre y futuro padre.
Su tía, que se parecía a un sauce cuando en invierno inclina sus ramas desnudas
sobre el río, le llevó a su dormitorio un cubo con agua caliente para que pudiera
lavarse. Luego suspiró y se quejó de que las sirvientas corrieran por las calles como
perras en celo y de que los sirvientes pronunciasen discursos rebeldes en los patios;
dijo que no era extraño que cada mes mandase en la ciudad un nuevo general y que
las autoridades dejaran de ser tales. Yutsing oía de noche su tos, sonora y hueca. Se
tosía fuera y dentro del edificio, en las habitaciones y en los patios. Hasta entonces no
había reparado en ello, y antes de dormirse pensó que un gran caudillo tendría que
darles nuevos pulmones a todos.
A la mañana siguiente visitó al viejo maestro en su estudio. Estaba medio sordo y
gritaba al hablar.
—Espero que hayas vuelto saturado de las enseñanzas extranjeras —vociferó
irónicamente—. Dímelo todo, para que el joven maestro pueda aprender también algo

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nuevo —añadió, llamándose joven por exceso de modestia.
Lo mismo que había hecho en sus primeras lecciones, Yutsing se sentó ante él y
dibujó con el pincel algunas de las letras extranjeras. El maestro las contempló con la
cabeza inclinada.
—Eso no es difícil de leer —observó—. Una luna, un hombre, un tejado y una
mujer.
Tomó el pincel y repitió tres veces una de las letras.
—Tres mujeres… Ahí tienes el signo de la riña —añadió con sorna.
Yutsing sonrió ante aquella aplicación de los jeroglíficos chinos a las letras
extranjeras. Luego le habló de Jesús, el Gran Maestro de los extranjeros, y el anciano
dijo condescendientemente:
—Sí, sí… Entiendo.
Al oírle contar el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces prestó
mucha atención. Era notable que el Maestro fuera capaz de transformar cinco panes y
dos peces en comida suficiente para cinco mil hombres, el hecho de que sobraran aún
doce cestos impresionó mucho al viejo maestro, que dijo respetuosamente:
—Debe de haber adquirido gran mérito para ser tan favorecido. —Hizo una larga
pausa y añadió—: Mi poco educado hijo ha obtenido un puesto de aduanero. Ya no es
necesario examinarse para ser empleado. Basta saborear la saliva de un general y
decir que es miel.
Yutsing sonrió de los celos del anciano, pues éste estudiaba año tras año, sin
adelantar jamás. Y así, sonriendo, charlando, escuchando los sonidos familiares,
oliendo los perfumes acostumbrados, durmiendo en la cama en que se había acostado
siendo niño y atendido por su vieja naimah, la casa llegó a ser su hogar otra vez.
Cuando volvió a la escuela, después de las vacaciones, se sintió al principio como un
extraño.
Cuando tenía dieciocho años salió de la escuela, y su padre lo llevó a su casa en
su nuevo automóvil. Un sirviente, sentado al lado del chófer, tocaba con fuerza la
bocina para anunciar que llegaba un gran señor, pues aunque éste sea modesto, el
sirviente debe jactarse de las glorias de su amo para tener más categoría.
Antes de terminar el viaje, su padre le anunció que, en su opinión, debía casarse,
y cuando llegaron a su casa continuó la discusión en presencia de su madre. Yutsing
no había tenido aún ninguna relación con mujeres, pues la educación del St. John le
había hecho tímido. Su padre se burló de él:
—Los patios están llenos de esclavas —dijo—, y tú eres el amo.
Yutsing repuso tranquilamente que casarse sería más de su agrado, y su madre
dijo entonces:
—Hace doce años que firmamos los documentos. Fong Yung será una buena
esposa para ti.
Debido a su educación extranjera, Yutsing casi había olvidado que estaba
comprometido con Fong Yung desde que tenía seis años. Recordó que había corrido y

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jugado en los patios con una niña, pero el recuerdo de aquellos días estaba sepultado
bajo muchos otros, y sólo su madre mencionaba a veces su nombre durante las
vacaciones: «Este abanico lo pintó Fong Yung para mí», o también: «Fong Yung me
leyó el diario, pero soy tan vieja y estúpida que no comprendí ni la mitad de lo que
leía». En las posesiones del padre de Fong Yung, que era un gran terrateniente, se
cultivaba el famoso té de Che-Kiang. Era un comerciante muy rico, pero no
permanecía sentado en su tienda como la gente insignificante, sino que vendía su té al
por mayor a los extranjeros, los cuales después lo distribuían por todo el mundo en
sus barcos.
El padre de Yutsing se sorprendió al ver que éste no se oponía a casarse según la
antigua costumbre, pero la verdad era que Yutsing cedió en este punto porque tenía
que pedir, o, en caso necesario, obligar a su padre a que le hiciera concesiones de
mayor importancia. Siguió la vieja máxima de «ceder un poco para ganar mucho», y
lo único que dijo fue:
—No quiero una esposa con los pies ceñidos. Chang lo contempló
socarronamente, como si quisiera decir: «¿Qué sabes tú de pies femeninos?», pero la
madre le dijo para que se tranquilizara:
—Fong Yung tiene los pies grandes, usa vestidos modernos y fue alumna de la
nueva escuela.
Yutsing añadió aún:
—Quiero verla antes de casarme.
Su madre no contestó, pero en sus labios se dibujó una sonrisa. Los documentos
estaban firmados, y la familia Chang no podía cancelar el matrimonio sin insultar
mortalmente a la familia de Fong Yung. Unos días después, la madre de Yutsing rogó
a éste que la acompañara al Templo de la Nube Púrpura, y en él vio a Fong Yung, que
fue a la misma hora para rezar y ofrecer dinero e incienso. Era una joven pequeña, y
vestía una chaqueta de seda bordada con flores amarillentas, una falda cortada a la
última moda y zapatos al estilo occidental con tacones altos como las damas de
Shanghai. Miraba fijamente la varilla de incienso que sostenía en sus manos y ni el
más leve parpadeo indicó que adivinaba la presencia de Yutsing Chang.
Éste ignoraba si ella le agradaba o no. Rogó a su padre que aplazara el casamiento
algunas semanas, y Chang asintió, pues los adivinos también opinaban que cierto día,
dos meses más tarde, sería el más propicio para la boda.
—Me gustaría viajar un poco con un amigo mío —añadió Yutsing.
—«Mientras vivan sus padres, el hijo no debe viajar por el país. Si lo hace debe ir
a algún lugar determinado» —citó Chang riendo—. Te has convertido en un
verdadero americano. Éstos pasan la vida yendo de un lado a otro —añadió, orgulloso
en cierto modo de su hijo. Mientras hablaba recordó su propia juventud, la
intranquilidad que le había hecho subir y bajar por las orillas del río, y lo dejó ir.
Yutsing telegrafió a Henry, a quien había encontrado en Shanghai hacía poco,
diciéndole que estaba dispuesto a ir con él. Abrigaba la secreta esperanza de que el

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viaje con su amigo pondría en orden sus pensamientos con respecto al porvenir, pues
Yutsing, como tantos de sus jóvenes compatriotas, estaba descontento y tenía la
mente confusa.
Confucio pertenecía al pasado y no le podía ayudar con sus enseñanzas: «El
Emperador es el padre del país; el gobernador es el padre del distrito; el padre es la
cabeza de la familia; la familia es más importante que la comunidad; la comunidad es
más importante que la nación; el respeto a los muertos es más importante que la vida
activa». Durante cuatro mil años China creyó en el aprender de memoria estos
principios morales y la habilidad para componer una poesía eran los atributos del
Hombre Superior, y que el trabajo manual era degradante y vulgar. Por su causa, el
país estaba mutilado y paralizado, teniendo que someterse a los dictados de los
extranjeros.
El cristianismo, la doctrina del Gran Maestro, de Jesús, era en parte una buena
enseñanza, pero nadie la seguía. ¡Mirad la ciudad de los extranjeros, de los cristianos,
llena de fumadores de opio, de garitos y de burdeles! Cada cristiano es el enemigo de
su vecino en su brutal avidez de ganar dinero, y todos juntos son los enemigos de
China. ¿Ama a tu prójimo como a ti mismo? Los cristianos no eran tan insensatos
como para creer en un proverbio tan excéntrico.
¿Podía servirle de algo Yao Tse, el gran nihilista, con su principio de la completa
pasividad? «Cada acción lleva el sufrimiento; por eso, no hagas nada». Yutsing era
demasiado joven para retirarse a una cueva de la montaña, dejarse crecer la barba y
las uñas y renunciar al mundo. La religión de Buda decía algo muy parecido, y la
letanía de O’Omni-Padme-Hun, de los sacerdotes ortodoxos, sólo era apta para
mujeres y niños.
Fracasó la revolución, y la República se transformó en una sangrienta mesa de
juego de los Señores de la Guerra. Hacer negocios con ellos, como los hacía su padre,
y muchos otros, buscar favores y ventajas significaba solamente hundir más al país en
el desastre.
No era bastante cristiano para ir con los extranjeros, y tampoco bastante chino
para sentirse satisfecho de la forma en que marchaban las cosas en China. Leyó
diarios, escuchó discursos y Henry le escribió desde Cantón muchas cartas excitantes
con las que le enviaba libelos políticos. Yutsing quería viajar en su compañía, ver con
sus ojos, pensar con su mente, resolver por sí mismo cómo salir del macizo de ideas
contradictorias en que se hallaba.
Los dos amigos comenzaron sus viajes.
Viajaban en tren y en barco, se detenían en pequeños pueblos y ciudades, iban a
pie de aldea en aldea y se hacían llevar en sillas a algún templo al que asistían los
peregrinos.
Su casa en el Lago Occidental y la escuela fueron prisiones donde Yutsing sólo
veía lo que debía ver; pero al fin veía la realidad. Vio injusticias, destituciones,
violencias, desamparo, soborno arriba y opresiones abajo, generales viciosos con su

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numeroso séquito de prostitutas, jóvenes violadas, ejecuciones públicas de inocentes;
vio suciedad y hambre, inundaciones en una parte y sequías en otra, enfermedades
por doquier. Observó al pueblo, un pueblo que había vivido de esta manera durante
cuatro mil años; vio su trabajo paciente e infatigable, su facultad de conformarse con
un mínimo de alimentos, siempre en peligro de morir de hambre, pues creían que la
vida era algo bueno, algo de que podían enorgullecerse. Notó cómo el pueblo reía de
insignificancias y descubrió cuántas cosas hallaban divertidas; vio su tolerancia, y
halló sabiduría en el ignorante coolie.
Observó el cariño con que los padres se inclinaban sobre sus hijos, y la alegría
con que miraban a la luna, a un sauce, a un pájaro. Y pensó: «China, como el agua,
no puede ser pisoteada; cualquiera que lo intente se hundirá en ella, y así como el
agua quedará como antes, China quedará como antes».
Con ser tan consolador este pensamiento, no le bastó, pues Yutsing había nacido
con un diente en la boca. El resultado de las interminables conversaciones que había
sostenido con Henry era la certidumbre de que toda aquella gente tenía puestas sus
esperanzas en el Nuevo Partido, en la Joven China, en la nueva revolución que debía
estallar en Cantón y que había prometido el Gran Maestro, Sun-Yat-Sen.
Yutsing volvió a su casa, y la noche anterior a su casamiento anunció a sus padres
que no entraría en el Banco, ni buscaría un empleo del Estado, ni estudiaría en la
Universidad de Shanghai, ni iría a América. Pensaba dirigirse a Cantón, el único
lugar adonde podía ir un joven.
Su madre, aunque hablara con voz suave y con gran cortesía, desempeñó el papel
más importante en la discusión que siguió, pues su padre no se opuso tanto como
Yutsing había temido. El banquero se divertía al ver que su hijo tenía voluntad propia.
«Los jóvenes —pensó— deben ser grandilocuentes y tener algo que les excite. Todo
se apaciguará con el tiempo». Observaba frecuentemente que los políticos más
ruidosos se calmaban y cedían.
La boda se celebró en la forma acostumbrada. Durante varios días llegaron
centenares de huéspedes para honrar la casa de Chang, y todos los patios se llenaron.
La novia fue conducida hasta la puerta en una litera con cortinas rojas bordadas en
oro, seguida por un cortejo nupcial interminable y dos bandas de música, que trataban
de superarse mutuamente. Yutsing llevó a su novia en brazos a través del umbral,
maravillándose al encontrarla tan ligera y tan cálida como el pájaro cuyo nombre
llevaba. Luego todo se redujo a la interminable hospitalidad ofrecida a los huéspedes,
a las incesantes atenciones de los recién casados, a la risa, al ruido de las voces, de la
música y de los innumerables cohetes, a la larga comida, a los chistes de los hombres
y al cuchicheo de las mujeres, que deseaban cien hijos a la novia. El olor del vino y
de la comida llegó hasta la sala de los antepasados, donde se mezcló con el aroma del
incienso. Al final, la fatiga, el vino y la excitación hicieron que todo diera vueltas
ante los ojos de Yutsing.
Cuando se encontró a solas en el dormitorio con su joven esposa, pensó

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tristemente en lo poco que se conocían. Las cortinas del lecho estaban abiertas; sobre
las almohadas pendía una escudilla chata con fragantes flores, cuyo pesado aroma
llenaba toda la habitación.
Amortiguado por la distancia llegaba el bullicio del patio exterior, y más cerca se
oía el croar de una rana en el estanque. De un barco llegaba la ronca música de un
gramófono. Yutsing miró la copa de vino que había sobre la mesa de noche y que él y
Fong Yung debían compartir. No sabía qué decir, y preguntó tímidamente:
—¿Estás cansada, Fong Yung?
Ella movió la cabeza y por primera vez lo miró de frente. Estaba sentada en una
silla baja; él se hallaba cerca de la puerta que acababa de cerrar tras sí. Fong Yung
dijo casi vehementemente:
—Siento mucho que te hayan obligado a casarte conmigo. Es una cosa sin
sentido. Sólo te pido una cosa: no me dejes aquí, en la casa de tus padres, cuando tú
te ausentes. Llévame contigo, y así podremos separarnos cuando quieras.
Yutsing escuchó asombrado este inesperado discurso. Se acercó más a la puerta y
dijo con rapidez:
—No me han obligado. Te vi… y me gustaste.
Fong Yung le sonrió como si fuera un niño falto de consuelo y dijo gentilmente:
—Tal vez me haya expresado mal. Es la primera vez que hablo con un joven, pero
me parece intolerable que estemos encerrados en este cuarto como dos… como dos
animales que deben ayuntarse.
Yutsing recordó la cálida ligereza del cuerpo de su mujer al atravesar el umbral.
—¿Por qué eres tan poco amable conmigo? —inquirió—. No te he hecho nada
malo, y no haré contigo nada que tú no quieras.
En cuanto terminó de hablar vio que Fong Yung se enjugaba las lágrimas con la
manga, y entonces se dio cuenta de que ella le tenía miedo.
—¿Por qué te casaste conmigo si piensas divorciarte en seguida? —preguntó.
Fong Yung sonrió, y un hoyuelo apareció en su barbilla.
—Para salir de casa —dijo con franqueza.
Yutsing se sentó también en una silla, bajo la lámpara que comenzaba a humear, y
después de reflexionar en su respuesta, dijo:
—Fong Yung, he resuelto ir a Cantón para estudiar Medicina. ¿Qué deseas hacer
después de nuestra separación? ¿Deseas también aprender algo, como muchas
jóvenes de hoy?
—¿A Cantón? —preguntó ella, y sus ojos centellearon, como si en sus
transparentes profundidades ardiera la llama de una bujía.
De pronto desabrochó los primeros botones de su vestido de boda, metió la mano
en su seno, tan pequeño que apenas se marcaba a través de la tela, y sacó finalmente
un pequeño trozo de seda que tenía cierto parecido a una bandera. Lo extendió sobre
sus rodillas y miró a Yutsing. En la seda oscura estaba bordada una estrella blanca.
Era la estrella del Kuomintang, el Nuevo Partido, la estrella de la juventud china.

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Yutsing se acercó rápidamente, cogió la pequeña bandera y la contempló.
—¿Qué significa esto? —preguntó, y antes de que ella respondiera se encontraron
estrechamente sentados uno junto al otro. El vestido de Fong Yung seguía
desabrochado.
—Teníamos en la escuela una sociedad secreta… Se llamaba «Sangre y Hierro»
—murmuró.
Yutsing ya había oído hablar de esa sociedad, pues tenía adeptos en muchos de los
lugares que había visitado. Vacilando, puso la mano sobre el hombro de Fong Yung,
la cual no ofreció resistencia y lo miró confiadamente con los labios entreabiertos.
Las lágrimas brillaban aún en sus mejillas, mientras sus dedos se abrían como los
pálidos pétalos de un nenúfar. Yutsing comprendió con alegría que no sólo había
encontrado una mujer, sino también una camarada, alguien que le ayudaría y le
acompañaría adondequiera que fuese, como lo hacían las mujeres de los extranjeros.
Comenzó a acariciarle impulsivamente el hombro y la llamó con un nuevo nombre.
—Camarada, Tsung-Tsé: un Ideal.
Tantearon su camino en lo futuro. No interpretaron el matrimonio al modo
antiguo: «En la cama, tu amo; en otras partes, tu huésped»; pero no sabían cómo se
debía comenzar un matrimonio moderno. Como eran jóvenes, un hombre y una
muchacha solos en la noche, acabaron con sus dificultades en el amplio lecho, tras las
cortinas cerradas, aspirando el perfume de las flores blancas, contentos y más cerca el
uno del otro. «Cuando pasó el temporal y estalló la nube», como dicen los viejos
libros, Yutsing, acostado junto a su esposa, tomó su delicada mano entre las suyas.
No había tocado jamás la mano de una mujer, excepto la de su madre, y abrazó a
Fong Yung como solía hacer su tía con él cuando era todavía un niño atormentado por
pesadillas. Así se durmieron.
Dos niños mimados y atolondrados fueron los que llegaron a Cantón, pero allí
adquirieron nuevas ideas, nuevos ideales, y se transformaron en luchadores. En
Cantón aprendieron lo que significa preparar una revolución. Fong Yung, la pequeña,
la graciosa, pronto ardió de entusiasmo. Yutsing la siguió con mayor lentitud, hasta
que el espíritu de la ciudad lo venció a él también. Fong Yung concibió un niño, que
hizo abortar por un médico ruso.
—No tenemos tiempo para criar hijos —dijo—. Este país debe ser antes un lugar
donde se pueda vivir decentemente.
A veces, el entusiasmo incondicional con que los estudiantes preparaban la
revolución extrañaba a Yutsing. Fong Yung le asustaba, y a veces temía por ella.
Las ideas de Sun-Yat-Sen, un hombre enfermo de pálido rostro, influían
decisivamente en la Universidad. Chiang-Kai-Shek, su secretario, instruía oficiales y
preparaba el ejército revolucionario. La ciudad estaba llena de rusos a los que
acompañaba un séquito de hombres y mujeres de razas extrañas. Los rusos
organizaban la revolución. Las prensas imprimían día y noche carteles, volantes y
manifiestos. De Rusia llegaba dinero, y a los contrabandistas de opio y a los dueños

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de los burdeles y de los «barcos floridos[67]» de muy mala fama, se les obligaba a dar
más. Los nombres prudentes y de buena posición pagaban también sus contribuciones
para quedar bien con el posible Gobierno.
En las arenas movedizas con las que Sun-Yat-Sen solía comparar a su pueblo,
Yutsing y su mujer eran solamente granos minúsculos llevados por el viento. Fong
Yung, con la falda corta de estudiante, realizaba las peligrosas tareas que le
encomendaban. Yutsing trabajaba bajo la dirección de Henry, en el Departamento de
Propaganda. Traducía al chino los manifiestos redactados por los rusos en un
detestable inglés. Había heredado el fino estilo de su abuelo el mandarín. A veces se
le permitía también redactar algún manifiesto, y de vez en cuando se le enviaba a
dirigir la palabra a los obreros, a los cargadores y a los coolies. Para Yutsing, lo
mismo que para los que pensaban como él, fue una gran sorpresa descubrir que la
Nueva China intentaba ayudar también a aquella gente de situación inferior, pues
siempre se les había considerado como animales. En muchos carteles del partido
figuraba un grupo compuesto por un estudiante, un obrero, un soldado, un labrador y
una mujer. Yutsing, lo mismo que los demás estudiantes, carecía de ideas propias.
Nadie sabía hacia dónde los llevarían los fuerzas ocultas tras el movimiento. Se les
inculcaron los lemas de Sun-Yat-Sen: «Unidad», «Gobierno del Pueblo»,
«Prosperidad para todos»… Luego aprendió muchos más: «¡Obreros, unos!»,
«¡Abajo con el imperialismo extranjero!», «¡Libertad para los campesinos!»,
«¡Solidaridad de los granjeros y cancelación de sus deudas!», «¡Nacionalismo!»,
«¡Comunismo!».
No faltaban asesinatos, ejecuciones, tiros en la oscuridad, contrabando de armas,
tortura de prisioneros y mítines, como en todas las revoluciones chinas. Los coolies,
empapados de sudor, se reunían durante el verano tropical de Cantón en salas, patios,
garajes y sótanos. No cesaban de toser, y les dolían las partes desolladas de sus
hombros en los que se apoyaban durante todo el día los palos de los que pendían las
cargas. Miríadas de moscas atacaban los ojos purulentos de los ancianos. La
respiración de aquellos hombres era jadeante; su pobreza, absoluta. Las ideas
penetraban lentamente en sus cerebros. Yutsing llegó a acostumbrarse a ellos, pero
nunca logró quererlos, pues la orgullosa sangre del mandarín era en él más fuerte que
la sangre proletaria de su padre. Pero en cambio aprendió a compadecerlos y a influir
en ellos con palabras escogidas.
El estudio se relegó al olvido. Yutsing y su mujer tenían otras cosas que hacer.
Debían cumplir misiones de desesperada urgencia.
Fong Yung enfermó de malaria. La fiebre la consumía. Adelgazó y se puso muy
nerviosa, pero no cesó de trabajar. Iba por todas partes hablando y despertando a las
mujeres, a aquellas mujeres que eran como animales mudos, que parían
incesantemente, que vendían o dejaban morir de hambre a sus hijos y que permitían
que sus hijas fueran violadas por unas cuantas monedas. Cuando conseguía que
aquellos rostros mostraran un poco de comprensión y entusiasmo, Fong Yung se

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llenaba de dulce júbilo, como un pájaro que despierta por la mañana.
Sun-Yat-Sen murió, pero el movimiento que había iniciado continuó. En Hong
Kong se declaró la huelga general. Era el primer golpe asestado al imperialismo
inglés, el primer signo de solidaridad de los obreros. El puerto y la gran ciudad
estaban paralizados. Al río de la Perla llegaron buques y cañones extranjeros. Por
primera vez se encontraron el ejército revolucionario y las fuerzas del Gobierno
Septentrional. Cayeron las primeras víctimas, y un día Henry apareció muerto en una
zanja, junto a una vasija que contenía excrementos.
Yutsing fue enviado a Che-Kiang, su provincia natal, cuyo dialecto conocía. Iba a
las aldeas y a las pequeñas ciudades y les hablaba a los campesinos explotados por
los grandes terratenientes y los usureros. Fong Yung se quedó en Cantón, donde la
necesitaban, y sólo al separarse de ella se dio cuenta de la falta que le hacía. El odio
contra los extranjeros y su deseo ardiente de ayudar a la China los ataba más
firmemente que el amor. En Shanghai, la Policía inglesa mató a varios estudiantes
chinos. Todas las Universidades y escuelas del país respondieron con furia e
indignación, y el Departamento de Propaganda aprovechó el incidente. El ejército
revolucionario, al mando de Borodin y de Chiang-Kai-Shek, invadió el Norte, y
entonces Yutsing y su mujer pasaron otra vez algunas semanas juntos. Cuando Fong
Yung, pequeño y uniformado soldado, enfermó, Yutsing se quedó con ella en una
fonda de la pequeña ciudad de Fukang. Se arrepentía de no haber estudiado
Medicina; sabía demasiado para confiarla al curandero de la localidad, y muy poco
para ayudarla. Fong Yung perdió el conocimiento. Yutsing temió por su vida, y envió
entonces una nota a la misión americana rogando al odiado médico extranjero que
acudiese en ayuda de su mujer.
Cuando el médico se inclinó sobre la cama, Yutsing se sintió vencido por un
suave y vago recuerdo: el reverendo Thomas Warren, Jesús, las lecciones de las
Sagradas Escrituras en el «Saint John’s College»… Aunque sólo tenía veintiún años,
se sintió viejo. El pasado parecía tan lejano, y habían sucedido tantas cosas desde
entonces… Los ojos del doctor Lee eran azules pero expresivos.
Su color era el de las chispas que saltan al golpear el hierro con un martillo. Sus
rojos cabellos se movían sobre su frente como una llama agitada por el viento, y su
pequeña barba, ya un poco canosa, era de un rojo más claro. Tenía los pies enormes,
como todos los extranjeros, y las manos grandes, firmes y pecosas. Durante una
semana acudió todas las mañanas y todas las noches. Fong Yung se curó, y Yutsing
comprendió que le era imposible odiar a aquel tranquilo y caritativo extranjero. En la
ciudad se acuartelaron nuevos regimientos. Una noche, el cielo se tiñó de púrpura por
un incendio. En aquellos tiempos intranquilos, los ladrones estaban siempre
dispuestos a incendiar, a rebelarse, a matar y saquear. Algunos de ellos fueron
ejecutados, y otros condenados a trabajar como coolies en el Ejército. Los problemas
del transporte y del municionamiento eran siempre muy difíciles para el ejército
revolucionario en marcha, que se procuraba tantos cargadores gratuitos como podía.

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Yutsing y su mujer salieron de la ciudad en medio del acre olor de las vigas
carbonizadas y siguieron al ejército. Después del incendio no vieron más al médico
americano. Los revolucionarios destruyeron los ejércitos de los generales feudales, se
establecieron en las aldeas y ciudades y continuaban su avance hacia el Norte.
Chiang-Kai-Shek era un cantonés bajo, de cutis bronceado que hablaba la lengua de
la gente simple. Tenía poca instrucción, pero ascendió por sus méritos desde soldado
raso hasta el mando supremo. Dos grandes hombres lo inspiraron con sus ideas y
ensancharon su horizonte de soldado: Sun-Yat-Sen y Borodin.
El Kuomintang y la Revolución se basaban y fueron inspirados por ideas rusas e
ideales comunistas. Yutsing y su mujer no lo sabían. Propagaban la fe y la esperanza
en los tres principios populares que había expuesto Sun-Yat-Sen, y jamás pensaron en
las reglas de los comunistas afiliados al partido. Veían que algunas personas eran
demasiado adineradas y otras demasiado pobres, y querían ayudar a los pobres contra
la crueldad de los ricos, pues los pobres constituían la China.
Cuando los revolucionarios se establecieron en Hangkow, Yutsing y su mujer
encontraron otra vez a sus camaradas y esperaron nuevas órdenes. Yutsing no llegó a
ser un gran caudillo, aunque nació con un diente en la boca. Era uno más entre los
miles de jóvenes estudiantes que ayudaban a crear la Nueva China, distribuyendo
octavillas, hablando en mítines callejeros y fijando carteles peligrosos en ciudades
donde los Señores de la Guerra dominaban aún. Ninguno de ellos estimaba en mucho
su propia vida. No pensaban en el peligro, sino en la meta y en la forma de
alcanzarla. Sin embargo, Yutsing no era un héroe. Era un joven más bien débil,
tímido y demasiado serio, pero tampoco se esperaba bravura de un hombre de su
índole. No obstante, como un grano de arena entre los demás, estaba dispuesto a
morir por su patria si esto hubiera servido de algo.
Yutsing fue coolie en Hangkow. En esta ciudad se cargaban y descargaban los
vapores extranjeros. Hombres, mujeres y niños trabajaban durante doce y catorce
horas diarias en las fábricas de los extranjeros. En el Bund de Hangkow estaban
situados los Bancos extranjeros, llenos de dinero arrancado violentamente al pueblo
chino. Yutsing y algunos de sus compañeros se mezclaban con los obreros y los
coolies, y mientras compartían su trabajo duro y degradante preparaban la huelga
general, el frente unido a la rebelión. Se le ordenó que trabajase entre los obreros de
los diques, vistiendo los harapos de coolie. Sus delicadas manos de estudiante se
cubrieron de ampollas que al reventar dejaban una llaga. A veces suspiraba con
amargura al recordar a la familia de su madre, donde se consideraba como una
desgracia cualquier tarea manual. Pensando en su gigantesco padre, que fue coolie
antes que él, se ponía la correa alrededor de la frente y arrastraba el carrito sobre el
muelle, hasta sentir que las venas de sus sienes estaban a punto de estallar. Luchaba
para recobrar el aliento, y entonaba el interminable canto de los coolies, que parecía
un gemido, para acompasar su respiración. Aprendió a saber los que significa quedar
extenuado, y sintió el dolor que pasa del corazón excesivamente forzado a la boca del

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estómago. Cuando todos se acurrucaban en el muelle, sin ganar bastante para una
segunda escudilla de arroz, Yutsing les hablaba.
Por la noche se encontraba con su mujer. Fong Yung le curaba las llagas y alababa
su fuerza de voluntad. Ella trabajaba en el barrio más pobre de la ciudad. Se había
declarado una epidemia de disentería, y Fong Yung, cuya larga experiencia
completaba sus limitados conocimientos, trataba de evitar que la enfermedad se
extendiera. Lo demás era trabajo de los hombres. Los ingleses huyeron de la ciudad.
Los Bancos del Bund bajaron sus cierres metálicos. Luego cesó el trabajo en las
fábricas. El ancho río, casi abandonado por la navegación, parecía dormir. Lo mismo
sucedía en Hong Kong. Antes de que Yutsing se enrolara en el ejército que avanzaba
hacia Shanghai, Fong Yung le dijo que estaba otra vez encinta.
Estaban acostados, y la oscuridad de la habitación sólo era rota por la luz de las
ventanas del edificio de enfrente, donde las imprentas trabajaban durante toda la
noche. La tela metálica de la ventana arrojaba una fina sombra cuadriculada sobre el
edredón.
—Prométeme que me darás un hijo —rogó Yutsing a su esposa.
Ella rió suavemente cuando él le puso la mano sobre el vientre.
—Aún no estás maduro —dijo suavemente—. Aún no alegremente.
Yutsing sintió la cálida piel de su esposa y notó que su cuerpo era todavía casi tan
delgado como el de una niña.
—Prométeme que no matarás esta vez al niño que llevas en tus entrañas —rogó
Yutsing apremiadamente. Nunca había podido olvidar por completo lo sucedido en
Cantón.
—No —le aseguró Fong Yung seriamente—. Mueren tantos que es necesario que
nazcan muchos.
Con la cabeza apoyada en el hombro de su mujer, Yutsing se durmió con el
agotamiento de un coolie. Se sentía tranquilo y contento al saber que iba a nacer un
hijo suyo.
El ejército del Gobierno de Pekín tenía cañones, pero los soldados de la
revolución luchaban por un ideal y confiaban en sus jefes; a ello debían sus victorias.
El destino de la revolución se decidió en Shanghai. La lucha fue cruenta. Las llamas
de un incendio voraz consumieron las estrechas callejuelas de la ciudad, y los
muertos formaron legión. Los extranjeros cerraron las puertas que separaban sus
barrios de los de los chinos, y fruncían la nariz cuando el viento les llevaba olor a
cadáveres. Yutsing había visto muchos muertos desde el día en que fue ejecutado su
abuelo mandarín. Vio los rígidos despojos de los campos de batalla; los cadáveres
negros y chamuscados en las ciudades y aldeas quemadas; las víctimas de los
tormentos, con las caras negruzcas, y los cuerpos hinchados de los que se ahogaban
en los ríos. Estaba acostumbrado a aquel espectáculo, y pensaba en los muertos como
en desperdicios en descomposición y no como en seres humanos. Pero en Shanghai él
mismo luchó y mató por primera vez. Lo hizo porque estaba desesperado como puede

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estarlo un chino.
Primero se murmuró y luego se gritó entre sus compañeros:
—¡Chiang-Kai-Shek nos ha vendido!
Ya antes existían divisiones y opiniones contrarias entre los revolucionarios:
anarquistas, nihilistas, terroristas, derechistas e izquierdistas. Se llegó a una abierta
ruptura, y Chiang-Kai-Shek se enfrentó con los ayudantes rusos que organizaron la
revolución para él. Después de utilizarlos todo el tiempo que los necesitó, les volvía
la espalda a los jóvenes chinos que habían sido educados en aquellos ideales. Borodin
quedó con sus hombres en Hangkow, y Chiang-Kai-Shek avanzó hasta Nanking.
Muchos blancos murieron, y los navíos de guerra extranjeros bombardearon la
ciudad. Cuando Chiang-Kai-Shek quedó victorioso, se dirigió contra los rojos que
habían sido sus amigos.
Tal vez Yutsing no supiera que él también era un rojo. Había recibido la orden de
escoltar un camión con granadas de mano hasta cierta casa de la antigua Ciudad
China. Aquella noche, mientras descargaban las granadas, la callejuela y la casa
fueron atacadas por las tropas de Chiang-Kai-Shek. Había mujeres y niños, pequeños
muchachos enfermos que lloraban y hombres de toda edad y condición; la misma
mezcla de razas que en Cantón: chinos, rusos, alemanes, dos belgas y un mestizo
francés anamita. Yutsing ayudó a defender la entrada de la casa. Arrojaba las
granadas que le entregaban, mientras tras él, en la oscuridad de la casa bombardeada,
los muertos y los heridos yacían a montones y los gritos de los niños agonizantes se
mezclaban al ruido del tiroteo. Fue una batalla salvaje e insensata. Algunos de sus
camaradas fueron capturados en la Estación del Norte y quemados con el vapor de las
calderas. Todo lo que podían esperar, si es que esperaban algo, era morir luchando y
evitar que los torturasen hasta morir. Al amanecer, cuatro de ellos estaban aún con
vida. Afuera reinaba el silencio. Con las primeras luces del alba vieron por las rotas
ventanas la callejuela llena de soldados muertos. El tiroteo había cesado, y las ratas
corrían rápida y ávidamente por entre los cadáveres. Por el rostro de Yutsing corría la
sangre de sus camaradas, pero él estaba ileso. Durante algunas horas no se dio cuenta
de nada; dormía o yacía sin conocimiento, completamente exhausto. Cuando se
despertó, los otros tres habían desaparecido, y se encontró solo en la casa con los
muertos. Impulsado por el hambre que sentía, trepó sobre los rígidos cuerpos y salió a
la callejuela por un agujero de la pared. El cielo estaba azul, y el perfume de la
temprana primavera era más fuerte y penetrante que el hedor de la muerte.
Consiguió entrar en la Concesión Francesa, donde se hallaba el Banco de su
padre. Bo Gum Chang celebraba una entrevista importante, y Yutsing tuvo que
esperar en la oficina. El contraste entre la seguridad que se consideraba como algo
natural en aquella casa y los horrores por los que habían pasado él y sus camaradas lo
sumió en una extraña amargura. Sentía un gusto acre en la lengua, y los ojos le
ardían. Cuando entró, con su uniforme roto y empapado de sangre, su padre lo
contempló de arriba abajo. Yutsing notó que su voz estaba ronca por el fuego y el

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humo y que sólo podía hablar con dificultad.
No se habían visto durante los cuatro últimos años, pero Yutsing escribía
regularmente a su madre y ella le leía sus cartas a su padre. La expresión de éste hizo
que Yutsing notara cuan sucio y raído estaba. Pero Chang recuperó pronto su sangre
fría; la expresión de horror y compasión desapareció de su rostro, y se dirigió a su
hijo con el saludo consagrado:
—¿Has comido?
Yutsing había abandonado toda etiqueta y no se arrodilló ante su padre, como era
su deber después de no haberlo visto durante tanto tiempo, ni le hizo una sola
reverencia. Se pasó la lengua por sus labios resecos y preguntó sin ninguna clase de
cortesías:
—¿Es verdad que has hecho causa común con los extranjeros y que has comprado
a Chiang-Kai-Shek?
Bo Gum Chang no contestó.
—Tienes mal aspecto, hijo mío, muy mal aspecto —dijo tristemente—. ¿Quieres
comer o beber algo? ¿Un cigarro?
Empujó su maciza cigarrera hacia Yutsing, que movió la cabeza y dijo
simplemente:
—Contéstame.
—No es costumbre que el hijo pida cuentas al padre —respondió Chang
sonriendo—. Pero si quieres saberlo te diré que estoy orgulloso de pertenecer al
grupo de los que tienen las mismas ideas que el general. Es un hombre capaz, que
merece que se le ayude. Estuve contra él durante mucho tiempo, pues soy un tonto,
pero me he convencido de que será un bien para todos nosotros que Chiang-Kai-Shek
gobierne el país.
Yutsing aspiró deliberadamente el olor a sangre que despedía su uniforme.
—Has pagado las municiones con las que sus soldados tiraron sobre mí y mis
amigos. ¡Recuérdalo! Si Chiang-Kai-Shek me hubiera torturado hasta la muerte, ¿no
te hubieras arrepentido entonces de haberle dado dinero? —gritó.
Con rabia y dolor notó que se le quebraba la voz y que las lágrimas le ardían en
los ojos. ¡Se sentía tan cansado, tan débil, tan infeliz! Su padre se levantó, se acercó a
él y le puso su pesada mano sobre el hombro.
—¿Quieres decir que perteneces a los comunistas? —preguntó lleno de horror.
—¿Y por qué no? —exclamó Yutsing—. ¿Por qué no? ¿Tengo que pertenecer a
los ricos? ¿A los extranjeros? ¡Mira esta ciudad! Su vida viciosa continúa. ¿Acaso os
molestáis vosotros por la guerra y por la revolución, por los muertos y por los
pobres? ¡Vosotros sois ricos y desvergonzados, sobornadores, intermediarios
aprovechadores y chupasangres! ¿Qué sabéis de los coolies? ¿Qué sucede en vuestras
fábricas? ¡Los coolies trabajan hasta reventar, escupen sus pulmones por las calles y
no ganan lo suficiente para comprar una escudilla de arroz!
La roja cara de Bo Gum Chang palideció intensamente. Era espantoso el aspecto

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de su rostro cuando esto ocurría. De un fuerte tirón abrió su vestido de seda, y los
pequeños botones saltaron por la habitación. Mostró a su hijo las cicatrices
blanquecinas que tenía en sus hombros gigantescos, herencia de su época de coolie.
Yutsing retrocedió un paso, esperando que su padre rugiese como una fiera. Pero
Chang, haciendo un esfuerzo que hizo temblar sus puños, logró dominarse.
—Aún no estás maduro —dijo suavemente—. Aún no estás maduro y no sabes lo
que dices. Puedes pronunciar discursos, pero no conoces ni el trabajo ni el hambre.
No sabes lo que necesita el pueblo. Le hace falta tranquilidad y alegría, no
derramamientos de sangre y hambre. China no es Rusia. Ha derramado ya bastante
sangre, ha batallado demasiadas veces, ha tenido demasiados muertos y ha hecho
muchos sacrificios. No sé nada de política y no he ido a la escuela como tú, pero mi
sentido común me dice que los comunistas no nos quieren. Desean hacer de China
una segunda Rusia y usar nuestros hombres para una revolución mundial. Lo
comprenderías si no tuvieras el cerebro de un mono.
—¡Tranquilidad y alegría! ¡Eso le pides a un pueblo que ha sufrido y soportado
más hambre y pobreza que ningún otro en el mundo! ¡Y prefieres asesinar a los que
acuden en su ayuda antes de dejar que sufran tus negocios y tus orgías!
—¡Silencio! ¡Te prohíbo que sigas hablando! —gritó Chang perdiendo el dominio
sobre sí mismo—. Vienes aquí como un mendigo y haces que me avergüence ante el
portero. Estás famélico, sucio y harapiento. No eres más que un mendigo, y como un
mendigo hablas. No piensas ni un solo momento en tu deber hacia tu padre y tu
familia. Podías haber sido ministro, servir al Gobierno y honrar a tus familiares. Aquí
está mi Banco, que he levantado para ti. Éste es tu lugar, pero tú prefieres mezclarte
con los mendigos. Tú mismo eres un mendigo, y todo lo que traes aquí es tu
hediondo…
Yutsing lo interrumpió:
—Prefiero ser un mendigo antes que servir a un Gobierno comprado por los
extranjeros. Mejor es ser mendigo que banquero como tú. Tú y tus amigos sois
criminales, ladrones y asesinos. Vivís en medio de vuestra riqueza como en un charco
de cieno…
Chang levantó ambos puños y los dejó caer sobre los hombros y la nuca de su
hijo. Yutsing se tambaleó, pero permaneció en pie. Su nariz comenzó a sangrar. Bo
Gum Chang se volvió con un gemido y se dejó caer en el amplio sillón tallado, junto
a su escritorio.
Yutsing salió de la habitación sin pronunciar una palabra. No sabía dónde ir, pero
sus pies lo llevaron inconscientemente a la horrible callejuela donde había estado
antes. Ya se habían llevado los cadáveres, y la casa bombardeada, en la que logró
entrar con dificultad, estaba vacía y extrañamente limpia. Yutsing se sintió
angustiado, y continuó andando hasta llegar a una cocina ambulante, donde comió
arroz y legumbres que pagó con las últimas monedas que tenía en el bolsillo. Hasta
entonces, durante todos los años de preparación para la Revolución, había vivido con

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el dinero que su padre le daba, sin preocuparse por ello. Pero todo había terminado.
Durmió profundamente entre los agobiados cuerpos de los que, como él, carecían de
hogar, en el suelo de la estrecha callejuela, en la que había un templo.
Al despertarse se sintió muy mal. Estaba rígido, sentía escalofríos y sus dientes
castañeteaban. Era una mañana gris y brumosa. Yutsing se encontraba en medio de
una ruidosa multitud. Los padres y los hijos reían, mientras las mujeres, impasibles
como siempre, apartaban sus harapos y daban el pecho a los niños que tenían en
brazos. Un hombre con delantal blanco caminaba por entre aquella multitud sin
hogar, inclinándose sobre los niños y dándoles medicinas y arroz. Dos enfermeras le
seguían, una con una enorme olla de arroz sobre un carrito y la otra con vendas y
medicamentos en una gran bolsa negra. Yutsing, inconsciente, sonrió asombrado. El
hombre no era Jesús, aunque se pareciera mucho al reverendo Thomas Warren, del St.
John. Era el doctor Lee, el médico que curó a Fong Yung.
—¡Doctor Lee! —exclamó Yutsing sin poder contenerse.
El doctor dejó de mirar a la niña a quien acababa de poner una inyección, y lo
reconoció en seguida. Después de darle a la enfermera un poco de arroz en la mitad
de una cáscara de coco, se acercó a él con rapidez. Yutsing se levantó
involuntariamente. Se sentía enojado consigo mismo por no poder evitar que le
castañetearan los dientes.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el doctor Lee tomándole el pulso. Hablaba
en inglés, no en chino.
—Lo mismo podría preguntarle a usted —contestó Yutsing.
El doctor Lee observó su reloj mientras le tomaba el pulso.
—La misión de Fukang ha sido evacuada por el momento —dijo secamente—.
Mi casa ha quedado completamente destruida. Mi mujer ha muerto de apoplejía, a
consecuencia del susto. Afortunadamente, los niños están en América. Ahora hago lo
posible por ayudar a los necesitados.
Yutsing no supo qué contestar. El doctor guardó el reloj.
—Tiene usted fiebre —dijo—. Malaria, probablemente. Tome diariamente nueve
de estas píldoras. Sólo puedo darle quinina para tres días, pues las medicinas
escasean. ¿Cómo está su esposa?
—No lo sé —dijo Yutsing. Durante aquellos días desastrosos, cada vez que
pensaba claramente en algo se refería a Fong Yung. El doctor Lee había pasado al
grupo siguiente. Las píldoras de quinina se calentaban en la mano de Yutsing.
En una pequeña embarcación volvió a Hangkow con algunos compañeros. La
ciudad estaba desierta y silenciosa; las fábricas, cerradas; los elegantes barrios de los
extranjeros, deshabitados; los Bancos, clausurados, y ni un barco en el puerto. Sólo
las imprentas trabajaban día y noche. Los coolies estaban desocupados. En los postes
de algún telégrafo se pegaban papeles en los que se leía una sola palabra: Hambre.
Yutsing se puso a disposición del Departamento de Propaganda, pero había poco que
hacer allí. Después de una larga búsqueda encontró a Fong Yung en un hospital que

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los extranjeros habían evacuado, rodeada de niños enfermos, silenciosos en sus camas
como si no tuvieran dolores. Estaba delgada y exhausta, y la única redondez de su
cuerpo era su vientre, que resaltaba a través del uniforme de enfermera que había
pedido prestado. El encuentro fue para Yutsing como un trago de agua en un día de
calor, como una hoguera en un día de invierno.
La ciudad estaba desorganizada. Por doquier se sentía que todo se desquiciaba,
que todo se hundía. Los fondos de los huelguistas se habían agotado, y los coolies
estaban famélicos y descontentos. Borodin sufrió uno de esos ataques de malaria que
ya en Cantón solían impedirle cualquier movimiento. Los soldados de Chiang-Kai-
Shek avanzaron hacia la ciudad. Se propaló el rumor de que el general cristiano que
había pasado un año en Rusia marchaba con sus tropas para rescatar a Hangkow. Se
recibían y enviaban telegramas. Llegaban mensajeros sin aliento para anunciar hasta
dónde había llegado el general y cuan bien equipado estaba su ejército. De pronto,
Borodin se puso al lado del vencedor y se asoció a Chiang-Kai-Shek. Las noticias
procedentes de los barrios de los extranjeros, en los cuales estaban establecidos los
revolucionarios, llegaban a la Ciudad China, al puerto y al arsenal.
La imprenta situada frente a la habitación de Yutsing trabajaba febrilmente. Fue a
la oficina del Departamento de Propaganda, pero no tenían trabajo para él. Luego se
encaminó al hospital para ver a Fong Yung, pues necesitaba consuelo. En aquella
tarde de verano sombría, abrasadora y sofocante le pareció que cualquier cambio en
los acontecimientos significaba solamente un nuevo desastre para la China, y que era
inútil hacer sacrificios por un país donde cada uno perseguía sus propios intereses,
donde la pobreza y el trabajo eran despreciados y donde la riqueza era la única meta.
Tocó la campanilla de la puerta del hospital, apoyándose en la pequeña repisa de
piedra, gastada por el uso, donde las mujeres depositan a las niñas indeseables en
lugar de matarlas. Se sentía tan cansado que estuvo a punto de dormirse mientras
aguardaba. Sobre Wuchang, al otro lado del río, brillaban los relámpagos entre las
nubes. Finalmente, al ver que nadie abría la puerta, volvió al edificio de la
Delegación Internacional y estuvo jugando al ajedrez en una de las salas laterales
hasta la mañana siguiente.
No volvió a ver a Fong Yung. Cuando los soldados de Chiang-Kai-Shek entraron
en la ciudad, matando a unos y haciendo prisioneros a otros, Yutsing perdió todo
rastro de su mujer en medio de la confusión general. Sus amigos le rogaban que
huyera, pero él vagaba obstinadamente por las cercanías, esperando encontrarla. Sólo
al enterarse de que su mujer había sido torturada durante tres días y tres noches y
luego estrangulada, huyó también de allí.
Fong Yung, con su cuerpo de niña y su corazón de héroe, había muerto a los
diecinueve años. Habría bordado sobre seda oscura una estrella blanca, la estrella de
la Nueva China, y la escondía entre sus pequeños senos. La tenía entre las manos y
no se rindió. Los soldados no la violaron ni le arrancaron las vísceras para envolverla
en ellas, como hacían con otras mujeres. Sólo la torturaron y luego la estrangularon.

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La sangre del martirio de su mujer separó definitivamente a Yutsing de los
nacionalistas de Nanking.
Llegó a Moscú seis meses más tarde, en compañía de otros refugiados, rusos,
chinos y de raza desconocida. La huida a través de la China, subiendo en barcos por
ríos, escalando montañas en mulas, cruzando desiertos en camellos, viajando en
trenes repletos a través de países cada vez más fríos y más extraños, fue sólo posible
gracias a la amistad de mogoles, mahometanos, turcos y bandidos de toda clase. Las
interminables selvas de Siberia, el crudo invierno ruso, el idioma, la atmósfera
inhóspita e incomprensible del país, todo pasó ante Yutsing como si no le afectara,
como si fuese un hombre que hubiera hecho algo insensato, un hombre que sufría
mucho y perdía aún más, un hombre que hacía un trabajo que no le correspondía y
vivía una vida que no era la suya.
En Moscú encontró a muchos de sus compatriotas, pues había llegado una
delegación oficial para la celebración del décimo aniversario de la República
Soviética. Los chinos vagaban por las calles. Nadie se preocupaba de ellos; tintaban
de frío y no podían aprender el idioma.
—El experimento chino no ha dado resultado —le dijo un tal Sokoloff.
Sus palabras sonaron como si se refiriera a una China que no fuera un país
habitado por seres humanos, sino una fórmula química equivocada. Yutsing comenzó
a estudiar el idioma y asistió a la Universidad Sun-Yat-Sen, que había sido fundada
para hombres de su clase. Vivía en cuartos sin calefacción, donde se hacinaban los
chinos. No tenía dinero, y su falta era tan difícil de soportar en Rusia como en
cualquier otro país. Había hambre en todas partes. Sólo los cuarteles del Ejército Rojo
tenían bastante comida. Yutsing dejó la Universidad, que se desquiciaba lentamente,
y comenzó a trabajar en una fábrica de camiones donde se hablaba mucho de política
y se trabajaba poco. Los temas, siempre repetidos, cesaron de entusiasmarle,
comenzando primero a aburrirle y luego, a exasperarle. Los espías infectaban las
salas de trabajo y Yutsing notaba que estaba encadenado.
Los chinos eran pobres, pero libres. Los rusos eran pobres, pero no libres. Cuanto
más veía, más dudaba. La gente vivía sin sabiduría, como hormigas. El Estado era su
hormiguera, y no sabían nada de la armonía y la conformidad del individuo, que eran
el núcleo de la herencia de los hombres de su país. Había máquinas eléctricas, diques,
fábricas de automóviles…, pero no existía la felicidad. A veces las máquinas se
volvían contra los hombres y cesaban de trabajar. Entonces los condenados no eran
las máquinas, sino los hombres. Muchas personas desaparecían, y nadie se arriesgaba
a preguntar por ellas. Había espías en cada casa y en cada familia, y emplear la
dinamita era menos peligroso que tener ideas propias.
Una vez presenció un proceso público en el que veinticuatro hombres fueron
condenados a muerte. Durante algunos años, Yutsing vivió, comió, bebió y durmió
rodeado por la muerte. Así, pues, no era extraño que su sangre extranjera le hiciese
sentirse de pronto enfermo y cansado. Sabía que ya no podría resistir más, ni soportar

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ninguna ejecución, ni oír otro tiro, ni ver que le pegaban a un hombre por hacer algo
mal. Sentía una terrible nostalgia por China. En Moscú, el pueblo reía muy poco, y
Yutsing se consumía de añoranza al recordar la risa cordial de los coolies y las
bromas que nacían de sus bondadosos corazones.
«Nosotros somos los únicos que sabemos vivir», pensó, y este «nosotros» lo
alejaba de Rusia.
Más tarde, al recordar aquellos años, le pareció que habían transcurrido en un
eterno invierno, que las plantas no florecieron nunca y que jamás oyó una canción.
No existía nada más que la Idea, y si uno no se sentía dichoso con ella no podía
encontrar ninguna felicidad en toda Rusia.
Yutsing se despertó una mañana pensando: «Durante todo este tiempo la vida ha
seguido su curso en el Lago Occidental. Los jóvenes se han reído en los patios; mi
madre ha bordado en seda; mi tía ha quemado incienso, el loto ha florecido en el
lago; se ha escuchado la música de los barcos; los pájaros han cantado en sus jaulas, y
los sauces han inclinado sus hermosas ramas sobre el agua». Miró alrededor y quiso
apartarse de su inhumana existencia y de su vida miserable. Pidió dinero prestado
para pagar el viaje y regresó a su patria.
Como pago se comprometió a cumplir misiones en la provincia roja de Kiangsi.
La guerra no había terminado aún en la China, y el Ejército Rojo luchaba contra las
fuerzas nacionalistas. Ambos vivían del producto de los campos, y los campesinos
sufrían. Los dos ejércitos estaban más disciplinados que cuando él salió de su país.
Luchaban según la costumbre china, de acuerdo con la cual el más débil cedía sin
combatir; muy sabia y humorística estrategia sin la cual China se hubiera suicidado
mucho antes en el transcurso de su larga historia de guerras civiles.
Le ofrecieron un puesto de comisario en una pequeña ciudad de Kiangsi. Mientras
meditaba si era o no su deber aceptar aquel cargo, ocurrió un incidente desagradable
en el barrio pobre de la localidad. Durante tanto tiempo se había inculcado al pueblo
la idea de que eran dañosas la exagerada estimación por la familia y la reverencia
ante los ancianos, que un día la gente comenzó a matar a los abuelos y abuelas porque
no ganaban lo que comían. Se hizo necesaria una nueva campaña instructiva. Yutsing
declinó esta tarea con una sonrisa. Aunque hubiera nacido con un diente, ya no
deseaba ser caudillo. «He terminado con eso», pensó. Agradeció el honor que le
hacían y expresó con toda la cortesía posible que sentía mucho no merecer el puesto.
Regresó a la casa a orillas del Lago como un peregrino que va al templo. Era más
difícil salir del territorio rojo que entrar en él. Llegó por fin a su casa, viajando en
autobuses, barcos, trenes y sillas de mano, por malas carreteras, en rickshaws, a lo
largo de canales, disfrazado, rodeado de peligros mortales y víctimas siempre de una
ardiente nostalgia.
En la vida retirada pero diligente de los patios de su casa, y merced al cuidado
gentil y casi humilde de su madre, recobró su personalidad. Llevó otra vez la larga
túnica de estudiante, y anduvo un poco encorvado, como corresponde a un

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universitario. Esto le hizo bien, después de haber llevado durante largos años la
ceñida guerrera de su uniforme extranjero. Bromeaba con su tía, que reía como una
chiquilla; visitaba al joven maestro en las oficinas municipales, y discutía los deberes
de un hijo con el anciano maestro, que lucía a la sazón una digna barba blanca.
Volvió a leer los libros, trató de escribir con su torpe mano, e incluso halló un nuevo
amigo que le ayudó a recobrar la fe en su patria.
Hijo de una gran familia que había adquirido la propiedad contigua, Liu era un
poeta de espíritu burlón, poseedor de un olfato sensible y de un gusto exquisito.
Invitó a Yutsing a participar en pequeñas fiestas epicúreas; a beber el té de Luching,
preparado con el agua de la vieja Fuente del Dragón; a saborear una comida de
pescados llevados vivos a Hangkow desde el río Lung; a una velada de música de
laúd, y a fumar a veces una pipa de opio que daba gran claridad a sus pensamientos.
El padre de Yutsing llegó a Shanghai para pasar en su casa el día del Año Nuevo,
y su madre fue hasta el primer patio para recibirlo, caminando rápidamente con sus
pies ceñidos a la moda antigua. Lleno de remordimientos, Yutsing se arrodilló y tocó
el suelo con la frente. Su padre lo levantó con rapidez y lo abrazó casi avergonzado,
como si fuera un niño aún. No se habló ni una palabra de los años de exilio de
Yutsing, ni de la forma en que se habían separado la última vez. Cuando fueron juntos
al altar de los antepasados, el joven notó con asombro que las lágrimas resbalaban por
las mejillas de su gigantesco padre, el cual se las enjugó con la manga, como un
coolie que se seca el sudor de su rostro.
Yutsing tenía veintisiete años. Había vivido con tal intensidad que se sentía tan
fatigado como un anciano, y habría continuado experimentando la misma sensación
de no haber llegado los japoneses a Shanghai.
No quería saber nada de la guerra de Manchuria, a pesar de las furiosas protestas
que se alzaban contra los japoneses. Aquellas tres provincias orientales no eran
realmente chinas; habían sido propiedad de los emperadores manchúes, y nunca
formaron parte integrante del Reino Central. El Gobierno de los japoneses no podía
ser peor que el de Chang Tso Li, el general bandido que había gobernado hasta
entonces. Yutsing estaba demasiado cansado para hacerse partidario de uno de los
dos. Masticaba semillas de melón y de girasol, bebía té y jugaba con Liu al
mahjong[68], curando así su corazón herido. Pero cuando en 1932 los japoneses
hicieron de Shanghai un campo de batalla y guerrearon contra la China, se despertó y
permaneció alerta.
Por primera vez en muchos años, las tropas chinas lucharon seriamente, con valor
perseverante, contra el enemigo extranjero; la guerra no era ya un negocio en el que
una de las partes podía comprar a la otra o atraerla ofreciéndole una elevada cantidad.
Por primera vez tenían las tropas chinas algo parecido a un sentimiento patriótico y
de honor. Yutsing vio en el cielo esa claridad verdosa que precede al alba, y entonces
sintió un poco de respeto por el Gobierno Nacional que había matado a su mujer. Su
padre regresó por unos días a su casa. Estaba de magnífico humor, y consideraba la

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guerra de Shanghai como una broma o una carrera de caballos en la que sólo importa
apostar por el ganador. Cuando volvió a Shanghai, la madre rogó a Yutsing que lo
acompañara, como si el débil hijo pudiera proteger a su gigantesco padre. Yutsing fue
de buena gana, no para luchar en las barricadas, pues ya no era soldado, sino para
verlo todo personalmente y formar un juicio sobre lo que allí sucedía.
La ciudad se hallaba en guerra, pero esto no era nada nuevo, y la vida seguía
como si nada pudiese perturbar su desvergonzada confianza en sí misma. Los clubs
nocturnos estaban abiertos; se bailaba, se bebía y se apostaba tan alegremente como
antes. Los burdeles y los fumaderos de opio hacían más negocio que en tiempos
normales, pues el número de los que deseaban apaciguar sus nervios excitados
aumentaba cada día. Los oídos se acostumbraban al tronar de los cañones, que el
ruido de la ciudad amortiguaba a veces. Yutsing recordó un párrafo de la Biblia, libro
que hacía mucho tiempo que había olvidado. En cada dormitorio del hotel en que se
hospedaban él y su padre había una Biblia en inglés, cosa bastante extraña en aquella
viciosa ciudad. Al principio tuvo dificultad al leer, pero luego lo hacía sonriendo. Los
versos que había aprendido de memoria siendo niño acudían automáticamente a su
memoria de estudiante. Shanghai era como Sodoma y Gomorra. De noche llovía
sobre la ciudad pez y azufre, y las calles se oscurecían para protegerse de los
bombardeos aéreos. En Chapei se disparaba desde las ventanas de las casas. Los
chinos se atrincheraron e hicieron frente a la muerte con una indiferencia
incomprensible para un extranjero, pero no para Yutsing.
«Más vale un perro en la paz que un hombre en la guerra», decían los coolies y
los niños que salían en las pausas del tiroteo para apoderarse de todo lo que podían
encontrar en las calles: cartuchos descargados y otros residuos de la batalla.
Una tarde de invierno, cuando brillaba un sol radiante y se había acordado una
tregua, Yutsing fue en coche a Chapei. Tenía un pasaporte, pues el nombre de su
padre abría todas las puertas. Cruzó un puente sobre el Shoochow Creek, y cuando se
disponía a bajar del coche para seguir a pie por entre las barricadas abandonadas, una
terrible explosión lo arrojó al suelo. Los japoneses habían cambiado de opinión en
cuanto a la tregua acordada, y arrojaron una bomba que destruyó un depósito de
mercancías. Al levantarse y notar que estaba ileso, Yutsing corrió instintivamente
hacia el lugar de la explosión, sin pensar en las posibles consecuencias. La callejuela
que siguió estaba completamente abandonada, lo mismo que todo el distrito, donde
sólo se disparaba aisladamente desde las ventanas. Encontró a un nombre que sacaba
a los heridos de las ruinas del depósito y los ponía en fila en medio de la calle.
Llevaba una sucia bata blanca, y su rostro estaba ennegrecido por el humo y el polvo.
—La ambulancia está allí —dijo rápidamente—. ¿Puede ayudarme? Los
camilleros han huido.
Yutsing lo siguió sobre los escombros que comenzaban a crujir y a arder. Juntos
sacaron a otro hombre, que murió en cuanto lo pusieron en el suelo. El movimiento
del médico al inclinarse sobre el muerto hizo que Yutsing lo recordara vagamente.

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—¿Es usted el doctor Lee? —preguntó vacilando.
El médico levantó un instante su rostro ennegrecido.
—¿Nos hemos encontrado alguna vez? —preguntó.
Yutsing asintió con la cabeza. Luego le ayudó a transportar a los heridos a la
ambulancia, que esperaba en un garaje vacío.
La bomba había arrancado de cuajo una pierna a uno de los heridos, el cual la
sostenía en sus manos temblorosas y suplicaba quejumbrosamente que se la cosieran
de nuevo.
—Si mueres te la coseré, pero si vives podrás ganar más dinero con una sola
pierna —le dijo el doctor Lee para consolarle.
Yutsing jamás había oído nada más sensato de boca de un extranjero. El herido no
temía la muerte, pero le horrorizaba entrar mutilado en el otro mundo; sin embargo,
sabía que un inválido es solicitado por todos los gremios de mendigos y puede contar
con una ganancia regular. Las palabras del doctor indujeron a Yutsing a acompañarle
en sus expediciones a los barrios peligrosos que rodeaban la Estación del Norte. A
pesar de la hostilidad racial, nació una amistad rápida y taciturna entre aquellos dos
hombres que habían perdido a sus esposas. Como resultado de ello, Yutsing fue el
otoño siguiente a América para estudiar Medicina.
Había odiado, temido y combatido al Occidente. Lo despreciaba por su barbarie,
y, sin embargo, admiraba sus éxitos. Las recientes luchas lo convencieron de que
China tenía que adoptar los métodos occidentales de una manera absoluta si quería
sobrevivir a un siglo que era diferente a los cuarenta siglos de su existencia. Fue a
América porque el Occidente podía darle el conocimiento y las armas que necesitaba.
En América observó que el pueblo, aunque vivía en un país capitalista, poseía
todo lo que Rusia deseaba y soñaba. Durante toda una generación no hubo ninguna
guerra, ni dentro del país ni en sus fronteras. No existían ni el hambre ni los
mendigos. Había sequías e inundaciones, pues la Naturaleza no obedece a ninguna
ley, pero en cuanto se presentaba alguna necesidad se encontraba alguien dispuesto a
ayudar. Casi siempre reinaba la libertad y la justicia, y si se descubría alguna
injusticia o corrupción el pueblo se indignaba. Todos podían decir lo que pensaban, y
no se ejecutaba a nadie que no hubiese cometido un asesinato. Casi todos sabían leer
y escribir; había escuelas, hospitales y defensores gratuitos para los pobres acusados
de algún delito. La Policía no pegaba con varas, sino que sonreía y ayudaba a cruzar
la calle a los niños o a los ancianos. Había pobres, pero en China y Rusia se los
hubiera llamado ricos. Todos esperaban que los ricos dieran una buena parte de sus
riquezas a los pobres y no lo guardaran todo para ellos. En lugar de que los pobres
pagaran las contribuciones y los ricos las cobrasen, los pobres pagaban poco y sólo a
los ricos les cobraban los impuestos elevados. Y aunque hubiera mucha gente
adinerada, el contraste entre la vida de los ricos y la de los pobres disminuía
constantemente, pues los estómagos de los ricos sólo pueden hartarse y sus cuerpos
vestirse con buenas ropas. Un tejado donde guarecerse, una cama para dormir y

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comida para su mujer y sus hijos: éstas son las necesidades del hombre. La pobreza
sólo comienza cuando estas necesidades no son satisfechas. Todo lo demás es
solamente lujo, o por lo menos, así lo pensaba Yutsing.
Vivir en un país que tenía una sola ley para ricos y pobres, una ley que era la
misma en todas sus provincias, era algo nuevo para él. Las carreteras eran seguras; no
se veía ningún soldado; las mujeres podían mezclarse libremente con los hombres sin
riesgo alguno, y se trataba a los ancianos con cortesía. Aunque Yutsing había asistido
a una escuela dirigida por hombres blancos, siempre creyó que sólo los chinos
conocían y practicaban el amor a los niños, la cortesía en las relaciones sociales y la
consideración hacia los ancianos. Le sorprendía observar que los extranjeros no eran
tan bárbaros en estos puntos. Al principio se asombraba de todo lo que veía, y a
menudo pensó tristemente: «Mi patria no podrá ser nunca como este país».
Desembarcó en la costa occidental, y aunque su padre —a quien le alegraba ver
que su hijo, al que consideraba casi como un perdido, se comportaba al fin
sensatamente— le daba abundante dinero, se tomó mucho tiempo para atravesar el
país y conocerlo antes de ir al Este, a Nueva York. Se encontró con una ciudad que se
parecía mucho a Shanghai, y notó que su población era más ruidosa y estaba más
atareada y menos en armonía con el Universo que la de las aldeas y pequeñas
ciudades situadas a lo largo de las carreteras. En resumen, Yutsing se dio cuenta de
que los americanos, que poseían más de lo que se atrevían a soñar otros pueblos, no
eran tan felices como ellos. Abundaban la alegría, el ruido y la velocidad, pero no la
verdadera dicha. Ignoraban algo que sabía cualquier coolie en la China: que vivir era
ya bueno de por sí, que el hombre es solamente una de las diez mil partículas del
Universo, que el mundo es algo completo y armónico: Yin y Yang, el Cielo y la
Tierra, el Hombre y la Mujer, el Día y la Noche, la Luz y la Oscuridad, el Bien y el
Mal; y que a todos les es posible vivir en paz con el Universo.
Aunque solamente tuviera tres veces diez años, Chang Yutsing había tenido ya
muchos nombres en su vida; Lao Chang Yutsing, el honorable Pequeño Amo; John,
el cristiano; Chang Tehum, el humilde estudiante; Chang, el coolie; tovarich[69]
Chang, el comunista… Ahora era Mr. Chang, uno de los miles de estudiantes de la
Universidad de Columbia. Vivía en un pequeño hotel de Chinatown, y comía con
estudiantes chinos. Frecuentaba el club chino y el teatro americano. Disfrutaba de la
amabilidad del hombre blanco, de su sentimiento fraternal para toda criatura —que
debía al cristianismo—, pero también conocía la arrogancia del blanco con todos
aquellos cuya piel no era del mismo color que la suya. Y como Mr. Chang era chino,
la mayor parte de lo que veía y aprendía le parecía entretenido, y apuntaba en un
pequeño librito muchas observaciones irónicas y divertidas. Trabajaba intensamente y
de buena gana, y todas las cosas nuevas que aprendía desalojaban de su memoria
muchos de los antiguos horrores.
No olvidaba a Fong Yung, pero ésta fue al principio como el reflejo de una rama
de sauce sobre el agua tranquila, luego como el perfume de un campo de trébol recién

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segado al ponerse el sol, y por último como el sonido de una flauta que se aleja de
noche por el lago, hasta que al fin el oído apenas puede percibir el momento en que
desaparece por completo…
Chang se casó con una joven que también estudiaba Medicina, que era tan libre y
vigorosa como una muchacha americana, pues había nacido en Nueva York, pero que
conservaba el delicado cutis, el encanto y la flexibilidad de su raza. Se llamaba Pearl
Fong, y era hija de un comerciante de la calle Mott, en Chinatown. Obtuvieron el
título al mismo tiempo, y el doctor Chang volvió a China. Notó que su país había
progresado mucho durante los breves años de su ausencia. Se asoció al movimiento
de la Nueva Vida e hizo las paces con el Gobierno de Nanking.
En la época en que comienza nuestro relato ocupaba un puesto importante en la
Oficina Sanitaria Municipal de Shanghai.

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SEGUNDA PARTE

LA CIUDAD

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Capítulo I

Mientras el barbinegro sikh[70] detenía el tráfico en la esquina de Yates Street para


que el torrente de autos, rickshaws y peatones cruzara la Bubbling Well Road, el
doctor Chang dispuso de tiempo suficiente para comprar un diario inglés.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó Taylor, poniendo el coche nuevamente en
marcha.
El doctor Chang recorrió los titulares del diario; los gruesos cristales de sus gafas
impedían distinguir bien sus ojos.
—Nada extraordinario —repuso, y dobló nuevamente el periódico.
Frank notó con disgusto que sus manos sudorosas se adherían al volante. Su traje
blanco, mal planchado en la tintorería, tenía incómodas arrugas en las rodillas y en
los codos. Mantuvo el volante con la rodilla, sacó el pañuelo y se secó las manos.
—¡Qué ciudad tan horrible! —exclamó—. ¡Siempre está uno sucio!
El doctor Chang sonrió y asintió cortésmente.
—Parece existir una ley que impide al hombre encontrarse a gusto fuera del clima
y de la religión en que ha nacido. Yo, por ejemplo, no siento el calor en Shanghai
mientras que el de Nueva York me enloquece.
Tomó de nuevo el diario; lo desdobló, hojeó las páginas interiores y luego lo dejó
a un lado.
—No, no hay nada nuevo —dijo.
Hacía algún tiempo que en el Norte existían dificultades entre los japoneses y los
chinos, pero aquella región era muy lejana y siempre se hallaba perturbada.
—Si por lo menos en el aeródromo tuviéramos algo que beber —dijo Taylor. Le
dolía la cabeza desde la noche anterior, que había pasado en el «Club Cathay». Tenía
la boca reseca, y ansiaba beber soda con muy poco whisky. Yutsing Chang sonrió
cortés, pero distraídamente.
Habían llegado a las afueras de la ciudad, y marchaban entre campos y casas
pequeñas. Se percibía un olor a coles y a abono.
Las calles suburbanas estaban flanqueadas de casas chinas y tiendas abiertas. El
tráfico era muy escaso. Un par de veces se cruzaron con rickshaws ocupados por
apacibles ancianos chinos que habitaban en los arrabales. Luego pasaron nuevamente
ante su vista las fábricas y las plantaciones de coles.
—¿Cuánto tiempo permanecerá usted en Nanking? —preguntó Taylor sin
demostrar gran interés.
—Dos días, si consigo ver a todos los caballeros con quienes tengo que
entrevistarme —respondió el doctor Chang, que tenía su maletín entre los pies—. Se
trata del Jamboree[71] —explicó—. Es muy importante que no se cometan faltan en
su organización. Los exploradores, al regresar a sus aldeas, cuentan todo lo que han
visto, y es imprescindible que reciban la impresión de orden y disciplina que luego

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han de practicar. —Chang suspiró con una expresión sonriente. Sabía que el orden y
la disciplina eran cualidades extrañas para el chino, que prefiere vivir en un grato
desorden y con libertad. El dinero invertido en las reuniones de los exploradores se
perdía en la forma habitual. No obstante, en muchas paredes se habían pegado
carteles en los que se veía a un joven explorador agitando un estandarte sobre un
limpio campamento.
Y por doquier se leía:
«Inteligencia», «Valor», «Amabilidad».
Taylor lo escuchaba distraído.
—Supongo que mi novia se encontrará aquí cuando comience la reunión —dijo
sonriendo—. He recibido un telegrama. Quizá nos casemos antes de su Jamboree.
El doctor Chang se quitó las gafas con un ademán de respetuoso asombro, como
si en vez de ellas hubiera debido quitarse el sombrero.
—¿Y eso me lo dice usted ahora? —preguntó.
Taylor le dio un golpecito en el hombro.
—¿Quién me enseño que es una falta de educación hablar inmediatamente de los
asuntos particulares, como hacemos nosotros los americanos? —dijo.
Chang se echó a reír. Aún seguía riendo cuando cruzaron un riachuelo en el que
flotaban varias casas botes y siguieron una calle que conducía al aeródromo de
Lunghua.
Chang cogió la pequeña maleta que tenía entre las piernas y con gran
prosopopeya le dio a Taylor las gracias por el viaje.
—No hay de qué —dijo éste—. Estoy satisfecho de haberlo traído, pues tengo
algo que hacer en estos parajes dejados de la mano de Dios.
Le alargó la mano, que el chino estrechó vacilando, como si se tratase de un trapo
húmedo o de algo igualmente repugnante. No, no podía habituarse a aquella
costumbre extranjera.
Un mozo chino de uniforme blanco cogió su maleta.
El avión, que brillaba bajo la pálida luz del sol, aguardaba en el aeródromo.
Frank agitó por última vez la mano antes de dar la vuelta, sin que el chino se
percatara de ello, pues estaba muy ocupado con su maleta negra.
Escuálido y encorvado, pronto desapareció en el edificio, el cual daba la
impresión de haber sido construido provisionalmente.
Frank no podía asegurar si aquel hombre le agradaba o no.
«Decente, pero aburrido», pensaba con frecuencia.
Los únicos chinos con quienes alternaba eran los Chang, sin duda porque Chang y
su Oficina Sanitaria constituían su principal clientela.
El chino tenía afición por los folletos sanitarios y por los carteles ilustrados, de
mucha utilidad para una población que no entendía nada de higiene y que ni siquiera
sabía leer.
El gerente aconsejó a su joven ayudante que dejase a un lado su orgullo y no

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descuidase a la clientela china. La separación entre las razas blanca y amarilla estaba
ya pasada de moda, y sólo la mantenían unas pocas casas inglesas, con gran merma
de sus ventas.
Taylor había cultivado la amistad del doctor Chang y cooperado con él, y los
grandes pedidos que había conseguido eran una de las causas principales de su
ascenso y del aumento de sueldo. En cierto modo, debía agradecer a los carteles del
doctor Chang su casamiento con Ruth Anderson.
«En realidad es un tipo simpático… a pesar de ser chino», concluyó Frank
después de meditar un instante.
Detuvo el coche al llegar al puente y se apeó para contemplar los alrededores de
la pagoda, erigida entre una multitud de casas ruinosas.
Inmediatamente lo rodeó un grupo de chinos curiosos, con una expresión
indefinible en sus rostros soñolientos, que lo contemplaban desvergonzadamente con
la boca abierta. Un olor espantoso trascendía de ellos.
Taylor volvió a subir rápidamente al coche, se secó las manos y reemprendió la
marcha.
Por todas partes se veían tiendas miserables; cocinas ambulantes con enormes
ollas, de las que emanaba un vaho caliente y desagradable, y locales donde estaban
sentados los escribas y los augures. Por doquier había niños raquíticos y harapientos.
Taylor nunca visitaba la vecina pagoda de Lunghua aunque llevaba más de dos
años en Shanghai y había ido repetidas veces al aeródromo. Obligado a ir por asuntos
de negocios, bajó del coche y miró alrededor con curiosidad.
Todo estaba lleno de barro y era típicamente chino.
Colocó bajo el brazo el trípode de su cámara fotográfica, se puso la correa del
estuche alrededor del cuello, guardó un par de rollos en el bolsillo de la chaqueta y
trató de abrirse paso a través de la multitud.
Un joven delgado, vestido con la larga túnica de los estudiantes, se ofreció en mal
inglés a cuidarle el coche, que había dejado frente al pórtico del templo.
—Tshih[72]! —gritó Taylor a los imbéciles y gandules que le impedían el paso.
—Scram! —le contestó uno de ellos en la más pura jerga americana.
En el pórtico del templo, dos soldados llevaban a sus caballos de la brida, como si
se encontraran en el patio de un cuartel.
También allí se veían tenduchas en las que una inquieta multitud tosía y escupía
incesantemente.
Wang-Wen, el ayudante, que lo había citado en la pagoda, parecía no haber
llegado aún. Frank maldijo a media voz la falta de puntualidad y la suciedad de los
chinos.
Atravesó el primer templo, casi vacío, pero muy sucio, en el cual ardían un par de
varillas de incienso ante la diosa de la Clemencia.
Algunos de los chinos que estaban rezando le miraron de reojo y sonrieron con
desprecio, y a Frank le pareció que la vista de un extranjero sudoroso y

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malhumorado, con cámara fotográfica, trípode y películas, era denigrante para el
prestigio de la raza blanca.
A su lado apareció un diminuto anciano, que, con la facilidad de muchos
orientales, adivinó sus pensamientos, y en un inglés que sonaba a chino se le ofreció
como mozo de cuerda por pocos céntimos. Taylor, como hombre experimentado,
discutió un poco y consiguió rebajar a la mitad el precio del servicio. Aliviado,
prosiguió su camino, seguido por el chino a una respetuosa distancia.
El grupo de curiosos que le seguía iba en aumento. Frank deambuló a través de
los sucios patios del templo, y el humo del incienso agravó su dolor de cabeza. Tosió
y tuvo la intención de escupir en el suelo como los desaseados chinos, pero se lo
impidió su innato respeto por lo sagrado, cualquiera que fuese su índole.
Por fin encontró un lugar desde el cual la pagoda se recortaba contra el cielo. Era
un pequeño jardín, por el que paseaban dos sacerdotes con ropas de anchas mangas.
—¿Puedo sentarme aquí? —le preguntó a uno de ellos. Aun cuando,
evidentemente, el hombre no entendía el inglés, señaló cortésmente un banco
semicircular de piedra.
Taylor se sentó suspirando. Tomó el trípode y la cámara fotográfica y envió al
pequeño anciano hasta la puerta del templo para que le avisase si llegaba Wang-Wen.
Los sacerdotes abandonaron el jardín sin mirar a Frank. Aun cuando no había
sombra, llegaba cierta frescura de una pequeña alberca situada en el centro del jardín
y en la que crecían los lotos. Taylor se inclinó sobre el agua y se lavó las manos,
secándoselas luego en el pañuelo, ya bastante sucio.
El primer día que pasó en Shanghai, una bailarina coreana le contagió una
enfermedad venérea poco grave, de la que curó en cuatro semanas, pero desde
entonces sentía la nerviosa sensación de tener constantemente las manos sucias.
Cuando se sentó nuevamente en el banco de piedra se sintió algo mejor, lo que le
permitió pensar en Ruth.
Sacó de su bolsillo el estrujado telegrama y lo volvió a leer:

Embarco pasado mañana en el Kobe Maru. Demás barcos llenos.


Llegaré el 9 de agosto.
Te amo más que nunca
Ruth.

«Ya era hora —pensó Frank—. Esta ciudad corrompe a los que vienen a vivir en
ella. No existía otra alternativa: emborracharse con otros jóvenes solteros en el club y
en las excursiones nocturnas a la Foochow Road, acompañados de las bailarinas y las
prostitutas de más baja estofa, o bien sufrir el insoportable aburrimiento de la
respetable sociedad americana: jugar al bridge con comerciantes de edad y dar
palmaditas en la espalda y apretones de mano».

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Todo le pareció fresco y limpio al pensar en Ruth. Incluso se le pasó el dolor de
cabeza. Respiró hondamente, y trató de recordar su rostro y su figura. Pero todo lo
que acudió a su mente al cerrar los ojos fueron innumerables estandartes en las calles,
banderas y signos chinos abatidos por el calor. Abrió los ojos y contempló la pagoda,
que resaltaba como una masa gris contra el cielo nublado. De pronto notó un
movimiento musitado. Oyó la risa y la charla estridente de muchos chinos, y vio que
los niños y los ancianos corrían al otro lado del muro que separaba el jardín del patio.
Cada vez pasaba la gente en mayor número, riendo y gritando.
«A lo mejor han declarado la guerra», pensó Taylor.
El gerente de la sucursal en Shanghai de la «Eos Film and Photo Company»,
Barley Scott, conocido por B. S., aseguraba que la situación no se arreglaría tan
fácilmente como en 1932.
Al llegar al primer patio pudo darse cuenta de que aún no conocía la mentalidad
china, porque el motivo de aquel tumulto no era por cierto una declaración de guerra,
sino una mujer blanca alrededor de la cual se apretujaba una muchedumbre siempre
creciente. El anciano que había atendido a Frank se encontraba también allí, riendo
con su boca desdentada. La multitud aumentaba por instantes. Frank miró en torno
suyo. Wang-Wen no había llegado aún. De pronto, le enfureció el hedor de aquella
turba.
—Tshih! —gritó, tratando de abrirse paso. Pero sólo empleando los puños logró
su propósito. El grupo central, formado por ciegos, leprosos y mendigos, estaba como
poseso, y ni siquiera notó sus golpes. Gritaban y bailaban alrededor de aquella mujer,
mostrando sus muñones, exhibiendo sus llagas y tirándole del vestido, mientras las
moscas trazaban círculos en torno a los ojos de los ciegos y a los rostros sin nariz de
los leprosos.
Frank contempló con indecible repugnancia los ojos sin vida que se mantenían
abiertos gracias a unas pequeñas varillas de bambú. El asco que le produjo aquel
espectáculo restó fuerzas a sus puños. El anciano le seguía, dándose la misma
importancia que si fuera el hombre de confianza de un gran señor. Tras grandes gritos
y no pocas maldiciones consiguió Taylor que aquellos hombres se apartaran, riendo,
de la mujer. Una vieja sin nariz hasta se permitió un chiste que fue festejado con
grandes risotadas por los que se hallaban más cerca.
Por fin, Frank quedó solo con la mujer en medio del patio.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó jadeando.
—Perfectamente. Gracias, Sir Galahad —dijo la dama—. Fue muy interesante…,
menos el olor.
Taylor se ajustó la corbata, se arregló la camisa y la miró. Le pareció tan blanca e
inmaculada como la propaganda de un jabón. Llevaba un gran panamá de anchas
alas, guantes blancos de batista y sandalias del mismo color. No usaba medias. Las
uñas de los dedos de sus pies, pintadas de rojo oscuro de acuerdo con la moda, tenían
un aspecto alegre e insolente. El cinturón se ajustaba maravillosamente a su estrecha

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cintura, perfilando unas caderas largas y esbeltas.
Por debajo de su sombrero surgía un mechón de cabellos de un color rojo oscuro
poco común. Al cabo de un rato, Frank comprendió qué era lo extraño en ella: aunque
tuviera el cabello rojo, su piel parecía tostada por el sol y no tenía pecas.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó, mientras observaba inconscientemente todos
aquellos detalles.
—No lo sé. Le di un poco de dinero a una simpática anciana sifilítica, y todos
parecieron volverse locos —repuso riendo. Sin duda alguna, el incidente le había
divertido más que asustado.
—¿Cuánto dinero? —preguntó nuevamente Taylor, disgustado ante aquella
femenina falta de sentido común.
—No conozco bien el dinero de Shanghai. Uno de esos sucios papeluchos —
explicó alegremente.
—¡Un dólar! —exclamó Taylor indignado—. ¡Esa gente la hubiera asesinado!
¡Nunca han visto tanto dinero junto!
Ella cerró inmediatamente la cartera blanca que hasta aquel momento había
tenido abierta.
—Entonces debe de haber sido una gran fiesta para ellos —dijo con acento alegre
—. Mi esposo me dio veinticinco dólares y no me queda nada.
Se acercaban lentamente al primer pórtico del templo. El patio estaba ya casi
desierto. Sin duda, los mendigos aprovecharon aquel inaudito botín para comprar
opio o arroz.
—Esos canallas se emborracharán con opio hasta morir —dijo Taylor.
—¡Muy bien! —exclamó ella—. ¡Yo temía que con eso compraran un ataúd para
sus abuelos o se volvieran respetables!
—Su marido no debió haberla dejado sola, señora Russell —continuó Frank—.
Uno no sabe a qué atenerse con estos chinos.
—¿Me conoce usted? —preguntó; y sin esperar respuesta añadió en tono más
bajo—: Mi marido no debería hacer muchas cosas.
Frank Taylor conocía a Helen por los diarios. A su llegada, dos días antes,
aparecieron bastantes reportes y fotografías:

Un millonario inglés llega a la China. El honorable Robert Russell,


hermano de Lord Inglewood, con su hermosa mujer, se aloja en el «Shanghai
Hotel».

También la vio en dos ocasiones en el vestíbulo del «Shanghai Hotel» cuando


tomaba un cóctel.
Sobre los recién llegados circulaba una enorme variedad de chismes. Se decía que
los atavíos de la honorable señora Russell eran muy extravagantes.
Al recordarlo, Taylor contempló su vestido blanco, impecablemente sencillo.

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—En Shanghai todos se conocen —le dijo—. Soy Frank Taylor, el hombre a
quien puede usted comprar sus películas «Eos» bajo las columnatas, y el mismo que
se las revelará.
Ella lo miró pensativamente. Su mirada no pasó más allá de su frente.
—Yo opino que el nombre de Sir Galahad la cuadra mucho más —dijo
distraídamente.
Wang-Wen, con su arrugado traje blanco, sus botas negras, sus gafas y su
sombrero de fieltro, apareció en aquel instante.
Frank le hizo una seña con un ademán que tanto podía ser de enojo como de
alivio.
—Ahí está por fin mi ayudante —dijo—. Señora Russell, permítame que le
presente a Wang.
Éste se inclinó profundamente ante ella.
—Es para mí un extraordinario honor —dijo, pues había aprendido inglés y
conocía los buenos modales. Tras él se hallaba Pedro, el aprendiz, que se vestía con
los trajes viejos de Frank y que en aquel momento sostenía tambaleándose un paquete
que contenía todos los bienes de Wang y dos paraguas de papel parafinado que
apretaba bajo el brazo. Wang se consideraba demasiado distinguido para llevar él
mismo sus cosas.
—Usted puede explicarle mejor a la señora cuanto hay aquí —dijo Taylor—. Yo
no conozco bien estos condenados templos.
—Nada más que ídolos y superstición —dijo Wang con cierto desprecio—. Hay
gente vieja y tonta que todavía cree en estas cosas —añadió, y escupió sobre las
baldosas del templo.
—Debemos empezar enseguida, antes de que oscurezca —dijo Frank, tratando de
contener en vano su impaciencia.
Hubiera querido reñir con Wang-Wen, pero pensó que aquello avergonzaría al
chino. La enorme cantidad de reproches y disgustos que tenía que soportar un hombre
blanco en aquel país quebrantaba necesariamente la salud.
Frank se restregó disimuladamente las manos, mientras Pedro cogía la cámara y
el trípode. Wang se ofendió.
Helen Russell contemplaba a Taylor como si presenciara un espectáculo
divertido. Al notarlo, él se sintió abochornado y alzó los hombros, a los que se había
adherido la camisa.
—Desearía hacer aquí un par de fotografías —dijo nerviosamente para distraer la
atención de Helen—. Tengo una idea… La antigua pagoda y sobre ella un aeroplano.
O tal vez una vista del aeródromo desde aquí… ¿No? La vieja y la nueva China en
una sola fotografía… ¿No le parece bien? Haremos un folleto para distribuir en las
habitaciones de todos los hoteles de Shanghai, invitando a los turistas a visitar nuestra
tienda. ¿No cree usted que será una buena propaganda? Cada año llegan miles de
extranjeros a Shanghai, y si cada uno recibe enseguida nuestro folleto…

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Frank, algo excitado, divagaba con optimismo. Se sentía sumamente orgulloso de
que se le hubiera ocurrido una idea tan original como la del folleto.
—¿Es usted americano? —le preguntó ella de pronto.
—¿Cómo? Claro que soy americano —contestó Frank.
—Sin embargo, no lo parece —observó Helen.
—Pero lo soy. Es decir, he nacido en Hawai, pero eso no tiene importancia.
Siendo todavía muy pequeño me trasladé a América con mis padres, que eran
americanos.
—Vea usted qué buena vista tengo. ¡Hawai! ¡Eso es mucho mejor! Teníamos el
propósito de pasar allí tres días, y permanecimos dos meses. Sí, usted armoniza más
con Hawai.
Mientras tanto, Wang-Wen sostenía una conversación en voz baja con un
sacerdote calvo que llevaba velas e incensarios.
Helen contempló la estatua de Buda.
—Es horrible —dijo—. En el Japón hemos visto budas mucho más hermosos.
¿Por qué los hacen aquí tan baratos, como si fueran muñecos de feria?
—Por lo visto, los buenos budas han sido vendidos o empeñados —dijo Frank.
Helen le dirigió una rápida mirada.
—El sacerdote dice que por un dólar interrogará a las Varillas del Destino —
anunció Wang.
—¡Las Varillas del Destino! —repitió Helen, como si recordase algo—. Esto era
la China que había imaginado después de leer las novelas de detectives. Vamos a
interrogar a las Varillas del Destino, Sir Galahad, y luego describiré el acontecimiento
en mi Diario.
—Cincuenta centavos —dijo Frank a Wang-Wen.
—¡Vaya, Sir Galahad! Tratándose del destino, no se discute por medio dólar.
—En China debe regatearse —respondió Frank—. Si no lo hiciera privaría a ese
hombre de la mitad de su placer.
El sacerdote y Wang se enzarzaron en una animada discusión, mientras el número
de los presentes aumentaba con la llegada de dos señoras que vestían largos vestidos
de seda, una anciana de diminutos pies y adusta expresión, y, finalmente, una joven
con una toca blanca que llevaba ofrendas en dinero.
Con una profunda reverencia, el sacerdote y Wang se pusieron finalmente de
acuerdo. Frank colocó dos monedas de plata entre las cenizas de un incensario.
Helen contemplaba al sacerdote, que se acercó con un recipiente al parecer de
cocina. Luego movió distraídamente un par de varillas de bambú, y a continuación
pasó varias páginas de un enorme libro con sus largos y sucios dedos. Después dejó
de rezar en voz baja, se restregó la nariz con la manga de su hábito e inició
nuevamente un rezo, hasta que por fin comunicó a Wang lo leído en el libro.
Wang pareció sorprenderse por un instante, pero inmediatamente se dirigió a
Frank y sonriendo cortésmente le dijo:

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—Buen presagio. La señora tendrá muchos hijos, y el señor Taylor será muy rico
en lo futuro.
Helen hizo una mueca.
—Mi deseo de tener hijos no es tan incontenible como esos dos respetables
señores parecen pensar —dijo sonriendo. Wang, que no había comprendido una sola
palabra, optó por inclinarse agradecido.
Frank quedó pensativo.
—Hay algo más —dijo—. Wang-Wen no quiere decirnos nada que sea
desagradable.
Helen no pudo contenerse y se echó a reír.
—Es usted supersticioso como un pagano —dijo.
Frank se ruborizó, pero cuando llegó al primer patio se rió también.
—Oiga —dijo ella de pronto deteniéndose—, ¿cómo me dijo que se llamaba?
¿Taylor? ¿Frank? ¿Frank Taylor? ¿De Hawai? ¡Oh, entonces le conozco a usted!
Lester Ingram me encargó que le saludara de su parte. Lester es pariente suyo,
¿verdad? Me aseguró que usted me acompañaría a bailar si llegase a aburrirme entre
la alta sociedad, lo cual no tardará mucho en suceder. Puedo asegurárselo desde
ahora. ¿Verdad que es agradable que nos hayamos encontrado así, por casualidad?
—Muy agradable —repuso Frank perplejo—. Sí, muy agradable. ¿Cómo le va a
mi…? ¿Cómo está Lester?
Sus ideas se confundían y se sentía incómodo. Sus manos debían de estar otra vez
húmedas y sucias.
—Aunque bailo de un modo deplorable, estoy a su disposición. —Se detuvo un
instante para tomar aliento y continuó—: No vacile en recurrir a mí siempre que lo
necesite… No podría proporcionarme mayor placer… Llámeme… Aquí tiene mi
tarjeta… De día y de noche.
—Usted es precisamente lo que me hacía falta en Shanghai —dijo Helen
sinceramente. Guardó la tarjeta en su cartera, de la que trascendió un fresco y fugaz
perfume de espliego, y añadió—: Ya lo llamaré. ¡Gracias! Ahora he de volver al
hotel. Ha sido una suerte encontrarnos. Hasta pronto.
Uno de los lujosos automóviles de alquiler que el «Shanghai Hotel» ponía a
disposición de sus clientes a precios exorbitantes la esperaba fuera. Un grupo bastante
numeroso se detuvo para verla partir. Wang la saludó con una de sus elegantes
reverencias; Pedro hizo una señal de despedida con la cámara, el trípode y el paquete,
y el viejo chino extendió una mano esperando una propina.
Mientras ponía el coche en marcha, el chófer chino hizo algunas observaciones
sobre tres generaciones de antepasados del anciano, y el grupo, desilusionado, se
disolvió enseguida. La última imagen que quedó grabada en la mente de Frank, era la
de las uñas rojas del pie de Helen, aprisionado dentro de sus sandalias blancas,
cuando subía al coche.
«Son bonitas —pensó—. Tendré que comprarme un nuevo smoking blanco».

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El dolor de cabeza se le había pasado. Le parecía como si le hubiesen frotado
todo el cuerpo con un cepillo de cerdas duras mojado en agua fría. Movió los
hombros de un lado a otro. No, la camisa no estaba pegada a su piel, aspiró
hondamente el aire.
—Ahora, a trabajar —dijo, dirigiéndose a Wang-Wen y al joven Pedro.
Cuando llegaron al jardín, desde el cual Frank deseaba hacer una fotografía, el sol
había desaparecido entre las nubes. Su luz era débil y amarilla, y bien pronto
comenzaron a caer gruesas gotas de agua.
—Hoy no se puede hacer nada —dijo—. Debemos dejarlo para otro día.
El tono de su voz no denotaba disgusto ni impaciencia. Wang asintió. Todos los
extranjeros parecían primero trastornados por la prisa, pero poco a poco se volvían
más sensatos y se comportaban no como bárbaros sino como personas cultas.
Mientras esperaban un ómnibus, Wang y Pedro abrieron sus respectivos paraguas.
Frank Taylor se marchó en su automóvil, como correspondía a un hombre blanco.
Durante el viaje de regreso no pensó en Ruth ni una sola vez. Sus pensamientos
estuvieron íntegramente dedicados a la honorable Helen Russell.

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Capítulo II
Eran las tres de la madrugada. El coolie Yen había dormido entre las varas del
rickshaw después de una mala jornada.
En las primeras horas de la madrugada anterior había conducido a una muchacha
ebria desde el hotel hasta su domicilio de Nantao. La carga era sumamente pesada, ya
que el amah, en cuyo regazo iba recostada la muchacha, era muy gruesa. Yen sudó
mucho antes de llegar con ambas mujeres. Tras una larga discusión con el amah, le
pagaron veinticinco monedas de cobre. Compró té y una escudilla de arroz, y le
quedaron veinte monedas, con las cuales no cubría el alquiler diario del rickshaw.
Vagó de un lado a otro tratando de encontrar algún cliente. Pasó junto al hotel de
los extranjeros, y tuvo que entregar nueve monedas al portero, hijo y nieto de
rameras. Cuando llegó la tarde comenzó a dar vueltas en torno al gran restaurante
chino, en el barrio de los extranjeros, pero los coolies, que querían tener la exclusiva
de la clientela, le echaron de allí. Durante la noche permaneció al acecho frente a la
Foochow Road, y enumeró en voz alta los paraísos a los que podía conducir a los
extranjeros, que continuaban paseando lentamente, solos o en grupos de dos:
—¡Hermosas jóvenes, buenas para la cama! ¡Preciosas doncellas de Cantón!
¡Hermosos muchachos, aptos para la cama!
Pero cada vez que solicitaban algún rickshaw era atropellado por otros coolies. Él
sabía muy bien por qué se encontraba débil. Habían pasado tres días desde aquél en
que fumó la última pipa del Gran Humo, y todo su ser no era más que debilidad y
dolor, que se unían a una ansia loca de opio.
Escondido en un laberinto de callejuelas, tan estrechas que ningún automóvil
podía llegar hasta su puerta, y anunciado con un rojo letrero luminoso, se hallaba el
«Peony Club». Era un lugar excelente para albergar en el amanecer a las cansadas
bailarinas o a sus clientes, a los marineros y a los vendedores chinos. No pasaba
ninguna noche sin que visitara el club algún adinerado extranjero que, sin detenerse a
considerarlo, abonara hasta medio dólar por el viaje. Antes de que el sueño lo
venciera, Yen daba vueltas a su imaginación pensando lo que haría si pudiera ganar
medio dólar. Debía cuarenta centavos de alquiler por el rickshaw, y aún le quedaban
once centavos ahorrados. Movía los dedos y los labios mientras calculaba
mentalmente.
Veinte centavos le costaba el Humo, que le era ya más necesario que la bebida o
la comida. Aún le debía siete centavos a su amigo Kwe Kuei por la última pipa.
Se durmió profundamente en medio de estos cálculos, que se negaban a salirle
bien aun contando con el maravilloso ingreso de medio dólar. Sobre los techos
irregulares de las casas, el cielo fue adquiriendo un tinte verdoso.
Dos enormes ratas saltaron sobre los pies de Yen, y poco después se le acercó un
gato flaco y vagabundo. Tres rickshaw-coolies se entretenían jugando a los dados a la
luz de las linternas, mientras otros tres dormían. Los letreros luminosos y las linternas

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rojas de la callejuela se iban debilitando a medida que el crepúsculo se extendía por la
ciudad. Podía escucharse todavía la música incesante e infatigable.
Al sentir la presión de un pie calzado con una bota negra y reluciente, Yen
despertó. Instintivamente asió ambas varas. Inmediatamente comenzaron los
apretujones y el griterío, pero el deseo del opio, en vez de debilitarlo, le dio fuerzas y
de un certero puñetazo apartó al coolie que se hallaba más cerca.
—Nuevos homicidios y asesinatos —dijo riendo Helen Russell dirigiéndose a su
esposo, a quien la embriaguez hacía andar rígidamente, dando la impresión de que iba
a caerse hacia delante.
—¿Y el automóvil? —preguntó haciendo un esfuerzo.
—Lo he mandado al hotel —dijo Helen amablemente—. El rickshaw es más
divertido. El aire fresco nos hará bien, después de la atmósfera pesada del interior.
—¿Y el automóvil? —repitió Bobby obstinadamente, tratando en vano de
encender un cigarrillo. Los fósforos y el cigarro cayeron al suelo húmedo y fangoso,
y todos los muchachos que se encontraban cerca se arrojaron inmediatamente sobre
ellos.
Helen cogió la caja de cigarrillos antes de que se le cayera, encendió uno y se lo
puso entre los labios.
—¿Y el automóvil? —volvió a decir él con acento quejumbroso.
—Podemos ir en el rickshaw hasta la próxima esquina, y allí tomaremos un coche
—agregó Helen, mientras le ayudaba a subir al rickshaw.
Los coolies recibieron al extranjero ebrio con grandiosas risotadas y gritos, pero
también con una delicadeza extraordinaria.
Él rió con displicencia y se durmió antes de que el vehículo se pusiera en marcha.
Helen subió al rickshaw de Yen.
Éste, de pie y medio dormido aún, contempló a la mujer con la boca abierta.
—«Shanghai Hotel», Nanking Road, chopchop —dijo Helen, que había
aprendido rápidamente un poco de pidgin.
—Savvy, savvy —aseguró Yen con decisión, aunque no había entendido nada.
Luego sonrió con benevolencia y emprendió la marcha.
Pronto comenzó a sudar. El aire parecía vapor de agua, aun a aquellas horas de la
noche en que todo estaba en calma.
Yen se detuvo, se quitó la chaqueta, la arrolló y la puso bajo los pies de la señora.
—Muy amable —dijo Helen, mientras trataba de evitar cualquier contacto con los
sucios harapos. El coolie que conducía a su marido había doblado ya la esquina con
un trote seguro. Helen se fue quedando atrás.
—Rápido, chopchop —dijo.
Yen, que por el tono de su voz comprendió que no hablaba muy en serio, se
volvió y sonrió sin cambiar el paso. Un crepúsculo gris se fue extendiendo por las
calles. Helen se apoyó en el respaldo y respiró hondamente. Sólo se veían unos
cuantos chinos. A su lado pasó uno de los ridículos taxis dorados de Shanghai, que le

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pareció muy ruidoso en medio de aquel silencio.
Después de seguir distintas calles sin distinguir a Bobbie, Helen le preguntó a Yen
con inquietud:
—¿«Shanghai Hotel», savvy?
—Savvy, savvy —respondió el coolie con la tranquilizadora sonrisa de una
paciente niñera.
Helen comenzó a preocuparse, no por sí misma, sino por Bobbie. Se sobresaltó al
oír una fuerte imprecación en chino. Pero sólo se trataba de un rickshaw-coolie que
pasaba llevando a dos cansadas y pintadas muchachas de un nocturno.
Escuchó un largo y quejumbroso grito que partía del interior de una casa. Luego
se hizo el silencio, que fue roto por un nuevo grito seguido de un agudo chasquido
que tanto podía ser el de un látigo como el de un tiro.
«Ésta sería una magnífica ocasión para Sir Galahad», pensó Helen.
Tan claramente le pareció verlo ante sí que se admiró de que no surgiera de
alguna de las bocacalles. Bostezó y sonrió, disculpándose a sí misma por sus
pensamientos. Durante aquella noche pensaba repetidas veces en Frank Taylor.
Sir Henry Kingsdale Smith, del Consulado inglés, había dado una fiesta a la que
asistió la buena sociedad. La reunión le resultó a Helen muy aburrida. Vio collares de
perlas, oyó chismes sobre gente que no había conocido nunca, datos para las carreras
de caballos y conversaciones sobre polo, y notó que, sobre todo, abundaban la
arrogancia y el aburrimiento. Era una diminuta isla inglesa, aislada e inaccesible en
medio de la China, bajo el continuo susurro de los ventiladores eléctricos. Se vio
obligada a escuchar continuamente cosas como éstas:
«¿Le gusta Shanghai, querida? Si va usted a Hong Kong debe visitar a Lady
Scarborough. Es una persona muy original. La pobre colecciona anillos de jade. ¿Qué
otra cosa podría hacer? Sir Scarborough enfermó de malaria en la India, y ya sabe lo
que vale un esposo con malaria…».
«Conde Bodianszky, venga usted. Quiero presentarle a la señora Russell. El
conde Bodianszky es nuestro enfant terrible. No le haga caso cuando empiece a
contarle cosas de Saigón».
Helen bostezó al recordar todo aquello.
Se volvió de pronto. No, Frank Taylor no iba detrás.
«¡Qué cansada estoy!», pensó. No había sido tan fácil hacer que Bobby se
mantuviese sereno durante la elegante reunión inglesa, pero lo había logrado, si bien
en el «Peony Club» se desquitó con creces.
Cuando consiguió apartar de su mente la sombra discreta, pero agradable de
Frank Taylor, y volvió a pensar en su marido, Helen se intranquilizó. El viaje se
alargaba demasiado, tornándose cada vez más embrollado a través de aquellas
callejuelas desconocidas.
El coolie jadeaba y el sudor resbalaba por su espalda. Helen distinguió un taxi
vacío parado junto a la acera.

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—Quiero bajar —dijo. Pero Yen movió la cabeza y redobló el paso.
El jadeo del coolie se convirtió en tos, y Helen observó que cada vez que escupía
dejaba grandes manchas sanguinolentas sobre el pavimento. Tras un viaje
interminable, y después de haber cruzado varias veces por la misma esquina, según le
pareció a ella, llegaron a un río o canal, y el coolie se detuvo frente a un vigilante
chino. A Helen le pareció que le preguntaba la dirección, pero el vigilante comenzó a
increparle. El coolie le contestó de igual forma, y los gritos terminaron en grandes
risas. Helen estaba muy cansada, y el viaje le pareció algo irreal.
Por fin, después de haber perdido por completo la noción del tiempo, llegó al
hotel, sin ver el rickshaw de su marido.
Jadeando y empapado en sudor, el coolie la miró con una sonrisa expectante.
Sumamente delgado, sus costillas y sus venas resaltaban bajo la piel.
«Está flaco como un Cristo», pensó Helen.
Sacó medio dólar de su cartera y lo puso en la mano del coolie. Su experiencia
anterior con los mendigos de la pagoda le había enseñado a no ser demasiado
generosa.
Yen comenzó a quejarse, aunque medio dólar era más de lo que le correspondía.
En voz alta dijo que la Tai Tai le daba muy poco, que la Tai Tai era muy pesada, y que
él había corrido mucho y desde muy lejos. Enseñó su pecho sudoroso, del cual
manaba la sangre; hizo mil ademanes, extendiendo luego la mano como si intentase
devolver aquella paga que consideraba indigna, y al fin escupió sobre la moneda y la
arrojó al suelo.
De pronto aparecieron en la desierta Nanking Road tres o cuatro coolies que
unieron sus voces a las de Yen.
Completamente desconcertada, Helen se disponía a sacar más dinero de su cartera
cuanto apareció el enorme portero irlandés que hacía el servicio nocturno junto a la
puerta del «Shanghai Hotel».
—Tschib! —gritó—. Gaudri!
Yen se dio cuenta de que su pasajera había desaparecido sin haberle dado la
fortuna que esperaba desde su iniciación como rickshaw-coolie.
Se contaban historias de hallazgos fabulosos e increíbles. A un tal Kisan, de
Haoping, un extranjero ebrio le dio veinte dolores, no se sabía si por equivocación o
por estupidez. Kisan regresó con ellos a su pueblo natal, donde adquirió una
carpintería y fue respetado por todos.
Otro coolie encontró en su rickshaw un pendiente de perlas por el cual le pagaron
en una joyería treinta y dos dólares con cuarenta centavos. Después no se supo más
de él, pero hubo quien afirmó haberlo visto salir del «Hotel del Cielo Dorado»,
acompañado de su bellísima concubina, y subir luego a un taxi.
Estas historias y otras análogas mantenían en el espíritu de Yen la esperanza de
volver un día con mucho dinero a la casa de sus mayores, para pagar las deudas de la
familia, rescatar los terrenos, llevar a sus antepasados comida e incienso y educar a su

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hijo como un gran señor.
Con frecuencia pensaba en su hijo. Cuando fumaba la segunda pipa le parecía
sencillo volver a verlo. Con los ojos del alma seguía desde lejos su crecimiento,
tomando parte en todos los momentos importantes de su vida: cuando se le cortó el
rizo de la frente, cuando fue al colegio, cuando fue bastante despierto como para
conducir el búfalo alrededor de la noria, y cuando se pensó en casarlo, pues era un
hombre mucho mejor que su indigno padre.
Yen fumaba la tercera y cuarta pipa, hasta que el opio lo sumía en un profundo
sopor.
Estas ideas no eran pura invención de su fantasía, pero estaban alimentadas por
las cartas que la madre de Lung Seileong le escribía de vez en cuando.
Yen llevaba las cartas al memorialista, cuyo puesto se encontraba cerca de la casa
de té «El Viejo Sauce», en la Ciudad China. Por cinco monedas de cobre se las leía, y
a veces debía repetir su lectura tres veces, hasta que Yen las comprendiera.
Por diez monedas de cobre le escribía otra. En realidad, era demasiado caro para
Yen, pero él comprendía que resultaba más fácil tirar de un rickshaw que escribir una
carta. Por otra parte, el erudito merece un sueldo mayor que el de un coolie.
Doce largos meses habían pasado desde que recibió la última carta, cuyo
contenido iba olvidando poco a poco, a pesar de haberlo repetido infinidad de veces.
Guardó en su cinturón el medio dólar. Su fortuna se elevaba a sesenta y un
centavos.
Comprendió que estaba demasiado cansado para regresar a la calle Kating, y se
dirigió hasta Chapei, donde vivía Kwe Kuei. La perspectiva de fumar una pipa del
Gran Humo le dio fuerza y aliento suficientes para llegar hasta allí.
Kuei tenía una pequeña tienda de aspecto sumamente tranquilo, en la cual vendía
semillas de girasol, cigarrillos, tallos de repollo, carne ahumada, pescado salado y
todo cuanto podía hacer sabrosa la comida de los coolies que vivían en los
alrededores. La casa, pequeña y baja, lindaba con un muro perteneciente a una fábrica
que había sido destruida por los bombardeos de 1932.
En la parte trasera de la tienda se hallaban las habitaciones de Kuei, a las que
seguía un patio de reducidas dimensiones, en cuyo centro había una bomba de agua
rodeada de recipientes vacíos. En verano, Kuei extendía sobre aquel patio unas viejas
esterillas en forma de toldo. Detrás de este patio se encontraba el almacén en que
guardaba las mercancías, del que salía un pesado olor a col, pescado y puré de
guisantes. Junto al almacén se encontraban unos armarios empotrados en la pared, tan
hábilmente dispuestos que ocultaban completamente una escalera que conducía a la
buhardilla. En ésta se hallaban los fumadores de opio, echados sobre viejas esterillas
en tablas superpuestas y apoyando sus cabezas en pedazos de madera. Cuando el
negocio marchaba bien, cada esterilla era ocupada por dos e incluso por tres
fumadores.
Dos niñas huérfanas, pálidas y harapientas, atendían las lámparas de opio y

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alcanzaban toallas calientes a los fumadores para que se frotaran sus cansados rostros.
El olor a opio lo envolvió todo, como una espesa telaraña, pero en el patio el
hedor de las basuras en descomposición era aún más fuerte, lo cual convenía a Kuei.
Cierto es que tenía sobornados a los vigilantes de los alrededores y que les daba todo
el opio que querían con tal de que no estorbasen, pero hacía tiempo que se había
puesto de moda que tanto los estudiantes como las mujeres jóvenes cifraran todo su
orgullo en descubrir todo el opio que pudiera hallarse en Chapei. Cuando se trataba
de gente joven y sin gran experiencia, a Kuei no le resultaba muy difícil despistarla;
pero esto no dejaba de molestarle, pues le parecía inhumano privar de su único placer
a los pobres, mientras los ricos podían fumar cuanto quisieran.
—¿Cómo podría un coolie soportar la vida que lleva si no tuviese opio? —
preguntaba Kwe Kuei con frecuencia—. La vida es muy difícil sin sueño.
Yen puso veintisiete centavos sobre el mostrador de la tienda. Era dinero
suficiente para pagar lo que debía y para disfrutar de un hermoso sueño y de un
profundo reposo. Estaba bastante mareado, y al subir la escalera le temblaban las
rodillas y las manos, pero el olor a opio acuciaba su irrefrenable deseo. Con la
primera pipa renació la calma; después de la segunda se volvió inteligente y vivaz, y
entabló una conversación filosófica con el hombre de la estera próxima. Pero el
anciano con quien hablaba se durmió pronto. Yen se recostó y cerró los ojos, mientras
continuaba abanicándose perezosamente con un deteriorado abanico de hojas de
palma. Luego contempló un sin número de peonías en flor, mecidas suavemente por
la brisa, y escuchó el suave murmullo del agua. Era un sonido fresco y delicioso,
como un amoroso son que le llegara desde la infancia. Mojó sus cansados pies en las
aguas del arroyo y luego se durmió.
Cuando una hora más tarde se encontró de nuevo junto a su rickshaw, la pesadez
causada por el opio no había desaparecido aún.
Aunque era ya mediodía, no sentía hambre, como si su estómago estuviera
satisfecho y en calma.
Gruesas y negras nubes surcaban el firmamento, escuchándose a lo lejos el sordo
estampido de los truenos.
Yen se dirigió apresuradamente hacia la calle Kating, acortando el camino a
través de la concesión extranjera, para llegar hasta la sociedad de alquiler de rickshaw
llamada «Las cuatro armonías», a fin de abonar la suma correspondiente al día
anterior.
Al contar el dinero que poseía se encontró con que le faltaban seis monedas de
cobre. Pensó que se había equivocado, y contó en voz alta una y otra vez; pero los
dedos de las manos no le eran suficientes, por lo que se fue embrollando cada vez
más. Tenía sesenta y un centavos, de los cuales había gastado siete en saldar sus
deudas y veinte en fumar. En su generosidad de fumador de opio, dio cinco de
propina a la niña que le prendía la lámpara y le alzaba la toalla caliente. De nuevo le
faltaban algunos centavos para el pago del alquiler.

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La pesada lluvia que comenzó a caer interrumpió sus pensamientos. Pero la suerte
le sonrió en el preciso instante en que trataba de guarecerse en el portal de una casa.
Un chino joven y despreocupado, vestido a la europea y con un cigarrillo en la boca,
le llamó y Yen bajó rápidamente la capota para preservarlo de la lluvia y partió
corriendo. La lluvia caía agradablemente sobre su piel, de la que se desprendía un
blanco vapor, como si se estuviera cociendo. El joven quería que le condujese a la rué
Thibet, lo cual fue también una suerte para Yen, pues se hallaba muy cerca de la calle
Kating. Al llegar, el joven pagó a Yen el precio corriente: quince centavos. En verdad,
no siendo extranjero nada podía decirle, pero bajo los efectos del opio, Yen se mostró
decidido y le alargó la mano exclamando:
—¡Un regalo, señor! ¡Un obsequio para el pobre coolie, venerable primogénito!
¡Mi hijo está enfermo y se muere por falta de medicinas! ¡Diez centavos como regalo
para mi hijo enfermo!
El joven sonrió, buscó en su bolsillo y sacó siete monedas de cobre.
—Embustero e hijo de embustero —decía mientras tanto—, yo sé cómo se llama
tu hijo. Se llama Shao Hsingchu.
Murmurando algunas bendiciones, Yen sonrió agradecido junto a la puerta de la
casa en la que desapareció el joven. La aseveración de que su hijo se llamaba Shao
Hsingchu, es decir, «vino amarillo de arroz», le pareció tan graciosa que aún reía
cuando dejó su rickshaw en la calle Kating. Allí se encontraban otros tres coolies,
que, como él, estaban atrasados en el alquiler, y Yen se colocó detrás de ellos.
El local era oscuro, y en él había una caja de hierro que le inspiraba respeto y
veneración, pues era el símbolo de una gran riqueza.
El cajero, sentado detrás de una ventanilla con rejas, recibía el dinero de los
coolies, mientras mostraba sus dientes de oro, signo inequívoco de gran distinción y
suntuosidad.
«¡Cuán rico debe ser el hombre cuyos empleados llevan dentadura de oro!»,
pensó Yen, que se sintió atemorizado y no se atrevió a contestarle cuando el hombre
le recriminó en voz alta, amenazándole con quitarle el rickshaw si no iba cada noche
a pagar.
—La ciudad está más clara de noche que de día. Aquí no hay diferencia entre la
tarde y la mañana —le respondió Yen con una repentina manifestación de humor y de
coraje.
El hombre escribió algo en un enorme libro.
—Tu nombre es Len, Lung Yen, ¿verdad? —le preguntó cuando el coolie se
disponía a retirarse.
—En efecto, Yen Lung es mi indigno nombre —respondió.
Como había perdido su gran nombre, el nombre de su familia, le resultó algo
extraño oírlo.
—Hay una carta para el señor Lung Yen —dijo el cajero irónicamente, mientras
con el pulgar empujaba la carta a través de la ventanilla, arrojándola al sucio piso de

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madera.
Yen la cogió rápidamente y dijo como si supiera leer la dirección:
—Sí; es para mí.
Sentía una gran emoción, porque, aunque no sabía leer, distinguía perfectamente
las cartas de sus familiares.
Sentado en la calle junto al rickshaw, olfateó y contempló la carta por todos
lados. Podría haber cartas de mayor tamaño y contenido, pero él sabía que aquélla era
suficiente para él.
Después de haberse alegrado por tenerla en su poder, la puso en su cinturón,
donde guardaba la cartera de lino con el dinero. Tenía aún dieciséis centavos y,
además, una carta de su hogar. Su alegría se trocó repentinamente en hambre.
«Puedo comer más tarde», pensó con impaciencia, porque primero quería saber
qué decía la carta.
—Tengo una carta de mi hijo —iba repitiendo a todos los coolies, aunque sólo los
conociera de vista.
Ellos se volvían sonrientes y le decían:
—Un hijo virtuoso vale más que el dinero —o análogas cortesías.
A pesar de que el policía le indicaba que se detuviera casi cruzó por completo la
calle de los extranjeros.
—Gandu! —le gritó el policía.
—Tengo una carta de mi hijo —le respondió Yen por toda explicación. Y aun
cuando el moreno anamita no entendía casi nada de chino, se rió al contemplar el
rostro radiante de felicidad del coolie.
El memorialista a quien Yen acudió con su preciosa carta era un hombre pobre,
pero de aspecto distinguido. En la época en que los manchúes ocupaban aún el trono
de los dragones, tenía un cargo importantísimo. Iba vestido como un mandarín, con
túnica de seda, chaqueta y gorro negro, y llevaba una larga y venerable barba y gafas
de gruesa montura. Tenía una prodigiosa memoria, y reconoció inmediatamente a
Yen, aun cuando éste hacía un año que no le había visitado. El anciano mandarín
tardó mucho tiempo en contestarle, porque la mesura es una de las cualidades de todo
hombre ilustrado.
Para no aparecer descortés, Yen procuró no mostrarse impaciente. Junto a la
tienda se reunieron unos cuantos curiosos que querían conocer el contenido de la
carta. Yen estaba orgulloso al ver el interés que todos demostraban.
En fin, el memorialista la abrió, la desdobló y la puso ante sus gafas.
—Es una carta escrita con una pluma moderna, no con pincel —observó, mirando
a Yen por encima de las gafas—. Parece haberla escrito un niño que aún no ha
formado su carácter y que no entiende de caligrafía —prosiguió, mientras Yen se
sentía desfallecer por la ansiedad—. La carta fue escrita el día 18 del séptimo mes —
continuó diciendo el anciano—. Viene del pueblo de Chingsan, en la provincia de
Kiang-Su. Es asombrosa la rapidez con que llegan las cartas desde que el vagón de

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fuego recorre todo el país. Cuando yo era joven…
Siguió a esto una breve descripción de las caminatas que el venerable
memorialista realizaba en su juventud, como los antiguos escolares, que con un
bastón y una calabaza seca marchaban de pueblo en pueblo, tan libres como los
pájaros. Yen entrelazó los dedos y continuó escuchando con respeto, hasta que su
impaciencia llegó al límite.
—La carta, excelencia —le indicó con respeto.
El anciano tomó entonces la carta y leyó sin detenerse lo siguiente:

Honorable padre:
Arrodillado te presento esta carta. Ha pasado ya mucho tiempo sin que haya
recibido tus instructivas palabras. Estoy muy preocupado por la salud de mi
honorable padre. Me he puesto de puntillas para mirar al Este, esperando tener
la alegría de poder alcanzar a mi padre el té de la mañana y el de la noche.
En el séptimo día del octavo mes iré con muchos otros niños a Shanghai,
donde habrá una reunión de exploradores y se celebrará una fiesta que durará
varios días. Nos dividirán en Hsiangs y viviremos en barracas y en tiendas de
campaña. Mi número es el 174 Hsiang Chongsi. Si mi honorable padre quiere
tomarse la molestia de preguntar en la Municipalidad, recibirá seguras
referencias sobre el lugar en que podría encontrar a su indigno hijo. Apenas
puedo esperar el día en que lleguemos a la Gran Ciudad. Confucio dice: «De
nuestros padres hemos recibido el cuerpo, el cabello y la piel; por eso es nuestro
deber contenerlos ilesos». De rodillas te entrego esta carta humildemente y te
deseo diez mil felicidades.
Tu hijo,
Lung Seileong
República China, año 26, 7.º mes, día 18.

Como si del cielo bajaran mil hadas para entonar canciones en su honor, Yen
escuchó aquella mezcla asombrosa de enseñanzas modernas y de cortesía china. No
había comprendido lo más mínimo. El viejo mandarín le leyó tres veces la carta. Por
la primera lectura debía pagarle tres monedas de cobre, y por las siguientes una sola.
Después de leerla por última vez, dobló la carta y la guardó en el sobre.
—Una alegre noticia —dijo con gran afabilidad— y una carta muy bien escrita de
un hijo a su padre. Debes de ser muy feliz sabiendo que muy pronto podrás ver a tu
hijo.
Yen continuaba sentado, sonriendo estúpidamente. Su hijo sabía escribir y
escribía a su padre. Y pensaba: «¡Mi hijo! ¡El hijo de Lung Yen el coolie!». Todos los
curiosos expresaron sus deseos de felicidad.
—¿Qué significa esta carta? —preguntó Yen como si despertara de un sueño.

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—Significa que tu hijo llegará a esta ciudad dentro de diez días, y que te llevarán
ante él si preguntas en la Municipalidad y das su nombre y su número —le explicó
pacientemente el memorialista.
A Yen se le enredaron las ideas.
—¿Qué número? —preguntó—. ¿Dónde está la casa? ¿Dónde tengo que decir ese
número? ¿Hay algún secreto? ¿Qué son exploradores? No quiero que mi hijo se
convierta en soldado ni en bandido.
El viejo mandarín, empleó largo rato en explicárselo todo. Además, le escribió
varias explicaciones en un papel sin cobrarle nada.
Con un fino pincel las dibujó en una hoja con rayas rojas, introduciéndola luego
en un sobre del mismo color, porque el rojo es el color de la felicidad y de los
regalos. Yen se la guardó en el cinturón con gran reverencia, junto con el dinero.
Después se dirigió a «El Viejo Sauce» y pidió té y arroz, mientras anunciaba a
quien quería escucharle la visita de su hijo. Hablaba tanto y tan alto, que los
jugadores de mahjong se quejaron. Caminando, se detuvo un momento sobre el
puente en zig-zag y contempló las tortugas en el agua verdosa y turbia. Se detuvo un
momento en el mercado de los pájaros, escuchando el canto de una oropéndola; era
un pájaro dorado llamado Ying y su abuelo había tenido uno igual. Durante largo rato
estuvo indeciso, pensando si debía ir al templo a ofrecer incienso al dios de la ciudad,
porque era evidente su influjo al llevarle a su hijo. Como tenía dinero, cumplió este
deseo. Después de encargar al sacerdote que rogara por la felicidad y el buen viaje de
Lung Seileong, hijo de Lung Seileong, hijo de Lung Yen, se le ocurrió que debía
comprar también regalos para él, y abandonando la estrecha ciudad china, donde no
se podía ganar dinero, se perdió entre el tráfico motorizado de la avenida de
Eduardo VII.
Se sentía tan fuerte que trasladó dos pasajeros, uno a continuación de otro,
ganando treinta centavos; pero entretanto ya debía cuarenta centavos por el alquiler
de aquel día. El cansancio se fue apoderando de él poco a poco. Anduvo a paso ligero
por el centro de la calzada obsesionado por la visita de su hijo.
—¡Sal del camino, inmundo coolie! —le gritó un hombre montado en un triciclo
que llevaba una pila de diarios en el cajón trasero. Yen se apartó del camino en el
preciso instante en que un golpe le alcanzaba en la tibia.
—¡Hijo de perra! —gritó.
En aquel momento se dio cuenta de lo deplorable de su aspecto. Era en realidad
un inmundo coolie. Llevó el rickshaw hasta el borde de la acera y se acurrucó entre
las varas para reflexionar más detenidamente. Su hijo iba a visitarle. En realidad, era
ya un jovenzuelo de once años. Yen llevaba la cuenta con los dedos, sin olvidar jamás
la edad de aquel lejano hijo, un muchachito que sabía escribir y que tenía los modales
de un mandarín.
¿Cómo podía su padre presentarse ante él con aquel aspecto de inmundo coolie?
Extendió el brazo sobre la vara del rickshaw y apoyó en él la cabeza para pensar

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mejor. En varias ocasiones había encargado al memorialista que escribiese a su casa
diciendo que le iba muy bien en Shanghai, que era vendedor de un gran negocio en el
que ganaba mucho dinero y que pronto regresaría para librar a la familia de sus
deudas y sus preocupaciones. A veces se imaginaba ser aquel que pintaba en sus
cartas; un hombre bien vestido y alimentado, con una posición ventajosa y con
ahorros; un hombre de larga túnica gris y con un sombrero semejante a los
extranjeros, de cara redonda y con las manos afiladas de tanto contar dinero. Al
mismo tiempo que por su mente pasaban estos pensamientos, se vio como era en
realidad; un coolie vestido con harapos que dejaban al descubierto su piel pálida y
arrugada; un hombre sin dinero, que ni siquiera era dueño de una estera para
recostarse en ella durante la noche; un ser a quien el Gran Humo había consumido la
carne del rostro y marcado en él las huellas del vicio.
Con la cabeza inclinada sobre el brazo y éste apoyado en la vara, pasó un
momento doloroso. Al fin se incorporó, tiró de su rickshaw y sin buscar ningún
pasajero se dirigió directamente hasta Chapei. Su amigo Kwe Kuei estaba en la
tienda, pesando alubias en pequeños sacos. La hora era avanzada. Una de las
huérfanas entró en el local, colgando una lámpara en la pared.
Yen se acurrucó en el suelo y escupió varias veces su amarga saliva.
—Kwe Kuei, tú has sido siempre mi mejor amigo —dijo de pronto—. No has
olvidado que nos hemos jurado fraternidad y la hemos mantenido siempre.
—Has aspirado bastante humo por hoy. ¡Inútil! Yo no doy crédito —repuso Kwe
Kuei inmediatamente.
—¡No quiero humo! —gritó Yen—. Nunca más querré humo, hermano Kwe
Kuei. Mi hijo viene a visitarme, mi único hijo. Tienes que ayudarme. Necesito dinero.
Me hacen falta vestidos, cama, casa y empleo. No puedo ser un hambriento coolie
cualquiera cuando llegue mi hijo. ¡Debes ayudarme!
Fue un discurso angustioso, largo y expresivo. Kuei lo escuchó con asombro.
Apartó la balanza y de pronto comenzó a reír.
—¿Viene tu hijo, hombre feliz? —preguntó—. Vamos a recibir al pequeño
huésped sin descuidar nada de lo que sea necesario. Debes presentarte ante tu hijo
con el mejor aspecto con que jamás te haya visto.
Yen notó que su respiración se volvía más fácil y que su corazón se agrandaba
ante esas consoladoras palabras. Tras las múltiples emociones de aquel día, sus ojos
se llenaron de lágrimas y la barba de Kuei desapareció en una sombría nube.
—Es verdad —dijo agradecido—. La ropa nueva y los amigos viejos son lo
mejor.

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Capítulo III
El doctor Chang regresó a Nanking cansado, desengañado y nervioso. Los pasajes
de los aviones estaban vendidos hacía varios días, por lo que tuvo que regresar en
tren. Éste se detuvo casi dos horas, y estaba excesivamente lleno de fugitivos del
Norte, tan abarrotado como sólo pueden estarlo los trenes chinos. Niños y ancianos se
apiñaban en medio de los bultos en las estaciones, mirando a los que pasaban. Chang
conocía la soñolienta expresión de sus paisanos. Era como si se consumieran por sí
solos cuando la carga se volvía demasiado pesada.
«¡Si fueran tan fuertes para luchar como para sufrir!», pensó por diezmilésima
vez en su vida.
Miró su reloj de pulsera: eran las cuatro y diez. Al abandonar la Estación del
Norte hizo señas a un taxi.
«Puedo ir a buscar a Pearl», pensó dándose ánimos.
Cerca de la estación, en un barrio de artesanos de Chapei, estaba la policlínica
donde Pearl prestaba servicios tres veces por semana. El pequeño edificio de una sola
planta, al que se había añadido un cobertizo de madera para una futura ampliación, se
encontraba en medio de fincas deshabitadas y cubiertas de polvo. Pearl recibía una
pequeña subvención de la Asistencia Pública por vigilar a los médicos blancos que
trabajaban allí voluntariamente, y al mismo tiempo atender a aquellas mujeres que no
podían vencer su natural timidez ante los médicos. Éstos eran tres judíos alemanes
emigrados que trabajaban gratuitamente.
Aquel desinterés de los extranjeros, rayano en la estupidez, admiraba al doctor
Chang, aun cuando con frecuencia deseaba que sus compatriotas aprendiesen también
a ayudar al prójimo. Sin embargo, Pearl, criada en América, encontraba muy natural
la ayuda de sus colegas alemanes.
Chang atravesó rápidamente la sala de espera, cuyas paredes de madera se
encontraban cubiertas con gráficos de enfermedades sexuales y consejos para el
tratamiento de los niños de pecho; aquélla era su obra y su orgullo. Junto a la pared se
hallaban sentados un par de inexpertos muchachos, obreros de los molinos de
Soochow Creek, y un viejo coolie. Cuando Chang entró en el pabellón donde
trabajaba con su mujer le halló inclinada sobre una mesa cubierta con un hule, en la
que había depositado un niño recién nacido. Pequeño como era, llevaba empero una
gorra con adornos dorados y zapatos con una cabeza de tigre. Pearl trataba de
descalzarlo en aquel preciso instante. El niño estaba callado y contento, mientras la
abuela, a su lado, lo contemplaba preocupada, con la expresión de la gente vieja que
desconfía de todo lo nuevo.
—Un hermoso nieto —dijo la pequeña enfermera china, mientras guardaba un
rollo de algodón.
La anciana se inclinó y murmuró algo. Pearl levantó la vista y sonrió mirando a
Chang. Cuando sonreía, sus labios adquirían la forma de un corazón y cambiaba

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completamente la expresión de su ancho rostro. Luego dejó de sonreír, concentrando
su atención en la criatura. Movió en varias direcciones su diminuto pie y se inclinó
más profundamente.
—¡Doctor Hain! —exclamó dirigiéndose a la próxima habitación, cuya puerta
estaba sólo entornada. Se oyó a alguien que refunfuñaba adentro y poco después
apareció el doctor Emanuel Hain, que llevaba una bata de mangas cortas y sostenía
las manos en el aire.
Sobre la mesa de cirugía de la habitación contigua había un hombre medio
desnudo.
—¿Qué ocurre? —preguntó el anciano médico acercándose a la mesa.
Pearl le mostró la planta del pie del niño, de manera que se viesen las ampollas
purulentas y la piel vítrea.
—Sí —dijo el doctor.
Pearl se dirigió a su esposo.
—El treinta y cuatro por ciento de los que llegan tienen sífilis hereditaria —dijo
en inglés.
Yutsing Chang estaba sentado en una silla junto a la pared, con la cartera sobre las
rodillas y el aspecto de quien se cree culpable, como si él fuese realmente la causa de
aquel elevado porcentaje de enfermos.
—Hay que arrancar el mal de raíz —murmuró vagamente.
—¿Puedo informarme acerca de su honorable estado? —le preguntó el doctor
Hain con cortesía, pero con una pronunciación que no era china, sino francesa.
Yutsing se apresuró a contestarle en forma no menos cortés, porque siempre le
conmovían los esfuerzos del anciano médico por hablar en su idioma.
—¿Qué hay de las lámparas de rayos ultravioleta? —preguntó nuevamente el
doctor Hain en un inglés que no era mejor que su chino.
—He presentado nuevamente la solicitud —contestó Chang—. Se sigue
trabajando en ello. La Oficina Sanitaria ha hecho imprimir un folleto sobre la manera
de combatir la tuberculosis, el cual será entregado al Gobierno de Nanking.
Pearl había dejado al recién nacido, y su abuela, sentada en el suelo, como era de
costumbre, lo envolvía nuevamente en sus vestidos de gala. El pequeño trasero
aparecía flojo a través de aquel diminuto pantalón.
—Que el niño tenga suerte —dijo Pearl a la abuela, que se inclinó profundamente
y repuso:
—Cien hijos para la Tai Ta.
—Gracias por su buen deseo —contestó Pearl mirando a otro lado.
Chang sonrió consoladoramente a su esposa. Aunque no podía tener hijos, no por
eso la quería menos.
El doctor Hain, en el umbral de su habitación, permanecía callado, meditando
profundamente sobre la respuesta de Chang.
—Yo podría indicarle cuál es la mayor desgracia de China —dijo—. Vosotros

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estáis demasiado apegados a la estructura. Una encuesta. Un folleto. Escritos.
Impresos. Estáis satisfechos con un lindo folleto, pero las palabras no son medicinas.
No son mejores que los infelices que queman sus recetas y se beben sus cenizas con
el té. Con papeles impresos no se puede curar ni a uno solo de los coolies que
escupen sangre y enferman de tuberculosis a los dieciséis años.
Se detuvo un instante, y como ni Pearl ni Chang le contestaran, desapareció por la
puerta, empujándola con el pie.
—Desinféctelo todo —dijo Pearl a la pequeña enfermera.
Ella misma vertió un antiséptico en el lavabo y comenzó a cepillarse las manos
con expresión seria y meditabunda.
—¿Qué buenos vientos te traen por acá? —preguntó mientras se lavaba.
—Pensé que podríamos ir a comer enseguida, en cuanto estuvieras lista.
—Ya estoy lista —respondió Pearl alegremente, enjugándose el líquido rojizo de
la punta de los dedos—. Iremos a pie a través del parque —añadió—. Este ambiente
es malsano.
Efectivamente, olía a ácido fénico, y a los enfermos que pasaban continuamente
por las habitaciones bajas de la clínica.
—Sí, se estará bien debajo de los árboles —dijo Chang con un suspiro de alivio.
Pearl lo empujó hacia una habitación apartada en la que había instalado un tosco
escritorio y que constituía su oficina.
Abrió un armario y, oculta detrás de la puerta, se quitó la bata. Al aparecer
nuevamente llevaba un ceñido traje de cuello alto. Vestía así porque había observado
que sus pacientes le demostraban mayor confianza cuando iba vestida a la moda
china. De un destartalado canasto sacó una tetera y dos tazas, sirviéndole té caliente.
—¡Maravilloso! —exclamó él satisfecho.
Mientras bebía pudo notar cómo se calmaban sus nervios y le embargaba un gran
bienestar. Pearl, sentada ante él, lo contemplaba mientras bebía, y al terminar se
sirvió una taza.
—¿Me permites? —le preguntó cortésmente antes de beber.
Casi inmediatamente penetró en la habitación el número dos, el sirviente más
joven, radiante de alegría al comprobar el regreso de su señor.
—Que descanse y tenga felices sueños —dijo Pearl al pasar por la puerta del
doctor Hain. Pero éste se hallaba demasiado entusiasmado para contestarle.
Encargaron al número dos que llevase a la casa el maletín de Yutsing, mientras
ellos caminaban lentamente hacia la esquina para tomar un taxi.
—Deberíamos comprarnos un automóvil —dijo Pearl por centésima vez.
Chang le contestó también por centésima vez:
—Sí, deberíamos comprarlo.
Pero el coche no se compraba nunca. El cargo de Yutsing era de responsabilidad,
pero su sueldo era reducido y no siempre se lo pagaban puntualmente. Se aceptaba
como cosa corriente que un empleado de la categoría del doctor Chang obtuviese

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mayores ingresos al distribuir los pedidos sanitarios y al firmar los contratos para el
hospital. Pero Chang no estaba de acuerdo con esta costumbre de su país. Las
escuelas extranjeras por cuyas aulas había pasado le inculcaron un prejuicio
inconveniente y poco práctico si se quiere: una conciencia sensible. Debajo de todas
las capas de cultura que se habían formado en él permanecía imborrable la primera: el
ideal de Confucio, según el cual el ejemplo de sus superiores bastaba para hacer
virtuosos a los subalternos. También el abuelo materno de Chang, el noble mandarín,
había sido un hombre insobornable y honrado a carta cabal. Cuando se encontraron
en el taxi, Chang cogió la mano de su mujer y con la punta de los dedos acarició
distraídamente las asperezas que tenía en diferentes lugares.
—Manos de coolie —dijo Pearl sonriendo.
Él se quitó las gafas y con un movimiento lleno de ternura levantó la mano de su
mujer y la puso ante sus ojos.
—¿Cómo te fue en Nanking? —preguntó Pearl.
Yutsing permaneció callado un momento.
—No tuve mucho éxito —dijo finalmente—. Momentáneamente no hay dinero ni
interés por los exploradores. Incluso se ordenó suspender el Jamboree. Pero ya lo
llevaremos adelante.
Guardó de nuevo silencio y siguió palpando la piel áspera de la mano de Pearl,
absorto en sus meditaciones.
—Según he oído decir el vigésimo noveno ejército resiste heroicamente, pero al
parecer la situación en el Norte es mucho más grave de lo que imaginamos —dijo
luego—. El Generalísimo ha venido en avión desde Kuling. En el tren se decía que el
Ejército Rojo ha matado a sesenta mil japoneses —añadió.
Los diminutos ojos de Pearl centellearon.
—¡Sesenta mil japoneses! —exclamó entusiasmada—. ¡Bien! ¡Magnífico!
¡Espléndido! Hay que demostrar de una vez para siempre que los japoneses no son
invencibles. Nunca han luchado contra una China unida.
Chang contempló a su esposa con una sonrisa amistosa, pero escéptica.
En los momentos de exaltación patriótica le recordaba a Fong Yung. Las mujeres
se exaltan mucho más que los hombres, seguramente porque la razón no las contiene
tanto.
—El que coloca la montura al tigre, debe montarlo —dijo.
Luego guardaron silencio hasta llegar al parque Hongkew, donde bajaron.
Allí el ambiente era más puro, y se veían numerosas niñeras inglesas conduciendo
a unos niños increíblemente rubios y bien cuidados.
Mientras paseaban bajo los árboles, junto a un arroyuelo, Chang y su mujer se
olvidaron de la política. Con seriedad y atención consideraron dónde cenarían aquella
noche y en qué consistiría la misma. Acordaron ir al restaurante de Fung Hei y
escoger la minuta cantonesa. Entretanto se les abrió el apetito.
Sin embargo, se detuvieron frente a los campos de tenis, contemplando el juego.

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Una frescura húmeda y suave emanaba del césped bien cortado.
—Deberíamos volver a jugar al tenis —dijo Pearl.
—Sí, deberíamos hacerlo —asintió Chang.
Sucedía con esto lo mismo que con el automóvil.
—Deberíamos comprarnos un coche para nuestro uso —dijeron nuevamente al
ver que no conseguían un taxi vacío.
Era la hora en que cerraban todas las tiendas y oficinas de la Concesión
Internacional y en que los letreros luminosos comenzaban a brillar sobre la ciudad,
aun cuando el cielo estaba claro todavía. Por fin encontraron un taxi vacío, y Yutsing
apretó como antes la áspera mano de su mujer. Pearl suspiró aliviada, porque el
movimiento de la ciudad nocturna le recordaba a Nueva York, haciéndole olvidar por
completo el desaliento que a veces se apoderaba de ella. Había ido a la China con
Chang porque se había despertado en ella un gran amor por la desconocida tierra de
sus padres y porque creía que debía cumplir una misión en ella.
Las conversaciones con los estudiantes en el «Club Chino» de Nueva York la
llenaron de entusiasmo y de un vehemente deseo de contribuir al renacimiento de la
gran nación milenaria. Pero lo que halló en China la hizo avergonzarse de tal manera
de sus compatriotas que tuvo que dominarse mucho para que la desilusión no le
hiciera abandonarlo todo. Trató de convencerse de que para China era muy
importante la tarea que llevaba a cabo: dar salvación a los niños sifilíticos, luchar
contra el opio y enseñar a las madres las más elementales reglas de higiene. La
mayoría seguía creyendo que un sortilegio del sacerdote era mejor que las medicinas
y que el aseo. Pearl trabajaba con un desesperado optimismo. Cada pequeño éxito la
alegraba y la enorgullecía.
Amaba a su esposo con un amor violento y egoísta, contrario al espíritu chino. Lo
consideraba como un hombre mejor, más noble y más culto que los demás, porque el
idealismo y la honorabilidad eran raros y de gran valor en China. Chang no hablaba
nunca de su pasado, y ella comprendía que en su interior se agitaba algo que no
llegaba a delatar su impasible rostro.
El poeta Liu, uno de los pocos amigos de Chang, a quien conocía desde hacía
tiempo, le hacía con frecuencia indicaciones que Pearl atendía siempre con atención.
A veces, mientras se encontraba en la cama con los ojos abiertos, Pearl escuchaba
la acompasada respiración de Yutsing.
«Mi esposo… —pensaba—. Mi esposo… El mío…».
—¿Vamos a buscar a Liu? —preguntó Yutsing sacándola de sus alegres
pensamientos.
—Encantada —respondió Pearl, aun cuando hubiera preferido quedarse a solas
con su esposo.
Liu vivía en el barrio chino de Hongkew, en una de las pequeñas callejuelas
demasiado angostas para permitir el paso de un automóvil. Pearl esperó en el coche
hasta que Yutsing regresó acompañado de Liu. A pesar del calor reinante, el poeta iba

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vestido con un sucio traje castaño de algodón. Lo usaba continuamente, por lo que
solían llamarlo «presumido». Liu, por su parte, contestaba a sus bien intencionadas
bromas con graciosos versos clásicos, que enviaba a su casa junto con un ramo de
flores.
Una hermosa cabeza se erguía sobre la ropa raída. El delgado cuello,
asombrosamente blanco y liso, hacía parecer a Liu más joven de lo que era en
realidad. Efectivamente, la pobreza y el aislamiento de Liu eran una manía porque
provenía de una rica y distinguida familia y poseía tierras, casa, mujeres e hijos.
—¡Hola! —dijo estrechando la mano de Pearl.
—¡Hola! —respondió ésta riendo.
Hablaban siempre en inglés, porque aunque la pronunciación de Oxford de Liu y
la neoyorquina de Pearl eran muy distintas, podían entenderse perfectamente. La
reunión adquiría brillo y alegría porque Liu participaba en ella.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Pearl, mientras se acomodaba con agrado
entre ambos hombres. En aquel momento se sentía satisfecha de que Liu los
acompañase.
—Tome —dijo Liu, y sacó un pequeño paquete—. Aquí tiene su té de Luching,
como le había prometido, y aquí —añadió, sacando de su amplia manga un abanico
de papel pintado— algo para un coleccionista de buen gusto.
—¡Es precioso! —dijo Pearl abriendo y cerrando el abanico—. ¿Es para mí? No
lo merezco.
El abanico estaba decorado con peonías a un lado y hermosos sauces al otro.
—¡Ah! —dijo Liu, cogiéndolo de nuevo—. En realidad, es un regalo para una
concubina, pero ésta me molestaría mientras compongo mi disertación sobre «El
valor psicológico de la impudicia». Recíbalo usted como expresión de mi más
profundo respeto.
Abrió el abanico y miró sonriendo cómo el rostro de Pearl se ruborizaba bajo los
polvos blancos. En el inocente abanico habían surgido de pronto escenas eróticas de
una procacidad sin límites, en las que damas desnudas, que sólo llevaban diminutos
zapatos rojos, se entregaban a las más complicadas y diversas delicias del amor con
respetables señores gordos y de coleta.
—No lo entiendo —dijo perpleja.
Liu rió en voz baja, cerró el abanico y al abrirlo de nuevo aparecieron las flores y
los sauces.
—¡Recatada americana! —exclamó, y eso sonó como un cumplido.
En el coche se percibía el fino olor del paquete de té. Yutsing no observaba y
aparentemente tampoco oía nada. Miraba hacia fuera, en busca de un vendedor de
periódicos. Cuando llegaron a la Concesión y se detuvieron en medio del tráfico,
compró tres diarios diferentes, que comenzó a leer antes de que oscureciera.
—Las noticias de la guerra antes del arroz de la noche estropean el apetito —dijo
Liu.

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—¿Hay buenas noticias? —preguntó Pearl a su marido.
Él se encogió de hombros y siguió leyendo sin contestar.
—Mientras tanto, elegiremos nuestra minuta —propuso Liu, y un momento
después él y Pearl discutían sobre si la comida debía empezar con pato sazonado con
especias o con huevos de paloma en salsa.
Yutsing estaba algo distraído cuando llegaron al restaurante de Fung Hei, y Liu se
encargó de despertarle con sus mordacidades. Pidió vino de arroz y le obligó a tomar
tres copas seguidas. Como Yutsing no estaba acostumbrado a beber, se puso
enseguida muy arrogante. Cuando abandonaron el abarrotado local, en sus mejillas se
veían pequeñas manchas rojas. Anduvieron cogidos del brazo, como estudiantes
americanos, deteniéndose ante los escaparates iluminados. Liu compró un par de
jazmines que exhalaban el dulce perfume del estío y derramaban su fino polen
amarillo. Paulatinamente dejaron atrás las elegantes calles extranjeras y siguieron por
misteriosas callejuelas laterales llenas de gente. A través de rejas y ventanas llegaban
a ellos las notas de una melodía china. Cuando llegaron a la avenida de Eduardo VII,
entraron en un cine, donde vieron Mister Deeds goes to town, y como los tres
admiraban a Gary Cooper se divirtieron mucho.
Durante el regreso, Pearl se detuvo de pronto y comenzó a reír.
—Imaginaos a Shanghai dentro de diez años —dijo—, cuando no haya
concesiones internacionales. Iremos a divertirnos al Barrio Inglés, igual que los
neoyorquinos van al Barrio Chino. Nos divertiremos con los sucios extranjeros y sus
indecentes costumbres. Nanking Road será una calle desacreditada, como ahora es la
calle Mott, donde nací y donde vive mi padre.
De pronto sus ojos se llenaron de lágrimas de ira. Los dos hombres la miraron
sorprendidos. Como accionaba con las manos, en las que sostenía el plegado abanico
y el té de Luching, no tardaron en reunirse algunas personas que parecían esperar un
discurso político.
—No estoy borracha —dijo Pearl tímidamente, y se calló.
Yutsing la apartó de allí, y casi inmediatamente se despidió Liu. Sostuvo la mano
de Pearl un instante, como si quisiera decirle algo, pero se alejó rápidamente, y la
noche se tragó su esbelta figura. Yutsing llamó a dos rickshaws y regresaron. Por
todas partes había carteles que incitaban a oponerse a los japoneses. El explorador de
Yutsing, con la bandera, casi desaparecía entre los enormes y llamativos letreros.
Los Chang vivían en una de las modernas casas de departamentos de la Route de
l’Aste, Todas las habitaciones estaban amuebladas en el mismo estilo; muebles de
acero en las salas y de laca rosada en los dormitorios.
—Parezco un pordiosero —dijo Chang ante un gran espejo.
El «número uno» le preparó el baño, y el «número dos» le entregó la
correspondencia acumulada durante la ausencia del señor, el cual se la llevó consigo
al baño. Pearl se puso un viejo quimono japonés y esperó su turno. En la casa de
Chang no había almohada; sólo se usaba un duro apoyo para la nuca. Debía de ser

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una costumbre de sus antepasados. Yutsing regresó desnudo y con los cabellos
mojados, y arrojó las cartas abiertas sobre la mesa.
—Ha llegado mi padre —dijo.
Bo Gum Chang pasaba los meses calurosos en un pequeño hotel construido por él
en las proximidades del convento de Tienmoshan. Pero a la sazón había regresado, y
Yutsing sentía una extraordinaria congoja al pensar que tenía que verlo, o queriendo
contar el motivo a Pearl. Se puso el pijama mientras ella se sentaba frente al espejo y
comenzaba a cepillarse el cabello.
Estaba muy orgullosa de su negro y liso yelmo de ébano. Chang la miraba a
través de sus ojos, semicerrados. Como no llevaba gafas, no veía más que una
agradable y confusa imagen en movimiento, y oía sonriendo el ruido que hacía al
cepillarse, parecido al de chispas eléctricas que saltaron entre el cepillo y los cabellos.
Se acercó y se detuvo tras ella, que continuó cepillándose.
—¿Qué era lo del abanico? —preguntó.
Pearl se asombró de que se hubiera dado cuenta de algo.
—Nada —dijo—. Una de las bromas de Liu.
El ambiente estaba saturado del perfume de los jazmines que el «número uno»
había puesto en uno de los floreros; el polen amarillo caía sobre la superficie de la
mesa. Yutsing levantó el abanico, jugó un momento con él y luego lo acercó a sus
ojos sin gafas.
Al descubrir el truco rió suavemente.
—Encantador —dijo—. Muy chistoso.
Pearl suspiró y dejó el cepillo.
—¡Ah! Todos los chinos son iguales —dijo.
Yutsing abandonó el abanico.
—No sabía que Liu estuviera enamorado de ti.
—¡Tonterías! —contestó Pearl en inglés.
Yutsing se acercó a ella y le cogió una mano, pero Pearl se desasió y movió la
cabeza sonriendo.
El baño nocturno de Pearl era una especie de rito y duraba mucho tiempo. Chang
escuchó con soñolienta sonrisa los pasos de sus pies desnudos, el ruido de la ducha y
el chapoteo al salir de la bañera. Se sentía aturdido por el vino de arroz, pero poco a
poco disminuía la sensación de calor que le había producido. Cuando Pearl entró de
nuevo en el dormitorio ya dormía. Ella apagó la luz, contuvo la respiración para hacer
el menor ruido posible y se acostó cuidadosamente.
A través de las delgadas paredes de la casa se escuchaban muchos ruidos. Dos
gramófonos tocaban a la vez en dos pisos distintos: en el uno cantaba Marlene
Dietrich, y en el otro Peí Yu-Shuan, que en Shanghai era llamada la Mae West china.
En la calle sonaban las bocinas y se oía el chirrido de los automóviles al frenar en las
esquinas. El ruido lejano de la gran ciudad llegaba a través de la cálida noche. Pearl
cerró los ojos. Un minuto antes de dormirse recordó rápidamente todo lo ocurrido

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durante el día, como si el lado interno de sus párpados cerrados fuese una pantalla de
cine. «¡Cuántos buques de guerra hay en el Whangpoo!», pensó todavía antes de
dormirse. Diez minutos antes de medianoche sonó el teléfono colocado sobre la mesa
de noche. Yutsing cogió gruñendo el receptor, y Pearl encendió la luz.
—Sí, soy yo —dijo él, medio dormido aún—. ¿Cómo? ¿No podríamos dejarlo
para mañana por la mañana? He llegado hoy de Nanking, y estoy cansado… Bien. Iré
enseguida —y cogió el receptor, exclamando a continuación—: ¡«Número uno», un
traje limpio!
—Los sirvientes duermen —dijo Pearl, y se levantó para darle un traje y ropa
interior—. ¿Adónde vas?
—Mi padre quiere hablar conmigo inmediatamente —dijo Yutsing, anudándose la
corbata.
Pearl lo miró y no preguntó nada más. Yutsing se alisó el cabello. Cuando se hubo
marchado, Pearl leyó, sin pensar en nada durante un par de minutos, algo que ella
había colgado de la pared, al lado de la cama. Era lo único que le pertenecía en toda
la habitación. Su padre, un comerciante de la calle Mott, del Barrio Chino de Nueva
York, lo escribió para ella:

El pequeño pececillo
que nada en el vasto mar
por ello crece en tamaño.

Los rasgos caligráficos de su padre, fuertes y algo rígidos, la tranquilizaban. En


aquellas palabras se notaba una burla agradable y delicada, algo que las hacía
insignificantes y sin responsabilidad. Pearl sonrió, apagó la luz y se durmió.
Yutsing Chang se dirigía al «Shanghai Hotel». Tomó un rickshaw para que el aire
fresco acabara de despertarle. El lujoso hotel estaba en Nanking Road, en medio de la
Concesión Extranjera, cerca del hipódromo. En Shanghai se afirmaba que toda
persona importante tenía que pasar tarde o temprano a través del vestíbulo del hotel.
Cuando el doctor Chang pasó por allí, todas las mesas estaban ocupadas por
huéspedes en traje de noche, que bebían whisky u otros licores. Una dama de cabellos
blancos le llamó:
—¡Monsieur Chang! ¿Ha vuelto ya de Nanking? ¿Qué novedades hay? ¿Llegará
la guerra también a Shanghai? Se dice que los japoneses ricos, como Furuya y
Kikuchi han cerrado sus negocios y huido silenciosamente. ¿No sería muy interesante
que tuviéramos guerra aquí también? Nunca me he divertido tanto como en el año
treinta y dos. ¿Sabía usted que yo estaba allí cuando voló el molino Yungho
Yunghang? ¿Quiere sentarse conmigo? Ya sabe usted que soy una anciana solitaria
con ganas de conversar.
Madame Tissaud formaba parte del vestíbulo del hotel lo mismo que una de las
columnas de mármol negro sobre las cuales se apoya el techo de cristal. Era la voz de

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Shanghai. Sabía todos los rumores, todos los chismes. En fin, era un periódico
viviente. Se hallaba sentada en el mismo sitio antes de que hubiese sido edificado el
nuevo hotel. Siempre permanecería allí, aun cuando la última de las cien grandes
guerras barriera a Shanghai del mapa. Nadie sabía de dónde había llegado. Algunos
afirmaban que Madame Tissaud vivía ya en el pantano sobre el que los primeros
colonos levantaron la ciudad. Había quien sostenía que Madame Tissaud era la viuda
de un misionero que se había enriquecido vendiendo bicicletas; otros decían que era
la propietaria de una serie de burdeles, entre los cuales se encontraba el prestigioso y
lucrativo «Small Boys», de la avenida de Eduardo VII.
Sea lo que fuere, en aquellos momentos había detenido en medio del vestíbulo al
doctor Chang, el cual se inclinó torpemente y murmuró una excusa. Era el único
chino que había en el vestíbulo, y lo sintió sin necesidad de mirar. Aun cuando el
hotel perteneciera a su padre, siempre se sentía allí como un intruso y despreciado
extranjero. Madame abrió las esclusas de su exuberante conversación y derramó un
nuevo torrente de preguntas.
—¿Va usted a ver a su padre? Está muy bien. Hace poco me contaba que había
pescado diez mil peces en el río. —Como los chinos, decía «diez mil» cuando quería
referirse a una gran cantidad—. ¿Sabe usted que ha ganado esta noche mil
cuatrocientos dólares en Jai Alai? El tonto de Monsieur Too Fat[73] apostó en contra
suya. Por otra parte —continuó, cogiendo a Chang de las solapas y atrayéndole hacia
ella—, tiene las más hermosas coreanas que se han visto en Shanghai desde hace
tiempo. Se dice que las compró a un alto oficial japonés del ejército de Kwantung,
pero yo no lo creo. ¿Sabe usted por qué le ha mandado llamar tan tarde? Dígame
todavía una cosa: ¿qué opinan los señores de Nanking de que el Ydzumo esté anclado
tan cerca de la Concesión?
Por todo el «Shanghai Hotel» se oía música de baile. En el gran comedor se
bailaba hasta las dos; en el jardín terraza, hasta las tres, y en el bar se tocaba el piano
hasta que desaparecía el último huésped. El tintineo de las botellas y las copas, el
sordo rumor de las voces, el humo de los cigarrillos, el perfume de las mujeres, el
casi imperceptible de las suelas de fieltro de los botones y de los mozos chinos sobre
las gruesas alfombras de color de arena…, todo daba una indefinible impresión de
elegancia y de gran mundo.
Yutsing Chang apretó las mandíbulas y besó la empolvada mano de Madame
Tissaud. Era el precio que debía pagar para librarse de ella. No tomó el ascensor
principal, cuyas puertas de vidrio se abrían frente al escritorio del hotel, sino que
atravesó un pequeño vestíbulo, desierto y silencioso bajo su roja cópula de vidrio, y
llegó a la parte posterior del edificio, donde un segundo ascensor lo llevaba
directamente a la habitación de su padre.
El hotel había instalado discretamente este ascensor para que fuera utilizado por
chinos, japoneses, hindúes, siameses, coreanos y todos los demás huéspedes de color
cuyo contacto y proximidad no era deseado por los blancos. La vida de un chino en la

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Concesión Internacional estaba llena de muchas pequeñas mortificaciones análogas.
A pesar de ello, el padre de Chang poseía tal cantidad de acciones que prácticamente
era el dueño del «Shanghai Hotel». El famoso jardín terraza situado en el piso
dieciocho, estaba flanqueado por dos construcciones en forma de torres, de las cuales
una era la vivienda del banquero y la otra el bar. Bo Gum Chang vivía allí desde que
una banda de revolucionarios le amenazó con secuestrarle y una sociedad política
secreta con asesinarle. Allí, sobre la ciudad, rodeado por sus guardias de corps, se
sentía seguro. Lo recibió el secretario del banquero, Chai, pariente político de un
cuñado de uno de los primos de Yutsing. Chai era un joven delicado, de aspecto algo
afeminado, que vestía un correcto smoking blanco.
—Vuestro honorable padre está impaciente —dijo con acento de reproche.
Yutsing se alisó maquinalmente el cabello y entró. La gran sala de recepciones
estaba llena de pesados muebles de teca y de rojas cortinas de rosa, bordadas como
para un casamiento; sobre las repisas de la pared, irregularmente dispuestas, había
costosos recipientes de porcelana que, lo mismo que las gruesas bandejas de plata
colocadas en la pared opuesta, eran regalos; en el centro había un mueble antiguo,
parecido a una cama o canapé, en el que cabían holgadamente dos personas.
Había teléfono, radiogramola y toda clase de mecanismos eléctricos, desde un
encendedor de cigarrillos hasta un calentador para los pies, porque Bo Gum Chang
era un gran admirador de la electricidad. El banquero se hallaba sentado sobre el
canapé, y aun cuando había bebido mucho estaba completamente sereno. Como la
noche era sofocante, tenía el torso desnudo y sólo llevaba un negro pantalón de seda.
Su piel era de color de cobre, y la gigantesca caja torácica y los músculos de sus
hombros recordaban a su hijo poderosas figuras que había visto en algunos
monumentos. En el suelo, acurrucada ante Chang, se hallaba una elegante coreana
que tenía en los brazos una botella de whisky como si se tratara de un niño y
balanceaba entre los dedos un vaso medio vacío dispuesta a llenarlo tan pronto como
lo ordenara su señor. La radio, colocada en un rincón, transmitía la música del jardín,
que se filtraba también débilmente a través de las paredes. Las ventanas, que casi
llegaban al suelo, estaban abiertas, y por ellas podía verse la ciudad, entre los
numerosos y multicolores letreros luminosos. Otras dos jóvenes, con los rostros
brillantes de sudor, bailaban al compás de un lento foxtrot. Danzaban tan inclinadas y
entrelazadas que el espectáculo era lascivo y excitante.
—¡Alegría! ¡Ha llegado mi hijo! —dijo Chang, y se dispuso a levantarse, pero
Yutsing se lo impidió.
—¿Cómo está la respetable salud de mi padre? —preguntó.
—Mejor que nunca —repuso Chang, y atrajo a su hijo sobre el amplio canapé—.
He tomado el sol y me he quitado el polvo de la ciudad con el agua del río Tung. —
Estiró sus poderosos brazos riendo y añadió—: Es verdad lo que dicen los libros: «El
cielo es mi padre, la tierra mi madre».
La mujer que se hallaba a sus pies llenó rápidamente una copa para Yutsing.

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Chang la tomó y se la dio a su hijo.
—Muy bien —dijo luego, y apuró su vaso.
Yutsing no había conseguido aún vencer el temor de que su padre le tomara por
un hombre débil. Se bebió el whisky e inmediatamente se sintió reanimado.
—¿Cómo está la venerable salud de mi madre? —preguntó.
—Todavía camina con bastón y tiene que apoyarse en tu tía: tan grande es su
debilidad. Pero vive —contestó Chang, y se rió estruendosamente—. Piensa visitar el
templo de la Nube Purpúrea, lo cual significa que está sana —añadió de buen humor.
La madre padecía una fiebre intestinal que se prolongaba y que consumía sus
fuerzas. Yutsing la visitaba con frecuencia, preocupándose mucho por ella, porque
amaba a su madre, tan fina y tan alejada de todo lo moderno como una antigua
estatua de marfil de la Diosa de la Merced. Tratándose de su madre, era mejor como
hijo que como médico. Por último la convenció de que se hiciera tratar por Pearl, y
ésta la curó. A pesar de ello, sus padres miraban a su mujer con desconfianza y
frialdad.
—Voy a escribirle diciéndole que no haga ningún esfuerzo —murmuró
preocupado.
Mientras tanto, su padre miraba con distraído placer la danza de las muchachas.
Cuando ésta hubo terminado, las dos se dejaron caer sonriendo sobre un par de
almohadones de seda colocados frente a la ventana. Chang le hizo con la cabeza una
seña a la joven que tenía la botella, y la joven cruzó la estancia y apagó la radio. Sin
embargo, la música continuó filtrándose débilmente a través de las paredes. Yutsing
vio sobre la mesa botellas vacías y vasos.
—He traído un par de huéspedes del Jai Alai —le dijo su padre como
contestación a su inquisitiva mirada—, pero he hecho que se retiren temprano porque
estaba impaciente por conversar contigo.
Tomó el teléfono que estaba sobre la mesita situada junto al canapé y gritó:
—¡Chai, puedes ir a dormir! ¡No necesito a nadie más esta noche!
Las tres jóvenes salieron silenciosamente sin esperar ninguna orden, y la
habitación pareció entonces más amplia y desierta. El banquero no había preguntado
cómo estaba Pearl, y esta premeditada descortesía hizo que Yutsing viera con
molestia la urgente conversación a horas tan avanzadas de la noche. Bo Gum Chang
lo miró callado y sonriente, como solía hacer cuando Yutsing era un niño, pero éste
no pudo saber si su sonrisa era amistosa o de burlona crítica.
—Fue un disparate ir a Nanking ahora que necesitas dinero para tus juegos —dijo
Chang al fin.
—Las representaciones atléticas en el estadio no son juegos —respondió Yutsing
inmediatamente. El whisky le infundía valor—. Los señores del Ministerio de
Educación de Nanking saben muy bien que los exploradores son los más importantes
sostenedores del principio de la Nueva Vida.
—Pero no te han dado dinero para ello. —La burla no estaba oculta; era

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cuidadosa, madurada, casi una burla sabia.
—Es una época poco conveniente —comenzó el doctor Chang.
—Muy inconveniente, sumamente inconveniente —repitió su padre—. Los
aviones son en la actualidad más importantes que… ¿Cómo lo llamaste…?
Sostenedores de ideas… Aviones y huevos de aviones —añadió pensativo.
El doctor Chang tuvo que sonreír, porque su padre llamaba a las bombas con el
mismo nombre que los coolies.
—A pesar de todo, se celebrará el Jamboree —dijo obstinadamente—. Ahora es
más necesario que nunca que los niños vuelvan a sus aldeas y practiquen el
sentimiento nacional contra los japoneses. Los políticos de Nanking que quieren
anular estos juegos atléticos son simples aficionados. Los primos son casi siempre
cabezas duras…
Bo Gum Chang se rió al oír hablar a su hijo contra el nepotismo sobre el cual se
basaba toda la economía china. Ésta era la idea favorita de Yutsing, que no
comprendía que era mejor y más ventajoso alternar con la parentela que con los
amigos. Pero el banquero no tenía ganas de iniciar una discusión sobre este punto.
Sólo dijo:
—Las cabezas duras tienen algo de razón. Es insensato traer cinco mil niños a
Shanghai cuando la guerra va a llegar hasta aquí. Sería asombroso que las aldeas
apreciaran la Nueva Vida si las bombas japonesas matasen a sus cinco mil hijos.
—¿Por qué ha de llegar la guerra a Shanghai? Es muy improbable —dijo el
doctor Chang inmediatamente.
Su padre le puso su cobriza mano sobre la rodilla como para tranquilizarlo.
—No soy un Señor de la Guerra —dijo—. No entiendo nada de esto. Pero
algunas personas inteligentes me han explicado que sería más conveniente romper el
frente japonés y combatir simultáneamente en muchos lugares a la vez.
Impresionado, el doctor Chang guardó silencio. Sabía por experiencia que su
padre estaba bien informado y que casi siempre tenía razón.
—¿Cuánto dinero querías conseguir en Nanking? —preguntó el banquero
interrumpiendo los pensamientos de su hijo.
—Me hacen falta unos cuatrocientos dólares para el transporte y la manutención.
Bo Gum Chang esperó. Tenía la esperanza de que su hijo le pidiera el dinero, pero
éste no lo hizo.
«Es caprichoso y está amargado», pensó Chang.
—¿Dónde piensas obtener el dinero? —preguntó después de una pausa.
—No lo sé. Quizá de los judíos —repuso Yutsing.
Chang se rió a carcajadas de esta idea. También Yutsing sabía que era disparatada,
pues hacía ya un año que Pearl trataba inútilmente de conseguir que los judíos
fundadores de la clínica de Chapei adquiriesen las tres lámparas de rayos ultravioleta.
Como no tenía las amplias mangas de su blusa china, se metió las manos en los
bolsillos.

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—Escucha —dijo Bo Gum Chang después de haber bebido otro vaso de whisky
—. Te voy a dar el dinero, porque he ganado esta noche en Jai Alai. A lo mejor me
trae suerte en el juego. Chai se encargará de que lo recibas mañana. Pero no olvides
que no quisiera que trajeras a los niños a Shanghai.
Mientras el doctor Chang agradecía el inesperado obsequio, que le quitaba un
peso de encima, pensaba qué objeto perseguía su padre con ello. ¿Necesitaba algo del
Gobierno? ¿Lo hacía para molestar a algún enemigo? ¿O era simplemente para
dárselas de gran señor? No se le ocurría que su padre quisiera solamente
proporcionarle una alegría al darle el dinero.
—¿Me has llamado para hablarme de algo importante? —preguntó.
Le parecía que acababa de venderse a su padre para aquello que había de escuchar
a continuación.
—¿Te acuerdas de lo que le prometiste a tu madre cuando estaba tan enferma? —
preguntó Bo Gum Chang sin rodeos.
—Sí, me acuerdo —repuso Yutsing. En realidad, sólo había conseguido olvidar su
promesa durante muy pocas horas, y la palabra «acordarse» no tenía comparación con
las torturas mentales que había pasado.
—¿Y qué? ¿Está embarazada tu mujer?
Chang tragó saliva.
—No —repuso.
—Tu madre está todavía muy débil para escogerte una concubina y me ha
encargado que la eligiera yo —dijo Chang. Parecía complacido, como si el encargo
no significara una molestia para él—. La muchacha tiene dieciocho años. Posee
bastante experiencia en el placer y bastante inocencia para ser una buena madre.
Tiene cuatro hermanos, y proviene de una familia que es pobre, pero que ha sido
siempre rica en hijos. Se llama Meilan.
—No quiero tener concubina. Voy a pedirle a mi madre que me devuelva mi
palabra —dijo Yutsing.
Su padre le miró y movió la cabeza.
—No saltará ningún sapo venenoso sobre tu cama. Es una hermosa muchacha —
dijo, disgustado—. Te comportas como si no fueses un hombre.
—Mi mujer es joven. Puede tener todavía muchos hijos si mis padres le dan
tiempo —dijo Yutsing.
Sabía que estaba mintiendo. Pearl había tenido tres abortos. Después de ser
reconocida por diferentes módicos, lloró mucho y finalmente se conformó con la idea
de no tener descendencia.
Chang se levantó, y su morena frente se oscureció más aún. Pero se dominó y dijo
con gran dulzura:
—Nunca te has preocupado por los deseos de tus padres, y cada vez que te has
opuesto a nosotros ha ocurrido una desgracia. No puede ser de otra manera cuando el
hombre quebranta la tradición prescrita. Pero no puedes rehuir el más importante de

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los deberes: el de buscar sucesor. Yo no pido ni siquiera que repudies a la estéril que
sin consultarme has traído de un país extranjero, ni que la hagas regresar a la casa de
donde proviene. Pero has prometido a tu madre darle nietos y cumplirás tu palabra.
—No puedo permitir que ofendas a mi mujer —dijo Yutsing—. Tú no
comprendes mi matrimonio. Quiero mucho a Pearl. Es la mejor de las compañeras, la
más fiel y la mejor de las esposas. Ni siquiera mis padres tienen derecho a ofenderla.
Bo Gum Chang sonrió.
—¿Qué tiene que ver eso con que tú debas tomar una concubina y preocuparte de
tener descendencia? —dijo gozoso—. Tú madre es para mí la mejor mujer de todo el
universo, y yo la respeto más que nada sobre la tierra. ¿Qué tiene eso que ver con mis
numerosas concubinas? Vosotros los jóvenes creéis que habéis descubierto el cielo, la
tierra y todo lo que está sobre ella. —Y añadió más seriamente—: Siempre hubo
buenas mujeres que fueron excelentes camaradas para sus esposos. Baja un momento
de las nubes. En todas partes trabajan las mujeres al lado de los hombres: en los
campos, en las casas, en los botes. Siempre ha administrado la mujer lo que gana el
hombre. Hay un antiguo proverbio que dice: «El hombre cultiva la tierra y la mujer se
sienta al lado del telar».
Yutsing Chang no le oía. De pronto se levantó y se acercó a la ventana, para
aspirar la brisa nocturna.
—No tendré concubina —dijo.
La voz de su padre se dejó oír tras él.
—Un hijo sin educación no tiene más valor que un cerdo.
Yutsing oía el tintinear de la botella contra el borde de la copa, como si las manos
de su padre temblaran. La música llegaba siempre desde el jardín terraza. Conocía la
pieza: Night and Day.
—Pearl y yo somos cristianos —dijo sin volverse, como si se dirigiera a los
letreros luminosos de la ciudad—. Vivimos dentro de las normas de un matrimonio
cristiano. Somos felices y estamos satisfechos. Sería un pecado introducir una
segunda mujer. —Esperó un instante, pero su padre continuó guardando silencio—.
Desde hace años trabajamos y predicamos contra el concubinato. ¿Cómo puedo ahora
aceptar una concubina? Perdería mi reputación —añadió.
Night and Day, you are the one…, cantaba fuera una voz acompañada por tres
saxófonos.
—Ven, hijo, y siéntate a mi lado —dijo su padre tras él con inesperada dulzura.
Yutsing se volvió y se acercó una silla al banco en el cual se sentaba Chang con
las piernas cruzadas.
—He subido algunas veces a la montaña desde la cual se admira el cielo —dijo el
banquero pensativamente—. Me he quedado muchas veces en el convento y he
intimado con el abad. Es un hombre sencillo y una persona muy santa. No come
carne y pasa muchas horas en meditaciones. —La atención de Yutsing disminuyó y
comenzó a sonreír. Las palabras de su padre estaban llenas de paz como un viejo libro

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—. Las varillas dicen que moriré este año —continuó Chang—. Por eso no puedo
darte tiempo. Debo pedirte que engendres un hijo y que no interrumpas la
descendencia por incomprensión, capricho y egoísmo. También tú desearás tener
hijos cuando seas mayor y quieras estar unido a tus padres; Chang llenó otro vaso de
whisky y lo bebió lentamente, como si quisiera apagar una sed intensa.
«Es increíble lo que puede beber sin emborracharse», pensó el doctor Chang.
—No puedes pedirme que tome en serio tales supersticiones —dijo contemplando
la gigantesca figura de su padre—. Tú vivirás todavía muchos años y serás tan viejo
como una roca o un monte.
—El abad consultó el libro veintitrés veces y arrojó veintitrés veces las varillas.
El libro dio siempre la misma respuesta —dijo Chang—. Antes de venir a Shanghai
fui al templo de Ling Yin sólo por curiosidad. También allí el libro me dijo lo mismo.
Soy un hombre inculto, de otros tiempos, y creo en lo que está escrito —añadió
sonriendo burlonamente—. Te he dado dinero para que puedas llevar a cabo tus
caprichos. Tú, por tu parte, deberías ser tolerante con los deseos de tu padre, que
pronto abandonará este mundo.
Yutsing no sabía qué contestar. Había combatido contra sus padres durante dos
años, y, de pronto, algo le impedía seguir luchando. El deseo de un hijo estaba
encerrado en lo más íntimo de su ser, profundamente escondido bajo todas las capas
de su educación. Un pequeño hijo, regordete, de dorada piel… Un hijo que
continuara su obra y sus pensamientos. Un hombre mejor en una China mejor.
—Ahora ha terminado… —dijo.
—¿Qué ha terminado? —preguntó su padre.
—La música —explicó el doctor Chang.
En la Concesión Francesa, el reloj de un templo dio tres campanadas. Yutsing
miró a su padre y vio que gruesas gotas de sudor resbalaban por su rostro. La apacible
persuasión era un pesado trabajo para el déspota. Sobre la cobriza piel de sus
hombros resaltaban blancas cicatrices, huellas de sus tiempos de coolie, de los pesos
que había tenido que tirar. Súbitamente, su gigantesco padre le inspiró piedad.
—Estoy muy cansado para adoptar una decisión esta noche —dijo gravemente—.
Pido un par de días para pensarlo. ¿Puedo despedirme ahora?
Las calles estaban mojadas y brillantes después de una corta lluvia. Soplaba un
viento cálido y húmedo. En el cielo, que se aclaraba, no se veía ni una estrella. Con el
ceño fruncido, Yutsing Chang comenzó a andar por la calle. Al lado del hipódromo,
unos vendedores de periódicos voceaban una edición especial. Yutsing compró un
ejemplar y lo leyó a la pálida luz de un farol callejero.
Pekín había caído. Los japoneses sitiaban a Tientsin, que tampoco podría
sostenerse mucho tiempo.

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Capítulo IV
Recostado en la cama, Kurt Planke, a través del mosquitero, miraba a Meilan, que
guardaba sus vestidos en un maletín. Era pequeña, asombrosamente esbelta y bien
formada. Sus manos eran tan delicadas y finas, que las del resto de las mujeres que
conocía eran como garras de animal en comparación con las suyas. Meilan llevaba
pantalones de seda y una blusa bordada y desabrochada que de vez en cuando dejaba
al descubierto su delicado seno. Kurt cruzó las manos detrás de la cabeza, y dejó que
el cigarrillo colgase pegado a su labio inferior.
—Hay una hermosa canción alemana que armoniza contigo perfectamente,
Gretchen —dijo en alemán, porque no sabía chino, y para Meilan era lo mismo que
hablara cualquiera de los incomprensibles idiomas extranjeros—. Es así: «Ha sido
hecha para el amor, de los pies a la cabeza». Un día de éstos traeré el disco y lo
tocaré. ¡Mírame un poco, Gretchen!
Meilan sonrió y se acercó a la cama, pues comprendía el tono de su voz, aunque
no las palabras. Kurt levantó el mosquitero y le acarició cariñosamente la delicada
piel bajo la blusa entreabierta.
—Se me acaba de ocurrir que no existe el mañana, Gretchen —dijo—. Creo que
he comprendido tus movimientos. Dime: ¿el hacer la maleta significa adieu pour
jamais[74]?
—Mi pequeño príncipe debe levantarse y vestirse —dijo Meilan en chino.
Se inclinó sobre Kurt, le tiró del rubio vello de su pecho y comenzó a reír. Luego
se arrodilló junto a la cama y ocultó su rostro en el hombro de él.
—Lo sé, lo sé —dijo Kurt—. Mi pecho velludo ha tenido éxito contigo. Y ahora
te vas con tu maleta a casa de otro señor. ¡Qué lástima, qué lástima!
Cruzó las manos tras la estrecha espalda de Meilan y miró pensativamente hacia
el techo sucio y agrietado. Se había propuesto no ser sentimental en sus relaciones,
con aquella pequeña china, pero no le resultaba muy fácil despedirse de ella y de sus
caricias. Le levantó la cara de su hombro y la miró con seriedad.
—El que suscribe estaría sumamente agradecido si se le diera una explicación —
dijo.
Ella acercó sus labios a la garganta de Kurt y comenzó a besarle rápidamente,
como él le había enseñado.
—No, querida, no, ahora no —dijo él con energía, y se sentó. Meilan se sentó
juiciosamente a su lado, bajo el remendado mosquitero, con las manos apoyadas
sobre su regazo de seda blanca—. ¿No me puedes dar por lo menos tu nueva
dirección, Gretchen? —preguntó Kurt.
Ella repuso lentamente:
—Ku… My darling.
—Bien, Meilan, my darling —dijo Kurt—. Lo que quiero es tu dirección. Ahora

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pon atención, Gretchen. Yo vivo… Ku vive «Shanghai Hotel». ¿Dónde vive Meilan?
¿Dónde? ¿Me comprendes? A lo mejor te envío una invitación para el baile en el
«YMCA».
Meilan inclinó la cabeza, y con los párpados cerrados comenzó a contar su
historia.
—Meilan es propiedad y esclava del gran señor, del señor Chang Bo Gum. El
gran señor nos compró a mí y a mi hermana cuando éramos niñas. Nos ha dado arroz
y vestidos, y nos ha hecho educar por una mujer que es entendida en el arte de
entretener a los señores. El señor Chang Bo Gum ha honrado a mi hermana
haciéndola su concubina. A mí, empero, me ha conservado para su hijo, el gran señor
Yutsing Chang. Éste, que ha encontrado encantos en mí, me llevará a una gran casa;
tendré pulseras y pendientes de jade, veré los juegos de sombras mágicas de los
extranjeros y recibiré tantos vestidos como quiera. Y cuando le dé un hijo, repudiará a
su mujer, la estéril, y me pondrá a mí a la cabeza de su casa. A pesar de ello, estoy
afligida por separarme de ti, mi pequeño príncipe.
—Todo eso es muy interesante, Gretchen —dijo Kurt cuando ella dejó de hablar
—. Comprendo bien, ¡maldita sea!, que has encontrado algo bueno. De cualquier
manera, es igual. No importa. No queda más remedio que volver a la pipa. Este
poquito de placer en la cama no se puede ni siquiera comparar con el goce que da el
opio. ¡Sublime! ¿Comprendes, Gretchen? Adiós, tesoro. Ha sido muy agradable para
mí haberte conocido.
Al decir esto se levantó y comenzó a vestirse en silencio. Meilan continuó sentada
en la cama, mirándole. En la antesala, el amah hacía ruido para indicar a los amantes
que era hora de separarse. Kurt silbaba mientras se vestía. Meilan se levantó y trató
de ayudarlo, pero él la llevó de nuevo a la cama como si fuera una muñeca. Se sentía
valiente, con un valor desesperado. Silbó más fuerte y se ajustó la corbata con tanta
energía que parecía como si quisiera estrangularse. La corbata moteada de verde era
un regalo de Meilan. También los horribles gemelos, comprados en algún bazar
japonés, se los había regalado ella. Era algo extraño que Kurt, que nunca pagaba o
regalaba a ninguna mujer, recibiera continuamente obsequios de ellas. Buscó un
cepillo para el pelo, y cuando lo encontró lo mojó en un lavabo agrietado colocado
sobre un pedestal medio roto. Con seriedad y atención terminó de peinarse. Al volver
vio a Meilan, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas.
—¡No faltaba más que eso! —dijo, y se metió las manos en los bolsillos, para
tenerlas quietas en algún lugar—. Las muchachas chinas no hacen escenas. Eso por lo
menos dice el Beadeker. «Lo pasado, pasado». De cualquier manera, da lo mismo.
Kurt había llegado a Shanghai hacía más de un año. Aquella ciudad homicida
continuó la obra de destrucción comenzada en París. Las primeras semanas fueron
atroces. El doctor Hain recibía una pequeña ayuda del comité de apoyo a los judíos
alemanes emigrados, ayuda que compartía con Kurt, pues como éste era ario no podía
aspirar a ninguna clase de subvenciones. Las chinches de los miserables cuartos en

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que vivieron, el miedo de apartarse de la esfera del hombre blanco para ser engullido
por los de la raza de color, la falta de esperanza en algún medio de vida… Por fin, el
empleo como pianista en el «Club del Dragón», que era en realidad un burdel, con
una confusión de muchachas de todas las razas que por enfermedad, embriaguez o
escándalo habían sido expulsadas de los locales nocturnos de la Concesión
Internacional y que buscaban allí su sustento por iniciativa propia. Recordaba a veces
la amarga competencia entre las jóvenes y esbeltas asiáticas y las rusas blancas,
ajadas por la vida, pero arrogantes que afirmaban sin excepción estar emparentadas
con la familia del zar.
No olvidaba las relaciones que por piedad inició con una de éstas, Natacha,
llevándola a su casa después de un ataque de nervios. Natacha era demasiado
sensible, pero Kurt se endureció y desapareció el sentimiento que había nacido en él.
Se hizo cínico y arrogante, con ese humor de perros que prospera en Shanghai como
en ningún otro sitio. Natacha recibió una paliza de una coreana llamada Betsy: él era
el botín por el que se peleaban. En la vivienda de Betsy, que compartía con otras
muchachas, conoció por primera vez el imborrable olor del opio. Betsy era una
fanática del opio, y con el apasionado sentimiento de proselitismo del maniático, lo
acostumbró a la pipa. Después de pasar por las náuseas del principiante, se dio cuenta
de lo que querían decir los chinos cuando se referían a la armonía universal.
Un violento deseo camal torturaba a Kurt desde joven, pero el opio le dio una
admirable conformidad y no necesitó más mujeres.
De pronto, Betsy desapareció. No la echó de menos, pero enfermó por el ansia de
la pipa. Como no tenía dinero para comprar el costoso veneno, se hundió en los bajos
fondos, donde los mendigos, los coolies, los cargadores y los obreros de las fábricas
de algodón encontraban el opio fuerte y barato que fumaban para embriagarse. Se le
obtenía recogiendo los restos y desperdicios de la cosecha, y emborrachaba
fuertemente.
«La vida es tan dolorosa que sólo es posible soportarla con el Gran Humo»,
decían, y Kurt les daba la razón. «En resumidas cuentas, da lo mismo —pensaba—.
Todo es igual».
Una casualidad los libró a él y al doctor Hain de morir de hambre. En la estrecha
Yueng Ming Yueng, el lujoso automóvil del banquero Bo Gum Chang atropello a la
joven mujer de un guardavía y a su hijito. El doctor Hain presenció el accidente y
prestó los primeros auxilios a la madre y al hijo. Le hizo al mismo una transfusión de
sangre y trabajó todo lo que fue necesario para conservar a ambos la vida.
En Shanghai no se prestaba atención a los atropellos de peatones, porque sólo
violando las reglas podía mostrar el chófer de Bo Gum Chang cuan elevada era la
categoría de su señor. Pero aquella vez fue diferente. El guardavía tenía relaciones
que llegaban hasta el Ministerio de Vialidad. Pertenecía a la honorable e influyente
parentela de los Wu, y aun cuando sólo alternaba con los parientes más lejanos de
esta familia, hubiera bastado para exigir una elevada indemnización si hubiesen

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muerto la mujer y el niño. Gracias a la intervención del doctor Hain esto no llegó a
ocurrir, y el banquero supo mostrarse agradecido.
Al doctor Hain se le destinó una habitación en la parte trasera del «Shanghai
Hotel», siendo considerado desde entonces como el médico del hotel. De vez en
cuando solían visitarle algunos pacientes; enfermos de diarrea que temían que fuese
cólera, alguno que sufría los malestares posteriores a las borracheras, y,
ocasionalmente, una señora que había tomado una dosis excesiva de veronal para
asustar a su amante.
A Kurt se le dio un puesto como pianista en el bar del jardín de la terraza, y
alternaba con un negro que tocaba música de jazz. Kurt ejecutaba tangos franceses o
valses de Viena, y a veces polcas sentimentales, cuando se lo pedía algún borracho o
algún enamorado. Vivía en una habitación pequeña y miserable, sin ventanas, se le
daba de cenar y se le pagaban quince dólares semanales en moneda de Shanghai.
Tocaba de noche y dormía de día. Cuando los últimos huéspedes se iban temprano a
casa iba a Chapei y fumaba opio.
«Todo me tiene sin cuidado», pensaba.
Diez semanas antes, Bo Gum Chang, el gran hombre de Shanghai, llevó al bar a
dos pequeñas chinas: Meilan y su hermana. Kurt se enamoró súbitamente de Meilan,
si se puede llamar amor a la cansada excitación que experimentó al ver su pequeña
silueta de gacela, y le preguntó su dirección al maître del hotel. Ella vivía con su
Kwei Kuei en Langste Po, en una humilde casa de alquiler. Cuando el banquero salió
de viaje, los dos jóvenes se habían puesto ya de acuerdo, aun cuando su conversación
se componía de monólogos en diferentes idiomas.
Después de un gran esfuerzo, Kurt consiguió abandonar el opio.
Quien logra estar cuatro días sin fumar opio está curado, se decía en Shanghai.
Los cuatro días fueron terribles para Kurt.
—Gretchen —dijo al sexto día—, tú no sabes a qué cielo he renunciado por ti.
Meilan se estrechó contra él riendo, y durante seis semanas la disipada vida de
Kurt mejoró un tanto. Pero todo había terminado. Meilan se puso su hermoso vestido
de seda de color de cereza, lo acarició con sus manos increíblemente hermosas, dejó
caer la tapa de la maleta y la cerró con llave.
—Bien. Entonces…, adiós —dijo Kurt, y se alejó con rapidez. En la oscura
antesala, el amah extendió la mano pidiendo un regalo.
—Mi último dólar, reverenda señora —dijo Kurt, y salió.
La casa poseía angostas galerías que corrían alrededor de un pequeñísimo patio, y
los cuatro pisos parecían las celdillas de un panal. Olía a chino, a aceite quemado a
incienso, a ajo, a ropa vieja… Las escaleras eran estrechas, empinadas y oscuras.
Abajo, en la callejuela, dormía el coolie que lo había llevado dos horas antes.
—¡Despierta, Franz! —exclamó sacudiendo el rickshaw.
Yen se despertó inmediatamente y lo saludó con una amplia sonrisa que estiró la
piel de su cara sobre los pómulos.

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—¡Hombre, qué aspecto tienes! —observó Kurt, mirando la escuálida y
harapienta figura.
—¿Amo ir hotel? —preguntó Yen.
—Acertaste, Franz —dijo Kurt, y se sentó en el rickshaw.
—Iremos hotel rápidamente.
Yen levantó las varas, pero de pronto las volvió a bajar y sacó un paquetito, del
cual extrajo una carta sucia y arrugada que sostuvo ante los ojos de Kurt, mientras le
miraba expectativamente. Kurt observó los signos chinos y asintió con la cabeza.
—Ya me la has enseñado tres veces, y todavía no puedo leerla —dijo—. Ahora
¡adelante, chopchop!
Yen se guardó nuevamente la carta, asió las varas y partió. Era poco más de
mediodía, y hacía mucho calor. Cuando llegaron al hotel, Kurt sacó veinte centavos
del fondo del bolsillo y se los dio al coolie. Yen los tomó sin discutir, porque Kurt era
un cliente fijo.
—Amo… —dijo a media voz, cuando Kurt se disponía a cruzar la fresca galería
que rodeaba el «Shanghai Hotel».
—No se discute, Franz —dijo Kurt.
Pero Yen lo siguió y le interceptó el paso.
—¿Amo querer opio, muy buen opio? —dijo.
Kurt lo apartó a un lado y continuó andando como si no hubiese oído nada. Aquel
coolie era el que le había llevado por primera vez a la cueva de Chapei.
Madame Tissaud estaba sentada en la sala del hotel con el rico matrimonio inglés
que Kurt había visto ya varias veces en el bar.
—La mujer es hermosa, pero baila demasiado bien para ser una dama —le dijo
Kurt al maître cuando la vio por primera vez.
—Eso no nos interesa —le contestó el maître— Monsieur Kurt, venga usted un
instante —dijo Madame Tissaud, justamente cuando Kurt esperaba poder pasar sin
ser visto, porque la odiaba de todo corazón.
—Señora Russell, ¿puedo presentarle a nuestro joven genio? Haga usted una
reverencia, Monsieur Kurt. La señora Russell tiene una gran cultura musical.
Helen levantó la mano, pero Kurt la estrechó en lugar de besarla.
Russell, el honorable Roberto Russell, lo miró soñoliento, mientras agitaba su
vaso para mover el hielo.
—¿También francés? —preguntó sin demasiado interés.
—Un poco de todo —respondió Kurt.
Era fastidioso explicar a cada persona con la que bebía un whisky en el bar su
biografía completa, incluso su fuga de Alemania. La señora Russell lo miró de arriba
abajo sin gran cortesía.
—Cuando subamos esta noche tiene usted que tocar la pieza favorita de mi
esposo —dijo.
—Será para mí un placer —contestó él inclinándose—. ¿Cuál es?

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—The more we are together[75] —dijo ella—. Le hace llorar, pero sólo después de
las tres de la mañana. Su sensibilidad no funciona más temprano.
—Monsieur Kurt deberá contarle alguna vez cómo él y el encantador doctor Hain
huyeron de Alemania. Es mejor que una novela —dijo Madame Tissaud—. Me han
dicho que se interesa usted por la política, señor Russell. ¿Es cierto?
—Yo no, mi hermano —dijo Russell, y concentró su atención en el vaso. Hubo
una pausa.
—He de marcharme —dijo Kurt, molesto porque nadie le ofrecía asiento.
—Nos veremos en el bar —dijo ella distraídamente.
—¿Ha visto usted? —preguntó Madame Tissaud cuando Kurt se hubo marchado
—. ¿Se ha fijado en sus ojos, en su expresión?
—¿Qué ocurre? —inquirió la señora Russell.
—¡Opio! —contestó Madame Tissaud, y se recostó en la silla, que crujió bajo su
peso—. Ignoro cómo se puede, siendo fumador de opio, vivir a costa de las mujeres
—continuó Madame con ardor—. Hasta los niños saben que el opio produce
impotencia. Pero a pesar de todo, es un hermoso muchacho. ¡Oh! Ahí viene Bo Gum
Chang en persona. ¡Monsieur Chang, siéntese con nosotros!
Pero el banquero, vestido con una larga túnica de seda, se inclinó levemente,
estrechó su propia mano y pasó de largo. Sus ojos miraron un instante a Helen, como
los de un hombre que entiende de belleza femenina. Helen captó la mirada como
mujer que conoce a los hombres, y sonrió para sus adentros. Madame sorprendió el
invisible gesto.
—Es Bo Gum Chang, el hombre más poderoso de Shanghai —informó—. Ayudó
económicamente a ambos bandos durante la lucha entre Chang Tso Lin y el general
Fong Yukiang. Éste ha jurado hacerle matar. Por eso Chang vive en el hotel. Una vez
dejó fuera de combate a tres individuos que querían secuestrarlo. Se dice que es tan
fuerte que puede derribar a un búfalo. Pero lo más interesante es la forma cómo se
libró por segunda vez de ser secuestrado. Un día que salía del Banco y se disponía a
subir a su automóvil, dos hombres se acercaron a él y le encañonaron con sus
revólveres. A diez pasos se encontraba un sikh, pero, como era de suponer, Chang no
podía llamarlo. ¿Qué cree usted que hizo? Rápidamente se desabrochó el cinturón y
dejó que los pantalones resbalaran por sus piernas. Furioso, el sikh se acercó
corriendo al ver aquel atentado contra el pudor. ¡Un gigantesco chino con las nalgas
al aire en plena Concesión Internacional! Y así se salvó Chang. Eso es tener humor y
extraordinaria presencia de ánimo, ¿no le parece?
Russell parecía no haber oído la narración. En su mente seguía dándole vueltas
una observación anterior de Madame.
—¿Opio, dijo usted? —observó soñoliento—. Por todas partes se oye hablar de
opio, ¿es acaso tan fácil conseguirlo?
—Un niño podría conseguirlo. ¡Un niño, mi querido Monsieur Russell! Me han
dicho que pasa lo mismo que ocurría en América con la ginebra durante la Ley Seca.

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No hay nada tan sencillo como conseguir opio en Shanghai. Helen lo miró
sospechosamente.
—Sólo es necesario preguntárselo a alguno que fume opio —dijo Madame con
alegría—. Por el momento no tengo necesidad de estimulantes artificiales, pero creo
que hay hoteles japoneses con muchachas. Desde que los japoneses abrieron esa
brecha en el Norte nos mandan una gran cantidad de estupefacientes. Morfina,
heroína, y qué sé yo cuántas cosas más.
—Quisiera saber cuándo será posible volver a Pekín —dijo Helen tratando de
desviar la conversación—. Es la próxima etapa de nuestro viaje. ¡Mire usted que
llegar justamente cuando empieza la guerra!
—En China siempre hay guerra —dijo Madame Tissaud—, pero no debe tomarse
muy en serio, ya que casi todo es pura fanfarronada. Ahí viene el doctor Chang.
¡Aquí estamos, Monsieur Chang!
El doctor Chang vestía un traje de seda de Chan-Tung recién planchado y tenía en
la mano un panamá nuevo. Llevaba zapatos blancos, calcetines verdes y corbata del
mismo color. Sus cabellos estaban llenos de brillantina, y olía a agua de Colonia.
—Debo pedir disculpas por llegar tarde —dijo desconcertado.
—De ninguna manera. Todavía veremos muchas cosas… —murmuró Russell.
Desde un principio se había negado a ser invitado por los chinos. Pero Helen tenía un
enfermizo deseo de investigarlo todo, en cualquier lugar en que estuviese, y Bobbie
no era bastante enérgico para oponerse a los deseos de su mujer—. Es decir, si no le
causamos demasiada molestia… —añadió, porque su esposa le había inculcado la
idea de mostrarse cortés con los chinos.
Al doctor Chang le tocó el turno de protestar. Su invitación de enseñar la ciudad
al matrimonio Russell era hasta cierto punto el cumplimiento de un deseo oficial. El
embajador chino en Tokio, del cual era amigo, le escribió que los Russell eran muy
agasajados en el Japón, y que Robert Russell pertenecía a una familia inglesa
políticamente importante. Era necesario darles una buena impresión de la Nueva
China para contrarrestar la influencia japonesa. Así, pues, Yutsing Chang,
impecablemente vestido, perfumado y sonriente, sintiéndose sofocado e incómodo, se
deshacía en cortesías y reverencias, aun cuando el idioma inglés era poco adecuado
para las mismas. Ante el hotel aguardaba un gigantesco automóvil con un chófer
uniformado de blanco; era el coche que Chang había pedido prestado a su padre para
impresionar a los ingleses.
«Fanfarronada», pensó Helen mientras subía.
—He oído decir que se juega bien al polo en Shanghai —dijo su marido.
El doctor Chang respondió sonriendo que no entendía nada de eso.
—Creo que también en Hong-Kong se juega bien al polo —añadió Russell.
—Mi padre posee un grupo de terracotas de la dinastía de los Tang —dijo el
doctor Chang—. Tal vez le interese verlo. Es un equipo femenino de polo, con sus
largas túnicas y sus anchas mangas. Una prueba de que en China se juega al polo

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hace más de mil años, y se cree que debía de ser muy popular, pues no sólo los
hombres lo practicaban.
—Ciertamente —dijo Russell, que con sonriente impaciencia soportaba la
verbosidad de Chang.
El doctor Chang tomó el teléfono e hizo una indicación en chino al chófer. Había
impedido a tiempo que el hombre cruzara el descuidado barrio de Soochow Creek.
Como siempre que trataba de demostrar que China adelantaba a grandes pasos,
estaba muy excitado. En él existía una notable mezcla de sentimientos: desprecio por
los ignorantes pueblos bárbaros de otras partes de la tierra, odio a los intrusos que
exprimían dinero y sudor al país, amarga vergüenza por las debilidades nacionales de
sus propios compatriotas, y admiración por los arrogantes. Una extraña mezcla que
coloreaba por doquier el tráfico entre orientales y occidentales.
—Nos detendremos algunos minutos en un colegio —explicó a sus huéspedes—.
Los niños dan una pequeña función teatral, y supongo que será interesante para
ustedes ver lo que se ha hecho en China en el terreno de la educación.
Helen vio la asustada expresión de su marido, y salió en su ayuda.
—Desde luego —dijo—. Las escuelas fueron siempre mi tema favorito.
Yutsing se reanimó al oír estas reconfortantes palabras.
—La semana próxima les podré ofrecer algo verdaderamente asombroso: un
Jamboree de unos cinco mil exploradores de la provincia de Kiangsi. Ésa es mi
obsesión, señora Russell. ¡La juventud, la próxima generación! Para nuestros
ancianos es difícil aprender de nuevo, pero la generación venidera será
completamente distinta. Eso lo podemos prometer. También Moisés y su pueblo
elegido tuvieron que permanecer cuarenta años en el desierto, hasta que creció una
nueva generación. ¿Qué son cuarenta años? ¿Qué son cuatrocientos años en la
resurrección de un pueblo?
Helen miró el rostro acalorado del pequeño chino.
—¿Conoce usted la Biblia? —preguntó con cortesía.
—Soy cristiano —respondió el doctor Chang con discreción.
Bobbie no intervino en la conversación.
La escuela era un sobrio edificio de hormigón, con gigantescas ventanas y un
campo de juegos y de deportes. Dentro olía a limpieza. Las alumnas, vestidas con
almidonadas y angostas ropas chinas de color celeste, se amontonaban en las
escaleras y los pasillos. Las pequeñas maestras, de rostros virtuosos, con gafas,
pedían silencio. Bobbie Russell había respirado en el coche como si tuviera miedo del
olor de su huésped, pero al entrar en la escuela sacó un pañuelo y se lo puso ante la
nariz, sin ánimo ofensivo, pero con bastante descaro para que lo viera el sensible
doctor Chang.
—Estamos muy orgullosos del sistema de ventilación de este colegio —dijo
Yutsing—. El aire circula por medio de instalaciones eléctricas; se limpia, se enfría o
se calienta según se desee. Es un invento americano.

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—Usted sabe que en Inglaterra estos dispositivos son de un estilo infinitamente
más antiguo —dijo Helen, que se divertía sinceramente, no sólo por los esfuerzos del
chino, sino por la aversión que su marido no podía ocultar—. Nuestras escuelas, si
valen algo, son oscuras y datan del siglo XV.
El doctor Chang se inclinó ante la mención del siglo. Llegaron al salón, que
estaba lleno de niños chinos. Todas las brillantes cabezas negras miraban hacia
delante; al parecer las maestras les habían prohibido mostrar curiosidad por los
visitantes extranjeros. El doctor Chang les presentó a una de las virtuosas solteronas,
que expresó en el más puro inglés su placer por la honra de la visita. Se levantó un
telón, sobre el cual se veían grandes signos chinos, y comenzó la representación.
En el escenario, las niñas cantaban y declamaban con voz gangosa y artificial. Era
absolutamente imposible saber de qué se trataba. Tres niñas más pequeñas estaban
acurrucadas a un lado del escenario y golpeaban tambores e instrumentos de madera.
El doctor Chang murmuró al oído de Helen observaciones y explicaciones de
estadísticas sobre el nuevo sistema docente chino. El alboroto era irritante. Bobbie
experimentó la sensación de hallarse sentado en la silla de un dentista, y el chino lo
notó.
—Recuerdo aún la noche en que fui por primera vez al «Metropolitan Opera
House» de Nueva York —dijo con una ironía demasiado sutil para que los europeos
pudieran captarla—. Fue algo terrible. Sus óperas son una especie de estilización; las
voces están cambiadas de tono, y el argumento sólo se entiende si se sabe de
antemano lo que va a suceder.
Helen sacó su polvera y comenzó a empolvarse cuidadosamente. La sala estaba
abarrotada, y el aire era pesado. El calor aumentaba.
—¿Cuánto tiempo durará esto todavía? —preguntó Russell en cuanto comprendió
que le era imposible resistir un minuto más.
El doctor Chang se inclinó hacia una de las maestras y le susurró algo al oído.
—Unas cuatro horas, más o menos… —repuso con mortificada expresión—. Ya
sabe usted que nosotros los chinos tenemos un sentido del tiempo completamente
distinto al de los occidentales.
Sabía lo que iba a suceder: los huéspedes abandonarían la sala en medio de la
función, dejándolo mal a él, a las maestras, a las niñas y a toda la Nueva Vida. Pálido
y suplicante, volvió a murmurar algo al oído de la maestra. No había terminado aún
cuando observó que Russell y su mujer, con una avidez ofensiva, se abrían paso hacia
la salida a través de las filas de sillas.
—Esperamos que nos enseñe usted muchas cosas… Es mejor no emplear tanto
tiempo en una sola cosa —dijo Helen en cuanto vio la cara pálida y desesperada, pero
sonriente, del chino.
Su esposo consiguió hacer uno de sus pocos cumplidos espirituales.
—Padezco de algo que entre los médicos se conoce con el nombre de fobia —dijo
—. No puedo ver un colegio sin sentirme aterrorizado. He sido tan mal alumno que

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todavía sueño con los exámenes que no llegué a sufrir.
El doctor Chang rió agradecido.
—Lo comprendo. ¡Oh, lo comprendo perfectamente! —aseguró un poco más
aliviado. Subieron al coche.
—Hace calor, ¿verdad? Un pequeño refresco nos sentaría bien —dijo Russell, a
quien el whisky del mediodía había dejado una sed que sólo podía apagarse con más
whisky.
—Estoy seguro de que mis amigos del Ayuntamiento nos han preparado algún
refresco —dijo el doctor Chang.
Recorrieron en silencio el largo camino hasta Kangwang. Cada uno de ellos se
enfrascó en sus propios pensamientos durante el viaje.
Bobbie pensaba con ansia en las bebidas. Se le ocurrían toda clase de mezclas
alcohólicas, frescas y vivificantes, al mismo tiempo que se sentía cada vez más
cansado y sediento.
Helen pensaba en Frank Taylor, en Sir Galahad, a quien vería de nuevo durante la
próxima cena china, a la cual la había invitado el doctor Chang. A decir verdad,
Frank no le interesaba tanto como para irle a buscar a su oficina (o tal vez no deseara
encontrarle empleado en un estúpido negocio), pero tampoco hubiera podido
olvidarlo por completo. «Tiene un aspecto grandioso. ¿Por qué no me llamará por
teléfono? Quisiera bailar con él», pensó impaciente.
De los tres, Yutsing era el que se hallaba más absorto en sus pensamientos. Dos
días antes había tenido el primer encuentro con Meilan. Sucedió algo inesperado que
escapó completamente a los planes que se había trazado: se enamoró de ella. Todo su
ser se sintió estremecido por su dulzura, y deseó lleno de inquietud sus estudiadas e
ingeniosas caricias. Esto trastornaba toda su vida; convertía su hermosa y callada
camaradería con Pearl en algo pálido y sin razón de ser. Su oficio, su misión en la
Nueva China, la lucha en el Norte, el incierto futuro del país… todo, todo le parecía
intrascendente comparado con la emoción que le producía la voz suave y la delicada
forma de los senos de Meilan en la oscura habitación.
El refresco que se ofreció a los huéspedes en la sala de recepciones del nuevo e
imponente Ayuntamiento de Kangwang consistió en té verde, amargo y caliente, en el
que nadaban ores, y tortas de arroz coloreadas. Para Russell, las imágenes anteriores
crecieron hasta convertirse en pesadillas, y las orgullosas explicaciones del doctor
Chang no penetraron en su cerebro aletargado por la falta de whisky. Veía gigantescos
edificios de estilo chino; antiguos ornamentos pintados con modernas anilinas,
ascensores, escaleras, salas, portales, oficinas, empleados, aljibes, caballos de
mármol; muros que amenazaban derrumbarse sobre él; chinos que hablaban inglés y
otros que sólo sabían sonreír; calles y más calles suburbanas; el estadio; las piscinas;
las interminables vistas de los parques en forma de estrella…, todo acompañado por
las explicaciones y comentarios de su huésped, interrumpidos por incontables
presentaciones y cortesías que nada significaban…

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Completamente agotado, Bobbie llevó a su mujer a un rincón.
—Si no salimos enseguida de aquí me desmayo —dijo apremiante—. Ya tengo
bastante. Si no nos vamos inmediatamente, me pondré a gritar.
Helen lo miró. El rostro pecoso de su marido se estaba poniendo pálido.
—Ya nos vamos, Bobbie —dijo apresuradamente—… Espera cinco minutos.
La retirada también fue allí apresurada y casi insultante. Ya oscurecía cuando el
coche los llevó hasta un aeródromo, donde subieron a un pequeño avión que los
esperaba.
Bobbie estaba tan aturdido que apenas podía moverse. Mientras se hallaba
suspendido sobre la ciudad comenzaron a surgir las luces a través de la niebla rojiza.
Bobbie permanecía en su asiento como si se encontrase gravemente enfermo. Helen
se hizo explicar lo que veía. Los Bancos y los rascacielos de la Concesión se veían
empequeñecidos; Soochow Creek era sólo una delgada faja de color castaño entre
China e Inglaterra; el barrio francés se estrechaba contra la Concesión Internacional,
y cada vez se encendían más luces allá abajo. Al otro lado del Creek estaba
Hong-Kew, grande, con las manchas verdes de sus parques, y Chapei, una confusión
de calles pequeñas entre las cuales sobresalían los cuadrados de las fábricas con sus
altas chimeneas. En Pooting, a un lado del Whangpoo, se veían más fábricas.
Yangtse-Po estaba situado en un recodo del gran río, con muelles que se internaban
en las aguas como angostos broches. Una mancha gris y redondeada era la antigua
ciudad china, a la que la cadena de luces de la calle principal separaba de la
Concesión Internacional. Otra corriente de agua separaba a Nantao, al sudoeste del
barrio francés. Nuevos arrabales resaltaban con sus verdes jardincillos y sus terrenos
baldíos. Lejos, al Sudoeste, se perdía la ciudad entre la niebla, más allá del arsenal y
del aeródromo. Los incontables juncos sobre el río parecían lentos escarabajos de
color oscuro. Entre ellos permanecían inactivos los buques de guerra de todas las
naciones, adornados con delicadas cadenas de luces. El crepúsculo fue borrando poco
a poco todos los contornos y sólo dejó las luces suspendidas en la penumbra, Helen
preguntaba, y el doctor Chang le respondía.
Como en las anteriores etapas de su viaje, Helen ignoraba si alguno de sus
informes tendría valor suficiente para ser comunicado al Servicio Secreto inglés.
Pensó que era una aficionada sin dotes. Toda su vida había sido una lucha hacia la
perfección, un combate contra el Destino, que la llevaba siempre por una falsa ruta.
Había sido una estudiante ejemplar, la mejor costurera del salón «Leibel», la
modelo perfecta, la más hermosa de las estrellas de revistas, la más francesa de todas
las parisienses y una impecable Lady inglesa en su desdichado matrimonio con
Alden. A la sazón representaba con gran habilidad el papel de honorable señora
Russell. Le molestaba pensar que tenía que fracasar como espía. China era un país en
el que Inglaterra poseía intereses vitales, y estaba en guerra. Debía de haber
novedades importantes, pero parecían escapar a su perspicacia. Aceptó la aburrida
invitación del chino sólo porque Madame Tissaud, el diccionario de Shanghai, le

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había dicho que el doctor Chang estaba en todas las partes de China donde sucedía
algo. Anotó mentalmente los números y las nacionalidades de los barcos anclados en
el río, sabiendo que esto era algo estúpido. Trató de investigar qué se escondía tras la
inflexible cortesía del chino, pero no lo consiguió.
Bobbie sacó su pitillera y trató de encender un cigarrillo, pero su mano temblaba
tanto que el fósforo se apagó. Helen cogió el cigarrillo, lo encendió y se lo puso entre
los labios. El doctor Chang se volvió, como si se sintiese avergonzado. Por fin
aterrizó el pequeño aeroplano, y Bobbie entró tambaleándose en el automóvil que los
esperaba.
—Ahora, vamos a tomar unas copas al «Club Imperial» —dijo con pálida sonrisa.
El doctor Chang se aclaró la garganta y tragó saliva. En el «Club Imperial» no se
permitía la entrada a los chinos.
—Me permito aconsejarle que no tome ningún cóctel antes de una cena china. No
sientan bien —dijo con rapidez—. No tardaremos en llegar al restaurante donde me
espera mi mujer con otros invitados. Me atrevería a jurar que le agradará a usted el
vino de arroz caliente, señora Russell.
—Esperemos que así sea —dijo Helen.
Muchas veces durante su matrimonio experimentaba la sensación de hallarse
sentada sobre ascuas. El coche se detuvo en una angosta calle en la que pendían
muchas colgaduras y faroles y en la que los chinos pasaban con el sordo rumor de las
suelas de fieltro.
—Mucho me temo que mi esposa esté demasiado cansada… —dijo Bobbie,
desesperado.
Helen estaba a punto de abandonar toda cortesía y apoyar a su esposo cuando
detrás de una empinada escalera salió Frank Taylor. Estaba parado entre dos
gigantescos faroles que tenían grandes signos rojos en chino, y sonreía de un modo
indefinible. Helen pensó en aquel momento que parecía un nativo de las islas de los
mares del Sur. Le pareció primitivo e infantil, con su boca entreabierta y el brillo de
sus grandes y anchos dientes.
Frank abrió la portezuela del coche.
—No sabe usted cuánto esperaba yo esta noche —dijo, mientras el doctor Chang,
más que ayudar, sacaba a Bobbie por la fuerza. Una alocada música china llegaba
hasta ellos por el hueco de la mal iluminada escalera.
Un instante antes sentía Helen un agudo resentimiento por todo lo sucedido, pero
de pronto todo le pareció alegre y lleno de colorido: la calle china, los faroles, la
dudosa entrada y el olor indefinible que flotaban en el aire.
—¿Cómo le va, Sir Galahad? —preguntó, tendiéndole la mano. Frank la sostuvo
un instante, como si no supiera qué hacer. Luego se inclinó y la besó—. Como un
francés… —añadió Helen, burlona.
—Los chinos y los parisienses nos parecemos en que nuestros mejores
restaurantes y negocios están lo más ocultos posible —dijo el doctor Chang

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ceremoniosamente.
Helen volvió a la realidad. Por un segundo había estado a solas con Frank. Sonrió.
—Aún estoy mareada de todo lo que hemos visto. Ven, Bobbie. Te sentará bien
comer algo.
Subió la escalera detrás de Frank, sin dar a su marido ocasión de contestarle.
Al final de la escalera los saludó el dueño, un hombre grueso con chaqueta
blanca. Dos camareros estaban a su lado. Pasaron por un par de habitaciones con las
puertas entreabiertas.
El doctor Chang condujo al matrimonio Russell hasta la sala que había reservado
para el banquete, indicándoles el camino con muchos cumplidos.
—¿Le place por aquí? ¿Me permiten rogarles que entren?
Entretanto, Bobbie Russell estaba tan iracundo y amargado que no vio a los
huéspedes. Su hermoso rostro de inglés de buena familia mostraba una expresión de
arrogancia que no era intencionada, pero que le daba el aspecto de un camello de mal
humor. Por lo menos, así se lo decía en chino el poeta Liu a Pearl, que se había
vestido a la moda occidental y apenas podía contener la risa. Ella presentó a sus
huéspedes, un poco orgullosa de tener dos amigos blancos.
—El doctor Hain, mi distinguido colega —dijo. Hain, vestido con un traje gris de
alpaca, hizo una distraída reverencia ante Helen—. El señor Liu, nuestro mejor amigo
y un gran escritor. La señora Linyin, la Greta Garbo china. Al señor Taylor ya lo
conoce usted.
La sala estaba vacía, excepto una pequeña mesa redonda, alrededor de la cual
había sillas tapizadas de blanco, y una segunda mesa, sobre la que veían algunos
mangos. También el comedor tenía un olor penetrante a limpieza y a jabón. Entró un
joven con una cesta en la que había toallas húmedas y enrolladas. Bobbie las miró
desconfiado, pero cuando los demás se frotaron la cara con ellas, hizo lo mismo. La
toalla estaba caliente y le hizo bien. Liu, que lo contemplaba, se acercó a la mesa y se
sentó a su lado.
—Conozco muy bien a su hermano —dijo—. Ambos estuvimos en el «Lincoln’s
College». Sus conocimientos de derecho internacional eran superiores a los de
cricket, ¿verdad?
—Mi hermano era poco deportista —dijo Bobbie completamente perplejo.
—El padre de Liu fue embajador nuestro en Londres —explicó Pearl desde el
otro extremo de la mesa.
De súbito, un muchacho chino vertió algo de una especie de tetera de hojalata en
una taza diminuta.
—No tenga miedo —dijo Liu—. Tiene el mismo gusto que el jerez.
Bobbie se sintió disgustado, porque su mano temblaba tanto que derramó la mitad
del contenido de la taza antes de llevarla a sus labios. Liu miró discretamente hacia
otro lado. La bebida pasó, caliente y agradable, por la garganta de Bobbie, que pidió
más.

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—¿También de Oxford? —preguntó Liu.
—De Sandhurts —respondió Bobbie algo reconfortado. El doctor Chang se unió
a ellos.
—Debe usted visitar la academia militar de Nanking, señor Russell —dijo—.
Vale la pena.
—En ella se incuban oficiales lo mismo que gusanos de seda en otras partes del
país. Los japoneses se oponen a esta nuestra industria —dijo Liu, e hizo una seña al
muchacho para que llenara de nuevo la taza de Bobbie.
Bobbie bebió agradecido y presentó de nuevo la taza.
Helen sostenía una distraída conversación en alemán con el anciano médico.
—¿Hace mucho que está usted en Shanghai? ¿Le gusta? ¿No? ¿Por qué no? Es
mucho más moderno que París, ¿no es cierto?
El doctor Hain se dispuso a contestarle. No estaba acostumbrado a hablar. Tenía
la voz opaca propia de las personas que viven solas.
—Shanghai no es una ciudad —repuso—. Es un veneno. Aquí viven los
antropófagos, domina el canibalismo más puro. Los desperdicios del mundo se
encuentran aquí. El que llega a esta ciudad, sea blanco o chino, ha fracasado en otra
parte, y Shanghai hace el resto.
—¿Y no hay excepciones? —preguntó Helen mirando a Frank, que ofrecía
pepitas de melón a la señora del doctor Chang. Le parecía excepcionalmente joven.
Él notó su mirada y se acercó.
El doctor Hain sonrió con melancolía.
—Mis colegas chinos me llaman siempre cuando ya es demasiado tarde. Por eso
mueren todos mis pacientes. Esto no contribuye precisamente a darme fama.
Pearl condujo a Helen a la mesa, y los dos camareros colocaron algunas fuentes
en el centro.
—No fue nada fácil hacer venir al doctor. Es un anacoreta —dijo sonriendo.
Helen tomó maquinalmente los palillos. Recordaba aún cómo cogerlos de la
época que había pasado en París con los estudiantes japoneses.
—Tendré que retirarme pronto —dijo el doctor Hain en su vacilante inglés—. Es
miércoles, y tocamos música de cámara. Es una costumbre risible que he mantenido
durante toda mi vida.
—Si le es más cómodo, señor Russell, emplee tenedor y cuchillo —dijo el doctor
Chang a Bobbie—. Esto es una especialidad que seguramente ha oído usted nombrar:
huevos en conserva.
Bobbie miró desconsoladamente los huevos, que tenían por dentro un color verde
negruzco, y bajó los cubiertos. Luego apuró su tacita de vino de arroz y la presentó al
muchacho. Liu, que también había bebido algunas tazas de vino de arroz y tenía las
mejillas rojas, comenzó a sentirse disgustado por la expresión de asco con que el
inglés contemplaba los manjares chinos.
—No tiene usted muy buena opinión de las creaciones de nuestra cocina,

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¿verdad? —preguntó—. ¡Qué lástima! Nosotros, los chicos, somos un pueblo de
mucha inventiva, pero no sabemos nunca qué podemos hacer con nuestros inventos.
Como usted sabe, nosotros inventamos la pólvora. ¿Y qué hicimos con ella? Pues
fabricar cohetes y fuegos artificiales durante miles de años. No pensamos en lo
sencillo que era matar con ella. Lo mismo ha ocurrido con la imprenta: no
imprimimos nada más que poesías, descripciones sentimentales, literatura, filosofía y
versos. Somos una raza ridícula, señor Russell. Dejamos de emplear nuestras letras en
la única cosa que es útil: propaganda nacionalista, política y bélica. Pero ya vamos
aprendiendo.
Russell le escuchaba perplejo, sin comprender una palabra. Los huevos verdes le
asustaban lo mismo que una sabandija desconocida y maloliente.
—¿Se interesa usted por la literatura? —preguntó Liu, cuya amabilidad crecía al
mismo tiempo que su irritación—. ¿No? ¡Qué lástima! Yo, como escritor, he
envidiado siempre a los ingleses por su idioma. Sólo el idioma inglés posee una prosa
lapidaria, como la que mostraba la frase que podía leerse hasta hace poco en el «
Hong-Kew Park». Una obra maestra de claridad y fuerza expresiva.
—¿Qué? —preguntó Frank Taylor, que sólo escuchaba a medias.
—«No se admiten perros ni chinos». ¡Kampei, señor Russell! —dijo Liu, y vació
su taza de vino.
—Si en Shanghai se toca cada miércoles música de cámara, la ciudad no puede
ser tan mala como usted afirma —dijo Helen antes de que se produjera un silencio.
—Sí, somos un cuarteto notable —dijo el doctor—. Tres judíos alemanes y un
nazi. Parece que la música es más importante que la política.
—Eso es casi chino —dijo el doctor Chang, con amabilidad—. Ya se dice en los
anales de Confucio que las costumbres y la decencia forman el carácter, pero que sólo
la música puede dar el toque final.
Liu citó:

El hombre toma parte,


en la breve existencia de los seres,
y su canción perdura
a través de los tiempos como un eco.
Pero tú, ¡oh cigarra!
cantas y cantas para ti tan sólo.

Pearl lo miró sonriendo.


—Onyang Hsui —dijo Liu con una breve inclinación—. Siglo XX después de
Jesucristo.
A continuación sirvieron cangrejos de mar en una salsa caliente.
Pearl tomó con sus palillos los mejores bocados y los colocó en el pequeño y
profundo plato de Helen.

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—Maneja usted los palillos como un habitante de Shanghai —dijo Frank Taylor
entusiasmado, dirigiéndose a Helen.
Ella sonrió.
—¡Oh! ¡Esto tiene un gusto exquisito! —dijo asombrada.
La hermosa y empolvada actriz de cine, que hasta entonces no había abierto la
boca y permanecía sentada a un lado con los párpados semicerrados, dijo
inesperadamente en francés:
—Nuestros cocineros saben preparar la comida para los viejos y para los jóvenes,
para aquel que busca el sueño y para el que quiere pasar la noche con su querida.
Liu se echó a reír y dijo en el mismo idioma:
—Los honorables huéspedes pueden estar tranquilos respecto al caldo de gallina.
No contiene ninguna clase de filtro erótico.
La nueva fuente estaba llena de una masa de copos claros que se sacaban con una
cuchara de porcelana.
—¿Por qué se queda en Shanghai si odia tanto la ciudad, doctor? —preguntó
Helen al médico.
Éste la miró como un perro enfermo y contestó después de haber meditado sus
palabras:
—Es la única ciudad que permite la entrada al emigrante pobre. Aquí viven los
emigrados judíos que han tratado de vivir últimamente en Londres, París y Nueva
York. Muchos estuvieron primero en España y en Palestina, y también de estos sitios
tuvieron que huir a causa de las bombas y de los árabes.
—No lo crea usted cuando despotrica de Shanghai —dijo Pearl—. Se sacrifica
por nuestros coolies y es el único europeo que conozco que trata de aprender nuestro
idioma. ¿Cuántos signos conoce ya, doctor?
—No llego a los seiscientos —repuso Hain con abatimiento—. Esto significa que
poseo más o menos la cultura de un portero. Pero lo aprenderé. Gracias a Dios, el
cerebro alemán tiene una capacidad especial para captar la cultura. Me he propuesto
saber chino antes de que llegue mi mujer.
—Tendremos que organizar grandes fiestas —dijo Liu—. La novia de Taylor
llegará la próxima semana y la esposa del doctor Hain estará también pronto entre
nosotros. Pearl, debe usted empezar ya a colorear huevos de rojo.
El doctor Hain miraba el blanco mantel. ¡Sólo Dios sabe lo que vio allí!
Sirvieron una fuente con pescado asado, al cual siguió algo indefinible que
nadaba en una salsa color castaño. Los chinos de la mesa guardaron un respetuoso
silencio, porque aquel manjar era Hung Shano Yu Ch’Ih, las costosas y exquisitas
aletas de tiburón con las cuales debía honrarse a los huéspedes. El doctor Chang
extrajo algo de la vaga masa oscura y lo puso en el plato de Bobbie Russell.
—Por cortesía debo decir que nuestra escasa comida está mal cocinada y es
indigna de nuestros huéspedes, pero a pesar de ello quisiera llamarles la atención
sobre esto, que son aletas de tiburón. Seguramente ha oído usted hablar de ellas.

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Liu tomó la palabra y agradeció al anfitrión la maravillosa comida. La salsa
estaba impregnada del olor de los manjares, y sobre la frente de los huéspedes
brillaban algunas gotas de sudor. Los camareros llevaron nuevas toallas calientes y
jarras con vino de arroz fresco. Después hubo espárragos en salsa blanca. El hostelero
entró y murmuró al oído del doctor Chang que el plato principal estaba listo. Chang
asintió con la cabeza. Se sentía alegre y satisfecho por la buena comida que trató de
pasar por alto la descortesía con que su vecino pinchaba los alimentos sin llevarse
nada a la boca. Recordó una terrible noche en América en la que por cortesía intentó
comer queso, y esto le hizo sentirse indulgente con Bobbie.
Al fin apareció la obra de arte, que llevaba el dueño en persona. Era un enorme
pollo, que conservaba su forma a pesar de haber sido totalmente deshuesado. El
secreto de este procedimiento lo sabían sólo un par de cocineros que habían servido
en otro tiempo en la corte imperial. El pollo estaba relleno de semillas de loto, y el
doctor Chang lo partió cuidadosamente, sirviendo con los palillos los mejores trozos
a sus huéspedes. Conforme ordenaba la cortesía, mandó llamar al cocinero, un
anciano que hizo una profunda reverencia en el umbral. Chang alabó su arte, y el
cocinero se inclinó de nuevo y se retiró.
Luego comenzaron todos a hablar. Liu improvisó una poesía en chino, porque
había llegado a ese fino e inspirado estado de embriaguez que consiguen los poetas
con vino de arroz, la embriaguez de Li Tai Po, como se la llamaba. A continuación de
una insignificante fuente de hongos con otros ingredientes se sirvió el segundo plato
fuerte: pescado de mandarín. Por segunda vez en la noche, la actriz de cine abrió la
boca para preguntar en un momento en que todos guardaban silencio:
—¿Es aconsejable que los dos señores hagan venir a su novia y esposa en una
época en que Shanghai va a ser bombardeada?
—No es seguro que tengamos guerra en Shanghai —dijo Liu rápidamente, porque
las conversaciones políticas no son propicias a la alegre concordia que debe reinar en
un banquete.
Pero Yutsing Chang estaba muy excitado para comprender tales escrúpulos.
—Tendremos guerra, y será larga y terrible —dijo con el rostro enrojecido—.
China se ha preparado para esta guerra y la llevará a cabo. El invencible
decimonoveno ejército, que tanto dio que hacer a los japoneses en 1932, está en
marcha. También se tiene por invencibles a las escogidas tropas del generalísimo.
Poseemos un contingente enorme de soldados, y hay entre ellos muchos que están
dispuestos a morir peleando. Cuanto más numerosos sean los frentes en que se pelee,
tanto más larga será la guerra, tanto mejor para la China y tanto peor para el Japón.
Por primera vez. China está unida. El Ejército Rojo combate al lado de las tropas
nacionalistas, no contra ellas. Han pasado los tiempos en que esos enanos modernos
podían ofendernos impunemente. China ha vuelto en sí. Es tan gigantesca que ha
dormido mil años, pero ha soportado demasiado tiempo la infamia del dominio
extranjero. Buques de guerra extranjeros en nuestros ríos; jurisdicciones extranjeras;

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ferrocarriles extranjeros… Los extranjeros quebrantan las tasas aduaneras y se
apoderan de todo lo que vale algo en nuestro país. Pero esto no durará mucho tiempo.
¡Os lo digo yo, Kampei!
Bobbie Russell oyó a su anfitrión con creciente asombro. Sabía que debía hacer
algo. Su obligación era levantarse y golpear a aquel chino o hacer algo parecido, pero
cuando trató de incorporarse notó que todo danzaba alrededor y volvió a sentarse.
Frank Taylor levantó su taza de vino y dijo riendo:
—¡Kampei, doctor Chang! Cuando ha bebido dice usted buenos chistes. ¿Se
figura usted a los jueces y a los aduaneros chinos rigiendo a los extranjeros? Usted
sabe que la justicia china se compone únicamente de sobornos, y que sólo los
empleados de aduana extranjeros impiden el contrabando. Haced la guerra contra los
japoneses, pero dejadnos en paz a los extranjeros. Sin nosotros, nada marcharía bien
en este país. Eso lo sabemos todos, y usted también.
Pearl miró algo asustada a Frank Taylor y a su marido. Durante un momento
pareció como si todos riñeran alrededor de la mesa. Pero Yutsing se calmó y comenzó
a sonreír. Su sonrisa se extendió como algo tangible y compacto sobre su cara, como
una máscara bien ajustada.
El doctor Hain estaba sentado como si no comprendiese nada de la acalorada
discusión. Levantó la cabeza y dijo:
—Si llegara la ocasión, ¿lucharía usted, señor Liu?
—¿Yo? No, seguramente no —repuso el poeta—. Con hierro fino no se hacen
clavos —citó en chino—. Si la guerra llega a Shanghai, me retiraré a uno de los
numerosos conventos para vivir en la armonía de las mil cosas del Universo. No
tendría objeto matar a la poca gente que entiende la verdadera caligrafía y que sabe
hacer poesías al estilo clásico.
La hermosa Lin Ying lo miró admirablemente.
De repente, Bobbie Russell se levantó tambaleándose, se agarró con ambas manos
al borde de la mesa y gritó:
—¡Cobarde! ¡Chino cobarde! ¡Roñoso y cobarde chino!
Luego miró a todos los presentes y volvió a sentarse, como si hubiera hecho un
satisfactorio y adecuado discurso.
En medio del silencio, Liu contestó:
—En el concepto del héroe ha hecho del mundo el matadero que es. Sólo los
idiotas tienen valor. La cobardía es la virtud del filósofo.
Los camareros sirvieron una fuente humeante con un espeso líquido oscuro, y Liu
dijo con amabilidad:
—Coma usted con cuidado, señor Russell. Un invitado mío murió una vez por
comer esto. Tenía quemaduras internas. Es más peligroso que la dinamita.
La pequeña actriz de cine dejó oír una risa de pájaro, y todos respiraron aliviados.
Con los ojos vidriosos, Bobbie Russell miraba fijamente ante sí. Sentía náuseas.
Había sufrido mucho en el transcurso del día, y se daba cuenta de que se cometía con

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él una gran injusticia. Estaba ebrio debido a la gran cantidad de vino de arroz que le
habían obligado a beber. La comida le asqueaba, y notaba que las personas entre las
que se encontraba olían a aceite rancio.
La habilidad con que aquellos chinos se sacaban los palillos de la boca para coger
un nuevo bocado le cubría la frente de un sudor frío. Cuando el pescado del mandarín
fue desapareciendo poco a poco, vio con horror que se quitaban las espinas de la boca
y las colocaban en pequeños montones sobre el mantel; no en sus platos, sino en el
mantel, que estaba lleno ya de grandes manchas de grasa. Sintió náuseas. Sabía con
exactitud que deseaba levantarse para pegarle al más insolente de los chinos, pero
sentía náuseas.
—¡Maldito! —dijo—. ¡Maldito! ¡Maldito!
Estaba mareado. Todo le daba vueltas alrededor. Se llevó la mano a la boca, se
levantó y salió tambaleándose del comedor.
Helen dejó los palillos. Frank Taylor se levantó de un salto y siguió a Bobbie. Los
cuatro chinos miraron a Helen con una sonrisa estereotipada, como esperando una
explicación.
—Hace un par de días que mi esposo no se encuentra bien —dijo. Vio que los dos
camareros, que entraban en aquel momento con una nueva fuente, sonreían.
—Lenguas de pato con brotes de bambú. A Madame le gustarán estos manjares
—dijo Liu, que comenzó a hablar de nuevo en francés con gran fluidez.
—En Europa sólo hay dos ciudades cuyos conocimientos gastronómicos
demuestran su cultura: París y Viena. Usted, Madame, unifica el encanto de ambas
ciudades. Permita a esta indigna persona afirmarlo así.
No sirvió de nada su exuberancia verbal. El matrimonio Chang había dejado de
prestar atención a las fuentes; marido y mujer estaban sentados uno frente a otro con
una desesperada expresión de descontento que se traslucía a través de la máscara de
su sonrisa. Frank Taylor apareció en el umbral.
—Su marido ruega le disculpe —dijo—. No se siente bien. La espera a usted
abajo. ¿La acompaño hasta un taxi?
Helen terminó de despedirse lo mejor que pudo.
—Ha sido una noche encantadora… Lástima que tenga que interrumpirla… Mil
gracias, doctor Chang… Disculpe usted a mi marido… Tiene un estómago muy
delicado… Espero que no esté verdaderamente enfermo… Lo llamaré a usted
pronto… También usted debe darnos el placer de… Buenas noches.
—¿Ha visto usted qué pálido estaba el doctor Chang? —le dijo a Frank cuando
estaban en la escalera—. ¿Es que no ha visto nunca a un hombre borracho?
—Lo ha hecho usted quedar mal —dijo Frank secamente, sosteniéndola del brazo
—. Había por lo menos seis platos más. Es una ofensa mortal. Debemos tratar de
arreglarla.
Helen se detuvo y contempló el rostro preocupado de Frank.
—Tragedia en Shanghai —dijo burlonamente—. ¿Cómo conoce usted a estos

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chinos?
—Negocios… —dijo Frank Taylor encogiéndose de hombros—. En realidad, sólo
soy un vendedor que quiere progresar —añadió con una sonrisa algo forzada.
—¡Qué lástima que no nos hayamos conocido en Hawai! —dijo Helen bajando la
escalera ante él.
Sus palabras no tenían ilación con lo que él había dicho. Bobbie estaba en el
último escalón. Parecía una masa inerte, y Helen le observó con atención.
—¿Lo llevo a un taxi? —preguntó Frank, mientras la luz de un farol le iluminaba
el rostro.
Helen siguió contemplando en silencio a su marido. La calle era estrecha y estaba
llena de chinos, que hacían chistes al pasar.
—Por favor, Frank, no vuelva usted con ellos. Venga conmigo. Ayúdeme… —
dijo Helen sintiéndose indefensa.
Él miró a la mujer y al marido.
—Encantado —dijo molesto.
En este revuelto e inquieto mundo donde nada se encuentra en su lugar, le
suceden cosas extrañas al hombre de nuestro tiempo. Una sangrienta red de guerras y
revoluciones se extiende sobre la tierra, y millones de hombres han muerto
cruelmente en ella. Millones en la guerra mundial: cientos de miles en la revolución
rusa; millones en las luchas entre el Gobierno de Chiang-Kai-Shek y los chinos rojos;
millones y más millones en las epidemias de este castigado país.
¿Cuántos hombres han caído en Abisinia, en España y en Manchuria? ¿Cuántos
han muerto o sido asesinados en las prisiones alemanas, italianas, rusas y japonesas?
¿Cuántos indeseables han desaparecido y cuántos se han suicidado por temor a ser
ejecutados? Y no hablemos de aquellos que diariamente mueren de hambre en los
países civilizados. Es una época de catástrofes y quizá de renacimiento. Apenas
existe una familia o un hombre que no haya pasado por grandes y terribles
vicisitudes. Pero observad a las mismas personas que en alguna época de su vida han
sido héroes o víctimas, que han atravesado infiernos de los cuales no se dice nada.
Ellos viven, comen, duermen; hablan por teléfono y pagan la cuenta de la lavandera;
están envueltos en mil ridículas funciones; pierden el ómnibus, ofrecen cigarrillos a
sus superiores, poseen pequeñas cuentas en los Bancos, se resfrían y se sienten
infelices por ello, bailan foxtrots y tararean coplas; entablan relaciones y dicen
tonterías; se suscriben a los diarios, olvidan sus pañuelos, reciben aumento de sueldo
y pagan un seguro de vida; se compran impermeables y entran en asociaciones;
duermen con sus mujeres y engendran hijos. Seres humanos, en una palabra, y no hay
nada, por grande y terrible que sea, que no puedan olvidar, para volver a las sencillas
alegrías y pequeños dolores de la vida, que finalmente, y siempre de nuevo, son
mucho más importantes que las luchas asesinas de un mundo en descomposición.
Aun cuando la Humanidad haya descubierto el microscopio y contemple cosas
infinitamente pequeñas, le falta capacidad para comprender los acontecimientos que

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son demasiado grandes y conservarlos en su memoria.
Cuando conocemos el pasado de un hombre y luego volvemos a verlo
profundamente ocupado en el insignificante presente de todos los días, nos
preguntamos llenos de admiración: ¿Cómo es posible?
¿Cómo es posible que las personas a quienes conocemos desde su nacimiento y
que hemos seguido hasta Shanghai vivan allí de esa manera? No os asombréis.
Millones de seres viven como ellos sobre las cosas de otros millones que han muerto,
porque la facultad de olvidar es la mayor bendición que Dios nos ha dado.

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Capítulo V
Bobbie Russell se recobró en el club con asombrosa rapidez, y al cabo de una
hora estaba en la plenitud de sus fuerzas. Contaba anécdotas de Sandhurts, decía
cumplidos a su mujer, entabló amistad con Frank Taylor y hablaba con indulgencia de
los chinos que le habían hecho pasar un día terrible. En el colmo de la euforia,
resolvió que los tres debían pasar una gran noche después de lo sucedido. Fueron al
«Shanghai Hotel» para cambiarse de ropa, porque sentían calor y cansancio, y
consiguieron atravesar el vestíbulo sin caer en la telaraña de Madame Tissaud. Ya en
el club habían comenzado a tutearse, y, al llegar al hotel, Bobbie obligó a Frank a
acompañarle a su cuarto e incluso a la ducha. Potter, el sirviente de Bobbie, un
hombre con cara de alumno de escuela dominical, encargó café y se lo sirvió a su
amo mientras sacaba una camisa limpia.
Frank cantaba con gran entusiasmo debajo de la ducha, porque también había
tomado tres whiskys con soda después del vino de arroz y se sentía alegre.
—¡Iremos de juerga! —gritó Bobbie volviéndose hacia el cuarto de baño.
—¡Magnífico! —contestó Frank.
—¡Vamos a ir a los arrabales! —exclamó Bobbie entusiasmado, y estiró los pies
para que Potter le pusiera otro par de zapatos.
—¡A los locales más bajos de Soochow Road! —le contestó Frank con alegría.
—Verás qué divertido es ir con Helen a esos sucios lugares.
Frank enmudeció y comenzó a secarse. No estaba muy seguro de que a Helen le
gustara que él llevara a su marido por aquellos barrios.
—El de color amarillo de maíz… —decía Helen en su habitación dirigiéndose a
Clarkson, su doncella. El de color de maíz era uno de esos vestidos sencillos que
cuestan una fortuna.
Helen eligió entre sus perfumes, como si de la correcta elección dependiera algo
muy importante. Cantó en voz baja mientras se ponía polvos oscuros sobre sus brazos
tostados y se colocaba un pequeño sombrero que en realidad no era más que una
corona de seda, como exigía la moda de aquel verano.
—¿La señora va a ponerse las joyas? —preguntó Clarkson.
—No. Vamos a ir a los barrios bajos —dijo Helen mirándose al espejo.
—¿A qué hora desea la señora que la despierte? —preguntó Clarkson desde la
puerta.
—Creo que no vendré siquiera a dormir —contestó Helen.
La doncella observó con seriedad:
—Si me permite decirlo, ¡la señora parece tan feliz…!
Helen le dio a su doncella un golpecito en la mejilla, que parecía un papel de seda
arrugado. Todos los servidores la adoraban. Tenía una gran facilidad para hacerse
querer por los mozos, los chóferes de taxis y los sirvientes de hotel, a los cuales les
preguntaba por su familia, por sus novios y por su posición económica, sin olvidar

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jamás los nombres de los niños. «La amabilidad es el lubricante de las ruedas de la
vida», solía decir.
Al entrar en la gran sala que separaba su habitación de la de su marido observó en
la cara de Frank la expresión que pensaba hallar y que deseaba.
El «amarillo de maíz» era el vestido con el cual hacía sus conquistas.
—¿Café? —preguntó Bobbie.
—No lo necesito —dijo ella. Tocó ligeramente los cabellos mojados de su esposo
al pasar a su lado y se detuvo luego ante él—. Vamos a divertirnos mucho, Frank —
dijo con suavidad.
—En cuanto me acostumbro al aspecto de Madame, éste cambia por completo —
repuso Taylor casi como quejándose.
Ella sonrió porque él no se atrevía a tutearla. Luego tomó un cigarrillo de la mesa,
le dio un par de golpecitos contra su puño y finalmente lo encendió en un fósforo que
le sostuvo Frank.
—He leído en alguna parte que a la mujer de mala fama se la conoce porque
golpea un cigarrillo de esa forma —dijo Bobbie desde su silla.
Sus palabras significaban un gran esfuerzo para él y llegaron inesperadamente.
Helen lo miró entre ofendida y divertida. El café anulaba los efectos del alcohol, y
Bobbie se hallaba en otro estado. Su rostro reflejaba una melancólica desconfianza.
—Vayamos primero al bar —propuso ella sin preocuparse por su observación.
No eran todavía las diez, y el bar se llenaba paulatinamente. En hornacinas
iluminadas indirectamente había pequeños budas dorados, y los bancos de al lado de
la pared estaban adornados con almohadones de seda. Kurt Planke, con su smoking
blanco, tocaba el piano como si estuviera solo. Bobbie pidió ajenjo. Helen tomó jerez
y Frank un poco de whisky con mucha soda, pues se proponía mantenerse sereno.
—¿Bailamos? —preguntó Frank cuando Helen comenzó a tabalear sobre el
mostrador siguiendo el compás de la música. En la diminuta pista del centro de la
sala sólo había dos parejas.
En el momento en que se tocaron experimentaron una sensación extraña. Fue algo
parecido a un cortacircuito, tan fuerte que Frank se interrumpió en medio de una
palabra. Bailaron largo tiempo en silencio.
El pianista les sonreía casi consoladoramente, mientras tocaba.
—¿Sí…? —preguntó Helen después de un largo rato.
—Sí —dijo Frank.
Bobbie continuaba bebiendo en el bar. Alargó nuevamente el brazo hacia el
camarero y dijo:
—Otro.
—Enseguida, Sir —contestó el camarero, y se acercó con la botella. Bobbie lo
contempló con mirada turbia.
—¿Es usted inglés también? —preguntó.
—De Shropshire, Sir —repuso el hombre, lo cual era mentira, pues había nacido

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en Bukovina.
—¿Hace mucho tiempo que está en Shanghai? —preguntó Bobbie.
—Demasiado —suspiró el hombre—. Más que demasiado, Sir: seis años.
—Es una ciudad interesante —prosiguió Bobbie acercándose a su objetivo.
—En efecto, Sir —asintió el camarero—. En Shanghai ocurre todo lo que puede
uno imaginar.
—¿Por ejemplo? —preguntó Bobbie. Su vaso estaba vacío, y lo empujó hacia el
camarero.
—Con lo que vemos desde el bar —dijo éste— podríamos escribir libros, Sir. La
semana pasada, un huésped se pegó un tiro en el baño, el año pasado, una pareja ebria
se cayó desde el jardín de la terraza, en el piso dieciocho. ¡Y las mujeres! ¡Y los
hombres! ¡Y el dinero que hay aquí! ¡Y la pobreza que se ve! ¡Cómo se enriquece y
se empobrece la gente! Es una ciudad sin Dios, que ni siquiera cree en el diablo.
—Mucho opio, ¿no? —preguntó Bobbie. Se volvió en busca de su mujer, pero
ésta se hallaba con Frank al lado del pianista—. ¿Mucho opio? —repitió.
El camarero estaba ocupado en hacer un cóctel.
—Una enormidad, Sir.
—¿De dónde lo saca la gente? —preguntó Bobbie. Le ponía furioso que todos
hablaran de opio, que dijesen que su olor se filtraba a través de todas las paredes, que
todo el mundo lo fumaba y que nadie le dijese dónde podía conseguirlo. El camarero
lo miró fugazmente.
—No me preocupo por esa porquería —dijo—. Pero el pianista puede informarle,
Sir, si es lo que le interesa.
Bobbie bebió un ajenjo, paseó un par de minutos por el bar y luego se dirigió
hacia los bailarines. Le dio a Frank un golpecito en el hombro y dijo:
—Ahora me toca a mí, amigo.
Frank dejó a Helen, y Bobbie la enlazó por la cintura, El ajenjo lo reanimaba.
Buen bailarín, excelente jinete y jugador de tenis, su figura alta y esbelta se reflejaba
en los espejos de la pared. Provenía de una buena familia, tenía una bella esposa y
poseía mucho dinero. Momentáneamente estaba conforme con todo.
—Es una gran suerte estar casado contigo —dijo, apretándola contra él. Ella
sonrió distraída.
Frank, con las manos en los bolsillos, iluminado por la luz de una de las
hornacinas, estaba junto a la pared y la seguía con la vista por dondequiera que fuese.
Después de una pieza, su marido se la devolvió a Frank, y ella se sintió vibrar
nuevamente como una cuerda.
—Tomemos un poco de aire —dijo Taylor, abriendo una puerta que conducía a
una pequeña terraza.
A sus pies se hallaba la ciudad, dividida fantásticamente por luces blancas, rojas,
azules y verdes, y por los interminables haces de los reflectores que hendían el cielo
explorando el río y volvían a pasar una y otra vez sobre los juncos en busca de la

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apartada orilla. Helen apoyó sus manos en la balaustrada de piedra y miró hacia
abajo. Aunque la mano de Frank estaba un poco apartada de la suya, la corriente que
los unía no se había interrumpido.
—¿Tienes novia, Frank? —preguntó Helen.
—Sí —repuso él—. Hace ya mucho tiempo. Llegará dentro de tres días.
—¿Quieres contarme algo de ella?
—Amo a Ruth y deseo que la conozcas. Tiene los ojos castaños. Es enfermera.
—Debe de ser encantadora.
—Si hubiera sabido lo que iba a pasar, no la hubiera hecho venir ahora. Es un
momento poco oportuno.
—¿Por qué?
—Porque la guerra puede llegar aquí de un día a otro. Ya nos adiestran para la
guardia voluntaria, y, además…
Deslizó su mano sobre la balaustrada y, reuniendo valor, la apoyó sobre la de
Helen.
—¡Qué suerte que nos hayamos conocido! —dijo ésta.
Dentro, Bobbie se acercó lentamente al pianista y aguardó con paciencia.
—¿Quiere beber algo conmigo? —le preguntó al fin, cuando fue relevado por un
negro que comenzó a ejecutar en el piano un ritmo frenético y sincopado.
—Nunca bebo antes de medianoche. Muchas gracias —repuso Kurt.
Bobbie no supo cómo seguir.
—Toca usted muy bien —dijo apresuradamente—. ¿No quiere sentarse conmigo?
Kurt le midió con la vista: el traje impecable, los ojos turbios, el rostro hermoso y
la boca arrogante.
—Toco como un cerdo —continuó malhumorado.
Bobbie se sintió disgustado por su cinismo. Lo cogió por el brazo y lo llevó hasta
una mesita situada en un rincón.
—Aquí se está bien —dijo con rapidez—. ¿Qué quiere tomar? ¡Ahí No me
acordaba que no bebe usted antes de medianoche! Lo que quería decirle es que…
Quiero preguntarle algo.
Eugenio, el maître, afeitado y bien peinado, se acercó a ellos, deslizándose como
si la pista fuese de hielo, e hizo un guiño al ver a Kurt en compañía del rico inglés.
—Antes de proseguir quisiera poner tres cosas en claro —dijo Kurt furioso—: No
soy homosexual, no puedo procurarle chicas menores de edad y no vendo cocaína.
Estaba excitado, se sentía infeliz y se hubiera peleado gustosamente con
cualquiera.
A Bobbie le faltó el aliento al oír la aguda respuesta.
—¿Qué diablos puedo tomar?, —preguntó malhumorado al maître.
—El coñac añejo se soporta bien con todo —repuso Eugenio—. Tenemos
«Courvoisier 89», que le puedo recomendar con la conciencia tranquila.
—Limonada —dijo Kurt—. Eugenio se alejó con la gracia de un patinador

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profesional.
—Yo no bebo, pero recibo una comisión por todo lo que usted tome —manifestó
Kurt—. Su «Courvoisier 89» me dejará por lo menos siete centavos.
—¡Oh…! —exclamó Bobbie perplejo.
—En eso tiene razón —prosiguió Kurt—. Yo soy una especie de dama de
diversiones masculinas. Cuando hay pocos hombres y me necesitan las mujeres que
viajan solas, estoy a disposición de ellas como bailarín. Especialidad: tangos, con
erotismo o sin él. Pero no acepto propinas. ¿Quería preguntarme algo, honorable
señor?
—Se trata del opio… —dijo Bobbie vacilando.
—¿Opio? —dijo—. ¿Me permite preguntarle porqué se dirige a mí? ¿Porqué no
le pregunta a su amigo, Sir Kingsdale? ¿O al conde Bodianszky, o a cualquier
caballero de su elegante peña, que saben más de eso que yo? Ellos pueden ofrecerle
orgías de opio con muchachas y todo lo que haga falta. No quiero saber nada de eso.
Su rostro se cubrió con una fina capa de sudor mientras hablaba. Bobbie sacó un
pañuelo, se secó su cara y apuró su coñac. El gran vaso emitió un sonido agudo al
colocarlo con manos inseguras sobre la mesa.
—¿No comprende usted? Necesito opio… Me es absolutamente preciso… —dijo.
Kurt se levantó y respondió:
—Ahí viene su señora.
Hizo una reverencia, pero Helen no lo vio. Pensaba sólo en el momento dichoso
pasado en el balcón.
En el baño Kurt se miró detenidamente al espejo. Su blanco smoking tenía otra
vez las solapas sucias, y aún no había pagado la última cuenta de la tintorería. Las
damas no se cuidaban de no dejar manchas de pintura en la chaqueta del bailarín.
Kurt se estremeció. Llegaba a un estado peligroso en que se hastiaba de las mujeres y
no deseaba otra cosa que la paz que da el opio. Fue a la cocina, situada detrás del bar,
tomó un trozo de tiza colgado de un cordel al lado de una bandeja, y frotó con ella su
solapa hasta dejarla blanca.
—¿Qué hora es, Augusto? —le preguntó al cocinero.
—Las once y diez —contestó éste blandiendo un gran cuchillo—. ¿Sabe usted
que han llegado cien mil japoneses en transportes de guerra? —susurró con los ojos
en blanco, mirando inquieto alrededor—. ¡Quién sabe si mañana a la noche estaremos
todavía vivos! ¡Santa Madona María, Madre de Dios…! —Augusto era el único en
todo el «Shanghai Hotel» que temía a la guerra.
—Hasta que nos veamos en la fosa común, Frank —dijo Kurt en alemán,
volviendo al bar. El inglés había desaparecido.
A medianoche estaban en el establecimiento de Wing On, una casa con
atracciones chinas, juglares, magos y bailarinas, con muchos escenarios donde se
representaban groseras farsas, y con gritos estridentes, acompañados por instrumentos
de madera y hedores fuertes y variados. Los chinos apiñados en el local reían a

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carcajadas. Flores de papel, faroles, colgaduras, letras doradas y rojizas. Un
penetrante olor excedía a los que los Russell habían soportado hasta entonces. Se
repusieron de él en un elegante club nocturno de la Concesión, donde muchachas
coreanas, chinas o japonesas bailaban sobre un cristal iluminado. A la una fueron a un
local sombrío, no muy lejos de la Concesión, donde marineros franceses bailaban con
rusas, y donde se bebían imitaciones japonesas de bebidas americanas. A las dos
llegaron a un hotel chino, en el que se divertían los vividores nativos y donde
bailaban gangsters amarillos con sus hermosísimas amigas, al son de la música de
una orquesta filipina que tocaba rumbas. Un poco más tarde pasearon a lo largo de
Soochow Road, teniendo a Bobbie artificiosamente erguido entre Helen y Frank. El
estado de Bobbie tenía curvas contrastantes; valles y montañas, orgullo y melancolía.
Se había encaprichado y no quería volver al hotel. En medio de su borrachera brotó
en su interior algo así como una sed de propia destrucción, como si quisiera hundirse
más y más en la mugre y en la corrupción que llenaban aquel barrio.
—Tu esposa está cansada —dijo Frank.
—¡Al diablo con ella! —replicó Bobbie.
Frank miró a Helen, la cual respondió a su mirada con ojos despabilados,
inaccesible e intacta. Su cabello estaba terso y brillante bajo la cinta de seda. Su
vestido amarillo no tenía arrugas, y su rostro irradiaba frescura.
«Es como una fruta», pensó Taylor, sediento.
Estuvieron en el «Crisantemo Blanco», un local japonés situado en las afueras de
Chapei en la «Cueva del Dragón», en la que sólo había una pianola, y en el «Barrio
Florido», un burdel chino en cuyas paredes podían verse paisajes bávaros y donde los
niños daban saltos en el aire; ninguna muchacha tenía más de dieciséis años, y ningún
hombre estaba sobrio.
Alrededor de las tres de la mañana salieron de él y se dirigieron al «Delmónico»,
adonde solía ir todo Shanghai a aquella hora para comer tortillas o tomar sopa de
cebollas. En él se veía cada uno de los matices de la raza, de la elegancia y de la
embriaguez.
En el «Delmónico», Bobbie comenzó a rebelarse. Estuvo sentado un rato, mudo,
mirando al vacío, por encima de su sopa, sonriendo estúpidamente.
—Bobbie… —dijo Helen tocándole el brazo.
De pronto él se levantó, se dirigió hacia una mesa alejada, se encaró con un chino
esbelto y de cabellos grises y dijo:
—Le prohíbo que mire fijamente a mi mujer, cerdo chino…
El chino hizo como si no hubiese oído y continuó hablando con los franceses
sentados a su mesa. Todas las personas que estaban en la sala conocían al chino del
frac. Era un importante funcionario del Gobierno.
—¡Chino asqueroso! —rugió Bobbie.
Todos se volvieron hacia él. Muchos de los rostros no mostraban asombro ni
disgusto. Sólo expresaban tolerancia por las extravagancias, que en Shanghai se

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habían convertido en una segunda naturaleza de los seres.
—Lleve al señor al aire libre —dijo el chino del frac a un mozo—. Parece que se
siente mal.
El maître un portugués moreno y pálido, sujetó a Bobbie con una llave de jiu-jitsu
y lo llevó hacia la salida. El chino se volvió sonriendo hacia sus amigos.
—¡Cómo se avergonzará cuando recobre la lucidez y recuerde su conducta! —
dijo con una tolerancia rayana en el desprecio—. A veces el clima de Shanghai no
sienta bien a la raza inglesa.
Bobbie, por su parte, no iba de buen grado. Se defendía, tiró de un mantel
volcando lo que estaba sobre él y desgarró al pisarlas las colas de los vestidos de unas
señoras. En medio del ruido, el alboroto y de las risas, se oía su voz insensata
sobreponiéndose a todo:
—¡Chino asqueroso! ¡Maldito cerdo! ¡Cerdos malditos todos vosotros!
Cuando las puertas se cerraron tras él, Frank continuó un rato sentado al lado de
Helen, rígido, con una sonrisa idiota, mientras ella sacaba su polvera y comenzaba a
arreglarse.
—¿Qué hacemos, ahora? —preguntó él indeciso.
—Pagar e irnos —dijo ella con naturalidad. Bebió un vaso de agua y sonrió,
consolándolo—. Voy a disculpar a mi esposo —dijo levantándose.
—Eres admirable… —observó Frank con sinceridad.
—No —contestó ella—. Sólo estoy acostumbrada.
Frank la siguió con la vista cuando se acercó con desenvoltura a la mesa del gran
hombre y dijo algo sonriendo. Luego pagó la cuenta y, al mirar de nuevo, el chino del
frac se había levantado y se inclinaba profundamente, besando la mano de Helen. Ella
regresó a su lado.
—Ahora podemos irnos —dijo.
Parecía cansada de repente. La fina piel bajo sus ojos brillaba como azulado
nácar, y Frank la siguió por el salón como si marchase bajo un chaparrón.
«Voy a darle a Bobbie un puntapié en el estómago que lo dejaré sereno», pensó
con amargura. Era el segundo escándalo de la noche en el que lo mezclaba el inglés,
y maldijo aquella amistad perjudicial e insensata. Con los hombros encogidos buscó
en el local a algún conocido.
«Si por lo menos no se enterara B. S.», pensó con pánico. Era improbable que
B. S. no se enterara, porque la rapidez con que en Shanghai se propagaban los
rumores rayaba en la telepatía.
«Más de dos años…», pensó Frank con amargura.
Más de dos años había vivido como miembro del «YMCA», aburrido y correcto
contra su voluntad. Como quería casarse con Ruth, tenía que ganarse la aprobación de
B. S. y el aprecio de la clientela. El mismo B. S., Barley Scott, el jefe de la sucursal,
era un modelo de honradez y compañerismo; aplicado, sobrio, comprensivo y un
piadoso metodista que llevaba la vida inmutable del hombre de negocios. Era una flor

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en el pantano, un ejemplo citado con frecuencia a los jóvenes empleados y
vendedores, un cuidadoso jugador de bridge, amigo de los misioneros, que poseía
una suegra, una esposa, hijos, un perro, un canario, una cuenta corriente en el Banco
y un seguro de vida. Era, además, apreciado por los chinos, e pesar de que se dirigía a
ellos con un solo objeto: clientela para la sucursal en Shanghai de los «Eos Film and
Photo Company».
Frank sintió un escalofrío al pensar en B. S. Maldijo la buena voluntad con que se
había puesto a disposición de los Russell y maldijo su propia pedantería.
«¡Aristocracia inglesa! —pensó burlonamente—. ¡Dios mío! ¡Mi amigo el
honorable Robert Russell! ¡Basta! —se dijo al llegar al vestíbulo y coger su sombrero
—. ¡Basta de los Russell… y de todos los demás…!»
Esperaba no tener que volver a ver a Bobbie. Pero allí estaba aún. Dos coolies y
un chófer trataban de meterlo en el gran coche que los Russell habían alquilado
durante su estancia en Shanghai, pero Bobbie se negaba violentamente a entrar y
agitaba los puños. Alrededor se agrupaban los mendigos, los niños y los coolies de
rickshaws que se encontraban en las inmediaciones del «Delmónico». Helen, bajo un
farol, mostraba en su rostro una extraña expresión expectante y reflexiva, como si
nada de aquello le interesase. Al bajar Frank los escalones, levantó las manos con un
rápido ademán y dijo:
—Lo siento mucho, Frank…
Frank sintió que algo se aflojaba en su interior, y su furor se convirtió en
compasión. En el preciso instante en que se disponía a acercarse a Helen para decirle
que todo iría bien, Bobbie se soltó de los chinos que le sujetaban. Éstos rieron
ruidosamente, pues un extranjero borracho, aun cuando no fuera un espectáculo
extraño en Shanghai, era siempre algo muy gracioso.
—Frank… —dijo Helen—. Tengo miedo…
Frank llegó con un segundo de retraso, porque Bobbie había ya sujetado a su
esposa por los hombros y la sacudía con fuerza. No hablaba, pero la sacudía cada vez
con mayor violencia. Helen se mordió los labios y cerró los ojos. De pronto, Bobbie
la soltó, retrocedió un paso y le pegó en la cara con la mano abierta. Se oyó un
chasquido débil, casi ridículo.
Los chinos dejaron de reír.
Nada de aquello tenía sentido y parecía imposible. Frank Taylor no había visto
nunca pegar a una mujer, ni siquiera en China. Sus puños se crisparon. Uno, dos,
primero el izquierdo, luego el derecho, volaron casi solos, en un golpe de los más
sencillos contra el mentón y el estómago de Bobbie. Éste cayó en la calle riendo
estúpidamente. Frank lo levantó, y el chófer le ayudó a subirlo al coche. Russell olía
a alcohol, y Frank tragó saliva, pues él mismo tenía un gusto amargo en la boca.
Cerró la portezuela de un golpe, y ordenó al chófer.
—Llévelo al «Shanghai Hotel».
El coche se puso en marcha. Los chinos le dejaron pasar a regañadientes, pero sin

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dejar de reír, y a continuación rodearon a Frank y a Helen porque querían saber qué
iba a suceder. Frank se sacudió las manos, como si estuvieran polvorientas. Sus
nudillos comenzaron a dolerle.
—Perdona… —dijo sin saber qué hacer.
—No debo dejarlo solo —dijo Helen, pálida a la luz del farol—. Tal vez salte
mientras el coche esté en marcha. Puede matarse.
—Tanto mejor —respondió él, furioso.
Amanecía, y la luz de los faroles se debilitaba paulatinamente.
—¿Adónde puedo llevarte? —preguntó él con dulzura.
—Al hotel, enseguida —repuso Helen.
—¿A otro hotel? —pregunto él—. No puedes quedarte sola con Bobbie. Está
loco. Te va a matar.
Helen contestó con una sonrisa que iluminó su rostro. Frank contempló el
fenómeno con admiración. Nunca había visto una mujer tan bella y tan maravillosa
como Helen, una mujer tan admirable, tan valiente, tan indefensa, y con todo, tan
fuerte. Ni siquiera sabía que pudiera existir una mujer semejante.
En un barco japonés, Ruth se acercaba más cada hora que pasaba. Sin embargo,
estaba más alejado de el que nunca.
—¡Taxi! —dijo Helen, y el gigantesco portero ruso, que se había mantenido
alejado durante el penoso incidente, pensando que no era de su incumbencia, sacó un
pito y lo tocó.
—Te llevaré a tu casa —dijo Frank—. No te dejaré sola. Me quedaré contigo.
Sonriente y admirada, Helen continuó observándolo mientras él movía lentamente
la cabeza. Un taxi se detuvo a su lado, y Frank la ayudó a subir. En el último
momento ocurrió algo desagradable: Los chinos, pidiendo dinero, regalos y limosnas
por su cooperación en el suceso, los rodearon. Frank cerró la ventanilla, pero el
chófer no arrancaba. Frank maldijo y lo amenazó.
—Dales algo —dijo Helen—. El chófer quiere ayudarlos y por eso no se pone en
marcha. Es pobre.
—O recibe una comisión de ellos… —gruñó Frank.
Recordó todas las groserías que sabía en pindgin[76] y las dijo. El coche se puso
en movimiento con una inesperada sacudida. Al salir del griterío y de los apretujones,
todo pareció silencioso. Viajaron así unos instantes, callados y muy juntos, tocándose
los hombros, los brazos y las piernas.
—¿Alguna vez…? Quiero decir, ¿ha pasado antes algo análogo? —preguntó
Frank después de un rato.
Ella sonrió, pero no le contestó. A la luz de un farol vio que las lágrimas
resbalaban por sus mejillas, sin que dejara de sonreír.
—Sir Galahad… —dijo por último—. Así es mi vida.
Trató de secarse las lágrimas con el dorso de las manos. Era un movimiento
infantil, y sus mejillas se mojaron de nuevo. Las lágrimas fluían silenciosas y

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abundantes, como una lluvia estival. «Mamo», pensó Frank. Era un pensamiento
completamente inesperado. Hacía tiempo que no pensaba en «Mamo». «La lluvia de
Wai Alealea», dijo en su interior una voz olvidada.
—La lluvia de Wai Alealea… —se oyó decir.
—Discúlpeme —susurró ella—. No tengo práctica en llorar.
«En esta ciudad —pensó Helen— se enternece una».
Hacía muchos años que no lloraba. En aquel momento fluían las lágrimas como si
brotasen todas las que había retenido en los últimos diez años.
—No llores más —rogó Frank, y la atrajo hacia sí.
Helen se secó los ojos en el borde del vestido amarillo, pues había olvidado su
cartera en el «Delmónico».
—Cuando era niña… —dijo sollozando—, en mi cuarto… había un cristal.
—¿Y qué? —preguntó Frank cuando ella se calló.
—Nada más —dijo Helen.
—¿Cuánto hace que vives así? —preguntó Frank.
Estaba tan cerca que su aliento rozaba sus cabellos.
—Tres años.
—¿Por qué te casaste con él? —inquirió.
Ella notó la rabia y la envidia que vibraban en su voz y pensó la respuesta.
—Por compasión —dijo—. Quería ayudarle…, pero no puedo…, no lo amo
bastante.
Frank no supo cómo ocurrió, pero súbitamente la tuvo entre los brazos. Las
mejillas de Helen estaban aún mojadas. De su boca emanaba un delicioso aroma. Sus
manos apretaron la nuca de él. No pensaron en nada mientras marchaban bajo las
luces y las sombras que se sucedían al ritmo de los faroles y de las calles. Allá lejos,
en el río, la sirena de un barco repitió tres veces su profunda y larga llamada.

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Capítulo VI
En la hora de la necesidad, Yen, el pobre coolie, vio que poseía amigos dispuestos
a ayudarle. «La amistad endulza hasta el agua», decía el refrán. Fueron varios los que
se concertaron para formar una especie de sociedad y reunir con gran trabajo los ocho
dólares que iba a costar hacer de Lung Yen, el coolie, el señor Lung Yen, un hombre
acomodado y presentable, que pudiera recibir a su hijo sin tener que avergonzarse.
Doce personas contribuyeron; cada una depositó cincuenta centavos, y Kwe Kuei
aportó dos dólares. Yen debía devolver el préstate a razón de cincuenta centavos
mensuales.
Como era por amistad, no le cobraban interés. Si abandonaba el Gran Humo
podía cumplir su compromiso sin dificultad. Si además tenía la suerte de guiar a los
extranjeros hasta la casa de Kwe Kuei, pronto se libraría de sus deudas, pues los
extranjeros pagaban el Gran Humo con monedas de plata, y Yen recibía una buena
comisión. Por supuesto, pasaron varios días antes de que Kwe Kuei reuniera el
préstamo, y para esa fecha sólo le quedaban a Yen tres días para realizar su
metamorfosis.
Comenzó por ir a ver las ropas que quería comprar. Trotó hasta Fooking Road,
donde se alineaban una al lado de otra las tiendas que exhibían chaquetas, pantalones
y túnicas usadas, y donde el coro de vendedores hería sin cesar los oídos de los
transeúntes, mostrando cada prenda y pregonando sus ventajas y sus precios
ridículamente bajos.
Por una larga y excelente túnica de pesada seda, digna de un mandarín, cuatro
dólares; nunca se vería nada semejante. Una chaqueta de tela negra, fuerte, usada sólo
una vez, digna de un novio, cinco centavos menos de medio dólar. Un pantalón de la
mejor seda de Che-Kiang, usado por un banquero en un día de fiesta, brillante como
las aguas de un lago de plata, treinta centavos al feliz mortal que pudiera adquirirlo.
Una larga y excelente túnica de pesada seda… Y así continuamente.
Yen erró a lo largo de la calle, se detuvo a escuchar, observó las prendas que los
vendedores mostraban, palpó la tela, comprobó el color, la resistencia a la limpieza,
sostuvo cada pieza a contraluz para ver si estaban en buen estado, volvió a colocarlas
en su lugar, titubeó, siguió de largo, volvió, regateó, y se fue sin haber comprado
nada. Lo mismo hizo en todas las tiendas. Por regla general, entraba donde había
grandes montones de vestidos, como signo evidente de que el negocio prosperaba y
de la gran variedad de ropas para elegir, y sacaba por una punta una túnica, porque le
parecía mejor que la que le ofrecían tan abiertamente. El cántico del vendedor, en
lugar de atraerlo, le hacía desconfiar.
«¿Cómo puede ser bueno lo que necesitan pregonar con toda la fuerza de su
voz?», pensó con sabiduría.
Los métodos de los vendedores para incitarle a comprar eran bien diferentes.
Algunos eran altaneros y querían amedrentarlo arrebatándole de las manos las

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chaquetas que palpaba por décima vez y decían:
—Si esta finísima chaqueta es demasiado cara para ti no la gastes con tus sucios
dedos. Tenemos vestiduras de coolie por cuarenta centavos y sin un solo agujero.
Otros hacían como si fuera un comprador rico y le llamaban cortésmente «señor»
y hasta «ilustre anciano», diciendo:
—Este fino pantalón no es bastante bueno para el ilustre anciano; el algodón es
indigno de él. Pero aquí tengo un pantalón de seda que estará tan bien conservado
dentro de diez años como ahora.
Estos discursos lo confundían al principio, pero cuando pasó algunas horas en
Fooking Road y hubo visto casi todas las ropas que estaban a la venta se acostumbró
a las imperativas maneras de los jóvenes vendedores y no les hizo caso. Tan exacta
era la imagen que se había formado de sí mismo al encontrarse con su hijo, que no
tuvo dudas sobre lo que debía comprar. Un pantalón negro, ajustado en los tobillos;
calcetines blancos y limpios; zapatos negros; una larga túnica gris, y un sombrero
como el de los extranjeros.
Cuando terminó de hacer las primeras compras —calcetines y zapatos, por los
que pagó cuarenta y tres centavos—, ya era muy tarde. Cuando un hombre pasó
trotando con una cocina ambulante, Yen se asustó, porque con la excitación de la
compra y de la elección se había olvidado de comer su arroz matinal. No estaba
hambriento; hubiera podido decirse que el estómago le dolía de una manera
indeterminada, probablemente debido a la renuncia del Gran Humo. Kuei le había
aconsejado sabiamente que comiera mucho durante los días siguientes.
—Los más hermosos paños no podrán ocultar a tu hijo que estás tan flaco como
un mendigo o como un perro sin amo. Aun cuando en cinco días no puedas estar tan
gordo como para que te ceda el lugar de honor en la mesa, puedes llegar a tener un
aspecto hasta cierto punto honorable —le había dicho Kuei, a quien se consideraba
un hombre muy inteligente.
Con los ocho dólares que Kuei pudo reunir entre sus amigos podía realizar
aquella «cura de engorde». Los hombres que aportaron su parte no eran miembros de
la familia de Yen. El coolie no poseía familia en Shanghai, lo que daba a su pobreza
un carácter de abandono, casi de falta de honorabilidad. Pero Kuei conocía a tres
hombres que llevaban también el nombre patronímico de Lung, lo cual los
relacionaba con el coolie Lung Yen como si en realidad pertenecieran a su parentela.
El mismo Kuei provenía del mismo distrito de Lung Yen. Éste comenzó a usar de
nuevo su gran nombre, Lung Yen. Ocho hombres llegaron de Hsieng Chanshi, y
sintieron necesidad de ayudar al paisano en apuros. Estos hombres, ayudados por
Kuei, incitaron por su parte a sus parientes a contribuir bondadosamente en el
préstamo. Por eso estaba Lung Yen obligado a engordar, para mostrar a los buenos y
respetables amigos que no desperdiciaba su ayuda. Detuvo, pues, al cocinero y se
sentó al borde de la calle para comer. Tampoco allí la elección era muy sencilla,
porque el cocinero tenía verduras y carne de cerdo para mezclarla al arroz. Hacía

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muchos meses, tal vez años, que Yen no había probado la carne, y pensó largamente
si le convenía comerla.
—Dame una escudilla con carne y otra con verdura —dijo al fin.
El cocinero contestó amablemente:
—Si comes carne puedes tomar gratuitamente todo el té que quieras.
Yen comió tres platos con verdura y carne de cerdo, aunque su estómago se sintió
saciado al segundo. El cocinero colocó en la taza unas hojas de té y vertió agua
caliente sobre ellas. Lung Yen bebió el líquido con avidez; luego eructó con
satisfacción, como correspondía a un hombre rico, y dijo:
—El arroz es casi tan bueno como el que se vende en el mercado de Hong Kew.
Esto, sin embargo, lo dijo por cortesía, pues se imaginaba que en los comedores
de Hong Kew se preparaba una comida excelente. Pero él no había estado nunca allí.
—¿Más té? —preguntó el cocinero, y echó agua caliente en la taza.
Lung Yen bebió agradecido, porque le parecía que el té caliente debía satisfacerle
y acallar la extraña punzada que sentía en sus vísceras. Como esto no ocurrió y el
cocinero había colgado su cocina de la vara de bambú y se había marchado
pregonando sus mercancías, Lung Yen decidió hacer algo importante. Así, pues,
gastó seis monedas de cobre en un paquete de cigarrillos en cuya envoltura se veía la
figura de una hermosa joven. En la Concesión Extranjera lograba a veces apoderarse
de una colilla arrojada por alguien al pasar, pero en Fooking Road tenía pocas
esperanzas de conseguir una. Los paisanos de Yen fumaban íntegramente el
cigarrillo, y lo que arrojaban era recogido inmediatamente por un anciano cuyo oficio
era fabricar nuevos cigarrillos con las colillas reunidas.
Yen volvió a su tarea de elegir una túnica, la vestidura que debía revestirlo de
dignidad y elevarlo de categoría. Con el cigarrillo en los labios y el estómago lleno,
seleccionó tres, por una de las cuales pensaba decidirse. Pero era ya entrada la tarde y
todavía continuaba vacilando. Su vista y su deseo se sentían atraídos por una túnica
de seda que no correspondía a su categoría. Costaba cuatro dólares, pero Yen estaba
convencido de que si regateaba conseguiría que se la rebajaran hasta la mitad. Era de
una seda gruesa de color gris oscuro, con un bordado del mismo color que le
agradaba por su sobriedad. Tres días antes, envuelto en sus harapos de coolie, ni
siquiera hubiera soñado con la posesión de la más barata de las tres túnicas, pero en
aquellos momentos los tejidos de algodón le parecieron de pronto inaceptables en
comparación con la maravillosa túnica de seda gris. No podía explicárselo con
claridad, pero le parecía que con aquella túnica conquistaría de golpe el amor y el
respeto de su hijo. La tocaba una y otra vez, le daba vueltas y la acercaba a sus ojos
para observar el bordado.
—Es evidente que el señor es entendido en la materia —decía el vendedor—. Es
un bordado que traerá bendiciones. Un ilustre y anciano maestro la ha usado. Es tan
preciosa que los herederos no pudieron resignarse a permitir que se la llevara a la otra
vida.

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Entretanto se había hecho de noche. En las tiendas se encendieron las lámparas y
algunas comenzaron a cerrar. Lung Yen apartó la túnica y compró la de algodón gris
claro, que le quedaba pequeña. Le costó ochenta centavos. Como estaba
completamente agotado y sus ojos parpadeaban a consecuencia de todo lo que había
visto, aplazó hasta el día siguiente la compra de las demás prendas y volvió
lentamente a Chapei, donde lo albergaba el sastre Lung Wang, pues la sociedad de
protectores determinó que Lung Yen no tiraría del rickshaw los tres días —ya sólo
dos— que le quedaban, pues decían que «un búfalo no engorda atado al arado, y
hasta el hierro se adelgaza al afilarlo». Yen reconoció que no tenía sentido gastar
dinero en comidas y luego desperdiciarlo en sudor y sangre, en vez de juntarlo en su
cuerpo como decorosa grasa. También hizo un convenio con el sastre Lung Wang,
según el cual éste le cedería gratuitamente un cuarto con una cama durante el tiempo
que su hijo permaneciese en Shanghai.
Lung Wang, el sastre, era un hombre de edad, con tres verrugas en la mejilla
derecha de las que pendían largos y respetables pelos. No pedía ningún pago por el
hospedaje, porque no podía determinar con exactitud si Lung pertenecía o no a su
familia. Por otra parte, era un hombre religioso que quería merecer sus ganancias.
Yen se alegraba de pasar la noche lejos de la casa de Kwe Kuei, porque temía el olor
y la proximidad del Gran Humo. Pero como no estaba acostumbrado a dormir bajo
techo, pasó una noche amarga y sin descanso. Su intranquilidad aumentó y se hizo
casi insoportable cuando se hubo fumado el último cigarrillo. Aspiró con ansia el acre
olor a humo acumulado bajo el mosquitero, pero esto le hizo toser. Se esforzó en
contener la tos, porque no quería causar molestias a su bondadoso anfitrión. Un rato
después notó el gusto dulzón y repulsivo de la sangre que había expulsado con la tos.
Buscó a tientas su toalla y escupió en ella, como indicaba la buena educación.
Mientras permaneció desvelado no cesó en presentársele ante sus ojos cerrados la
túnica de seda, y sintió no haberla comprado. «Iré mañana a verla de nuevo»,
pensaba, disconforme consigo mismo. En medio de tanto buscar, elegir y comprar, el
feliz acontecimiento había quedado relegado en sus pensamientos. De pronto,
sintiendo una gran alegría, cálida e inconmensurable, se acordó de su hijo, y
pensando en él se durmió.
A la mañana siguiente miró como primera providencia la túnica que había
comprado, y no le gustó ni la mitad que el día anterior. Se la enseñó al viejo sastre,
quien la dobló y la observó detenidamente, murmurando algo mientras se acariciaba
con los dedos los pelos de las verrugas, como si fueran una barba.
—¿Cuánto has pagado por ella? —preguntó, y cuando Yen se lo dijo exclamó—:
¡Demasiado, demasiado! Ochenta centavos por una túnica con manchas de vino que
no podrán lavarse nunca es demasiado —añadió, indicando una mancha rojiza en el
tejido.
—Tus lentes ven faltas donde mis pobres ojos nada encuentran —dijo Lung Yen
afligido.

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No quería presentarse ante su hijo con manchas de vino, como un borracho.
Enrolló la túnica y volvió a Fooking Road. La túnica se seda seguía allí, según
comprobó a la primera ojeada. Tampoco entonces dejó entrever que estaba decidido a
comprarla, sino que se puso a gritar por las manchas de vino, hablando como si fuera
un gran señor. De esta manera amedrentó al joven vendedor, y por último regateó el
precio de la túnica de seda hasta que se lo rebajaron a la mitad, devolvió la túnica
manchada de vino, pagó un dólar con veinte centavos, apretó la preciosa prenda bajo
el brazo y se marchó.
Como no había engordado gran cosa, a pesar del abundante almuerzo y de la
inercia del día anterior, fue a Hong Kew, donde había una fonda cerca del mercado,
famosa entre los coolies por su buena cocina. Con su visita perseguía un doble objeto,
pues no sólo quería comer mucho y evitar el malestar del estómago que había
padecido el día anterior, sino que también pensaba en aquel lugar para llevar a su
hijo. Por lo tanto, era natural que probase personalmente si la comida respondía o no
a sus esperanzas y si era lo bastante buena para la fiesta que proyectaba.
—Mi hijo viene a Shanghai a resolver algunos negocios importantes —le dijo al
mozo—. Si estoy conforme con tu comida lo traeré aquí. Es un gran estudiante que
conoce los cincuenta mil signos y ha leído los diez mil libros. Por lo tanto, dile al
cocinero que se luzca.
—Arroz, cinco centavos la escudilla; con verdura, un centavo más. Carne de
cerdo, siete centavos. Té gratis —dijo el mozo, impertérrito. No miraba a Yen, sino a
los mugrientos harapos que aún llevaba. Éste se hallaba sentado con la chaqueta
abierta, para que el aire pudiera refrescar su flaco pecho. Los deshilachados
pantalones estaban arremangados por la costumbre de correr con el rickshaw y los
cabellos cubiertos con una costra de polvo.
—No te he preguntado por un almuerzo de coolie, sino por algo mejor; pato de
Szechuan, como come la gente rica, con pescado o salsa agridulce —dijo Yen con
altanería. Había oído hablar de esas comidas al portero de un restaurante que le
pagaba una comisión por llevar allí a sus pasajeros. Ni por un instante aflojó la
presión de su brazo sobre la túnica de seda, pues temía ensuciarla o que se la robasen.
El cálido y suave contacto de la preciosa prenda lo llenaba de majestuosidad y de
orgullo.
—Una comida con esos manjares tiene que ser encargada con anticipación y,
además, tener cuatro comensales más. Cuesta un dólar, y no se puede regatear —dijo
el mozo.
Yen encargó por el momento arroz con hongos hervidos.
—Si estoy conforme con el cocinero es posible que encargue un banquete con
cuatro platos más —contestó.
Comió tres escudillas de arroz frito y bebió mucho té, pero no eructó, para no
elevar el precio mostrándose excesivamente conforme. Antes de abandonar la posada
encargó el almuerzo con pato y pescado para el día que llegara su hijo. El mozo pidió

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con desconfianza una señal de treinta centavos, pero cuando Yen se los entregó hizo
una reverencia y le deseó diez mil años de suerte.
Lung Yen fue entonces a casa de su amigo Kwe Kuei, para que éste hiciera el
recuento de sus bienes, pues él no sabía manejar grandes sumas. También necesitaba
el consejo de Kuei para otro asunto sumamente importante.
—Kuei, hermano mayor —dijo—, me es imprescindible hacerle un regalo a mi
hijo. Tú sabes mejor que yo cómo son los jóvenes de hoy en día. Aconséjame.
Kuei asintió y contó el capital de Yen. De los ocho dólares quedaban aún cuatro
dólares con diez centavos. De ellos debía descontarse setenta centavos para la comida
encargada. Tenía que comprarse aún un sombrero y un chaleco sin mangas, que tenía
que ser de seda, pues de ninguna manera podía ponerse Lung Yen un chaleco de lana
sobre una túnica de seda. En eso no había pensado cuando la compró con el ánimo
excitado. Había de comer mucho todavía, y notaba que necesitaba cigarrillos. Por otra
parte, sus manos temblaban y su corazón aleteaba como un pájaro en la jaula. Desde
que entró en la tienda de Kuei no había cesado de oler el Gran Humo, aun cuando no
lo percibieran los inspectores de la campaña contra el opio.
Kuei calculó que Yen podía gastar cincuenta centavos en un regalo. Además,
tenía todavía algún dinero para gastos imprevistos durante la visita de su hijo.
Discutieron largo rato qué era lo que podría alegrar al niño. Yen pensaba en un
sombrero como el de los extranjeros, pues éste había sido su más ardiente deseo
cuando tenía la edad de su hijo. Pero Kuei afirmaba que los exploradores tenían
sombreros y uniformes, y que no podían llevar otra vestimenta. Yen rezongó un poco
de esta limitación de la libertad de su hijo, pero Kuei le explicó que los jóvenes
contemplaban su uniforme como un traje de honor y que se enorgullecían de él.
En medio de la conversación, Yen palideció intensamente, se levantó con rapidez
y se retiró. Sentía que los ojos se le hundían en la cabeza, que perdía la vista y que
todo se ennegrecía: tan vehemente era el ansia que sentía por el Gran Humo. Por eso
tampoco llegó aquel día a una decisión. Sólo le quedaba un día para comprar un
sombrero y una chaqueta para él y el regalo para su hijo.
Por la noche sintió fuertes dolores. Los notaba tan pronto en un lado como en
otro, hasta que al fin los sintió en todo su cuerpo. Por último se cansó y logró dormir.
En sueños le ocurrió lo mismo que al atormentado coolie cuya historia narraban los
cuentistas del mercado como pasatiempo y para levantar el ánimo de sus debilitados
oyentes. Era un coolie que corría todo el día, jadeante y sudoroso, pero que cada
noche se transformaba en un hombre rico que comía costosos manjares, que bebía
vino de arroz, que tenía hermosas concubinas y que no hacía otra cosa que descansar
sobre almohadones de seda, fumar en pipa y ocupar su tiempo en agradables
entretenimientos. Por el contrario, el hombre rico para el cual tenía que trabajar el
pobre coolie era torturado todas las noches por sueños desagradables, en los que él
era un coolie hambriento a quien se castigaba con cañas de bambú y cuyo trabajo era
tan pesado que al fin se desplomaba agotado. Ésta era la moraleja: «Si bien el que es

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llevado en la silla es un hombre, el que lleva la silla también lo es».
Lung Yen se sintió inmensamente feliz en sueños, aun cuando a la mañana
siguiente sólo consiguiera acordarse vagamente de ellos. Estrechaba a su hijo contra
su pecho como en otro tiempo al recién nacido: comía y hablaba con él, y por último
el hijo se arrodillaba a sus pies y le ofrecía incienso, como si él, Lung Yan, hubiese
muerto y no fuera más que un hombre reverenciado en la lista de antepasados y un
espíritu satisfecho a la sombra de los cipreses.
Yen compró el sombrero y el chaleco de seda negra sin mangas. Trató de comer
algo, pues el sastre le había dicho por la mañana que aun no tenía carne sobre los
huesos. Pero después del primer plato de arroz sintió un malestar tan grande que tuvo
que desistir. Se hallaba en una fonda de la parte vieja de la ciudad, a la cual había ido
en busca de un regalo para su hijo. Permaneció sentado durante un rato, bebiendo una
taza de té tras otra. Bebía el calmante líquido tratando de mantener en su estómago lo
poco que había comido, cuando, después de la cuarta taza, se le ocurrió una idea
luminosa, y en cuanto pudo confiar en su incomprensivo y porfiado estómago se
levantó para dirigirse al barrio de los extranjeros. Se le había ocurrido de pronto que
su hijo, educado a la moderna y quizás alimentado con la sabiduría extranjera, debía
de sentirse mucho más complacido si le hacía un regalo comprado en las tiendas
extranjeras. La cantidad de cosas que había en la ciudad de los blancos lo confundió
por completo. Siempre había pasado corriendo ante aquellas tiendas sin ver nada.
Pero era muy distinto cuando se entraba en ellas a comprar. Después de haber pasado
varias horas tocando cientos de objetos, encontró el regalo ideal. Se trataba de un
pequeño automóvil, reproducción exacta de los que atestaban las calles. Lo
maravilloso era que el coche tenía una maquinaria como los grandes. Se le daba
cuerda y corría solo y ligero, lleno de vida como sus hermanos mayores. Yen estaba
encantado. Hizo dar cuerda al coche una y otra vez y lo dejó caer por el suelo de la
tienda, mirándolo como hipnotizado y sonriendo con asombro y delicia.
—Es para mi hijo —repetía una y otra vez, y añadía—: Mi hijo asimila las
enseñanzas extranjeras y le gustan las cosas modernas.
Tuvo que pagar sesenta centavos por el coche, y declinó, faltando a los buenos
modales, el placer de regatear.
El nerviosismo que le causó el descubrimiento le dio hambre. Se dirigió a la orilla
del río Soochow, se puso en cuclillas y compró arroz a un cocinero ambulante que
intentaba atraer a gritos a los pasajeros de los botes. Un par de muchachos subieron el
declive y se acurrucaron al lado de Yen. Estaban alegres, y aun cuando no eran bien
educados, Yen sostuvo los palillos en el aire mientras escuchaba los chistes que
decían. De pronto, su rostro se contrajo. Los dolores eran tan fuertes que se inclinó
hacia delante, torcido e indefenso por los calambres.
—¿Está enfermo, hermano? —preguntó un muchacho.
—Llenaste demasiado el estómago —dijo el otro riendo.
Yen se limpió con la mano el sudor frío que le cubría el rostro. Si hubiera estado

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solo habría gemido con fuerza, pero durante los últimos días había tratado de olvidar
la rudeza del coolie, esforzándose por practicar los modales que le enseñó su abuelo
hacía muchos, muchos años. Cuando se levantó para irse se tambaleaba. En medio de
su miedo pensó en la forma de eliminar los dolores. No fumar; sí, no fumar nunca
más. Pero tampoco podía presentarse ante su hijo contorsionado por el sufrimiento,
con un estómago que se vaciaba por el menor motivo. A duras penas llegó hasta la
parada de un tranvía. Pensaba ir a la clínica de Chapei, en la que le habían tratado
gratuitamente varias veces.
Yen había sentido siempre un odio profundo por los tranvías, que pasaban,
ruidosos y rápidos, con la gente suficiente como para llenar treinta rickshaws. Al
viajar en él por primera vez no le agradó mucho más, pues el interior del coche era
claro y brillante, casi demasiado elegante, y el rápido viaje le revolvió el estómago.
En las curvas se acurrucaba y se dejaba caer hacia el lado en que el vehículo se
inclinaba. Pero también esta tortura terminó al cabo y se sintió contento cuando se
halló sobre sus propios pies, como debía hacerlo un hombre.
Yen no llevaba sus sandalias de paja. Se había puesto los negros zapatos nuevos,
pues, ¿cómo podía el respetado hijo darse cuenta de que su padre no estaba
acostumbrado a ellos? Le dolía ver que el polvo amarillo del suburbio cubría la
brillante superficie negra, pero se consoló pensando que podían cepillarse con
facilidad. Con un deteriorado abanico de hojas de palma, los sacudió un poco antes
de entrar en la clínica. Dentro había una mujer joven, vestida de blanco como si fuera
a asistir a un entierro, la cual le preguntó su nombre y a qué iba, pero no lo hizo por
cortesía y con los formulismos: «¿Cuál es el nombre del honorable señor? ¿Para qué
tiene el señor la bondad de venir? ¿Cuál puede ser el deseo del respetable señor?»,
etc., sino que ladró brevemente como una perra: «¿Nombre? ¿Dirección? ¿Dónde
vive? ¿Oficio? ¿Qué le pasa?».
Yen cerró los ojos y reconoció que era un indigno coolie y que algo le dolía en su
indigno estómago. La joven y descortés mujer anotó todo esto en una tarjeta y se la
entregó. Luego comparó los datos con los que estaban escritos en un grueso libro, y
dijo:
—Ya ha estado aquí dos veces, ¿no?
Yen asintió, y la mujer añadió vociferando:
—Espere.
Yen se sentó en un banco al lado de la pared. Como su estómago parecía tener
tanto miedo del médico como él, los dolores desaparecieron como por arte de magia.
Pero ya era demasiado tarde para huir. Tenía ganas de desempaquetar el cochecito y
hacerlo correr. Esto lo elevaría categoría, y la joven se avergonzaría al ver qué clase
de cosas poseía. Pero antes de que lo hiciera apareció una mujer en el umbral, le miró
sonriendo, tomó la tarjeta de su mano y dijo amistosamente:
—Pasa, anciano Lung Yen, si quieres. Aun cuando la joven hablaba como él y
aquella otra como una extranjera. Yen sintió inmediatamente confianza en ella.

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—Deseo llevar mi humilde persona ante el honorable médico —dijo con toda la
cortesía de que era capaz.
—Yo soy el doctor —respondió la mujer sonriendo—. ¿Puedes decirme qué te
pasa?
—Gran señora —dijo Yen inclinándose—, tengo un dolor en la barriga que se
pasea de un lado a otro y muerde como un animal.
La doctora le cogió de la mano como nadie había hecho desde la época en que
Jazmín salía con él ante la puerta de la ciudad. Mientras lo hacía, lo miraba
sonriendo, y Yen comenzó a sudar desconcertado. La joven anterior entró y leyó en
un libro algo que él no pudo entender.
Al oírlo, la doctora dejó de sonreír. No le gustaba tampoco que estuviera vestida
de blanco; parecía como si se hallara siempre dispuesta a dejar morir los enfermos y a
enterrarlos.
—Oye, Lung Yen —dijo la doctora con severidad—. Hace dos años y treinta y
cuatro días fue inscrito tu nombre en las oficinas de la lucha contra el opio, y se te
previno. ¿Te acuerdas?
Lung Yen dejó caer la cabeza y pasó la lengua dos veces por sus secos labios
antes de contestar.
—Me acuerdo, gran señora —dijo obedientemente.
—También sabes que serás decapitado si te encuentran otra vez fumando —
prosiguió la doctora.
Yen no supo qué decir. La mujer continuó observándole, y él experimentó la
sensación de que los ojos de ella le perforaban como largos y agudos aguijones.
Notaba que cada hueso de su escuálido cuerpo y la delgadez de su rostro denunciaban
que había caído en las garras del Gran Humo.
—¡Doctor Hain! —llamó Pearl Chang asomándose a la otra habitación.
Luego trató distraídamente de coger el paquete que Yen sostenía.
—Tendrás que desnudarte para que el doctor pueda reconocerte —dijo. Pero Yen
se aferraba a su tesoro—. ¿Qué tienes ahí? —preguntó la doctora—. No te lo vamos a
robar. Lo cuidaremos bien. Yen se sentía agradecido de que no siguiera preguntando
por el opio. Una dulce debilidad se apoderó de él, y pensó que sería agradable
mostrar sus intimidades.
—Es un regalo para mi hijo, gran señora —dijo—. Mañana llegará a Shanghai.
Hace tiempo que no lo veo.
—Ésa es una gran fiesta, Lung Yen, y te deseo buena suerte —dijo la doctora—.
Comprendo que quieras estar fuerte y sano para tal ocasión.
Se dirigió al doctor Hain, que salía de la habitación contigua secándose las
manos.
—¿Qué tiene? —preguntó éste en inglés, y se acercó a Lung Yen.
—Opio —dijo Pearl—. Evidentemente, los síntomas son malos. Está fichado y
debería ser denunciado a la justicia.

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—Yo encuentro mejor nuestro principio de no hacer decapitar a la gente por un
diagnóstico. Somos médicos, no jueces. ¡Si por lo menos tuviéramos medios para
ayudar a estos pobres diablos!
—Está esperando a su hijo. Por lo visto, ha dejado de golpe el vicio, y ahora no
sabe qué hacer de dolor y sufrimiento.
Con la boca abierta, Lung Yen escuchaba la incomprensible conversación.
Comenzaba a asustarse de nuevo.
—Tengo dolores a causa del trabajo y del hambre, gran señora —dijo con
amargura—. Toso siempre porque padezco de la enfermedad llamada «oscura
debilidad». No he usado el Gran Humo desde que se me previno.
—Por supuesto, trata de mentir —dijo Pearl encogiéndose de hombros, y se echó
a reír—. Pero no puedo siquiera insinuarle que miente, porque entonces perderá la
poca dignidad que aún tiene y se hundirá del todo.
—Entra —dijo el doctor Hain haciendo una seña al coolie.
En medio de su profundo terror, Lung Yen tuvo que reírse, pues el doctor hablaba
un extraño idioma y había hecho la seña en sentido contrario.
El doctor Hain cerró la puerta detrás del coolie. Luego le golpeó el pecho y lo
auscultó, moviendo la cabeza al oír el ruido que hacían sus pulmones enfermos. Al
fin dijo:
—Te recomiendo un baño.
Yen comenzó a acostumbrarse al ridículo chino doctor.
—He tomado la decisión de bañarme mañana temprano —dijo asintiendo.
Se sentía atemorizado al ver los instrumentos guardados en la caja de vidrio
apoyada contra la pared. Había oído decir que los médicos extranjeros mutilaban a
los enfermos, que se veían obligados a entrar así en el reino de los muertos.
—No me corte nada —dijo decidido al doctor en cuanto vio que éste se acercaba
con un objeto brillante oculto en la mano.
—Aquí no le cortamos nada a nadie —murmuró el doctor, y le pinchó en el brazo
con una especie de aguja.
Lung Yen sonrió complacido. Aquél era un viejo método de los médicos chinos.
Esperaba que le pincharan con agujas, pero esto no ocurrió.
—Los dolores terminarán y tú te sentirás contento —dijo el doctor—. Puedes
venir todos los días y trataré de ayudarte.
Le sostuvo la chaqueta, pues el coolie temblaba tanto que no podía encontrar las
mangas. Luego lo empujó al otro cuarto.
—Hable usted con este hombre, Pearl —dijo en inglés—. Yo tardaré todavía diez
años en saber bastante chino.
Pearl tenía sentada sobre la mesa a una chiquilla a quien untaba con ungüento las
manos escaldadas y rojas. La niña sonreía valientemente, mordiéndose el labio
inferior mientras sus pequeños ojos negros seguían todos los movimientos de la
doctora.

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—Espera —dijo Pearl dirigiéndose al coolie—. Siéntate y descansa un poco.
Yen obedeció. Sentía interiormente una agradable calma parecida a la de la
primera pipa.
—Siempre abundan estas quemaduras —le dijo Pearl al doctor—. ¿Estuvo alguna
vez en las fábricas japonesas de seda de Bootung? Las madres llevan a sus hijos para
que ganen también un par de centavos. Sacan los capullos de las sartenes llenas de
agua caliente, casi hirviendo, y se queman. ¡Si por lo menos hubiera mejores leyes
para el trabajo!
Vendó las manecitas de la niña y le sonrió consoladoramente.
—¿Y las nuevas ordenanzas de trabajo? —preguntó el doctor Hain.
—Sólo existen en la Concesión Internacional —repulo Pearl—. Sobre lo que
sucede fuera de ella no tenemos ninguna influencia. Hay mucho que hacer, doctor
Hain, antes de que el trabajo sea humanitario.
Bajó a la niña de la mesa y le sostuvo la gruesa mano vendada.
—Dile a tu mamá que no puedes ir al trabajo por unos días —dijo. La niña inclinó
la cabeza mordiéndose los labios—. ¿Cuánto ganas? —preguntó Pearl.
—Treinta centavos diarios —murmuró la pequeña. Pearl suspiró, sacó su cartera
del escritorio e introdujo un par de monedas en los bolsillos del traje blanco y
desgastado de la niña.
—Te he pagado ahora por cuatro días —dijo gravemente—. Durante este tiempo
tienes que servirme, ¿entiendes? Tienes que venir todas las mañanas a esperar mis
órdenes, ¿verdad que lo harás? La pequeña asintió y se fue corriendo.
—Hay demasiadas cosas que no se aprenden en las Universidades, doctor —dijo
Pearl, y se dirigió nuevamente a Yen—. ¿Te sientes mejor? —preguntó.
Yen miraba con asombro. ¡Allí se pagaba por estar enfermo! No se sentía
inclinado a reconocer que se encontraba mejor. También él esperaba poder ganar
algunos centavos. Pearl hizo una seña a la enfermera, y cuando ésta salió se sentó al
lado de la mesa y miró a Yen.
—Cuéntame por qué no has visto a tu hijo durante tanto tiempo —comenzó a
decir.
Cada vez era mayor la dificultad que tenía para ganarse la confianza de la gente
pobre que iba a la clínica. Yen comenzó a contar por partes, pero pronto se hizo una
confusión, olvidando muchas cosas.
—Tengo una carta de mi hijo —dijo con orgullo. Sacó el sobre de su pañuelo y se
lo entregó a la doctora, que leyó la misiva con atención.
—Es una carta buena, cortés y razonable —dijo, y se la devolvió haciendo una
ligera reverencia—. Y ahora no quieres que tu hijo encuentre enfermo a su padre,
¿verdad? Lo comprendo perfectamente.
—Así es, así es, gran señora —repuso Yen rápidamente.
—Tienes el aspecto del que ha destrozado su vida a causa del opio —comenzó a
decir Pearl—. Yo no digo que tú lo hayas hecho, porque, ¿cómo podría yo, una

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persona joven, atribuirte una mentira? Yo sólo digo que tienes el aspecto que tendría
un hombre vencido por el vicio. ¿Qué va a pensar tu hijo cuando te vuelva a ver? Si
el Gran Humo fuera el responsable de tu enfermedad, tal vez yo y el viejo doctor
pudiéramos ayudarte. Es difícil dejar el vicio, pero miles de personas lo han hecho.
Es más agradable dejar el opio a que le corten a uno la cabeza, ¿no te parece? Si el
opio te hubiera enfermado, entonces podrías venir cada dos días y nosotros haríamos
de ti un hombre sano, de manera que tu hijo pudiera estar orgulloso de su padre. Pero
como, según dices, tu estado no tiene nada que ver con el Gran Humo, no sabemos
qué enfermedad padeces ni qué medicina podríamos darte.
Yen inclinó la cabeza, pues le aturdía la severa amabilidad de la mujer. Con gusto
hubiera dicho la verdad, pero tenía todavía bastante lucidez para pensar: «Me quiere
tender una red para hacer que me ejecuten».
—No lo entiendo. Yo no he fumado —murmuró con obstinación.
Pearl sé encogió de hombros y devolvió al coolie el paquete que éste le había
confiado a regañadientes. La cara de Yen se iluminó al apretar el precioso objeto
contra su pecho. El pequeño coche estaba envuelto en papel de periódico, y Yen
pensó en lo descuidados que eran los vendedores de los negocios extranjeros con
cosas tan caras como el papel.
—Quizá le cause un placer a la gran señora ver el indigno regalo que he
comprado para mi hijo —dijo lleno de esperanza desenvolviendo el paquete.
Se acurrucó en el suelo de madera y dio cuerda al coche. La maravilla crujió y
empezó a correr describiendo círculos. Yen miró a Pearl como pidiendo admiración.
De nuevo se sintió ella indefensa ante la miseria y la sencillez de aquella gente.
En América se sentía china. En China se sentía americana.
—Te deseo un feliz encuentro con tu hijo —le dijo a Yen, y lo siguió con la vista
mientras éste se alejaba haciendo reverencias.
«Si Chang me abandona, tengo todavía este trabajo», pensó Pearl. Luego se
acercó a un lavabo y comenzó a lavarse las manos.
Yen siguió su camino. Se sentía mejor. Con el mayor gusto hubiera sacado un
rickshaw de la calle Kating y trabajado toda la noche: tan fuerte se sentía.
Inconscientemente volvió a su acostumbrado trote. El polvo y la basura se
arremolinaban detrás de sus zapatos. Al pasar por la Estación del Norte vio que
mucha gente se ponía de puntillas para mirar. Pasaban banderas y habla música de
tambores y trompetas. Yen se alegró, pues no sabía cómo pasar las horas hasta
encontrarse con su hijo.
—¿Qué ocurre? ¿Soldados? —preguntó a otro coolie, tratando de mirar por
encima del hombro.
—Exploradores —repuso el coolie con indiferencia—. Hermosos y alegres
diablillos.
La palabra no entró enseguida en la embotada cabeza de Yen, y sólo por
curiosidad se mezcló a los curiosos. Después de un par de minutos comprendió el

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sentido.
—¿Exploradores? —exclamó—. ¿No son los que vienen a una fiesta en la
ciudad?
Varias personas se rieron, y un muchacho dijo burlonamente:
—Hay un premio para el coolie más bruto de Shanghai. ¿Quieres ganarlo?
—¡Hijo y nieto de tortugas! —maldijo Yen—. ¡Tu padre ha dormido con perros!
Se abrió paso hasta la primera fila, y entonces contempló boquiabierto el
espectáculo.
Por las puertas de la estación salía una multitud de niños de todas las edades, que
llevaban uniformes, marchaban como soldados y marcaban el paso fuerte y
rítmicamente. Los estandartes, las banderas y los instrumentos brillantes de la banda
marchaban junto a ellos y sobre sus cabezas. Sin embargo, lo que excitaba y
admiraba más a Yen era la limpieza y la salud que se notaba en todas aquellas caras
infantiles bajo los anchos sombreros.
—¿Qué dicen las banderas? —preguntó a un anciano que se hallaba a su lado.
—«Inteligencia», «Valor», «Amabilidad» —leyó éste sin vacilar.
Yen, confundido, le dio las gracias. Se llenó con un pensamiento que lo dejó sin
aliento y casi lo hizo saltar.
—Uno de esos muchachos es mi hijo —le dijo al anciano, pero su voz se perdió
entre el ruido de los tambores.
Yen permaneció en la estación hasta que salió el último grupo. Eran cientos, miles
de niños, y pasó más de una hora antes de que los últimos se pusieran en movimiento.
Yen esperó pacientemente, contemplando cada uno de los diez mil rostros.
«Uno de ellos es mi hijo —pensaba—. Uno de ellos es mi hijo».
Cuando no salieron más niños y los últimos se unieron a las filas, suspiró
profundamente, como en sueños, y miró confundido en torno suyo. Los espectadores
se iban alejando, y Yen comenzó a andar. Formó parte con otros muchos de una
comitiva que seguía el ruido de las trompetas que se alejaban. Sus fieles piernas de
coolie lo llevaban detrás de los niños.
«Uno de ellos es mi hijo», seguía pensando Lung Yen.

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Capítulo VII
Helen había vivido a base de cálculos, no de sentimientos. Los hombres
constituían el material con que levantara el edificio de su vida, un material que unas
veces era débil y otras flexible, unas veces repelente y otras agradable, pero siempre
subordinado a su acción y voluntad. Así, uno no puede desprenderse de los
sentimientos que nacen y se desarrollan en lo interior, que hierven y preparan una
erupción cuanto más se los oprime.
La venganza del sentimiento fue que Helen cayó bajo la flecha de cupido en el
momento menos apropiado y con la persona menos adecuada. Era éste un empleado
americano, un hombre standard con un corazón standard cuyo nombre era Frank
Taylor, ayudante del gerente de la sucursal en Shanghai de la «Eos Film and Photo
Company», prometido con una enfermera de la pequeña burguesía y con un sueldo de
setenta y cinco dólares semanales.
Helen comprendía todo esto claramente cuando recapacitaba con serenidad, pero
no quería ver ni pensar serenamente. Quería dejarse llevar por los acontecimientos.
En cada amor que florece hay un momento en que todavía se está a tiempo para
retroceder, apagarlo y olvidar. Pasado ese momento, ya sea por descuido o
intencionadamente, el amor se convierte en algo irrevocable. Así era el loco amor de
Helen.
Como nunca había amado, se comportaba lo mismo que una muchacha de
dieciséis años al conocer su primer amor. Frecuentemente se detenía ante el espejo y
se contemplaba durante largo rato, para ver si era bastante hermosa para ser amada. A
menudo cambiaba de peinado para realzar aún más sus atractivos personales.
Tampoco dejaba de ir asiduamente a la Concesión Francesa, donde compraba
vestidos, sombreros y perfumes. Cada vez que sonaba el teléfono se aceleraban los
latidos de su corazón, sintiéndose afligida si no era Frank el que llamaba. Preguntaba
a Clarkson, la doncella, por su pálida vida amorosa de épocas pasadas. Se pasaba
horas enteras en el vestíbulo del hotel, mirando fijamente la puerta giratoria,
esperando el instante en que entrara Frank. Cantaba en voz baja al escribir cartas que
nunca enviaba, y lloraba con frecuencia y sin motivo. Era feliz, verdaderamente,
feliz, por primera vez en su vida.
Antes, todo había sido distinto. A la sazón comenzaba a soñar, y, hecho curioso,
todos los sueños la transportaban a la niñez, como si su vida posterior no hubiese
existido. Frank estaba siempre presente en aquellos sueños como una alegría
indeterminada.
En los tres días que pasaron entre el primer beso y la llegada de la novia de Frank,
Bobbie sólo se dejó ver furtivamente, desapareciendo por la noche. Potter, que
llevaba un Diario sobre el estado de su amo, escribía anotaciones lacónicas: «Ausente
desde las siete treinta y cuatro hasta las diez»; «No estaba borracho»; «Dormido
mañana y tarde»; «No comió nada. Estaba sereno y de buen humor»; «No se sabe

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dónde ha estado durante su ausencia». Helen se dirigió a la habitación de Bobbie y
observó que éste tenía una expresión de agotamiento; aun en sueños, su cara brillaba
en sudor. Sobre la mesa de noche estaban la cartera y el reloj de pulsera. Helen miró
ligeramente la cartera, que estaba repleta de los sucios billetes de Shanghai. Luego la
dejó en su sitio y llamó a Potter.
—Si mi marido se despierta, dígale que voy a una conferencia sobre el arte chino,
y que estoy invitada por el doctor Chang.
Mentía. Sabía que Bobbie prefería entrar en una casa ardiendo que volver a la
sociedad de aquellos chinos educados. Telefoneó a Frank, no desde la habitación,
sino desde el locutorio público del hotel. Una vez juntos, pasearon en taxi, se
sentaron en los bancos de la plaza y comieron en ocultos restaurantes franceses, rusos
y chinos.
Bailaron las tres noches y pasearon por desiertas y silenciosas calles, siempre
muy juntos, sin soltarse de las manos. Otras veces iban en dos rickshaws,
continuamente cogidos de la mano. Los coolies se reían y corrían con cuidado para
no molestar a los extranjeros y ganarse una buena propina. Las despedidas eran
interminables y nunca se resignaban a separarse. Fueron tres días y tres noches…
Una noche, Helen visitó a Frank en la pequeña vivienda que éste compartía con
Morris, el periodista. Taylor alejó a Morris con terribles amenazas. Luego hizo
preparativos febriles. Mandó al sirviente Ah Sinfú a cortar el pelo, y éste obedeció
con resignada y silenciosa desesperación china. Pidió prestadas colchas y mantas de
se compró flores y puso champaña en hielo, pues tenía la vaga idea de que el
champaña correspondía a una aventura con una mujer de la clase de Helen. Él odiaba
el champaña, y se salió de la habitación para beber su whisky. Cuando Helen llegó, la
abrazó y la besó apasionadamente.
En su sangre despertaba por primera vez el fuego de los mares del Sur. A Helen le
conmovía que él fuera un amante indefenso e inerte. No tenía palabras para explicar
lo que sentía.
—¡Te amo, te amo, te amo! —decía—. ¡Hoy más que ayer, mañana más que hoy!
—Y pasado mañana seremos ejecutados —dijo Helen.
Él le tapó la boca hasta dejarla sin aliento. De pronto, las lágrimas comenzaron a
resbalar por el rostro de Helen.
—¿Qué pasa? —preguntó él, excitado. Parecía un joven salvaje, con los oscuros
cabellos sobre la frente y el cuello tostado—. No te abandonaré nunca —murmuró
luego.
«Estoy en una situación muy difícil —pensó Frank cuando se quedó solo—. Amo
a Ruth», se dijo con amargura. Sabía que esto ya no era cierto. A pesar de todo,
esperaba que la llegada de Ruth transformase en paz y tranquilidad todo lo confuso e
insoluble.
Ya una vez había intervenido ella en una situación difícil, y sus ojos, su voz, su
ser tranquilo y pulcro, sus manos pequeñas y firmes de enfermera lo habían puesto

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todo en orden. Durante el desayuno sorprendió al pelirrojo Morris con un poco de
filosofía.
—Hay diferentes clases de amor —observó—. Hay una especie de amor estilo
cohete rojo, verde, azul… Es muy ruidoso e impulsivo. ¿Me entiendes? Algo que
llega hasta el cielo y enseguida desaparece. Lo que queda luego es un cartucho feo y
chamuscado. Luego hay una especie de amor hogareño, nada sensacional, pero cálido
y seguro; junto a ese fuego puedes sentarte todos los días de tu vida, contento de
hallarte en tu casa.
Morris se asombró tanto que dejó de comer su tortilla.
—¡Ovidio, con su Arst Amandi, es un niño a tu lado!, —fue lo único que dijo.
Era la última noche de la llegada de Ruth, Helen y él bailaban alegremente bajo
las luces del «Peony Club», cuando ella dijo entre suspiros:
—¡Si fuéramos libres, Frank!
En su rostro se reflejaban luces multicolores. Él le apretó la mano con tanta fuerza
que le hizo daño.
—No somos libres. No me tortures más —dijo ásperamente.
Continuaron bailando. Un espeso humo azul flotaba sobre sus cabezas. La sala
estaba oscura, y hasta el círculo giratorio de luces estaba apagado.
—Quisiera besarte delante de todos —murmuró Frank.
—Hazlo —contestó Helen ansiosa.
Y Frank la besó apasionadamente detrás de una mata de peonías de papel. El
saxofonista de la orquesta lo vio y le hizo un guiño comprensivo; había sido alférez
de un regimiento de guardias rusos, y a la sazón tocaba el saxófono en el «Peony
Club».
Alrededor de las tres, los músicos comenzaron a enfundar sus instrumentos.
Habían terminado por aquella noche.
—Éste ha sido nuestro último baile —dijo Helen, cuando Frank la envolvía en su
larga capa de chiffon[77] blanco.
—¿Por qué no hemos de bailar juntos cuando Ruth esté aquí? —preguntó él con
ligereza.
Ella movió la cabeza sonriendo cansadamente. El tortuoso lugar en que se hallaba
el club no estaba todavía claro, pero tampoco completamente oscuro.
—¿Rickshaw o taxi? —preguntó Frank.
—Rickshaw —contestó ella—. Tarda más.
—¿No te cansas nunca? —preguntó él mientras la ayudaba a subir al rickshaw.
—Tenemos aún media hora —dijo ella. Su rostro, iluminado por la débil luz del
farol del rickshaw, parecía muy pálido—. ¡Shanghai Ler Kwang! —ordenó al coolie.
Durante los pocos instantes que tuvieron que esperar a que el grupo de coolies
que peleaban, gritaban y reían se pusieran de acuerdo y fueran trotando, con su carga
por la estrecha callejuela que conducía a North Szechuan Road, ocurrió algo a lo que
Frank no le dio la menor importancia. Delante del «Peony Club» se juntaban a

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aquella hora numerosos mendigos, al acecho de las personas que salían del club.
Pequeño niños con sus ojuelos despiertos daban saltos en el aire, y ancianos
mutilados sostenían sus escudillas de pordioseros. «No chow —decían—. No tengo
comida». De aquel grupo de chinos miserables salió de pronto un hombre blanco, que
se dirigió a Helen y extendió su mano.
—No chow —dijo.
Helen no le entendió.
—¿Qué dice? —preguntó.
—No chow! —repitió el hombre con un tono casi amenazador. Sus cabellos y su
barba eran rubios como los de los cristianos. Su indumentaria se componía de sucios
harapos, y apestaba como un mendigo. Helen se horrorizó de que un blanco pudiera
llegar a tal grado de miseria y pidiera limosna al lado de los chinos. El hombre tenía
unos ojos claros y profundos, y su rostro, en el que brillaba cierta nobleza, estaba
cubierto por una costra de mugre. El coolie del rickshaw lo empujó y le insultó por su
osadía. Luego volvió a levantar el rickshaw y partió al trote.
—¡Espera, espera! —exclamó Helen, y, volviéndose hacia Frank, gritó—: ¡Dile
que pare!
—Stop! —dijo Frank, y ambos rickshaws se detuvieron de golpe.
Los coolies se sentían exhaustos, pues la doble partida y la frenada dificultosa
consumían rápidamente sus fuerzas.
El mendigo se acercó nuevamente a Helen, repitiendo una y otra vez:
—No chow, no chow!
—¿Es usted ruso? —preguntó Helen en este idioma.
—Sí, señora, soy ruso y estoy hambriento. Desgraciadamente, no tengo qué
comer. Una limosna, por favor.
Helen abrió su cartera. Luego, mirando al hombre con los ojos semicerrados, le
preguntó:
—¿Cómo se llama usted?
El desconocido contestó:
—Grischa.
—¿Grischa qué? —volvió a preguntar Helen.
Por toda respuesta el mendigo se encogió de hombros.
—¿No tiene usted nombre y apellidos? —inquirió ella Impaciente.
—No tengo ni padrecito ni madrecita; mi estómago está vacío —contestó él
quejumbrosamente.
Ella hizo una bola con un billete de un dólar y lo arrojó a las manos del mendigo
sin tocárselas.
—¡Vamos! —dijo con vehemencia, y los coolies emprendieron la marcha.
Mientras tanto Frank había escuchado con asombro aquella conversación.
—¿Cómo es que entiendes ruso? —preguntó cuando llegaron a una ancha calle y
sus rickshaws marcharon uno junto al otro.

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Helen extendió la mano hacia él, como tenía por costumbre en aquellos breves
días de amor.
—Yo sé muchas cosas que tú ignoras que yo sepa.
La ciudad estaba llena de rusos depravados, de prostitutas, de rufianes y de
estafadores de la misma nacionalidad.
La gente decente evitaba que la vieran en compañía de los rusos. Helen sabía que
Frank sentía en su puritano corazón un profundo desprecio hacia todo lo que fuera
ruso; por lo tanto, era imposible revelarle que ella lo era, y aún más imposible
explicarle la causa de la emoción que había experimentado al encontrarse con el
mendigo.
«Este Grischa podría muy bien ser mi hermano —pensó—. Tal vez lo sea, mi
hermano Grischa, con su pequeño uniforme de cadete». Recordó la araña sobre su
cama, oscilante, con múltiples cristales; la estación del ferrocarril; tiros, griterío;
muertos… «¿Grischa también ha muerto?», había preguntado cuando la recogieron
los Tschirikow.
—¿En qué piensas? —inquirió Frank.
—En nada. En que mañana tendré que hacerme lavar el pelo —respondió ella
riendo.
Amanecía. De pronto se apagaron todos los faroles del alumbrado. En lontananza
se escuchaba el rumor de los primeros tranvías que se acercaban. En el puente que
conducía a Soochow Creek solían esperar siempre algunos coolies para ayudar a
subir a los rickshaws y a bajarlos de otro lado, pues el puente era ligeramente
empinado. A aquellas horas no había absolutamente nadie, y Helen sintió jadear a su
coolie como un caballo enfermo, debido al gran esfuerzo que estaba realizando.
—¡Vamos! ¡Bajémonos! —dijo a Frank.
Un poco más lejos podían verse claramente las altas casas de la Concesión. La
noche tocaba a su fin. Helen hubiera cogido gustosamente el sol entre sus manos para
empujarlo hacia el horizonte, retardando así el advenimiento del nuevo día. Una
suave brisa matutina levantó una punta de la capa de Helen. Frank la rodeó con uno
de sus brazos y la atrajo hacia sí.
Abajo se veían casas botes, unas junto a otras, con redondos techos de esterilla y
pequeños faroles laterales con signos extraños. Gruesas tablas de madera conducían
de un bote a otro.
De aquellos botes, en los que dormía la gente apiñada; surgía una grandiosa
sensación de silencio y de tranquilidad. Algo se movió en uno de ellos. Un hombre
desnudo y flaco se dirigió a la popa. Tenía un ligero tinte grisáceo a la luz cenicienta
del amanecer. Cogió un cubo y lo bajó con una cuerda hasta la superficie del agua,
esperando tranquilamente hasta que se hubo llenado. Luego lo levantó y derramó su
contenido sobre él. Se escuchó el fresco ruido del agua al chocar contra su cuerpo,
que pareció identificarse con el bote. Nuevamente sopló una ráfaga de viento. Los
coolies se acurrucaron al final del puente, esperando pacientemente a sus pasajeros.

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Abajo crujió un timón, y un niño de pecho comenzó a llorar, pero pronto se
tranquilizó. Luego se escuchó el cacareo de una gallina.
Helen se apartó de la barandilla y sonrió a Frank.
—¡Qué importancia adquieren todos los objetos cuando se está enamorada! —
dijo.
Bajó la cabeza y le tendió ambas manos. Él no las tomó, pues experimentaba de
nuevo la sensación nerviosa de tenerlas sucias. Después de algunos instantes, Helen
volvió a poner las manos debajo de su delgada capa.
—¡Por favor, despide a los rickshaws y volvamos a pie! —pidió.
Frank quiso replicar, pero se contuvo. Pagó a los coolies, cogió a Helen del brazo
y comenzaron a andar lentamente. Un policía sikh pasó junto a ellos y los observó
con severidad. En el pequeño parque de Wei Tang, un pajarillo había despertado y
entonaba con timidez hermosas escalas musicales. Cuando llegaron al comienzo de
Nanking Road, Helen se detuvo de pronto.
—¡Las velas! —dijo.
Sobre el Whangpoo, unos juncos se movían con lentitud. Sus velas, como alas de
murciélago, estaban orladas por una delgada franja luminosa. Todo estaba en silencio.
Cerca de ellos pasó sin ruido un anciano chino.
—¿No hay gaviotas? —preguntó Helen, distraída.
—No, no las hay en Shanghai —respondió Frank.
—¿Me acompañas al hotel? —dijo ella—. Quisiera ir en taxi.
Esperaron a que pasara uno, y Helen subió a él.
—Estoy contenta de haberte conocido —dijo.
Sus palabras parecían demasiado convencionales. Frank introdujo su cabeza por
la ventanilla con ánimo de besarla, pero ella se retiró, moviendo su hermosa
cabellera. Cuando el coche se puso en marcha, Helen apretó su mano contra el cristal
que los separaba, y él apoyó la suya por la parte exterior. Ésta fue su despedida.
Los aspiradores de polvo zumbaban en el hotel. Potter había acercado dos sillas a
la chimenea apagada del departamento y dormía en ellas. Sobre él roncaba un
ventilador. Cuando Helen penetró en el cuarto se despertó, pero no se levantó.
—¿No ha vuelto aún el señor Russell? —preguntó ella.
—No, señora. Lo estoy esperando —dijo Potter.
—Está bien, Potter. Buenas noches —dijo Helen. En el umbral de su dormitorio
se detuvo.
—Dígale a Clarkson que no me despierte —dijo. Estaba tan agotada como si
acabase de dar a luz.

A través de la niebla matinal surgió lentamente la ciudad viciosa, la trabajadora,


la peligrosa, la perjudicial: Shanghai. Los extranjeros la levantaron sobre fango y
pantano; con el opio y el contrabando se enriquecieron, amasando sus fortunas con el

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sudor y la sangre de los coolies chinos. Transcurridos los años salvajes de su primera
juventud, sus habitantes comienzan a recapacitar, a pulirse, a avergonzarse un poco
de un pasado tan atroz. Tres millones y medio de personas duermen en rascacielos, en
casas decentes, en villas, en hoteles de lujo, sobre destrozadas esteras, en botes y en
rincones sucios y húmedos. Duermen, sueñan y despiertan; misioneros y millonarios,
vencedores y vencidos. Las sirenas de sus fábricas llaman al trabajo; las mujeres, los
niños y los coolies marchan como insectos hacia los molinos y hacia las hilanderías
de seda y algodón. Los aviones se elevan y desaparecen en el aire. Los soldados
hacen maniobras; los cargadores llevan mercancías al puerto; los jugadores salen
vacilantes de los clubs, con ganancias o con pérdidas. Los vigilantes hindúes,
franceses, rusos, anamitas[78] y chinos mantienen el orden. Los ladrones se reparten el
botín nocturno. Los Bancos levantan sus cierres metálicos, y los locales de diversión
cierran sus puertas. Los marineros llegan a los barcos y en los juncos son izadas mil
oscuras velas. Los obreros de todos los gremios comienzan su trabajo. El té es
sorbido en innumerables tazas azules, y los que son demasiado pobres para beberlo
toman agua caliente. En el puerto se descargan los productos de todo el mundo. Los
compradores chinos hacen de mediadores en los negocios de los blancos, y algún
dinero extranjero se les queda entre las manos. En la puerta de entrada del bullicioso
país que se llama China se apretujan los competidores con sus mercancías. Entre los
contrabandistas y los aduaneros hay luchas y ocultos sobornos.
Los estudiantes afluyen a las Universidades, con el objeto de adquirir la sabiduría
extranjera, para bendición del país o para provecho propio y de la familia.
Murmurando, los sacerdotes encienden velas y queman incienso, y delante de sus
altares oran hombres todas las religiones: budistas, taoístas, lamas, católicos,
protestantes y mormones. Cristianos de todas las sectas se disputan las almas de todos
los chinos; comerciantes y vendedores de todas las naciones se disputan su dinero.
Como espuma que flota sobre la pesada corriente de la capital están los filósofos
y los poetas, los periodistas y los eruditos, los escritores, los actores y los artistas.
Diez mil mediadores corren entre la cultura oriental y la occidental y tratan de unirlas
y de aclararlas. Diez mil forasteros se afirman al borde de la sociedad antes de
hundirse. Diez mil que, triunfadores, le dan el último empujón asesino. Otros diez mil
combaten por llegar a la cima, paso a paso, con pequeñas ventajas, con éxitos
insignificantes con tenacidad de hormigas sin escrúpulos. Muchos han llegado y
desaparecido. Otros han echado raíces, fundando familias y construyendo hogares, y
no pueden respirar otro aire que el cálido, pesado y húmedo de Shanghai. La ciudad
lanza un bramido, el bramido del trabajo constante. Descansa sobre la carne y el
sudor de la clase media, de los blancos y de los amarillos, de aquellos que no son ni
ricos ni pobres, y cuya función consiste en vivir del esfuerzo de todos los días. Sus
diversiones son simples y baratas: una visita al cinematógrafo, un partido de
mahjong, un discreto almuerzo con los amigos… La Nueva China hace ostentación
de gigantescos edificios, de cuarteles, de escuelas, de campos de deportes y de

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aeródromos. La Antigua China vive en callejuelas estrechas, en las que se oyen las
voces de los coolies y de los buhoneros, donde cuelgan pájaros delante de las puertas,
fuman pipas, comercian y regatean, comen y duermen, juegan y sonríen y se sienten
conformes.
Mucha sangre se ha derramado sobre el empedrado de la ciudad, porque todas las
luchas del país llegan hasta Shanghai. Esta ciudad trata a la guerra como si fuese una
representación teatral, y contempla las bombas y la destrucción como algo natural y
sin importancia. Los extranjeros han repartido sobre la ciudad daños y beneficios en
igual proporción, y con ello han ganado mucho odio y un poco de gratitud. Los
blancos admiran y desprecian a los chinos; los chinos, a su vez, admiran y desprecian
a los extranjeros. El subsuelo de la ciudad está agitado por las ratas, las
conspiraciones y las sociedades secretas. En el río están anclados los barcos de guerra
de muchas naciones; sus cañones no están escondidos, sino dispuestos y visibles,
como advertencia o amenaza.
¿Llegará la guerra a Shanghai? Y, en tal caso, ¿podrá esta ciudad desprenderse
nuevamente de ella como de un insecto molesto y sin importancia?
Del Oeste y del Sur llegan miles de soldados chinos. En el río han anclado seis
buques japoneses, en los que fueron transportados miles de soldados a través de
tormentas y tifones, hasta la desembocadura del Yangtse-Po. El escenario está listo; la
función puede comenzar. Los vendedores de periódicos vocean las noticias por las
calles.
Sobre las escaleras que bajan hasta el agua, en la Concesión, está sentado un
pequeño anciano chino que sostiene sonriendo un diminuto insecto. En medio del
alboroto que sacude al mundo, él no escucha otra cosa que el agudo canto estival de
su grillo.

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Capítulo VIII
Ruth Anderson despertó al oír el sonido de la sirena. Era temprano. A través de la
portilla se veía una niebla blanquecina y movediza. El barco apenas se movía. Ruth
permaneció acostada, con los ojos abiertos. «¡Es hoy, es hoy!», cantaba su corazón.
La sirena enmudeció. Cuando el sol ascendió en el firmamento, la blanca niebla
se convirtió primero en un velo, luego en un vaho y finalmente desapareció por
completo. Ruth saltó de la cama y miró hacia fuera. Los botes chinos pasaban de
largo; parecía una de las postales que Frank le había mandado. El cielo no era azul
sino blanco, debido al intenso calor. El río era amarillo, y las orillas lejanas tenían
también un color amarillento. Ruth sacó la cabeza por la portilla y aspiró con ansia el
aire puro. Pasaron más botes. Ella les hizo señas, pero nadie le contestó.
Retiró nuevamente la cabeza y consultó el reloj. Aún no eran las seis. Se sentó en
la cama y observó sus pies descalzos sobre la alfombra. Tenía un aspecto inocente e
infantil, el mismo que cuando era una muchachita de la Calle Catorce de Flathill,
Iowa. Suspirando sacó una botellita de esmalte para las uñas, que había comprado en
un almacén de precio único. Sacó el pincel, se mordió la lengua y comenzó a pintarse
las uñas de los pies. Mientras el esmalte se secaba se entretuvo mirando a través de la
portilla. A veces se veía una casa en la orilla, la mancha verde de un árbol, un trozo
de pasto. Luego aumentó el número de velas. El río, las riberas…, todo era amarillo
en aquel país. Ruth consultó otra vez el reloj. Eran las seis y un minuto.
Tocó la tersa superficie de sus uñas y vio que el esmalte estaba seco. Su aspecto
era elegante y alegre, y sus pies no parecían tan inocentes como antes. Se puso una
bata, reunió los utensilios necesarios para su aseo y se encaminó al cuarto de baño.
Calzaba unos viejos zapatos de tenis. Tomó un par de tabletas de sales de baño, que
había comprado también en el almacén de precio único, y las echó en la bañera. Sin
embargo, el agua continuó oliendo a pescado hervido. Percibía con toda claridad el
ruido producido por las máquinas. «¡Es hoy! ¡Es hoy! ¡Es hoy!», decían. Ruth
permaneció en la bañera durante largo rato, tratando infructuosamente de que el jabón
diera espuma. Luego se frotó con la esponja, y apenas se puso bajo la ducha cuando
sintió que golpeaban la puerta desde fuera y que una impaciente dama se quejaba en
voz alta al encargado del baño. Ruth volvió a su camarote. Miró el reloj: eran las seis
y once minutos. Se sentó frente al espejo y se cepilló el pelo, pasando cien veces el
cepillo como su madre le había enseñado. Antes de partir se había hecho una
ondulación permanente y estaba satisfecha de su peinado. Se hizo con el índice
muchos pequeños rizos y los repartió sobre su cabeza. Las orillas se acercaron más.
Eran las seis y cuarto.
Cerró el baúl, que había dejado arreglado la noche anterior, y se puso el vestido
de color de coral que habla reservado para aquella ocasión. «Te sienta muy bien», —
le había dicho Frank una vez—. Luego miró de nuevo los armarios y los cajones.
—Listo —dijo en voz alta, y tocó el timbre llamando al camarero—. ¿Llegaremos

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pronto? —preguntó.
—Sí, sí —contestó el camarero.
—¿Está el desayuno?
—Sí, sí.
Poco después se dirigió a la cubierta de paseo y se detuvo junto a la borda. Luego
fue al comedor y se desayunó, y a continuación regresó a cubierta, donde jugó ni
escondite con dos niñitas chinas que parecían dos muñecas y que desde el primer día
de viaje habían contribuido a su profunda alegría. Tuvo una breve conversación con
el americano que había sido detenido en el Japón por fotografiar el Daibutsu de
Kamakura desde el lado prohibido. Saludó a una dama de Cleveland, a quien su
yerno enviaba a dar la vuelta al mundo y que, de espaldas al mar, se había pasado el
viaje haciendo una colcha con innumerables trozos de tela. Se despidió del millonario
australiano a quien, debido a su aspecto, había confundido con un fogonero del barco.
Repartió las propinas. Un japonés, Yoshio Murata, le aconsejó lo que debía dar.
Sofocada por la excitación, volvió a su camarote. Eran las siete y diez. Ruth suspiró
contenta de haber podido emplear en algo el tiempo que faltaba. El camarero llamó a
la puerta y señaló con el pulgar hacia arriba.
—¿Qué pasa? —preguntó Ruth.
—Ya, ya —dijo el camarero.
—¿Llegamos?
—Sí, sí.
El corazón de Ruth pareció detenerse un instante, pero luego latió con mayor
velocidad. Sin embargo, eran sólo los empleados del puerto, que subían a bordo para
revisar los pasaportes. Al subir de nuevo a cubierta, el río parecía más angosto y
estaba lleno de barcos de toda clase: buques de guerra, un velero con las velas izadas,
pequeños barquitos de vapor en los que menudas mujeres con pantalones y chaquetas
azules desempeñaban el pesado trabajo de los hombres.
En la lejanía surgían blancas fábricas y los confusos contornos de los rascacielos.
—Es la Concesión —dijo Murata a su lado.
Había subido al barco en Kobe y se sentaba a su mesa. El joven misionero
mormón que hasta entonces había sido vecino de su mesa dejó el buque en
Yokohama.
—¿Cómo está usted? Hace un día espléndido —dijo Murata. Sus palabras
parecían tomadas de la primera lección de un manual de conversación.
—Bien, gracias. ¿Y usted?
—Bien, gracias —replicó Murata.
Ruth exploró el horizonte. El río debía de hacer una curva, pues ya podía ver los
lejanos rascacielos.
—¿No vamos muy despacio? —preguntó, quejosa.
—Siempre se va así por el Whangpoo —repuso Murata, y añadió cortésmente—.
¿Desea usted jugar una partida de ping-pong?

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—No, gracias. Estoy demasiado nerviosa.
—Perfectamente —dijo Murata. Fue hasta su silla de lona, recogió un paquete y
se acercó a ella de nuevo—. Los libros —dijo.
—¿Qué libros? —preguntó Ruth sonrojándose levemente, pues pensó que el
japonés quería hacerle un regalo de despedida que le sería tan difícil de aceptar como
de rechazar.
—Los que usted tuvo la bondad de prestarme —respondió Murata
ceremoniosamente.
—¡Ah, ya! —exclamó Ruth.
No se acordaba de los libros que le regalaron las muchachas del «Nightingale
Club». Se los había prestado al japonés porque éste mostró un desmesurado interés
por la literatura americana.
—El camarero ya ha llevado abajo mis maletas, por lo que no puedo guardar nada
más —dijo.
Murata pareció consternado.
—Es culpa mía, es culpa mía —repitió varias veces—. Debí devolverle antes los
libros. ¿Qué haremos ahora?
Ruth no disponía de tiempo para perderlo con el japonés. Allí estaba Shanghai, la
China. Allí estaba la orilla donde la esperaba Frank.
Todos los pasajeros estaban intranquilos, con ese inevitable nerviosismo que
precede a la llegada. El buque giró y aminoró la marcha. Las máquinas se detuvieron,
y momentos después se pusieron de nuevo en movimiento.
Una multitud de chinos vestidos de azul y de europeos con traje blancos se movía
en el muelle. El corazón de Ruth saltaba en su pecho como un pájaro en la jaula.
—Señorita Anderson… —dijo Murata a su lado, Ruth no le escuchaba. Los oídos
le zumbaban, crujían las cadenas y los pasajeros se apretujaban pugnando por salir de
la cubierta. El sol brillaba y hacía mucho calor.
—¿Dónde puedo mandarle estos libros? —preguntó el Japonés.
—Espero que nos veamos alguna vez —repuso Ruth—. Luego le daré mi
dirección. Creo que hemos llegado.
Se apoyó en la borda, mirando fijamente a la gente que se encontraba en el
muelle. Miles de personas hacían señas, agitando ramos de flores o panamás. Había
hombres y mujeres vestidos de blanco, y, en medio de ellos, los quimonos japoneses
de brillantes colores y los coolies chinos cuyos trajes azules resaltaban en el cuadro
multicolor del desembarco.
«Quizá no me reconozca; tal vez él no me vea», pensó. Durante un par de
segundos le pareció esto tan verosímil como si ella y Frank hubieran cambiado
fundamentalmente en los tres años interminables de su ausencia.
A su lado, Murata le hablaba ceremoniosamente:
—Permítame expresarle, señorita Anderson, el placer que me ha causado
conocerla. Le agradecería que presentara mis respetos a su prometido. Espero tener el

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honor de encontrarla en Shanghai y poder devolverle sus libros. Muchas gracias. Le
deseo mil felicidades.
Ruth ya no le escuchaba. Se asombraba de la desmedida excitación que ocasiona
la llegada y la partida de Shanghai.
—¿Podemos bajar a tierra? —preguntó a un oficial del barco que pasaba cerca.
—Sí —le contestó él.
Bajó y se detuvo en el muelle. Alrededor había griteríos y apretujones, abrazos de
los blancos y profundas reverencias de los amarillos. Era empujada de aquí para allá,
y por centésima vez observó la multitud con mirada perpleja. Los coolies la rodeaban,
tirándole del vestido y gritando incomprensibles ofrecimientos. Los ordenados
japoneses iban de un lado a otro, tratando de organizar algo.
En el muelle había un millón de personas, pero Frank no se encontraba entre
ellas, Frank no estaba… Frank no estaba…
—¿Taxi, señorita? —le preguntó un japonés de uniforme blanco.
—No sé… —dijo Ruth, perpleja.
—¡Hola, nena! —exclamó Frank tras ella. Ruth se volvió.
—¡Hola, Frank! —contestó, sintiendo que le faltaba el aliento.
—¿Cómo te va? —preguntó él.
—Bien, ¿y a ti?
—Salgamos primero de aquí —decidió Frank cogiéndola del brazo.
—¡Mi equipaje! —exclamó Ruth.
—Primero ven conmigo —dijo Taylor. Su mano cálida y un poco húmeda se
apoyaba en el desnudo brazo de ella.
—¿Hace siempre tanto calor? —inquirió Ruth.
—En verano hace más aún —repuso Taylor.
—Y todavía es temprano —dijo ella.
—¡Rápido! —insistió Frank—. Tu equipaje, la revisión aduanera… Ahora, ven
conmigo.
—Déjame verte —dijo Ruth cuando la muchedumbre se dispersó un poco. Le
observó detenidamente. Frank estaba pálido y tenía un aspecto muy distinto del de
antes—. ¿Has trabajado mucho? Me parece que no estás muy bien —observó.
—La culpa la tiene el clima —dijo Frank un poco molesto—. ¿Y tú? Fresca como
una mañana primaveral, por supuesto. —La miró directamente por primera vez y
luego sacó el pañuelo para secarse las manos—. Aquí se está siempre sucio —
murmuró para disculparse.
Al separarse de Helen, volvió a su casa, se dio un baño caliente y se afeitó. Luego
ordenó a Ah Sinfú que preparara café fuerte, para contrarrestar los efectos del alcohol
y del cansancio. Morris no volvió a casa aquella noche, y Frank se puso a leer el
diario mientras esperaba la llegada del vapor. Después de la lectura de las
informaciones de guerra en el frente Norte, se durmió, despertándose demasiado tarde
y con un terrible dolor de cabeza. Le gritó a Ah Sinfú, se dio un golpe en el codo con

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la puerta y finalmente llegó en taxi a su garaje, donde perdió mucho tiempo tratando
de que el dueño del garaje le permitiera sacar su coche, que estaba a medio lavar. A
pesar de esto, Frank se sentía orgulloso de que Ruth pudiese verlo con el coche. En
Nueva York soñaba tanto con poseer un automóvil propio…
—Ruth, ésta es Lizzie —dijo—. Espero que seáis buenas amigas. Lizzie no ha
terminado de arreglarse, pues no está acostumbrada a que la despierten durante la
noche.
Ruth contempló a Lizzie con respeto.
—¡Es tu automóvil! —dijo, acariciando el radiador.
—No es precisamente un «Dusenberg» —repuso Frank lisonjeado—, pero me
gusta. Ya verás como anda. Tiene muchos accesorios, como, por ejemplo, un reloj y
una radio. Algunos tienen miedo del sol, pero yo en verano ando siempre con la
capota baja.
—¿Qué modelo es? —preguntó Ruth—. ¿Un treinta y seis?
—No, un treinta y cinco. Me ha costado muy barato.
—Tengo entendido que los treinta y cinco son mejores que los treinta y seis —
dijo Ruth para halagarlo.
Una vez que Lizzie los ayudó a pasar el primer minuto, el más difícil del
encuentro, subieron al coche y Frank lo puso en marcha.
—Al fin estás aquí, Ruth —dijo él sin mirarla. Ella repuso alegremente:
—¡Sí, al fin estoy aquí!
La confusión era indescriptible en las calles. Pasaban por entre montones de
cebollas y melones. Los rickshaw-coolies se deslizaban entre los autos, y otros
coolies llevaban cargas hacia el muelle, mientras entonaban canciones que parecían
gemidos.
—¡Mira! —exclamó Ruth cogiendo a Frank del brazo.
Él miró rápidamente. Una mendiga estaba sentada al borde de la calle. Era una
anciana harapienta, que llevaba una cinta negra en la frente y tenía los diminutos pies
deformados según la antigua costumbre. Ante ella había un niño que presentaba un
platillo pidiendo limosna.
—Los pies vendados… Es muy raro —dijo Frank sin prestar mayor atención…
—El niño… —insistió Ruth—. Tenía moscas en los ojos…
—Tienes que acostumbrarte a estas cosas —dijo él—. En Shanghai no hay tanta
limpieza como en el consultorio del profesor Richard. Ruth dejó de mirar a la calle y
se volvió hacia Frank.
—¿Te sientes mal? —le preguntó después de observarlo durante unos minutos.
—¿Mal? No. Me duele un poco la cabeza —dije—. No he podido dormir —
añadió. Ruth sonrió feliz.
—Yo tampoco, Frank —dijo en voz baja.
Él sonrió y dijo:
—¡Qué niña eres!

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—Tengo aspirinas en mi maleta —dijo Ruth—. Te quitaremos ese dolor de
cabeza. A Frank le irritó su tono optimista de enfermera.
—Con aspirina no lograrás quitarme este dolor de cabeza —dijo con impaciencia
—. Es como el de una ballena. Sólo la pólvora podría curarlo.
—¿Suicidio? —preguntó Ruth.
—No del todo. Tomas una ciruela, le quitas el hueso y pones pólvora en su lugar.
Morris ha introducido la receta, y los muchachos del club garantizan su eficacia. Ya
estamos en la Concesión.
—¡Cuántos chinos hay aquí! —exclamó Ruth.
—Es que estamos en la China —respondió Frank. Ella se echó a reír cuando él
afirmó que su receta era sumamente eficaz.
—¿Es que los habitantes de Shanghai compran pólvora en las farmacias? —
inquirió, entusiasmada con la idea.
Frank la miró. Al principio le irritó la alegría con que se refería a su dolor de
cabeza, pero luego se rió con ella. Tomó el volante con la mano izquierda y con la
derecha buscó la de Ruth sobre el asiento. La encontró y la introdujo en el bolsillo de
su chaqueta, como si la pusiera en un nido. Ruth suspiró profundamente, como en
sueños.
«Es la antigua caricia —pensó—, el viejo y delicado ademán de confianza». Dejó
su mano dócil y blanca, amoldándola completamente a la de él.
—Hace tiempo que no nos veíamos, ¿verdad Frank? —preguntó con timidez.
—Pero ahora ya estás aquí —repuso él.
—¿Estás contento? —preguntó ella.
—¿Si estoy contento? —preguntó él a su vez, y añadió—: Sí, claro que lo estoy,
nena.
Unos minutos después sacó la mano de Ruth del bolsillo y la colocó sobre el
asiento, como si se tratara de un objeto innecesario. Sacó un pañuelo y, dirigiendo el
coche con las rodillas, se secó las manos.
—La mugre de esta ciudad… —dijo como explicación.
Cogió con vivacidad el volante y siguió por Nanking Road. Ruth miró con
ansiedad alrededor, pero su vista volvió con rapidez hacia Frank.
Él se ajustó la corbata y se alisó el cabello.
—«Shanghai Hotel», Madame —dijo deteniendo el vehículo.
Ruth levantó la cabeza para mirar los dieciocho pisos.
—¡Formidable! —exclamó.
Frank entregó las maletas al botones que apareció a su lado, y dijo, sintiéndose
molesto:
—Espero que te guste la habitación. De todos modos, es sólo hasta el sábado.
Frank había tomado una habitación para Ruth en el «Shanghai Hotel» como
resultado de una hora de severas meditaciones y debido a un motivo complicado. No
era más que una medida de seguridad, un candado, un muro que erigía entre él y

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Helen. Hospedándose ambas en el mismo hotel, estaría a salvo de posibles ataques de
debilidad, y aun cuando quisiera ver a Helen, se lo impedirla el hecho de estar Ruth
muy cerca.
En el momento en que la cogía del codo para conducirla al hotel, un niño le tiró a
Ruth de la falda. Ella se volvió asombrada. Era un chiquillo indescriptiblemente
sucio, de graciosa sonrisa y dientes grandes y brillantes. Dijo algo que Ruth no
entendió, y señaló una canasta redonda que levantó hacia ella. Estaba llena de plumas
amarillas, y se oía piar.
El portero se acercó para echar al niño, pero Ruth sostuvo la pequeña y delgada
mano que tiraba de su vestido.
—Quiere venderte una docena de patitos —dijo Frank.
—¡Patitos! —exclamó Ruth desconcertada.
Varias cabezas con picos cómicamente grandes surgieron piando de debajo de las
alas. Ruth las contempló estupefacta. El niño sacó con rapidez uno de los patitos y se
lo puso en la mano. El patito se encogió y decidió quedarse allí. Frank gritó al niño y
éste contestó algo y sonrió. Un par de coolies que deambulaban siempre cerca del
hotel se habían detenido y reían tan sonoramente como Ruth no había oído desde
hacía mucho tiempo. Con el patito en la mano, miraba a Frank, al niño y a la fila de
rostros sucios y sonrientes.
—¿Por qué le gritas? —preguntó.
—Los chinos no entienden de otro modo —replicó él. Y quiso coger el patito para
ponerlo en la canasta, pero el niño dijo un par de palabras rápidas e irritadas en su
idioma, y Frank retiró involuntariamente la mano. Nuevas risas estallaron entre los
coolies.
—¿Qué hacemos con esto? —interrogó Ruth, encantada con el pequeño animal.
—Primero criarlo —repuso Frank—. Luego lo asaremos. Puedes comprar cientos
de ellos todos los días. Los venden por todas partes. ¿Quién los compra? —le
preguntó al portero.
—Los chinos ricos, señor —dijo el irlandés—. Son juguetes para los niños, que
los torturan.
Ruth sostenía el patito junto a su pecho. Cuando era niña había apretado contra sí
a perros sarnosos, gatitos ciegos y ranas heladas.
—¿Quieres todo el canastillo? —preguntó Frank.
«¡Querida Ruth…! —pensaba—. ¡Querida y adorable Ruth…!».
—Sólo éste —dijo Ruth—. Seguramente me traerá suerte. Ya me conoce. ¿Lo
ves? Lástima que sólo hable en chino.
A continuación realizaron el regateo acostumbrado con la desagradable excitación
y los numerosos curiosos que se creían en la obligación de dar un consejo, lo cual
ocasionó una momentánea interrupción del tráfico en Nanking Road. Finalmente,
Ruth se quedó con el patito y el canasto. El chino recibió algunas monedas y llenó las
destrozadas mangas de su chaqueta con el resto de los animales.

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Ruth, con el pequeño bulto de cálidas plumas en la mano, atravesó el vestíbulo de
mármol negro del «Shanghai Hotel».
—¡Monsieur Taylor, Monsieur Taylor! —gritó Madame Tissaud, que estaba
sentada en su lugar acostumbrado, leyendo los diarios franceses de la mañana—. No
diga ni una palabra. ¡Ya lo sé todo! Ésta es nuestra pequeña novia, ¿no es cierto? ¿Y
estuvo usted a punto de quedarse dormido, mal muchacho? ¡Es encantadora! Es usted
encantadora, señorita. Espero que el aire de Shanghai le siente bien. No todos lo
soportan. ¿No es así, Monsieur Taylor? Así, pues, ahora le atarán al pie de la cama,
¿verdad? Le convendrá mucho. Es demasiado buen mozo para andar en libertad.
¡Bienvenida, señorita, bienvenida a Shanghai! —dijo mirando a Ruth de pies a
cabeza, como si tuviera que tomarle medidas para hacerle un vestido, un par de
zapatos y una blusa—. ¿Qué tiene usted ahí? —dijo mirando el patito, que sacaba la
cabeza a través de los entreabiertos dedos de Ruth—. Un Ya, un pequeño Ya. ¡Qué
gracioso! Desgraciadamente, no vivirá mucho, pero hay un gran número de ellos. Ha
llegado usted en el momento justo, Mademoiselle… ¿Cómo…? Mademoiselle
Anderson. Va a ser muy interesante. ¿Se ha enterado usted, Monsieur Frank, de lo que
ha ocurrido en el aeródromo de Hugjao? ¿No? ¿En qué planeta vive usted, Monsieur
Taylor? Un guardia chino ha matado a dos japoneses, un teniente y un marinero, en
pleno Monument Road. Ésa es la chispa que encenderá nuestro barrilito de pólvora.
¿Nunca ha estado en Shanghai en guerra? ¡Ja, ja! ¡Ya verá usted! ¿Cuánto tiempo
hace que está aquí? ¿Tres años? ¿Y no ha visto ninguna guerra? Mon Dieul ¡Cómo ha
cambiado esta ciudad! Pero ahora empezará pronto. ¿Y cuándo se casan? ¿El sábado?
Mi enhorabuena. Además, ¿sabe?, dicen que ha estallado el cólera entre los fugitivos.
Pero no importa. No hay verano sin cólera. Eso lo digo yo, que conozco bien a mi
Shanghai. Au revoir! A bientót[79]! Querida, aún hemos de charlar bastante.
Frank hizo un esfuerzo, como si tuviera que salvar a Ruth de las cataratas del
Niágara, y se la llevó.
—Es una hiena —fue lo único que dijo.
En la oficina de recepción, mientras Ruth escribía su nombre y Frank buscaba las
llaves de la habitación, hubo otro retraso.
—Señorita Anderson —dijo amistosamente Yoshio Murata, deteniéndose junto a
Ruth.
Parecía más pequeño que entre los numerosos japoneses del barco, y llevaba dos
maletines en las manos y un paquete que apretaba bajo el brazo.
—Frank, éste es el señor Murata —presentó Ruth—. Mi prometido, Frank Taylor.
El japonés sonrió y dejó una maleta en el suelo para poder quitarse el sombrero.
—Encantado de conocerle —dijo inclinándose.
—Mucho gusto —dijo Frank levantando la mano.
—¿Puedo preguntarle si se hospeda también aquí, señorita? —inquirió Murata—.
¿Sí? Entonces me permitiré enviarle los libros a su cuarto. ¿Número 615? —añadió,
observando la chapita de latón que pendía de la imponente llave de la habitación de

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Ruth.
Con un ademán instintivo, Frank hundió la llave en su bolsillo.
—Mire usted lo que me han regalado —dijo Ruth, y abrió la mano para mostrarle
el patito. En el barco iba diariamente con el japonés a ver los perros encerrados en
jaulas sobre la cubierta superior. Sentía una predilección especial por dos jóvenes
Cocker spaniels australianos. Murata volvió a inclinarse.
—¡Encantador! —dijo—. Nosotros los japoneses diríamos osmoshiroi. Frank,
impaciente, cogió a Ruth por el codo.
—Lo veré más tarde —dijo Ruth mientras Frank la llevaba hasta el ascensor.
—Sexto piso —dijo Frank al chino del ascensor.
—Perfectamente —dijo Murata tras ellos.
Las habitaciones de mayor precio estaban mucho más arriba, Helen vivía en el
piso decimosexto.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Frank al ver que Ruth se apoyaba en su brazo.
—Me encuentro un poco mareada… de todo… —dijo ella disculpándose.
El ascensor se detuvo en el piso indicado. El botones con las maletas estaba ya
arriba. Pasaron a lo largo de muebles de bambú y alfombras que trataban de parecer
chinas.
—¿Qué tienes que ver con ese japonés? —le preguntó Frank.
—Nada. Ha jugado conmigo al ping-pong. Los japoneses juegan de un modo
completamente distinto, dan a la pelota como si estuvieran en un campo tenis.
—No es necesario que precisamente ahora nos tratemos con la canalla japonesa
—dijo Frank—. No deberías haberlo hecho.
—¿Qué pasa con los japoneses? —preguntó Ruth.
—¿Qué pasa? ¿Acaso no lees los diarios? ¡Por Dios! ¿Es que no has visto que el
Wang Poo está lleno de barcos de guerra? Temo que muy pronto suceda algo.
Ruth lo miró perpleja.
—Lo siento —dijo con timidez—. Los diarios daneses del barco no decían nada.
¿Es tan peligroso? ¿Te importa que los japoneses luchen con los chinos?
—¡Me importa mucho! —dijo Frank fogosamente—. Primero, porque es malo
para los negocios, justamente ahora que comienzo a progresar… Además, estoy
inscrito en la guardia de voluntarios… Pero no pensemos por ahora en ello.
El muchacho que los acompañaba abrió la puerta de la habitación y los invitó a
entrar; luego echó un vistazo al cuarto de baño y al mosquitero que se hallaba ante la
abierta ventana, puso en marcha el ventilador, que comenzó a zumbar, y esperó
sumisamente, pero como exigiendo la propina.
Cuando se fue, Frank cerró la puerta.
—Es un cuarto precioso —dijo Ruth, confusa. Frecuentemente había soñado en el
primer minuto a solas con Frank.
Éste se aclaró la garganta.
—No es precisamente el Taj Majal —dijo con una sonrisa forzada, sin moverse

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de al lado de la puerta.
Ruth se acercó a la ventana y miró hacia fuera.
El cuarto daba a un patio. Abajo se veía una cúpula de cristal y se oía el sordo
rumor que provenía de las cocinas del hotel. Arriba estaba el nebuloso cielo, por el
que en aquel momento volaban tres aeroplanos.
—Primero te tomarás una aspirina —dijo Ruth al ver la cara de Frank. Dejó el
patito, se acercó a su maletín y lo abrió.
—¿Me puedo lavar las manos? —preguntó él.
Ella asintió. Todavía no se habían besado.
Ruth sacó el tubo de aspirina y cogió dos tabletas; luego llenó un vaso con el agua
de un termo que estaba sobre la cómoda y las echó dentro.
Miró alrededor de la habitación y halló un buen lugar para el patito, en el ángulo
que formaba la pared con la cómoda. Besó al pequeño animal en su pico amarillo y lo
depositó en la canasta. Luego se acercó lentamente al espejo y se miró con atención.
Frank silbaba en el cuarto de baño, dejando correr mucha agua sobre sus manos.
Ruth se sentía vencida por la excitación. Vio en el espejo que las arterias de su
cuello latían fuertemente.
«Es una vergüenza», pensó.
Estar con Frank era como nadar en un mar alborotado, cuando una ola sucede a
otra y sin dejar tiempo para respirar. Frank regresó del cuarto de baño con los
cabellos mojados.
—Aquí está tu aspirina —dijo Ruth—. Desgraciadamente, no tengo pólvora.
Lo contempló mientras se bebía el agua con las tabletas disueltas. Frank se
estremeció.
—Esto es muy amargo —dijo.
En la pequeña habitación sólo había una silla. Frank se sentó en la cama y
contempló sus zapatos blancos.
—Necesitamos un nombre —dijo Ruth, acercándose a la ventana.
—¿Para quién? —preguntó él asombrado.
—Para el patito. Y también necesito un huevo duro picado. Les gusta mucho.
Frank pidió el huevo por teléfono.
—¿Te has desayunado ya? —preguntó Ruth.
Él se sentó de nuevo en la cama.
—Lo más sencillo sería llamarlo Confucio —propuso.
Ruth frunció el entrecejo.
—A lo mejor es hembra —dijo.
Frank ya no la escuchaba. Confucio piaba en un rincón. Ruth se arrodilló y lo
miró.
—Duerme —dijo con un susurro—. Habla en sueños.
Cuando se levantó de nuevo, alisándose el vestido, sintió los ojos de Frank fijos
en ella.

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—¡Qué infantil eres, querida! Y, sin embargo, vienes sola a la China sin el menor
miedo.
La cama era grande y ocupaba la mayor parte de la habitación. Frank se acostó en
ella y cerró los ojos.
—¿Te sigue doliendo la cabeza, o la aspirina te ha servido de algo? —preguntó
Ruth.
—No, ya no me duele. Estoy bien —murmuró Frank sin abrir los ojos—. Tú estás
conmigo y no siento ya ningún dolor.
Ruth se acercó a él y le puso una mano sobre la frente. Notó que las sienes latían.
Frank le cogió la mano y se la pasó por la cara.
—Tan fresca, tan limpia… —susurró.
Le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí. Ruth se inclinó, mareada por
una felicidad embriagadora de la que estaba privada hacía mucho tiempo, hasta que
su boca se unió a la de él.
En el instante en que la besó, Frank sólo sintió la desesperante nostalgia y el
ardiente y violento deseo insatisfecho de otra mujer.

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Capítulo IX
El jardín terraza del «Shanghai Hotel» se veía siempre muy concurrido a la hora
del té. Se hallaba protegido en parte por un techado del mismo color de herrumbre
que tienen las velas chinas. Muchas mesitas estaban colocadas bajo las sombrillas de
color, fuera de la sombra, alineadas en un cuadro alrededor de una fuente que
refrescaba un poco el ambiente. Los arbolillos y las plantas, dentro de enormes
recipientes chinos de barro, parecían mustios aun cuando fueran regados
regularmente. También el suelo, formado por grandes baldosas lisas, estaba húmedo y
brillante, pues en verano se le mojaba cada hora para combatir el calor. Por entre las
mesas se deslizaban los pequeños mozos chinos con bebidas heladas y humeantes
tazas de aromático té para los residentes de la Concesión Británica. En algún lugar
invisible, un cuarteto de cuerda tocaba una ligera melodía que era apagada por las
voces. Cuatro americanos, hombres de negocios de cabellos grises, discretos y
atentos, conversaban detrás de sus altos vasos de highball[80].
—Si estalla ahora será peor que en el treinta y dos. América no podrá permanecer
impasible, como simple espectadora. Lo que los japoneses quieren es aplicar en Asia
la doctrina de Monroe y dicen: «Asia para los asiáticos». Hasta en eso nos imitan.
—¿Y el mercado mundial dominado por los precios del dumping japonés? ¿Y el
capital americano invertido en China? ¿Y el petróleo? Si el Japón se mete a la China
en el bolsillo, ¿quién comprará nuestro algodón?
—América está obligada a proteger a sus ciudadanos por tierra y por mar, y la
Cámara de Comercio velará por ello.
—¿Y el tratado de neutralidad?
—Los países democráticos tienen que unirse contra el fascismo japonés o
desaparecer.
—Aquí sólo se puede hacer una cosa: reunir lo antes posible todo el dinero que se
pueda y regresar luego a los Estados Unidos.
—Eso lo decimos todos. Y, a pesar de ello, hemos permanecido treinta años en
este apestoso lugar.
—Mi mujer no podría vivir ya sin seis sirvientes.
Dos «compradores» chinos, el uno con ropas occidentales y el otro con un
chaleco sin mangas sobre la túnica, decían:
—Siempre lo digo y le repito: «Un perro en la paz es mejor que un hombre en la
guerra».
—El burgomaestre de Pekín estaba vendido. Dejó entrar a los japoneses sin
defender la ciudad. Les abrió simplemente las puertas.
—El problema es éste: ¿Nuestro negocio va mejor con los japoneses o contra
ellos?
—Olvidemos estos disgustos. Un hombre a quien hice un insignificante e indigno

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servicio me ha enviado un pez mandarín, y mi cocinero es un artista para prepararlo
con salsa. Le ruego que me conceda el placer de sentarse a mi mesa esta noche.
Un grupo de intelectuales blancos y chinos, un joven siamés y una noruega
pelirroja, decían:
—China no se podrá salvar hasta que desaparezca el opio. Es un vicio nacional,
terrible e inextirpable.
—Como la bebida en América. ¿Se acuerda de la prohibición? Prohibir significa
elevar inmediatamente el precio y el consumo.
—El alcohol atonta y los borrachos golpean y matan a sus mujeres. El opio los
hace inteligentes y bondadosos.
—¿Es verdad que es un afrodisíaco?
—¡Tonterías! Causa impotencia.
—Yo fumo ocho pipas cada noche: mis manos están tranquilas. Usted fuma
cuarenta cigarrillos: sus manos tiemblan.
—La Dirección de la lucha contra el opio hace mucho bien. Por lo menos, así se
dice.
—Sin duda. Hacen decapitar de vez en cuando a cincuenta incurables. Antes les
dan opio para aliviar su muerte.
Cuatro chinas pequeñas, elegantes y esbeltas, que comían frutas heladas a la
sombra, decían:
—Las mangas se usan ahora más cortas. Mi sastre ha copiado los modelos de
Anna May Wong.
—Se lleva mucho la seda verde con una rama de bambú de terciopelo a lo largo.
Se vende en la tienda de Sincere, y es verdaderamente barata.
—Si mi marido me llevara a casa una concubina le mataría.
—El método americano. ¿Has escuchado la conferencia del profesor Sheifong?
Parece que el amor libre el único posible en nuestra época.
—Lo que necesitamos son misioneros que propaguen la fiscalización de los
nacimientos.
Dos fanáticos chinos, que bebían una taza de té de jazmín, decían:
—Por primera vez, China está unida. China unida es invencible.
—Cuatrocientos millones de personas. Con nuestros cuerpos construiremos
murallas para detener a los japoneses.
—Tenemos los hombres y la paciencia. Dentro de quinientos años, China será el
mejor país del mundo. ¡Y qué breve plazo son quinientos años!
—Así es. Le deseo diez mil años de vida, amigo mío.
—Gracias, estimado primogénito. Yo le deseo diez mil años de felicidad y
bendiciones.
Se oían voces, ruidos, fragmentos de conversaciones:
—Se dice que Mei Lang Fang, se está poniendo viejo.
—La Bolsa de Nueva York ha bajado.

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—Una cosa es segura: quienquiera que gane la guerra, los blancos saldremos
siempre perdiendo.
—Son preferibles los japoneses a los comunistas.
—Éste es el fin de la extraterritorialidad.
—¿De qué vivirá la India si no puede exportar más opio?
—China no se dejará tratar más como una colonia.
—Esta porquería desesperante que se llama China.
—Este magnífico país que se llama China.
Optimistas, pesimistas, europeos, americanos, occidentales, orientales, mujeres,
hombres… Valor y cobardía. Idealismo y positivismo. Odio y amor. Hombres de
todas las clases, de todos los colores, de todas las tendencias. Voces, ruidos, tristezas,
té, whisky… Una orquesta completa de toda la Humanidad: es la hora del té en el
jardín terraza del «Shanghai Hotel».
Ruth Anderson subió poco después de las cuatro y media al jardín terraza y siguió
con cierta timidez al elegante maître que se deslizaba ceremoniosamente delante de
ella.
—Busco al señor Taylor —dijo después de haber mirado todas las mesas sin
encontrar a Frank.
Se había puesto su mejor traje de seda blanca estampada con florecillas: dieciséis
dólares con noventa y cinco centavos. Madame Tissaud que emigraba todas las tardes
del vestíbulo a la vega más frondosa del jardincito, agitó los brazos.
—Venga, niña, venga. ¿No le importa hacer compañía a una mujer solitaria?
—Encantada —dijo Ruth, indecisa. En realidad, estaba contenta de ponerse al
abrigo de aquel baluarte de cabellos blancos.
—¿Está usted sola? ¿Y el primer día? —preguntó Madame.
—Frank no tardará en llegar. Aún tiene que hacer en el despacho, y no quiero que
pierda su trabajo por mí —repuso.
—¡Muy razonable, maravilloso! —exclamó Madame Tissaud.
—Café helado —pidió Ruth al mozo. Miró alrededor y respiró profundamente—.
Aquí hace más fresco —dijo—. Debiera haber traído a Confucio.
—¿Estudia usted a Confucio? —preguntó Madame Tissaud aprobadoramente—.
Está pasado de moda. Sólo los europeos lo leemos a veces.
Ruth no la sacó de su error. El mozo colocó el café ante ella, que comenzó a
sorberlo satisfecha.
—¿Qué le parece Shanghai? —preguntó Madame.
—Bien… Es decir, todavía no lo conozco bastante. Frank me ha llevado a su
oficina para presentarme a B. S., el señor Scott. Será nuestro padrino de bodas. Fue
muy amable. Su mujer nos ayuda a buscar una pequeña vivienda. Me gusta mucho.
—Todo es cuestión de gustos —dijo Madame—. ¿Cuándo se casa?
—El sábado —repuso Ruth—. Frank tendrá una semana de permiso, y B. S. nos
presta su casa bote para nuestra luna de miel. ¿No es romántico?

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—El sábado… ¿Y hasta entonces vivimos en celibato? —preguntó Madame.
Ruth no contestó y volvió a su taza de café helado, que no estaba tan frío como
debía. Los trozos de hielo que contenía se estaban derritiendo.
—¿Cómo es que se sientan aquí todos juntos, chinos y blancos? —preguntó—.
Yo creía que no era así.
—Esto sólo ocurre desde hace un par de años, querida. Cuando yo vine todo era
diferente. Con los prejuicios raciales no se progresa, y es mejor para los negocios ser
tolerante.
—Yo no tengo prejuicios raciales —contestó Ruth con rapidez—. En la
enfermería hemos tenido pacientes da todas las razas imaginables. Cuando sufren,
todos son iguales.
—Sí, lo mismo que cuando tienen dinero —observó Madame—. ¿Era usted
enfermera, señorita? Una profesión muy poética.
Ruth pensó en todos los orinales que había tenido que vaciar, y no pudo menos de
reír.
—Ahí viene Frank —dijo, y la alegría le hizo alzarse un poco en su silla.
Taylor parecía menos marchito que por la mañana. También estaba mejor vestido,
con un impecable traje blanco sin arrugas. Encontró enseguida a Ruth y se acercó
rápidamente a la mesa.
—¿Has llegado ya? —inquirió—. Buenas tardes, Madame Tissaud. ¿Qué te
pareció nuestra tienda, querida? Quizás a primera vista no parezca muy grande, pero
hemos progresado mucho en el último año. Además, le has sido muy simpática al
viejo. Sólo espero que no se sienta demasiado envidioso.
Frank hablaba mucho y rápidamente, con la misma sonrisa forzada que a Ruth le
había extrañado tanto aquella mañana.
—Whisky sin soda —le pidió Taylor al mozo. Cuando tuvo el vaso delante, se lo
bebió de un trago y pidió otro. Ruth lo observaba asombrada—. Pronto estarás de
acuerdo conmigo. En Shanghai hace falta a estas horas algo que asiente las piernas.
Se bebió el segundo vaso y continuó hablando rápidamente y sin ilación. Al
entrar en el jardín, había visto a Helen. Mejor dicho, no vio más que a Helen. Ésta se
hallaba con un grupo de damas y caballeros ingleses, al lado de la balaustrada, y
seguía las explicaciones de un señor de cabellos grises, Kingsdale Smith, que
contemplaba el río y el panorama con unos prismáticos y explicaba algo con el brazo
extendido. Luego le entregó los prismáticos a Helen, que se los acercó a los ojos y
contempló los barcos de guerra en el río.
Frank se sentó instintivamente de espaldas al grupo, del cual estaba separado
además por numerosas mesas, sombrillas y personas. Sin embargo, sintió arder sus
hermosas orejas, y no cesó de hablar para acallar una voz que sólo él oía.
—¿Qué es extraterritorialidad? —preguntó Ruth—. Todos hablan de ella y yo
tengo que callarme como una tonta.
—Mientras dure, la extraterritorialidad es el derecho que tienen los países

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extranjeros de asentarse en determinados lugares o ciudades y de atenerse solamente
a ni legislación y derecho. Cuando veas cómo son las leyes y las prisiones chinas te
darás cuenta de que no podía ser de otra manera. Pero los chinos obran como si
nuestros privilegios fueran forúnculos sobre sus cuerpos. ¿Me da la razón, Madame?
—preguntó demasiado ceremoniosamente.
«Pica como las ortigas», pensó al sentir la mirada de Helen sobre su nuca.
—No, no es así —dijo Madame—. En otros tiempos, la extraterritorialidad no era
un privilegio, sino una humillación. Los chinos estaban demasiado orgullosos para
dejar que los bárbaros blancos se instalaran en sus ciudades. Los extranjeros debían
establecerse en las afueras, en lugares bien delimitados, en regiones pantanosas y
repugnantes, y las autoridades chinas no querían saber nada de nuestros casos
judiciales. Éste fue el origen de Shanghai. Ahora, naturalmente lo sienten y ponen el
grito en el cielo.
—Es interesante —dijo Ruth, y miró a la dama que se hallaba detrás de la silla de
Frank.
—Yo siempre he sido de la opinión que… —dijo Frank, y se detuvo. Sentía el
perfume de Helen.
—Buenas tardes, Frank —dijo Helen—. Buenas tardes, Madame Tissaud.
Llevaba un corto vestido blanco y tenía el sombrero en la mano. Éste parecía no
tener forma, y sus cabellos estaban sueltos, como si se los hubiese revuelto con la
mano, como si hubiera pasado por una tormenta o como si saliera de los brazos de un
amante. Frank maldijo a su corazón, que comenzó a latir con tanta fuerza que Ruth
tendría forzosamente que oírlo.
—Buenas tardes, Frank —repitió Helen.
—Buenas tardes —contestó Taylor.
Madame Tissaud gozaba de la situación. Se encargó con alegría de presentar a las
dos mujeres.
—Señora Russell, ¿me permite que le presente a Mademoiselle Ruth, la pequeña
novia de nuestro amigo? Se casa el sábado, y se va a Soochow en viaje de bodas, en
el yate. No puedo evitarlo, pero encuentro encantador el matrimonio. ¿No quiere
sentarse con nosotros?
—Sólo un instante —dijo Helen—. Debo volver con mis amigos. Kingsdale
Smith es un tirano. Quiere llevarme a no sé qué cocktail-party. La colonia inglesa
tiene algo de caníbal, ¿no le parece? A mí, por lo menos, me parece estar ya
completamente devorada.
Helen se sentó al lado de Ruth y la miró con vehemente amabilidad.
—Me alegro de conocerla —dijo—. Frank me ha hablado mucho de usted.
—La señora y Frank son grandes amigos —intervino Madame Tissaud con
radiante alegría. Taylor se llevó a la boca el vaso vacío. Con gran esfuerzo pudo
evitar que sus manos temblaran.
Ruth no se dio cuenta, pero sí Helen.

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—Frank tuvo la gentileza de hacer un par de veces de cicerone nuestro —dijo—.
En verdad, mi esposo, Bobbie, se ha hecho un gran amigo de Frank, lo cual es raro,
pues generalmente no puede soportar a los americanos.
—El señor Russell es hermano de Lord Inglewood —explicó Madame.
Ruth hizo una ligera inclinación. Le impresionaba que Frank tuviera amigos tan
distinguidos.
—¿Qué tal fue el viaje? —preguntó Helen.
—Muy agradable. Gracias —replicó Ruth.
—¿Qué le parece Shanghai? —continuó Helen sólo para seguir charlando.
—No he visto gran cosa todavía —contestó Ruth. Pensó un momento, pues
hubiera deseado decir algo interesante—. Frank me ha regalado un patito que es una
delicia. Se llama Confucio.
—¡Qué encanto! —exclamó Helen con voz ronca. Miró a Frank. Sus pupilas se
agrandaron antes de que sus ojos se oscurecieran por completo—. Así, pues, el
sábado… —dijo, y sus palabras sonaron como si estuviera a solas con él.
Como Taylor no contestó, sobrevino un breve silencio.
—¡Mozo! —llamó Frank—. Otro whisky. ¿Qué desea usted que le pida? —
preguntó a Helen.
—Una bañera llena de hielo —respondió ella con vehemencia.
Ruth rió por cumplido.
—Usa usted un perfume maravilloso —dijo para evitar que se hiciera un nuevo
silencio.
—¿Le gusta? —repuso Helen sin darle importancia—. Lo preparan en París
especialmente para mí. Hay un químico que ha encontrado el perfume personal.
Perfume con monograma, como él dice. Primero mira a la cliente y charla con ella;
luego la visita varias veces, y cuando ha captado su personalidad le prepara su
perfume. Muy esnob, ¿no?
—¡Qué cosas se hacen hoy en día! —dijo Ruth.
Helen miró a Frank, aunque estaba hablando con Ruth.
—Si le gusta, le daré algo de mi perfume —ofreció—. Sin embargo, somos muy
diferentes. Pero el contraste tiene también sus encantos. ¿No es verdad, Frank?
—Los hombres no entienden de estas cosas sutiles —dijo Madame Tissaud con
doble intención.
Frank tembló al pensar que el perfume se interpusiera entre él y Helen como un
invisible fantasma excitante y torturador.
Como si respondiese a sus pensamientos, Helen dijo:
—¿Por qué será que no hay nada más triste que un perfume o un viejo disco de
gramófono que nos recuerda una situación o a una persona?
Ruth preguntó por cortesía:
—¿Vive usted siempre en Shanghai, o sólo está de paso, señora Russell?
—Somos transeúntes —contestó Helen—, vagabundos y gitanos. No nos

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quedamos en ningún lado. En lugar de formar amistades, reunimos direcciones de
personas a las que enviamos luego tarjetas postales. Conocemos en cada ciudad el
mejor hotel, la sociedad inglesa y las calles donde están los burdeles, pues eso es
siempre digno de ser visto. De cada país nos quedan algunas monedas de poco valor
de las que uno no se puede librar. Clarkson las reúne y se las lleva a su casa. Clarkson
es mi doncella. Mi cabeza parece su monedero; en ella sólo hay restos de cada país de
los cuales no me puedo desprender. No, no nos quedaremos aquí. Si quiere usted
darme su dirección le enviaré alguna vez una tarjeta postal; en Navidad, por ejemplo.
Quiero decir la nueva dirección, pues la actual debo de tenerla por algún lado. En
realidad, debería llevar encima una cinta como en las coronas fúnebres: «Adiós.
Hasta la vista». ¿No dicen así?
Al sentir que las lágrimas acudían a sus ojos, se interrumpió:
—Desearía un vodka —le pidió suavemente a Frank.
—Mozo, un vodka —dijo Frank—, y otro whisky.
Ruth la escuchaba con asombro y admiración. «Daría mi dedo meñique por poder
decir cosas interesantes», pensó, vencida por su modestia.
—Nuestra boda se celebrará en la mayor intimidad —dijo—. La señora Scott lo
hará todo en su jardín; esponsales, comida y todo lo demás. Sólo asistirán un par de
amigos. Si está usted aún aquí el sábado y no le resulta muy aburrido ir, ¿nos dará esa
alegría?
—Gracias. Sé apreciar su amabilidad —repuso Helen con una ironía que sólo a
ella torturó. Madame Tissaud saboreaba la escena desde lo más profundo de su
corazón. Frank sacó un pañuelo, se frotó primero las manos y luego se lo pasó por la
frente empañada de sudor.
—¿Dónde está su esposo? —preguntó Madame para desviar la conversación.
—Está escribiendo una carta a su madre —repuso Helen—. Pero pronto estará
aquí. En cuanto se abre el bar recibe una llamada telepática.
—Le gusta divertirse con el pequeño pianista, ¿no es cierto? —preguntó Madame.
Helen la miró, arqueando las cejas como si quisiera preguntarle: «¿También tú lo
sabes?». Frank buscó por debajo de la mesa la mano de Ruth. La necesitaba para
serenarse. Ruth no lo notó. Frank la compadeció. Era diminuta, y allí parecía como
un niño que quiere jugar y no sabe las reglas del juego. Al lado de Helen era como un
vaso de agua junto al océano, como un florido parterre al lado de una selva milenaria.
Por lo menos, así le parecía a Frank. En Helen todo era indisciplinado, indomable,
arrebatador.
«Dar aspirinas… Esto es lo que sabe Ruth», pensó con la injusta amargura que el
hombre siente por la mujer que le pertenece cuando admira a la mujer que no puede
tener. En el momento en que Madame Tissaud se apiadó de él y desvió la atención de
Helen, se sentía como el que llega a la superficie del agua y aspira una última
bocanada de aire antes de sumergirse. Los ojos de Helen, solicitantes, delicados,
consoladores, se encontraron con los suyos, y a través de la mesa, con todos sus

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vasos, cigarrillos y platos en medio de todos, en presencia de Ruth, se abrazaron con
la mirada, desvergonzados, insatisfechos y desesperados.
—¡Ahí está Murata! —dijo Ruth.
Con un ademán instintivo que no pudo reprimir, aun cuando sabía que Frank no
simpatizaba con el japonés, hizo señas a la pequeña figura vestida de blanco.
Murata se hallaba en la puerta que daba de la escalera al jardín-terraza, y miraba
desorientado a través de sus gruesas gafas.
—Todo está ocupado —le había dicho el mozo pasando de largo. Murata lo miró
con su mejor sonrisa japonesa. En aquel momento, Ruth le hizo señas, y él avanzó
agradecido. Otro mozo pasó apresurado y salpicó un poco de helado sobre su traje
blanco, sin disculparse. Murata parecía digno de piedad, pequeño y perplejo, mientras
avanzaba hacia la mesa.
Aun cuando Ruth lamentase haberle hecho señas, no había podido impedir que se
manifestara su arraigado instinto hacia lo débil, lo enfermo y lo indefenso.
—Éste es el señor Murata —dijo cuando el japonés llegó a la mesa.
—¡Hola, señorita Anderson! ¡Hola, señor Taylor! —dijo Murata—. Espero que
mi presencia no les moleste.
Aunque nadie lo había invitado, se sentó a la mesa. Ruth miró furtivamente a
Helen y a Frank. Demasiado tarde recordó que los ingleses están llenos de un
indomable orgullo racial.
Murata los miró a todos uno por uno. Tenía unos dientes muy grandes, y cuando
sonreía no se le veían los ojos; sólo se notaba el reflejo del sol sobre sus gafas.
—¡Hola, Jelena! —dijo.
Helen lo miró con deliberada frialdad. Murata puso sobre la mesa una cartera
negra llena de documentos.
—¿Dónde nos hemos conocido? —preguntó Helen.
—En París —dijo Murata—. ¿No se acuerda de Yoshio, Jelena?
—Es muy difícil para un europeo distinguir las caras japonesas —dijo Helen casi
ofensiva—. Creo que lo mismo les ocurre a ustedes. Me parece que se equivoca,
señor Murata.
—Hay caras que jamás se olvidan, Jelena —dijo el japonés—. Yo soy Yoshio.
Hemos leído juntos a Rimbaud: Le dormeur du val. ¿Se acuerda? ¡Dios mío! París…
Rimbaud…

Les parfums ne font pas frissonner sa narine,


il dort dans le soleil, la main sur sa poitrine
tranquille. Il a deux trous rouges au cote droit[81].

No puede usted olvidarlo, Jelena, aun cuando mi persona se haya esfumado de su


memoria.
Cruzó las manos sobre la cartera negra. Todos lo miraron asombrados. En medio

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del silencio surgió de pronto la música del cuarteto del salón, que tocaba el gran vals
de La viuda alegre, y desde la calle, muy abajo, separados por dieciocho pisos, se
oían, penetrantes y fuertes, los gritos con que los niños chinos pregonaban los diarios
ingleses de la tarde.

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Capítulo X
Yoshio Murata había pasado un mal día, y no sabía qué hacer cuando entró en el
jardín terraza del «Shanghai Hotel». Llegó allí bañado en sudor. Estaba educado en la
timidez, en la discreción y en el apartamiento. Sin embargo, a él, al hermano débil y
sin carácter de un muerto, se le dio aquel día una orden que le impelía a rebelarse, a
portarse mal y a decir cosas imposibles y faltas de tacto. Avergonzado e indefenso, se
ocultaba detrás de su sonrisa, de sus gafas y de los versos de una poesía francesa.
Yoshio Murata llegó a Shanghai con el encargo de tomar una habitación que le
había sido reservada en el «Shanghai Hotel», y luego buscar a un cierto señor Noboru
Endo en la calle Pinghi, en el Yangtse-Po, para seguir recibiendo órdenes de él. Pero
todo comenzaba mal y se empeoraba más y más a medida que se acercaba la noche.
Al entrar aquella mañana en el «Shanghai Hotel», nadie parecía preocuparse de
él. Incluso los botones pasaban corriendo a su lado, como si estuvieran ocupados con
huéspedes más importantes. Por último, él mismo llevó su equipaje a través del
vestíbulo y lo colocó delante de la gran mesa del jefe de recepción, sobre el suelo de
piedra. Sacó luego un lápiz para anotar su nombre, pero el Jefe de recepción, un
untuoso griego, le dijo rápidamente:
—Lo siento, señor. No tenemos habitaciones disponibles.
—Mi redacción ha reservado telegráficamente una habitación para mí —dijo
Yoshio, excitado, pero sonriendo—. Mi nombre es Yoshio Murata, redactor del Sol
Matutino, de Tokio. Por favor, fíjese en las habitaciones reservadas.
—Lo siento —dijo el griego—. No podemos reservar habitaciones. Todo está
ocupado. Quizás encuentre una habitación en el «Myako».
Dejó a Yoshio y se dirigió hacia una pequeña y gruesa dama que hablaba español
y que parecía estar vestida exclusivamente con encajes de seda. Le dio una
habitación.
Yoshio soportó la ofensa, sonriendo por fuera, pero furioso por dentro. El
«Myako» era un pequeño hotel de segunda categoría, situado en las cercanías de la
Estación del Norte, donde solían alojarse los humildes viajantes de comercio
japoneses.
—¿Dónde está el teléfono? —preguntó a un empleado sentado detrás de la mesa y
que se hallaba ocupado mirándose las uñas.
—Al lado del ascensor —dijo éste sin prestarle la más mínima atención.
Yoshio esperó ante el locutorio telefónico hasta que se desocupó. Salió una joven
china muy elegante, y cuando Yoshio entró en él notó que estaba saturado de su
perfume. Colocó ante él la libreta de notas, en la que había apuntado la dirección del
señor Endo, y al cabo de un rato encontró su número en la lista de teléfonos. Había
una cantidad asombrosa de Endos en Shanghai. Sosteniendo una moneda y
murmurando el número, se apoyó en la pared y suspiró profundamente. Pertenecía a
la clase de gente que vive fuera de época, que teme al teléfono. Como él suponía que

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tenía que suceder, siempre le ocurrían complicaciones al hablar. Desesperado, dio el
número gritando. No entendía la aguda voz china que le daba indicaciones, y echó la
moneda en un momento inoportuno.
Tuvo que empezar de nuevo y sufrir por segunda vez la misma tortura. No le
asombraba que no le fuera bien, porque tampoco en Tokio le resultaba sencillo el
teléfono. Le parecía que hacía muchas horas que se hallaba en el pequeño locutorio,
mientras afuera se reunía más y más gente que quería hablar. Un francés no pudo
dominar su impaciencia y tabaleó en el cristal. Yoshio habló con este
acompañamiento, sin entender apenas las respuestas.
—Mi indigno nombre es Murata. Yoshio Murata, del Sol Matutino, de Tokio. Me
han indicado, estimado señor Endo, que debo recibir órdenes de usted. Debía
alojarme en el «Shanghai Hotel», pero no me dan habitación. ¿Qué debo hacer?
¿Cómo? ¿Cuál fue su honorable respuesta? No puedo comprender su honorable voz.
¿En el «Myako»? Bien, tomaré una habitación en el «Myako» y tendré luego el honor
de verle en su despacho. Gracias, gracias. Estaba rojo y febril cuando salió.
«Parezco un bebedor», pensó medio enfermo, cuando vio en el espejo su cara
ardorosa por el calor y la excitación. Sus maletas estaban todavía ante la mesa de
recepción. Nadie parecía querer llevarlas. Las cogió y emprendió la retirada.
Se detuvo delante de la puerta giratoria del hotel, con la maleta a su lado, sobre la
acera. Varios taxis pasaron sin detenerse. Un vendedor de periódicos, un chino
pequeño y piojoso, escupió con tanta habilidad que acertó a dar en el blanco pantalón
de Yoshio. Éste se sintió enfermar de asco; con gran esfuerzo consiguió dominar sus
náuseas. China era un país que le asqueaba. Le repugnaba la mugre, el olor, las
incidencias de la calle. Por fin se detuvo un coche que parecía dispuesto a llevarlo.
—Al hotel «Myako» —dijo.
No estaba muy experimentado en el pidgin-english[82], aunque pudiera citar
trozos enteros de Byron y de Lao-Tse. Fue necesaria la intervención del portero para
que el coche se pusiera en marcha. Salió a la Concesión Internacional y, pasando a
través de las calles repletas de tiendas pequeñas y ruidosas, llegaron a la Estación del
Norte. El «Myako» se hallaba en una callejuela lateral. Consiguió allí una habitación,
pero estaba tan malhumorado que ni siquiera encontró el menor rastro de la cortesía
japonesa en el comportamiento del administrador o del botones que finalmente le
llevó las maletas.
«Son tal mal educados como los americanos», pensó disgustado. En sus viajes
había comprobado que sus conciudadanos perdían en el extranjero los buenos
modales que tenían en su país.
El aire del cuarto era sofocante. Conectó el ventilador, que dio un par de vueltas
contra su voluntad y se detuvo de nuevo. Abrió la puerta que daba al balcón de
madera cubierto que rodeaba la casa. Afuera estaban sentados dos japoneses que se
abanicaban mientras hablaban.
—El partido militar debe ser aislado —decía uno—. Los jóvenes fogosos, no

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maduros aún, precipitan el país a la guerra para poder distinguirse y conseguir
ascensos. Antes, por lo menos, la Marina conservaba la tranquilidad. Ahora, el
Ejército y la Armada compiten para ver quién puede disparar más cañonazos.
—A pesar de eso, a pesar de eso, estimado amigo, usted debe reconocer que el
Japón no puede contemplar con indiferencia cómo son boicoteadas nuestras
mercancías. El odio que nos tienen los chinos debe ser quebrado, si es necesario, con
un fuerte castigo.
—El boicot sólo existe en el papel. Para eso estamos en China. Ellos escriben,
hablan, organizan mítines y pegan carteles. Con eso se conforman. Nunca llevan las
cosas a la práctica. ¿Conoce usted por casualidad las honorables cifras de la
exportación japonesa en China en el último año?
—En muchos puntos tiene usted razón. ¡Ya veremos si «los huevos de avión» son
buena propaganda para nuestro comercio!
—Por la tercera parte de lo que cuesta la campaña podríamos comprar todas las
provincias del Norte. Pero los jóvenes oficiales quieren fama, no provecho.
Yoshio cerró de nuevo la puerta. En el exterior, el aire no era mejor que en la
habitación. Por el nombre dado a las bombas, en pidgin, se dio cuenta de que los dos
eran japoneses experimentados en Shanghai. No le interesaban sus puntos de vista.
Decían lo que pensaban todos los japoneses. Como periodista, no podía hacer uso de
ello por la censura, y, además, eran cosas demasiado sabidas para que pudiesen
interesar a nadie.
Su habitación no tenía cuarto de baño, porque en el «Myako» no se conocían esos
refinamientos. Yoshio atravesó el oscuro pasillo hasta encontrar el cuarto de baño
común. La ducha no funcionaba, pero después de unos instantes salió el agua con
tanta violencia que lo empapó antes de que se hubiera desnudado. Se bañó por
segunda vez aquella mañana, pues le parecía estar ya tan sucio como un chino, y
luego se dirigió a su cuarto tiritando bajo el mojado quimono. Cuando se hubo
vestido de nuevo se acordó de otra cosa. Sentía curiosidad por el encargo que le
darían. En la guerra de Manchuria había aprendido mucho. Esperaba que se le enviara
de nuevo al Norte para informar a su diario.
Esta vez consiguió enseguida un taxi, pues el hotel estaba en comunicación con
un garaje japonés.
—¿Es la primera vez que el honorable señor viene a Shanghai? —preguntó el
chófer con la desconsiderada curiosidad de la gente simple—. ¿No? ¿Llegó hoy en el
vapor? ¿Qué se piensa en el honorable Tokio sobre la honorable guerra?
Contuvo la respiración para no molestar a su pasajero con su indigno aliento.
Miraba hacia atrás y charlaba con curiosidad mientras conducía su auto a través del
intenso tráfico del mediodía. Yoshio hubiera deseado que el chófer prestara más
atención a la calle, en lugar de mirarle a él, pero el hombre parecía nostálgico y
quería saber todas las novedades de su patria. Era oriundo de la aldea de Okami,
cerca de Kyoto, y, según dijo, sus estúpidos padres vivían aún. Su mujer y sus dos

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hijos residían y trabajaban en Pootung, en la otra orilla del río. Todas las noches tenía
que ir a su casa en un bote. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Noboru Endo era un pequeño y vivaz caballero de cabellos y bigotes grises. En la
puerta de su oficina se leía en letras doradas el nombre de una importante sociedad de
seguros japonesa. En el interior había estantes con cajas de cartón que parecían
contener muestras de mercancías. El señor Endo hizo tres rápidas reverencias, y con
ello terminaron las formalidades. Yoshio, que había esperado encontrar una redacción
o algo parecido, miró asombrado en torno suyo.
—¿Ha comido usted ya? ¿No? Le recomiendo el restaurante «Fuji» para el
pescado frito y el «Shigoyama» para el pollo. ¿O prefiere la comida occidental? Yo
soy un admirador de la cocina francesa —dijo el señor Endo con rapidez.
Dio un par de palmadas, y un hermoso muchacho de unos trece años les sirvió té
a la inglesa.
Por el lenguaje y los gestos pudo Yoshio darse cuenta de que el señor Endo era
una persona culta, pero parecía haber dejado a un lado las incómodas cortesías
japonesas, yendo directamente al grano.
—El encargo que tengo para usted no es periodístico, sino más bien… ¿Cómo lo
diría…? Más bien de índole personal —dijo frotándose las manos—. Estoy en
relación con su honorable diario, pero sólo comercialmente; nuestro contrato se
refiere al comercio en China, no a la literatura. En mi juventud también pude
componer a veces una poesía, pero la prosaica vida me ha privado de ese don. Bueno,
refiriéndonos a nuestro asunto, honorable señor Murata…
El señor Endo se interrumpió y se dirigió a una gran caja de caudales de acero,
que abrió después de dar muchas vueltas a la cerradura.
—¿Su honorable actividad tiene algo que ver con seguros? —preguntó Yoshio
por decir algo.
—También —replicó el señor Endo—. Entre otras cosas, trabajo también en
seguros. Pero aparte tengo asuntos más importantes.
Sacó de la caja fuerte un maletín de cuero negro que colocó ante él, sobre el
escritorio, y observó a Yoshio con penetrante mirada.
—Trato de ser útil a mi país con mis insuficientes fuerzas —dijo.
Yoshio bebió su té.
—¿Fuma usted? —preguntó el señor Endo—. Por supuesto que fuma.
Discúlpeme, pero como no fumo, siempre me olvido estúpidamente de ofrecer
cigarrillos a mis amigos.
Puso a su alcance un paquete de cherry-cigarretes japoneses y le encendió un
fósforo.
—Según tengo entendido, desde la muerte de su honorable hermano se puso usted
a disposición de la causa que él servía, ¿no es cierto? —preguntó el señor Endo,
levantándose para hacer una reverencia al mencionar el nombre del fallecido Kitaro.
—Era su deseo —dijo Yoshio.

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No podía pensar en Kitaro sin sentir una extraña amargura. Insensata como era la
muerte de Kitaro, él la rodeaba de una romántica gloria. Cuando aún vivía era el más
hermoso, el más brillante, el hijo de la mujer más amada. Como Yoshio quería a su
hermano, le fue fácil permanecer en la sombra, pero desde que Kitaro desapareció no
pudo quitar agudeza a la envidia con su alegre y clara presencia. Yoshio sentía a
veces una honda amargura. El muerto seguía existiendo; más fuerte y exigente que
cuando estaba vivo. Yoshio había aceptado obligaciones en cuyo éxito ni él mismo
creía. El suicidio sagrado con la antigua espada había sido dañino para el país, algo
por lo que los sucesos debían responder. Era como si Yoshio, desde la muerte de
Kitaro, no poseyera el derecho de vivir su propia vida y debiera continuar la de su
hermano, que había quedado incompleta.
—Estoy a sus órdenes —dijo.
El señor Endo se sentó frente a él y lo miró fijamente. Hubo una pausa. Los
ventiladores zumbaban en la pesada atmósfera.
—La honorable señora Russell le conoce a usted muy bien, ¿verdad? —preguntó
Endo al fin. Sus palabras sonaron como algo convencional y sin importancia.
—No. Debe de haber un error —respondió Yoshio asombrado.
Su interlocutor volvió a mirarlo fijamente, y su mirada se clavó entre sus cejas
como si fuera un dedo acusador.
—De Tokio nos han informado que usted encontró a la señora Russell en una
exposición de flores, que la saludó y que después fue varias veces al bar del «Hotel
Imperial». Sus conversaciones daban la impresión de que conocía usted muy bien a la
dama.
—¡Oh…! Ésa era Jelena —repuso Yoshio sonriendo—. No me había dicho el
nombre de su esposo. ¿Cómo se llama ahora? ¿Russell?
—Jelena… Tiene usted razón —dijo el señor Endo—. Jelena Trubova antes de
sus diversos matrimonios. Helen Russell en la actualidad. Entonces, ¿es cierto que
usted conoció…, que conoció bien a esta Jelena Trubova hace varios años? ¿En
París?
—¿Tiene eso algo que ver con mi obligación? —preguntó Yoshio con cortesía,
sonriente pero molesto.
Sus dos encuentros con Jelena en Tokio no sólo no habían tenido importancia,
sino que hasta fueron vergonzosos para él. La saludó cortésmente, y ella le devolvió
el saludo con amabilidad, aun cuando evidentemente no lo reconocía. Ella, la única
mujer europea que había tenido relaciones con él, significaba mucho en su vida. A
veces la hacía responsable de que su propia mujer le resultaba aburrida e indiferente.
Entonces notaba que el extraño vacío de su existencia tenía algo que ver con ella,
aunque no sabía expresarlo con exactitud. Le había regalado el rígido quimono de
seda verde bordado en plata de una antigua princesa de la corte imperial. A pesar de
todo era evidente que ella no se acordaba de él. Se irguió un poco y apoyó sobre la
mesa las palmas de las manos. Inconscientemente éstas se colocaron en la posición

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que le había enseñado el abuelo siendo niño.
—Según nuestros informes, esa señora es una agente Inglesa —dijo el señor
Endo.
—¡Oh…! —exclamó Yoshio.
—Estábamos convencidos de que usted no sabía nada de ello. Por otra parte, su
anterior amistad con la dama le hace especialmente indicado para este encargo
sencillo y sin peligro, pero, sin embargo, honroso. Evidentemente obtendrá usted
algunas satisfacciones personales al cumplirlo.
Endo miró a Yoshio sonriendo astutamente.
Yoshio encendió un segundo cigarrillo inmediatamente después de haber
aplastado el primero en el cenicero.
—Esta señora Russell o Jelena Trubova, o como quieran llamarla, envía informes
al Inteíligence Service inglés, en Whitehall. Lo hace por afición, por deporte. Es
Inmensamente rica, y está casada con el miembro de una familia de importancia
política. Habla en su favor el que no envía sus informes por interés pecuniario.
Consideramos necesario que sus noticias nos favorezcan.
—Comprendo —dijo Yoshio.
En realidad, no comprendía nada.
El señor Endo abrió y cerró la cartera y se acercó más a Yoshio.
—En esta cartera hay algunos dibujos y planos que hemos hecho para que ella los
envíe a Londres —dijo golpeando la cartera como si ésta tuviera vida.
El señor Endo tenía una boca simiesca, dilatada y flexible, y cuando estaba
divertido fruncía los labios como si fuera a dar un beso. Yoshio trataba de ponerse a
tono con su nueva e inesperada situación.
—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó.
—Es lo más sencillo del mundo. Usted se encuentra con ella amistosamente,
como por casualidad, lo mismo que en Tokio. Los Russell viven en el «Shanghai
Hotel», como usted debe de haberse ya imaginado. ¡Lástima que no le hayan dado
allí una habitación! Como quiera que sea, hay múltiples ocasiones de encontrarse con
ella como por casualidad. A la hora del té, en el bar, o en el vestíbulo. Lo difícil sería
evitar el encuentro. Usted la saluda, y se muestra asombrado y encantado. Recuerda
las antiguas relaciones amistosas. Da a entender que está en Shanghai con una
importante misión secreta. A partir de entonces, ella hará el resto. Podemos confiar,
plenamente en ello. Tratará de salir con usted. Intentará sonsacarle, y usted sólo
tendrá que fingir un poco para convencer a la señora de que no tiene secretos para
ella. Dejará entrever que esta cartera contiene documentos de suma importancia. Con
seguridad, ella tratará de robársela. Copiará los dibujos y los planos y los enviará a
Londres, devolviéndole luego la cartera con cualquier disculpa inocente. Usted
sellará la antigua amistad con un par de cócteles en el bar del «Shanghai Hotel». Eso
es todo. Entonces podrá regresar a Tokio, o tal vez prefiera quedarse aquí en caso de
que sucediese algo interesante para su periódico. Espero que el encargo le sea

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agradable.
Con el ceño fruncido, Yoshio escuchaba las claras explicaciones.
—Soy un hombre poco hábil, desprovisto de recursos y no sé si podré
satisfacerle… Pero, en general, me parece que no será difícil —dijo vagamente.
—Sólo hay una dificultad, una pequeña dificultad que no quiero ocultarle —
continuó el señor Endo—. Creemos que ella y su marido saldrán de Shanghai tan
pronto como suenen los primeros disparos. Por lo tanto, tiene usted… una semana de
tiempo. Probablemente ni siquiera una semana. No se olvide de la cartera. Le
recomiendo que comience desde ahora a reanudar su amistad con la señora Russell.
Dejamos a su criterio hasta qué extremo quiera usted llevarla.
Endo rió con una suave risa de hombre de mundo, y Yoshio le imitó cortésmente.
—No sé si mi exiguo talento bastará —murmuró indeciso—. Soy tan sólo una
persona tonta y sin habilidad.
El señor Endo aceptó sus palabras como quien acepta las fórmulas corteses
establecidas por la buena educación. Colocó la cartera en las manos de Yoshio.
—Verá usted que es más divertido que jugar al póquer —dijo. ¿Se sigue jugando
tanto al póquer en las redacciones de los periódicos? ¿Otro cigarrillo? ¿No? ¿Un poco
de té? Debe usted de estar hambriento. No lo olvide. «Fuji» para el pescado y
«Shigoyama» para el pollo. Mis mejores deseos para el buen éxito de la empresa.
Telefonéeme los progresos que haga. Sin nombrar a nadie, por supuesto. Diremos por
ejemplo: «El crisantemo está florido». ¿No? Bien. Regrese pronto y sea cuidadoso.
Sonrisas. Reverencias. Yoshio se encontró en la calle con una cartera de planos
falsificados bajo el brazo.
«Hubiera preferido que me mandaran al frente», se dijo, sintiéndose infeliz.
Cuanto más pensaba en su deber, más incapaz se sentía. No tenía ganas de comer;
tiffin, llamaban a eso en Shanghai. En aquel barrio, los chóferes de taxi no eran tan
antijaponeses como cerca de Nanking Road.
—Al «Shanghai Hotel» —dijo, con la cabeza llena de sombríos pensamientos.
Compró todos los diarios que le ofrecieron durante el trayecto. Los periódicos
extranjeros eran cautos y se mantenían a la expectativa. Los chinos, por el contrario,
abundaban en manifiestos fulgurantes de luminosas amenazas.
«Hemos obligado a huir al enemigo con nuestras anchas espaldas».
«Combatiremos hasta verter la última gota de sangre». «China para los chinos». «No
habrá paz mientras viva un solo soldado». «Nuestra imponente flota aérea». «El
invencible decimonoveno ejército».
«Lo mismo que en el Japón», pensó Yoshio. Colocó los diarios en el asiento del
coche y cerró los ojos para poder pensar mejor. Tenía que preparar un plan antes de
acercarse a Jelena. ¿Llevaría todavía el quimono verde que le regaló en París? Pensó
en aquel delicado quimono, en aquella antigua y pesada seda de la corte de Kyoto,
sobre el cuerpo de una mujer blanca y pelirroja. Abrió con rapidez los ojos para huir
de la imagen y miró luego dentro de la cartera. No comprendió nada de aquellos

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planos dibujados con tintas azules y negras, y mucho menos las anotaciones cifradas.
Leyó algunos de los renglones verticales en japonés, pero los encontró faltos de
sentido.
«Están cifrados», pensó fugazmente interesado. Jugó un momento con la idea de
tratar de encontrar la clave, pero la abandonó. El coche llegó al fin al «Shanghai
Hotel». Abandonando los diarios en el asiento, se bajó, y con la cartera bajo el brazo,
se detuvo por segunda vez aquel día ante la mesa de recepción del irónico griego, que
le dijo que la señora Russell había salido. Insistió, pidiendo hablar con la doncella.
—Hable con Miss Clarkson —le dijo el jefe de recepción—. Número 1852.
Yoshio entró nuevamente en el pequeño locutorio telefónico, y nuevamente se
amontonaron ante él algunos impacientes. A continuación hubo un duelo entre su
acento inglés y el de Miss Clarkson, en el que resultó victorioso. Se retiró y comió
algo en un pequeño café de nombre francés. La comida era bastante mala. Sobre la
mesita de mármol escribió a su mujer una tarjeta postal que se olvidó de echar al
buzón. Pasó el tiempo lo mejor que pudo hasta que llegó la hora en que según las
vaguísimas informaciones de Miss Clarkson, era probable que su ama hubiera
regresado.
Yoshio entró por tercera vez en el «Shanghai Hotel», donde le informaron que
probablemente ella se encontraría en el jardín de la terraza con Sir Kingsdale. El
japonés suspiró profundamente al entrar en el ascensor.
Era un pacifista que marchaba por un sendero de guerra. Completamente solo, sin
cañones, buques de guerra o bombas aéreas, se introducía en el mundano y hostil
jardín terraza, sobre las alturas de la fortaleza que era el «Shanghai Hotel».

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Capítulo XI
Cansado y calado hasta los huesos, pero feliz, Lung Yen regresó después de haber
andado horas enteras junto a los exploradores, a quienes se les enseñaba la ciudad.
Sólo cuando comenzó a llover y éstos se reunieron en pequeños grupos que subían
apresuradamente al tren que va de Hong-Kew a Kangwang, decidió regresar. Las
mojadas calles le parecían desiertas en medio del ruido de la lluvia. Tres camiones
cargados con soldados pasaron junto a él con gran estruendo. «Tal vez haya
empezado la guerra», pensó Yen con un incompleto conocimiento del mundo. Los
soldados que pasaban estaban sucios. En cambio, los exploradores, entre los cuales
había un hijo de Yen, mostraban una limpieza que casi le inspiraba miedo. Era una
lástima que el sastre Lung y su familia estuviesen durmiendo cuando Yen llegó a su
casa, pues les hubiera contado con placer que su hijo ya había llegado. Pasó con
cuidado por entre ambas camas y llegó a su cuarto sin despertar a nadie. Antes de
acostarse sacó una vez más el pequeño coche y le dio cuerda. Le pareció que corría
más lentamente que antes.
«Quizá por la noche esté cansado como un coolie que tiene que correr todo el
día», pensó sonriendo. Se frotó la cara con la toalla y se quitó las empapadas botas.
Disconforme, observó el mosquitero. Era gris, estaba sucio, casi negruzco en algunos
puntos, y no le habían zurcido los agujeros. El aire estaba viciado. Desde que había
visto a aquellos niños tan terriblemente limpios, sus ojos podían descubrir la
suciedad. Sin embargo, cuando levantó el mosquitero descubrió con alegría que la
mujer del sastre había puesto una sábana limpia en la cama, y decidió dormir en el
suelo para que la cama quedara limpia para su hijo. Además, no estaba acostumbrado
a dormir en una cama, y tal vez a esto se debiera el insomnio de las últimas noches.
Pero aunque se acurrucó de la manera acostumbrada, con las rodillas encogidas como
entre las varas del rickshaw, pasaron muchas horas antes que pudiera conciliar el
sueño. Oía los tambores, veía las caras jóvenes bajo los sombreros de anchas alas, y
se imaginaba el primer encuentro con su hijo. Sólo cuando llegó la mañana y los
rayos del sol pasaron a través de la ventana, el sueño lo dominó.
Cuando se despertó tuvo que pasar cierto tiempo antes de que pudiera saber
dónde estaba. Con los ojos cerrados buscó a tientas las varas y saltó como estaba
acostumbrado. La mujer del sastre tosió cortésmente ante la puerta. Esto le hizo
volver a la realidad. Estaba cubierto de sudor, como si su sueño hubiera sido un
pesado trabajo, y se secó rápidamente con la toalla. Luego abrió la puerta. Afuera lo
esperaba la anciana y amable señora con una taza de té en la mano.
—Diez mil años de felicidad —dijo bondadosamente—. Te he traído té para que
el buen día tenga un principio feliz.
Yen le dio las gracias, tomó la taza con ambas manos y bebió el agradable brebaje
caliente. Luego enrolló su traje nuevo, porque quería ponérselo después de bañarse.
En lo más profundo del paquete se hallaba el regalo para su hijo. En el cinturón

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llevaba el dinero, la carta y las preciadas informaciones encerradas en el sobre rojo.
—Esta noche traeré a mi joven y tonto hijo para que pueda saludar a los amigos
—dijo antes de irse.
No se había hablado antes de ello. Se sobrentendía que la familia del sastre no
mencionaría la inferior condición de Yen ni sus indignas ocupaciones.
Era una mañana realmente hermosa. Yen andaba con rapidez. El aire estaba fresco
y las calles limpias por la lluvia de la noche anterior. Respiró profundamente sin
toser. Primero fue a la casa de baños, que no estaba muy lejos. El interior del edificio
era más grande y estaba más limpio que un templo. Yen se sintió algo perplejo. Sin
embargo, dijo:
—Un baño caliente en una bañera grande para mí solo.
Un hombre con el rostro colorado y el torso desnudo le indicó un cuarto con una
gran bañera de porcelana, larga y moderna, que comenzó a llenar con agua caliente de
un grifo de la pared.
—¿Jabón también?
—¿Crees acaso que soy un cerdo y que puedo bañarme sin jabón? —preguntó
Yen, dándose aires de gran señor.
El hombre colocó una toalla y un pequeño trozo de jabón verde sobre una silla de
madera. Yen se quedó solo en aquel baño digno de un rey. El jabón tenía un olor
dulzón y agradable, y se frotó todo el cuerpo esperando que el perfume pasara a su
persona. Jugó con la espuma y miró su cuerpo para ver si había engordado en los tres
días de pereza y abundancia. Le pareció que sí, o, por lo menos, tanto como para
tener un aspecto decente ante su hijo. Sumergió la toalla en el agua caliente y se frotó
con ella hasta que la sangre ardió bajo la piel. Luego desempaquetó sus ropas y
comenzó a vestirse lentamente y con placer. Era la primera vez que notaba la
sensación de la seda sobre la piel, pues no podía, por supuesto, acordarse de la
mantilla de raso rojo que había llevado en la fiesta de su tercer mes. Se ató los
pantalones en los tobillos, se puso el chaleco sobre la túnica, se cubrió con el
sombrero y colocó el regalo bajo su brazo. Ni siquiera se olvidó de un abanico de
papel rojo, color de la alegría. Al pensar que tenía que enrollar con sus manos recién
lavadas sus viejos y sucios harapos, se sintió asqueado. Estaban llenos de parásitos y
de mugre y en un brusco delirio de grandeza los empujó con el pie hacia el rincón.
—Puedes quedarte con mis ropas —le dijo al hombre semidesnudo que vagaba
por el pasillo.
En medio de su embriagadora alegría le pareció que con esto hacía un ahorro,
pues así evitaba darle al hombre dinero para el té.
Al salir a la calle le molestó un momento la larga túnica que llevaba, pero pronto
se dio cuenta de que la obligada lentitud le daba una gran dignidad. Fue a una
peluquería en la que dos mujeres coreanas atendían a la clientela, y se hizo lavar y
cortar el cabello. También pidió que le lavaran las orejas y los orificios de la nariz.
Las mujeres le trataban cortésmente y trabajaban con pulcritud, lo que le hizo pensar

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que sus vestidos impresionaban favorablemente. Durante todo el tiempo mantuvo el
regalo apretado contra sí. En otras dos sillas estaban sentados dos hombres. Uno era
un coolie, como había sido él hasta el día anterior. El otro era un señor de edad, con
gafas, que hojeaba un diario mientras esperaba.
—Aquí dice que los buques de guerra japoneses están en camino para
bombardear a Shanghai —dijo el viejo—. Yo no lo creo. ¿Por qué la gente del Norte
huye hacia aquí si también aquí llegará la guerra? Los diarios sólo tratan de contar
algo nuevo.
—La guerra sólo es buena para los negocios —dijo el coolie debajo de la toalla
caliente que la más joven de las coreanas le apretaba contra la cara.
Yen se asombró de que la guerra mejorase los negocios y se preguntó qué clase de
negocios tendría el coolie.
—Espero que no haya guerra esta semana —dijo—, pues mi hijo acaba de llegar a
la ciudad con otros muchos exploradores. El Gobierno no los traería si creyese que la
guerra pudiera llegar aquí.
El señor de edad lo miró sin contestar.
Yen pagó, dio a la coreana dinero para el té, pues debía guardar las apariencias, y
se marchó. Decidió tomar el arroz de la mañana en la fonda cercana al mercado, y
recordar una vez más al posadero la comida que había encargado y por la que había
dado una señal.
Al pasar por las calles observó que en las paredes había pegados carteles y
edictos. También en las esquinas en los arcos de los portones había hombres que
hablaban para todos aquellos que no tenían tiempo de detenerse. Yen no tenía ni
tiempo ni ganas.
Lung Yen se sentía hambriento aquella mañana. «El viejo y bondadoso doctor
extranjero me ha ayudado mucho con su aguja —pensó—. Iré cada dos días, como
me dijo la mujer. No cuesta nada, y hace casi tanto bien como el Gran Humo». Comió
tres escudillas de arroz, bebió tres tazas de té y se enjuagó la boca en una fuente
pública. Entonces se sintió dispuesto a ir a buscar a su hijo. En su carterita de lino
tenía aún cinco pequeñas monedas de plata y dos grandes, sin saber él mismo dónde
estaba el resto del dinero.
Tomó el tranvía de Hongkew, y esta vez no se puso malo, sino que, por el
contrario, la suavidad y la ligereza con que el vehículo se deslizaba lo divirtió. Era
como si las ricas vestiduras estuviesen encantadas o como si los espíritus malignos
que moran en el aire se asustaran de ellas.
«No puedo imaginarme cómo hay gente rica que con vestiduras de seda se
muestra poco amigable y a veces tosca —pensó Lung Yen—. Con estas ropas yo
estaría siempre contento y sonriente».
En medio de estos pensamientos llegó a Kangwang y al Ayuntamiento. Por suerte,
conocía aquellos parajes, pues con frecuencia había llevado extranjeros hasta allí.
Encontró mucha gente en el camino. Por todas partes se veían pendones que daban un

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aspecto alegre y festivo. Los vendedores pregonaban toda clase de manjares: dulces,
helados de colores, pepitas de melón, cañas de azúcar, mangas y tortas de arroz
coloreadas. Lung Yen compró un paquetito de pepitas de melón, sacó el sobre rojo
del bolsillo y empezó a interrogar a los paseantes.
Afortunadamente, llevaba puestas las costosas vestiduras; de otro modo no
hubiera llegado nunca a la meta ya que en el edificio principal a que llegó finalmente
tuvo que ir de un empleado a otro, de piso en piso, de puerta en puerta. Comenzó a
sudar bajo la seda, y lamentó haberse dejado la toalla en casa. Al subir en un
ascensor, su estómago pareció desprenderse, y al volver a bajar, tuvo la impresión de
que oscilaba sobre su cabeza. A pesar de todo, no se encontró verdaderamente mal y
no tuvo que toser. Por último, un joven se encargó de conducirlo por un largo
corredor en el cual penetraba el sol por amplias ventanas.
—¿Desea usted saber en qué barraca vive su hijo, anciano señor? —dijo el joven
con amabilidad—. Nada más fácil. El comité mantiene un orden ejemplar. Tenga la
bondad de pasar por aquí.
Abrió una puerta y dejó pasar primero a Lung Yen. Era un señor joven,
distinguido, un empleado de gran categoría y, sin embargo, se inclinaba para hablar a
Lung Yen y lo hacía pasar en primer lugar. Yen suspiró con alegría.
El sol estaba muy alto y los caballos de piedra de Kangwang no daban casi
sombra cuando Yen llegó a la gran piscina en la que se celebraban unas exhibiciones
de natación. Tuvo que pagar diez centavos por la entrada, y a pesar de aquel gran
desembolso se encontró muy arriba, sobre los bancos escalonados ocupados en su
mayor parte por gente excepcionalmente alegre, que gesticulaba y gritaba. Cuando se
sentó, descubrió el motivo de la gritería.
Muy abajo había un gran charco de agua en el que se precipitaban incesantemente
nuevos grupos de niños que comenzaban a nadar más rápidos que peces. Yen abrió la
boca de puro asombro. También gritó al observar que los cuerpos se arrojaban al agua
desde gran altura; súbitamente enmudeció, sintiendo un escalofrío al pensar que tal
vez alguno de aquellos alocados nadadores fuera su hijo. Excitado, comenzó a
mordisquear sus semillas de melón y a escupir las negras cáscaras. Esto lo asemejó
por completo a sus vecinos, que eran en su mayor parte jóvenes bulliciosos. De
grandes altavoces surgía una voz que informaba acerca de asuntos sobre los cuales
Lung Yen no tenía la más mínima idea. Al cabo de cierto tiempo sonó un clarín
dando una señal, y la gente de los bancos se levantó, yéndose a otra parte.
—¿Qué pasa ahora? ¿Han terminado los juegos? ¿Vuelven los muchachos a sus
casas? —preguntó Lung Yen a su vecino.
Éste le miró con indiferencia.
—¿No ha estado aquí nunca? —preguntó groseramente.
—Mi hijo toma parte en estas exhibiciones —contestó Yen con dignidad.
Su vecino pareció intimidado.
—Venga conmigo, anciano señor. Ahora van a la arena —dijo pasando por la fila

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de bancos.
Lung Yen lo siguió. Nuevamente se encontró sentado muy arriba, alejado de la
arena y sin entender nada. En unos mástiles ondeaban estandartes con inscripciones,
pero desdichadamente no podía leerlas. Allá abajo marchaban los muchachos
desparramándose por la arena, como un dibujo blanco y negro sobre el amarillo
grisáceo. El dibujo se movió cuando todos los niños hicieron el mismo ejercicio. De
nuevo, como la noche anterior, pensó:
«Uno de ésos es mi hijo. Uno de ésos es él. Uno de ésos es mi hijo».
Los niños estaban tan alejados que no hubiese podido encontrar a su hijo aun
sabiendo cómo era. Las horas pasaban y el sol descendía. Dos hermosas nubecillas se
deslizaban por el cielo ocultando al sol, mientras sus bordes se iluminaban. Lung
Yen, que empezaba a tener sed, compró por cinco monedas de cobre un trozo de
helado coloreado con un palito, que sostuvo agradecido sobre su reseca lengua.
«Uno de ésos es mi hijo», pensaba continuamente. Como el aire se hacía cada vez
más frío, Lung Yen comenzó a preocuparse por los nadadores. Desde donde estaba
podía ver que los niños estaban insuficientemente vestidos. Tenían un pantalón negro
corto y una camiseta sin mangas, prendas que Lung Yen no sabía nombrar y que
daban poco abrigo a los acalorados cuerpos. De trabajo y de sudor sí entendía mucho
Yen.
«No quiero que mi hijo enferme de esa tos con sangre», pensó preocupado.
Refrescaba cada vez más. Las nubes cubrían el cielo, y no tardó en caer una ligera
llovizna. Los espectadores rieron, abrieron paraguas de papel parafinado y de seda al
uso extranjero. Yen lamentó profundamente que al comprar sus costosas ropas no
hubiera pensado en un paraguas. Pero su vecino, que hasta entonces le había hablado
atentamente, dándole muchas explicaciones confusas, se hizo a un lado y le dejó sitio
bajo su paraguas. Después de un par de minutos, durante los cuales los espectadores
rieron apretujándose, cesó la lluvia y continuaron los juegos.
Cuando empezaron las luchas comenzó Yen a darse cuenta de qué se trataba, pues
ya había visto antes aquellas luchas en los mercados y en el «Nuevo Mundo», el
teatro situado en una terraza de la calle de los Caballos Grandes. Pero sólo cuando
comenzaron las carreras se sintió en su ambiente. Correr… Ése era su oficio.
—Comienzan demasiado aprisa —dijo, y añadió—: El alto y flaco llegará
primero, no lleva peso excesivo y tiene el paso largo.
Gritó con la multitud cuando ganó el muchacho alto y flaco. El vecino de Yen, al
darse cuenta de que éste era un conocedor, prestó atención. Al alinearse los próximos
corredores, hizo sonar las monedas en el bolsillo y dijo:
—¿A cuál quiere apostar?
Lung Yen miró con mucha atención a los seis muchachos.
—No puedo decidir hasta que corran —contestó pensativo, aun cuando el deseo
de apostar y ganar dinero lo azuzaba. Su préstamo se deshacía como un trozo de hielo
derretido por el sol. Tenía en el bolsillo setenta y cuatro centavos, y había de pagar

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setenta en la posada; además, debía guardar el dinero para el té.
—Cuando empiecen a correr será demasiado tarde —dijo su vecino.
Lung Yen observó nuevamente a los corredores. Era difícil juzgar desde aquella
distancia las cualidades de cada uno.
—Al tercero —dijo.
—¿Cuánto? —preguntó su vecino.
—Dos monedas pequeñas de plata.
Los corredores partieron, y Yen suspiró profundamente cuando vio que el tercero
tomaba ventaja. Corría con soltura y ligereza y parecía disponer de mucho aire en sus
pulmones. Lung Yen hubiera deseado que fuera su hijo, pero aquellos muchachos
debían de tener más edad que Seileong. Cuanto más avanzaban los corredores en el
alargado círculo de la arena, tanto más se excitaba Yen. Saltaba, agitaba los brazos y
profería gritos de aliento. Si perdía los veinte centavos no podría convidar a su hijo
con pato y pescado en salsa agridulce, puesto que tendría que cancelar el encargo y
llevarle a una cocina ambulante, donde sólo habría arroz y carne de cerdo. Pero, en la
fiebre de la apuesta, ni pensó en ello. Debía de ser la magia de sus ropas, que hacían
de él un gran hombre, un gran hombre por un día.
El tercero ganó. El vecino gruñó un poco, pero sacó veinte centavos y se los
entregó a Yen.
—El señor parece ser un entendido —dijo, y sus palabras no sonaban en verdad
como un cumplido.
Yen se puso serio, pues los muchachos que llegaban en aquel momento y se
ponían en fila, apoyándose sobre una rodilla, eran más jóvenes. Lung Yen estaba
seguro de que uno de ellos era su hijo. Contuvo la respiración ni mirar la arena
buscándolo. No había ni una voz que se lo dijera, ni un signo que le indicase cuál de
aquellos niños era de su sangre, cuál había engendrado para proseguir la
inquebrantable línea de la familia. El que estaba junto a la orilla era fuerte y bien
formado, pero tenía un cutis pardo, de color ordinario. El cuarto era más delgado, y
su piel tenía el color de una cereza sobre In que brillase el sol. Lung Yen suspiró
profundamente, pues no podía decidir cuál de los dos prefería como hijo. Sonó el
disparo que precedía a todas las carreras, y los muchachos salieron corriendo.
—¡Demasiado deprisa, demasiado deprisa! —exclamó Lung Yen dejando caer los
brazos.
Acostumbrado como estaba a recorrer largos trechos tirando de su rickshaw, no se
daba cuenta de que los niños tenían que cubrir una pequeña distancia. Ni el de cutis
pardo ni el de color de cereza ganaron; venció el menor de toda la fila, que pasó a los
otros con la cabeza echada hacia atrás.
Deseó ardientemente que aquél fuera su hijo, pero cuando el niño cruzó la meta
en medio del griterío y después cayó agotado, su deseo se extinguió rápidamente,
pues sentía demasiado desprecio por aquel muchacho que yacía sin aliento sobre la
arena.

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Cuando los altavoces anunciaron el final, Yen estaba empapado de sudor, porque
suponía a demasiados corredores hijos suyos. Respiraba por ellos y deseaba la
victoria con los puños crispados, y por último se sintió tan cansado como si él mismo
hubiese estado corriendo.
—Ha terminado —dijo su vecino levantándose.
Lung Yen estiró y golpeó sus piernas, que estaban rígidas de estar sentado tanto
tiempo.
—Su paquete, señor… —dijo una mujer entregándole el regalo.
Tan impaciente estaba que había olvidado el costoso e irremplazable cochecito.
Apretó el paquete contra su pecho. El papel estaba bastante manoseado y no tenía su
anterior y elegante aspecto, pero el contacto del preciado objeto lo llenó de orgullo y
de alegría. Se detuvo un instante, indeciso en medio de la multitud. Luego volvió a
ponerse en marcha sin saber qué hacer, pues había llegado el momento de ir a buscar
a su hijo en medio de los otros muchachos. La multitud se aclaró un poco. Toques de
clarín llegaban por el aire de muchos sitios a la vez. Lung Yen sacó una vez más el
preciado sobre donde el memorialista le había anotado el número de su hijo. La
túnica de seda le dio suficiente valor para acercarse a un soldado y preguntarle.
El soldado no fue grosero, como es costumbre en ellos; por el contrario, le sonrió
con amabilidad y lo llevó personalmente al comienzo de una de las muchas calles que
formaban una estrella. Yen le dio las gracias y comenzó a deambular entre las limpias
y blancas tiendas. Oía tambores a lo lejos, pero también oía latir su propio corazón.
Un instante después le alcanzó un grupo de muchacho que marchaban. El polvo
se arremolinaba bajo sus pies, y aunque parecían algo cansados, la alegría se reflejaba
en sus rostros. Lung Yen los miró atentamente, tratando de reconocer a su hijo.
Marchó delante de los niños hasta que, impacientándose, se alzó su larga túnica y
empezó a correr como si tirase del rickshaw, para llegar antes al lugar que le había
indicado el amable soldado. A lo lejos oía tambores y clarines. Varias veces tuvo que
mostrar sus anotaciones y preguntar, hasta que al fin, después de algunas
equivocaciones, llegó a la barraca en donde se albergaba su hijo. Era una casa de
madera de un solo piso, no tan blanca y hermosa como las que había visto
anteriormente. La puerta estaba abierta, y después de algunos titubeos y discretas
tosecitas se decidió a entrar. Pero el interior estaba desierto y volvió a salir, indeciso y
acalorado por la rápida carrera.
Los clarines y trompetas sonaron más cerca, y al final de la calle vio a los
muchachos que marchaban entre una nube de polvo. Llegaron hasta la casa, ruidosos
y vocingleros, y fueron pasando entre Lung Yen, que extendió vana e inútilmente las
manos como para detenerlos; pero esto era tan difícil como detener a una corriente de
agua. Tímidamente sonreía a cada uno de los que podía retener por un segundo, pero
ninguno de ellos se detuvo para decir: «¡Padre!». Sentía sus rodillas como la madera
astillada, tiesas y sin fuerzas. Sacó de su cinturón la carta con el sobre rojo y la
sostuvo en el aire. Tomó aliento y se decidió a llamar a su hijo.

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—¡Lung Seileong, de Fukang! —llamó o creyó llamar.
En realidad, sólo emitió un débil sonido que se perdió entre las voces y el ruido
de los niños, pero ninguno de los muchachos se detuvo.
—¡Lung Seileong! ¡Lung Seileong! —exclamaba una vez tras otra.
Un muchacho de facciones inteligentes, aunque por desgracia un poco bizco,
preguntó:
—¿Busca el señor a Lung Seileong, de Fukang?
Yen murmuró:
—Ése es el nombre del hijo a quien busco.
—Voy a llamarlo —dijo el niño, y salió corriendo hacia la casa.
Yen respiró aliviado, pues aunque el niño parecía inteligente y educado, era bizco
y él no quería tener un hijo bizco.
El aire estaba lleno del polvo que levantaban los niños. Los tambores
enmudecieron y los rezagados pasaron por el camino delante de Yen.
—Yo soy Seileong —dijo una voz detrás de Yen.
Éste se volvió apresuradamente y se encontró con un muchacho que le llegaba a
la boca.
—Yo soy Seileong —repitió éste.
—Seileong, Lao Seileong —dijo Lung Yen, llamando cortésmente a su hijo—.
Lao Seileong, yo soy tu padre.
Pero como la excitación secaba su garganta como un exhausto arroyuelo en la
aridez del desierto, habló tan mal que su hijo no le entendió. El muchacho lo miró
gravemente y comenzó la conversación tal como enseñan los buenos modales.
—¿Cuál es el nombre del honorable señor? ¿Con qué objeto ha venido el
honorable señor? ¿Qué desea el honorable señor? ¿Ha enviado mi padre al honorable
señor?
Lung Yen miró al muchacho y sintió que su pecho se hinchaba de gozo.
Su hijo tenía un magnífico cuerpo, y su cara era redonda y con hermosos ojos
negros, que denunciaban inteligencia y ardor. La piel y los cabellos estaban limpios,
prueba de que una madre inteligente los cuidaba. Pero también Lung Yen vio que su
hijo respiraba con rapidez y que su pecho subía y bajaba con frecuencia bajo la
delgada camisa sin mangas. Se aclaró la garganta, y cuando creyó tener suficiente voz
dijo:
—Nadie me manda, hijo mío. Yo soy tu padre.
El muchacho lo miró con seriedad todavía un instante. Luego una sonrisa iluminó
su rostro y preguntó:
—¿Ha visto mi padre cómo gané la carrera de las doscientas veinte yardas?
Entretanto, otros muchachos habían formado un semicírculo detrás de Seileong y
escuchaban la conversación.
—¡Id a vestiros! —dijo éste, y Lung Yen vio con orgullo que le obedecían.
Entonces se encontró solo con su hijo al lado de la puerta, separado únicamente

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por el polvo amarillo que los muchachos habían levantado con sus pies.
—¡Sí, he visto cómo ganabas! —aseguró con ardor.
No estaba bien que se sintiera atemorizado ante su hijo, cuando debía suceder lo
contrario. Pero la mirada del niño era tan directa e investigadora que sentía todas y
cada una de sus costillas bajo la túnica de seda.
—No estás igual que en el retrato —dijo Seileong con lentitud. Parecía que le
costara trabajo mantener la sonrisa en el rostro.
—¿En qué retrato? —preguntó Lung Yen con asombro.
—Mi madre me mostraba con frecuencia el retrato de mi padre. Está en el libro
en que están inscritos los nombres de los antepasados —contestó Seileong.
Lung Yen recordó entonces que era una fotografía que se había hecho a ruegos de
su esposa el día siguiente de su boda.
—Los hombres cambian de aspecto en la gran ciudad —afirmó, y sólo después de
haberlo dicho se dio cuenta de la gran verdad que encerraban sus palabras. En efecto,
la gente cambiaba.
Pero como se sentía a gusto bajo la protección de las ropas de seda, levantó la
mano y con un dedo acarició la cálida piel de su hijo.
—¿No tienes frío? —inquirió preocupado—. Debes abrigarte más después de
correr.
—Estamos curtidos —repuso, y apoyándose sobre una pierna continuó
observando el rostro de su padre como si esperara algo que no veía—. Mi madre me
ha encargado que salude a mi padre cariñosamente —dijo acordándose.
—¿Cómo está la salud de tu honorable madre? —preguntó Lung Yen, que iba
recordando poco a poco la cortesía que había aprendido cuando aún vivía su abuelo.
—Está bien —dijo Seileong como si hablara de su hermana menor. Después de
meditar unos instantes, como si fuese a decir algo aprendido de memoria, continuó—:
Mi madre me ha pedido que te dijera que nada falta a su completo bienestar, excepto
el regreso de mi padre. —Después de haber terminado con el difícil mensaje,
comenzó de nuevo a sonreír, lo que producía unos hoyuelos en sus mejillas, y dijo—:
Hemos sido los primeros en la carrera de doscientos veinte yardas y en natación estilo
libre, y los terceros en saltos de altura y en lucha. Llevamos muchos puntos de
ventaja al distrito de Mutuh.
—Eso me alegra y enorgullece —dijo Lung Yen con cierta ingenuidad.
Pensó si debía entregarle el regalo. Su alegría se quintuplicó por haber comprado
algo moderno, pues su hijo no hubiera prestado atención a lo que no lo fuese.
«No es todavía la ocasión —pensaba—. Los otros romperían el pequeño coche, y
aquí no hay sitio donde hacerlo correr».
—Ponte algún abrigo y ven conmigo —dijo—. Comeremos bien para festejar el
encuentro.
—Muy bien —dijo Seileong con evidente alegría—. Pediré permiso a mi jefe. Si
mi padre quisiera esperarme aquí…

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Corrió hacia la casa. Lung Yen sonrió al pensar en los esfuerzos que había hecho
el muchacho para recordar las patriarcales cortesías que parecían serle desconocidas.
Su corazón latía en aquel momento dulce y tranquilamente, como un gong, o
como la campana de un templo.
Seileong regresó:
—Tengo permiso hasta medianoche —dijo con manifiesta alegría.
Yen tocó de nuevo la ropa del niño, encontrándola demasiado delgada. Hubiera
deseado demostrar el amor que sentía hacia su hijo poniéndole cinco chaquetas una
encima de otra y atiborrándolo de comida.
—Vamos a ir en tranvía —dijo cuando comenzaron a andar.
Seileong llevaba los mismos pantalones cortos de antes, pero se había puesto una
chaqueta de hilo sobre la camiseta.
—¿No tienes frío? —preguntó nuevamente Lung Yen.
El muchacho contestó:
—Somos una generación curtida, padre.
Yen lo llevaba rápidamente hacia la parada del tranvía.
—No debes tener miedo de la velocidad. El viaje es seguro —dijo.
—En Fukang tenemos también tranvía —repuso el hijo, con gran asombro de
Lung Yen.
Grandes cambios debía de haber experimentado la ciudad en donde había
transcurrido su infancia. Subieron al tranvía, y Yen sintió que su estómago volvía a
sublevarse. Procuraba sonreír cuando pasaban una curva, y se esforzaba en contestar
a las preguntas que le hacía su hijo.
—¿Cómo se llama esta calle? ¿Es cierto que va a haber guerra? ¿Cuáles son las
últimas informaciones del Norte? ¿Cuánto cuesta viajar por toda la ciudad? ¿Cuántos
soldados hay en Shanghai? ¿Ha llegado ya el decimonoveno ejército? ¿Cuántos
refugiados puede albergar Shanghai?
Yen se sentía impotente para saciar su curiosidad.
—Sé poco de esas cosas, pues no me interesan —dijo con cierto reproche—. Sólo
me preocupo de mi negocio.
—¿Cuál es tu negocio? —preguntó su hijo.
Yen había preparado de antemano la respuesta para no tener dificultades.
—Soy socio de un comerciante de Chapei —dijo.
—¿Cuál es tu negocio? ¿En qué comercias? —preguntó de nuevo su hijo.
—En todo —dijo Lung Yen—. Seda, algodón y también toda clase de prendas de
vestir.
Seileong no parecía conforme.
—¿Cuántos ganas en él? —preguntó.
Lung Yen tomó impulso para decir una gran mentira.
—Comprenderás que las ganancias varían en las épocas. Pero puedo afirmar que
por año no gano menos de doscientos dólares, y a veces más.

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Seileong guardó silencio unos instantes, mientras contaba con los dedos.
—Mi madre gana todos los meses veintisiete dólares, lo que representa
trescientos veinticinco dólares anuales —dijo con sencillez.
Lung Yen no le creyó. Sonrió indulgentemente, pues le agradaba que Seileong
quisiera elevar la categoría de su madre.
—¿Cómo hace tu madre para ganar tanto dinero? —preguntó de bueno humor.
—Trabaja en la oficina de teléfonos —repuso el muchacho.
Ambos guardaron silencio. Un extranjero que estaba a su lado y que seguía la
conversación habló al niño en inglés. Orgulloso y alegre, Lung Yen oyó asombrado
cómo su hijo contestaba en el idioma de los diablos extranjeros. También la madre de
Seileong debía de saber hablar en inglés. Parecía que el niño contestaba con viveza,
pues el extranjero se echó a reír y le dio un golpecito en las mejillas.
—El señor tiene un hijo muy inteligente —dijo cortésmente antes de bajar.
En la fonda fueron saludados con respeto, y el dueño les avisó personalmente que
la comida estaba lista. No había reservados, como en los restaurantes elegantes, pero
el comedor estaba dividido en pequeños compartimientos, en uno de los cuales se
sentó Lung Yen con su hijo. Por aparentar distinción se abanicó con un abanico
nuevo de papel rojo, aun cuando un extraño escalofrío empezaba a recorrerle la
espalda.
—¿Cuántos signos conoces? —preguntó al comer los primeros platos y las
humeantes bolas de harina cocida, pues también él quería hablar como una persona
educada.
—No lo sé con exactitud —repuso Seileong negligentemente—, pero
seguramente más de los que se necesitan hoy en día.
—¡Come, come! Debes de estar hambriento después de la victoria.
A él se le había pasado el hambre que sentía poco antes. Era como si la sola vista
de la comida se la hubiese calmado, del mismo modo que sólo con mirar la blanda
cama en casa del sastre se le pasaba el sueño. Por el contrario, el espectáculo del
niño, que comía con gran apetito, le daba una sensación de placentera felicidad.
—Sáciate, pero deja algún sitio en el estómago para el pato y el pescado —dijo,
lleno de orgullo por la comida que podía ofrecerle a su hijo.
—¿Pato? —preguntó Seileong con los ojos muy abiertos.
—Sí, un pato de Szechuan cebado y bien asado —respondió Yen. Tratándose de
su hijo no era necesario disminuir el valor de la comida.
—Contaré a mi madre la espléndida comida que me ha ofrecido mi padre —dijo
Seileong masticando.
Sus mejillas habían enrojecido, aunque no había bebido vino de arroz.
Cuando el mozo llevó las toallas calientes, Yen tomó la suya aliviado.
Experimentaba la extraña sensación de estarse hundiendo, sensación que crecía por
instantes.
—¡Cigarrillos! —le pidió al muchacho que le llenó la taza de té.

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Fumó ansioso, rezongando porque sus dedos le temblaban. La inyección de
eucodal[83] que el doctor Hain le había puesto lo había mantenido en buen estado
hasta entonces, en que el efecto había pasado. Por esto no lo sabía Yen, y luchaba
como un héroe para dar al muchacho la impresión de que su padre era un hombre
elegante, despreocupado y con dinero. Por este motivo comió también el pato, aun
cuando los bocados le parecían diez veces más grandes que su garganta. Luego
criticó los ingredientes, como si el pato fuera su comida diaria. Seileong hizo algunas
observaciones corteses, y al cabo dijo:
—Voy a estallar. Así me imagino las comidas de King Ming y Chou Lang.
—King Ming y Chou Lang, los héroes —dijo Lung Yen, para demostrar su
cultura. También él recordaba haber oído a veces en los mercados la historia de los
tres reinos.
—¿Dónde vamos a ir después de comer? —preguntó Seileong.
Lung Yen se asustó. De los veinte centavos que había ganado en la apuesta sólo le
quedaban catorce.
—¿Dónde quieres ir? —preguntó débilmente.
—Al cine —repuso Seileong sin titubear.
«Le pediré medio dólar a Kwe Kuei —pensó Lung Yang en medio de su pánico
—. Con dinero eres un dragón, pero sin él un gusano».
En los diez años que llevaba en la ciudad sólo había ido dos veces a los «juegos
de sombras». Cuando tenía algún dinero gozaba del Gran Humo, pero esto había
terminado definitivamente. Trató de apartar sus pensamientos de la tienda de opio de
Kuei. Cuando llegó el pescado cesó de comer. Presentía que el estómago se le
revolvería si llevaba a la boca un solo trozo de aquel preciado manjar con salsa
agridulce. Fumaba y se abanicaba, sonriendo lo mejor que podía. Como a través de
una niebla, notó que su hijo lo miraba con ojos serios y preocupados.
—¿Estás enfermo, padre? —dijo, tratando de apagar el claro sonido de su voz
infantil.
—¿Enfermo? ¿Yo? No. No he estado enfermo en mi vida —se envaneció Yen, y
dio un golpe sobre la mesa.
Esto le hizo toser, aunque hacía una hora que trataba de evitarlo. Un par de gotas
de sangre subieron a su boca. Se volvió y escupió en la gran escupidera redonda que
estaba a su lado. Seileong se levantó.
—¿Estás enfermo, padre? —dijo alarmado—. ¿Qué te pasa? ¿Qué debo hacer?
Yen se secó la frente con la toalla tibia.
—Siéntate y come, hijo —dijo con una sonrisa forzada—. No estoy enfermo. Si
no te das prisa no podremos ir a «los juegos de sombras». Luego dormirás en mi casa.
La cama está preparada.
Muchos de sus sueños y pensamientos anteriores amnistían en imaginar cerca de
su cama al niño engendrado por él, a aquella parte de su carne y de su sangre: el
calor, la paz, la tranquilidad… Añoraba entonces con más nostalgia que nunca el

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dormir junto a una mujer.
—No tengo permiso por la noche —dijo Seileong—. Es realmente una lástima,
pero la disciplina es lo más importante en esta vida.
Lung Yen se maravilló de que el niño pronunciara con tanta naturalidad aquella
gran palabra que jamás había escuchado.
—¿Qué dices? ¿Disciplina? —preguntó—. Eso no existía en mis tiempos. ¿Es un
invento de los diablos extranjeros?
—Es aquella que hace fuertes a los extranjeros y cuyo desconocimiento hundió a
la China —dijo Seileong con sabiduría.
Era la lección que había aprendido de memoria.
—Si esa dis…, esa cosa, es algo que prohíbe a un hijo estar junto a su padre, no
puede ser cosa buena —dijo Yen irritado.
«No puedo esperar hasta que llegue la hora de alcanzarle el té de la noche y el de
mañana», había escrito su hijo, y en aquel momento hablaba de invenciones
extranjeras poco agradables. Desde que escupió la sangre se sentía aliviado. También
la comida estaba terminando, y el mozo colocó el arroz sobre la mesa. Era el gran
momento que esperaba Yen. Miró al niño que comía y olvidó todo lo que éste pudiera
haber dicho. Era un hermoso hijo, bien formado e inteligente. No comía arroz como
un búfalo el pasto, sino que tenía buenos modales y manejaba los palillos con
distinción. Yen pensaba con frecuencia en su hijo, pero rara vez en su mujer. En aquel
momento pensó en ella.
—Tu madre es una buena mujer, mejor que la mayoría —dijo.
El muchacho lo miró fijamente a los ojos y repuso con serenidad:
—Mi madre es lo que más quiero en este mundo.
Yen sacó entonces el paquete que guardaba bajo la mesa, al lado de sus pies, de
manera que pudiera tocarlo para saber si estaba aún allí.
—Te he traído un regalo, hijo —dijo sin aliento. Deshizo lentamente el paquete,
dobló cuidadosamente el papel y lo guardó en el chaleco, pues era bastante bueno
como para hacer suelas de zapatos. Colocó el coche en el suelo, y deseando que
hubiera diez lámparas en lugar de una, para que brillase más, miró sonriendo a su
hijo.
—¿Un automóvil? —preguntó éste asombrado.
—Un automóvil —repuso Yen resplandeciente de alegría—. Un automóvil, sí, un
automóvil —dijo, repitiendo la palabra extranjera, y añadió—: Y puede andar como
los grandes.
Le dio cuerda. Seileong se levantó y se apoyó confiadamente en su padre. Sus
cabellos acariciaron la mejilla de Yen.
—¡Déjame ver! ¡Déjame tocarlo! —dijo impaciente.
Pero Yen dio toda la cuerda y puso el juguete en el suelo. El coche corrió; no tan
rápidamente como la primera vez, pero corrió. El niño se arrodilló para verlo mejor, y
hasta el muchacho que servía el té se detuvo para contemplarlo. El automóvil

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describió varios círculos, hasta que su marcha se hizo poco a poco más lenta y
finalmente se detuvo.
—Se paró —dijo Seileong.
—Sólo hace falta darle cuerda y marchará de nuevo —replicó Lung Yen—. No es
nada extraordinario. Sólo una pequeña atención para mi hijo.
Seileong sorprendido, se olvidaba de agradecerle el obsequio. Pero a Yen le
bastaba verlo arrodillado contemplando encantado el regalo. El niño dio cuerda al
coche, que corrió obediente, aunque con más lentitud y por poco tiempo esta vez.
—Lo he llevado todo el día conmigo. Quizás esté cansado —dijo Yen.
Pero Seileong repuso apresuradamente:
—Es el resorte. Puedo ajustado más.
Dio vuelta al coche y comenzó a trabajar en el mecanismo desconocido como si
durante toda su vida hubiera hecho lo mismo.
Yen lo miró asombrado. Pero el rostro del niño se ensombreció de pronto. Se
levantó y colocó el coche sobre la mesa.
—Podría haberlo imaginado —dijo—. Es japonés. ¡Porquería japonesa!
Lung Yen no comprendió el brusco cambio y el mal humor y el desprecio que se
reflejaban en el rostro de su hijo. Cogió el juguete, lo frotó con sus mangas de seda,
le echó el aliento y lo frotó nuevamente. Luego le ofreció a su hijo el pulido juguete,
pero éste no lo cogió.
—¿Por qué lo has comprado, padre? —preguntó, metiéndose las manos en el
corto pantalón de explorador, como para evitar el contacto de aquel objeto.
No parecía ya un niño, sin un adulto enfurecido.
Lung Yen meditó la contestación.
—¿Por qué lo has comprado, padre?
«Porque quería darte una gran alegría», hubiera podido decir.
«Porque fue lo más bello que pude encontrar en esta ciudad. Porque te amo a ti,
hijo desconocido, más que a la luz de mis ojos».
Pero nada de esto dijo, y tampoco hubiera tenido palabras para hacerlo. En
cambio contestó con severidad:
—Es una falta de cortesía recibir mal un regalo.
—¡Hablas como si no supieras que estamos en guerra con el Japón! —exclamó
Seileong—. En todos los muros, en todos los diarios puedes leerlo. Hace ya varios
años que se lucha por lo mismo. «¡Boicotead al Japón! ¡No compréis productos
japoneses!». ¿Dónde estaban tus ojos, tu entendimiento, tu carácter, cuando
compraste esto? La gente indiferente como tú es la que arruinará a China.
Sin poder hablar, Lung Yen escuchaba a su encolerizado hijo. Aunque no llegó a
entender ni la mitad de lo que dijo, lo poco que entendió le bastó para sentirse
desolado y confuso. Podía haberle dicho que no sabía leer y que no entendía nada de
aquellas cosas, pero le dio vergüenza. Con manos temblorosas cogió el automóvil y
trató de darle cuerda, pero ésta se había estropeado.

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—¿No quieres el coche? —preguntó casi con humildad.
Los ojos de Seileong se llenaron de rabiosas lágrimas.
—No, no quiero nada japonés. No lo quiero —dijo en voz baja.
Lung Yen levantó la mano, Seileong se cubrió la cara, como si esperara un golpe.
Pero Yen no le golpeó, porque, ¿cómo hubiese podido pegar a su hijo? Pero su
ademán amenazador e instintivo enfureció al niño.
—¡Puedes pegarme, pero no quiero el coche! —gritó lleno de cólera. Sacó de los
bolsillos sus pequeños y firmes puños de muchacho, que temblaban con el esfuerzo
que hacía para dominarse, cogió el juguete, lo arrojó al suelo, escupió encima y lo
pisoteó con sus pesados y duros zapatos extranjeros.
El auto crujió y quedó deshecho, como los que Yen había visto a veces en las
calles después de un violento accidente. Todo era como una pesadilla, y, como en
ella, notó que le faltaba el aire.
—¿Qué has hecho? —murmuró, llevándose ambas manos al pecho en el que
luchaban el dolor y el miedo.
Seileong trató de serenarse.
—Con el dinero con que has comprado esta porquería se hacen cañones para
matar a nuestros soldados —dijo más tranquilo, pero con cierta crueldad—. Tú eres
un enemigo de China. ¡Mi padre es un enemigo de China!
Al decir esto escupió nuevamente sobre el destrozado juguete, mientras se secaba
las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Sollozó una vez, se frotó con una mano
la nariz, y, recordando su educación, sacó un pañuelo rojo y se secó los ojos, la nariz
y toda su cara ardiente e indignada.
Lung Yen miraba sin comprender. Le faltaban palabras. No podía explicarse nada.
Se inclinó para recoger el pequeño automóvil destruido, pero no llegó a hacerlo. Algo
sucedió en su interior. La excitación y el dolor del desengaño desgarraron algo en sus
vísceras. Se levantó tambaleándose, gimió roncamente y cayó sobre la mesa. Su boca
se llenó de algo caliente, y se hubiera asfixiado de no abrirla. Un torrente de sangre se
derramó sobre la mesa.
—¡Padre! —gritó Seileong horrorizado.
Poco antes se había sentido capaz de matar a su padre de indignación y de
desprecio, pero al ver que Lung Yen miraba confuso y avergonzado la suciedad que
había salido de su interior, no se asqueó, sino que lo abrazó, le acarició las mejillas y
trató de consolarlo, como si él, Seileong, fuera el padre y Lung Yen el hijo.
Los dos mozos se acercaron con paños mojados y limpiaron, gruñendo, la sangre
de la mesa.
El dueño de la fonda se detuvo a su lado, esperando que terminaran de comer y le
pagaran. Lung Yen quiso hablar, pero de sus labios no salió más que un largo gemido.
—Padre, ¡elevada persona! ¡Perdóname, padre! ¿Me oyes? —murmuraba
Seileong al oído del vacilante Lung Yen.
Por último, éste pudo salir del ataque de «oscura debilidad» que tan

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intempestivamente había sufrido.
—Está bien, no te asustes —le susurró a su hijo, y trató de sonreír.
También las manos de Seileong temblaban. Estaba muy asustado, pues
sospechaba que su discurso contra el Japón tenía algo que ver con la enfermedad del
padre. Los pendones que había visto ondear aquel día decían: «La mejor arma contra
el enemigo es el boicot», pero también: «Reverenciad a vuestros mayores», y «Tened
amor y respeto a vuestros padres». Hubiera llorado con gusto, ocultando la cara en el
pecho de su padre, aun siendo ya un hombre. Contuvo con gran esfuerzo las lágrimas
y sostuvo a su padre.
—¿Puedes andar? —preguntó con preocupación.
Yen sonrió valientemente y trató de contrarrestar con su cultura el desgraciado
efecto que su enfermedad debía haber pronunciado en su hijo.
—Cando —dijo por eso en pidgin-english.
Se sentía un poco inseguro sobre sus pies, que tenía rígidos y fríos dentro de sus
zapatos.
Sacó su carterita y pagó al posadero, dando también a los mozos dinero para té.
Dio más dinero del calculado, pues con él habían tenido más trabajo que con un
hombre sano. A pesar de ello, gruñeron a sus espaldas palabras poco amistosas.
Seileong colocó el brazo de su padre sobre sus hombros.
—No te preocupes —dijo Lung Yen, para tranquilizarle—. La sangre sucia debe
salir del cuerpo.
—Así es, así es —asintió Seileong rápidamente.
El aire hacía bien a Lung Yen, aunque empezaba a tiritar. No se atrevía a mirar la
túnica de seda por temor a haberla ensuciado.
—¿Dónde vives? —le preguntó Seileong.
—En Chapei. Pasaje de los Cuatro Virtuosos —dijo Lung Yen.
Seileong llamó a un taxi que se detuvo haciendo crujir los frenos.
—No, que es muy caro —dijo Lung Yen. Sabía que sólo tenía ocho centavos en el
bolsillo.
—Sube y sé mi invitado —dijo Seileong con excesiva grandilocuencia—, mi
madre me ha dado bastante dinero.
En el coche cogió la helada mano de su padre y se la acercó al pecho para darle
calor. También se la llevó dos veces a la boca y le echó el aliento. Yen tuvo que
sonreír en medio de su desdicha. Cuando era niño, él hacía lo mismo con las heladas
mariposas para que reviviesen. En pocos minutos llegaron a destino, y Seileong pagó
al chófer. Lung Yen miró a otro lado, pues no quería ver cuánto dinero se perdía por
un viaje tan corto. Después, su hijo lo ayudó a salir del coche y lo condujo a su casa.
La familia del sastre no se había acostado, pues esperaban para saludar al niño.
Yen imaginaba la entrada de otra manera. A pesar de todo, era bueno ver la
preocupación de su hijo y el empeño con que le ayudó a desnudarse. Lung Yen se
alegró de haberse bañado y de poder mostrar a su hijo un cuerpo limpio. En el taxi se

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habían apoderado de él unos temblores que en aquellos momentos se hacían más
intensos. Sentía tanto frío que sus miembros se le retorcían y los dientes le
castañeteaban. Era un frío que no provenía de fuera, sino que nacía de dentro y se
extendía por todo el cuerpo. Seileong lo llevó hasta la cama y lo tapó. Luego cerró las
persianas para que no entrara el aire y extendió los vestidos de seda sobre el cuerpo
de su padre. La mujer del sastre se acercó a la puerta arrastrando sus zapatillas y les
sirvió una taza de té. Seileong cuchicheó con ella, que salió después de haber mirado
a Lung Yen con preocupación. Seileong se sentó al borde de la cama y colocó las
palmas de sus manos sobre el pecho de su padre. El calor penetró a través del tejido
de seda, a través de la colcha y se repartió sobre Lung Yen, que cesó de temblar. Sólo
la sequedad de los labios le molestaba un poco. Se pasó la lengua por ellos y sonrió a
su hijo.
—Hemos perdido la ocasión de ir al cine —dijo bromeando.
—Ya la recuperaremos. Todavía permaneceré dos días en Shanghai —dijo
Seileong.
Lung Yen meditó profundamente. Cerró los ojos. Ocho centavos. «Si vendo la
túnica y me compro un limpio traje de coolie podré obtener un beneficio de sesenta y
cinco centavos, tal vez ochenta. Si pudiera llevar un extranjero a casa de Kwe Kuei
ganaría veinte centavos de comisión. Dos extranjeros, cuarenta centavos. Cinco
extranjeros para Kuei, un dólar para Yen. En el puerto hay muchos barcos, muchos
marineros. Los marineros no quieren Humo, sino muchachas. Mañana cogeré el
rickshaw y esperaré a los diablos extranjeros en Ler Kwong Lan. Tal vez el joven
señor Ku quiera ir conmigo a casa de Kwe Kuei. Diez centavos para el portero. Diez
centavos para el vigilante de la esquina. Cuarenta centavos por el rickshaw. Treinta
centavos de contribución para el gremio. Ocho dólares de deuda. Mi hijo ha llegado.
Quiere ir al cine. ¡Si una señora olvidara su cartera en el rickshaw! A veces hay hasta
veinte dólares en las carteras de las damas extranjeras. Eso dice Kuei, y debe de citar
bien enterado, pues fue un buen ladrón en su juventud. ¡Veinte dólares en una cartera!
¿Cómo serán veinte dólares?».
Abrió los ojos, encontrándose con la atenta mirada de su hijo.
—¿No tienes que irte? No te han dado permiso. ¿No puede perjudicarte esa dis…,
esa cosa nueva que tenéis? —preguntó preocupado.
—Me quedo contigo —dijo Seileong—. Estás enfermo. Eso tendrá que
comprenderlo el jefe de mi grupo.
—Yo no estoy enfermo —dijo Lung Yen. Se alegraba de haber quitado el sucio
mosquitero. Aunque los mosquitos zumbaban en la estrecha habitación, la cama
estaba limpia y los mosquitos nunca le picaban a él: su sangre no era lo bastante
dulce. Se estiró, colocando las manos sobre su túnica gris.
—Estoy satisfecho, hijo —dijo parpadeando.
Seileong se irguió y comenzó a hablar.
—La ciudad es mala para tu salud, padre —dijo—. ¿Por qué vives aquí y dejas a

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tu familia sola? ¿Amas a tu negocio más que a nosotros? ¿Por qué no lo vendes? El
dinero no lo es todo, aun cuando se diga que él hace ver a los ciegos y oír a los
sordos. ¡Vuelve con nosotros, y mi madre te curará del todo! Me curó a mí tres veces
cuando todos los niños morían y la epidemia era tan terrible que no se podía
encontrar un ataúd en toda la ciudad. —Reflexionó un momento y sacó a relucir un
poco de la sabiduría que había oído en algún lado—: Más vale un mendigo vivo, que
un rey muerto —dijo—. Esta ciudad no es buena para ti, padre. No, no es buena. ¿Por
qué no me acompañas cuando nos marchemos de Shanghai?
Lung Yen lo escuchaba como si cantase una canción de cuna. No sabía si su
inteligente hijo veía a través de su desdichada mentira, de sus vestidos de seda, de la
riqueza prestada, del hecho vergonzoso de que ni siquiera la cama en la cual yacía le
perteneciese. No sabía si veía a través de su aparente bienestar, hasta llegar al
hambriento y enfermizo cuerpo.
Respiró profundamente. Los dolores habían desaparecido.
«No —pensó—, esta ciudad no es buena para mí. No la ha sido nunca».
Recordó la guerra que lo había arrastrado a Shanghai, los incendios, las luchas,
las muertes con que ésta lo saludó por primera vez.
«Dicen que habrá guerra, y una guerra peor que nunca», pensó. Recordó las
cargas que había llevado y las fábricas en las que le obligaron a trabajar, como se
obliga al búfalo a tirar de la noria. «Uníos, uníos», se les decía. Le descontaban veinte
centavos de paga. ¿Para qué? Para la caja de huelga. Las fábricas cerradas y el
estómago hambriento. «Uníos, uníos». Treinta centavos para el gremio de los
rickshaw-coolies, y nuevamente treinta centavos, y otra vez treinta centavos. La
Unión no llenaba de arroz la escudilla vacía. No, aquella ciudad no era buena.
«Soy un pobre coolie, hijo, un coolie pobre y miserable, que no posee nada, ni el
rickshaw del que tiro ni la estera sobre la que duermo. Ni siquiera me pertenece la
cabeza que llevo sobre el cuerpo —pensó horrorizado—. Sin el Gran Humo soy
demasiado débil para trabajar, y los dolores son inaguantables. Si fumo me llevarán
detenido y luego me decapitarán, y no podré regresar jamás».
—Hijo —llamó—, tengo algo que decirte.
—Dime, padre —repuso Seileong.
Lung Yen le confesó toda la verdad, creyendo que así cesaría la opresión que
tenía en el pecho.
—Soy un pobre coolie —comenzó a decir—, un coolie pobre y miserable que no
posee nada.
—Dime, padre —repitió su hijo, y Lung Yen se dio cuenta de que sólo había
pensado, sin que ninguna palabra saliera de sus labios.
«Es muy difícil confesar la verdad», pensó entristecido.
—El peral —dijo—, ¿da muchas peras? Debe de haber crecido mucho.
—¿Qué peral? —preguntó Seileong.
—El peral que está cerca de la casa de los antepasados —dijo Lung Yen.

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—Allí no hay ningún peral —repuso su hijo.
—¿Que no hay ningún peral? —exclamó Yen—. Eso es imposible. No te habrás
fijado. Eres un niño de la ciudad, no tienes ojos para los árboles y los campos. Debe
de haber crecido por encima de los techos. ¡El peral de nuestra aldea de los Montes
Claros! ¡Y dices que no hay ningún peral!
—Ven conmigo y compruébalo personalmente —dijo Seileong con astucia—. Me
gustaría aprender contigo algo de árboles y campos.
—Lo pensaré —dijo Lung Yen.
«Debo ocho dólares —pensó—. Tendré que trabajar durante un año para pagar
mis deudas. Sólo entonces podré volver a mi patria».
«Un año pasa pronto —volvió a pensar—. Regresaré y me pondré bueno. El aire
de mi pueblo me curará. Ningún sueño del opio se puede comparar con el placer de
ver a mi hijo».
Seileong continuó acariciando la colcha hasta que sus manos se fueron moviendo
con más lentitud.
—Hijo —dijo Lung Yen—, tu padre no es rico. Tu padre es un coolie muy pobre.
Pero regresará pronto… No puede tardar…
Abrió los ojos porque las manos de Seileong se habían detenido. El niño se
durmió sin oír nada. Su cabeza cayó hacía delante. La luz de la bombilla eléctrica que
colgaba del techo sólo iluminaba una parte de sus cabellos y la infantil línea de las
mejillas. Un mosquito zumbó sobre él. Yen lo ahuyentó con cuidado. Se apartó a un
lado, para dejarle sitio a Seileong, y lo atrajo hacia sí. Con gusto lo hubiera apretado
contra su pecho, pero temía que su aliento pudiera perjudicar al niño.
—Duerme, niño. Duerme en paz —dijo al oír que Seileong murmuraba algo. Se
sentó para quitarle los zapatos, a fin de que también sus pies quedaran al aire. Aflojó
la bombilla y tapó al niño con la manta. Los mosquitos zumbaban en la oscuridad. El
calor de su hijo se transmitió a su cuerpo; su acompasada respiración sosegó la suya,
y mientras se extendía la niebla sobre su conciencia, pensaba en medio de su
conformidad:
—Hijo, hijo, hijo…
Por la mañana, cuando Lung Yen se despertó, Seileong había desaparecido. Sobre
la colcha vio una carta y medio dólar de plata.

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Capítulo XII
Al pasar ante la oficina de recepción, el doctor Hain miraba al casillero postal
sólo por costumbre. Cuando salió del hotel para ir de compras no había ninguna carta,
y era ya demasiado tarde para que hubiese llegado alguna. No se daba cuenta de que
esperaba un milagro, un telegrama, por ejemplo.
—Buenas noches, doctor —dijo el jefe de recepción.
—Buenas noches —contestó el doctor Hain, y se dirigió al ascensor.
—¿Qué tal andan las cosas por ahí? —preguntó el jefe de recepción tras él.
Hain se encogió de hombros. El vestíbulo estaba más vacío que de ordinario.
—Todas las líneas telefónicas están bloqueadas. No es posible conseguir una
comunicación —dijo el griego a su ayudante.
El doctor Hain subió hasta el sexto piso, donde se hallaba su habitación. Debía
recorrer un largo trecho desde el ascensor hasta su puerta, doblar la esquina, subir dos
escalones y andar hasta el extremo del pasillo. Allí estaba el ascensor de servicio, del
cual se sacaban rodando las mesas que llevaban el desayuno a las habitaciones de los
huéspedes misántropos y perezosos. Al otro lado estaba la habitación de limpieza, en
la que los pequeños boys chinos charlaban sin cesar. Sus voces recordaban al doctor
Hain el sonido de los xilórganos. A veces escuchaba con irritación, pues las cuatro
diferentes alturas tonales de la lengua china le impedían seguir el mare mágnum[84]
de notas del último cuarteto de Beethoven para instrumentos de cuerda.
Su habitación era larga y estrecha, y estaba separada del cuarto de limpieza por un
tabique de madera. La cama se hallaba al lado de la puerta, y a continuación estaba la
cómoda, en la que se encontraba el estuche del violín al lado de una botella de agua.
La pantalla verde de la lámpara era de su propiedad; también era suya la cafetera
eléctrica. El mosquitero de la ventana y ventilador del rincón formaban parte del lujo
del «Shanghai Hotel». No eran aún las seis, y si la ventana diese a un estrecho
respiradero, aún habría claridad, doctor Hain dejó el paquete a un lado y encendió la
luz.
Se quitó la chaqueta y el chaleco y los colgó cuidadosamente en el perchero.
Luego se lavó las manos en un pequeño lavabo, enchufó la cafetera y comenzó a
desempaquetar su cena. A veces, como aquella noche, se tomaba el trabajo de ir a un
pequeño Delikatessenladen[85] de la calle de Pekín, pues siempre sucede lo mismo
con todos los desterrados y los que viven fuera de su patria: dependen de los libros y
de la comida, aun cuando hayan perdido todo contacto con el país de origen. Cortó el
pan negro en rebanadas, las untó con una delgada capa de manteca, reblandecida por
el calor, y colocó encima el chorizo que había comprado. El café comenzó a hervir. El
doctor Hain suspiró satisfecho al sentarse a la mesa. Se había acostumbrado a aquella
habitación, a su tranquilidad y a su pobreza. Le recordaba los cuartos de sus tiempos
de estudiante.

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—Enseguida terminamos —dijo dirigiéndose a la cafetera, pues durante los largos
años en que había vivido solo se había acostumbrado a hablar con los objetos que le
rodeaban.
Sobre la mesa había dos fotografías. Una era de su esposa, de Irene, sonriente con
un vestido de noche quizás algo anticuado. La otra era una instantánea de su hijo
Roland, que Irene le había hecho en el jardín, cuando él tenía catorce años. Sólo
llevaba un bañador y corría delante de su perro, con la cabeza vuelta a medias y
sonriendo. Aun en aquel antiguo retrato se notaba la belleza de Roland. Al margen de
la fotografía, que Irene había enviado a su esposo en el destierro, podía leerse con
letra poco visible: «Aquél a quien los dioses aman, muere temprano».
El doctor Hain, de pie, bebió su café y comió el pan. Enjuagó la cafetera en el
lavabo y volvió a ponerlo todo en su sitio. En los últimos años había aprendido que la
pobreza sólo se podía soportar con un gran orden.
—Ahora vamos a escribir una carta —dijo dirigiéndose al escritorio. Buscó un
par de pliegos del papel de carta del hotel, los puso debajo de la luz de la lámpara,
sacó su pluma estilográfica y comenzó a escribir:

Querida esposa: Ha pasado otro día sin noticias tuyas. Me parece infantil
haber esperado con tanto ardor una carta. Pero es la primera vez que te olvidas
de mí en mi cumpleaños, y eso me preocupa. ¿Estás enferma?
¿O ha sucedido algo peor? Tú sabes de qué clase son las preocupaciones
que tengo cuando no recibo noticias tuyas durante algún tiempo. Quizá sea el
correo, en el que por lo general se puede confiar. En un país donde todo lo
demás se encuentra en un caótico desorden, llegan las cartas con gran rapidez y
seguridad. Esto data de la época en que los correos tenían que ir rápidamente
desde él Sur para llevar a la corte imperial de Pekín los comestibles de aquéllas
regiones. Aquí se dice que los ferrocarriles y las líneas aéreas están cerradas al
tráfico civil para que los transportes de tropas puedan llegar a Shanghai. Nadie
cree que se pueda evitar la guerra. Los japoneses han desembarcado ya
demasiadas tropas, y el río está lleno de destructores. Por el momento no puedo
imaginarme cómo sería una guerra en Shanghai, porque la zona internacional
es sagrada. La población habla de la guerra del treinta y dos como si se
hubieran sentado cómodamente para ver cómo volaban por el aire los barrios
chinos de los alrededores.
De cualquier modo, es posible que en alguna parte se encuentre una carta
tuya que yo no haya recibido. Si llegara a estallar la guerra, mi vida tendría
algún motivo, pues se crearían servicios de ambulancias donde me serían muy
útiles los conocimientos que adquirí en la Gran Guerra.
Irene, esposa querida, ¿me preguntas por mi vida? Mi vida son tus cartas.
Eso es todo lo que puedo decirte. Cuanto más tiempo estoy en este país, tanto
menos lo entiendo, y tanto más deseo irme de él. Tú sabes que mi vida sólo tiene

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un objetivo y un aliciente: estar de nuevo junto a ti. Ya me he dado cuenta de
que aquí en Shanghai nunca lo conseguiré. Pero tengo una pequeña esperanza.
¿Te acuerdas del doctor Weininger, alumno mío, que fue durante algún tiempo
médico interno del hospital de la ciudad de Mannheim? Con la ayuda de unos
parientes se ha establecido en San Francisco y al parecer le va bien allí. Como
amigo fiel, me ha propuesto que vaya a San Francisco y me establezca como
cirujano. Me ofrece cederme una parte de su clientela, y me enviaría todas las
operaciones que llegaran a su consulta. Puedes imaginarte, querida, cuánto me
excita esta proposición. ¡Trabajar nuevamente de verdad! ¡Estar a tu lado!
¡Pertenecer otra vez a los vivos! ¡Oh, sería el paraíso!
Debería trabajar durante un año en San Francisco como estudiante, y luego
sufrir un examen en inglés. Admito que es una situación ridícula. ¡El profesor
Emanuel Hain, de cincuenta y cinco años de edad, confundido con los jóvenes
estudiantes americanos! Pero otros lo han hecho antes. ¿Por qué no he de poder
hacerlo yo? Aquí me he acostumbrado al idioma inglés, y el examen no podrá
ser más difícil que entenderse con los coolies.
Sólo se interpone la misma cosa indigna y ridícula de siempre: el dinero.
Necesito dinero para vivir durante ese año en San Francisco, y además un par
de cientos de dólares para poder subsistir hasta que gane algo. Me estrujo en
vano el cerebro pensando de dónde podría sacarlo. Con los marcos mensuales
que podría conseguir no es posible vivir. A pesar de ello, me doy cuenta de que
es hora de que nosotros…

Llamaron a la puerta una, dos, tres veces, antes de que el doctor oyera. Un
momento antes estaba con Irene. Cubrió con el diario la carta sin terminar y luego
abrió la puerta. Afuera esperaba un boy chino.
—Doctor ir número 1678. ¡Pronto, pronto! Amo muy enfermo —dijo enarcando
las cejas.
—Voy enseguida —repuso el doctor cerrando la puerta. Su maletín estaba
siempre listo.
«Alguno que bebió con exceso», pensó. Tenía cierta experiencia en la práctica
hotelera.
Helen Russell deambuló todo el día por la ciudad en busca de un regalo de bodas
para Frank Taylor. Como éste parecía resuelto a casarse con la pequeña americana,
Helen pensaba regalar a la joven pareja algo que fuera demasiado caro y demasiado
lujoso, encontrando en ello un feroz placer. Casi se había decidido por una magnífica
fuente verdegay de la época de los Ming; pero con la misma ironía con que había
resuelto llevar a cabo su propósito pensó que Ruth Anderson, la futura señora de
Taylor, no podría apreciar el valor de tal regalo.
«Me parece que llevaría la fuente a la cocina para hacer en ella un budín», se dijo.
Como Helen desconocía por completo el amor antes de su llegada a Shanghai, y por

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lo tanto los tormentos de los celos, sufría lo indecible, teniendo un morboso placer en
torturarse a sí misma. Otra Helen se detenía a su lado mirando burlona y fríamente a
la primera, a la Helen enamorada y afligida.
«Es como un dolor de muelas, pero peor», pensaba unta Helen. «También en este
caso se muerde una sin pensar en el lugar que duele. ¡Ruth Anderson y una tiente
verdegay!». Finalmente encontró el adefesio que buscaba. Una enorme coctelera de
plata con doce vasitos del mismo metal, colocados sobre una bandeja de plata tan
pesada que sólo un luchador hubiese podido levantarla.
—Grábele la fecha —dijo al vendedor—. Shanghai, 14 de agosto de 1937.
El automóvil de Helen esperaba fuera.
«Shanghai, 14 de agosto de 1937 —pensó—. El día de mi ejecución».
Sacó una polvera y se miró gravemente al espejo.
Al entrar en su habitación encontró a Potter mirando por el ojo de la cerradura del
cuarto de Bobbie. El servidor no prestó atención a su entrada, y sólo levantó la mano
como pidiendo silencio.
—El doctor está dentro con el señor Russell —susurró.
—Un pequeño ataque, al parecer —manifestó Potter sin dejar de mirar por la
cerradura.
Helen miró alrededor, buscando algún objeto roto. Pero no vio más que una silla
caída y el tintero volcado en el escritorio.
—¿Podría usted arreglar la habitación, Potter?
Potter abandonó su puesto de observación y levantó la silla negligentemente. Lo
mismo que Helen, se había acostumbrado a tomar con mucha sangre fría los ataques
de Bobbie.
—¿A qué médico ha llamado usted? —preguntó Helen, mientras secaba la tinta
con un pañuelo.
—Al médico del hotel. Un alemán canoso —replicó Potter. Su voz reflejaba una
profunda desconfianza—. No pude encontrar ningún médico inglés. Es imposible
conseguir una comunicación telefónica. Juzgué conveniente no esperar más.
Helen rió para sus adentros.
—¿Qué le parece Shanghai, Potter? —preguntó con evidente ironía.
Potter levantó las manos con resignación.
—Terrible… —dijo—. Terrible, señora Russell.
—Hay que ser paciente con el teléfono —dijo Helen divertida—. No olvide que
estamos en zona de guerra.
Potter la miró un momento pensativamente.
—Si me permite decirlo, la señora es demasiado joven para saber qué es la guerra
—afirmó después de haberlo meditado bien.
Helen se acercó a la radio y buscó música. Se oyó una aguda voz china de mujer
que sonaba como el eje mal engrasado de la rueda de un carro; luego, un asmático
órgano eléctrico que intentaba tocar música de jazz.

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Potter, que volvió a mirar por el ojo de la cerradura, abrió la puerta en el preciso
instante en que salía el doctor Hain. Helen miró furtivamente por la rendija de la
puerta y vio a Bobbie sin chaqueta y con el cuello de la camisa abierto, tranquilo al
parecer, fumando en la cama. Potter cerró la puerta a continuación.
—Ha sido usted muy amable, doctor, atendiendo a mi bebé —dijo ella—. ¿Se
porta ahora como la gente?
El doctor Hain la miró algo asombrado. No podía acostumbrarse a que los
ingleses no mostrasen jamás sus sentimientos. En Alemania les gustaba expresarlos y
llorar…
—Sí, creo que ha pasado… por esta vez —dijo vacilando.
—¿Quiere usted sentarse un instante, doctor? ¿Esperar, por si ocurre una recaída?
¿Qué desea usted beber? —preguntó Helen tomando el teléfono.
—Gracias, mil gracias —dijo Hain, sentándose después de algunos titubeos—.
No bebo nada a esta hora.
—Vodka —pidió Helen por teléfono.
Se había acostumbrado al vodka en París como parte de su pasado de princesa,
como un requisito necesario para su completo disfraz. En los momentos en que no se
encontraba bien o se sentía infeliz, volvía a beber aquel brebaje fuerte.
—¿Entonces…? —preguntó, sentándose, frente al doctor, al lado de la chimenea,
desde la cual un estúpido Buda miraba sonriente hacia abajo.
—¿Quería decirme algo?
Potter abandonó la habitación, silencioso como un felino.
El doctor Hain se aclaró la garganta. Estaba tan poco acostumbrado a hablar, que
antes de hacerlo tenía que pulir su voz.
—¿Su médico de cabecera no le advirtió nunca que su marido no tiene el corazón
sano? —preguntó.
Helen lo miró con atención.
—Hablaba de diversas alteraciones nerviosas del corazón —respondió con
ligereza.
—Nerviosas… Alteraciones nerviosas… eso es…, ¿cómo decirlo…?, un
eufemismo. El señor Russell parece haber abusado de su corazón —dijo el doctor
Hain sin rodeos.
Helen rió consoladoramente.
—Hable usted con tranquilidad, doctor. Estoy acostumbrada a esta clase de
consultas —dijo.
—No puedo asumir la responsabilidad de mantenerles a usted y a su esposo en un
engaño inútil y peligroso —continuó el doctor—. En el estado en que se encuentra
actualmente su marido, cualquier cosa puede suceder. Creo que es necesario que
usted sepa cuál es su situación.
—¿Mi situación? —preguntó Helen. Se sentía más divertida que preocupada.
Llamaron a la puerta, y el mozo francés entró con una botella de vodka. Tenía un

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perfil apolíneo y era bizco. Llenó dos vasos y dejó la botella sobre la bandeja. Luego
se detuvo ligeramente inclinado detrás de la silla de Helen.
—Está bien, Gastón. Gracias. No necesito nada más —dijo Helen—. Gastón
durmió una vez con una millonaria americana que se alojó en el hotel —añadió
cuando el mozo se hubo ido—. Desde entonces se siente obligado a galantear a todos
los huéspedes femeninos. A su salud, doctor.
—A la suya —repuso el doctor Hain bebiendo por cortesía.
—¿En qué debo ser cuidadosa? ¿Cuál es mi situación? —preguntó Helen con
amabilidad.
—Su marido parece haber hecho últimamente excesos que su corazón no puede
soportar. Usted debe impedir que continúe haciéndolos —dijo el doctor.
Helen rió. Parecía burlarse de él.
—Excesos… Es verdad. Excesos…, y no sólo últimamente —dijo—. No es nada
fácil impedir a Bobbie que los haga. Especialmente en Shanghai. Esta ciudad se
inventó para eso, ¿no le parece, doctor?
—¿Por qué no se van a otro lado? En un barco podría vigilar mejor a su marido.
Por otra parte, no es ésta precisamente una época apropiada para estar aquí —dijo el
doctor Hain.
—Pronto nos iremos —contestó Helen pensativa.
Hasta entonces no había pensado en abandonar la ciudad en la que vivía Frank.
Era como si esperase poder impedir la boda en el último momento y escapar con él
hacia algún oculto paraíso amoroso, donde no existieran más que él y ella. Helen, la
aventurera, no se daba cuenta de cuan inocentes eran sus sueños. Eran los sueños de
todos, los anhelos de cualquier enamorado.
—Es el joven pianista del bar —dijo—. Mi marido sale con él todas las noches, y
yo ni siquiera sé adonde van…
El doctor Hain prestó atención cuando oyó hablar de Kurt.
—¿Se refiere usted a Kurt Planke? —preguntó algo inquieto.
—He estado en demasiados bares… Para mí, todos los que frecuentan un bar se
llaman Jack —dijo Helen—. Es ese muchacho esbelto que toca tan bien el tango. ¿Es
alemán? Me parece algo exótico.
El doctor Hain sostuvo ante sus ojos el vaso lleno de vodka, mirándolo al trasluz.
Ensimismado en sus pensamientos, no escuchaba lo que le decía Helen.
También Helen levantó su vaso, contemplando el juego de luces que producía el
límpido brebaje. Sonrió distraídamente.
—Por eso bebo con agrado el vodka… —dijo sin darse cuenta.
—¿Qué dice usted? —preguntó el doctor Hain, que no había prestado atención.
—Nada. Un recuerdo de la infancia —dijo Helen vaciando su vaso.
La conversación languideció.
—Debo despedirme —dijo el doctor levantándose.
«Hablaré enseguida con Kurt —pensó—. No debe empezar de nuevo a fumar

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opio».
—Voy a hablar con el pianista. Le conozco muy bien —dijo a Helen—. Le
prohibiré que le consiga opio a su esposo… o cualquier otra cosa —añadió con
rapidez.
Helen le acompañó amablemente hasta la puerta.
—¿Y su corazón? —preguntó al despedirse—. ¿Quería usted insinuarme que
puede ser algo grave? Quiero decir, ¿es posible que ocurra algo súbitamente?
—Señora —repuso el doctor Hain, molesto como todo médico ante las preguntas
directas—, no puedo contestar a esa pregunta Un corazón que no está sano no avisa
con anticipación el momento en que se detendrá. He visto morir de un ataque a
personas con el corazón mucho más sano que el de su esposo. También sé de
corazones enfermos que son como automóviles viejos: sabiéndolos cuidar, andan
durante años. Lo único que puedo aconsejarle es precaución, cuidados y quietud. Una
silla de lona en un barco que cierre el bar a las nueve. Buenas noches, señora. He
tenido un gran placer…
Cuando estuvo sola, Helen se detuvo un instante delante de la chimenea, absorta
en sus pensamientos, mirando fijamente el pequeño Buda de madera dorada.
«¡Qué absurdos son estos hoteles! Quieren ser chinos o toda costa».
Pero sus pensamientos estaban muy lejos de aquel Buda cuyo redondo rostro la
contemplaba con indiferencia.
—Ya no pienso en ello… —dijo, acercándose a la ventana.
Ella sería la última en impedir que Bobbie cometiera cualquier clase de excesos si
éstos hacían que su corazón se detuviese.
Permaneció un rato junto a la ventana, mirando a la calle, que parecía profunda y
angosta, con sus hileras de coches y personas.
Bebió lentamente otro vaso de vodka, después de admirar los juegos de luces en
su interior. Luego, con paso rápido y enérgico, se dirigió al cuarto de su marido. Éste
se hallaba en la cama y parecía dormir. Helen se sentó a su lado y lo contempló.
Oscurecía, y Helen alargó el brazo para prender la lámpara, un artefacto estúpido
como todo lo del «Shanghai Hotel», con una pantalla de seda plisada. Entonces vio
que los ojos de Bobbie no estaban cerrados del todo, sino que la miraban a través de
los párpados entreabiertos. Su rostro, pálido a consecuencia del ataque, estaba
cubierto de pecas.
—¿Te haces el dormido? —preguntó ella, sacudiéndolo por un hombro.
Bobbie se echó a reír sin abrir los ojos y la abrazó.
—¡Déjame mirarte! —dijo pesadamente—. Parece como si tu cabeza estuviese
rodeada por una aureola.
Hablaba lenta y trabajosamente, como siempre que tomaba algún calmante. Las
consonantes apenas se oían, porque tenía demasiada pereza para abrir y cerrar bien
los labios.
—¡Despiértate, idiota! —le dijo Helen amistosamente—. ¡Despierta, borrachín, y

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pórtate bien!
Trató de librarse de sus brazos, pero él la sujetaba con sorprendente fuerza.
—¡Quédate conmigo! Me portaré bien —murmuró abriendo los ojos. Luego se
desperezó suspirando y exclamó—: ¡Oh, Helen! ¡Helen!
«¿Podría estrangularle?», pensaba Helen, mientras le sonreía. «¡No! —resolvió
—: No podría hacerlo».
Bobbie la soltó, se sentó en la cama, se abrochó el cuello de la camisa y se alisó
los cabellos.
—Discúlpame —dijo con amabilidad. De pronto se encontró completamente
despierto y con la cabeza despejada.
—Siento mucho haber perdido el dominio de mí mismo. No volverá a ocurrir —
dijo—. Te lo prometo.
Se levantó y se puso la chaqueta blanca delante del espejo. Tiró luego del pañuelo
hasta acomodarlo en el ángulo correspondiente, y volvió al lado de Helen.
—No estoy bastante maduro para esta ciudad —dijo—. «Mejores hombres que
yo…», como dice Shakespeare. ¿O era Byron? —Helen no contestó, y él continuó
hablando—: He comido demasiados bombones y me he estropeado el estómago. —
Se sentó en la cama junto a Helen y dijo con apremio—: ¡Vayámonos, Helen! ¿Qué
hacemos en esta inmundicia? Si seguimos aquí más tiempo, no sólo me envenenaré
sino que moriremos los dos en la guerra.
—No tengo la culpa de que estemos aquí —repuso Helen injustamente—.
¿Cuándo quieres irte? ¿Y dónde? No hay trenes. No se puede llegar ni a Pekín.
—¡Que se vaya al diablo Pekín! Hay barcos que van a Hong Kong, por ejemplo.
Hermosa ciudad, pulcra e inglesa. ¡Inglesa! ¿Me entiendes? Muy diferente a este
asqueroso Shanghai.
—Voy a decirle a Potter que se entere cuándo hay vapor —dijo Helen.
Y pensó: «Todo esto es insensato y estúpido». ¿Qué debía hacer ella en Hong
Kong, casada con aquel cadáver que tenía delante, mientras Frank estuviera con la
americana en el lecho matrimonial? «Espero que la mate una bomba», pensó.
De pronto, Bobbie escondió el rostro en el regazo de su esposa.
—¡Helen! —dijo—. ¡Helen! ¡Ayúdame!
Ella bajó la vista y lo miró. No lo compadecía. Se compadecía a sí misma.
—¿Cómo quieres que te ayude? —inquirió con frialdad.
—¿Para qué te casaste conmigo? —preguntó Bobbie apretando el rostro contra el
vientre de ella, que contuvo la respiración, sintiéndose incómoda.
—Creo que estás llorando —dijo.
Bobbie no le contestó. Respiraba descompasadamente, y su aliento llegaba cálido
y húmedo hasta su piel. Helen le cogió la cabeza, se la puso sobre el almohadón,
como si se tratara de un objeto, y se levantó.
—Estoy hambrienta —dijo acercándose al espejo—. Es hora de que nos
cambiemos de ropa —añadió, y salió de la habitación sin volverse para mirar a su

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esposo. Al lado de la puerta encontró a Potter.
—Potter —dijo sin detenerse—, pida la lista de los vapores que salgan para Hong
Kong y Singapur. Un barco inglés si es posible, y no antes del sábado.
—Enseguida, señora —dijo Potter, y en su rostro se reflejó el alivio. Cuando
Helen entró en su cuarto, ya tenía el teléfono en la mano.

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Capítulo XIII
La primera medida que tomó el doctor Hain cuando abandonó el departamento de
lujo de los Russell fue ir a la habitación de Kurt. Estaba situada en el décimo piso, y
había servido antes como almacén de ropa blanca, pero resultaba demasiado pequeña
para ese objeta Kurt sólo podía abrir la puerta si se sentaba en la cama. En lugar de
ventana, la habitación sólo tenía un respiradero, como un camarote. Pero como Kurt
trabajaba toda la noche en el bar y dormía de día, la ventana hubiera sido, según decía
él, una hermosura inútilmente desperdiciada. Si quería bañarse, había de mandar a
buscar agua caliente a una tienda china que la vendía, y alquilar una tina a uno de los
boys para usarla como bañera. En el rincón en que vivía no había ningún ascensor
que lo llevara al bar, y diariamente tenía que subir los ocho pisos por la estrecha
escalera de incendios, en cuyas salidas brillaban luces rojas. Como Kurt no tenía
secretos ni bienes, su puerta estaba siempre abierta, y así la encontró el doctor Hain.
Por otra parte, no existía cerradura alguna. Pero la habitación estaba vacía.
—¿Dónde ha ido tu amo? —preguntó el doctor al boy que se acercó.
—Amo ir arriba —le contestó el boy haciendo un ademán.
El doctor Hain, que no conocía el secreto de la escalera, volvió a retroceder hasta
llegar al ascensor, bajó, pasó por delante efe la oficina de recepción, mirando
maquinalmente al casillero postal, atravesó el vestíbulo, entró en el segundo ascensor
y subió al bar.
Antes de llegar oyó música. Asombrado, se percató de que se trataba de la última
sonata de Beethoven en do menor. Entró de puntillas.
El bar estaba desierto, pues era demasiado temprano. La sala vacía parecía de
desproporcionadas dimensiones. Aún no había oscurecido, pero ante las ventanal; del
bar había pesadas cortinas que no dejaban entrar la luz. El doctor Hain había
aprendido desde niño a no molestar cuando alguien tocaba música, y por eso buscó a
tientas uno de los bancos que se hallaban junto a la pared y se sentó, esperando con
paciencia a que terminara la sonata. Muy lejos, desde allá abajo, llegaba el ruido de
las bocinas y el zumbido de la gran multitud.
Kurt prolongó la última nota hasta que ésta se extinguió completamente. El doctor
notó asombrado que alguien aplaudía. Kurt encendió la lámpara del piano, y Hain se
dio cuenta entonces de que en el banco situado junto a Planke había una muchacha.
Antes de que tuviera tiempo de sentirse confuso por su intromisión, Kurt dijo:
—Ésta es Ruth, una de las pobres huérfanas chinas que se ganan la vida tejiendo
puntillas venecianas.
—Le gusta a usted hacer chistes, ¿verdad? —observó Ruth riendo.
—El profesor Hain es especialista en glándulas —continuó Kurt haciendo la
presentación—. Hace poco consiguió transformar un mono en un oficial de marina
británico. Glándulas, nada más que glándulas.
—¿Le gusta la música? —preguntó el doctor por decir algo.

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—Me enloquece —contestó Ruth con entusiasmo—. Podría quedarme toda la
noche escuchando.
—Cree que Strawinsky es un postre, y piensa que Beethoven es director de la
orquesta del «Metropolitan Opera House» de Nueva York —dijo Kurt en alemán.
Ruth miraba con atención los labios de Kurt mientras éste hablaba, como si
pudiese entender algo del idioma extranjero.
—La señorita Anderson me honra con exceso —añadió Kurt en inglés—. Se
casará el sábado con Frank Taylor. Todos nos hemos alegrado de antemano por ello.
El doctor Hain se inclinó varias veces y estrechó la mano de Ruth.
—Tenía que esperar a Frank en el jardín terraza —dijo ella—, pero ya no hay tal
jardín. Entonces, al oír tocar el piano, entré aquí. Debe de ser muy tarde.
El doctor se acercó a la puerta que comunicaba el bar con el jardín.
—¿No hay jardín? —preguntó perplejo al ver la vasta superficie desierta, de la
cual se habían quitado todas las mesas, sombrillas y macetas.
—Por temor a los ataques aéreos —dijo Kurt detrás del piano—. No hay jardín
por el momento.
—Entonces, el bar tampoco es un refugio seguro —dijo el doctor Hain,
retrocediendo con rapidez como si temiese que fuera a caer un rayo.
—¡Oh! ¿El bar? Eso es otra cosa, ¿verdad, Ruth? —dijo Kurt sonriendo a la
muchacha.
—No tengo miedo —contestó ella.
—No, no tenemos miedo —replicó Kurt—. Nos esconderemos bajo el piano, que
está hecho a prueba de bombas.
Alargó las manos y comenzó el último movimiento de la sonata. Ruth se había
sentado muy cerca de él y escuchaba con la boca entreabierta.
El doctor tomó asiento cerca de la pared y gozó de la música. Hacía tiempo que
no escuchaba a Kurt. En realidad, era un milagro que el muchacho no hubiese
olvidado a Beethoven. Tocaba bien, con seguridad y, a pesar de ello, con sentimiento.
En su ejecución no había nada lánguido ni suave sino, por el contrario, todo era
fuerza y expresión, tal vez grandeza.
«¡Qué gran pianista hubiera sido si se le hubiese dejado perfeccionarse! —pensó
Hain—: El más grande de los pianistas alemanes». El espíritu de su amigo Max
Lilien vagaba por el bar del «Shanghai Hotel». Las puertas que daban a la terraza
estaban abiertas. Afuera estaban el jardín de Grunewald, Irene, Roland, Beethoven,
una sonata, el largo trino eterno y luego el fin del mundo…
—Me parece que usted tampoco tiene miedo, doctor —dijo Ruth Anderson
cuando la sonata hubo acabado.
—Hija, en la vida llega un instante en que nos sentimos apartados de todo temor.
Kurt le miró inquisitivamente. A pesar de los años que habían vivido juntos en el
destierro, el doctor nunca le había hablado de su pasado. «¿Cómo vive el médico
alemán?», le preguntaron una vez a Kurt. «Espera cartas que no llegan nunca»,

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contestó éste.
—¿No sería mejor que esperase a su prometido en otra parte? ¿En el vestíbulo,
por ejemplo? ¿Quiere que la acompañe? —preguntó el doctor Hain acercándose al
piano.
—No, gracias —repuso Ruth—. Si por lo menos supiera dónde está Frank… El
teléfono no funciona. Estuve en su despacho, pero no le encontré. En el vestíbulo está
esa gran dama francesa que quiere venderme a un chino riquísimo. Aquí estoy mejor
que en cualquier otro lado.
—Ruth ha nacido para el heroísmo —explicó Kurt—. Primero porque es
enfermera; segundo, porque ha sido camarera en un aeroplano; tercero, porque ha
venido a Shanghai completamente sola para tomar parte en la guerra, y cuarto, porque
no tiene miedo de estar sentada en la oscuridad con un sujeto pervertido como yo.
¿Algo más, Ruth?
El doctor escuchaba silenciosamente, preocupado por las paradojas del
muchacho.
«O es muy feliz, o es el opio», pensó dudando.
—¿Enfermera? —dijo luego, dirigiéndose a Ruth—. Entonces somos casi
colegas. ¿Quiere ayudarnos cuando organicemos un servicio voluntario de
ambulancia?
—Con mucho gusto —contestó Ruth, como si quisiera decir: «¿Para qué me lo
pregunta?».
De pronto se encendieron todas las luces. Kurt tocó aún un acorde áspero en el
piano y se levantó.
—Discúlpeme, señorita Anderson —dijo haciendo una profunda reverencia—. He
de ponerme la librea.
Ella lo miró asombrada.
—¿Está enfadado? —preguntó al doctor.
Éste negó con la cabeza. El barman entró y comenzó a arreglar las botellas y las
copas. Tras él entró Eugenio, el maître, que lanzó una rápida mirada al jardín terraza
y luego cerró la puerta.
—Hoy no habrá mucho negocio —dijo el barman.
El negro que tocaba el piano con Kurt entró con la cabeza inclinada. Una cabeza
negra sobre un chaqué blanco. Estiró sus dedos largos y delgados y, sin mirar, los
dejó caer sobre las teclas.
—Ahí está Frank —dijo Ruth mucho antes de que él hubiera llegado.
Kurt estaba junto a la puerta y no cesaba de mirarla. Cuando observó el cambio
que se operó en el rostro de Ruth al darle la mano a Frank, hizo un gesto como si
hubiera mordido un grano de pimienta. Luego se metió las manos en los bolsillos y
regresó al bar.
—Lamento haberme retrasado tanto —dijo Taylor—. Lo cierto es que ahora
parece que lo de la guardia voluntaria va en serio. Nos instruyeron un poco, lo cual

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duró bastante. Éste es Morris —dijo, señalando al joven que iba con él—. Un buen
muchacho, aunque uno no lo creería al verlo así.
Tanto Morris como Frank parecían cansados. Sus trajes estaban arrugados. Morris
tenía los cabellos demasiado rojos y los ojos demasiado azules. Aunque riese, hablara
o bebiera, el cigarrillo estaba siempre pegado a su labio inferior.
Ruth le estrechó su grotesca mano.
—Frank me ha hablado mucho de usted —dijo.
Morris cambió de expresión.
—Ya es hora de que se encadene a este muchacho —contestó.
«¿Por qué dirán todos lo mismo?», pensó Ruth.
—Morris es periodista. Conoce el Oriente como la palma de la mano. Dice que
dentro de un par de días tendremos algo bueno —dijo Frank.
—Ya ha empezado —observó Morris secamente—. Ya hubo un pequeño tiroteo,
y he de averiguar dónde. Los chinos quieren obligar a pelear a los japoneses.
—¿Los chinos? Yo siempre pensé que los chinos eran cobardes —dijo Ruth.
—Por lo mismo —continuó Morris—. Aún no han desembarcado cuatro mil
japoneses y ya la ciudad está llena de soldados chinos. Me comería el sombrero si no
hay más de cien mil.
—Si no tienes sombrero… —dijo Frank, secándose las manos—. Querida, no
podemos salir en la casa bote. Te hubiera ofrecido con gusto algo romántico, pero no
podemos fiarnos ahora de los trenes.
—No importa —dijo Ruth—. No olvides que me quedo aquí. Quizá lo hagamos
más tarde.
—Exacto. Más tarde —repuso Frank.
Se trataba de la casa de B. S., que estaba en Soochow y en la que habían pensado
hacer una especie de viaje de bodas a fin de semana. Frank miró alrededor.
—Es muy molesto ver el local tan vacío —dijo moviendo los hombros bajo el
traje blanco. Eugenio se acercó.
—Me parece que cerraremos pronto el bar —exclamó en su afán de ser útil en
algo.
El doctor Hain se unió a ellos, acuciado por una curiosidad llena de preocupación.
—¿Hay tiroteos? —preguntó.
—Todavía nada serio, pero ya llegará —anunció Morris.
Hain sintió durante un instante el olor de la pólvora, el inolvidable olor que
flotaba en las trincheras después de un asalto de las tropas. Pensaba en la pólvora, en
la sangre, en la mugre, en la muerte, en el pánico…
Frank cogió a Ruth del brazo y la empujó hacia el bar.
—¿Qué quieres tomar, querida? —preguntó—. ¿Qué tomará usted, doctor?
Ruth sostuvo la mano de Frank entre las de ella y lo miró con seriedad.
—Estoy sedienta —dijo—. ¿Qué debo tomar, Frank?
Él meditó tan arduo problema.

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—White Lady o gin-fizz —dijo—. Pero es preferible White Lady.
—Está bien. White Lady —pidió Ruth obedientemente.
Habían entrado dos hombres más, pero el bar continuaba vacío.
—Gracias. No quiero tomar nada ahora —dijo el doctor Hain sintiéndose torpe
para despedirse—. Espero a Kurt.
—Whisky con soda —pidió Frank—. ¿Tú también, Morris?
—A mí un whisky doble —repuso Morris.
Ruth pudo notar que los dos hombres ya habían estado bebiendo. Frank le sonrió
por encima del vaso y luego le hizo un guiño.
—Me alegraría que empezase cuanto antes —dijo—. Esperar la primera bomba
altera muchos los nervios.
—Buena suerte —dijo Morris, y se bebió su whisky de un trago.
—Igualmente —respondió Ruth, bebiendo sedienta su cóctel.
Kurt estaba a un lado y los miraba. El negro tocaba música sincopada. Beethoven
se había deslizado fuera de la sala como una anguila.
—Lástima que la señorita sea tan convencional —dijo Kurt inesperadamente y en
voz alta.
Frank se volvió asombrado.
—¿Cómo? —preguntó, y, dirigiéndose al barman, añadió—: Otro whisky.
—Si no fuera tan convencional se enamoraría de mí en lugar de casarse con un
pulcro y esforzado hombre de negocios americano —dijo Kurt con voz fuerte y
pendenciera—. Trataría de sacarme del pantano sobre el que está construido
Shanghai, en lugar de elevar la exportación americana en doscientos dólares al mes.
¿O son trescientos?
—¿Qué quiere beber? —preguntó Frank de buen humor y un poco más sereno,
empujando a Kurt hacia la silla más cercana.
—Ginebra —dijo Kurt, apoyando los pies sobre la barra de bronce. Luego levantó
su vaso con rapidez y añadió—: Por la señorita Anderson, virtuosa como la vida de
una misionera y bella como el más hermoso amanecer.
—Otro whisky doble —pidió Morris.
El bar no estaba ya tan vacío, pero tampoco se llenaba. La poca gente que entraba
era más ruidosa que de costumbre, como si tratara de apagar con sus voces un ruido
que debía flotar en el aire. El doctor Hain esperaba. Kurt bebía, olvidando que estaba
allí.
—Otra ginebra —dijo en voz alta.
Eugenio, el maître, le susurró al oído que era hora de cambiarse de ropa.
—Es necesario animar el ambiente —musitó y Kurt se echó a reír.
—¡Animar el ambiente aquí! —exclamó—. Es como la fosa común. Un poco de
cal, y asunto terminado.
Bebió su ginebra y empujó el vaso.
—No debería beber tanto —dijo Ruth preocupada.

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—¿Por qué no? ¿Por qué no? —preguntó él, excitado.
De pronto se puso serio y miró a Ruth a la cara.
—Es una lástima —dijo más bajo—. ¿Reconoce que es una lástima, Ruth? —
Extendió el brazo, imitando el saludo hitleriano—. Heil[86]! —exclamó—. Heil! Si no
hubiera conocido a judíos intelectuales todo iría bien ahora. Me hubiese quedado en
casa y habría sido chófer como mi padre o cerrajero como mi tío… Llevaría una
camisa parda y gritaría Heil!, tan conforme. Yo soy un ario, ¿comprende usted,
Ruth?, un ario puro. A nosotros los arios no nos va bien ser intelectuales. No
podemos soportarlo. El mar Báltico… —dijo—. A veces uno siente nostalgia por el
mar Báltico. —Su mirada se encontró con la preocupada de Ruth—. ¡Ah! —exclamó
despectivamente—. Para usted esto es… Strawinsky. ¡Buenas noches, señores!
El rostro grisáceo del doctor Hain había palidecido un poco mientras oía a Kurt.
—¿Por qué no vas nunca a nuestro concierto de música de cámara, muchacho?
Tocamos todos los miércoles por la noche.
Kurt no le oía; ni siquiera le miraba. El doctor se detuvo un momento, indefenso,
tímido e indeciso. Luego se volvió y salió lentamente del bar. Al llegar a la puerta se
encontró con Bobbie Russell, pulcro y bien vestido.
—¿Qué tal se siente ahora? —preguntó el doctor.
Bobbie le miró asombrado, sin reconocerlo.
—Bien, gracias. ¿Y usted? —repuso, y siguió de largo—. Perdón —dijo y se
sentó al lado de Kurt—. Potter me ha dicho que van a cerrar el bar. ¿Es cierto? —
preguntó, mirando a Kurt con ojos soñolientos pero penetrantes.
Planke se encogió de hombros y dijo:
—¿Se conocen ustedes? La señorita Anderson. El honorable señor Russell.
—¿Cómo estás, Frank? —preguntó Bobbie.
—Bien, gracias. ¿Y tú, Bobbie? —repuso Frank.
—Llaman por teléfono al señor Taylor —dijo Eugenio.
—¿A mí? —preguntó Frank, asombrado—. ¿Quién es? —volvió a inquirir.
Eugenio se encogió de hombros—. Seguramente es B. S. —añadió Frank—.
Nosotros somos los que nos casamos y B. S. el que se siente preocupado. Discúlpame
—añadió, dirigiéndose a Ruth. Apuró su vaso y se fue.
Entretanto, Morris se había emborrachado de una forma silenciosa y obstinada.
—Mucha suerte —le repetía a Ruth siempre que empezaba un nuevo vaso—.
Mucha suerte. Ya era hora de que se encadenara al muchacho… Mucha suerte.
El negro había dejado de tocar.
—¡Música! —exclamó Eugenio con cierta grosería.
—¿Para qué? —preguntó Russell—. ¡Si no hay ni un muerto en el bar! Lo más
razonable es que se cierre esta triste cueva. Permanecer aquí es aburrido y además
peligroso.
Ruth sostuvo a Kurt del brazo cuando éste se levantó.
—Ruth —rogó Kurt—: venga conmigo al piano. Quiero tocar para usted.

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Ruth se alegró de poder escapar del bar. Siguió a Kurt por la lisa y desierta pista
de baile. Él anduvo erguido ante ella… Cuando se sentó al piano acercó una silla a la
suya.
—Schubert —dijo—. De cualquier modo, nadie nos escucha.
Ruth se acomodó como un niño bien educado, con las manos sobre las rodillas.
Kurt la miró con burlona añoranza.
—Tengo que hablar con usted, Ruth —insistió—. Es muy importante. Usted no
sabe la importancia que tiene. Se trata de la salvación de su vida.
Mientras hablaba, comenzó a tocar sin mirar las teclas. Tampoco miraba a Ruth.
Sus ojos estaban fijos en la espalda de Russell.
—Salvar vidas es su especialidad, ¿no es cierto? Enfermeras, amor a la
Humanidad, etc. Entonces, escúcheme, Ruth. ¡Quédese esta noche conmigo! Deje a
su Frank Taylor. Él no la necesita. A mí, en cambio, me es muy necesaria. Estoy… en
peligro. Estoy enfermo. Debo ser curado. No se me puede dejar solo Ruth,
compréndame. Yo tocaré el piano para usted; usted me contará algo y yo se lo contaré
a usted. ¿Quiere, Ruth? ¡Dígale a su Frank que está comprometida conmigo! Él y ese
Morris ya están maduros para pasar una noche en el club. No puede usted negarse a
salvar una vida. Eso no lo puede hacer una enfermera.
Ruth escuchaba con creciente admiración el febril discurso.
—Está usted borracho —dijo amistosamente.
—¡Vaya! ¡Está usted borracho! Sabía que diría eso. Pero no, hermosa doncella.
Usted no sabe cómo soy cuando estoy borracho. ¡Ayúdeme! ¡Quédese conmigo!
¡Pronto, diga que sí antes de que regrese Frank del teléfono!
Ella rió perpleja.
—Usted está loco —dijo acongojada. El miedo, la desesperación y la sinceridad
de la voz de Kurt la conmovían, aunque lo que éste había dicho carecía de sentido—.
Usted está loco, Kurt —repitió—. Frank y yo estamos invitados a una reunión. Es
nuestra víspera de bodas. ¿Cómo podría quedarme con usted? Ahora, pórtese bien y
sea un poco razonable —le pidió.
Las manos de él corrían sobre las teclas cada vez con mayor rapidez, como
animalillos.
—Óigame, Ruth —dijo Kurt—. Si usted pasara por Nanking Road y en ese
preciso instante yo me arrojara del jardín terraza y cayese a sus pies con el cráneo
destrozado, ¿iría usted a su reunión o me llevaría al hospital para tratar de salvarme?
Ruth se echó a reír.
—¡Qué pregunta tan tonta! —dijo. Miró hacia la puerta, pero Frank no regresaba
aún.
—¿Me salvaría? —preguntó Kurt—. Me salvaría, ¿no es cierto? ¡Conteste! ¡Claro
que me salvaría! Entonces, Ruth, ya he saltado. Apenas vivo. Sólo una rápida ayuda
puede salvarme. Usted no puede ir a esa reunión. Tiene que comprenderlo. Debe
cuidarme. Si me dejara esta noche solo…

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—Discúlpeme. Ahí está Frank —dijo ella, y corrió hacia la puerta por donde
había aparecido Taylor. Éste parecía pálido y enfermo. Se secó las manos con el
pañuelo, pero unas gotas de sudor perlaban su frente, como si hubiera acabado de
lavarse. Bobbie Russell se levanta y se dirigió al piano. Kurt siguió tocando
furiosamente no un impromptu de Schubert, sino una de las danzas húngaras de
Brahms.
—¿Qué? —dijo Russell.
—Bien —respondió Kurt, cerrando la tapa del piano con fuerza.
—¿Quién hablaba? —preguntó Ruth en el umbral de la puerta. Frank la miró
como a un fantasma.
—¿Que quién hablaba? Nadie —contestó.

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Capítulo XIV
Sentada en cama, Helen conservaba todavía el auricular en la mano cuando hacía
ya largo rato que Frank había cortado la comunicación. Recordaba claramente todas
las palabras que se habían cruzado como si estuvieran escritas en el aire con letras de
fuego.
—No puedo más, Frank. No puedo soportar más. Tengo que verte. Sólo una vez.
Nada más que esta noche. Tienes que venir. Tengo que hablar contigo.
—Es una locura, Helen. No puede ser. Es imposible dejar sola a Ruth. B. S.
celebra una fiesta en nuestro honor. Lo siento mucho.
—Temo estar portándome groseramente, Frank. Aunque sea ridículo, es la
primera vez en mi vida que amo a un hombre. Soy una pobre principianta.
Perdóname. ¿Qué podemos hacer, Frank?
—Mala suerte, querida. No podemos hacer nada.
—¿Me amas, Frank?
—Ya sabes que sí.
—¿Y te casas pasado mañana? ¿Sigues decidido a ello?
—Tengo que hacerlo. Te amo, pero no por eso soy un cínico. ¿No lo comprendes?
—¿Qué has dicho?
—Nada.
—Por favor, ven un instante. Estoy en mi cuarto. No puedo hablar contigo por
teléfono. Nada más que cinco minutos, Frank. Ven ahora mismo. ¿Has dicho algo?
¿Por qué no contestas?
Hubo un silencio.
—Lo siento, querida. Tú sabes lo que pasaría si yo fuese ahora a tu cuarto. No
puedo.
—¡Frank! ¡Frank! ¡Frank!
El teléfono había enmudecido. La habitación estaba silenciosa.
Helen había desconectado el ventilador para oír con mayor claridad la voz de
Frank. Sostuvo el auricular en la mano sin saber qué hacer. Clarkson entró, llevando
sobre el brazo el vestido blanco bordado de verde.
—¿Va a salir, señora? ¿Me ha llamado?
—No, gracias, Clarkson. Deje el vestido ahí. No sé si saldré.
«¿Qué debo hacer ahora? Creí que podría soportarlo. ¡No, Frank, no puedo, no
puedo!».
Conectó el ventilador y la radio. Desde el «Peony Club» transmitían música de
baile. A Helen le pareció insoportable y apagó la radio.
«Iré al bar y armaré un escándalo. Le escribiré a esa Anderson contándole toda la
verdad. Es imposible que Frank renuncie a mí por culpa suya. Su ondulación
permanente, su voz, sus vestidos baratos… Yo no la tomaría como sirvienta, y él se
quiere casar con ella. ¡Es ridículo e imposible! Frank, ¿me oyes? Es imposible. ¡Si

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pudiera hablar con él, si no huyese de mí…! Es indignante. ¡Oh! Es lo mismo que si
estuviera inválida».
—¡Oiga! ¡Oiga! ¡Señorita! Póngame de nuevo con el bar. ¡Oiga! ¡Oiga…! ¿Puede
llamar a Frank Taylor al teléfono…? Frank Taylor… Sí, sí. Frank Taylor… ¿Cómo?
¿Qué se ha marchado…? ¿No sabe dónde ha ido…? ¿No…? Gracias.
Helen miró casi con rabia al aparato, aquel malvado teléfono que sólo le
proporcionaba desilusiones y disgustos. Colgó con fuerza el auricular y comenzó a
recorrer nerviosamente la habitación. Había poco espacio, como en todos los hoteles
del mundo, y apartó a un lado un par de sillas.
«No me resignaré. No permitiré que me trate de esa forma. ¿Qué se ha creído ese
empleaducho? ¿Porque es buen mozo, porque es un joven animal indisciplinado y sin
nervios, cree que puede portarse así? Un animal joven y hermoso… ¡Oh, Frank! Tu
nuca, tus cabellos, tu boca… ¡Oh, Frank! ¡Oh, Frank! ¿Qué podemos hacer?».
Se miró al espejo: vio una mujer alta, pálida, que no se parecía a ella, con la boca
completamente abierta, aquella boca que parecía lanzar un continuo grito, que
recordaba un poco a las antiguas máscaras de la tragedia griega. Se pasó las manos
por el rostro, como si quisiera borrar su propia imagen, y luego comenzó a acariciarse
las mejillas con la punta de los dedos. Trataba de consolarse, pero no lo conseguía. Se
arrodilló delante de una silla, apoyó la cabeza en los brazos e intentó llorar. No pudo.
«Ni siquiera puedo llorar —pensó desesperada—. ¡Pobre de ti! ¡Pobre de ti, tan
sola! ¡Nadie te ayuda, Jelena! ¡Pobre Ljenostchka, tan sólita! Sin padrecito, sin
madrecita… Grischa, el mendigo, lo dijo delante del “Peony Club” después de
nuestro baile…».
Conectó de nuevo la radio y oyó los bailables.
«Hay gente que llora cuando oye música. Yo no puedo. ¡Qué insensatez! ¿Por qué
llorar, Jelena? Se debe reflexionar con calma, fríamente. El sentimentalismo es
dañino. Hasta ahora he visto realizado cuanto he querido. Impediré esta boda. Amo a
Frank. Sí, lo quiero con toda mi sangre, con cada uno de mis cabellos. Lo deseo con
todo mi ser. Está bien. Lo tendré. ¡Cálmate, Ljenostchka, pequeña palomita! No
permitiremos que ocurra este imposible. Frank me ama; yo le amo. ¿Cuántas horas
tenemos de tiempo para impedir esta boda? Pensemos un poco. Pensemos…».
Sacó un pequeño reloj de la mesa de noche, lo sacudió, se lo acercó al oído y
contempló luego las manecillas.
«Las doce y diez. ¡Cómo pasa el tiempo! Debo de haber perdido el sentido. Estoy
fuera de mí. Estoy fuera de mí. Es curioso cómo esta frase repiquetea en mi cerebro.
¡Locuras! Estaba fuera de mí y estoy nuevamente serena. Todavía tengo treinta y seis
horas de tiempo. Es bastante. Mi aventura con Frank sólo duró setenta y dos horas.
¡Cállate! Todavía no ha llegado el final. No hay final. En treinta y seis horas pueden
pasar muchas cosas. Tengo que pensar. Debo concentrarme. Lo que hace falta es
estrategia».
Tocó el timbre y apareció Clarkson.

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Su arrugado semblante reflejaba el mudo reproche del sirviente que no se ha
acostado a su debido tiempo.
—Lo siento mucho, Clarkson —dijo Helen—. Quisiera el vestido blanco de hilo,
una blusa y el panamá con la cinta verde. Después puede irse a dormir.
—¿Va a salir la señora? ¿Necesita el coche?
—No. Tomaré un taxi si salgo. ¿Está Potter levantado aún? Mi marido no ha
vuelto, ¿verdad?
—No lo creo —repuso Clarkson, frunciendo las comisuras de los labios—. ¿Debo
llamar a Potter?
—Sí. Llámelo, por favor, si no le es molesto. Buenas noches, Clarkson.
Poco después llamaron a la puerta y entró Potter.
—¿Me mandó llamar, señora? —preguntó amablemente.
—¿No sabe usted dónde puede haber ido mi esposo? —Inquirió Helen. Potter
sonrió—. ¿Y no sabe cuándo es probable que regrese? —añadió Helen. Potter levantó
los hombros hasta las orejas y los dejó caer expresivamente—. No importa —
continuó ella—. Cuando vuelva, déjelo dormir. ¿Entiende, Potter? Tanto como quiera,
aunque sea todo el día. Dígale, por favor, que no se preocupe por mí. —Reflexionó
un momento, indecisa, y al ocurrírsele una idea luminosa añadió—: Dígale que he ido
a comprar regalos de despedida.
—Muy bien, señora —repuso Potter—. Y en cuanto al vapor…
—¿Qué ocurre? —preguntó Helen distraída e impaciente.
Había cogido la lista telefónica y la estaba hojeando.
—Sólo sale un barco para Hong Kong, o, mejor dicho, todos los demás están
completos. Es un buque holandés muy pequeño, de segunda categoría. Se llama
Soerabaya, y hace la travesía entre el Japón y Java. Sale el 14 de agosto al mediodía,
y tarda tres días en llegar a Hong Kong, con una breve escala en Amoy.
—Parece bien, ¿verdad, Potter? —preguntó Helen, apartando la lista.
—Sí, señora —repuso el sirviente—. He reservado cuatro camarotes. Son de clase
única. El barco lleva en los entrepuentes coolies chinos para las plantaciones de
caucho de Sumatra. Por desdicha, no tiene camarotes con cuarto de baño
independiente. No es un barco inglés. Los barcos buenos están reservados desde hace
tiempo. Todo el que puede se marcha de aquí.
—Sí, es lo más razonable que puede hacer la gente —dijo Helen tratando de
mostrarse amable con Potter—. Entonces, si queremos podemos irnos pasado
mañana. Ha hecho usted un buen trabajo, Potter. Gracias. Parece usted cansado.
Váyase a dormir. Buenas noches.
—La señora no ha cenado esta noche —dijo Potter ligeramente preocupado.
—Hace demasiado calor —explicó Helen—. Oiga —añadió con rapidez—:
duerma todo lo que quiera, No espere a mi marido. Váyase a su cuarto. Estaré
levantada mucho tiempo aún.
—Muy bien, señora —repuso Potter, mirándola significativamente, y se retiró.

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Helen esperó hasta que se apagase el ruido de sus pasos, e inmediatamente
descolgó el teléfono. Había decidido ver a Frank aquella noche pasara lo que pasara.
Sabía de memoria el número del teléfono de su casa, pero tardó casi diez minutos en
conseguir comunicación.
—¿Qué pasa con el teléfono? —preguntó rabiosa impaciencia.
La telefonista murmuró algunas disculpas que no explicaban nada.
—Todas las líneas están ocupadas debido al transporte de tropas.
Helen notó con disgusto que sus rodillas temblaban, mientras esperaba la
comunicación. Le asaltaba la torturante idea de que pudiera molestarle una llamada
nocturna suya mientras se hallaba con aquella Ruth Anderson.
—Su número, Madame —avisó la cansada telefonista.
Helen oyó cómo sonaba el teléfono sin obtener respuesta.
—No contestan —dijo la señorita.
—Siga llamando —pidió Helen.
Su desesperada obstinación se transmitió al teléfono, que sonaba y sonaba en la
desierta vivienda. Luego se oyó un clic, y una voz soñolienta dijo:
—¿Quién es?
—¿Eres tú, Frank? —preguntó Helen con ansiedad.
—Habla Ah Sinfú, el boy del amo Tai-Lo. Amo Tai-Lo no estar en casa —dijo la
voz.
—¿Dónde está Master Tai-Lo? —preguntó Helen.
—En gran fiesta —repuso el boy.
—¿Dónde? —preguntó Helen—. ¿Dónde? ¿Me comprendes? ¿Dónde?
—Master Tai-Lo ha ido a gran fiesta en casa de amo B. S. —contestó Ah Sinfú
abstraído.
—¿Qué número de teléfono tiene? —gritó Helen.
Pero Ah Sinfú había colgado ya el teléfono y se introducía bajo el mosquitero de
su cama.
Helen reflexionó. Oía el tictac del reloj. El tiempo pasaba. Apremió a su cerebro
para que trabajara. B. S… B. S… B. S…
«¡Scott!», casi gritó, volviendo a coger la lista telefónica. No sabía de qué
regiones de su subconsciencia surgió el apellido que Frank había mencionado alguna
vez en sus conversaciones. En la lista había tres páginas de Scott. Había cinco Scott
cuyo nombre empezaba con B. Helen anotó los cinco números y comenzó una nueva
lucha para obtener comunicación. Estaba tan decidida y desesperada como cuando
Lord Inglewood murió antes de su boda, y ella tuvo que decidirse a casarse con el
dinero y el sobrino. Hasta sus oídos llegaba el tictac del reloj. El tiempo pasaba.
Desde una iglesia del barrio francés llegaron las campanadas que daban la hora, con
ese solemne sonido, propio de los antiguos relojes de Iglesia. La pequeña telefonista
china de voz cortés y cansada, trabajaba mordiéndose los labios. El teléfono estaba
lleno de ruidos y de voces confusas.

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—Tenemos que terminar. Lo siento muchísimo, pero hay factores extraordinarios
que…
—No importa. Gracias —repuso Helen. Conservaba el dedo índice entre las
páginas de la lista. Leyó la dirección de un B. S. Scott: 367 Squarefield Road. Sacó
pliego de papel de cartas y apuntó la dirección.
Se puso el vestido blanco de hilo que Clarkson había sacado, se lavó las manos y
se empolvó el pálido rostro con unos polvos oscuros que quedaban adheridos
formando una delgada capa sobre la piel clara. Luego perfumó los lóbulos de las
orejas, guardó la dirección en su cartera y salió del hotel.
El viaje en taxi hasta el número 367 de Squarefield Road fue interminable. Helen
no sabía qué iba a hacer allí. El taxi marchaba y marchaba. El aire nocturno hizo bien.
Pasaron por Bubbling Well Road. En las afueras, las casas estaban aisladas entre
terrenos baldíos. Algunos grandes camiones con soldados pasaron chirriando a su
lado. El viaje no le parecía real. Se imagina estar recorriendo regiones de ensueño,
desiertas y abandonadas. Finalmente, el taxi se detuvo ante la verja un jardín. Un solo
farol iluminaba la esquina. El jardín estaba entre dos terrenos baldíos. Helen bajó y
miró la verja. Al parecer, en el interior había césped; talvez también una fuente, pues
algunas ranas croaron en oscuridad. La casa estaba completamente a oscuras, apenas
era posible distinguirla. El portón del jardín estaba cerrado con llave. Helen movió
varias veces el picaporte, hasta que al fin abandonó sus tentativas, pronto se sintió tan
cansada que temió desmayarse. El taxi continuaba parado delante de la casa, y el
chófer chino le sonrió alegremente abriendo la boca de par en par. Dos soldados
pasaron de largo. Eran blancos, ingleses.
—¿Busca algo la señora? —preguntó el más alto ellos, contemplándola con leve
desconfianza.
—He sido invitada a una reunión, pero me he retrasado —dijo Helen.
—Hace un cuarto de hora que esto estaba lleno coches —dijo el soldado—. Un
casamiento, un compromiso o no sé qué. Pero la fiesta ha terminado ya.
—Gracias —respondió Helen, y subiendo al taxi ordenó—: Volvamos al hotel.
Poco después de las dos entró de nuevo en el hotel, músicos de la gran sala de
baile acababan de salir, y sacaban los instrumentos en sus estuches. El cielo estaba
cargado de nubes. Los proyectores instalados frente al río buscaban sin cesar nuevos
peligros en las aguas. El portero dejó entrar a Helen y aspiró profundamente el aire de
la noche, cuyo olor le parecía ser el de la dinamita húmeda. En el amplio vestíbulo
estaba sentada Madame Tissaud, solitaria como un monumento, rodeada de revistas
en todos los idiomas, muchas de ellas arrugadas y gastadas por el uso continuo.
—¡Madame Russell! ¿Tan tarde? ¿Y completamente sola…? ¿Qué novedades
hay? Quédese un momento, por favor, y tome una copa conmigo —suplicó.
—Estoy cansada —repuso Helen, que se mareó al entrar en el vestíbulo
iluminado.
Le parecía regresar de un largo y peligroso viaje. Se apoyó sobre el mármol negro

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de una mesita cercana.
—Nuestro pequeño japonés ha estado buscándola —dijo Madame Tissaud,
olfateando como si fuera un conejo.
Helen sonrió distraída. «¿Qué hacer ahora? —pensó—. ¿Dónde podré encontrar a
Frank?».

En aquel instante se detuvo en Nanking Road el pequeño coche de Frank, el cual


quitó su brazo derecho de los hombros de Ruth, donde lo había apoyado siguiendo su
antigua costumbre.
—Es tarde, querida —dijo Frank—. ¡Bastantes rodeos debemos dar para llegar a
nuestro establo! Y yo he de afeitarme mañana.
Ruth frotó su mejilla soñolienta.
—¿Somos felices? —preguntó.
—Felices como grandes ranas —replicó él.
Ella reflexionó sobre su respuesta.
—¿Son muy felices las ranas? —inquirió luego.
—Para saberlo tienes que escucharlas en un arrozal, en el mes de junio y con luna
llena —repuso Frank.
Bajó del coche y abrió la otra portezuela para que pudiera descender Ruth, quien
pareció vacilar aún. Le dio las buenas noches, y cuando observó que aguardaba el
beso de despedida miró alrededor; pero había bebido demasiado para molestarse por
la presencia de posible espectadores. Los labios de ella estaban fríos.
«La fiebre disminuye —pensó Frank—. Pronto estaré curado. Ya se arreglará
todo. Tiene que arreglarse».
—¿Estoy ya en Shanghai? —preguntó Ruth.
—Sí, ya estás en Shanghai —afirmó Frank.
Dejaron el coche y empujaron suavemente la puerta, entrando en el hotel sin
reparar en Helen.
—Ya está aquí nuestra pareja —dijo Madame Tissaud.
Helen bostezó.
—Estoy cansada —dijo—. ¡Buenas noches!
Y se dispuso a retirarse.
—Yo digo siempre que prefiero el vestíbulo del «Shanghai Hotel» a cualquier
teatro —dijo Madame Tissaud tras ella.
Helen atravesó el vestíbulo sintiendo un zumbido en los oídos, como si estuviera
nadando a través de una catarata. Frank tenía en la mano la llave del cuarto de Ruth.
Ésta se hallaba junto al ascensor y apretaba el botón.
—¿Te acompaño arriba? —preguntó Frank cortésmente.
Las puertas rechinaron y se abrieron.
Ruth le miró inquisitivamente durante un momento.

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—No, gracias, Frank —contestó con la misma amabilidad.
—Buenas noches —dijo Helen.
Su perfume llegó un segundo antes a Frank y le dio tiempo para dominarse.
—Buenas noches, Helen.
—Buenas noches, señora Russell —dijo Ruth—. ¿Verdad que hace una noche
maravillosa?
—¿Cree usted? —preguntó Helen. Los tres aguardaron un instante—. Suerte que
lo encuentro todavía, Frank —añadió Helen—. Así puedo despedirme. Saldremos
pasado mañana.
—¿Sí? —dijo él—. Les deseo un buen viaje.
—Gracias, muchas gracias. Tal vez nos encontremos otra vez en alguna parte.
—Así lo espero —respondió Frank—. Estoy seguro de que volverá usted a
Shanghai. Quien lo visita una vez suele volver.
—Buenas noches, Chippy —dijo Ruth, dirigiéndose Frank—. Debo irme.
Confucio, estará seguramente impaciente. ¿Sube usted también, señora? —preguntó,
retrocediendo para dejar libre la entrada del ascensor.
Helen se rió con sus pálidos labios, donde sólo quedaba un poco de pintura.
—¡Qué bonito sobrenombre! —dijo con voz ronca.
Frank se metió las manos en los bolsillos no sabiendo qué decir.
Helen entró en el ascensor. No le quedaba otra alternativa.
El ascensor subía ya con ambas mujeres cuando recordó todas las excusas que
podría haber dicho: «Tengo que hablar un momento con Frank». «Debo despachar
una carta». «Aún no he tomado café». «Quiero jugar todavía una partida de dados
con Madame Tissaud…». Entonces pensó que había llegado el momento de hablar
con claridad.
—Me alegra poder verla un rato a solas, señorita Anderson —dijo.
—¿A mí? —preguntó Ruth asombrada.
—Se trata de algo relacionado con Frank y con usted —dijo Helen.
—Ya sé —dijo Ruth—. Frank está muy nervioso y tiene mala cara. Ya lo curaré.
—No. Es otra cosa.
—¡Por favor, no hablemos de eso! —respondió Ruth, rápidamente—. ¡Es usted
tan buena preocupándose por él…! Pero yo creo que todos los hombres de Shanghai
beben un poco más de la cuenta. Todo eso cambiará cuando estemos casados.
El ascensor se detuvo. Habían llegado al sexto piso.
—Buenas noches —dijo Ruth—. Y gracias otra vez. ¡Es usted tan buena!
—Buenas noches —respondió Helen.
Se cerró la puerta, y Helen vio la cara sonriente del encargado del ascensor, que le
interrogaba si iba al piso decimosexto.
—No, abajo, al vestíbulo. ¡Rápido! —exclamó.
Cuando llegaron no vio a Frank. Solamente estaba Madame Tissaud sentada en el
mismo sitio de siempre. Helen se mordió los labios, pasó con rapidez frente a ella y

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se dirigió a la calle. La noche había aclarado.
—¡Taxi! —llamó.
La puerta de la casa en que vivía Frank Taylor estaba cerrada con llave. No había
timbre. Pensó esperar allí hasta la mañana siguiente. Pagó el taxi y aguardó. Estaba
realmente extenuada. Pasaron las horas y con ellas llegó el nuevo día. Se escucharon
las primeras sirenas de las fábricas del otro lado del río. Algunos hombres —
marineros, judíos extranjeros— que pasaban junto a ella le hablaban groseramente al
advertir cómo se encontraba.
«¡Qué ciudad tan extraña es Shanghai!», pensó. Nuevamente pasaron dos
camiones con soldados. Un rickshaw pasó muy cerca. En él iba una vieja china que
llevaba a una joven esbelta en las rodillas. La muchacha estaba ebria, y la vieja
preocupada. El vehículo tenía grabadas letras chinas en su parte posterior. Sin ruido,
como una lancha, desapareció tras la esquina próxima. El pavimento pareció moverse
ante Helen. Varios hombres que habían dormido en las inmediaciones se arrastraban
molestos por la claridad del día. Uno gimió; otro profirió una blasfemia; otros rieron.
Pronto desaparecieron sus miserables figuras confundidas con las tonalidades sucias
de la calle. Unas ratas corrieron cerca de los pies de Helen, que experimentó una
sensación de miedo y se sintió forastera en la noche, en la calle y en la ciudad.
Una patrulla de cuatro irlandeses la confundió con una prostituta y le ordenó
rudamente que se retirara. No encontró un taxi, y se vio obligada a regresar a pie al
hotel, que, felizmente, no estaba lejos. Pensó que no quería ni debía aguardar más.
¡Estaba tan cansada! El deseo que la había acuciado durante toda la noche terminó
por fatigarla. Al fin llegó a su habitación.
Su marido no había regresado aún. La cama estaba intacta El ventilador zumbaba
y las lámparas estaban encendidas. Helen buscó en el cuarto de baño de Bobbie un
soporífero, pero no lo encontró. En la puerta estaba colgado el batín de seda blanca de
Chan-Tung bordado en negro con sus iniciales en el bolsillo. «Elegante», pensó
irónicamente y con pena. Experimentó una sensación de asco al contemplar el batín.
Trató de no tocarlo cuando salió por la puerta. Al llegar a su cuarto comenzó a
desnudarse. Pensó que era de día, que podría dormir hasta el día siguiente, cuando
zarpara el vapor. Se acostó, arréelo las ropas del lecho y trató de dormir.
«Dicen que Hong Kong es una ciudad hermosa —pensó—, aunque no tan
divertida como Shanghai. ¡Qué ciudad tan divertida es Shanghai! ¿Por qué sólo se
anestesia a los que van a ser operados? ¡Hay tantas cosas mucho más dolorosas! ¡Un
narcótico, por favor! Quisiera dormir… Tenso que dormir… Jelena tiene que
dormir… Pediré algún narcótico… al médico alemán… Tal vez Bobbie tenga
razón… Frank… No quiero saber más de Frank… Bien… A dormir…».

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Capítulo XV
Sentado en el balcón de madera que rodeaba el primer piso del hotel donde se
alejaba desde hacía dos días, Yoshio Murata miraba cómo llegaban las tropas chinas a
la Estación del Norte. Por la noche temblaban las ventanas y las puertas cuando
circulaban los pesados camiones llenos de soldados. El ruido no permitía dormir. Le
llamaba la atención que las tropas no estuvieran tan mal equipadas como se creía en
el Japón. Era muy diferente la guerra de Manchuria, donde resultaba difícil distinguir
a los bandidos de los soldados chinos. Si Yoshio hubiera sido un verdadero reportero
habría corrido por las calles para telegrafiar mil historias interesantes a su diario. Pero
como poseía tan sólo la sangre liviana de un escritor que llegó al periodismo porque
en estos tiempos modernos no hay lugar para los poetas; como pertenecía a aquella
clase de hombres a quienes la realidad asquea un poco, estaba sentado allí con las
manos quietas, como paralizadas.
El teléfono no funcionaba. El gerente del hotel, desconfiado, medroso y
disgustado por las pérdidas que sufría como consecuencia de la torpeza de los
generales y almirantes japoneses que no podían evitar que la guerra se extendiera a
Shanghai, no hablaba más que para dar las buenas noches o los buenos días.
Yoshio sentía miedo del señor Endo. Tenía un carácter demasiado optimista. Para
él, la tarea de Yoshio era simple y clara. Pero Jelena no había dicho nada de lo que
Endo había profetizado. Fracasaron todas sus tentativas de interesarla por la cartera
misteriosa con los documentos. Yoshio no sabía si la culpa era de la indiferencia de
ella o de su propia torpeza. Pensó que Jelena había cambiado mucho. Y esto le
preocupaba. De una pequeña francesita dócil se había transformado en una fría Lady
Inglesa. Resultaba imposible identificarla con la mujer que conoció en París.
Se vistió y fue al «Shanghai Hotel», cayendo en la telaraña de Madame Tissaud.
Allí esperó y acechó, se tomó un whisky para animarse y volvió a esperar. Jelena no
apareció. Llamó por teléfono a su cuarto, pero no fue atendido, pues Jelena envió su
doncella al aparato. Desesperado, adquirió un hermoso ramo de flores, cifrando sus
esperanzas en el obsequio, por el significado sentimental que él mismo suponía;
estaban arregladas a la manera japonesa, en un florero cuadrado y chato de color rojo:
tres orquídeas blancas rodeadas de musgo oscuro. Jelena ni siquiera le dio las gracias,
por lo que Yoshio regresó al hotel por las bulliciosas calles de la Estación del Norte.
Trató de escribir un poema inglés, pero en metro japonés; un poema tierno y al propio
tiempo significativo, que conquistara una nueva entrevista con Jelena. La tarea era
espinosa y delicada, porque el idioma era de difícil manejo y en treinta y una sílabas
no podía expresar nada de lo que él pretendía que no resultara una tontería. Escribió
durante el día numerosas cintas de delicado papel japonés, y por la noche continuó la
espera asomado a la ventana, pero siempre sin resultado positivo.
Abajo, la plaza era un remolino de soldados, camiones, armas, gritos, órdenes,
imprecaciones y carcajadas. Yoshio pensó que había fracasado. A su mente acudió la

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idea del suicidio, castigo natural para un hombre de su clase y procedencia que recibe
una tarea de importancia y no puede llevarla a buen término. Por lo demás, pensaba,
era más simple y fácil el suicidio que la entrega al señor Endo. Esto era, por lo
menos, lo que le dictaba su conciencia japonesa. El miedo por la vida y el ánimo para
afrontarla se encuentran muy cerca en el alma del japonés; tan cerca, que casi
llegaron a formar una sola cosa. Yoshio Murata, por lo menos, temía tanto confesar al
señor Endo su fracaso y volver a su matrimonio vacío y aburrido sin haber
conquistado aquel poquito de gloria, que pensaba hasta con placer en su probable
muerte. Después de meditarlo mucho, resolvió abrirse las arterias de la muñeca en la
bañera. No era un recurso muy heroico, pero sí poco doloroso… A aquella hora le era
imposible hacerlo, porque la cena estaba próxima y el cuarto de baño del hotel
«Myako» estaba ininterrumpidamente ocupado. Pero ya había escrito una carta a sus
padres. Se puso un ligero quimono blanco y preparó cuidadosamente una hoja de
afeitar.
Llamaron a la puerta de su cuarto y penetró el mozo, que le entregó una carta de
parte del señor Endo. Yoshio la leyó sonriendo. Luego palideció, mientras sentía que
una fría corriente se extendía por su rostro y su cabeza.
La carta decía:

Estimado amigo:
Permítame expresarle la decepción que me causa no haber recibido aún
noticias acerca de la flor de crisantemo sobre la cual tuvimos una conversación
tan llena de esperanzas. Nuestros amigos tienen la mayor confianza en la
habilidad de sus estimadas manos, y están convencidos de que usted superará
toda dificultad que el clima de Shanghai pueda oponer al desarrollo de la noble
flor. Le ruego que satisfaga mi impaciencia y curiosidad por su experimento de
floricultor con una contestación inmediata. Como recientemente tuvimos
pequeñas dificultades con la comunicación telefónica, le propongo que honre
mañana por la mañana mi indigna casa con su visita, teniendo la seguridad de
que podrá usted darme buenas noticias. En el deseo…

—La señora espera su respuesta —dijo el mozo.


Entonces notó Yoshio que una joven vestida a la moderna aguardaba en el pasillo
próximo a la puerta y observaba por un resquicio mientras él leía.
—¡Hola! —exclamó ella sonriente cuando la miró.
—¡Hola! —repuso él sin pensar.
Leyó la carta por segunda vez.
—Tenga usted la bondad de esperar en el vestíbulo mientras contesto esta carta —
dijo desconcertado.
Pero la joven japonesa penetró resueltamente en el cuarto y cerró la puerta.
Yoshio se arregló el quimono, ajustándoselo al cuerpo.

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—¿Ha salido usted hoy? —preguntó ella sin rodeos.
—No —repuso él vacilando.
—¿Pero saldrá todavía hoy? Tal vez le extrañe mi pregunta, pero no se puede
pasar por ninguna parte. Por todos lados hay patrullas. La ciudad está atestada de
soldados.
Hablaba en inglés desde el principio, en un inglés del Oeste americano.
—¿De veras? —dijo él.
—Sí. Necesita un pasaporte. Aquí está. Nuestro amigo me lo ha conseguido.
Yoshio cogió el papelito sellado y se inclinó.
—El señor Endo… —comenzó a decir.
—¡Nada de nombres! —le interrumpió la joven—. Este pasaporte le asegura
libertad de movimiento. Se espera que trabaje rápidamente. Aquí se está poniendo
todo muy desagradable. Sabrá usted seguramente lo que sucedió en Eas-Paosham-
Road, ¿verdad?
Yashio murmuró que lo ignoraba. La japonesa no era hermosa, pero sí joven.
Además, era poco modesta. Parecía que quería darle órdenes. Era, en grado
superlativo, lo que en el Japón se llama moga, una chica moderna de la clase más
desagradable.
—Ya hubo una batalla en el parque de Hong-Kew. Nuestros tropas han sido
atacadas al desembarcar. Se dice que han matado a dos mil chinos. Magnífico,
¿verdad?
—¿Dos mil? —preguntó Yoshio.
—Aproximadamente… Bueno, no tengo más tiempo. ¿Hay respuesta?
—Escribiré algunas líneas, si tiene usted la amabilidad de esperar —dijo Yoshio
acercándole una silla.
—Perfectamente —respondió la joven.
Mientras él escribía, la muchacha silbaba. Era, sin duda, la criatura más irritante
que había conocido. Yoshio se dedicó a su tarea. Ya no se trataba de un suicidio,
aunque… la carta del señor Endo no fuera precisamente un estímulo, sino más bien
una represión.

Estimado señor Endo:


Su honorable carta me llega en el preciso momento en que salgo para cenar
con J. R. Esta noche será decisiva, y estoy lleno de esperanzas. Hágame el favor
de obsequiarme con un poco más de su estimada paciencia, y estoy convencido
de que mañana estaré en condiciones de ofrecerle un floreciente crisantemo.
Esperando que su honorable salud…

Yoshio firmó bajo las frases de cortesía con que terminó la carta, pegó el papel y
se lo entregó a la desagradable joven japonesa, que lo guardó en un bolsillo y se
marchó después de decir: «Good bye».

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Yoshio comenzó a vestirse rápidamente. El disimulo del crisantemo le pareció
infantil, aunque sirvió para alentarlo. Como estaba tan poco ejercitado en la mentira,
comenzó a convencerse de la certidumbre de lo que había escrito al señor Endo. De
pronto le parecía mucho más fácil y simple hallar a Jelena e interesarla por los planos
falsificados, que marchar al sombrío cuarto de baño del hotel y cortarse las arterias.
Tuvo la hoja de afeitar en la mano, antes de guardarla nuevamente. Pensó que si
fracasaba aquella noche, aún tendría tiempo de suicidarse.
Ya en la escalera se formuló la promesa solemne: tendría éxito o se eliminaría.
Cuando estuvo en la calle se abrió paso animosamente entre los soldados chinos que
llenaban las aceras y la calzada hasta frente al hotel. Había dejado su cartera de
documentos, pero llevaba los papeles en el bolsillo. El tiempo era variable, motivo
por el cual llevaba sus paraguas.
Aunque las callejas próximas a la Estación del Norte estaban llenas de tropas
chinas, nada le impidió seguir su camino. Los soldados le miraban con extrañeza, lo
cual le hacía experimentar un sentimiento desagradable. Al cabo de un rato consiguió
un taxi y se dirigió en él al «Shanghai Hotel».
A medida que se aproximaba a la Concesión Internacional observaba cómo iba
regularizándose el espectáculo de la vida de las calles. Las tiendas rusas cerraban ya,
pero innumerables puestos chinos estaban aún abiertos. En todas las casas se
escuchaban aires musicales. Las mujeres paseaban, y los hombres bebían con las
chaquetas desabrochadas, como queriendo presentar sus pechos desnudos a la suave
brisa.
Yoshio compró dos diarios de la tarde, pero no halló noticia alguna que anunciara
una próxima batalla. Como había sido corresponsal de guerra, desconfiaba
principalmente de todas las noticias sensacionales. Además, se sentía más importante
que los dos mil chinos muertos, y rehuyó decididamente la lectura de todas las
noticias bélicas. Tenía que sostener su propia lucha, que reprimir sus mejores
instintos antes de entrar nuevamente en la zona enemiga del «Shanghai Hotel». Pero
como se había comprometido a abrirse las arterias si no encontraba a Jelena, empujó
con ímpetu la puerta del hotel, decidido a todo.
En el instante en que la puerta giratoria lo introdujo en el vestíbulo, Jelena salía a
la calle por el mismo sitio. Yoshio la vio pasar como un relámpago, como una
alucinación blanca, detrás de los cristales. Respiró profundamente, dio una vuelta
completa y salió al exterior, Jelena continuaba parada, mirando a derecha e izquierda
a lo largo del Nanking Road.
—Bon soir[87], Jelena —dijo Yoshio.
—Bon soir —contestó ella, y sólo un momento más tarde, cuando observó
distraídamente quién la había saludado, repitió—: Bon soir.
Le miró del mismo modo que los soldados chinos, como si fuera un espectro.
—¿Cómo está usted? ¡He esperado tanto volver a verla! —dijo Yoshio en un tono
que evidenciaba el deseo de mantener latente su atención.

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Al escucharle, Jelena pareció despertar y encontró cerca de ella al pequeño
japonés.
—¿Cómo está usted? —preguntó él nuevamente.
—¿Que cómo estoy? ¡Bien, espléndidamente! Estoy muy bien —respondió ella
disgustada al par que dejaba oír una risa cáustica.
—¿Por qué está usted nerviosa, Jelena? ¿Le ha sucedido algo desagradable?
¿Puedo serle útil en algo?
—¿Qué día es hoy? —preguntó ella en vez de responder.
Yoshio pensó que estaba muy cambiada. Sus movimientos eran inciertos y su
sonrisa nerviosa.
—Es viernes; viernes, trece…
—Viernes… Entonces mañana será sábado, ¿verdad?
—Es muy probable —respondió él, ensayando inútilmente una respuesta
humorística.
—Viernes, trece. Las personas supersticiosas dirían que es un día desdichado,
¿verdad? —continuó Jelena, mientras seguía observando el movimiento de la calle.
—¿Espera usted a alguien? ¿No quiere tomar un taxi, Jelena?
—Espero a mi marido —respondió ella después de una corta pausa—. Aún no ha
regresado.
—Se habrá retrasado en el club. Ésa es la gran moda en Shanghai —dijo Yoshio
con la expresión de un hombre de mundo.
Jelena le miró nuevamente.
—Debe usted de tener razón —dijo sonriendo. Se arregló el sombrero, se alisó el
cabello y añadió—: Me duele la cabeza. Aún no me he desayunado.
Estas palabras aliviaron un tanto a Yoshio. Creyó entonces reconocer a Jelena en
la mujer que con los cabellos revueltos se hallaba frente a él y simulaba querer
desayunarse a aquella hora intempestiva. En efecto, ya no era la honorable señora
Russell, sino la loca chicuela de París, dispuesta a comer, a jugar o a dejarse amar a
cualquier hora del día. Una ola de amable recuerdos lo inundó: «Sopa de cebollas a
las cinco de la mañana. La salida del sol sobre una cuba. Dos días enteros, borrachos
y amorosos, detrás de las persianas cerradas, en una aldea del lago de Ginebra. Debes
aprender a vivir sin tu coraza japonesa; entonces serás feliz. Esta noche nos iremos de
juerga, y para desayunarnos haré mis famosas tortillas. Jelena, la agradable
compañera, con su quimono de Kyoto…».
—Entonces, ya es hora de que vayamos a desayunarnos…
La posibilidad de una nueva travesura se apoderaba de él y le obsesionaba. Estaba
conmovido y sentía un extraño coraje.
—Son las nueve de la noche, Jelena; una hora especialmente propicia para el
desayuno. ¡Hace tanto tiempo que no nos desayunamos juntos! ¡Y sabíamos hacerlo
tan bien! ¿Se digna usted recordar aún «Chez Marguerite», el pequeño bistró[88], y los
bollos que nos servían? ¿Qué tomaremos? ¿Chocolate? ¿Té? ¿Café? Jelena, ¿quiere

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que Yoshio la lleve a un pintoresco restaurante sukiyaki[89]? Tengo la seguridad de
que le gustará. Puede dejarle a su marido una notita en el hotel.
En su excitación mezclaba todos los idiomas. Su limpio inglés, del que se
enorgullecía secretamente, estaba salpicado con un francés rudimentario que ella le
habla enseñado; algunas palabras japonesas le ayudaron a manifestarse con mayor
elocuencia.
Jelena lo observó detenidamente.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—¿No ha recibido usted las flores de Yoshio, Jelena? Indignas, miserables flores,
que, sin embargo, querían recordarle una amistad que era preciosa para Yoshio; lo
más precioso del mundo —dijo él emocionado.
Se sentía como un equilibrista a gran altura del suelo, consciente del peligro, pero
sintiéndose grandioso.
—¿Quién es Yoshio? —preguntó ella con prudencia.
—¿Yoshio? Yo. Yoshio Murata. Yo —repitió rápidamente.
Jelena sonrió furtivamente. Recordó la costumbre del japonés de hablar de sí
mismo en tercera persona.
—¿Usted es Yo? —insistió ella—. Claro, usted es Yo… Nos hemos encontrado en
Tokio, en la exposición de flores, ¿verdad?
Le miró pensativamente. Otro recuerdo acudió a su mente.
—Conservo aún el hermoso quimono que me regaló usted entonces —dijo,
recordando la época en que Yo era un fantasma tímido, la época en que ella estimaba
o distinguía a los hombres según sus regalos.
Yoshio tembló al escuchar las alusiones que ella hacía ni pasado; tembló lleno de
esperanza y alegría. Por fin comenzaba a aceptar sus palabras y a desempeñar su
papel. Continuaban parados ante la puerta giratoria del hotel. Nanking Road se
extendía ante ellos con su corriente de hombres, coches, rickshaws, mendigos,
vendedores ambulantes, vigilantes, rateros, prostitutas.
—Bueno, vamos al restaurante sukiyaki —dijo Jelena—. Ha llegado en el
momento psicológico, mi buen Yo…
Jelena se había despertado a las seis de la tarde con la cabeza pesada y dolorida.
En el saloncito estaban Potter y Clarkson arreglando los baúles, de los que trascendía
un penetrante olor a naftalina. Bobbie no había vuelto aún desde la noche anterior.
Jelena recibió el informe de Potter casi como un alivio. Los baúles estuvieron listos
poco después de las siete. Como la presencia diligente de los dos criados le causaba
agudas torturas nerviosas, les ordenó que llevaran inmediatamente el equipaje al
vapor, que preparasen los camarotes y que durmieran allí. Ella estaba decidida a irse
de Shanghai, pues todo el mundo auguraba la guerra.
Potter cerró con llave el baúl.
—¿Qué pasa, Potter? —preguntó Jelena.
—Pensaba solamente que tal vez el señor me necesite cuando regrese —

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respondió el criado.
—Gracias, Potter, gracias. Yo me arreglaré sola con él.
Potter suspiró y se marchó. Jelena esperaba que su dolor de cabeza pasase en
cuanto estuviera sola. Pero cuando los criados se hubieron ido notó que no podía
soportar la soledad. Pensó que enloquecería. Descolgó y volvió a colgar el receptor
del teléfono. Llamó a Frank, primero a su habitación, después a su despacho y
finalmente al club, pero todo fue inútil. Tal vez la hubiera calmado y tranquilizado
una corta conversación con él. Quería solamente despedirse, cambiar unas pocas
palabras, como debe hacerse entre personas civilizadas. Decirle: «¡Adiós, Frank! Te
deseo mucha suerte. Cuídate si empieza la guerra aquí. No me olvides por completo.
Tal vez volvamos a vernos en alguna parte. Saluda a tu novia de mi parte. ¡Adiós!».
Pero ante la imposibilidad de lograr esa conversación, la impaciencia y el apetito
comenzaron a apoderarse de ella. De pronto deseó encontrarse a solas con Frank en
aquel departamento, por última vez… Así era ella… Siempre quería lo imposible…
Llenó la bañera con agua fría y permaneció largo rato tendida en ella.
«A los locos suelen obligarlos a tomar baños prolongados», pensó con ironía.
Pero el recurso no surtió efecto. Salió del agua tiritando, se frotó el cuerpo hasta
entrar en calor y se vistió cuidadosamente.
«Compraré aún algunos rollos fotográficos antes da marcharme», pensó.
Cuando Yoshio la encontró a la puerta del hotel, miraba la cerrada puerta de los
«Eos Film and Photo Company», ante la cual había estado en pie tratando en vano de
entrar.
Se sentía infeliz, sola y abandonada, indecisa y exhausta como un soldado herido
ante el cual pasan marchando los regimientos victoriosos.
«Ha llegado usted en el momento psicológico», había dicho.
Mientras se dirigían en un taxi al restaurante japonés, situado cerca de la rué
Thibet, Yoshio pensaba que el inteligente señor Endo tenía razón. Jelena había
aceptado su audaz invitación y demostraba con ello que quería facilitarle un
acercamiento, como Endo había profetizado. Yoshio fue lo bastante hábil en su
primera entrevista como para hacerle saber que llevaba consigo papeles de
importancia. Ella hacía el resto, y todo se desarrollaba como tenía que ser. El triunfo,
la nueva seguridad de su existencia, impulsaban a Yoshio, que respiraba
profundamente el aire maloliente de la calle. Tocó involuntariamente el bolsillo
interior de su chaqueta de hilo, en el que se hallaban doblados los planos falsos. Rió y
habló incesantemente, para que ella no descubriera su nerviosismo. Pensó después
que Jelena lo había hecho esperar, pero pronto cayó en la cuenta de que ella no era
tan torpe como para descubrir su juego en la primera oportunidad. Se sintió enredado
en la fina red del espionaje Internacional, y hubo un momento en que se creyó digna
pareja de una hermosa espía y aventurera. Experimentó por primera vez en su vida la
sensación de éxito. Y recordó las frases que había leído en los libros de texto
Japoneses: «Si conoces solamente el triunfo y no la derrota, entonces, ¡ay de ti!, serás

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muy desgraciado».
Hablaba constantemente y accionaba con sus brazos cortos, con sus manos
pequeñas. Comenzó a darse cuenta de que nunca hasta entonces había sido feliz. En
cambio, en aquellos momentos lo era.
Jelena le escuchaba distraídamente y no sin cierto asombro. Parecía agradecerle
débilmente que no la dejara pensar, que no la abandonase en aquella noche para ella
infernal, en la que por fin encontraba a alguien que la obligaba a dominarse, a charlar
y a comportarse con dignidad. Intervenía en la conversación con preguntas cortas.
Sonreía a veces. En algunos momentos logró olvidar el dolor de los celos y el
apasionado deseo de ver a Frank. Conocía demasiado bien a los hombres para no
advertir en el pequeño japonés un desasosiego y una excitación particulares, una
súplica, un afán de cortejarla y una humildad agradecida que le hicieron pensar, no
sin cierta irónica compasión, en el gran amor que sentía por ella.
—¿Que cómo vivo? —preguntó Yoshio—. ¿Le interesa verdaderamente saber
cómo vive en Tokio un modesto y torpe reportero? Soy casado, y reconozco que mi
mujer es una estúpida. Perdóneme el calificativo, pero quien como yo ha tenido la
suerte de conocerla a usted debe establecer ciertas diferencias. Esto es humano. Usted
no sabe, Jelena, lo que significa para mí. No puede ni imaginar lo que supone esta
noche el regalo de su compañía. Quiero confesarle la verdad: si no la hubiera
encontrado esta noche me habría suicidado. Yoshio calló, asustado.
«Pero ésa es la verdad —pensó—. Ya estoy procediendo mal. Digo la verdad en
vez de mentir. Debo contarle cosas que despierten su curiosidad, pero nada cierto».
—Y como me ha sido encomendada una misión importante, mi suicidio hubiera
sido peor que una deserción —añadió débilmente.
Jelena no escuchaba, pero notó el silencio que se produjo después de esas
palabras. Trató de recordarlas y lo consiguió.
—¡Los japoneses y su suicidio! —dijo—. Todos tienen el complejo del harakiri.
En el Japón me enseñaron una montaña desde la cual, según me dijeron, se precipitan
los jóvenes por centenares, con la misma simplicidad con que se llega al final de una
excursión dominguera. ¿Es verdad? ¿Es eso tan contagioso en vuestro país como en
el nuestro el sarampión?
—Miharayama en Oshima. Sí, es verdad. Mucha gente se suicida en el Japón casi
sin motivo y otras solamente por contagio. Es una fascinación que difícilmente puede
explicarse —dijo Yoshio pensativo—. Mi hermano menor se hizo el harakiri, lo cual
ha ridiculizado completamente mi propia vida. La ha convertido en algo sin valor,
inútil e indigno. Es mucho más honroso ser un nombre en la lista de los antepasados
que ser el cuarto reportero de un periódico de segundo orden.
Jelena parecía un poco más atenta.
—¿Otro complejo más? —preguntó sonriente—. ¿Caín y Abel? ¿Celoso de su
hermano? ¿Envidioso de su muerte? ¿No ha pensado nunca que también un hombre
vivo puede llegar a ser algo heroico y valioso? Me parece que ustedes los japoneses

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le dan un valor excesivo a la muerte.
Yoshio reflexionó un instante.
—Tiene usted razón, Jelena —repuso—. Por eso trato ahora de cumplir la
importante misión que me ha sido encomendada por el Dai Nippon.
—Dai Nippon… ¿Es ése su periódico? —preguntó ella, de nuevo distraída.
Yoshio se sintió desdichado. Después recordó que ella jugaba frecuentemente con
la indiferencia. Olvidaba que Jelena era una espía y que tenía más práctica que él en
el oficio.
—Tal vez recuerde usted aún lo que significa Dai Nippon; Japón, el gran Japón,
Jelena; mi patria. Antes sólo podía contarle sus bellezas y sus encantos, sus grandezas
y su progreso; pero usted lo ha visto ya y sabe cuan hermoso es el Japón. Dai
Nippon! ¿Se maravilla usted de que cada japonés esté dispuesto a morir por su patria?
—Otra vez morir… Esa idea fija…
—O vivir. Tiene usted razón: vivir para Dai Nippon.
Al ver su rostro y al oír el tono de su voz, Jelena pensó que su compañero estaba
borracho. Tenía manchas rojas en las mejillas, y recordó que aquél era el signo
característico de la embriaguez en los pequeños hijos de Dai Nippon.
—¿Deseaba usted contarme algo acerca de su misión? ¿Qué proyecta usted? ¿Un
atentado contra Chiang-Kai-Shek? ¿O quiere atarse una bomba al estómago y volar
personalmente el arsenal?
Una idea obsesionaba su mente. «Tal vez Frank esté sentado en el vestíbulo
charlando con Madame Tissaud —pensó—. Acaso todo sea muy simple: un saludo,
una invitación a beber juntos una taza de café antes de la partida…».
—Esto es el «Sakuram» —dijo Yoshio cuando el automóvil se detuvo.
La casa de tres pisos tenía desde la calle el mismo aspecto que las demás. A un
lado había una pequeña confitería rusa y al otro una casa de modas francesa. El patio
al que llegaron después de atravesar un pasillo, tenía el aspecto de un jardín japonés.
En la parte posterior se levantaba otra casa, cuyas ventanas de papel estaban
suavemente iluminadas. Era una imitación muy aproximada de las clásicas fondas
japonesas.
—Es hermoso… —dijo Jelena, y se detuvo un momento.
El viento nocturno susurraba en el macizo de bambúes, y el agua saltaba en una
alberca de piedra.
—Aquí se puede olvidar a Shanghai —dijo Yoshio, acercándose a ella.
—Intentémoslo, por lo menos —repuso Jelena, respirando profundamente y
reanudando la marcha.
Fueron recibidos con todo el ceremonial acostumbrado. Las criadas, arrodilladas,
les quitaron los zapatos en el primer peldaño de la escalera de madera. Una amable
mujer que vestía un quimono oscuro los condujo por unas angostas escaleras a una
habitación cubierta de alfombras. Otras criadas, arrodilladas ante la puerta corrediza,
les hicieron entrega de unos ligeros quimonos, abanicos, almohadones de seda y una

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pequeña jarra de saké[90] caliente.
Jelena, que hacía muchas horas que sentía frío, bebió rápidamente. Su dolor de
cabeza se calmó casi enseguida.
—¿Lo ha olvidado usted todo? —preguntó Yoshio al ver que Jelena contemplaba
su almohadón sin sentarse. Ella, obediente, se arrodilló en el acto y contestó:
—Casi; pero lo aprendí de nuevo cuando estuvimos en el Japón.
—¿Cuánto tiempo estuvo en el Japón?
—No lo sé exactamente. Tal vez unas semanas.
—¿Le gustó?
—Sí, señor patriota —respondió sonriendo—. Me gustó. —Apuró el contenido de
su jarrita y añadió—: Me gustó mucho su Dai Nippon. Con frecuencia he tenido que
reñir con toda la colonia inglesa de Shanghai porque soy demasiado amiga del
Japón…
—¿Somos tan poco gratos? —preguntó Yoshio con tristeza—. Y no lo
merecemos. ¿Puede decirme por qué no nos quiere nadie?
—Complejo número tres —repuso ella.
—Nuestra patria es hermosa. Nuestros hombres son diligentes y honrados. No
tenemos deudas. No mendigamos nada a nadie, ni ayuda, ni dinero. Compramos de
los países extranjeros más mercancías que las que les vendemos. Observamos
nuestras leyes y las de los otros países donde vamos como huéspedes. Toleramos
todas las religiones. Conservamos el orden y vamos progresando… ¿Qué tiene el
mundo contra nosotros?, —se detuvo, asustado por su indiscreción—. Ciertamente,
nuestro país es pequeño y no queremos compararlo con otros… —añadió después por
cortesía.
—Pequeño y modesto —dijo Jelena divertida—. Y lleno de soldados que arden
en deseos de morir por su país; gobernado por un partido militarista que quebranta
todos los tratados; dominado por cinco familias brutales, que hacen del Mikado un
prisionero, empujado a guerras de conquista por clanes que mantienen su enemistad
milenaria entre las familias y que, como amos del Ejército y de la Marina, luchan
unos contra otros y empleando a Corea, a Manchuria y a China como escenarios de
sus competiciones. ¿Y dice usted que es pequeño y modesto, frugal y sin
pretensiones, diligente y honrado? Es posible. Sí, es muy posible. Pero ¿son ésas las
cualidades que lo hacen a uno apreciable? ¿Ha visto usted alguna vez que el mejor
alumno haya sido apreciado por sus condiscípulos? El Japón es la pequeña tienda de
la esquina que lo vende todo a cinco centavos menos; el muchacho que tiene un fusil
nuevo y que dispara día y noche, impidiendo a todos dormir; el vecino que vierte su
basura en nuestro terreno… Sí, todo eso es el Japón. ¿Y a pesar de eso quiere aún ser
apreciado?
Yoshio tomó varias veces aliento para interrumpirla. Cuando ella terminó, volvió
a la única observación que comprendió ampliamente y que necesariamente debía
corregir.

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—Yo no me permitiría nunca, Jelena, expresarme con tanta falta de respeto acerca
de un estadista extranjero como usted acaba de hacerlo con el amo y señor de todo el
Dai Nippon. Temo que ustedes no nos comprendan nunca, mientras no consideren
que nuestro soberano es un dios y desciende en línea recta, en la generación vigésima
cuarta, de la diosa del sol Ameterasa. Ese hecho, naturalmente, nos impone a nosotros
sus hijos obligaciones mayores y el respeto más profundo.
Jelena contempló en silencio al pequeño japonés. Luego dijo, como si quisiera
despertarlo de un sueño:
—¡Yoshio! ¡Yoshio! ¡Pero, Yoshio! ¿Llama usted un hecho a eso? ¿Un hecho?
¡Dios mío! Usted no habla en serio, Yo. Usted es un hombre moderno e instruido.
Recuerde la Rive Gauche, a los comunistas, a los surrealistas, a todos los que fueron
sus amigos. Al volver al Japón, se hunde usted en la Edad Media y su bendito Mikado
es un dios… Ni usted mismo cree nada de eso.
Yoshio miró con una expresión obstinada su copa de saké. El fino y pequeño
recipiente estaba adornado con el escudo de los Shogun, que no tenía nada que ver
con aquella fonda sukiyaki de Shanghai y se hallaba solamente allí por su belleza. Las
diferentes capas de la educación y la cultura de Yoshio estaban tan estrechamente
ligadas que era peligroso como una intervención quirúrgica pretender separarlas.
—El Japón —dijo— es el país de la paz, un país divino. Esto lo hemos aprendido
en la escuela, y un poco de lo que se aprende cuando niño queda grabado para
siempre. ¿No lo cree usted así, Jelena? El Japón nunca fue vencido. Eso es un hecho.
Pero nunca ha buscado la guerra. Jamás ha tratado de hacer conquistas. Ha vivido en
un aislamiento pacífico hasta que llegaron los buques del Comodoro Perry, lo
obligaron a abrir sus puertas y a entrar en relaciones con los países extranjeros. No lo
hemos deseado. No somos responsables.
A Jelena comenzó a cansarle la discusión. Pensó que los japoneses eran
desesperadamente aburridos. A Yoshio, en cambio, aquella conversación política,
iniciada inesperadamente y con ayuda del vino de arroz, le daba un nuevo empuje
hacia la ejecución de su tarea.
—Lástima que sean ustedes tan hipócritas; peores y más hipócritas que los
ingleses —dijo Jelena amablemente.
—Le agradezco la franqueza —repuso Yoshio, haciendo una inclinación.
Pensó que ella los odiaba, que era una agente al servicio de Inglaterra y que sólo
deseaba el perjuicio del Japón. «Bueno —se dijo—, que tome lo que busca».
—Perdóneme, Yo —dijo Jelena con tono conciliador—. Cuando tomo saké con el
estómago vacío me siento siempre impulsada a reñir. Me es completamente
indiferente la situación en que el Japón se halla con respecto al resto del mundo. Lo
que me interesa es el sukiyaki que usted me prometió.
La pequeña criada con el quimono adornado con flores de ciruelo, que había
servido el saké en las copas, se levantó para entregarles los ligeros quimonos que
había preparados para los huéspedes. Jelena eligió el de color azul suave con dibujos

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de mariposas rojas. Yoshio advirtió cómo resaltaba su hermosura. Él había rehusado
el quimono, pero al pensar la forma en que la prenda podía ayudarlo en sus fines
decidió ponérsela.
—Prefiero seguir como estoy. Tengo papeles importantes en el bolsillo interior —
le dijo a Jelena, como si quisiera hacerla partícipe de un secreto que las sirvientas no
debían escuchar.
—El quimono es más cómodo… Y le quedará mucho mejor —dijo—. Le
prometo vigilar su chaqueta con los papeles importantes.
Yoshio sintió una profunda satisfacción. Sacó los planos del bolsillo y volvió a
guardarlos, para que Jelena pudiera saber el sitio en que estaban. Luego se puso el
quimono.
—Mucho más hermoso. Yo, mucho más hermoso —dijo Jelena aprobadoramente.
Yoshio se arrodilló sobre un almohadón, mientras dos criadas preparaban las mesitas
bajas y la minúscula cocina y comenzaban a cocer las lonjas de carne, las legumbres
y el puré de guisantes. Un agradable olor a carne asada comenzó a extenderse por el
cuarto.
El quimono transformó súbitamente el pequeño y algo ridículo japonés en un
personaje lleno de dignidad. Su figura era agradable y estaba llena de gracia cuando
comenzó a comer. Jelena pareció comprender que la compañía de aquel hombre no le
resultaba del todo desagradable… Pero no tardó en olvidarlo, y sus pensamientos
volaron nuevamente hacia Frank.
Pensó si Yoshio podría hacer algo para impedir el casamiento, y llegó a la
conclusión de que el japonés haría cuanto ella le pidiera. Los orientales son astutos, y
quizás aquél pudiera ayudarla. Las chinas envenenan a sus rivales; ésa es la que
llaman antigua cultura y gran civilización.
—¿Qué hora es, Yo?
—Han dado las diez, y a la una de la tarde zarpará el vapor.
—Se está muy bien aquí, Yo. Es usted muy bueno —dijo Jelena.
Y siguió pensando: «Si pudiera quedarme solamente una hora con Frank,
entonces todo iría bien. ¿Por qué no puedo estar aquí sola con Frank? ¿Me tienes
miedo, Frank? ¿Miedo? Eso significa que me amas. Pero con el pensamiento… No,
con el pensamiento no… ¿Por qué no hablamos? Hablar… Beber… No pensar y
olvidar…».
—¿Qué dice esa inscripción que hay en el rincón, Yo?
—¿No puede leer las letras japonesas, Jelena, usted, que tenía tanto talento para
los idiomas?
—Lo he olvidado todo, Yo. Es una vergüenza. Espere: veo el signo «grande» y
«agua»… Pero no sé más… ¿Cómo se lee todo?
—Si la luna está en su plenitud, comienza a disminuir —leyó Yoshio—; si el
reflujo está muy bajo, comienza el flujo.
Alegre como estaba, Yoshio sintió con penetrante emoción la sabiduría y la

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tranquilidad consoladora del antiguo proverbio. Las palabras le parecían profundas y
reveladoras, llenas de advertencias en la víspera de una guerra. Bajo la inscripción
había una fuente chata en la que crecían tres nenúfares y un junco de flor castaña.
Jelena contempló estupefacta a Yoshio cuando éste se quitó las gafas.
—¿Qué pasa, Yo? —preguntó dulcemente.
—Nada —contestó Yoshio desconcertado.
Jelena le observó de nuevo, olvidando sus penas por un momento.
—¿Tiene algo que ver con su misión misteriosa?
—No. Le aseguro que no.
—¿O con el hermano que se hizo el harakiri?
—No.
Otra vez, como antes, experimentó una extraña sensación en su interior. Siempre
creyó que había querido a su hermano, pero en aquellos instantes comprobaba que
esto no era cierto. Le odiaba. Kitaro le había despojado de todo lo que le pertenecía.
Su propia madre lo prefería. Y desde que estaba muerto le era imposible defenderse
contra él. No podía decir a nadie lo que pensaba. Sin embargo, en aquel momento le
decía a Jelena, por vez primera, que él, su hermano, había sido poco educado, que no
había tenido entendimiento, que actuó criminalmente y que sólo ocasionó daños al
país.
—Seppuku, una túnica de seda blanca y la espada corta. Eso es hermoso y
conmovedor en el teatro, porque a él pertenece, ¿no es verdad, Jelena? Todo eso es…
¿cómo lo llaman ustedes…?, requisitos. ¿Qué ha probado su muerte? Nada. ¿Qué ha
ocasionado? Mucho daño. ¡Oh, sí, mucho daño! No… Yo no lloro por Kitaro, Jelena.
Tal vez llore por Yoshio, por la vida no vivida por Yoshio.
Cuando él se disponía a limpiar de nuevo sus gafas, y dos lágrimas bien visibles
resbalaban por sus mejillas, Jelena apartó su mirada desconcertada.
—Ahora es usted indiscreto, Yo —dijo ella—. No vamos a sacar los trapos sucios
para presentárnoslos mutuamente.
—Perdone —rogó Yoshio—. Nosotros los japoneses lloramos demasiado
fácilmente. Es una debilidad nacional.
Sacó su pañuelo de la manga y se limpió la nariz.
—¿Sí? —dijo Jelena asombrada—. No lo sabía. ¿Cómo se explica entonces el
famoso dominio de sí mismo y la inmovilidad del rostro?
—Nosotros somos demasiado sentimentales —explicó Yoshio, y se puso
nuevamente las gafas, tratando esta vez de no mojar los cristales—. Necesitamos más
dominio porque estamos demasiado sujetos a nuestras emociones. Nuestro interior es
tan claro y visible como el agua. Recuerde usted que no mentimos nunca a no ser por
cortesía. Pero nos expresamos muy mal, debido especialmente a nuestro idioma. No
sabemos explicarnos o autoanalizarnos. Preferimos callar a no decir la verdad, y
preferimos sonreír a insultar. Somos…, ¿cómo llama usted a eso…?, hombres de
corazón… Ofrecemos servicios fúnebres por todos los peces que hemos comido, por

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nuestros gatos, por los muñecos rotos y hasta por las agujas de coser, las buenas y
fieles agujas que han cosido durante todo el año. Somos agradecidos y leales, Jelena,
aunque a veces no lo parezca. En una palabra; somos unos sentimentales revestidos
de cemento.
Aunque comenzó seriamente, Yoshio terminó sonriendo su explicación sobre el
alma japonesa. Jelena había dejado de escucharle, y cuando Yoshio acabó se dio
cuenta de su distracción.
—Agujas de coser… —dijo completamente abstraída.
Aunque hacía más de veinticuatro horas que no había probado bocado, la comida
seguía intacta ante ella. La garganta parecía cerrársele cada vez que intentaba llevarse
algo a la boca. Era una demostración de su estado nervioso y de su excitación. Pensó
que estaba como un perro que no puede encontrar a su amo, y esto la enfureció. Las
tres criadas se mostraban amables y diligentes y la miraban con pena. Jelena se armó
de valor.
—Hombres de corazón… —dijo—. Sí, esto lo he notado también. Hemos
visitado el Yoshiwara. En cada casa está sentado un empleado gubernamental al lado
de la caja, para cobrar en el mismo lugar la contribución de cada visitante. En las
habitaciones de las prostitutas hay una advertencia que indica cuánto deben pagar al
Gobierno por cada yen que ganan. Eso es una de las manifestaciones más sensibles
que he visto jamás.
—¿Y cómo supo usted lo que decía esa advertencia, Jelena? —preguntó Yoshio
rápidamente. «Así, pues, la espía sabe leer japonés», pensó con súbita alegría.
Jelena lo miró distraída.
—Estaba escrita en tres idiomas, supongo que para los huéspedes internacionales.
Yoshio se mordió los labios.
—Tal vez se diera usted cuenta también de que en cada casa hay un templo y que
esas mujeres tienen su propio dios —dijo débilmente.
Le resultaba penoso hablar del Yoshiwara con una dama, pero recordó que Jelena
no lo era.
—Sí, las prostitutas tienen buen corazón y son piadosas en todo el mundo —
repuso ella, mientras se llevaba una fresa a la boca. Pero de pronto se detuvo. Le
parecía que un temor sordo se apoderaba de su ser. Oyó sonar el teléfono, y se
imaginó que Frank la llamaba para citarla y confesarle su amor. Puso cuidadosamente
la fresa en la fuente y se levantó. Sus piernas estaban rígidas por haber estado tanto
tiempo de rodillas; las extendió y golpeo suavemente sus muslos, como solía hacerlo
en otros tiempos, cuando trabajaba de modelo.
—He de irme. Es muy tarde —dijo.
Yoshio la miró desconcertado. Había empezado el juego. Él lo había iniciado, y
ahora le tocaba a ella el turno. Pero Jelena se quitó con impaciencia su quimono y
cogió el sombrero. Yoshio parecía no entender nada.
—¿Por qué se marcha tan de improviso? —preguntó, incorporándose sobre sus

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piernas entumecidas.
—Mi marido… Tal vez esté preocupado por mí…
Inmediatamente comprendió lo absurdo de sus palabras y se echó a reír. Yoshio
estaba perplejo.
—Solamente un momento —rogó—. No puede usted irse sola… No debo
permitirlo… La ciudad está llena de soldados…
Cogió su chaqueta y la volvió a dejar distraídamente. En aquel instante tuvo una
inspiración. Cerró los ojos y dijo:
—Un segundo, Jelena. Medio segundo solamente… Usted comprenderá… La
costumbre japonesa… Tengo que arreglar la cuenta personalmente con la dueña de la
casa… Es imposible hacerlo en presencia del honrado huésped…
Se dirigió a la puerta. Las dos criadas lo siguieron.
—Por favor, cuide de mi chaqueta —añadió, y la puerta se cerró con él.
Jelena levantó impacientemente la chaqueta, que olía al aceite que Yoshio usaba
para el cabello, y la puso de nuevo donde estaba.
«Hay que tener mucha intimidad con un hombre para no asquearse de sus ropas»,
pensó.
Como le ocurría siempre, relacionó aquello con Frank. El calor de la ropa de hilo
de Frank, el olor de sus cigarrillos… Cada línea de su traje le era conocida y la
excitaba; en cambio, cada pulgada de la pequeña chaqueta del ambicioso Yoshio le
producía asco…
Se hallaba frente a la ventana abierta, mirando al patio, al macizo de susurrantes
bambúes, cuando Yoshio entró. Su chaqueta estaba junto a la mesa, pero no en la
misma posición en que la había dejado.
—¿He tardado mucho? —preguntó amablemente.
—Bastante —repuso Jelena.
Yoshio no comprendió lo que había querido decir. Ignoraba si durante su ausencia
Jelena había robado los documentos. Se quitó el quimono y volvió a ponerse la
chaqueta. Sentía una gran intranquilidad. Pensó que no era lo bastante hábil para el
oficio. Jelena le miró cuando sacó los sobres largos y estrechos adornados con un
emblema rojo y blanco, sin los cuales la propina a las criadas no hubiera sido un
regalo, sino una ofensa.
—Muy bonito —dijo distraídamente.
Haciendo un último esfuerzo, Yoshio dejó caer los documentos sobre la alfombra.
Una de las pequeñas criadas los recogió. Yoshio contuvo el aliento y observó el gesto
de Jelena, la cual le dirigió una rápida mirada.
—¿Japonés? —preguntó.
—Cifrado… Documentos secretos —respondió él, guardándolos nuevamente en
el bolsillo y fingiendo sentirle asustado.
—¡Qué lástima que yo no sea espía! —dijo Jelena.
Yoshio no supo si era ironía o suprema habilidad.

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—Sayonara[91] —dijo Jelena a los criados cuando pasó por la puerta—. Domo
arigato gozai-mashita[92] —le dijo luego a la patrona y a las mujeres que, después de
ayudarla a ponerse los zapatos, permanecieron arrodilladas con las manos apoyadas
en el suelo.
—Conque, ¿sabe también japonés? —dijo Yoshio mientras atravesaban el patio.
Su corazón comenzó a palpitar tan fuertemente, que le pareció que el ruido de los
latidos trascendía de su cuerpo.
—Hace una noche magnífica —respondió Jelena, convirtiéndose nuevamente en
una dama inglesa de la alta sociedad.
Un muchacho llamó a un taxi que esperaba ante la puerta de la calle. Yoshio abrió
la portezuela.
—Mi buen Yo —dijo ella amablemente—, no se enfade, pero no quisiera que me
acompañase… Mi marido… Por favor, comprenda usted… ¡Es tan celoso…! Es
ridículo, lo sé…, pero no quisiera que me hiciese una escena si me ve en su…, si me
ve en compañía de un caballero.
Yoshio retrocedió un paso, impresionado por la ofensa.
«Así son los ingleses —pensó—. Esa mujer ha vivido conmigo, a mis expensas;
los japoneses la han recogido del arroyo y costeado todos sus gastos… ¡Y ahora no
quiere que la vean con un japonés!».
Se había pasado la noche nadando en un océano de excitaciones, ora arriba, sobre
la encrespada cima de una ola; ora abajo, sumergido y sofocado. El miedo, la ira, el
triunfo y la ofensa contribuyeron a aguzar su deseo de entrar en el coche y poseerla.
Se acercó… Ella le tendió la mano… Yoshio palideció por el esfuerzo que hizo para
dominarse.
—Buenas noches, Jelena, y gracias por su estimada compañía. Espero que me
permitirá volver a verla.
Se quitó las gafas y se inclinó sobre su mano para besarla, como había aprendido
en París.
—Seguramente volveremos a vernos en alguna parte. Saldremos mañana por la
tarde en el Soerabaya… Tal vez nos encontremos en Hong Kong…, en Singapur… o
en Londres. He pasado una noche encantadora. Que tenga mucha suerte en su misión
secreta.
Él dejó caer la mano y la miró fijamente. El taxi se alejó. Jelena lo saludó una vez
más con la mano, se recostó luego en el coche y desapareció de su vista. Yoshio
contempló fijamente la calle desierta. Estaba pálido. Le pareció que la sangre
abandonaba su cuerpo, y sintió un dolor agudo en el pecho, en los riñones, en la
carne… El muchacho que había llamado el taxi le miró asombrado. El rostro de
Yoshio estaba tan gris como el suelo que pisaba…

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Capítulo XVI
El doctor Yutsing Chang se dirigió en taxi al «Shanghai Hotel».
Era cerca de medianoche y las calles estaban llenas de hombres. Los vendedores
de periódicos anunciaban que en Hong Kong se luchaba contra las tropas japonesas.
Pero Yutsing no oía nada. Estaba acurrucado en el coche, retorciendo el pañuelo,
mientras lágrimas de desesperación resbalaban por su rostro. Se hallaba en ese estado
nervioso que suele caracterizar al pueblo chino y origina rebeliones, saqueos,
asesinatos en masa y crueles torturas. Yutsing Chang había recibido una noticia que le
parecía tan inverosímil, tan imposible, tan criminal, que le obligaba a llorar antes de
comprobar su exactitud.
—El señor Chang Bo Gum se encuentra con sus huéspedes en la cámara plateada
—dijo el encargado del ascensor del hotel.
Yutsing, después de pagar el taxi, se dirigió a la planta inferior, para evitar el
vestíbulo y su concurrencia.
—A la cámara plateada, pues —dijo con los dientes apretados.
Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a subir. Con un supremo esfuerzo,
Chang logró contener las lágrimas, pero sus ojos ardían y respiraba dificultosamente
a causa del miedo y de la rabia. «Cámara plateada» era el nombre que daban los
criados chinos del «Shanghai Hotel» a una de las pequeñas salas de banquetes del
tercer piso, la cual solía ser utilizada por los ricos anfitriones. Como muchos de los
extranjeros habían aceptado la costumbre asiática de entretener a los amigos —
especialmente a los importantes hombres de negocios— fuera de su casa, la hábil
gerencia del hotel decoró cuatro salas con todo el lujo que podía esperarse. Las
paredes de la cámara plateada estaban recubiertas de espejos, cuyos marcos habían
sido barnizados de un tono suavemente plateado; de ahí recibió la sala su romántico
nombre. Ante las ventanas pendían cortinas de seda roja, y el suelo, al que se le había
dado una capa de barniz negro, de ningpo, brillaba como otro espejo más, y reflejaba
con nitidez las figuras de los huéspedes.
Cuando Yutsing se acercó a la cámara oyó música y voces de hombres y mujeres.
Temiendo que su excitación interior pudiera traslucirse, se acercó al espejo colocado
cerca del ascensor, entre dos floreros, se arregló el cabello y aspiró profundamente el
aire para tratar de calmar su corazón. Luego se puso las gafas y se dirigió a la cámara.
—¿Yutsing? ¿Qué viento le trae a usted por aquí? —preguntó el señor Chai, el
joven secretario de su padre, que estaba en el vestíbulo, vigilando a una fila de mozos
con chaquetas blancas que llevaban la comida a la sala en grandes y tapadas fuentes.
Yutsing empujó al joven, que estaba visiblemente perplejo, y abrió la alta y pesada
puerta. Luego se detuvo, porque lo que veía superaba sus previsiones.
Ante una larga mesa estaban sentados los invitados de su padre. Al lado de cada
invitado se hallaba una mujer vestida con un traje de seda de colores. Los invitados
eran japoneses. Tres japonesas con brillantes quimonos bailaban en un estrado alto

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que se levantaba en la sala. Las otras jóvenes, unas chinas y otras coreanas, atendían
a sus vecinos como si fuesen niños, induciéndoles a beber. En medio estaba sentado
Chang, el cual vestía un moderno smoking blanco. Ante él se veían pequeñas copas
de plata china para el vino; al lado, otras más grandes, de porcelana japonesa, para el
saké, y unos cuantos vasos para las bebidas occidentales. Al lado de Chang se hallaba
el huésped de honor, un japonés con uniforme de almirante, de cabello gris y cara
fríamente cincelada, que a Yutsing le pareció la de un mono. Este japonés, uno de los
almirantes de la flota que el día anterior había desembarcado a sus «blusas azules»,
contemplaba sonriente a las bailarinas, mientras rodeaba con el brazo a su vecina, una
coreana, a la que, por lo demás, no miraba. De vez en cuando cambiaba una frase con
Chang Bo Gum, acompañando cada palabra con una inclinación.
La vista de aquellos japoneses a los que su padre invitaba y agasajaba, mientras
afuera las tropas chinas construían desesperadamente las obras de fortificación, dejó a
Yutsing sin aliento. Llegaba allí presuroso para impedir algo que consideraba
incalificablemente vergonzoso y humillante. Ahora, en el umbral de la cámara
plateada, se sentía como paralizado, sin saber qué decir. Pero su gigantesco padre
pareció sentir pronto la mirada de su hijo; sin embargo, también era posible que
mirase a la puerta en su impaciencia, porque los mozos sirvieran de una vez otro
plato. Yutsing notó que una sombra oscurecía los ojos de su padre, el cual se repuso
inmediatamente y, echándose a reír, le ofreció una copa de vino.
—Ha venido un huésped inesperado: mi hijo Chang Yutsing —dijo con voz que
dominó la música del gramófono y la algarabía general.
Varios rostros se volvieron hacia Yutsing. Rostros japoneses, rostros sonrientes
del odiado y mortal enemigo. Yutsing notó en aquel instante que su padre palidecía
como si estuviera enfermo o asustado. Como no podía continuar en el umbral, avanzó
hacia la sala. Observó que tras él entraba el cortejo de mozos, de manera que avanzó
como un ridículo maître vestido de blanco al frente de la comida.
Se dirigió directamente a su padre:
—¿Qué significa esta fiesta en estos momentos?
Chang ni siquiera se mostró perplejo.
—He invitado a mis amigos a una cena de bienvenida. Almirante Sagami, ¿me
permite presentarle a mi hijo? Ya le he hablado de él. Señor Nakamo, éste es mi hijo,
el doctor Chang Yutsing. Podrán hablar con él de muchas cosas de interés común,
pues ha estudiado también en América.
Dio una palmada y dos chinos llegaron corriendo.
—¡Una silla y un cubierto para mi hijo! —exclamó.
Chang hablaba con sus invitados en inglés, en su inglés duro, pero corriente en
los grandes hombres de negocios. Los japoneses, corteses y sonrientes, se inclinaron
ante Yutsing. Éste intentó hablar, pero tuvo que hacer un esfuerzo para lograrlo.
—Tengo que hablar enseguida contigo —dijo con voz ronca dirigiéndose a su
padre.

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Chang observó rápidamente el aspecto alterado de su hijo.
—Más tarde, hijo, más tarde —dijo en voz baja y en chino.
—Ahora, enseguida —contestó Yutsing.
Su padre le miró en silencio durante algunos segundos, y la conversación se
acalló en la mesa. Las mujeres observaban, sosteniendo sus abanicos en sus manos
rígidas. Chang vio que su hijo temblaba como un árbol impulsado por la brisa
tormentosa o como una lancha en medio de la tempestad. Se levantó y se inclinó ante
sus invitados.
—Les ruego que me perdonen; es una noticia urgente, un asunto de familia —y
bajo la presión de su pesada mano condujo a su hijo hasta una puerta disimulada
detrás de las cortinas.
Se encontraron en el blanco vestíbulo que servía de cuarto de aseo para
caballeros. Había allí dos sofás destinados a los huéspedes borrachos que salían de
los banquetes. Chang se dejó caer en uno de ellos, pero no porque estuviera bajo los
efectos del alcohol, pues nunca se embriagaba.
—¿Qué hay, pues? —preguntó, hablando siempre en inglés. Probablemente,
hablaba tanto en este idioma en el transcurso de la noche que le resultaba difícil
cambiar—. ¿Por qué vienes aquí como un fantasma y me obligas a ser descortés con
mis invitados?
Yutsing continuaba de pie y miraba fijamente a su padre.
—¿Cómo es posible que des una fiesta en honor de los enemigos? ¿Una fiesta en
la misma noche en que construimos barricadas en Chapei y Hongkew y en que se ven
los primeros muertos en las calles? —preguntó con una voz que se hacía más ronca
por momentos—. Yo no lo hubiera creído, no lo hubiera creído nunca, pero he tenido
que verlo personalmente. ¡Mi padre ofreciendo una fiesta a los japoneses, a los
japoneses, que quieren hacer de la China una colonia japonesa! Se me ha dicho que
has dado también dinero a los japoneses. ¿También es verdad?
Chang sonrió.
—Los señores que invité son viejos amigos —dijo con exagerada complacencia
—. El almirante Sagami; el señor Nakamo, director del Banco de Osaka; Tsuneo
Fujita, propietario del Diario de Kobe; Toro Sato, mi socio en el molino de
Tsingtao… ¿Por qué no habría de invitarlos? Los conozco a todos hace más de veinte
años… Son hombres honrados, decentes y corteses…
—Les has dado dinero, ¿verdad? Dinero para que compren cañones con los cuales
dispararán sobre nosotros —gritó Yutsing con exaltación.
Chang sonrió.
—Mi experiencia con los japoneses me ha enseñado que son casi incorruptibles
—dijo—. Por eso deben emplearse medios delicados para influir en ellos.
Se levantó y se dirigió al lavabo de mármol, donde se lavó la cara. Luego volvió
junto a su hijo.
—No me causa mucho placer haber invitado hoy a esos hombres —continuó el

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chino—, pues no me encuentro bien y preferiría descansar. Pero estoy convencido de
que es una gran ventaja tener amigos entre los enemigos.
—Padre —dijo Yutsing tratando de recuperar la calma—, has regalado seis
aviones a nuestro Gobierno. ¿Qué explicación tiene que le regales también seis
aviones al enemigo para que luche contra los nuestros?
—He regalado los seis aviones a Nanking para darte una alegría a ti, no porque
espere muchos beneficios de ellos. Tú tal vez no sepas que el Gobierno tiene buenos
aviones y buenos aviadores, pero que se olvidó de almacenar gasolina en cantidades
suficientes —dijo, y continuó en inglés, que era el idioma propicio para esos temas
—: Nosotros los chinos nos ridiculizamos si nos presentamos como soldados. Es fácil
mandar a la guerra soldados que ignoran de qué se trata. Es fácil matar cerdos que no
pueden defenderse. Pero la gente que lo sabe mejor actúa sin ninguna
responsabilidad. Dan a los soldados fusiles con municiones francesas, y aviones
americanos con accesorios italianos. Unos materiales no se complementan con los
otros, y el ejército está así miserablemente abastecido. Con palabras ingeniosas no se
puede matar a nadie. La guerra es un negocio cuyo resultado depende del que sepa
matar mejor y no de quien tenga más soldados que puedan morir.
Yutsing notó un sabor amargo en la boca al oír las palabras de su padre.
—¡Es muy triste tener que vivir en un mundo que puede ser únicamente
convencido por los cañones, los navíos de guerra y las bombas aéreas! —exclamó
amargado—. Pero nosotros hemos preparado está guerra y la llevaremos a cabo
aunque dure ciento, doscientos años, hasta que no quede con vida un solo soldado. Y
si es necesario aniquilaremos a la gente de tu índole, que siembra la incredulidad y
pacta con los japoneses.
Chang se apretaba con fuerza un costado, en el que sentía un dolor agudo.
—A mí no tienes que hacerme discursos de propaganda. Guarda tus palabras para
la gente que te las crea. En resumidas cuentas, ¿qué quieres de mí?
Yutsing reflexionó en esta pregunta. No era fácil contestarla.
—Quiero que despaches enseguida a los japoneses, que los arrojes de tu casa.
Quiero que retires todo el dinero que tienes invertido en empresas japonesas. Quiero
que ames a China y creas en China, en nuestra pobre y desdichada patria, en tu patria,
¿comprendes?
Chang comenzó a sentirse disgustado.
—¿Y si te dijera que tengo la impresión de que China será más feliz bajo el
dominio japonés? —dijo con vehemencia.
Su hijo le miró fijamente durante largo rato, como si le faltasen palabras para
contestarle. Chang no había cerrado bien el grifo al lavarse, y el sonido débil y
regular del agua al caer se mezcló con las carcajadas, el entrechocar de copas y el
canto de las mujeres en la sala.
A ver que Yutsing no contestaba, su padre continuó hablando:
—Los japoneses tienen el talento de gobernar, del cual, según parece, nosotros

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carecemos. Empleados incorruptibles; paz y orden en el país; ninguna crisis, ninguna
peste; arroz para todos. Vosotros solamente lo prometéis; los japoneses lo dan. ¿Crees
tú que para la gente simple puede haber alguna diferencia entre los que gobiernan
mientras tengan lo suficiente para comer y no se vean obligados a pagar
contribuciones demasiado altas? ¿Qué interés puede sentir el campesino por vuestras
palabras de propaganda? ¿Qué habéis sacado de vuestras escuelas? Libertad o
esclavitud, unidad o separación… El hombre simple ni siquiera comprende qué es
eso. Un estómago satisfecho vale más que la libertad, porque tienen bastante libertad
y poca comida. Y mientras más soldados haya en el país, más hambre sufre el pueblo.
Pero vosotros, tú y tus amigos, vais solamente por ahí a sembrar el desconcierto entre
una gente que se habría sentido satisfecha, como tus antepasados, sin vuestros gritos
de colegiales, sin vuestros irreflexivos cerebros exaltados.
Yutsing le escuchó desconcertado. Luego recordó dónde había oído algo parecido.
Sun-Yat-Sen, el gran maestro, el revolucionario, el padre de la Nueva China, había
dicho:

«Ofrece la libertad al pueblo y no le importará, pues China ha tenido


demasiada libertad durante dos mil años. Pero ofrécele dinero y se levantará,
porque el pueblo es pobre y todos desean lo que no poseen».

Le asustó que su padre, el oportunista, el capitalista, el egoísta, llegara a la misma


conclusión que el gran maestro revolucionario.
—Los japoneses son patriotas. Tienen honor nacional, sentimiento nacional.
Beben contigo, pero te desprecian lo mismo que te desprecio yo —gritó Yutsing, para
defenderse de los tranquilos raciocinios de su padre. El pálido rostro de Chang
enrojeció súbitamente.
—¡El hijo desprecia a su padre! Es la moral de la Nueva Vida —dijo en voz baja.
Yutsing temió por un momento que su padre le pegara, como había ocurrido diez
años antes. La suave respuesta lo desarmó, pues reconoció su justicia.
—¿Qué le compras a los japoneses con esta desvergonzada fiesta que ofreces? —
preguntó con ira. Su padre había recobrado la calma.
—¿Qué te importa a ti? —preguntó con ironía—. Tal vez la seguridad de la casa
en que vive tu madre tal vez el porvenir del negocio que he creado; tal vez tu propia
vida.
Temblando de rabia, Yutsing contestó:
—Te prohíbo que regatees mi vida con los japoneses. Mi vida me pertenece a mí,
y no la quiero si ha sido, comprada con la humillación y la vergüenza.
Chang apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se echó a reír a carcajadas.
—¿Está eso escrito en los libros de texto? ¿No has conservado ni una chispa de
humor, ninguna tolerancia? Te he dejado practicar tus devaneos políticos, porque la
juventud tiene que hacer tonterías y la vejez la hace sensata. Hasta me he molestado

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en ser amable con la nueva y estéril extranjera que has traído a casa sin mi
consentimiento. Pero te pido tolerancia para mi insignificante vida y mis opiniones
seguramente estúpidas y sin valor. Tolerancia, ¿entiendes, hijo?, y no presunción
obstinada e insensible. Yo he sido solamente un coolie, y tú tiene una cultura sólida y
costosa. Pero creo saber algo que tú no aprendiste nunca: es una enfermedad de los
hombres el abandonar su propio campo para buscar la cizaña en los campos de otros.
—¡Opio y Confucio! Con eso habéis tenido al pueblo sumiso y obediente, como
un animal que no puede pensar —dijo Yutsing sombríamente.
—Permíteme decirte que no conoces al pueblo. Yo le conozco, pues he crecido
entre él. El pueblo no quiere la guerra. Ningún pueblo del mundo la desea. Esto te lo
puedo afirmar sin haber leído los libros. Los japoneses tampoco la quieren, ni los
europeos, ni los americanos. Todos, todos los pueblos del mundo aborrecen la guerra.
La gente quiere un poco de felicidad y de alegría, y todos los hombres que llevan un
arado, los que transportan cargas y los que hacen un trabajo rudo, son hermanos y
desean lo mismo. Quieren comer su plato de arroz o de tallarines, dormir con sus
mujeres, engendrar hijos, trabajar y descansar de su trabajo; reír a veces, o entonar
una canción, o jugar a las cartas; y si de vez en cuando se pueden permitir además
una pequeña borrachera con vino o con opio, entonces su vida es buena y fácil. Todo
lo que tú y tus amigos predicáis les es extraño y los enferma, los hace sentirse
descontentos con el mundo y los amarga.
Después de decir esto, Chang respiró profundamente y trató nuevamente de
calmar el dolor de su costado.
—Recuerdo aún el día en que me puse por primera vez botas de cuero, botas
extranjeras, occidentales. Eran duras y lastimaban los pies. Entonces pensé que por
eso todos los extranjeros suelen estar de mal humor y son poco amables y poco
bondadosos. Ellos usan botas estrechas y duras y les duelen los pies. ¿Cómo pueden
ser alegres y buenos? ¿Qué dais al pueblo con vuestra educación, con la higiene y con
la Nueva Vida, con las máximas y la campaña contra el vecino japonés? Son botas
extranjeras, estrechas y duras, que aprietan y no sientan bien. Y ahora, hijo, tendrás
que disculparme. Debo volver con mis invitados.
Yutsing se adelantó y le interceptó el paso.
—Padre —dijo implorando—, si haces eso…, si vuelves…, si te pones al lado de
los japoneses, no volverás a verme. ¡Me declaro contra ti! —gritó—. ¡Dejaré de ser tu
hijo y tú dejarás de ser mi padre! ¡Decídete! ¡Elige!
Chang pasó ante su hijo y lo empujó suavemente a un lado. Sin embargo, al llegar
a la puerta se detuvo un instante y se volvió para mirarle. Hizo un gesto irónico ante
la larga fila de lavabos, el grifo goteante, los limpios frascos de jabón líquido, los
aparatos automáticos de toallas de papel y los dos blancos sofás para los huéspedes
borrachos.
—No es el momento ni el lugar adecuado para tales decisiones —dijo casi
regocijado.

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Yutsing experimentó por un momento un vacío completo. Se sintió invadido por
la angustia.
—Tú lo quieres… —dijo.
Sacó un revólver del bolsillo y se dirigió resueltamente hacia su padre. Chang se
había encontrado demasiadas veces en situaciones peligrosas para no comprender la
amenaza. Yutsing abrió la puerta. Solamente la cortina roja lo separaba de los
huéspedes de la sala.
—¿Qué haces, niño loco? —preguntó, y alcanzó de un salto a su hijo, sintiendo
cómo se recrudecían sus dolores.
Yutsing rió, pero no dijo nada. Separó la cortina y miró por un pequeño resquicio.
Chang había asistido tres veces a reuniones en las que participaban enemigos
políticos especialmente invitados, los cuales fueron luego asesinados. Siempre había
figurado entre los organizadores. Pero era muy diferente que su propio hijo quisiera
asesinar a sus huéspedes, huéspedes japoneses, cuando una flota de guerra estaba
anclada en el río y el ejército había desembarcado en la ciudad. Chang era un hombre
decidido. En los momentos de peligro no necesitaba pensar, sino que obraba
maquinalmente. De un golpe paralizó el brazo de Yutsing. Un empujón bastó para
hacerle rodar por el suelo. Luego se apoderó del revólver, arrastró a su hijo que
estaba aún mareado por los efectos del golpe, hasta el cuarto da baño de azulejos, y
cerró la puerta. La escena había durado muy poco tiempo. Chang volvió a
experimentar agudos dolores y se sentó.
Cuando Yutsing recobró el conocimiento, se incorporó y se arrojó sobre su padre.
Se sentía lleno de rabia y de vergüenza, y el deseo de venganza lo dominaba. Sé
desató en improperios que había aprendido trabajando entre los coolies, y, fuera de sí,
sujetó a su anciano padre por el cuello y exclamó:
—¡Coolie! ¡Bestia! ¡Bastardo de una perra en celo! ¡Nieto de una prostituta!
Chai, el joven secretario, debía de estar observando la escena, porque de lo
contrario no hubiese podido entrar en aquel preciso instante. Haciendo un esfuerzo
sobrehumano logró separar a Chang de su hijo. Ambos luchaban encarnizadamente,
como perros. Cuando se separaron quedaron jadeantes. Yutsing tenía en la frente
rasguño del que brotaba la sangre. El smoking blanco Chang estaba manchado, y su
camisa se había roto en lucha. Con manos temblorosas trató de arreglar su bata verde.
El secretario miró en torno suyo, y, finalmente, mojó su pañuelo y comenzó a
refrescar primero al padre y luego a Yutsing.
La situación resultaba tan inaudita que Yutsing no sabía dónde mirar. En las
peleas siempre había un motivo, pero ahora se trataba de una lucha entre padre e hijo,
de algo que no podía explicarse.
Como Chai había tenido la fortuna o la desgracia de ser el único testigo del
incidente, sólo dos cosas podían ocurrirle: Chang le haría desaparecer o le daría un
importante puesto para comprar su silencio.
—Vete con los huéspedes y discúlpame… —dijo Chang cuando hubo recuperado

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el dominio sobre sí mismo—. Di que me sangra la nariz, di cualquier cosa… Anda…
Dales de beber y vigila a las muchachas… Yo iré enseguida.
Chai se alejó despacio y vacilante. Cuando abrió la puerta de la cámara plateada
salió como una ola el intenso ruido de la fiesta. La música japonesa había sido
remplazada por la moderna música americana.
Yutsing, siempre acurrucado en el suelo, miró a su padre. Debía tratar de lograr su
perdón, pero no quería. Guardó silencio, esperando que su padre dijese algo. Chang
abrió dos veces la boca, pero de ella no salió una sola palabra.
Hizo una mueca extraña y su rostro comenzó a temblar. Su boca se cerró sobre las
grandes mandíbulas, y sólo cuando se cubrió los ojos con la mano y un grito extraño
se escapó de su garganta, comprendió Yutsing que su padre lloraba…
Como Chang, el gigante, no tenía experiencia en el llanto, se agitaba
convulsivamente. Yutsing se levantó y buscó su revólver. Parecía no haber
comprendido lo ocurrido con su padre. Encontró el arma y volvió a guardarla en el
bolsillo.
—¡El hombre más rico de Shanghai! ¡Soy el hombre más rico de Shanghai! —
gimió Chang—. Todo lo poseo, menos lo que tiene el coolie más pobre: ¡el cariño de
su hijo!
Yutsing salió por la estrecha puerta por donde había entrado el secretario y bajó
por las escaleras posteriores del hotel. Cuando se encontró en la calle, sacó el pañuelo
y lo apretó contra la pequeña herida de su frente.
La noche era fresca. El aire tenía un aroma extraño y amargo. Mareado y
vacilante junto a la puerta, esperó un taxi. Por fin se detuvo uno.
—Bubbling Well Road, Celestial Mansions —dijo Yutsing al chófer. Era la
dirección de Meilan, su concubina.

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Capítulo XVII
Aproximadamente a las diez de la noche volvió Pearl Chang de la asamblea de
mujeres, en la que había hablado sobre el cuidado de los niños de pecho. Cada
viernes por la tarde daba una conferencia en una de las filiales de las «Hijas de la
Nueva Vida», cuyo objeto era educar a las mujeres de obreros y coolies. Aquella
noche habla estado en Nantao. A la asamblea había asistido poca gente, y las toses
fueron más frecuentes que de costumbre. Pearl, que trató de conquistar la atención de
su auditorio, el cual mascaba pepitas de melón, estaba cansada y un poco desalentada
cuando regresó. Podía prever que aquella guerra destruiría mucho de lo poco que
había podido construirse en los últimos años. Yutsing no estaba en casa, y Pearl trató
de no intranquilizarse. Se dirigió al baño y se entretuvo mucho en él, hasta que creyó
que el cansancio le procuraría un rápido sueño. Pero ya en la cama se desveló cada
vez más. Le ocurría el mismo fenómeno hacía una semana, desde que el peligro se
acercaba a la ciudad y su marido parecía alejarse de ella. La cama vacía a su lado le
impedía dormir. Yutsing había pasado tres noches de la semana fuera de su casa.
Pensó que esto obedecía a sus preocupaciones por China, por los niños que no podían
salir de la ciudad pues los trenes transportaban soldados y los autobuses no bastaban
para llevar a los pequeños exploradores de regreso a sus pueblos… Los exploradores
llegaron a constituir un serio problema para todos los que se sentían responsables del
Jamboree. Cada día se hacía más difícil conseguir comida y alojamiento para ellos, y
no se sabe lo que les sucedería si la guerra llegaba a Shanghai.
«Yutsing se ha quedado en Kangwang —pensó Pearl—. Olvida el sueño y la
comida en su preocupación por los exploradores».
Pero un oscuro presentimiento le dijo que alguna otra cosa lo alejaba, algo que
temía desde que se hallaba Shanghai…
«Cuando termine la guerra —siguió pensando—, pediremos permiso y nos
iremos algunos meses a casa. A América».
Le parecía que necesitaba el aire americano para recuperar su optimismo y su
antigua energía. Shanghai le había robado muchas cosas. Cuando el reloj de la iglesia
católica dio la medianoche, se levantó otra vez, encendió la luz y buscó un somnífero
en un pequeño armario. Lo tomó de pie, delante del espejo, maquinalmente. Sus ideas
se hicieron confusas, y poco después logró dormirse.
El ruido del teléfono que tenía sobre la mesa de noche la despertó. Eran casi las
cuatro de la madrugada. Afuera se advertía una claridad grisácea. Sus oídos
zumbaban.
«El veronal no me ha servido de mucho», se dijo enojada. Poco después
comprendió que era el doctor Hain quien le hablaba.
—Pearl —dijo el doctor—, no puedo encontrar a su marido. ¿Dónde está? ¿No lo
sabe usted? Hemos de encontrarle, y lo más pronto posible. Oiga, Pearl, su suegro
está enfermo: apendicitis aguda. Sí, el vientre está distendido y ha tenido vómitos.

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Debe ser trasladado enseguida al hospital… Sí, existe el peligro de una perforación…
Debe ser operado, pero no quiere… Usted lo conoce mejor que yo… Es muy
obstinado… Sí… He traído dos médicos chinos que su secretario me ha
recomendado… Creíamos que tendría más confianza en ellos, pero se defiende como
un búfalo… ¡Disculpe, Pearl! Necesitamos a su marido para decidir lo que debe
hacerse… Compréndalo, Pearl… Es muy urgente… Él llama también sin cesar al
doctor Chang. Su secretario me ha dicho que algo malo pasó anoche entre los dos, y
que se supone que enfermó por haberse disgustado con su hijo… No… Naturalmente,
eso es una locura… Sí… Indudablemente es apendicitis. Por favor, dígale a su marido
que venga enseguida. Siento asustarla, Pearl… Él es muy fuerte, y todo puede salir
bien aún si es operado… Adiós, Pearl. Pearl colgó el receptor, confundida y
alarmada. Con algunas preguntas cortas hechas al médico había sabido bastante.
Frunció el ceño y se dirigió a la sala de estar, donde tenía su maletín de urgencia.
Encendió la luz, que se mezcló turbiamente con la del amanecer. Buscó una
jeringuilla y se puso una inyección de cafeína para anular los efectos del somnífero,
ya que necesitaba tener la cabeza despejada. No tenía la menor idea del sitio en que
pudiera hallarse Yutsing a aquella hora del día.
«Debo ir a casa de Liu —se dijo—. Tal vez él sepa algo».
Pero el sueño se apoderó nuevamente de ella. Entró en el baño y se dio una ducha
fría. Luego llamó a su boy y le mandó a buscar un taxi, pues tenía motivos para
desconfiar de las comunicaciones telefónicas. Antes de que hubiera terminado de
vestirse, regresó el boy, diciendo que el taxi aguardaba. El trayecto hasta Hongkew,
donde vivía Liu, era bastante largo, y él no tenía teléfono en su casa china, como
demostración de desprecio por las costumbres americanas y como un seguro sobre su
tranquilidad.
Debía de haber llovido por la noche, pues las calles estaban húmedas y frescas.
Pearl se fue excitando a medida que el automóvil avanzaba. Dos veces encontraron
soldados y tropas coloniales francesas, así como un pequeño destacamento de la
guardia internacional. Tuvo que mostrar su pasaporte antes de que le permitieran
cruzar Soochow Creek, y se alegró de llevar siempre consigo aquel documento, que
le franqueaba la entrada a todos los lugares. Las calles próximas al Creek habían
llegado a serle extrañas. El día aclaraba lentamente, como contra su voluntad, pues el
cielo aparecía cubierto de nubes. Creyó ver alambradas de espino, pero no se fió
mucho de su observación, porque no desconocía cuáles eran los efectos del somnífero
que había tomado para poder descansar. Cuando franquearon el Creek y doblaron al
lado chino de North Szechuan Road, se les acercó una larga fila de soldados chinos,
en su mayoría muchachos jóvenes, cuyos rostros parecían inexpresivos bajo los
cascos de acero. No marchaban ordenadamente, sino más bien parecían pasear, como
si regresaran de una excursión.
—Los cobertizos del río están llenos de ellos —dijo el chófer cuando los dejaron
atrás.

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La casa de Liu se hallaba en medio de un intrincado grupo de estrechas
callejuelas, entre residencias chinas de todo tamaño, que se extendían hasta el borde
de un arroyo. La finca tenía una puerta y dos ventanas a cada lado. Pearl tiró de la
campanilla, pero transcurrió un rato antes de que apareciese el portero. Aunque a Liu
le complacía adoptar cierta pobreza y sencillez en sus costumbres, siempre tenía su
casa llena de criados, como ocurría en todas las de las personas adineradas.
Pearl explicó rápidamente el objeto de su temprana visita, y el portero la hizo
aguardar en la calle, mientra se dirigía hacia el interior de la casa para avisar a su
amo. A Pearl le pareció que habían transcurrido varios días desde la llamada del
doctor Hain, y comenzó a experimentar cierto enojo hacia su marido, cuyo paradero
ignoraba.
Liu apareció con sorprendente rapidez, abrochándose su larga túnica gris. En su
rostro se reflejaba la intranquilidad, que trataba de disfrazar con una sonrisa.
—Liu, siento molestarle —dijo Pearl, mientras se dirigían hacia el automóvil, que
aguardaba en la esquina de la callejuela—. Mi suegro está gravemente enfermo y
quiere ver a Yutsing. Es estúpido confesarlo, pero no sé por dónde vagabundea mi
marido. Quizá sea una estupidez, pero pensé que tal vez usted supiera dónde está.
Como usted es su amigo.
—Yo… creo poderlo encontrar —dijo Liu, y subió al coche—. Lo mejor es que
vaya usted directamente al «Shanghai Hotel» y atienda al viejo Chang. Yo seguiré
con el taxi y buscaré a Yutsing… Al «Shanghai Hotel» —dijo al chófer.
—¿Sabe usted dónde está? —volvió a preguntar Pearl.
Liu se echó a reír algo desconcertado, pero no respondió.
—No puedo ir sin Yutsing a ver a mi suegro, porque seguramente lo excitaría. Me
quedaré con usted hasta que lo hayamos encontrado.
Liu reflexionó un momento y repuso al fin:
—Bueno. Si usted lo desea, Pearl…
Ella le dio prisa al conductor, y poco después volvieron a pasar cerca de los
soldados que había encontrado antes. Liu miró por la ventanilla del coche, y sólo
cuando hubo pasado la larga fila dijo:
—Así, pues, se luchará en serio. ¡Qué lástima!
—Usted no piensa ni remotamente en la guerra, y, sin embargo, odia a los
japoneses. Eso no tiene lógica.
—La lógica es algo que no corresponde a nuestro carácter, Pearl. Pero si usted
quiere saber cuál es la lógica en el caso nuestro, le diré que nosotros nunca hemos
ganado una guerra; también perderemos ésta. Lo que necesitamos no son municiones,
sino paciencia… y la tenemos. Esperaremos el resultado quinientos, mil años. No
tiene importancia. Perderemos la guerra, pero somos invencibles. Deje venir a los
japoneses…
—Parece que no nos queda otra alternativa que dejarlos venir —exclamó Pearl
con amargura—. Nosotros no hemos buscado la guerra; estamos obligados a ella.

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—Así es —dijo Liu—. Nos dejamos forzar a la lucha; en eso consiste la
equivocación. No somos fuertes como los tigres, sino que nuestra fuerza es la de las
hormigas; somos como enjambres que se multiplican invariable e inexorablemente.
Nosotros existiremos siempre, pero ¿y el Japón? ¿Dónde estará el Japón dentro de
diez mil años?
Pearl siguió con los ojos la mano de Liu, que parecía borrar al Japón con un
ademán negligente.
—Yo soy una mujer, Liu. No me interesa lo que sucederá dentro de diez mil años.
Hoy, Liu, debemos defendernos. Eso es lo que yo sé.
—Eche usted un pedazo de hielo en un cubo de agua hirviente. ¿Debe defenderse
el agua? ¿Puede perdurar el hielo? —dijo Liu sonriendo. Sus metáforas enfurecieron
a Pearl.
—Falta solamente que usted repita la vieja trivialidad y quiera convencerme de
que la China convertirá en chinos a los japoneses.
—Es extraño, pero las trivialidades se originan por la reiteración de las
verdades… No se puede negar que la China ha absorbido siempre a sus
conquistadores… Y no solamente ha ocurrido eso, sino que se repitió cada vez que la
sangre nueva afluyó del Norte… Créame, Pearl: no vale la pena luchar contra el
Japón… China será siempre más fuerte, mientras no haga otra cosa que existir.
—Más aprisa… Más aprisa —dijo Pearl al chófer.
—Americana… —dijo Liu burlándose de buena fe.
—Soy médico, y por eso no desconozco la importancia de los minutos.
Guardaron silencio. Pearl se preguntaba sin cesar por el paradero de Yutsing.
Buscaba mentalmente las causas que lo habían alejado de su lado de un día para otro
¿Cómo era posible que Liu supiera más que ella de aquel asunto? Amargas
reflexiones embargaron su mente. Recordó el cariño que los había unido un día, los
dolores que juntos compartieron…
«Nuestras alegrías son vanas y nuestros dolores profundos», había escrito su
padre al morir su pequeño hermano. Mientras viajaba en medio de la fría noche
experimentó el orgullo que sienten los solitarios.
Al acercarse al puente los detuvo un pequeño destacamento de soldados chinos.
Un joven oficial, con el cigarrillo en la boca, se acercó al coche y comenzó a hablar
con Liu, sin prestar ninguna atención a sus acompañantes. Liu trató de explicar los
motivos de su prisa y del viaje a una hora tan temprana. Sólo cuando Pearl mostró su
pasaporte el oficial saludó y los dejó seguir.
Entretanto aclaraba, y detrás de las casas aparecían ya los primeros resplandores
del sol. Liu, arrellanado su asiento, pensó en la mejor manera de explicar Pearl lo
relacionado con Yutsing. Siguieron avanzando llegaron a la Concesión Internacional,
sin ser detenidos por los soldados ingleses que patrullaban a lo largo de Creek. Luego
continuaron avanzando por Nanking Ro que estaba desierta y tranquila, y pasaron
ante el «Shanghai Hotel», a cuya puerta se hallaba el portero soñoliento.

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—¿Adónde vamos? —preguntó Pearl.
—Si Yutsing está donde yo supongo, lo hallaremos en Celestial Mansions —dijo
Liu vacilando, y miró de soslayo a Pearl, la cual no mostró asombro ni curiosidad—.
Usted —continuó— debe saberlo de cualquier modo, ahora o más tarde, Pearl, y tal
vez lo mejor es que sea ahora. Yutsing ha querido confesárselo, pero temía que usted
lo interpretara mal. Yo no hablo ahora en chino, Pearl, sino que lo hago con toda
sinceridad, porque sé que es usted demasiado prudente y sensata y que sabe
comprender el significado de cosas inevitables…, inevitables e insignificantes…
Yutsing ha…, se ha sometido a la voluntad de su padre y tiene una concubina… No
se trata de amor ni de cualquier otra cosa que tenga relación con el individuo Yutsing
Chang. Por favor, comprenda eso, Pearl… Pertenece a lo que hace poco le decía
acerca de nuestro país. Tiene que haber generaciones futuras… Tiene que existir la
seguridad de que China continuará viviendo siglo tras siglo… El viejo Chang es un
ladrón, un pirata y un malhechor, pero tiene derecho a los nietos… y Yutsing, por su
parte, no tiene derecho a negárselos… ¿Lo comprende usted, Pearl? Debe
comprenderlo y no disgustarse por sus ideas cristianas sobre la monogamia… ¿Me lo
promete usted, Pearl? ¿Me promete que sonreirá como una buena señora que cumple
con su deber cuando vayamos a buscar a Yutsing?
Liu miró a Pearl, que sonrió obedientemente, y suspiró, profundamente aliviado,
pensando con satisfacción que Yutsing podría agradecerle lo que estaba haciendo por
él.
—Es usted una buena mujer, Pearl —dijo alegremente—. Me permitirá que le
dedique un poema, una oda en estilo clásico. ¿No tiene una hermana? Si se parece n
usted, iré a América y me casaré con ella.
—Usted ya tiene una mujer… o varias —respondió Pearl, y siguió sonriendo.
El taxi se detuvo.
—Hemos llegado —dijo Liu.
Era un edificio gigantesco, con innumerables pisos en los que vivían personas
elegantes. «Soy moderna —parecía gritar su fachada—. Lo más nuevo, lo último, lo
costoso, cosmopolita: el “Shanghai Hotel” de mañana». El portal relucía de metal y
cristales. Una tienda de flores de la planta baja dejaba correr cataratas de agua
durante el día y la noche para mantener frescas las orquídeas.
—¿Quiere ir a buscar a Yutsing? Yo esperaré aquí —dijo Pearl con las manos
apoyadas en su regazo.
Liu la miró y desapareció en medio de la suntuosidad de la casa. Pearl trató de
continuar sonriendo. El mundo había sufrido para ella una profunda conmoción en los
últimos diez minutos. Vestía su mejor traje de sastre, porque no le gustaba entrar en el
«Shanghai» con vestidos chinos. Cuando Yutsing apareció con Liu se metió las
manos en los bolsillos.
—Pearl… —dijo Yutsing cuando se sentó a su lado.
—Hemos perdido mucho tiempo —respondió ella sonriente—. Espero que

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lograrás convencer a tu padre de que se deje operar. Siento ser portadora de malas
noticias.
—Pearl… —volvió a decir él, y buscó la mano de ella, pero halló solamente sus
rígidos brazos.
—¿Le pongo un telegrama a tu madre? —preguntó Liu tratando de desviar el
tema.
—No. Creo que no es necesario —dijo Yutsing—. Ella no podría venir ahora.
Todas las líneas ferroviarias están abarrotadas. ¿Para qué excitarla?
—El doctor Hain es un médico excelente —dijo Pearl—. Era famoso en su país.
Me alegro de que podamos contar con él.
Los aspiradores de polvo zumbaban en el vestíbulo hotel. Tuvieron que despertar
al encargado del ascensor, que se había dormido.
—¿Quieren que los acompañe? —preguntó Liu—. Tal vez pueda ser de alguna
utilidad.
Pearl le tendió la mano.
—Lo necesitamos, Liu —dijo.
Él le estrechó la mano y subieron en silencio hasta el jardín terraza.
En la gran sala de Bo Gum Chang estaban sentadas muy juntas las tres jóvenes
que Yutsing había visto o vez en casa de su padre. Sabía que la mayor de ellas era la
hermana de Meilan. Por todas partes se veían criados, empleados y parientes lejanos.
Algunos de ellos jugaban al mahjong.
Cuando Pearl entró, cesaron los cuchicheos. El doctor Hain acudió a su
encuentro.
—He mandado al señor Chai por la ambulancia, porque el teléfono no funciona
—dijo en voz baja—. Espero que su marido tenga bastante influencia sobre su padre.
Pearl siguió a Yutsing al dormitorio. Cambió algún palabras corteses con los
médicos chinos, que se moví por la habitación procurando dar al rico paciente la
presión de una actividad incesante. Chang parecía dormir. Tenía los ojos
semicerrados y parecía estar desnudo.
—La fiebre ha subido mucho —dijo el doctor Hain dirigiéndose a Pearl cuando
ella se inclinó sobre el enfermo. Junto a ella, Yutsing la miraba intranquilo.
—Hablale —dijo ella.
—Padre… —dijo Yutsing sentándose al borde de la cama.
El aspecto de Chang hizo que su hijo no creyera en la gravedad de su estado. Por
lo demás, su rostro presentaba la misma palidez bronceada que había observado
cuando el incidente.
—Padre… —repitió.
Las mujeres entraron en el dormitorio y observaron la escena con preocupación.
La cama era grande y ancha, una verdadera cama china, con cortinas de seda y sin
mosquitero. Las lámparas estaban encendidas, aunque ya había amanecido. Afuera,
en la sala, se escuchó el teléfono. Pearl atendió enseguida. Avisaban que la

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ambulancia del hospital había llegado. Ella ordenó a los porteadores de la camilla que
subiesen y esperasen en la antesala.
Chang abrió los ojos, sonrió a su hijo y, sacando una de sus grandes manos, le
acarició tiernamente la frente. Yutsing comprendió que pensaba en la herida que le
había hecho la noche anterior. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Cogió la mano de su
padre y la puso de nuevo bajo las sábanas.
—He venido para implorar arrodillado el perdón de tan Alta Persona —dijo con
el respeto que le merecía su padre.
—¿Dónde está Meilan? —preguntó Chang humedeciéndose los labios—. ¿La has
traído?
Yutsing, asombrado, negó con la cabeza. Su padre se irguió en la cama, irritado.
—Quiero que la traigas enseguida. Debes traer a tus dos mujeres aquí, bajo este
techo —ordenó.
—Enviaré a buscar a Meilan, padre —dijo Yutsing obedientemente—. ¿Delira?
—preguntó quedamente cuando los ojos de su padre se cerraron.
Uno de los médicos le tomó el pulso y otro la temperatura.
—Es muy irregular —dijo el primero.
Pearl llegó en aquel momento del teléfono.
—La ambulancia está abajo. ¿Podemos llevarlo?
Chang volvió a abrir los ojos, se incorporó en la cama y dirigió una mirada poco
amable a su nuera.
—No saldré de esta casa bajo ningún pretexto —dijo en voz alta—, y me niego a
dejarme operar. Ayer comí demasiado, y con el estómago lleno tuve una pequeña
excitación que no me sentó bien —añadió mirando a su hijo—. En cuanto a mi
desobediente estómago, se acostumbra a funcionar otra vez y pronto estaré bien. Pero
si fuera mi destino reunirme hoy con mis antepasados quiero ser enterrado entero, sin
mutilaciones. Además prefiero morir por tener el estómago demasiado lleno que por
las bombas de los japoneses. Aquí me siento más seguro que en el hospital.
Respiró profundamente, se apretó el estómago con una mano, murmuró una
grosera maldición de coolie el dialecto de Chan-tung y miró a los presentes para ver
si lo habían comprendido. Pearl fue la única que arriesgó una contestación.
—El honorable padre se encontrará mejor en el hospital —dijo—. Allí hay
bastantes remedios para aliviar… sus dolores. Nosotros, sus hijos, tenemos el derecho
de pedir que el honorable padre trate por todos los medie de conservar la salud.
Chang contempló silenciosamente a su nuera americana, como si se burlase de
ella. Luego le indicó con mano que se sentara en la cama.
—Mujer de mi hijo —dijo confidencialmente—, padre no es tan estúpido como tú
pareces creer. Y para que comprendas lo que está en mi pensamiento, te digo lo
siguiente: la ciudad será bombardeada esta noche. Lo sé de buena tinta. Pero el tejado
de esta casa está seguro. He hecho prometer a los japoneses que no tirarán sobre
ella… Y los japoneses, digáis contra ellos que queráis, son hombres que cumplen sus

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promesas. Por eso quiero quedarme aquí, y pido también a todos los que me
pertenecen que así lo hagan.
Después que Chang hubo hecho esta sensacional manifestación, una nube
oscureció su rostro, cerró los ojos y se mordió los labios. Poco después salía de su
garganta un sonido irregular, que indicaba que se halla sumido en la inconsciencia.
El tiempo pasó. En un rincón se escuchaba el «tic» de un reloj eléctrico… De
pronto se estremecieron las ventanas, como sacudidas por una explosión lejana, pero
nadie prestó atención. Pearl entró en la otra habitad para fumarse un cigarrillo. Poco
después volvió. Su marido, sentado en el lecho de su padre, levantó la cabeza y la
miró. Durante una fracción de segundo, Pearl confió en poder recuperar su anterior
felicidad.
—Yutsing —dijo en voz baja—, tú eres el único hijo. Tú tienes toda la
responsabilidad. Si lo ordenas, será trasladado al hospital. Esta espera es criminal.
El doctor Chang hizo una seña a los médicos, y con Pearl se dirigieron a otra
habitación.
—¿Es seguro que la operación le salvaría la vida? ¿O existirá siempre el peligro
de un fatal desenlace?
—¡Oh! Tú también eres médico, Yutsing. Puedes observar que la tensión de los
músculos abdominales aumenta. Sin duda alguna, el peligro de la perforación existe.
Yutsing se extrañó. Tenía casi olvidada su profesión de médico. Se había pasado
la vida en oficinas particulares, en reuniones, dando conferencias, redactando
volantes…
—Doctor Hain, usted es el más autorizado. ¿Cuál es su opinión?
El aludido se irguió, ajustándose las gafas.
—Estoy convencido de que cualquier retraso aumenta el peligro de muerte —dijo
con rapidez. Hacía mucho tiempo que no tenía participación en una consulta—: No
pude impedir que mis colegas chinos le pusieran una inyección que borra un poco los
síntomas, pero el diagnóstico es terminante.
—Entonces debemos llevarlo al hospital. Si es necesario, por la fuerza —dijo
Yutsing, a la vez que descolgaba el teléfono para ordenar que entraran los portadores
de la camilla.
En aquellos momentos se abrió la puerta para dar paso a Liu, a quien seguía una
pequeña mujer que vestía una estrecha túnica verde. Era Meilan, que entró con los
ojos bajos. Su hermana, Chingliu, se acercó a ella y la abrazó. Yutsing colgó el
receptor. Observó a Meilan y la halló hermosa y atrayente en su artístico abandono.
Pearl, de pie al lado del doctor Hain, crispó los puños en los bolsillos de su chaqueta.
Parecía tiritar de frío.
—Pearl —dijo Yutsing—, ésta… ésta… es… es Meilan. ¿Quieres tener la bondad
de darle la bienvenida? Se siente atemorizada ante ti —añadió en inglés.
—¿Has comido, Meilan? —dijo Pearl maquinalmente, con el saludo de la gente
simple.

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—Gracias, he comido —respondió Meilan.
«Me divorciaré —pensó Pearl—. Mi experimento ha fallado. No puedo
habituarme a las costumbres de la China».
Como una película desfiló por su imaginación todo su pasado, los sacrificios que
había hecho por Yutsing. Contempló de soslayo a la concubina, joven y hermosa.
«Me divorciaré y volveré a América», se dijo sintiendo un agudo dolor. Pero
luego, cuando pensó en Chinatown, en la vida miserable de sus pocas callejuelas, con
su simpleza y sus límites, se dio cuenta de que tampoco pertenecía ya a aquel
ambiente.
Se acercó a la ventana y la abrió, pero no vio nada.
El doctor Hain miró el reloj eléctrico.
—Son las nueve y cinco —dijo nervioso, pues estaba acostumbrado a la rapidez
con que se procedía en Europa en los casos de vida o muerte—. Estamos perdiendo el
tiempo.
Nunca le parecieron los chinos tan extraños como aquella mañana. Volvió a sonar
el teléfono, y Chai descolgó el receptor.
—Es para usted, doctor Hain —dijo—. La señora Russell quiere hablarle.
—¿A mí? —dijo el doctor—. ¿Qué quiere de mí?
Cuando copió el receptor oyó un rugido que partía del dormitorio. Era Chang, que
trataba de impedir que la llevaran al hospital. Sus gritos no permitían al médico
hablar por teléfono.
—Perdóneme. Hay aquí tanto ruido que no la entiendo. ¿Cómo dice? ¿Quiere
repetirlo, señora?

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Capítulo XVIII
Con la vaga idea de que el día de su boda tenía que levantarse más temprano que
de costumbre, Frank Taylor puso el despertador a las siete. Pero cuando el repiqueteo
lo despertó, cogió el desagradable artefacto y lo colocó debajo de la almohada. Mas
como había ordenado a Ah Sinfú que le llevara el desayuno a aquella hora, la
maniobra no le sirvió de nada. Sinfú apareció, descorrió las cortinas e hizo
entrechocar la vajilla. Luego colocó cerca de la cama los zapatos blancos,
inmaculadamente limpios, y abrió la ducha.
—Amo muy feliz. Ah Sinfú muy feliz. Ama muy feliz —dijo.
Frank se levantó. Bebió la primera taza de té con los oíos cerrados y se despertó
con la segunda. Fue al cuarto de Morris, pero el periodista no había vuelto tampoco
aquella noche. Luego se dio una ducha y reapareció cantando unos momentos
después. Con una toalla en la mano, Ah Sinfú se acercó a él para secarlo. Mientras lo
hacía, recibía de Frank las últimas órdenes. Debía hacer los baúles, entregar el piso en
orden y enviar los trajes a la lavandera. Había prometido también que Ah Sinfú
ayudaría en el servicio de la cena de bodas. Lo único que no fue posible hacer
comprender al criado es por qué su amo quería dormir la noche siguiente en el
«Shanghai Hotel», pues el nuevo piso se desocuparía inmediatamente.
—¿Amo no poder tener casa? —preguntó nuevamente.
—No, no se puede, ¿comprendes? Mañana se podrá, pero hoy, no.
En el momento en que Sinfú hacía una resignada mueca sonó el teléfono en la
habitación contigua.
«Ruth», pensó Frank enseguida. Era la primera vez que pensaba en ella desde que
se había despertado. El casamiento era un bosque de formalidades en el que los
novios desaparecían por completo.
A medio vestir se acercó al teléfono.
—Buenos días, querida —dijo—. ¿Cómo está Confucio? Te he enviado un
telegrama participándote que he cambiado de parecer.
Con tonterías de esta índole era fácil construir un puente sobre el abismo abierto
entre Frank y Ruth, tan ancho y profundo como el Gran Cañón.
—Lo siento —escuchó—. No soy Ruth, sino Helen…
—¡Oh…! —exclamó Frank, y recuperó su seriedad—. Helen… Buenos días,
Helen… Creí que te marcharías hoy…
—Mi equipaje ha salido ya. El barco zarpa a la una. Siento molestarte, Frank,
pero no sé qué hacer. Tienes que venir, tienes que ayudarme.
Frank sostuvo el receptor sin contestar.
—Yo…, ¿sabes…?, estoy algo ocupado hoy —dijo cuando la pausa no pudo ser
sostenida por más tiempo.
—Ya lo sé, ya lo sé, Frank. ¡Si supieras cuánto lo siento! Pero no tengo a nadie
fuera de ti. Se trata de Bobbie… Ha desaparecido… Tienes que ayudarme…

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—¿Qué quiere decir desaparecido? ¿Qué quieres decir con eso, Helen?
—Ven, por favor, Frank. Ven al hotel. No puedo explicártelo por teléfono. Trato
de hacerlo desde hace media hora… Es difícil conseguir una comunicación, y no sé
cuántas personas escuchan.
Frank reflexionó un momento.
—Bueno. Iré. No te preocupes, querida.
Cuando Frank colgó el receptor maldijo un poco. Sin embargo, había
experimentado una alegría extraordinaria al pensar que podía ver nuevamente a
Helen. La despedida de la noche anterior, junto al ascensor, le había dejado un sabor
amargo. Pensó que podía afeitarse más tarde, y se puso rápidamente la chaqueta.
Como solamente vivía a tres manzanas del hotel, fue a pie en lugar de tomar un
rickshaw. Respiró profundamente el aire de la mañana y silbó algunos trozos
musicales. Así, de aquella forma ingenua, quería convencerse de que la llamada de
Helen no le excitaba. Era temprano, y la mayoría de las tiendas estaban aún cerradas.
Sólo una, la «Eos and Photo Company», se hallaba abierta. Pedro, el aprendiz, cuyo
trabajo comenzaba a las siete y media, estaba todavía limpiando los cristales. Frank
miró el escaparate en el que se exhibían fotos que él mismo había sacado con la
nueva película de su Compañía, de la que tan orgulloso estaba. Después de vacilar un
momento entró y telefoneó a Ruth. No tardó en conseguir comunicación.
—Querida —dijo—, no olvides que hoy es el día de la boda. Lávate detrás de las
orejas y pórtate bien. Tengo que resolver algunos asuntos antes de que vayamos a la
silla eléctrica. Después iré a tu casa. ¿Te quedas en tu cuarto? Bueno. Por favor,
espérame. Muchos saludos a Confucio. Hasta pronto.
Colgó el receptor y permaneció todavía un momento junto al teléfono.
—Los cuarenta y siete paquetes del número 116 deben ser enviados a Shoochow
—le dijo a Pedro.
—All righ[93], Mr. Tai-Lo —respondió el muchacho.
—B. S. y yo seremos sustituidos hoy por Wang. Todo lo que tienes que hacer está
anotado —añadió Frank.
Dio una lista al joven y miró nuevamente el cajón de las películas reveladas, que
se hallaban en sobres en lo cuales se veía un grabado de la pagoda de Lunghua y el
aeroplano.
—¿Por qué pones esa cara? —le preguntó al aprendiz que se hallaba ocupado en
redactar una felicitación inglés.
Sin esperar contestación, Frank se dirigió a la puerta y salió. Entró en el hotel por
la puerta trasera y subió en el segundo ascensor hasta el piso decimosexto.
Sentía una ligera opresión en el pecho cuando llamó la puerta del número 1678.
Al no obtener contestación abrió la puerta y se encontró en la sala de estar de Russell.
Las cortinas estaban descorridas y encendidas las luces. Helen salió del dormitorio,
cuya puerta dejó abierta. No estaba como Frank temía o esperaba, en bata, sino
completamente vestida, con un traje de seda blanca de Chan-Tung.

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—Gracias, Frank —dijo tendiéndole la mano—. Sabía que no me dejarías en un
apuro —se acercó a la ventana y corrió las cortinas—. ¿Qué quieres tomar? ¿Té?
¿Café? ¿Huevos?
—Café y dos huevos cocidos.
Frank se sintió aturdido mientras aguardaba. Sin saber exactamente el qué,
esperaba algo diferente de la entrevista.
—Te diré lo que ocurre —dijo Helen sentándose junto a la chimenea—. El vapor
zarpa a la una de la tarde. Anoche envié a bordo a Potter y Clarkson con el equipaje,
para que hicieran los camarotes un poco más confortables. Los vapores son horribles,
¿verdad? Pero Bobbie no ha vuelto desde anteanoche. No sé dónde buscarle. Ha
estado fuera dos noches, ¿comprendes? No puedo permitir de ninguna forma que
quede tras nosotros un escándalo en la comunidad inglesa. ¿Qué debo hacer?
—¿No tienes la menor idea de dónde puede haber ido?
—Si le quieres llamar idea… Se marchó con el pianista del bar. Supongo que los
dos buscaban opio… Pero no sé por dónde vagará ahora.
Frank rió nerviosamente.
—Hay cuatro mil cuevas de opio en la ciudad. ¿El pianista ha desaparecido
también?
—Sí. Me he informado. ¿Son peligrosos esos lugares? ¿Crees que puede haberle
sucedido algo a Bobbie?
Su voz intentaba parecer ansiosa, pero sonaba esperanzada. Sin embargo, Frank
estaba demasiado preocupado para notarlo.
—¿No quieres dar cuenta a la Policía internacional? Sería lo mejor. Creo que son
discretos.
Aunque todo aquel asunto le repugnase y no quisiera verse mezclado en las sucias
cuestiones de los Russell, no podía, sin embargo, huir de la atracción que Helen
ejercía sobre él.
—Debe de ser una reacción química —dijo en voz alta.
—¿Qué has dicho? —preguntó Helen estupefacta.
—¿Cómo? —preguntó a su vez Frank distraído.
—¿Qué es lo que debe de ser una reacción química? —inquirió Helen sonriendo.
Frank no supo que lo había dicho en voz alta.
—Bien lo sabes tú —dijo casi con rudeza.
—Psicología, cero —contestó ella.
Llamaron a la puerta y el mozo entró con el desayuno.
—Buenos días, Gastón. Gracias. Serviré yo misma.
Ofendido, Gastón dejó los jarritos de plata.
—Gracias, Gastón. Llamaré cuando lo necesite.
La mirada del mozo dio a entender a Frank lo comprometido de la situación:
desayuno para dos y el marido ausente…
—Es una lástima, señora, que no pueda usted asistir a mi casamiento —añadió

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Frank rápidamente, tratando de que el mozo lo oyera antes de salir de la habitación.
—¡Pequeño Babbitt[94]! —dijo Helen cariñosa e irónicamente, disponiéndose a
servirle el desayuno.
Se detuvo detrás de Frank, que se bebió un vaso de agua helada.
—Así no encontraremos a tu marido —dijo con severidad—. Voy a telefonear a
Morris. Tal vez esté en el club y pueda aconsejarnos.
Salió de la habitación, no tardando en regresar.
—¿Qué hay? —preguntó Helen.
—El telefonista del club llamará si lo encuentra —respondió él acercándose a la
ventana.
—Tu desayuno, Frank —advirtió Helen suavemente.
—Gracias. No tengo apetito. —Reflexionó un instante y añadió—: ¿Por qué no te
marchas tal como habías pensado? Creo que es lo mejor. Si tu marido no llega a
tiempo, suya es la culpa. Tal vez vaya directamente al barco. ¿Qué piensas?
Helen, de pie junto a la chimenea, lo miró.
—¡Cómo deseas verte libre de mí, Frank!
Él se frotó las manos húmedas.
—Perdona. ¿Dónde puedo lavarme las manos?
En el interior, el aire estaba saturado del perfume de Helen, aunque las ventanas
se hallaban abiertas. La cama estaba revuelta. Frank atravesó rápidamente el
dormitorio, entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del lavabo. Cuando sintió el
contacto del agua fría experimentó cierto alivio. Mientras se lavaba advirtió las
huellas húmedas de los pies de Helen. Parecían llevar el sello de su belleza. Frank
sonrió al imaginarla desnuda. Cuando se volvió para regresar a la otra habitación,
Helen estaba tras él.
Ella conocía sus debilidades. Sus gestos lo traicionaban. Frank podía desearle un
feliz viaje y decir trivialidades, pero ella sabía lo que pensaba…
Frank colgó la toalla en el toallero y se volvió. Inmediatamente se confundieron
en un furioso y desesperanzado abrazo que los convirtió en dos seres separados del
mundo. Estrechamente abrazados y mordiéndose los labios, cayeron en el lecho. Dos
veces se entornaron las ventanas. Un poco más tarde, los rayos amarillos del sol
fueron desapareciendo del suelo, mientras afuera gruesas nubes que presagiaban
tormenta lo oscurecían todo. Helen fue la primera en surgir de aquella sima de
felicidad en la que se habían hundido…
—Toda una selva virgen… —dijo ella en voz baja. Frank se sentó en la cama. Las
persianas se movieron nuevamente.
—Creo que ha empezado —dijo Frank.
—¿El qué?
—El bombardeo…
Ella le miró inquisitiva y distraídamente a la vez, sonriendo al observar sus vanos
esfuerzos por arreglarse el cabello. Todo aquello no era más que un sentimiento

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natural del sexo, que se repetía siempre en los hombres en idénticas situaciones.
Tomó el pañuelo del bolsillo de Frank y se lo llevó a los labios. Unas gotas de
sangre quedaron impresas en él.
—Frank —dijo mirándole fijamente—, ¿sabes que no puedes casarte?
—¿Y por qué ahora precisamente? —preguntó Frank a su vez, pese a que ya sabía
de antemano su respuesta.
—Nunca llegaremos a ser más felices que en este momento —repuso Helen.
Continuaban sentados en la cama ancha y revuelta.
—Todo esto puede llegar a ser mucho más hermoso que ahora —dijo Frank con
expectación.
Helen pasó las yemas de sus dedos sobre los labios de él, en una caricia extraña.
En aquel momento Frank deseó que hubiera caído una bomba.
—¿Qué debo hacer? —preguntó—. ¿Qué debo hacer?
—Si yo renuncio a todo, ¿harás tú lo mismo? —preguntó ella a su vez casi sin
aliento.
En aquel momento se daba cuenta de que estaba dispuesta a renunciar a todo por
una sola cosa, cuya existencia había negado hasta entonces: el amor.
—¿Y luego? —le preguntó Frank—. ¿Quieres vagabundear por todo el mundo
con un químico desocupado? Creo que gastas mensualmente en perfumes más de lo
que yo puedo ganar en un año.
—No comiences a pensar —dijo ella suplicante—. Si permanecemos juntos, tú
serás rico y famoso… Podrás inventar algo grande…, una película plástica, por
ejemplo. Para ello no debes pensar tanto en ti mismo. Vives con demasiada estrechez.
Eres un hombre completamente distinto de lo que la gente supone, pero yo te
conozco, te conozco mucho mejor de lo que crees… —Se interrumpió y aguzó el
oído.
—No son bombas —observó Frank, pero Helen le tapó la boca con la mano.
Oyeron cómo se abría la puerta de la habitación contigua y el rumor de unos
pasos irregulares y cansados.
—¡Bobbie…! —dijo Helen con los labios, pues no llegó a articular ningún
sonido. Frank había olvidado por completo a Bobbie Russell en los últimos veinte
minutos. Helen se desató de él y corrió hacia el espejo, donde contempló su blanco
traje de seda. Estaba completamente arrugado. Se lo quitó rápidamente y se puso un
quimono. Frank contempló más claramente que nunca las mariposas bordadas sobre
el fondo negro. Mientras tanto, Bobbie paseaba murmurando por la sala de estar.
—¡Helen! —gritó con voz fuerte, golpeando al mismo tiempo la puerta.
—¿Qué hay, Bobbie? —repuso Helen—. Me estoy vistiendo. ¡Vete a tu cuarto!
Frank continuaba sentado en la cama, sin moverse. Helen le sonrió
consoladoramente.
—¡Caramba, abre de una vez! —gritó Bobbie desde fuera—. ¡Caramba,
caramba!, —y le dio un puntapié a la puerta que hizo estremecerse a los frascos del

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tocador.
Helen le hizo un ademán imperativo a Frank.
—Vete al cuarto de baño.
Procurando hacer el menor ruido posible, Frank obedeció, dejando una rendija
para mirar.
—No rompas el hotel, querido —dijo Helen dirigiéndose a su marido y
empujándolo hacia la sala de estar—. ¿Dónde te metiste? He estado a punto de llamar
a la Policía para buscarte —añadió ásperamente.
Pero él no estaba dispuesto a dejarse reprender.
—En el «Elíseo». Estuve en el «Elíseo», señora. Me hundí profundamente en el
lodo al que pertenezco, según dices siempre.
—No seas ridículo —contestó Helen—. Vístete. Hemos de llegar al vapor.
Desde el cuarto de baño, Frank podía escuchar cuanto decían. Descubrió que una
segunda puerta conducía al pasillo. Hizo girar el picaporte, pero estaba cerrada con
llave y no pudo hallar ninguna. Abrió un poco más la puerta que daba al dormitorio
de Helen y escuchó desde allí. Se encontraba en la situación más ridícula que podía
imaginar. Recordó entonces la noche en que un agente secreto lo sorprendió con
aquella muchachita, recordó también el olor mohoso de entonces, la calle encharcada
y el terrible miedo que había sentido. Pero lo que le ocurría en aquellos momentos era
mucho peor.
«Justamente el día de mi casamiento —pensó con horror. Luego sonrió—. De
cualquier manera, no me caso. Todo acabó». Y se sentó en el taburete blanco que
había Junto a la bañera.
Entretanto, en la sala comenzaba una disputa acalorada. Bobbie descubrió el
desayuno para dos, y el estado terriblemente agresivo en que se hallaba a causa del
opio le hizo rugir:
—¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto? ¿Ha estado aquí un amante? ¿Me
envenenas con bebidas y drogas para tener medio suficiente de realizar tus sucias
aventuras? ¡Pero te equivocas, te equivocas, ramera! Te he sacado del arroyo —le
gritó—. Te comportas como una… como una… ¿Quién es él? ¿Gastón, el camarero?
¿Le has echado el ojo? ¿Es por ventura algún hediondo chino? Habla, o…
La voz de Helen sonó fría e impertinentemente tranquila.
—Anda, tienes que afeitarte.
Frank se llevó involuntariamente las manos a las mejillas. Inmediatamente se oyó
el ruido de vajilla rota. Bobbie había volcado la mesa con el elegante juego de
desayuno. Frank olvidó momentáneamente toda prudencia y corrió hacia la puerta. Al
otro lado sólo se oía un jadeo incesante.
—¡Suéltame! ¡Estás loco…! —decía Helen casi sin aliento.
A continuación se oyeron ruidos, gemidos y, por fin, un grito de Helen. Frank
apretaba con fuerza el picaporte. Los gemidos continuaron, pero más lentos. Frank
oía al mismo tiempo un ruido acompasado y sordo, como el de un objeto que choca

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contra el suelo.
—¡Frank! ¡Socorro! —gritó Helen.
Entonces se precipitó en la sala de estar. Una sola mirada le bastó para hacerse
cargo de lo que ocurría. Helen se encontraba en el suelo. Bobbie estaba arrodillado
sobre ella, con una expresión estúpida en el rostro, en el labio inferior colgaba un
hilillo de baba que caía sobre Helen, cuya cabeza golpeaba incesantemente contra el
suelo. Alrededor de ambos se encontraban diseminados los restos de la vajilla del
desayuno. Un huevo se había estrellado junto a la chimenea. Sobre la consola se
hallaba el pequeño Buda, contemplando la escena con tupida indiferencia.
—¡Bobbie! —gritó Frank.
Russell soltó inmediatamente a su mujer y se levantó tambaleándose. Luego,
lanzando un grito agudo, se precipitó sobre él. Frank le asestó un terrible puñetazo
medio del rostro. Bobbie cayó de bruces. Frank se frotó los nudillos. Helen se sentó
para arreglar su quimono roto. Su rostro, lo mismo que su boca y sus ojos, estaban
enrojecidos.
—Gracias, gracias, Sir Galahad —dijo casi sin aliento pero sonriendo—. Esta vez
fue peligroso.
Frank la ayudó a levantarse del suelo y la acarició compasivo.
—Todo por mi causa —dijo. Su voz también era débil. Helen le dio un rápido
beso en sus nudillos ensangrentados.
—¿Te has hecho campeón de boxeo? —le preguntó sonriendo de nuevo.
Frank se inclinó sobre Bobbie, que sonreía estúpidamente.
—Ésta es la segunda vez que le has ganado —observó ella.
Bobbie movió la cabeza, pero sin volver en sí.
—Ven —le dijo Helen—. Ayúdame.
Y cogió a Bobbie por los hombros para sacarlo de habitación.
—¿Adónde? —le preguntó Frank.
—A su cuarto. Allí puede recuperar el sentido —repuso ella.
Frank cogió a Bobbie por las piernas, observando cuan sucio estaba su smoking
blanco, y lo llevaron al dormitorio, donde lo colocaron sobre el sofá. La cama estaba
intacta. Probablemente, Potter había puesto sobre ella un traje más ligero. Las
cortinas estaban corridas, las lámparas encendidas, tanto la que se hallaba sobre la
mesa de noche como las que pendían del techo. Al parecer, todo estaba lo mismo que
en la tarde anterior, antes del regreso de Bobbie. Cuando lo acostaron, éste murmuró
algo incomprensible y volvió inmediatamente a perder el sentido. Frank comprendió
la expresión de asco con que Helen contempló a su marido.
—Gastón se extrañará —dijo Helen cuando pasaba por la sala de estar,
contemplando las tazas y los vasos rotos—. Nos ha tomado por gente fina. Ahora
comenzará a dudar de la categoría divina que se atribuye a la aristocracia inglesa.
Frank admiró su tranquilidad. Él se sentía aún sin aliento y profundamente
desconcertado. Únicamente el placer que experimenta un hombre al vencer a su

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adversario le animaba algo. Helen arrolló las anchas mangas de su quimono y
contempló la bronceada piel de sus brazos.
—Aquí están —dijo—. Desde que me casé con Bobbie no ha pasado un solo día
sin tener manchas azules.
Frank le cogió el brazo y besó todos los lugares en que la piel comenzaba a
cambiar de color. Helen enarcó las cejas y contempló su hermosa nuca atezada, con el
cabello oscuro propio de los hombres de Hawai; era de lo que primero que se había
enamorado.
—¿Comprendes ahora por qué tienes que sacarme de esta vida miserable? —le
preguntó dulcemente.
Frank, que permanecía inclinado sobre su brazo, asintió con la cabeza. No había
creído nunca que pudiera existir un amor tan grande como el que sentía en aquel
momento.
—Es una lástima que Potter se haya ido —dijo Helen en voz baja y sonriendo—.
Él tiene práctica en limpiar esta basura.
Se desprendió dulcemente de Frank y tocó el timbre, llamando al camarero chino.
Éste llegó anunciándose con una tosecita, golpeando cuanto encontró a su paso y
arrastrando sus suelas de filtro. Helen se limitó a darle una orden. El muchacho
desapareció sonriendo, no tardando en regresar con un mantel, en el que fue
colocando todos los trozos de porcelana. Luego se retiró sin dejar de sonreír.
—Debo marcharme enseguida.
—¿Ahora? Supongo que no hablas en serio. No puedes dejarme sola con Bobbie.
Cuando vuelva en sí… —se interrumpió, añadiendo inmediatamente—: Debemos
hablar con él.
Frank lanzó un profundo suspiro. Hablar con Bobbie le parecía inevitable, pero
no estaba muy seguro de lo que debía decirle. Helen se acercó a él. Su quimono
estaba desgarrado por el pecho. Frank observó el color bronceado de su piel, que tan
admirablemente armonizaba con su cabello rojo. Pero cuando sintió el brazo de ella
sobre la nuca le pareció frío y escurridizo. Helen se llevó un dedo a la boca,
indicándole que guardara silencio, y se dirigió luego al dormitorio de Bobbie, donde
se detuvo frente al sofá en que éste reposaba. La cabeza de Russell colgaba sin
fuerzas, y al respirar emitía un ligero ronquido. El puñetazo de Frank le había dejado
inconsciente. Tenía la boca abierta, sobre su barba sin afeitar pequeñas gotas de saliva
cada vez que respiraba. Helen encendió otra de las ridículas lámparas de la habitación
y, acercando la luz, contempló a su marido con detenimiento y crueldad. Bobbie
estaba pálido y flaco. Su rostro se hallaba cubierto de pecas, que en algunas partes
formaban grandes manchas de color castaño. Sus sucias ropas olían a barro, al barro
acre y putrefacto de los lugares por donde había vagabundeado las dos últimas
noches.
«Peor que un cadáver», pensó Helen. Se detuvo un momento para escuchar la
respiración de Bobbie. Éste lanzaba un ronquido regular, como si respirase con

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dificultad. Helen le puso una mano en el pecho, notan los latidos de su corazón.
Aquel miserable corazón latía como siempre. Retiró la mano con visible asco. Se
había arrodillado junto al sofá para mirar de cerca a su marido. Alzó la cabeza y
contempló detenidamente cuando rodeaba. Sin hacer ruido se acercó a la cama y
cogió una almohada, en cuya funda se hallaba tejido el nombre de «Shanghai Hotel».
Sin dejar de mirar a su marido. Helen se acercó lentamente con la almohada. Vaciló
momento. Luego se arrodilló de nuevo junto al sofá apretó la almohada sobre el
rostro de Bobbie. Éste opuso al principio ninguna resistencia, pero luego comenzó a
manotear. Helen apoyó todo su cuerpo sobre almohada. Las manos de Bobbie se
asieron a su quimono, dobló las piernas, las extendió y luego volvió a doblarlas
convulsivamente, en un movimiento grotesco. Helen no hubiera podido decir cuánto
duró aquello, al fin, los dedos de Bobbie se aflojaron y dejó de moverse. Helen dejó
de apretar la almohada y puso de nuevo manos sobre el pecho de su marido.
El corazón había dejado de latir.
Con dificultad pudo mover sus propios miembros, se habían quedado rígidos.
Luego, cuando estuvo en condiciones de levantarse, comenzó a temblar
desesperadamente. La almohada continuaba sobre el rostro de Bobbie. La sangre
zumbaba en los oídos de Helen, pero también cesó al fin.
En el cuarto contiguo sonó el teléfono. Helen oyó voz de Frank, que contestaba.
Esto le hizo salir del mundo fantástico e irreal en que se hallaba, junto al cuerpo del
marido asfixiado. Lentamente fue retirando la almohada de su rostro. Luego puso el
oído junto a la entreabierta de Bobbie.
Había dejado de respirar. Recordó entonces algo tal vez hubiera leído o quizá
visto en una película.
Se levantó, cogió el espejo de mano del tocador y lo puso ante el rostro de
Bobbie. No. No se había empañado. Colocó el espejo en su sitio y puso la almohada
en la cama. Al ver la funda arrugada reflexionó un momento. Luego se acercó al sofá,
levantó la cabeza de su marido y colocó la almohada debajo. Al apagar la luz se
estremeció al ver cómo las sombras envolvían el pálido rostro de Bobbie. Sus pecas
desaparecieron. Helen extendió los brazos y se detuvo en el umbral de la sala de
estar, que le pareció mucho más alumbrada que antes, mientras esperaba que Frank
terminase de hablar por teléfono.
—No —decía Frank—. Tienes razón. En estas circunstancias, lo mejor es aplazar
la boda. ¿Cuántas bombas dices? Es una mala suerte, pero ¡qué le vamos a hacer!
¿Vas al club? Te necesito. Tengo mucho que hablar contigo. Entonces, hasta luego.
No seas demasiado imprudente si puedes evitarlo —y colgó el teléfono. Luego,
dirigiéndose a Helen, explicó—: Era Morris. Dice que se halla en Chapei, pero que
no puede pasar. Le parece imposible que la boda se celebre hoy. Tengo que ir
inmediatamente a avisárselo a Ruth. Luego tendremos tiempo para reflexionar sobre
la forma de arreglar esto. De cualquier manera, no debes ir a bordo. Tal vez dentro de
unos cuantos días puedas ir a Hong Kong. Tendremos allí una sucursal…

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—Frank —dijo Helen—. Bobbie ha muerto.
—¿Cómo?
—Bobbie ha muerto —repitió Helen.
Frank observó entonces que los labios de ella temblaban y que su rostro cambiaba
de expresión, tornándose casi desconocida.
—Bobbie ha muerto —dijo Helen por tercera vez.
—Pero ¿cómo…? ¿Cómo es posible? —preguntó Frank experimentando la
sensación de que el cuarto se interponía entre ellos como un abismo.
Sobre la chimenea, el pequeño Buda seguía indiferente…
—Debió de ocurrir algo cuando le pegaste. Tal vez fractura del cráneo o algo
así… —dijo Helen en voz baja.
—No puede ser —repuso Frank, y se dirigió tambaleándose al cuarto contiguo.
Al cabo de un rato volvió y comenzó a pasear por la habitación sin pronunciar
palabra. Helen lo seguía con la mirada.
—En bonito lío nos hemos metido —dijo Frank al fin—. Bobbie ha muerto de
tanto fumar, beber o maldecir… ¡Qué sé yo…! No quiero saber nada de esto.
—No —dijo Helen, casi sonriendo—, naturalmente que no.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó Frank—. ¿Quieres decirme qué
debemos hacer?
—Unirnos —dijo ella.
Luego se dirigió a la puerta.
—Perdona. He de cambiarme de traje.
«¡Unirnos!», pensó Frank. Esto era peor que un terremoto, que la rotura de un
dique o que una explosión el fin del mundo.
Sentía la cabeza vacía, y no podía apartar de su pensamiento el rostro azulado del
muerto sobre la almohada blanca.
Helen volvió con un traje blanco, vaporoso y fresco. Frank reconoció en ella una
especie de mordaz diversión. Con aquel vestido la había visto por primera vez junto
la pagoda de Lunghua, con aquel mismo vestido, bien planchado y limpio, surgiendo
de entre una multitud mendigos leprosos; tan bien planchado y limpio como estaba en
aquellos momentos, mientras le hacía creer que había matado a su marido.
Miró su reloj de pulsera con el movimiento maquinal característico de las
personas desesperadas. Eran nueve. Él había llegado al hotel alrededor de las once
menos diez. El tiempo dejaba de poseer su valor absoluto y se iba convirtiendo en
algo relativo, como en sueños.
Helen cogió el teléfono.
—Quisiera hablar con el doctor Hain —dijo.
A Frank le llamó la atención el extraño acento que hablaba. Ante sus ojos se
convirtió en una mujer diferente. Helen estaba demasiado fatigada para mantener el
dominio de sus nervios, acostumbrados a la tensión que significaba mentir
continuamente. Sus labios temblaban, y su acento ruso se puso de manifiesto.

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También había perdido el dominio sobre la expresión de rostro, que tenía un aspecto
salvaje y alegre, con alegría que no era adecuada a la situación. Ante sus ojos no veía
la figura de su marido asesinado. Solamente estaba como un velo a través del cual
distinguía a Grischa el mendigo ruso del «Peony Club».
—Doctor —dijo Helen hablando por teléfono—, por favor venga enseguida. Mi
marido ha sufrido un ataque terrible… Tengo miedo de que suceda algo…
Frank se extrañó al oírla.
«Bobbie está muerto», se dijo. Deseaba marcharse. «¡Ruth…!», pensó con
anhelo.
Pero continuó inmóvil frente a la ventana.
No cambiaron una sola palabra hasta que llegó el doctor. Sólo en el último
momento habló Helen.
—Déjame a mí. No hables… Yo lo arreglaré todo.
Sintió que llamaban a la puerta, y el viejo médico alemán entró con su maletín y
sus gafas.

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Capítulo XIX
El doctor Hain se sentía un poco cansado cuando entró en el departamento de los
Russell, pues había pasado la noche con el enfermo y rebelde banquero chino.
Además las largas consultas con sus colegas chinos y el número siempre creciente de
parientes, criados, curiosos y concubinas que se reunían arriba lo habían fatigado.
Pero al mismo tiempo estaba bien despierto, pues sabía que se trataba de un caso en
el cual tal vez se viese obligado a operar.
La llamada de Helen le hizo sentirse importante y muy ocupado.
—¿Dónde está nuestro paciente? —preguntó con el humor habitual de su
profesión, siguiendo a Helen al dormitorio—. ¿Otra vez los excesos? —añadió
poniendo su maletín en el suelo—. ¿Quiere tener la bondad de abrir la ventana para
que entre la luz del día?
Cuando observó el cuerpo de Russell comprendió que no sufría un ataque, como
su esposa le había dicho, sino que estaba muerto.
—¿Un ataque cardíaco? —preguntó Helen.
El doctor Hain no contestó, y comenzó a reconocer los ojos del muerto,
levantando y cerrando sus párpados y observando su cutis. Cogió los rígidos dedos
del muerto y los volvió a soltar, contemplándolo detenidamente.
—Disculpe… —murmuró Helen, que se sentía desmayar a pesar del esfuerzo que
hacía para mantenerse serena mientras el médico reconocía el cadáver de su esposo.
A continuación se refugió en el cuarto contiguo, donde estaba Frank, quien
maquinalmente le rodeó los hombros con el brazo.
El doctor Hain volvió a la sala, saludó distraídamente a Frank, a quien no había
visto al entrar, y se sentó frente a la chimenea entrecruzando los dedos.
—Lo siento, señora —dijo—. Es un asunto terrible para usted.
—Le agradezco mucho, doctor, que ya me lo hubiese advertido. Esto mitiga algo
el golpe —repuso Helen d dolé con el pie a Frank. Éste se asió al respaldo de silla
donde ella se hallaba sentada.
—Quedan sólo unas cuantas formalidades —dijo doctor—. Antes de redactar el
certificado de defunción quisiera que me dijese usted cómo ha ocurrido. Usted me
perdonará, pero no tiene otro remedio.
—¿Me necesita a mí para eso? —preguntó Frank completamente acobardado.
Necesitaba huir, no oír hablar más de lo sucedido. Anhelaba ver a Ruth como un
desvelado ansia el sueño reparador.
—Sí, Frank, debe usted quedarse aquí. No puede dejarme sola —dijo Helen con
dureza.
Frank se inclinó.
—¿Me permite telefonear? —preguntó.
Llamó al cuarto de Ruth.
—¿Pips? —dijo. Éste era otro de los sobrenombres Ruth—. Buenos días, Pips.

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Malas noticias. ¿Sabes que nos están bombardeando? ¿No has oído temblar las
ventanas? Oye, es posible que tengamos que aplazar boda. Morris ha llamado. Sí.
Dice que es imposible atravesar la ciudad. ¿Qué dónde estoy? En mi despacho Hago
testamento. Por favor, quédate en tu cuarto. Prométemelo. No asomes ni la punta de
la nariz por la ventana o por la puerta, o te la quitarán de un tiro, y eres demasiado
chata sin necesidad de que eso suceda. Iré en cuanto termine aquí.
Colgó el auricular, fatigado por tanto fingimiento. Luego volvió a colocarse tras
la silla de Helen. Ésta, entretanto, daba al doctor un informe que sólo se desviaba de
la verdad en algunos puntos.
Frank se sintió horrorizado al ver cómo mentía con tanta seguridad. ¡Y pensar que
aquella mañana había acudido a ella esperando encontrar lágrimas y desamparo!
¡Estúpido Sir Galahad!
Helen manifestó que Bobbie había estado fuera dos noches seguidas, y que ella,
preocupada, rogó a Frank Taylor que fuese a verla. Bobbie apareció después en uno
de aquellos estados que acostumbraba a llamar ataques y que se exteriorizaban en
manía persecutoria, en rabia, a veces en lágrimas y en la mayoría de los casos en
brutalidades. Con la ayuda de Frank Taylor logró acostarlo en el sofá y tranquilizarlo
un poco. Pero luego le sintieron gemir y pedir aire, como si se estuviera ahogando.
Cuando acudieron se había aferrado a su quimono, accionando y pareciendo a punto
de morir. Ella corrió asustada al teléfono para llamar al doctor. Cuando volvió al lado
de su marido, éste se hallaba tranquilo, y ella no pensó siquiera que pudiese estar
muerto. Se sentía desconcertada; no sabía nada…
El doctor Hain escuchó en silencio teda la narración, asintiendo varias veces con
la cabeza. Cuando Helen hubo terminado, dijo lentamente:
—Nada de eso explica lo sucedido en realidad. Será necesario practicar la
autopsia, señora Russell. Lo siento, pero tenemos que averiguar la verdadera causa de
su muerte.
—¿No es de un ataque al corazón? —preguntó Helen—. ¿Qué otra causa puede
producir una muerte tan dulce?
El doctor Hain miró sus manos mientras hablaba:
—El ataque cardíaco es solamente un nombre vulgar para un proceso que puede
tener muchas causas. Ahogo, por ejemplo, o envenenamiento. No puedo ocultarle que
su esposo no da la impresión de un hombre que ha muerto tranquila, pacíficamente.
Además —continuó diciendo—, su esposo ha muerto antes de lo que usted me indica.
Se ha equivocado usted por lo menos en veinte minutos. ¿Tengo que llamar al doctor
Bradley?
—¿Quién es el doctor Bradley? —preguntó Helen débilmente.
—Es el médico a quien suele llamarse en estos casos —repuso el doctor Hain—.
Él mismo hará la autopsia. Entretanto, le aconsejo que avise al Consulado británico,
pues será necesario cumplir varias formalidades. Lo siento, señora Russell, pero hay
que saber lo que sucedió antes de la muerte de su esposo.

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—De eso quería hablarle, doctor —dijo Helen audazmente—. Bobbie había
estado vagabundeando con un compatriota suyo, el pequeño pianista del bar…
Opio… ¿Comprende…? Supongo que sería desagradable que el joven se viera
envuelto en un escándalo de esta naturaleza, ¿no cree? —Miró atentamente al doctor
y comprendió que había acertado. Reflexionó un momento y continuó—: Siento
haber sido inexacta acerca del momento de la muerte de Bobbie. Me asusté mucho al
encontrarme a su lado en aquel momento, y seguramente perdí la noción del tiempo.
En tales ocasiones suele suceder así. ¿No piensa lo mismo, doctor? Tal vez ya
hubiese muerto y yo no lo sabía.
El doctor Hain movió lentamente la cabeza, como quisiera apartar un mal
pensamiento.
«En este asunto hay algo que no está claro», pensó.
No podía fundarse en nada concreto. Tenía solamente un sentimiento vago, muy
poco científico. Después una noche sin descanso, sus nervios estaban muy sensibles,
y al encontrarse frente al cadáver advirtió que él emanaba algo acusador a través de
su rigidez.
—De cualquier manera tengo que llamar al doctor Bradley… Y al Consulado —
dijo obstinadamente—, es la ley.
—Escúcheme, doctor —repuso Helen ligeramente— mi marido está muerto y
nada podrá resucitarlo, ni se sabe la clase de excesos que lo han matado. Morir, es fin
de cuentas, un asunto particular, ¿verdad? ¿Para que levantar polvo? ¿Para qué
mezclar a más gente? Ninguna utilidad le va a reportar al pobre Bobbie, y, además
puede resultarle perjudicial a otros. Su corazón era débil y él lo ha cargado demasiado
de veneno. Esto lo sabemos todos. —Trató de sonreír y continuó un poco despacio—:
Tal vez sea un poco infantil, pero la autopsia me aterroriza. No quiero que mi pobre
Bobbie disecado. Eso hará de su muerte algo horrible. ¡Por favor, doctor, por favor,
ayúdeme! ¡Ayúdeme a evitar eso!
—Ve usted las cosas desde un punto de vista profano —dijo el doctor—. Una
autopsia no es nada horrible, ciencia, simplemente, señora Russell. El bisturí es un
instrumento tan fino como un violín. Yo toco el violín y sé de qué hablo…
A medida que aquella conversación zumbaba en oídos, Frank se sentía cada vez
más enfermo. Había permanecido todo el tiempo apoyado en el respaldo la silla de
Helen, mientras en la habitación contigua yacía Bobbie con una fractura en el cráneo
de la que el viejo charlatán alemán parecía no haberse dado cuenta. Notaba cómo
desde Ruth venía hacia él una corriente generosa que le llamaba. Sus rodillas
temblaban de forma que momentáneamente olvidó cuanto pasaba rededor, en su afán
por hacer que sus nervios obedeciesen a sus órdenes.
—Interesante —oyó decir cuando el doctor terminó hablar, y a continuación hubo
un silencio que a él pareció absurdo.
Sintió que Helen le apretaba con la espalda las manos que él tenía en el respaldo
de la silla.

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El doctor estaba sentado contra la luz, y la mitad la habitación se reflejaba en sus
gafas. Sus cejas estaban marcadas por los pliegues de la frente; y su nariz era
demasiado grande.
Frank vio todo esto con extraña claridad, y pensó con rabia: «¡El judío…!».
—Tal vez tenga usted razón, doctor —dijo Helen—. Pero, sin embargo, yo creo
que…
Una terrible detonación estremeció el edificio. Se rompieron todos los cristales de
una ventana cerrada, que cayeron con un ruido siniestro. El aire golpeó sus oídos
dolorosamente.
—Bombas —dijo el doctor. No sentía miedo, pero sus nervios recordaban la
guerra mundial y su corazón dejó de latir por un momento—. Uno se acostumbra
pronto, y al cabo de cierto tiempo deja de oírse el ruido, como pasa con el tranvía —
dijo tranquilamente.
—No bombardean la Concesión —dijo Frank. Aunque pareciera extraño, la
explosión había hecho que recobrase el dominio sobre sí mismo. Sus rodillas cesaron
de temblar. «Ruth se habrá asustado», pensó, y en voz alta e implorante dijo—:
Quisiera ir por un momento a su cuarto. Debo tranquilizarla…
—Solamente cuando las formalidades hayan terminado —repuso Helen
inexorablemente.
Frank sintió con horror que estaba atado a ella.
«Puede hacer conmigo lo que quiera», pensó, y volvió a sujetarse al respaldo de
la silla con sus manos húmedas y sucias por la lucha sostenida.
—Afuera caen las bombas y nosotros discutimos unas formalidades —dijo Helen
—. Quisiera rogarle, doctor, que se hiciera cargo de la psicología inglesa con un poco
de benevolencia. Somos hipócritas. Eso lo sabe todo el mundo. ¿Un escándalo? ¿En
Shanghai, dónde tanto depende del prestigio de los ingleses? Tal vez no sepa usted
que el hermano de mi pobre Bobbie es un miembro del Parlamento. ¿Qué podría
revelar la autopsia? ¿Que el pobre Bobbie ha estado en lugares que nunca debió
conocer, y que ha bebido o fumado cosas que no debería haber bebido y que son
prohibidas? ¿Por qué no incinerar tranquilamente su cadáver y proteger su nombre?
Yo soy la viuda. Tengo toda la responsabilidad frente a su familia. Debo velar por su
buen nombre, doctor…
Helen adivinó que en aquellos momentos representaba su papel a la perfección.
Inconscientemente se apretaba las manos. A veces le parecía que Bobbie no
estaba verdaderamente muerto, y esperaba con frío espanto verle entrar de repente
por la puerta del dormitorio.
Pero cuanto más hablaba ella, menos la creía el doctor Hain.
«Hay algo poco claro en este asunto», pensó de nuevo. Helen creyó interpretar la
expresión de su rostro, y dijo:
—Tal vez piense usted que no tengo corazón, doctor, porque no lloro. Usted
conoce perfectamente las circunstancias. He llorado tanto durante mi matrimonio que

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mis ojos se han secado. Todo lo que puedo hacer es impedir el escándalo.
—Estoy seguro de que las autoridades inglesas la ayudarán a usted todo lo que
puedan —dijo el doctor Hain—. La colonia británica sentirá tanto interés como usted
misma.
Se levantó, arregló su maletín y lo cerró.
Estaba impaciente por salir de allí. Russell estaba muerto. Chang vivía aún y
debía ser operado. Esto era más importante, y se debía a su paciente. Pero Helen le
intercepto el paso.
—Escúcheme todavía un momento, doctor —dijo—. Miremos este asunto desde
otro punto de vista. Supongo que a usted le tiene sin cuidado el motivo que ha
detenido el corazón de Bobbie, tan débil como estaba. Según todas las apariencias,
debe de ser el opio. Pero para mí… y para la familia… es de sumo valor hacer
respetable su muerte. Aun cuando su vida no lo fuera. Háganos el favor de decir en el
certificado de defunción que ha muerto a causa de alguna enfermedad… del corazón,
por ejemplo, y ahorraremos dificultades que no sirven de nada. He comprendido bien
sus explicaciones. La autopsia debería hacerse en caso de una apoplejía, pero no
cuando la enfermedad del corazón es crónica y termina con la muerte. ¿Recuerda que
usted mismo me dijo hace algunos días que el corazón de Bobbie no estaba bien? No
quiero que haga nada ilegal. Solamente que tenga un poco de consideración. No sé si
el dinero tiene para usted algún valor, pero como, desgraciadamente, es la única
forma de agradecer su amabilidad… Quiero decir que lo dejaría en sus manos para
que usted le diese el destino que quisiera. Si usted me facilitara las formalidades
necesarias… —Miró al doctor Hain y notó que sus manos temblaban al poner el
estetoscopio en el maletín y cerrarlo.
Rápidamente sacó del cajón del escritorio un talonario del «Hong-Konk-
Shanghai-Bank» y estampó su firma grande y segura en un cheque.
—Por favor, doctor ponga usted mismo la cantidad —dijo, dejando el pedazo de
papel en la mesa y ofreciéndole la pluma al médico.
Él movió la cabeza.
—Es imposible —dijo.
Helen sonrió, alentándole.
—¿Cuánto pongo? —preguntó con más seguridad, pues presintió que cedería—.
¿Quinientas libras?
El médico continuó moviendo la cabeza.
Helen sabía por Madame Tissaud la estrechez en que vivía el doctor Hain, y
suponía que en Shanghai todo podía comprarse.
—Mil libras —dijo, y comenzó a llenar el cheque—. Mil libras por un buen
certificado de defunción. El pobre Bobbie… —añadió, ofreciéndole el cheque al
doctor.
Hain no lo cogió, pero tampoco lo rehusó.
—Tengo que marcharme —dijo vacilante—. No depende sólo de mí. Hablaré con

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el doctor Bradley. Si él está conforme con mi diagnóstico de una enfermedad del
corazón y renuncia a hacer la autopsia…
Dejó la frase sin terminar, cogió su maletín y salió de la habitación como si
huyera.
El cheque quedó sobre la mesa. Helen sonrió.
—Esto está resuelto —dijo, respirando hondamente cuando los pasos del doctor
se apagaron en el pasillo del hotel.
Levantó el rostro y miró a Frank, que continuaba detrás de su silla. Durante el
tiempo que duró la entrevista había estado como hipnotizado. Todo aquello le parecía
la peor de las pesadillas.
El cielo se llenaba cada vez más de nubes. El aire era sofocante. La luz tenía un
tono amarillento, y la cara de Helen era una máscara dura y extraña.
Ella se acercó, y Frank tuvo que hacer un gran esfuerzo para no retroceder hasta
la pared, como le ordenaba su instinto.
—Frank —dijo Helen en voz baja—. Frank ahora me perteneces. Te he sacado
del infierno. Ahora sólo existimos nosotros para siempre.
Se oyó una nueva explosión, pero un poco más lejos. Dos aviones con las alas
negras volaron bajo las nubes oscuras.
Helen miró rápidamente hacia la puerta tras la cual yacía su marido. Pero Bobbie
estaba sordo, y ninguna bomba lograría despertarlo.
Afuera, en el pasillo, había un banco. El doctor Hain se sentó en él para
reflexionar. Puso a un lado su negro maletín de médico, apoyó la barbilla en el pecho
y se apretó los ojos con las manos, como solía hacer siempre que debía resolver un
problema.
¡Mil libras! ¡Mil libras! ¡Mil libras! Eran suficientes para ir a América con Irene,
y salir de aquel valle espantoso. De nuevo entre los vivos. Un año de trabajos y
preparativos, con Irene siempre a su lado. ¡Mil libras! El porvenir, la justificación de
su trabajo, la única esperanza que tenía aún. ¡Mil libras! Del Otro lado, la muerte de
un borracho, de un enfermo, de un hombre sin valor cuyo cadáver yacía sin dignidad.
«¿Qué me interesa a mí? —pensó el doctor Hain, luchando amargamente contra sí
mismo—. Ha fumado hasta morir. Se ha matado él mismo. Tal vez su mujer lo haya
envenenado. Pero ¿qué me importa a mí? ¿Qué me interesa a mí esa gente? ¿Qué
tengo yo que ver con ella? Mil libras y se entierra a un muerto, y los que quedan atrás
se sienten contentos y redimidos…».
Pensó alegremente en San Francisco. Recordó vagamente los cuadros de las
revistas ilustradas. Colinas y rascacielos, bahías y puentes. Le pareció incluso
percibir el olor del quirófano, la luz cegadora sobre el paciente. Pensó en el trabajo
silencioso y atento, en la presión del bisturí en sus manos.
«Un hombre no vale más que su trabajo», pensó. Sin su trabajo estaba él mismo
expuesto a convertirse en un vagabundo, en un estafador, en un ladrón. Con su
trabajo… ¡Oh, Irene, Irene, Irene!

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Se levantó y apretó el botón de llamada del ascensor. Sonrió un poco
forzadamente, pues había perdido hacía mucho tiempo la costumbre de sonreír.
«No lo hubiera soportado ni un mes más», pensó mientras bajaba. Se dirigió a la
oficina de recepción y pidió la guía telefónica.
—Quiero saber el número del doctor Bradley —dijo pasando las páginas.
—¿Cómo está el Gran Anciano? —preguntó el jefe de recepción, imitando la
forma de hablar de un chino.
Hain lo miró de una forma extraña.
—¿Quién? —preguntó distraído.
Luego recordó a Chang, enfermo.
—Aún no he decidido —contestó, y siguió hojeando.
«Probablemente. Bradley no querrá venir durante el bombardeo —pensó—. Me
dejará el diagnóstico a mí, y yo redactaré el certificado de defunción».
Un joven empleado manejaba un gran libro.
—Hemos recibido una carta certificada para usted —dijo—. ¿Quiere firmar aquí?
El doctor Hain firmó y recogió la carta. Era de Irene.
Dejó abierta la guía telefónica en la letra B y abrió la carta, leyéndola de pie.
Volvió a leerla por segunda vez, se la guardó luego en el bolsillo de la chaqueta y
buscó de nuevo en la guía telefónica, pero las letras le parecían hormigas
desparramadas.
Sacó entonces sus gafas y se las puso visiblemente desesperado.
Sólo cuando leyó la carta por tercera vez la comprendió perfectamente.

Querido Emanuel:
He vacilado mucho antes de escribirte esta carta, pero una vez debía ser.
Creo que habrás sospechado lo que te digo en ella. Tienes que haber
comprendido, como yo, que durante estos últimos años nos hemos alejado cada
vez más el uno del otro y que hemos llegado a un punto en que ya no existe
ninguna comunidad entre nosotros. Tú has ido a países extraños y te has
adaptado. Yo me he quedado aquí y he comprendido que Alemania es el único
país al que pertenezco y donde puedo vivir. He comprendido que nuestro Führer
tiene razón, y he aprendido a creer en él y en el Tercer Reich. Con esto está
dicho todo. Fue una falta grave habernos casado, y la hemos pagado con la
sangre de nuestro corazón. Sé que no te opondrás a que construya una segunda
vida sobre las ruinas que correspondan a mi naturaleza y a mi origen. A ti te
deseo felicidad para el futuro, y estoy segura de que con la ambición, la
habilidad y la fuerza de asimilación de tu raza harás carrera en el extranjero.
He pedido el divorcio, que en nuestro caso será concedido sin dificultades.
Olvídame como yo trato de olvidarme de ti.
Irene

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Esto decía la carta. Era el fin.
«Tal vez tenga razón —se dijo el doctor Hain—. He querido venderme por mil
libras, por adaptación al medio, pero no creo que esté tan adaptado que pueda
asociarme a los asesinos de mi hijo», pensó con desesperada ira.
—¿Quiere que le ponga en comunicación con el doctor Bradley? —preguntó el
empleado.
El doctor Hain se quitó las gafas que se le habían empañado.
—No —dijo—. Lo he pensado mejor. Llame primero a Sir Kingsdale Smith, del
Consulado británico.

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Capítulo XX
Con sus grandes puños y su fuerza asombrosa Bo Gum Chang se defendió de los
que pretendían llevarle al hospital. Los médicos chinos, asustados y creyendo que la
excitación y el movimiento le causarían la muerte, aconsejaron dejarle hacer su
voluntad por el momento. Sin su consentimiento era imposible operarlo.
Después de la lucha, el cansancio le sumió en una especie de inconsciencia, que
nadie se atrevió a turbar.
Pronto se despertó, y cogió suavemente las manos de su hijo, que Yutsing le
abandonó conmovido.
—Recuerdo claramente —dijo el enfermo al cabo de un rato— el día en que mi
hermana mayor me puso por primera vez al timón. Me sentía muy orgulloso. No tenía
ni siquiera cuatro años, pues no llevaba aún trenza sino cuatro bucles pequeños en los
que mi hermana mayor había trenzado lana roja. Era el principio del invierno. Debía
ponerme cuatro chaquetas, y no tenía ni una siquiera. Mi hermana mayor me puso su
propia chaqueta y se acurrucó bajo la alfombra. Era muy buena. Si muero, debes
portarte bien con ella.
—No morirás —dijo Yutsing, aunque sabía que era un presagio de muerte el
hecho de que el espíritu de un enfermo viajase de aquella manera al pasado.
—Lo veo todo tan claro como si estuviera aquí, en este cuarto —dijo el padre—:
el río, las cataratas, las cabras en la orilla, una vieja cabra gris con sus dos cabritos
negros… Me parece que no he vivido una vida sino cinco, que no fui un hombre, sino
cinco hombres diferentes. Y eso se debe a que el tiempo cambió rápidamente en el
espacio de mi vida. Anda, llama a tus dos mujeres, hijo.
Yutsing vaciló.
Pearl y Meilan había conseguido poner entre sí toda la longitud de la gran sala.
Pearl, con las manos en los bolsillos de su chaqueta y un cigarrillo en la boca,
hablaba seriamente con los médicos chinos.
La cenicienta luz del cielo entró por las altas ventanas.
Al otro lado de la sala, cerca de la puerta, estaba arrodillada Meilan junto a su
hermana. Tenía el aspecto de un junco roto o de un pájaro herido.
Yutsing se acercó a una y a otra, rogándoles que se acercaran a la cama de su
padre.
Pearl fue delante; Meilan, de puntillas tras ellos. Yutsing no se volvió para verla,
pues sentía su presencia en cada gota de su sangre.
—Venid, hijas. Sentaos junto a mi cama —dijo Chang más suavemente que
nunca.
Las mujeres se sentaron en dos sillas que el secretario acercó diligentemente.
El hijo se dio cuenta de que su padre no sólo debía de haber comprado mujeres,
sino que las había conquistado. Le parecía algo nuevo pensar que Chang Bo Gum
conocía tan bien el cariño como la fuerza.

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Cuando las dos mujeres se sentaron ante él, tan diferentes como pueden ser dos
seres del mismo sexo y de la misma raza, las miró no como un moribundo sino como
un hombre que se divierte.
—Hay una máxima que dice: «La esposa fea sirve bien la casa, pero en la fiesta
se prefiere a la hermosa.» —dijo por fin—. Te ruego que me perdones, mujer de mi
hijo, si no te he recibido con la comprensión y el amor que tal vez merezcas. Soy un
hombre estúpido, anticuado y sin educación, que comprende poco tus ventajas,
indudablemente grandes. Pero como pareces poseer la inteligencia y la fuerza de
manejar una casa grande, te hablo a ti y no a ésa que dejo solamente para educar a mi
hijo en el placer.
Al oír estas palabras, Meilan se inclinó un poco más, Pearl se mordió los labios
para contener una sonrisa.
El suegro parecía tener buenas intenciones, aunque su elogio sonara como un
insulto.
—Hija —dijo con tono severo, dirigiéndose a Pearl—, desgraciadamente no eres
capaz de dar un hijo a la casa y a la familia Chang. Ésta, la concubina Meilan, ha
concebido, y por lo mismo podemos esperar que dé a luz un hijo, muchos hijos, pues
desciende de un jardín en el que los árboles dan muchos frutos. Te la entrego bajo tu
absoluta responsabilidad; y te pido que la cuides como si fuera tu hermana menor. La
protegerás en la guerra, la cuidarás durante el parto y en cualquier enfermedad que la
aqueje, y te guardarás de amargarle la vida con celos ridículos, pues tú eres la esposa,
la camarada, el guía de siempre. Como tu vientre es estéril, debes amar a los hijos de
tu marido y de otra mujer como si fueran tuyos. Tienes que prometerme esto para que
pueda dormir tranquilo. Y tú —continuó, dirigiéndose a Meilan, que temblaba
débilmente, como una hoja a la caída de la tarde— darás a luz los hijos y los educarás
en el respeto y veneración de sus antepasados, les enseñarás a ofrecer sacrificios y a
encender el incienso según el rito antiguo. De lo contrario —añadió levantando el
índice con ademán amenazador—, volveré como un espíritu descontento, me
mostraré duro y furioso y te perseguiré si no cumples lo que espero de ti. Ve a los
templos y pregunta a los sacerdotes por el rezo justo y el Dios justo, por el que debes
encender el incienso y quemar el dinero para los espíritus a fin de dar a luz tus hijos.
Y si llegas a tenerlos —prosiguió en un tono más enérgico—, si tuvieras hijos, no se
te ocurra mostrarte orgullosa ante la esposa de tu amo e intrigar contra ella. Recuerda
siempre esto: como los dedos de una mano no pueden ser iguales entre sí, tampoco
debes olvidar nunca cuál es el lugar que te corresponde. Ella está por encima de ti,
porque a ti te he comprado por ocho dólares como esclava mía.
Se recostó satisfecho, haciendo una señal a las dos mujeres para que se retiraran.
—Tú quédate aún —dijo a Yutsing.
El hijo se arrodilló junto a la cama.
—Hace mucho tiempo que tengo un testamento hecho. Lo encontrarás todo en
orden —dijo Chang—. Tú dirás si deseas o no conservar el coche. Al chófer le he

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concedido una pensión para el caso que lo despidieras. He depositado un trust
fund[95] para ti y para tu madre, que más tarde pasará a poder de vuestros hijos.
Anoche pensé en desheredarte, pero la cercanía de la muerte acaba con todo rencor, y,
¿quién no tiene faltas entre los hombres? ¿Qué caballo no tropieza?
—¿No te cansa hablar, padre? —preguntó Yutsing, preocupado, pues la voz del
viejo Chang se elevaba por momentos y sus grandes manos accionaban cada vez más.
—No —repuso Chang—. Estoy bien, y mis dolores casi han desaparecido.
Lamento tener que morir, hijo —dijo de pronto—. Aunque se diga que los negocios
del mundo pasan con la rapidez de un día primaveral y que se debe pensar en la
muerte como en un retorno, los negocios del mundo no son tan sencillos, hijo, no son
tan simples, aunque sí más interesantes que la última jugada. Es tan difícil separarse
de ellos como levantarse de la mesa de juego, abandonar la botella que se ha
comenzado a beber o dejar en la mitad de la noche a la mujer que se quiere. No soy
viejo —prosiguió—, y aún tengo la fuerza de tres hombres. ¿Por qué razón debo
morir? Se dice que un mendigo con vida vale más que un rey muerto. ¿Qué es
entonces un banquero muerto? Me hubiera gustado conocer a mi primer nieto. Tú
naciste con un diente en la boca… ¿Qué aspecto tendrá mi nieto? Cuidarás de que
sacrifiquen abundantes comidas, pues he sido siempre un hombre de mucho apetito y
me temo que seré también un espíritu hambriento.
De pronto se oyó una explosión fuerte y cercana. El aire entró en la habitación
como una tromba. Los muebles se volcaron y los cristales se hicieron añicos. En la
sala comenzaron a gritar las mujeres. Yutsing sujetó involuntariamente la mano de su
padre… ¿Para protegerlo? ¿Buscando protección?
Los médicos aparecieron consternados, para comprobar si el susto empeoraba el
estado de su paciente.
Yutsing advirtió con disgusto que temblaba. Los últimos diez años lo habían
afeminado sobremanera. Casi había olvidado lo que era atravesar el fuego, dormir
entre las granadas y llevar consigo las bombas para arrojarlas en el momento
oportuno sobre el enemigo. Chang Bo Gum apartó las sábanas y se incorporó.
—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Bombas? ¿Bombas en Nanking Road? Debe de
haber sido muy cerca. ¿Qué significa esto? Me prometieron dejar intacta esta parte de
la ciudad. ¡Los cerdos, los perros, las tortugas! ¡Esos nietos e hijos del diablo, esos
enanos japoneses, esos mentirosos, esos ladrones, esos bandidos, arrojan bombas y
quebrantan la palabra empeñada! ¡Aceptan mi dinero y quieren luego asesinar a mi
familia…!
Chang Bo Gum, furioso, ofreció un espectáculo digno de verse. Todos los que en
la habitación contigua aguardaban su muerte acudieron uno tras otro y contemplaron
maravillados al hombre que se hallaba desnudo en su enorme lecho. Su aspecto era
más ruidoso y terrorífico que una bomba. Tanto más extraña era su repentina
exaltación cuando que hasta entonces había tratado por todos los medios de mostrarse
suave y sumiso, con la tranquilidad de alma que conviene a una bien merecida fama.

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Pearl fue la primera en comprender lo ridículo de aquella situación y se propuso
cortar el enojo del banquero.
—No son bombas japonesas, padre —dijo adelantándose—. Son nuestros propios
aviones… Aviones chinos, bombas chinas…
—¿Chinas? ¿Cómo chinas? ¿Quiere decir que nuestros propios aviones arrojan
bombas sobre Nanking Road? —le preguntó Chang, y súbitamente volvió la calma a
su espíritu.
Como respuesta a su pregunta se oyó inmediatamente el rugir cercano de varios
aviones que pasaron a escasa altura sobre los tejados de las casas. Ascendieron luego
hasta las nubes y se alejaron del lugar que acababan de destruir.
El secretario Chai se asomó a la ventana. Por el cielo pasaban volando los aviones
de alas negras formando un triángulo, como patos silvestres que se remontan sobre un
lago al anochecer.
Todos contuvieron involuntariamente el aliento ante el temor de una bomba
cercana. Pero el rumor se fue apagando en la distancia, y la calma volvió a reinar en
la habitación.
—¿Qué objeto tiene todo esto? ¿Qué se ganará si los mismos aviones chinos
bombardean la Concesión Inglesa? —preguntó Chang con calma, como si se hallara
ante una reunión general de accionistas—. ¿Qué objeto tiene? —preguntó de nuevo
—. ¿Qué beneficio reporta todo esto? Nadie se atrevía a darle una respuesta
adecuada. Yutsing se limitó a encogerse de hombros. El banquero Chang miró a uno
y a otro.
—¿Qué hacéis ahí? ¿Qué hacéis en un lugar en el que puede caer una bomba en
cualquier momento? —gritó de pronto—. Si no son los japoneses, sino los chinos,
esta casa es el lugar más peligroso de toda la ciudad. ¿No lo comprendéis? ¡Los
chinos! Sería una gracia estúpida que nos asesinaran con las mismas bombas que he
regalado a esos gusanos de Nanking. Marchaos. Daos prisa. ¿Qué esperáis aún?
¡Correr! ¡Salvaos! —exclamó, y se sentó en la cama—. ¡Chingliu, tortuga! —dijo a la
hermana de Meilan, que le miraba boquiabierta tras los presentes—. ¡Rápido, tráeme
mis ropas! ¡Chai, el coche! ¡Pronto! ¡Nos iremos de aquí! Yutsing se mostró
sorprendido.
—¿Dónde estarás seguro, padre? —preguntó—. ¿A qué sitio no llega esta guerra?
—¡Cualquier sitio es mejor que este tejado, imbécil! —gritó Chang—. ¿Ninguno
de vosotros tiene la inteligencia suficiente para ayudarme a salir de aquí?
En aquel momento distinguió a los dos hombres encargados de la camilla, de
cuyas ropas blancas trascendía un fuerte olor a hospital.
—¿Quiénes son esos dos muchachos? —preguntó, repitiendo con tono más
áspero—: ¿Quienes son esos dos desconocidos?
Apartó a cuantos se opusieron a su paso y se detuvo, gigantesco y desnudo, ante
los dos hombres, que, atónitos, lo contemplaron con una sonrisa escéptica.
—Somos los encargados de la camilla —dijo uno de ellos—. Esperamos para

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trasladar a su excelencia a la ambulancia.
—¿Ambulancia? —exclamó Chang, más divertido que enojado—. ¿Y vosotros
queréis llevarme? ¿Habéis tratado en alguna ocasión de llevar a un hombre de mi
peso? Seis de vosotros no serían suficientes. Idos, mis buenos amigos, con vuestro
ridículo armatoste. Tal vez pudiera llevarme un coolie, pero no vosotros, que tenéis
piernas de mosca… Yo, un hombre enfermo, tendría miedo de romperos esos
miembros. Dadles dinero para el té y ordenadles que se marchen —añadió de pronto
algo más apaciguado, dirigiéndose a su secretario.
Asombrados, los dos hombres salieron de la habitación.
Nuevamente fue Pearl la que ofreció sus hombros al suegro para ayudarle a
levantarse.
Pesadamente, pero con sumo cuidado, pues se había acostumbrado a no hacerle
daño al sexo femenino, Chang se apoyó en ella. Desnudo, con su enorme estatura y
sin el menor asomo de vergüenza, permaneció de pie, olvidado por completo de la
idea de la muerte.
—¿Resistirá? —preguntó Yutsing a su mujer en voz baja, asombrado de la
energía de su padre.
Pearl contuvo una sonrisa.
—Así parece —le contestó también en voz baja.
Luego condujo a Chang Bo Gum hasta una silla y lo miró fijamente.
Él la miró también. Luego acarició el corto cabello de su nuera y observó con fina
ironía:
—A los feos se les da la inteligencia y a los estúpidos la belleza.
Pearl comprendió entonces por primera vez que el corazón de su suegro estaba
muy cerca de ella.
Chingliu y Meilan entraron en la habitación con las ropas del señor.
Comenzaron a vestirlo con la cuidadosa habilidad de las niñeras. La estancia
estaba llena de hombres, criados, mujeres y empleados.
Una tetera se había quebrado al estallar la bomba. De un precioso camello
esmaltado del período Tang sólo quedaban unos fragmentos, únicamente las viejas y
pesadas cabezas de los caballos de la dinastía de Han permanecían intactas sobre las
repisas.
Cuando el susto y el asombro general hubieran pasado, todos comenzaron a
hablar al mismo tiempo, sin lograr entenderse. Los empleados se felicitaron
mutuamente porque nada les había ocurrido y porque el banquero Chang, su señor y
su padre, parecía mejorar.
Liu permaneció sentado en un rincón, fumando pequeñas bolitas de tabaco que
introducía en su delgada pipa.
—¿Y bien? —preguntó cuando Pearl se sentó a su lado para fumarse un nuevo
cigarrillo.
—Tendremos que aguardar hasta que su Alta Persona nos manifieste sus deseos

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—repuso ella sonriendo.
Liu reflexionó un momento y sonrió también.
—¿Acaso no recuerda Su Alta Persona al rezagado de Shigink? —preguntó sin
disimular su alegría:

No puedo encontrar reposo


Para mis cansados pies.
Dame comida y bebida
Y haz lo que puedas por mi.
Manda a buscar la ambulancia
Y que me lleven en ella.

Le interrumpió un gemido angustioso que se oyó en la habitación del enfermo.


—No hemos tenido mucha suerte con la ambulancia —dijo Pearl con sorna.
Cruzó las manos sobre el regazo y esperó pacientemente.

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Capítulo XXI
El mecanismo del alma humana está muy bien construido y lleno de vueltas y
recovecos por donde poder escapar. Nadie sentirá un dolor más fuerte o soportará una
carga más pesada de los que naturalmente pueda sobrellevar. Hay desmayos,
inconsciencias y luchas que nos han sido impuestas por la misma naturaleza.
Cuando el doctor Hain terminó de leer la carta de su mujer, y con ella se borraron
de su imaginación hasta las más pequeñas esperanzas; cuando todos los horizontes de
su vida desaparecieron ante él, como desaparece la tierra en el hundimiento de un
monte, se tornó frío e insensible, de la misma manera que había insensibilizado los
miembros de los demás por medio del hielo. Pero inmediatamente trató de
sobreponerse, y no tardó en obrar de un modo razonable.
En aquella ciudad, cuyas calles eran presa del pánico y en la que todas las
comunicaciones habían quedado cortadas, logró hacer funcionar el obstinado teléfono
y vencer el difícil muro de indignados y arrogantes funcionarios del Consulado, para
entablar conversación con el atareado abogado de la Corona, Sir Kingsdale Smith. Le
anunció brevemente y con sumo respeto que Robert George Russell había fallecido
de una manera tan extraña que él, como médico, proponía una minuciosa
investigación. Añadió que no se había dirigido a la Policía internacional, a la que
competía aquel asunto, sino directamente a Sir Kingsdale Smith, amigo de la familia
y representante de los intereses británicos, con el fin de evitar el escándalo. Con
incorrecta pronunciación se disculpó cortésmente por molestar a Sir Kingsdale a una
hora tan inoportuna, pero el asunto era de suma urgencia, y por este motivo rogaba a
tan alto funcionario que se encargara de él antes de que se diese publicidad al caso.
Sir Kingsdale Smith le dio las gracias, carraspeó junto al auricular y añadió que
inmediatamente iría en persona al «Shanghai Hotel» para ofrecer su ayuda a la señora
Russell. A pesar de hallarse completamente mareado, el doctor Hain logró evitar la
curiosidad de Madame Tissaud, que se acercó a él cuando atravesaba el vestíbulo,
desviando la conversación hacia el tiempo y las bombas.
«Y ahora, ¿qué?», se dijo, haciendo un esfuerzo, pues sus pensamientos tomaron
un giro extraño y pugnaban por salir de su cerebro.
Comprendía que el vacío que sentía tras la frente, aquel silencio donde antes se
había producido una febril elaboración mental, era algo poco común, algo
inexplicable.
«Esta fábrica ha dejado de trabajar», pensó, encontrando graciosa la imagen.
Permaneció un momento contemplando fijamente al encargado del ascensor,
quien, sorprendido, le miró riendo. El doctor recordó a Chang.
—A la terraza —dijo. Mientras subía cambió de opinión—. Décimo piso —
indicó.
Salió del ascensor y se dirigió titubeando hasta el cuarto de Kurt Planke. Llamó a
la puerta, y, al no obtener contestación, la abrió cuidadosamente.

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La luz iluminaba el cuerpo del joven, que dormía. El doctor Hain se sentó al
borde del lecho y lo contempló pensativamente durante un momento. Con la mejilla
apoyada en un brazo, Kurt yacía en la cama con su único traje de verano, bastante
sucio y arrugado. Parecía más joven; su expresión era casi infantil. El doctor sentía
tener que despertarlo, pero pensando que era necesario sacudió a Kurt con cuidado
por el hombro.
—¿Qué día es? —preguntó Planke con el tono de un niño que desea que se le
mime.
El doctor Hain, sin contestar a su pregunta, inquirió a su vez:
—¿Estuviste de juerga con Russell?
—Sí —contestó Kurt algo más despierto—. He quebrado con bastante éxito la
arrogancia inglesa del «honorable».
—Ha muerto —dijo Hain.
—¡Caramba…! —exclamó Kurt sin inmutarse—. Entonces hay que felicitar al
«honorable».
—¿Sabes cómo pudo haber sucedido esto? —le preguntó el doctor.
—Tal vez fuese algo delicado para fumar opio de tercera clase, aunque debo
confesar que ha ejercido la mejor influencia espiritual sobre él. Se hubiera usted
extrañado, doctor. Estaba completamente dormido. En algunos momentos resultaba
hasta agradable e inteligente.
—¿Le acompañaste hasta su habitación? —preguntó Hain, algo molesto por la
soñolienta ironía de Kurt—. ¿Fuiste el último que estuvo con él? Han de interrogarte.
¡Levántate y date una ducha fría para que recobres la lucidez!
—¡Levántate y date una ducha fría para que recobres la lucidez! —repitió Kurt—.
Esto es terrible, sí, terrible. Pero, a pesar de todo, me es indiferente. Todo me es
indiferente, señor doctor. Todo es ilusión. —Trazó con la mano un círculo en el que
abarcó su cuarto, al doctor y a él mismo, y repitió—: Ilusión. Todo esto es algo
inexistente, y por lo mismo, insignificante. Usted, yo, la vida, la muerte… Sobre
todo, la muerte. Ilusión. Debería hacerse morfinómano, doctor. La mayoría de los
médicos son morfinómanos, ¿verdad? ¡Levántate y date una ducha fría para que
recobres la lucidez! —Se incorporó, sujetándose con ambas manos al borde de la
colcha, como si estuviera mareado, y prosiguió—: Ya sé que usted quisiera
ayudarme, doctor. Yo también quisiera ayudarlo. Así es. Pero nadie puede ayudar a
nadie. De todas formas, se lo agradezco mucho. —Se echó a reír y añadió—: No creo
en la música de cámara.
El doctor Hain no estaba en condiciones de sostener una conversación filosófica.
Las personas que se hallaban bajo la influencia de las drogas tenían una forma de
mezclar las frases más triviales con las más profundas intuiciones, que lo
impacientaba sobremanera.
Salió del cuarto. Esperaba que Kurt fuese capaz de defenderse en el próximo
interrogatorio, a pesar de su euforia. Se detuvo fuera, pensando con dificultad.

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Entonces recordó algo importante.
«Primero debe ser operado Chang —pensó—. De lo demás ya habrá tiempo».
Volvió al ascensor y se hizo conducir hasta el piso décimo octavo. Cuando llegó a
la antesala oyó los potentes gemidos del banquero enfermo. Nadie hacía caso de sus
lamentos. Los dos hombres encargados de la camilla, acurrucados en un rincón,
comían arroz con indiferencia. El doctor Hain se abrió paso hasta la gran sala. Allí la
reunión parecía alegre. Después del té llegó el turno a una botella de whisky. Los
presentes se hallaban reunidos en pequeños grupos, mientras hablaban, discutían y se
reían. El doctor Hain llegó a creer en un momento que se había equivocado, pero
descubrió a Pearl en uno de los rincones y le hizo señas para que se acercara.
Mientras Pearl se dirigía hacia él, que permanecía junto a la puerta, su cerebro
recobró un instante la lucidez, oscureciéndose a continuación.
Se dio cuenta de que un frío espanto le subía por las raíces de los cabellos, y
pensó: «¡Cuántas muertes pueden sucederse en uno y, sin embargo, continuar
viviendo!».
Escuchó las notas de una música popular que provenía del gramófono, y al mismo
tiempo se oyó al locutor de la radio, el cual explicaba algo o calmaba a la población.
Hain comprendió el tono, pero no el sentido de las palabras. Se convirtió en un
autómata que se movía mecánicamente, y dijo, dirigiéndose a Pearl:
—¿Ha logrado convencerlo para que se opere?
—No, doctor —respondió Pearl Chang—. Parece que la bomba lo ha hecho bien.
De cualquier forma, es un remedio que corresponde a su manera de ser.
—¿La bomba? —preguntó el doctor.
Pearl lo miró atentamente.
—Sí, la bomba. ¿No ha notado usted que están bombardeando la Concesión?
—Sí —repuso el doctor Hain—, pero eso fue esta mañana…
Al observar la aturdida expresión de su viejo colega, Pearl pensó que el susto lo
había abatido.
—¿Se ha asustado mucho? —preguntó con ansiedad—. Nosotros dos no estamos
tan endurecidos como los hombres de Shanghai, ¿verdad?
—¿Cómo que no? ¿Cómo que no? Yo estoy endurecido. Aún me acuerdo de la
guerra mundial. Sí, me acuerdo de la guerra mundial —añadió—. Así, pues, ¿no hay
operación?
—No. Creo que no. Parece que se curará sin ella —repuso Pearl.
El doctor Hain se encogió de hombros.
—Entonces, estoy de más aquí… —dijo.
Pearl se apiadó de él y se apresuró a decir:
—No, no, quédese, por favor. Aún hemos de trasladarle. ¿Quién sabe lo que
puede ocurrir? En este país no se acaba nunca de aprender.
Liu, delgado y negligente, con su túnica parda, se acercó a ellos.
—Orden del señor y maestro —dijo en inglés—. Debo acompañar al Banco a

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usted y a la preciosa concubina, en un taxi, y depositarlas en una de las cajas
blindadas de los sótanos. Sin duda alguna, allí estarán seguras. ¿Está usted dispuesta?
—¿Y mi suegro? —preguntó Pearl.
—La Alta Persona esperará su propio coche. La Alta Persona se muestra más
obstinada que nunca. Como, a pesar de todo, siente agudos dolores, tarda mucho en
vestirse. No obstante, es un hombre original. Ya conoce usted el proverbio chino,
doctor: «Si te preparo el ataúd, no morirás».
El doctor Hain permaneció un momento indeciso, y luego se dispuso a salir.
Había pensado que tal vez Sir Kingsdale Smith y el doctor Bradley pudieran
necesitarlo.
Pearl ni siquiera notó que se había marchado.
—¿Nos acompaña Yutsing? —preguntó a Liu.
—El hijo se queda con el padre —fue la respuesta.
Pearl asintió con la cabeza. Comprendía que en aquellos críticos momentos su
marido debía permanecer al lado de su padre. La nueva obligación que Chang le
había impuesto mitigó su pena y calmó sus celos. Encendió un cigarrillo, para
entretenerse con algo, y se dirigió a Meilan.
—El honorable padre desea que permanezcamos juntas hasta que él decida otra
cosa —le dijo amablemente—. Si quieres, podemos marchar ahora. Y no temas nada,
Meilan.
—Es un gran honor para mi baja persona —murmuró Meilan, inclinándose
ligeramente Con su mano, parecida a una minúscula escultura de marfil, cogió la de
Pearl grande y ruda, y pensó: «No me extraña que a Yutsing no le guste que ella le
acaricie».
El encargado del ascensor estaba bastante excitado.
—¡Las bombas! —exclamó de nuevo—. ¿Las señoras han oído las bombas?
Dicen que han matado a trescientos hombres a menos de medio ti de aquí. ¡Las
bombas, las bombas!
Meilan tocó la seda del traje de Pearl, comprobando su calidad.
—Bonita seda —dijo confiadamente—. Si quiere usted, podría bordársela. Sé
bordar. Me gusta bordar. Conozco el bordado Pekín.
«Minúsculo gusano de seda —pensó Pearl con orgullo—. Sangre clara, anémica,
criada en la sombra».
Recordó una frase que había escuchado o leído.
—¿Por qué se dice «cejas como gusanos de seda»? —preguntó a Liu en inglés.
Éste la comprendió inmediatamente y contempló a Meilan.
—Usted no ha visto nunca un gusano de seda, Pearl. Por desgracia, es usted
demasiado intelectual.
Dijo esto en el mismo tono con que los padres regañan a sus hijos en la China —
muchacho malo o hija tonta—, en lugar de decirles palabras de cariño, porque los
espíritus podrían sentirse envidiosos.

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El ascensor se detuvo en el décimo piso para dejar entrar a tres personas. Kurt
Planke entró entre dos detectives, cuya profesión se descubría a distancia. Tenían los
hombros, los cuellos y la expresión benévolamente amenazadora que solamente ellos
poseen. Meilan se encogió al encontrar a Kurt tan inesperadamente y trató de
ocultarse a sus miradas. Kurt la contempló un instante. Sólo más tarde despegó los
labios para saludarla, en el último momento de lucidez que le dejara el opio:
—¿Reconoces mi corbata, Gretchen? La llevo como mascota en la hora de
nuestra muerte. Amén.
Pero Meilan se deslizó prestamente detrás de Pearl y se llevó el dedo a los labios,
en un ademán implorante y al mismo tiempo lleno de coquetería.
Kurt guardó silencio. Pearl no había notado nada. Liu, el poeta, por el contrario,
se había dado cuenta de todo. Había compuesto ya los dos primeros versos de una
poesía cuando el ascensor se detuvo en el tercer piso para que salieran Kurt y sus dos
acompañantes.
—A la derecha, hijito —dijo uno de éstos.
Kurt miró hacia atrás hasta que la puerta del ascensor volvió a cerrarse. Había
aprovechado los pocos minutos que estuvo al lado de Meilan, cogiéndole la mano y
apretándola. Mano atractiva, minúscula mano china. El ultimo calor, el último
perfume de su cabello, el último encanto de su belleza se alejaron para siempre de él
en el angosto espacio del ascensor, que descendió hasta la planta baja. Madame
Tissaud, que estaba sentada en el vestíbulo, lleno de gente excitada y al que llegaba la
chirriante música del cuarteto del comedor grande, exclamó:
—¡Madame Chang, Madame Chang! ¿Cómo está su suegro? ¿Ha muerto? ¿Quién
lo acompaña? ¿Alguna de sus huérfanas?
—Mi suegro no es de esos hombres que se mueren así como así —repuso Pearl
con cierta alegría.
Cogió a Meilan de la mano, y después de atravesar una puerta giratoria la condujo
al taxi que las aguardaba.

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Capítulo XXII
Yoshio Murata se detuvo triste y apesadumbrado ante el «Restaurante Sakuran»,
después que vio desaparecer el taxi que conducía a Jelena. Comenzaba a llover. Las
calles mojadas parecían enormes espejos empañados, en las cuales nadaban las luces
de los faroles. Sacó los papeles de su bolsillo sin saber qué hacer.
Se odiaba a sí mismo, odiaba los planos falsos y la tarea que le había sido
encomendada, pero odiaba más aún a Jelena, que se marchaba en un barco en vez de
robar aquellas malditas hojas de papel.
«Tal vez no sea una espía», pensó en un momento de lucidez, pero
inmediatamente rechazó la idea.
El pensamiento fijo de todos los japoneses, el miedo al espionaje, se alojaba en la
misma medula de sus huesos. Su confianza en las autoridades de su país era
demasiado profunda para pensar que el señor Endo pudiera estar equivocado.
Mientras permanecía en la calle reflexionando en estas cosas, arreció la lluvia. Las
gotas grandes y pesadas caían sobre sus hombros, y el aire sofocante parecía
adherirse a su rostro. Aun cuando entre su existencia y el suicidio sólo quedaba un
pequeño espacio de tiempo, Yoshio se alegraba de haber llevado el paraguas. Lo
desplegó y se sintió un poco mejor.
«Debo hablar con el señor Endo», pensó con pánico.
Le consolaba saber que las comunicaciones telefónicas sólo se conseguían tras
largos intervalos, y que por teléfono el señor Endo sólo podía hacer veladas alusiones
a un crisantemo.
Al convencerse de que una llamada telefónica no era del caso, se alejó bajo su
negro paraguas con un poco más de esperanza.
En la rué Thibet encontró un taxi. Resolvió ir a ver al señor Endo y darle su
información, antes de regresar a su casa y entregarse a su hoja de afeitar para cumplir
la promesa de honor que se había hecho.
La lluvia cesó con la misma rapidez con que se había iniciado. Por todas las calles
aparecían pequeñas patrullas y destacamentos franceses, ingleses, americanos e
internacionales. Dos veces tuvo que presentar el pasaporte que le había entregado el
señor Endo. El trayecto era largo, y cuando llegó a casa de Endo ya había pasado la
medianoche. Contempló los cuatro pisos de la fachada, viendo que por las rendijas de
las persianas de bambú se filtraban pequeñas fajas de luz.
La puerta de entrada estaba abierta, la luz de la escalera encendida. Parecía que el
señor Endo estaba preparado para recibir a algún visitante tardío.
Yoshio pulsó el timbre. Al cabo de un buen rato el propio Endo abrió la puerta. Se
hallaba en mangas de camisa. Sus raídos tirantes azules estaban empapados de sudor.
—Lamento profundamente tener que perturbar su sueño —dijo Yoshio—. Debo
comunicarle algo de suma importancia.
El señor Endo lo miró superficialmente y luego se inclinó de una forma vaga.

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—¿No ha tenido éxito? —inquirió enseguida con cierta descortesía.
—Desgraciadamente, el principio estuvo lleno de promesas, pero el fin fue
decepcionante —murmuro Yoshio, consciente de su culpa.
Sólo entonces le permitió Endo pasar.
—Haga el favor de seguirme —dijo cruzando por la desierta oficina y bajando
luego al piso inferior por una escalera muy angosta.
Mientras descendían, Yoshio tuvo una nueva idea.
—Tal vez hayan sido mal falsificados estos planos —dijo en voz alta tras el señor
Endo—. Jelena es una mujer inteligente, una mujer muy inteligente. Tal vez viera los
planos y los rechazara.
El señor Endo se detuvo y se volvió.
—Así, pues, ¿ha visto los planos? —preguntó.
—Eso…, eso supongo… —balbució Yoshio.
Endo continuó andando, y a Yoshio le pareció que aquella escalera no tenía fin.
—Le aconsejo que abandone esa hipótesis —dijo el señor Endo—. Esos planos
constituyen un trabajo extraordinariamente bien hecho.
Abrió una puerta, dejando pasar delante a Yoshio Murata.
—Mi modesto cuartel —dijo.
Era un cuarto descuidadamente amueblado, en el que sólo un rollo de excelente
caligrafía llamó la atención de Yoshio. Aquel rollo le obligó a inclinarse tres veces
con las manos apoyadas en las rodillas.
Tanto el rollo como la caligrafía eran del Japón, y todo lo demás era de Shanghai.
Alrededor de la mesa se encontraban cuatro jóvenes japoneses, ante los cuales
había whisky, hielo y soda. Se oía el incesante rumor de las sirenas de los buques en
el río o de las fábricas que trabajaban a aquellas horas.
Yoshio se extrañó de que el señor Endo no le presentara a los otros japoneses, y
que sólo se limitase a servirle un vaso. Bebió agradecido, pues tenía sed.
—¿Llueve otra vez? —preguntó uno de los hombres al ver el traje mojado de
Yoshio.
—Ha llovido, pero ya pasó todo —respondió.
—¿Refrescó? —preguntó otro.
—El barómetro ha bajado —dijo el primero.
Hablaron todavía un rato sobre el tiempo. Luego, el señor Endo se disculpó ante
los japoneses y condujo a Yoshio al cuarto contiguo.
—Cuénteme —dijo.
Yoshio lo puso al corriente de todo. Mientras hablaba, comenzó a sentirse mejor.
Refirió minuciosamente su cena con Jelena, haciéndole notar la confianza que había
renacido entre ambos. Le indicó que, en general, no había trabajado mal. El señor
Endo sonrió aprobadoramente en varios puntos de su exposición. Siguió también
sonriendo cuando Yoshio comenzó a sentirse más inseguro al hablar de la súbita
partida de Jelena.

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Al terminar de hablar, Yoshio se inclinó tres veces, aguardando su sentencia de
muerte.
—Con el Soerabaya a Hong Kong… Mañana por la tarde… —dijo el señor Endo
pensativamente.
Sacó una libreta de uno de los cajones y apuntó en ella algunas notas breves. La
habitación en que se hallaban estaba casi completamente vacía. Una simple bombilla
eléctrica la alumbraba. A lo largo de la habitación había armarios embutidos en la
pared y cajones de estilo japonés. Yoshio buscó flores, pero no llegó a distinguir
ninguna.
—Supongo que quiere usted llevar su trabajo hasta el fin, después de haber
llegado tan lejos, ¿no es cierto?
—Pero ¿aún no ha terminado todo? —preguntó a su vez Yoshio desconcertado.
Endo lo contempló calmosa y detenidamente. Murata no sabía que aquella tarea le
había sido encomendada por ser el más inofensivo.
—¿Terminado? No, no, de ninguna manera —repuso el señor Endo con tono
distraído—. Usted ha llevado a cabo un buen trabajo, estimado amigo. Ahora
sabemos que la señora desea encontrar los documentos. ¿Qué otro motivo podría
tener para comer con usted? Sabemos también que sabe leer y escribir en japonés,
aunque trató de disimularlo. Tiene que partir porque su marido, tonto y borracho, así
lo quiere. Es muy probable que se enfurezca por esto. Bueno, le ayudaremos en esta
situación, y todo se arreglará conforme a nuestros deseos.
Al escuchar estas palabras, el corazón de Yoshio revoloteó débilmente con sus
alas pequeñas y recortadas, lleno de esperanzas, pero también algo ofendido. Tal vez
hubiera creído que Jelena no había salido con él únicamente por los planos
falsificados, sino por él tan sólo; tal vez debía atribuir el estado de excitación
extraordinaria en que se encontraba aquella tarde, no al cumplimiento de un deber
patriótico, sino a la presencia cercana, excitante y fascinadora, de la mujer que había
sido su amante. Quizá se le hubiera coagulado la sangre en trozos pequeños y fríos
cuando Jelena se despidió tan repentinamente de él, no porque fracasara como agente,
sino como hombre.
Como siempre, aquellas dos corrientes contrarias chocaban en su interior, sin que
ninguna se le manifestase con claridad. En cambio, recordó perfectamente unos
versos de una poesía alemana que había tratado en vano de buscar en los últimos días:

Über alien Gigfeln


Ist Ruth.
In alien Wipfeln
Spürest Du
Kaum einen Hauch[96]….

Esto le infundió algunos ánimos.

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—¿Qué debo hacer? —preguntó.
—Propongo que vaya usted a Hong Kong. Trataré de conseguir un camarote en el
Soerabaya. No será tarea fácil, pero espero poder arreglarlo. Un viaje en barco sería
la mejor oportunidad para usted. La presencia continua, las costumbres menos
severas. En fin, usted me comprende. Todas las ventajas están de su parte.
Naturalmente, tiene que aparentar que ha seguido a la señora dominado por una
pasión romántica. No existe ninguna mujer que sea bastante inteligente para no creer
esto. En cuanto llegue usted a Hong Kong póngase en comunicación con el señor
Yamado. Trabaja en la oficina japonesa de turismo, que se halla en el puerto. ¿Se
siente usted cansado?
—De ninguna manera —repuso Yoshio Murata un poco aturdido—. Por el
contrario, estoy dispuesto a todo. Quisiera terminar este asunto lo más rápidamente
posible, para estar aquí cuando empiece la lucha. Usted sabe que soy reportero, y las
guerras son un buen material.
Yoshio se levantó. El señor Endo permaneció sentado.
—Encontrará aún bastante material cuando regrese —dijo en tono seco. Examinó
a Yoshio por un momento de forma impertinente y luego añadió—: Le propongo que
duerma aquí. No puede regresar esta noche al hotel «Myako». Mañana por la mañana
irá desde aquí directamente al vapor.
Sin esperar el consentimiento de Yoshio, sacó de uno de los armarios empotrados
una cama japonesa, una colcha de algodón, una manta ligera y una minúscula
almohada, y lo extendió todo en el suelo.
—Desgraciadamente, tenemos mosquitos —dijo.
Parecía tener interés en que Yoshio permaneciera alejado de los visitantes, cuya
risa se escuchaba a ratos desde la habitación contigua.
Al contemplar la cama, Yoshio sintióse de pronto invadido por un pesado sueño.
—Pero mi equipaje está en el hotel… —se atrevió a decir.
—En el peor de los casos, amigo mío, deberá usted sacrificar el equipaje —dijo el
señor Endo, acompañando sus palabras con una sonrisa de conmiseración.
Aunque las ventanas estaban abiertas, las persianas de bambú se hallaban
echadas. Cuando Endo se retiró, después de inclinarse tres veces, Yoshio se sintió un
poco desconcertado en aquel cuarto vacío. Ni siquiera en Manchuria le habían
ocurrido tantas cosas en el breve intervalo de unas horas.
Se desnudó, dobló cuidadosamente su traje, apagó la luz y se acostó en la cama
ajena.
Escuchó las sirenas. La luz de un farol se filtraba a través de la rendija de una
persiana de bambú, junto al marco de la ventana.
Sonó la bocina de un automóvil; luego otra. De pronto oyó un rumor que le hizo
acordarse de su patria: castañetear de getas de madera japonesa sobre el pavimento de
la calle, Yoshio sonrió en la oscuridad.
«Geishas que estarán invitadas a alguna fiesta», pensó.

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De nuevo acudieron a su mente los versos de un poema:

Las geishas zapatean en la fiesta.


Vosotras las getas,
¿por qué pisáis mi corazón?

Estos versos los había escrito él cuando era un joven de dieciocho años…
Sonó un disparo. Tal vez un neumático reventado por el excesivo peso. Escuchó
luego el silbato de un agente.
Silencio. De nuevo sonaron las sirenas. Un poco después se escuchó el suave
murmullo del agua. Esto hizo que conciliara pronto el sueño.
El señor Endo lo despertó, llevándole el té.
—Buen día, honrado huésped —dijo, más ceremonioso que de costumbre.
Durante un momento, Yoshio no pudo precisar dónde se hallaba.
—Le recomiendo que salga pronto —añadió Endo—. Los ómnibus no circulan
hoy y el uso del coche podría acarrear dificultades que impedirían su salida más
tarde.
—¿Ya está arreglado mi viaje? ¿Ha reservado un camarote para mí? —preguntó
Yoshio despabilándose por completo.
El señor Endo le sonrió amablemente.
—En efecto —contestó—, todos los vapores están completos, pero un honorable
compatriota nuestro, el señor Watanabe, ha pagado un camarote para su mujer y su
hija, con el fin de alejarlas de la guerra. Este señor ha tenido el mayor placer en poner
dicho camarote a su disposición. Espero que se encuentre cómodo.
Desgraciadamente, aquí el cuarto de baño es tan poco práctico como el lecho.
—¿Ha habido tiroteos esta noche, o sólo lo he soñado? —preguntó Yoshio.
—Los informes que tengo son contradictorios —respondió con suma prudencia el
señor Endo.
Yoshio se dirigió al cuarto de baño, con el fin de lavarse. Estaba más alegre que
de costumbre. La noche pasada en aquella cama se le presentaba como una aventura.
Encontraba su misión agradable y llena de esperanzas a la clara luz de la mañana. No
sabía si aquella alegría se debía únicamente a la perspectiva de viajar junto a Jelena.
En el momento en que se abrochaba los tirantes comenzaron a estremecerse las
puertas, las ventanas y los muebles, y la vajilla entrechocó sobre la mesa.
«Los cañones —pensó—. Ya comienzan a tronar los cañones».
Recordó por un momento el ruido sordo y lejano de los cañones en la guerra de
Manchuria.
Endo entró con el rostro sonriente.
—Aquí está su apreciado pasaje para el vapor —dijo haciendo caso omiso del
cañoneo—. Cuando llegue a Hong Kong no se olvide de ir a nuestra agencia de
turismo. Aquí le he apuntado el nombre: señor Yonosuke Yamado. Éste le prestará

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ayuda en caso necesario. El coche lo espera abajo, pues debemos contar con cualquier
circunstancia imprevista. Que tenga buen viaje y mucho éxito. Ha sido un gran honor
para mí albergarlo bajo mi indigno techo. Ya que tiene que partir, tenga la bondad de
volver…
Pronunció de un modo tan maquinal estas palabras corteses que muy bien hubiera
podido decir: «Márchate enseguida, que ahora tengo que atender asuntos de mayor
urgencia y mucho más peligrosos».
Yoshio salió de la casa haciendo una profunda reverencia. Había perdido su libre
albedrío; los acontecimientos se iban sucediendo solos.
Delante de la casa lo esperaba un pequeño filipino de gorra y traje blancos, junto
a un enorme coche particular. Yoshio entró en éste profundamente desconcertado. No
llevaba consigo más que el paraguas, y le molestó la idea de que su traje no era lo
suficientemente fresco. Se había afeitado con la navaja del señor Endo y olía a
muguete. Como Endo le había dicho, el camino era largo, y se perdía entre un macizo
de callejuelas que Yoshio no había visto jamás. En medio de ellas se encontró
desorientado. El chófer parecía seguir una consigna, pues trataba de evitar las calles
principales.
Repetidas veces durante el viaje notó Yoshio silenciosos temblores y una fuerte
presión contra el tímpano, que podía ser debida a los impactos de la artillería lejana.
El filipino se volvió y miró hacia arriba con gravedad. Yoshio percibió el
zumbido de los aviones, pero no pudo distinguirlos en aquel cielo limitado por las
angostas callejuelas.
Al cabo de bastante tiempo se encontró inesperadamente ante el río, frente a un
numeroso grupo de buques de toda clase y tamaño. Los grandes barcos de guerra, de
color gris, parecían descansar como búfalos enormes en el agua cenagosa. Había
también barcos negros de carga, remolcadores rojos y blancas lanchas motoras. Por
doquier se veían los inquietos juncos y los champanes que pasaban junto a ellos.
El Soerabaya era un pequeño vapor blanco de ancha chimenea.
A un costado tenía una vieja y oscilante pasarela por la que ascendían los
pasajeros. Acurrucados sobre los tablones del muelle, los coolies esperaban que los
embarcaran hacia la India Oriental. Cada uno de ellos llevaba una manta nueva de
colores chillones, que constituía una parte de su salario. Algunos, para matar el
tiempo, jugaban con monedas de cobre perforadas. Yoshio atravesó la pasarela detrás
de una señora anciana, siendo recibido por un gigantesco steward[97] holandés, quien
lo confió a un pequeño camarero javanés de aspecto serio y digno bajo su manto
multicolor. Yoshio lanzó una rápida mirada por la cubierta antes de dirigirse a su
camarote, pero no logró distinguir a Jelena.
Él camarote era estrecho y tenía dos literas colocadas en ángulo recto la una con
la otra.
Recibió una grata sorpresa al descubrir todo su equipaje sobre la colcha de
dibujos azules. Deshizo algunos paquetes, pues deseaba cambiarse de ropa antes de

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encontrarse con Jelena. Oyó la música de un gramófono, procedente de algún altavoz
lejano. De fuera llegaba el sordo rumor de muchas voces confusas.
Al abrir el segundo baúl tropezó con los libros que Ruth Anderson le había
prestado durante el viaje de ida. Los sacó y permaneció un momento desconcertado,
con los libros en la mano. Notó claramente que enrojecía. En medio de todos sus
esfuerzos y fracasos y de las emociones de los últimos días, se había olvidado de
devolver aquellos libros.
«¿Qué pensará la señorita Anderson de mí?», se preguntó consternado.
Era de naturaleza tan delicada y tenía un sentimiento del honor tan estricto, que
bajo su traje americano de hilo blanco aparecían escritas con caracteres imborrables
las leyes del Bushido japonés, por lo que no pudo menos de considerarse un ladrón.
Este pensamiento se cruzó con los insultos y la desconfianza que su raza como
entidad y él como individuo habían recibido de los blancos, y admiró a aquellos
hombres orgullosos y bárbaros del mundo occidental, aguijoneado por la desdicha y
la inquietud de no poder obtener, no aprecio y reconocimiento, sino comprensión, que
es la fuerza motriz de la mayoría de las acciones japonesas. Por eso, Yoshio Murata
cogió los libros prestados y comprobó que aún tenía tiempo de volver al «Shanghai
Hotel» y regresar antes de que zarpara el vapor. Descubrió que el pequeño filipino
vestido de blanco estaba en el muelle, contemplando el juego de los coolies. Eso le
convenció de que su deseo era razonable y podía realizarlo.
Así, pues, volvió sobre sus pasos y regresó a la ciudad con más rapidez e
impaciencia. Pudo ver cómo los aviones chinos, cual aves negras, regresaban de
Nanking Road, donde habían dejado caer las primeras bombas de guerra.
El único objetivo que le llevaba era devolver a una señorita americana, que había
sido muy gentil con él, cuatro libros que en total no representaban un valor mayor de
dos dólares con ochenta centavos.

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Capítulo XXIII
—¿Cómo explica usted el hallazgo de la cartera de Russell, de su dinero y de sus
anillos en su cuarto? —preguntó Sir Kingsdale Smith a Kurt Planke.
—El honorable me entregó todo lo que llevaba encima para que lo guardara antes
de dormirse —respondió Kurt.
La conversación se desarrollaba en una de las salas del tercer piso, utilizada a
veces para las reuniones de los grandes comerciantes de Hong Kong, Singapur y
Saigón que se hospedaban en el «Shanghai Hotel». Sir Kingsdale apareció a toda
prisa, examinó a Bobbie y sostuvo una corta conversación con los doctores Hain y
Bradley y luego otra más larga con la viuda. Trató de mostrarse comprensivo y
considerado. Vestía un traje oscuro. Todo aquello le hacía sudar abundantemente.
Cuanto más ahondaba en el asunto, menos lograba disimular su antipatía y disgusto.
Ordenó la inmediata autopsia del cadáver. El grotesco transporte del muerto se
realizó cuando caían las primeras bombas de los aviones chinos en la ciudad. Los
cañones antiaéreos de las naves japonesas tronaban y mataban a centenares de
personas. Sir Kingsdale trató por todos los medios de alejar aquel asunto de la
Policía, por lo que trocó la conversación del principio en un interrogatorio. El
abogado llevó a dos de sus empleados por si los necesitaba. Después que los
detectives del hotel, dos gigantes rusos, llevaron a Kurt Planke, Sir Kingsdale mandó
llamar a sus propios empleados, a los que había dejado en el vestíbulo charlando con
Madame Tissaud. Uno de ellos era un secretario inglés de cabello rojo y ojos claros, y
el otro un intérprete eurasio que parecía un joven buda. Todos ellos se agruparon
alrededor de una larga mesa utilizada anteriormente para conferencias comerciales.
Al otro extremo se encontraban sentados Helen y Frank Taylor. Los dos rusos que
habían conducido a Kurt Planke bajaron en busca del coolie que aquella mañana
había llevado a Russell al hotel.
Las ventanas estaban abiertas, pero llegaba muy poco ruido de la calle, pues
desde que poco antes una bomba hizo blanco en Nanking Road la gente había optado
por permanecer en su casa.
Sir Kingsdale dejó de mirar a la pared para contemplar el hermoso rostro de Kurt
Planke.
—Quisiera que ahora me diese un informe detallado de todo lo sucedido desde la
noche del jueves a las doce y veinte, cuando abandonó el hotel en compañía de
Russell, hasta esta mañana, cuando él regresó para morir pocos minutos después. Le
recomiendo que diga la verdad por su propio interés. No tengo por qué ocultar que se
encuentra usted en una situación bastante desagradable, por no decir peligrosa.
—¿Puede usted darme un cigarrillo? —dijo Kurt, sin aparentar la menor
impresión.
Kingsdale conocía lo suficiente los efectos del opio para saber de dónde provenía
aquella indiferencia y la irónica calma del testigo.

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Un intérprete le dirigió una mirada de consulta, y enseguida le alcanzó su pitillera
pesada y de mal gusto.
—Gracias —dijo Kurt encendiendo su cigarrillo—. Así, pues, quiere usted que le
diga toda la verdad acerca de Russell, ¿no es cierto? Se la diré, pero no se puede
poner en la lápida, sobre su tumba, pues era un perfecto cerdo: De mortius nihil
nisi[98]. Amen.
Sir Kingsdale no se enfadó. Por el contrario, la indiferencia con que Planke
trataba el asunto le produjo cierta alegría. Sin embargo, estaba convencido de que el
joven alemán, si bien no había asesinado a Russell, por lo menos lo había dejado
inconsciente y robado. Se mostraba bastante orgulloso de su capacidad para descubrir
las cosas intrincadas y sacarlas a la luz. Inmediatamente advirtió algo en lo que ni
siquiera reparó la viuda: que el muerto había sido robado, pues ni su cartera ni sus
dos anillos, de los que no se separaba nunca, según se dijo, pudieron ser encontrados.
Interrogado el portero sobre el regreso de Russell aquella mañana, respondió que el
señor y el pianista debían de haber llegado en dos rickshaws al mismo tiempo, y que
el pianista debió de haberle ayudado a pasar por la puerta giratoria y a cruzar el
vestíbulo.
Después de escuchar este informe, Sir Kingsdale envió a los dos detectives del
hotel al cuarto de Planke, donde lo encontraron durmiendo profundamente. Debajo de
su almohada hallaron los objetos que habían echado de menos en Russell.
Kingsdale vio una línea recta y la siguió. Kurt consideró todo aquello como una
broma y se comportó de acuerdo con ella.
—Bueno, la noche del jueves había tan pocos visitantes en el bar que cerramos a
medianoche —comenzó diciendo—. El honorable me importunó toda la noche
pidiéndome que saliera con él. Por casualidad, tenía deseos de salir. Alquilamos dos
rickshaws y nos dirigimos al «Hotel de los Crisantemos». No sé exactamente cuánto
tiempo pasamos allí.
—¿Qué atracción había en el «Hotel de los Crisantemos»? —preguntó Kingsdale.
—Eso lo sabe usted tan bien como cualquier hombre de Shanghai —repuso Kurt
irritado—. Jóvenes que preparan las pipas.
El secretario escribió, y el intérprete, que no había intervenido aún, sonrió.
Sir Kingsdale parpadeó dos o tres veces. Odiaba aquellos lugares vulgares donde
la gente fumaba opio para embriagarse, para excitarse, para creerse algo que en
realidad no eran. Él mismo fumaba opio y lo consideraba el remedio más noble que
existe para levantar el espíritu, para librarse de las miserias de la vida corporal y para
espantar los males y dolores que se esconden en los más apartados repliegues del
alma humana, convirtiéndolos en fuerzas superiores. Hacía veinte años que no
fumaba más que dos pipas por la mañana y dos por la tarde. Se mostraba orgulloso de
las luchas que había ganado al no ceder al apetito, ni dejarse vencer por el deseo; de
esperar el tiempo oportuno y no llegar a la embriaguez, sino hasta el primer mareo
ligero. Para los hombres que iban al «Hotel de los Crisantemos» y se prostituían con

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el opio no conservaba la menor simpatía.
Sir Henry había sido miembro de la Legación británica en Pekín. Los europeos de
Pekín difieren mucho de los de Shanghai. En Shanghai se juntan todos aquellos que
desean atesorar dinero; en Pekín, en cambio, viven los que se han enamorado de la
China y se abandonan al encanto seductor de aquel país. Sir Kingsdale leía y escribía
el chino clásico de los mandarines, y hasta había comenzado a traducir al gran Tu-Fu,
pero necesitaba intérprete para hablar con un coolie. Como muchos extranjeros en
Pekín, adaptó su ser y su apariencia al modo chino. Su piel se estrechaba sobre los
huesos de la cara; sus dedos eran largos y delgados y visiblemente divididos en cada
articulación. Hasta sus ojos se volvían un poco oblicuos cuando se concentraba en sus
pensamientos.
Las citas de Lao Tse se introducían a menudo en su conversación. Le pasaba
como a la mayoría de los hombres de su índole: había perdido personalidad como
europeo, sin llegar a ser chino.
Después de 1927, cuando su Gobierno resolvió apoyar a Chiang-Kai-Shek contra
el peligro japonés, como también contra la influencia rusa y la extensión del
comunismo en la China, cambió de política. Hasta entonces se trataba a la China sin
ninguna consideración, como si fuera una colonia. Pero después se envió gente que
comprendiese más las costumbres del país y su intrincada psicología. Éste fue el
motivo de que se nombrara a Sir Kingsdale abogado de la Corona en Shanghai. Su
nombramiento se hizo para atraer la simpatía de los chinos, que odiaban a su
predecesor y que, en cambio, sentían por él un gran respeto, por lo que en realidad
tenía poco trabajo.
Ya habían dado las diez, la hora en que Kingsdale solía fumar sus dos pipas. Por
este motivo se puso más nervioso, más impaciente y más inquieto cada minuto que se
alargaba el interrogatorio. Lo mismo le ocurrió a Kurt Planke, cuando la última
emanación de la pipa comenzó a desvanecerse en su cerebro.
—¿Cómo se le ocurrió ir al «Hotel de los Crisantemos»? —preguntó Sir
Kingsdale en tono de reproche.
—Daba la casualidad de que me conocían allí —repuso Kurt—. Usted sabe que
es necesario ser conocido para entrar. Hacía poco tiempo que había trabado amistad
con una de las jóvenes japonesas. Ya antes le había entregado al honorable una carta
para las chinas, pero no le dejaban pasar si no iba yo. Por eso se me pegó como una
sanguijuela. Cuando terminé mi trabajo en el bar no me dejó marchar a mi cuarto. Me
llevó a toda clase de locales, bebiendo siempre como un loco. El honorable no era
una persona agradable cuando estaba borracho —dijo Kurt mirando a Helen, como
esperando una confirmación a lo que acababa de decir.
Helen no se dio cuenta de su mirada; ni siquiera notó lo que sucedía al otro
extremo de la mesa. Tenía los ojos fijos en las manos de Frank, que acababa de
encender un cigarrillo y estaba apagando el fósforo en el cenicero lleno de colillas.
En ellas se veía algunas manchas dejadas por la pintura de su propia boca.

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No se arrepentía del asesinato que había cometido; para ella era sólo un recuerdo
físicamente desagradable, semejante al que sintió al atropellar a un perro en la calle.
De vez en cuando, la piel se contraía sobre sus vértebras en un escalofrío. Eso era
todo. Al mismo tiempo, debía dominarse para no dejar escapar una risa histérica
cuando veía que Sir Kingsdale Smith continuaba obstinadamente el interrogatorio
con su semblante de idiota.
«Me perteneces —pensó mientras contemplaba las bronceadas manos de Frank
—. Te he sacado del infierno más profundo y no te dejaré escapar. Ahora me
perteneces».
Otros eran los pensamientos de Frank Taylor, que encendía un cigarrillo tras otro
y los tiraba a medio fumar.
La puerta se abrió para dar paso al doctor Hain. Sir Kingsdale Smith le dirigió
una mirada inquisitiva cuando se sentó sin hacer el menor ruido y procurando pasar
inadvertido.
—Vengo de telefonear al doctor Bradley —dijo Hain.
—Más tarde hablaremos de eso —respondió Sir Kingsdale, concentrando
nuevamente su atención en Kurt Planke—. ¿Era Russell fumador de opio? —
preguntó.
—Debo indicarle que la costumbre la adquirió aquí, pero, en realidad, el opio le
hizo más bien que el alcohol. Ha sacado a la luz la poca inteligencia que existía en él.
—¿Quiere decir que fumó por primera vez en la noche del jueves?
—No, eso no es exacto. El honorable ya había sido engañado antes por algunos
estafadores que le vendieron una lata de desperdicios miserables por diez dólares. Fue
algo completamente ridículo. Con ella fue hace algunos días al bar. No tenía lámpara,
pipa ni aguja. Creo que ni siquiera sabía la forma de hacerlo. Me apiadé de él, y lo
acompañé, después de cerrado el bar, a ver a unas jóvenes de Chapei. Eso fue…
Déjeme pensar… Sí, el lunes.
—¿Fumó usted también en aquella ocasión?
—No, señor. Lo siento. Tuve únicamente el placer de contemplar al honorable.
—No le doy crédito, señor… Planke…
—Tal vez conozca usted el proverbio chino que dice: «Si quieres abandonar la
costumbre de embriagarte, debes mirar a un borracho cuando te encuentras sereno»
—observó Kurt con ironía.
—¿Quiere decir que de esa manera trató usted de perder la costumbre de fumar
opio? —le preguntó Sir Kingsdale Smith, irritado.
—Ciertamente. He hecho algunos esfuerzos sin obtener éxito —respondió Kurt
sonriendo.
El doctor Hain se movió en su silla. El hecho de encontrarse vivo le parecía algo
provisional.
«Tengo que operar a ese banquero Chang», había pensado por la mañana.
El banquero Chang no fue operado.

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«Debo esperar a que termine la autopsia», pensó más tarde.
«Tengo que quedarme aquí y ayudar a Kurt a salir de este asunto», meditaba en
aquellos momentos.
Kurt le sonrió consoladoramente.
—Deseamos oír cómo introdujo usted la noche del jueves al señor Russell en el
«Hotel de los Crisantemos». ¿Sabía usted entonces cuánto dinero llevaba encima? —
preguntó Sir Kingsdale en tono severo.
—Quisiera aclararle ahora mismo un error psicológico —contestó Kurt—. El
dinero no me interesa ni me importa.
—¿No? Se ha dicho en Shanghai que permitía usted muchas veces que las
mujeres le pagasen por… por…, ¿cómo le diré?
—Debo confesarle que lo que insinúa usted es una tontería. He amado a cada
mujer con la que me acosté; hubiera preferido regalarles brillantes que aceptar de
ellas una sola corbata —dijo Kurt, acariciando involuntariamente su corbata moteada,
el último regalo que Meilan le había hecho.
—¿Así, pues, Russell y usted fumaron opio en el «Hotel de los Crisantemos»? —
dijo Sir Kingsdale Smith sin dar una explicación más detallada—. ¿Cuántas pipas?
¿Cuánto tiempo permanecieron allí? ¿Durmieron en el hotel?
—Yo no fumé. Me limité a observar y a escuchar al honorable. ¡Era tan franco
cuando fumaba! Se quejaba amargamente. Tenía miedo de su mujer.
Helen se inclinó un poco más para llamar la atención.
—Desgraciadamente, ya no es ningún secreto que mi marido era de un carácter
irascible y violento. Me han asegurado que tales ataques son los precursores del
delirium tremens. —Volvió a recostarse en su silla y dirigió una rápida mirada a
Frank, pero sus ojos no se encontraron.
Sir Kingsdale suspiró profundamente. Habría preferido una viuda desconsolada y
llorosa. Pensó que no sería fácil dejar intachable la memoria de Russell. Ni siquiera
su muerte lo había hecho.
—Usted no tenía intenciones de apoderarse del dinero del señor Russell. Usted no
quería opio. El muerto no le era ni siquiera simpático. ¿Puede explicarme entonces
por qué pasó todas las noches de la semana en su compañía? —preguntó.
Kurt lo contempló divertido. Sir Kingsdale Smith comenzó a sentirse turbado. Su
corazón sufría por la larga estancia en China. Si no fumaba sus dos pipas a la hora
indicada, sentía palpitaciones. Sus latidos eran débiles, alarmantes.
—Déjeme pensar —dijo Kurt—. Usted toca un punto… Creo que lo sé. El
honorable pertenecía a una clase que siempre he odiado y… Sí, he odiado,
despreciado y considerado ridícula: a la alta sociedad. Él pertenecía a la alta sociedad
y, sin embargo, se corrompió y pervirtió. Eso me ha hecho bien. Usted aludía hace un
rato, en una forma poco amable, a mis relaciones con las mujeres. Si yo me he
pervertido, señor, es porque he llegado aquí en circunstancias difíciles, a las cuales no
puedo resistir. Se lo explicaré. Sólo un judío puede soportarlo sin perecer. Los judíos

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florecen en el destierro y en la persecución. Nosotros perecemos y nos perdemos.
Thomas Mann dice que las circunstancias difíciles son las circunstancias favorables,
o algo parecido, pero dice también que no hay nada menos higiénico que la vida. Por
eso…
—¿Quién es Thomas Mann? —preguntó Sir Kingsdale Smith.
—Es probable que no lo haya oído usted nombrar nunca, señor —dijo Kurt con
ligereza—. Es un poeta que ha ganado el premio Nobel. El más ilustre de los
alemanes. Pero eso no tiene importancia. Lo que quería decir es que el honorable
creció en circunstancias favorables: dinero, familia, un país rico, libre, seguro… Y,
sin embargo, se corrompió. Eso tiene un gran valor para una persona como yo. He
sentido un gran placer viendo cómo se embrutecía el honorable, aun cuando el agua
no le haya llegado a la boca como a mí. No sé si me comprende usted, señor. Había
algo en común entre el señor Russell y yo, y le ruego que me disculpe si empleo una
palabra altisonante para definirlo: autodestrucción. Eso es, autodestrucción. Me ha
causado placer ver cómo el honorable se destruía a sí mismo.
Sir Kingsdale hizo una mueca, como si tuviera mal sabor en la boca.
—Volvamos a los hechos y dejemos la psicología a un lado —dijo—. Ustedes
estuvieron en el «Hotel de los Crisantemos» y se quedaron allí…
—No mucho tiempo, no el suficiente para el honorable, que sólo había fumado
cinco pipas aproximadamente, aun cuando se le notaba poco. Parecía inmune. ¿Será
porque los borrachos se narcotizan con dificultad? —preguntó mirando al doctor
Hain.
El doctor asintió apresuradamente.
—Cinco pipas —continuó Kurt—. Eso no era absolutamente nada para nuestro
honorable. Sólo lo bastante para despertarlo. Luego intervino alguien, la Policía o
algo parecido. Tal vez quisieran vengarse de los japoneses a quienes pertenece el
hotel. Cerraron las puertas y nos echaron a las dos de la mañana. Yo estaba sereno,
pero el honorable pedía más opio a gritos. No había ninguna posibilidad de
trasladarlo al hotel y acostarlo. Después de la quinta pipa tenía más miedo de su
mujer que después de la segunda. Bueno…
—¿Qué? —preguntó Sir Kingsdale, furioso por los acontecimientos de la noche.
Pero antes de que Kurt continuara hablando se abrió la puerta y los dos rusos entraron
llevando al coolie del rickshaw.
Era Yen, que vestía un traje bastante limpio y se tocaba con un sombrero europeo,
del cual no se podía separar aun cuando ya había vendido su túnica de seda.
—Esperad —dijo Sir Kingsdale Smith extendiendo su delgado índice.
Yen permaneció de pie entre la puerta y la pared, con la boca abierta, como
esperando su ejecución.
—¿Sabe usted, señor, que el «Hotel de los Crisantemos» está muy cerca de
Nanking Road? Sí, muy cerca de Nanking Road. Como no había nadie allí, nos
marchamos a la North Szechuan Road y a la Soochow Road y a cada maldito y sucio

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rincón de la ciudad. Pero era como si todo estuviese hechizado. Los lugares que yo
conocía estaban cerrados, y por las ventanas no se filtraba la luz del interior. Todos
tenían miedo de los japoneses, ¿comprende? Finalmente, le dije al coolie que nos
condujera a casa de Kwe Kuei. —Kurt señaló a Yen—. La casa de Kwe Kuei, ¿sabe
usted?, es el lugar más bajo, más sucio y más miserable de todo el gran Shanghai.
Allí tiene uno que acostarse con los coolies, sobre la misma alfombra. La única
diferencia que existe es el precio que tienen que pagar los blancos. Yo le dije todo
esto al honorable. No le oculté qué clase de lugar era. Pero él estaba completamente
loco por fumar opio. Tenía que conseguir más opio aquella misma noche; no podía
esperar.
»A mí, naturalmente, me divirtió ver cómo el honorable, con su impecable
smoking, se revolcaba en el barro. Me divirtió muchísimo. Si él quería perderse más y
más, yo no era quién para impedírselo. Así, pues, nos fuimos a casa de Kwe Kuei.
Ésta también se hallaba cerrada, pero el coolie parece ser allí persona grata. Por él
nos dejaron entrar.
»Allí el honorable fumó todo el opio que quiso. Antes de dormirse me entregó su
dinero y sus anillos para que se los guardara. Probablemente creyó que aquella
compañía no era digna de confianza. Pero, naturalmente, esto era una estupidez
suya… Los coolies son allí tan buenos como el oro.
—¿Puede usted presentar testigos de que Russell le entregó lo que era de su
propiedad? —preguntó de pronto Kingsdale.
Kurt se encogió de hombros.
—No sé si el coolie tenía la suficiente claridad mental para darse cuenta de ello
—respondió.
Sin embargo, Yen confirmó sus palabras cuando el intérprete le hizo la pregunta.
—El coolie confirma la noticia —informó el intérprete—. Dice que el Alto Señor
le entregó al bajo y benigno Ku su cartera y sus anillos. El pequeño y benigno señor
Ku se rió y los guardó en sus bolsillos sin mirarlos, como si fueran guijarros.
Kingsdale Smith pensó un instante en las bajezas a que había llegado el muerto
por el ansia del opio. ¡Russell!, fumando en compañía de un coolie de rickshaw.
Smith había asistido a reuniones elegantes, en las que la pipa corría de boca en
boca, e incluso esta confraternidad lasciva le inspiraba asco. No se podía imaginar los
hechos en la cueva de Kwe Kuei.
—Siga —dijo colocándose involuntariamente la mano sobre el corazón, porque
sentía cierta molestia.
—Después, yo también me dormí, porque hacía mucho tiempo que no fumaba.
Cuando desperté…, mejor dicho, cuando el coolie y Kuei me despertaron, el
honorable continuaba dormido como un tronco. Los chinos hablaron de muchas cosas
que yo no llegué a comprender. Entonces le pregunté al coolie: «Franz, ¿qué quiere
decir todo esto?». Tengo la estúpida costumbre de llamarlos a todos Franz. Pero, en
su excitación, el coolie olvidaba el poco pidgin que sabía. La verdad es que Kwe

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Kuei nos había dejado entrar, pero era imposible salir de aquella cueva maloliente.
Todo estaba atrancado y clavado. Afuera, en la calle, comenzaron a pasar las tropas
chinas, que amontonaban sacos de arena y colocaban alambradas de espino: hacían
preparativos para la guerra. Todo esto lo pude ver por una de las rendijas de la
persiana. Kuei y el coolie arrancaron todos los lechos de las paredes, echaron toda la
gente abajo y atrancaron firmemente todas las ventanas. Sólo el honorable no se dio
cuenta de cuanto pasaba, pues seguía durmiendo tranquilamente. ¡En bonito chiquero
nos habíamos metido! Estábamos presos en una cueva de opio. La ventana daba sobre
los tejados. De fuera nos llegó un ruido de latas. Se oían esas canciones que nos
ponen tan melancólicos cuando las escuchamos y que nos hacen desear ladrar como
un perro cuando están acompañadas por un violín. Finalmente, el honorable despertó
y le conté lo que pasaba. Estaba tan borracho por el opio que lo encontré
extravagante. Pidió comida, y Kuei nos sirvió arroz cocido con gusto a excremento de
ratas… Por lo menos, así me imagino yo el excremento de ratas…
—¿Podía el arroz haber contenido veneno? —preguntó Kingsdale Smith
rápidamente.
—¿Veneno? —dijo Kurt, cuyo informe tomaba cada vez más el aspecto de un
monólogo—. ¡Ah! ¿Piensa usted que el honorable…? No, no lo creo. Estoy
convencido de que Kwe Kuei es un hombre honrado… a su manera. Además, yo
comí lo mismo que el honorable y no me he muerto. ¿Cree usted que Kuei quería
envenenarnos, robarnos y arrojar nuestros cadáveres a la basura? Es extraño. Jamás
se me hubiera ocurrido. No, no creo que el arroz estuviese envenenado, únicamente
tenía un gusto desagradable.
Kingsdale Smith movió la cabeza. Si Kurt Planke era el causante de la muerte de
aquel maldito Russell, debía confesar que no se esforzaba por demostrar su inocencia.
—Siga, entonces… —dijo, golpeando la mesa con su delgado y largo índice.
—Por la noche, el honorable se rebeló —continuó Kurt—, e hizo tanto ruido que
Kuei se vio obligado a entregarnos las pipas. Debo confesar que fumó como un loco.
Yo fumé también. Fue una locura, una idiotez, lo reconozco; pero, en fin, la pipa era
el único placer que nos quedaba. No habíamos pasado un día muy agradable. Ignoro
lo que Kuei nos dio para fumar; era negro como el betún y tenía un gusto terrible. En
lugar de dormirnos y sentirnos alegres, nos excitaba más. Al honorable,
principalmente, le excitó sobremanera. Se puso intratable, sobre todo cuando Kuei le
dijo que no tenía más opio en la casa; mucho más intratable que cuando se hallaba
sobre la influencia del alcohol. Reflexioné un momento sobre nuestra situación, y
pensé: «No podemos esperar indefinidamente para saber si llegará la guerra a
Shanghai o no». De la cartera saqué cien dólares que el honorable me había entregado
y se los mostré a Kwe Kuei. Por poco se muere al verlos. No sé cómo fueron
repartidos aquellos cien dólares, pero lo cierto es que nos dejó salir a la mañana
siguiente.
—Tropezamos con algunas dificultades cuando intentamos salir del barrio chino

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de Chapei y entrar en la Concesión Internacional a través de los guardias, pero se
pudo arreglar. Acompañé al honorable hasta la puerta de su habitación, pues estaba
sin fuerzas. Esto ocurrió esta mañana…, esta misma mañana —repitió Kurt
asombrado.
—Prosiga —le dijo Kingsdale con impaciencia.
—¿Que prosiga? Estaba sumamente cansado. Me tumbé en mi cama y me dormí.
Si los amables emisarios que me envió no me hubieran despertado, seguramente a
estas horas estaría durmiendo todavía.
—Entonces, ¿cómo se explica que usted supiera el despertarse que Russell había
fallecido? —le preguntó Kingsdale inmediatamente, como si fuera un halcón que
atrapa a un pajarillo.
—Es cierto. ¿Cómo se explica? —preguntó Kurt mirándolo con asombro.
El doctor Hain, que se hallaba al otro extremo de la mesa, se levantó y dijo:
—Yo estuve en el cuarto de Kurt y se lo comuniqué. Debió de haberse dormido
de nuevo y olvidar que hablé con él.
—Quiero hacerle otra pregunta —dijo Sir Kingsdale dirigiéndose a Kurt—. ¿No
le apretó la garganta al señor Russell cuando estuvo solo con él en el pasillo del hotel,
quitándole la cartera cuando estaba sin conocimiento?
—No —respondió Kurt, sonriendo al pensar en ello.
Nuevamente el doctor Hain hizo un ademán, como indicando que deseaba decir
algo.
—No se han hallado huellas en el cuello del cadáver como para suponer que fuera
estrangulado —dijo.
Frank Taylor se estremeció cuando llamaron cadáver a Russell, como si con esta
sola expresión hubiera terminado la vida de aquel hombre.
—Usted sabe que es ilegal fumar opio y que al que lo hace se le aplican severas
multas —observó Kingsdale Smith. Kurt no creyó que estas palabras mereciesen una
contestación.
—¿Por qué ha fumado entonces, y en circunstancias tan indignas?
No era hipócrita al decirlo. Entre su opio y el de los demás veía una diferencia
enorme.
—Eso no puedo explicárselo a usted, señor —observó Kurt, hundiendo la barbilla
en el pecho como para reflexionar—. Probablemente no lo comprendería —añadió—.
Pero bien considerado, era por la música.
—¿Por la música? —preguntó Kingsdale muy sorprendido.
El doctor Hain se inclinó hacia delante como si le hubieran llamado.
—Sí, por la música —repuso Kurt, acompañando sus palabras con un
movimiento de cabeza—. Si se ha fumado bastante…, justamente antes de
dormirse… entonces se siente una música…, una música que no ha sido escrita
todavía. Una música tan nítida…, tan maravillosa… Tal vez parezca ridículo, pero
siempre he pensado que si pudiera recordar esa música y escribirla, entonces…

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Supongo que sabrá usted que soy músico —añadió rápidamente—. Habría sido una
justificación, ¿verdad? ¡Si hubiera llegado a ser un gran compositor! —añadió
lanzando una rápida mirada hacia el doctor—. Pues bien, ésta es probablemente la
desdicha de cada embriaguez: que uno cree en sí mismo.
Kingsdale Smith estaba absorto en meditaciones silenciosas.
—Interroguemos ahora al coolie —dijo finalmente.
—Adelante, coolie —le indicó el intérprete, pronunciando la palabra como un
insulto.
Yen avanzó un paso.
—¿Me permite fumar un cigarrillo? —preguntó Kurt. Cuando se lo dieron, aspiró
el humo con ansia.
Yen estaba de pie, con las manos colgando y la boca abierta. Su pecho flaco se
dejó ver por debajo de la camisa abierta; sus dientes parecían desnudos sobre las
mandíbulas sobresalientes. Olía terriblemente, como un animal asustado, ya que por
su piel corría continuamente el sudor frío del miedo. Los boys le habían dicho en
pocas palabras que su pasajero de aquella mañana había muerto. Aunque no podía
comprender qué relación existía entre su arresto y aquella muerte, algo, sin embargo,
lo había asustado sobremanera: la presencia del viejo doctor que días antes le había
puesto la inyección. La piel de sus hombros mostraba su delgadez. Concentró todo su
esfuerzo en no toser ni escupir y comprender cuanto le preguntaba el intérprete. Lo
que contribuyó sin duda a infundirle confianza fue la seguridad de que el sombrero
que llevaba era verdaderamente caro. Acompañó cada «sí» o cada «no» con una
pequeña inclinación, procurando no decir nada más.
Sus contestaciones confirmaron cuanto acababa de decir Kurt Planke.
Únicamente cuando se le preguntó si él también había fumado se obstinó en mentir.
—¿Conoces al señor que acaba de hablar?
—Sí —respondió Yen.
—¿Llevaste a él y a otro señor en la noche del jueves?
—Sí —volvió a responder—. Yo y uno de mis amigos.
—¿Llevaste a esos dos señores a la cueva de opio de un tal Kwe Kuei, en Chapei,
dónde permanecieron hasta esta mañana?
—Sí.
—¿Había ido el joven contigo anteriormente a casa de Kuei?
—Sí.
—¿Has fumado opio también allí?
—No.
—¿Seguro que no?
—No.
—¿Puedes jurarlo?
Su rostro continuó impasible, pero su nuez bajaba y subía en el delgado cuello.
En eso reconoció Kingsdale que mentía.

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—Dígale que estamos enterados de que ha fumado opio, porque está registrado
como fumador en la Oficina de Lucha contra el Opio —ordenó al intérprete.
Aunque Yen sintió que algo se derrumbaba en su interior al oír estas palabras, su
rostro permaneció inmutable, únicamente se atrevió a dirigir una mirada de soslayo
hacia el médico extranjero, pues estaba convencido de que era él quien lo había
entregado a los tribunales para su inevitable ejecución. No se le ocurrió siquiera que
los blancos conocían y practicaban algo que se llamaba caridad.
—Pregúntele por qué llevó a los extranjeros a casa de Kwe Kuei —dijo Kingsdale
Smith. Sobre todo aquel caso se extendía una pesada niebla de opio, que velaba todos
los hechos y que hacía crecer en él cada vez más el deseo de encontrarse tranquilo
junto a su pipa.
—Por Komsha —informó el intérprete—. Veinte centavos por cada extranjero.
—Pregúntele si fumó de la misma pipa que Russell, y si sabe lo que ese Kuei les
vendió. Quisiera saber si era veneno —dijo Kingsdale con impaciencia.
Kurt se permitió una pequeña observación.
—Puede ocurrir que un blanco se muera de algo que un chino soporte fácilmente
—dijo sin darle mayor importancia.
El intérprete tradujo:
—Kuei reunió los restos que quedaron en las pipas del día anterior y los mezcló
con un poco de opio fresco. —Y añadió por propia experiencia—: Ésta es una
materia de lo más nociva y mucho más fuerte que el opio común.
—¿Es posible que Russell haya muerto por eso?
El doctor Hain reflexionó un momento antes de contestar.
—Teóricamente, es posible que haya muerto de cualquier cosa, hasta de un vaso
de whisky —explicó en voz baja.
—Señora Russell —dijo Sir Kingsdale, tratando de dar a su voz el tono más
indulgente que podía—, ¿tenía usted la impresión de que su marido estaba muy
enfermo…, digamos moribundo…, cuando llegó esta mañana al hotel?
—No entiendo nada de estas cosas —respondió Helen turbada—, pero estaba
muy excitado y hasta se tambaleaba. A mí me pareció que estaba borracho, pero bien
podía encontrarse enfermo.
Frank se movió con inquietud. Quiso levantarse y hablar, pero Helen le obligó a
permanecer sentado apretándole la pierna con una mano por debajo de la mesa. Era
una presión fuerte y dolorosa. Lo retenía de la misma forma que a un caballo
encabritado.
Hacía calor en aquella habitación, pero la mano de Helen le comunicó un frío que
penetró a través de su traje. Por un momento sintió compasión, que se desvaneció
inmediatamente al retirar ella su pesada y fría mano.
Cuando Helen levantó los ojos notó que el rostro de Kingsdale tenía una
expresión extraña. Al terminar de hablar, cogió un cigarrillo de la caja que vio ante sí,
y Frank se lo encendió maquinalmente. Ella trató de sonreírle. Se había convertido en

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una mujer incomprensiblemente extraña. Hablaba como una rusa, pronunciando las
consonantes duras y las vocales suaves e imperceptibles. Tenía también el aspecto de
una rusa, con sus cabellos rojos y enmarañados y su boca grande y salvaje. Jelena
Trubova pensaba poder dominarse, orgullosa de sí misma, sin darse cuenta de que se
hallaba ya próxima a perder la serenidad ante todos.
—¿Quería decir algo, Taylor? —preguntó Kingsdale después de una breve pausa.
—Me hallaba presente cuando regresó Bobbie, y estoy convencido de que se
hallaba completamente sano —dijo rápidamente.
—Es usted americano, ¿verdad? —preguntó Smith con indulgencia.
—Soy americano —respondió Frank—. Creo que he…
De pronto, Yen, el coolie, le interrumpió y comenzó a hablar. Se hallaba detrás de
todos, junto a la pared, sin que nadie se acordase de él. Había observado a uno y otro
durante las últimas frases, llegando a la conclusión de que, efectivamente se hablaba
de su cabeza y sólo de su cabeza. Su corazón pugnaba por salirse del pecho. Podía
incluso vérsele palpitar junto a las delgadas costillas. Como se trataba de su vida,
abrió la boca y comenzó a hablar:
—¿Quién oye al lento coolie? —preguntó—. ¿Quién oye al coolie lento y débil?
«¡Rápido!», gritan los señores. «¡Rápido, coolie, rápido! ¡Corre a la derecha, corre a
la izquierda!», y le dan puntapiés si se detiene para respirar. ¿Quién da de comer al
pobre coolie que es demasiado lento para ganar dinero? ¿Quién da al pobre coolie
pies rápidos y un aliento largo? Injusto es castigarlo. Fuma el Gran Humo porque es
el único amigo que tiene. Satisface el estómago vacío y da alas a los pies cansados;
mitiga los dolores del pecho y le da sueños, a él, cuya vida es el cansancio. Sin el
Gran Humo, el coolie se muere, pero si fuma de él se le corta la cabeza. Injusta es la
suerte de los coolies. «Regresa a la patria, regresa a tu familia», dice el hijo.
«Amargas son las lágrimas del destierro», dice el narrador de cuentos en la feria. Yo
quiero volver junto a mi hijo, pero tengo deudas. He de pensar siempre: «Tengo que
ganar mucho dinero para pagar mis deudas. Entonces volveré a ver a mi hijo y a la
patria». He estado una semana sin tirar del rickshaw y sin fumar el Gran Humo,
señor. Eso hace mis huesos blandos y me quita el aliento. ¿Cómo puedo ganar dinero
si estoy tan débil? ¿Cómo podré ver jamás a mi hijo? Es un pecado que el coolie
fume para obtener fuerzas para trabajar y pagar sus deudas. Veinte centavos me da
Kwe Kuei por cada diablo extranjero que le llevo. «Trae muchos huéspedes. Ellos
pagarán tus deudas. Te regalo el Gran Humo para que veas que soy tu amigo, pues
noto que te caes de debilidad», me dijo Kuei. ¿Es pecado tomar remedios cuando el
cuerpo está enfermo? El Gran Humo es el remedio para el pobre. No he nacido para
coolie.
Se detuvo un instante, tan fatigado, que las lágrimas comenzaron a resbalar por
sus mejillas.
—No nací para coolie. Pertenezco a la honrada familia Lung; y mi abuelo fue
alcalde, hombre serio y estimado. Quiero volver a mi patria y olvidar al extranjero

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como se olvida una pesadilla. Desde que he visto a mi hijo no tengo otro deseo que
regresar. Me digo continuamente: «Pronto pagarás tus deudas, obtendrás la libertad y
volverás a tu pueblo». Allí no necesito humo allí todo es bueno y nadie grita:
«¡Rápido, coolie, rápido!». Pero no volveré. Ahora quieren cortarme la cabeza. ¿Para
qué le sirve mi cabeza al viejo doctor extranjero? ¿Por qué he de entregarla? ¿Le
pagan por eso? ¿Cuánto le pagan por mi cabeza? —preguntó acercándose al doctor
Hain y amenazándole con los puños—. Los extranjeros también tienen cabezas que se
pueden cortar —gritó con la más profunda amargura—. Llegará un tiempo en que se
les corte la cabeza para que no puedan volver a ver a sus hijos. Se nos ha dicho y
prometido que los extranjeros serán expulsados del país. Entonces obtendremos
nosotros las riquezas que ellos han acaparado. Pero yo… no viviré entonces —añadió
llorando—. Yo seré decapitado. No volveré a ver nunca a mi hijo, y ni siquiera tengo
una familia cerca para que entierre mi débil cuerpo.
Escondió el rostro entre las manos y lloró convulsivamente, porque pensó que su
cadáver sería deshonrado y mutilado, ya que no había nadie que cosiera su cabeza al
cuerpo. De esta forma sería para siempre un espíritu inquieto, y vagabundo, en lugar
de ser honrado, como su abuelo, con sacrificios de arroz y con incienso. En su
desesperación se imaginaba el infierno como la vida de un coolie de rickshaw, pero
sin tener el consuelo del opio. El doctor Hain retrocedió un poco cuando el coolie lo
amenazó con los puños. Escuchó todo el discurso, pero de él entendió una sola
palabra: Tsu, que significaba «hijo». Comprendió rápidamente la suerte de Yen, y
sintió una gran compasión por él. Kingsdale Smith preguntó al intérprete:
—¿Qué dice?
El intérprete, que también tenía dificultades para comprender las palabras
incoherentes de Yen, se encogió de hombros.
—Palabras comunistas… —respondió.
Kurt Planke apagó su cigarrillo en el cenicero.
—Si sirve para comprobar la inocencia del coolie, estoy dispuesto a confesar que
he estrangulado, envenenado y apuñalado por la espalda al honorable —dijo
negligentemente, aunque todos sus nervios estaban en tensión y oscilaban de acuerdo
con la pena inarticulada del chino.
—Tengo que averiguar si Russell estaba sano al abandonar el rickshaw —dijo
Kingsdale, obstinado—. Todo depende de que su estancia en Chapei fuera la causa de
su muerte o si ha sucedido algo en el corto intervalo que medió entre su llegada al
hotel y su entrada en el dormitorio. Fue el único momento en que usted, Planke,
estuvo solo con el muerto, sin testigos. Aún no nos ha explicado de una manera
satisfactoria la circunstancia sumamente comprometedora de haberse encontrado en
su cuarto la cartera y las alhajas.
Al decir esto, Kingsdale Smith miró, no a Kurt, sino al otro extremo de la mesa,
donde Helen se encontraba sentada con los ojos bajos, como si no desease escuchar
nada de aquello. Apretaba bajo la mesa su muslo contra el de Frank, sin que este

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contacto hubiera podido aminorar el temblor siempre creciente de sus miembros. De
pronto, Frank se levantó, arrojó al suelo su cigarrillo y, apoyando las dos manos sobre
la mesa, dijo:
—Perdóneme si le interrumpo, señor. Debí haber hablado mucho antes. Russell
no estaba enfermo cuando llegó al hotel. Estaba tan sano que faltó poco para que
asesinara a su mujer. Como desgraciadamente fui testigo de la escena conyugal, lo
derribé de un golpe. Fue a dar contra el borde de la mesa. Debo suponer que soy el
causante de su muerte. Fractura del cráneo o algo parecido. No tengo ninguna razón
para dejarle seguir una pista falsa, señor. Yo lo he hecho y cargo con toda la
responsabilidad.
Helen dejó escapar un pequeño suspiro de dolor, Frank continuó impasible.
Durante la última hora se había alejado de todos los sentimientos y angustias de
aquella mujer.
Aunque terminó de hablar, permaneció con las manos sobre la mesa, esperando lo
que necesariamente tenía que suceder.
Al escuchar sus duras palabras, Kingsdale pareció un hombre aturdido por un
despertador que comenzara a sonar cerca de sus oídos.
Antes de que pudiera decir algo, el doctor Hain se levantó de un salto y dijo:
—He hablado con el doctor Bradley. No existe fractura del cráneo ni ninguna otra
lesión interior o exterior. Lo hemos comprobado en la investigación. Por
consiguiente, Taylor, no tiene usted nada que ver con la muerte de Russell. Por lo
menos directamente.
Volvió a sentarse, extrañado de sí mismo. Le llamaba profundamente la atención
verse envuelto en enredos humanos y que tratase de ayudar a la Justicia. La noche sin
dormir y la lectura de aquella carta arrugada que guardaba en el bolsillo provocaron
en él un extraño estado de sensibilidad y de delicadeza.
Estaba convencido de que ni Kurt ni el coolie tenían nada que ver con la muerte
de Russell. Pero en el momento en que Frank comenzó a hablar comprendió con
terrible claridad que Helen había asesinado a su esposo.
Kingsdale Smith no llegaba aún a tanto. Por el contrario, su cerebro fue dominado
por una pesadez tanto más creciente cuanto más avanzaban las horas, alejándolo de
aquélla en que solía fumar sus dos pipas.
Hizo una reverencia hacia la mesa y dijo en tono amable:
—Ya lo ve, Taylor. Usted no ha cometido ningún homicidio. De eso no hay duda.
Si Russell atacó realmente a su esposa y usted la defendió, y no tengo ningún motivo
para dudarlo, su rasgo fue perfectamente natural y hasta loable. Ninguno de nosotros
vería maltratar a una mujer sin defenderla.
—Gracias, señor —dijo Frank, y se sentó.
Súbitamente notó que todos sus miembros se aflojaban después de aquel esfuerzo.
Sacó la pitillera y vio que estaba vacía.
«Necesito whisky», pensó.

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Luego sus miembros comenzaron a contraerse y a ponerse tensos. Había estado
muerto, pero comenzaba a vivir de nuevo.
—¿Cómo estaba usted presente cuando llegó Russell a su habitación?, —oyó
preguntar a Kingsdale Smith.
La mesa le pareció de pronto inmensamente larga. Vacilaba aún cuando Helen
contestó, sin levantar sus ojos de las manos:
—Taylor vino a despedirse de nosotros antes de que nos embarcásemos. Quería
agradecernos el regalo que le habíamos hecho, pues hoy es el día de su boda.
Frank no llegó a comprender el triunfo cruel y amargo de estas palabras.
Kingsdale se disculpó cortésmente.
—Siento mucho molestarlo en ocasión de su boda. Ha elegido usted un mal día.
El estruendo fue perturbado a cortos intervalos por el estruendo de la artillería.
Podían también ser truenos, pues se distinguieron algunos relámpagos. Todos
prefirieron esta última suposición: no eran más que truenos.
Frank se levantó nuevamente y dijo:
—Justamente quería pedirle permiso para ir a ver a mi prometida. Estoy seguro
de que está muy preocupada por mí. Ella vive en el hotel, de manera que permaneceré
en la casa por si me necesitase para algo. Estoy enteramente a su disposición,
únicamente ahora… si no hiciera falta, señor…
Frank suspiró. Luego aspiró el aire con avidez, aquel aire viciado cargado con el
olor a sudor del coolie chino y el humo de las explosiones lejanas. Cuando se dio
cuenta de que no tenía nada que ver con la muerte de Russell, le pareció que lo
habían desenterrado de una tumba. En aquellos instantes advirtió que sus manos y sus
pies estaban como muertos. La sangre volvió a circular nuevamente por ellos,
quemándole como si hubiera estado congelado y se derritiera al volver a la vida. La
mesa seguía extendiéndose, larga y angosta, como unos rieles sobre los que partía
Kingsdale. Era una sensación extraña. Luego todo se volvió normal y observó que
Kingsdale estaba bastante cerca, de modo que pudo verlo reír.
—Sí, creo que por el momento podemos prescindir de usted… —dijo—. Pero no
se aleje demasiado. ¿Oye, Taylor? Y si me lo permite, le ruego que no cuente nada a
su prometida. Debemos tratar de que este asunto no trascienda. Como usted puede
comprender, esto no es un interrogatorio, sino una pequeña discusión. Ambos somos
amigos de la familia Russell.
«Este americano es un individuo honrado —pensó Kingsdale Smith cuando Frank
Taylor se levantó—. Quiere cargar con toda la responsabilidad».
—Doctor Hain —dijo a continuación—, le ruego que se quede un momento, lo
mismo que el señor Planke. El coolie puede esperar fuera —dijo levantando su
delgado índice y señalando a Yen.
Yen se encontraba de nuevo junto a la puerta, completamente agotado e
inconsciente por el miedo. Al ver el movimiento imperioso de aquel dedo creyó que
era su condena de muerte. En el momento en que los dos gigantes rusos lo tocaron

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para llevarlo afuera, cayó al suelo sin ruido, como un saco vacío.
—¡Pobre Frank! —exclamó Kurt Planke involuntariamente.
Los dos gigantes levantaron al coolie y se lo llevaron.
Frank saludó dos veces, inclinándose ante Kingsdale Smith y ante Helen.
Ésta se encontraba rígidamente sentada, y ni siquiera lo miró cuando se dirigió a
la puerta. Palideció intensamente y pareció envejecer.
Sir Kingsdale Smith juntó los dedos y dijo:
—Y ahora, veamos, señora…
Frank había salido ya. Atravesó el pasillo, se dirigió al ascensor y tocó el timbre.
Aguardó un momento y tocó de nuevo. Luego silbó como de costumbre.
«Aún tengo que afeitarme», pensó.
Pensó también en Ruth y en el whisky. Todo se le ocurría a la vez. Poco a poco
fue recuperando su conciencia, como si despertara de un profundo sueño.
«¡Caramba! ¡Caramba! —pensó—. Esto podía haber terminado muy mal.
¡Conque era solamente un ataque al corazón!…».
El ascensor llegó y entró en él, silbando aún más fuerte. Cuando hubo subido los
dos pisos, salió y se paseó por los pasillos, deteniéndose junto a la puerta del cuarto
de Ruth. Escuchó, sin percibir ningún ruido. Esperó algunos minutos antes de llamar,
pues quería recuperar primero el dominio sobre sí mismo. Como nadie respondió,
apretó suavemente el picaporte. La puerta se abrió.
Creyó que Ruth se había dormido a causa de la larga espera, pero ni ella ni
Confucio estaban en el cuarto.
La habitación estaba vacía y en orden. Sobre la mesa halló una bandeja de plata
con una coctelera y doce copas de plata.
Frank se dirigió al cuarto de baño y se lavó las manos.
Ya había estallado la primera bomba en Nanking Road, derramándose sangre. Se
escucharon gritos de agonía. Las primeras paredes de las casas se derrumbaban con
estrépito. Shanghai no volvería a ser nunca la ciudad que era una hora antes, pues la
guerra dejaba nuevas huellas en ella.
También llegaba el fin para el puñado de personas que hemos acompañado desde
su nacimiento hasta este momento. La vida los condujo hasta la desembocadura del
río eterno, arrojándolos luego sobre la orilla, en aquel gigantesco punto de empalme
del mundo para aniquilarlos en dicho lugar. Algunos de ellos se encontraron
anteriormente en situaciones de mucho peligro; otros en cambio, eran inexpertos, que
no creían en la muerte aunque la hallasen en medio de la calle. Estos hombres,
resultado de los tiempos en que vivimos, son como guijarros, angulosos y de varias
formas, moldeados por la eterna corriente, sin que puedan rebelarse contra ella. Aún
no se puede decir si estos últimos cincuenta años serán para nuestros descendientes
un período de renovación, o, por el contrario, de destrucción y aniquilamiento.
De cualquier modo, esta época no será más importante —en el desarrollo de los
acontecimientos de este pequeño, frío y oscuro planeta que es nuestra vivienda— que

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un hormiguero destruido al paso del transeúnte. Con la diferencia de que las
hormigas, cuando se aplican a construir un lugar, no consideran el sexo y sólo se
dedican a sus deberes para con el Estado, mientras que los hombres vivimos
prisioneros del sexo, esclavos de las canciones inmortales que nos hace entonar, de
las lágrimas que nos arranca y de las danzas grotescas en que nos enreda, para volver
a separarnos nuevamente.

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Capítulo XXIV
Ruth Anderson se despertó temprano pensando en Frank. «Ha cambiado mucho
—pensó—. Shanghai tiene la culpa. Volverá a ser como antes cuando estemos
juntos».
Se desperezó con los brazos cruzados detrás de la cabeza, sonriente y pensativa, y
luego se durmió de nuevo.
Tuvo un sueño breve y alegre, que no pudo recordar al despertar por segunda vez.
El ambiente estaba poblado de sonidos. Abajo entrechocaban los platos y las tazas.
En algún sitio cantó una extraña voz china. A Ruth le sorprendió que también las
cocineras chinas cantasen cuando trabajaban, como en América.
Saltó de la cama con los dos pies al mismo tiempo, pues era algo muy importante
el día de su enlace. El levantarse con el pie que no correspondía hubiera podido
comprometerlo todo.
Confucio había salido de su cesta, que se hallaba vacía en el rincón. Preocupada,
Ruth comenzó a buscar el patito. Lo llamó dulcemente, pero Confucio no quería
contestarle. Después de largo rato lo halló acurrucado debajo de la cama, junto a la
pared, cubierto completamente por sus diminutas alas.
Cuando ella lo llamó dejó escapar un pequeño lamento, como recriminándola.
Ruth se inclinó y lo cogió con cuidado.
—¿Estás enfermo? ¿Qué te pasa? ¿Tienes hambre o frío? —le preguntó al tenerlo
entre las manos, con las que trató de formarle un nido.
Sintió que el pequeño cuerpo, cubierto por una tenue pelusa, temblaba débil y
continuamente, y se apiadó de él. Luego se lo acercó al rostro y comenzó a
acariciarlo.
—Mira, Confucio, hoy no debes ponerte enfermo. Eso no puede ser. Hoy es el día
de mi casamiento.
Lo frotó con la mejilla, lo cual hizo que Confucio se pusiera más alegre. Sacó su
cabecita de entre las alas y trató de escapar.
—Esto está bien —dijo Ruth—. Eres un buen muchacho. —Aunque no conocía
su sexo, Ruth siempre lo llamaba muchacho—. Ponte guapo para que te vea tu mamá.
Era algo diminuto, una pequeña pelotita amarilla con algunas manchas. Su pico
era tan blando que Ruth temía que se le encorvara.
—¡Cuidado! ¡No exageres! —dijo, y lo colocó de nuevo en su cesta. Pero tras
grandes esfuerzos, el animal logró escapar piando levemente.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Ruth mirándole preocupada—. ¿Ya no te gusta tu
casa? Espera, que pronto nos mudaremos. Hay que tener un poco de paciencia,
¿sabes? Yo también he tenido que esperar, Conny.
Suspiró, contemplando al patito. Luego conectó la radio que era la mayor
diversión de los dos, y puso música de jazz. Pasó luego al cuarto de baño, dejando
abierta la puerta para que Confucio pudiera seguirla si lo deseaba.

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Poco después, el patito entró tras ella.
Ruth lo contempló encantada.
—Querido —dijo—, no esperaba otra cosa de ti. ¿Quieres a tu mamá? ¿Te gusta
tu mamá?
Sin embargo, pudo notar que algo le sucedía a Confucio. De haber sido uno de sus
pacientes le hubiera tomado la temperatura.
La radio continuaba sonando entre el rumor de la lluvia.
Ruth se secó y volvió a su habitación, seguida por Confucio. Luego se sentó
gravemente ante el pequeño tocador para pintarse. Aquella mañana tenía para ella una
importancia extraordinaria.
Estudió detenidamente su cara, los cabellos y el cutis, y no le gustó como estaba.
Se dio cuenta de que en Shanghai había mujeres muy elegantes que viajaban por
todo el mundo, que eran listas y coquetas y que entraban diariamente en la tienda de
Frank. Ruth se sentía lamentablemente simple e ingenua al lado de ellas.
«Flathill —pensó—. Soy una pueblerina».
Arrugó la frente al tratar de recordar el texto del artículo de una revista que había
leído en el vapor: «Nadie me puede quitar a mi marido».
La autora describía a su marido de tal forma que le parecía la imagen de Frank.
Alto, delgado y arrogante; educado, de buena familia, de excelente humor, aficionado
a los deportes y amado por todo el mundo. Exactamente como Frank: «Soy la esclava
de mi marido. Ése es mi secreto», explicaba la autora.
Ruth suspiró profundamente. Ella estaba dispuesta a ser la esclava de Frank si eso
servía para algo.
Aun antes de que pudiera pintarse los labios sonó el teléfono. Era Frank.
Ruth se puso la bata antes de hablar con él, en un inconsciente ademán de pudor.
«Así, pues, hay que esperar», pensó decepcionada, cuando terminó la corta
conversación y volvió a sentarse.
Estaba impaciente, como si fuera a estallar. Miró el reloj. Ni siquiera eran las
ocho, y el casamiento debía celebrarse a la una.
«Soy una esclava», pensó.
Telefoneó pidiendo el desayuno y el huevo duro para Confucio.
Luego volvió a mirarse al espejo. Terminó de pintarse, y finalmente se puso el
vestido con el que debía casarse, uno de los vestidos de diecinueve dólares con
cincuenta centavos. Era blanco, sencillo, y le agradaba.
Ruth tenía un secreto. Compraba todos sus vestidos en el departamento infantil de
las grandes tiendas, pues los demás le quedaban demasiado holgados.
Como le llevaron el desayuno antes de que estuviera arreglado el cuarto, trató ella
misma de hacer la cama, como había hecho para miles de enfermos.
Luego se sentó junto a la ventana para darle de comer al patito y beberse ella el
café y el jugo de naranjas.
Confucio probó disgustado el huevo duro y se negó a comerlo. Ruth consultó su

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reloj. Hacía diez minutos que Frank la había llamado.
«Éste debía ser uno de esos días que no pasan nunca», pensó lanzando un suspiro.
Poco a poco se fue enojando.
«Desde que estoy en Shanghai no hago otra cosa que esperar a Frank», pensó
descontenta.
Colocó a Confucio en sus rodillas, y el animalito no tardó en quedarse dormido.
«Debemos aprender también a ser perezosos», pensó bostezando.
Se levantó, entró en el cuarto de baño y lavó tres pares de medias. Cuando estaba
a punto de terminar llamaron a la puerta y apareció un muchacho chino llevando un
enorme y pesado paquete. Ruth se ruborizó, como le sucedía siempre que tenía que
dar propinas.
Al retirarse el muchacho colocó a Confucio en su cesta y desenvolvió el paquete.
Era el suntuoso regalo de Helen.
Al verlo Ruth se sintió maravillada y aturdida al mismo tiempo. Levantó las
copas una tras otra, luego la coctelera y finalmente la bandeja. A continuación leyó la
tarjeta: «Con mis mayores augurios».
«¡Plata legítima!», pensó, calculando su valor.
Colocó la bandeja en la pequeña mesa que se hallaba en el centro de la
habitación, y se sentó a contemplarla en la única butaca que había.
«Debo comunicárselo a mamá», pensó agradecida.
El tiempo parecía haberse detenido. Por hacer algo, Ruth se quitó el esmalte
rosado de las uñas y se las pintó de nuevo. Era un asunto serio que requirió tiempo y
no le dejó pensar en ninguna otra cosa.
Buscó después un periódico atrasado y trató de resolver los crucigramas.
Miró por la ventana, sin distinguir nada. Luego se tendió en la cama para pensar,
tratando de no arrugarse el vestido.
Durmió un rato. Cuando se despertó, trató de llamar a Frank a la tienda, pero no
consiguió comunicación. Apagó y encendió la radio nuevamente. Por fin, Frank
volvió a llamar. De todo lo que dijo, Ruth comprendió solamente que el casamiento
debía aplazarse y ella quedarse en el hotel, porque era peligroso transitar por
cualquier parte.
—¿Dónde estás? —le preguntó.
—En la tienda —le contestó Frank.
Su voz sonó de una forma extraña y misteriosa, como si el peligro estuviera junto
a él mientras hablaba por teléfono.
Cuando terminó de hablar, Ruth se quitó el vestido blanco.
«No vale la pena ensuciarlo. Algunos días más… Pero esto no me importa. Si
hace tantos años que espero a Frank, ¿por qué impacientarme ahora?», pensó,
descontenta de su propia desilusión.
Sacó el vestido rojo que llevaba al llegar a Shanghai. Mientras se miraba al espejo
con su combinación de seda artificial, escuchó la primera explosión. Permaneció

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inmóvil, con el vestido en la mano sin llegar a comprender lo que pasaba.
«Una tormenta», fue lo primero que se le ocurrió. Sus rodillas temblaban.
«Peligro», pensó luego. Aquél era el peligro de que Frank le había hablado.
Desde el día de su llegada se hablaba continuamente de tiroteos y de peligros, sin
que pasara nada. Ruth llegó a creer que todo era producto de su excitada imaginación
o bien una manía de los inquietos habitantes de Shanghai.
Pero en aquel momento temblaron las paredes y el peligro estuvo muy cerca de
ella.
Confucio pió con fuerza, aleteando e intentando en vano abandonar su cesta.
Probablemente, a él también se le habían aflojado las rodillas.
Ruth se halló vestida, con el sombrero puesto y la cartera bajo el brazo, antes de
que pudiera darse cuenta exacta de lo que pasaba.
Desde la puerta observó al desesperado patito, y el espectáculo le causó risa y
compasión. Lo levantó junto con su cesta y se lo llevó consigo.
—¡Cállate! —dijo—. A nosotros no nos sucederá nada.
Las ventanas vibraron otra vez cuando cerró la puerta tras de sí.
Iba al encuentro de Frank. Sentía la imperiosa necesidad de estar con él si todo se
hacía tan peligroso.
Ni Frank ni B. S. se encontraban en la tienda, y Wang estaba tan nervioso que no
se sentía capaz de dar una contestación razonable.
—Han empezado —dijo solamente, y volvió a repetir—: Han empezado. Esta vez
lo volarán todo.
Ruth se extrañó. Siempre había oído decir que a los chinos no le importa la
muerte, como si la muerte china fuera completamente distinta de la muerte
americana. Sin embargo, Wang no parecía un hombre resignado. Corría de un lado
para otro, como una gallina perseguida a la que se le quiere cortar la cabeza.
Decepcionada, Ruth salió de la tienda, se detuvo bajo un soportal y reflexionó.
«¿Dónde estará Frank? Tal vez esté en el club, o cumpliendo el servicio
voluntario», pensó.
A su mente acudió la imagen borrosa de una trinchera. Frank estaba entre dos
soldados, con su casco de acero en la cabeza. Tal vez Ruth hubiera visto en otra parte
un cuadro parecido.
«¡Esos japoneses!», pensó llena de ira.
Odiaba a los japoneses desde que había llegado a Shanghai. Este odio había
penetrado en ella por sus ojos, por sus oídos y hasta por los poros de la piel. Estaba
convencida de que los japoneses no vacilarían en matar a Frank si éste se oponía a su
afán de conquista.
Marchó resueltamente por debajo del soportal, continuó por Nanking Road
atestada y tumultuosa, dobló por una callecita lateral y llegó a la casa donde vivían
Frank y Morris.
Ascendió por la angosta y oscura escalera y tocó el timbre. No le contestaron.

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Después de insistir varias veces volvió a la calle suspirando.
Confucio se había dormido.
En el club encontró a Morris, pero no a Frank. Hizo llamar al periodista a la
antesala, pues sabía que en el club no se admitían mujeres. Morris parecía un
fantasma. Olía a whisky y estaba muy pálido.
—Hace tres días que no me acuesto —dijo pasándose la mano por la cara—.
Demasiadas novedades.
En el club se vivía como en una colmena.
—¿Dónde está Frank? —preguntó Ruth.
—¿No lo sabe usted? —repuso Morris.
—No, ni sé dónde buscarlo —dijo ella desesperadamente, pues había creído
encontrarlo en el club.
—¿Buscar a Frank? ¡Qué tontería! ¡Debe usted volver al hotel inmediatamente!
Las mujeres son lo más insensato que Dios ha creado. En el hotel estará segura. Aquí
estamos demasiado cerca del río, donde anclan los pequeños navíos de guerra
japoneses. Si Frank supiera que usted vagabundea por ahí le daría una buena paliza.
¡Lo conozco bien! —añadió, y salió apresuradamente, dirigiéndose al teléfono.
Cada hombre que pasaba la miraba de una manera inquietante. En América no se
acostumbra a mirar así a las mujeres.
Después de un momento de vacilación, Ruth se retiró, y Morris, dando una
excusa, volvió al teléfono, al whisky y a las noticias.
Era la primera vez que ella transitaba sola por las calles de Shanghai. Cuando
salía con Frank no veía más que a él. En aquellos momentos percibía algo de la
multitud, del colorido y de la exuberancia de aquella ciudad.
En el cielo se veían negros nubarrones, y las banderas colocadas en las casas
pendían flojas; sólo se movían a veces como si una mano invisible tirara de ellas. Los
pequeños vendedores de periódicos y los coolies de los rickshaws corrían por
doquier. Las aceras eran un remolino de blancos y chinos apresurados.
Ruth se extrañó al ver que tres señoritas chinas llevaban sombreros y vestidos
europeos, como las elegantes más exigentes de Nueva York. Ella sentía mucho calor,
y su vestido de color de coral se le pegaba al cuerpo.
Se había perdido en aquel laberinto de pequeñas calles, detrás de los altos
edificios del Bulevar.
Comprendió que había equivocado el camino al salir del club. Iba a correr una
pequeña aventura, y casi se alegró de que esto ocurriese.
«Por lo menos, pasará el tiempo», pensó, y observó que oscurecía.
«Habrá tormenta», se dijo, respirando con dificultad.
Se detuvo en una bocacalle y miró hacia arriba, viendo pasar a una escuadrilla de
aviones que zumbaban de un modo ensordecedor.
Ruth se hallaba ante un pequeño escaparate cuando estalló la bomba. Se había
extrañado de que resultara tan barata una mantelería finamente bordada.

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«Si invitamos a B. S. necesitaremos un servicio para ocho», pensó.
Luego sintió el estruendo, un rugido inmenso y un violento empujón que la tiró al
suelo.
Una impenetrable oscuridad la rodeó un momento. Sentía un miedo terrible, pero
no experimentaba ningún dolor.
Se hubiera desmayado si un griterío ensordecedor no la hubiese mantenido
despierta.
Los hombres corrían precipitadamente junto a ella, muy cerca del muro de la casa
donde había caído.
La puerta de la tienda estaba hecha astillas sobre la acera. Ella misma había sido
arrojada por la explosión a algunos metros de distancia. La algarabía se hizo más
intensa y más salvaje, mientras Ruth trataba de orientarse. Pensó que había caído un
rayo y miró al cielo. Sentía un dolor leve y sordo en la nuca y al llevarse la mano a
ella notó una pequeña hinchazón: en aquel lugar se había dado al caer. Esto le pareció
extraño, y se hecho a reír moviendo la cabeza. Vio pasar corriendo a un hombre
blanco que llevaba sobre los hombros a una mujer ensangrentada, como si fuera un
saco. Vio también a una china con pantalones negros que arrastraba a dos niños; a un
chino joven, que al correr tropezó con su larga túnica, y cayó, arrastrándose sobre las
rodillas; a otra mujer con niños, que llevaba en brazos a uno al que le colgaba la
cabeza floja y ensangrentada.
Ruth hizo un esfuerzo y se levantó. Estaba un poco mareada e insegura, pero
ilesa.
Inmediatamente comenzó a abrirse paso entre aquel alud humano. No sabía huir
del peligro, sino que debía buscarlo y necesitaba ayudar donde hacía falta. Sólo una
vez se detuvo para mirar a Confucio.
Acostado en la cesta, el pato parecía haber empequeñecido. Ruth lo tocó: estaba
caliente y flojo. Entonces lo sacó y se lo acercó a los ojos, comprendiendo que estaba
muerto. Lo puso de nuevo dentro de la cesta y lo dejó en el suelo.
—No tengo tiempo, amigo… ¡Cuánto lo siento! —murmuró.
Luego siguió abriéndose paso con los codos hasta llegar a una esquina, sin
reconocer que se hallaba de nuevo en Nanking Road, pues la calle había cambiado
mucho.
La mitad de la fachada de una casa se había derrumbado, y el polvo subía en
densas nubes de las ruinas y de los escombros. Entre el polvo se retorcían los heridos
con movimientos convulsivos parecidos a los de un gusano. En el aire había un
extraño olor a muerte.
Ruth estaba tan cerca de los gritos que sus tímpanos comenzaron a vibrar después
de la momentánea sordera que el estampido de la bomba le había producido.
La calle estaba llena de gente que corría hacia el edificio para prestar los primeros
auxilios a los heridos. De una puerta salieron varios hombres blancos, que
comenzaron a ayudar a aquellos que estaban entre las paredes derribadas en el centro

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de la calle.
Ruth trepó sobre los escombros y comenzó a trabajar. La sangre se pegó en las
suelas de sus zapatos, haciéndole resbalar. El olor de la sangre dominaba al de la
argamasa, al de la tierra y al de la pólvora. Muchos de los heridos habían muerto
afortunadamente para ellos. Otros se encontraban tan destrozados como la casa cuyas
paredes les habían caído encima.
De los escombros surgían extremidades, fragmentos de los que minutos antes
habían sido seres humanos.
Ruth agarró una mano de mujer que pedía auxilio con doloroso ademán. A la
mano seguía un brazo ensangrentado y mutilado a la altura del hombro. El resto del
cuerpo habría sido arrojado quién sabe dónde, o deshecho en pequeños pedazos. Ruth
no se desmayó, pues había aprendido a dominarse en los quirófanos y en las
disecciones. Se secó el sudor que corría por su rostro y siguió buscando por debajo de
las ruinas. Blancos y chinos yacían unidos en la muerte.
—Todos los hombres son hermanos —dijo alguien al lado de Ruth, y a ella le
pareció una voz de ultratumba.
Cuando miró se encontró con un anciano chino de rostro impasible, el cual
recogió a una niña blanca y la llevó a una casa próxima, un hotel con puertas
giratorias en las que no quedaba un solo cristal.
Ruth encontró cerca a una mujer que parecía ilesa, una china de clase humilde,
que llevaba pantalones negros y chaqueta blanca de hilo. Pero cuando se inclinó
sobre ella se dio cuenta de que estaba embarazada y que el susto había precipitado el
parto. La mujer murmuró algunas palabras chinas. Tenía el cabello empapado de
sudor a causa del dolor que sentía.
Ruth reflexionó un momento. Con gran esfuerzo levantó a la mujer y se alejó del
lugar de la explosión, dirigiéndose a una calle lateral que estaba un poco más
tranquila.
La mujer cesó de murmurar, y algo parecido a una sonrisa iluminó su rostro. Ruth
la tendió en el suelo y le desató el pantalón, pero la mujer comenzó a gemir
nuevamente.
Le pareció un milagro que naciera un niño en medio de toda aquella mortandad y
destrucción. A menudo presenciaba partos, pero nunca había sacado ella misma al
niño.
La carencia de antisépticos entristeció su corazón de enfermera, pero al mismo
tiempo experimentó una especie de alegría por poder ayudar a la mujer. Ésta yacía en
el suelo, con los muslos desnudos. Elevó sus rodillas hasta colocarlas debajo del
mentón. Algunos hombres corrieron a su lado. Los gritos habían disminuido. Nadie
se detuvo junto a la mujer sobre la que Ruth estaba inclinada. Ya se podía ver la
cabecita oscura y húmeda de la criatura. Ruth lo sujetó con ambas manos y lo sacó
del vientre de la madre. Era un niño bronceado y minúsculo; Ruth le dio unos
golpecitos y él abrió la boca, mostrando su paladar rosado, y comenzó a gritar. Aún

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colgaba de su vientre el cordón umbilical, que se perdía entre los muslos de la madre.
La china alzó la cabeza tratando de ver al niño. Ruth la comprendió y levantó el
montoncito de carne arrugada, para que su madre pudiese contemplarlo.
Tenía las manos delicadísimas y las uñas completas. La mujer dejó caer
nuevamente la cabeza. Ruth se sentó a su lado, momentáneamente desconcertada.
Luego introdujo la mano debajo de su propio vestido y desgarró las cintas que
sostenían la combinación. La seda crujió y se rompió. Con la combinación formó una
especie de nido y lo colocó debajo del pequeño chino, entre las piernas de su madre.
Volvió a pensar. Luego cogió las demás cintas que colgaban de sus hombros, las ató y
ligó con ellas el cordón umbilical del pequeño. Miró en torno suyo, y no encontrando
medio más apropiado, se inclinó sobre la madre, cogió entre los dientes el cordón
umbilical y, mordiéndolo, lo cortó. Salieron unas cuantas gotas de sangre que se
coagularon enseguida. Eso fue todo.
Ruth sentía latir su corazón más aprisa que nunca. Nuevamente se secó con el
hombro el sudor de su rostro. Era un movimiento primitivo, como el de las
campesinas.
Entonces comenzó a hablar la mujer.
—Todo va bien —dijo tranquilizándola.
Secó su cabello húmedo, apartándolo del rostro. Luego envolvió bien al niño en
su combinación y lo puso en los brazos de la madre.
Pocos minutos después la cara de la mujer se contrajo por un nuevo dolor, y Ruth,
atemorizada, se apresuró a quitarle el niño de las manos. Luego ayudó a la mujer a
eliminar la placenta. Todo esto sucedía en medio de la calle asfaltada, pero parecía
que hubiera ocurrido en lo más intrincado de una selva virgen. En aquel cuarto de
hora, Ruth había olvidado a Frank, como si no lo hubiese conocido nunca.
Con los ojos medio cerrados, el niño comenzó a buscar el pecho de Ruth. Aunque
acababa de nacer, ya estaba hambriento. Ruth rió a carcajadas, y la madre le imitó.
Ruth se separó con dificultad del niño y comenzó a vestir a la madre. La mujer
recuperaba sus fuerzas. Cuando se reanimó un poco lanzó una exclamación y señaló
el vestido de Ruth, que estaba cubierto de sangre de los heridos que había ayudado a
llevar. Ruth sonrió. Sonó un silbato, y un coche ambulancia se detuvo en la esquina
de la calle. Bajaron los médicos y los camilleros. Ruth corrió hacia ellos con el niño
en brazos.
—Tengo una paciente que acaba de dar a luz —dijo.
El médico la apartó a un lado.
—No tengo sitio —murmuró, y salió corriendo con sus hombres.
Ruth volvió al lado de la parturienta. Sentía una extraña alegría, algo que no había
experimentado nunca. Un sentimiento nuevo nacía en ella. Trató de inducir a la china
a levantarse, pues quería ayudarla a salir de la calle. Pero la mujer cerró los ojos y
movió la cabeza. Parecía estar muy cansada y no quería levantarse.
Ruth tenía terribles recuerdos del bacilo de tétanos, pero no tardó en olvidarlos.

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Introdujo una pierna por debajo de la cabeza de la mujer y apretó al niño contra
sí.
Las manecitas del recién nacido se movían. Él valía más que un montón de gatos
enfermos, gorriones de alas rotas o patitos muertos.
Así encontró Pearl el grupo cuando se dirigía en el taxi por la calle lateral para
depositar a la preciosa concubina en los sótanos del Banco.
Había decidido ir a Chapei a pesar de los peligros que pudiese haber, para abrir un
pequeño puesto de primeros auxilios en la clínica.
—¿Qué pasa aquí? —dijo haciendo detener el coche—. Quédese sentado —
ordenó a Liu, que quería bajar con ella.
Meilan se tapó los ojos con las manos cuando vio a Ruth, completamente
manchada de sangre, y a la mujer, que yacía en un charco sanguinolento muerta o
durmiendo.
Cuando Pearl Chang se inclinó sobre ella, Ruth levantó los ojos y dijo:
—¿Comprende usted inglés? ¿Puede transportar a la mujer y al niño en su coche?
Acaba de dar a luz.
—Naturalmente —replicó Pearl, y comenzó a desnudar nuevamente a la china—.
Soy médico —dijo contestando a la inquisitiva mirada que le dirigía Ruth.
—Todo va bien —informó Ruth—. Soy enfermera. Si pudiéramos transportar a la
mujer al hospital para ponerle una inyección contra el tétanos…
—Es curioso —dijo Pearl—. ¿No es usted acaso la novia de Taylor? Me enseñó
una vez su retrato.
—¿Conoce usted a Frank? —preguntó Ruth, que sólo recordó a su novio en aquel
momento.
—Sí, éramos amigos —dijo Pearl con indiferencia. Y, dirigiéndose a Liu, añadió
—: Venga. Ayúdenos a llevar la mujer al coche.
No había vuelto a ver a Frank desde el día del banquete ofrecido a los Russell.
Liu levantó a la mujer, que murmuró soñolienta. Pearl la acomodó en el taxi, y
Ruth la siguió con el niño. El chófer se rió.
—La llevaremos con nosotros al Banco —dijo Pearl, empujando a Meilan a un
lado para hacerle sitio a la parturienta—. ¿Quiere usted acompañarnos? Los sótanos
del Banco están hechos a prueba de bomba —añadió dirigiéndose a Ruth, que no
había subido, sino que alzaba al niño por la ventanilla del coche.
—¡Qué bien habla usted el inglés! —exclamó Ruth en vez de contestar a la
pregunta.
—Soy americana —respondió Pearl.
Ruth pensó que sucedían cosas extrañas en el mundo.
Colocó cuidadosamente al niño en el asiento que Liu había dejado libre al bajarse
y dijo cariñosamente:
—Que te vaya bien, hombrecito.
Era «su» niño. Y no era fácil separarse de él.

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—He de volver al «Shanghai Hotel» —dijo apresuradamente—. Tal vez Frank
esté inquieto por mí.
Pearl tenía abierta aún la puerta del coche.
—El hotel no es muy seguro —dijo—. Sería mejor que nos acompañase.
Podemos telefonear a Taylor desde el Banco. Vamos, suba.
—No —repuso Ruth—. Gracias. Quisiera buscar a Frank. He tenido mucho gusto
en conocerla —añadió con cortesía, pero los convencionalismos se iban apoderando
nuevamente de ella.
—Suba de todas formas —dijo Pearl—. La llevaremos al hotel. Ha trabajado
usted demasiado.
—Estoy muy sucia —contestó Ruth, pero subió y cogió de nuevo al niño,
apretándolo contra su pecho.
El chófer siguió unas calles laterales, pues tenía miedo.
En el interior del coche, que olía a parto, todos estaban muy apretados.
Meilan se inclinó tímidamente sobre los hombros de Ruth, contemplando al
recién nacido.
—Un hombre —dijo, y sonrió hacia Pearl y Liu.
La china que había dado a luz al niño abrió los ojos cuando el coche comenzó a
andar. Tomó el niño de los brazos de Ruth y lo apretó contra su pecho, demostrando
su propiedad. Liu se encogió cuanto pudo y se echó a reír. Las cuatro mujeres,
diferentes como eran, extranjeras y hasta enemigas, al estar frente a frente formaban
una entidad completa. Él el hombre estaba sentado, acurrucado en un rincón, y no
comprendía nada de aquello.
«Hermanas de sangre», pensó, y sonrió indulgentemente.
—Nos veremos pronto —dijo Pearl cuando el coche llegó al «Shanghai Hotel».
La china dijo algo.
—Le desea cien hijos y diez mil años de vida —tradujo Liu inclinándose
levemente.
Ruth se echó a reír.
—Demasiado, demasiado de todo —repuso, y bajo.
El portero empujó la puerta para que ella pasase.

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Capítulo XXV
Cuando Ruth abrió la puerta de su cuarto encontró a Frank ante ella, junto a la
pequeña mesa donde estaba el regalo de Helen. Él la miró como si fuera un fantasma.
Antes de que tuviera tiempo de cerrar la puerta estaba en sus brazos. Frank la
besó los cabellos, los ojos y el rostro. Ella se entregó por unos minutos a sus
demostraciones de cariño, y escuchó extasiada las palabras que su novio murmuraba
a su oído. No parecía el mismo Frank, aunque fuera así como lo había soñado muchas
veces.
—¿Dónde estuviste? ¿Qué te pasó? ¡Qué aspecto tienes! ¿Te han hecho algo? No
debes salir nunca más sin mí, nunca más, Ruth, Ruth querida, mi Ruth, mi… Ruth se
desasió al fin.
—He sacado un niño del vientre de su madre —dijo orgullosa—. Yo,
completamente sola. Un niño chino, precioso…
—¿Qué has…? —preguntó Frank asombrado—. ¿Un parto? Parece como si
hubieras vadeado un río de sangre.
Hasta aquel momento no se vio Ruth al espejo. Había perdido el sombrero, y el
vestido estaba lleno de sangre. No tenía combinación, y sus manos estaban sucias, y
las medias llenas de polvo y de sangre.
—Perdona —dijo confusa—. Estaré limpia enseguida.
Pero Frank la siguió al cuarto de baño.
—No… —dijo Ruth débilmente.
—Hoy estamos como casados —replicó Frank, y comenzó a desnudarla como a
una niña pequeña. Dejó correr el agua en la bañera, miró en torno suyo y al ver un
frasco de esencia de espliego, echó un poco dentro. Luego cogió una esponja y un
cepillo, puso a Ruth cuidadosamente en el cálido baño y comenzó a lavarla. En
algunos lugares, la sangre estaba tan coagulada sobre la piel que se resistía a salir.
Frank, serio y cariñoso, siguió limpiándola.
—Por fin has venido, Ruth, por fin has venido —repetía continuamente.
—¿Has tenido miedo? —preguntó ella, con las rodillas apretadas y las manos
cruzadas sobre el pecho, para ocultar su cuerpo.
—¿Miedo? —dijo Frank—. ¿Que si he tenido miedo? Tú no sabes lo que he
sufrido.
Cuando le pareció limpia la ayudó a salir, la envolvió en una toalla del baño y la
llevó a la cama.
—Estoy muy cansada —dijo Ruth, apoyando la cabeza en el hombro de él.
Frank se acostó a su lado. Y aunque Ruth era pequeña, logró colocar su cabeza en
el pecho de ella, sobre el lugar más tranquilo, más seguro, más puro del mundo.
—¡Oh, Ruth! —dijo solamente—. ¡Oh, Ruth! Abrazó a su novia por la cintura y
permaneció completamente inmóvil.
—Confucio ha muerto. El susto fue demasiado grande para él —dijo Ruth.

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El cabello de Frank rozaba su boca cálida y tierna. El parto se había interpuesto
entre ella y los horribles acontecimientos que había presenciado, pero cuando cerró
los ojos y se abandonó en los brazos de Frank comprendió que todo recobraba la
tranquilidad y el sosiego.
—Las bombas… Es algo horrible —dijo, y se estremeció.
Frank comenzó a acariciarla. Encontró su mano, se la llevó a la boca, la puso ante
sus ojos y la miró luego.
—¿Qué es esto? —preguntó al ver una pequeña herida.
—Nada. La mujer me mordió al parir —dijo Ruth, y volvió a olvidar un poco las
bombas.
—¿Te mordió? —preguntó Frank indignado.
—Sí. Tenía dolores. Por eso me mordió. Yo mordería también… —añadió
seriamente.
Frank se rió en voz alta.
—Mi mujer… —dijo.
—Mi marido… —contestó ella.
—No volveremos a estar separados —dijo Frank.
—No, querido —repuso Ruth.
Nunca había visto así a Frank. Pero no sabía que los acontecimientos
transcurridos en aquellas horas lo habían empujado hacia ella, dejando aparte las
palabras pequeñas y mostrando su verdadero afecto, desnudo en absoluto de todo
artificio.
—Las bombas… Eso es solamente el principio —dijo Frank—. Aún será mucho
peor. Lo he pensado muy bien, Ruth. No nos quedaremos en Shanghai. Saldremos de
aquí. Es una ciudad miserable.
—Como quieras —repuso ella sumisa. Pero no lo creía—. ¿Adónde iremos? Tú
tienes tu empleo aquí —añadió con sensatez.
Frank alejó este pensamiento.
—Estoy cansado de Shanghai —dijo—. Arruina a cualquiera. Con trescientos
dólares mensuales no está pagado. Y, encima, bombas y cañonazos. Además, tengo el
presentimiento de que siempre estarás donde caigan las bombas más grandes.
—¿Y tú? —preguntó Ruth.
—Sí. Yo también —repuso él distraídamente—. Escucha lo que he pensado. Nos
escaparemos. Seamos cobardes y escapemos. ¿Qué nos importan los chinos y los
japoneses? ¿Qué nos importa Shanghai? Aquí tiene uno siempre las manos sucias.
Tomaremos el próximo barco americano y nos iremos a Hawai. ¿Qué dices a esto?
—¡Hawai! —exclamó Ruth.
—Sí, Hawai —contestó Frank—. A Hawai pertenecemos y allí queremos ir. —Y
al decir esto recordó las palmeras, las flores, las vastas plantaciones de caña de
azúcar, el canto de los coolies y de los obreros, la lluvia dorada y, por fin, a Mamo,
joven, sobre la arena de la orilla; Mamo, que nadaba a su lado, y él mismo que era

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aún un niño—. No tengo madre. Ésa es mi desgracia —añadió.
Ruth lo atrajo más firmemente contra ella y comenzó a balancearse suavemente.
—Madrecita… —murmuró él como si fuera algo que no pudiera decirse en voz
alta—. Iremos a Hawai —repitió—. Mi padrastro encontrará algo para mí. Podemos
también vivir de plátanos y cocos robados y de pescado. Humahuma nukanukaapuaa
—añadió, sonriendo al recordar los nombres raros—. En Hawai seremos
infinitamente felices. ¿Quieres? —preguntó, incorporándose sobre el codo y mirando
a Ruth seria e intensamente, como si su pregunta fuera difícil de contestar.
Ruth comenzó a sentirse preocupada.
—¿Has bebido? —preguntó.
Frank no contestó enseguida. Continuó mirándola fijamente, y al fin dijo:
—Tal vez te lo cuente algún día, más adelante.
—¿El qué? ¿Qué me contarás? —preguntó Ruth inquieta.
—Todo —repuso Frank.
Se acostó nuevamente a su lado, rígido y flojo al mismo tiempo, sintiendo el
corazón de Ruth palpitar contra su sien.
—Pequeño pájaro… —dijo.
Luego abrazó a Ruth y la besó en la boca. Ruth suspiró profundamente, como en
un sueño. Lentamente se fueron borrando los años, la extrañeza, la distancia, la
soledad, el miedo… Permanecieron así durante largo tiempo, silenciosos, respirando
al mismo ritmo.
«No sabía que hubiera nada parecido a esto», pensó Ruth.
—Ahora veo muchos arcoiris —dijo más tarde sin abrir los ojos.
—Calla —murmuró él—. No hables. No hables. Quédate solamente conmigo.
Siempre…
Llamaron a la puerta, primero suavemente, luego un poco más fuerte. Frank se
incorporó.
—No te asustes —dijo—. No tengas miedo. No es nada… Nada puede
separarnos. No tengas miedo…
Ruth lo miró asombrada.
—¿Por qué habría de tenerlo? —murmuró. Frank se dirigió a la puerta, pero
vaciló antes de abrirla. Llamaron por tercera vez. Frank se alisó el pelo, dio vuelta a
la llave y abrió. En la penumbra del pasillo vio a un pequeño japonés con un paquete
en la mano.
—Traigo los libros —dijo, inclinándose.
Entonces estalló la bomba, haciendo volar el edificio, enterrando a las personas y
acabando con el miedo, la felicidad, el odio y la vida.
Nada más podemos relatar de aquéllos a quienes hemos seguido hasta aquí, sino
señalar el último minuto de vida que tuvieron en este mundo.
Ruth, sentada al borde de la cama, miraba a Frank fija y cariñosamente. Su
expresión parecía incluso irónica por el exceso de felicidad que embargaba su alma

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de mujer simple. Es mejor morir en las alturas, antes de que se inicie el descenso.
Frank comprendió por primera vez en su vida que una mujer puede ser amada con
el cariño inmenso que se siente por la patria. Conseguía ver realizado el anhelo más
profundo que lo había perseguido siempre: volver a la calma cálida y dulce del
vientre materno, tan parecida a la muerte que no podía establecer diferencias entre
ella y la vida.
Junto a la puerta estaba Yoshio Murata, el pequeño japonés, con sus libros
prestados bajo el brazo, con aspecto conmovedor y ridículo por la cortesía exagerada
de su expresión. Segundos antes de su muerte tal vez sintiera algo parecido a
agradecimiento por la bomba china que contribuía a poner fin a su absurda existencia,
cubriéndola con honores bélicos.
Chang, padre e hijo yacían enterrados en el hueco del ascensor caídos en el
momento en que buscaban en él la seguridad de sus existencias. Enemigos en sus
ideas el epicúreo y el asceta, el materialista y el idealista, el capitalista internacional y
el denodado defensor de lo nacional por justicia y progreso, se encontraban
estrechamente ligados por los vínculos indisolubles que crea la sangre.
Irreconciliables y, sin embargo, atados inseparablemente el uno al otro: Chang, el
padre, a quien la vida se lo dio todo, menos el cariño de su hijo, y Chang, el hijo,
perturbado, cargado con la responsabilidad de tres mil jóvenes cazados en Kangwang,
como en una trampa, por su culpa, por su sola culpa; uno de los cien mil jóvenes
chinos que predicaban valor y fe en la lucha y que, sin embargo, sabían en lo más
íntimo de su ser que China no puede ser salvada de esa manera.
Kurt Planke, el hombre perdido, a quien no quedaba otro camino que la prisión,
por la que huyó de su patria. Un acorde formidable se derrumba sobre él. Grandes
tubos de órganos suenan con acento bajo, con zumbido de alas. La muerte es una
embriaguez mucho más fuerte que el opio y el amor.
El doctor Hain, fantasma de una época indiscutiblemente liberal, un hombre que
sobrevivió a su propia muerte, que no era más que una cáscara sin contenido. La
bomba que le arrancó de la vida le ahorró tener que tomar una dosis de cianuro
potásico.
Jelena Trubova, la aventurera fracasada en el primer amor de su vida. Había
amado en vano, asesinado sin razón, vivido sin utilidad alguna. Los factores de
cálculo no se correspondían. Contemplaba las palmas de sus manos; manos vacías,
rígidas, heladas… Los caminos han sido bloqueados. La vida se ha perdido en el
juego. No murió enseguida. Antes hubo de ser purificada. Tuvo que pasar primero
por un infierno de dolores que lanzaban chispas verdes, amarillas, blancas… Sólo un
minuto de vida fue una eternidad de pena. Luego se volvió clara, dura, transparente,
insensible… Un pedazo de cristal quebrado bajo las ruinas… eso fue Jelena Trubova.
El coolie Yen encontró la muerte en estado de inconsciencia, y murió sin sufrir las
mutilaciones que había temido poco antes. Su cabeza, destinada al verdugo, no estaba
separada de su cuerpo enfermo y atormentado. No volverá a contemplar a su hijo y

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permanecerá alejado de su pueblo. No volverá a mirar la tierra que araron sus
antepasados, ni visitará siquiera la tumba en que yacen. Es triste. Tampoco se
enterará de que su hijo ha muerto también en Kangwang, de un balazo, después de
grandes sufrimientos y tras una lucha encarnizada, fusilado con cientos de miles de
niños, mujeres y ancianos inofensivos, inocentes y débiles; fusilado como uno de
tantos que el Japón fusila para, como dijo una voz oficial: «cambiar la disposición
hostil hacia Dai Nippon».
Madame Tissaud, sentada junto a una columna de mármol, que se derrumbó en
pedazos, resultó completamente ilesa. Sólo su peluca blanca quedó ladeada cuando
todo concluyó. Entonces tomó un calmante, pareciéndole todo aquello bastante
estrafalario, pues había presenciado muchas guerras.
—Ahí tiene usted a Shanghai —dijo a B. S., que se acercaba para mirar cómo
había quedado la sucursal de la «Eos Film and Photo Company»—. Los chinos tiran
contra los chinos y nadie puede saber si lo hacen porque son muy estúpidos o muy
inteligentes. Siempre he dicho que «mejor es un perro en la paz que un hombre en la
guerra». Pero ¡qué se le va a hacer, Monsieur Scott!
—Maskee, decimos nosotros en tales casos: lo que ha de suceder, fatalmente
sucede.

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VICKY BAUM, (Viena 1888 - Hollywood 1960)
Estudió música en Viena. Sin embargo es conocida como escritora, labor que
comenzó a desarrollar en 1914 en sus momentos de ocio. En 1926 transforma esta
actividad de esparcimiento en profesión y asume un puesto como redactora de
revistas en la editorial Ullstein de Berlín.
Con su novela «Stud. chem. Heleme Willfüer», publicada en 1929, alcanzó la fama y
una gran popularidad, siendo a partir de ese momento la escritora de su generación
más leída en el área cultural germana. Sus posteriores novelas tuvieron igualmente un
gran éxito de ventas, cimentado de esta manera su gran popularidad en Alemania,
Austria y Suiza. Su novela más conocida es «Menschen im Hotel» («Gran Hotel»),
tema que Hollywood llevó al cine en 1931 con Greta Garbo, como protagonista
principal. Otras de sus novelas han sido igualmente tomadas como guiones
cinematográficos, como por ejemplo, «Rendezvous in Paris», filmada en 1982 por
Gabi Kubach con Claude Jade u «Hotel Shanghai» rodada en 1996 por Peter Patzak.
Vicki Baum fue apreciada de forma ambivalente por los críticos literarios: por una
lado la clasificaron como una autora trivial, y, por el otro, como una gran
personalidad de la literatura de la lengua alemana, idioma de trabajo que reemplazó
1937 por el inglés. Durante el Tercer Reich sus obras fueron prohibidas debido a su
origen judío.
En 1931 viaja a Estados Unidos, país que le concede la nacionalidad 7 años más
tarde, para cooperar en el rodaje de «Menschen im Hotel». Vivió ya el resto de su

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vida en Estados Unidos, muriendo de leucemia en Hollywood en 1960.
Otra de sus novelas es El ángel sin cabeza, que nos retrata el México del siglo XIX y
detalla con acierto las costumbres de la época y el movimiento armado de la guerra
de independencia en 1810. Lo grato de este relato es el enfoque que nos da de esta
revolución desde el punto de vista del lado español.

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Notas

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[1] Siva. Tercera persona de la trknurti o trinidad brahamánica. (N. del T.) <<

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[2] Signo de mal agüero según la mitología china. (N. del T.) <<

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[3] Número que emplean los chinos para indicar una gran cantidad. (N. del T.) <<

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[4] coolie: peón, trabajador de nivel bajo. A principios del siglo XIX y XX, era una

etiqueta aplicada a una persona de Asia, sobre todo si eran del sur de China o el
subcontinente indio. (N. del Ed.) <<

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[5] Influencia, poder. (N. del T.) <<

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[6] No perder la dignidad. (N. del T.) <<

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[7] Cera especial. (N. del T.) <<

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[8] Estación de ferrocarril. (N. del T.) <<

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[9] rickshaw: vehículo ligero de dos ruedas que se desplaza por tracción humana, bien

a pie o a pedales. (N. del Ed.) <<

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[10] Pablo de Sarasate (Pamplona, España, 10 de marzo de 1844 – Biarriz, Francia, 20

de septiembre de 1908) fue un violinista y compositor español. (N. del Ed.) <<

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[11] El único de su propiedad. (N. del T.) <<

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[12] Estilo juvenil. (N. del T.) <<

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[13] Sedante para los nervios. (N. del T.) <<

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[14] Escuela pictórica. (N. del T.) <<

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[15] plein air:expresión francesa que significa «al aire libre» y se utiliza sobre todo

para describir el acto de la pintura al aire libre, que también se llama peinture sur le
motif o lo que el ojo ve realmente. En la pintura, sur le motif reproduce las
condiciones visuales reales observados en el momento de la pintura. Esto contrasta
con la pintura realizada en estudio. (N. del Ed.) <<

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[16] Sustitutivos. (N. del T.) <<

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[17] Exposición agrícola. (N. del T.) <<

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[18] Comunistas separatistas de Renania. (N. del T.) <<

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[19] Hasta la vista. (N. del T.) <<

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[20] Agrupación de jóvenes que realizan excursiones. (N. del T.) <<

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[21] Pieza de música. (N. del T.) <<

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[22] Tiergarten: zoológico. (N. del Ed.) <<

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[23] Rive Gauche: expresión que designa la parte sur de la ciudad de París, en razón de

su situación con respecto al curso del Sena, en oposición a la margen derecha. Más
que una mera situación geográfica, la expresión «Rive gauche» designa igualmente
un modo de vida, una manera de vestir y aparentar. Los distritos VI y V, antiguos
barrios bohemios, artísticos e intelectuales de la primera mitad del siglo XX,
caracterizaron lo mejor de dicho estilo. (N. del Ed.) <<

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[24] maquereau: macarra, chulo. (N. del Ed.) <<

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[25] pauvre chien: pobre perro. (N. del Ed.) <<

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[26] petit chou: querido. (N. del Ed.) <<

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[27] Diminutivo de padre. (N. del T.) <<

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[28] Tienes que hacer tres gárgaras, palomita. (N. del T.) <<

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[29] Cristo ha resucitado. (N. del T.) <<

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[30] Hablad en francés, hijitos. (N. del T.) <<

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[31] Diminutivo de madre. (N. del T.) <<

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[32] revue: revista musical, espectáculo. (N. del Ed.) <<

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[33] petits vieux: personas maduras de posición. (N. del Ed.) <<

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[34] piroggen: empanadas de hojaldre. (N. del Ed.) <<

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[35]
geisha: Las geishas se originaron como profesionales del entretenimiento y
usaban sus habilidades en distintas artes japonesas, música, baile, y narración. Al
declinar el nivel artístico de las cortesanas, las geishas tuvieron mayor demanda. (N.
del Ed.) <<

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[36] Adiós, hasta la vista. (N. del T.) <<

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[37] forehand: golpe de derecha en tenis y otros deportes de raqueta como el tenis de

mesa, de squash y badminton. (N. del Ed.) <<

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[38] Ir al bajo fondo. (N. del T.) <<

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[39] chemin de fer: es un juego de casino. Se trata de una variante avanzada de bacará,

en la que la banca pasa de un jugador a otro. (N. del Ed.) <<

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[40] Municipalidad. (N. del T.) <<

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[41] Opio importado. (N. del T.) <<

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[42] De posición social inferior. (N. del T.) <<

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[43] Medida de superficie china. (N. del T.) <<

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[44] Ama de llaves. (N. del T.) <<

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[45] Le hicieron perder el empleo. (N. del T.) <<

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[46] ¿Qué? (N. del T.) <<

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[47] Duchess: Duquesa. (N. del Ed.) <<

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[48] Contrabandista de bebidas alcohólicas. (N. del T.) <<

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[49] Altura máxima a que puede subir un avión. (N. del T.) <<

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[50] Grupo que alienta al equipo. (N. del T.) <<

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[51] Asiento suplementario y plegadizo en algunos coches. (N. del T.) <<

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[52] touchdown es la forma básica de anotación en el fútbol americano y canadiense,

donde el jugador que acarrea el balón cruza el plano de la zona de anotación; o


cuando un receptor captura el pase en la zona de anotación. (N. del Ed.) <<

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[53] Corona de flores hawaianas. (N. del T.) <<

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[54] cereus: cactus arbustivo con un tamaño de hasta 15 m de altura, como árboles con

grandes copas. Las flores surgen de las areolas y tienen forma de embudo y de un
tamaño de hasta 20 cm de longitud. Abren en función de la adaptación a los
polinizadores durante el día (en aves ) o por la noche (insectos). Las brácteas
interiores son generalmente de color blanco o casi blanco, raramente amarillo o rosa,
las brácteas exteriores son de color rojizo. Una característica típica de los Cereus,
aparte de otros géneros es que después de la floración y caída del perianto, la fruta
permanece. Las frutas maduras y jugosas son a menudo de color verdoso o amarillo o
rojo, estallando y lanzando numerosas semillas grandes y negras. (N. del Ed.) <<

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[55] Combinaciones en que uno solo puede ganar todas las apuestas en determinadas

condiciones. (N. del T.) <<

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[56] rōnin: (literalmente "hombre ola" – un hombre errante como una ola en el mar)

era un samurái sin amo durante el período feudal de Japón, entre 1185 y 1868. Un
samurái podía no tener amo debido a la ruina o la caída de éste, o a que había perdido
su favor. La manera más sencilla que había para que un samurái acabara siendo ronin
era a través del nacimiento. El hijo o hija de un rōnin también era rōnin, siempre que
no renunciara a su estatus. A menudo el rōnin por nacimiento soñaba con demostrar
su valía para poder jurar lealtad con un clan, convirtiéndose así en un verdadero y
auténtico samurái. Aunque esto ocurriera de vez en cuando, era algo infrecuente,
reservado a los más talentosos, pues pocos daimyō estaban dispuestos a sentar un
precedente permitiendo que un rōnin entrara en su clan. Más a menudo los rōnin eran
enviados en ciertas misiones con la promesa de la admisión, para luego negársela
basándose en algún tecnicismo. (N. del Ed.) <<

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[57] ¿Cómo le va? Sí, disculpe. (N. del T.) <<

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[58] Barrio de las prostitutas de Tokio. (N. del T.) <<

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[59] mon chéri: querido. (N. del Ed.) <<

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[60]

El durmiente del valle…


… Los aromas no escuecen su nariz;
Duerme en el sol, con la mano en el pecho
tranquilo… (N. del T.) <<

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[61] koto: instrumento de cuerda japonés de origen chino. (N. del Ed.) <<

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[62] taxi-girl: chica de alterne. (N. del Ed.) <<

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[63] Niñera. (N. del T.) <<

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[64] li: unidad de longitud tradicional china que en la actualidad se ha estandarizado

en 500 metros, aunque históricamente su valor osciló considerablemente entre


distancias algo menores y mayores según los periodos. Un li moderno se divide en
1500 chis. En las antiguas traducciones solía traducirse como milla, lo que causaba
confusión, porque generalmente su valor nunca pasó de una tercera parte de la milla,
prefiriéndose actualmente la traducción de milla china o simplemente li. En la
práctica hasta finales de la década de 1940 un li no tuvo una medida fija. Podía ser
más largo o más corto dependiendo del esfuerzo que fuera necesario para cubrir la
distancia. (N. del Ed.) <<

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[65] joss-pidgin: ceremonias religiosas. (N. del Ed.) <<

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[66] Reverencia. (N. del T.) <<

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[67] Casas botes cubiertos de flores y en los que viven las prostitutas. (N. del T.) <<

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[68] mahjong: juego de mesa de origen chino, exportado al resto del mundo, y
particularmente a Occidente, a partir de 1920. Su antecesor recibía el nombre de
«juego de hojas en tiras», ya que las fichas eran de cartulina, como los naipes
actuales. Progresivamente se abandonó este material y se empezaron a fabricar fichas
de marfil, madera y, sobre todo, bambú, aunque actualmente lo normal es utilizar el
plástico, más duradero y barato. No obstante, se siguen fabricando, como se hizo en
la antigüedad, verdaderas obras de arte en distintos materiales. (N. del Ed.) <<

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[69] tovarich: camarada (en ruso). (N. del Ed.) <<

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[70] Agente de Policía hindú. (N. del T.) <<

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[71] Reunión deportiva de exploradores. (N. del T.) <<

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[72] ¡Largaos! (N. del T.) <<

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[73] too fat: demasiado gordo. (N. del Ed.) <<

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[74] Adiós para siempre. (N. del Ed.) <<

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[75] Cuanto más estamos juntos. (N. del Ed.) <<

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[76] pidgin: interlingua simplificada y usada por individuos de comunidades que no

tienen una lengua común, ni conocen suficientemente alguna otra lengua para usarla
entre ellos. Los pidgins han sido comunes a lo largo de la historia en situaciones
como el comercio, donde los dos grupos hablan lenguas diferentes, o situaciones
coloniales en que había mano de obra forzada (frecuentemente entre los esclavos de
las colonias se usaban temporalmente pidgins). En esencia, un pidgin es un código
simplificado que permite una comunicación lingüística escueta, con estructuras
simples y construidas azarosamente mediante convenciones, entre los grupos que lo
usan. Un pidgin no es la lengua materna de ninguna comunidad, sino aprendido o
adquirido como segunda lengua. Los pidgins se caracterizadan por combinar los
rasgos fonéticos y morfológicos y léxicos de una lengua con las unidades léxicas de
otra, sin tener una gramática estructurada estable. (N. del Ed.) <<

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[77] chiffon: tela muy liviana, de confección plana balanceada elaborada utilizando

hilos crepé (de elevado retorcimiento). El chifón se fabrica a partir de algodón, seda o
fibras sintéticas. es muy utilizado para confeccionar vestimentas para la noche,
especialmente como cubiertas, para darle una apariencia elegante y etérea a la capa.
Es muy utilizado para fabricar blusas, cintas, bufandas y lencería. Al igual que otras
telas crepé, el chifón es algo difícil de trabajar a causa de ser sumamente liviana y
con una textura sedosa. Debido a su naturaleza delicada, el chifón debe ser lavado a
mano con precaución. (N. del Ed.) <<

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[78] anamita: individuo que habita la región de Annam, en Vietnam. Hablan una

lengua monosilábica muy influida por el chino. (N. del Ed.) <<

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[79] À bientôt: hasta pronto, hasta luego. (N. del Ed.) <<

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[80] highball: vaso alto, largo, fino y no demasiado estrecho. Es uno de los mas

utilizados en coctelería para realizar "tragos largos" que se preparan con whisky, ron,
gin y vodka, mezclados con hielo y agua, soda u otra bebida. (N. del Ed.) <<

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[81]

… Los aromas no escuecen su nariz;


Duerme en el sol, con la mano en el pecho
tranquilo… Tiene heridas de bala en su lado derecho. (N. del Ed.) <<

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[82] pidgin english: lengua vehicular compuesta de palabras chinas e inglesas. (N. del

Ed.) <<

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[83] eucodal (oxicodona): es un opiáceo sintetizado a partir de la amapola, derivado

tebaína. Es un narcótico analgésico general, indicado para el alivio del dolor


moderado a severo. Fue desarrollado en 1916 en Alemania. (N. del Ed.) <<

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[84] mare mágnum: abundancia, grandeza; muchedumbre confusa de personas o cosas.

(N. del Ed.) <<

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[85] Charcutería alemana. <<

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[86] Heil: Salud, prosperidad. (N. del Ed.) <<

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[87] Bon soir: Buenas tardes. (N. del Ed.) <<

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[88] bistró (también bistrot): es un pequeño establecimiento popular de Francia, donde

se sirven bebidas alcohólicas, café, quesos y otras bebidas. Pueden ser también
restaurantes de comidas a precios económicos. (N. del Ed.) <<

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[89] sukiyaki: plato japonés dentro del estilo de la cocina al vapor. Consiste en carne

(normalmente trozos muy finos de ternera) o en la versión vegetariana hecha de tofu,


cocido a fuego lento o hervido en la mesa, junto con vegetales y otros ingredientes,
en una olla poco profunda en una mezcla de salsa de soja, azúcar y mirin. Antes de
comerlo, los ingredientes se meten en un cuenco pequeño con huevo crudo batido.
Generalmente el sukiyaki se sirve como plato único en los días más fríos del año y se
suele encontrar en bōnenkai, fiestas de fin de año japonesas. (N. del Ed.) <<

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[90] saké: palabra japonesa que significa «bebida alcohólica», sin embargo en los

países occidentales se refiere a un tipo de bebida alcohólica japonesa preparada de


una infusión hecha a partir del arroz, y conocida en Japón como nihonshu (alcohol
japonés). (N. del Ed.) <<

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[91] sayonara: adiós o hasta luego (en japonés). (N. del Ed.) <<

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[92] Domo arigato gozai-mashita: ¡Muchas gracias! (cuando agradeces en japonés por

algo ya sucedido). (N. del Ed.) <<

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[93] De acuerdo. (N. del Ed.) <<

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[94] Babbitt: materialista, complaciente hombre de negocios. (N. del Ed.) <<

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[95] trust fund: fideicomiso es un fondo que puede estar compuesto de dinero en

efectivo, acciones, bonos, bienes y otros tipos de productos financieros. El


destinatario de un fideicomiso normalmente debe esperar hasta una cierta edad, o
hasta que se produzca un evento especificado, para recibir un ingreso anual del fondo.
Antes de esto, un solo administrador, o un grupo de síndicos, gestiona el fondo de una
manera apropiada a las especificaciones del fideicomiso. Esto suele incluir alguna
provisión para gastos de manutención y gastos quizá educativos, como la escuela o la
universidad privada. (N. del Ed.) <<

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[96]

Sobre todas las cumbres


reina la calma
En todas las cimas
sientes tú
apenas un hálito… (N. del T.) <<

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[97] steward: maitre, encargado. (N. del Ed.) <<

www.lectulandia.com - Página 582


[98] Nada más que la muerte. (N. del Ed.) <<

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