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El Guerrero Decapitado
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Libro electrónico366 páginas5 horas

El Guerrero Decapitado

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Siglo I de nuestra era. Un joven desciende de su pueblo y va a trabajar a un pueblo cerca de Brácara Augusta, la ciudad que los romanos construían en una colina. En la villa, el señor leía a Cicerón durante los intervalos de su siesta, la señora pasaba horas frente al espejo, disfrazando las arrugas con ungüentos fenicios, el hijo iba para el lado del Catavo encontrarse con su amada - una  indígena que conocía las artes para encantar bueyes -, y la hija daba paseos con el joven brácaro por los límites de la villa seguida por los perros de aquella casa, que buscaban madrigueras de conejos. ¿Podría un brácaro aprender latín, enamorar a la hija de un romano y servir en las legiones del emperador sin olvidar su origen? Historia de amor y desesperación salpicada con condescendientes sonrisas a las cosas que el cielo cubre bajo la impasible mirada de los dioses.

IdiomaEspañol
EditorialEd. Vercial
Fecha de lanzamiento17 jun 2024
ISBN9781667475561
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    El Guerrero Decapitado - José Leon Machado

    LIBRO I

    Pentóvio había descendido a la ciudad con dos cabras atrapadas por medio de un lazo. Lo acompañaba su hijo, que iba un poco más adelante, mientras se divertía agarrando piedras y arrojándolas al brezo al margen del sendero, donde se oía el rumor producido por reptiles asustadizos. Boilo, el perro, iba al lado oliendo hierbas y helechos. Los robles de alrededor echaban un follaje tierno en su regreso a la vida, mientras las aulagas teñían las laderas de amarillo.

    Habían partido al amanecer, casi sin despedirse de su familia y de sus vecinos, que todavía se revolcaban en los jergones de sus cabañas, sin decidir si preferían levantarse y conquistar el día, o disfrutar el calor de los cuerpos y de la paja.

    Pentóvio caminaba taciturno, cortando el silencio solamente para demandar a los animales que se movieran más rápido. En marzo todavía hacía frío, por lo que padre e hijo se resguardaban con abrigos hechos a partir de piel de cordero. Calzaban alpargatas, revestidas de piel de oveja hasta la rodilla; las bragas cubrían el resto. Armas no llevaban, pues por entonces el emperador había decretado la pax augusta, la cual prohibía que los pueblos sometidos portaran gladius dentro de las ciudades. El que fuera capturado incumpliendo la norma era juzgado y sujeto a flagelación pública, vergüenza que nadie deseaba pasar.

    Se sentía extranjero donde había nacido, sin derechos ni tierras. Todo pertenecía ahora a los Romanos. Pentóvio recordaba que, siendo él aún un niño, su tío Bórnio había sido asesinado por ellos, dado que formaba parte de la resistencia de los Brácaros al dominio romano. Bórnio descendía de los montes con sus compañeros y atacaba el pueblo que los colonos latinos y los veteranos de las legiones iban construyendo en una colina. Robaban animales y víveres, raptaban mujeres y niños, apuñalaban a dos o tres hombres, incendiaban los tugurios y se refugiaban en los montes de robles y alcornoques. Allí sobrevivían con los despojos de los asaltos, conejos y perdices cazados. Los atrapó un día un propretor, nombrado por Augusto, que estaba en misión en Gallaecia con dos cohortes cuidando su retaguardia. Fue un día sombrío para los brácaros cuando los romanos, vestidos con sus faldas, armados y protegidos por su áquila, los acorralaron en una ladera. De nada servía un bastón contra pilos y lanzas. Los arrastraron al pueblo y ahí destruyeron definitivamente la resistencia de los autóctonos a la colonización romana de las tierras entre los ríos Catavo y Durius. Treinta y dos brácaros fueron ejecutados delante de sus familiares, suplicio y condena para los bárbaros traidores.

    Los jefes acordaron la paz, temerosos de que hubiera más muertes. Y dejaron que los romanos construyeran una nueva ciudad y explotaran las tierras fértiles del valle. Se acostumbraron a su presencia, intentando vivir como hasta entonces: en pequeños conjuntos de casas de granito de planta baja y techo de paja, pastoreando cabras y ovejas en los acantilados. Hablaban su lengua, tenían sus fiestas y sus dioses. Y los romanos ni siquiera notaban su presencia, excepto cuando necesitaban intercambiar productos o servicios. Por lo demás, vivían dándose la espalda.

    Algo, sin embargo, comenzaba a minar la mentalidad tribal y el comportamiento de ciertos miembros. Al no poder desenraizar el modus vivendi celta de los adultos, la civilización romana atraía a los jóvenes. Muchos abandonaban los campamentos de sus antepasados, seducidos por el brillo de la ciudad que crecía en la colina y a ella se entregaban, ya fuera como ayudantes de artífice, o para trabajos pesados en la construcción del templo a Júpiter Máximo, del forum, e incluso como sirvientes de señores ricos en las villas que comenzaban a aparecer por todo el valle.

    Pentóvio no se había dejado cautivar por ese esplendor. Prefería mirarlo desde lejos, olerlo sin probarlo, porque lo que los dioses dan, también lo quitan. ¿No era costumbre entre los romanos envenenar a sus familiares? Entre los Galaicos un miembro de la familia era sagrado. Desterrado sería aquel que, por obras o por palabras, ofendiera a uno de los suyos. Pero nunca asesinado como un enemigo.

    Qué civilización traían los invasores, no lo entendía Pentovio, educado en la ley celta, llamada por otros ignorancia y barbarie. Todo cambiaba, los de su pueblo aprendían la lengua extranjera, muchos hacían sacrificios a los dioses paganos y vestían túnica. Cosa ridícula, en verdad, las vestiduras de esos romanos. Se vestían como mujeres y así paseaban en las plazas. Había brácaros que rasgaban sus ropas y, para andar a la moda, se metían en esos pedazos de sábana sin costura. Un balanceo, un paso en falso y quedaban desnudos en medio de la vía. Hombre sin bragas es mujer, o comparte sus atributos.

    A pesar de tener cuarenta años, Pentóvio era aún fuerte. El pelo largo lo sujetaba con una cola de caballo. La larga barba era de un castaño oscuro que solía irritar a los romanos, tal vez debido a reminiscencias de las frustraciones de la época de Aníbal y de Viriato. No entendía por qué los invasores eliminaban todos los días el pelo de las caras. Parecían pollos desplumados. Entre los brácaros, tener barba era signo de madurez y prestigio público. Un niño se hacía adulto cuando el vello de su cara empezaba a salir. Y era toda una vida de cuidados, recortes, hasta la aparición del color blanco de la vejez. Sólo las mujeres se afeitaban, a no ser por el bigote de algunas. Y los romanos eran semejantes a ellas en la palidez.

    Pentóvio salió de los pensamientos sombríos y se puso a buscar la mejor forma de intercambiar las cabras sin pérdidas y con cierto margen de ganancia. No le gustaba bajar a la ciudad. Lo hacía dos veces al mes, cuando en el pueblo faltaban harina y otras cosas. Como no tenía bestia, regresaba cargando el saco colina arriba. Llevaba a su hijo para que lo ayudase a transportar los despojos y aprendiese el manejo.

    Apacentaba treinta cabezas. En la familia eran cinco: Amia, la esposa, dos muchachas y aquel hijo que lo acompañaba. Sus vecinos y hermanos tenían más animales que parientes, con diez y quince hijos. A él los dioses no habían querido darle más. Primero las dos niñas, después el muchacho. Para eso había sacrificado a la diosa Eleana un cordero, y había valido la pena. La mujer se había secado después de eso. Como fuera. Los hijos traían preocupaciones y penas. Le sobraban los tres. Las muchachas necesitaban marido, o cualquier día vendría la desgracia. El hijo de Adaeso, el vecino, estaba detrás de Colena, la mayor. Pero no lo soportaba. ¿Adónde iría el pobretón de su padre a conseguir cinco cabras para la dote? Y a pan y agua no sería una boda feliz. Buen partido era Médamo, el hijo del jefe. Pero a la chica no le gustaba. Lo consideraba demasiado estúpido. Y si se parecía a su padre, no era sensato. En vez de gobernar el campamento y velar por sus derechos ante los romanos, Reburro pasaba los días con la gaita, tocando en la puerta de su casa. Los hijos trabajaban por su cuenta con el rebaño, entre bosques y acantilados. Era sin duda el más rico de Eleanobriga, pero también el menos apto para el cargo que ocupaba. Y nadie podía destituirlo. Los romanos pronto supieron qué era y qué no. En los viejos tiempos, el jefe era el más fuerte y el más capaz, elegido entre los mejores guerreros. Ahora, los romanos lo tomaban de entre los más pacíficos de la aldea. Y sin su autorización no podían escoger otro en caso de que el vigente muriese. Tras la muerte de Péntio, padre de Pentóvio y penúltimo jefe, los romanos optaron por Reburro, incluso ante el desacuerdo del consejo de ancianos. Lo escogieron porque les pareció indolente e inofensivo. El pueblo fue obligado a aceptarlo. Antes uno de los suyos que uno de fuera, pensaron. Y él estaba allí hacia años, tocando la gaita, siempre sonriente y afable, diciendo «ya veremos» a quien reclamaba una decisión administrativa o justicia urgente. Nunca decidía nada, y lo mejor sería que cada cual remediase por sí mismo sus problemas.

    Se limitaba, como jefe, a presidir las bodas, funerales y fiestas religiosas, y porque lo obligaban los ritos. Por voluntad de los dioses, o de los romanos, era jefe y le debían respeto y consideración. Obediencia, solamente a los romanos.

    Pentóvio vivía en una indigencia que avergonzaría a cualquier ciudadano del Imperio. Quien manejaba los bienes de la familia era Amia, la esposa. Había sido hermosa, y todavía se percibían en ciertas líneas del rostro indicios de la anterior belleza que el tiempo curtía con su transcurrir. Era de la tribu de los Ebosocos, habitantes de la zona donde nacía el Catavo. Perteneciendo brácaros y ebosocos al pueblo Galaico, a menudo se celebraban matrimonios entre ambos. La madre de Pentóvio descendía de los Leunos, pueblo del norte de Gallaecia. Su padre y su tío Bórnio, en el tiempo de la resistencia a la incursión romana, gobernaban en lo que era actualmente la provincia Tarraconense. Como recompensa y prueba de amistad, el jefe de los Leunos les había dado a dos de sus hijas, con las cuales se desposarían.

    Después de un verano en el que todos los rebaños sufrieron una fiebre, Pentóvio abandonó su tierra natal y subió al punto donde surgía el Catavo, región más agreste y fría, pero donde la pestilencia no mataba al ganado. Fue acogido por los ebosocos, en aquel tiempo faltos de brazos para apacentar los rebaños, pues los romanos habían tomado como esclavos a los más fuertes y capaces. Después del saqueo habían quedado las mujeres (no todas), los niños y unos pocos de ancianos que resistían todavía el disgusto de ver sus tierras en manos del invasor. Amia, siendo aún una niña, había escapado, escondiéndose entre las escobas. Llegada la bonanza y el conformismo ante la colonización, cada uno intentó vivir, rehaciendo lo perdido. Pentóvio desposó a Amia y regresó a casa con dos pares de cabras. El padre había muerto, el jefe había cambiado, los romanos construían una ciudad.

    Brácara Augusta la llamaron los veteranos de las legiones, recuperando el antiguo nombre de la colina y del pueblo que la habitaba, y añadiendo un atributo en honor del emperador Augusto. Sólo una centuria montaba guardia en la pequeña ciudad. Su fundación se debió a varias razones: como centro de comercio con los puntos estratégicos al norte de Gallaecia y las provincias al sur; el clima ameno y la fertilidad de la tierra; los escasos nativos. Pueblo esencialmente serrano, los Galaicos temían a los valles y las llanuras por su falta de defensas naturales. Preferían las elevaciones y las colinas a los prados. No fue difícil para los romanos recién llegados instalarse en el valle y comenzar a cultivar y a producir. Con un vistazo, se podía ver que la periferia de la ciudad se había vuelto una fértil región de pan, vino, carne y frutos.

    La ciudad crecía dentro de una empalizada de madera en muy mal estado, parte del viejo campamento de los brácaros. No era reparada por decreto del senado, que prohibía cualquier arreglo de murallas o fortificaciones en lugares antes habitados por pueblos indígenas. Era una precaución contra posibles revueltas.

    Padre e hijo penetraron en el primer callejón de la ciudad hacia el mercado. Dos legionarios se esforzaban por salir del aturdimiento del sueño. La curia municipal obligaba, a pesar de la pax augusta, a que una patrulla montara guardia en la ciudad durante la noche, no fuera que Marte intrigara.

    El hijo, llamado Bórnio para homenajear al tío fallecido, había entrado en la adolescencia. Era delgado y alto, de ojos verdosos y astutos como los de su padre, cara trigueña y un largo cabello castaño. Los hábitos agrestes lo habían llevado a cultivar maneras tímidas y cautelosas ante extraños. Se mostraba atento a todo lo que le rodeaba. Caminaba al lado de su progenitor sin hacer preguntas, pues las respuestas no las conocía ni siquiera el padre. Solo miraba e iba registrando las formas, los colores y los olores de la civilización que había venido a someter a sus padres y abuelos. Al ser la primera vez que descendía a la ciudad, miraba maravillado las calles y los edificios, algunos aún en construcción.

    Pentóvio, por el contrario, encontraba todo demasiado sucio y maloliente; rostros amarillos, como enfermos. Para no mojar las alpargatas en los surcos de agua inmunda, caminaba de puntillas y una vez había tenido que saltar sobre un charco maloliente y oscuro. Boilo, al frente, se deleitaba con los charcos y se revolcaba en la basura, a pesar de las amonestaciones de los dueños. En el campamento no había casas como aquellas, con techos de barro cocido y ventanas de madera. Pero no olían tan mal, ni los habitantes parecían tan enfermos, pálidos y tristes. En el campamento había olor a animales. Pestilencia como la de cadáveres no. Y Pentóvio recordó el aroma de la retama florecida y las aulagas secas pisoteadas por el ganado en el redil.

    El mercado estaba repleto de vendedores y clientes. Para abrir la ciudad a los campesinos y pastores de los alrededores, el prefecto Tulio Vicio Marcolino hizo que la curia municipal aprobara la construcción de un amplio espacio cerca del fórum, para desarrollar el comercio y el intercambio entre el pueblo romano y los subyugados, llevando al enriquecimiento de la ciudad como centro de una región vasta y casi salvaje, y amenizando los instintos groseros e indóciles de los nativos.

    Pentóvio recorrió con su hijo los puestos de los mercaderes, para ver si encontraba lo que Amia le había encargado. Allí se reunían Valobligenses, Fidueneas, Madequicenses, Calubrigenses y muchos otros. Incluso podían verse Suevos de las márgenes del río Limia, de cabellos largos, untados con fijador hecho de sebo de cerdo, que hacía que emanaran un olor repulsivo. Traían queso para intercambiar, hecho con leche de vaca, a diferencia del de los Eleanobrigenses, que era de cabra. Pentóvio buscó la sección del ganado. Pensaba vender sus animales por algunos sestercios que le permitieran adquirir harina, aceitunas, sal y pescado salado. Andaba en eso cuando sintió una palmada en la espalda. Se volvió y reconoció a Erbuto, su congénere, que había abandonado Eleanobriga para trabajar en la villa de un señor romano.

    —¡Por la diosa Nabia! —exclamó el otro—. Pentóvio, ¿tú por aquí?

    —Los dioses te bendicen, Erbuto, hijo de Cálabo. Pues bueno es verte en medio de este lío.

    Se dieron la mano en señal de estima, como mandaba la costumbre y la etiqueta cuando dos coterráneos se encontraban. Pero Pentóvio sentía más rencor que alegría. Para él, un hombre que abandonaba su tierra y a su gente para trabajar para los romanos era un traidor. Por prudencia, no dejó que se percibiese esa hostilidad. Puso buena cara al viejo conocido y adoptó un tono aparentemente jovial.

    —¿Qué haces por aquí? ¿Estabas harto de los montes y viniste a distraerte a la civilización? —preguntó Erbuto.

    —¡Oye, oye! — respondió Pentóvio—. Los romanos no tienen nada que yo necesite. Por mí evitaría bajar.

    —¿Entonces qué haces aquí?

    —intercambiar algunos animales.

    —¿Dices que los romanos no tienen nada que necesites y vienes a intercambiar cabras?

    —Las cambio con los de mi pueblo, no con los romanos. Esos hasta de lejos son repelentes y nadie se les puede acercar, con su olor a fosa y áloe.

    —No he notado nada —dijo Erbuto irónicamente.

    —Pues, a ti, que con ellos vives, seguramente el aroma te pasa desapercibido.

    Erbuto se rio y respondió al sarcasmo del montañés:

    —Mejor el olor del áloe que el de la mierda de cabra.

    Pentóvio se mordió la lengua para que no se percibiese la incomodidad que le generaba la provocación del otro y desvió la conversación:

    —Me dijo tu padre Cálabo que ahora trabajas en las propiedades de un romano.

    —¡Oh, sí! — aceptó Erbuto con vanidad, mostrando un aire de superioridad y distinción que lo transformaban en alguien casi ridículo.

    —Se dice —continuó—, que los romanos tratan muy mal a los esclavos.

    —Sí, es verdad. Los esclavos andan casi siempre al ritmo del látigo. Pero yo no soy esclavo. Soy un hombre libre. Como deberías saber, los romanos no tomaron esclavos entre los brácaros. Órdenes del senado, según dicen. Así que nadie puede obligarme a hacer lo que no quiero.

    —Pero si no eres esclavo, ¿en qué te ocupas?

    —Soy el responsable de la villa frutícola.

    —¿Qué cosa?

    —Es el lugar donde se guardan los cereales, las frutas y el vino. Los contenedores.

    —¡Ah!, los contenedores.

    —La villa donde trabajo tiene una gran extensión. Puedo decirte que más de diez esclavos se ocupan de los trabajos frutícolas, y además están los que se ocupan de la casa del romano. Hoy vine al mercado a intercambiar unas bolsas de cebada por un ternero. Mi jefe va a dar una fiesta y parece que vamos a asar el bicho. ¿Qué tal la vida en Eleanóbriga? ¿Nuestro jefe?

    —Tocando la gaita, como siempre.

    —Es un vándalo.

    —Un pobre diablo, eso es lo que es.

    —Un pobre diablo con algo propio. Es verdad: ¿No tiene un hijo de la edad de tu hija mayor? Bien podrías casarlos.

    —Me gustaría. Pero ella no está muy dispuesta.

    —Sería un buen matrimonio. Y si tuvieses un nieto, podría ser el jefe. Esto, por supuesto, si los romanos lo autorizan. El poder volvía a los de tu sangre.

    —El futuro lo conocen solamente los dioses. A este paso, no habrá gente para gobernar. Todos parten, prefiriendo trabajar para los romanos. ¿De qué servirán los jefes entonces?

    —Tienes razón —agregó Erbuto para cortar la conversación, que ya no le gustaba—. Este de aquí es tu hijo, ¿no?

    Se habían olvidado del muchacho que, mientras el diálogo transcurría, miraba asombrado para todos lados. Nunca había visto tanta gente. Ni siquiera en el funeral de la abuela Amínia, esposa del viejo jefe. Los gritos y la algarabía también eran asombrosos.

    —Ha crecido. La última vez que lo vi todavía gateaba. Es casi un hombre. Es una pena, una verdadera pena que dejes que el chico se arruine detrás de los rebaños en esos peñascos.

    —¿Entonces el trabajo te arruina? —preguntó Pentóvio con sorna.

    —No, lo que lo arruina es la vida dura. Se convertirá en un salvaje.

    —¡Oye, oye! Siempre he sido pastor, mi padre fue pastor, su padre también. ¿Por qué mi hijo no debería serlo?

    —Porque los tiempos han cambiado. Los romanos vinieron a cambiarlo todo. Hay demasiados pastores, y lo sabes mejor que yo. ¿Cuánto vale una cabra? ¿Diez sestercios? ¿Once? ¿Y qué compras con eso? Un puñado de aceitunas y poco más.

    —Hablas por Nabia, la que lo sabe todo. Sin embargo, es nuestra vida; Es lo único que sabemos hacer. Además, no me gustaría perder mi libertad trabajando para los orgullosos romanos que nos tratan como animales.

    —Estás siendo más orgulloso que ellos. No son tan malos como se dice en las montañas. No tengo quejas. Me tratan muy bien, como lo que quiero y trabajo lo que puedo. Debemos olvidar lo que les hicieron a nuestros padres. No podemos ignorarlos, fingir que no existen, porque están aquí, en nuestra tierra y son más poderosos que nosotros. Mi jefe me dice a menudo: «¡Gracias a los dioses que César te liberó de la esclavitud de la ignorancia y el aislamiento!»

    –Antes éramos felices; ahora...

    –¡No me digas que no eres feliz con tu familia, tu esposa y tus hijos! Y no sé qué felicidad existía antes, con tribus en eternas guerras, disputas de tierras, pactos rotos por culpa de las mujeres y masacres por una cabra que decidió sobrepasar los límites de un campo. ¡Y todos eran la misma gente! Fueron los romanos quienes pusieron fin a estas miserias.

    —No lo entiendes, porque has olvidado tu origen. Éramos brácaros, del gran pueblo de los Galaicos. Ahora ni siquiera sé quiénes somos. A veces incluso pienso que nuestros dioses nos han abandonado.

    —Hablemos de tu hijo. Quiero proponerte algo: que venga conmigo. Mi jefe necesita un joven para cuidar a los animales de la villa.

    —¿Qué? ¡De ninguna manera!

    —Vamos, Pentóvio, hijo de Péntio, no le hagas daño al muchacho. El futuro está aquí abajo y no allá arriba, en las montañas donde te refugias por miedo al sol.

    —El sol es más claro visto desde las montañas, ya que la niebla del valle no lo oscurece.

    —Pero es en el valle donde más calienta. Deja que el chico intente tener una vida mejor que la de sus padres.

    —No, no puedo. Va en contra de lo que pienso.

    Bórnio, alerta desde que se hablaba de él, se volvió hacia su padre con repentina resolución y le suplicó:

    —¡Déjame ir!

    —Escucha, Pentóvio, el chico tiene muchas ganas de venir. No hay motivo para tener miedo. ¿Qué podría pasar? Será mi protegido, aprenderá cosas útiles y...

    —No, ya dije que no. Necesito que me ayude con el rebaño. Las hermanas no llevarán a los animales a pastar. Y, cuando esté ausente, ¿quién mantendrá a la familia?

    —No diré nada más. Piensa detenidamente en lo que te propuse. Si cambias de opinión, tráeme al chico. Yo hablaré con mi jefe. Que Nabia les sea propicia.

    LIBRO II

    El clima era para el brácaro más sombrío mientras subía que cuando había bajado. La idea lo molestaba como una mosca que se posa en las orejas de un burro. No solamente el peso de la harina lo cansaba; era ese pensamiento imponiéndose sobre él, doblegándolo. El hijo iba un poco más adelante con las alforjas llenas de aceitunas curadas y pescado salado. La idea también lo incomodaba, pero para él una posible aventura. Ni siquiera le prestaba atención al perro que estaba olfateando madrigueras de conejo no muy lejos.

    Pentóvio estaba decepcionado de su hijo. Era como los otros. Huir de las labores, abandonar a los seres queridos, encontrar un trabajo fácil en la ciudad o en las villas de los extranjeros parecía ser la gran aspiración de las nuevas generaciones. El amor por la tierra, los antepasados, la tradición, los familiares, la lengua materna, ¿quién sentía eso? Cualquier día, todos empezarían a hablar latín. Incluso para ir al mercado a intercambiar algunas cabras era necesario saber decir algunas frases y entender muchas otras para no ser engañado. Unos años más y nadie hablaría celta. No, no podía aceptar los deseos de su hijo. Si todo seguía así, el campamento estaría desierto, con ancianos muriendo en los rincones sin nadie que los apoyara y les presentara sus respetos en los funerales. Continuaría pastoreando el rebaño y ya no pensaría en otra cosa.

    Bórnio, al contrario de lo que su padre pudiera imaginar, disfrutaba siendo pastor, amaba su tierra, a su familia y respetaba la tradición. No que quería irse porque fuera un mal hijo o un mal brácaro. El deseo juvenil de ampliar horizontes era el motivo de querer dejarlo todo atrás. ¿Cuántas veces, entre los acantilados vigilando el rebaño y defendiéndolo de algún lobo, se había fijado en el valle que habitaban los romanos y había tenido el repentino deseo de tirar el bastón? Se lo impedía la dedicación a los animales que había visto nacer y crecer, únicos compañeros en esos acantilados por donde nadie más subía. La ciudad al fondo era una tentación más grande que el mar lejano, vislumbrado sólo en el horizonte detrás de las montañas. Le hervía la sangre, tenía que ver cómo vivía la gente en el resto del mundo. Ahora tenía su oportunidad y le contaría a su madre sobre la conversación y la propuesta de Erbuto, hijo de Calabo, empleado de los romanos. Tal vez ella lo entendiera y pudiera convencer a su padre.

    La primera señal del pueblo fue la figura de un guerrero de piedra cuya cabeza habían roto las legiones romanas. Los ancianos decían que representaba al fundador de Eleanobriga, creada en la época en la que los dioses caminaban entre los hombres. Allí se sacrificaban animales tiernos para agradecerles la victoria en las batallas. Un sacerdote, normalmente el jefe de la aldea, decapitaba a las víctimas y rociaba la imagen con sangre. El pueblo cantaba canciones a Bandua, dios de la guerra, y así fortalecía su voluntad para que el combate que estaba por venir tuviese un resultado favorable. Derrotado en los últimos ataques, el pueblo había perdido su libertad y el derecho a la tierra y el guerrero, decapitado, había perdido su sangre. Líquenes de color verde oscuro brotaban de los intersticios de la piedra, como manchas de corrosión en un guerrero sin rostro.

    Un grupo de niños vino a darles la bienvenida a la entrada del campamento y Bórnio, siguiendo las órdenes de su padre, dio dos aceitunas a cada uno, negras y carnosas. Mejor que los dulces, que en aquella época se elaboraban con miel y sólo se probaban en grandes fiestas. Boilo, el perro, saltaba alrededor del banquete improvisado. Celsídia, la hija menor de Adaeso, se aferró al brazo de Bórnio pidiéndole otra aceituna, mientras los amiguitos huían a toda prisa reconfortados.

    Bórnio se lo dio y le recomendó que no se la dejara ver a los demás. Ella, imitando con seriedad a los mayores, prometió no mostrarla ni decírselo a nadie. Morena y con la nariz sucia, era la camarada más cercana del chico. Él le contaba historias locas que luego ella repetía en casa o en el grupo de juegos, como la leyenda del dios Somastoreico.

    Los viejos decían que Somastoreico se había transformado en paloma para vigilar los campos y las moradas de los hombres. Cuando los demonios se acercaban, reencarnaba en su fuerte cuerpo de dios y los destruía, por lo que los símbolos de Somastoreico eran una paloma y un cuchillo. Bórnio, sin embargo, añadía una serie de detalles creados por él. Decía que el dios se había enamorado de una mujer muy hermosa. Quería tomarla para sí, pero Rebruspro, dios de la muerte, la mató con un cuchillo, porque era egoísta, la quería para sí mismo y no deseaba ver a otros felices. Somastorico lloró mucho sobre su cuerpo. Las lágrimas, al caer sobre las heridas, la revivieron transformada en paloma. Y desde entonces la tenía siempre a su lado, posada en su hombro, mientras que el cuchillo con el que Rebruspro la había matado, lo llevaba en el cinturón

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