Estrella Oscura - Alan Furst
Estrella Oscura - Alan Furst
Estrella Oscura - Alan Furst
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Alan Furst
Estrella oscura
ePub r1.0
Titivillus 20.07.2019
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Título original: Dark Star
Alan Furst, 1991
Traducción: José Luis Fernández Villanueva
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Puede que usted no esté interesado en la guerra, pero la guerra
está interesada en usted.
LEV BRONSHTEIN, conocido como
LEÓN TROTSKI.
Junio de 1919
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SILENCIO EN PRAGA
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Al final del otoño de 1937, bajo la persistente lluvia que llega con el alba
al mar del Norte en esa época del año, el Nicaea, un carguero sin itinerario
fijo, se disponía a echar anclas frente a la ciudad belga de Ostende. A lo lejos,
un remolcador de amarre avanzaba con lentitud entre el oleaje del puerto; el
ritmo de su motor se percibía por encima del agua, sus ambarinas luces como
destellos gemelos en la oscuridad.
El Nicaea, de 6320 toneladas, matriculado en Malta, había pasado sus
primeros treinta años como vapor de cabotaje en el Mediterráneo oriental.
Transportaba todo tipo de carga imaginable, de Latakia a Famagusta, vuelta a
Iskenderun, luego bajaba a Beirut, después ponía rumbo norte, hasta Esmirna,
y, más tarde, hacia el sur, hasta Sidón y Jaiffa. Treinta años de veranos
ardientes e inviernos lluviosos, dedicados por igual al comercio y al
contrabando, habían enriquecido alguna vez, pero casi siempre arruinado, a
los grupos de propietarios que se fueron sucediendo, mientras la sal, la
herrumbre y una larga serie de maquinistas, más entusiastas que capacitados,
arruinaban el barco. En sus últimos años había sido arrendado al Exportkhleb,
el organismo de la Unión Soviética para el comercio de granos, y chirriaba y
gemía quejumbroso por hallarse anclado en semejantes mares, tan fríos y tan
alejados.
Con la línea de flotación hundida en el agua, llevaba sin la menor gracia
su carga, sobre todo trigo de Anatolia con destino al puerto de Odesa, ciudad
en el mar Negro que no había visto la importación de granos durante más de
un siglo. También transportaba varias partidas pequeñas: linaza cargada en
Estambul, higos secos de Limassol, un bidón de acero lleno de amonal —un
explosivo de minas compuesto de TNT y aluminio en polvo— destinado a
una célula de sabotaje en Hamburgo, un cofre metálico con copias
heliográficas de los planos de un torpedo submarino italiano, hábilmente
sacadas de un centro de investigación naval en Brindisi, y dos pasajeros: un
destacado funcionario del Comintern, que usaba un pasaporte holandés con el
alias de Van Doorn, y un corresponsal en el extranjero del periódico Pravda
que viajaba con su auténtico nombre, André Szara.
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Szara, las manos hundidas en los bolsillos y el cabello revuelto por el
fuerte viento procedente de la costa, permanecía al resguardo en un pasillo,
mientras maldecía en silencio al capitán belga del remolcador que, al pausado
ritmo del motor de su barco, se tomaba su tiempo para atender al Nicaea.
Szara conocía a los portuarios de esa parte del Mundo; estólidos y reflexivos
fumadores de pipa, nunca alejados de la cafetera y del periódico.
Imperturbables ante una crisis, se pasaban el resto de sus días haciendo
esperar al mundo a su capricho. Szara adaptó el peso de su cuerpo al balanceo
del barco, se volvió de espaldas al viento y encendió un cigarrillo.
Había embarcado diecinueve días antes, en puerto de El Pireo. Le habían
asignado seguir la historia de la lucha de los portuarios belgas. Ése fue un
encargo; pero tenía otro. Mataba el tiempo en una taberna de los muelles,
mientras ayudaban a atracar al Nicaea, cuando el Hombre Más Anodino del
Mundo se le acercó. «¿De dónde los sacan?», se preguntó. Rusia marca a su
gente: deforma a casi todos, a algunos los hace exquisitos, por lo menos
tienen una luz que brilla en el fondo de los ojos. Pero en éste, no. Su madre
era agua, su padre, una pared.
—Un pequeño favor —le dijo el hombre más anodino del mundo—.
Tendrá un compañero de pasaje; viaja por un asunto del Comintern. Quizás
averigüe usted dónde se hospeda en Ostende.
—Si me es posible —le había contestado Szara.
En realidad la palabra si no podía ser empleada entre ellos, pero Szara
hizo como si no lo supiera, a lo mejor el agente del NKVD —o del GRU o de
lo que fuera— le hacía la merced de concederle su derecho a decidir en el
asunto. Szara, después de todo, era un corresponsal importante.
—Sí. Si le es posible —le había dicho. Luego, añadió—: Déjenos una
pequeña nota en la recepción del hotel. Para Monsieur Brun.
Szara deletreó el nombre para asegurarse haberlo entendido bien. Ya tenía
bastante para empezar el día.
—Sólo eso —dijo el hombre.
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sal, azúcar, un pastel de nata, lluvia en un bosque de pinos, el perfume de una
mujer… Pensó que había estado demasiado tiempo en el mar. Con ironía se
dio cuenta del sabor teatral de la frase y sonrió en su interior. La mélancolie
des paquebots, eso lo expresaba mejor. Había recordado la frase de Flaubert y
lo justo de su significado; todo estaba en esas cuatro palabras: la estrecha
cabina con el vaivén de la bombilla colgando del cable, el olor a algas de los
puertos, las lluvias sesgadas, la columna de humo negro de una chimenea en
el horizonte.
La campana del barco sonó una vez. Las cuatro treinta. Las ambarinas
luces del remolcador brillaron con más intensidad.
El hombre del Comintern conocido como Van Doorn salió de su
camarote; llevaba una cartera de cuero y se acercó a la barandilla junto a
Szara. Se había envuelto en ropa, como un niño vestido para un día de
invierno: una bufanda de lana apretada alrededor del cuello, la gorra bien
encasquetada en la cabeza y el abrigo abotonado hasta arriba.
—Una hora, y estaremos bajando por la pasarela. ¿Qué te parece, André
Aronovich?
Van Doorn mostraba, como siempre, su retorcida preferencia por «el
famoso periodista Szara».
—Estoy de acuerdo, si el funcionario del puerto no pone pegas —repuso
Szara.
—No las pondrá. Es nasch.
Con esa palabra quería decir nuestro, nos pertenece, y su tono sugería a
Szara su gran suerte de tener a tipos con el puño de hierro, como Van Doorn,
que cuidaran de él en «el mundo real».
—Bien, siendo así… —dijo Szara, mientras reconocía la superior fuerza
del otro.
Ocurría que Szara sabía quién era Van Doorn; uno de sus amigos en el
Departamento Extranjero del NKVD se lo había señalado con desprecio en
cierta ocasión durante una fiesta en Moscú. Los amigos de Szara en el NKVD
eran, como él mismo, judíos o polacos, lituanos, ucranianos, alemanes, de
todas las clases, intelectuales típicos que se habían rusificado. Formaban su
jvost, algo entre banda y pandilla. Van Doorn, cuyo nombre real era Grigory
Jelidze, pertenecía a otro entorno: georgianos, armenios, griegos y turcos
rusificados; un jvost, con raíces en el rincón sudoriental del imperio,
acaudillado por Beria, Dekanozov y Alexei Agayan. Era un grupo más
pequeño que el formado por polacos y ucranianos, pero quizá con idéntico
poder. Stalin procedía de él; sabían lo que le gustaba y cómo pensaba.
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Desde la silueta del remolcador —una forma elevada contra el resplandor
de la ciudad velada por la lluvia— los destellos de una señal luminosa
empezaron a funcionar. Aquello avanzaba. Jelidze se frotó las manos para
calentárselas.
—Ya no falta mucho —dijo alegre. Dirigió una sonrisita lujuriosa a Szara;
dentro de muy poco tiempo iba a encontrarse con su «perfecto bollito de
carne».
«Vaya con el bollito», pensó Szara. Sin ella, nunca hubiera podido llevar a
cabo su pequeño favor. A pesar de que el aspecto de Jelidze no era nada
atractivo —grueso a los cuarenta años, con su cabello castaño claro, cepillado
y engomado, las manos pequeñas y gordezuelas jugueteando siempre con
unas gafas de montura de plata de las que se sentía muy orgulloso—, él estaba
convencido de que atraía a las mujeres.
—Te envidio, André Aronovich —le dijo una noche que se hallaban solos
en el cuarto de oficiales, después de la cena__.
Te mueves en círculos elevados. En lo que se refiere a mi trabajo, bueno,
a lo mejor que puedo aspirar es a la frau de algún tendero alemán, una Inga
gorda, de manos rojizas, y luego, lo más probable, es que uno se gane una
patata extra y un beso robado en la cocina. ¡Ah, pero un hombre de tu
posición…! Para ti son las hijas de los profesores y las esposas de los
abogados; esas perras delgaduchas y calientes que no pueden dejar solo a un
periodista. ¿No es así?
Szara había llevado vodka a la fiesta, y también brandy. El inmenso y
verde océano se movía debajo de ellos, las máquinas del Nicaea gruñían con
un ruido sordo. Jelidze apoyó los codos sobre el desteñido mantel grasiento y
se inclinó hacia delante, a la espera, como el hombre que no desea perderse
detalle.
Szara se sintió halagado. Su talento, encendido por el alcohol, ardía y
flameaba.
—Una cierta señora en… Budapest. Pendientes de oro, como una gitana.
Pero no era gitana, sino una aristócrata, vestida con lana inglesa; llevaba un
pañuelo de seda color nube anudado al cuello. El cabello, rojo oscuro como el
otoño; los pómulos, magiares, y los dedos, largos y delicados.
Szara, que era un buen narrador, se tomó su tiempo. Buscó un nombre y
se le ocurrió el de Magda; era un nombre corriente, pero no acudió ningún
otro a su mente.
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—Se llamaba Magda. El marido era un patán ignorante, nas kulturny, un
hombre sin cultura, exportador de lana. Así que tuve a su esposa. (¿Dónde?,
¿en los establos, sobre la paja? No). En el apartamento, un cinq-à-sept affaire
a la luz de la lámpara. El marido se había marchado a… cazar el jabalí.
Szara miró el brandy de la botella que tenían sobre la mesa.
—Igual que baja el nivel de esta botella, así bajaron sus bragas. Y allí
estaba el más delicado y pequeño triángulo, también pelirrojo oscuro, como el
otoño. Y finas venas azules bajo su piel de leche. Destrozamos el diván de
seda verde.
Las orejas de Jelidze estaban de un rojo escarlata. Más tarde, Szara cayó
en la cuenta de que le había descrito sus fantasías con una secretaria particular
con la que se había tropezado algunas veces en el Ministerio de Correos y
Telégrafos yugoslavo.
Jelidze estaba borracho. Limpió sus gafas con un pañuelo; tenía los ojos
acuosos y la mirada perdida.
—Sí, bueno, me lo imagino. Todo es cuestión de gustos en esta vida,
¿verdad? En Ostende, y te lo digo en confianza, tengo «un perfecto bollito de
carne»; vive en el hotel «Groenendaal», en la calle del mismo nombre. Una
monada de gordita. La visten de veinticinco alfileres, como a una niña, con su
reverencia y su vestido de gala de satén blanco. Dios mío, André Aronovich,
¡qué ridículos que somos! Con lo grande que es esta pequeña actriz cuando
pone mala cara, se enfurruña y sacude los rizos del cabello, mientras gimotea
por pastelitos y leche. Pero no puede tenerlos. No, ¡en absoluto, no! Porque…
bien, primero hay algo que debe hacerme. «Oh, no», se lamenta ella. «Oh, sí»,
le digo yo.
Jelidze volvió a sentarse en la silla, se puso las gafas y suspiró.
—Una maravilla. Chuparía diez años de la vida de un hombre.
Cuando fue la hora de irse a la cama cantando, en tanto se ayudaban
mutuamente para mantenerse derechos por el pasillo que se balanceaba con el
movimiento del barco, la oscura superficie del mar comenzaba a volverse gris
a la luz del amanecer.
El hotel de Szara en Ostende era todo flores: pesadas rosas, como coles
sobre un campo sombrío en el empapelado de las paredes; una selva de vides
y geranios en la cubrecama, y en el jardín al que daba su ventana, ásteres
helados y claveles marchitos. Por si había alguna duda, el lugar respondía al
nombre de hotel «Blommen[1]». Ignora esta estrella, nórdica, luz flamenca,
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aquí tenemos flores. Szara permaneció de pie junto a la ventana y escuchó las
sirenas del puerto y el ruido de las hojas muertas arrastradas por el viento en
el desierto jardín. Dobló la nota y afirmó el pliegue con los dedos pulgar e
índice: «M. Van Doorn visitará el hotel “Groenendaal”». La metió en un
sobre, pasó la lengua por el engomado de la solapa y lo cerró, después
escribió delante «M. Brun». No sabía a qué venía aquello, por qué se pedía a
un periodista que informara sobre un agente del Comintern. Pero había una
razón, una única razón que, en definitiva, explicaba cualquier cosa que
quisiera explicarse: la estremecedora purga se había interrumpido en 1936;
ahora empezaba otra. La primera había afectado a los políticos, a la oposición
de Stalin y a más de un periodista. Ésta, se decía, iba dirigida contra los
mismos servicios de espionaje. Szara, que empezó en 1934, había aprendido a
vivir con ella; ponía cuidado en lo que escribía, lo que decía, y a quien veía.
Incluso en lo que pensaba. Incluso, se decía una y otra vez, como si necesitase
repetírselo. Bajó la nota a recepción y se la entregó al viejo que estaba detrás
del mostrador.
La llamada a la puerta fue discreta, dos golpes con los nudillos. Szara se
había quedado dormido sobre la colcha, todavía con la camisa y los
pantalones puestos. Se incorporó y se despegó la húmeda camisa de la
espalda. Afuera de la ventana, el amanecer era gris y la niebla colgaba de las
ramas de los árboles. Miró su reloj, poco más de las seis. La discreta llamada
sonó por segunda vez, y Szara sintió que el corazón se le aceleraba. Una
llamada a la puerta significaba demasiadas cosas; ya nadie lo hacía en Moscú,
primero telefoneaban.
—Sí, un momento.
En su interior una voz queda y urgente: Sal por la ventana. Respiró
hondo. Ya de pie titubeó y abrió la puerta. Era el viejo de recepción, con el
café y un periódico. ¿Había encargado él que lo despertaran? No.
—Buenos días, buenos días —saludó el viejo con acritud. No hacía buen
día, pero había que desearlo—. Su amigo ha sido tan amable que le ha traído
el periódico —añadió, mientras lo dejaba a los pies de la cama.
Szara buscó dinero suelto en los bolsillos y le dio unas pocas monedas.
Dracmas, pensó. Había comprado francos belgas en Atenas; ¿dónde estaban?
Pero el viejo pareció bastante satisfecho, dijo gracias y se fue. El café estaba
más frío de lo que Szara hubiera deseado, la leche hervida era un poco agria,
pero lo agradeció. La primera página del periódico estaba dedicada a las
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revueltas antijudías que habían estallado en Danzig, con una fotografía de
vociferantes nazis con camisas negras[2]. En España, el gobierno de la
República, presionado por las columnas de Franco, había huido desde
Valencia a Barcelona. En la página 6, las desgracias del equipo de fútbol de
Ostende. Escrito a pluma, en el margen, con fina caligrafía, aparecían unas
detalladas instrucciones para una cita al mediodía. El «pequeño favor» había
empezado a crecer.
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tiempo. Luego, más adelante, vendría el afecto o el desagrado, pero intensos
ambos; una reacción fuerte en cualquier sentido que se produjera.
La niñera, poco atractiva y cofia almidonada, con el gesto mecánico de su
mano meciendo el cochecito donde dormía el niño de otra mujer, no ofrecía
duda alguna. Sólo tenía que ir a salvarla de su aburrimiento, de su
servidumbre, de aquellas manos estropeadas, y ella haría cuanto fuera
necesario. Bajo su ancha frente, los ojos de la niñera eran francos: No temas.
Puedo arreglar cualquier cosa.
Justo antes de las diez treinta, Szara se levantó, se alisó el impermeable a
lo largo del cuerpo y comenzó a alejarse. Miró de soslayo hacia atrás y no le
resultó difícil leer la expresión de ella: ¿Entonces, no? Hombre estúpido.
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«Le Terminus», el término, el fin del itinerario. ¿Se trataba de una elección
irónica? ¿Tan listos eran? Quizá, después de todo, Pavlov no era el espíritu
que guiaba el día; tal vez ese honor debiera corresponder a Chejov o a Gorki.
Buscó una parada de tranvías o una estación de ferrocarril, pero no encontró
nada que lo pareciera.
De súbito, le entró la prisa. Fuera lo que fuese, quería acabar lo antes
posible.
El interior de la cervecería era enorme y reinaba el silencio. Szara
permaneció quieto en la entrada mientras la puerta oscilaba tras él, hacia atrás
y hacia delante hasta quedar en reposo. Detrás de la barra de cinc, un hombre
con camisa y manguitos blancos, vuelto de espaldas, removía un café con
indolencia; unos pocos parroquianos permanecían sentados en silencio ante su
jarra de cerveza y uno o dos comían. Szara se sintió embargado por la
intuición, una sensación de perplejidad, una convicción de que esa naturaleza
muerta de una cervecería en Ostende era la imagen congelada de lo que fue
una vez, y que ahora se había desvanecido para siempre: paredes ámbar;
mesas de mármol; un ventilador de madera, que giraba con lentitud colgado
del techo, ennegrecido por el humo; un hombre rubicundo, con un bigote en
forma de manillar, que hacía ruido al ojear el periódico; el roce de una silla en
el suelo de baldosas, el grito de una gaviota que sobrevolaba la plaza, el
sonido de la sirena de un barco llegado desde el puerto…
Había un viejo barómetro en una pared, y, debajo, una mujer sentada.
Llevaba un impermeable, con cinturón y presillas abotonadas en los hombros.
Lo miró y luego volvió la atención a su comida, un plato de anguilas y
pommes frites; Szara pudo oler la grasa de caballo que los belgas usan para
freír. Había una bufanda roja enrollada en la parte superior del respaldo de
una silla adyacente. El barómetro y la bufanda eran las señales de
reconocimiento en el margen del periódico.
La mujer podía estar al final de la treintena. Sus manos eran fuertes; sus
largos dedos movían con gracia el cuchillo y el tenedor mientras comía.
Llevaba el cabello, castaño, corto y pegado a la cabeza, una o dos hebras
canosas reflejaban la luz cuando se movía. La piel de su rostro era pálida, con
un ligero rubor en los pómulos, de delicada complexión, atezados por la brisa
marina. Una aristócrata, pensó él. Érase una vez… Parecía como si quisiera
ocultar su finura y elegancia, ocultar su atractivo, y casi lo conseguía. «Rusa
no es —pensó Szara—. Alemana quizás, o checa».
Cuando se sentó frente a ella, vio que tenía los ojos grises y severos, con
enrojecidas ojeras a causa del cansancio. Intercambiaron los saludos sin
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sentido de la parol, santo y seña de la confirmación, y ella bajó el borde de la
bolsa que él llevaba para comprobar que había una naranja dentro.
No es absurdo todo esto, quiero decir, naranjas y una bufanda roja y…
Pero fueron palabras que nunca llegó a pronunciar. Justo cuando se inclinaba
hacia delante, para tocarla, para decirle que eran la clase de personas que
podían saltarse el sinsentido que un mundo estúpido quería imponerles, ella lo
detuvo con una mirada. E hizo que se atragantara.
—Llámame Renate Braun.
Llámame. ¿Qué significaba eso? ¿Un alias o sólo una manera formal de
hablar?
—Sé quién eres —añadió ella.
La frase y eso es suficiente no la dijo, pero estaba implícita.
A Szara le gustaban las mujeres y ellas lo sabían. Todo lo que quería
hacer, una vez desaparecida la tensión, era charlar, quizás hacerla reír. Sólo
eran dos personas, un hombre y una mujer, pero ella no se mostraba dispuesta
a seguir el juego. Sea esto lo que sea pensó él, no se trata de un secuestro.
Muy bien, entonces es una continuación de los asuntos que debía hacer de vez
en cuando para el NKVD. Todos los periodistas, todos los ciudadanos que
estaban fuera de la Unión Soviética, tenían que hacerlo. Pero ¿por qué
convertirlo en un funeral? Se encogió de hombros para sus adentros. Debe de
ser alemana, pensó. O suiza o austríaca, de uno de esos países donde la
posición, la situación en la vida, excluyen la informalidad.
La mujer dejó unos pocos francos en la bandeja del camarero, recuperó la
bufanda y salieron juntos al cielo duro y brillante, al viento que entumecía.
Había ahora un pequeño sedán «Simca» estacionado delante de la cervecería.
Szara estaba seguro de que no se encontraba allí cuando él llegó a la plaza. La
mujer le indicó que se sentara al lado del conductor y ella lo hizo detrás. Si
fuera a dispararle en la nuca, sus palabras agonizantes serían ¿Para qué te has
molestado tanto? Por desgracia, ese tipo de heridas no permiten decir últimas
palabras, y Szara, que había estado en el campo de batalla durante la guerra
civil que siguió a la revolución rusa, lo sabía. Todo lo más ¿por qué - za
chto?, ¿para qué? Pero todo el mundo, todas las víctimas de la purga, decían
lo mismo.
El conductor puso el motor en marcha y se alejaron de la plaza.
—Heshel —preguntó la mujer detrás de él—, ¿hizo…?
—Sí, señora.
Szara estudió al hombre mientras rodaban por las calles empedradas.
Conocía el tipo; se lo podía encontrar en las callejas fangosas de cualquier
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gueto de Polonia o de Rusia: cuerpo de gnomo, no mucho más de metro y
medio de alto, labios gruesos, nariz prominente y pequeños ojos vivos. Se
cubría con una gorra de lana de obrero, con una breve visera que inclinaba
sobre una ceja, y llevaba levantada la solapa de su vieja chaqueta. No parecía
tener edad, y su semblante, frío y humorístico a un tiempo, lo entendía Szara
perfectamente. Era el rostro del superviviente, sin importar el significado de
la supervivencia en aquel día: invisibilidad, astucia, degradación, brutalidad,
cualquier cosa.
Siguieron durante quince minutos, luego se detuvieron en una calle
tortuosa, donde estrechos hoteles se apiñaban unos junto a otros, y mujeres
con medias de malla, fumaban perezosamente en las puertas.
Renate Braun salió del coche mientras que Heshel permanecía dentro.
—Ven conmigo —dijo ella.
Szara la siguió al interior del hotel. No se veía empleado alguno. El
vestíbulo aparecía desierto, a excepción de un marinero belga sentado en la
escalera, con la cabeza entre las manos, y la gorra en la rodilla.
La escalera era empinada y estrecha, con peldaños de madera quemados
por los cigarrillos. Anduvieron por un largo pasillo hasta detenerse delante de
una puerta sobre la cual habían escrito el número 26 a lápiz. Szara advirtió
una marca diminuta de tiza azul a la altura de los ojos, en el marco de la
puerta. La mujer abrió el bolso, que llevaba colgado del hombro, para sacar
un manojo de llaves. A Szara le pareció ver el dibujo en forma de rejilla de la
empuñadura de una pistola automática cuando ella alzó el bolso para cerrarlo.
Las llaves eran maestras, con vástagos largos para poder hacer palanca si los
dientes no encajan.
Abrió la cerradura y empujó la puerta. El aire olía a fruta podrida
mezclado con amoníaco. Jelidze los miraba desde la cama, la espalda apoyada
contra el cabezal y los pantalones y los calzoncillos enrollados alrededor de
las rodillas. Tenía el rostro salpicado de manchas amarillas y en la boca se le
había congelado un bostezo lujurioso. Herida bajo las sábanas se observaba
una masa, grande y abultada. Una pierna cerúlea quedaba al descubierto; su
pie, rígido como si fuese a bailar de puntas, tenía las uñas pintadas de rosa.
Szara pudo oír el zumbido de una mosca contra los cristales de la ventana y el
sonido del timbre de una bicicleta en la calle.
—¿Confirmas que es éste el hombre del barco? —preguntó ella.
—Sí.
Era, lo sabía, una muerte del NKVD, una muerte con la firma del NKVD.
Las manchas amarillas las había dejado el ácido hidrociánico aplicado con un
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pulverizador, un método que se sabía empleaban los agentes soviéticos.
La mujer abrió el bolso, metió las llaves en él y sacó un pañuelo de
algodón perfumado con colonia. Se tapó la nariz y la boca, levantó una
esquina de la sábana y miró debajo. Szara pudo ver el rizado cabello rubio y
un trozo de cinta.
La mujer dejó caer la sábana y se frotó la mano contra el costado del
impermeable. Luego retiró el pañuelo de su rostro y se puso a registrar los
bolsillos del pantalón de Jelidze, cuyo contenido fue amontonando a los pies
de la cama: monedas, arrugados billetes de Banco de distintos países, el tubo
de un medicamento vacío, el suave paño con que acostumbraba a limpiarse
las gafas y un pasaporte holandés.
Después registró el abrigo y la chaqueta, que estaban cuidadosamente
colgados en un armario desvencijado, en ellos encontró un lápiz y una agenda
pequeña y los añadió al montón. Cogió el lápiz y hurgó con él entre las cosas
que había sobre la cama. Suspiró con impaciencia y empezó a rebuscar en su
bolso hasta que encontró una hoja de afeitar con cintas adhesivas en ambos
bordes. Despegó una de ellas y se puso a trabajar en la chaqueta y el abrigo:
cortó y abrió las costuras, sacó el relleno de las hombreras. El resultado fue
un pasaporte soviético que se guardó en el bolso. Sacudió el pantalón, cogió
uno de los dobladillos, y puso metódicamente esa pernera a un lado. Cuando
dejaba el segundo dobladillo, apareció un papel doblado en cuatro. Lo
desplegó y luego se lo entregó a Szara.
—¿Qué es esto, por favor?
—La impresión es checa. Un formulario de alguna clase.
—¿Sí?
Szara estudió el papel por un momento.
—Creo que es un resguardo de equipaje, de una compañía de transportes.
No, de la estación de ferrocarril. De Praga.
Ella miró con gran atención a su alrededor, luego se dirigió hacia el
pequeño y amarillento lavabo que había en un rincón y empezó a lavarse las
manos.
—Te encargarás de recoger el paquete —le dijo mientras se secaba las
manos con su pañuelo—. Es para ti.
Abandonaron juntos la habitación. La mujer no se molestó en cerrar con
llave. Una vez en el vestíbulo se volvió hacia él.
—Por supuesto, saldrás de Ostende, de inmediato. Szara hizo un gesto de
asentimiento.
—Se agradece mucho tu trabajo —añadió ella.
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Siguió a la mujer fuera del hotel y vio cómo entraba en el «Simca». Szara
cruzó la estrecha calle y se volvió para mirar. Heshel lo observaba por la
ventanilla del coche, y esbozó una leve sonrisa cuando sus ojos se
encontraron. Éste es el mundo, decía la sonrisa, y en él estamos.
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como hacer preguntas, ni siquiera mostrar un mínimo de pesar respetuoso, le
estaba permitida por teléfono.
—Y la gente no ha hecho más que preguntar por ti —añadió Nezhenko.
Eso también estaba en clave, quería decir que el apparat lo buscaba.
Szara tuvo la sensación de que caminaba hacia un muro. ¿Por qué lo
buscaban? Sabían muy bien dónde se encontraba, y lo que hacía. El hombre
más anodino del mundo no había sido un espejismo, y Renate Braun y su
ayudante eran aún más reales.
—Todo es un malentendido —dijo después de un momento—. La mano
derecha no debe saber lo que hace la mano izquierda…
—Sin duda —corroboró Nezhenko. Szara pudo oír cómo encendía un
cigarrillo.
—Quiero bajar hasta Praga cuando acabe el artículo de los trabajadores
portuarios. Está la reacción contra el Pacto Anticomintern, las opiniones sobre
los Sudetes… un montón de cosas. ¿Qué te parece?
—¿Qué me parece?
—Sí.
—Haz lo que quieras, André Aronovich. Tú siempre haces lo que se te
antoja.
—Mañana acabaré lo de los portuarios.
Nezhenko cortó la comunicación.
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entonces, la gran ventaja del papel consistía en lo fácil que resultaba
quemarlo.
Y éstos eran, tenían que ser, incendios privados. El mundo no quería saber
de tu alma, te tomaba por lo que tú decías que eras. Los trabajadores, en la
oscura y pequeña sala alquilada cerca de los muelles de Amberes, quedaron
impresionados porque alguien se hubiera molestado en llegar hasta allí para
preguntarles cómo se sentían. «Stalin es nuestra gran esperanza», había dicho
uno, y Szara hizo que su voz llegara a todo el mundo.
Volvió a sentarse en otra habitación de hotel, mientras la niebla del
Atlántico invadía las calles, y escribió sobre aquellos hombres en medio del
brutal drama que se desarrollaba en Europa. Describió la fuerza que había en
sus redondos hombros y en sus luchadoras manos, la silenciosa manera de
ayudarse entre ellos, la granítica decadencia que mostraban. Y en cuanto a las
esposas y los hijos que dependían de ellos, hubieran luchado en España —de
hecho, algunos jóvenes habían acudido allí—, hubieran luchado en los
suburbios obreros de Berlín, iban a luchar, familiares o no, desde detrás de las
grúas y tinglados de sus propios muelles. Era verdad, y Szara encontró la
manera de que pareciera verdad en la hoja de papel.
Stalin era la gran esperanza. Y si el bostezo del rostro manchado de
amarillo de Jelidze la desmentía, eso era asunto privado de Szara. Y si el
«pequeño favor» era ahora un gran favor, eso, también, era asunto privado de
Szara. Y si todo aquello hacía que le costara tanto redactar, escribir una
historia como si comiera arena, ¿a quién iba a echarle la culpa? Siempre
podría negarse a hacerlo, y atenerse a las consecuencias. El refrán ruso tenía
toda la razón: ¿no decías que eras una seta?; entonces métete en el cesto.
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Volvió por allí al anochecer, recogió el billete, y cobró su sueldo y la
cuenta de gastos. Al día siguiente se fue temprano a la estación de Austerlitz,
por si ellos querían ir allí a decirle algo. En realidad, no era que temiese ser
secuestrado, sólo que se encontraba más a gusto en un espacio abierto y
público, rodeado de la multitud. Para matar el tiempo, tomó un café en el bar
de la estación, contempló distraído el triste cielo de París a través del techo
acristalado montado sobre el enorme enrejado de hierro, leyó Le Temps, se
vio citado en el diario comunista L’Humanité —como ha señalado el
corresponsal de Pravda, André Szara, las relaciones bilaterales entre Francia
y la Unión Soviética mejorarán sólo cuando la cuestión checoslovaca se
haya…— siguió con la mirada el majestuoso paso de las apetitosas francesas,
los tacones repiqueteando sobre el cemento, el gesto resuelto, inspirado en
apariencia por un grave sentido de la responsabilidad.
Allí estaba, a disposición de ellos, pero no hubo contacto alguno. Cuando
se anunció su tren y la locomotora barrió el andén con una nube de vapor
blanco, él subió a bordo y se encontró solo en un compartimiento de primera
clase. Pravda no pagaba compartimentos individuales, sólo el apparat lo
hacía. Era evidente que habían preparado algo. Quizás en Nancy, pensó.
Se equivocó. Se pasó la tarde mirando a través de la lluvia las onduladas
colinas del este de Francia y viendo pasar los nombres de los campos de
batalla de las estaciones. En el control de la frontera de Estrasburgo, justo al
otro lado del Rin, tres funcionarios alemanes, dos soldados y un civil,
protegidos con impermeables de caucho negro, mojados por la lluvia,
entraron en su compartimiento. Tenían la mirada fría y cortés y su pasaporte
soviético no los impresionó. Le hicieron una o dos preguntas, como si
quisieran oír su voz. El alemán de Szara era el de alguien que ha hablado
yiddish en su niñez y el civil, un polizonte, hizo notar que sabía que Szara era
judío, judío polaco, judío bolchevique soviético, de origen polaco. Sin
quitarse los guantes negros registró con gran eficiencia el maletín de viaje de
Szara; después examinó la documentación de Prensa y el pasaporte. Cuando
hubo terminado estampó en el pasaporte el sello de un gruesa esvástica
encerrada en un círculo y se lo devolvió con gesto educado. Sus miradas se
cruzaron sólo un momento: lo que había pendiente entre ellos lo dejaban para
el futuro, en eso estaban de acuerdo.
Pero Szara viajaba demasiado para tomarse a pecho la hostilidad de la
Policía fronteriza; por ello cuando el tren aumentó la velocidad a la salida de
la estación de Stuttgart, se dejó llevar por el ritmo del traqueteo del tren y el
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denso crepúsculo de Alemania; fábricas humeantes en el horizonte, campos
abandonados a la helada de noviembre.
Por décima vez en el día se palpó el resguardo del equipaje en el bolsillo
interior de la chaqueta; podría echarle una mirada más, pero el ruido del tren
subió repentinamente de tono cuando se abrió la puerta del compartimento.
A primera vista, un hombre de negocios corriente, de la Europa Central,
abrigo oscuro y sombrero de ala flexible, con una cartera de hebillas, de las
que se llevan bajo el brazo. Después, el reconocimiento. Era un hombre que le
había sido presentado brevemente, quizás el año anterior, en alguna recepción
en Moscú que él no podía recordar. Su nombre, Bloch, teniente general
Bloch, del GRU, el Servicio de Inteligencia militar, y recientemente, según
los rumores, rezident ilegal —clandestino— de las redes del GRU y el NKVD
que operaban en Tarragona. Por tanto, un miembro muy destacado del cuadro
soviético en la Guerra Civil española.
Szara se puso en guardia de inmediato; los poderosos de Moscú temían a
aquel hombre. No daban una razón concreta para ello. Los que conocían los
detalles no explicaban nada, pero evitaban pronunciar su nombre cuando se
referían a él, miraban a su alrededor, por si alguien estuviese escuchando, y
hacían un gesto como queriendo decir no te metas en líos. Lo poco que se
comentaba de Bloch era su insaciable apetito por triunfar, un apetito
acompañado de una tiranía feroz. Se decía que la vida de los que tenían que
trabajar con él era una pesadilla.
A sus espaldas lo apodaban Yaschyeritsa, una especie de lagarto, porque
tenía aspecto de basilisco: rostro triangular el cabello tieso, que aplastaba
peinándolo hacia atrás desde la frente, las finas cejas formaban un ángulo
cuyo vértice estaba casi entre los ojos, y éstos, largos y estrechos, encima de
unos pómulos fuertes y abultados.
André Szara, como todos los que frecuentaban los círculos de la llamada
nomenklatura, la élite, era un buen fisonomista. Convenía saber con quién
hablaba uno. ¿Un ruso blanco? ¿Un armenio? ¿Un ruso nativo? Con los judíos
solía resultar difícil, porque, durante siglos, las mujeres judías, habían parido
los hijos de sus torturadores, y por eso llevaban los genes de muchas razas.
Sólo Dios sabe, pensó Szara, la brutal lista de facinerosos que ha debido
figurar en la ascendencia femenina de Bloch para que tenga esta apariencia.
¿Llevará también el diablo en la sangre?
Bloch saludó con la cabeza, se sentó enfrente de Szara, se inclinó para
cerrar la puerta del compartimiento y luego apagó las luces de la pared
alrededor de la ventanilla. El tren atravesó despacio un pueblo y desde el
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compartimiento a oscuras pudieron ver la fiesta que celebraban; una hoguera
en la plaza, ganado con guirnaldas, juventudes hitlerianas en pantalón corto
portando banderas con la esvástica en ella que colgaban hasta abajo, a todo lo
largo de las astas, como fasces romanas.
Bloch miró fijamente la escena.
—Por fin han regresado a la Edad Media —dijo pensativo. Volvió su
atención a Szara—. Perdóname, camarada periodista, soy el general Y. I.
Bloch. No creo que hayamos hablado nunca, pero leo tus artículos cuando
tengo tiempo, así que sé quién eres. ¿Hace falta que diga quién soy?
—No, camarada general. Sé que estás en los Servicios Especiales.
Bloch tomó el reconocimiento de Szara como un cumplido: una sonrisa de
asentimiento, una breve inclinación de cabeza, a tus órdenes.
—¿Es cierto que has permanecido fuera de Moscú durante un tiempo?
—Desde el pasado agosto —contestó Szara.
—No es una vida fácil: trenes y habitaciones de hotel, la lentitud de los
barcos. Pero también las capitales extranjeras son más divertidas que Moscú,
y eso compensa, ¿no?
Era una trampa. Había una respuesta doctrinal, algo que tenía que ver con
la construcción del socialismo; pero Bloch no era ningún tonto, y Szara
sospechó que una respuesta piadosa resultaría embarazosa para los dos.
—Es verdad —dijo, y añadió, por si acaso—: Aunque uno termina por
cansarse de ser el eterno extranjero.
—¿Estás al tanto de los chismorreos de Moscú?
—Apenas —contestó Szara.
De carácter solitario, Szara trataba de evitar a la gente de Pravda y de la
agencia «Tass» en el circuito de las capitales europeas. El rostro de Bloch se
ensombreció cuando prosiguió.
—Ha sido un otoño con muchos problemas para los Servicios. De eso sí
habrás oído hablar.
—Por supuesto; leo los periódicos.
—Hay más, mucho más. Hemos tenido deserciones, algunas muy serias.
En unas pocas semanas, el coronel Alexander Orlov y el coronel Walter
Krivitsky, al que la Prensa europea llama general, han dejado el Servicio y
han buscado refugio en el Oeste. El asunto Krivitsky se ha hecho público,
también la huida del inspector Reiss. En cuanto a lo de Orlov, que quede entre
nosotros.
Szara asintió, obediente. De pronto, aquello se había vuelto una
conversación íntima. Orlov, un alias para el Servicio, en realidad Leon
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Lazarevich Felbin, y Krivitsky, de nombre real Samuel Ginsberg, eran
personas importantes, funcionarios de alto rango o del NKVD y el GRU,
respectivamente. El asunto de Ignace Reiss le había sorprendido cuando le
leyó. Reiss, asesinado en Suiza mientras intentaba escapar, había sido un
idealista ferviente, un marxista-leninista hasta la médula.
—¿Eran amigos tuyos? —Bloch levantó una ceja.
—Conocí a Reiss de haberlo saludado. Nada más.
—¿Y qué hay de ti? ¿Cómo te va? —Bloch hizo la pregunta con aire
preocupado, casi paternal.
Szara contuvo sus ganas de reír. ¿Acaso el pánico los había vuelto
amables?
—Mi trabajo no resulta fácil, camarada general, pero menos difícil que el
de otros, y estoy contento de ser lo que soy.
Bloch sopesó la respuesta y la aprobó en su fuero interno.
—Así que lo comprendes —dijo y continuó pensativamente—. Hay
algunos que se sienten profundamente afectados por los arrestos, los juicios.
No podemos negarlo.
Oh, ¿no podemos?
—Siempre hemos tenido enemigos, dentro y fuera. Yo luché en la guerra
civil, entre 1918 y 1920, y luché contra los polacos. No soy quién para juzgar
las operaciones de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Bloch se echó hacia atrás en su asiento.
—Muy bien dicho —dijo después de una pausa. Luego bajó el tono de
voz, lo justo para que Szara pudiera oírlo por encima del constante rugido del
tren—. ¿Y no sería ya hora de que tuvieras tu oportunidad? ¿Qué harás
después?
Szara no podía ver muy bien el rostro de Bloch, sumido en la sombra del
asiento de enfrente; afuera, el campo estaba oscuro, y la luz del pasillo llegaba
débil.
—Después haré lo que tenga que hacer.
—Eres un fatalista.
—¡Qué remedio! —Quedaron un momento en silencio, luego Szara
añadió—: No tengo familia.
Bloch pareció asentir con la cabeza, un gesto que confirmaba algo que
había pensado ya.
—No te has casado —murmuró—. Pensé que sí.
—Soy viudo, camarada general. Mi esposa murió en la guerra civil. Era
enfermera, en Berdichev.
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—Así que estás solo —dijo Bloch—. Algunos hombres, en esas
circunstancias, tienen poco apego a la vida porque nada les ata al mundo.
Despreocupados por las consecuencias, esperan una oportunidad, se
sacrifican, quizá para librar de un gran daño a la nación. Y entonces nos
encontramos…, ¿por qué no decirlo?, con un héroe. ¿Tengo razón? ¿Piensas
como yo?
Un hombre y una mujer —ella acababa de decir algo que había provocado
la risa del hombre— cruzaron por el pasillo. Szara esperó que se alejaran.
—Yo soy como cualquier otro —dijo entonces.
—No —replicó Bloch—. Tú, no. —Se inclinó hacia Szara, con la
expresión crispada y concentrada—. Ser escritor requiere mucho trabajo.
Trabajo y sacrificio. Y la determinación de seguir un cierto camino, no
importa adonde lleve. Recuerda esto, camarada periodista, pase lo que pase en
los próximos días.
Szara hubiera querido replicar y rechazar la imagen grandiosa que el otro
parecía atribuirle, pero Bloch levantó la mano en demanda de silencio. A
pesar de lo impensado del gesto, Szara enmudeció. El general se levantó,
descorrió el pestillo de la puerta, miró a Szara durante un momento, una
mirada claramente apreciativa y calculadora, y salió del compartimiento.
Después de cerrar la puerta con firmeza, se perdió al final del pasillo.
Al rato, el tren se detuvo en Ulm. El andén era un enrejado de sombras, y
las gotas de lluvia descomponían las estelas de luz a medida que bajaban
trazando surcos en el cristal de la ventanilla. Una figura, con sombrero y una
cartera bajo el brazo, cruzó de prisa el andén y se introdujo por la portezuela
trasera en un «Grosser Mercedes» negro, un coche que los funcionarios del
Reich solían usar, y que se alejó a toda velocidad de la estación para
desaparecer en la oscuridad.
¿Un héroe?
No, pensó Szara. Él lo sabía bien. Esa lección la había aprendido durante
la guerra.
Cuando tenía veintitrés años, en 1920, había cubierto la campaña del
mariscal Tujachevsky. Escribió crónicas e historias inspiradas en el frente
local, muy parecidas a las del escritor Badel, un judío que cabalgó con la
caballería cosaca, que había servido con el general Budenny. En mitad de la
guerra con Polonia, las tropas soviéticas fueron rechazadas desde Varsovia, a
orillas del Vístula, por un Ejército al mando del general Pilsudski, y su asesor,
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el general francés Weygand. El escuadrón de Szara, durante la retirada, fue
atacado por bandidos ucranianos, restos del ejército de Petlyura que había
ocupado Kiev. Al verse atacados desde lo alto de la ladera de una montaña, y
al ser los otros superiores en número, todos lucharon como posesos, incluidos
cocineros, escribientes, intendentes y corresponsales militares. El día anterior
habían encontrado el cuerpo de un coronel polaco, completamente desnudo,
atado de un pie a la rama alta de un árbol, con una estaca clavada entre las
piernas. Las partidas ucranianas combatían a los dos bandos, al ruso y al
polaco, y sólo Dios podía remediar la suerte de aquellos que caían vivos en
sus manos.
Szara, a caballo, había arrollado a un hombre y herido con el sable a otro.
Un instante después, él y su caballo rodaron por el polvo, el caballo
relinchaba de dolor y terror, mientras sacudía las patas. Szara rodó frenético
para alejarse del animal; entonces un hombre sonriente, con un pequeño puñal
en la mano, avanzó hacia él. Pasaron caballos galopando junto a ellos, hubo
disparos y alaridos y voces que daban órdenes sin sentido, pero aquel hombre,
con gorra y abrigo, en ningún momento dejó de sonreír. Szara intentó
arrastrarse por el suelo, un caballo le saltó por encima y el jinete soltó una
maldición, pero él no consiguió avanzar. La batalla que se libraba a su
alrededor no le importaba, ni tampoco, al parecer, a su risueño perseguidor.
La sonrisa intentaba ser, según comprendió, tranquilizadora, como si él fuese
un cerdo en una pocilga. Cuando el hombre estuvo a su lado, emitió un sonido
de arrullo. De repente, Szara recuperó sus sentidos, echó mano del revólver y,
sacándolo de la pistolera, disparó como un loco. Nada ocurrió. La sonrisa se
hizo más amplia. Entonces, Szara dominó su pánico, como si pudiera cogerlo
y apretarlo en un puño, apuntó como un tirador a la diana, y alcanzó al
hombre en un ojo.
Lo que conservaba en su recuerdo no era que él hubiera combatido como
un valiente, sino que se había limitado a pensar que la vida importaba más
que cualquier otra cosa en el mundo, y había procurado apegarse a ella. En
aquellos años vio muchos héroes, cómo preparaban su trabajo, cómo hacían lo
que había que hacer, y supo que él no era uno de ellos.
El tren llevaba retraso cuando llegó a Praga. Una familia judía había
intentado subir en Nuremberg, la última estación en suelo alemán. Se había
alentado «vigorosamente» a los judíos —no menos de ciento treinta y cinco
decretos raciales, titulados en su conjunto «Ley para la protección de la
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Sangre Alemana y del Honor Alemán»— para que emigraran de Alemania
con destino a cualquier país que quisiera acogerlos. Pero la situación, Szara la
conocía, no era distinta a la que hubo bajo el dominio zarista: una telaraña
burocrática. Cuando se obtenía el Formulario A, sellado por la oficina de la
Policía local, el sello del Formulario B, que tenía que poner el Ministerio de
Economía, llegaba fuera de plazo y había que pedirlo de nuevo. Entretanto, el
Formulario A caducaba, y así sucesivamente.
Lo único que la familia judía de Nuremberg intentó fue subir al tren, un
acto de locura dictado por la desesperación. Por eso, los niños, los abuelos, el
padre y la madre, corrieron aterrorizados por toda la estación, mientras los
policías, con chaquetas de cuero, iba tras ellos entre gritos y golpes de silbato.
Mientras, los pasajeros miraban con curiosidad por las ventanillas del tren.
Algunos, excitados por la caza, trataron de colaborar y gritaban: «¡Allí,
debajo del vagón de equipajes!» o «¡La mujer ha cruzado las vías!».
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Despertó a un día de nevisca y sutil terror en Praga. No veía nada, pero
sentía todo. El cinco de noviembre, Hitler había pronunciado un discurso en
el que declaraba, una vez más, la urgencia para Alemania de Lebensraum, la
adquisición de nuevos territorios para el crecimiento y la expansión alemanes;
literalmente, por un «sitio para vivir». Como un tenor de ópera que hiciera el
contrapunto al bajo que era Hitler, Henlein, el líder de los alemanes en los
Sudetes, reclamaba públicamente en una carta abierta, que apareció al día
siguiente en los periódicos checos, que se detuviera la «persecución» checa
contra la minoría alemana de su región, la zona fronteriza con Alemania.
El 12 de noviembre, el contratenor Wilhelm Frick, ministro del Interior del
Reich, decía por radio: «Raza y nacionalidad, sangre y suelo, son los
principios del pensamiento nacionalsocialista, que estaríamos contradiciendo
si intentásemos asimilar por la fuerza una nacionalidad extranjera».
Esto podía ser oído en Francia como algo cálido y tranquilizador, pero los
alemanes de los Sudetes no eran una nacionalidad extranjera, como tampoco
los austríacos, por lo menos según las definiciones diplomáticas alemanas. A
continuación, los representantes alemanes de los Sudetes abandonaron el
Parlamento en masa, y dijeron a los reporteros que esperaban afuera que
habían sido maltratados por la Policía checa.
Todo el mundo en Praga conocía ese juego —incidentes, provocaciones y
discursos—, significaba que las divisiones de tanques alemanas, apostadas en
la frontera, esperaban, dispuestas a ponerse en camino. ¿Hoy?, ¿mañana?,
¿cuándo?
Pronto.
Nada salía a la superficie. Pero lo que ellos sentían se hacía palpable de
una forma sutil: la manera en que la gente se miraba, el tono de la voz, la
frase sin terminar. Szara cogió el resguardo que le habían dado en Ostende y
se dirigió a la estación central de ferrocarriles. El encargado de la consigna
negó con la cabeza, era de una estación secundaria, e hizo un gesto hacia las
afueras de la ciudad.
Tomó un taxi, pero a la hora que llegó, la del almuerzo, la estación estaba
cerrada. Se encontró en una localidad extraña y silenciosa, con carteles en
polaco y ucraniano, ventanas de madera, grupos de personas en las esquinas,
sin corbata y con la camisa abotonada hasta el cuello. Caminó por las calles
desiertas barridas por remolinos de polvo que el viento levantaba. Las
mujeres ocultaban el rostro tras velos negros; los niños, cogidos de la mano,
se arrimaban a la pared de las casas. Oyó el sonido de una campana, miró
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abajo, hacia un prado en pendiente, y vio un buhonero judío con un flaco y
deslucido caballo que, en su esfuerzo por arrastrar el carro pendiente arriba,
desprendía penachos de vapor por los ollares.
Szara encontró un pequeño bar en su camino. Las conversaciones se
detuvieron cuando entró. Pidió una taza de café. No tenían azúcar. Pudo
escuchar el «tictac» de un reloj detrás de la cortina que cubría una puerta.
¿Qué habría allí? Quizás un demonio. Szara se esforzó por recuperar el
aliento, su miedo se disipó como la niebla y de él sólo quedó su cuerpo,
sentado a la mesa, aburrido por la impaciencia. El reloj detrás de la cortina
dio las tres, entonces salió de prisa en busca de la estación. El encargado
cojeaba con dificultad y llevaba el uniforme azul de los ferrocarriles con una
medalla de guerra prendida en la solapa. Cogió el resguardo sin decir palabra
y, después de examinarlo un momento, asintió con la cabeza. Se fue y estuvo
un buen rato sin aparecer; luego regresó con una maleta de cuero. Szara le
preguntó si podía llamar un taxi. «No», fue la respuesta del hombre. Szara
esperó un momento a que le diera una explicación, que añadiera algo más,
pero eso era todo. No.
Así que caminó durante kilómetros, por calles en zigzag, atascadas por el
ajetreo del sábado, sitios donde cada piedra antigua estaba torcida o fuera de
lugar; pasó ante grupos de judíos, de cabello rizado y vestidos con caftanes,
que cuchicheaban delante de las diminutas sinagogas; de amas de casa checas,
con sus vestidos estampados, que llevaban a sus casas pan negro y embutidos
de ajo comprados en los mercados callejeros; de niños y perros que jugaban
tras una pelota en el suelo de guijarros, y de viejos acodados en las ventanas,
mientras fumaban sus pipas y contemplaban la vida de la calle debajo de
ellos. Era como cualquier barrio en una ciudad europea en un día frío y
humeante de noviembre, pero Szara se sintió como atrapado por una pesadilla
en la que debía ocurrir algo terrible e ignorado por el mundo, y siguió a ciegas
en pos de su aventura.
Cuando llegó al hotel, subió penosamente la escalera y, nada más entrar
en su habitación, tiró la maleta sobre la cama. Luego se hundió rendido en
una silla y cerró los ojos para concentrarse mejor. Ciertos instintos salieron a
la superficie: necesitaba reflejar en el papel lo que había sentido, tenía que
describir la obsesión de este lugar. Sabía que si lo hacía bien, estas historias
crecían, tomaba vida por sí mismas. Hicieran lo que hiciesen los políticos, los
lectores y la gente, lo entenderían, se preocuparían, la piedad los animaría a
levantar la voz en favor de la república checa. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué elegir?
¿Qué hecho hablaba realmente, de manera que el escritor quedara a un lado y
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la historia se expresara por sí misma? Y si su propio artículo no aparecía en
otros países, era casi seguro que saldría en la Prensa de los partidos
comunistas, en muchos idiomas, y más periodistas de los que se admitía
echaban una mirada a esos periódicos. La política editorial decía cualquier
cosa con tal de mantener la paz, pero dejad a los corresponsales que vengan
aquí y lo vean por ellos mismos.
Entonces recordó la maleta. La examinó y se dio cuenta de que nunca
había visto otra igual; de cuero denso, granulado —debió de ser la protección
de un animal poderoso y desconocido—, estaba cubierta de una gruesa capa
de fino polvo, de manera que con el dedo índice humedecido pudo trazar una
línea a su través y observó que el color, que alguna vez debió de tener un tono
achocolatado, había sido desgastado por el sol y el tiempo. A continuación
comprobó que las costuras estaban cosidas a mano; una labor delicada y
concienzuda llevada a cabo con un cordón, que sospechó hecho a mano
también. Era una maleta al estilo de un portamanteo, como los maletines de
médicos, con los dos lados abiertos por igual y unidos por una cerradura de
latón. Limpió ésta con una toalla húmeda y apareció una tracería rojiza
grabada en la superficie metálica. Eso le resultó vagamente familiar. ¿Dónde
había visto algo parecido? En seguida lo recordó: ese tipo de trabajo se
empleaba para adornar las copas y los cacharros de latón que se fabricaban en
Asia central y occidental, en la India, Afganistán y Turquestán. Trató de
presionar el saliente inferior de la cerradura para abrirla, pero estaba cerrada
con llave. El asa tenía media etiqueta atada con una cuerda. Al mirarla de
cerca pudo descifrar la fecha en que la maleta había sido depositada en la
consigna: el 8 de febrero de 1935. Juró en voz baja con asombro. ¡Hacía casi
tres años!
Puso un dedo en la cerradura. Era ingeniosa, una abertura circular perfecta
que no dejaba entrever la forma de la llave. Probó suavemente con un fósforo,
y le pareció que requería una forma redonda con una sección cuadrada en el
extremo. Sin perder la esperanza, siguió hurgando con la cerilla pero, como
era lógico, no consiguió nada. Desde otra época, el cerrajero, quizás un
artesano sentado con las piernas cruzadas en un tenderete de algún zoco, se
reía de él. El artificio que se había inventado no iba a rendirse a una cerilla de
madera.
Szara bajó a la recepción del hotel y se explicó con el joven empleado de
guardia: había perdido la llave, una maleta que no podía abrir, papeles
importantes para una reunión del lunes. ¿Qué podía hacer? El empleado
asintió con comprensivos movimientos de cabeza y habló sosegado. No había
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de qué preocuparse. Esto pasaba todos los días. Envió fuera a un botones, el
cual, una hora más tarde, regresaba acompañado de un cerrajero, un hombre
serio que hablaba alemán y vestía un traje estirado y formal. Carraspeó
educadamente.
—No es corriente ver este tipo de mecanismo…
Pero Szara sentía demasiada impaciencia para ponerse a contestar
preguntas a medio hacer y se limitó a meter prisa al hombre para que pusiera
manos a la obra. Después de unos segundos de reflexión, el cerrajero abrió sin
convicción su maletín de herramientas, lo dejó luego de lado y, con ligero
embarazo, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un juego de ganzúas de
ratero, de fina factura. Y entonces empezó el combate entre las dos técnicas.
No es que el tadzik, el kirguis, el artesano del mercado de Bujará —
quienquiera que fuese— no opusiera resistencia, que sí la hizo, pero al final
tuvo que rendirse al hecho moderno y a sus brillantes ganzúas aceradas. Con
el snic característico del artificio bien construido, la cerradura cedió; el
profesional se echó hacia atrás y se limpió el sudor de la frente con un
inmaculado paño gris.
—Qué bello trabajo —dijo como para sus adentros.
Y qué bella factura también; pero Szara pagó, y añadió una buena propina
además. Sabía que el apparat podría descubrir algo más adelante, e ignoraba
si acababa de firmar la sentencia de muerte del cerrajero.
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Diario de viaje. Había sido un hombre que entendió a la gente de la que huía,
y que quiso proteger la vulnerabilidad de aquellos que quizá lo amaron.
La ropa, colocada encima sin planchar, pero perfectamente doblada,
parecía haber sido puesta por alguien con una larga experiencia en el Ejército,
una persona para quien la ordenada pulcritud de un cajón es su segunda
naturaleza. Ropa de buena calidad, cuidadosamente guardada con sumo
cuidado, muy remendada y terriblemente gastada por los continuos lavados y
el largo uso en un entorno hostil. Calzoncillos de algodón, camisas de lana, un
pesado jersey de marinero gastado en los codos, gruesos calcetines de lana
con los talones casi transparentes.
El revólver de reglamento era de antes de la revolución; un «Nagant»,
modelo de repetición para oficiales, de 7,62 mm, diseño de 1895. Estaba bien
engrasado y con la carga completa. Por algunas de sus características, Szara
llegó a la conclusión de que el arma había tenido una vida larga y muy activa.
Faltaba la anilla de la base de la culata y la superficie aparecía limada; el
metal en los ángulos de los bordes, en la boca del cañón, en el tambor, en el
mismo gatillo, era plateado y suave. Una mirada al cañón lo mostró
inmaculado, limpiado, no con el habitual polvo de ladrillo (una obsesión casi
religiosa —además de ruinosa— de la Infantería campesina de la Gran
Guerra), sino con un cepillo de manufactura británica que estaba allí al lado,
envuelto en un trozo de papel. Pero no en uno de periódico, porque eso
descubre dónde has estado y en qué fecha. De papel sin más. Un hombre
precavido.
Los libros también eran de la época anterior a la revolución, el más
reciente fechado en 1915; y Szara los manejó con reverencia, porque eran de
los que ya no se encuentran. Los bellos ensayos de Dobrilov sobre las
heredades nobles; Poemas de la Cosecha, de Ivan Krug; los cuentos de viaje
al país de los jivanis, de Gletjin; Pushkin, por supuesto, y Cartas de un pueblo
lejano, de un tal Chumensky, de quien Szara nunca había oído hablar. Eran
compañeros de viaje, libros para ser leídos una y otra vez, libros para un
hombre que vivió en lugares donde era imposible encontrar libros. Szara los
ojeó con ansiedad, en busca de alguna anotación, siquiera un párrafo
subrayado; pero, tal como había temido, no encontró ninguna señal.
Aunque lo más curioso de todo lo ofrecido por la maleta abierta era su
olor. Szara no pudo descifrarlo, a pesar de que acercó el jersey a su rostro
para olfatearlo. Sintió algo rancio, humo de leña, un olor dulzón de animal de
carga y algo más, quizás especias, clavo o cardamomo, evocación de un
mercado del Asia central. Era un aroma que había estado allí desde hacía
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tiempo, porque había impregnado los libros, la ropa y hasta el cuero de la
maleta. ¿Por qué? Quizá para hacer más apetitosa la mala comida; tal vez para
añadir un ingrediente de civilización a la vida en general. No llegó a ninguna
conclusión sobre ese punto.
Szara conocía lo suficiente de las prácticas del espionaje para saber que la
cronología lo significaba todo. «Que Dios proteja y guarde al zar» al final de
una carta, significaba una cosa en 1916, y otra muy diferente en 1918. En
cuanto al tiempo del «oficial» —así empezó a llamarlo Szara—, entre las
cosas de la maleta había un mapa austriaco del mar Caspio fechado en 1919.
Por supuesto, la cartografía era anterior (faltaban los nombres honoríficos de
los bolcheviques), pero la fecha de impresión sirvió para que Szara escribiera
en un papel de notas del hotel: «Vivo todavía en 1919». Luego volvió a mirar
la etiqueta de equipaje y anotó: «Probable fecha terminal, 8 de febrero de
1935». Una data curiosa, apenas dos meses y unos pocos días después del
asesinato de Sergei Kirov —que inauguró la primera ronda de purgas bajo
Yagoda—, en el Instituto Smolny de San Petersburgo, el 1 de diciembre de
1934.
¿Una fecha terminal? Sí —pensó Szara—, este hombre ha muerto.
Lo sabía, así de sencillo. E intuyó que mucho antes de 1935. Ignoraba
cómo, pero otra mano recuperó la maleta y la llevó aquel invierno a la
consigna de una lejana estación de ferrocarril en Praga. Claro que cabían otras
muchas posibilidades, mas Szara sospechaba que una vida transcurrida en la
extremidad meridional del imperio soviético había tenido su fin allí. El
Ejército rojo sofocó la rebelión de los pashas en 1923. Si el oficial, quizás un
asesor de uno de los jefes locales, hubiese sobrevivido a esas guerras, no
habría abandonado la región. No había nada de Europa que no se hubiera
guardado alguna noche —calculó— de 1920.
El hecho de que la misma maleta siguiera «con vida» era una especie de
milagro, aunque Szara advirtió una posibilidad más concreta: una costura en
el forro del fondo. No la había hecho la misma mano que había cosido el resto
de la maleta con tanta perfección y pericia. A pesar del intento hecho de
imitarla lo mejor posible, con hebra encerada en forma de cruz apuntando las
esquinas. Así que el oficial llevaba algo más que libros y ropa. Szara recordó
lo que Renate Braun le había dicho en el vestíbulo del hotel de Jelidza: «Es
para ti». No los viejos mapas, los libros y la ropa, por supuesto. Ni la pistola
«Nagant». Lo que ahora era «suyo» estaba en un compartimiento secreto,
debajo del falso fondo de la maleta.
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Llamó al conserje y pidió que le subieran una botella de vodka. Pensó que
le esperaba una larga y difícil noche; la ciudad de Praga tenía poco que
ofrecer y el fallido intento del oficial de sobrevivir a la historia no mejoraba
las cosas. Szara supuso que había sido un soldado leal al servicio del zar, y,
por tanto, un fugitivo tras la revolución de 1917. Acaso luchó junto a los
blancos durante la guerra civil. Luego la huida, siempre al sudeste, hacia el
centro de Asia, a medida que el Ejército Rojo avanzaba. La historia de esa
región en aquella época fue peor que cualquier otra que Szara recordara, los
basmachis, bandidos saqueadores de la región; el barón Ungam-Stemberg,
sádico y loco; el General Ma y su ejército musulmán…; violaciones,
asesinatos, pillaje, prisioneros arrojados a las calderas de las locomotoras para
que murieran abrasados por el vapor. Sospechó que ese hombre, que llevaba
una pequeña biblioteca civilizada consigo y zurcía cuidadosamente los codos
de su jersey, habría muerto uno de aquellos años en alguna pequeña
escaramuza que nadie recordaba. Hubo tiempos en que la mejor solución era
una bala perdida. Szara pensó que aquello era lo mejor que pudo pasarle al
oficial.
El vodka hizo su efecto. Szara se animó con una canción, mientras sacaba
su navaja de afeitar para cortar las gruesas bandas de hilo entrecruzado. El
oficial no había sido ningún tonto. ¿Pero a quién quiso engañar con ese
artificio, demasiado evidente, del doble fondo?, se preguntó Szara. Quizás al
más estúpido guardia fronterizo o al más obtuso de los aduaneros. En los
talleres del NKVD se hacían esas cosas bastante bien, dejaban sólo el mínimo
resquicio para documentos secretos y lo simulaban de tal manera que el doble
fondo pasaba inadvertido. Por otro lado, tal vez el oficial hizo lo que pudo,
echó mano del único escondite posible y se encomendó a Dios y al diablo. Sí,
Szara lo comprendía cada vez mejor; las esquinas cosidas revelaban una
especie de determinación que respondía a unas circunstancias desesperadas,
una virtud que Szara apreciaba por encima de las demás. Cuando terminó de
cortar la última esquina, tuvo que ayudarse de las uñas para levantar la tapa de
cuero.
¿Qué había esperado encontrar? Esto, desde luego, no. Un grueso montón
de papeles grisáceos, raídos por los bordes, llenos de una escrupulosa
escritura a pluma con frases rebuscadas en ruso, la poesía de los burócratas.
Era papel oficial, con una burda cabecera impresa que anunciaba su
procedencia de la Oficina de Información, Tercera Sección, Departamento de
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Protección del Estado (Ojrannoye, Otdyelyenye), Ministerio del Interior,
Distrito Transcaucásico, con la dirección de una calle en Tbilisi —la ciudad
de Tiflis, en Georgia—.
Una lenta y malhumorada decepción fue embargando a Szara. Se dirigió
hacia la ventana con la botella de vodka en la mano y contempló la lenta
salida de la estación de un tren de mercancías, entrechocando ruidosamente
los topes a medida que los vagones se movían. El oficial no era un coronel
aristócrata, ni siquiera un capitán de Caballería, sino un policía de a pie; sin
duda, una ruedecilla en el vasto mecanismo de la incompetente Policía secreta
del zar, la Ojrana, y el haz de miseria que tenía sobre el escritorio de una
habitación de hotel representaba, en apariencia, una sucesión de casos,
anotaciones de agents provocateurs, pagos a pequeños confidentes y
descripciones físicas solemnes de los trabajadores del partido Social
Revolucionario en los primeros días del siglo. Ya había visto ese tipo de
informes alguna vez. Un material que destrozaba el alma; la Humanidad vista
a través de una ventana a la débil luz de un farol de la calle, triste, mezquina y
obsesionada por conspiraciones sin fin. Al pensar en aquello, sintió ganas de
retirarse al campo con una vaca lechera y una plantación de verduras.
Así que no era un oficial militar, sino un funcionario de la Policía. Pobre
hombre, había transportado aquel catálogo de pequeñas mentiras a través de
montañas y desiertos, tal vez convencido de su valor si la contrarrevolución
hubiese triunfado, y un vástago superviviente de los Romanov se hubiera
vuelto a sentar en el trono de todas las Rusias. Szara, con más pesadumbre
que ira, compensó su frustrada imaginación con dos tragos de la botella de
vodka. Una criatura de papel, pensó. Un uniforme con un hombre dentro.
Volvió al escritorio y enfocó la luz del flexo. La organización Messame
Dassy (Tercer Grupo) había sido fundada en 1893, de origen y propósito
socialdemócratas, opuesta en lo político a Meori Dassy (Segundo Grupo) —
Szara encontraba grotesca tales distinciones—, y se dio a conocer mediante
panfletos y con el periódico Kvali (El Surco). Entre los dirigentes más
conocidos de la organización estuvieron N. K. Jordania, K. K. Muridze y
G. M. Tseretelli. El confidente DUBOK (significaba «roble pequeño», y se
aplicaba a cualquier clase de insignificancia) se enroló y empezó su actividad
en 1898, a la edad de diecinueve años.
Szara repasó el montón de papeles. De vez en cuando se detenía en
resúmenes de interrogatorios, en informes, en los cambios de escritura cuando
otros funcionarios habían añadido anotaciones, en recibos de pagos a
confidentes firmados con nombre supuesto (no asignado, como DUBOK;
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ellos nunca conocían éste, sólo el Jefe del Expediente lo sabía), cambios en
los tipos de letra cuando el caso duraba años y los informes se enviaban desde
el Distrito a la Región y de ésta hasta la oficina central, al ministro, al zar y
quien sabe si al mismo Dios.
Szara sintió el latido de sus sienes.
¡Lo tenía merecido! Por todos los santos, ¿qué había esperado? ¿Francos
suizos? Quizá, muy en el fondo, fue lo que pensó encontrar. O unos
pasaportes de aquéllos tan exquisitamente impresos para todo uso, y para
viajar a cualquier parte. ¡Idiota! ¿Tal vez monedas de oro? ¿Rubíes fundidos
como en los cuentos infantiles? ¿O una única rosa aplastada, cuya última y
evanescente fragancia sería apenas perceptible?
Sí, sí, sí. Cualquier cosa de ésas. Su mirada descendió triste a la falsa
tapa, caída en el suelo, entre un revoltijo de hilos cortados. Había aprendido a
coser en Odesa, pero aquélla no era la clase de tarea que él podía hacer.
¿Cómo iba a dejar aquello como estaba antes? ¿Tal vez pidiendo ayuda a la
costurera del hotel? El huésped de la habitación 35 solicita que se vuelva a
coser el doble fondo de su maleta; date prisa, mujer, ¡que tiene que pasar la
frontera polaca esta noche! Víctima de su imaginación extraviada, Szara
maldijo e imploró mentalmente al apparat, como si invocara a los malos
espíritus. Hubiera querido que Heshel, con su sonrisita triste, o Renate Braun,
con su bolso lleno de llaves maestras, o cualquiera de los otros, de formas
grises o fríos ojos de intelectual…, que alguien acudiera y se llevara aquella
trapacería antes de que él mismo la tirara por la ventana.
En realidad, ¿dónde se han metido?
Miró la parte inferior de la puerta, esperando que en aquel preciso instante
deslizaran una hoja de papel por allí, pero todo lo que vio fue una alfombra
raída. Le pareció que el silencio invadía todo de pronto, y un nuevo trago de
vodka no varió aquella sensación.
Desesperado, hizo a un lado el papel en el que había estado escribiendo y
en su lugar puso hojas con el membrete del hotel que sacó del cajón del
escritorio. Si en el análisis final, el funcionario no merecía esta tormenta de
vodka en su situación emocional, la angustiada gente de Praga sí que la
merecía.
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donde debían, justo al otro lado del horizonte, más presentidas que vistas.
Para equilibrar un relato sobre «el pueblo» tuvo que hacer otro sobre «el
ministro»; cita de Benes, cita del general Vlasy, algún dicho ruin de Henlein,
y la visión resultante —puesto que el país había creado una democracia
parlamentaria en 1918, y no daba muestras de anhelar un régimen socialista—
sería de utilidad a los intereses diplomáticos soviéticos a causa de sus
fervientes ideas contrarias a Hitler. Eso no iba a crear problemas. Podía pasar
revista a los Ministerios con un ojo cerrado y el lápiz en la oreja y hubiera
sido lo mismo. Los políticos eran como perros parlantes de circo; el hecho de
que existieran raramente ofrecía interés, pero ninguna persona en su sano
juicio creería de verdad lo que decían.
Luego, como siempre que acababa de escribir algo de su agrado, tuvo la
impresión de que la habitación se empequeñecía. Se metió algo de dinero en
el bolsillo, ajustó su corbata, se puso la chaqueta y salió casi huyendo. Intentó
pasear, pero el viento que soplaba procedente de Polonia era desagradable y el
aire olía a invierno, así que paró un taxi y dio la dirección del «Luxuria», un
nachtlokal o cabaret donde la atmósfera era fétida, y la clientela aún peor, el
marco exacto que su estado de ánimo necesitaba.
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Luego, los Compañeros del «Wienerwald» atacaron una especie de
«elefante borracho», el tema de la atracción estelar de la noche y el enorme
Mottel Motkevich, tambaleándose bajo el foco de luz al son de una serie
rítmica de la batería, empezó su famoso monólogo. Nada más empezar, contó
su historia:
—Acabo de despertarme en la cama de la criada con la resaca más grande
del mundo, y alguien me ha metido a empujones en el escenario de una sala
de fiestas de Praga. ¿Qué es lo que hago yo aquí? ¿Y qué hacen ustedes ahí?
Su fláccido rostro sudaba bajo las luces rojas (durante veinte años tuvo el
aspecto del que va a morir a la semana siguiente). Luego se puso una mano
sobre los ojos a modo de visera, y miró alrededor de la sala. Lentamente se
daba cuenta de dónde estaba. Sabía qué clase de cerdos habían acudido al
local aquella noche; ah, sí, los conocía muy bien a todos. «Ja» —decía,
confirmando lo peor, con los gruesos labios fruncidos en un gesto de
desaprobación.
Empezó a mover la cabeza, cada vez más convencido de su observación:
borrachines y pervertidos, disolutos y depravados. Se puso las manos sobre
las anchas caderas y miró fijamente a un coronel yugoslavo acompañado por
una muchacha, muy pintada y con un adorno que ceñía su cabeza, rematado
por una pluma.
—Ja —dijo Mottel Motkevich—. No hay duda sobre vosotros dos.
Luego dijo lo mismo a un par de lindos ingleses en pantalón corto, y a un
capitán, sorprendido en el acto de manosear a una especie de lechera
quinceañera que estaba a su lado.
—Pero, Mottel, ¿por qué no? —se oyó a alguien desde el fondo.
De inmediato, el público empezó a dirigirse con gritos al comediante en
una mezcla de idiomas europeos.
—¿No está bien?
—¿Por qué no podemos?
—¿Qué es lo que te parece tan mal?
El obeso actor retrocedió, agarró la cortina de terciopelo con una mano,
los ojos y la boca abiertos en un gesto de asombro.
—¿Ja? ¿Queréis decir que está bien después de todo? ¿Hacer toda clase
de cosas que todos sabemos y algunas que ni siquiera hemos imaginado?
Entonces llegó el gran momento del público.
—¡Ja! —gritaron todos una y otra vez. Hasta los camareros se les
unieron.
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El pobre Mottel se derrumbó ante la avalancha. Un mundo al que él creía
amar, de orden y rectitud, se había hecho trizas delante de sus ojos, y ahora la
verdad se le mostraba al desnudo. Con pesar dijo adiós a todas aquellas
antiguallas sin sentido.
—Ja, ja —admitió con tristeza—. Así ha sido siempre, así será siempre;
así, así en particular será esta noche.
Nada más decirlo, algo atrajo su atención; algo que ocurría detrás de la
cortina, a su derecha. Sus ojos brillaron como los de un sátiro enloquecido de
amor, dirigió al público un jaaa final que le salió de muy adentro, y
desapareció de repente del escenario. Los Compañeros empezaron a tocar una
melodía circense y las cebras salieron de detrás de la cortina, retozaban y
relinchaban, mientras alzaban al aire sus pequeñas pezuñas delanteras.
En realidad eran muchachas desnudas, con máscaras de cebra de papier-
mâché. Hicieron cabriolas y se contonearon entre las mesas; de vez en cuando
se detenían para ofrecer sus nalgas a los clientes y luego huir de ellos con un
salto. Después de unos pocos minutos salieron galopando por los laterales.
Los Compañeros iniciaron un vals lento y las bailarinas reaparecieron, sin
máscaras y vestidas, como Animierdamen que tenían que coquetear con los
clientes, sentarse en sus rodillas y divertirlos para que compraran el champán
por botellas.
Szara se sentía muy melancólico, y su cabello, de un tono negro lustroso,
le daba un aspecto siniestro.
—¿A que no adivinas qué cebra era yo? ¡Estaba muy cerca de ti!
Más tarde se fue con ella. A una habitación escondida en lo alto de una
casa gélida, donde había que subir escaleras, bajarlas, cruzar dos patios llenos
de gatos y, por último, volver a subir, pasar revueltas y corredores a oscuras,
hasta llegar a un pasillo bajo que limitaba con el tejado.
Él la llamó «cebra»; facilitaba las cosas. Dudó si era el primero en darle
ese nombre, porque pareció sentirse bastante cómoda con él. Galopó, relinchó
y meneó su blanca barriguda, todo para Szara.
Volvió a recuperar el ánimo, por fin había encontrado una isla de placer
en medio del mar de sus preocupaciones. Sabía que habría quienes
encontraran lamentable y mezquino semejante deporte; pero ¿qué sabían?,
¿qué les aguardaba a ellos al otro lado de la puerta?
La Cebra tenía una radio pequeña, de sintonía fija, con una emisora que
transmitía durante toda la noche, discos rayados de Schuman y de Chopin
desde alguna parte de la oscura Europa Central, donde el insomnio se había
convertido en algo parecido a una religión.
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Con esa compañía hicieron grandes progresos, y se regocijaron
fingiéndose sorprendidos por haber caído en aguas tan profundas, donde todo
servía para nada. «¿Ah sí?», gritaba la Cebra, como si aquello fuese una
diversión nueva y complicada, nunca antes intentada en las habitaciones
secretas de estas ciudades; como si el atrevimiento de entregarse a los mismos
juegos del diablo pudiese ocultar lo que ellos sabían, por cualquier oscuro
presentimiento, que él quería entregarse a todo tipo de juegos.
Al final, acalorados y rendidos, se quedaron medio dormidos en la
habitación llena de humo, mientras la radio carraspeaba, se iba y venía,
algunas veces cuchicheando palabras en idiomas desconocidos.
Los dirigentes del jvost georgiano del NKVD solían reunirse los
domingos por la mañana, durante una hora o dos, en el apartamento de Alexei
Agayan, en la calle Tverskaya. Beria nunca asistía —él era, en cierto sentido,
la conspiración de uno—, pero hacía llegar sus deseos a través de Dershani,
Agayan o algún otro del grupo. Lo normal era que sólo acudieran los
funcionarios con destino en Moscú, aunque los camaradas de las repúblicas
del sudeste pasaban por allí de vez en cuando.
Se reunieron a las once y treinta de la mañana del 21 de noviembre, en la
cocina de Agayan, amplia, destartalada y muy caliente. Agayan, un hombre
bajo, de piel oscura, una gruesa cabeza de rizado cabello gris y bigote
desordenado, llevaba una vieja chaqueta de punto, acorde con el ambiente
informal. Ismailov, un turco rusificado, y Dzajalev, un oseta —la tribu de
lengua farsi al norte del Cáucaso, de donde se decía que era la madre de Stalin
— llegaron con los ojos enrojecidos y un poco irritados por los excesos de la
noche del sábado. Terounian, de la ciudad de Yerevan, en Armenia, ofreció
un saquito de arpillera con peras maduras traídas a Moscú por su primo, un
maquinista de tren. Stasia, la joven esposa rusa de Agayan, las puso sobre la
mesa, al lado de unos cuencos llenos de almendras saladas y dulces, piñones y
una fuente de uvas de Esmirna. La mujer de Agayan también sirvió, mientras
duró la reunión, una interminable sucesión de diminutas tazas de café turco,
sekerli, la variedad más dulce. Dershani, georgiano, el más importante entre
sus iguales, fue también el último en llegar. Esas tradiciones tenían gran
importancia en el jvost, y se respetaban escrupulosamente.
Era como cualquier reunión típica, semejante a la de los cafés de Bakú o
de Tashkent. Se sentaron en mangas de camisa; fumaron, comieron y
bebieron el café, mientras aguardaban el turno para hablar —en ruso, el único
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idioma en común— respetándose entre ellos y con gran sentido del
ceremonial. Importaba que lo que se dijera, eso estaba claro, quedara entre
ellos.
Agayan, bizqueando por el humo del cigarrillo que mantenía en el centro
de los labios, habló con expresión solemne de camaradas desaparecidos en las
purgas. Los yidzh ucranianos y polacos —admitió— se estaban llevando la
peor parte, pero muchos georgianos y armenios, y sus aliados en todas partes
(algunos yidzh suyos, por esa razón), también habían desaparecido en la
Lubyanka y el Lefortovo. Agayan pareció apesadumbrado cuando terminó su
parlamento, y ése fue todo el elogio que muchos de ellos merecieron.
—Yo me pregunto… —empezó Dzakhalev.
—Es lo que él quiere. —El encogimiento de hombros de Agayan resultó
bastante elocuente—. En lo que a mí se refiere, nadie me ha consultado.
El innombrado él de estas conversaciones era Stalin siempre.
—Aun así —insistió Dzakhalev—, Yassim Ferimovich era un funcionario
ejemplar.
—Y leal —añadió Terounian, de treinta y cinco años, el más joven del
grupo con mucha diferencia.
Agayan encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior.
—Sin embargo —dijo.
—¿Os habéis enterado de lo que él dijo a Yezhov en materia de
interrogatorios? «Golpea, golpea y golpea». —Terounian hizo una pausa para
que el significado de la frase quedara en el aire y todos entendieran lo que
quería decir—. De esa manera, cualquiera admitirá lo que sea, hasta dirá el
nombre de su propia madre.
—Y el de las demás también —dijo Ismailov.
Dershani levantó su mano derecha unos centímetros por encima de la
mesa; el gesto significaba basta, e hizo callar en seguida a Ismailov. Dershani
tenía rostro de halcón —nariz curvada, ojos brillantes pero sin vida, labios
delgados, frente elevada—, y el cabello gris desde su juventud, algunos
decían que había encanecido en una noche, cuando fue condenado a muerte.
Pero vivió. Y cambió. Se había convertido en algo que no era humano del
todo. Especializado en obtener confesiones, con una mano de la que se
rumoreaba que sabía sujetar «bien fuerte las tenazas». Era evidente que el
tono de Ismailov no le había gustado.
—Su pensamiento es insondable —dijo Dershani—. Nosotros no estamos
en situación de entenderlo, no estamos en situación de hacer comentarios. —
Se detuvo un momento para beber su café y permitir así que la atmósfera de la
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sala subiera a su nivel; después cogió algunos piñones—. Son deliciosos —
dijo—. Si miráis nuestra historia, la de nuestro servicio, quiero decir, veréis
que su mano ha cogido el timón justo en el momento crucial. Empecemos con
Dzerskinsky, un polaco de origen aristocrático de Vilna. Católico por su
nacimiento, a edad temprana muestra su afecto por los judíos. Llega a hablar
yiddish a la perfección, su primera amante es la hermana de su mejor amigo,
una tal Julia Goldman, que muere de tuberculosis en Suiza, donde él la había
llevado a un sanatorio. Para aliviar su dolor, tiene un asunto amoroso con una
camarada llamada Sabina Fenstein. Más adelante se casa con una judía
polaca, de la Inteligencia de Varsovia, de nombre Sophie Mushkat. Su
lugarteniente, el hombre en quien confiaba, es Unshlikht, también judío
polaco, también intelectual, de Mlawa.
»Cuando Dzerskinsky muere, su otro hombre de confianza, Menzhinsky,
ocupa su lugar. No es judío, pero sí artiste. Un hombre que habla chino,
persa, japonés y doce idiomas más y que, mientras trabajaba para nosotros en
París, es poeta un día, otro es pintor, y va por ahí con pijamas de seda, fuma
cigarrillos perfumados en boquilla de marfil, y es figura destacada de un… un
salón. Muere Lenin. Este joven Estado, con problemas, gravemente
amenazado, se entrega confiado a nuestro líder, y él acepta la pesada carga
sobre sus hombros. Sólo pretende continuar la tarea de Lenin; pero, en 1934,
el círculo troskista empieza a adquirir poder. Hay que hacer algo. Sigue la
línea de Lenin y se apoya en Yagoda, un judío polaco de Lodz, un
envenenador, que elimina al escritor Gorki por medios naturales en
apariencia. Pero es demasiado listo, sigue su propio criterio, y en 1936 ya no
es la persona apropiada para el puesto.
»¿A quién elegir entonces? Quizá la respuesta sea el enano, Yezhov, al
que llaman familiarmente “la zarzamora”, y el mote lo dice todo. Pero no es
mejor que el otro; esta vez no se trata de un judío, sino de un verdadero loco,
y además malicioso, como un niño de los suburbios que unta la cola de los
gatos con parafina para luego prenderles fuego.
Dershani se detuvo con aire de cansancio. Tamborileó con los dedos en la
mesa de la cocina y miró a la esposa de Agayan, de pie junto a la estufa al
fondo de la habitación, que de inmediato le llevó otra taza de café.
—Dinos, Efim Aleksandrovich, ¿qué pasa luego? —Ismailov declaraba
así su merecido castigo, y buscaba el simbólico perdón de Dershani por su
momentánea ligereza.
Dershani cerró los ojos educadamente mientras sorbía su café y se chupó
los labios con gesto delicado como muestra de su aprecio.
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—Stasia Marievna, eres una joya.
La mujer bajó la cabeza en silencio para agradecer el cumplido.
—Evoluciona, evoluciona —dijo Dershani—. Es una bella historia,
después de todo, y guiada por un genio. Pero tiene que moverse a la velocidad
adecuada, algunos asuntos han de resolverse por sí solos. Y, os lo digo en
confianza, hay muchas consideraciones que se nos escapan. No se puede
barrer a todos estos yidzh de Polonia. Semejante limpieza, sin entrar en su
conveniencia, atraería una atención indeseada; por ejemplo, podría alejarnos
de los judíos de América, que son unos grandes idealistas y hacen nuestro
trabajo en su país. Por eso, los rusos y los ucranianos, sí, y hasta los
georgianos y armenios, deben abandonar la escena junto a los otros. Esto es
necesidad, necesidad histórica, una estratagema digna de Lenin.
—Entonces, dinos, Efim Aleksandrovich —preguntó Agayan, consciente
de seguir la frase de Ismailov—, ¿y si hoy no tuviéramos ya el privilegio de
escuchar las opiniones de nuestro camarada de Tbilisi?
Se refería a Laurenti Pavlovich Beria, a la sazón primer secretario del
Partido comunista de Georgia, y con anterioridad jefe del NKVD en aquella
región. Lo ligeramente incisivo de la pregunta quizá significase que Dershani
no debiera llamar joya a su esposa delante de los colegas.
Dershani sólo retrocedió un paso.
—Laurenti Pavlovich pudiera no estar en desacuerdo con lo que os digo.
Los dos creemos, y puedo asegurarlo, que ganaremos esta batalla, aunque
necesitaremos prepararlo todo si queremos que esto ocurra. Sin embargo, lo
más importante es que percibamos sus deseos, los suyos, y que, de acuerdo
con ellos, tomemos todas las medidas oportunas posibles.
Aquello despejaba un poco el horizonte. Agayan golpeó el plato con la
taza y su esposa le sirvió otro café. Dershani había dicho todas las medidas
oportunas posibles, y ahora se trataba de que Agayan indicara cuáles tenían
que ser. Una vez decididas, las pondrían en práctica.
Dershani miró su reloj. Agayan aprovechó esa oportunidad.
—Por favor, Efim Aleksandrovich, no vayas a desatender por nuestra
culpa tus deberes en otra parte.
—No, no —contestó Dershani condescendiente—. Sólo me preguntaba
qué ha sido de Grigory Petrovich. Tenía que haber venido esta mañana.
—¿Te refieres a Jelidze? —preguntó Ismailov.
—Sí.
—Iré a su casa —dijo Agayan, mientras se levantaba con rapidez,
contento por la interrupción—. Su esposa sabrá donde encontrarlo.
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—No lo creo —murmuró Dzajalev con una breve risita.
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—Sí, camarada Szara —suspiró—, aquí dices la verdad, esto es
exactamente lo que se siente en la ciudad.
Él aceptó el cumplido y el algo más que admiración de los ojos femeninos
con palabras masculladas entre dientes. No quería que ella supiera cuánto
significaba su alabanza para él. Dio por aceptado el artículo y luego paseó por
las calles cercanas al Valtava, y contempló las barcazas que remontaban el río
teñido por el acero de noviembre.
Vio que la empleada estaba esperando que explotara; pero él, una vez
más, supo dominar sus emociones. Se dijo a sí mismo que era una persona
adulta, y los cambios en la línea del partido no resultaban nuevos para él. Su
éxito como corresponsal y la considerable libertad de que gozaba se basaban
por igual en su capacidad y en su sensibilidad para saber lo que se podía
escribir o no en un momento dado. Estaba enfadado consigo mismo por
haberse equivocado; sin embargo, algo se cocía en Moscú, y no era el
momento de indignarse, sino de entender que el desarrollo de los
acontecimientos políticos excluía aquella historia sobre Praga. Hizo un gesto
de asentimiento con la cabeza para tranquilizar a la empleada: un trabajador
del periodismo soviético acepta la crítica y sigue adelante en la construcción
del socialismo. Sí, había una papelera rebosante a sus pies, y, sí, tentado
estuvo de darle una fuerte patada que la hubiera enviado de un salto contra la
pared; pero no, él no podía hacer eso.
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—Entonces habrá que ir a Berlín —dijo con toda la calma.
Dobló el telegrama y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, después dijo
adiós a la empleada, esbozó una abierta sonrisa y se marchó. Cerró la puerta
tras de sí con tal suavidad que no hizo el menor ruido.
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amenazante tras el hombro, dispuesto a golpear por segunda vez. El hombre
habló en alemán.
—¡Judío de mierda! —exclamó.
Szara empezó a levantarse, pero el otro dio un paso hacia delante, así que
se quedó como estaba, apoyado en manos y rodillas. Miró a su alrededor; la
gente comía sopa, soplando en las cucharas antes de sorberla. En la radio, la
voz de una comentarista sonó mesurada y seria. Los demás hombres
apostados junto a la radio no miraban, sólo el hombre con el puño levantado
—joven, corriente, sencillo, con un traje barato y una llamativa corbata—. La
postura de Szara pareció apaciguarlo, y terminó por acercarse una silla y
sentarse, de espaldas a él, para estar con sus amigos. Entonces dejó sobre la
mesa un salero de metal junto al recipiente de la pimienta.
Szara se puso en pie poco a poco. La oreja le ardía, sentía palpitaciones en
ella y zumbidos y no podía oír nada por ese lado. Tenía la visión algo confusa
y parpadeó para aclararla. Mientras se alejaba, advirtió que tenía lágrimas en
los ojos —físicas, físicas, se repitió a sí mismo—, pero sentía el dolor de
muchas maneras, y no sabía distinguir de qué clase era.
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De hecho, Szara no tenía dónde elegir: el expediente era «suyo», pero no
estaba a su disposición. Más pronto o más tarde, ellos querrían saber qué se
había hecho de él.
Mientras el tren atravesaba los bosques de pinos del norte de
Checoslovaquia, la mano de Szara buscaba continuamente su enrojecida
oreja, algo hinchada y cálida al tacto. Lo habían golpeado, al parecer con la
tapa metálica de un salero agarrado en el puño. En cuanto a las otras heridas
recibidas —en su corazón, en su espíritu, en su dignidad…, podía darle
muchos nombres—, consiguió olvidarlas y se mantuvo en calma. No, se dijo a
sí mismo una y otra vez, no tenías que replicarle. Los hombres que
escuchaban la radio hubieran empeorado las cosas.
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—Lo siento, Herr Szara, pero tiene que bajar aquí.
Szara se puso tenso.
—No lo haré.
—Por favor —insistió el otro, nervioso.
Por un momento, Szara observó su rostro, lleno de confusión. Al otro lado
de la puerta abierta no había más que la oscuridad de los campos.
—Exijo una explicación.
El hombre miró por encima del hombro de Szara y éste volvió la cabeza.
Dos hombres vestidos con traje estaban allí, al final del pasillo.
—¿Tengo que ir andando hasta Berlín? —les preguntó.
Se echó a reír, invitándoles a que consideraran lo absurdo de la situación,
pero su risa sonó falsa y ridícula. El interventor trató de agarrar el codo de
Szara.
—Quíteme las manos de encima.
—Tiene que bajar. —La voz del hombre sonó firme.
Se dio cuenta de que lo echarían abajo si se resistía, así que cogió su
equipaje y descendió los peldaños de hierro hasta la gravilla en la que se
asentaban las vías. El revisor se asomó afuera, sacó un farol rojo y lo
balanceó dos veces en dirección a la locomotora. Szara se apartó del tren
cuando éste empezó a moverse. Vio cómo aumentaba su velocidad a medida
que pasaba junto a él una serie de rostros pálidos enmarcados por las
ventanillas, después desapareció en la lejanía, dos luces rojas en la trasera del
furgón de cola, cada vez más pálidas, hasta fundirse con la oscuridad.
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estrecha senda que cruzaba las vías. El general Bloch, pensó, se dedica a
hacer travesuras con los ferrocarriles alemanes.
El coche llegó al cruce antes que él y se detuvo con un suave frenazo.
Pensó que faltaba una contraseña, que ese encuentro tenía todas las trazas de
ser una equivocación. A pesar de todo, sintió alivio. El corazón del apparat
había tenido un pequeño fallo, pero ahora ya estaba recuperado y solicitaba el
paquete de Praga. Bueno, gracias a Dios, lo tenía. A medida que se acercaba
al coche, vio mejor su silueta perfilada a la luz de los faros. No era el mismo
«Grosser Mercedes» que se había llevado al general Bloch de la estación de
Ulm, aunque los monarcas del apparat cambiaban de vehículo, como de
querida, cuando les convenía, y esa noche habían elegido uno más pequeño y
anónimo para el treff, la cita clandestina, en un campo de remolachas alemán.
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El primer muchacho fue el fácil ganador, así que los groschen fueron
debidamente pagados —ofrecidos de buena gana y con gesto humilde
aceptados—. Las hermanas lo observaron con satisfacción. La cerilla había
ardido más de treinta y ocho segundos, desde antes de entrar en Feldhausen
hasta el final del andén de la estación, e incluso un poco más allá, en pleno
campo. La disputa estaba resuelta: eran unas cerillas excelentes las que
necesitaban leñadores, escaladores de montaña y cualesquiera con necesidad
de encender fuego.
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—Hay que guardar las formas —dijo el hombre mientras rebuscaba
dentro de la chaqueta.
Sacó unas esposas y alargó el brazo hacia Szara por encima del asiento. El
coche cruzó un pueblo campesino, con todas las ventanas a oscuras, y
graneros de piedra con tejados de musgo. Pronto se vieron otra vez en el
campo.
El corazón de Szara latió con violencia; no quería extender las manos y
las apretó contra su pecho.
—¿Qué? —fue lo único que pudo decir.
—Órdenes, órdenes —dijo el gordo con desconsuelo. Luego, con algo de
fastidio, añadió—: Siempre ponen pegas. —Agitó las esposas, impaciente—.
Vamos, si no…
—¿Para qué? Za chto?
—No es para nada, camarada.
El hombre hizo ruido al chasquear la lengua contra los dientes. Echó las
esposas sobre las rodillas de Szara.
—No hagas que me enfade.
Szara cogió las esposas con una mano. El metal estaba sin pulir, apenas
engrasado.
—Es mejor que hagas lo que te decimos —amenazó el joven conductor;
había duda en su quejumbrosa voz. Era evidente que le gustaba dar órdenes,
pero temía no ser obedecido.
—¿Estoy arrestado?
—¿Arrestado? ¿Arrestado? —El gordo soltó una gran carcajada—. ¡Se
piensa que lo estamos arrestando!
El conductor trató de reír también, pero le faltó el aliento. El hombre
gordo apuntó con un romo dedo índice a Szara y guiñó un ojo.
—Póntelas ahora. Ya hemos discutido bastante.
Szara levantó su muñeca hasta la ventanilla trasera, a la débil luz de la
luna.
—Por detrás. ¿Es que no sabes hacerlo? —El gordo suspiró ruidoso y
meneó la cabeza—. No te preocupes; no te va a pasar nada. Se trata de una
pura fórmula que hay que cumplir, seguro que ya sabes, camarada, la cantidad
de cosas que debemos hacer. Así que dame gusto, ¿quieres?
Regresó a su postura normal en su asiento, descuidadamente, y miró a
través de la niebla que se levantaba de la carretera. Szara pudo oír el roce de
su chaqueta de lana con la tapicería del coche cuando se volvía.
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Cerró la manilla alrededor de su muñeca izquierda, puso la mano detrás, a
la espalda, y mantuvo la otra pulsera agarrada con la derecha. Durante un
rato, todos se mantuvieron en silencio. La carretera ascendía hacia un bosque
donde reinaba la más absoluta oscuridad. El gordo se inclinó hacia delante y
miró a través del parabrisas.
—Ve con cuidado —dijo—. No vayamos a atropellar algún animal. —
Luego, sin volverse, añadió—: Estoy esperando.
Szara cerró la manilla alrededor de su muñeca derecha.
El coche salió del bosque y empezó a descender la colina.
—Para aquí —ordenó el gordo—. Enciende las luces.
El más joven buscó en el tablero y apretó un botón; el limpiaparabrisas
chirrió sobre el seco cristal. Los dos hombres se echaron a reír y el conductor
detuvo el mecanismo. Otro botón tampoco hizo su efecto. Luego, la luz del
techo se encendió.
El gordo se inclinó y rebuscó en la maleta, que tenía abierta a sus pies.
Sacó una hoja de papel y bizqueó mientras la miraba.
—Me han dicho que eres astuto como la serpiente —dijo dirigiéndose a
Szara—. No habrás escondido algo, ¿verdad?
—No.
—Si hay necesidad, haré que me lo confieses.
—Aquí está todo lo que había.
—No hables con tanto miedo. Si sigues así, me harás llorar.
Szara no quiso decir nada más. Cambió de postura para que sus manos se
sintieran más cómodas y miró la borrosa silueta de la luna a través de la
ventanilla lateral.
—Bien —suspiró el hombre gordo—, así es la vida.
Hasta ellos llegó un débil chirrido desde la cercana curva de la carretera y
en seguida apareció la única luz de una motocicleta. Pasó como una bala, a
gran velocidad, con un pasajero abrazado al pecho del conductor.
—Tontos y locos —murmuró el hombre joven.
—Estos alemanes quieren a sus máquinas —repuso el más gordo—. Sigue
conduciendo.
Pasaron la curva por la que había aparecido la moto. Szara vio más
bosques en el horizonte.
—Ahora ve despacio —dijo el gordo. Extendió la mano hacia arriba y
apagó la luz del techo, luego empezó a mirar con mucha atención por la
ventanilla de su lado.
—Me pregunto si necesito gafas.
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—No eres tú —replicó el conductor—, es la niebla.
Siguieron adelante, muy despacio. A un lado salía un camino de tierra
para tractores que se adentraba en un trigal, ya cosechado y con rastrojos a
baja altura.
—¡Ah! —exclamó el hombre gordo—. Mejor será que des marcha atrás y
entres por ahí. —Miró a Szara mientras el vehículo retrocedía—. Vamos a ver
esas manos. —Szara se inclinó para volverse—. No aprietan demasiado,
¿verdad?
—No.
—¿Sigo? —preguntó el conductor.
—Un poco más. Si esto se mete en un bache, no podré empujarlo.
El coche avanzó a saltos por el camino de tierra.
—Perfecto —dijo el hombre gordo—. Aquí está bien.
Luchó para salir del coche, caminó unos pocos metros, se volvió de
espaldas y orinó. Mientras se abotonaba la bragueta anduvo hacia la
portezuela de Szara y la abrió.
—Por favor —dijo mientras hacía gestos a Szara para que saliera—. Tú
quédate aquí, y mantén el motor en marcha —añadió dirigiéndose al
conductor.
Szara se arrastró por el asiento; primero sacó las piernas, luego se inclinó
hacia delante, en posición agachada, y se las arregló para salir del todo y
ponerse de pie.
—Vamos a caminar un poco —ordenó el hombre gordo, mientras se
situaba detrás de Szara, algo a su derecha.
Szara dio unos pocos pasos. El motor en marcha dejaba oír el desfasado
ritmo de un cilindro.
—Muy bien —dijo el hombre gordo. Entonces sacó una pequeña pistola
del bolsillo de su chaqueta—. ¿Hay algo que quieras decir?, ¿quizás una
plegaria?
Szara no contestó.
—Los judíos tienen plegarias para todo, seguro que para ahora también.
—Hay dinero —dijo Szara—. Dinero y joyas de oro.
—¿En tu maleta?
—No, en Rusia.
—Ah —repuso el hombre con dolor—, pero no estamos en Rusia.
Montó el arma con mano experta; una ráfaga de aire repentina puso de
punta algunos de sus escasos cabellos. Con cuidado se los alisó y los puso en
su sitio.
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—Así que… —empezó a decir.
El ruido de la motocicleta les llegó de nuevo, aumentando rápidamente su
volumen. El hombre gordo maldijo por lo bajo en un idioma que Szara no
conocía y bajó la pistola a un lado de su muslo, de forma que no se viera
desde la carretera. Casi encima de ellos, el motorista hizo un inesperado
cambio de velocidad y se introdujo en el camino de tierra envuelto en una
nube de polvo; el faro pasó como una centella entre Szara y el hombre gordo,
que abrió la boca, sorprendido. Desde alguna parte cercana al coche, una voz
apremiante empezó a llamar.
—¿Ismailov?
El hombre gordo estaba asombrado, sin habla.
—¿Qué es esto? ¿Quién eres? —pudo decir por fin.
Los destellos de aquellas bocas de cañón fueron como relámpagos de
color naranja, y convirtieron al hombre gordo en un negativo fotográfico, los
brazos extendidos como las alas de un pájaro, mientras la onda expansiva lo
levantaba en el aire y un zapato salía disparado por debajo. Cayó igual que un
saco, entre chillidos, como si se hubiera aplastado el pulgar con un martillo.
Szara se arrojó al suelo. Desde el coche, el joven conductor lloraba por su
padre en medio del seco sonido de una pistola disparada al aire.
—¿Estás herido?
Szara levantó la mirada. El enanito llamado Heshel se encontraba de pie,
frente a él, sus ojos brillaban a la luz de la luna sobre su ganchuda nariz y su
astuta sonrisa. Llevaba la gorra ridículamente encasquetada hasta las orejas y
un gran pañuelo enrollado al cuello, embutido en su chaqueta abotonada hasta
arriba. Tres cartuchos de escopeta sobresalían entre los dedos de su mano
derecha. Abrió la escopeta para descubrir los cañones y cargó ambos.
—¿Quién grita? —preguntó una voz cercana al coche.
—Ismailov.
—Heshie, por favor.
Heshel volvió a cerrar el arma con un chasquido y se acercó al hombre
gordo. Disparó los dos cañones al mismo tiempo y los chillidos cesaron.
Volvió junto a Szara, se agachó, puso su pequeña mano bajo el pecho de
Szara y tiró hacia arriba.
—Vamos, tienes que levantarte.
Szara hizo un esfuerzo. En el coche, el segundo hombre sacaba al
conductor tirando de sus tobillos. Dejó que cayera pesadamente sobre el
suelo.
—Mira —dijo el hombre que lo había sacado—. Es el hijo.
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—¿El hijo de Ismailov?
—Creo que sí.
Heshel se acercó y lo miró.
—¿Y de la manera que está lo has reconocido?
El otro no respondió.
—Mejor será que pongas la moto en marcha.
Mientras Heshel cogía la llave y abría las esposas, el otro sujetó una
manivela detrás del asiento del motorista y la ajustó en una tuerca, al lado del
motor. La giró con fuerza unas cuantas veces y la moto tosió para luego
volver a la vida. Heshel la aceleró con un brusco movimiento de la muñeca.
Entonces el otro hombre montó a horcajadas y se marchó. Cuando el ruido
desapareció oyeron ladrido de perros.
Heshel permaneció en silencio durante un momento y miró el asiento
delantero del coche.
—Busca en el maletero —dijo a Szara—. Quizás haya algún trapo.
En Berlín llovía, y así seguiría; era una lluvia lenta, triste, persistente, que
brillaba en los oscuros troncos de los árboles desnudos y pulía las tejas
manchadas de hollín de los tejados. Szara se asomó a la alta ventana y vio los
paraguas que bajaban como fantasmas por la calle. Le pareció que era la
ciudad auténtica, con el clima apropiado, porque los berlineses vivían muy en
su interior —eso se sentía—, donde podían alimentar sus viejas ofensas y la
humillación de tantas ambiciones; todo ello encerrado en una cortesía como
de hierro forjado, expresada con un genio ácido que nunca parecía hiriente,
sólo y accidentalmente de vez en cuando dejaba un pequeño escozor.
Heshel había conducido a Szara la noche del martes hacia un ramal
auxiliar suburbano donde por la mañana tomó un tren hasta Berlín. Una vez a
bordo, se arrastró hasta el servicio y, hundido en la resignación, se esforzó en
mirarse al espejo. Pero su cabello estaba como siempre, entonces dedicó una
sonrisa sin gracia a su propia imagen. Siempre la vanidad, siempre, para
siempre y a pesar de todo. Lo que él temía era algo que había visto, y más de
una vez, durante la guerra civil y en la campaña contra Polonia: hombres de
todas las edades, incluso adolescentes, sentenciados a muerte durante la
noche, luego, por la mañana, cuando los llevaban hasta la pared de una
escuela o de una oficina de Correos, el cabello se les había puesto de un color
blanco grisáceo, sólo en el transcurso de una noche.
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Tomó un taxi hasta la dirección que Heshel le había dado: una casa
privada, alta y estrecha, en la Nollendorfplatz, al oeste de Berlín, no lejos de
la «Holländische Taverne», donde le dijeron que podría hacer sus comidas.
Una mujer silenciosa, con ropas de seda negra, acudió a su llamada, le mostró
un catre en el abuhardillado ático y lo dejó solo. Supuso que se trataba de una
casa segura que usaba la facción de Renate Braun; pero el trayecto en el
coche de Ismailov y aquellos pocos momentos, finales en apariencia, en una
rastrojera de trigo, le habían privado de la visión normal del mundo, y ya no
se sentía seguro de cómo eran las cosas.
Heshel, que conducía con rapidez y miraba a través del volante —había
agujeros de balas en la ventanilla del conductor y el cristal estaba astillado
alrededor de cada orificio—, le había señalado los faros de dos coches y otra
motocicleta que bajaban por el estrecho sendero. Así Szara se enteró de que la
operación había salido bien por los pelos. Pero Heshel no sabía, o no le
importaba, por qué Szara tenía que ir a Berlín, y cuando éste le ofreció la
maleta, se echó a reír.
—¿A mí? —preguntó mientras inclinaba el coche en una doble curva de
la carretera—. A mí no me des nada. Lo que es tuyo es tuyo.
¿Qué querían?
Que usara el material de la maleta que descansaba a sus pies. Para
desacreditar a los georgianos —Ismailov y Jelidze coincidían sólo en eso, que
él supiera al menos—. ¿Quiénes eran ellos? No sus amigos del Departamento
Extranjero. ¿Quiénes, entonces? Lo ignoraba. Lo único que sabía era que le
habían endosado la «patata caliente».
Los niños de los pueblos judíos de Polonia y de Rusia jugaban a eso con
una piedra. Si al contar hasta cincuenta aún la tenías, bueno, pues peor para ti.
A lo mejor tenías que comerte un poco de basura o mierda de caballo. La
elección era variada, pero el principio nunca fallaba. Y siempre había por allí
algún condenado como Heshel que te obligaba.
Heshel pertenecía a un tipo que siempre le fue familiar, lo que en yiddish
llaman un Luftmensch, que significa hombre del aire u hombre sin sustancia.
Estos Luftmenschen aparecían todas las mañanas, menos la del sábado, y
zancadilleaban por delante de la sinagoga del pueblo, con las manos en los
bolsillos, a la espera de una faena para el día, un recado, cualquier cosa que
encontraran en su camino. Eran hombres que parecían no tener familia ni
residencia, una población de jornaleros que no descansaba repartida por todo
el este de Polonia, Ucrania, Rusia Blanca, por todos los distritos judíos,
disponibles para quien quisiera pagarles unos pocos copeks. La palabra tiene
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un segundo significado irónico, que, como muchas expresiones yiddish,
mejora su traducción literal. Luftmenschen eran también los eternos
estudiantes, almas perdidas, gente joven que pasaba el tiempo discutiendo de
política en los cafés y dejándose llevar por la corriente de las comunidades
estudiantiles europeas, dotados de talento, brillantes, pero que nunca eran
capaces de encontrarse con ellos mismos.
Sin embargo Szara sabía que él y Heshel se parecían quizá más de lo que
se sentía dispuesto a admitir. Los dos pertenecían a un país mítico, un lugar
que no era ni de aquí ni de allá, donde las fronteras nacionales se ensanchaban
o se encogían, sin que nada cambiase por eso. Un mundo donde todos eran
Luftmenschen de una clase o de otra. El Límite de Asentamiento, quince
provincias en la Rusia del sudoeste (hasta 1918, cuando Polonia volvió a
recobrar su existencia nacional), abarcaba casi toda la costa del Báltico, desde
Kovno al norte, hasta Odesa y Simferopol en el sur, en el mar Negro; desde
Poltava al este —la Rusia histórica—, hasta Czestochowa y Varsovia al oeste
—la Polonia histórica—. También había que incluir a Cracovia, Lvov,
Ternopol y algunos lugares que formaron parte del imperio austrohúngaro
hasta 1918. Añádanse a éstas, ciudades que, de vez en cuando, dejaban de
serlo —Vilna en Lituania y Jelgava en Letonia—, basándose en el hecho de
que la gente se consideraba a sí misma perteneciente a determinada región, y
creían que vivían en Besarabia, en Galicia (llamada así por la Galicia de
España, de donde los judíos fueron expulsados en 1492), Curlandia o
Vithynia, y ¿de qué servía todo eso?
Había un mapa político que los Servicios Secretos y los cuadros
revolucionarios aprovecharon mejor, de fértil reclutamiento para ambos, y
con frecuencia, ¿por qué no?, intercambiable.
¿Qué había de malo en un nombre de guerra o un nom de révolution si el
nombre particular de cada uno apenas significaba nada? La burocracia
austrohúngara del siglo XIX concedió a los judíos el derecho a llamarse como
quisieran. Casi todos eligieron nombres alemanes, pensando que se harían
querer por su vecinos germanoparlantes. A menudo, estos nombres se volvían
a traducir literalmente al polaco. Así, alguna versión del alemán Sharer (el
porqué nadie lo sabe) dio lugar a Szara, con el sonido sz polaco en lugar de la
s alemana que sonaba sch. Más adelante, con el tiempo, la política y la
emigración, cambió de nuevo, esta vez a la ш rusa. Y cuando Szara nació, su
madre quiso señalar su callada y acariciada pretensión de una relación lejana
con Francia, y por eso no le puso el nombre polaco de Andrej ni el ruso de
Andréi, sino el de André.
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Un hombre inventado. Un hombre del aire. ¿Con qué exactitud puede
medirse la lealtad de una persona semejante? En una tierra donde, además y
en el mejor de los casos, el trasvase de lealtades políticas suele mezclarse a
menudo con vapores de místico hasidismo; en una tierra donde muchos creen
que el nombre de Polonia es una versión de la expresión hebrea polen, que
significa ¡Aquí permanecerás!, y que, por tanto, es tomada como una buena
nueva recibida del cielo.
La Ojrana del zar, ya en 1878, buscaba infiltrados en el Límite —los
judíos sí que vagabundeaban, se les veía como buhoneros, comerciantes,
pujando en las subastas o lo que se quiera, en cualquier sitio imaginable—
para la guerra contra Turquía. Por eso, cuando los inspectores de la Ojrana y
la facción bolchevique se enfrentaron a partir de 1903, lo habitual fue que
hubiera judíos en ambos bandos: hombres de los dos mundos y de ninguno.
Siempre extranjeros, y, por consiguiente, nunca sospechosos de serlo.
Acostumbraban a aparecer por algún lado con un negocio en el bolsillo. El
padre de Szara creció en la ciudad austrohúngara de Ternopol, donde
aprendió el oficio de relojero. Con el tiempo se quedó casi ciego de trabajar
con objetos tan de cerca y con tan poca luz. De joven, buscando un mejor
clima económico para sacar adelante a la familia, se trasladó al pueblo de
Kishinev, donde sobrevivió al pogrom de 1903; luego huyó a la ciudad de
Odesa, justo para que lo alcanzara el pogrom de 1905, del que no salió vivo.
Para entonces, lo único que su vista alcanzaba eran sombras grisáceas y tal
vez le sorprendió comprobar que las sombras le daban puñetazos y patadas.
Su muerte dejó a Szara, a su madre y a un hermano y a una hermana
mayores que él abandonados a su propia suerte. Szara tenía 8 años en 1905.
Aprendió a coser, no del todo mal, igual que sus hermanos, y así pudieron
sobrevivir. La costura era una tradición entre los judíos. Requería paciencia,
disciplina y una especie de autohipnosis, además, daba dinero suficiente para
comer una vez al día y calentar la casa durante parte del invierno. Más tarde,
Szara aprendió a robar y después, sin tardar mucho, a vender lo robado.
Primero iba al mercado Moldavanka, de Odesa, luego en los muelles donde
los barcos extranjeros recalaban. Odesa era famosa por sus ladrones judíos y
por sus visitantes marineros. Szara aprendió a vender las mercancías robadas
a los marineros, los cuales, a su vez, le contaban historias. Su afición por éstas
creció más que cualquier otra. En 1917, cuando contaba veinte años, y llevaba
tres en la Universidad de Cracovia, era ya un consumado escritor de historias
—uno de los muchos procedentes de Odesa—; historias relacionadas siempre
con puertos de mar, idiomas extraños, viajeros exóticos, campanadas
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nocturnas en el puerto, olas resueltas en espuma al chocar contra las rocas, y
siempre la distancia, el horizonte, la raya donde el mar se unía con el cielo,
más allá de la cual la gente podía hacer cualquier cosa imaginable.
Cuando salió de Cracovia era ya socialista, un socialista radical, un
comunista, un bolchevique, y un revolucionario en todo, en cualquier cosa
que sirviera para oponerse al zar, porque eso era lo que más importaba.
Después de Kishinev, donde, a sus seis años, había escuchado cómo los
lugareños golpeaban los guijarros con la empuñadura de su látigo, preparando
a sus víctimas para el pogrom; después de Odesa, donde encontró a su padre
medio enterrado en el fango de la calle, con un rabo de cerdo metido en la
boca —así tratamos a los judíos que desprecian la carne de cerdo—, ¿qué
más podía esperar?
Porque los pogroms eran el regalo que el zar hacía a sus campesinos.
Había poca cosa que pudiera darles; por eso, cuando la miseria les apretaba,
cuando ya no podían aceptar más su sino en la oscuridad de pueblos y
ciudades, en los andrajosos confines del Imperio, se les alentaba para que
buscaran a los asesinos de Cristo y mataran a unos pocos como recompensa.
Los pogroms eran anunciados en carteles, la Policía pagaba la impresión, y el
dinero para ello salía del Ministerio del Interior que, a su vez, actuaba bajo las
órdenes del zar. Un pogrom servía para rebajar la tensión, y, por lo general,
igualaba las cosas: una redistribución de la riqueza, un primitivo ejercicio de
control de natalidad.
Por eso, el Límite de Asentamiento produjo gran número de Szaras.
Intelectuales familiarizados con las capitales europeas y sus idiomas, que
escribían con vehemencia y perfección, y poseían el gusto y un gran talento
para la vida clandestina. Para sobrevivir como judíos en un mundo hostil
habían aprendido la doblez y el disfraz; a no mostrar su furia, que eso podía
enfadar aún más a quienes los hostigaban; a ocultar el propio éxito para
aparecer como triunfadores. Pronto aprendieron también a no ser vistos de
ninguna manera; a parecer invisibles cuando caminaban por la calle, la calle
inconveniente, en la parte más inconveniente de la ciudad y a pleno día. El zar
tuvo muchos más problemas que nunca pudo imaginar. Y cuando le llegó su
hora, el hombre que se ocupó de la tarea fue un tal Yakov Yurovsky, un judío
oriundo de Tomsk, al frente de un escuadrón de la Cheka. Yurovsky, que
cuando estuvo en Berlín como emigrado se declaró luterano, pero el zar no
estaba en situación de apreciar tal ironía.
Por haber vivido en un país mítico —un lugar que no estaba aquí ni allá
—, esos intelectuales de Vilna y Gomel contribuyeron a crear otro y lo
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llamaron Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¡Vaya nombrecito!
Apenas era una unión. Los soviets —consejos obreros— gobernaron unas seis
semanas; el socialismo empobreció a todo el mundo, y sólo las ametralladoras
impidieron que las repúblicas se independizaran. Pero para Szara y para los
demás, aquello carecía de importancia. Él había comprometido su vida, y todo
se reducía a que prefería morir en el lado equivocado de un arma a hacerlo en
el lado equivocado de un palo, y durante doce años —hasta 1929, cuando
Stalin se hizo con el poder—, vivió en una especie de mundo soñado, un país
mítico donde los judíos idealistas e intelectuales decidían las cosas, un país
imaginado en su totalidad. Las teorías fallaron, los campesinos murieron, la
misma tierra se secó por la desesperanza. Pero aun así, ellos trabajaban veinte
horas al día y juraron que tenían la solución.
No pudo durar. ¿Quiénes eran ellos, esos polacos, lituanos, letones y
ucranianos, esta gente de barba rala y con gafas, que hablaba francés bajo su
narizota y leía libros?, preguntó Stalin. Y todos los Stalin pequeñitos
contestaron: Eso mismo nos preguntábamos nosotros, pero nadie quería
hacer la pregunta en voz alta.
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«Villa Baumann» estaba protegida por un alto muro. Situada en las
cercanías de los suburbios del oeste, se alzaba en una zona donde los
jardineros podaban los arbustos para simular las paredes y las vallas de tablas,
y los arquitectos deslumbraban a sus clientes con torreones, frontones y
adornos que daban a los edificios la apariencia de enormes casas de muñecas.
Un tirón a la cuerda de la campana de barco sirvió para que un criado
acudiera; era un hombre rechoncho, de enormes manos rojas y hombros
caídos, vestido con una chaqueta de esmoquin verde esmeralda. Mascullando
un dialecto que Szara apenas entendió, lo condujo por un sendero que rodeaba
la villa y terminaba en la casita de la servidumbre, detrás de la propiedad.
Luego desapareció y dejó que Szara llamara a la puerta.
—Supongo que Manfred le ha mostrado el camino —dijo Baumann con
sequedad—. Por supuesto, éste era su sitio, la casita es sencilla y reducida,
muy cómoda para un criado, pero el nuevo régimen ha impuesto un trato
más… ah, más igualitario en los domicilios y decide quién debe vivir, y
dónde.
Baumann era alto y delgado; tenía los labios finos y descoloridos y el
rostro ascético, severo, como el de un príncipe medieval o el de un monje
erudito. Su piel era blanca, como si nunca la hubiese tocado el sol o el viento.
Quizá tuviera cincuenta años, calvo desde la frente hasta la coronilla, lo que
hacía más llamativos sus ojos, fríos y verdes; los ojos del hombre que sabía
ver lo que otros no, aunque se reservaba lo que veía. De todos modos, si lo
que tenía ante sí no le gusta, lo deja entrever. Para Szara, un judío alemán era,
sobre todo, un alemán, una posición de significativa importancia dentro del
esquema establecido en la Europa Central, una cultura en que la combinación
de formas precisas de cortesía, el intelecto mundano y una riqueza sin
estridencias creaban una gran distancia con respecto a los judíos rusos, y a
casi todos los cristianos aunque no se dijera.
A pesar de eso, a Szara le gustó. Incluso cuando se encontró bajo aquella
mirada de pez sobre la fina nariz principesca. —¿Quién es usted?—. Incluso
así.
Eran cuatro a la mesa: Herr Doktor y Frau Baumann, una joven que le
presentaron como Fräulein Haecht, y Szara. Cenaron en la cocina, porque no
había comedor, en una mesa destartalada cubierta con un deslumbrante
mantel de damasco bordado de hilo azul y plata. La vajilla de porcelana
estaba decorada con dibujos de príncipes indios y princesas de labios gruesos
y arracadas de oro, a bordo de una barca en un lago de montaña; toda ella
pintada de color rojo tomate y esmalte negro con filigranas doradas en los
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bordes. Hubo un momento en que el tenedor de Szara arañó la escena de su
plato y Frau Baumann cerró los ojos para no oír el sonido. Era una mujercita
hacendosa y dulce. ¿Una princesa heredera? Szara pensó que sí.
Cenaron filetes de salmón escalfado y una ensalada de arroz y
champiñones sobre una base de jalea.
—Mi antigua tienda todavía me sirve —explicó Frau Baumann, dando a
entender el por supuesto—. A la hora de cerrar, ¿sabe, Herr Szara?, por la
puerta de atrás. Pero aún me sirven. Y cocinan unas cosas maravillosas; lo
único que tengo que hacer es calentarlas.
—Lo que significa un precio extra —añadió Baumann. Tenía una voz
hueca y profunda, apta para pronunciar sermones.
—Por supuesto —admitió Frau Baumann—, pero nuestra cocinera…
—Una extraña patriota —aclaró Baumann—. Y una despedida
memorable. Yo nunca hubiera pensado que Hertha era capaz de hacer un
discurso.
—Fuimos tan buenos con ella —siguió Frau Baumann.
Szara temió la explosión de emociones y se apresuró a interrumpirla.
—Pero se las arreglan muy bien, yo no había comido así desde…
—No se equivoca —lo interrumpió Baumann a su vez con calma—. Son
malos tiempos, demasiados, y uno echa de menos a los amigos. Eso más que
otra cosa. Pero nosotros, mi familia, vinimos a Alemania hace más de
trescientos años, antes incluso de que existiera esto que llaman Alemania, y
hemos vivido aquí desde entonces, en las épocas buenas y en las malas.
Somos alemanes, eso es lo que importa, y estamos orgullosos de ello. Lo
hemos demostrado en la guerra y en la paz. Así que esta gente puede hacernos
la vida difícil, a los judíos y a otros también, pero no podrán destruir nuestro
espíritu.
—Así es —dijo Szara.
Pero ¿lo creían? Quizá Frau Doktor, sí. ¿Habían visto ellos alguna vez lo
que era un espíritu destruido?
—Su decisión de quedarse —añadió Szara— es para tener, si se me
permite decirlo, mucho valor.
Baumann se rió expulsando el aire por la nariz y con la boca torcida por
una ironía.
—La verdad es que no tenemos otra elección. Delante de usted está la
«Gesselschaft Baumann», declarada empresa de interés estratégico.
Szara mostró su interés. Baumann no quiso discutir de esos temas durante
la cena.
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—Mañana vendrá a vernos. Le grand tour.
—Gracias —contestó Szara. Tendría tiempo para transmitir—. Los
editores de Pravda me han pedido material que les sirva para un reportaje.
¿Cree que sería prudente para un judío llamar de esa manera la atención? ¿En
una publicación soviética?
Baumann reflexionó por un momento.
—Usted es una persona franca, Herr Szara, y se lo agradezco. Quizá me
permita que aplace mi respuesta hasta mañana.
¿Por qué estoy aquí?
—Por supuesto, me parece bien.
—Debemos quedamos, ¿entiende, Herr Szara? —A Frau Baumann le
faltaba el aire—. Y nuestra situación, tal como está, ya es bastante difícil. Se
oyen cosas horribles, se ven cosas…, en la calle…
Baumann interrumpió a su esposa en seco.
—Herr Szara ha sido tan amable que ha consentido en hacer lo que
deseemos.
Szara se dio cuenta de por qué le gustaba Baumann. Estaba hecho para ser
valiente.
—¿Le apetece un poco más de arroz y champiñones, Herr Szara?
La pregunta venía de su izquierda, donde Fräulein Haecht trataba de
equilibrar la mesa. Al principio, en el pequeño torbellino que la entrada de un
invitado produce, su presencia le había pasado casi inadvertida; un apretón de
manos, un saludo cortés. Era evidente que ella no interesaba a nadie; una
joven de mirada abatida cuyo papel era ocupar la cuarta silla y ofrecer arroz y
setas. Iba peinada con el cabello hacia atrás, recogido en un moño de
doncella, y llevaba un horrible vestido de lana azul de manga larga, algo sin
forma y estirado a la vez, con una fina cinta alrededor del cuello: era la
sobrina, o la prima, eterna, siempre invisible.
Pero Szara pudo darse cuenta de que sus ojos eran grandes, dulces y
pardos, puros e intensos. Supo que su mirada inquisitiva era artificial,
elaborada, ensayada un largo rato delante del espejo del tocador, preparada
para que ella pudiera llamar la atención en un momento de la noche.
—Sí, por favor —decía Frau Baumann.
Szara miró la fuente, sostenida con delicadeza por una mano pequeña de
uñas mordidas, la puso a su lado y se sirvió una comida que no le apetecía.
Cuando levantó la mirada, no encontró la de ella, de nuevo velada. Tenía esa
clase de piel de tono oliva, no era exactamente un color, aunque le pareció ver
una sombra por encima de la cinta que llevaba al cuello.
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—… Justo el otro día… los periódicos británicos… sencillamente, no
puede continuar… amigos en Holanda. —Frau Baumann se había enzarzado
en una valoración emotiva de la situación política alemana. Entretanto, Szara
pensaba: ¿Qué edad tienes?, ¿veinticinco? No podía recordar su nombre.
—Mmm —dijo Szara mientras asentía con movimientos de cabeza.
—Y se oyen cosas tan excelentes de Rusia, de cómo lo están haciendo los
obreros. La guerra sería la ruina.
—Mmm —Szara sonrió entusiasmado—. Los obreros…
Cuando terminó de cenar, la Fräulein unió sus manitas en el regazo y fijó
la mirada en el plato.
—No se puede permitir que suceda, no otra vez —decía el Herr Doktor—.
Yo no creo que el régimen presente tenga el firme apoyo del alto
funcionariado ni del Ejército, no creo que ese hombre hable en nombre de
toda Alemania; sin embargo, la Prensa europea parece que no ve la
posibilidad…
—Y ahora… —Frau Doktor llamó la atención tocando palmas—, ¡crème
bavarienne!
La muchacha se levantó diligente y ayudó a quitar la mesa y a hacer el
café mientras Herr Doktor seguía con su perorata. El vestido azul le llegaba
hasta media pierna; allí ascendían a unírsele unas medias blancas. Szara pudo
ver que los lazos de los zapatos estaban mojados por la lluvia nocturna.
—La situación en Austria también es difícil, muy complicada. Si no se
lleva con delicadeza, puede surgir la inestabilidad…
Frau Baumann, junto a una alacena, en el último rincón de la cocina, rió
con teatralidad para disimular lo incómodo de la situación.
—¿Por qué no, queridísima Marta?, el juego de café con adornos de sauce
para nuestro huésped.
Marta.
—Debe haber un acercamiento y tiene que haber paz. Somos vecinos,
todos nosotros, y ninguno puede negarse. Polacos, checos, serbios, todos
quieren la paz. ¿Pueden ignorar eso las democracias occidentales? Aun así,
siempre están cediendo. —Movió la cabeza con pesar—. Hitler envió tropas a
Renania en 1936, y los franceses se quedaron esperando detrás de su Línea
Maginot. No hicieron nada. ¿Por qué? No podemos entenderlo. Un solo
avance decidido de una compañía de Infantería francesa hubiera sido
suficiente. Pero no lo hicieron. Creo…, no, con franqueza, lo sé, que nuestros
generales estaban atónitos. Hitler les dijo lo que iba a ocurrir y, en efecto, así
sucedió. Y ahora, de pronto, empiezan a creer en milagros.
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—Y ahora dejemos esta política horrible, Herr Szara —intervino Frau
Baumann—, que es la hora de divertirnos.
La crema bávara, un líquido violáceo a punto de derramarse de un plato
sopero, estaba frente a él.
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de 500 000— había abandonado todo ya para empezar de nuevo como
inmigrantes en tierras lejanas.
—Tantos amigos nuestros se han ido —dijo triste—. Nos sentimos tan
solos.
Frau Baumann permaneció sentada, escuchaba con gran atención y en
silencio el discurso de su marido, en su rostro una sonrisa que, a veces, se
helaba. Julius, mi queridísimo esposo, te amo y te respeto, pero ¿cómo
quieres seguir?
Sin embargo, Szara oía otra cosa. Escuchaba atentamente y estudiaba cada
gesto, cada modulación del tono de voz. Y allí surgía un perfil, como cuando
se trata una hoja de papel blanca con un producto químico.
Un hombre valeroso e independiente, un hombre bien situado e
influyente, y un patriota, que, de repente, se encuentra con la amargura de
tener que oponerse a su Gobierno en un momento de crisis política; un
hombre, cuyos negocios, cualesquiera que tuviese, habían sido designados por
las Autoridades empresas estratégicamente necesarias, que ahora confiesa, a
un individuo, semioficial de la nación enemiga de la suya, que se siente tan
solo.
Esto significaba un cosa, y Szara lo entendió así: el encargo, un tanto
dudoso, que Nezhenko le había dado en su telegrama empezaba a adquirir
sentido. Lo que había descalificado como manifestación de alguna nueva
línea política, errada y retorcida, por parte de Moscú, presentaba otro aspecto.
El momento de la revelación llegaría, estaba seguro de ello, cuando hiciera el
grand tour de la acería de Baumann.
El baile de las despedidas empezó a las diez en punto, cuando Frau
Baumann aceptó con desolada cortesía el inevitable hecho del regreso de
Szara a su alojamiento y pidió a su esposo que acompañara a Fräulein Haecht
en un paseo hasta la casa de sus padres. Ah, pero no —contraatacó Szara—,
Herr Doktor no debía molestarse de ninguna de las maneras, eso era una
obligación que insistía en asumir él. ¿Qué? No, impensable, no podían
permitirlo. ¿Por qué no? Claro, por supuesto que podían. No, sí, no, sí, todo
ocurría mientras la muchacha, sentada en silencio, se miraba las rodillas, en
tanto los demás discutían sobre ella. Al final Szara los persuadió, para lo cual
tuvo que representar el papel de ruso emotivo. ¿Salir de noche, después de
una cena tan espléndida, para llevar al invitado en coche? ¡Nunca! Lo que él
necesitaba era un buen paseo para digerir el placer de la comida. Éste fue un
ataque incontestable que lo llevó a la victoria. Se pusieron de acuerdo para
verse a la mañana siguiente y Szara y Fräulein Haecht fueron acompañados
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ceremoniosamente hasta la verja y despedidos al interior de la nocturna
oscuridad.
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Wagner, donde lo romántico quiere decir sentimiento y delicadeza, y no el
ardoroso Valhalla. Esperaba que a él no le importara que diera rienda suelta a
esas ideas íntimas.
No, no le importaba.
Ella sabía quién era él, por supuesto. Cuando Frau Baumann le pidió que
fuera el cuarto comensal no le comentó nada, pero ella había leído algunas de
sus historias cuando se tradujeron al alemán. Había deseado tanto conocer a la
persona que había escrito aquellas cosas que estaba segura de que nunca lo
vería, que la cena sería cancelada, algo no funcionaría en el último minuto…
Lo normal era que no tuviera tanta suerte. Las personas que tenían suerte
solían ser las que no se preocupaban, o así lo pensaba.
Declaró sus veintiocho años, aunque sabía que parecía más joven. Los
Baumann la conocían desde pequeña, y nunca había crecido para ellos; pero
claro que había crecido, siempre se crece. Había decidido trabajar para
ganarse unos cuantos pfennings como ayudante del director artístico de una
revista modesta. Ahora publicaban cosas miserables, pero lo hacían así o
cerraban las puertas. No como él. Sí, le tenía un poco de envidia, eso de ir por
todo el Mundo y escribir acerca de la gente que encontraba y contar sus
historias.
Se cogió de su mano, guante de piel contra guante de piel, mientras
descendían una calle cualquiera; por una pared se deslizaba un trozo de nieve.
Él sintió el impulso de gritar, allí y en ese momento, que tenía cuarenta años,
con tantas heridas abiertas que ya no sentía nada, daba lo mismo que la nieve
se derritiera o volviera a cambiarse en lluvia, pero estaba claro que no lo iba a
decir. Sabía todo lo malo de los Szaras del Mundo, con sus impermeables
ceñidos y sus famas, su necesidad de saquear la inocencia de muchachas
como ella. Porque, con sus veintiocho años o con su mentira, ella era
inocente.
Anduvieron sin parar, kilómetros de nieve, y cuando él creyó que
reconocía el nombre de una calle cercana a la casa donde se alojaba, se lo
dijo. Ella lo miró por primera vez desde hacía mucho rato, con el rostro
encendido por el largo paseo nocturno, y mechones de cabello escapados del
horrible moño. Se quitó el guante, él la imitó y sintieron frío cuando se
tocaron. Ella le pidió que no se preocupara, había dicho a sus padres que se
quedaba con una amiga. Después se dieron un beso, seco y frío, y él sintió
como un tirón debajo de la húmeda lana de su chaqueta.
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Ya en la habitación, se sintió tímida de pronto, casi asustada. Quizá fuese
el cuarto, pensó Szara. Tal vez a ella le pareciera mezquino y anónimo, no el
lugar que hubiera imaginado para él. Comprensivo, sonrió y se encogió de
hombros —Sí, es la vida que llevo, no voy a pedir perdón por eso—, después
colgó los abrigos y puso los zapatos húmedos junto al siseante radiador. La
habitación estaba casi a oscuras, con sólo la luz de una pequeña bombilla; se
sentaron en el borde de la cama y hablaron en voz baja y, a veces, recobraron
algo de la magia que habían visto en la nevada. Él la tomó de las manos y le
dijo que sus vidas eran diferentes, muy diferentes. Tendría que irse de Berlín
casi en seguida, que nunca permanecía muchos días en un sitio, que quizá no
regresara en mucho tiempo. Pronto, para alguien como él. Hasta escribir a
Alemania podría resultar difícil. Era una noche mágica, sí, jamás la olvidaría,
pero se la habían robado a un mundo entre dos luces que pronto oscurecería.
Quería decir que… era el momento de ir con ella hasta su casa. Sería lo
mejor. Ella negó terca con la cabeza, sin buscar su mirada, y le apretó las
manos con fuerza. En medio del silencio podían oír caer la nieve afuera.
—¿Hay un sitio para desnudarme? —preguntó ella.
—Sólo abajo, en el recibidor.
Ella hizo un gesto de contrariedad. Le soltó las manos y se apartó unos
pasos de la cama. Szara se volvió de espaldas y oyó cómo ella se
desabotonaba el vestido, y el roce de la seda sobre la seda cuando se quitó la
combinación. Le oyó enrollar las medias al quitárselas, el cambio de apoyo de
un pie a otro, el sonido del broche del sostén al soltarse, el roce de las bragas
al bajar y cómo agitaba los pies para sacárselas. Luego ya no pudo seguir sin
mirar. Estaba despeinada y dejó caer el cabello suelto sobre el rostro, rizado
donde había estado sujeto. Tenía un tórax estrecho, unos senos llenos y
pálidos, que subían y bajaban con la respiración, caderas anchas y piernas
fuertes. Sin darse cuenta, Szara suspiró. Ella siguió torpemente en el centro de
la habitación, con la escasa luz reflejada en su piel oliva de tonos apagados, la
cabeza algo inclinada, casi dudando. ¿Era deseable?
Szara se levantó, retiró la colcha y ella pasó delante de él, sus pisadas
resonaron sobre el entarimado desnudo, y se deslizó despacio dentro de la
cama. Mientras él se desnudaba, ella miraba al techo; luego Szara se acostó a
su lado, muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano. La muchacha se volvió
hacia él y empezó a decirle algo, pero Szara lo había presentido y la hizo
callar. Cuando, casi aventurándose, rozó sus pezones con la palma de la
mano, ella emitió un profundo suspiro, con los dientes apretados y los ojos
cerrados con fuerza. Si él no hubiese sido quien era y no hubiese hecho todo
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lo que había hecho, hubiera sido un estúpido y le habría preguntado si le hacía
daño.
Estaba demasiado excitado para ser tan diestro como hubiera querido; fue
la naturaleza de ella, mezcla a un tiempo de generosidad y deseo, de calor y
afecto, los sitios turgentes y suaves, los colores pálidos y oscuros, el
descubrimiento del aliento entrecortado, y la forma en que ella abandonó, no
la inocencia —en eso se había equivocado: nunca fue inocente— sino la
modestia, la forma en que saltó las barreras.
—Súbete un poco —le pidió él.
Durante un rato, él tuvo miedo de moverse, las manos femeninas
temblaban sobre su espalda, luego, cuando lo hizo, sintió la angustia de
terminar. Poco después, ella abandonó la cama y bajó al recibidor, sin
cuidarse de ponerse algo encima, un ligero vaivén en la forma de caminar, sé
que me estás mirando.
Cuando volvió, cogió el cigarrillo que Szara tenía entre los labios y lo
aplastó en el cenicero. Una de tantas cosas que había pensado hacer durante
tanto tiempo.
El jueves por la mañana hizo frío y viento, bajo un cielo sucio salpicado
de nubes grises. En las calles que iban al distrito fabril, en las afueras al norte
de la ciudad, había montones de nieve manchada de hollín en las aceras. El
conductor del taxi de Szara era un gigante de color carne; atadas con cintas a
la visera del parabrisas, llevaba banderas de cruz gamada, y cuando
atravesaba el distrito de Neukoln, donde kilómetros de fábricas se alternan
con viviendas de trabajadores, se puso a tararear canciones de taberna y a
charlar sobre las virtudes de la Nueva Alemania.
Costó encontrar la fábrica de cables «Baumann». Muros altos de ladrillo y
el nombre anunciado en un rótulo pequeño y borroso, como si el que estuviera
interesado en ir allí tuviera que conocer el camino de antemano. Szara se
divirtió con el chófer, cuyo rostro se contrajo con esfuerzos de miope cuando
buscaba la puerta de entrada.
Lo esperaba un Baumann en día de trabajo, en una oficina desordenada
que daba a las cadenas de producción. Szara lo encontró nervioso,
hiperactivo, con la mirada atenta a todas partes, y nada elegante con un jersey
de cuello en V debajo de un sobrio traje para protegerse del frío que hacía en
la fábrica. La explicación de la visita la hizo con unos gritos que apenas se
oían por encima del ruido de la maquinaria.
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Szara se sintió un poco aturdido por todo aquello. Cuando llegó todavía se
hallaba en estado amoroso, sensual, muy impresionado, y el rugido del fuego
de los hornos y el chasquido de las correas de transmisión resonaron en su
cabeza. El acero hubiera sido la última cosa del mundo en la que hubiese
querido pensar.
Un mal momento: lo presentaron a Herr Haecht, un hombre melancólico
vestido con una bata, sacado de las cuentas que hacía en unas hojas sujetas a
un tablero cuando Baumann lo llamó para las presentaciones. Szara esbozó
una sonrisa y le dio la mano sin mucho entusiasmo.
Trajeron a la oficina bocadillos de pollo y café hirviendo. Cuando
Baumann cerró de golpe la puerta de cristal, el alboroto disminuyó lo
suficiente para que pudieran mantener una conversación en un tono normal.
—¿Qué le parece todo esto? —preguntó Baumann, deseoso de que el otro
estuviera impresionado. Szara hizo lo que pudo para complacerlo.
—Hay tantos trabajadores…
—Ciento ocho.
—Y todo a lo grande.
—En la época de mi padre, que en paz descanse, no tenían más que un
taller. No había nada que él no hiciera: rejas de adorno, sartenes, soldaditos de
juguete… —Szara siguió la mirada de Baumann con la suya hasta un retrato
colgado de la pared, un hombre severo, con un pequeño bigote—. Y todo
hecho a mano, un trabajo que ya no se ve.
—No me lo puedo imaginar.
—No se puede comparar un sistema con otro —añadió Baumann con
diplomacia—. Incluso nuestros hornos mayores no son tan grandes como los
altos hornos soviéticos en Magnitogorsk. Diez mil hombres, se dice.
Extraordinario.
—Cada nación tiene su propio sistema —dijo Szara.
—Por supuesto, aquí nos especializamos. Aquí todo es nicht rostend.
—¿Perdón?
—Es mejor decirlo en su idioma: austenítico. Lo que se conoce como
acero inoxidable.
—Ah.
—Cuando termine usted con el bocadillo, le enseñaré lo mejor. —
Baumann sonrió con expresión de conspirador.
A lo mejor se llegaba a través de dos puertas macizas guardadas por un
anciano sentado en una silla de cocina.
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—Ernest es nuestro hombre más veterano —explicó Baumann—. Ya
estaba con mi padre. —Ernest saludó con una respetuosa inclinación de
cabeza.
Entraron en una gran sala donde unos pocos trabajadores atendían dos
cadenas de producción. Había más silencio y hacía más frío que en la otra
parte de la fábrica.
—Aquí no se funde —explicó Baumann mientras sonreía compasivo al
ver cómo afectaba el frío a Szara—. Aquí sólo hacemos cables de
estampación.
Szara asintió con la cabeza; sacó un lápiz y un cuaderno del bolsillo.
Baumann le deletreaba las palabras cuando era necesario.
—Es un proceso de troquelado; las barras de acero se introducen a una
presión enorme a través de un tas de estampar, un bloque acanalado, el cual
produce el cable en frío.
Baumann lo acercó a una de las cadenas de producción. De una mesa
seleccionó un cable de pequeña longitud.
—¿Lo ve? Adelante, cójalo.
Szara lo retuvo en su mano.
—Lo que tiene ahí es un 302, uno de los mejores que hay. Resiste la
intemperie, no se corroe, es mucho más resistente que el cable hecho de acero
fundido. No funde antes de los mil cuatrocientos grados centígrados y su
tenacidad, es decir, su resistencia a la tracción, es mayor que la del cable
recocido en un factor de un tercio, aproximadamente. Su dureza está
calculada en doscientos cuarenta en la escala de Brinell, frente a ochenta y
cinco del otro. Una gran diferencia en todo, como puede ver.
—Oh, sí.
—Y no se dilata, ésa es su propiedad más importante.
—¿Por qué?
—Lo suministramos a la compañía «Rheinmetall» en trenzados múltiples,
lo que aumenta su fortaleza en un factor considerable aunque sigue siendo
flexible, para pasarlo por debajo de varias barreras o alrededor de ellas, y
conserva una elevadísima capacidad de respuesta, incluso en grandes
longitudes. Es lo que se necesita para cables de control.
—¿Cables de control?
—Sí, para aviones. Por ejemplo, el piloto mueve las alas con los controles
de la cabina, pero lo que en realidad hace que las alas bajen son los cables de
estampación «Baumann». También el timón de alta velocidad de la cola, y los
alerones de las alas. ¡Estos aviones de guerra! Tienen que ladearse e
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inclinarse, y descender en picado. La capacidad de respuesta lo es todo, y la
capacidad de respuesta depende de la calidad de los cables de control.
—Entonces usted es un factor importante en el rearmamento de la
Luftwaffe.
—En nuestra especialidad, yo diría que preeminente. Nuestro contrato con
«Rheinmetall», que instala cables de control para todos los bombarderos
pesados, el «Dornier 17», el «Heinkel 11» y el «Junker 86», es en exclusiva.
—Todos con cables de estampación.
—Así es. Estamos estudiando la posibilidad de instalar aquí una tercera
cadena de producción. Se necesitan algo así como 150 metros de cable por
cada avión. Bueno, eso es mucha demanda.
Szara dudó. Estaban al borde del abismo; era como sentir la tensión de
alguien a punto de saltar al vacío. Baumann seguía mostrándose enérgico,
expansivo, como un hombre de negocios orgulloso de sus logros. ¿Entendía lo
que iba a suceder? Tenía que entenderlo. Szara estaba seguro de que él había
concertado la entrevista, por lo tanto, sabía lo que estaba haciendo.
—Es toda una historia —dijo Szara, alejándose del precipicio—.
Cualquier periodista estaría encantado con ella, por supuesto. Pero ¿se puede
contar? —Ahí tiene la puerta, pensó, ¿vas a aprovecharla?
—¿En el periódico?
—Sí, por supuesto.
—Me parece que no. —Baumann rió de buena gana.
—Amén. Mi editor en Moscú me ha informado mal. No suelo ser tan
obtuso.
—No exagere. —Baumann contuvo la risa—. Herr Szara usted, no es
nada obtuso. De los ciudadanos soviéticos que pudieran aparecer por
Alemania, dejando a un lado los diplomáticos o a las misiones comerciales, la
suya es una presencia de lo más natural. Seguramente, usted no le gusta a los
nazis, pero no resulta sospechoso.
Szara se sintió algo picado el oír lo último. Así que sabes de la vida
clandestina, ¿verdad?
—Bueno, no creo que las cifras de su producción mensual vayan a ser
publicadas en las revistas de economía.
—No es probable.
—Sería una negligencia.
—Desde luego. En octubre, por ejemplo, suministramos a la
«Rheinmetall» unos 5000 metros de cable estampado 302.
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Divide por 150, calculó Szara, y tendrás la producción mensual de
bombarderos del Reich. Aunque los tanques pudieran ser de gran interés,
ninguna otra cifra informaría tan bien a los planificadores militares soviéticos
de las intenciones estratégicas alemanas y de su capacidad.
Szara anotó el número como si estuviera tomando notas para un guión de
película —nuestro lema ha sido siempre «excelencia», decía Baumann.
—Sustancial —comentó Szara mientras golpeaba con el lápiz el número
anotado—. Sus esfuerzos deben de ser muy apreciados.
—En algunos Ministerios sí, desde luego.
Pero no en otros. Szara se guardó el lápiz y el cuaderno en el bolsillo.
—Nosotros, los periodistas, no solemos encontrar tanto candor.
—Hay momentos en que el candor es preciso.
—A lo mejor volveremos a vernos.
Baumann afirmó con la cabeza, una breve y estirada reverencia: un
hombre digno y culto había decidido, teniendo en cuenta su honor que
consideraciones de más alto valor debían prevalecer.
Volvieron a la oficina y charlaron durante un rato. Szara reiteró su
gratitud por el placer de la noche anterior. Baumann se mostró
condescendiente, le avisó cuando llegó su taxi, sonrió, le estrechó la mano y
le deseó un viaje de regreso sin problemas.
El taxi traqueteó mientras pasaba junto a los muros de ladrillo de la
fábrica. Szara cerró los ojos. Ella estaba en el centro de la habitación, piel
oliva en tonos apagados, pálidos senos que subían y bajaban con la
respiración. Marta Haetch.
El destino manda nuestras vidas. Al menos eso era lo que los eslavos
creían, y Szara había vivido entre ellos el tiempo suficiente para entender su
forma de pensar. No había más que admirar la sutil mano del destino: tejía
una vida, unía el deseo a la traición, la ambición a la envidia; añadía
idealismo, amor, falsos dioses, pérdida de trenes; luego tiraba de los hilos con
fuerza y por ahí iba un ser humano, danzando y luchando.
Ahora, pensó, se hallaba ante esa muestra exquisita del destino conocida
como la coincidencia.
Un hombre va a Alemania y le ofrecen, a un tiempo, la salvación de su
dolorida alma y la garantía de seguir vivo. Asombroso. ¿Qué debería pensar
ese hombre? Porque puede ver que su relación clandestina con el doctor
Baumann y su cable mágico van a hacer de él un elemento tan apetitoso para
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los Servicios Especiales que éstos lo mantendrán vivo a toda costa, aunque el
diablo se empeñara en echarle la zancadilla. En cuanto a su alma…, bien,
había pasado malos momentos últimamente. Un hombre cuyos amigos
desaparecen día tras día debe aprender a olfatear la muerte si quiere mantener
su cordura; determinados afectos, ¿no arraigan siempre gracias a la
proximidad? Éste es un hombre con problemas. Un hombre que se sienta en
un parque de Ostende y le ofrecen, cuando menos, una posibilidad de
salvación; pero él se levanta y se va para poder llegar a tiempo a una cita con
los que, es de suponer, debe de pensar que van a secuestrarlo. Este hombre
necesita una razón para vivir. ¿Y si esa razón se encontrara en Berlín?
¿Estrechamente unida a las mismas razones que garantizan su supervivencia?
Oh, grandiosa coincidencia.
En un vasto universo cambiante, donde las estrellas brillan y mueren en la
noche infinita, cabe la posibilidad de aceptar toda clase de coincidencias. Y
Szara aceptó la suya.
Quedaba, en medio de semejante especulación, una grave dificultad
material, el documento de la Ojrana, y la necesidad de satisfacer a un segundo
grupo de amos en el apparat del espionaje, el de Renate Braun y el general
Bloch. Porque el encargo de Baumann le había venido, de eso Szara, estaba
casi seguro, de sus viejos amigos de siempre en el NKVD, los del
Departamento Extranjero, Abramov y los suyos, algunos conocidos, y otros
que permanecerían siempre en la sombra.
Para seguir vivo tendría que convertirse en agente del Servicio Secreto:
uno del NKVD.
En la mañana del 26 de noviembre, Szara cablegrafió, según las
instrucciones, desde la Embajada soviética en Berlín, no un informe detallado,
sino la respuesta a lo especificado en el telegrama de Nezhenko: la edad de
Baumann y su talante, su esposa, cómo vivían, la fábrica, su historia
orgullosa. Ni una palabra del cable de estampación, sólo que «desempeña un
papel crucial en la industria del rearme alemán».
Y que habían sido tres en la cena. No quería entregarles a Marta Haecht.
Si el apparat supiera de qué iba el asunto, razonó Szara, hubiera enviado
agentes de verdad. Pero no era así; alguien habría sido informado de una
posible oportunidad en Berlín, alguien que habría ordenado a su ayudante:
Oh, dile a Szara que pase por allí, con la idea de que él les comunicaría si
había algo de utilidad allí. Estaba en la naturaleza del Servicio Secreto tal
como él lo entendía: en un mundo de noche perpetua hay miles de señales que
parpadean en la oscuridad, unas pueden cambiar el mundo; otras son
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insignificantes, e incluso resultan peligrosas a veces. Ni siquiera una
organización de la envergadura del NKVD es capaz de examinarlas todas; por
eso, en ocasiones, se acude a un amigo de confianza.
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firma del profesor Ebendorfer ingeniosamente colocada en el ángulo inferior
derecho, al pie de un laurel que un camero mordisqueaba.
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Pero DUBOK excedía con mucho los límites de lo que era normal en esta
relación; compró su seguridad con las vidas de sus camaradas, y la Ojrana lo
mimaba de manera inimaginable como a su más tierno retoño. Para él,
duplicaron la dura realidad de la experiencia revolucionaria, pero tuvieron
cuidado de suavizarla, de limarle las aristas. Fue a la cárcel, como todos los
agentes clandestinos, y, también como casi todos ellos, se fugó. Pero el
tiempo en la cárcel lo explica todo. Lo llevaron a la prisión de Bailov, en
Bakú (aprendió alemán mientras estuvo allí), aunque cuatro meses más tarde
ya estaba fuera. También tenía que experimentar el destierro, mas fue enviado
a Solvychegodsk, en el norte de la Rusia europea, no a Siberia. Y «escapó» al
cabo de cuatro meses. Un hombre con suerte, ese DUBOK. Dos años más
tarde fue «atrapado» y devuelto a Solvychegodsk para que terminara de
cumplir su condena, pero a los seis meses de estar allí se cansó; más que
tiempo suficiente para oír lo que los otros desterrados tenían que decir, tiempo
de sobras para mantener su credibilidad como agente bolchevique, por tanto,
un hombre bajo control, y a casa otra vez.
DUBOK, estaba claro, era un criminal, poseído por una mente criminal.
Nunca variaba su método: desarmaba a aquellos que lo rodeaban diciéndoles
lo que querían oír —tenía un instinto extraordinario para adivinar lo que
pudiera ser—, luego los sacrificaba cuando lo creía necesario. Explotaba la
debilidad, castraba la fuerza, y nunca dudaba en excusar su propia cobardía.
Szara pudo comprobar que el agente de la Ojrana había manipulado a
DUBOK sin esforzarse porque había pasado toda su vida con criminales. Los
entendía tan bien que había llegado a sentir una especie de simpatía
compasiva por ellos. Con el tiempo llegó a desarrollar los instintos de un
sacerdote: el diablo existía; la tarea consistía en trabajar de manera productiva
dentro de sus dominios.
Al leer entre líneas, podía observarse que el agente se mostraba muy
interesado por el efecto que DUBOK producía en los intelectuales
bolcheviques. Éstos, hombres y mujeres, solían ser brillantes, eran científicos,
sabían idiomas, poesía y filosofía. Para ellos DUBOK, era una especie de
símbolo, una amada criatura procedente de los niveles más bajos, un
malhechor ilustre y su camaradería con él los confirmaba como miembros de
una sociedad nuevamente formulada. Un politólogo, un filósofo, un
economista, un poeta podían hacer la revolución sólo si compartían su destino
con un criminal. Él era el representante oficial del mundo real. Y así no hubo
ocasión en que, gracias a ellos, su prestigio no aumentara. Y DUBOK lo
sabía. Y DUBOK los detestaba por ello. Por el mero hecho de sentir el aire
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protector en cada poro de su cuerpo, vengarse a su conveniencia, probar que
la igualdad estaba en la mente de ellos, no en la suya, los destruía.
Szara estuvo convencido desde el principio que tenía a un georgiano en
sus manos, y cuando su perfecta mente capaz quiso por fin molestarse en
hacer cálculos aritméticos, supo que era un georgiano de al menos cincuenta y
cinco años, con un pasado revolucionario en Tbilisi y Bakú. Pudiera haber
sido cualquiera entre muchos candidatos, incluidos los líderes del jvost
georgiano; pero a medida que Szara avanzaba en el informe, aquéllos
aparecían eliminados por el propio DUBOK. Para ayudar a la Ojrana,
DUBOK había hecho una descripción de su amigo Ordjonikidze. Dieciocho
meses más tarde, acusaba al terrorista armenio, Ter Petrossian, de participar
en la «expropiación» de un Banco en Bakú; unas páginas más adelante se
refería al bondadoso Abel Yenukidze; y hablaba con dureza de su odiado
enemigo Mdivani. En mayo de 1913 fue presionado para que organizara una
situación que comprometiera al revolucionario Beria, pero DUBOK nunca
pudo pasar más allá de comentar el caso.
Tras día y medio, André Szara no pudo eludir más lo que era evidente: se
trataba del mismo Koba, Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, hijo de un salvaje
zapatero borracho de Gori, el sublime líder Stalin. Durante once años, entre
1906 y 1917, había sido el lechón de la Ojrana, hozando las más raras y
deliciosas trufas del subsuelo que tan cuidadosamente ocultaba a sus
enemigos.
En esta habitación, pensó Szara mientras miraba el cielo gris sobre Berlín,
ocurren demasiadas cosas. Se levantó del escritorio, se desperezó para
desentumecer la espalda, encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. La
señora vestida de seda armaba ruido abajo en las escaleras, dedicada a hacer
alguna de las cosas misteriosas que la ocupaban todo el día. Abajo, en la
acera, un anciano sujetaba la correa de un pastor alsaciano que regaba el pie
de una farola.
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de los años. Pensó que al ser tan pesado el dorado marco macizo, nadie
advertiría la presencia del papel, y dentro de cien años, algún restaurador de
arte…
El lunes, por ver primera, adoptó el papel de alemán. Hablaba con lentitud
deliberada, y evitaba el deje yiddish de su acento, pues quería hacerse pasar
por un individuo un tanto raro, nacido en alguna parte lejos de Berlín. Vio que
si se peinaba con el cabello hacia atrás, se hacía un nudo pequeño en la
corbata y levantaba la barbilla hasta una posición que a él le parecía
particularmente alta, el disfraz era creíble. Tomó el nombre de Grawenske,
que sugería unos orígenes eslavos o wendos, bastante corrientes en Alemania.
Telefoneó al despacho de un subastador y le dieron la dirección de un
guardamuebles especializado en el almacenaje de obras de arte. («¡La
humedad es su enemiga!», le dijo el hombre). Herr Grawenske apareció a las
once en punto, explicó que iba a formar parte del personal contable de una
pequeña compañía austríaca de productos químicos en Chile, masculló algo
sobre la hermana de su esposa que iba a ocupar su residencia, y dejó la obra
maestra del profesor Ebendorfer al cuidado del guardamuebles, para que fuera
embalada y almacenada. Por dos años pagó una cantidad sorprendentemente
modesta, dio una dirección falsa en Berlín y le entregaron un recibo. El resto
de los efectos personales del agente y la bella maleta, los distribuyó en tiendas
que colaboraban en misiones caritativas.
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—A casa para dormir.
—Sería lo mejor.
—¿A qué hora acabará la cena?
—No podré marcharme, espero que lo entiendas. Se trata de una
celebración, una fiesta.
—Oh.
—¿Tienes que irte mañana?
—No me queda más remedio.
—Entonces no sé cómo…
—Te esperaré. Quizá puedas arreglarlo de alguna manera.
—Lo intentaré.
El timbre de la puerta sonó justo después de las once. Szara corrió
escaleras abajo, cruzó a toda velocidad por delante de la puerta de la dueña —
que había abierto una rendija para mirar—, e hizo pasar a Marta. Ésta llevaba
un aura del frío nocturno en su piel. Vestía un traje de noche azul, de tafetán
con volantes, abrochado a la espalda.
—Ten cuidado —le dijo ella al ver que Szara titubeaba—. No podré estar
mucho tiempo. Aquí no es costumbre abandonar así una fiesta.
—¿Qué les has dicho?
—Que un amigo se marchaba.
No fue una noche mágica. Hicieron el amor, pero ella siguió tensa.
Después se puso triste.
—No tendría que haber venido. Era más dulce conservar el recuerdo de la
nieve.
Con la punta de los dedos se apartó los cabellos de la frente.
—Ya no te veré más —añadió. Y se mordió los labios para no llorar.
Szara la acompañó hasta su casa, casi hasta la puerta. Se despidieron con
un beso, un beso seco frío, y no hubo nada más que decir.
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francés de Boulogne, se detuvo en Rostock sólo para cumplir la orden de
recoger a once pasajeros con destino a Leningrado. Al remontar el
Warnemünde, a medida que oscurecía y la niebla subía, hizo sonar
continuamente su sirena y se unió al denso tráfico de cargueros que entraban
y salían de la bahía de Lübeck, donde la espesa niebla del Báltico, empujada
por los recios vientos del norte, avanzaba hacia la playa. A André Szara y a lo
demás pasajeros no se les permitió subir al puente hasta que el barco estuvo
fuera de los límites territoriales de Alemania. Cuando Szara salió a tomar el
aire, al lado del salón del barco, donde les habían servido la cena, había poca
visibilidad: no distinguía las luces de la costa alemana, sólo el oleaje de las
negras aguas movidas por el ventarrón de noviembre, arrojando una fría
espuma salada sobre las metálicas planchas del puente, donde se helaba en
espejos de color plomizo. Aguantó allí cuanto pudo, mientras miraba la niebla
enredada en las luces de los barcos que pasaban, sin que pudiera ver tierra.
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Casi siempre se evitaban entre ellos. Una charla con un diplomático o con
un científico marcado por la sospecha podía ser observada por el atento
agente de Seguridad —¿cómo?, no se sabía—, y ser una prueba empleada en
su contra, una evidencia sólo descubierta en los últimos momentos del regreso
—pensábamos que estaba limpio hasta que vimos que hablaba con Petrov—;
una ironía fatal para el peligroso apetito del NKVD.
Szara habló con uno de ellos, Kuscinas, en otros tiempos oficial de las
brigadas de fusileros letones, los que apoyaron a Lenin cuando derrocó el
gobierno de Kerensky; ahora era un anciano, con la cabeza rapada y el rostro
cadavérico. Aun así, había una gran fortaleza en él; sus ojos brillaban en lo
profundo de sus cuencas y su voz era lo bastante potente como para que
pudiera ser oída por encima del fragor de las olas. Cuando el Kolstroi se
columpiaba y se estrellaba en las altas olas que anunciaban el golfo de Riga,
ya en el segundo día de viaje, Szara buscó con Kuscinas refugio debajo de
una escalera para fumarse un cigarrillo protegidos del fuerte viento. Kuscinas
no le dijo lo que había hecho; cuando Szara le preguntaba se limitaba a agitar
la mano, gesto con el que daba a entender que aquello carecía de importancia.
En cuanto a lo que pudiera ocurrirle, no quería preocuparse por ello.
—Lo siento por mi esposa, por nadie más. Una mujer tonta y terca. Por
desgracia, ella me ama y se le va a romper el corazón, pero qué se le va a
hacer. Mis hijos varones se han convertido en serpientes, mejor para ellos, me
parece; mi hija se casó con una especie de idiota que se tiene creído que dirige
una fábrica en Kursk. Todos encontrarán la manera de repudiarme, si es que
no lo han hecho ya. Estoy seguro de que firmarán cualquier documento que
les pongan por delante. Mi mujer, aunque…
—Debería pedir ayuda a los amigos —insinuó Szara.
—Amigos. —El viejo hizo una mueca.
Las planchas de acero del Kolstroi crujían cuando el barco era empujado a
excesiva altura para luego caer pesadamente en el seno de la ola, esparciendo
por los aires la enorme explosión de blanca espuma.
—Jódete también —dijo Kuscinas al Báltico.
Szara permaneció quieto contra la pared de hierro y cerró los ojos por un
momento.
—Usted no va rendirse, ¿verdad? —preguntó Kuscinas.
—No —contestó Szara, y tiró el cigarrillo al agua—. Soy marinero.
—¿Lo van a detener?
—Quizá. Pero no lo creo.
—Entonces es que tiene los amigos adecuados.
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Szara asintió con la cabeza.
—Suerte. O quién sabe —dijo Kuscinas—. Cuando llegue a Moscú, tal
vez sus amigos no sean los adecuados. En estos días nunca se sabe. —Se
quedó un rato en silencio, recordando algo de su vida—. Supongo que usted
es como yo. Uno de los leales, de esos que llevan a cabo lo que hay que hacer
y no quieren saber por qué lo hacen. Disciplina sobre todo. —Hizo un
movimiento de pesar con la cabeza—. Y al final, cuando nos llega la hora, y
algún otro está llevando a cabo lo que tiene que hacer, alguno que no quiere
saber por qué lo hace, ejecutor disciplinado, entonces, todo lo que se nos
ocurre es Za chto? —¿por qué?, ¿para qué? —Kuscinas se echó a reír—.
Simples preguntas para salir del paso —añadió—. Por lo que a mí se refiere,
no pienso preguntar nada.
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somos— es el sentido que tiene, su significado. Luego nos iremos. Pero ahora
sólo queremos una explicación. ¿Es demasiado preguntar?
Sí.
El salvajismo de la purga —Szara lo conocía— les dio toda la razón para
creer que había una razón, que tenía que haberla. Cuando se llevaron a
determinado agente del NKVD, la esposa lloró. Entonces fue acusada de
resistirse al arresto. Tales acciones, corrientes, cotidianas, implicaban un
esquema, un plan preconcebido. Sólo querían que les dejaran penetrar su
significado y, por supuesto, sus propias muertes habían comprado el derecho
a una respuesta; una vez escuchada, dejarían que ocurriera lo demás. ¿Qué
significaba una gota de sangre derramada en el suelo para aquellos que la
habían visto como ríos desbordados por las calles polvorientas de la nación?
La única ofensa era la ignorancia, algo que nunca toleraron, que no podían
tolerar ahora.
Hubo un momento en que el culto del Za chto? empezó a desarrollar una
teoría. En especial a partir de los sucesos de junio de 1937, cuando la única
alternativa al poder del dictador quedó hecha trizas. En aquel junio le tocó el
tumo al Ejército Rojo, y cuando la humareda se disipó, que vio que lo habían
decapitado, aunque seguía desfilando. El mariscal Tujachevsky, reconocido
como el soldado más grande de Rusia, fue acompañado en su desaparición
por dos de los cuatro mariscales que quedaban, catorce de los dieciséis
comandantes en jefe, ocho de los ocho almirantes, y así hacia abajo uno tras
otro. Todos los once vicecomisarios de Defensa, sesenta y cinco de los
ochenta miembros del Soviet Supremo Militar. Todo esto tenía una razón para
ellos; los fusilamientos, los helados campos rodeados de minas, un ejército
virtualmente derrotado por su propio país… sólo podía obedecer a una
intención: Stalin buscaba de esa forma la desaparición de cualquier oposición
en potencia a su poder personal. Era el método del tirano: primero elimina a
los enemigos, después, a los amigos. Se trataba de un ejercicio de
consolidación. A gran escala. Últimamente, las víctimas se contaban por
millones. ¿Pero acaso no era Rusia una nación a gran escala?
¿Qué era Rusia, sino un lugar donde uno podía decir que, desde siempre,
los tiempos y los hombres son perniciosos, y por eso sufrimos? Esto, para
algunos, acababa con el tema. Los viejos bolcheviques, los chequistas, los
cuerpos de oficiales del Ejército Rojo…, todos fueron la revolución, pero
había llegado el momento de sacrificarlos para que el Gran Líder pudiera
permanecer sin sombra de amenaza en el lugar supremo. La espina dorsal de
Rusia estaba rota, su espíritu exangüe; pero, al menos, casi todos tenían ya su
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respuesta y pudieron seguir con el trivial asunto de las ejecuciones: las
aceptaban y las entendían. Un gesto final en beneficio del Partido.
Pero estaban equivocados; aquello no era tan sencillo.
Algunos entendieron que no muchos, sólo unos pocos, y pronto los
suficientes, morirían y, con el tiempo, también sus verdugos, y, después, los
verdugos de los verdugos.
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Al día siguiente, Szara no vio a Kuscinas. Luego, cuando el Kolstroi
navegaba por el golfo de Finlandia y el primer hielo del invierno rozó el casco
del buque y las luces de la fortaleza de Kronstadt brillaron en la oscuridad, los
hombres de Seguridad y los marineros empezaron una búsqueda frenética,
peinaron el barco, pero Kuscinas se había ido, y no pudieron encontrarlo.
—¡Eh, André Aronovich! ¡Por aquí!
La imperiosa voz femenina le llegó por encima del murmullo de la gente.
Había una verdadera multitud apiñada en la sala de estar de aquel
apartamento del distrito Mochovaya. Szara buscó con la mirada a través de la
humareda y vio una mano que se movía en alto.
—Perdón —fue diciendo—. Lo siento. Perdone.
Prefirió dar un rodeo; evitó los grupos, y esquivó los peligrosos codos de
los que luchaban por abrirse paso hasta el bufé, para acercarse a la mano y a
la voz. Moscú sufría la escasez de casi todo, pero allí había «Servuga» negro,
cordero asado, pirozji, guisantes salteados, montones de blini caliente y
bandejas de salmón ahumado. El resto era desesperante: la sala rebosaba de
apparatchiks, mandarines de la agricultura y del plan de carreteras, de la
construcción y de la política extranjera, así como de los Servicios de
Seguridad, todos ellos tratando de obtener alimentos para la semana siguiente.
Más de un bolsillo estaba atiborrado de carne, de pescado ahumado, incluso
de mantequilla…, en fin, de todo cuanto estaba al alcance.
Hubo un instante en que Szara pudo entrever un rostro vagamente familiar
detrás del hombro de un oficial de la Armada, pero luego desapareció entre la
multitud. Una mujer mundana, con poco maquillaje, un peinado sencillo
aunque elegante y largos pendientes de plata en las orejas. Trataba de recordar
quién era ella cuando, de pronto, se la encontró delante: Renate Braun,
curiosamente transformada, con una blusa de seda color lima y la recatada
sonrisa que suele verse en los cócteles de las películas británicas.
—¡Cielos, cuánta gente! —exclamó ella mientras rozaba su mejilla con la
de él, como si fuera una amiga a quien veía muy de vez en cuando. La última
ocasión que Szara tuvo de verla fue en una casa de putas de Ostende, ella
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rebanaba con una navaja de afeitar los dobladillos de los pantalones de un
muerto; sin embargo, en aquella sala presentaba una imagen muy distinta.
—Tienes que conocer a Mr. Herbert Hull —dijo ella efusiva hablando
alemán con acento inglés.
Entonces Szara se dio cuenta de que Renate intentaba acercarse a un
hombre alto, con el cabello color de arena, tez curtida por la intemperie y
cejas tupidas. Debía de rondar los cincuenta años, y su postura, descuidada y
relajada, no dejaba lugar a dudas de su origen norteamericano. Fumaba, con
evidente torpeza, un cigarrillo majorka mal liado, y, según le pareció a Szara,
intentaba adaptarse al ambiente que lo rodeaba.
—Herb Hull —se presentó.
Había una gran fuerza en la mano que estrechó la de Szara mientras
buscaba algo en sus ojos al saludarle.
—Herb tenía muchas ganas de conocerte —dijo Renate Braun.
—Todos sabemos de André Szara —corroboró Hull—. Admiró mucho su
obra, Mr. Szara.
—Oh, pero llámalo André.
—Sí, por favor.
El inglés de Szara era cuando menos titubeante. Temía que sonara
horrible, confuso e importuno en algún momento, una impresión que los
eslavos suelen tener cuando hablan en inglés. De momento, ya observó la
odiosa sonrisa comprensiva en el rostro del estadounidense.
—Herb es editor de una nueva revista de Estados Unidos. Un proyecto
muy importante. Seguro que habrás oído hablar de él, de cuando estaba en la
Nation y en la New Republic.
—Ah, sí. —Szara había oído los nombre, y pidió a Dios que no le
preguntara sobre algún artículo en especial. Amplió su sonrisa—. Por
supuesto, muy importantes. —Observó la mirada de alarma de Renate Braun,
pero no se arredró—. ¿Le gusta Rusia?
—Nunca paso dos días seguidos en un mismo sitio; las cosas van mal,
pero hay una fortaleza en la gente que resulta irresistible.
—Ach. —Gesto horrorizado de Renate Braun—. Nos conoce demasiado
bien.
Hull sonrió y se encogió de hombros.
—Trato de aprender, aunque me cueste. Es lo que necesitamos. Conocer
las cosas de primera mano, una búsqueda de la verdadera Rusia.
—Estoy segura que André puede ser de gran ayuda para ti en eso, Herb.
Sin la menor duda.
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—¿Sí? —quiso saber Szara.
—¿Por qué no? —Las cejas de Hull se enarcaron—. Después de todo, yo
soy editor y tú, escritor. En una revista nueva…, bien, un escritor ruso que
hable de la Unión Soviética supondría un cambio, un cambio para mejorar.
Yo me inclino por creerlo así, ¿no?
—Ah, pero mi inglés…
—Eso no es problema, André. Nos encantaría hacer la traducción o
podríamos hacerla aquí. No sería perfecta, pero te garantizo que se
conservaría el sentido de todo.
—Me siento muy honrado —contestó Szara.
Y fue sincero cuando lo dijo. La idea de aparecer en una publicación
respetable ante una audiencia americana distinta a la habitual chusma del
Daily Worker resultaba inmensamente halagadora. Ilya Ehrenburg, el
corresponsal número uno de Pravda, ya lo había hecho cubriendo la Guerra
Civil española, con tanto éxito que Szara había tenido que limitarse a otras
partes de Europa.
Hull dejó que la oferta produjera su efecto, luego continuó.
—Renate dice que estás trabajando en una obra histórica que quizá
sirviese para lo que queremos. No te voy a engañar, buscamos algo que nos
gane la atención que necesitamos. Y pagaremos bien. No será Hollywood,
claro, pero creo que podrás comprobar que somos competitivos en el mercado
de Nueva York.
Renate Braun pareció muy excitada por aquella posibilidad.
—Hasta hemos discutido un título, André Aronovich.
Szara se la quedó mirando fijamente. ¿De qué estaba hablando?
—Sólo discutido —intervino Hull. Sabía lo que ciertas miradas
significaban en el rostro de un escritor—. Un título de trabajo, eso es todo,
pero permíteme que te diga qué atrajo mi atención.
—¿El título?
—Debe ser emocionante —dijo Renate—. Ha de tener… —Miró a Hull
en busca de la palabra.
—¿Intriga?
—Sí. Eso es: ¡intriga! Una historia del pasado revolucionario de Rusia, su
historia secreta. No estamos muy seguros de lo que haces, como los escritores
os encerráis a cal y canto en vuestras ideas, pero pensamos que quizás algo
por el estilo de «El misterioso hombre de la Ojrana». —Se volvió de nuevo a
Hull—. ¿Sí? ¿Está bien expresado en inglés?
—Sí, por supuesto. Yo diría que es bastante bueno para una portada.
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Szara repitió el título en ruso. Renate Braun hizo un movimiento enérgico
con la cabeza.
—Tu inglés es mejor de lo que crees, André Aronovich.
—Claro que sí —dijo Hull en su apoyo—. Puedes usar un seudónimo si
quieres. No ignoro lo fácil que es meterse en líos en estos tiempos. Aunque
preferiríamos usar tu nombre, por supuesto, pero protegeremos tu identidad si
con eso té sientes más cómodo.
Szara se limitó a mirarlo intrigado. ¿Cuánto sabía él?, ¿tenía idea de lo
que le ocurría a la gente que se dedicaba a esos juegos?, ¿era valiente?,
¿estúpido?, ¿o ambas cosas?
—Bueno, André, ¿lo pensarás? —preguntó Hull; había interés en su
mirada, con la cabeza inclinada, mientras calibraba su reacción.
—¿Y qué tiene que pensar? —dijo Renate—. ¡Una oportunidad así!
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conozcamos su identidad real. Atentamente suyo, André Szara. (Por favor, no
envíen flores).
O también, oh sí, el seudónimo. Boris Ivanov ha servido en el Cuerpo
Diplomático soviético. Con eso, seguramente el NKVD perdería el rastro.
Durante un mes. Tal vez un año. Nunca por más tiempo.
Aun así, era evidente que daba a conocer un punto de vista:
Sabemos lo que hiciste y podemos probarlo, deja de matamos o
terminaremos contigo. Extorsión. Pura política pasada de moda. Tan antigua
como el tiempo.
Admiró el plan, aunque sintió algo más que un ligero desasosiego por su
capacidad, en apariencia sin límites, para engañarse a sí mismo. Algunas
cosas tenían ya sentido. En el tren a Praga, el general Bloch le había dicho
con toda exactitud aunque de forma indirecta, lo que tenía pensado para él.
Szara, que no había sabido interpretarlo, por supuesto, tomó una delicada
información en clave por una especie de filosofía pomposa, por una homilía.
Hizo un esfuerzo para recordarlas, y se repitió las palabras del general:
«Algunos hombres, en tales circunstancias, pueden tener poco apego a sus
vidas. Una oportunidad surge ante esos hombres. Y entonces nos encontramos
ante un héroe». En la calle desierta, cubierta de hielo gris, Szara soltó una
carcajada. Bloch había dicho algo sobre la actitud de Szara con respecto a sí
mismo y había observado, con suficiente habilidad, que no tenía esposa ni
hijos. ¿Qué más? Ah, sí. «Ser escritor requiere trabajo y sacrificio, seguir
cualquier camino sin importar adonde lleve».
Sí. Bueno. Ya sabía dónde llevaba. Igual que sabía en 1917, cuando tenía
veinte años, lo que importaba la muerte. Desde el principio, en el parque de
Ostende, Szara supo cuál era su destino. Se había desviado de él una o dos
veces, pero volvía a aparecer ante él, y ahí estaba de nuevo. El Szara que
Bloch vio en el tren era, como sus hermanos revolucionarios, un muerto de
vacaciones, unas vacaciones que llegaban a su inevitable término, como todas
las vacaciones.
De pronto, los muros de su ironía se desplomaron y una verdadera
angustia atenazó su corazón. Se detuvo preso del frío, con el semblante
contraído por el dolor y la rabia; un sollozo ascendió hasta su garganta y tuvo
que morderse los labios para no gritar la terrible pregunta, a Dios y a las
calles de Moscú:
¿Por qué ahora?
Porque ahora todo era diferente. Bloch había conocido a una determinada
clase de hombre en el tren de Praga, pero ahora él no era ese hombre, sino el
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tipo de hombre que hunde su rostro en la piel de una mujer para absorber tales
fragancias que termina por llorar de gozo. El hombre que gira como una débil
peonza entre la ternura y el deseo desordenado, que se despierta ardiendo
cada mañana, que durante horas piensa sólo en lo mismo, ¡y con qué nitidez
lo piensa!
Recuperó el dominio de sí mismo, respiró profundamente y dejó de
caminar. El muro interior no debía resquebrajarse, ni por dentro ni por fuera.
Lo necesitaba para poder sobrevivir.
Advirtió que la helada le había dejado insensible el rostro y se apresuró a
regresar a casa. Después se enjuagó la boca con té muy caliente, y, sin
quitarse el abrigo y el gorro de piel, se sentó a la mesa que su mujer, sólo
unos meses antes de morir, insistió en poner junto a la ventana de la cocina.
Había sido una bella mesa de madera de cerezo, absurdamente decorada, de
pesadas patas torneadas. Como era lógico se había estropeado de tenerla en la
cocina. Pero en ese momento le sirvió para contemplar el pálido amanecer
sobre las chimeneas de Moscú, con sus tenues e inmóviles penachos de humo
suspendidos en un aire inanimado y frío.
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preguntas. Era un tipo grueso, corpulento a pesar de su volumen; enfundado
en un traje azul muy usado, la chaqueta abotonada sobre el estómago encima
de un chaleco con la cadena de un reloj de oro cruzada de bolsillo a bolsillo.
Ojos despiertos captadores de la luz, nariz rota, sombrero flexible que nunca
se quitaba y una espesa barba negra que le daba un cierto aire de barítono de
ópera, de un artista habituado a hacer las cosas a su manera y capaz de crear
problemas cuando no era así. Se sentaba en una silla de la cocina, con las
piernas separadas, ponía un cigarrillo entre los labios, lo encendía con un
fósforo de madera largo, entornaba los párpados mientras escuchaba, y daba
la impresión de que estaba a punto de dormirse. A menudo hacía un pequeño
ruido, un gruñido que podía significar muchas cosas: simpatía —qué mal lo
has debido de pasar— o incredulidad, tal vez de asentimiento con lo que oía,
quizás el gruñido de un hombre casi siempre escéptico. De hecho, aquello era
una estratagema que no quería decir nada, y Szara lo sabía.
Abramov hablaba en un tono bajo y ronco, con una voz llena de la
pesadumbre causada por una humanidad compuesta por embusteros y pícaros.
Cuando hacía una pregunta, la tristeza invadía su semblante. Como un
maestro que sabe de antemano que sus incorregibles alumnos darán sólo
respuestas equivocadas, Abramov era un interrogador de personas que nunca
decían la verdad. El método resultaba ingenioso. Szara lo entendía y lo
admiraba, pero no por eso se libraba de su poderoso influjo: se sentía
obligado a complacerlo, y hacía lo posible para dar visos de verosimilitud a
cuanto le decía, y conseguir así que la visión amarga que Abramov tenía del
mundo desapareciera ante su idealismo renacido.
Alertado por el peligroso señuelo de Abramov —su habilidad para
estimular la esencial necesidad del ser humano de agradar—, Szara dispuso
sus defensas con sumo cuidado. Para comenzar, resistencia. Después, una
estrategia de sumisión, y ceder en todo excepto en lo importante: Marta
Haecht y todas las pistas que llevaran a ella. De acuerdo con esto, la
descripción que hizo de la cena en la villa Baumann estuvo cargada de
detalles, pero faltó un personaje en el reparto. Cuando visitó la fábrica de
cables, le presentaron al ingeniero jefe, de nombre Haecht, el hombre que
podría ser el dueño nominal de la empresa. Un técnico, dijo Szara, con el que
ellos no colaborarían. Abramov gruñó ante esa observación pero no dijo nada.
Dejó a Bloch y a Renate Braun para el segundo escenario de las
confesiones, y limitó la parte inicial del interrogatorio a la crónica de los
obreros portuarios de Amberes, un viaje sin incidentes notables a Praga, la
situación de la ciudad, y el rechazo de su crónica acerca del potencial
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abandono de Checoslovaquia. Informó con todo detalle de las revelaciones de
Baumann sobre la fabricación de cable de estampación, lo que le mereció la
recompensa de una serie de gruñidos de aprobación. Después debió relatar
por segunda vez ese aspecto de su historia; la comprobación de Abramov era
astuta, ingeniosa, un contraste sucesivo de espejos que pondrían de relieve
todos los posibles enfoques de su exposición. En cuanto a Jelidze, Szara dio
cuenta de las conversaciones que mantuvo con él a bordo del Nicaea, pero
omitió lo ocurrido más tarde en Ostende.
Hasta el lunes de la segunda semana, Abramov no empezó a mostrar
síntomas de desasosiego. Los interrogatorios habían descubierto siempre algo
nuevo, aunque sólo fuera una insignificante orgía con un animateur de
cabaret. ¡Pero bueno!, ¿qué ocurría?, ¿acaso había encontrado por fin a un
verdadero santo? Szara se derrumbó y dio a entender que necesitaba decir
cosas de las que no podía hablar en un apartamento de Moscú. Abramov
asintió con la cabeza, como el médico apesadumbrado que se ha enfrentado
con el temido diagnóstico, y se puso un dedo índice en los labios.
—Hoy has actuado muy bien, André Aronovich —dijo en beneficio de la
audiencia—. Vayamos al «Metropol» para un cambio de escenario.
Sin embargo, cuando pisaron la crujiente nieve recién caída en el
Serenísimo Kusnetzki, pasaron de largo por delante del hotel «Metropol» y su
popular cafetería —llena de agentes del apparat—, y, en su lugar, entraron en
un mugriento tabuco de una calle lateral. Abramov pidió viesni —unas
cremas batidas— que les sirvieron en unas toscas tazas grises de café pero
rebosantes de nata fresca.
Szara contó el segundo acto: el cadáver en el hotel, el resguardo, la
maleta, el general Bloch, el expediente y el editor de la revista
norteamericana. Abramov meditó con evidente malestar. Cada palabra de
Szara lo involucraba más en el asunto, y se daba cuenta de lo que eso
significaba. Su rostro comenzó a crisparse de dolor, los gruñidos alentadores
se convirtieron en exclamaciones de horror. Pidió más viesni, juró en yiddish,
tamborileó con sus gruesos dedos en la mesa, y, cuando Szara terminó de
soltar todo, suspiró.
—André Aronovich, ¿qué has hecho?
Szara realizó un gesto de impotencia. ¿Cómo iba a sospechar que las
instrucciones no le llegaban de Abramov o de alguno de sus colegas? El
segundo grupo basó su plan precisamente en esa suposición suya.
—Te absuelvo —dijo Abramov con voz ronca—. Pero soy el menor de
tus problemas. Dudo que los georgianos te disparen en Moscú, pero sería
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prudente que tuvieras cuidado con lo que comes aquí, y que te mantengas
alejado de las ventanas en los pisos altos. Entre nosotros es cosa sabida:
cualquiera puede cometer un asesinato, pero un suicidio requiere un artista. Y
ellos los tienen. Sin embargo, el hecho de que te hayan dejado en paz durante
tanto tiempo significa que traman algo. Eso también saben hacerlo muy bien.
Al fin y al cabo, estamos hablando de nuestros sicilianos, de nuestros
meridionales, y sus odios de familia terminan siempre igual. Todo hace
pensar que tienen su propio plan para el expediente de la Ojrana, y que no han
informado al Gran Líder ni a sus sapos oficiales; por eso sigues vivo. Claro
que si publicas ese artículo…
—¿Qué debo hacer entonces?
Abramov emitió un gruñido prolongado.
—¿Nada? —insistió Szara.
Abramov reflexionó un momento y rebanó con la cuchara el último viesni
de su taza de café.
—Este asunto del jvost es un poco más complicado de lo que parece a
primera vista. Sí, las cosas han sucedido, pero… Ejemplo: hace dos años, en
el juicio contra Lev Rosenfeld y Grigory Radomilsky —«Kamenev» y
«Zinoviev»— el fiscal Vyshinsky, en sus conclusiones a los jueces, dijo una
cosa extraña, algo que caló hondo en las mentes. Los llamó «hombres sin
patria». Vyshinsky pretende que quiso decir que, como troskistas, habían
traicionado a su país. Pero nosotros habíamos oído ya esa clase de cosas, y
sabemos lo que significan, tal como se dicen con toda libertad en Alemania,
con menos claridad en Polonia y se han venido repitiendo en todas partes
durante mucho tiempo. Pero si la gente se traga la explicación de Vyshinsky,
porque hay personas para todo, consideremos el caso del diplomático
Rosengolts. Jugaron con él como el gato con el ratón; lo despojaron de todos
sus cargos oficiales y permitieron que se cociera en su salsa durante muchas
semanas. Él sabía con seguridad lo que le esperaba, pero el apparat dejó que
la situación se pudriera para que cada día le pareciera de cien horas. Todo esto
fue mucho más duro para su esposa, una persona alegre, sencilla, sin estudios,
oriunda de algún lugar del Límite. Durante aquellos meses, la espera fue
minándola, y cuando el NKVD detuvo a Rosengolts, porque al final
resolvieron arrestarlo, descubrieron que ella había puesto por escrito un
sortilegio contra el infortunio, los salmos sesenta y ocho y noventa y uno,
ocultos dentro de un trozo de pan duro, que había envuelto en una tela y
después cosido dentro del bolsillo de su marido.
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»En el juicio, Vyshinsky se burló mucho de ese patético pedazo de papel.
Leyó los salmos, como aquél de “Y Él te librará del lazo del cazador; de la
peste destructora. Con Sus plumas te cubrirá, y debajo de Sus alas estarás
seguro: Escudo y adarga es Su verdad. No tendrás temor de espanto nocturno,
ni de saeta que vuele de día”. Ya ves lo que había hecho. Vyshinsky se refirió
a estas palabras en tono de salvaje desprecio, y luego preguntó a Rosengolts
cómo había llegado el papel a su bolsillo. El desgraciado admitió que su
esposa lo había puesto allí, diciéndole que era para darle buena suerte.
Vyshinsky lo presionó en ese punto, e insistió una y otra vez, en la “buena
suerte”, hasta que los espectadores de la sala empezaron a reír, entonces
Vyshinsky se volvió para mirarlos y les hizo un guiño.
»Muy bien, dirías tú, el caso está claro. La purga es, en realidad, un
pogrom. Pero ¿lo es? ¿Puedes asegurarlo? Quizá no. La Sección de Asuntos
Extraordinarios es dirigida por I. I. Shapiro; por tanto, si la purga va contra
los judíos, a menudo, está guiada por judíos. Y ahora vamos a ver la gente
que te ha involucrado en su trama. El general Bloch es judío, seguro, aunque
tengo que señalar que está en el Servicio de Inteligencia del Ejército, el GRU,
y no en el NKVD, un dato que debes tener en cuenta. Renate Braun es
alemana, quizá de una de las muchas sectas protestantes, y no tiene nada que
ver con el NKVD. Es una spez, una especialista extranjera, empleada en la
“Meshdunarodnaja Kniga”, la Editora del Estado, y trabaja en la publicación
de los textos alemanes que se introducen de contrabando en Alemania. Eso la
relaciona claramente con el Comintern.
»Lo que quiero decir es esto: pienso que los Servicios Secretos son como
un océano; que las corrientes que se mueven en ellos van en una dirección
unas y otras en la contraria; a veces son convergentes, a veces divergen.
¿Acaso es esto algo nuevo? No hay nada nuevo. Lo mismo ocurriría en la
“U. S. Steel” o en la Compañía de Teléfonos del Reino Unido. En el trabajo
hay rivalidades, alianzas y traiciones. Por desgracia, cuando un apparat de
espionaje se dedica a jugar a estas cosas, cuentan con herramientas tan
afiladas y con una experiencia tan extensa y contrastada, que el nivel del
juego puede ser tremendo. A un periodista, a un ciudadano normal, se lo
comerían vivo. ¿Ante qué nos encontramos? ¿Ante una batalla política entre
intereses nacionales? ¿O ante un pogrom? Porque no es lo mismo.
»Para que sea un pogrom, resulta demasiado silencioso. Claro que Stalin
no puede permitirse, a nivel político, enajenar la simpatía de los judíos del
Mundo, porque tenemos muchos amigos entre ellos. Ya conoces la tan
manida frase de se unen a nuestra ideología. Y ahora, con la aparición de un
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monstruo odioso en Alemania, están locos por entrar en acción, cualquier
acción que vaya contra el fascismo. Esto es, ¿entiendes?, una circunstancia
útil para la gente de mi oficio. Podemos pedir favores. ¿Sería capaz Stalin de
llevar a cabo un pogrom secreto? Sí. Y con el clima político que hay ahora,
tendría que hacerlo de la manera que está ocurriendo. Por lo tanto, no es fácil
descartarlo.
»Pero pasemos de ti. Metido en una operación de la que no puedes salir
vivo, voy a creerme que deseabas llevarla a cabo. Pareces diferente, si me
permites decirlo. Cambiado. Ya no eres el cínico hijo de puta que conocí en
los últimos años. ¿Por qué? De acuerdo, anduviste muy cerca, el turco
Ismailov casi acaba contigo. ¿Es por eso?, ¿porque viste el rostro de la muerte
eres un hombre nuevo? Quizás, André Aronovich, pero no resulta nada
corriente ese rostro, algunas veces por una enfermedad muy grave, cuando el
hombre puede pedir algo a su Dios, pero casi nunca en este tipo de asuntos. A
pesar de todo, ha sucedido. Soy tu amigo. No me preguntes por qué. Y digo,
¿qué se puede hacer por el pobre André Aronovich?
»Ahora, lo normal sería que pusiéramos a Baumann en manos de uno de
nuestros agentes en Alemania; se puede hacer de mil maneras, incluso con las
actuales restricciones para los judíos: tiene un asunto amoroso, visita al
dentista, va a shul, pasea por el campo y encuentra a alguien, o en una visita a
la tumba de su padre. Créeme, lo arreglaríamos.
»Pero, por otro lado, pudiera ser que Baumann fuera asustadizo, nervioso,
que no estuviera comprometido de verdad, lo cual, a su vez, implica un
cuidado especial en la elección de nuestro agente. ¿Cuáles son, de hecho, las
motivaciones de Baumann? Yo puedo insistir sin cesar en esa pregunta. ¿Qué
busca?, ¿luchar contra Hitler?, ¿ayudar a la clase obrera?, ¿hacerse rico?
Decimos que los espías trabajan por dice: d por dinero, i por ideología, c por
coacción, e por egolatría. ¿Cuál es la letra de Baumann?, ¿o debemos
preguntarnos si hay una quinta letra?
»Que alguien me demuestre que no es un juguete en manos de la Abwehr,
o peor, del Referat VI C de la Reichssichercheitshauptamt, la Oficina
Principal de Seguridad a cargo del insufrible gilipollas de Heydrich. El
Referat VI C es el contraespionaje de la Gestapo, tanto dentro como fuera de
Alemania, el pequeño departamento de Walter Schellenberg, y Schellenberg
es muy capaz de haber puesto esa clase de trampa: tiene bien cogida una
punta del hilo para ir tirando poco a poco de él, sin que nadie se dé cuenta,
hasta tener toda la red hecha un ovillo en su mano. Serían años de trabajo
perdidos. Y en Moscú, carreras arruinadas. Por eso no me fío. Mi puesto
Marzo de 1938.
El invierno tardó en irse. De noche, el aire helaba y las estrellas no
parpadeaban; parecían frías luces inmóviles en la distancia. Los ojos
lagrimeaban con el viento y las lágrimas se helaban. Dentro de las casas no se
estaba mejor; cuando Szara se despertaba por la mañana, su aliento era una
nube blanca sobre el oscuro fondo de la manta.
No hizo tanto frío en Centroeuropa: Hitler se anexionó Austria; Francia y
el Reino Unido protestaron, la multitud lanzó vivas en las calles de Viena, los
judíos fueron sacados a rastras de sus escondrijos, humillados y apaleados.
Unos murieron a causa de las palizas, otros, por la humillación. En Moscú
hubo más juicios: Piatakov, Radek, Sokolnikov (Sobelsohn), Krestinsky,
El viernes de la última semana de abril cayó una cálida y fina lluvia que
dio más brillo a los primaverales brotes de los árboles del bulevar. Szara pidió
una conferencia telefónica con la oficina de la revista de Marta en Berlín.
Veinte minutos más tarde la canceló.
El evangelio según Abramov: «Mira, nunca puedes estar seguro de lo que
ellos saben de ti, de la misma manera que ellos nunca pueden estar seguros de
lo que nosotros sabemos de ellos. En tiempos de paz, los Servicios se dedican
a dos cosas fundamentales: vigilan y esperan. Esto es una guerra invisible,
hecha con armas invisibles: información, números, transmisiones por
radiotelegrafía, contacto social, influencia política, entrada en ciertos círculos,
conocimiento de la producción industrial o moral de la infantería… Anda,
muéstrame la moral de la infantería. No puedes. Es intangible.
»Lo más invisible de todo son las operaciones de contraespionaje. La
gente encargada de ellas no quiere eliminar a sus oponentes, por lo menos no
de inmediato. Algún jefazo grita ¡Detenedlos! ¡Detenedlos!, pero sus agentes
se oponen y dicen. No. Queremos ver qué es lo que hacen. Para ti significa lo
siguiente; imagina que tienes el tifus, eres un infeccioso, y cualquiera que
encuentres o que saludes coge la enfermedad. No importa que el encuentro
sea de lo más inocente, el otro será sospechoso si hay un tercero que te vigila.
¿Te preguntas por qué no reclutamos a amigos, familiares y amantes?
Podríamos hacerlo porque, en cualquier caso, también serán considerados
culpables».
La semilla que Abramov plantó en Moscú se transformó en un frondoso
jardín en París. Creció en la imaginación de Szara, donde adoptó la forma de
una voz: una voz tranquila, inteligente, cultivada, segura de sí misma, que
hablaba en alemán. Era la voz de la presunta vigilancia, y cuando a Szara se le
ocurría una locura, como llamar por teléfono a Alemania, le hablaba. 28 de
abril. 16,25. SZARA (el sencillo formulario oficial se parecería al de DUBOK,
y Szara imaginaba que el funcionario alemán no sería muy distinto al autor
del Informe de la Ojrana) telefonea a MARTA HAECHT, al número 45633 de
Szara trabajó.
La primavera parisina dio señales de vida. Un día amaneció caluroso, y
todas las mujeres se vistieron de amarillo y verde; en las terrazas de los cafés
los parroquianos reían por cualquier cosa; las abiertas puertas de los bistros
dejaron pasar sus aromas, y, dentro, el perro del dueño movió el rabo junto a
la caja registradora, se puso una pata sobre el hocico y soñó con un montón de
huesos y cortezas de queso.
La red OPAL trabajaba en un edificio de tres plantas, próximo a los quais
del canal de Saint-Martin y del canal de l’Ourcq, en un extremo destartalado
del distrito Diecinueve, en el cual, las calles que salen de la Porte Pantin se
convierten en estrechas carreteras que conducen a los pueblos de Pantin y
Bogigny. Un quartier laborioso e insomne, donde están situados los
mataderos de la ciudad y los refinados restaurantes de la avenue Jean Jaurès,
lugar de cita frecuente a la hora del alba de los juerguistas elegantes que van
para comer el filete de buey con miel asado al horno, lejos de los turistas y los
conductores de taxi que prefieren Les Halles. París desconcertaba con algunas
cosas que no se sabía para qué servían, el Hippodrome, donde se celebraban
Goldman le había dicho «¡Sé periodista!», así que Szara le hizo caso,
aunque a disgusto. Se agenció una habitación amplia y oscura en la rue du
Cherche-Midi (la calle que buscaba el sol, y que no solía encontrar), a medio
Eran poco más de las tres de la madrugada cuando Szara llegó a la tercera
planta de la casa de la rue Delesseux. Kranov había terminado ya sus tareas
radiotelegráficas de la noche y Szara disponía de la sala para él solo. Antes
que nada sacó el sobre dirigido a Jean Marc. Dentro había un rectángulo de
papel con el dibujo ciclostilado de un hombre barbudo ataviado con una
armadura romana, una estrella de seis puntas en el yelmo y delante, una daga.
Era un billete que daba derecho a su poseedor al asiento 46 del teatro en el
sótano de la sinagoga de la rue Muret, el día dieciocho del mes de Iyyar del
año 5698, a las diecinueve treinta, para asistir a la representación anual del
Lag b’Omer, por la compañía juvenil de la sinagoga. Ésta se hallaba en el
corazón del Marais, el quartier judío de París. Para los no familiarizados con
la fecha impresa en la invitación en una esquina habían garrapateado 18 de
mayo.
Szara se lo guardó en el bolsillo, mientras se preguntaba la próxima
sorpresa. Acudir al agente de una red para comunicarse con su delegado a
través de él era un método inaudito, y si Abramov se enteraba de lo ocurrido
seguro que se enfurecería; pero, hacía ya un tiempo que las manifestaciones
exóticas no le hacían mella, y no iba a permitir que ésta le preocupara. Le
habían enviado una entrada para la representación de una obra juvenil en una
sinagoga. Pues bien, iría a verla.
Una buena risa. Y útil además, porque, gracias a ella, Szara no tuvo que
contestar a la pregunta de Bloch con un no inmediato. Después salieron juntos
hacia el Metro. Bloch volvió a referirse a la obra de teatro, a la pequeña que
hacía el papel de Hanna, ¿cómo se llamaba? ¿Perlemère? Sí, claro, Szara tenía
razón, unas pocas semanas en la línea del frente y volvería a recuperar la
memoria del agente entrenado. Perlemère, madreperla, en alemán sería
Perlmutter. ¿De dónde sacan los judíos esos nombres? Pero, con
independencia de cómo se llamara, ¿no era un tesoro?
¿No lo eran todos?
Incluso los de Rusia. Quizá no tan rápidos y listos como estos niños, pero
brillantes y voluntariosos, pequeños optimistas; si los derribaban se
levantaban fanfarroneando. Seguro que Szara los conocía: los hijos y las hijas
de los judíos en las Universidades, en los despachos ministeriales y en el
Cuerpo Diplomático, hasta en los Servicios de Inteligencia.
Esos niños. Los que no tenían hogar o sin padres. Los que comían en la
oscuridad de los cubos de basura.
Mucho después de despedirse de Bloch, Szara continuó la conversación
consigo mismo.
Falso, pero persuasivo. Como Goldman aseguró: «Decir a alguien que vas
a protegerlo es la manera más segura de que se dé cuenta que está
amenazado». Szara levantó la mirada de su plato de fideos y le preguntó si
Baumann no se encontraba en peligro. Goldman contestó con un
encogimiento de hombros. «¿Y quién no lo está?», fue su respuesta.
Szara cogió otra hoja de papel y escribió un informe a Goldman que luego
8 de julio.
Subió al tren nocturno de Lisboa. Sentado en un vagón ordinario, para
ahorrar dinero, en previsión del gasto de las fiestas de los amantes: gambas
heladas con mahonesa, el vino que llaman «Barca Velha», a la fría
temperatura de la bodega de la taberna. Pero, además, no quería dormir. En
algún lugar del océano —imaginaba— Marta Haecht tampoco dormiría.
Ajena a la fiesta de fin de viaje, estaría acodada en la barandilla, y miraría la
confusa línea de tierra en la distancia, sin oír apenas los rebuznos de los
alborotadores de «Kraft durch Freude» con sus canciones nazis en el salón de
baile del barco. Guardaría su carta en el bolso, cuidadosamente doblada, para
luego reírse de ella en Portugal.
Nada mejor para un enamorado que una vieja en tren durante toda una
noche, el traqueteo infinito sobre los raíles, la visión esporádica de la
locomotora a la luz de la luna cuando enfila una larga curva. Toda la noche
estuvo evocando recuerdos —¿Hay un sitio para desnudarme?—. Al alba, el
tren pasó por los viñedos de Gascuña. De pie, en la plataforma del último
vagón, miró el brillo de las vías a medida que pasaban bajo los enganches y
respiró la carbonilla del aire. Hacía frío al pie de los Pirineos; el aroma a
resina de los pinos se acentuó cuando el sol asomó por las montañas. Una
pareja de la Guardia Civil española, con sus tricornios de charol, inspeccionó
los pasaportes en el cruce de la frontera, en Hendaya. A partir de allí, y
durante todo el día, estuvieron en la España de Franco. Pasaron ante un carro
de combate incendiado y unas ignominiosas horcas de madera, en las afueras
de un pueblo.
La neblina rielaba sobre las colinas al norte de Lisboa. Toda la ciudad
estaba entumecida, sumergida en la difusa luz nocturna del verano. Afuera de
la estación, los caballos de los carruajes movían perezosos sus colas mientras
esperaban. Szara encontró un hotel, «El Mirador», con torreones y balcones
moriscos. Su habitación daba a un patio donde una fuente vertía el agua,
enrojecida por la herrumbre, sobre azulejos rotos y las rosas se marchitaban
por el calor. Puso el cepillo de dientes en un vaso; luego salió para dar un
largo paseo, y aprovechó para comprarse unos pantalones de hilo, una camisa
de tejido ligero blanca y un sombrero de panamá. Se mudó en la tienda y una
pareja de españoles le pidió noticias cuando volvía al hotel.
29 de octubre.
Szara pensó que no había sido una buena idea telefonear a Marta Haecht,
una conversación que necesariamente tendría que ser embarazosa, difícil. En
lugar de eso, le escribió en un papel de carta con membrete del hotel: «He
vuelto a Berlín por encargo de mi periódico. Me gustaría, más de lo que
puedo decir en esta carta, estar contigo todo el tiempo que pueda. Por
supuesto, seré comprensivo si tu vida ha cambiado y decides que lo mejor es
que no nos veamos. En cualquier caso, tu amigo, André».
El día transcurrió lleno de aburrimiento, y Szara trató de no pensar en los
Baumann. Sacarlos de Alemania no entraba en los planes del Directorio; él no
estaba autorizado para hacer tal ofrecimiento, pero eso no le importaba. Ya
está bien, se dijo.
A la mañana siguiente, Szara recibió contestación a su carta. Fue un
mensaje telefónico que tomó el conserje del hotel «Adlon». Una dirección, un
31 de octubre.
Szara permaneció de pie delante de la ventana abierta y miró a la
Bischofstrasse, su pavimento brillante bajo la lluvia de la media tarde, con
mojadas hojas de colores pardo y amarillo pegadas al suelo de las aceras.
Respiró complacido el aire húmedo. Oyó los pesados pasos de Marta que
cruzaba la habitación, luego sintió su cálida piel en la espalda.
—Por favor, no te quedes aquí delante —dijo ella en voz baja—. Todo el
mundo se va a dar cuenta de que hay un hombre desnudo en la ventana.
—Qué me das si me quito.
—Ah, te daré eso que no te atreves a pedirme y que deseas más que nada.
—Qué es.
—Una taza de té.
Se alejaron juntos de la ventana, él se sentó a una mesa cubierta con una
tela india, y la miró preparar el té.
La habitación era un desván en un edificio de oficinas. Sus grandes
ventanales y el techo alto hacían de ella el perfecto estudio para un artista.
Benno Ault. Ése era el nombre que podía leerse en el directorio del gran
vestíbulo de mármol, en la planta baja, vestigio de una pasada grandeza. Herr
Benno Ault, Habitación 709. ¿Quién era? Según Marta, «un amigo de la
Universidad. Querido, dulce y olvidado». Un artista que ahora vivía en otra
parte y le había alquilado el estudio como apartamento. Pero su presencia
permanecía viva. En las paredes —pintadas de un beige industrial, ahora
tenían manchas de humedad y estaban desconchadas— había, clavadas con
tachuelas, lo que Szara pensó que era la obra de Benno Ault. Querido, dulce y
olvidado podía haberlo sido, pero también loco como una cabra. Los lienzos
sin enmarcar mostraban un colorido angustioso, de amarillos y verdes
chillones. Eran retratos de náufragos y ahogados, rostros heridos gritando
desde las paredes, hundidos bajo océanos de azafrán y manos grotescas
aferradas al aire.
Le sirvió una humeante taza de té. Se quedó a su lado y le echó azúcar
hasta que él dijo basta, la curva de su cadera rozaba el costado de Szara.
—¿Lo quieres así de dulce?
—Exactamente así.
—Muy bien —dijo Marta. Se acomodó en un sillón cercano, una pieza
única, tapizada de terciopelo, que había conocido tiempos mejores. Se puso
Oh, él tenía compañía, pensó. Nada demasiado serio. Nada que no pudiera
arreglar.
Goldman le había dicho: «Hay dos situaciones que, a mí, si estuviese en tu
lugar, me preocuparían: a) Que te encuentres realmente interceptado, quizá
por una caja móvil: uno delante, uno detrás, y dos a las tres y a las nueve —a
Cuando salió del teatro, muy alejado del «Adlon», Szara caminó hacia el
este, siguiendo inconscientemente las instrucciones. Llegó hasta la barrera del
Canal Neu-Kölln y se desvió hacia el sur, por el puente Gertraudten.
Encendió un cigarrillo y contempló las pieles de naranja y los trozos de
madera arrastrados por la sucia corriente. Hacía frío. Las luces de las farolas
aparecían rodeadas de un halo producido por la niebla que el canal
desprendía.
El Directorio nunca conocía personalmente a los agentes; Szara acababa
de entender el porqué. No podía quitarse de la cabeza la vulnerabilidad de
Tscherova. Atrapada entre la Gestapo y el NKVD, entre Alemania y Rusia,
De noche, el Edificio de la Lonja del Hierro parecía más extraño aún: los
largos corredores alicatados en sombras, la opacidad y el secreto de los
cristales esmerilados de las puertas, y el silencio, roto sólo por un piano
agonizante en la planta baja y el eco de sus propios pasos.
Pero, con la poca luz, el estudio del pintor Benno Ault apareció suavizado.
Los gritos y tormentos colgados de las paredes quedaron en suspiros apagados
y Marta Haecht, en el centro del escenario, con la bata corta de seda y el
perfume de París, corrió graciosa a sus brazos, y le dio todo tipo de razones
para esperar que todo lo que había pensado en el tren no fueran fantasías
ociosas.
Tuvieron su novela victoriana —en sentimientos, si no en la forma—, y
juntos acabaron arrellanados en el sofá, aturdidos y con la noción perdida.
Luego Marta apagó la luz y reposaron, tendidos pacíficamente, durante un
rato, pegajosos, cansados, satisfechos de ellos mismos, como los mejores
amigos.
—¿Qué es lo que dijiste? —preguntó ella en tono perezoso—. ¿Era ruso?
—Sí.
5 de noviembre.
Un mensaje telefónico en la recepción del «Adlon» decía que se pasara
por la oficina de Prensa de la Embajada. En la Unter den Linden, bajo una
ligera y seca nevada que asemejaba una neblina, miles de miembros del
partido nazi, con sus camisas negras, desfilaban hacia la Puerta de
Bradeburgo. Cantaban con voces guturales, berreaban sus cantos y alzaban
los brazos a la manera del saludo fascista. Entre aquella oleada negra
sobresalían las pancartas contra el Comintern y la Unión Soviética, y los
hombres marchaban golpeando con sus botas contra el pavimento; Szara
sintió el ritmo de aquellos pasos retumbar bajo sus pies. Se arrebujó en el
7 de noviembre.
Llegó al desván justo después de las nueve, con la respiración algo
agitada, las mejillas frías por el aire de la noche, y una botella de buen vino
envuelta en papel. Encontró una Marta de aspecto diferente; cabello recogido
10 de noviembre.
Al alemán le gusta su pescado con delirio. Para demostrar de forma clara
que era un periodista, Szara garrapateó sus impresiones en un montón de
cuartillas. Arenques y morralla, anotó. Lenguado y merluza. A partir de la
medianoche, el mercado de pescado de Colonia empezó a llenarse con la
pesca reciente transportada en camiones desde la costa: anguilas de reflejos
grises y rosados en hielo machacado, canastas de caracoles y ostras enredadas
en algas, langostas flotando en un tanque de plomo lleno de turbia agua
salada. El aserrín bajo los pies estaba empapado de sangre y de agua marina,
y el aire, incluso en la fría noche de noviembre, apestaba: se huele el yodo de
las charcas formadas al retirarse la marea, escribió Szara, barriles de
desperdicios de pescado. Gatos abandonados. Había mucha gente.
Vendedores que gritaban para llamar la atención de los clientes, hacían
alusiones chistosas al pescado y añadían algo de psicología: el marisco fresco
provocaba la charla animada. Algunos elegantes con sus amiguitas, los rostros
achispados por el alcohol, pasaban ufanos cargados con su compra. Incluso un
aturdido turista británico hacía preguntas en inglés, en voz alta y despacio, y
se sentía confundido porque nadie podía contestarle.
Todavía tuvieron que esperar otros treinta minutos antes de que pudieran
salir de allí. La chusma, después de contemplar el incendio durante un rato, se
alejó del lugar en busca de nuevas diversiones. Szara y Baumann resistieron
donde estaban, aplastados contra el tejado para ocultarse; de vez en cuando
tenían que sacudirse las pavesas de encima con las mangas de la chaqueta.
Desde donde se encontraban veían la danza de las llamas anaranjadas de otros
incendios recortadas contra el cielo nocturno, y oyeron el estrépito de los
cristales rotos y algunos gritos y llantos, pero ninguna sirena. Las maderas del
patio prendieron primero —con bastante rapidez, a causa de la
combustibilidad de la creosota— y después el cobertizo, el peligro definitivo.
Szara y Baumann retrocedieron sobre el tejado y saltaron al suelo por el lado
que daba a la calle. Rodearon la sinagoga, convertida en una columna de
fuego que rugía como el viento huracanado, y corrieron en busca del
«Humboldt».
Sólo vieron una persona, de pie y solitaria en la oscuridad: un guardia
urbano, con el tradicional casco de latón brillante, rematado en punta y con
una corta visera, algo parecido al viejo y puntiagudo Pickelhaube de la guerra
de 1914, con una tira de cuero ajustada a la barbilla. Szara, que vio su rostro a
la luz de las llamas, se sorprendió ante su expresión angustiada. No lo
lamentaba por los judíos o por las sinagogas, nada de eso. Tenía más que ver
con toda una vida dedicada al orden perfecto en la que ningún delito puede
quedar impune, ya fuese una muerte o un papel arrojado a la calle; para él,
11 de noviembre.
Al atardecer empezó a hacer bastante frío, y el estudio de Benno Ault
parecía una nevera. De noche, la calefacción central del Edificio de la Bolsa
del Hierro apenas calentaba; los propietarios mantenían una cierta ficción
comercial, como si los arrendatarios fuesen como casi todos los hombres de
negocios, que se apresuraban a regresar por la noche al cálido hogar para estar
con la familia. Pero Szara sospechaba que el pianista ciego, el astrólogo, y de
hecho, casi todos los fantasmas residentes allí trabajaban en sus despachos y
vivían en ellos.
Marta Haecht dormía en la cama situada en un rincón del estudio,
protegida del frío por el abultado edredón de plumas que subía y bajaba al
compás regular de su respiración. Un reposo sin soñar, le pareció a Szara. Sin
preocupaciones. Cuando llegó, justo después de oscurecer, los barrenderos
municipales trabajaban todavía en la Bischofstrasse; les oyó barrer los trozos
de cristal, que luego metían en los metálicos cubos de la basura.
Se puso una manta sobre los hombros y se sentó en el sofá verde, fumó un
cigarrillo tras otro mientras miraba por la alta ventana. El tobillo le ardía bajo
el pañuelo que había usado para vendar la herida, pero eso no era lo que lo
mantenía despierto. Era el frío, un frío que nada tenía que ver con el del
edificio. Lo había sentido aquella mañana, en el «Adlon», cuando se miró al
espejo. Su rostro le pareció pálido y sin rasgos, casi muerto, con la expresión
del hombre al que no le importa lo que los demás puedan ver cuando lo
miran. La respiración de Marta cambió de ritmo, el edredón se agitó, luego
todo fue silencio de nuevo. Un animal sano, pensó. Sólo se había sentido un
poco molesta por los sucesos de lo que luego llamaron la Kristallnacht, la
Noche de los Cristales. Un nombre inspirado, como la Noche de los Cuchillos
Largos, cuando Roehm y sus Camisas Pardas fueron asesinados en 1934. No
11 de noviembre.
Estrasburgo.
Hacía rato que habían dado las once de la mañana, la hora oficial del
armisticio que puso fin a la guerra de 1914 —la undécima hora del undécimo
día del undécimo mes— cuando el tren de Szara cruzaba la frontera; pero el
maquinista del tren era francés, por tanto, un hombre que no podía permitir
que su reloj interfiriera en su honor. Muchos pasajeros se bajaron del tren
cuando los revisores informaron que se guardarían tres minutos de silencio
como recuerdo en suelo francés. Szara se unió a ellos, bajo un bello cielo
azul, envuelto por el frescor de la brisa, con la mano puesta en su corazón en
un gesto sincero. Unos pocos kilómetros de campos y bosques y se
encontraba en otro mundo: el olor de la manteca de freír, el farfullante sonido
de los motores de los coches, la mirada de los ojos femeninos. Francia. In
mente se arrodilló al pie de una bandera tricolor que ondeaba al viento y besó
Los días se hicieron más cortos y más oscuros, pero las tabernas no se
animaron; ese año, el horno no estaba para bollos. La niebla se enroscó en la
rue du Cherche-Midi, y hubo ocasiones en que Szara se llevó a casa a alguna
chica alegre de un café, aunque no conseguía ser feliz con eso. Cada vez
pensaba que lo conseguiría —oh, esa rubia pecosa—; aunque sólo ocurría lo
Enero de 1939.
08942 57661 44898
Y así sucesivamente, lo que al final significaba S novym godom y S novym
schastyem —Feliz Año Nuevo y lo mejor para todos—, los deseos, fríos y
formales, del Gran Padre Stalin. Durante su estancia en Berlín, Szara había
pasado cerca del almacén donde guardaba el cuadro con el expediente
DUBOK escondido detrás del lienzo. Le pareció algo remoto y fuera de lugar
por el momento. Esto es una lección para el futuro, pensó. Con la aparición
del poder alemán en Austria y en Checoslovaquia, Rusia asumía el papel de
contrapeso, y si Stalin había sido vulnerable cuando diezmó al Ejército y a los
Servicios Secretos, ya no lo era. Hitler estaba llevando al mundo hacia las
puertas rusas. Los asesinatos de Stalin se perpetraban en los sótanos; los actos
de Hitler ocupaban la primera plana de los periódicos. La unión Soviética era
débil, llena de campesinos hambrientos. Alemania construía soberbias
locomotoras. El expediente de la Ojrana se encontraba mejor donde estaba.
¿Confirmadas?
Eso quería decir que Baumann estaba diciendo la verdad; su información
había sido autentificada por otras fuentes que informaban a los servicios de
Inteligencia británicos. Y eso quería decir…, ¿qué? ¿Que el doctor Baumann
había traicionado una operación funkspiele de los alemanes, por su cuenta y
riesgo y porque sí? ¿Que el jefe de Marta Haecht se equivocó y no era Von
Polanyi el que estuvo almorzando con Baumann en el «Kaiserhof»? Szara
podía seguir haciéndose infinidad de preguntas; del mensaje de Fitzware
llegarían a deducirse multitud de conjeturas. Pero no había tiempo para eso.
Szara tuvo que apresurarse para regresar a su apartamento, escondió
ciento setenta y cinco certificados debajo de la alfombra, a la espera de poder
Eran más de las seis cuando salió del hotel. El andén del Metro de St.-
Paul estaba abarrotado de gente. Tuvo que abrirse paso a empujones cuando
el tren llegó; una vez dentro, con las apreturas, se vio aplastado contra la
espalda de una joven que, por su manera de vestir, debía de ser administrativa
o secretaria. Cuando el tren se puso en marcha, ella dijo algo desagradable
que Szara no captó bien, pero recibió el aliento de olor a salchicha, que
seguro había comido en el almuerzo. Delante de sus ojos estaba el sitio del
cuello que la muchacha había olvidado empolvarse. Le pidió excusas, y ella le
contestó con una jerga que no entendió. Cuando la muchedumbre de la
Todavía con luz del día, vieron las columnas de humo negro de la ciudad
en llamas; el sonido de los disparos se hizo más nítido, era como el crepitar de
la leña seca al arder. Vyborg se puso al volante y Szara se sentó a su lado. No
hablaron durante mucho tiempo. Szara miró la aguja del depósito de la
gasolina, que oscilaba justo por debajo del punto medio. Cada vez que subían
una cuesta o una colina pequeña, Vyborg detenía el coche antes de llegar a la
cima, cogía los prismáticos y hacía a pie el trecho que faltaba. Szara
permanecía en guardia, con el rifle dispuesto, detrás del coche. A la cuarta o
quinta operación de este tipo, Vyborg apareció justo debajo de la ceja de la
colina e hizo señas a Szara con la mano para que se acercara.
—Están al otro lado —le dijo cuando llegó a su altura—. Vaya despacio,
péguese al suelo cuanto pueda y no hable; haga señas si lo cree necesario. La
gente percibe los movimientos y oye los sonidos humanos.
El sol era abrasador. Szara se arrastró sobre los codos y las rodillas,
respirando el polvo, con el rifle atravesado entre los brazos. El sudor le
perlaba la frente y le rodaba por las mejillas.
Cuando coronaron la cuesta, Vyborg le entregó los prismáticos, aunque el
valle se veía muy bien sin necesidad de ellos. Tenían a la vista la estación de
empalme del ferrocarril —tal como Vyborg había pronosticado—, situada
junto a un camino polvoriento al pie de una larga y suave pendiente. Una vía
única trazaba una curva hacia el oeste, y se unía en la estación de empalme a
la doble vía del eje Norte-Sur. La caseta del guardagujas y las palancas de
hierro, bajo un cobertizo de madera, estaban a un lado de los dos apartaderos,
unos trozos de vía muerta donde un tren podía detenerse mientras otro usaba
la salida de la derecha.
El pequeño valle, casi todo de matorrales y arbustos, hormigueaba del gris
de la Wehrmacht. La caseta y el aparato del cambio de agujas aparecían
protegidos por sacos de arena y una ametralladora; varios oficiales de
ferrocarriles de la Wehrmacht, que identificaron como a tales por sus galones
en las hombreras cuando los enfocaron con los prismáticos, estaban reunidos
con banderas verdes en la mano. Por la posición del largo tren con vagones de
Lo que lo salvó —porque estuvo muy cerca del precipicio— fue una
visión. No escribió nada sobre ella; no era pertinente, y quizás, había otras
razones. Muy lejos, al final de la carretera que tenía delante, apareció la
silueta de un cazador: un hombre acababa de salir del cañaveral, una escopeta
apoyada en el antebrazo, el cañón doblado en su unión con la culata como
medida de seguridad. Tras él salió un spaniel, se puso al lado del cazador y se
sacudió el agua del pelo. Después, el hombre cruzó la carretera, el perro lo
siguió, y ambos desaparecieron.
Luego, sin saber cómo, Szara se vio conduciendo a través del gran
laberinto de carreteras y caminos que podían llevar a todas partes y a ninguna.
Hubo momentos en que, con lágrimas en los ojos, condujo sin apenas ver,
pero nunca levanto el pie del pedal del acelerador. Condujo rabioso, con furia,
Más tarde fue a sentarse en una silla de jardín frente a Nadia y vio que leía
Caballería roja, de Babel. El viento era frío y húmedo y tuvo que arrebujarse
en la chaqueta.
Durante un largo rato permanecieron en silencio.
Y ella no apartó su mirada, no le negó sus ojos: Si es esto lo que deseas,
parecía decirle, posaré para ti. No tocó nada, no cambió nada; no se defendió.
El viento echó el cabello sobre su rostro. Seryozha suspiró, la luz cambiaba al
paso de las nubes por delante del sol, ella permaneció inmóvil. Entonces
Szara empezó a darse cuenta de que no la había comprendido bien. Su quietud
no era una simple postura, lo que él veía en los ojos de ella era lo que había en
los suyos. ¿Podría estar Nadia tan engañada?, ¿desear a alguien tan perdido e
inútil?, ¿acaso estaba ciega?
No.
Desde el momento en que entró en aquel camerino lo enamoró. Lo mismo
le pudo haber sucedido a ella, sólo que no se le pasó por la cabeza. Tal vez
fuese así; las mujeres lo saben siempre, los hombres, nunca. O quizá no, quizá
todo sucedió de otra manera. Pero no importaba. Acababa de entender que
todo había cambiado, que lo que se le ofrecía, era exactamente lo que se le
ofrecía.
Qué triste es, pensó, que no pueda tomarlo. Eran unos náufragos, los dos
abandonados en una isla exótica, aunque aquello fuera el jardín de una villa
florentina en la Schillerstrasse. Pero en algún sitio, lejos de aquellos altos
muros, sonaba la marcha de una banda militar, y pensó que el general
regresaría pronto de sus guerras. Sólo por un momento imaginó su aventura
amorosa durante la huida: las calladas habitaciones de hotel, la Policía
Secreta, los depredadores. No. Ella pertenecía a su imaginación, no a su vida
real. Un recuerdo. De una manera equivocada, de un lugar equivocado, de un
Nunca en su vida había sido el amante que fue con ella. Esperaron a que
la noche cayera. Sólo la primera de una serie de decisiones compartidas que
condujeron a la ocasión esperada. Szara no estaría a salvo en la calle, y Nadia
lo sabía, por tanto, la posibilidad de salir no se planteó. Pasaron un día al
estilo del siglo XIX: leyeron, charlaron, cortaron racimos de grosellas de otoño
de un arbusto para adornar una mesa, evitaron a los sirvientes, jugaron con el
perro, apenas se rozaron y sólo de una forma esporádica y accidental, sin
mostrar cómo les afectaba. Si en tiempos de guerra, la vida exigía que el amor
se midiera en horas y no en meses, ellos descubrieron que el amor podía
comprimirse de aquella manera.
Pudieron haber mirado el Tiergarten, por cualquiera de las ventanas de la
villa de tres plantas, o cómo se desenvolvía la vida en el Berlín de aquellos
días: paseantes y ociosos, militares y parejas, ancianos que leían el periódico
en los bancos del parque… Pero no quisieron hacerlo. El mundo privado les
confortaba. Aunque no construyeron castillos de arena, no pretendieron que el
presente fuese distinto a lo que era y trataron de hablar sobre el futuro. Difícil,
sin embargo. Los planes de Szara iban vagamente dirigidos hacia Dinamarca;
Llovió a cántaros aquella noche, lo cual supuso una bendición para Szara.
Le recordó que había un mundo afuera de su celda; el constante repiqueteo
del agua sobre la alta ventana acallaba, aunque no del todo, los sonidos de la
Tenía que haber uno. Von Polanyi había sabido de él desde hacía tiempo,
al menos desde 1937, cuando viajó hasta Berlín para reclutar al doctor
Baumann. Cuando el NKVD había acordado, a un nivel muy superior al suyo,
recibir información estratégica a través de una red clandestina. Sin saberlo,
Szara había sido un agente del Servicio Secreto del Ministerio de Exteriores
del Reich, «una pequeña oficina… sólo un grupo de educados caballeros
alemanes», y no veía razón alguna por la que Polanyi quisiera dar esas
relaciones por terminadas.
—En lo que a mí respecta —dijo Szara, midiendo mucho sus palabras—,
todo lo que usted dice es cierto. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—No de inmediato —respondió Von Polanyi—. Esta noche, el centro de
Europa es una línea que corta Polonia por la mitad, y yo creo que lo que se
intenta es forjar un imperio germano-soviético a cada lado de ella. Para
Alemania, el oeste de Europa: Francia, la Península Escandinava, los Países
Bajos y el Reino Unido; España y Portugal se le unirán cuando vean cómo
van las cosas, e Italia permanecerá como un socio secundario. Stalin espera
obtener una parte sustancial de los Balcanes, Lituania, Estonia, Letonia,
Turquía, Irán, la India y, con el tiempo, una frontera común con el imperio
Hasta que Szara no abrió el sobre aquella noche no lo entendió del todo.
Y entonces se quedó sin respiración. En la mano tenía dos páginas de un
papel corriente escrito a máquina a un espacio. El primer párrafo se refería a
un estudio fotográfico en la Unter den Linden, propiedad de un tal Hoffmann,
el fotógrafo favorito de Hitler, el cual había hecho retratos de la amante de
Hitler, Eva Braun, y de otros dignatarios nazis. El mes anterior al ataque a
Polonia, Hoffmann había empleado un gran mapa de aquel país para decorar
uno de sus escaparates. En abril de 1940, lo había adornado con mapas de
Holanda y de la Península Escandinava. Y hacía una semana, el 3 de
setiembre, con mapas de Ucrania, Rusia Blanca y los países bálticos.
El segundo párrafo decía que el Ministerio de Transportes alemán había
ordenado hacer un estudio de la capacidad de la red ferroviaria este-oeste que
conducía a la frontera oriental alemana. El Ministerio había sido informado de
que soldados, que superaban el millón, la artillería y los caballos serían
trasladados al este.
El tercer párrafo citaba las exigencias de mantenimiento para los aviones
de reconocimiento de la Luftwaffe que operaban sobre Liepája, Tallin, la isla
de Oesel y el archipiélago Moonzund —enclaves todos ellos en las líneas
defensivas soviéticas del Báltico—, así como sobre la red de carreteras que
conducían a Odesa, en el mar Negro.
El cuarto párrafo describía el proceso planificado del Cuartel General
alemán para remplazar las unidades de vigilancia de la frontera en la región
del Burg —la línea divisoria en Polonia entre las fuerzas soviéticas y
alemanas—, por divisiones de ataque. Se había acelerado un estudio de los
planes de evacuación para la población civil en el área. Personal militar
sustituiría a los directores civiles de todos los hospitales.
El párrafo final se limitaba a decir que el nombre de la operación era
«Barbarrosa»: un ataque a gran escala contra la Unión Soviética, desde el
Szara tuvo que salir de allí, al aire libre. Abrió la puerta con precaución,
pero todas las casas de la calle estaban a oscuras, la gente dormía. Era una
noche nublada, cálida, de un impresionante silencio. Como si el cielo
estuviese pintado en ámbar, como si el tiempo se hubiese detenido en aquella
colina arbolada asomada a Ginebra. Nunca en su vida necesitó tanto caminar.
Pero era imposible. No podía hacerlo. Caminar sin rumbo fijo por aquellas
calles hubiera llamado la atención, y el papel que había dejado sobre el
grasiento mantel amarillo de la mesa de la cocina se lo prohibía; ahora más
que nunca no podía comprender a quienes lo habían hecho invisible con tanta
amabilidad. Sólo pasear, eso no le pareció tan arriesgado. De hecho
necesitaba más, mucho más. Necesitaba lo que pensaba que era la vida, y por
vida entendía París, grupos de gente en una calle estrecha, penumbra,
perfume, cuerpos sin lavar, la forma humeante del tabaco «Gauloises» y de
las patatas fritas. Necesitaba a la gente, de todas las clases, que reía, discutía,
se exhibía, coqueteaba indiferente, se tocaba el cabello. Sintió el dolor de su
ausencia.
Una riña de enamorados era como Von Polanyi lo había calificado. Y no
resultó palabrería, sino una manera sabia de hablar; que no reflejaba con
exactitud lo que significaba: millones de muertos y nadie, nadie en el mundo
podía detener aquello. Locura, pensó. Luego se corrigió. Había visto un
noticiario, con Hitler bailando una giga al lado de su vagón de ferrocarril en
Compiègne, donde los franceses obligaron a firmar el armisticio a los
alemanes en 1918. Un raro y breve baile de esperanza, como el de un loco.
Ésa era la opinión más generalizada entre las democracias occidentales, aquel
hombre tenía que ser recluido en alguna parte. Szara se quedó a ver el
noticiario por segunda vez, y luego por tercera. El filme había sido alterado,
estaba seguro. El compás de la giga se había convertido en un frenesí de
lunático. Szara percibió la manipulación de un Servicio de Inteligencia. Pero
Hitler no estaba loco, era la personificación de la maldad. Y esa noción, la
gente educada no la aceptaba, ofendía su sentido de la racionalidad del
mundo. Sin embargo era lo cierto. Y tan cierta como su imagen en un espejo,
era Stalin. Sólo Dios sabía a cuántos millones de personas había asesinado.
Un ser humano normal y decente se pondría enfermo sólo de pensar en dos
monstruos como ellos. Pero Szara, no; y menos en esos momentos. El lujo de
18 de octubre de 1940.
Las camisas negras eran características de los fascistas italianos y no creo que
aparecieran en Danzig. Habría que preguntárselo a Günter Grass, que era de
allí, y lo relata en su novela El tambor de hojalata. (N. de T.) <<
T.) <<