Estrella Oscura - Alan Furst

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Ambientada

en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, «Estrella


oscura» narra la terrible odisea de un periodista judío nacido en Polonia. De
profesión superviviente —de los pogroms polacos, de las guerras civiles rusas
y, de momento, de las purgas estalinistas—. André Szara se ve forzado a
participar activamente en el siniestro duelo subterráneo que, en una Europa al
borde del abismo, mantienen los servicios secretos soviéticos y la Gestapo.
A lo largo de los escenarios más explosivos de la época —París, Moscú,
Berlín, Praga— Szara es testigo de la imparable ascensión del nazismo y de
su secreta connivencia con el régimen soviético. Situado en el ojo del
huracán, observador y observado, su vida pende de un delgado hilo, porque
André Szara sabe demasiadas cosas…
Historia de un hombre que lucha desesperadamente por su vida y su libertad
en los aterradores años de Hitler y Stalin, esta magnífica novela de espionaje
traza un panorama lúcido y descarnado de los espantosos acontecimientos de
aquellos años, de la política internacional y de las vergonzantes motivaciones
que dieron lugar a la pesadilla nazi.
Una obra tan apasionante como reveladora, escrita con profundo
conocimiento del tema y con subyugante vigor narrativo.

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Alan Furst

Estrella oscura
ePub r1.0
Titivillus 20.07.2019

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Título original: Dark Star
Alan Furst, 1991
Traducción: José Luis Fernández Villanueva
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Puede que usted no esté interesado en la guerra, pero la guerra
está interesada en usted.

LEV BRONSHTEIN, conocido como
LEÓN TROTSKI.
Junio de 1919

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SILENCIO EN PRAGA

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Al final del otoño de 1937, bajo la persistente lluvia que llega con el alba
al mar del Norte en esa época del año, el Nicaea, un carguero sin itinerario
fijo, se disponía a echar anclas frente a la ciudad belga de Ostende. A lo lejos,
un remolcador de amarre avanzaba con lentitud entre el oleaje del puerto; el
ritmo de su motor se percibía por encima del agua, sus ambarinas luces como
destellos gemelos en la oscuridad.
El Nicaea, de 6320 toneladas, matriculado en Malta, había pasado sus
primeros treinta años como vapor de cabotaje en el Mediterráneo oriental.
Transportaba todo tipo de carga imaginable, de Latakia a Famagusta, vuelta a
Iskenderun, luego bajaba a Beirut, después ponía rumbo norte, hasta Esmirna,
y, más tarde, hacia el sur, hasta Sidón y Jaiffa. Treinta años de veranos
ardientes e inviernos lluviosos, dedicados por igual al comercio y al
contrabando, habían enriquecido alguna vez, pero casi siempre arruinado, a
los grupos de propietarios que se fueron sucediendo, mientras la sal, la
herrumbre y una larga serie de maquinistas, más entusiastas que capacitados,
arruinaban el barco. En sus últimos años había sido arrendado al Exportkhleb,
el organismo de la Unión Soviética para el comercio de granos, y chirriaba y
gemía quejumbroso por hallarse anclado en semejantes mares, tan fríos y tan
alejados.
Con la línea de flotación hundida en el agua, llevaba sin la menor gracia
su carga, sobre todo trigo de Anatolia con destino al puerto de Odesa, ciudad
en el mar Negro que no había visto la importación de granos durante más de
un siglo. También transportaba varias partidas pequeñas: linaza cargada en
Estambul, higos secos de Limassol, un bidón de acero lleno de amonal —un
explosivo de minas compuesto de TNT y aluminio en polvo— destinado a
una célula de sabotaje en Hamburgo, un cofre metálico con copias
heliográficas de los planos de un torpedo submarino italiano, hábilmente
sacadas de un centro de investigación naval en Brindisi, y dos pasajeros: un
destacado funcionario del Comintern, que usaba un pasaporte holandés con el
alias de Van Doorn, y un corresponsal en el extranjero del periódico Pravda
que viajaba con su auténtico nombre, André Szara.

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Szara, las manos hundidas en los bolsillos y el cabello revuelto por el
fuerte viento procedente de la costa, permanecía al resguardo en un pasillo,
mientras maldecía en silencio al capitán belga del remolcador que, al pausado
ritmo del motor de su barco, se tomaba su tiempo para atender al Nicaea.
Szara conocía a los portuarios de esa parte del Mundo; estólidos y reflexivos
fumadores de pipa, nunca alejados de la cafetera y del periódico.
Imperturbables ante una crisis, se pasaban el resto de sus días haciendo
esperar al mundo a su capricho. Szara adaptó el peso de su cuerpo al balanceo
del barco, se volvió de espaldas al viento y encendió un cigarrillo.
Había embarcado diecinueve días antes, en puerto de El Pireo. Le habían
asignado seguir la historia de la lucha de los portuarios belgas. Ése fue un
encargo; pero tenía otro. Mataba el tiempo en una taberna de los muelles,
mientras ayudaban a atracar al Nicaea, cuando el Hombre Más Anodino del
Mundo se le acercó. «¿De dónde los sacan?», se preguntó. Rusia marca a su
gente: deforma a casi todos, a algunos los hace exquisitos, por lo menos
tienen una luz que brilla en el fondo de los ojos. Pero en éste, no. Su madre
era agua, su padre, una pared.
—Un pequeño favor —le dijo el hombre más anodino del mundo—.
Tendrá un compañero de pasaje; viaja por un asunto del Comintern. Quizás
averigüe usted dónde se hospeda en Ostende.
—Si me es posible —le había contestado Szara.
En realidad la palabra si no podía ser empleada entre ellos, pero Szara
hizo como si no lo supiera, a lo mejor el agente del NKVD —o del GRU o de
lo que fuera— le hacía la merced de concederle su derecho a decidir en el
asunto. Szara, después de todo, era un corresponsal importante.
—Sí. Si le es posible —le había dicho. Luego, añadió—: Déjenos una
pequeña nota en la recepción del hotel. Para Monsieur Brun.
Szara deletreó el nombre para asegurarse haberlo entendido bien. Ya tenía
bastante para empezar el día.
—Sólo eso —dijo el hombre.

Había tenido mucho tiempo para hacer el pequeño favor; el Nicaea


permaneció en el mar durante diecinueve días; una eternidad de chaparrones
de agua de mar helada, de bacalao salado en las comidas y de oler el humo del
carbón procedente de la oxidada chimenea del carguero mientras éste
cabeceaba por los mares de octubre. Szara miró de reojo a través de la
oscuridad las luces del remolcador, y suspiró por algo dulce, después de tanta

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sal, azúcar, un pastel de nata, lluvia en un bosque de pinos, el perfume de una
mujer… Pensó que había estado demasiado tiempo en el mar. Con ironía se
dio cuenta del sabor teatral de la frase y sonrió en su interior. La mélancolie
des paquebots, eso lo expresaba mejor. Había recordado la frase de Flaubert y
lo justo de su significado; todo estaba en esas cuatro palabras: la estrecha
cabina con el vaivén de la bombilla colgando del cable, el olor a algas de los
puertos, las lluvias sesgadas, la columna de humo negro de una chimenea en
el horizonte.
La campana del barco sonó una vez. Las cuatro treinta. Las ambarinas
luces del remolcador brillaron con más intensidad.
El hombre del Comintern conocido como Van Doorn salió de su
camarote; llevaba una cartera de cuero y se acercó a la barandilla junto a
Szara. Se había envuelto en ropa, como un niño vestido para un día de
invierno: una bufanda de lana apretada alrededor del cuello, la gorra bien
encasquetada en la cabeza y el abrigo abotonado hasta arriba.
—Una hora, y estaremos bajando por la pasarela. ¿Qué te parece, André
Aronovich?
Van Doorn mostraba, como siempre, su retorcida preferencia por «el
famoso periodista Szara».
—Estoy de acuerdo, si el funcionario del puerto no pone pegas —repuso
Szara.
—No las pondrá. Es nasch.
Con esa palabra quería decir nuestro, nos pertenece, y su tono sugería a
Szara su gran suerte de tener a tipos con el puño de hierro, como Van Doorn,
que cuidaran de él en «el mundo real».
—Bien, siendo así… —dijo Szara, mientras reconocía la superior fuerza
del otro.
Ocurría que Szara sabía quién era Van Doorn; uno de sus amigos en el
Departamento Extranjero del NKVD se lo había señalado con desprecio en
cierta ocasión durante una fiesta en Moscú. Los amigos de Szara en el NKVD
eran, como él mismo, judíos o polacos, lituanos, ucranianos, alemanes, de
todas las clases, intelectuales típicos que se habían rusificado. Formaban su
jvost, algo entre banda y pandilla. Van Doorn, cuyo nombre real era Grigory
Jelidze, pertenecía a otro entorno: georgianos, armenios, griegos y turcos
rusificados; un jvost, con raíces en el rincón sudoriental del imperio,
acaudillado por Beria, Dekanozov y Alexei Agayan. Era un grupo más
pequeño que el formado por polacos y ucranianos, pero quizá con idéntico
poder. Stalin procedía de él; sabían lo que le gustaba y cómo pensaba.

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Desde la silueta del remolcador —una forma elevada contra el resplandor
de la ciudad velada por la lluvia— los destellos de una señal luminosa
empezaron a funcionar. Aquello avanzaba. Jelidze se frotó las manos para
calentárselas.
—Ya no falta mucho —dijo alegre. Dirigió una sonrisita lujuriosa a Szara;
dentro de muy poco tiempo iba a encontrarse con su «perfecto bollito de
carne».

«Vaya con el bollito», pensó Szara. Sin ella, nunca hubiera podido llevar a
cabo su pequeño favor. A pesar de que el aspecto de Jelidze no era nada
atractivo —grueso a los cuarenta años, con su cabello castaño claro, cepillado
y engomado, las manos pequeñas y gordezuelas jugueteando siempre con
unas gafas de montura de plata de las que se sentía muy orgulloso—, él estaba
convencido de que atraía a las mujeres.
—Te envidio, André Aronovich —le dijo una noche que se hallaban solos
en el cuarto de oficiales, después de la cena__.
Te mueves en círculos elevados. En lo que se refiere a mi trabajo, bueno,
a lo mejor que puedo aspirar es a la frau de algún tendero alemán, una Inga
gorda, de manos rojizas, y luego, lo más probable, es que uno se gane una
patata extra y un beso robado en la cocina. ¡Ah, pero un hombre de tu
posición…! Para ti son las hijas de los profesores y las esposas de los
abogados; esas perras delgaduchas y calientes que no pueden dejar solo a un
periodista. ¿No es así?
Szara había llevado vodka a la fiesta, y también brandy. El inmenso y
verde océano se movía debajo de ellos, las máquinas del Nicaea gruñían con
un ruido sordo. Jelidze apoyó los codos sobre el desteñido mantel grasiento y
se inclinó hacia delante, a la espera, como el hombre que no desea perderse
detalle.
Szara se sintió halagado. Su talento, encendido por el alcohol, ardía y
flameaba.
—Una cierta señora en… Budapest. Pendientes de oro, como una gitana.
Pero no era gitana, sino una aristócrata, vestida con lana inglesa; llevaba un
pañuelo de seda color nube anudado al cuello. El cabello, rojo oscuro como el
otoño; los pómulos, magiares, y los dedos, largos y delicados.
Szara, que era un buen narrador, se tomó su tiempo. Buscó un nombre y
se le ocurrió el de Magda; era un nombre corriente, pero no acudió ningún
otro a su mente.

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—Se llamaba Magda. El marido era un patán ignorante, nas kulturny, un
hombre sin cultura, exportador de lana. Así que tuve a su esposa. (¿Dónde?,
¿en los establos, sobre la paja? No). En el apartamento, un cinq-à-sept affaire
a la luz de la lámpara. El marido se había marchado a… cazar el jabalí.
Szara miró el brandy de la botella que tenían sobre la mesa.
—Igual que baja el nivel de esta botella, así bajaron sus bragas. Y allí
estaba el más delicado y pequeño triángulo, también pelirrojo oscuro, como el
otoño. Y finas venas azules bajo su piel de leche. Destrozamos el diván de
seda verde.
Las orejas de Jelidze estaban de un rojo escarlata. Más tarde, Szara cayó
en la cuenta de que le había descrito sus fantasías con una secretaria particular
con la que se había tropezado algunas veces en el Ministerio de Correos y
Telégrafos yugoslavo.
Jelidze estaba borracho. Limpió sus gafas con un pañuelo; tenía los ojos
acuosos y la mirada perdida.
—Sí, bueno, me lo imagino. Todo es cuestión de gustos en esta vida,
¿verdad? En Ostende, y te lo digo en confianza, tengo «un perfecto bollito de
carne»; vive en el hotel «Groenendaal», en la calle del mismo nombre. Una
monada de gordita. La visten de veinticinco alfileres, como a una niña, con su
reverencia y su vestido de gala de satén blanco. Dios mío, André Aronovich,
¡qué ridículos que somos! Con lo grande que es esta pequeña actriz cuando
pone mala cara, se enfurruña y sacude los rizos del cabello, mientras gimotea
por pastelitos y leche. Pero no puede tenerlos. No, ¡en absoluto, no! Porque…
bien, primero hay algo que debe hacerme. «Oh, no», se lamenta ella. «Oh, sí»,
le digo yo.
Jelidze volvió a sentarse en la silla, se puso las gafas y suspiró.
—Una maravilla. Chuparía diez años de la vida de un hombre.
Cuando fue la hora de irse a la cama cantando, en tanto se ayudaban
mutuamente para mantenerse derechos por el pasillo que se balanceaba con el
movimiento del barco, la oscura superficie del mar comenzaba a volverse gris
a la luz del amanecer.

El hotel de Szara en Ostende era todo flores: pesadas rosas, como coles
sobre un campo sombrío en el empapelado de las paredes; una selva de vides
y geranios en la cubrecama, y en el jardín al que daba su ventana, ásteres
helados y claveles marchitos. Por si había alguna duda, el lugar respondía al
nombre de hotel «Blommen[1]». Ignora esta estrella, nórdica, luz flamenca,

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aquí tenemos flores. Szara permaneció de pie junto a la ventana y escuchó las
sirenas del puerto y el ruido de las hojas muertas arrastradas por el viento en
el desierto jardín. Dobló la nota y afirmó el pliegue con los dedos pulgar e
índice: «M. Van Doorn visitará el hotel “Groenendaal”». La metió en un
sobre, pasó la lengua por el engomado de la solapa y lo cerró, después
escribió delante «M. Brun». No sabía a qué venía aquello, por qué se pedía a
un periodista que informara sobre un agente del Comintern. Pero había una
razón, una única razón que, en definitiva, explicaba cualquier cosa que
quisiera explicarse: la estremecedora purga se había interrumpido en 1936;
ahora empezaba otra. La primera había afectado a los políticos, a la oposición
de Stalin y a más de un periodista. Ésta, se decía, iba dirigida contra los
mismos servicios de espionaje. Szara, que empezó en 1934, había aprendido a
vivir con ella; ponía cuidado en lo que escribía, lo que decía, y a quien veía.
Incluso en lo que pensaba. Incluso, se decía una y otra vez, como si necesitase
repetírselo. Bajó la nota a recepción y se la entregó al viejo que estaba detrás
del mostrador.

La llamada a la puerta fue discreta, dos golpes con los nudillos. Szara se
había quedado dormido sobre la colcha, todavía con la camisa y los
pantalones puestos. Se incorporó y se despegó la húmeda camisa de la
espalda. Afuera de la ventana, el amanecer era gris y la niebla colgaba de las
ramas de los árboles. Miró su reloj, poco más de las seis. La discreta llamada
sonó por segunda vez, y Szara sintió que el corazón se le aceleraba. Una
llamada a la puerta significaba demasiadas cosas; ya nadie lo hacía en Moscú,
primero telefoneaban.
—Sí, un momento.
En su interior una voz queda y urgente: Sal por la ventana. Respiró
hondo. Ya de pie titubeó y abrió la puerta. Era el viejo de recepción, con el
café y un periódico. ¿Había encargado él que lo despertaran? No.
—Buenos días, buenos días —saludó el viejo con acritud. No hacía buen
día, pero había que desearlo—. Su amigo ha sido tan amable que le ha traído
el periódico —añadió, mientras lo dejaba a los pies de la cama.
Szara buscó dinero suelto en los bolsillos y le dio unas pocas monedas.
Dracmas, pensó. Había comprado francos belgas en Atenas; ¿dónde estaban?
Pero el viejo pareció bastante satisfecho, dijo gracias y se fue. El café estaba
más frío de lo que Szara hubiera deseado, la leche hervida era un poco agria,
pero lo agradeció. La primera página del periódico estaba dedicada a las

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revueltas antijudías que habían estallado en Danzig, con una fotografía de
vociferantes nazis con camisas negras[2]. En España, el gobierno de la
República, presionado por las columnas de Franco, había huido desde
Valencia a Barcelona. En la página 6, las desgracias del equipo de fútbol de
Ostende. Escrito a pluma, en el margen, con fina caligrafía, aparecían unas
detalladas instrucciones para una cita al mediodía. El «pequeño favor» había
empezado a crecer.

Szara bajó al vestíbulo, cerró la puerta del cuarto de baño y empezó a


lavarse. Las instrucciones escritas en el periódico lo tenían asustado; temía
que lo forzaran a entrar en un coche y se lo llevaran durante la purga muchas
veces obraban así: el apparat de seguridad trabajaba así, en su silencio,
cuando se trataba de figuras públicas. Funcionarios importantes del NKVD
eran convocados en reuniones en pequeños pueblos cercanos a Moscú, y allí
los detenían al bajar del tren, una táctica que impedía que amigos y familiares
pudieran intervenir. Un país extranjero, razonó, sería aún más conveniente.
¿Debía escapar? ¿Era el momento? Una parte de él pensaba que sí. Ve al
Consulado británico, le decía. Escapa y salva la vida. Llama a los amigos de
Moscú que puedan protegerte. Cómprate una pistola. Mientras, se afeitó.

Luego salió a sentarse al jardín, donde una niñera con un cochecito


coqueteó con él. Vete con ella, se dijo a sí mismo, escóndete en su cama.
Hará cualquier cosa que le pidas. Quizá fuera cierto. Sabía muy bien, a sus
cuarenta años, con la ilusión pasada, lo que ella veía. El largo cabello negro
que él se alisaba hacia atrás con los dedos, la firme línea de su mentón, la
personalidad concentrada en sus ojos. Éstos eran reservados, sabios, de un
color gris verdemar que las mujeres habían calificado de «extraños» más de
una vez, y a menudo interpretaban también como esperanzados y tristes, igual
que los ojos de un perro. Los rasgos de Szara eran delicados, la piel
descolorida lo hacía parecer pálido por el sombreado permanente de la barba.
Era, tomada en su conjunto, una presencia triste y atenta, deseosa de felicidad,
segura del desencanto. Su manera de vestir respondía al intelectual mundano,
favorecido por la suavidad de la ropa: camisas grises de algodón grueso,
corbatas monocromas en los tonos sombríos de los colores básicos. Era, a los
ojos del mundo, un hombre al que se podía tomar en serio, al menos por un

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tiempo. Luego, más adelante, vendría el afecto o el desagrado, pero intensos
ambos; una reacción fuerte en cualquier sentido que se produjera.
La niñera, poco atractiva y cofia almidonada, con el gesto mecánico de su
mano meciendo el cochecito donde dormía el niño de otra mujer, no ofrecía
duda alguna. Sólo tenía que ir a salvarla de su aburrimiento, de su
servidumbre, de aquellas manos estropeadas, y ella haría cuanto fuera
necesario. Bajo su ancha frente, los ojos de la niñera eran francos: No temas.
Puedo arreglar cualquier cosa.
Justo antes de las diez treinta, Szara se levantó, se alisó el impermeable a
lo largo del cuerpo y comenzó a alejarse. Miró de soslayo hacia atrás y no le
resultó difícil leer la expresión de ella: ¿Entonces, no? Hombre estúpido.

Una serie de tranvías lo condujo hasta un barrio obrero; las calles


estrechas olían a pescado, a orines y a cebolla frita. Hacía frío a la sombra
aquella mañana de noviembre. ¿Lo seguían? Pensó que no. Disponían de algo
mejor, una especie de cable invisible, el método que el psicólogo Pavlov
empleaba con los animales en el laboratorio. Lo llamaban…, tuvo que buscar
las palabras, «reflejo condicionado». Hasta el último día de su vida haría lo
que le dijeran. Distanció su mente y contempló la escena: un hombre de
intelecto, independiente, que se entregaba al apparat. Lamentable.
Despreciable. Szara miró su reloj. No quería que se le hiciera tarde.
Se detuvo en el pequeño mercado y compró fruta, luego pagó unos
céntimos más por una bolsa de papel. La mujer del mercado llevaba un chal
sobre la cabeza; su mirada era recelosa. ¿Qué hacía él, un extranjero, en esa
parte de la ciudad? Szara miró otra manzana de casas, se cercioró de que
nadie lo miraba y dejó casi toda la fruta en una callejuela. Vigiló la calle,
detrás de él, en el escaparate de una tienda donde vendían soldaditos de
madera. Reanudó su camino y entró en una pequeña plaza rodeada de
plátanos, cuyas copas, podadas en formas redondeadas, estaban a la espera del
invierno inminente. Un chófer dormía en un taxi estacionado; un hombre, en
bleu de travail, estaba sentado en un banco con la mirada puesta en sus pies;
de la fuente, en memoria de la guerra, no manaba agua: la plaza del fin del
mundo. Una cervecería pequeña, «Le Terminus», no tenía ni un parroquiano
en la encristalada terraza.
Szara, cada vez más en el papel de observador de su propio secuestro, se
sorprendió por la normalidad de la escena. Qué lugar tan plácido y normal
habían escogido. Acaso era porque les gustaba el nombre de la cervecería,

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«Le Terminus», el término, el fin del itinerario. ¿Se trataba de una elección
irónica? ¿Tan listos eran? Quizá, después de todo, Pavlov no era el espíritu
que guiaba el día; tal vez ese honor debiera corresponder a Chejov o a Gorki.
Buscó una parada de tranvías o una estación de ferrocarril, pero no encontró
nada que lo pareciera.
De súbito, le entró la prisa. Fuera lo que fuese, quería acabar lo antes
posible.
El interior de la cervecería era enorme y reinaba el silencio. Szara
permaneció quieto en la entrada mientras la puerta oscilaba tras él, hacia atrás
y hacia delante hasta quedar en reposo. Detrás de la barra de cinc, un hombre
con camisa y manguitos blancos, vuelto de espaldas, removía un café con
indolencia; unos pocos parroquianos permanecían sentados en silencio ante su
jarra de cerveza y uno o dos comían. Szara se sintió embargado por la
intuición, una sensación de perplejidad, una convicción de que esa naturaleza
muerta de una cervecería en Ostende era la imagen congelada de lo que fue
una vez, y que ahora se había desvanecido para siempre: paredes ámbar;
mesas de mármol; un ventilador de madera, que giraba con lentitud colgado
del techo, ennegrecido por el humo; un hombre rubicundo, con un bigote en
forma de manillar, que hacía ruido al ojear el periódico; el roce de una silla en
el suelo de baldosas, el grito de una gaviota que sobrevolaba la plaza, el
sonido de la sirena de un barco llegado desde el puerto…
Había un viejo barómetro en una pared, y, debajo, una mujer sentada.
Llevaba un impermeable, con cinturón y presillas abotonadas en los hombros.
Lo miró y luego volvió la atención a su comida, un plato de anguilas y
pommes frites; Szara pudo oler la grasa de caballo que los belgas usan para
freír. Había una bufanda roja enrollada en la parte superior del respaldo de
una silla adyacente. El barómetro y la bufanda eran las señales de
reconocimiento en el margen del periódico.
La mujer podía estar al final de la treintena. Sus manos eran fuertes; sus
largos dedos movían con gracia el cuchillo y el tenedor mientras comía.
Llevaba el cabello, castaño, corto y pegado a la cabeza, una o dos hebras
canosas reflejaban la luz cuando se movía. La piel de su rostro era pálida, con
un ligero rubor en los pómulos, de delicada complexión, atezados por la brisa
marina. Una aristócrata, pensó él. Érase una vez… Parecía como si quisiera
ocultar su finura y elegancia, ocultar su atractivo, y casi lo conseguía. «Rusa
no es —pensó Szara—. Alemana quizás, o checa».
Cuando se sentó frente a ella, vio que tenía los ojos grises y severos, con
enrojecidas ojeras a causa del cansancio. Intercambiaron los saludos sin

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sentido de la parol, santo y seña de la confirmación, y ella bajó el borde de la
bolsa que él llevaba para comprobar que había una naranja dentro.
No es absurdo todo esto, quiero decir, naranjas y una bufanda roja y…
Pero fueron palabras que nunca llegó a pronunciar. Justo cuando se inclinaba
hacia delante, para tocarla, para decirle que eran la clase de personas que
podían saltarse el sinsentido que un mundo estúpido quería imponerles, ella lo
detuvo con una mirada. E hizo que se atragantara.
—Llámame Renate Braun.
Llámame. ¿Qué significaba eso? ¿Un alias o sólo una manera formal de
hablar?
—Sé quién eres —añadió ella.
La frase y eso es suficiente no la dijo, pero estaba implícita.
A Szara le gustaban las mujeres y ellas lo sabían. Todo lo que quería
hacer, una vez desaparecida la tensión, era charlar, quizás hacerla reír. Sólo
eran dos personas, un hombre y una mujer, pero ella no se mostraba dispuesta
a seguir el juego. Sea esto lo que sea pensó él, no se trata de un secuestro.
Muy bien, entonces es una continuación de los asuntos que debía hacer de vez
en cuando para el NKVD. Todos los periodistas, todos los ciudadanos que
estaban fuera de la Unión Soviética, tenían que hacerlo. Pero ¿por qué
convertirlo en un funeral? Se encogió de hombros para sus adentros. Debe de
ser alemana, pensó. O suiza o austríaca, de uno de esos países donde la
posición, la situación en la vida, excluyen la informalidad.
La mujer dejó unos pocos francos en la bandeja del camarero, recuperó la
bufanda y salieron juntos al cielo duro y brillante, al viento que entumecía.
Había ahora un pequeño sedán «Simca» estacionado delante de la cervecería.
Szara estaba seguro de que no se encontraba allí cuando él llegó a la plaza. La
mujer le indicó que se sentara al lado del conductor y ella lo hizo detrás. Si
fuera a dispararle en la nuca, sus palabras agonizantes serían ¿Para qué te has
molestado tanto? Por desgracia, ese tipo de heridas no permiten decir últimas
palabras, y Szara, que había estado en el campo de batalla durante la guerra
civil que siguió a la revolución rusa, lo sabía. Todo lo más ¿por qué - za
chto?, ¿para qué? Pero todo el mundo, todas las víctimas de la purga, decían
lo mismo.
El conductor puso el motor en marcha y se alejaron de la plaza.
—Heshel —preguntó la mujer detrás de él—, ¿hizo…?
—Sí, señora.
Szara estudió al hombre mientras rodaban por las calles empedradas.
Conocía el tipo; se lo podía encontrar en las callejas fangosas de cualquier

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gueto de Polonia o de Rusia: cuerpo de gnomo, no mucho más de metro y
medio de alto, labios gruesos, nariz prominente y pequeños ojos vivos. Se
cubría con una gorra de lana de obrero, con una breve visera que inclinaba
sobre una ceja, y llevaba levantada la solapa de su vieja chaqueta. No parecía
tener edad, y su semblante, frío y humorístico a un tiempo, lo entendía Szara
perfectamente. Era el rostro del superviviente, sin importar el significado de
la supervivencia en aquel día: invisibilidad, astucia, degradación, brutalidad,
cualquier cosa.
Siguieron durante quince minutos, luego se detuvieron en una calle
tortuosa, donde estrechos hoteles se apiñaban unos junto a otros, y mujeres
con medias de malla, fumaban perezosamente en las puertas.
Renate Braun salió del coche mientras que Heshel permanecía dentro.
—Ven conmigo —dijo ella.
Szara la siguió al interior del hotel. No se veía empleado alguno. El
vestíbulo aparecía desierto, a excepción de un marinero belga sentado en la
escalera, con la cabeza entre las manos, y la gorra en la rodilla.
La escalera era empinada y estrecha, con peldaños de madera quemados
por los cigarrillos. Anduvieron por un largo pasillo hasta detenerse delante de
una puerta sobre la cual habían escrito el número 26 a lápiz. Szara advirtió
una marca diminuta de tiza azul a la altura de los ojos, en el marco de la
puerta. La mujer abrió el bolso, que llevaba colgado del hombro, para sacar
un manojo de llaves. A Szara le pareció ver el dibujo en forma de rejilla de la
empuñadura de una pistola automática cuando ella alzó el bolso para cerrarlo.
Las llaves eran maestras, con vástagos largos para poder hacer palanca si los
dientes no encajan.
Abrió la cerradura y empujó la puerta. El aire olía a fruta podrida
mezclado con amoníaco. Jelidze los miraba desde la cama, la espalda apoyada
contra el cabezal y los pantalones y los calzoncillos enrollados alrededor de
las rodillas. Tenía el rostro salpicado de manchas amarillas y en la boca se le
había congelado un bostezo lujurioso. Herida bajo las sábanas se observaba
una masa, grande y abultada. Una pierna cerúlea quedaba al descubierto; su
pie, rígido como si fuese a bailar de puntas, tenía las uñas pintadas de rosa.
Szara pudo oír el zumbido de una mosca contra los cristales de la ventana y el
sonido del timbre de una bicicleta en la calle.
—¿Confirmas que es éste el hombre del barco? —preguntó ella.
—Sí.
Era, lo sabía, una muerte del NKVD, una muerte con la firma del NKVD.
Las manchas amarillas las había dejado el ácido hidrociánico aplicado con un

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pulverizador, un método que se sabía empleaban los agentes soviéticos.
La mujer abrió el bolso, metió las llaves en él y sacó un pañuelo de
algodón perfumado con colonia. Se tapó la nariz y la boca, levantó una
esquina de la sábana y miró debajo. Szara pudo ver el rizado cabello rubio y
un trozo de cinta.
La mujer dejó caer la sábana y se frotó la mano contra el costado del
impermeable. Luego retiró el pañuelo de su rostro y se puso a registrar los
bolsillos del pantalón de Jelidze, cuyo contenido fue amontonando a los pies
de la cama: monedas, arrugados billetes de Banco de distintos países, el tubo
de un medicamento vacío, el suave paño con que acostumbraba a limpiarse
las gafas y un pasaporte holandés.
Después registró el abrigo y la chaqueta, que estaban cuidadosamente
colgados en un armario desvencijado, en ellos encontró un lápiz y una agenda
pequeña y los añadió al montón. Cogió el lápiz y hurgó con él entre las cosas
que había sobre la cama. Suspiró con impaciencia y empezó a rebuscar en su
bolso hasta que encontró una hoja de afeitar con cintas adhesivas en ambos
bordes. Despegó una de ellas y se puso a trabajar en la chaqueta y el abrigo:
cortó y abrió las costuras, sacó el relleno de las hombreras. El resultado fue
un pasaporte soviético que se guardó en el bolso. Sacudió el pantalón, cogió
uno de los dobladillos, y puso metódicamente esa pernera a un lado. Cuando
dejaba el segundo dobladillo, apareció un papel doblado en cuatro. Lo
desplegó y luego se lo entregó a Szara.
—¿Qué es esto, por favor?
—La impresión es checa. Un formulario de alguna clase.
—¿Sí?
Szara estudió el papel por un momento.
—Creo que es un resguardo de equipaje, de una compañía de transportes.
No, de la estación de ferrocarril. De Praga.
Ella miró con gran atención a su alrededor, luego se dirigió hacia el
pequeño y amarillento lavabo que había en un rincón y empezó a lavarse las
manos.
—Te encargarás de recoger el paquete —le dijo mientras se secaba las
manos con su pañuelo—. Es para ti.
Abandonaron juntos la habitación. La mujer no se molestó en cerrar con
llave. Una vez en el vestíbulo se volvió hacia él.
—Por supuesto, saldrás de Ostende, de inmediato. Szara hizo un gesto de
asentimiento.
—Se agradece mucho tu trabajo —añadió ella.

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Siguió a la mujer fuera del hotel y vio cómo entraba en el «Simca». Szara
cruzó la estrecha calle y se volvió para mirar. Heshel lo observaba por la
ventanilla del coche, y esbozó una leve sonrisa cuando sus ojos se
encontraron. Éste es el mundo, decía la sonrisa, y en él estamos.

Anochecía cuando llegó a Amberes, y como había dos horas de diferencia


con Moscú, llamó al editor a su casa. De Nezhenko, que se ocupaba de los
asuntos extranjeros, no esperaba problema alguno. Esta vez el caso no era
como de costumbre, porque hacía tres semanas que no se comunicaba con él;
pero cuando le pedían hacer «favores» para el apparat, alguien se pasaba por
la oficina de Pravda para tomarse una taza de té.
—Ese André Aronovich, ¡qué bien trabaja! Seguro que se toma mucho
tiempo y esfuerzo para escribir sus crónicas. Tu paciencia es admirable.
Era suficiente. Y menos mal. Porque Viktor Nezhenko fumaba sesenta
cigarrillos al día y tenía un temperamento salvaje; podía, si se le antojaba,
hacer la vida imposible a sus subordinados.
Szara pidió su conferencia desde la habitación del hotel, y se la dieron una
hora más tarde. La esposa de Nezhenko respondió al teléfono. Su voz era
clara y chillona, con fingida despreocupación.
Cuando Nezhenko se puso al aparato no usó el patronímico ni saludó.
—¿Dónde has estado? —preguntó con sequedad.
—Estoy en Amberes.
—¿Dónde?
Szara pensó que algo no había ido bien. Nezhenko no había sido
«advertido» de su encargo.
—Menos mal que has llamado —dijo Nezhenko.
Szara buscó desesperadamente un pretexto para calmarlo.
—Estoy preparando un artículo sobre los trabajadores portuarios de aquí.
—¿Sí? Eso será interesante.
—Cablegrafiaré mañana.
—Envíalo por correo, si quieres. Tercera clase.
—¿Me sustituye Pavel Mijailovich?
—Pavel Mijailovich ya no está aquí.
Szara se quedó aturdido. Ya no está aquí era una frase en clave. Cuando
se oía referida a amigos, familia, los caseros, vecinos… significaba que la
persona había desaparecido. Y Pavel Mijailovich era —había sido— un
hombrecito decente, sin enemigos. Pero ninguna de las reacciones de Szara,

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como hacer preguntas, ni siquiera mostrar un mínimo de pesar respetuoso, le
estaba permitida por teléfono.
—Y la gente no ha hecho más que preguntar por ti —añadió Nezhenko.
Eso también estaba en clave, quería decir que el apparat lo buscaba.
Szara tuvo la sensación de que caminaba hacia un muro. ¿Por qué lo
buscaban? Sabían muy bien dónde se encontraba, y lo que hacía. El hombre
más anodino del mundo no había sido un espejismo, y Renate Braun y su
ayudante eran aún más reales.
—Todo es un malentendido —dijo después de un momento—. La mano
derecha no debe saber lo que hace la mano izquierda…
—Sin duda —corroboró Nezhenko. Szara pudo oír cómo encendía un
cigarrillo.
—Quiero bajar hasta Praga cuando acabe el artículo de los trabajadores
portuarios. Está la reacción contra el Pacto Anticomintern, las opiniones sobre
los Sudetes… un montón de cosas. ¿Qué te parece?
—¿Qué me parece?
—Sí.
—Haz lo que quieras, André Aronovich. Tú siempre haces lo que se te
antoja.
—Mañana acabaré lo de los portuarios.
Nezhenko cortó la comunicación.

Escribir la historia de los trabajadores portuarios belgas fue algo parecido


a comer arena.
Hacía siglos, él llegó a creer que su facilidad para escribir era su propia
recompensa: una frase alabando el logro de la cuota productora de carbón en
la cuenca del Donetz no era, en definitiva, más que una frase, y podían
pagarla bien. La responsabilidad del escritor en una sociedad progresista
consistía en informar y animar a las masas trabajadoras; le habían dicho que
más de un trabajador buscaba su firma en el periódico, al punto que cuando
algún demonio interior lo impulsaba a escribir oscuras fábulas sobre un
universo absurdo, sabía muy bien cómo controlarse. Para seguir vivo, Szara
había aprendido por sí solo a ser discreto, sin dar ocasión a que el apparat se
lo tuviera que enseñar. Y si, por casualidad, su pluma intransigente se
empeñaba en hablar de comisarios-lobo que guardaban rebaños de
trabajadores-oveja o de muchachas parisinas en ropa interior de seda, bien,

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entonces, la gran ventaja del papel consistía en lo fácil que resultaba
quemarlo.
Y éstos eran, tenían que ser, incendios privados. El mundo no quería saber
de tu alma, te tomaba por lo que tú decías que eras. Los trabajadores, en la
oscura y pequeña sala alquilada cerca de los muelles de Amberes, quedaron
impresionados porque alguien se hubiera molestado en llegar hasta allí para
preguntarles cómo se sentían. «Stalin es nuestra gran esperanza», había dicho
uno, y Szara hizo que su voz llegara a todo el mundo.
Volvió a sentarse en otra habitación de hotel, mientras la niebla del
Atlántico invadía las calles, y escribió sobre aquellos hombres en medio del
brutal drama que se desarrollaba en Europa. Describió la fuerza que había en
sus redondos hombros y en sus luchadoras manos, la silenciosa manera de
ayudarse entre ellos, la granítica decadencia que mostraban. Y en cuanto a las
esposas y los hijos que dependían de ellos, hubieran luchado en España —de
hecho, algunos jóvenes habían acudido allí—, hubieran luchado en los
suburbios obreros de Berlín, iban a luchar, familiares o no, desde detrás de las
grúas y tinglados de sus propios muelles. Era verdad, y Szara encontró la
manera de que pareciera verdad en la hoja de papel.
Stalin era la gran esperanza. Y si el bostezo del rostro manchado de
amarillo de Jelidze la desmentía, eso era asunto privado de Szara. Y si el
«pequeño favor» era ahora un gran favor, eso, también, era asunto privado de
Szara. Y si todo aquello hacía que le costara tanto redactar, escribir una
historia como si comiera arena, ¿a quién iba a echarle la culpa? Siempre
podría negarse a hacerlo, y atenerse a las consecuencias. El refrán ruso tenía
toda la razón: ¿no decías que eras una seta?; entonces métete en el cesto.

Y la gente ha estado preguntando por usted.


La frase de Nezhenko martilleaba en sus oídos y se adaptó a la cadencia
del tren sobre los raíles en todo el trayecto de Amberes a París. Mucho mejor
sería, fue calculando, ponerme en sus manos y averiguar qué es lo que
quieren. No tenía el valor para mantenerse frío y distante de todo, fuera lo que
fuese, así que hizo lo más parecido. Se presentó en la gran oficina de Pravda
en París y pidió a la secretaria que le reservara plaza en el expreso París-Praga
del día siguiente. La miró a los ojos, parecían bolas de cojinete, y hubiera
jurado que cuando se iba, y antes de que la puerta se cerrara del todo, oyó que
levantaba el auricular del teléfono.

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Volvió por allí al anochecer, recogió el billete, y cobró su sueldo y la
cuenta de gastos. Al día siguiente se fue temprano a la estación de Austerlitz,
por si ellos querían ir allí a decirle algo. En realidad, no era que temiese ser
secuestrado, sólo que se encontraba más a gusto en un espacio abierto y
público, rodeado de la multitud. Para matar el tiempo, tomó un café en el bar
de la estación, contempló distraído el triste cielo de París a través del techo
acristalado montado sobre el enorme enrejado de hierro, leyó Le Temps, se
vio citado en el diario comunista L’Humanité —como ha señalado el
corresponsal de Pravda, André Szara, las relaciones bilaterales entre Francia
y la Unión Soviética mejorarán sólo cuando la cuestión checoslovaca se
haya…— siguió con la mirada el majestuoso paso de las apetitosas francesas,
los tacones repiqueteando sobre el cemento, el gesto resuelto, inspirado en
apariencia por un grave sentido de la responsabilidad.
Allí estaba, a disposición de ellos, pero no hubo contacto alguno. Cuando
se anunció su tren y la locomotora barrió el andén con una nube de vapor
blanco, él subió a bordo y se encontró solo en un compartimiento de primera
clase. Pravda no pagaba compartimentos individuales, sólo el apparat lo
hacía. Era evidente que habían preparado algo. Quizás en Nancy, pensó.
Se equivocó. Se pasó la tarde mirando a través de la lluvia las onduladas
colinas del este de Francia y viendo pasar los nombres de los campos de
batalla de las estaciones. En el control de la frontera de Estrasburgo, justo al
otro lado del Rin, tres funcionarios alemanes, dos soldados y un civil,
protegidos con impermeables de caucho negro, mojados por la lluvia,
entraron en su compartimiento. Tenían la mirada fría y cortés y su pasaporte
soviético no los impresionó. Le hicieron una o dos preguntas, como si
quisieran oír su voz. El alemán de Szara era el de alguien que ha hablado
yiddish en su niñez y el civil, un polizonte, hizo notar que sabía que Szara era
judío, judío polaco, judío bolchevique soviético, de origen polaco. Sin
quitarse los guantes negros registró con gran eficiencia el maletín de viaje de
Szara; después examinó la documentación de Prensa y el pasaporte. Cuando
hubo terminado estampó en el pasaporte el sello de un gruesa esvástica
encerrada en un círculo y se lo devolvió con gesto educado. Sus miradas se
cruzaron sólo un momento: lo que había pendiente entre ellos lo dejaban para
el futuro, en eso estaban de acuerdo.
Pero Szara viajaba demasiado para tomarse a pecho la hostilidad de la
Policía fronteriza; por ello cuando el tren aumentó la velocidad a la salida de
la estación de Stuttgart, se dejó llevar por el ritmo del traqueteo del tren y el

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denso crepúsculo de Alemania; fábricas humeantes en el horizonte, campos
abandonados a la helada de noviembre.
Por décima vez en el día se palpó el resguardo del equipaje en el bolsillo
interior de la chaqueta; podría echarle una mirada más, pero el ruido del tren
subió repentinamente de tono cuando se abrió la puerta del compartimento.
A primera vista, un hombre de negocios corriente, de la Europa Central,
abrigo oscuro y sombrero de ala flexible, con una cartera de hebillas, de las
que se llevan bajo el brazo. Después, el reconocimiento. Era un hombre que le
había sido presentado brevemente, quizás el año anterior, en alguna recepción
en Moscú que él no podía recordar. Su nombre, Bloch, teniente general
Bloch, del GRU, el Servicio de Inteligencia militar, y recientemente, según
los rumores, rezident ilegal —clandestino— de las redes del GRU y el NKVD
que operaban en Tarragona. Por tanto, un miembro muy destacado del cuadro
soviético en la Guerra Civil española.
Szara se puso en guardia de inmediato; los poderosos de Moscú temían a
aquel hombre. No daban una razón concreta para ello. Los que conocían los
detalles no explicaban nada, pero evitaban pronunciar su nombre cuando se
referían a él, miraban a su alrededor, por si alguien estuviese escuchando, y
hacían un gesto como queriendo decir no te metas en líos. Lo poco que se
comentaba de Bloch era su insaciable apetito por triunfar, un apetito
acompañado de una tiranía feroz. Se decía que la vida de los que tenían que
trabajar con él era una pesadilla.
A sus espaldas lo apodaban Yaschyeritsa, una especie de lagarto, porque
tenía aspecto de basilisco: rostro triangular el cabello tieso, que aplastaba
peinándolo hacia atrás desde la frente, las finas cejas formaban un ángulo
cuyo vértice estaba casi entre los ojos, y éstos, largos y estrechos, encima de
unos pómulos fuertes y abultados.
André Szara, como todos los que frecuentaban los círculos de la llamada
nomenklatura, la élite, era un buen fisonomista. Convenía saber con quién
hablaba uno. ¿Un ruso blanco? ¿Un armenio? ¿Un ruso nativo? Con los judíos
solía resultar difícil, porque, durante siglos, las mujeres judías, habían parido
los hijos de sus torturadores, y por eso llevaban los genes de muchas razas.
Sólo Dios sabe, pensó Szara, la brutal lista de facinerosos que ha debido
figurar en la ascendencia femenina de Bloch para que tenga esta apariencia.
¿Llevará también el diablo en la sangre?
Bloch saludó con la cabeza, se sentó enfrente de Szara, se inclinó para
cerrar la puerta del compartimiento y luego apagó las luces de la pared
alrededor de la ventanilla. El tren atravesó despacio un pueblo y desde el

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compartimiento a oscuras pudieron ver la fiesta que celebraban; una hoguera
en la plaza, ganado con guirnaldas, juventudes hitlerianas en pantalón corto
portando banderas con la esvástica en ella que colgaban hasta abajo, a todo lo
largo de las astas, como fasces romanas.
Bloch miró fijamente la escena.
—Por fin han regresado a la Edad Media —dijo pensativo. Volvió su
atención a Szara—. Perdóname, camarada periodista, soy el general Y. I.
Bloch. No creo que hayamos hablado nunca, pero leo tus artículos cuando
tengo tiempo, así que sé quién eres. ¿Hace falta que diga quién soy?
—No, camarada general. Sé que estás en los Servicios Especiales.
Bloch tomó el reconocimiento de Szara como un cumplido: una sonrisa de
asentimiento, una breve inclinación de cabeza, a tus órdenes.
—¿Es cierto que has permanecido fuera de Moscú durante un tiempo?
—Desde el pasado agosto —contestó Szara.
—No es una vida fácil: trenes y habitaciones de hotel, la lentitud de los
barcos. Pero también las capitales extranjeras son más divertidas que Moscú,
y eso compensa, ¿no?
Era una trampa. Había una respuesta doctrinal, algo que tenía que ver con
la construcción del socialismo; pero Bloch no era ningún tonto, y Szara
sospechó que una respuesta piadosa resultaría embarazosa para los dos.
—Es verdad —dijo, y añadió, por si acaso—: Aunque uno termina por
cansarse de ser el eterno extranjero.
—¿Estás al tanto de los chismorreos de Moscú?
—Apenas —contestó Szara.
De carácter solitario, Szara trataba de evitar a la gente de Pravda y de la
agencia «Tass» en el circuito de las capitales europeas. El rostro de Bloch se
ensombreció cuando prosiguió.
—Ha sido un otoño con muchos problemas para los Servicios. De eso sí
habrás oído hablar.
—Por supuesto; leo los periódicos.
—Hay más, mucho más. Hemos tenido deserciones, algunas muy serias.
En unas pocas semanas, el coronel Alexander Orlov y el coronel Walter
Krivitsky, al que la Prensa europea llama general, han dejado el Servicio y
han buscado refugio en el Oeste. El asunto Krivitsky se ha hecho público,
también la huida del inspector Reiss. En cuanto a lo de Orlov, que quede entre
nosotros.
Szara asintió, obediente. De pronto, aquello se había vuelto una
conversación íntima. Orlov, un alias para el Servicio, en realidad Leon

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Lazarevich Felbin, y Krivitsky, de nombre real Samuel Ginsberg, eran
personas importantes, funcionarios de alto rango o del NKVD y el GRU,
respectivamente. El asunto de Ignace Reiss le había sorprendido cuando le
leyó. Reiss, asesinado en Suiza mientras intentaba escapar, había sido un
idealista ferviente, un marxista-leninista hasta la médula.
—¿Eran amigos tuyos? —Bloch levantó una ceja.
—Conocí a Reiss de haberlo saludado. Nada más.
—¿Y qué hay de ti? ¿Cómo te va? —Bloch hizo la pregunta con aire
preocupado, casi paternal.
Szara contuvo sus ganas de reír. ¿Acaso el pánico los había vuelto
amables?
—Mi trabajo no resulta fácil, camarada general, pero menos difícil que el
de otros, y estoy contento de ser lo que soy.
Bloch sopesó la respuesta y la aprobó en su fuero interno.
—Así que lo comprendes —dijo y continuó pensativamente—. Hay
algunos que se sienten profundamente afectados por los arrestos, los juicios.
No podemos negarlo.
Oh, ¿no podemos?
—Siempre hemos tenido enemigos, dentro y fuera. Yo luché en la guerra
civil, entre 1918 y 1920, y luché contra los polacos. No soy quién para juzgar
las operaciones de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Bloch se echó hacia atrás en su asiento.
—Muy bien dicho —dijo después de una pausa. Luego bajó el tono de
voz, lo justo para que Szara pudiera oírlo por encima del constante rugido del
tren—. ¿Y no sería ya hora de que tuvieras tu oportunidad? ¿Qué harás
después?
Szara no podía ver muy bien el rostro de Bloch, sumido en la sombra del
asiento de enfrente; afuera, el campo estaba oscuro, y la luz del pasillo llegaba
débil.
—Después haré lo que tenga que hacer.
—Eres un fatalista.
—¡Qué remedio! —Quedaron un momento en silencio, luego Szara
añadió—: No tengo familia.
Bloch pareció asentir con la cabeza, un gesto que confirmaba algo que
había pensado ya.
—No te has casado —murmuró—. Pensé que sí.
—Soy viudo, camarada general. Mi esposa murió en la guerra civil. Era
enfermera, en Berdichev.

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—Así que estás solo —dijo Bloch—. Algunos hombres, en esas
circunstancias, tienen poco apego a la vida porque nada les ata al mundo.
Despreocupados por las consecuencias, esperan una oportunidad, se
sacrifican, quizá para librar de un gran daño a la nación. Y entonces nos
encontramos…, ¿por qué no decirlo?, con un héroe. ¿Tengo razón? ¿Piensas
como yo?
Un hombre y una mujer —ella acababa de decir algo que había provocado
la risa del hombre— cruzaron por el pasillo. Szara esperó que se alejaran.
—Yo soy como cualquier otro —dijo entonces.
—No —replicó Bloch—. Tú, no. —Se inclinó hacia Szara, con la
expresión crispada y concentrada—. Ser escritor requiere mucho trabajo.
Trabajo y sacrificio. Y la determinación de seguir un cierto camino, no
importa adonde lleve. Recuerda esto, camarada periodista, pase lo que pase en
los próximos días.
Szara hubiera querido replicar y rechazar la imagen grandiosa que el otro
parecía atribuirle, pero Bloch levantó la mano en demanda de silencio. A
pesar de lo impensado del gesto, Szara enmudeció. El general se levantó,
descorrió el pestillo de la puerta, miró a Szara durante un momento, una
mirada claramente apreciativa y calculadora, y salió del compartimiento.
Después de cerrar la puerta con firmeza, se perdió al final del pasillo.
Al rato, el tren se detuvo en Ulm. El andén era un enrejado de sombras, y
las gotas de lluvia descomponían las estelas de luz a medida que bajaban
trazando surcos en el cristal de la ventanilla. Una figura, con sombrero y una
cartera bajo el brazo, cruzó de prisa el andén y se introdujo por la portezuela
trasera en un «Grosser Mercedes» negro, un coche que los funcionarios del
Reich solían usar, y que se alejó a toda velocidad de la estación para
desaparecer en la oscuridad.

¿Un héroe?
No, pensó Szara. Él lo sabía bien. Esa lección la había aprendido durante
la guerra.
Cuando tenía veintitrés años, en 1920, había cubierto la campaña del
mariscal Tujachevsky. Escribió crónicas e historias inspiradas en el frente
local, muy parecidas a las del escritor Badel, un judío que cabalgó con la
caballería cosaca, que había servido con el general Budenny. En mitad de la
guerra con Polonia, las tropas soviéticas fueron rechazadas desde Varsovia, a
orillas del Vístula, por un Ejército al mando del general Pilsudski, y su asesor,

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el general francés Weygand. El escuadrón de Szara, durante la retirada, fue
atacado por bandidos ucranianos, restos del ejército de Petlyura que había
ocupado Kiev. Al verse atacados desde lo alto de la ladera de una montaña, y
al ser los otros superiores en número, todos lucharon como posesos, incluidos
cocineros, escribientes, intendentes y corresponsales militares. El día anterior
habían encontrado el cuerpo de un coronel polaco, completamente desnudo,
atado de un pie a la rama alta de un árbol, con una estaca clavada entre las
piernas. Las partidas ucranianas combatían a los dos bandos, al ruso y al
polaco, y sólo Dios podía remediar la suerte de aquellos que caían vivos en
sus manos.
Szara, a caballo, había arrollado a un hombre y herido con el sable a otro.
Un instante después, él y su caballo rodaron por el polvo, el caballo
relinchaba de dolor y terror, mientras sacudía las patas. Szara rodó frenético
para alejarse del animal; entonces un hombre sonriente, con un pequeño puñal
en la mano, avanzó hacia él. Pasaron caballos galopando junto a ellos, hubo
disparos y alaridos y voces que daban órdenes sin sentido, pero aquel hombre,
con gorra y abrigo, en ningún momento dejó de sonreír. Szara intentó
arrastrarse por el suelo, un caballo le saltó por encima y el jinete soltó una
maldición, pero él no consiguió avanzar. La batalla que se libraba a su
alrededor no le importaba, ni tampoco, al parecer, a su risueño perseguidor.
La sonrisa intentaba ser, según comprendió, tranquilizadora, como si él fuese
un cerdo en una pocilga. Cuando el hombre estuvo a su lado, emitió un sonido
de arrullo. De repente, Szara recuperó sus sentidos, echó mano del revólver y,
sacándolo de la pistolera, disparó como un loco. Nada ocurrió. La sonrisa se
hizo más amplia. Entonces, Szara dominó su pánico, como si pudiera cogerlo
y apretarlo en un puño, apuntó como un tirador a la diana, y alcanzó al
hombre en un ojo.
Lo que conservaba en su recuerdo no era que él hubiera combatido como
un valiente, sino que se había limitado a pensar que la vida importaba más
que cualquier otra cosa en el mundo, y había procurado apegarse a ella. En
aquellos años vio muchos héroes, cómo preparaban su trabajo, cómo hacían lo
que había que hacer, y supo que él no era uno de ellos.

El tren llevaba retraso cuando llegó a Praga. Una familia judía había
intentado subir en Nuremberg, la última estación en suelo alemán. Se había
alentado «vigorosamente» a los judíos —no menos de ciento treinta y cinco
decretos raciales, titulados en su conjunto «Ley para la protección de la

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Sangre Alemana y del Honor Alemán»— para que emigraran de Alemania
con destino a cualquier país que quisiera acogerlos. Pero la situación, Szara la
conocía, no era distinta a la que hubo bajo el dominio zarista: una telaraña
burocrática. Cuando se obtenía el Formulario A, sellado por la oficina de la
Policía local, el sello del Formulario B, que tenía que poner el Ministerio de
Economía, llegaba fuera de plazo y había que pedirlo de nuevo. Entretanto, el
Formulario A caducaba, y así sucesivamente.
Lo único que la familia judía de Nuremberg intentó fue subir al tren, un
acto de locura dictado por la desesperación. Por eso, los niños, los abuelos, el
padre y la madre, corrieron aterrorizados por toda la estación, mientras los
policías, con chaquetas de cuero, iba tras ellos entre gritos y golpes de silbato.
Mientras, los pasajeros miraban con curiosidad por las ventanillas del tren.
Algunos, excitados por la caza, trataron de colaborar y gritaban: «¡Allí,
debajo del vagón de equipajes!» o «¡La mujer ha cruzado las vías!».

Llegaron poco después de la medianoche. Hacía frío en Praga y el agua se


helaba entre los adoquines, pero el hotel no estaba lejos de la estación y Szara
pudo acomodarse pronto en su habitación. Permaneció levantado durante
horas, dedicado a fumar, escribir notas en los márgenes de Le Tempes,
analizar el resguardo de equipaje que le habían dado. Se estaba metiendo en
algo que no entendía, pero tenía un fuerte presentimiento de lo que le
esperaba al final de todo.
Este asunto extramarital con los Servicios de Inteligencia hubiera sido
fácil en otro tiempo, cinco o seis años antes, porque lo habían utilizado como
intelectual, un agente influyente, y él se había sentido complacido, le había
halagado que confiaran en él. Pero ahora estaba aturdido, y no tenía duda de
que lo iban a matar. Estaba siendo utilizado para algo importante, una
operación oficial del apparat o —y ahí aparecía la sentencia de muerte— para
preparar una conspiración. Sólo sabía que se trataba de algo muy confuso y de
enorme gravedad. Los generales del espionaje militar soviético no suben a los
trenes alemanes para charlar con los escritores.
Sin embargo, no por eso rechazaba la posibilidad de encontrar una salida.
Podía morir, pensaba, pero cuando muriese no quería descubrir que había
habido, pese a todo, una salida. Ésa es la diferencia, camarada general, entre
el héroe y el superviviente. Aquellas horas de reflexión no lo sacaron de
dudas, mas sirvieron para que su tensión se relajara y el cansancio lo
dominara. Se echó en la cama y durmió sin soñar.

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Despertó a un día de nevisca y sutil terror en Praga. No veía nada, pero
sentía todo. El cinco de noviembre, Hitler había pronunciado un discurso en
el que declaraba, una vez más, la urgencia para Alemania de Lebensraum, la
adquisición de nuevos territorios para el crecimiento y la expansión alemanes;
literalmente, por un «sitio para vivir». Como un tenor de ópera que hiciera el
contrapunto al bajo que era Hitler, Henlein, el líder de los alemanes en los
Sudetes, reclamaba públicamente en una carta abierta, que apareció al día
siguiente en los periódicos checos, que se detuviera la «persecución» checa
contra la minoría alemana de su región, la zona fronteriza con Alemania.
El 12 de noviembre, el contratenor Wilhelm Frick, ministro del Interior del
Reich, decía por radio: «Raza y nacionalidad, sangre y suelo, son los
principios del pensamiento nacionalsocialista, que estaríamos contradiciendo
si intentásemos asimilar por la fuerza una nacionalidad extranjera».
Esto podía ser oído en Francia como algo cálido y tranquilizador, pero los
alemanes de los Sudetes no eran una nacionalidad extranjera, como tampoco
los austríacos, por lo menos según las definiciones diplomáticas alemanas. A
continuación, los representantes alemanes de los Sudetes abandonaron el
Parlamento en masa, y dijeron a los reporteros que esperaban afuera que
habían sido maltratados por la Policía checa.
Todo el mundo en Praga conocía ese juego —incidentes, provocaciones y
discursos—, significaba que las divisiones de tanques alemanas, apostadas en
la frontera, esperaban, dispuestas a ponerse en camino. ¿Hoy?, ¿mañana?,
¿cuándo?
Pronto.
Nada salía a la superficie. Pero lo que ellos sentían se hacía palpable de
una forma sutil: la manera en que la gente se miraba, el tono de la voz, la
frase sin terminar. Szara cogió el resguardo que le habían dado en Ostende y
se dirigió a la estación central de ferrocarriles. El encargado de la consigna
negó con la cabeza, era de una estación secundaria, e hizo un gesto hacia las
afueras de la ciudad.
Tomó un taxi, pero a la hora que llegó, la del almuerzo, la estación estaba
cerrada. Se encontró en una localidad extraña y silenciosa, con carteles en
polaco y ucraniano, ventanas de madera, grupos de personas en las esquinas,
sin corbata y con la camisa abotonada hasta el cuello. Caminó por las calles
desiertas barridas por remolinos de polvo que el viento levantaba. Las
mujeres ocultaban el rostro tras velos negros; los niños, cogidos de la mano,
se arrimaban a la pared de las casas. Oyó el sonido de una campana, miró

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abajo, hacia un prado en pendiente, y vio un buhonero judío con un flaco y
deslucido caballo que, en su esfuerzo por arrastrar el carro pendiente arriba,
desprendía penachos de vapor por los ollares.
Szara encontró un pequeño bar en su camino. Las conversaciones se
detuvieron cuando entró. Pidió una taza de café. No tenían azúcar. Pudo
escuchar el «tictac» de un reloj detrás de la cortina que cubría una puerta.
¿Qué habría allí? Quizás un demonio. Szara se esforzó por recuperar el
aliento, su miedo se disipó como la niebla y de él sólo quedó su cuerpo,
sentado a la mesa, aburrido por la impaciencia. El reloj detrás de la cortina
dio las tres, entonces salió de prisa en busca de la estación. El encargado
cojeaba con dificultad y llevaba el uniforme azul de los ferrocarriles con una
medalla de guerra prendida en la solapa. Cogió el resguardo sin decir palabra
y, después de examinarlo un momento, asintió con la cabeza. Se fue y estuvo
un buen rato sin aparecer; luego regresó con una maleta de cuero. Szara le
preguntó si podía llamar un taxi. «No», fue la respuesta del hombre. Szara
esperó un momento a que le diera una explicación, que añadiera algo más,
pero eso era todo. No.
Así que caminó durante kilómetros, por calles en zigzag, atascadas por el
ajetreo del sábado, sitios donde cada piedra antigua estaba torcida o fuera de
lugar; pasó ante grupos de judíos, de cabello rizado y vestidos con caftanes,
que cuchicheaban delante de las diminutas sinagogas; de amas de casa checas,
con sus vestidos estampados, que llevaban a sus casas pan negro y embutidos
de ajo comprados en los mercados callejeros; de niños y perros que jugaban
tras una pelota en el suelo de guijarros, y de viejos acodados en las ventanas,
mientras fumaban sus pipas y contemplaban la vida de la calle debajo de
ellos. Era como cualquier barrio en una ciudad europea en un día frío y
humeante de noviembre, pero Szara se sintió como atrapado por una pesadilla
en la que debía ocurrir algo terrible e ignorado por el mundo, y siguió a ciegas
en pos de su aventura.
Cuando llegó al hotel, subió penosamente la escalera y, nada más entrar
en su habitación, tiró la maleta sobre la cama. Luego se hundió rendido en
una silla y cerró los ojos para concentrarse mejor. Ciertos instintos salieron a
la superficie: necesitaba reflejar en el papel lo que había sentido, tenía que
describir la obsesión de este lugar. Sabía que si lo hacía bien, estas historias
crecían, tomaba vida por sí mismas. Hicieran lo que hiciesen los políticos, los
lectores y la gente, lo entenderían, se preocuparían, la piedad los animaría a
levantar la voz en favor de la república checa. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué elegir?
¿Qué hecho hablaba realmente, de manera que el escritor quedara a un lado y

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la historia se expresara por sí misma? Y si su propio artículo no aparecía en
otros países, era casi seguro que saldría en la Prensa de los partidos
comunistas, en muchos idiomas, y más periodistas de los que se admitía
echaban una mirada a esos periódicos. La política editorial decía cualquier
cosa con tal de mantener la paz, pero dejad a los corresponsales que vengan
aquí y lo vean por ellos mismos.
Entonces recordó la maleta. La examinó y se dio cuenta de que nunca
había visto otra igual; de cuero denso, granulado —debió de ser la protección
de un animal poderoso y desconocido—, estaba cubierta de una gruesa capa
de fino polvo, de manera que con el dedo índice humedecido pudo trazar una
línea a su través y observó que el color, que alguna vez debió de tener un tono
achocolatado, había sido desgastado por el sol y el tiempo. A continuación
comprobó que las costuras estaban cosidas a mano; una labor delicada y
concienzuda llevada a cabo con un cordón, que sospechó hecho a mano
también. Era una maleta al estilo de un portamanteo, como los maletines de
médicos, con los dos lados abiertos por igual y unidos por una cerradura de
latón. Limpió ésta con una toalla húmeda y apareció una tracería rojiza
grabada en la superficie metálica. Eso le resultó vagamente familiar. ¿Dónde
había visto algo parecido? En seguida lo recordó: ese tipo de trabajo se
empleaba para adornar las copas y los cacharros de latón que se fabricaban en
Asia central y occidental, en la India, Afganistán y Turquestán. Trató de
presionar el saliente inferior de la cerradura para abrirla, pero estaba cerrada
con llave. El asa tenía media etiqueta atada con una cuerda. Al mirarla de
cerca pudo descifrar la fecha en que la maleta había sido depositada en la
consigna: el 8 de febrero de 1935. Juró en voz baja con asombro. ¡Hacía casi
tres años!
Puso un dedo en la cerradura. Era ingeniosa, una abertura circular perfecta
que no dejaba entrever la forma de la llave. Probó suavemente con un fósforo,
y le pareció que requería una forma redonda con una sección cuadrada en el
extremo. Sin perder la esperanza, siguió hurgando con la cerilla pero, como
era lógico, no consiguió nada. Desde otra época, el cerrajero, quizás un
artesano sentado con las piernas cruzadas en un tenderete de algún zoco, se
reía de él. El artificio que se había inventado no iba a rendirse a una cerilla de
madera.
Szara bajó a la recepción del hotel y se explicó con el joven empleado de
guardia: había perdido la llave, una maleta que no podía abrir, papeles
importantes para una reunión del lunes. ¿Qué podía hacer? El empleado
asintió con comprensivos movimientos de cabeza y habló sosegado. No había

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de qué preocuparse. Esto pasaba todos los días. Envió fuera a un botones, el
cual, una hora más tarde, regresaba acompañado de un cerrajero, un hombre
serio que hablaba alemán y vestía un traje estirado y formal. Carraspeó
educadamente.
—No es corriente ver este tipo de mecanismo…
Pero Szara sentía demasiada impaciencia para ponerse a contestar
preguntas a medio hacer y se limitó a meter prisa al hombre para que pusiera
manos a la obra. Después de unos segundos de reflexión, el cerrajero abrió sin
convicción su maletín de herramientas, lo dejó luego de lado y, con ligero
embarazo, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un juego de ganzúas de
ratero, de fina factura. Y entonces empezó el combate entre las dos técnicas.
No es que el tadzik, el kirguis, el artesano del mercado de Bujará —
quienquiera que fuese— no opusiera resistencia, que sí la hizo, pero al final
tuvo que rendirse al hecho moderno y a sus brillantes ganzúas aceradas. Con
el snic característico del artificio bien construido, la cerradura cedió; el
profesional se echó hacia atrás y se limpió el sudor de la frente con un
inmaculado paño gris.
—Qué bello trabajo —dijo como para sus adentros.
Y qué bella factura también; pero Szara pagó, y añadió una buena propina
además. Sabía que el apparat podría descubrir algo más adelante, e ignoraba
si acababa de firmar la sentencia de muerte del cerrajero.

Al atardecer, André Szara permanecía en su habitación sin encender la


luz, con los retazos de la vida de un hombre esparcidos a su alrededor.
No había un solo escritor en el mundo que pudiera resistirse a atribuir un
romance melancólico a estos objetos; pero eso, se dijo a sí mismo para acallar
su conciencia crítica, no disminuía su elocuencia. Porque si la maleta hablaba
de Bujará, Samarcanda o los oasis del desierto de Kara Kum, su contenido
decía algo distinto referido a un europeo, un ruso europeo, que había viajado
—¿con el Ejército?, ¿para esconderse?, ¿para morir?— por esas regiones, un
hombre parecido a él, orgulloso de sí mismo.
Los objetos sobre la mesa y el escritorio estaban expuestos como en una
capilla ardiente. Alguna ropa, unos pocos libros, un revólver y los humildes
utensilios —aguja e hilo, té digestivo, mapas muy plegados— de un hombre
con prisa. Apresurado, porque había la misma claridad, idéntica elocuencia,
en los objetos que faltaban. Ni fotografías ni cartas. Ninguna agenda, ningún

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Diario de viaje. Había sido un hombre que entendió a la gente de la que huía,
y que quiso proteger la vulnerabilidad de aquellos que quizá lo amaron.
La ropa, colocada encima sin planchar, pero perfectamente doblada,
parecía haber sido puesta por alguien con una larga experiencia en el Ejército,
una persona para quien la ordenada pulcritud de un cajón es su segunda
naturaleza. Ropa de buena calidad, cuidadosamente guardada con sumo
cuidado, muy remendada y terriblemente gastada por los continuos lavados y
el largo uso en un entorno hostil. Calzoncillos de algodón, camisas de lana, un
pesado jersey de marinero gastado en los codos, gruesos calcetines de lana
con los talones casi transparentes.
El revólver de reglamento era de antes de la revolución; un «Nagant»,
modelo de repetición para oficiales, de 7,62 mm, diseño de 1895. Estaba bien
engrasado y con la carga completa. Por algunas de sus características, Szara
llegó a la conclusión de que el arma había tenido una vida larga y muy activa.
Faltaba la anilla de la base de la culata y la superficie aparecía limada; el
metal en los ángulos de los bordes, en la boca del cañón, en el tambor, en el
mismo gatillo, era plateado y suave. Una mirada al cañón lo mostró
inmaculado, limpiado, no con el habitual polvo de ladrillo (una obsesión casi
religiosa —además de ruinosa— de la Infantería campesina de la Gran
Guerra), sino con un cepillo de manufactura británica que estaba allí al lado,
envuelto en un trozo de papel. Pero no en uno de periódico, porque eso
descubre dónde has estado y en qué fecha. De papel sin más. Un hombre
precavido.
Los libros también eran de la época anterior a la revolución, el más
reciente fechado en 1915; y Szara los manejó con reverencia, porque eran de
los que ya no se encuentran. Los bellos ensayos de Dobrilov sobre las
heredades nobles; Poemas de la Cosecha, de Ivan Krug; los cuentos de viaje
al país de los jivanis, de Gletjin; Pushkin, por supuesto, y Cartas de un pueblo
lejano, de un tal Chumensky, de quien Szara nunca había oído hablar. Eran
compañeros de viaje, libros para ser leídos una y otra vez, libros para un
hombre que vivió en lugares donde era imposible encontrar libros. Szara los
ojeó con ansiedad, en busca de alguna anotación, siquiera un párrafo
subrayado; pero, tal como había temido, no encontró ninguna señal.
Aunque lo más curioso de todo lo ofrecido por la maleta abierta era su
olor. Szara no pudo descifrarlo, a pesar de que acercó el jersey a su rostro
para olfatearlo. Sintió algo rancio, humo de leña, un olor dulzón de animal de
carga y algo más, quizás especias, clavo o cardamomo, evocación de un
mercado del Asia central. Era un aroma que había estado allí desde hacía

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tiempo, porque había impregnado los libros, la ropa y hasta el cuero de la
maleta. ¿Por qué? Quizá para hacer más apetitosa la mala comida; tal vez para
añadir un ingrediente de civilización a la vida en general. No llegó a ninguna
conclusión sobre ese punto.
Szara conocía lo suficiente de las prácticas del espionaje para saber que la
cronología lo significaba todo. «Que Dios proteja y guarde al zar» al final de
una carta, significaba una cosa en 1916, y otra muy diferente en 1918. En
cuanto al tiempo del «oficial» —así empezó a llamarlo Szara—, entre las
cosas de la maleta había un mapa austriaco del mar Caspio fechado en 1919.
Por supuesto, la cartografía era anterior (faltaban los nombres honoríficos de
los bolcheviques), pero la fecha de impresión sirvió para que Szara escribiera
en un papel de notas del hotel: «Vivo todavía en 1919». Luego volvió a mirar
la etiqueta de equipaje y anotó: «Probable fecha terminal, 8 de febrero de
1935». Una data curiosa, apenas dos meses y unos pocos días después del
asesinato de Sergei Kirov —que inauguró la primera ronda de purgas bajo
Yagoda—, en el Instituto Smolny de San Petersburgo, el 1 de diciembre de
1934.
¿Una fecha terminal? Sí —pensó Szara—, este hombre ha muerto.
Lo sabía, así de sencillo. E intuyó que mucho antes de 1935. Ignoraba
cómo, pero otra mano recuperó la maleta y la llevó aquel invierno a la
consigna de una lejana estación de ferrocarril en Praga. Claro que cabían otras
muchas posibilidades, mas Szara sospechaba que una vida transcurrida en la
extremidad meridional del imperio soviético había tenido su fin allí. El
Ejército rojo sofocó la rebelión de los pashas en 1923. Si el oficial, quizás un
asesor de uno de los jefes locales, hubiese sobrevivido a esas guerras, no
habría abandonado la región. No había nada de Europa que no se hubiera
guardado alguna noche —calculó— de 1920.
El hecho de que la misma maleta siguiera «con vida» era una especie de
milagro, aunque Szara advirtió una posibilidad más concreta: una costura en
el forro del fondo. No la había hecho la misma mano que había cosido el resto
de la maleta con tanta perfección y pericia. A pesar del intento hecho de
imitarla lo mejor posible, con hebra encerada en forma de cruz apuntando las
esquinas. Así que el oficial llevaba algo más que libros y ropa. Szara recordó
lo que Renate Braun le había dicho en el vestíbulo del hotel de Jelidza: «Es
para ti». No los viejos mapas, los libros y la ropa, por supuesto. Ni la pistola
«Nagant». Lo que ahora era «suyo» estaba en un compartimiento secreto,
debajo del falso fondo de la maleta.

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Llamó al conserje y pidió que le subieran una botella de vodka. Pensó que
le esperaba una larga y difícil noche; la ciudad de Praga tenía poco que
ofrecer y el fallido intento del oficial de sobrevivir a la historia no mejoraba
las cosas. Szara supuso que había sido un soldado leal al servicio del zar, y,
por tanto, un fugitivo tras la revolución de 1917. Acaso luchó junto a los
blancos durante la guerra civil. Luego la huida, siempre al sudeste, hacia el
centro de Asia, a medida que el Ejército Rojo avanzaba. La historia de esa
región en aquella época fue peor que cualquier otra que Szara recordara, los
basmachis, bandidos saqueadores de la región; el barón Ungam-Stemberg,
sádico y loco; el General Ma y su ejército musulmán…; violaciones,
asesinatos, pillaje, prisioneros arrojados a las calderas de las locomotoras para
que murieran abrasados por el vapor. Sospechó que ese hombre, que llevaba
una pequeña biblioteca civilizada consigo y zurcía cuidadosamente los codos
de su jersey, habría muerto uno de aquellos años en alguna pequeña
escaramuza que nadie recordaba. Hubo tiempos en que la mejor solución era
una bala perdida. Szara pensó que aquello era lo mejor que pudo pasarle al
oficial.

El vodka hizo su efecto. Szara se animó con una canción, mientras sacaba
su navaja de afeitar para cortar las gruesas bandas de hilo entrecruzado. El
oficial no había sido ningún tonto. ¿Pero a quién quiso engañar con ese
artificio, demasiado evidente, del doble fondo?, se preguntó Szara. Quizás al
más estúpido guardia fronterizo o al más obtuso de los aduaneros. En los
talleres del NKVD se hacían esas cosas bastante bien, dejaban sólo el mínimo
resquicio para documentos secretos y lo simulaban de tal manera que el doble
fondo pasaba inadvertido. Por otro lado, tal vez el oficial hizo lo que pudo,
echó mano del único escondite posible y se encomendó a Dios y al diablo. Sí,
Szara lo comprendía cada vez mejor; las esquinas cosidas revelaban una
especie de determinación que respondía a unas circunstancias desesperadas,
una virtud que Szara apreciaba por encima de las demás. Cuando terminó de
cortar la última esquina, tuvo que ayudarse de las uñas para levantar la tapa de
cuero.
¿Qué había esperado encontrar? Esto, desde luego, no. Un grueso montón
de papeles grisáceos, raídos por los bordes, llenos de una escrupulosa
escritura a pluma con frases rebuscadas en ruso, la poesía de los burócratas.
Era papel oficial, con una burda cabecera impresa que anunciaba su
procedencia de la Oficina de Información, Tercera Sección, Departamento de

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Protección del Estado (Ojrannoye, Otdyelyenye), Ministerio del Interior,
Distrito Transcaucásico, con la dirección de una calle en Tbilisi —la ciudad
de Tiflis, en Georgia—.
Una lenta y malhumorada decepción fue embargando a Szara. Se dirigió
hacia la ventana con la botella de vodka en la mano y contempló la lenta
salida de la estación de un tren de mercancías, entrechocando ruidosamente
los topes a medida que los vagones se movían. El oficial no era un coronel
aristócrata, ni siquiera un capitán de Caballería, sino un policía de a pie; sin
duda, una ruedecilla en el vasto mecanismo de la incompetente Policía secreta
del zar, la Ojrana, y el haz de miseria que tenía sobre el escritorio de una
habitación de hotel representaba, en apariencia, una sucesión de casos,
anotaciones de agents provocateurs, pagos a pequeños confidentes y
descripciones físicas solemnes de los trabajadores del partido Social
Revolucionario en los primeros días del siglo. Ya había visto ese tipo de
informes alguna vez. Un material que destrozaba el alma; la Humanidad vista
a través de una ventana a la débil luz de un farol de la calle, triste, mezquina y
obsesionada por conspiraciones sin fin. Al pensar en aquello, sintió ganas de
retirarse al campo con una vaca lechera y una plantación de verduras.
Así que no era un oficial militar, sino un funcionario de la Policía. Pobre
hombre, había transportado aquel catálogo de pequeñas mentiras a través de
montañas y desiertos, tal vez convencido de su valor si la contrarrevolución
hubiese triunfado, y un vástago superviviente de los Romanov se hubiera
vuelto a sentar en el trono de todas las Rusias. Szara, con más pesadumbre
que ira, compensó su frustrada imaginación con dos tragos de la botella de
vodka. Una criatura de papel, pensó. Un uniforme con un hombre dentro.
Volvió al escritorio y enfocó la luz del flexo. La organización Messame
Dassy (Tercer Grupo) había sido fundada en 1893, de origen y propósito
socialdemócratas, opuesta en lo político a Meori Dassy (Segundo Grupo) —
Szara encontraba grotesca tales distinciones—, y se dio a conocer mediante
panfletos y con el periódico Kvali (El Surco). Entre los dirigentes más
conocidos de la organización estuvieron N. K. Jordania, K. K. Muridze y
G. M. Tseretelli. El confidente DUBOK (significaba «roble pequeño», y se
aplicaba a cualquier clase de insignificancia) se enroló y empezó su actividad
en 1898, a la edad de diecinueve años.
Szara repasó el montón de papeles. De vez en cuando se detenía en
resúmenes de interrogatorios, en informes, en los cambios de escritura cuando
otros funcionarios habían añadido anotaciones, en recibos de pagos a
confidentes firmados con nombre supuesto (no asignado, como DUBOK;

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ellos nunca conocían éste, sólo el Jefe del Expediente lo sabía), cambios en
los tipos de letra cuando el caso duraba años y los informes se enviaban desde
el Distrito a la Región y de ésta hasta la oficina central, al ministro, al zar y
quien sabe si al mismo Dios.
Szara sintió el latido de sus sienes.
¡Lo tenía merecido! Por todos los santos, ¿qué había esperado? ¿Francos
suizos? Quizá, muy en el fondo, fue lo que pensó encontrar. O unos
pasaportes de aquéllos tan exquisitamente impresos para todo uso, y para
viajar a cualquier parte. ¡Idiota! ¿Tal vez monedas de oro? ¿Rubíes fundidos
como en los cuentos infantiles? ¿O una única rosa aplastada, cuya última y
evanescente fragancia sería apenas perceptible?
Sí, sí, sí. Cualquier cosa de ésas. Su mirada descendió triste a la falsa
tapa, caída en el suelo, entre un revoltijo de hilos cortados. Había aprendido a
coser en Odesa, pero aquélla no era la clase de tarea que él podía hacer.
¿Cómo iba a dejar aquello como estaba antes? ¿Tal vez pidiendo ayuda a la
costurera del hotel? El huésped de la habitación 35 solicita que se vuelva a
coser el doble fondo de su maleta; date prisa, mujer, ¡que tiene que pasar la
frontera polaca esta noche! Víctima de su imaginación extraviada, Szara
maldijo e imploró mentalmente al apparat, como si invocara a los malos
espíritus. Hubiera querido que Heshel, con su sonrisita triste, o Renate Braun,
con su bolso lleno de llaves maestras, o cualquiera de los otros, de formas
grises o fríos ojos de intelectual…, que alguien acudiera y se llevara aquella
trapacería antes de que él mismo la tirara por la ventana.
En realidad, ¿dónde se han metido?
Miró la parte inferior de la puerta, esperando que en aquel preciso instante
deslizaran una hoja de papel por allí, pero todo lo que vio fue una alfombra
raída. Le pareció que el silencio invadía todo de pronto, y un nuevo trago de
vodka no varió aquella sensación.
Desesperado, hizo a un lado el papel en el que había estado escribiendo y
en su lugar puso hojas con el membrete del hotel que sacó del cajón del
escritorio. Si en el análisis final, el funcionario no merecía esta tormenta de
vodka en su situación emocional, la angustiada gente de Praga sí que la
merecía.

Era media noche cuando terminó, y le dolía la espalda como a un


condenado. Pero estaba hecho. Ya se orientaría el lector por sí mismo; su
calle, su gente, su nación. Mientras que la histeria y la pesadilla estaban

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donde debían, justo al otro lado del horizonte, más presentidas que vistas.
Para equilibrar un relato sobre «el pueblo» tuvo que hacer otro sobre «el
ministro»; cita de Benes, cita del general Vlasy, algún dicho ruin de Henlein,
y la visión resultante —puesto que el país había creado una democracia
parlamentaria en 1918, y no daba muestras de anhelar un régimen socialista—
sería de utilidad a los intereses diplomáticos soviéticos a causa de sus
fervientes ideas contrarias a Hitler. Eso no iba a crear problemas. Podía pasar
revista a los Ministerios con un ojo cerrado y el lápiz en la oreja y hubiera
sido lo mismo. Los políticos eran como perros parlantes de circo; el hecho de
que existieran raramente ofrecía interés, pero ninguna persona en su sano
juicio creería de verdad lo que decían.
Luego, como siempre que acababa de escribir algo de su agrado, tuvo la
impresión de que la habitación se empequeñecía. Se metió algo de dinero en
el bolsillo, ajustó su corbata, se puso la chaqueta y salió casi huyendo. Intentó
pasear, pero el viento que soplaba procedente de Polonia era desagradable y el
aire olía a invierno, así que paró un taxi y dio la dirección del «Luxuria», un
nachtlokal o cabaret donde la atmósfera era fétida, y la clientela aún peor, el
marco exacto que su estado de ánimo necesitaba.

No quedó decepcionado. Sentado solo a una mesa pequeña, una copa de


champán insípido junto al codo, fumó sin parar y se perdió en la niebla
estúpida del lugar, a gusto debajo de una silueta recortada en papel amarillo,
cosida a una cortina de terciopelo, que representaba la luna de «Luxuria», una
fina rodaja, una vieja luna útil para las noches en que no importaba nada.
Momo Tsipler y sus Compañeros del «Wienerwald».
Cinco, entre ellos el más viejo cellista en cautividad, un batería de mirada
mortecina llamado Rex y el propio Momo, una de esas oscuras celebridades
surgidas de las sombras al este del Rin, un austrohúngaro vestido de esmoquin
verde, con una voz llena de lágrimas que ni él ni nadie había derramado
jamás.
«Noch einmal al Abscheid dein Händchen mir gib», cantó Momo mientras
el cello suspiraba. «Dame otra vez tu mano al despedirme». Szara se sentía
exultante de alegría por dentro, el horrible jarabe era delicioso, un chiste malo
de sí mismo, un himno desentonado al amor vienés. El título de la canción,
perfecto: Hay cosas que todos debemos olvidar. El violinista tenía el cabello
blanco y esponjoso, partido en dos bandas, y sonreía como el mismo demonio
mientras tocaba.

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Luego, los Compañeros del «Wienerwald» atacaron una especie de
«elefante borracho», el tema de la atracción estelar de la noche y el enorme
Mottel Motkevich, tambaleándose bajo el foco de luz al son de una serie
rítmica de la batería, empezó su famoso monólogo. Nada más empezar, contó
su historia:
—Acabo de despertarme en la cama de la criada con la resaca más grande
del mundo, y alguien me ha metido a empujones en el escenario de una sala
de fiestas de Praga. ¿Qué es lo que hago yo aquí? ¿Y qué hacen ustedes ahí?
Su fláccido rostro sudaba bajo las luces rojas (durante veinte años tuvo el
aspecto del que va a morir a la semana siguiente). Luego se puso una mano
sobre los ojos a modo de visera, y miró alrededor de la sala. Lentamente se
daba cuenta de dónde estaba. Sabía qué clase de cerdos habían acudido al
local aquella noche; ah, sí, los conocía muy bien a todos. «Ja» —decía,
confirmando lo peor, con los gruesos labios fruncidos en un gesto de
desaprobación.
Empezó a mover la cabeza, cada vez más convencido de su observación:
borrachines y pervertidos, disolutos y depravados. Se puso las manos sobre
las anchas caderas y miró fijamente a un coronel yugoslavo acompañado por
una muchacha, muy pintada y con un adorno que ceñía su cabeza, rematado
por una pluma.
—Ja —dijo Mottel Motkevich—. No hay duda sobre vosotros dos.
Luego dijo lo mismo a un par de lindos ingleses en pantalón corto, y a un
capitán, sorprendido en el acto de manosear a una especie de lechera
quinceañera que estaba a su lado.
—Pero, Mottel, ¿por qué no? —se oyó a alguien desde el fondo.
De inmediato, el público empezó a dirigirse con gritos al comediante en
una mezcla de idiomas europeos.
—¿No está bien?
—¿Por qué no podemos?
—¿Qué es lo que te parece tan mal?
El obeso actor retrocedió, agarró la cortina de terciopelo con una mano,
los ojos y la boca abiertos en un gesto de asombro.
—¿Ja? ¿Queréis decir que está bien después de todo? ¿Hacer toda clase
de cosas que todos sabemos y algunas que ni siquiera hemos imaginado?
Entonces llegó el gran momento del público.
—¡Ja! —gritaron todos una y otra vez. Hasta los camareros se les
unieron.

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El pobre Mottel se derrumbó ante la avalancha. Un mundo al que él creía
amar, de orden y rectitud, se había hecho trizas delante de sus ojos, y ahora la
verdad se le mostraba al desnudo. Con pesar dijo adiós a todas aquellas
antiguallas sin sentido.
—Ja, ja —admitió con tristeza—. Así ha sido siempre, así será siempre;
así, así en particular será esta noche.
Nada más decirlo, algo atrajo su atención; algo que ocurría detrás de la
cortina, a su derecha. Sus ojos brillaron como los de un sátiro enloquecido de
amor, dirigió al público un jaaa final que le salió de muy adentro, y
desapareció de repente del escenario. Los Compañeros empezaron a tocar una
melodía circense y las cebras salieron de detrás de la cortina, retozaban y
relinchaban, mientras alzaban al aire sus pequeñas pezuñas delanteras.
En realidad eran muchachas desnudas, con máscaras de cebra de papier-
mâché. Hicieron cabriolas y se contonearon entre las mesas; de vez en cuando
se detenían para ofrecer sus nalgas a los clientes y luego huir de ellos con un
salto. Después de unos pocos minutos salieron galopando por los laterales.
Los Compañeros iniciaron un vals lento y las bailarinas reaparecieron, sin
máscaras y vestidas, como Animierdamen que tenían que coquetear con los
clientes, sentarse en sus rodillas y divertirlos para que compraran el champán
por botellas.
Szara se sentía muy melancólico, y su cabello, de un tono negro lustroso,
le daba un aspecto siniestro.
—¿A que no adivinas qué cebra era yo? ¡Estaba muy cerca de ti!
Más tarde se fue con ella. A una habitación escondida en lo alto de una
casa gélida, donde había que subir escaleras, bajarlas, cruzar dos patios llenos
de gatos y, por último, volver a subir, pasar revueltas y corredores a oscuras,
hasta llegar a un pasillo bajo que limitaba con el tejado.
Él la llamó «cebra»; facilitaba las cosas. Dudó si era el primero en darle
ese nombre, porque pareció sentirse bastante cómoda con él. Galopó, relinchó
y meneó su blanca barriguda, todo para Szara.
Volvió a recuperar el ánimo, por fin había encontrado una isla de placer
en medio del mar de sus preocupaciones. Sabía que habría quienes
encontraran lamentable y mezquino semejante deporte; pero ¿qué sabían?,
¿qué les aguardaba a ellos al otro lado de la puerta?
La Cebra tenía una radio pequeña, de sintonía fija, con una emisora que
transmitía durante toda la noche, discos rayados de Schuman y de Chopin
desde alguna parte de la oscura Europa Central, donde el insomnio se había
convertido en algo parecido a una religión.

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Con esa compañía hicieron grandes progresos, y se regocijaron
fingiéndose sorprendidos por haber caído en aguas tan profundas, donde todo
servía para nada. «¿Ah sí?», gritaba la Cebra, como si aquello fuese una
diversión nueva y complicada, nunca antes intentada en las habitaciones
secretas de estas ciudades; como si el atrevimiento de entregarse a los mismos
juegos del diablo pudiese ocultar lo que ellos sabían, por cualquier oscuro
presentimiento, que él quería entregarse a todo tipo de juegos.
Al final, acalorados y rendidos, se quedaron medio dormidos en la
habitación llena de humo, mientras la radio carraspeaba, se iba y venía,
algunas veces cuchicheando palabras en idiomas desconocidos.

Los dirigentes del jvost georgiano del NKVD solían reunirse los
domingos por la mañana, durante una hora o dos, en el apartamento de Alexei
Agayan, en la calle Tverskaya. Beria nunca asistía —él era, en cierto sentido,
la conspiración de uno—, pero hacía llegar sus deseos a través de Dershani,
Agayan o algún otro del grupo. Lo normal era que sólo acudieran los
funcionarios con destino en Moscú, aunque los camaradas de las repúblicas
del sudeste pasaban por allí de vez en cuando.
Se reunieron a las once y treinta de la mañana del 21 de noviembre, en la
cocina de Agayan, amplia, destartalada y muy caliente. Agayan, un hombre
bajo, de piel oscura, una gruesa cabeza de rizado cabello gris y bigote
desordenado, llevaba una vieja chaqueta de punto, acorde con el ambiente
informal. Ismailov, un turco rusificado, y Dzajalev, un oseta —la tribu de
lengua farsi al norte del Cáucaso, de donde se decía que era la madre de Stalin
— llegaron con los ojos enrojecidos y un poco irritados por los excesos de la
noche del sábado. Terounian, de la ciudad de Yerevan, en Armenia, ofreció
un saquito de arpillera con peras maduras traídas a Moscú por su primo, un
maquinista de tren. Stasia, la joven esposa rusa de Agayan, las puso sobre la
mesa, al lado de unos cuencos llenos de almendras saladas y dulces, piñones y
una fuente de uvas de Esmirna. La mujer de Agayan también sirvió, mientras
duró la reunión, una interminable sucesión de diminutas tazas de café turco,
sekerli, la variedad más dulce. Dershani, georgiano, el más importante entre
sus iguales, fue también el último en llegar. Esas tradiciones tenían gran
importancia en el jvost, y se respetaban escrupulosamente.
Era como cualquier reunión típica, semejante a la de los cafés de Bakú o
de Tashkent. Se sentaron en mangas de camisa; fumaron, comieron y
bebieron el café, mientras aguardaban el turno para hablar —en ruso, el único

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idioma en común— respetándose entre ellos y con gran sentido del
ceremonial. Importaba que lo que se dijera, eso estaba claro, quedara entre
ellos.
Agayan, bizqueando por el humo del cigarrillo que mantenía en el centro
de los labios, habló con expresión solemne de camaradas desaparecidos en las
purgas. Los yidzh ucranianos y polacos —admitió— se estaban llevando la
peor parte, pero muchos georgianos y armenios, y sus aliados en todas partes
(algunos yidzh suyos, por esa razón), también habían desaparecido en la
Lubyanka y el Lefortovo. Agayan pareció apesadumbrado cuando terminó su
parlamento, y ése fue todo el elogio que muchos de ellos merecieron.
—Yo me pregunto… —empezó Dzakhalev.
—Es lo que él quiere. —El encogimiento de hombros de Agayan resultó
bastante elocuente—. En lo que a mí se refiere, nadie me ha consultado.
El innombrado él de estas conversaciones era Stalin siempre.
—Aun así —insistió Dzakhalev—, Yassim Ferimovich era un funcionario
ejemplar.
—Y leal —añadió Terounian, de treinta y cinco años, el más joven del
grupo con mucha diferencia.
Agayan encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior.
—Sin embargo —dijo.
—¿Os habéis enterado de lo que él dijo a Yezhov en materia de
interrogatorios? «Golpea, golpea y golpea». —Terounian hizo una pausa para
que el significado de la frase quedara en el aire y todos entendieran lo que
quería decir—. De esa manera, cualquiera admitirá lo que sea, hasta dirá el
nombre de su propia madre.
—Y el de las demás también —dijo Ismailov.
Dershani levantó su mano derecha unos centímetros por encima de la
mesa; el gesto significaba basta, e hizo callar en seguida a Ismailov. Dershani
tenía rostro de halcón —nariz curvada, ojos brillantes pero sin vida, labios
delgados, frente elevada—, y el cabello gris desde su juventud, algunos
decían que había encanecido en una noche, cuando fue condenado a muerte.
Pero vivió. Y cambió. Se había convertido en algo que no era humano del
todo. Especializado en obtener confesiones, con una mano de la que se
rumoreaba que sabía sujetar «bien fuerte las tenazas». Era evidente que el
tono de Ismailov no le había gustado.
—Su pensamiento es insondable —dijo Dershani—. Nosotros no estamos
en situación de entenderlo, no estamos en situación de hacer comentarios. —
Se detuvo un momento para beber su café y permitir así que la atmósfera de la

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sala subiera a su nivel; después cogió algunos piñones—. Son deliciosos —
dijo—. Si miráis nuestra historia, la de nuestro servicio, quiero decir, veréis
que su mano ha cogido el timón justo en el momento crucial. Empecemos con
Dzerskinsky, un polaco de origen aristocrático de Vilna. Católico por su
nacimiento, a edad temprana muestra su afecto por los judíos. Llega a hablar
yiddish a la perfección, su primera amante es la hermana de su mejor amigo,
una tal Julia Goldman, que muere de tuberculosis en Suiza, donde él la había
llevado a un sanatorio. Para aliviar su dolor, tiene un asunto amoroso con una
camarada llamada Sabina Fenstein. Más adelante se casa con una judía
polaca, de la Inteligencia de Varsovia, de nombre Sophie Mushkat. Su
lugarteniente, el hombre en quien confiaba, es Unshlikht, también judío
polaco, también intelectual, de Mlawa.
»Cuando Dzerskinsky muere, su otro hombre de confianza, Menzhinsky,
ocupa su lugar. No es judío, pero sí artiste. Un hombre que habla chino,
persa, japonés y doce idiomas más y que, mientras trabajaba para nosotros en
París, es poeta un día, otro es pintor, y va por ahí con pijamas de seda, fuma
cigarrillos perfumados en boquilla de marfil, y es figura destacada de un… un
salón. Muere Lenin. Este joven Estado, con problemas, gravemente
amenazado, se entrega confiado a nuestro líder, y él acepta la pesada carga
sobre sus hombros. Sólo pretende continuar la tarea de Lenin; pero, en 1934,
el círculo troskista empieza a adquirir poder. Hay que hacer algo. Sigue la
línea de Lenin y se apoya en Yagoda, un judío polaco de Lodz, un
envenenador, que elimina al escritor Gorki por medios naturales en
apariencia. Pero es demasiado listo, sigue su propio criterio, y en 1936 ya no
es la persona apropiada para el puesto.
»¿A quién elegir entonces? Quizá la respuesta sea el enano, Yezhov, al
que llaman familiarmente “la zarzamora”, y el mote lo dice todo. Pero no es
mejor que el otro; esta vez no se trata de un judío, sino de un verdadero loco,
y además malicioso, como un niño de los suburbios que unta la cola de los
gatos con parafina para luego prenderles fuego.
Dershani se detuvo con aire de cansancio. Tamborileó con los dedos en la
mesa de la cocina y miró a la esposa de Agayan, de pie junto a la estufa al
fondo de la habitación, que de inmediato le llevó otra taza de café.
—Dinos, Efim Aleksandrovich, ¿qué pasa luego? —Ismailov declaraba
así su merecido castigo, y buscaba el simbólico perdón de Dershani por su
momentánea ligereza.
Dershani cerró los ojos educadamente mientras sorbía su café y se chupó
los labios con gesto delicado como muestra de su aprecio.

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—Stasia Marievna, eres una joya.
La mujer bajó la cabeza en silencio para agradecer el cumplido.
—Evoluciona, evoluciona —dijo Dershani—. Es una bella historia,
después de todo, y guiada por un genio. Pero tiene que moverse a la velocidad
adecuada, algunos asuntos han de resolverse por sí solos. Y, os lo digo en
confianza, hay muchas consideraciones que se nos escapan. No se puede
barrer a todos estos yidzh de Polonia. Semejante limpieza, sin entrar en su
conveniencia, atraería una atención indeseada; por ejemplo, podría alejarnos
de los judíos de América, que son unos grandes idealistas y hacen nuestro
trabajo en su país. Por eso, los rusos y los ucranianos, sí, y hasta los
georgianos y armenios, deben abandonar la escena junto a los otros. Esto es
necesidad, necesidad histórica, una estratagema digna de Lenin.
—Entonces, dinos, Efim Aleksandrovich —preguntó Agayan, consciente
de seguir la frase de Ismailov—, ¿y si hoy no tuviéramos ya el privilegio de
escuchar las opiniones de nuestro camarada de Tbilisi?
Se refería a Laurenti Pavlovich Beria, a la sazón primer secretario del
Partido comunista de Georgia, y con anterioridad jefe del NKVD en aquella
región. Lo ligeramente incisivo de la pregunta quizá significase que Dershani
no debiera llamar joya a su esposa delante de los colegas.
Dershani sólo retrocedió un paso.
—Laurenti Pavlovich pudiera no estar en desacuerdo con lo que os digo.
Los dos creemos, y puedo asegurarlo, que ganaremos esta batalla, aunque
necesitaremos prepararlo todo si queremos que esto ocurra. Sin embargo, lo
más importante es que percibamos sus deseos, los suyos, y que, de acuerdo
con ellos, tomemos todas las medidas oportunas posibles.
Aquello despejaba un poco el horizonte. Agayan golpeó el plato con la
taza y su esposa le sirvió otro café. Dershani había dicho todas las medidas
oportunas posibles, y ahora se trataba de que Agayan indicara cuáles tenían
que ser. Una vez decididas, las pondrían en práctica.
Dershani miró su reloj. Agayan aprovechó esa oportunidad.
—Por favor, Efim Aleksandrovich, no vayas a desatender por nuestra
culpa tus deberes en otra parte.
—No, no —contestó Dershani condescendiente—. Sólo me preguntaba
qué ha sido de Grigory Petrovich. Tenía que haber venido esta mañana.
—¿Te refieres a Jelidze? —preguntó Ismailov.
—Sí.
—Iré a su casa —dijo Agayan, mientras se levantaba con rapidez,
contento por la interrupción—. Su esposa sabrá donde encontrarlo.

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—No lo creo —murmuró Dzajalev con una breve risita.

El lunes por la mañana, envuelto en una niebla fina y húmeda, Szara


caminó por las calles de Praga, más grises de lo acostumbrado, para llegar
pronto al SovPressBuro, que se ocupaba de todos los periódicos soviéticos y
transmitiría la historia que había escrito el sábado por la noche. Le había
costado más de veintiocho intentos encontrar un título que le pareciera
apropiado. Su instinto le había llevado primero por un camino marcado con la
señal «Praga, ciudad…». Primero probó «en peligro», «de pesadumbre», «a la
espera», «desesperada» y, por último, furioso por no encontrar el término
exacto, «en Checoslovaquia».
A punto de perder la paciencia, el casi literal «Silencio en Praga» se llevó
la palma, un título que, en su reflejo, devolvía el mensaje contenido a lo largo
de todo el trabajo. Para los que leyeran con la comprensión bien despierta, el
melodramático encabezamiento implicaría una alteración de la preposición,
de manera que el mensaje sería más incisivo y auténtico entendiendo el
silencio sobre Praga. No el silencio angustioso de una ciudad sitiada en el
aspecto político, sino el silencio cobarde de los dirigentes europeos; un
silencio lleno de intimidaciones diplomáticas que nadie tomaba en serio; un
silencio que se rompería sólo con el lenguaje de los tanques cuando, puestos
en marcha en columnas acorazadas, se dirigieran hacia las fronteras con
Alemania.
De hecho, había otra zona de silencio con respecto a Praga: al este de
Checoslovaquia, donde la alianza franco-soviética especificaba que la Unión
Soviética acudiría en ayuda de Checoslovaquia si Hitler la atacaba, pero sólo
después de que Francia interviniese. De esta manera, los rusos se habían
situado tras las promesas de un régimen que en París buscaba el compromiso
a toda costa, y que, una y otra vez oscilaba entre el escándalo y la catástrofe.
Sí, el Ejército Rojo había sido desmantelado en las sangrientas purgas de
junio de 1937, pero era lamentable, pensó Szara, que los checos pagaran
factura.
Y además había, aunque Szara lo ignoraba, otros silencios que habrían de
producirse.
La empleada de la oficina de Prensa cercana al puente Jiraskuv, una
severa matrona de senos prominentes, con mechones de cabello gris, leyó
«Silencio en Praga» sentada delante de su máquina de escribir.

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—Sí, camarada Szara —suspiró—, aquí dices la verdad, esto es
exactamente lo que se siente en la ciudad.
Él aceptó el cumplido y el algo más que admiración de los ojos femeninos
con palabras masculladas entre dientes. No quería que ella supiera cuánto
significaba su alabanza para él. Dio por aceptado el artículo y luego paseó por
las calles cercanas al Valtava, y contempló las barcazas que remontaban el río
teñido por el acero de noviembre.

Szara regresó a la oficina de Prensa el martes por la mañana con la


intención de cablegrafiar a Moscú diciendo que quería trasladarse a París.
Siempre había algo que contar de París, y necesitaba con auténtica
desesperación respirar el curativo aire malsano de aquella ciudad. Pero lo que
se encontró, nada más traspasar la puerta, fue la condolida mirada maternal de
la matrona empleada que se hallaba al cargo de las transmisiones.
—Hay un mensaje para el camarada —le dijo mientras movía la cabeza
con simpatía, y le alargó un telegrama que había llegado de Moscú una hora
antes.

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Vio que la empleada estaba esperando que explotara; pero él, una vez
más, supo dominar sus emociones. Se dijo a sí mismo que era una persona
adulta, y los cambios en la línea del partido no resultaban nuevos para él. Su
éxito como corresponsal y la considerable libertad de que gozaba se basaban
por igual en su capacidad y en su sensibilidad para saber lo que se podía
escribir o no en un momento dado. Estaba enfadado consigo mismo por
haberse equivocado; sin embargo, algo se cocía en Moscú, y no era el
momento de indignarse, sino de entender que el desarrollo de los
acontecimientos políticos excluía aquella historia sobre Praga. Hizo un gesto
de asentimiento con la cabeza para tranquilizar a la empleada: un trabajador
del periodismo soviético acepta la crítica y sigue adelante en la construcción
del socialismo. Sí, había una papelera rebosante a sus pies, y, sí, tentado
estuvo de darle una fuerte patada que la hubiera enviado de un salto contra la
pared; pero no, él no podía hacer eso.

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—Entonces habrá que ir a Berlín —dijo con toda la calma.
Dobló el telegrama y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, después dijo
adiós a la empleada, esbozó una abierta sonrisa y se marchó. Cerró la puerta
tras de sí con tal suavidad que no hizo el menor ruido.

Como le quedaba tiempo aquella noche hasta la salida del expreso de


Berlín, decidió tomarse un bocadillo y un café en la cantina de la estación.
Vio un grupo de hombres alrededor de una radio, en un rincón de la sala, y se
acercó para escuchar lo que tanto les interesaba. Era, como había supuesto, un
discurso político, pero no en checo, sino en alemán. Szara reconoció la voz de
inmediato: Adolf Hitler había nacido para hablar ante los micrófonos. Para
empezar, era un brillante orador y, de alguna manera, la dinámica de la
transmisión radiofónica, estática y el ligero siseo del silencio añadían poderío
a su voz. Hitler cautivaba a su audiencia, la arrastraba inadvertidamente hasta
un punto dramático, y luego la hería en lo más vivo. La audiencia, decenas de
miles por lo que se escuchaba, vitoreaba hasta la afonía, arrebatada por el
éxtasis político, dispuesta a morir al instante por el honor alemán.
Szara permaneció de pie cerca del grupo mientras escuchaba, sin expresar
la menor reacción, ignorando a propósito la desagradable mirada de
advertencia que uno de los checos arremolinados alrededor de la radio le
había dirigido —¿de Eslovaquia?, ¿de los Sudetes alemanes?—. La voz,
puesta al servicio de la conclusión, sonaba sincera y razonable al comienzo:
Por tanto, el objetivo final de nuestro Partido en pleno está perfectamente claro
para todos nosotros. Lo único que siempre me preocupa es no dar un paso del que
deba arrepentirme luego, y no dar un solo paso que pueda causamos daño.
Os digo que yo voy siempre hasta el límite del riesgo, pero nunca más allá. Para
eso necesitáis tener una nariz [risas; Szara podía imaginar el gesto], una nariz para
olfatear, más o menos, el «¿qué puedo hacer todavía?». Entonces, en una lucha frente
al enemigo, yo no desafío a un enemigo respaldado por una fuerza combativa, no le
digo «¡Lucha!» porque yo quiera luchar. En lugar de eso, yo le digo «¡Voy a
destruirte!» [aquí una oleada de voces, pero Hitler siguió por encima del tumulto]. Y
ahora, Sabiduría, ven en mi ayuda. Ayúdame para acorralarte en un rincón y que no
puedas defenderte. Y luego viene el golpe definitivo, en mitad del corazón. ¡Ésa es la
manera!

La multitud aclamó con entusiasmo y Szara sintió que se le helaba la


sangre. Cuando se volvía para retirarse, se produjo un confuso movimiento a
su derecha, el lado que explotó en su cabeza, y luego se vio tendido en las
mugrientas losetas del suelo. Miró hacia arriba y vio un hombre con el gesto
crispado, la parte superior del cuerpo tensa como un resorte, el puño derecho

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amenazante tras el hombro, dispuesto a golpear por segunda vez. El hombre
habló en alemán.
—¡Judío de mierda! —exclamó.
Szara empezó a levantarse, pero el otro dio un paso hacia delante, así que
se quedó como estaba, apoyado en manos y rodillas. Miró a su alrededor; la
gente comía sopa, soplando en las cucharas antes de sorberla. En la radio, la
voz de una comentarista sonó mesurada y seria. Los demás hombres
apostados junto a la radio no miraban, sólo el hombre con el puño levantado
—joven, corriente, sencillo, con un traje barato y una llamativa corbata—. La
postura de Szara pareció apaciguarlo, y terminó por acercarse una silla y
sentarse, de espaldas a él, para estar con sus amigos. Entonces dejó sobre la
mesa un salero de metal junto al recipiente de la pimienta.
Szara se puso en pie poco a poco. La oreja le ardía, sentía palpitaciones en
ella y zumbidos y no podía oír nada por ese lado. Tenía la visión algo confusa
y parpadeó para aclararla. Mientras se alejaba, advirtió que tenía lágrimas en
los ojos —físicas, físicas, se repitió a sí mismo—, pero sentía el dolor de
muchas maneras, y no sabía distinguir de qué clase era.

El expreso nocturno Praga-Berlín salió de la estación central a las 9.03 de


la noche, y su hora de llegada a la estación Bahnhof am Zoo de Berlín estaba
fijada a las 11.51, con una sola parada en el puesto de control fronterizo de
Aussig, en la orilla oriental del Elba. Szara viajó esta vez con dos maletas, la
suya y la de cuero. Hacía frío en el tren, lleno de gente y de humo. En el
compartimiento de Szara había dos mujeres de edad madura, que él tomó por
hermanas, y dos muchachos quinceañeros, cuyos rostros, atezados por el
viento, y sus pantalones cortos color caqui hablaban de un fin de semana de
vacaciones escalando montañas en Checoslovaquia, donde habían
permanecido hasta el martes, y ahora regresaban a su colegio de Alemania.
Szara tenía algún temor por la inspección de aduanas; pero el revólver del
funcionario descansaba en el fondo del Valtava y dudaba que el expediente
escrito en ruso —algo que parecería normal en su equipaje— fuera a causarle
algún contratiempo. Las inspecciones en la frontera buscaban armas,
explosivos, cantidades exageradas de dinero y literatura sediciosa, las
herramientas de los revolucionarios. Aparte de eso, pocas cosas más
interesaban a los funcionarios. Quizás estaba corriendo un pequeño riesgo,
que un oficial de la Gestapo estuviera de servicio (probable) y que supiera el
suficiente ruso como para reconocer lo que había escrito (muy improbable).

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De hecho, Szara no tenía dónde elegir: el expediente era «suyo», pero no
estaba a su disposición. Más pronto o más tarde, ellos querrían saber qué se
había hecho de él.
Mientras el tren atravesaba los bosques de pinos del norte de
Checoslovaquia, la mano de Szara buscaba continuamente su enrojecida
oreja, algo hinchada y cálida al tacto. Lo habían golpeado, al parecer con la
tapa metálica de un salero agarrado en el puño. En cuanto a las otras heridas
recibidas —en su corazón, en su espíritu, en su dignidad…, podía darle
muchos nombres—, consiguió olvidarlas y se mantuvo en calma. No, se dijo a
sí mismo una y otra vez, no tenías que replicarle. Los hombres que
escuchaban la radio hubieran empeorado las cosas.

Pasó el control fronterizo de Aussig sin pena ni gloria. Poco a poco, el


tren fue aumentando su velocidad, siguió un trecho junto al Elba, poco
profundo y tranquilo aquel final de otoño, y pronto pasó junto a las fábricas
de porcelana de Dresde, con el pardo color de sus ladrillos y las rojizas
sombras de sus hornos reflejados en los cristales de las ventanillas. La vía
descendió suavemente desde la meseta de Checoslovaquia hasta el nivel del
mar de Alemania, campos llanos y pequeños pueblos ordenados, y, en cada
uno, el farol del jefe de estación apostado en el andén.
El tren comenzó a frenar —Szara miró su reloj; eran poco más de las diez
— y luego se detuvo con el largo siseo de la descompresión. Sus compañeros
de compartimiento se alborotaron irritados y preguntaron «Wuss?» mientras
intentaban ver algo a través de las ventanillas, pero sólo había campos de
cultivo bordeados de bosques. De pronto, el revisor apareció en la puerta del
compartimiento. Un anciano caballero, con una gorra demasiado grande, que
se pasaba la lengua por los labios en un gesto de nerviosismo.
—¿Herr Szara?
Su mirada recorrió los pasajeros, pero sólo había un candidato posible.
—¿Sí? —contestó Szara. Y ahora, qué.
—Sería tan amable de acompañarme, sólo se trata…
No había amenaza en su voz. Szara se consideró ofendido. Luego sintió
todo el peso de la burocracia ferroviaria teutónica detrás de la petición,
suspiró irritado y se levantó.
—Por favor, su equipaje —insistió el revisor.
Szara obedeció y siguió al hombre a lo largo del pasillo. El interventor lo
esperaba al final del vagón.

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—Lo siento, Herr Szara, pero tiene que bajar aquí.
Szara se puso tenso.
—No lo haré.
—Por favor —insistió el otro, nervioso.
Por un momento, Szara observó su rostro, lleno de confusión. Al otro lado
de la puerta abierta no había más que la oscuridad de los campos.
—Exijo una explicación.
El hombre miró por encima del hombro de Szara y éste volvió la cabeza.
Dos hombres vestidos con traje estaban allí, al final del pasillo.
—¿Tengo que ir andando hasta Berlín? —les preguntó.
Se echó a reír, invitándoles a que consideraran lo absurdo de la situación,
pero su risa sonó falsa y ridícula. El interventor trató de agarrar el codo de
Szara.
—Quíteme las manos de encima.
—Tiene que bajar. —La voz del hombre sonó firme.
Se dio cuenta de que lo echarían abajo si se resistía, así que cogió su
equipaje y descendió los peldaños de hierro hasta la gravilla en la que se
asentaban las vías. El revisor se asomó afuera, sacó un farol rojo y lo
balanceó dos veces en dirección a la locomotora. Szara se apartó del tren
cuando éste empezó a moverse. Vio cómo aumentaba su velocidad a medida
que pasaba junto a él una serie de rostros pálidos enmarcados por las
ventanillas, después desapareció en la lejanía, dos luces rojas en la trasera del
furgón de cola, cada vez más pálidas, hasta fundirse con la oscuridad.

El cambio había sido brusco, y completo. La civilización había


desaparecido, sin más. Sintió un ligero viento en el rostro, la débil capa de
escarcha sobre los surcos de un campo iluminada por el reflejo de la luna
menguante, y el silencio punteado por la llamada de un pájaro nocturno, un
canto en altibajos que sonaba muy lejano. Durante un rato permaneció de pie
y tranquilo, miró la media luna que menguaba y se afilaba mientras sus
confusos bordes se difuminaban en un cielo sin estrellas. Luego, desde el
bosque del cercano horizonte, las luces de dos faros avanzaron con lentitud
hacia un lugar a unos cuarenta metros por encima de las vías del tren. A la luz
de los faros vio como la niebla se levantaba desde el suelo.
Ah. Con un suspiro cogió las dos maletas y caminó penosamente hacia las
luces. A medida que sus ojos se habituaban a la oscuridad, descubrió una

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estrecha senda que cruzaba las vías. El general Bloch, pensó, se dedica a
hacer travesuras con los ferrocarriles alemanes.
El coche llegó al cruce antes que él y se detuvo con un suave frenazo.
Pensó que faltaba una contraseña, que ese encuentro tenía todas las trazas de
ser una equivocación. A pesar de todo, sintió alivio. El corazón del apparat
había tenido un pequeño fallo, pero ahora ya estaba recuperado y solicitaba el
paquete de Praga. Bueno, gracias a Dios, lo tenía. A medida que se acercaba
al coche, vio mejor su silueta perfilada a la luz de los faros. No era el mismo
«Grosser Mercedes» que se había llevado al general Bloch de la estación de
Ulm, aunque los monarcas del apparat cambiaban de vehículo, como de
querida, cuando les convenía, y esa noche habían elegido uno más pequeño y
anónimo para el treff, la cita clandestina, en un campo de remolachas alemán.

Las hermanas en edad madura del compartimiento que Szara había


ocupado hacía poco se estaban divirtiendo, casi emocionadas, con la
discusión que acaban de comenzar los dos estudiantes que venían de escalar
el Tatra. Tal sentimiento lo inspiraba el próximo encuentro con sus propios
hijos; jóvenes sanos y nórdicos, muy parecidos a sus dos compañeros de
viaje, que se obstinaban de vez en cuando en una u otra tontería, como hacen
los chicos, hasta casi pelearse por ella. Las hermanas apenas podían disimular
su sonrisa. La discusión empezó de una forma bastante suave, sobre la calidad
de las cerillas de madera checas y lo que se necesitaba para hacer fuego al aire
libre. Uno de los muchachos estaba muy contento con la marca que habían
comprado, el otro tenía sus reservas. Sí, estaba de acuerdo en que se rascaban
bastante bien, aun húmedas, pero ardían unos pocos segundos sólo y luego se
apagaban; con la leña húmeda, eso resultaba un claro inconveniente. El otro
joven se mantenía firme en su defensa. ¿Es que su amigo estaba ciego y no
veía? Las cerillas ardían durante mucho tiempo. No, no ardían. Sí, sí que
ardían. Eran como dos versiones de menor edad de sus padres cuando
discutían de política, de maquinaria o de perros.
Cuando el tren se acercó a la pequeña estación de Feldhausen, donde las
vías férreas atraviesan un puente para girar luego y alejarse del río Elster,
acordaron apostar unos pocos groschen y hacer un experimento. El defensor
de las cerillas encendería una, y la mantendría en alto mientras el otro
muchacho contaba los segundos. Las hermanas hacían como si no prestaran
atención, pero se habían sentido inexorablemente atraídas por la discusión, y
empezaron a contar también, aunque en silencio.

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El primer muchacho fue el fácil ganador, así que los groschen fueron
debidamente pagados —ofrecidos de buena gana y con gesto humilde
aceptados—. Las hermanas lo observaron con satisfacción. La cerilla había
ardido más de treinta y ocho segundos, desde antes de entrar en Feldhausen
hasta el final del andén de la estación, e incluso un poco más allá, en pleno
campo. La disputa estaba resuelta: eran unas cerillas excelentes las que
necesitaban leñadores, escaladores de montaña y cualesquiera con necesidad
de encender fuego.

Cuando Szara se acercó al coche, el hombre sentado al lado del conductor


descendió y mantuvo la portezuela abierta. Sonrió en tono de disculpa.
—Cambio de planes.
Su ruso era elemental, pero inteligible, pronunciado con la lenta cadencia
que caracteriza a los sudorientales del país cercanos a la frontera rusa.
—No será mucha la molestia —añadió.
Era un hombre de piel oscura, con una gran barriga. Szara creyó adivinar
un bigote que empezaba a encanecer y un escaso cabello blanco
cuidadosamente repartido sobre la calva. El conductor era joven, un pariente,
quizás el hijo del pasajero. Parecía corpulento y grueso, una incipiente papada
y los pelos de la coronilla revueltos.
Szara se acomodó en el asiento trasero. El coche se puso en marcha, con
precauciones, a causa de la niebla nocturna.
—¿Habéis intentado contactar conmigo en Praga?
—No pudimos llamar tu atención, pero no importa. ¿Cuál es la que
queremos?
Szara pasó la maleta por encima del asiento.
—Una bella antigüedad, ¿verdad? —dijo el hombre mientras pasaba una
mano de experto sobre el granulado de la piel.
—Sí —confirmó Szara.
—¿Está todo aquí?
—Excepto una pistola. No me atreví a pasar el control fronterizo alemán
con ella. Ahora se encuentra en el fondo del río.
—No importa. No es una pistola lo que queremos.
Szara se relajó. No preguntó dónde ni cómo lo habían detenido en su
camino a Berlín; conocía lo suficiente sobre tales treffs como para no
molestarse en indagaciones. La Gran Mano sabía mover a cada uno según le
convenía.

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—Hay que guardar las formas —dijo el hombre mientras rebuscaba
dentro de la chaqueta.
Sacó unas esposas y alargó el brazo hacia Szara por encima del asiento. El
coche cruzó un pueblo campesino, con todas las ventanas a oscuras, y
graneros de piedra con tejados de musgo. Pronto se vieron otra vez en el
campo.
El corazón de Szara latió con violencia; no quería extender las manos y
las apretó contra su pecho.
—¿Qué? —fue lo único que pudo decir.
—Órdenes, órdenes —dijo el gordo con desconsuelo. Luego, con algo de
fastidio, añadió—: Siempre ponen pegas. —Agitó las esposas, impaciente—.
Vamos, si no…
—¿Para qué? Za chto?
—No es para nada, camarada.
El hombre hizo ruido al chasquear la lengua contra los dientes. Echó las
esposas sobre las rodillas de Szara.
—No hagas que me enfade.
Szara cogió las esposas con una mano. El metal estaba sin pulir, apenas
engrasado.
—Es mejor que hagas lo que te decimos —amenazó el joven conductor;
había duda en su quejumbrosa voz. Era evidente que le gustaba dar órdenes,
pero temía no ser obedecido.
—¿Estoy arrestado?
—¿Arrestado? ¿Arrestado? —El gordo soltó una gran carcajada—. ¡Se
piensa que lo estamos arrestando!
El conductor trató de reír también, pero le faltó el aliento. El hombre
gordo apuntó con un romo dedo índice a Szara y guiñó un ojo.
—Póntelas ahora. Ya hemos discutido bastante.
Szara levantó su muñeca hasta la ventanilla trasera, a la débil luz de la
luna.
—Por detrás. ¿Es que no sabes hacerlo? —El gordo suspiró ruidoso y
meneó la cabeza—. No te preocupes; no te va a pasar nada. Se trata de una
pura fórmula que hay que cumplir, seguro que ya sabes, camarada, la cantidad
de cosas que debemos hacer. Así que dame gusto, ¿quieres?
Regresó a su postura normal en su asiento, descuidadamente, y miró a
través de la niebla que se levantaba de la carretera. Szara pudo oír el roce de
su chaqueta de lana con la tapicería del coche cuando se volvía.

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Cerró la manilla alrededor de su muñeca izquierda, puso la mano detrás, a
la espalda, y mantuvo la otra pulsera agarrada con la derecha. Durante un
rato, todos se mantuvieron en silencio. La carretera ascendía hacia un bosque
donde reinaba la más absoluta oscuridad. El gordo se inclinó hacia delante y
miró a través del parabrisas.
—Ve con cuidado —dijo—. No vayamos a atropellar algún animal. —
Luego, sin volverse, añadió—: Estoy esperando.
Szara cerró la manilla alrededor de su muñeca derecha.
El coche salió del bosque y empezó a descender la colina.
—Para aquí —ordenó el gordo—. Enciende las luces.
El más joven buscó en el tablero y apretó un botón; el limpiaparabrisas
chirrió sobre el seco cristal. Los dos hombres se echaron a reír y el conductor
detuvo el mecanismo. Otro botón tampoco hizo su efecto. Luego, la luz del
techo se encendió.
El gordo se inclinó y rebuscó en la maleta, que tenía abierta a sus pies.
Sacó una hoja de papel y bizqueó mientras la miraba.
—Me han dicho que eres astuto como la serpiente —dijo dirigiéndose a
Szara—. No habrás escondido algo, ¿verdad?
—No.
—Si hay necesidad, haré que me lo confieses.
—Aquí está todo lo que había.
—No hables con tanto miedo. Si sigues así, me harás llorar.
Szara no quiso decir nada más. Cambió de postura para que sus manos se
sintieran más cómodas y miró la borrosa silueta de la luna a través de la
ventanilla lateral.
—Bien —suspiró el hombre gordo—, así es la vida.
Hasta ellos llegó un débil chirrido desde la cercana curva de la carretera y
en seguida apareció la única luz de una motocicleta. Pasó como una bala, a
gran velocidad, con un pasajero abrazado al pecho del conductor.
—Tontos y locos —murmuró el hombre joven.
—Estos alemanes quieren a sus máquinas —repuso el más gordo—. Sigue
conduciendo.
Pasaron la curva por la que había aparecido la moto. Szara vio más
bosques en el horizonte.
—Ahora ve despacio —dijo el gordo. Extendió la mano hacia arriba y
apagó la luz del techo, luego empezó a mirar con mucha atención por la
ventanilla de su lado.
—Me pregunto si necesito gafas.

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—No eres tú —replicó el conductor—, es la niebla.
Siguieron adelante, muy despacio. A un lado salía un camino de tierra
para tractores que se adentraba en un trigal, ya cosechado y con rastrojos a
baja altura.
—¡Ah! —exclamó el hombre gordo—. Mejor será que des marcha atrás y
entres por ahí. —Miró a Szara mientras el vehículo retrocedía—. Vamos a ver
esas manos. —Szara se inclinó para volverse—. No aprietan demasiado,
¿verdad?
—No.
—¿Sigo? —preguntó el conductor.
—Un poco más. Si esto se mete en un bache, no podré empujarlo.
El coche avanzó a saltos por el camino de tierra.
—Perfecto —dijo el hombre gordo—. Aquí está bien.
Luchó para salir del coche, caminó unos pocos metros, se volvió de
espaldas y orinó. Mientras se abotonaba la bragueta anduvo hacia la
portezuela de Szara y la abrió.
—Por favor —dijo mientras hacía gestos a Szara para que saliera—. Tú
quédate aquí, y mantén el motor en marcha —añadió dirigiéndose al
conductor.
Szara se arrastró por el asiento; primero sacó las piernas, luego se inclinó
hacia delante, en posición agachada, y se las arregló para salir del todo y
ponerse de pie.
—Vamos a caminar un poco —ordenó el hombre gordo, mientras se
situaba detrás de Szara, algo a su derecha.
Szara dio unos pocos pasos. El motor en marcha dejaba oír el desfasado
ritmo de un cilindro.
—Muy bien —dijo el hombre gordo. Entonces sacó una pequeña pistola
del bolsillo de su chaqueta—. ¿Hay algo que quieras decir?, ¿quizás una
plegaria?
Szara no contestó.
—Los judíos tienen plegarias para todo, seguro que para ahora también.
—Hay dinero —dijo Szara—. Dinero y joyas de oro.
—¿En tu maleta?
—No, en Rusia.
—Ah —repuso el hombre con dolor—, pero no estamos en Rusia.
Montó el arma con mano experta; una ráfaga de aire repentina puso de
punta algunos de sus escasos cabellos. Con cuidado se los alisó y los puso en
su sitio.

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—Así que… —empezó a decir.
El ruido de la motocicleta les llegó de nuevo, aumentando rápidamente su
volumen. El hombre gordo maldijo por lo bajo en un idioma que Szara no
conocía y bajó la pistola a un lado de su muslo, de forma que no se viera
desde la carretera. Casi encima de ellos, el motorista hizo un inesperado
cambio de velocidad y se introdujo en el camino de tierra envuelto en una
nube de polvo; el faro pasó como una centella entre Szara y el hombre gordo,
que abrió la boca, sorprendido. Desde alguna parte cercana al coche, una voz
apremiante empezó a llamar.
—¿Ismailov?
El hombre gordo estaba asombrado, sin habla.
—¿Qué es esto? ¿Quién eres? —pudo decir por fin.
Los destellos de aquellas bocas de cañón fueron como relámpagos de
color naranja, y convirtieron al hombre gordo en un negativo fotográfico, los
brazos extendidos como las alas de un pájaro, mientras la onda expansiva lo
levantaba en el aire y un zapato salía disparado por debajo. Cayó igual que un
saco, entre chillidos, como si se hubiera aplastado el pulgar con un martillo.
Szara se arrojó al suelo. Desde el coche, el joven conductor lloraba por su
padre en medio del seco sonido de una pistola disparada al aire.
—¿Estás herido?
Szara levantó la mirada. El enanito llamado Heshel se encontraba de pie,
frente a él, sus ojos brillaban a la luz de la luna sobre su ganchuda nariz y su
astuta sonrisa. Llevaba la gorra ridículamente encasquetada hasta las orejas y
un gran pañuelo enrollado al cuello, embutido en su chaqueta abotonada hasta
arriba. Tres cartuchos de escopeta sobresalían entre los dedos de su mano
derecha. Abrió la escopeta para descubrir los cañones y cargó ambos.
—¿Quién grita? —preguntó una voz cercana al coche.
—Ismailov.
—Heshie, por favor.
Heshel volvió a cerrar el arma con un chasquido y se acercó al hombre
gordo. Disparó los dos cañones al mismo tiempo y los chillidos cesaron.
Volvió junto a Szara, se agachó, puso su pequeña mano bajo el pecho de
Szara y tiró hacia arriba.
—Vamos, tienes que levantarte.
Szara hizo un esfuerzo. En el coche, el segundo hombre sacaba al
conductor tirando de sus tobillos. Dejó que cayera pesadamente sobre el
suelo.
—Mira —dijo el hombre que lo había sacado—. Es el hijo.

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—¿El hijo de Ismailov?
—Creo que sí.
Heshel se acercó y lo miró.
—¿Y de la manera que está lo has reconocido?
El otro no respondió.
—Mejor será que pongas la moto en marcha.
Mientras Heshel cogía la llave y abría las esposas, el otro sujetó una
manivela detrás del asiento del motorista y la ajustó en una tuerca, al lado del
motor. La giró con fuerza unas cuantas veces y la moto tosió para luego
volver a la vida. Heshel la aceleró con un brusco movimiento de la muñeca.
Entonces el otro hombre montó a horcajadas y se marchó. Cuando el ruido
desapareció oyeron ladrido de perros.
Heshel permaneció en silencio durante un momento y miró el asiento
delantero del coche.
—Busca en el maletero —dijo a Szara—. Quizás haya algún trapo.

En Berlín llovía, y así seguiría; era una lluvia lenta, triste, persistente, que
brillaba en los oscuros troncos de los árboles desnudos y pulía las tejas
manchadas de hollín de los tejados. Szara se asomó a la alta ventana y vio los
paraguas que bajaban como fantasmas por la calle. Le pareció que era la
ciudad auténtica, con el clima apropiado, porque los berlineses vivían muy en
su interior —eso se sentía—, donde podían alimentar sus viejas ofensas y la
humillación de tantas ambiciones; todo ello encerrado en una cortesía como
de hierro forjado, expresada con un genio ácido que nunca parecía hiriente,
sólo y accidentalmente de vez en cuando dejaba un pequeño escozor.
Heshel había conducido a Szara la noche del martes hacia un ramal
auxiliar suburbano donde por la mañana tomó un tren hasta Berlín. Una vez a
bordo, se arrastró hasta el servicio y, hundido en la resignación, se esforzó en
mirarse al espejo. Pero su cabello estaba como siempre, entonces dedicó una
sonrisa sin gracia a su propia imagen. Siempre la vanidad, siempre, para
siempre y a pesar de todo. Lo que él temía era algo que había visto, y más de
una vez, durante la guerra civil y en la campaña contra Polonia: hombres de
todas las edades, incluso adolescentes, sentenciados a muerte durante la
noche, luego, por la mañana, cuando los llevaban hasta la pared de una
escuela o de una oficina de Correos, el cabello se les había puesto de un color
blanco grisáceo, sólo en el transcurso de una noche.

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Tomó un taxi hasta la dirección que Heshel le había dado: una casa
privada, alta y estrecha, en la Nollendorfplatz, al oeste de Berlín, no lejos de
la «Holländische Taverne», donde le dijeron que podría hacer sus comidas.
Una mujer silenciosa, con ropas de seda negra, acudió a su llamada, le mostró
un catre en el abuhardillado ático y lo dejó solo. Supuso que se trataba de una
casa segura que usaba la facción de Renate Braun; pero el trayecto en el
coche de Ismailov y aquellos pocos momentos, finales en apariencia, en una
rastrojera de trigo, le habían privado de la visión normal del mundo, y ya no
se sentía seguro de cómo eran las cosas.
Heshel, que conducía con rapidez y miraba a través del volante —había
agujeros de balas en la ventanilla del conductor y el cristal estaba astillado
alrededor de cada orificio—, le había señalado los faros de dos coches y otra
motocicleta que bajaban por el estrecho sendero. Así Szara se enteró de que la
operación había salido bien por los pelos. Pero Heshel no sabía, o no le
importaba, por qué Szara tenía que ir a Berlín, y cuando éste le ofreció la
maleta, se echó a reír.
—¿A mí? —preguntó mientras inclinaba el coche en una doble curva de
la carretera—. A mí no me des nada. Lo que es tuyo es tuyo.
¿Qué querían?
Que usara el material de la maleta que descansaba a sus pies. Para
desacreditar a los georgianos —Ismailov y Jelidze coincidían sólo en eso, que
él supiera al menos—. ¿Quiénes eran ellos? No sus amigos del Departamento
Extranjero. ¿Quiénes, entonces? Lo ignoraba. Lo único que sabía era que le
habían endosado la «patata caliente».
Los niños de los pueblos judíos de Polonia y de Rusia jugaban a eso con
una piedra. Si al contar hasta cincuenta aún la tenías, bueno, pues peor para ti.
A lo mejor tenías que comerte un poco de basura o mierda de caballo. La
elección era variada, pero el principio nunca fallaba. Y siempre había por allí
algún condenado como Heshel que te obligaba.
Heshel pertenecía a un tipo que siempre le fue familiar, lo que en yiddish
llaman un Luftmensch, que significa hombre del aire u hombre sin sustancia.
Estos Luftmenschen aparecían todas las mañanas, menos la del sábado, y
zancadilleaban por delante de la sinagoga del pueblo, con las manos en los
bolsillos, a la espera de una faena para el día, un recado, cualquier cosa que
encontraran en su camino. Eran hombres que parecían no tener familia ni
residencia, una población de jornaleros que no descansaba repartida por todo
el este de Polonia, Ucrania, Rusia Blanca, por todos los distritos judíos,
disponibles para quien quisiera pagarles unos pocos copeks. La palabra tiene

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un segundo significado irónico, que, como muchas expresiones yiddish,
mejora su traducción literal. Luftmenschen eran también los eternos
estudiantes, almas perdidas, gente joven que pasaba el tiempo discutiendo de
política en los cafés y dejándose llevar por la corriente de las comunidades
estudiantiles europeas, dotados de talento, brillantes, pero que nunca eran
capaces de encontrarse con ellos mismos.
Sin embargo Szara sabía que él y Heshel se parecían quizá más de lo que
se sentía dispuesto a admitir. Los dos pertenecían a un país mítico, un lugar
que no era ni de aquí ni de allá, donde las fronteras nacionales se ensanchaban
o se encogían, sin que nada cambiase por eso. Un mundo donde todos eran
Luftmenschen de una clase o de otra. El Límite de Asentamiento, quince
provincias en la Rusia del sudoeste (hasta 1918, cuando Polonia volvió a
recobrar su existencia nacional), abarcaba casi toda la costa del Báltico, desde
Kovno al norte, hasta Odesa y Simferopol en el sur, en el mar Negro; desde
Poltava al este —la Rusia histórica—, hasta Czestochowa y Varsovia al oeste
—la Polonia histórica—. También había que incluir a Cracovia, Lvov,
Ternopol y algunos lugares que formaron parte del imperio austrohúngaro
hasta 1918. Añádanse a éstas, ciudades que, de vez en cuando, dejaban de
serlo —Vilna en Lituania y Jelgava en Letonia—, basándose en el hecho de
que la gente se consideraba a sí misma perteneciente a determinada región, y
creían que vivían en Besarabia, en Galicia (llamada así por la Galicia de
España, de donde los judíos fueron expulsados en 1492), Curlandia o
Vithynia, y ¿de qué servía todo eso?
Había un mapa político que los Servicios Secretos y los cuadros
revolucionarios aprovecharon mejor, de fértil reclutamiento para ambos, y
con frecuencia, ¿por qué no?, intercambiable.
¿Qué había de malo en un nombre de guerra o un nom de révolution si el
nombre particular de cada uno apenas significaba nada? La burocracia
austrohúngara del siglo XIX concedió a los judíos el derecho a llamarse como
quisieran. Casi todos eligieron nombres alemanes, pensando que se harían
querer por su vecinos germanoparlantes. A menudo, estos nombres se volvían
a traducir literalmente al polaco. Así, alguna versión del alemán Sharer (el
porqué nadie lo sabe) dio lugar a Szara, con el sonido sz polaco en lugar de la
s alemana que sonaba sch. Más adelante, con el tiempo, la política y la
emigración, cambió de nuevo, esta vez a la ш rusa. Y cuando Szara nació, su
madre quiso señalar su callada y acariciada pretensión de una relación lejana
con Francia, y por eso no le puso el nombre polaco de Andrej ni el ruso de
Andréi, sino el de André.

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Un hombre inventado. Un hombre del aire. ¿Con qué exactitud puede
medirse la lealtad de una persona semejante? En una tierra donde, además y
en el mejor de los casos, el trasvase de lealtades políticas suele mezclarse a
menudo con vapores de místico hasidismo; en una tierra donde muchos creen
que el nombre de Polonia es una versión de la expresión hebrea polen, que
significa ¡Aquí permanecerás!, y que, por tanto, es tomada como una buena
nueva recibida del cielo.
La Ojrana del zar, ya en 1878, buscaba infiltrados en el Límite —los
judíos sí que vagabundeaban, se les veía como buhoneros, comerciantes,
pujando en las subastas o lo que se quiera, en cualquier sitio imaginable—
para la guerra contra Turquía. Por eso, cuando los inspectores de la Ojrana y
la facción bolchevique se enfrentaron a partir de 1903, lo habitual fue que
hubiera judíos en ambos bandos: hombres de los dos mundos y de ninguno.
Siempre extranjeros, y, por consiguiente, nunca sospechosos de serlo.
Acostumbraban a aparecer por algún lado con un negocio en el bolsillo. El
padre de Szara creció en la ciudad austrohúngara de Ternopol, donde
aprendió el oficio de relojero. Con el tiempo se quedó casi ciego de trabajar
con objetos tan de cerca y con tan poca luz. De joven, buscando un mejor
clima económico para sacar adelante a la familia, se trasladó al pueblo de
Kishinev, donde sobrevivió al pogrom de 1903; luego huyó a la ciudad de
Odesa, justo para que lo alcanzara el pogrom de 1905, del que no salió vivo.
Para entonces, lo único que su vista alcanzaba eran sombras grisáceas y tal
vez le sorprendió comprobar que las sombras le daban puñetazos y patadas.
Su muerte dejó a Szara, a su madre y a un hermano y a una hermana
mayores que él abandonados a su propia suerte. Szara tenía 8 años en 1905.
Aprendió a coser, no del todo mal, igual que sus hermanos, y así pudieron
sobrevivir. La costura era una tradición entre los judíos. Requería paciencia,
disciplina y una especie de autohipnosis, además, daba dinero suficiente para
comer una vez al día y calentar la casa durante parte del invierno. Más tarde,
Szara aprendió a robar y después, sin tardar mucho, a vender lo robado.
Primero iba al mercado Moldavanka, de Odesa, luego en los muelles donde
los barcos extranjeros recalaban. Odesa era famosa por sus ladrones judíos y
por sus visitantes marineros. Szara aprendió a vender las mercancías robadas
a los marineros, los cuales, a su vez, le contaban historias. Su afición por éstas
creció más que cualquier otra. En 1917, cuando contaba veinte años, y llevaba
tres en la Universidad de Cracovia, era ya un consumado escritor de historias
—uno de los muchos procedentes de Odesa—; historias relacionadas siempre
con puertos de mar, idiomas extraños, viajeros exóticos, campanadas

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nocturnas en el puerto, olas resueltas en espuma al chocar contra las rocas, y
siempre la distancia, el horizonte, la raya donde el mar se unía con el cielo,
más allá de la cual la gente podía hacer cualquier cosa imaginable.
Cuando salió de Cracovia era ya socialista, un socialista radical, un
comunista, un bolchevique, y un revolucionario en todo, en cualquier cosa
que sirviera para oponerse al zar, porque eso era lo que más importaba.
Después de Kishinev, donde, a sus seis años, había escuchado cómo los
lugareños golpeaban los guijarros con la empuñadura de su látigo, preparando
a sus víctimas para el pogrom; después de Odesa, donde encontró a su padre
medio enterrado en el fango de la calle, con un rabo de cerdo metido en la
boca —así tratamos a los judíos que desprecian la carne de cerdo—, ¿qué
más podía esperar?
Porque los pogroms eran el regalo que el zar hacía a sus campesinos.
Había poca cosa que pudiera darles; por eso, cuando la miseria les apretaba,
cuando ya no podían aceptar más su sino en la oscuridad de pueblos y
ciudades, en los andrajosos confines del Imperio, se les alentaba para que
buscaran a los asesinos de Cristo y mataran a unos pocos como recompensa.
Los pogroms eran anunciados en carteles, la Policía pagaba la impresión, y el
dinero para ello salía del Ministerio del Interior que, a su vez, actuaba bajo las
órdenes del zar. Un pogrom servía para rebajar la tensión, y, por lo general,
igualaba las cosas: una redistribución de la riqueza, un primitivo ejercicio de
control de natalidad.
Por eso, el Límite de Asentamiento produjo gran número de Szaras.
Intelectuales familiarizados con las capitales europeas y sus idiomas, que
escribían con vehemencia y perfección, y poseían el gusto y un gran talento
para la vida clandestina. Para sobrevivir como judíos en un mundo hostil
habían aprendido la doblez y el disfraz; a no mostrar su furia, que eso podía
enfadar aún más a quienes los hostigaban; a ocultar el propio éxito para
aparecer como triunfadores. Pronto aprendieron también a no ser vistos de
ninguna manera; a parecer invisibles cuando caminaban por la calle, la calle
inconveniente, en la parte más inconveniente de la ciudad y a pleno día. El zar
tuvo muchos más problemas que nunca pudo imaginar. Y cuando le llegó su
hora, el hombre que se ocupó de la tarea fue un tal Yakov Yurovsky, un judío
oriundo de Tomsk, al frente de un escuadrón de la Cheka. Yurovsky, que
cuando estuvo en Berlín como emigrado se declaró luterano, pero el zar no
estaba en situación de apreciar tal ironía.
Por haber vivido en un país mítico —un lugar que no estaba aquí ni allá
—, esos intelectuales de Vilna y Gomel contribuyeron a crear otro y lo

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llamaron Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¡Vaya nombrecito!
Apenas era una unión. Los soviets —consejos obreros— gobernaron unas seis
semanas; el socialismo empobreció a todo el mundo, y sólo las ametralladoras
impidieron que las repúblicas se independizaran. Pero para Szara y para los
demás, aquello carecía de importancia. Él había comprometido su vida, y todo
se reducía a que prefería morir en el lado equivocado de un arma a hacerlo en
el lado equivocado de un palo, y durante doce años —hasta 1929, cuando
Stalin se hizo con el poder—, vivió en una especie de mundo soñado, un país
mítico donde los judíos idealistas e intelectuales decidían las cosas, un país
imaginado en su totalidad. Las teorías fallaron, los campesinos murieron, la
misma tierra se secó por la desesperanza. Pero aun así, ellos trabajaban veinte
horas al día y juraron que tenían la solución.
No pudo durar. ¿Quiénes eran ellos, esos polacos, lituanos, letones y
ucranianos, esta gente de barba rala y con gafas, que hablaba francés bajo su
narizota y leía libros?, preguntó Stalin. Y todos los Stalin pequeñitos
contestaron: Eso mismo nos preguntábamos nosotros, pero nadie quería
hacer la pregunta en voz alta.

La incesante lluvia seguía cayendo sobre Berlín; en algún lugar de la casa,


la radio de la propietaria emitía ópera alemana, las cortinas colgaban
desiguales de la ventana y olían al aire muerto de aquella habitación
desocupada del ático. Szara se puso su impermeable ceñido y salió a las calles
mojadas por las que caminó hasta encontrar una cabina telefónica. Llamó al
doctor Julius Baumann y consiguió persuadirlo de que lo invitara a cenar. La
voz de Baumann le pareció recelosa y distante, pero el telegrama de
Nezhenko había sido terminante: se quería la información el 25 de noviembre.
No había oficina de Prensa soviética en Berlín, tendría que pasarla a través de
la oficina de Prensa de la Embajada, y el 25 de noviembre era el día siguiente.
Así que necesitó dar un pequeño empujón a Baumann. A veces, la educación
era un lujo que no se podía permitir.
Regresó despacio a la casa alta y pasó la tarde con la Ojrana, DUBOK, la
Compañía de Petróleos del Caspio, y treffs de hacía treinta años en las calles
suburbiales de Tbilisi, Bakú y Batum. Querían que fuera un espía e iba a
serlo. Valiente, heroico, con las mandíbulas apretadas, durante cinco horas
leyó los informes en una habitación anónima, mientras la lluvia repiqueteaba
fuera, sin que en ningún momento tuviera ganas de dormir.

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«Villa Baumann» estaba protegida por un alto muro. Situada en las
cercanías de los suburbios del oeste, se alzaba en una zona donde los
jardineros podaban los arbustos para simular las paredes y las vallas de tablas,
y los arquitectos deslumbraban a sus clientes con torreones, frontones y
adornos que daban a los edificios la apariencia de enormes casas de muñecas.
Un tirón a la cuerda de la campana de barco sirvió para que un criado
acudiera; era un hombre rechoncho, de enormes manos rojas y hombros
caídos, vestido con una chaqueta de esmoquin verde esmeralda. Mascullando
un dialecto que Szara apenas entendió, lo condujo por un sendero que rodeaba
la villa y terminaba en la casita de la servidumbre, detrás de la propiedad.
Luego desapareció y dejó que Szara llamara a la puerta.
—Supongo que Manfred le ha mostrado el camino —dijo Baumann con
sequedad—. Por supuesto, éste era su sitio, la casita es sencilla y reducida,
muy cómoda para un criado, pero el nuevo régimen ha impuesto un trato
más… ah, más igualitario en los domicilios y decide quién debe vivir, y
dónde.
Baumann era alto y delgado; tenía los labios finos y descoloridos y el
rostro ascético, severo, como el de un príncipe medieval o el de un monje
erudito. Su piel era blanca, como si nunca la hubiese tocado el sol o el viento.
Quizá tuviera cincuenta años, calvo desde la frente hasta la coronilla, lo que
hacía más llamativos sus ojos, fríos y verdes; los ojos del hombre que sabía
ver lo que otros no, aunque se reservaba lo que veía. De todos modos, si lo
que tenía ante sí no le gusta, lo deja entrever. Para Szara, un judío alemán era,
sobre todo, un alemán, una posición de significativa importancia dentro del
esquema establecido en la Europa Central, una cultura en que la combinación
de formas precisas de cortesía, el intelecto mundano y una riqueza sin
estridencias creaban una gran distancia con respecto a los judíos rusos, y a
casi todos los cristianos aunque no se dijera.
A pesar de eso, a Szara le gustó. Incluso cuando se encontró bajo aquella
mirada de pez sobre la fina nariz principesca. —¿Quién es usted?—. Incluso
así.
Eran cuatro a la mesa: Herr Doktor y Frau Baumann, una joven que le
presentaron como Fräulein Haecht, y Szara. Cenaron en la cocina, porque no
había comedor, en una mesa destartalada cubierta con un deslumbrante
mantel de damasco bordado de hilo azul y plata. La vajilla de porcelana
estaba decorada con dibujos de príncipes indios y princesas de labios gruesos
y arracadas de oro, a bordo de una barca en un lago de montaña; toda ella
pintada de color rojo tomate y esmalte negro con filigranas doradas en los

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bordes. Hubo un momento en que el tenedor de Szara arañó la escena de su
plato y Frau Baumann cerró los ojos para no oír el sonido. Era una mujercita
hacendosa y dulce. ¿Una princesa heredera? Szara pensó que sí.
Cenaron filetes de salmón escalfado y una ensalada de arroz y
champiñones sobre una base de jalea.
—Mi antigua tienda todavía me sirve —explicó Frau Baumann, dando a
entender el por supuesto—. A la hora de cerrar, ¿sabe, Herr Szara?, por la
puerta de atrás. Pero aún me sirven. Y cocinan unas cosas maravillosas; lo
único que tengo que hacer es calentarlas.
—Lo que significa un precio extra —añadió Baumann. Tenía una voz
hueca y profunda, apta para pronunciar sermones.
—Por supuesto —admitió Frau Baumann—, pero nuestra cocinera…
—Una extraña patriota —aclaró Baumann—. Y una despedida
memorable. Yo nunca hubiera pensado que Hertha era capaz de hacer un
discurso.
—Fuimos tan buenos con ella —siguió Frau Baumann.
Szara temió la explosión de emociones y se apresuró a interrumpirla.
—Pero se las arreglan muy bien, yo no había comido así desde…
—No se equivoca —lo interrumpió Baumann a su vez con calma—. Son
malos tiempos, demasiados, y uno echa de menos a los amigos. Eso más que
otra cosa. Pero nosotros, mi familia, vinimos a Alemania hace más de
trescientos años, antes incluso de que existiera esto que llaman Alemania, y
hemos vivido aquí desde entonces, en las épocas buenas y en las malas.
Somos alemanes, eso es lo que importa, y estamos orgullosos de ello. Lo
hemos demostrado en la guerra y en la paz. Así que esta gente puede hacernos
la vida difícil, a los judíos y a otros también, pero no podrán destruir nuestro
espíritu.
—Así es —dijo Szara.
Pero ¿lo creían? Quizá Frau Doktor, sí. ¿Habían visto ellos alguna vez lo
que era un espíritu destruido?
—Su decisión de quedarse —añadió Szara— es para tener, si se me
permite decirlo, mucho valor.
Baumann se rió expulsando el aire por la nariz y con la boca torcida por
una ironía.
—La verdad es que no tenemos otra elección. Delante de usted está la
«Gesselschaft Baumann», declarada empresa de interés estratégico.
Szara mostró su interés. Baumann no quiso discutir de esos temas durante
la cena.

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—Mañana vendrá a vernos. Le grand tour.
—Gracias —contestó Szara. Tendría tiempo para transmitir—. Los
editores de Pravda me han pedido material que les sirva para un reportaje.
¿Cree que sería prudente para un judío llamar de esa manera la atención? ¿En
una publicación soviética?
Baumann reflexionó por un momento.
—Usted es una persona franca, Herr Szara, y se lo agradezco. Quizá me
permita que aplace mi respuesta hasta mañana.
¿Por qué estoy aquí?
—Por supuesto, me parece bien.
—Debemos quedamos, ¿entiende, Herr Szara? —A Frau Baumann le
faltaba el aire—. Y nuestra situación, tal como está, ya es bastante difícil. Se
oyen cosas horribles, se ven cosas…, en la calle…
Baumann interrumpió a su esposa en seco.
—Herr Szara ha sido tan amable que ha consentido en hacer lo que
deseemos.
Szara se dio cuenta de por qué le gustaba Baumann. Estaba hecho para ser
valiente.
—¿Le apetece un poco más de arroz y champiñones, Herr Szara?
La pregunta venía de su izquierda, donde Fräulein Haecht trataba de
equilibrar la mesa. Al principio, en el pequeño torbellino que la entrada de un
invitado produce, su presencia le había pasado casi inadvertida; un apretón de
manos, un saludo cortés. Era evidente que ella no interesaba a nadie; una
joven de mirada abatida cuyo papel era ocupar la cuarta silla y ofrecer arroz y
setas. Iba peinada con el cabello hacia atrás, recogido en un moño de
doncella, y llevaba un horrible vestido de lana azul de manga larga, algo sin
forma y estirado a la vez, con una fina cinta alrededor del cuello: era la
sobrina, o la prima, eterna, siempre invisible.
Pero Szara pudo darse cuenta de que sus ojos eran grandes, dulces y
pardos, puros e intensos. Supo que su mirada inquisitiva era artificial,
elaborada, ensayada un largo rato delante del espejo del tocador, preparada
para que ella pudiera llamar la atención en un momento de la noche.
—Sí, por favor —decía Frau Baumann.
Szara miró la fuente, sostenida con delicadeza por una mano pequeña de
uñas mordidas, la puso a su lado y se sirvió una comida que no le apetecía.
Cuando levantó la mirada, no encontró la de ella, de nuevo velada. Tenía esa
clase de piel de tono oliva, no era exactamente un color, aunque le pareció ver
una sombra por encima de la cinta que llevaba al cuello.

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—… Justo el otro día… los periódicos británicos… sencillamente, no
puede continuar… amigos en Holanda. —Frau Baumann se había enzarzado
en una valoración emotiva de la situación política alemana. Entretanto, Szara
pensaba: ¿Qué edad tienes?, ¿veinticinco? No podía recordar su nombre.
—Mmm —dijo Szara mientras asentía con movimientos de cabeza.
—Y se oyen cosas tan excelentes de Rusia, de cómo lo están haciendo los
obreros. La guerra sería la ruina.
—Mmm —Szara sonrió entusiasmado—. Los obreros…
Cuando terminó de cenar, la Fräulein unió sus manitas en el regazo y fijó
la mirada en el plato.
—No se puede permitir que suceda, no otra vez —decía el Herr Doktor—.
Yo no creo que el régimen presente tenga el firme apoyo del alto
funcionariado ni del Ejército, no creo que ese hombre hable en nombre de
toda Alemania; sin embargo, la Prensa europea parece que no ve la
posibilidad…
—Y ahora… —Frau Doktor llamó la atención tocando palmas—, ¡crème
bavarienne!
La muchacha se levantó diligente y ayudó a quitar la mesa y a hacer el
café mientras Herr Doktor seguía con su perorata. El vestido azul le llegaba
hasta media pierna; allí ascendían a unírsele unas medias blancas. Szara pudo
ver que los lazos de los zapatos estaban mojados por la lluvia nocturna.
—La situación en Austria también es difícil, muy complicada. Si no se
lleva con delicadeza, puede surgir la inestabilidad…
Frau Baumann, junto a una alacena, en el último rincón de la cocina, rió
con teatralidad para disimular lo incómodo de la situación.
—¿Por qué no, queridísima Marta?, el juego de café con adornos de sauce
para nuestro huésped.
Marta.
—Debe haber un acercamiento y tiene que haber paz. Somos vecinos,
todos nosotros, y ninguno puede negarse. Polacos, checos, serbios, todos
quieren la paz. ¿Pueden ignorar eso las democracias occidentales? Aun así,
siempre están cediendo. —Movió la cabeza con pesar—. Hitler envió tropas a
Renania en 1936, y los franceses se quedaron esperando detrás de su Línea
Maginot. No hicieron nada. ¿Por qué? No podemos entenderlo. Un solo
avance decidido de una compañía de Infantería francesa hubiera sido
suficiente. Pero no lo hicieron. Creo…, no, con franqueza, lo sé, que nuestros
generales estaban atónitos. Hitler les dijo lo que iba a ocurrir y, en efecto, así
sucedió. Y ahora, de pronto, empiezan a creer en milagros.

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—Y ahora dejemos esta política horrible, Herr Szara —intervino Frau
Baumann—, que es la hora de divertirnos.
La crema bávara, un líquido violáceo a punto de derramarse de un plato
sopero, estaba frente a él.

Avanzada la noche, con el coñac servido en el reducido salón, el doctor


Julius Baumann se puso reflexivo y nostálgico. Recordó sus días de
estudiante en Tubinga, donde las sociedades estudiantiles judías se dedicaban
con entusiasmo a beber cerveza y a la esgrima, según la moda de la época.
—Llegué a ser un buen espadachín. ¿Se lo puede imaginar, Herr Szara?
Pero estábamos obsesionados con el honor, y practicábamos hasta no tenernos
en pie; aunque entonces, al menos, uno podía contestar a un insulto
desafiando al ofensor a un asalto, como los demás estudiantes hacían. Yo era
alto, así que nuestro presidente, ahora está en Argentina, viviendo sabe Dios
cómo, quiso convencerme de que practicara el sable. No le hice caso. ¡No
quería ser uno de ésos! —Y dibujó con el dedo la típica cicatriz de sable en su
mejilla—. No, yo usaba el chaleco almohadillado y la máscara completa, no
la que deja las mejillas al descubierto y practiqué el arte de la espada.
¡Estocada! ¡En guardia! ¡Estocada! ¡En guardia! Un día de invierno toqué dos
veces al mismo Kiko Bettendorf, que al año siguiente participaba en los
Juegos Olímpicos. Ach, aquéllos sí que fueron unos buenos tiempos.
Baumann contó también cómo había estudiado, a menudo desde la
medianoche hasta el alba, para mantener alto el honor de la familia y para
poder aceptar la responsabilidad que heredaría del padre, propietario de las
«Ferrerías Baumann». Con el título de ingeniero metalúrgico, se propuso
convertir el negocio familiar, una vez jubilado el padre, en una acería de
cables.
—Pensé que la industria alemana tenía que especializarse si quería
competir, así que acepté el reto.
Szara comprendió que aquel hombre había visto su vida siempre como un
reto. Primero en Tubinga; luego, como subteniente de Artillería en el frente
occidental, herido cerca de Ypres y condecorado por su valor; a continuación,
en la transformación de la fábrica Baumann, después sobreviviendo a la
espantosa inflación del período de Weimar («Pagábamos a los obreros con
patatas; mi ingeniero jefe y yo conducíamos los camiones hasta Holanda para
comprarlas»), y ahora estaba empeñado en responder al reto de quedarse en
Alemania, cuando un gran número de judíos —150 000 de una población total

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de 500 000— había abandonado todo ya para empezar de nuevo como
inmigrantes en tierras lejanas.
—Tantos amigos nuestros se han ido —dijo triste—. Nos sentimos tan
solos.
Frau Baumann permaneció sentada, escuchaba con gran atención y en
silencio el discurso de su marido, en su rostro una sonrisa que, a veces, se
helaba. Julius, mi queridísimo esposo, te amo y te respeto, pero ¿cómo
quieres seguir?
Sin embargo, Szara oía otra cosa. Escuchaba atentamente y estudiaba cada
gesto, cada modulación del tono de voz. Y allí surgía un perfil, como cuando
se trata una hoja de papel blanca con un producto químico.
Un hombre valeroso e independiente, un hombre bien situado e
influyente, y un patriota, que, de repente, se encuentra con la amargura de
tener que oponerse a su Gobierno en un momento de crisis política; un
hombre, cuyos negocios, cualesquiera que tuviese, habían sido designados por
las Autoridades empresas estratégicamente necesarias, que ahora confiesa, a
un individuo, semioficial de la nación enemiga de la suya, que se siente tan
solo.
Esto significaba un cosa, y Szara lo entendió así: el encargo, un tanto
dudoso, que Nezhenko le había dado en su telegrama empezaba a adquirir
sentido. Lo que había descalificado como manifestación de alguna nueva
línea política, errada y retorcida, por parte de Moscú, presentaba otro aspecto.
El momento de la revelación llegaría, estaba seguro de ello, cuando hiciera el
grand tour de la acería de Baumann.
El baile de las despedidas empezó a las diez en punto, cuando Frau
Baumann aceptó con desolada cortesía el inevitable hecho del regreso de
Szara a su alojamiento y pidió a su esposo que acompañara a Fräulein Haecht
en un paseo hasta la casa de sus padres. Ah, pero no —contraatacó Szara—,
Herr Doktor no debía molestarse de ninguna de las maneras, eso era una
obligación que insistía en asumir él. ¿Qué? No, impensable, no podían
permitirlo. ¿Por qué no? Claro, por supuesto que podían. No, sí, no, sí, todo
ocurría mientras la muchacha, sentada en silencio, se miraba las rodillas, en
tanto los demás discutían sobre ella. Al final Szara los persuadió, para lo cual
tuvo que representar el papel de ruso emotivo. ¿Salir de noche, después de
una cena tan espléndida, para llevar al invitado en coche? ¡Nunca! Lo que él
necesitaba era un buen paseo para digerir el placer de la comida. Éste fue un
ataque incontestable que lo llevó a la victoria. Se pusieron de acuerdo para
verse a la mañana siguiente y Szara y Fräulein Haecht fueron acompañados

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ceremoniosamente hasta la verja y despedidos al interior de la nocturna
oscuridad.

La noche se transformó en algo muy diferente.


Poco después del crepúsculo, la lluvia de la tarde cambió para convertirse
en nieve —suave, blanda, nieve de noche— que caía lentamente de un cielo
bajo, flotando, sin nada de viento. Estaban maravillados, era otra ciudad, y
rieron de su asombro. La nieve crujió bajo sus pies, cubrió las ramas de los
árboles, los tejados y las cercas, cambió las calles en praderas blancas o en
espejos plateados donde la luz de las farolas quebraba las sombras. De pronto,
la noche fue un gran silencio, una soledad inmensa; la nieve se adhirió a sus
cabellos, y sus alientos formaron una niebla que los rodeó, que enmudeció el
mundo, lo limpió, lo sepultó.
No tenía ni idea de dónde vivía ella, y la joven no dijo de ir por una calle
o por otra, así que anduvieron sin rumbo fijo. Cuando dos pasean juntos, la
charla no supone esfuerzo alguno, resulta fácil confiarse, no cuesta nada decir
la primera ocurrencia, porque el silencio y la nieve hacen que las palabras
rebuscadas no tengan sentido. En ese momento, ninguno podía sentirse
herido. Era, entre otras, la ofrenda de una tormenta de nieve.
Algunas de las cosas que ella dijo lo sorprendieron. Por ejemplo, no era
una prima ni una sobrina de Baumann, sino la hija de su ingeniero jefe,
amigos ambos hombres desde hacía mucho tiempo. Szara se había preguntado
por qué seguía en Alemania, pero eso tenía una sencilla respuesta: no era
judía. Por tanto, su padre, con casi toda certeza —decía ella—, sería el dueño
ario del negocio —así lo disponían las leyes—; pero en interés de Baumann,
ya se las había arreglado para que lo protegieran en secreto hasta que el
tiempo y los acontecimientos no volvieran a sus cauces normales. ¿Entonces,
era su padre un progresista? ¿Un hombre de izquierdas? No, nada de eso. Sólo
un hombre muy decente. ¿Y su madre? Distante y soñadora, vivía en su
propio mundo, ¿quién podía reprochárselo en esos días? Era austríaca,
católica, del sur del Tirol, cerca de Italia; quizá la familia, por ese lado,
hubiese sido italiana alguna vez. Ella misma tenía el aspecto, o así se lo
parecía, de una italianita. ¿Estaba él de acuerdo?
Sí, le parecía que sí. Eso le gustó a la joven; le encantaba tener el cabello
tan negro y la piel olivácea en una nación que presumía de una forma tan
repugnante de ser nórdica y rubia. Pertenecía, quizás, a la zona italiana de
Alemania, donde lo romántico tiene más que ver con Puccini que con

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Wagner, donde lo romántico quiere decir sentimiento y delicadeza, y no el
ardoroso Valhalla. Esperaba que a él no le importara que diera rienda suelta a
esas ideas íntimas.
No, no le importaba.
Ella sabía quién era él, por supuesto. Cuando Frau Baumann le pidió que
fuera el cuarto comensal no le comentó nada, pero ella había leído algunas de
sus historias cuando se tradujeron al alemán. Había deseado tanto conocer a la
persona que había escrito aquellas cosas que estaba segura de que nunca lo
vería, que la cena sería cancelada, algo no funcionaría en el último minuto…
Lo normal era que no tuviera tanta suerte. Las personas que tenían suerte
solían ser las que no se preocupaban, o así lo pensaba.
Declaró sus veintiocho años, aunque sabía que parecía más joven. Los
Baumann la conocían desde pequeña, y nunca había crecido para ellos; pero
claro que había crecido, siempre se crece. Había decidido trabajar para
ganarse unos cuantos pfennings como ayudante del director artístico de una
revista modesta. Ahora publicaban cosas miserables, pero lo hacían así o
cerraban las puertas. No como él. Sí, le tenía un poco de envidia, eso de ir por
todo el Mundo y escribir acerca de la gente que encontraba y contar sus
historias.
Se cogió de su mano, guante de piel contra guante de piel, mientras
descendían una calle cualquiera; por una pared se deslizaba un trozo de nieve.
Él sintió el impulso de gritar, allí y en ese momento, que tenía cuarenta años,
con tantas heridas abiertas que ya no sentía nada, daba lo mismo que la nieve
se derritiera o volviera a cambiarse en lluvia, pero estaba claro que no lo iba a
decir. Sabía todo lo malo de los Szaras del Mundo, con sus impermeables
ceñidos y sus famas, su necesidad de saquear la inocencia de muchachas
como ella. Porque, con sus veintiocho años o con su mentira, ella era
inocente.
Anduvieron sin parar, kilómetros de nieve, y cuando él creyó que
reconocía el nombre de una calle cercana a la casa donde se alojaba, se lo
dijo. Ella lo miró por primera vez desde hacía mucho rato, con el rostro
encendido por el largo paseo nocturno, y mechones de cabello escapados del
horrible moño. Se quitó el guante, él la imitó y sintieron frío cuando se
tocaron. Ella le pidió que no se preocupara, había dicho a sus padres que se
quedaba con una amiga. Después se dieron un beso, seco y frío, y él sintió
como un tirón debajo de la húmeda lana de su chaqueta.

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Ya en la habitación, se sintió tímida de pronto, casi asustada. Quizá fuese
el cuarto, pensó Szara. Tal vez a ella le pareciera mezquino y anónimo, no el
lugar que hubiera imaginado para él. Comprensivo, sonrió y se encogió de
hombros —Sí, es la vida que llevo, no voy a pedir perdón por eso—, después
colgó los abrigos y puso los zapatos húmedos junto al siseante radiador. La
habitación estaba casi a oscuras, con sólo la luz de una pequeña bombilla; se
sentaron en el borde de la cama y hablaron en voz baja y, a veces, recobraron
algo de la magia que habían visto en la nevada. Él la tomó de las manos y le
dijo que sus vidas eran diferentes, muy diferentes. Tendría que irse de Berlín
casi en seguida, que nunca permanecía muchos días en un sitio, que quizá no
regresara en mucho tiempo. Pronto, para alguien como él. Hasta escribir a
Alemania podría resultar difícil. Era una noche mágica, sí, jamás la olvidaría,
pero se la habían robado a un mundo entre dos luces que pronto oscurecería.
Quería decir que… era el momento de ir con ella hasta su casa. Sería lo
mejor. Ella negó terca con la cabeza, sin buscar su mirada, y le apretó las
manos con fuerza. En medio del silencio podían oír caer la nieve afuera.
—¿Hay un sitio para desnudarme? —preguntó ella.
—Sólo abajo, en el recibidor.
Ella hizo un gesto de contrariedad. Le soltó las manos y se apartó unos
pasos de la cama. Szara se volvió de espaldas y oyó cómo ella se
desabotonaba el vestido, y el roce de la seda sobre la seda cuando se quitó la
combinación. Le oyó enrollar las medias al quitárselas, el cambio de apoyo de
un pie a otro, el sonido del broche del sostén al soltarse, el roce de las bragas
al bajar y cómo agitaba los pies para sacárselas. Luego ya no pudo seguir sin
mirar. Estaba despeinada y dejó caer el cabello suelto sobre el rostro, rizado
donde había estado sujeto. Tenía un tórax estrecho, unos senos llenos y
pálidos, que subían y bajaban con la respiración, caderas anchas y piernas
fuertes. Sin darse cuenta, Szara suspiró. Ella siguió torpemente en el centro de
la habitación, con la escasa luz reflejada en su piel oliva de tonos apagados, la
cabeza algo inclinada, casi dudando. ¿Era deseable?
Szara se levantó, retiró la colcha y ella pasó delante de él, sus pisadas
resonaron sobre el entarimado desnudo, y se deslizó despacio dentro de la
cama. Mientras él se desnudaba, ella miraba al techo; luego Szara se acostó a
su lado, muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano. La muchacha se volvió
hacia él y empezó a decirle algo, pero Szara lo había presentido y la hizo
callar. Cuando, casi aventurándose, rozó sus pezones con la palma de la
mano, ella emitió un profundo suspiro, con los dientes apretados y los ojos
cerrados con fuerza. Si él no hubiese sido quien era y no hubiese hecho todo

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lo que había hecho, hubiera sido un estúpido y le habría preguntado si le hacía
daño.
Estaba demasiado excitado para ser tan diestro como hubiera querido; fue
la naturaleza de ella, mezcla a un tiempo de generosidad y deseo, de calor y
afecto, los sitios turgentes y suaves, los colores pálidos y oscuros, el
descubrimiento del aliento entrecortado, y la forma en que ella abandonó, no
la inocencia —en eso se había equivocado: nunca fue inocente— sino la
modestia, la forma en que saltó las barreras.
—Súbete un poco —le pidió él.
Durante un rato, él tuvo miedo de moverse, las manos femeninas
temblaban sobre su espalda, luego, cuando lo hizo, sintió la angustia de
terminar. Poco después, ella abandonó la cama y bajó al recibidor, sin
cuidarse de ponerse algo encima, un ligero vaivén en la forma de caminar, sé
que me estás mirando.
Cuando volvió, cogió el cigarrillo que Szara tenía entre los labios y lo
aplastó en el cenicero. Una de tantas cosas que había pensado hacer durante
tanto tiempo.

El jueves por la mañana hizo frío y viento, bajo un cielo sucio salpicado
de nubes grises. En las calles que iban al distrito fabril, en las afueras al norte
de la ciudad, había montones de nieve manchada de hollín en las aceras. El
conductor del taxi de Szara era un gigante de color carne; atadas con cintas a
la visera del parabrisas, llevaba banderas de cruz gamada, y cuando
atravesaba el distrito de Neukoln, donde kilómetros de fábricas se alternan
con viviendas de trabajadores, se puso a tararear canciones de taberna y a
charlar sobre las virtudes de la Nueva Alemania.
Costó encontrar la fábrica de cables «Baumann». Muros altos de ladrillo y
el nombre anunciado en un rótulo pequeño y borroso, como si el que estuviera
interesado en ir allí tuviera que conocer el camino de antemano. Szara se
divirtió con el chófer, cuyo rostro se contrajo con esfuerzos de miope cuando
buscaba la puerta de entrada.
Lo esperaba un Baumann en día de trabajo, en una oficina desordenada
que daba a las cadenas de producción. Szara lo encontró nervioso,
hiperactivo, con la mirada atenta a todas partes, y nada elegante con un jersey
de cuello en V debajo de un sobrio traje para protegerse del frío que hacía en
la fábrica. La explicación de la visita la hizo con unos gritos que apenas se
oían por encima del ruido de la maquinaria.

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Szara se sintió un poco aturdido por todo aquello. Cuando llegó todavía se
hallaba en estado amoroso, sensual, muy impresionado, y el rugido del fuego
de los hornos y el chasquido de las correas de transmisión resonaron en su
cabeza. El acero hubiera sido la última cosa del mundo en la que hubiese
querido pensar.
Un mal momento: lo presentaron a Herr Haecht, un hombre melancólico
vestido con una bata, sacado de las cuentas que hacía en unas hojas sujetas a
un tablero cuando Baumann lo llamó para las presentaciones. Szara esbozó
una sonrisa y le dio la mano sin mucho entusiasmo.
Trajeron a la oficina bocadillos de pollo y café hirviendo. Cuando
Baumann cerró de golpe la puerta de cristal, el alboroto disminuyó lo
suficiente para que pudieran mantener una conversación en un tono normal.
—¿Qué le parece todo esto? —preguntó Baumann, deseoso de que el otro
estuviera impresionado. Szara hizo lo que pudo para complacerlo.
—Hay tantos trabajadores…
—Ciento ocho.
—Y todo a lo grande.
—En la época de mi padre, que en paz descanse, no tenían más que un
taller. No había nada que él no hiciera: rejas de adorno, sartenes, soldaditos de
juguete… —Szara siguió la mirada de Baumann con la suya hasta un retrato
colgado de la pared, un hombre severo, con un pequeño bigote—. Y todo
hecho a mano, un trabajo que ya no se ve.
—No me lo puedo imaginar.
—No se puede comparar un sistema con otro —añadió Baumann con
diplomacia—. Incluso nuestros hornos mayores no son tan grandes como los
altos hornos soviéticos en Magnitogorsk. Diez mil hombres, se dice.
Extraordinario.
—Cada nación tiene su propio sistema —dijo Szara.
—Por supuesto, aquí nos especializamos. Aquí todo es nicht rostend.
—¿Perdón?
—Es mejor decirlo en su idioma: austenítico. Lo que se conoce como
acero inoxidable.
—Ah.
—Cuando termine usted con el bocadillo, le enseñaré lo mejor. —
Baumann sonrió con expresión de conspirador.
A lo mejor se llegaba a través de dos puertas macizas guardadas por un
anciano sentado en una silla de cocina.

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—Ernest es nuestro hombre más veterano —explicó Baumann—. Ya
estaba con mi padre. —Ernest saludó con una respetuosa inclinación de
cabeza.
Entraron en una gran sala donde unos pocos trabajadores atendían dos
cadenas de producción. Había más silencio y hacía más frío que en la otra
parte de la fábrica.
—Aquí no se funde —explicó Baumann mientras sonreía compasivo al
ver cómo afectaba el frío a Szara—. Aquí sólo hacemos cables de
estampación.
Szara asintió con la cabeza; sacó un lápiz y un cuaderno del bolsillo.
Baumann le deletreaba las palabras cuando era necesario.
—Es un proceso de troquelado; las barras de acero se introducen a una
presión enorme a través de un tas de estampar, un bloque acanalado, el cual
produce el cable en frío.
Baumann lo acercó a una de las cadenas de producción. De una mesa
seleccionó un cable de pequeña longitud.
—¿Lo ve? Adelante, cójalo.
Szara lo retuvo en su mano.
—Lo que tiene ahí es un 302, uno de los mejores que hay. Resiste la
intemperie, no se corroe, es mucho más resistente que el cable hecho de acero
fundido. No funde antes de los mil cuatrocientos grados centígrados y su
tenacidad, es decir, su resistencia a la tracción, es mayor que la del cable
recocido en un factor de un tercio, aproximadamente. Su dureza está
calculada en doscientos cuarenta en la escala de Brinell, frente a ochenta y
cinco del otro. Una gran diferencia en todo, como puede ver.
—Oh, sí.
—Y no se dilata, ésa es su propiedad más importante.
—¿Por qué?
—Lo suministramos a la compañía «Rheinmetall» en trenzados múltiples,
lo que aumenta su fortaleza en un factor considerable aunque sigue siendo
flexible, para pasarlo por debajo de varias barreras o alrededor de ellas, y
conserva una elevadísima capacidad de respuesta, incluso en grandes
longitudes. Es lo que se necesita para cables de control.
—¿Cables de control?
—Sí, para aviones. Por ejemplo, el piloto mueve las alas con los controles
de la cabina, pero lo que en realidad hace que las alas bajen son los cables de
estampación «Baumann». También el timón de alta velocidad de la cola, y los
alerones de las alas. ¡Estos aviones de guerra! Tienen que ladearse e

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inclinarse, y descender en picado. La capacidad de respuesta lo es todo, y la
capacidad de respuesta depende de la calidad de los cables de control.
—Entonces usted es un factor importante en el rearmamento de la
Luftwaffe.
—En nuestra especialidad, yo diría que preeminente. Nuestro contrato con
«Rheinmetall», que instala cables de control para todos los bombarderos
pesados, el «Dornier 17», el «Heinkel 11» y el «Junker 86», es en exclusiva.
—Todos con cables de estampación.
—Así es. Estamos estudiando la posibilidad de instalar aquí una tercera
cadena de producción. Se necesitan algo así como 150 metros de cable por
cada avión. Bueno, eso es mucha demanda.
Szara dudó. Estaban al borde del abismo; era como sentir la tensión de
alguien a punto de saltar al vacío. Baumann seguía mostrándose enérgico,
expansivo, como un hombre de negocios orgulloso de sus logros. ¿Entendía lo
que iba a suceder? Tenía que entenderlo. Szara estaba seguro de que él había
concertado la entrevista, por lo tanto, sabía lo que estaba haciendo.
—Es toda una historia —dijo Szara, alejándose del precipicio—.
Cualquier periodista estaría encantado con ella, por supuesto. Pero ¿se puede
contar? —Ahí tiene la puerta, pensó, ¿vas a aprovecharla?
—¿En el periódico?
—Sí, por supuesto.
—Me parece que no. —Baumann rió de buena gana.
—Amén. Mi editor en Moscú me ha informado mal. No suelo ser tan
obtuso.
—No exagere. —Baumann contuvo la risa—. Herr Szara usted, no es
nada obtuso. De los ciudadanos soviéticos que pudieran aparecer por
Alemania, dejando a un lado los diplomáticos o a las misiones comerciales, la
suya es una presencia de lo más natural. Seguramente, usted no le gusta a los
nazis, pero no resulta sospechoso.
Szara se sintió algo picado el oír lo último. Así que sabes de la vida
clandestina, ¿verdad?
—Bueno, no creo que las cifras de su producción mensual vayan a ser
publicadas en las revistas de economía.
—No es probable.
—Sería una negligencia.
—Desde luego. En octubre, por ejemplo, suministramos a la
«Rheinmetall» unos 5000 metros de cable estampado 302.

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Divide por 150, calculó Szara, y tendrás la producción mensual de
bombarderos del Reich. Aunque los tanques pudieran ser de gran interés,
ninguna otra cifra informaría tan bien a los planificadores militares soviéticos
de las intenciones estratégicas alemanas y de su capacidad.
Szara anotó el número como si estuviera tomando notas para un guión de
película —nuestro lema ha sido siempre «excelencia», decía Baumann.
—Sustancial —comentó Szara mientras golpeaba con el lápiz el número
anotado—. Sus esfuerzos deben de ser muy apreciados.
—En algunos Ministerios sí, desde luego.
Pero no en otros. Szara se guardó el lápiz y el cuaderno en el bolsillo.
—Nosotros, los periodistas, no solemos encontrar tanto candor.
—Hay momentos en que el candor es preciso.
—A lo mejor volveremos a vernos.
Baumann afirmó con la cabeza, una breve y estirada reverencia: un
hombre digno y culto había decidido, teniendo en cuenta su honor que
consideraciones de más alto valor debían prevalecer.
Volvieron a la oficina y charlaron durante un rato. Szara reiteró su
gratitud por el placer de la noche anterior. Baumann se mostró
condescendiente, le avisó cuando llegó su taxi, sonrió, le estrechó la mano y
le deseó un viaje de regreso sin problemas.
El taxi traqueteó mientras pasaba junto a los muros de ladrillo de la
fábrica. Szara cerró los ojos. Ella estaba en el centro de la habitación, piel
oliva en tonos apagados, pálidos senos que subían y bajaban con la
respiración. Marta Haetch.

El destino manda nuestras vidas. Al menos eso era lo que los eslavos
creían, y Szara había vivido entre ellos el tiempo suficiente para entender su
forma de pensar. No había más que admirar la sutil mano del destino: tejía
una vida, unía el deseo a la traición, la ambición a la envidia; añadía
idealismo, amor, falsos dioses, pérdida de trenes; luego tiraba de los hilos con
fuerza y por ahí iba un ser humano, danzando y luchando.
Ahora, pensó, se hallaba ante esa muestra exquisita del destino conocida
como la coincidencia.
Un hombre va a Alemania y le ofrecen, a un tiempo, la salvación de su
dolorida alma y la garantía de seguir vivo. Asombroso. ¿Qué debería pensar
ese hombre? Porque puede ver que su relación clandestina con el doctor
Baumann y su cable mágico van a hacer de él un elemento tan apetitoso para

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los Servicios Especiales que éstos lo mantendrán vivo a toda costa, aunque el
diablo se empeñara en echarle la zancadilla. En cuanto a su alma…, bien,
había pasado malos momentos últimamente. Un hombre cuyos amigos
desaparecen día tras día debe aprender a olfatear la muerte si quiere mantener
su cordura; determinados afectos, ¿no arraigan siempre gracias a la
proximidad? Éste es un hombre con problemas. Un hombre que se sienta en
un parque de Ostende y le ofrecen, cuando menos, una posibilidad de
salvación; pero él se levanta y se va para poder llegar a tiempo a una cita con
los que, es de suponer, debe de pensar que van a secuestrarlo. Este hombre
necesita una razón para vivir. ¿Y si esa razón se encontrara en Berlín?
¿Estrechamente unida a las mismas razones que garantizan su supervivencia?
Oh, grandiosa coincidencia.
En un vasto universo cambiante, donde las estrellas brillan y mueren en la
noche infinita, cabe la posibilidad de aceptar toda clase de coincidencias. Y
Szara aceptó la suya.
Quedaba, en medio de semejante especulación, una grave dificultad
material, el documento de la Ojrana, y la necesidad de satisfacer a un segundo
grupo de amos en el apparat del espionaje, el de Renate Braun y el general
Bloch. Porque el encargo de Baumann le había venido, de eso Szara, estaba
casi seguro, de sus viejos amigos de siempre en el NKVD, los del
Departamento Extranjero, Abramov y los suyos, algunos conocidos, y otros
que permanecerían siempre en la sombra.
Para seguir vivo tendría que convertirse en agente del Servicio Secreto:
uno del NKVD.
En la mañana del 26 de noviembre, Szara cablegrafió, según las
instrucciones, desde la Embajada soviética en Berlín, no un informe detallado,
sino la respuesta a lo especificado en el telegrama de Nezhenko: la edad de
Baumann y su talante, su esposa, cómo vivían, la fábrica, su historia
orgullosa. Ni una palabra del cable de estampación, sólo que «desempeña un
papel crucial en la industria del rearme alemán».
Y que habían sido tres en la cena. No quería entregarles a Marta Haecht.
Si el apparat supiera de qué iba el asunto, razonó Szara, hubiera enviado
agentes de verdad. Pero no era así; alguien habría sido informado de una
posible oportunidad en Berlín, alguien que habría ordenado a su ayudante:
Oh, dile a Szara que pase por allí, con la idea de que él les comunicaría si
había algo de utilidad allí. Estaba en la naturaleza del Servicio Secreto tal
como él lo entendía: en un mundo de noche perpetua hay miles de señales que
parpadean en la oscuridad, unas pueden cambiar el mundo; otras son

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insignificantes, e incluso resultan peligrosas a veces. Ni siquiera una
organización de la envergadura del NKVD es capaz de examinarlas todas; por
eso, en ocasiones, se acude a un amigo de confianza.

El personal de la Embajada estaba avisado ya de su llegada. Tomaron su


informe sin hacer comentarios. Luego le dijeron que debía regresar a Moscú,
en el mercante soviético Kolstroi, que saldría de Rostock, en el golfo de
Pomerania, a las cinco de la tarde del 30 de noviembre. Así pues, le quedaban
cuatro días. Reclamado por Moscú. Szara tuvo que esforzarse para no perder
la calma. A veces, la frase significaba arresto; la petición de regreso había
sido bastante correcta, pero una vez te tenían de vuelta allí… No, a él, no, y
menos ahora. Podía imaginar algunos interrogatorios incómodos. Por parte de
«amigos», que irían a su apartamento llevando vodka y comida; ése era, al
menos, el método habitual: Qué alegría que has vuelto; tienes que contarnos
todo lo de tu viaje.
Y tendría que hacerlo.
Por fin consiguió serenarse y decidió no pensar en ello. Salió de la
Embajada con el bolsillo lleno de dinero y el corazón animoso, los dos pilares
gemelos del espionaje.

¿Estaban ellos vigilándolo? Quiénes, ¿el grupo del Departamento


Extranjero? ¿O el grupo de Renate Braun? Pensó que sí y, desde luego,
gracias a Dios, así lo hicieron durante su viaje desde Praga a Berlín. Y
muchos otros.
Sabía, según creía, de qué forma burlar la vigilancia. Le costó tres horas.
Museos, estaciones de ferrocarril, grandes almacenes, taxis, tranvías y
restaurantes con puertas traseras. Al final llegó solo —eso pensaba— a la
tienda de antigüedades. Allí compró un cuadro, un óleo sobre lienzo, fechado
en 1909, con un pesado marco dorado. El pintor, tal como el anticuario le
informó con altivez, era un tal profesor Ebendorfer, de la Universidad de
Heidelberg. Un rectángulo de 1,20 por 0,90, de factura romántica en el que
aparece un joven griego, un pastor, sentado con las piernas cruzadas al pie de
una columna rota, toca su flauta mientras, el rebaño pasta cerca; un cielo de
vivo azul, aborregado de nubes sobre montañas de cumbres nevadas en la
distancia. Huldigung der Naxos era su título —Homenaje a Naxos— con la

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firma del profesor Ebendorfer ingeniosamente colocada en el ángulo inferior
derecho, al pie de un laurel que un camero mordisqueaba.

Vuelto a la habitación de la casa estrecha, Szara se entregó seriamente al


trabajo, como debiera haber hecho desde un principio.
Y al no buscar nada en particular, sino que se trataba de una tarea
mecánica que dejaba su mente casi libre, neutral en su búsqueda, al cabo de
un rato empezó a ver las cosas con claridad. De inmediato deseó que no
hubiese sido así. Porque lo que encontró fue veneno: un conocimiento que
mataba. Pero allí estaba. Su primera intención había sido guardar el original
en Berlín, ya que no hubiera pasado la inspección en la aduana rusa, y llevar
un extracto a Moscú, escrito en su personal taquigrafía, de todos los hechos y
circunstancias. Si empleaba una clave para las fechas contemporáneas además
de nombres de ciudades desprovista de significado en lugar de las que
aparecían en el informe, esperaba que los agentes del NKVD en la frontera
tomaran aquel material por «notas periodísticas». Esos agentes no eran, ni con
mucho, como los que se ocupaba de política extranjera, sino todo de una
pieza, incorruptibles y torpes. Con ellos saldría del paso.
Lo que se proponía hacer se parecía a varias sumas de columnas de
números, pero ese ejercicio, que no requería un gran esfuerzo mental, fue lo
que permitió que la respuesta surgiera en el horizonte. Szara poseía el
pensamiento de un escritor: el relámpago de la visión penetrante o la
perspectiva reveladora que resulta de la atención permanente. Copiar, hubiera
dicho él, era un trabajo de idiota. Pero copiando aprendió una lección.
Para organizar el trabajo, empezó por el principio y procedió a ordenar las
fechas de los acontecimientos, semana por semana, mes por mes. Sin que se
lo propusiera, hizo lo que los agentes del Servicio de Inteligencia llamaban un
«crono», abreviatura de cronología. Porque en esa disciplina el qué y el quién
eran de gran interés, aunque casi siempre el cuándo era lo que proporcionaba
la información más provechosa.
Antes de la revolución, el contacto de los bolcheviques con la Ojrana era
bastante común. Entre los revolucionarios y los Servicios Especiales del
Gobierno hay, casi siempre, una relación más o menos encubierta. Podría
decirse que los unos dedican tanto tiempo a pensar y hacer planes sobre los
otros, y a la inversa, que el destino inevitable es que establezcan contactos so
pretexto de recoger información. Así se mantiene la ilusión de la virginidad.

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Pero DUBOK excedía con mucho los límites de lo que era normal en esta
relación; compró su seguridad con las vidas de sus camaradas, y la Ojrana lo
mimaba de manera inimaginable como a su más tierno retoño. Para él,
duplicaron la dura realidad de la experiencia revolucionaria, pero tuvieron
cuidado de suavizarla, de limarle las aristas. Fue a la cárcel, como todos los
agentes clandestinos, y, también como casi todos ellos, se fugó. Pero el
tiempo en la cárcel lo explica todo. Lo llevaron a la prisión de Bailov, en
Bakú (aprendió alemán mientras estuvo allí), aunque cuatro meses más tarde
ya estaba fuera. También tenía que experimentar el destierro, mas fue enviado
a Solvychegodsk, en el norte de la Rusia europea, no a Siberia. Y «escapó» al
cabo de cuatro meses. Un hombre con suerte, ese DUBOK. Dos años más
tarde fue «atrapado» y devuelto a Solvychegodsk para que terminara de
cumplir su condena, pero a los seis meses de estar allí se cansó; más que
tiempo suficiente para oír lo que los otros desterrados tenían que decir, tiempo
de sobras para mantener su credibilidad como agente bolchevique, por tanto,
un hombre bajo control, y a casa otra vez.
DUBOK, estaba claro, era un criminal, poseído por una mente criminal.
Nunca variaba su método: desarmaba a aquellos que lo rodeaban diciéndoles
lo que querían oír —tenía un instinto extraordinario para adivinar lo que
pudiera ser—, luego los sacrificaba cuando lo creía necesario. Explotaba la
debilidad, castraba la fuerza, y nunca dudaba en excusar su propia cobardía.
Szara pudo comprobar que el agente de la Ojrana había manipulado a
DUBOK sin esforzarse porque había pasado toda su vida con criminales. Los
entendía tan bien que había llegado a sentir una especie de simpatía
compasiva por ellos. Con el tiempo llegó a desarrollar los instintos de un
sacerdote: el diablo existía; la tarea consistía en trabajar de manera productiva
dentro de sus dominios.
Al leer entre líneas, podía observarse que el agente se mostraba muy
interesado por el efecto que DUBOK producía en los intelectuales
bolcheviques. Éstos, hombres y mujeres, solían ser brillantes, eran científicos,
sabían idiomas, poesía y filosofía. Para ellos DUBOK, era una especie de
símbolo, una amada criatura procedente de los niveles más bajos, un
malhechor ilustre y su camaradería con él los confirmaba como miembros de
una sociedad nuevamente formulada. Un politólogo, un filósofo, un
economista, un poeta podían hacer la revolución sólo si compartían su destino
con un criminal. Él era el representante oficial del mundo real. Y así no hubo
ocasión en que, gracias a ellos, su prestigio no aumentara. Y DUBOK lo
sabía. Y DUBOK los detestaba por ello. Por el mero hecho de sentir el aire

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protector en cada poro de su cuerpo, vengarse a su conveniencia, probar que
la igualdad estaba en la mente de ellos, no en la suya, los destruía.
Szara estuvo convencido desde el principio que tenía a un georgiano en
sus manos, y cuando su perfecta mente capaz quiso por fin molestarse en
hacer cálculos aritméticos, supo que era un georgiano de al menos cincuenta y
cinco años, con un pasado revolucionario en Tbilisi y Bakú. Pudiera haber
sido cualquiera entre muchos candidatos, incluidos los líderes del jvost
georgiano; pero a medida que Szara avanzaba en el informe, aquéllos
aparecían eliminados por el propio DUBOK. Para ayudar a la Ojrana,
DUBOK había hecho una descripción de su amigo Ordjonikidze. Dieciocho
meses más tarde, acusaba al terrorista armenio, Ter Petrossian, de participar
en la «expropiación» de un Banco en Bakú; unas páginas más adelante se
refería al bondadoso Abel Yenukidze; y hablaba con dureza de su odiado
enemigo Mdivani. En mayo de 1913 fue presionado para que organizara una
situación que comprometiera al revolucionario Beria, pero DUBOK nunca
pudo pasar más allá de comentar el caso.
Tras día y medio, André Szara no pudo eludir más lo que era evidente: se
trataba del mismo Koba, Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, hijo de un salvaje
zapatero borracho de Gori, el sublime líder Stalin. Durante once años, entre
1906 y 1917, había sido el lechón de la Ojrana, hozando las más raras y
deliciosas trufas del subsuelo que tan cuidadosamente ocultaba a sus
enemigos.
En esta habitación, pensó Szara mientras miraba el cielo gris sobre Berlín,
ocurren demasiadas cosas. Se levantó del escritorio, se desperezó para
desentumecer la espalda, encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. La
señora vestida de seda armaba ruido abajo en las escaleras, dedicada a hacer
alguna de las cosas misteriosas que la ocupaban todo el día. Abajo, en la
acera, un anciano sujetaba la correa de un pastor alsaciano que regaba el pie
de una farola.

Szara dedicó la mañana del domingo a quitar la tela de algodón que


cerraba la parte posterior de Huldigung der Naxos; conseguido esto, repartió
las páginas del expediente de la Ojrana por toda el reverso de la pintura,
asegurándolas con un cordoncillo pardo atado a las cabezas de unos diminutos
clavos que aseguró con un martillo de tachuelas. Con sumo cuidado colocó de
nuevo la tela de algodón y repuso las grapas del marco original en las
hendiduras, sucias de la herrumbre que se había formado en ellas con el paso

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de los años. Pensó que al ser tan pesado el dorado marco macizo, nadie
advertiría la presencia del papel, y dentro de cien años, algún restaurador de
arte…
El lunes, por ver primera, adoptó el papel de alemán. Hablaba con lentitud
deliberada, y evitaba el deje yiddish de su acento, pues quería hacerse pasar
por un individuo un tanto raro, nacido en alguna parte lejos de Berlín. Vio que
si se peinaba con el cabello hacia atrás, se hacía un nudo pequeño en la
corbata y levantaba la barbilla hasta una posición que a él le parecía
particularmente alta, el disfraz era creíble. Tomó el nombre de Grawenske,
que sugería unos orígenes eslavos o wendos, bastante corrientes en Alemania.
Telefoneó al despacho de un subastador y le dieron la dirección de un
guardamuebles especializado en el almacenaje de obras de arte. («¡La
humedad es su enemiga!», le dijo el hombre). Herr Grawenske apareció a las
once en punto, explicó que iba a formar parte del personal contable de una
pequeña compañía austríaca de productos químicos en Chile, masculló algo
sobre la hermana de su esposa que iba a ocupar su residencia, y dejó la obra
maestra del profesor Ebendorfer al cuidado del guardamuebles, para que fuera
embalada y almacenada. Por dos años pagó una cantidad sorprendentemente
modesta, dio una dirección falsa en Berlín y le entregaron un recibo. El resto
de los efectos personales del agente y la bella maleta, los distribuyó en tiendas
que colaboraban en misiones caritativas.

Marta Haecht le había dado el número de teléfono de la pequeña revista


donde «ayudaba al director artístico». Szara intentó hablar con ella varias
veces, mientras se helaba hasta los huesos en cuanto el crepúsculo cayó de
plano sobre Berlín. La primera vez que lo intentó, ella había salido para hacer
un recado a la imprenta. La segunda, alguien se rió y dijo que no sabía adonde
había ido. Al tercer intento, poco antes de que cerraran, Marta se puso al
teléfono.
—Me voy mañana —le dijo él—. ¿Puedo verte esta noche?
—Tengo una cena —repuso ella—. Es el aniversario de bodas de mis
padres.
—Entonces más tarde.
—Volveré a casa… —El tono de su voz expresó vacilación.
¿Qué? Entonces él comprendió que había gente cerca de ella.
—¿A casa? ¿Desde un restaurante?
—No, no es eso.

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—A casa para dormir.
—Sería lo mejor.
—¿A qué hora acabará la cena?
—No podré marcharme, espero que lo entiendas. Se trata de una
celebración, una fiesta.
—Oh.
—¿Tienes que irte mañana?
—No me queda más remedio.
—Entonces no sé cómo…
—Te esperaré. Quizá puedas arreglarlo de alguna manera.
—Lo intentaré.
El timbre de la puerta sonó justo después de las once. Szara corrió
escaleras abajo, cruzó a toda velocidad por delante de la puerta de la dueña —
que había abierto una rendija para mirar—, e hizo pasar a Marta. Ésta llevaba
un aura del frío nocturno en su piel. Vestía un traje de noche azul, de tafetán
con volantes, abrochado a la espalda.
—Ten cuidado —le dijo ella al ver que Szara titubeaba—. No podré estar
mucho tiempo. Aquí no es costumbre abandonar así una fiesta.
—¿Qué les has dicho?
—Que un amigo se marchaba.
No fue una noche mágica. Hicieron el amor, pero ella siguió tensa.
Después se puso triste.
—No tendría que haber venido. Era más dulce conservar el recuerdo de la
nieve.
Con la punta de los dedos se apartó los cabellos de la frente.
—Ya no te veré más —añadió. Y se mordió los labios para no llorar.
Szara la acompañó hasta su casa, casi hasta la puerta. Se despidieron con
un beso, un beso seco frío, y no hubo nada más que decir.

A finales de noviembre de 1937, el barco mercante soviético Kolstroi levó


anclas del puerto de Rostock, remontó lentamente el estuario del
Warnemünde hasta la bahía de Lübeck, dobló al norte, hacia el Báltico;
después siguió rumbo nordeste para rodear la península de Sasenitz, pasó ante
la isla danesa de Bornholm y se dirigió al puerto de Leningrado, a unas
ochocientas cuarenta millas marinas de allí.
El Kolstroi, con una pesada carga —herramientas para maquinaria,
neumáticos de camiones y barras de aluminio—, embarcada en el puerto

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francés de Boulogne, se detuvo en Rostock sólo para cumplir la orden de
recoger a once pasajeros con destino a Leningrado. Al remontar el
Warnemünde, a medida que oscurecía y la niebla subía, hizo sonar
continuamente su sirena y se unió al denso tráfico de cargueros que entraban
y salían de la bahía de Lübeck, donde la espesa niebla del Báltico, empujada
por los recios vientos del norte, avanzaba hacia la playa. A André Szara y a lo
demás pasajeros no se les permitió subir al puente hasta que el barco estuvo
fuera de los límites territoriales de Alemania. Cuando Szara salió a tomar el
aire, al lado del salón del barco, donde les habían servido la cena, había poca
visibilidad: no distinguía las luces de la costa alemana, sólo el oleaje de las
negras aguas movidas por el ventarrón de noviembre, arrojando una fría
espuma salada sobre las metálicas planchas del puente, donde se helaba en
espejos de color plomizo. Aguantó allí cuanto pudo, mientras miraba la niebla
enredada en las luces de los barcos que pasaban, sin que pudiera ver tierra.

El Kolstroi era territorio soviético; Szara sintió su peso en cuanto


comenzaron la travesía. Tuvieron que esparcir sus pertenencias sobre una
mesa ante la fría mirada de un agente de la Seguridad. El periodista Szara no
significaba nada para aquel homo stalinus, tan humano como un reloj. Se
alegró de haberse desembarazado del expediente de la Ojrana antes de salir de
Berlín; sólo de pensar que lo hubieran visto en aquel carguero le produjo
espanto.
Los pasajeros formaban un grupo heterogéneo. Había tres jóvenes
universitarios ingleses, de piel lechosa y ojos brillantes, jóvenes terriblemente
formales en un viaje de ensueño a la que consideraban su patria espiritual.
También había un viajante de comercio, de mediana edad, afectado por una
enfermedad, intento de fuga. Szara pensó que quienes lo habían arrastrado a
bordo eran agentes del NKVD. Las puntas de sus zapatos rascaron la pasarela
de madera cuando lo subieron al barco; resultaba evidente que había sido
drogado perdiendo así la conciencia. No era el único que volvía a casa para
morir. Formaban una hermandad silenciosa, encerrada en sí misma,
abandonada a un destino sin escapatoria; el hombre que había sido arrastrado
a bordo probaba la inutilidad de la fuga. Apenas dormían, avaros de las horas
que les restaban para reflexionar; paseaban por el puente cuando podían
soportar el frío, y movían los labios, como si mantuvieran una conversación
con sus interrogadores.

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Casi siempre se evitaban entre ellos. Una charla con un diplomático o con
un científico marcado por la sospecha podía ser observada por el atento
agente de Seguridad —¿cómo?, no se sabía—, y ser una prueba empleada en
su contra, una evidencia sólo descubierta en los últimos momentos del regreso
—pensábamos que estaba limpio hasta que vimos que hablaba con Petrov—;
una ironía fatal para el peligroso apetito del NKVD.
Szara habló con uno de ellos, Kuscinas, en otros tiempos oficial de las
brigadas de fusileros letones, los que apoyaron a Lenin cuando derrocó el
gobierno de Kerensky; ahora era un anciano, con la cabeza rapada y el rostro
cadavérico. Aun así, había una gran fortaleza en él; sus ojos brillaban en lo
profundo de sus cuencas y su voz era lo bastante potente como para que
pudiera ser oída por encima del fragor de las olas. Cuando el Kolstroi se
columpiaba y se estrellaba en las altas olas que anunciaban el golfo de Riga,
ya en el segundo día de viaje, Szara buscó con Kuscinas refugio debajo de
una escalera para fumarse un cigarrillo protegidos del fuerte viento. Kuscinas
no le dijo lo que había hecho; cuando Szara le preguntaba se limitaba a agitar
la mano, gesto con el que daba a entender que aquello carecía de importancia.
En cuanto a lo que pudiera ocurrirle, no quería preocuparse por ello.
—Lo siento por mi esposa, por nadie más. Una mujer tonta y terca. Por
desgracia, ella me ama y se le va a romper el corazón, pero qué se le va a
hacer. Mis hijos varones se han convertido en serpientes, mejor para ellos, me
parece; mi hija se casó con una especie de idiota que se tiene creído que dirige
una fábrica en Kursk. Todos encontrarán la manera de repudiarme, si es que
no lo han hecho ya. Estoy seguro de que firmarán cualquier documento que
les pongan por delante. Mi mujer, aunque…
—Debería pedir ayuda a los amigos —insinuó Szara.
—Amigos. —El viejo hizo una mueca.
Las planchas de acero del Kolstroi crujían cuando el barco era empujado a
excesiva altura para luego caer pesadamente en el seno de la ola, esparciendo
por los aires la enorme explosión de blanca espuma.
—Jódete también —dijo Kuscinas al Báltico.
Szara permaneció quieto contra la pared de hierro y cerró los ojos por un
momento.
—Usted no va rendirse, ¿verdad? —preguntó Kuscinas.
—No —contestó Szara, y tiró el cigarrillo al agua—. Soy marinero.
—¿Lo van a detener?
—Quizá. Pero no lo creo.
—Entonces es que tiene los amigos adecuados.

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Szara asintió con la cabeza.
—Suerte. O quién sabe —dijo Kuscinas—. Cuando llegue a Moscú, tal
vez sus amigos no sean los adecuados. En estos días nunca se sabe. —Se
quedó un rato en silencio, recordando algo de su vida—. Supongo que usted
es como yo. Uno de los leales, de esos que llevan a cabo lo que hay que hacer
y no quieren saber por qué lo hacen. Disciplina sobre todo. —Hizo un
movimiento de pesar con la cabeza—. Y al final, cuando nos llega la hora, y
algún otro está llevando a cabo lo que tiene que hacer, alguno que no quiere
saber por qué lo hace, ejecutor disciplinado, entonces, todo lo que se nos
ocurre es Za chto? —¿por qué?, ¿para qué? —Kuscinas se echó a reír—.
Simples preguntas para salir del paso —añadió—. Por lo que a mí se refiere,
no pienso preguntar nada.

Aquella noche, Szara no pudo dormir. Permaneció en su litera, fumando,


mientras que el hombre de la de enfrente se pasó toda la noche murmurando
en sueños. Szara conocía la historia de aquella pregunta, Za chto? Se
rumoreaba que quien primero la hizo fue el viejo bolchevique Yacov
Lifschutz, ayudante de comisario del pueblo. Fueron sus últimas palabras.
Szara lo recordaba, un hombre pequeño, de cejas hirsutas, perilla obligada y
ojos centelleantes. Cuando se arrastraba por el alicatado pasillo de la
Lubyanka —llegaban hasta allí, pero nadie alcanzaba el final del pasillo— se
volvió un momento hacia su verdugo, un funcionario a quien conocía desde la
niñez, le preguntó: «Za chto?».
Durante la purga, la pregunta se extendió por todas parte. Se escribía en
las paredes de los calabozos, se grababa en los bancos de madera de los
vagones Stolupin que se llevaban a los prisioneros, se arañaba con un punzón
en los tablones de los campamentos de tránsito. Casi siempre eran las
primeras palabras que los policías oían del hombre o de la mujer que iban a
detener de noche, y, de nuevo, las primeras palabras que el hombre o la mujer
decía cuando entraba en el calabozo abarrotado de gente. «Pero ¿por qué?
¿Por qué?».
Todos somos por el estilo, pensó Szara. No ofrecemos excusas o
coartadas, no luchamos contra la Policía, no buscamos compasión. Ni siquiera
nos quejamos. Somos la gente que nos llamamos «muertos de vacaciones» a
nosotros mismos; siempre estuvimos a la espera de la parca, durante la
revolución, en la guerra civil. Todo lo que preguntamos —tan racionales

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somos— es el sentido que tiene, su significado. Luego nos iremos. Pero ahora
sólo queremos una explicación. ¿Es demasiado preguntar?
Sí.
El salvajismo de la purga —Szara lo conocía— les dio toda la razón para
creer que había una razón, que tenía que haberla. Cuando se llevaron a
determinado agente del NKVD, la esposa lloró. Entonces fue acusada de
resistirse al arresto. Tales acciones, corrientes, cotidianas, implicaban un
esquema, un plan preconcebido. Sólo querían que les dejaran penetrar su
significado y, por supuesto, sus propias muertes habían comprado el derecho
a una respuesta; una vez escuchada, dejarían que ocurriera lo demás. ¿Qué
significaba una gota de sangre derramada en el suelo para aquellos que la
habían visto como ríos desbordados por las calles polvorientas de la nación?
La única ofensa era la ignorancia, algo que nunca toleraron, que no podían
tolerar ahora.
Hubo un momento en que el culto del Za chto? empezó a desarrollar una
teoría. En especial a partir de los sucesos de junio de 1937, cuando la única
alternativa al poder del dictador quedó hecha trizas. En aquel junio le tocó el
tumo al Ejército Rojo, y cuando la humareda se disipó, que vio que lo habían
decapitado, aunque seguía desfilando. El mariscal Tujachevsky, reconocido
como el soldado más grande de Rusia, fue acompañado en su desaparición
por dos de los cuatro mariscales que quedaban, catorce de los dieciséis
comandantes en jefe, ocho de los ocho almirantes, y así hacia abajo uno tras
otro. Todos los once vicecomisarios de Defensa, sesenta y cinco de los
ochenta miembros del Soviet Supremo Militar. Todo esto tenía una razón para
ellos; los fusilamientos, los helados campos rodeados de minas, un ejército
virtualmente derrotado por su propio país… sólo podía obedecer a una
intención: Stalin buscaba de esa forma la desaparición de cualquier oposición
en potencia a su poder personal. Era el método del tirano: primero elimina a
los enemigos, después, a los amigos. Se trataba de un ejercicio de
consolidación. A gran escala. Últimamente, las víctimas se contaban por
millones. ¿Pero acaso no era Rusia una nación a gran escala?
¿Qué era Rusia, sino un lugar donde uno podía decir que, desde siempre,
los tiempos y los hombres son perniciosos, y por eso sufrimos? Esto, para
algunos, acababa con el tema. Los viejos bolcheviques, los chequistas, los
cuerpos de oficiales del Ejército Rojo…, todos fueron la revolución, pero
había llegado el momento de sacrificarlos para que el Gran Líder pudiera
permanecer sin sombra de amenaza en el lugar supremo. La espina dorsal de
Rusia estaba rota, su espíritu exangüe; pero, al menos, casi todos tenían ya su

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respuesta y pudieron seguir con el trivial asunto de las ejecuciones: las
aceptaban y las entendían. Un gesto final en beneficio del Partido.
Pero estaban equivocados; aquello no era tan sencillo.
Algunos entendieron que no muchos, sólo unos pocos, y pronto los
suficientes, morirían y, con el tiempo, también sus verdugos, y, después, los
verdugos de los verdugos.

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Al día siguiente, Szara no vio a Kuscinas. Luego, cuando el Kolstroi
navegaba por el golfo de Finlandia y el primer hielo del invierno rozó el casco
del buque y las luces de la fortaleza de Kronstadt brillaron en la oscuridad, los
hombres de Seguridad y los marineros empezaron una búsqueda frenética,
peinaron el barco, pero Kuscinas se había ido, y no pudieron encontrarlo.
—¡Eh, André Aronovich! ¡Por aquí!
La imperiosa voz femenina le llegó por encima del murmullo de la gente.
Había una verdadera multitud apiñada en la sala de estar de aquel
apartamento del distrito Mochovaya. Szara buscó con la mirada a través de la
humareda y vio una mano que se movía en alto.
—Perdón —fue diciendo—. Lo siento. Perdone.
Prefirió dar un rodeo; evitó los grupos, y esquivó los peligrosos codos de
los que luchaban por abrirse paso hasta el bufé, para acercarse a la mano y a
la voz. Moscú sufría la escasez de casi todo, pero allí había «Servuga» negro,
cordero asado, pirozji, guisantes salteados, montones de blini caliente y
bandejas de salmón ahumado. El resto era desesperante: la sala rebosaba de
apparatchiks, mandarines de la agricultura y del plan de carreteras, de la
construcción y de la política extranjera, así como de los Servicios de
Seguridad, todos ellos tratando de obtener alimentos para la semana siguiente.
Más de un bolsillo estaba atiborrado de carne, de pescado ahumado, incluso
de mantequilla…, en fin, de todo cuanto estaba al alcance.
Hubo un instante en que Szara pudo entrever un rostro vagamente familiar
detrás del hombro de un oficial de la Armada, pero luego desapareció entre la
multitud. Una mujer mundana, con poco maquillaje, un peinado sencillo
aunque elegante y largos pendientes de plata en las orejas. Trataba de recordar
quién era ella cuando, de pronto, se la encontró delante: Renate Braun,
curiosamente transformada, con una blusa de seda color lima y la recatada
sonrisa que suele verse en los cócteles de las películas británicas.
—¡Cielos, cuánta gente! —exclamó ella mientras rozaba su mejilla con la
de él, como si fuera una amiga a quien veía muy de vez en cuando. La última
ocasión que Szara tuvo de verla fue en una casa de putas de Ostende, ella

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rebanaba con una navaja de afeitar los dobladillos de los pantalones de un
muerto; sin embargo, en aquella sala presentaba una imagen muy distinta.
—Tienes que conocer a Mr. Herbert Hull —dijo ella efusiva hablando
alemán con acento inglés.
Entonces Szara se dio cuenta de que Renate intentaba acercarse a un
hombre alto, con el cabello color de arena, tez curtida por la intemperie y
cejas tupidas. Debía de rondar los cincuenta años, y su postura, descuidada y
relajada, no dejaba lugar a dudas de su origen norteamericano. Fumaba, con
evidente torpeza, un cigarrillo majorka mal liado, y, según le pareció a Szara,
intentaba adaptarse al ambiente que lo rodeaba.
—Herb Hull —se presentó.
Había una gran fuerza en la mano que estrechó la de Szara mientras
buscaba algo en sus ojos al saludarle.
—Herb tenía muchas ganas de conocerte —dijo Renate Braun.
—Todos sabemos de André Szara —corroboró Hull—. Admiró mucho su
obra, Mr. Szara.
—Oh, pero llámalo André.
—Sí, por favor.
El inglés de Szara era cuando menos titubeante. Temía que sonara
horrible, confuso e importuno en algún momento, una impresión que los
eslavos suelen tener cuando hablan en inglés. De momento, ya observó la
odiosa sonrisa comprensiva en el rostro del estadounidense.
—Herb es editor de una nueva revista de Estados Unidos. Un proyecto
muy importante. Seguro que habrás oído hablar de él, de cuando estaba en la
Nation y en la New Republic.
—Ah, sí. —Szara había oído los nombre, y pidió a Dios que no le
preguntara sobre algún artículo en especial. Amplió su sonrisa—. Por
supuesto, muy importantes. —Observó la mirada de alarma de Renate Braun,
pero no se arredró—. ¿Le gusta Rusia?
—Nunca paso dos días seguidos en un mismo sitio; las cosas van mal,
pero hay una fortaleza en la gente que resulta irresistible.
—Ach. —Gesto horrorizado de Renate Braun—. Nos conoce demasiado
bien.
Hull sonrió y se encogió de hombros.
—Trato de aprender, aunque me cueste. Es lo que necesitamos. Conocer
las cosas de primera mano, una búsqueda de la verdadera Rusia.
—Estoy segura que André puede ser de gran ayuda para ti en eso, Herb.
Sin la menor duda.

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—¿Sí? —quiso saber Szara.
—¿Por qué no? —Las cejas de Hull se enarcaron—. Después de todo, yo
soy editor y tú, escritor. En una revista nueva…, bien, un escritor ruso que
hable de la Unión Soviética supondría un cambio, un cambio para mejorar.
Yo me inclino por creerlo así, ¿no?
—Ah, pero mi inglés…
—Eso no es problema, André. Nos encantaría hacer la traducción o
podríamos hacerla aquí. No sería perfecta, pero te garantizo que se
conservaría el sentido de todo.
—Me siento muy honrado —contestó Szara.
Y fue sincero cuando lo dijo. La idea de aparecer en una publicación
respetable ante una audiencia americana distinta a la habitual chusma del
Daily Worker resultaba inmensamente halagadora. Ilya Ehrenburg, el
corresponsal número uno de Pravda, ya lo había hecho cubriendo la Guerra
Civil española, con tanto éxito que Szara había tenido que limitarse a otras
partes de Europa.
Hull dejó que la oferta produjera su efecto, luego continuó.
—Renate dice que estás trabajando en una obra histórica que quizá
sirviese para lo que queremos. No te voy a engañar, buscamos algo que nos
gane la atención que necesitamos. Y pagaremos bien. No será Hollywood,
claro, pero creo que podrás comprobar que somos competitivos en el mercado
de Nueva York.
Renate Braun pareció muy excitada por aquella posibilidad.
—Hasta hemos discutido un título, André Aronovich.
Szara se la quedó mirando fijamente. ¿De qué estaba hablando?
—Sólo discutido —intervino Hull. Sabía lo que ciertas miradas
significaban en el rostro de un escritor—. Un título de trabajo, eso es todo,
pero permíteme que te diga qué atrajo mi atención.
—¿El título?
—Debe ser emocionante —dijo Renate—. Ha de tener… —Miró a Hull
en busca de la palabra.
—¿Intriga?
—Sí. Eso es: ¡intriga! Una historia del pasado revolucionario de Rusia, su
historia secreta. No estamos muy seguros de lo que haces, como los escritores
os encerráis a cal y canto en vuestras ideas, pero pensamos que quizás algo
por el estilo de «El misterioso hombre de la Ojrana». —Se volvió de nuevo a
Hull—. ¿Sí? ¿Está bien expresado en inglés?
—Sí, por supuesto. Yo diría que es bastante bueno para una portada.

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Szara repitió el título en ruso. Renate Braun hizo un movimiento enérgico
con la cabeza.
—Tu inglés es mejor de lo que crees, André Aronovich.
—Claro que sí —dijo Hull en su apoyo—. Puedes usar un seudónimo si
quieres. No ignoro lo fácil que es meterse en líos en estos tiempos. Aunque
preferiríamos usar tu nombre, por supuesto, pero protegeremos tu identidad si
con eso té sientes más cómodo.
Szara se limitó a mirarlo intrigado. ¿Cuánto sabía él?, ¿tenía idea de lo
que le ocurría a la gente que se dedicaba a esos juegos?, ¿era valiente?,
¿estúpido?, ¿o ambas cosas?
—Bueno, André, ¿lo pensarás? —preguntó Hull; había interés en su
mirada, con la cabeza inclinada, mientras calibraba su reacción.
—¿Y qué tiene que pensar? —dijo Renate—. ¡Una oportunidad así!

Szara estuvo paseando aquella noche durante mucho rato. Su minúsculo


apartamento en la avenida Volnitzky no se hallaba lejos de la casa donde se
había celebrado la fiesta, así que rodeó el centro de la ciudad y cruzó el río
helado, una figura solitaria de cuero, con gorro y abrigo de piel. Caminaba
cauteloso, por si aparecían las bezprizomiye, bandas de niños, huérfanos tras
la purga, que atacaban a los paseantes solitarios para robarles el dinero y la
ropa —era fácil morir de congelación si la cabeza quedaba desprotegida—
pero hacía demasiado frío para que salieran de caza.
Más tarde o más temprano, las piezas encajan en su sitio, pensó, con más
frecuencia de lo que se cree. La larga peripecia de Praga y Berlín adquiría
sentido. Le estaban dando tiempo para que conservara el expediente, con la
idea de que su curiosa nariz de escritor husmearía en el asunto. Visto desde
fuera, un famoso periodista había olfateado una fenomenal historia que, algo
normal en esos casos, querría contar al mundo. Por eso lo habían protegido
cuando los agentes del jvost georgiano lo sacaron del tren, y luego lo dejaron
en libertad, para que trabajara.
Y ahora le pedían, como si tal cosa, que se suicidara.
¿Era pedirle demasiado? ¿Que sacrificara una sola vida, la suya, para que
pudieran salvarse cientos, quizá miles, de vidas? Todo lo que tenía que hacer
era practicar su oficio habitual. ¿Quién sería el misterioso hombre de la
Ojrana? Veamos, conocemos unos cuantos detalles insignificantes: A, B, C y
D. Un enigma nuevo y llamativo de la enigmática Rusia. Quizás, algún día,

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conozcamos su identidad real. Atentamente suyo, André Szara. (Por favor, no
envíen flores).
O también, oh sí, el seudónimo. Boris Ivanov ha servido en el Cuerpo
Diplomático soviético. Con eso, seguramente el NKVD perdería el rastro.
Durante un mes. Tal vez un año. Nunca por más tiempo.
Aun así, era evidente que daba a conocer un punto de vista:
Sabemos lo que hiciste y podemos probarlo, deja de matamos o
terminaremos contigo. Extorsión. Pura política pasada de moda. Tan antigua
como el tiempo.
Admiró el plan, aunque sintió algo más que un ligero desasosiego por su
capacidad, en apariencia sin límites, para engañarse a sí mismo. Algunas
cosas tenían ya sentido. En el tren a Praga, el general Bloch le había dicho
con toda exactitud aunque de forma indirecta, lo que tenía pensado para él.
Szara, que no había sabido interpretarlo, por supuesto, tomó una delicada
información en clave por una especie de filosofía pomposa, por una homilía.
Hizo un esfuerzo para recordarlas, y se repitió las palabras del general:
«Algunos hombres, en tales circunstancias, pueden tener poco apego a sus
vidas. Una oportunidad surge ante esos hombres. Y entonces nos encontramos
ante un héroe». En la calle desierta, cubierta de hielo gris, Szara soltó una
carcajada. Bloch había dicho algo sobre la actitud de Szara con respecto a sí
mismo y había observado, con suficiente habilidad, que no tenía esposa ni
hijos. ¿Qué más? Ah, sí. «Ser escritor requiere trabajo y sacrificio, seguir
cualquier camino sin importar adonde lleve».
Sí. Bueno. Ya sabía dónde llevaba. Igual que sabía en 1917, cuando tenía
veinte años, lo que importaba la muerte. Desde el principio, en el parque de
Ostende, Szara supo cuál era su destino. Se había desviado de él una o dos
veces, pero volvía a aparecer ante él, y ahí estaba de nuevo. El Szara que
Bloch vio en el tren era, como sus hermanos revolucionarios, un muerto de
vacaciones, unas vacaciones que llegaban a su inevitable término, como todas
las vacaciones.
De pronto, los muros de su ironía se desplomaron y una verdadera
angustia atenazó su corazón. Se detuvo preso del frío, con el semblante
contraído por el dolor y la rabia; un sollozo ascendió hasta su garganta y tuvo
que morderse los labios para no gritar la terrible pregunta, a Dios y a las
calles de Moscú:
¿Por qué ahora?
Porque ahora todo era diferente. Bloch había conocido a una determinada
clase de hombre en el tren de Praga, pero ahora él no era ese hombre, sino el

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tipo de hombre que hunde su rostro en la piel de una mujer para absorber tales
fragancias que termina por llorar de gozo. El hombre que gira como una débil
peonza entre la ternura y el deseo desordenado, que se despierta ardiendo
cada mañana, que durante horas piensa sólo en lo mismo, ¡y con qué nitidez
lo piensa!
Recuperó el dominio de sí mismo, respiró profundamente y dejó de
caminar. El muro interior no debía resquebrajarse, ni por dentro ni por fuera.
Lo necesitaba para poder sobrevivir.
Advirtió que la helada le había dejado insensible el rostro y se apresuró a
regresar a casa. Después se enjuagó la boca con té muy caliente, y, sin
quitarse el abrigo y el gorro de piel, se sentó a la mesa que su mujer, sólo
unos meses antes de morir, insistió en poner junto a la ventana de la cocina.
Había sido una bella mesa de madera de cerezo, absurdamente decorada, de
pesadas patas torneadas. Como era lógico se había estropeado de tenerla en la
cocina. Pero en ese momento le sirvió para contemplar el pálido amanecer
sobre las chimeneas de Moscú, con sus tenues e inmóviles penachos de humo
suspendidos en un aire inanimado y frío.

El interrogatorio de Szara —una forma empleada para conseguir datos de


los que colaboraban con los Servicios Especiales— estuvo a cargo de
Abramov, su agente «amigo» en Moscú. No por eso dejó de ser un
interrogatorio. El hecho de que un amigo lo supervisara hacía que resultara
más difícil, tal como el apparat pretendía, y no al contrario, porque el sistema
convertía a los amigos en rehenes de su honestidad. Si se mentía, y el amigo
se lo creía, y «ellos» descubrían la mentira, el informador y el amigo que lo
interrogaban estaban perdidos: ambos eran conspiradores. Quizás al primero
le importara salvar su miserable vida, pero quizá lo pensara dos veces antes
de traicionar a un amigo.
Szara mintió.

Sergei Abramov estaba próximo a las alturas del Departamento Extranjero


del NKVD, confidente de los endiosados Shpigelglas y Sloutsky, si no igual a
ellos. Entraba en el departamento de Szara todos los días, a las once, con
bocadillos de huevo envueltos en papel de periódico, una bolsita de té, vodka
en ocasiones y, de vez en cuando, pastelitos de almendras con una fina capa
de miel que obligaban a Szara a chuparse los dedos mientras contestaba las

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preguntas. Era un tipo grueso, corpulento a pesar de su volumen; enfundado
en un traje azul muy usado, la chaqueta abotonada sobre el estómago encima
de un chaleco con la cadena de un reloj de oro cruzada de bolsillo a bolsillo.
Ojos despiertos captadores de la luz, nariz rota, sombrero flexible que nunca
se quitaba y una espesa barba negra que le daba un cierto aire de barítono de
ópera, de un artista habituado a hacer las cosas a su manera y capaz de crear
problemas cuando no era así. Se sentaba en una silla de la cocina, con las
piernas separadas, ponía un cigarrillo entre los labios, lo encendía con un
fósforo de madera largo, entornaba los párpados mientras escuchaba, y daba
la impresión de que estaba a punto de dormirse. A menudo hacía un pequeño
ruido, un gruñido que podía significar muchas cosas: simpatía —qué mal lo
has debido de pasar— o incredulidad, tal vez de asentimiento con lo que oía,
quizás el gruñido de un hombre casi siempre escéptico. De hecho, aquello era
una estratagema que no quería decir nada, y Szara lo sabía.
Abramov hablaba en un tono bajo y ronco, con una voz llena de la
pesadumbre causada por una humanidad compuesta por embusteros y pícaros.
Cuando hacía una pregunta, la tristeza invadía su semblante. Como un
maestro que sabe de antemano que sus incorregibles alumnos darán sólo
respuestas equivocadas, Abramov era un interrogador de personas que nunca
decían la verdad. El método resultaba ingenioso. Szara lo entendía y lo
admiraba, pero no por eso se libraba de su poderoso influjo: se sentía
obligado a complacerlo, y hacía lo posible para dar visos de verosimilitud a
cuanto le decía, y conseguir así que la visión amarga que Abramov tenía del
mundo desapareciera ante su idealismo renacido.
Alertado por el peligroso señuelo de Abramov —su habilidad para
estimular la esencial necesidad del ser humano de agradar—, Szara dispuso
sus defensas con sumo cuidado. Para comenzar, resistencia. Después, una
estrategia de sumisión, y ceder en todo excepto en lo importante: Marta
Haecht y todas las pistas que llevaran a ella. De acuerdo con esto, la
descripción que hizo de la cena en la villa Baumann estuvo cargada de
detalles, pero faltó un personaje en el reparto. Cuando visitó la fábrica de
cables, le presentaron al ingeniero jefe, de nombre Haecht, el hombre que
podría ser el dueño nominal de la empresa. Un técnico, dijo Szara, con el que
ellos no colaborarían. Abramov gruñó ante esa observación pero no dijo nada.
Dejó a Bloch y a Renate Braun para el segundo escenario de las
confesiones, y limitó la parte inicial del interrogatorio a la crónica de los
obreros portuarios de Amberes, un viaje sin incidentes notables a Praga, la
situación de la ciudad, y el rechazo de su crónica acerca del potencial

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abandono de Checoslovaquia. Informó con todo detalle de las revelaciones de
Baumann sobre la fabricación de cable de estampación, lo que le mereció la
recompensa de una serie de gruñidos de aprobación. Después debió relatar
por segunda vez ese aspecto de su historia; la comprobación de Abramov era
astuta, ingeniosa, un contraste sucesivo de espejos que pondrían de relieve
todos los posibles enfoques de su exposición. En cuanto a Jelidze, Szara dio
cuenta de las conversaciones que mantuvo con él a bordo del Nicaea, pero
omitió lo ocurrido más tarde en Ostende.
Hasta el lunes de la segunda semana, Abramov no empezó a mostrar
síntomas de desasosiego. Los interrogatorios habían descubierto siempre algo
nuevo, aunque sólo fuera una insignificante orgía con un animateur de
cabaret. ¡Pero bueno!, ¿qué ocurría?, ¿acaso había encontrado por fin a un
verdadero santo? Szara se derrumbó y dio a entender que necesitaba decir
cosas de las que no podía hablar en un apartamento de Moscú. Abramov
asintió con la cabeza, como el médico apesadumbrado que se ha enfrentado
con el temido diagnóstico, y se puso un dedo índice en los labios.
—Hoy has actuado muy bien, André Aronovich —dijo en beneficio de la
audiencia—. Vayamos al «Metropol» para un cambio de escenario.
Sin embargo, cuando pisaron la crujiente nieve recién caída en el
Serenísimo Kusnetzki, pasaron de largo por delante del hotel «Metropol» y su
popular cafetería —llena de agentes del apparat—, y, en su lugar, entraron en
un mugriento tabuco de una calle lateral. Abramov pidió viesni —unas
cremas batidas— que les sirvieron en unas toscas tazas grises de café pero
rebosantes de nata fresca.
Szara contó el segundo acto: el cadáver en el hotel, el resguardo, la
maleta, el general Bloch, el expediente y el editor de la revista
norteamericana. Abramov meditó con evidente malestar. Cada palabra de
Szara lo involucraba más en el asunto, y se daba cuenta de lo que eso
significaba. Su rostro comenzó a crisparse de dolor, los gruñidos alentadores
se convirtieron en exclamaciones de horror. Pidió más viesni, juró en yiddish,
tamborileó con sus gruesos dedos en la mesa, y, cuando Szara terminó de
soltar todo, suspiró.
—André Aronovich, ¿qué has hecho?
Szara realizó un gesto de impotencia. ¿Cómo iba a sospechar que las
instrucciones no le llegaban de Abramov o de alguno de sus colegas? El
segundo grupo basó su plan precisamente en esa suposición suya.
—Te absuelvo —dijo Abramov con voz ronca—. Pero soy el menor de
tus problemas. Dudo que los georgianos te disparen en Moscú, pero sería

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prudente que tuvieras cuidado con lo que comes aquí, y que te mantengas
alejado de las ventanas en los pisos altos. Entre nosotros es cosa sabida:
cualquiera puede cometer un asesinato, pero un suicidio requiere un artista. Y
ellos los tienen. Sin embargo, el hecho de que te hayan dejado en paz durante
tanto tiempo significa que traman algo. Eso también saben hacerlo muy bien.
Al fin y al cabo, estamos hablando de nuestros sicilianos, de nuestros
meridionales, y sus odios de familia terminan siempre igual. Todo hace
pensar que tienen su propio plan para el expediente de la Ojrana, y que no han
informado al Gran Líder ni a sus sapos oficiales; por eso sigues vivo. Claro
que si publicas ese artículo…
—¿Qué debo hacer entonces?
Abramov emitió un gruñido prolongado.
—¿Nada? —insistió Szara.
Abramov reflexionó un momento y rebanó con la cuchara el último viesni
de su taza de café.
—Este asunto del jvost es un poco más complicado de lo que parece a
primera vista. Sí, las cosas han sucedido, pero… Ejemplo: hace dos años, en
el juicio contra Lev Rosenfeld y Grigory Radomilsky —«Kamenev» y
«Zinoviev»— el fiscal Vyshinsky, en sus conclusiones a los jueces, dijo una
cosa extraña, algo que caló hondo en las mentes. Los llamó «hombres sin
patria». Vyshinsky pretende que quiso decir que, como troskistas, habían
traicionado a su país. Pero nosotros habíamos oído ya esa clase de cosas, y
sabemos lo que significan, tal como se dicen con toda libertad en Alemania,
con menos claridad en Polonia y se han venido repitiendo en todas partes
durante mucho tiempo. Pero si la gente se traga la explicación de Vyshinsky,
porque hay personas para todo, consideremos el caso del diplomático
Rosengolts. Jugaron con él como el gato con el ratón; lo despojaron de todos
sus cargos oficiales y permitieron que se cociera en su salsa durante muchas
semanas. Él sabía con seguridad lo que le esperaba, pero el apparat dejó que
la situación se pudriera para que cada día le pareciera de cien horas. Todo esto
fue mucho más duro para su esposa, una persona alegre, sencilla, sin estudios,
oriunda de algún lugar del Límite. Durante aquellos meses, la espera fue
minándola, y cuando el NKVD detuvo a Rosengolts, porque al final
resolvieron arrestarlo, descubrieron que ella había puesto por escrito un
sortilegio contra el infortunio, los salmos sesenta y ocho y noventa y uno,
ocultos dentro de un trozo de pan duro, que había envuelto en una tela y
después cosido dentro del bolsillo de su marido.

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»En el juicio, Vyshinsky se burló mucho de ese patético pedazo de papel.
Leyó los salmos, como aquél de “Y Él te librará del lazo del cazador; de la
peste destructora. Con Sus plumas te cubrirá, y debajo de Sus alas estarás
seguro: Escudo y adarga es Su verdad. No tendrás temor de espanto nocturno,
ni de saeta que vuele de día”. Ya ves lo que había hecho. Vyshinsky se refirió
a estas palabras en tono de salvaje desprecio, y luego preguntó a Rosengolts
cómo había llegado el papel a su bolsillo. El desgraciado admitió que su
esposa lo había puesto allí, diciéndole que era para darle buena suerte.
Vyshinsky lo presionó en ese punto, e insistió una y otra vez, en la “buena
suerte”, hasta que los espectadores de la sala empezaron a reír, entonces
Vyshinsky se volvió para mirarlos y les hizo un guiño.
»Muy bien, dirías tú, el caso está claro. La purga es, en realidad, un
pogrom. Pero ¿lo es? ¿Puedes asegurarlo? Quizá no. La Sección de Asuntos
Extraordinarios es dirigida por I. I. Shapiro; por tanto, si la purga va contra
los judíos, a menudo, está guiada por judíos. Y ahora vamos a ver la gente
que te ha involucrado en su trama. El general Bloch es judío, seguro, aunque
tengo que señalar que está en el Servicio de Inteligencia del Ejército, el GRU,
y no en el NKVD, un dato que debes tener en cuenta. Renate Braun es
alemana, quizá de una de las muchas sectas protestantes, y no tiene nada que
ver con el NKVD. Es una spez, una especialista extranjera, empleada en la
“Meshdunarodnaja Kniga”, la Editora del Estado, y trabaja en la publicación
de los textos alemanes que se introducen de contrabando en Alemania. Eso la
relaciona claramente con el Comintern.
»Lo que quiero decir es esto: pienso que los Servicios Secretos son como
un océano; que las corrientes que se mueven en ellos van en una dirección
unas y otras en la contraria; a veces son convergentes, a veces divergen.
¿Acaso es esto algo nuevo? No hay nada nuevo. Lo mismo ocurriría en la
“U. S. Steel” o en la Compañía de Teléfonos del Reino Unido. En el trabajo
hay rivalidades, alianzas y traiciones. Por desgracia, cuando un apparat de
espionaje se dedica a jugar a estas cosas, cuentan con herramientas tan
afiladas y con una experiencia tan extensa y contrastada, que el nivel del
juego puede ser tremendo. A un periodista, a un ciudadano normal, se lo
comerían vivo. ¿Ante qué nos encontramos? ¿Ante una batalla política entre
intereses nacionales? ¿O ante un pogrom? Porque no es lo mismo.
»Para que sea un pogrom, resulta demasiado silencioso. Claro que Stalin
no puede permitirse, a nivel político, enajenar la simpatía de los judíos del
Mundo, porque tenemos muchos amigos entre ellos. Ya conoces la tan
manida frase de se unen a nuestra ideología. Y ahora, con la aparición de un

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monstruo odioso en Alemania, están locos por entrar en acción, cualquier
acción que vaya contra el fascismo. Esto es, ¿entiendes?, una circunstancia
útil para la gente de mi oficio. Podemos pedir favores. ¿Sería capaz Stalin de
llevar a cabo un pogrom secreto? Sí. Y con el clima político que hay ahora,
tendría que hacerlo de la manera que está ocurriendo. Por lo tanto, no es fácil
descartarlo.
»Pero pasemos de ti. Metido en una operación de la que no puedes salir
vivo, voy a creerme que deseabas llevarla a cabo. Pareces diferente, si me
permites decirlo. Cambiado. Ya no eres el cínico hijo de puta que conocí en
los últimos años. ¿Por qué? De acuerdo, anduviste muy cerca, el turco
Ismailov casi acaba contigo. ¿Es por eso?, ¿porque viste el rostro de la muerte
eres un hombre nuevo? Quizás, André Aronovich, pero no resulta nada
corriente ese rostro, algunas veces por una enfermedad muy grave, cuando el
hombre puede pedir algo a su Dios, pero casi nunca en este tipo de asuntos. A
pesar de todo, ha sucedido. Soy tu amigo. No me preguntes por qué. Y digo,
¿qué se puede hacer por el pobre André Aronovich?
»Ahora, lo normal sería que pusiéramos a Baumann en manos de uno de
nuestros agentes en Alemania; se puede hacer de mil maneras, incluso con las
actuales restricciones para los judíos: tiene un asunto amoroso, visita al
dentista, va a shul, pasea por el campo y encuentra a alguien, o en una visita a
la tumba de su padre. Créeme, lo arreglaríamos.
»Pero, por otro lado, pudiera ser que Baumann fuera asustadizo, nervioso,
que no estuviera comprometido de verdad, lo cual, a su vez, implica un
cuidado especial en la elección de nuestro agente. ¿Cuáles son, de hecho, las
motivaciones de Baumann? Yo puedo insistir sin cesar en esa pregunta. ¿Qué
busca?, ¿luchar contra Hitler?, ¿ayudar a la clase obrera?, ¿hacerse rico?
Decimos que los espías trabajan por dice: d por dinero, i por ideología, c por
coacción, e por egolatría. ¿Cuál es la letra de Baumann?, ¿o debemos
preguntarnos si hay una quinta letra?
»Que alguien me demuestre que no es un juguete en manos de la Abwehr,
o peor, del Referat VI C de la Reichssichercheitshauptamt, la Oficina
Principal de Seguridad a cargo del insufrible gilipollas de Heydrich. El
Referat VI C es el contraespionaje de la Gestapo, tanto dentro como fuera de
Alemania, el pequeño departamento de Walter Schellenberg, y Schellenberg
es muy capaz de haber puesto esa clase de trampa: tiene bien cogida una
punta del hilo para ir tirando poco a poco de él, sin que nadie se dé cuenta,
hasta tener toda la red hecha un ovillo en su mano. Serían años de trabajo
perdidos. Y en Moscú, carreras arruinadas. Por eso no me fío. Mi puesto

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depende de eso. Probablemente diré que no se puede esperar de Szara que
sepa si esto es algo bueno o si se trata de una trampa que la RSHA nos tiende.
¿Qué es lo que sabemos? Que un tercer secretario encontró que le habían
puesto un papel en el bolsillo del abrigo, el cual había dejado en el
guardarropa del teatro de la ópera mientras aguantaba tres horas de Wagner.
Que un periodista fue invitado a cenar, escuchó una propuesta y luego vio un
trozo de cable. ¿Qué es eso? Nada. Nosotros, los rusos, siempre nos hemos
apoyado en l’agent provocateur, la historia de nuestro espionaje está plagada
de ellos, y la Cheka aprendió el truco de la Ojrana en sus propias carnes.
Azeff, Malinowsky, hasta quién sabe quién. Por eso es natural que lo
temamos más que a ninguna otra cosa, porque sabemos cómo funciona, lo
bien que cosquillea nuestra gran debilidad, la de los agentes, que, como los
amantes, tienen la necesidad de creer.
»¿Cuál es la respuesta? ¿Qué hacer? ¡Abramov es brillante! Dejemos que
Szara lleve a cabo el trabajo, dice. Hagámoslo un verdadero nasch, todo
nuestro. Hasta ahora era un periodista que realizaba su labor patriótica y, de
vez en cuando, efectuaba algún trabajo especial para nosotros; que sea uno de
los nuestros desde ahora y que, de tanto en tanto, escriba algo. Kolt’sev, el
editor de Pravda —siento decírtelo, André Aronovich— está acabado, y en
cuanto a Nezhenko, el editor de la sección extranjera, no es ningún problema.
Engancharemos a Szara en una de nuestras redes de la Europa occidental y le
dejaremos que juegue a maestro de espías.
Abramov se echó hacia atrás en su silla, se puso un cigarrillo entre los
labios y lo encendió con un fósforo de madera largo.
—¿Quieres decir que no podrían encontrarme en Europa?
—Te encontrarían en el infierno. No, no es eso lo que quiero decir.
Nosotros nos convertiremos en tu protección, no este jvost o aquél sino el
mismo NKVD. Se decidirá tu situación y se dará a conocer en los sitios
adecuados. Veo a Dershani todos los días, su despacho está debajo del mío;
los dos somos ciudadanos de la Unión Soviética, trabajamos en el mismo
oficio y no nos torpedeamos entre nosotros. Le dejaré caer como sin querer
que estás haciendo un trabajo importante para nosotros. Así te dejará en paz.
Esto es una promesa implícita que te hago. Por cierto, vas a ser un buen chico
y no te vas a meter en conspiraciones y travesuras. ¿Entendido?
Lo entendió. De pronto se encontraba en el umbral de una nueva vida.
Una en la que tendría que obedecer órdenes, cambiar la libertad por la
supervivencia, con hábitos por completo diferentes. Sí, él había visto esa vía
de escape después de recibir la información de Baumann, y la idea le había

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satisfecho. Pero la realidad era amarga, y Abramov se rió de su expresión de
disgusto.
—Esto es una tela de araña en la que tú mismo te has metido, amigo mío;
no maldigas a la araña.
—¿Y voy a escribir para la revista norteamericana?
—¿Después de que yo te haya protegido? Vaya, eso se llama gratitud, ¿no
te parece? Ninguna buena obra queda sin castigo, Abramov, mira por dónde
tú mismo te has puesto un cuchillo a la espalda. André Aronovich, tienes
cuarenta años, quizás ha llegado el momento de que madures. Hazte tú mismo
la pregunta; ¿por qué me ha escogido esa gente para que les haga el trabajo
sucio?, ¿qué ganan con ello? Si la jugada tiene un completo éxito y Fulano de
Tal se tira por una ventana del Kremlin, ¿qué se gana?, ¿quién se hace con el
poder? ¿Esperas que aparezca una especie de George Washington ruso?, ¿de
verdad? Mira en tu corazón. ¡No, olvida tu corazón, mira en tu cabeza!
¿Quieres que Adolfo Hitler sea feliz? ¿Por qué no piensas en lo que podría
ocurrir? Molotov diría: «Más mentiras de los imperialistas», y todo el mundo
bostezaría, todos excepto un periodista, que flotaría boca abajo en cualquier
pantano para que nadie pudiera ver la noble y elevada sonrisa que tenía en el
momento de morir.
Szara se sintió como un miserable. Abramov suspiró.
—De momento —dijo con tono amable—, ¿por qué no haces lo que todo
el mundo? Trata de ir tirando, haz las cosas lo mejor que puedas, busca un
poco de felicidad. —Abramov se inclinó por encima de la mesa, alargó el
brazo y le dio unas palmaditas de ánimo en la mejilla—. Vete a trabajar,
André Aronovich. Sé un mensch.

Marzo de 1938.
El invierno tardó en irse. De noche, el aire helaba y las estrellas no
parpadeaban; parecían frías luces inmóviles en la distancia. Los ojos
lagrimeaban con el viento y las lágrimas se helaban. Dentro de las casas no se
estaba mejor; cuando Szara se despertaba por la mañana, su aliento era una
nube blanca sobre el oscuro fondo de la manta.
No hizo tanto frío en Centroeuropa: Hitler se anexionó Austria; Francia y
el Reino Unido protestaron, la multitud lanzó vivas en las calles de Viena, los
judíos fueron sacados a rastras de sus escondrijos, humillados y apaleados.
Unos murieron a causa de las palizas, otros, por la humillación. En Moscú
hubo más juicios: Piatakov, Radek, Sokolnikov (Sobelsohn), Krestinsky,

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Yagoda y Bujarin. Acusados de conspirar con agentes del Servicio Secreto
nazi, acusados de llegar a acuerdos secretos con el Gobierno alemán. La
última frase de la conclusión de Vyshinsky fue la misma que repetía de
manera constante desde hacía tres años: «¡Fusilad a los perros rabiosos!». Y
los fusilaron.
Szara arrastró sus días y bebió cuanto vodka pudo, en busca de una
anestesia que lo anulara. Quiso telefonear a Berlín, pero le fue imposible,
ninguna palabra podía salir de Moscú. Poco a poco, las imágenes de la
habitación del ático en la casa estrecha, evocadas con demasiada frecuencia,
perdieron realidad. Eran demasiado perfectas, como espejismos de agua en el
desierto. Furioso, solitario, determinó hacer el amor con la primera mujer que
se le presentara, pero cuando tropezó con mujeres la comunicación no
funcionó y no ocurrió nada.
Siguiendo las instrucciones de Abramov, asistió a una serie de escuelas de
entrenamiento, una repetición infinita de buzones ciegos, códigos y cifras,
falsificaciones y elaboración de identidades falsas. Se dio cuenta de que todo
era papel, un mundo de papel. Tarjetas de identidad, pasaportes, cablegramas
diplomáticos, mapas de posiciones defensivas, informes sobre despliegues
militares. Un reflejo exacto de una vida pasada, cuando él había vivido
también entre el papel.
En alguna ocasión escribió para Nezhenko; Abramov insistía en que debía
hacerlo. Historias sobre el progreso, siempre el progreso; la vida mejoraba
cada vez más. ¿Qué efecto tenía ese trabajo repulsivo en su secreta intimidad,
que él creía muy dentro de su espíritu? Aunque le resultaba curioso, ninguno.
Durante una hora o dos hacía lo que tenía que hacer, después regresaba a su
escondite. Intentó escribir una versión de «El misterioso hombre de la
Ojrana», y él mismo quedó sorprendido: desde luego quemaba. Y la quemó.
Veía a los amigos de vez en cuando, a los que quedaban; pero no podían
hablar con libertad, y la reserva y la precaución continuas acabaron por
ahogar el efecto entre ellos. A pesar de eso, siguieron viéndose. Algunas
veces, cuando se hallaban solos y a salvo de miradas, comentaban lo que
habían visto y oído. Historias de horror; separaciones, desapariciones, nervios
destrozados. La luz se había ido, así lo parecía al menos, y la misma noción
de heroísmo se había perdido; el mundo estaba ahora lleno de gente lastimera
y atemorizada, que pensaba sólo en cómo conseguir un poco de carbón o una
cucharada de azúcar. Uno cogía miedo a los amigos, como una enfermedad, y
ellos lo cogían de uno, y nadie sugería cura alguna.

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Abramov era una roca y Szara se aferró a él como un náufrago. Se reunían
en el cálido despacho de la plaza Dzerzhinsky, donde el agente le enseñaba lo
que tenía que saber. Los fundamentos del trabajo no podían especificarse,
tenía que escuchar anécdotas hasta que aprendían por intuición lo que era
efectivo y lo que no. Hablaron de ciudades —algunas operaciones en
Alemania se dirigían desde países vecinos— y eso quería decir ciudades
como Ginebra, París, Luxemburgo, Amsterdam o Bruselas. Praga había que
descartarla. Varsovia era sumamente peligrosa; los Servicios polacos eran
poderosos y hábiles, y conocían la astucia de los hábitos operativos
soviéticos. Bruselas era mejor; el espionaje, en tanto no afectara al Gobierno
belga, ni siquiera era ilegal.
Algunas veces, Abramov lo llevaba con él para que conociera gente; se
trataba de encuentros fugaces, ocasionales, un apretón de manos, unos pocos
minutos de charla. Tenía la impresión de encontrarse con individuos que
sabían de inmediato quién era él, lo que era. Conoció a Dershani en su
despacho; una mesa desnuda, archivadores, una flor marchita en un vaso…
Como persona, era educado al máximo; los delgados labios sonrieron. «Estoy
encantado de haberlo conocido», le dijo. Más adelante, Szara recordaría esas
palabras. El rostro era memorable, como si mirara a un halcón. La intensidad
de la mirada fue lo que más atrajo la atención de Szara, parecía como si viese
lo que se ocultaba a los demás.
Se mantuvo ocupado durante las horas diurnas, pero las noches le
resultaban insoportables. Cuando la nieve helada de marzo repiqueteaba en
los cristales de su ventana, se sepultaba bajo las mantas; algunas veces, su
esposa muerta lo visitaba y hablaba con ella. En voz alta. Una conversación
en una habitación vacía, en un cierto lenguaje propio y definido que ellos
habían convenido, un lenguaje inventado con el propósito de construir una
fortaleza que dejara afuera la sensatez del mundo.
Los había casado —si a eso podía llamarse «boda»— un comandante del
Ejército Rojo en 1918. «Sed como uno con el nuevo orden», ésa era la
fórmula para bendecir la unión. Tres años después, ella estaba muerta, y antes
de eso, tuvieron frecuentes separaciones por exigencias de la guerra civil.
Cuando trabajó de enfermera en Berdichev, una ciudad de la Rusia Blanca, le
escribía cada día —notas garrapateadas en papel de periódico o de desecho—,
y le enviaba algún paquete cuando el correo funcionaba. Rusia Blanca y
Ucrania eran entonces, como siempre, lugares de tormentas y de locuras.
Durante la guerra civil, Berdichev fue tomada catorce veces, por el ejército de
Petlyura, el de Denikin, las unidades bolcheviques, los irregulares de Galicia,

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la infantería polaca, las bandas de Tutnik, los rebeldes de Marussia, los
anarquistas del demente Nestor Majno —cuya caballería empleaba los mantos
de rezo de los judíos como sudarios— y por los que el escritor Grossman
denominó «Noveno Regimiento de Nadie». Alguno de ellos la mató; ¿quién,
dónde y en qué circunstancias? Nunca lo supo.
A pesar de las largas separaciones, había un enlace férreo entre ellos,
como si fuesen gemelos. No hubo nada que él temiera decirle, ni nada que
ella no entendiera. En aquellas noches de marzo, él la necesitó con verdadera
desesperación. Era cosa de locos hablar en voz alta en aquel diminuto
apartamento, temía que los vecinos lo denunciaran, y bajó la voz al máximo,
pero no pudo evitar seguir con su charla. Entonces le preguntó qué debía
hacer. Y ella le aconsejó que aceptara la vida como viniera, y que fuese
amable. Se sintió con el corazón reconfortado y cayó dormido.
Aquel mes sucedió algo que más adelante significaría mucho para él,
aunque en aquel momento no le dio importancia. Le pareció que era una más
de las manifestaciones de lo insondable del alma rusa, algo a lo que hay que
acostumbrarse si se quiere vivir allí con alguna cordura. Nezhenko lo invitó a
una velada semioficial en el «Café Sport», en la calle Tverskaya. En sí, se
trataba de una reunión de la colonia extranjera de Moscú; debido a eso, había
mucha comida y bebida. En el momento culminante de la noche, alguien
acalló las conversaciones dando golpecitos en su copa con una cucharilla,
luego, un actor famoso se levantó para recitar un poema. Szara conocía a
Poziny de una manera superficial. Era un hombre de tórax formidable y rostro
de rasgos angulosos que encarnaba papeles dramáticos en el Teatro de Arte de
Moscú. Szara le había visto un espléndido Tío Vania que puso a los
espectadores a sus pies cuando el telón cayó.
Acompañado de gritos de ¡aúpa!, un sonriente Poziny fue subido sobre
una mesa junto a la pared. Se aclaró la garganta, espero a que todos lo
rodearan y entonces anunció que iba a recitar una obra de Aleksandr Blok
escrita durante los primeros días de la Revolución, titulada Los escitas. Fue
—explicó para los espectadores extranjeros— una tribu primitiva rusa, uno de
los pueblos más antiguos del Mundo, famosos por sus elaborados trabajos en
oro y por ser consumados jinetes, que habitaron una región situada al norte
del mar Negro. Mientras Poziny daba estas explicaciones, chicos y chicas
jóvenes distribuían la traducción del poema en francés, inglés y alemán para
que los asistentes pudieran leerlo al tiempo del recitador.
Poziny no titubeó en ningún momento. Desde el principio, su poderosa
voz resonó llena de convicción:

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Hay millones de vosotros; de nosotros, hordas, hordas y hordas.
No intentéis combatirnos.
Sí, somos escitas; sí, somos asiáticos,
De codiciosos ojos oblicuos.
… Oh, viejo mundo.

Rusia es una esfinge. En la alegría y en la tristeza,
y mientras vierte su negra sangre.
Te mira, te mira, te mira fijamente,
Con odio y con amor.

Sí, con amor, como sólo nuestra sangre puede amar.
Habéis olvidado que ese amor existe.
Amor que abrasa y destruye.

Ven a nuestro lado. Huye de los horrores de la guerra
Y ven a nuestros pacíficos brazos;
Envaina la vieja espada antes de que sea demasiado tarde.
Camaradas, seamos hermanos.

Si no es así, nada perderemos.
También podemos ser pérfidos si queremos;
y hasta el fin de los tiempos seréis malditos
por la humanidad afligida del futuro.

Ante la agraciada Europa
Nos dispersaremos por nuestras espesuras y nuestros bosques,
Y luego volvemos hacia vosotros
Nuestro feo rostro asiático.

Pero de aquí en adelante ninguno de nosotros será vuestro escudo,
De aquí en adelante ninguno de nosotros entrará en batalla.
Os estaremos mirando con nuestros ojos oblicuos
Cuando os arrebaten la vida en las batallas.

Tampoco nos conmoveremos cuando el feroz huno
Rapiñe los bolsillos de los muertos,
Incendie las ciudades, meta sus rebaños en las iglesias,
Y ase la carne de los hermanos blancos.

Ésta es la última llamada —¡recuérdalo, viejo mundo!—
A la fiesta fraternal del trabajo y de la paz,
La última llamada que a la luminosa y fraternal fiesta
Te convoca la bárbara lira.

Hubo un prolongado silencio. Sólo la grácil inclinación de cabeza de


Poziny suscitó el aplauso, que rompió la tensión de la sala. Todo el mundo
entendió el significado del poema, en los primeros días de la revolución y en
marzo de 1938. O creyeron entenderlo.

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El ingeniero químico austriaco H. J. Brandt llegó a Copenhague en el
transbordador Krin Lindblad procedente de Tallin, Estonia, el 4 de abril de
1938.
El maestro de escuela secundaria E. Roberts, procedente de Edimburgo
subió al tren Copenhague-Amsterdam y llegó a la estación central de esta
última a primeras horas de la mañana del 6 de abril.
Stefan Leib, de origen checoslovaco y naturalizado ciudadano belga, bajó
del tren en Bruselas, procedente de Amsterdam, hacia el mediodía del 7 de
abril, dirigiéndose en seguida a la tienda llamada «Cartes du Monde»[3] —
mapas del mundo; antiguos, viejos y nuevos— que poseía en la calle de
Juyssens, una de las vías azotadas por el viento en la parte trasera del viejo
distrito comercial.
Hombre severo, Monsieur Leib, apenas pasaba de la treintena, de carácter
tranquilo, sosegado; la chaqueta de lana y los pantalones de franela le daban
cierto aire de profesor. Era un gran trabajador: podía vérsele casi todas las
noches en la pequeña oficina de la trastienda, sentado ante una gran mesa de
roble llena de viejos mapas, quizás de la Holanda del siglo XVII, decorados
con querubines de cabello rizado que soplaban nubes de viento desde los
cuatro puntos cardinales; también disponía de mapas utilitarios de carreteras
de Holanda, Francia y Alemania; cartas marítimas, guías «Michelin» y
«Baedeker», o la última cartografía de Abisinia (importante para los que
habían seguido la aventura de las fuerzas expedicionarias italianas), de
Tanganika o del África Ecuatorial Francesa. Era casi seguro que cualquier
mapa podía encontrarse en la tienda de Monsieur Leib.
La noche del 12 de abril, alguien familiarizado con periodistas de relieve
hubiera advertido que Monsieur Leib había salido a cenar con A. A. Szara,
destinado recientemente a la oficina de Pravda en París. Lo hubiera advertido
si se le hubiese ocurrido ir a un restaurante chino, oscuro, apartado y de
dudosa reputación, en el barrio asiático de Bruselas.

Al final, Abramov y sus colegas no habían decidido la ciudad o la red para


los agentes encargados del doctor Baumann. La vida y las circunstancias
decidieron por ellos. Incluso las múltiples redes europeas de la Rote Kapelle
—la Orquesta Roja, como la habían apodado los Servicios de Seguridad
alemanes— no quedaban a salvo de las vicisitudes y tragedias cotidianas con
que tenían que enfrentarse el resto de los mortales. En este caso, un agente
delegado de la red OPAL, con sede en París, cuyo nombre de guerra era

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«Guillaume», acudía tarde a una cita clandestina que debía tener lugar en
Lyon —uno de sus jefes de grupo de Berlín llegaba en tren bajo identidad
falsa—, y conducía su coche de forma temeraria porque no quería esperar a
una nueva cita tres días más tarde. Su «Renault» falló al tomar una curva en
la N6, justo a la salida de Maçon, y derrapó de costado yendo a chocar contra
un plátano al borde de la carretera. «Guillaume» salió despedido; al día
siguiente moría en el hospital de Maçon.
El capitán O. J. Goldman, rezident de la OPAL, bajo el muy cuidado
disfraz de Stefan Leib, fue devuelto a Moscú siguiendo una ruta tortuosa
—«malgastando pasaportes como paja», gruñó uno de los «remendones» que
falsificaban o modificaban los documentos de identidad en el Departamento
Extranjero del NKVD— para unas detenidas consultas, Goldman, hijo de un
abogado marxista de Bucarest, se había ofrecido como voluntario en 1934 y,
después de una fructífera labor en España, era una especie de estrella
ascendente.
Como todos los rezidents, odiaba los problemas personales. Aceptaba las
pesadas y complicadas cargas de la clandestinidad, una religión cuyos ritos
exigían enormes gastos de tiempo, dinero e ingenuidad, amén de las
ocasionales derrotas infligidas por la Policía y las adversarias fuerzas del
contraespionaje, pero los desastres naturales, como los accidentes de carretera
o las averías del radiotelégrafo, le parecían unos castigos demasiado crueles
enviados desde el cielo. Cuando un agente clandestino como «Guillaume»
sufría un accidente mortal, lo primero que la Policía hacía era informar, o
tratar de informar, a una supuesta familia que, de hecho, no existía. Si
Goldman no hubiese contactado con los hospitales, la Policía y los depósitos
de cadáveres de la región, «Guillaume» hubiera sido considerado un desertor,
o un fugitivo, con el consiguiente trastorno de toda la organización, que
hubiera debido reestructurarse a toda prisa con el fin de autoprotegerse.
A continuación tuvo que asegurarse a sí mismo y a su directorio en Moscú
que el accidente había sido un accidente, operación complicada por cuanto
fue necesario investigar en secreto y desde lejos. Goldman, quemando una
identidad cuya elaboración había costado miles de rublos, pagó a un abogado
para que hiciera las pesquisas en Maçon. Por último, cuando llegó a Moscú,
pudo defenderse de todas las acusaciones, excepto de una: su vigilancia se
había relajado de tal modo que un miembro del personal a su cargo había
conducido de manera indisciplinada. Sobre este punto hizo la correspondiente
autocrítica ante sus superiores, luego dio cuenta de las contramedidas —
conferencias, copia del informe de la autopsia enviado por el abogado de

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Maçon— que pondría en práctica para eliminar tales sucesos en el futuro.
Tras sus imperturbables expresiones, los hombres y mujeres que dirigían el
OPAL rieron en su interior: conocían la vida, los asuntos amorosos, las raras
aberraciones sexuales, las pérdidas de claves, el dinero gastado en el juego,
las envidias mezquinas, en fin, toda la absurda basura humana que los
rezidents tenían que sufrir. Se les había enseñado a improvisar, pues bien,
ahora le tocaba el turno a Goldman.
Después de manifestar su disgusto, le propusieron una elección: o
ascendían al puesto de «Guillaume» al jefe de grupo de París o aceptaba un
nuevo delegado. Esto no era una elección, porque sustituir a un jefe de grupo
era una decisión muy arriesgada. Todo cuanto se hacía dependía de su
habilidad para serenar y suavizar, engatusar, reñir o amenazar. Podía, por otro
lado, aceptar a un nuevo delegado, el periodista Szara, un aficionado «que
había hecho unas pocas cosas con algo de éxito».
Goldman hubiera preferido la ayuda de una persona más experimentada,
quizás alguien transferido de otras redes de menor importancia, porque OPAL
disponía de unos catorce agentes en Francia y Alemania e iba a cubrir a un
decimoquinto (Baumann, conocido a nivel oficial como OTTER), pero las
purgas habían corroído el apparat por dentro desde la cima y no disponían de
agentes con la necesaria capacidad operativa. Se dispuso que se entrevistara
con Szara, el cual trabajaría con un codelegado en París, pero que, en
esencial, actuaría por su cuenta, mientras que Goldman, como rezident
«ilegal», trabajaría en su refugio aislado de Bruselas. Al final puso buena cara
al arreglo y dijo que estaba encantado con la solución. Resultaba evidente que
detrás de la maleza había algún pez gordo que quería poner a Szara en París, y
Goldman se lo olió en seguida.
Después de todo, para Goldman era mejor mostrarse cooperativo; su
buena estrella había perdido algo de su luz últimamente, no por su culpa, sino
por un nubarrón en el horizonte. Su clase de entrenamiento, el Frente
Fraternal de 1934 —en realidad una chusma de descontentos reclutada en
todos los rincones de los Balcanes— no llevaba el comportamiento que los
dirigentes del apparat hubieran esperado. Un número alarmante de
«hermanos» había abandonado el hogar; algunos desertaron, demostrando un
afecto fraternal mucho menor del que su familia rusa suponía. El líder
indisputado de la clase, un búlgaro, se había volatilizado de Barcelona y
reapareció en París, donde se relacionó con emigrados políticos y terminó
siendo arrestado por agentes franceses de la Seguridad Interna en julio de
1937. Un serbio había vuelto a las montañas de su país después de sacarlo de

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una cárcel española —un terrible ejemplo de ingratitud, aunque, en un
principio, el NKVD había dado su pista al Servicio de Inteligencia militar de
Franco, medida que se tomó para neutralizarlo después de que se negara a
cumplir la orden de purgar a los miembros del POUM que tenía en su unidad
guerrillera. Y un húngaro de Esztergom, sin ningún valor para el apparat
desde el primer día, que también huyó a París; allí, escondido en un hotel de
Montmartre, parece que fue asesinado por un marinero mercante. ¿En qué
asunto se había metido? Nadie lo supo.
Ante esta cámara de los horrores, Goldman estuvo diciendo Sí, señor a los
agentes de la dirección para allanarse el camino en el futuro. En privado tenía
serias dudas con respecto a André Szara. El periodista parecía arrogante e
inseguro a la vez, una combinación bastante corriente, pero potencialmente
mortífera para una persona sometida a la presión del trabajo clandestino.
Goldman conocía bien los escritos de Szara, los apreciaba por su enjundia y
casi siempre por su valor informativo. Pero Goldman llevaba el tiempo
suficiente en el oficio como para conocer el riesgo de una personalidad
creativa. Había terminado por preferir los tipos estólidos y obtusos,
insensibles, que trabajaban día y noche sin derrumbarse por la fiebre;
hombres y mujeres que no alimentan rencores, prefieren la verificación a la
intuición, infinitamente dependientes, que los encuentras cuando los
necesitas, nunca pierden la cabeza en una crisis, son capaces de reconocerla
cuando surge y que tienen la sensatez de preguntar a su superior si no ven
segura alguna cosa. Las carreras se hacen con tipos así. No con los André
Szara del mundo. Pero se encontraba maniatado, no estaba en situación de
discutir, por tanto, se las arreglaría como pudiera.
Mientras comían el repugnante chop suey en Bruselas, Goldman se lo
dijo.
—¡Sé periodista!
—¿Qué?
—Desde luego, no ignoro que lo eres, por supuesto que sí, y muy bueno;
pero ahora tienes que hacer un esfuerzo para llevar esa vida, y que te vean
llevarla, porque es la que todo el mundo espera de un periodista. Ve por ahí,
busca a tus colegas, date una vuelta por los cafés donde se reúnen. No te
escabullas, eso es lo que quiero decir. Aunque sé que tú ves la necesidad de lo
que te digo, ¿verdad?
Al decirle esto, Goldman lo tomaba por tonto. Era verdad que solía evitar
las tertulias y las fiestas de los periodistas, y que se movía por su cuenta. Y
había una razón para ello: no estaba muy bien visto ser demasiado amigo de

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los periodistas occidentales; la primera diva de la Ópera de Moscú había sido
enviada a un campo de trabajo por haber bailado en una fiesta con el
embajador japonés. Además, en el pasado hubo otra razón: él tenía siempre
que cumplir algún pequeño encargo del apparat. Esas cosas requerían tiempo,
cautela y paciencia. Y nunca quiso tener colegas a su alrededor cuando se
ocupaba de esos menesteres. Así que, general Vlasy, el problema de los
rodamientos del nuevo carro de combate R-20 resulta que no es ningún
problema, ¿eh? y todo esa clase de cosas, no desde luego cerca de algún
astuto colega, que, de haberlo estado, se habría muerto de risa a sus espaldas.
Szara esquivó la indicación de Goldman. Miró un momento los grises
fideos de su plato, y luego siguió la conversación. Por dentro estaba
hirviendo. ¿No tenía bastante desgracia ya con haber hipotecado su alma a
Abramov y haber abandonado en secreto su profesión? Parecía ser que no.
Ahora le ponían en el corazón una cucharada colmada de ironía rusa, y le
decían que actuara como lo que no era ya. Y eso a través de una especie de
mocosuelo rumano, que se creía que hablaba un ruso académico, mucho más
joven que él, parecido a un roedor (y seguramente obraba como tal). Ojos
pequeños y brillantes, orejas un poco demasiado grandes, facciones muy
juntas. Como un lindo ratón. Quizá demasiado bonito. ¿Quién rayos se creía
que era?

Volvió a París al día siguiente, y guardó sus opiniones para sí.


—Has visto a «Yves» —dijo su colega delegada, usando el nombre de
guerra de Goldman—. ¿Qué te ha parecido?
Szara quiso sopesar la pregunta. No deseaba comprometerse, pero
tampoco quería pasar por un idiota sin carácter; tenía que trabajar en estrecha
colaboración con esa mujer. Era la clase de persona que en el conjunto de una
oficina de negocios, todos la considerarían una pequeña amenaza. Abramov
le había advertido ya: nombre de guerra, «Annique Schau-Wehrli» (nombre
real Elli); reputación, leona. Aparentaba unos cincuenta años, era baja,
fornida, con abultados senos de paloma buchona; usaba gafas, que casi
siempre llevaba colgadas de una cadena al cuello; calzaba un pie con un
zapato ortopédico y se ayudaba con un bastón para caminar, pues de
nacimiento, tenía una pierna más corta que la otra. Szara se sintió atraído por
ella, era magnética, perceptiva y más bien guapa, de complexión sonrosada,
delicada, cabello rizado, pestañas largas como las de una sirena de la pantalla,
y ojos omniscientes, iluminados por una chispa de viva malicia.

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Elli era una marxista ardiente y fanática, antiguo pilar del Partido
Comunista suizo, procedente de una rica familia (hacía tiempo rechazada) de
la burguesía de Lucerna. Tenía la lengua afilada como una navaja, hablaba
seis idiomas y no le temía a nada. En París trabajaba como jefa administrativa
y residente intocable en una oficina satélite de la Liga de las Naciones, el
Instituto Internacional de la Ley, productora de centenares de estudios
destinados a alentar a los países de todo el Mundo a que normalizaran sus
códigos legales y los uniformaran. ¿Acaso, después de todo, no era bastante
parecido el robo del alma de una antepasada en Nyasalandia, donde las cosas
eran dichas y hechas, que una estafa en la Bolsa de Suecia?
—¿Entonces? —insistió Elli—. No me digas que no te has formado una
opinión del hombre. No te creería.
Se encontraban en la sala de estar, de ella, un batiburrillo típico parisiense
de ricas colgaduras rojas, cojines de seda, doradas estatuillas de mujeres
desnudas manteniendo lámparas de ébano por encima de sus cabezas, y
pequeños objetos —ceniceros, tinteros de ónice, cajas de marfil, botellas
Gallé y perros bull terrier de porcelana— en todas las estanterías y mesitas.
Szara apretó los codos contra los costados.
—Joven —dijo.
—Más joven que tú.
—Sí.
—Brillante, mi querido camarada.
—Tiene labia.
—¡Buf! —exclamó ella en una afrancesada explosión de incredulidad—.
¿Cómo puedes ser así? Desde el ángulo que mires, brillante. ¿Fuera de lo
corriente? Un genio. Acuérdate del agente ruso que llevaron a Londres el año
pasado, con los bolsillos llenos de libras. A los dos días de estar allí, sale por
primera vez del hotel para dar un paseo. Convencido por la propaganda
soviética, cree de verdad que las clases trabajadoras británicas son tan pobres
que llevaban zapatos de papel. De pronto descubre un escaparate lleno de
zapatos de piel, y nada caros. Ajá, se dice, hoy es mi día de suerte, y se
compra diez pares. Luego, en otra tienda. ¡Anda, aquí también tienen zapatos!
Empieza a pensar que su querida y difunta madre le envía aquellos regalos
desde el cielo. Y otra vez diez pares. Y así sucesivamente, hasta que el pobre
se junta con cien pares de zapatos, sin dinero para el trabajo del Partido y con
los agentes del MI5 casi pisándoles los talones. Espérate y verás de lo que son
capaces algunos de los nuestros y cambiarás de disco.

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Szara quiso dar a entender que se sentía avergonzado. Era el chico recién
llegado a la oficina, tenía que causar una buena impresión, pero ya conocía de
antes a tipos como Goldman: un genio, de acuerdo; un genio para trepar en su
propio interés.
—Supongo que tienes razón —dijo en tono amistoso.

El viernes de la última semana de abril cayó una cálida y fina lluvia que
dio más brillo a los primaverales brotes de los árboles del bulevar. Szara pidió
una conferencia telefónica con la oficina de la revista de Marta en Berlín.
Veinte minutos más tarde la canceló.
El evangelio según Abramov: «Mira, nunca puedes estar seguro de lo que
ellos saben de ti, de la misma manera que ellos nunca pueden estar seguros de
lo que nosotros sabemos de ellos. En tiempos de paz, los Servicios se dedican
a dos cosas fundamentales: vigilan y esperan. Esto es una guerra invisible,
hecha con armas invisibles: información, números, transmisiones por
radiotelegrafía, contacto social, influencia política, entrada en ciertos círculos,
conocimiento de la producción industrial o moral de la infantería… Anda,
muéstrame la moral de la infantería. No puedes. Es intangible.
»Lo más invisible de todo son las operaciones de contraespionaje. La
gente encargada de ellas no quiere eliminar a sus oponentes, por lo menos no
de inmediato. Algún jefazo grita ¡Detenedlos! ¡Detenedlos!, pero sus agentes
se oponen y dicen. No. Queremos ver qué es lo que hacen. Para ti significa lo
siguiente; imagina que tienes el tifus, eres un infeccioso, y cualquiera que
encuentres o que saludes coge la enfermedad. No importa que el encuentro
sea de lo más inocente, el otro será sospechoso si hay un tercero que te vigila.
¿Te preguntas por qué no reclutamos a amigos, familiares y amantes?
Podríamos hacerlo porque, en cualquier caso, también serán considerados
culpables».
La semilla que Abramov plantó en Moscú se transformó en un frondoso
jardín en París. Creció en la imaginación de Szara, donde adoptó la forma de
una voz: una voz tranquila, inteligente, cultivada, segura de sí misma, que
hablaba en alemán. Era la voz de la presunta vigilancia, y cuando a Szara se le
ocurría una locura, como llamar por teléfono a Alemania, le hablaba. 28 de
abril. 16,25. SZARA (el sencillo formulario oficial se parecería al de DUBOK,
y Szara imaginaba que el funcionario alemán no sería muy distinto al autor
del Informe de la Ojrana) telefonea a MARTA HAECHT, al número 45633 de

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Berlín. Conversación grabada, y en este momento bajo análisis para clave o
lenguaje esópico.
El lenguaje esópico expresaba la realidad con simbolismos o indicaciones.
¿Todavía estudias francés? Te envié una tarjeta desde París, ¿la recibiste?
Estoy escribiendo una historia sobre los trabajadores que construyeron la
Gare du Nord. No sé dónde se me va el tiempo, tengo que acabar el trabajo
para el mediodía del 4 de mayo.
No engañaba a nadie.
Incluso si la voz no hablaba, Szara temía ser descubierto. En 1938,
Alemania se había convertido en el Estado del contraespionaje. Cualquier
alemán patriota, hombre o mujer, consideraba un deber informar a las
Autoridades de cualquier conducta sospechosa; la denuncia llegó a ser el
deporte nacional: Unos desconocidos los visitaron, un extraño ruido en su
sótano, ¿una prensa de imprimir?
Por supuesto, él había pensado utilizar la red para comunicarse. Eso
borraría cualquier sospecha o acabaría en una tragedia total. La alternativa de
un amante, ¿nyet? Pasión o muerte. Le habían contado con detalle la manera
de actuar de la Gestapo: kaschumbo, látigos empapados en cubos de agua. La
idea de exponerla a eso…

Szara trabajó.
La primavera parisina dio señales de vida. Un día amaneció caluroso, y
todas las mujeres se vistieron de amarillo y verde; en las terrazas de los cafés
los parroquianos reían por cualquier cosa; las abiertas puertas de los bistros
dejaron pasar sus aromas, y, dentro, el perro del dueño movió el rabo junto a
la caja registradora, se puso una pata sobre el hocico y soñó con un montón de
huesos y cortezas de queso.
La red OPAL trabajaba en un edificio de tres plantas, próximo a los quais
del canal de Saint-Martin y del canal de l’Ourcq, en un extremo destartalado
del distrito Diecinueve, en el cual, las calles que salen de la Porte Pantin se
convierten en estrechas carreteras que conducen a los pueblos de Pantin y
Bogigny. Un quartier laborioso e insomne, donde están situados los
mataderos de la ciudad y los refinados restaurantes de la avenue Jean Jaurès,
lugar de cita frecuente a la hora del alba de los juerguistas elegantes que van
para comer el filete de buey con miel asado al horno, lejos de los turistas y los
conductores de taxi que prefieren Les Halles. París desconcertaba con algunas
cosas que no se sabía para qué servían, el Hippodrome, donde se celebraban

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carreras ciclistas y combates de boxeo, una infame maison close en la que se
podrían organizar cuidadas exposiciones. En las noches de primavera y otoño,
la niebla ascendía desde el canal, las luces de neón[4] del «Hôtel du Nord»
brillaban misteriosas, los matarifes y gabarreros bebían marc en los cafés…
Se trataba, en resumen de un barrio que trabajaba durante toda la noche sin
hacer preguntas, un lugar donde la infinita curiosidad del parisiense medio no
era acogida con agrado.
La casa número 8 de la rue Delesseux era de ladrillo, desmenuzado
marrón como las demás de la zona, sucia y oscura, y apestaba a pissoir. Pero
se podía entrar en ella por una puerta al nivel de la calle; por la entrada trasera
del tabac, que ocupaba un diminuto local comercial, y también desde un
camino sembrado de trapos y cristales rotos que hacía ángulo con la rue des
Ardennes. Tenía cerca las gabarras, un cementerio, un parque, varios caminos
pueblerinos sin nombre, un recinto deportivo, restaurantes llenos de gente…,
cerca de los lugares que los agentes secretos prefieren frecuentar.
El piso superior de la casa ofrecía espacio para que viviera y trabajara el
especialista en claves y operador radiotelegráfico de la OPAL —con el
nombre de guerra de «François»—, M. K. Kranov, un «ilegal» con pasaporte
danés, de quien se comentaba que ostentaba el rango de funcionario del
NKVD y que, probablemente, era el espía del apparat que informaba en
secreto a Moscú de las actividades y del personal de la red.
En la segunda planta vivía «Odile», Jeanne de Kouvens, la correo de la
red, que servía a Goldman en Bruselas y a los contactos de Alemania, a éstos
dos veces al mes, con el pretexto de sus viajes a Berlín para cuidar de una
madre inexistente. Odile era belga, una picara muchachita de diecinueve años,
con dos hijos y un marido tenorio, no un algo guapa, sino violentamente sexy,
con el cabello corto bajo una gorra de hombre —que le daba todo el aire de
un pilluelo de la calle—, la barbilla partida, el labio superior abultado, la nariz
respingona y unos ojos rebeldes que desafiaban a cualquier hombre que se le
pusiera delante. El marido, un majadero de la clase trabajadora, adornado con
abundantes patillas fin de siècle, tenía un tiovivo que llevaba por las plazas
vecinales de París: El tabac de la planta baja era atendido por el hermano de
Odile, veinte años mayor, que recibió una herida en Ypres, y tenía que
ayudarse con dos bastones para caminar. Pasaba los días y las noches sentado
en un taburete detrás del mostrador, vendiendo «Gitanes» y «Gauloises»,
billetes de Metro, sellos de correos, décimos de lotería, lápices, llaveros de
recuerdo y otras muchas cosas, un surtido sorprendente para una exigua y fiel

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clientela que servía de camuflaje a las entradas y salidas de los agentes
secretos en la casa.
El directorio de Moscú había hechos algunas modificaciones para facilitar
la vida de Szara y puso a Schau-Wehrli a cargo de las tres conexiones
alemanas, HENRI, MOCHA y RAVEN; para él dejó a SILO, encargado de
los elementos de la colonia alemana de París, y al doctor Julius Baumann.

La primavera terminó pronto aquel año. La lluvia menuda llegó y se fue,


el cielo cambió pocas veces su insoportable azul francés, y un vientecillo
ligero se levantó al atardecer y arremolinó los papeles en las calles
empedradas. Siempre se creyó que finales de abril eran unas fechas tristes —
sólo los surrealistas las encontraban agradables—, entonces el verano llegaba
y cogía a todos desprevenidos. El aumento de la temperatura pareció alejar
aun más de lo habitual a los políticos de la sensatez.
Nadie se ponía de acuerdo sobre nada: los socialistas habían impedido un
programa de rearme en marzo, a continuación, el Foreign Office proclamaba
que el compromiso de Francia con Checoslovaquia era «indiscutible y
sagrado». Un senador defendía el pacifismo por la mañana, invocaba el honor
nacional por la tarde y luego se querellaba por la noche contra el periódico
que lo había calificado de ambivalente. Entretanto, los funcionarios públicos
importantes exigían cosas a sus esposas que hubieran producido espanto a sus
amantes. Nadie se sentía cómodo: los ricos encontraban sus sábanas ásperas y
mal planchadas; los pobres pensaban que sus frites sabían a aceite de pescado.
En el piso alto del número 8 de la rue Delesseux, las tardes eran cada vez
más calurosas a medida que el sol calentaba el tejado; las polvorientas
persianas de las ventanas nunca se subían, no se movía ni una pizca de aire, y
Kranov trabajaba en camiseta en su gran mesa. Era un hombre bajito,
taciturno, de cabello rizado y rasgos eslavos que, según le parecía Szara, sólo
sabía trabajar. Todas las transmisiones de la OPAL, de entrada y salida, se
basaban en palabras de un solo uso, representadas por grupos numéricos de
cinco dígitos, que luego eran transformados mediante una clave matemática
variable y una suma «falsa» (5 + 0 = 0). Las transmisiones por forma se
completaban con grupos de ceros para evitar el tipo de mensaje que siempre
ha sido el punto de ataque de los analistas criptográficos. Desde el tiempo de
los egipcios hasta hoy, la frase empleada para cambiar los códigos no ha
variado: nada nuevo que informar hoy.

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Szara solía llegar a la casa por la noche. La sala de trasmisiones de
Kranov tenía una manta clavada en la ventana y sólo estaba iluminada por una
bombilla pequeña. Las volutas del humo de los cigarrillos permanecían
inmóviles en el aire. Los dedos de Kranov pulsaban la tecla del telégrafo
enviando puntos y rayas a través del éter al empleado de codificación de la
plaza Dzerzhinsky en Moscú.
91464 22571 83840 75819 11501
En otras frecuencias, un capitán francés de la sección de Inteligencia
naval de Sfax, en la costa tunecina, pedía a París que autorizara fondos
adicionales para el informador 22; el tercer secretario de la Embajada
checoslovaca en Viena informaba de reuniones privadas en la ciudad
balneario de Karlsbad entre el líder sudete Henlein y diplomáticos alemanes;
el Servicios de Inteligencia polaco en Varsovia pedía a un agente en Sofía que
confirmara el paradero del sacerdote JOSEF. A lo largo de la noche, los
operadores radiotelegráficos tocaban el piano, no sólo para la Rote Kapelle,
sino para cientos de orquestas que interpretaban composiciones de
Konzertmeisters pertenecientes a una docena de países. Szara podía oírlo.
Kranov le dejó los auriculares y giró el sintonizador. Era un teatro sonoro, que
entonaba trémolos y bajos, con pulsaciones rápidas o pausadas, una orden de
liquidación de un informador o una petición del pronóstico meteorológico
local. A veces parasitada por el carraspeo estático de una tormenta eléctrica
en los Dolomitas o en los Cárpatos, a veces nítida como el cristal, la sinfonía
de números nocturna fluía a través de los tenebrosos cielos.
Si no se producía ninguna señal crítica/inmediata, Kranov interrumpía la
transmisión con Moscú para echar unas pocas horas de sueño. Szara se
acostumbró a esa especie de luz diurna que seguía a los misterios codificados
de la noche. Poco a poco, a medida que el mes de mayo transcurría y el sudor
traspasaba la camiseta de Kranov con el calor de la mañana, Szara empezó a
tener mayor aprecio por los intercambios entre la OPAL y sus jefes, aquellas
sencillas frases pidiendo información y las escuetas respuestas, resueltas en
un diálogo del que podía colegirse el humor del Directorio.

Moscú no se dio un segundo de reposo. Había sido así desde el principio.


Abramov sacrificó la información con la esperanza de reforzar la disciplina, y
había hecho saber exactamente a Szara con quién debía tratar de sus asuntos.
Puso gran énfasis en su no con Nezhenko o cualquier otro editor. Tanto
Abramov, como su rival de jvost, Dershani, se sentaban en el Directorio

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OPAL, y junto a ellos, Lyuba Kurowa, una brillante estudiante de
neuropatología en los años anteriores a la revolución; una despiadada
chequista en la campaña de terror de Lenin y ahora, con más de cuarenta
años, amiga de Poskrebyshev, secretario personal de Stalin. También
formaban parte del Directorio Boris Grund, un apparatchik, técnico
experimentado, inclinado a votar por la mayoría en cualquier caso, y Vitaly
Mezhin, de treinta y seis años —demasiado joven para la tarea—, miembro de
la generación de los «pequeños Stalin» que ocupaban subrepticiamente los
vacíos creados por la purga, con lo que cumplían las intenciones del «Gran
Stalin». «Si desobedeces una orden de manera consciente —le había dicho
Abramov—, es a él a quien desobedeces».
Szara observó que el doctor Baumann los tenía preocupados: 1) Era un
judío en Alemania, su futuro ofrecía poca seguridad. 2) Se desconocían sus
motivaciones. 3) Su producto era crucial. Szara se los imaginaba, sentados a
una mesa cubierta con un tapete de bayeta verde, con los informes de los
mensajes descodificados delante de ellos, mientras fumaban nerviosos sus
toscos cigarrillos «Troika», hablaban con cautela, pendientes de cualquier
matiz de los otros, y tanteaban en busca de un consenso sin riesgos.
Habían recibido las cifras de cable de estampación de enero, febrero,
marzo y abril, y la estimación de pedidos para mayo. El agente encargado del
caso pidió que se obtuvieran las listas del personal de la empresa, en especial
del de administración, y sus características: edad, filiación política, nivel
cultural… Su propósito era evidente: que Baumann buscara su propio
sustituto. Y dependía de Szara que encontraran algún tipo de dulce para que
Baumann se tragara esa píldora.
Por supuesto, ellos buscaban más que eso, en particular Dershani, el cual
pensaba que había que exprimir a Baumann, y cuanto antes mejor. Él tenía
que conocer a otros subcontratistas, ¿quiénes eran?, ¿podrían contactar con
ellos? Y de ser así, ¿cómo?, ¿cuáles eran sus puntos flacos? Por su parte,
Mezhin —no era cuestión pasar por una flor marchita entre los demás—
intervino para preguntar qué relaciones tendrían con los directivos de la
«Rheinmetall». ¿No podrían sacar algún provecho de ella? Boris Grund creyó
que ahí parecía haber un filón. ¿Y cuánto estaba pagando Baumann por el
acero austenítico? Grund afirmó que los chicos de abajo, los de la Sección
Económica, estaban hambrientos de una información de ese tipo, y quizá
fuese factible echarles ese hueso.
A Kurowa no le gustaba el buzón ciego. Habían conseguido que Baumann
se comprara un perro, un schnauzer de un año, al que pusieron Ludwig de

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nombre, de manera que Baumann podía salir a la calle de noche y usar cierta
piedra de una valla como buzón. Eso obligaba a Odile, vestida de doncella, a
pasar dos o tres veces al mes por la vecindad para dejar el correo y recoger la
respuesta. Un clavo doblado en un poste telefónico servía de señal: la cabeza
hacia arriba indicaba a Baumann que tenía algo que recoger, la cabeza hacia
abajo le confirmaba que su depósito había sido recogido. Todo de acuerdo
con las formas y prácticas establecidas, reconocía Kurowa. Pero los alemanes
eran curiosos por naturaleza, miraban por las ventanas y tenían un apetito
insaciable por los detalles. ¿Por qué el doctor Baumann mete la mano en el
hueco de una piedra de la valla de Herr Bleiwert? Mira el pobrecito Ludwig,
sólo quiere jugar. A Kurowa no acababa de gustarle aquello. Los dos agentes
se hallaban demasiado al descubierto.
Dershani estaba de acuerdo. ¿Qué les parecía un restaurante, o algo
similar, en el barrio donde se encontraba la fábrica de cables?
A Abramov no le pareció bien. Como judío, las actividades de Baumann
estaban limitadas, no podía ir a un restaurante así como así. Se notaría.
Entonces, la fábrica, se le ocurrió a Mezhin. Lo mejor de todo sería llegar
hasta el ingeniero Haecht, el cual, según Szara, tendría el control nominal del
negocio en cuanto los nuevos estatutos antijudíos fueran promulgados.
Miraron en sus expedientes. En ellos había una borrosa fotografía de Haecht
sacada por un agente de la Embajada en Berlín, su historial universitario, una
muestra de su escritura, y la relación de familiares: Ilse esposa; Albert, hijo,
vendedor farmacéutico; Hedwig, hija, casada con un ingeniero de Dortmund,
y Marta, hija, ayudante del editor de arte de una revista literaria.
—¿Una revista literaria? A lo mejor son amigos nuestros —preguntó
Dershani.
—Quizás —admitió Kurowa—, pero las señoritas decentes de Alemania
no van a las fábricas.
—Hemos de andar con pies de plomo —aconsejó Abramov—, lo que no
queremos es provocar el pánico.
—Ya no queda tiempo para ir con cuidado —replicó Dershani.
Y tenía razón.

El producto de Baumann era crucial. Disponían de otras fuentes de


información sobre la industria aeronáutica alemana, pero ninguna que sirviera
para determinar los números con tanta exactitud. El Directorio que se ocupaba
del producto procedente de Burgess, Philby y otros en el Reino Unido

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confirmaba las hipótesis del Directorio de la OPAL, de igual manera que las
fuentes de los Servicios franceses. La máquina industrial alemana se estaba
convirtiendo en una pesadilla.
Baumann había entregado 4500 metros de cable de estampación en
octubre; eso quería decir un ritmo de producción mensual de 31 bombarderos.
A partir de ahí podían hacer una proyección, usando los factores de carga y
radio de acción de que ya disponían. La fuerza de bombardeo alemana en un
mes determinado —mayo de 1939, por ejemplo— sería capaz de realizar 720
salidas en un solo día contra objetivos europeos, y de descargar 945 toneladas
de bombas, con una estimación de 50 bajas por tonelada, es decir, unas
50 000 bajas en un período de veinticuatro horas. Un millón de bajas cada tres
semanas.
Y la Unión Soviética, el Reino Unido y Francia estaban absolutamente de
acuerdo en una presunción básica: el bombardero siempre logrará pasar. Sí,
el fuego antiaéreo y los cazas harían su trabajo, pero no causarían el suficiente
daño como para rebajar las cifras.
Los rusos, por medio de sus espías británicos, habían seguido con interés
el desarrollo de la estrategia británica pensando en el último mes de 1937. Los
expertos de la RAF habían apremiado a la industria aeronáutica británica para
que fabricara bombarderos pesados en igual número que los alemanes, y crear
así un equilibrio de terror: si destruyes nuestras ciudades, nosotros haremos lo
mismo con las tuyas. Pero el Gobierno había desestimado esa petición. Sir
Thomas Inskip dijo: «El objetivo de nuestra Fuerza Aérea no es el de
conseguir un fuera de combate en el primer asalto…, sino impedir que los
alemanes nos pongan fuera de combate». Esto no correspondía a la manera
normal de pensar, pero el gabinete había acabado por creer que el sistema
defensivo era la mejor opción, y la industria británica empezó a construir
aviones de combate en lugar de bombarderos.
También en Alemania se tomó una decisión estratégica, aunque ésta
descansó en el poder de Hitler. Cuando el Reich ocupó la Renania en 1936, y
la oposición no se materializó, el Estado Mayor alemán perdió credibilidad.
Hitler tenía razón. Estaba comprobado. Poco después de aquello, volvió su
atención a la Luftwaffe de Hermann Goering. «¿Dónde están mis aviones?,
quiso saber Hitler». Goering sintió la presión y tomó sus medidas para
protegerse. Alemania dejó de fabricar bombarderos cuatrimotores, los
«Dornier Do-19» y los «Junkers Su-89». Aquellos aviones podían alcanzar
mayores distancias, llegar al Reino Unido y a la Unión Soviética, y
permanecer más tiempo sobre sus objetivos, así como extender la protección

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aérea sobre los submarinos de bolsillo amenazados por cazas y destructores,
pero no llegarían a ser fabricados. Empujado por la impaciencia de Hitler,
Goering ordenó que la industria aeronáutica construyera bombarderos
bimotores. «El Führer — dijo Goering— no me pregunta por la clase de
bombarderos que tengo. Sólo quiere saber cuántos». Pensó que hacía el
comentario en privado.
Pero no fue así.
Y ésa fue la cuestión. El Directorio de Moscú necesitaba saber lo que
Goering decía, y lo que el Gabinete británico pensaba, y tenía que hacer lo
que fuera, lo que fuera, para enterarse. En el mismo complejo de edificios
donde se reunía el Directorio de la OPAL, otros grupos trabajaban para
impedir que Alemania y el Reino Unido supieran de lo que Stalin decía o de
lo que el Politburó pensaba. Esa tarea, sin embargo, nada tenía que ver con su
preocupación, que era un millón de bajas cada tres meses. Con una amenaza
de tal envergadura, ¿con qué cautela había que tratar al doctor Julius
Baumann? Como Dershani aconsejó, tenían que sacar partido de sus
oportunidades, y si el hombre estaba paralizado por el terror o por la furia era
asunto de Szara el manejarlo. Si Szara no sabía, ya encontrarían a alguien que
lo hiciera. No estaban allí para ser amables con los espías, y mucho menos
con el agente encargado del caso.
—Entonces estamos de acuerdo —concluyó Kurowa. Hubo gestos de
asentimiento alrededor de la mesa.
Aquella noche, el radiotelegrafista de la plaza Dzerzhinsky abrió su
frecuencia a la 1.33 de la madrugada, hora de Moscú, como estaba previsto
para aquel día. Tropezó con un vecino, un tonto cachazudo que desde alguna
parte enviaba grupos de cinco dígitos como si dispusiese de toda la eternidad
para hacerlo. El radiotelegrafista maldijo en voz baja, lleno de irritación,
acarició el sintonizador hasta encontrar una estrecha banda privada en
silencio, y empezó a lanzar su señal a su inefable y anónimo colega de París,
con el cual, sin embargo, se sentía tan familiarizado. París, pensó, una ciudad
que nunca veré. Cosas del destino. Por eso, para compensar esa mala suerte,
puso un poco de su alma en el mensaje y voló espiritualmente a través del
continente dormido en compañía de sus números secretos.

Goldman le había dicho «¡Sé periodista!», así que Szara le hizo caso,
aunque a disgusto. Se agenció una habitación amplia y oscura en la rue du
Cherche-Midi (la calle que buscaba el sol, y que no solía encontrar), a medio

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camino entre el ruidoso Montparnasse y el Saint-Germain de los artistas de
moda; cuando salía a la calle, doblaba a la derecha para comprar un pollo, a la
izquierda para comprar una camisa. Bebía vino y comía ostras en el «Dome»,
un corral ruidoso lleno de artistas de los dos sexos, así como de los que
acudían a verlos, depredadores que olían el dinero de estos últimos, de petits
bourgeois que celebraban sus cumpleaños y decían «¡Ah!» cuando la comida
llegaba a la mesa y —a éstos sólo los advirtió con el tiempo— un
sorprendente número de personas bien vestidas y de aspecto bastante
interesante, de los que sólo se podía decir que iban a comer al «Dome».
Simplemente, parisienses.
Szara asistió a alguna sesión del Senado, se dio una vuelta por el juicio del
asesino de la semana, repasó con la mirada a las mujeres en las librerías, y se
dejó ver en ciertos salons. Allí donde hubiera periodistas, allí estaba Szara.
De vez en cuando pasaba por las oficinas de Pravda, recogía uno o dos
recados telefónicos y si en alguna ocasión desaparecía de la vista de todos
durante uno o dos días…, bien, eso lo hacía mucha gente en París. Szara
estaba encargado de una red de espionaje, sólo Dios sabía lo que los demás
hacían.
Los días que Ilya Ehrenburg no estaba en la ciudad, André Szara era el
periodista soviético preeminente en París. Las anfitrionas de la ciudad se lo
daban a entender sin rodeos cuando le llamaban por teléfono: «Es
terriblemente tarde, lo sé, pero ¿podría venir?». Iba, y Ehrenburg nunca
estaba. En el último momento habían llamado a Szara como sustituto del
Periodista Soviético del salón, al lado de la Bailarina Trágica, el Zoquete
Norteamericano Rico, el Abogado Chanchullero, el Aristócrata Sexualmente
Peculiar, el Político Cínico y todos los demás, como el conjunto de las cartas
del tarot, pensaba Szara. Prefería, sin duda, las veladas sociales en los
apartamentos de amigos, reuniones espontáneas donde se discutía de política,
de arte y de la vida, en la casa de la rue du Bac de los Malraux, otras veces en
la de André Gide, en la rue Vaneau, y algunas, también, en el apartamento de
Ehrenburg, en la rue Cotentin.
Sentía celos de Ehrenburg, que ocupaba un lugar superior al suyo en la
escala social y literaria, y cuando se veían, la amabilidad y la cortesía de
Ehrenburg le mostraba, servían sólo para empeorarlo más. El problema no era
tanto la propia escritura de Ehrenburg, tampoco la dicción, sino su acertada
mirada sobre un detalle que resumía toda una historia. Como corresponsal en
la Guerra Civil española, Ehrenburg había descrito las diferentes reacciones
de los perros y los gatos durante los bombardeos aéreos: los perros en busca

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de refugio se acercaban a sus amos cuanto podían, mientras que los gatos
saltaban por las ventanas, alejándose al máximo de los humanos. Ehrenburg
sabía captar las emociones del lector mejor que él, y ahora que había dejado
de ser su competidor efectivo, cosas tan buenas como ésa lo deprimían. Se
rumoreaba que Ehrenburg hacía favores al apparat, pero si los hizo, Szara
nunca tuvo pruebas de ello, y sospechaba que los contactos de Ehrenburg
estaban más arriba, en el Comité Central, lejos de su modesto alcance.
Un jueves de mayo, por la noche, Szara fue por casualidad al apartamento
de Ehrenburg y se encontró con André Gide que, en plena inspiración,
disertaba morosamente sobre un punto de filosofía literaria. Para apoyar su
punto de vista, Gide cogió una galleta de perro de una fuente que había
encima de la mesa de la cocina y la usó para trazar unas líneas en el aire. El
perro de Ehrenburg, una mezcla de terrier spaniel llamado Bouzou, estudió la
trayectoria de la galleta durante unos instantes, luego saltó en el aire y, de un
bocado, arrebató con toda limpieza la galleta de los dedos de Gide.
Imperturbable, éste cogió otra galleta y continuó su disertación. Bouzou,
también imperturbable, repitió la hazaña. Una muchacha, sentada junto a
Szara, se inclinó hacia éste y murmuró en su oído: «C’est drôle, n’est-ce
pas?».
Oh, sí. Muy divertido.
Eclipsado por el perro de Ehrenburg, pensó y de inmediato se odió por
ese pensamiento. ¡Ingrato! Escucha lo que Gide dice cómo la Humanidad se
pierde en medio de la futilidad de la vida; cómo su destino trágico-cómico es,
si así puede describirse, ha sido y será siempre… una palabra francesa que
no recuerdo. Ah, pero todo el mundo sonríe juicioso y asiente; es evidente
que su penetrante visión resulta asombrosa.
Qué veladas. Vino y ostras. Tartas heladas. Mujeres perfumadas que se
acercaban a decirte alguna cosilla con aire casi íntimo y te rozaban el hombro.
El viejo Szara se extasiaba y sentía el corazón ligero. No todo eran rosas, por
supuesto. La ciudad era famosa por sus mezquinas y rebuscadas
humillaciones —¿no se había forjado Balzac una carrera con semejante
guerra social?—, y Szara se conocía como la clase de individuo que se
tomaba esas cosas a pecho, que dejaba que se le hiciese esa mala sangre que
luego creaba malignos anticuerpos. Pero, dentro de todo, se decía, había
tenido suerte. Las purgas se habían llevado a dos tercios de los escritores
rusos, pero él estaba en París. ¡Ojalá todo el mundo no tuviera más problemas
que los celos por un colega periodista y la obligación de trabajar un poco por
la noche!

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Miró su reloj. Se puso en pie, esbozó una sonrisa y se volvió para irse.
—La hora de las brujas y el misterioso Szara nos abandona —dijo una
voz.
Giró sobre sus talones y puso una expresión compungida.
—Mañana he de trabajar temprano. Una escena que ha de contemplarse al
alba.
Un coro de buenas noches y al menos una sonrisa incrédula lo
acompañaron hasta la puerta.
Caminó unas pocas manzanas hasta el límite del distrito Séptimo, ocioso,
cruzando repetidamente el bulevar de un lado a otro; luego cogió un taxi de la
cola frente al Metro de Duroc y dijo al conductor que se apresurara y lo
llevara a la Gare Saint-Lazare. Allí corrió, cruzó la estación —se le escapa el
tren— y luego, cogió otro taxi que vio a la salida de la rue de Rome; pidió que
lo llevara a la Gare d’Austerlitz.
—Sin prisas —le dijo al taxista—. Tendrá una buena propina si da un
rodeo.
Una orden inusitada, pero atendida, y mientras el taxi se desviaba de su
camino, Szara se recostó perezosamente en el asiento trasero, en una postura
que le permitía vigilar la calle que quedaba a su espalda por el retrovisor del
conductor. En la estación de Austerlitz, volvió a cambiar de taxi, luego lo
despidió en el boulevard de la Gare y cruzó el Sena, hasta hallarse en el
extremo este de París, donde las vías del tren se dirigen hacia el sudeste, entre
la Gare de Lyon y los tinglados de commerçants de vinos en el distrito de
Bercy. Se había convertido, en el curso de estos ejercicios clandestinos, en lo
que él creía el otro Szara, un alter ego de la medianoche, un tipo con
impermeable en mitad del puente, sobre los ordenados apartaderos de Bercy,
que huía del resplandor amarillento de una farola. Y aquí, pensó, Monsieur
Gide, Monsieur Ehrenburg, Maestro Bouzou, disponemos de una clase muy
diferente de antídoto contra la futilidad de la existencia. Un mercancías jadeó
bajo el puente, y, a su paso, el blanco vapor de la locomotora se esparció
sobre el terraplén. Le gustaba el olor a quemado de los apartaderos del
ferrocarril, el lejano golpe de los topes de enganche, el brillo del laberinto de
acero de los raíles, que surgían y desaparecían hasta el infinito, la apagada
explosión de la descompresión de una locomotora ociosa. Miró su reloj, la
una y veinte; caminó distraído, como un hombre que piensa en sus cosas,
hasta el final del puente y llegó a la calle en el momento en que un «Renault»
cuadrado se detenía. Le abrieron la portezuela y se acomodó junto al

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conductor; mientras cerraba, el coche arrancó y enfiló el vacío bulevar. Ya era
hora, pensó, dándole un viso artístico a su manera.
—Et bon soir, mon cher —dijo el conductor con tono alegre.
Era SILO, el jefe de grupo Robert Sénéschal, ejemplo perfecto de joven
francés abogado y comunista. Como tantos franceses, representaba su papel
en la vida de forma teatral. El cabello de punta, la sonrisa agria, los guantes
de piel de cerdo y el cuello del impermeable levantado hubieran hecho las
delicias de un director de cine. Szara se sentía atraído por él. El encanto de
Sénéschal, su valor generoso, le recordaban su propio estilo diez años antes:
confiado, seguro de sí mismo, divertido por el melodrama de la vida
clandestina, pero escrupuloso cumplidor de sus exigencias.
Szara miró en la guantera y retiró un grueso sobre de papel manila. Desató
la cuerda y repasó el montón de papeles, inclinándolos a un lado y a otro para
poder leer a la luz de las farolas del bulevar. Retuvo una página con doce
palabras, cuyas letras, exageradamente grandes, parecían trazadas de forma
tortuosa. Trató de descifrar el alemán en que estaban escritas.
—¿Has sacado algo en limpio de esto?
—Parece una carta de su hermana.
—Roba un poco de cada sitio.
—Sí, pobre ALTO. Coge lo que le parece importante.
—¿Qué es Kra… Krai…?
—Kraft. Kraft durch Freude. Creo que dice. «Fortaleza por medio de la
alegría», el nombre de los clubes de recreo nazis para trabajadores.
—¿Y qué se puede hacer con esto?
—Me parece que he podido aclararlo. Su hermana que vive en Lübeck se
va de crucero a Lisboa en uno de los barcos que tienen alquilados, sólo cuesta
unos pocos reichmarks y está muy ilusionada con el viaje después de las
exigencias de su trabajo. ALTO ha escrito también los números de teléfono de
los encargados de la oficina del agregado.
—Eso les gustará. En cuanto a la carta…
—Yo sólo soy el cartero.
Sénéschal giró el volante y se mezcló con el tráfico del rond point de la
place Nation. Aunque la noche de mayo era fría, las terrazas de las
cervecerías estaban llenas de gente que bebían, comían y charlaban, manchas
blancas difuminadas de rostros y luces ambarinas barridas al paso del
«Renault». Sénéschal adelantó un camión destartalado del mercado,
impidiendo que un agresivo «Citroen» hiciera lo mismo.
—Chúpate esa —dijo en tono triunfante.

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ALTO era un muchacho de dieciséis años, conocido por el apodo
checoslovaco de Dolek. Su madre, a quien Sénéschal había observado en
secreto y calificado de «encantadora», vivía con un comandante alemán que
trabajaba en la oficina del agregado militar. Empezaron su aventura amorosa
cuando el comandante estuvo destinado en Bratislava y siguieron juntos al ser
trasladado a París. Hijo de una anterior relación amorosa, Dolek sufría una
enfermedad del sistema nervioso: articulaba mal las palabras, lo que hacía que
costara trabajo entenderlo; cojeaba, tenía un brazo doblado inmovilizado
contra el pecho y la cabeza se le apoyaba en un hombro. Su madre y el
amante de ésta, embriagados por la perfección física de sus propios cuerpos,
no podían sufrir al muchacho y se avergonzaban de él, así que lo mantenían
oculto todo el tiempo que podían. Lo trataban como si fuese un retrasado
mental que no entendiera lo que hablaban de él. Pero no era un retrasado, se
enteraba de todo y, con el tiempo en su interior nació y creció una rabia
desesperada que exigía venganza. Abandonado en la soledad del apartamento,
copiaba lo mejor que podía, y con un enorme esfuerzo, los documentos que el
comandante se llevaba a casa, y que dejaba en su cajón del escritorio. No
apartaba ninguno de ellos ni siquiera los escritos privados del comandante —
de ahí la carta de la hermana—; Dolek los copiaba también. Unos meses
después del traslado a París, lo habían encerrado con llave en el apartamento
mientras su madre y el comandante pasaban un fin de semana en una casa de
campo. Consiguió abrir la puerta y se arrastró hasta la sede del Partido
comunista, donde una enfermera, ocupada en hacer pancartas para una
manifestación de trabajadores, escuchó su historia con simpatía. Algo de esto
llegó a oídos de Sénéschal, el cual fue a visitar al muchacho mientras su
madre y el amante estaban trabajando.
Szara suspiró y devolvió la hoja de papel al sobre. El «Renault» giró hacia
una calle lateral a oscuras y se pudo ver el interior de un apartamento, cuyas
ventanas tenían las cortinas descorridas, iluminado de tal manera que la
habitación parecía bañada en luz dorada.
—¿Sigues con la idea de irte con Huber a Normandía?
—Ése es el plan —contesto Sénéschal—. Hacer el amor y comer
manzanas con nata.
Szara se sacó un fajo de billetes de cincuenta francos del bolsillo y se lo
entregó por encima del volante.
—Id a un buen restaurante.
—Gracias —dijo Sénéschal alegre al tiempo que cogía el dinero.

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—Queremos que sepas que te apreciamos —dijo Szara, y calló unos
momentos—. No creo que estés muy enamorado.
—Si quieres que te diga la verdad, es curieux. La gordita niña nazi que se
mueve y se corre… y yo, mientras cerrando los ojos con pasión.
Szara sonrió. No era para tanto, aunque había cierto tono de mártir en la
voz de Sénéschal, como si quisiera decir ¡que yo haya llegado a esto!
—Las masas puestas en pie te aclaman por tu contribución a la
construcción del socialismo.
Sénéschal se echó a reír y Szara vio con satisfacción que la broma había
surtido efecto. Ser divertido le resultaba siempre lo más difícil cuando
hablaba un idioma que no era el suyo; algunas veces los franceses se lo
quedaban mirando, confundidos, ¿qué quiere decir este hombre?
Lötte Huber era una alemana gordita, empleada en la Misión Comercial
alemana. Sénéschal, cuando trabajaba con su amigo, el abogado Valais, que
ayudaba a diversas empresas alemanas a obtener permisos de residencia y a
salvar las infinitas complejidades de la burocracia francesa, «conoció» a
Huber al sentarse junto a ella y una amiga en el teatro. Durante el entreacto,
los cuatro iniciaron una conversación y luego, al acabar la obra, se fueron a
tomar unas copas. Sénéschal se presentó como el joven vástago de una familia
rica y aristocrática y sedujo a la empleada, a la que después propuso
matrimonio. Para enojo suyo, sus nunca vistos «padres» se opusieron de
manera categórica a tan desigual unión. Luego le dijo a ella que se había
separado de su familia, renunciando a la vasta herencia que le correspondía, y
que todo lo sacrificaba por su querida Lötte. Una vez pasada la tormenta, su
decisión era abrirse camino por sí mismo en la vida, supuestamente en un
modesto empleo del Ministerio de Exteriores francés. Pero sólo podrían reunir
lo necesario para casarse —le confesó— en el caso de que consiguiera
ascender en su carrera, lo cual ocurriría si ella le proporcionaba información
provechosa sobre asuntos y personas de la Misión Comercial alemana.
Enamorada como estaba, ella le contó todo tipo de cosas, más de lo que creía,
porque el Servicio de Inteligencia de la Gestapo, el SD, ocupaba algunos
puestos en la Misión como cobertura de sus agentes, individuos que extendían
sus contactos más allá de los meros asuntos comerciales.
Cuando esta información se sumó a la que Valais proporcionaba —los
recién llegados necesitaban cartes de sejours—, el apparat pudo seguir con
bastante eficiencia la pista a los agentes de los Servicios de Inteligencia
alemanes y saber quiénes eran los traidores franceses, las operaciones que
organizaban contra terceros países y los detalles de los objetivos alemanes en

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Francia y en otros países europeos. Sénéschal se había ganado con creces su
fin de semana en Normandía.
El dinero no era un soborno en forma alguna —Sénéschal estaba movido
por el idealismo—, sino el simple reconocimiento de que un jefe de grupo
apenas disponía de tiempo para ganarse la vida en un trabajo normal.
Sénéschal bajó el cristal de la ventanilla del «Renault» y encendió un
cigarrillo. Szara cerró el sobre y fue leyendo el nombre de las calles en los
edificios de las esquinas para enterarse de dónde se encontraba, no sabía bien
el lugar, pero la proximidad de la base en la calle Delesseux servía a sus
propósitos. Sénéschal era su válvula de cierre: los que trabajaban para él no
conocían la existencia de Szara; él mismo lo conocía sólo por Jean Marc, y
no tenía idea de su verdadero nombre, dónde vivía ni la localización de la
radio o los pisos de seguridad. Las reuniones se fijaban en sitios diferentes
cada vez, con citas a posteriori para el caso de que a uno de los dos le fuera
imposible acudir a la anterior. Si la red tuviese que suspender sus actividades,
Sénéschal acudiría a tres lugares distintos en horas distintas sin encontrar a
nadie en ellos, y ése sería el final. Por supuesto, el apparat podría localizarlo
más tarde si lo consideraba necesario.
—¿Algo que quieras, o que necesites? —preguntó Szara dispuesto a
despedirse.
Sénéschal negó con la cabeza. En aquel momento, a Szara le pareció que
era un hombre feliz, que hacía lo que deseaba sin ninguna reserva, aun cuando
por su seguridad no pudiera compartir ese lado de la vida con nadie más. En
repetidas ocasiones, Szara sospechaba que muchos idealistas atraídos por el
comunismo eran personas que en su interior sentían la necesidad de la vida
clandestina.
—¿Sigue igual que antes la situación de LICHEN? —preguntó Szara.
LICHEN era una prostituta, morena y llamativa, de origen vasco, que
había huido de la Guerra Civil española. La utilizaban para poner en
situaciones comprometidas al personal alemán de bajo nivel, pero tenía que
contribuir con algo más que el entretenimiento sexual de chóferes nazis.
—Sí. Madame ha cogido la gonorrea y no da golpe.
—¿La ha visto un médico?
—Se le ha dado dinero para que se visite. Si luego va o no, lo ignoro. Las
putas hacen las cosas a su manera. Una dosis de vez en cuando las pone en
forma por un rato, y a ella no le importa en realidad.
—¿Algo más?

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—Dejaron un mensaje para ti en mi bufete. Está dentro del sobre, con los
informes.
—¿Para mí?
—Dice Jean Marc en el sobre.
Aquello era poco frecuente, pero Szara no quiso darle importancia delante
de Sénéschal. Todavía condujeron en silencio durante un rato, por un bulevar
Beaumarchais desierto después de pasar ante el enorme pastel de bodas que
acogía el Circo de Invierno. Sénéschal disparó con los dedos el cigarrillo por
la ventanilla y bostezó. La luz del semáforo se puso roja y el «Renault» se
detuvo junto a un taxi vacío. Szara le dio una pequeña tira de papel con el
lugar, la hora y la fecha de la siguiente reunión.
—Que pases bien el fin de semana —dijo luego. Salió de un salto del
«Renault» y se deslizó como un gato en la parte trasera del taxi, ante la
sorpresa del conductor.
—Gire a la derecha —le dijo en cuanto la luz se puso verde. Luego miró
cómo el coche de Sénéschal se perdía a lo lejos en el bulevar.

Eran poco más de las tres de la madrugada cuando Szara llegó a la tercera
planta de la casa de la rue Delesseux. Kranov había terminado ya sus tareas
radiotelegráficas de la noche y Szara disponía de la sala para él solo. Antes
que nada sacó el sobre dirigido a Jean Marc. Dentro había un rectángulo de
papel con el dibujo ciclostilado de un hombre barbudo ataviado con una
armadura romana, una estrella de seis puntas en el yelmo y delante, una daga.
Era un billete que daba derecho a su poseedor al asiento 46 del teatro en el
sótano de la sinagoga de la rue Muret, el día dieciocho del mes de Iyyar del
año 5698, a las diecinueve treinta, para asistir a la representación anual del
Lag b’Omer, por la compañía juvenil de la sinagoga. Ésta se hallaba en el
corazón del Marais, el quartier judío de París. Para los no familiarizados con
la fecha impresa en la invitación en una esquina habían garrapateado 18 de
mayo.
Szara se lo guardó en el bolsillo, mientras se preguntaba la próxima
sorpresa. Acudir al agente de una red para comunicarse con su delegado a
través de él era un método inaudito, y si Abramov se enteraba de lo ocurrido
seguro que se enfurecería; pero, hacía ya un tiempo que las manifestaciones
exóticas no le hacían mella, y no iba a permitir que ésta le preocupara. Le
habían enviado una entrada para la representación de una obra juvenil en una
sinagoga. Pues bien, iría a verla.

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Una hoja de papel fino, con los mensajes llegados la noche anterior de
Moscú, ya descifrados, aguardaba sobre la mesa, y eso sí que le preocupaba.
La dificultad no estaba en la red SILO —algunas de las respuestas a las
preguntas del Directorio seguramente se encontraban dentro del sobre que
Sénéschal le había entregado—, sino en el mensaje referido a OTTER, el
doctor Baumann. Moscú quería que lo exprimiera. Sin contemplaciones. Y en
seguida. No cabía otra interpretación de sus intenciones, incluso en el
lenguaje conciso e impersonal de los mensajes cifrados. La primera impresión
era que querían convertir la fábrica de Baumann en lo que los rusos llamaban
un nido de espías, si no, ¿a qué venía tanto interés por el personal? Porque,
pensándolo bien, lo que esperaban era una conflagración. Los agentes del
espionaje soviético no se andaban con remilgos. Los desastres servían sólo
para que fueran más fríos, como había podido experimentar por sí mismo. El
Departamento Exterior del NKVD —ahora denominado Primer Directorio
Jefe— disponía de un centenar de ojos en Alemania. ¿Qué es lo que veían
venir? Fuera lo que fuese, no creían que Baumann saliera con vida.
Con algo de esfuerzo recuperó la calma, se concentró en el trabajo y vació
el sobre de papel manila sobre la mesa. La lista de Valais de las solicitudes
alemanas para permisos de residencia no planteaba problema alguno y se
limitó a copiarla. El material procedente de ARBOR —Lötte Huber— era
breve, porque Sénéschal lo había resumido en lo esencial, y Szara se encontró
con el trabajo hecho: la Misión Comercial alemana estaba tanteando el
mercado francés de la bauxita (es decir, del aluminio, lo que significaba
fuselaje de aviones), del fósforo (bengalas, granadas de artillería, balas
trazadoras), del cadmio (que no le decía nada) y una variedad de productos de
consumo, en particular café y chocolate. Del informe de ALTO —Dolek—,
incluyó la lista revisada de teléfonos de la oficina del agregado, pero eliminó
la carta que el comandante había recibido de su hermana en Lübeck. En
cuanto a él mismo, informó al Directorio de su entrevista con el jefe de Grupo
SILO, que le había entregado fondos y que había recibido el informe de que
LICHEN no funcionaba por estar enferma.
Después rompió los originales de SILO, quemó los pedazos en un
cenicero de cerámica, bajó al vestíbulo, arrojó las cenizas al retrete y tiró de la
cadena. Casi todos los que tenían algo que ver con el espionaje conocían la
historia del agente novato: se le habían dado instrucciones de que quemara
sus papeles o los rompiera, y luego tirara los restos al retrete. Nervioso y
confundido por el enorme rimero de papeles que llevaba, los tiró al retrete y

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les acercó una cerilla encendida; entonces vio horrorizado, que las llamas
prendían en la madera del asiento.
Regresó a la oficina de radiotelegrafía, y el gran despertador de la mesa de
trabajo de Kranov sonó a las cuatro y cuarto de la madrugada. Szara se sentó
a la mesa y encendió un cigarrillo; la tapada ventana no le dejaba ver el menor
cambio de luz, pero pudo oír el trino de un pájaro afuera. Pensó en los cientos
de agentes repartido por toda Europa que habían terminado su trabajo
nocturno, como él, y que se sentían invadidos por el mismo malestar que
precede al amanecer: la inutilidad de pensar, el desasosiego de haber olvidado
algo, una mente que se resiste a descansar… Era imposible dormirse.
Después de ordenar el paquete de hojas de fino papel, empezó a divagar.
No podía desechar de su mente el recuerdo de la caligrafía de Dolek, las
exageradas letras perfectamente modeladas, los sucesivos trazos del lápiz.
Tampoco lo que la carta decía, sobre todo en lo que hacía referencia al
crucero de Kraft durch Freude. Imaginó cómo serían los trabajadores que
embarcarían para Lisboa.
Queridísimo Schätzchen —pequeño tesoro— escribió. Quiero invitarte a
una excursión especial que mi club Kraft durch Freude ha organizado.
Añadió algo más, en tono sensiblero, pavoneándose, y luego firmó Hans.
Lo borró y puso Hansi. Luego probó con tu dulce Hansi. No, era demasiado.
Con Hansi bastaba.
¿Qué haría Marta si recibiese una carta como ésa? Al principio pensaría
que se trataba de una broma de mal gusto. Pero ¿qué ocurriría si se las
arreglaba de forma que ella advirtiera que era él quien le escribía? Odile
podría echarla en un buzón de Hamburgo, y así eludiría el control de los
inspectores postales de correspondencia extranjera. Iría dirigida a ella
personalmente, y la firmaría con un alias lo bastante revelador. Podría
embarcar en el crucero para Lisboa. Aunque debería pensarlo muy bien. No
fuese a cometer un error irreparable.
Pero, en principio, ¿por qué no?

La noche del 18 de mayo se presentó fría y nublada. Sin embargo, en el


sótano de la sinagoga de la rue Muret hacía el suficiente calor como para que
las mujeres que se encontraban allí hubieran necesitado sacar los pañuelos
perfumados de sus brillantes bolsos de piel. Se dio cuenta pronto que aquello
no era una sinagoga excesivamente ortodoxa, ni tampoco tan pobre como le
pareció a primera vista. Bien hundido en lo más lóbrego de una calleja

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tortuosa del Marais, el edificio parecía inclinarse en todas las direcciones
posibles, y, en la cubierta, la alineación de las tejas semejaba los torcidos
renglones de una página escrita. Pero el sótano albergaba hombres y mujeres
bien vestidos, probablemente los padres de los niños que actuaban, además de
familiares y amigos. Las mujeres parecían más francesas que judías, y,
aunque Szara, precavido, se había comprado un yarmulke (ya le rembolsaría
el Directorio de Moscú por eso), dos o tres hombres de los allí presentes iban
con la cabeza descubierta. Había algunos coches estacionados afuera, subidos
en parte a la acera, y Szara pudo comprobar por las matrículas que algunos
miembros de la congregación vivían lo bastante bien como para residir en las
cercanías de París, aunque seguían fieles a su sinagoga de la rue Muret, una
calle que conservaba un aire y un aroma distintos, propios de su origen
medieval.
Szara esperaba reconocer al ocupante del asiento 47 o 45, pero la silla de
su derecha rebosaba con el volumen de una matrona cubierta de anillos de
oro, mientras que a su izquierda, al otro lado del pasillo, se sentaba una
quinceañera morena con un vestido estampado. Había llegado temprano, le
habían dado un programa y esperaba, paciente el contacto. Pero nadie
apareció. Por último, las cortinas se descorrieron y en el escenario apareció
Pierre Berger, de diez años, con una armadura de cartón, en el papel de Bar
Kochba, el judío rebelde de Judea del año 132 de la Era cristiana, en el
momento de intentar que su amigo Lázaro se le uniera para combatir a las
legiones del emperador Adriano.

BAR KOCHBA (señalando al techo): ¡Mira, Lázaro! Allí, hacia el este. ¡Allí
está!
LÁZARO: ¿Qué es lo que ves, Simon Bar Kochba?
BAR KOCHBA: Veo una estrella. Más brillante que las otras. La estrella de
Jacob.
LÁZARO: ¿Como en la Torá, «una estrella de Jacob, el cetro de Israel»?
BAR KOCHBA: Sí, Lázaro. ¿La ves? Significa que nos liberaremos del
tirano Adriano.
LÁZARO: Siempre estás soñando. ¿Cómo lo conseguiríamos?
BAR KOCHBA: Con nuestra fe, nuestra sabiduría y la fuerza de nuestra
mano derecha. Y tú, Lázaro, serás mi primer soldado, pero antes has de pasar
la prueba de la fuerza.
LÁZARO: ¿Una prueba?

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BAR KOCHBA: Sí. ¿Ves ese cedro de ahí delante? Debes arrancarlo de la
tierra, así demostrarás que tienes la fuerza necesaria para unirte a nuestra
rebelión.

Mientras Lázaro cruzaba el escenario hasta un cedro de papel sujeto con


alfileres a un árbol de trapo, el comentario hecho por una abuela fue
censurado con un fuerte siseo. Lázaro, un niño gordezuelo, de rojas mejillas
—el maquillador se había excedido con el colorete—, vestido con una túnica
azul oscura, resopló y resolló en su pelea para abarcar el árbol. Por fin lo
elevó por encima de su cabeza y fue a depositarlo al lado de Bar Kochba.
El drama, La estrella de Jacob, siguió su curso, tal como Szara lo
recordaba desde sus días en los cheders de Kishinev y Odesa. Unas curiosas
fiestas, Lag b’Omer, que rememoraban innumerables acontecimientos de toda
la tradición judía, y que se celebraban de muchas maneras. Unas veces como
Festival Escolar, en recuerdo de la muerte de los estudiantes del Rabí Akiva a
causa de una epidemia, o para celebrar el primer día de la caída del maná,
como se describe en el libro del Éxodo. Era el día en que a los hijos de los
judíos ortodoxos se les cortaba el cabello por primera vez al cumplir los tres
años, o bien un día de bodas. Pero en los recuerdos que Szara guardaba de la
Polonia oriental, era, sobre todo, el día en que los niños judíos jugaban con
armas. Arcos y flechas de juguete por todas partes; luego, durante su propia
niñez, fusiles de madera. Szara recordaba perfectamente su rifle de Lag
b’Omer, que él y su padre habían tallado de una rama desprendida de un
olmo. Szara y sus amigos se perseguían por las fangosas calles de su barrio;
libraban batallas, vigilaban desde las esquinas y gritaban «cra-cra» mientras
hacían como que disparaban, una imitación bastante aceptable de lo que los
críos habían escuchado en la vida real.
Los niños que tenía delante eran diferentes, pensó mientras los miraba.
Más mundanos, miniaturas de parisienses con nombres parisinos: Pierre
Berger, Moïse Franckel, Yves Nachmann y, destacando por encima de todos,
la hermosísima Nina Perlemère, en el papel de Hanna —inspiración de los
rebeldes de Bar Kochba cuando se resisten a arrastrarse por los pasadizos
subterráneos de Jerusalén para atacar a los legionarios—, enarbolando al aire
su espada de cartón e hiriendo el corazón de Szara con su valentía.

HANNA: Que nadie desespere. Primero rezaremos, después cumpliremos
con nuestro deber.

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La niña, aun siendo bonita, era sobre todo una guerrera. Sus palabras
provocaron aplausos espontáneos aquí y allá, y que un centurión romano
apareciera detrás de las cortinas para mirar con sus gafas de montura azul.
Hubo un pequeño revuelo a la izquierda de Szara cuando la niña del vestido
estampado se levantó y salió al pasillo para que el general Yadomir Bloch
ocupara su lugar. Bloch se inclinó para estrechar levemente la mano izquierda
de Szara con su derecha.
—Lamento llegar tarde —cuchicheó—. Hablaremos después de la
función.
No pudo decir más porque empezaron a sisear desde la fila de atrás.

Bloch lo condujo por la oscuras calles del Marais hasta un restaurante


polaco que había en la segunda planta de una casa apuntalada por viejas vigas
de madera apoyadas en la acera. La diminuta sala estaba iluminada con velas,
no para crear ambiente, sino para suplir la falta de electricidad en el edificio;
Szara olió el queroseno empleado en la cocina. Después de leer con dificultad
el menú escrito con tiza en la pared, pidieron media botella de vodka polaco,
tazones de tschav —sopa de acedera— una fuente de rábanos, pan,
mantequilla y café.
—La pequeña que hacía de Hanna —dijo Bloch, mientras se acompañaba
de movimientos de admiración con la cabeza— me recuerda a una niña de
Vilna que conocí cuando yo era un muchacho; tenía once años y se la comían
con los ojos. Espero que no te haya molestado tener que ver la obra.
—Oh, no. Me ha recordado el pasado. Los rifles de juguete del Lag
b’Omer.
—Exactamente. Sí. Ésa era mi intención. Hombre soviético por aquí,
hombre soviético por allá, pero no debemos olvidar quiénes somos.
—No creo que lo haya olvidado nunca, camarada general.
Bloch pellizcó un trozo de pan moreno, lo mojó en la sopa y se inclinó
sobre el tazón para comerlo.
—¿No? Eso está bien —dijo—. Son demasiados los que lo olvidan. Si
uno demuestra un poco de orgullo sobre su origen, en seguida hay alguien que
grita ¡Nacionalismo burgués! ¡Fuera los sionistas!
Después de acabar con el pan, se limpió la boca con una pequeña
servilleta. Luego empezó a rebuscarse en los bolsillos hasta que encontró la
hoja de un periódico doblada, que desplegó con sumo cuidado.

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—¿Has oído hablar de Birobidzhan?
—Sí. —Szara esbozó una mueca de amargura—. La patria judía en
Siberia o, por lo menos, la que Lenin quería. La versión leninista de Palestina,
para retener a los sionistas en Rusia. Creo que unos cuantos miles fueron a
parar allí, ¡pobre gente!
—Sí, allí se fueron. Un sitio triste, no cabe duda, pero es una propaganda
efectiva. Aquí —señaló la página del periódico—, un judío alemán escribe
sobre el tema: «Los judíos han penetrado en los bosques siberianos. Si se les
pregunta sobre Palestina, se echan a reír. Hace tiempo que el sueño de
Palestina quedó atrás en la historia, desde que en Birobidzhan hay coches,
ferrocarriles, barcos de vapor, grandes fábricas con sus altivas chimeneas
despidiendo humo… Estos colonizadores están fundando su hogar en las
taigas de Siberia, no sólo para ellos, sino para millones de su estirpe, ¿…el
año que viene en Jerusalén? ¿Que es Jerusalén para el proletario judío? ¡El
año que viene en Birobidzhan!».
Szara levantó su copa de vodka en un brindis de burla. Bloch volvió a
doblar el papel y se lo guardó en el bolsillo.
—Sería mejor que la gente no lo creyera —dijo.
Szara se encogió de hombros.
—Federalistas, comunistas, socialistas de izquierda y de derecha, tres
clases de sionistas, y, sobre todo y a fin de cuentas, los judíos de los shtetls
del límite, que dicen no hagas nada, espera al Mesías. Quizá no tengamos
nada propio que decir pero, en cuanto a opiniones, somos ricos.
—Entonces tendrás la tuya.
Szara reflexionó un momento.
—Durante siglos hemos correteado por Europa como ratones asustados;
quizás haya llegado el momento de encontrar, por lo menos, un agujero en la
pared, y más ahora que parece que la población gatuna aumenta.
—Ya veo. —Bloch pareció satisfecho—. Ahora, un tema delicado. Tú
tienes, según me han dicho, una magnífica oportunidad de escribir algo para
una revista norteamericana; pero, hasta ahora, no has publicado nada. Puede
que otros te hayan aconsejado que no lo hagas. Quizás alguien como
Abramov, un hombre que admiras —un hombre que admiro, tenlo en cuenta
—, te ha convencido de que, en realidad no vale la pena. Te pone bajo su
protección, resuelve tus problemas con los georgianos, hace posible que
vivas. Pero, por otro lado, tal vez haya algo que tú necesites, y quizá yo pueda
ayudarte. O no. Tú eres quien tiene que decirlo. Puestos en lo peor, una

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pequeña obra de teatro por una compañía juvenil en una sinagoga y un buen
plato de tschav no es una noche perdida.
—Camarada general, ¿puedo hacerte una pregunta con plena libertad?
—Por supuesto que sí.
—¿Cuál es la verdadera naturaleza de tu negocio?
—Es una buena pregunta, y trataré de contestarte. Lo cierto es que me
encuentro metido en varios negocios. Como tú, como todos nosotros. Yo
estaban en el negocio del paraíso. Nos quitamos de encima al zar y sus
pogroms para que hubiera un sitio donde los judíos, donde todas las personas,
pudieran vivir como seres humanos y no como esclavos y bestias; lo que
acabo de decir es una definición del paraíso y no la menos mala. Pronto vimos
que ese paraíso necesitaba unas pocas almas caritativas que sirvieran de
guardianes. ¿No ocurre siempre lo mismo en todos los paraísos? Por eso
ofrecí mis humildes servicios. Y podría decirse que mi segundo negocio se
convirtió en el GRU, el negocio de los Servicios de Inteligencia del Ejército.
Para esta opción me sirvió el ejemplo de Trotsky, que se hizo soldado cuando
fue preciso y cumplió bastante bien. Pero, aun así, el paraíso se ha escapado.
Porque ahora tenemos un nuevo pogrom, dirigido, como tantos otros en la
historia, por un campesino listo, experto en odio, que conoce su verdadero
valor y que sabe cómo usarlo.
»Hay una farsa, André Aronovich, sobre nosotros, que se viene repitiendo
desde hace siglos, y que ahora se representa de nuevo: al judío le acusan de
ser astuto, y quien lo acusa es mil veces más astuto que cualquier judío haya
podido serlo alguna vez. Así que, con pesar, este problema se ha convertido
en mi tercer negocio, y ahora te he invitado al teatro y estamos cenando,
como se estila en los negocios, para convencerte de que seas mi socio. ¿Qué
es lo que ofrezco a mis socios? La posibilidad de salvar unas pocas vidas
judías, lo que, evidentemente, nunca ha sido una mercancía de mucho valor,
pero es que los judíos siempre se han abierto camino con actividades de ese
tipo, comprando y vendiendo cosas baratas: trapos viejos, metales usados,
huesos y grasas…, cosas que, como a ellos mismos, los demás no quieren. Y
eso es, con toda franqueza, lo que puedo ofrecerte. ¿Peligroso? Por supuesto.
¿Puedes morir? Es probable. ¿Conocerá la historia tu heroísmo? Lo dudo.
Veamos, ¿he conseguido persuadirte para que dejes cuanto hay de valor en tu
vida y sigas a este feo y peculiar hombre hacia un destino inminente y
terrible?
El general Bloch echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír a carcajadas.
Era como una cascada. Contagiosa. Szara también rió, incapaz de contenerse.

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Los demás comensales se volvieron a mirarlos, sonriendo nerviosos, un poco
asustados de verse atrapados en un pequeño restaurante polaco con un par de
locos. Ninguno de los dos podría explicarlo. De alguna manera, en ese
edificio extraño, escondido y ruinoso, habían sido sorprendidos por lo
absurdo de la situación, y semejante sensación era la causa de sus carcajadas.
—Que Dios me perdone por gozar de esta vida como lo hago —dijo
Bloch, al tiempo que se enjugaba las lágrimas.

Una buena risa. Y útil además, porque, gracias a ella, Szara no tuvo que
contestar a la pregunta de Bloch con un no inmediato. Después salieron juntos
hacia el Metro. Bloch volvió a referirse a la obra de teatro, a la pequeña que
hacía el papel de Hanna, ¿cómo se llamaba? ¿Perlemère? Sí, claro, Szara tenía
razón, unas pocas semanas en la línea del frente y volvería a recuperar la
memoria del agente entrenado. Perlemère, madreperla, en alemán sería
Perlmutter. ¿De dónde sacan los judíos esos nombres? Pero, con
independencia de cómo se llamara, ¿no era un tesoro?
¿No lo eran todos?
Incluso los de Rusia. Quizá no tan rápidos y listos como estos niños, pero
brillantes y voluntariosos, pequeños optimistas; si los derribaban se
levantaban fanfarroneando. Seguro que Szara los conocía: los hijos y las hijas
de los judíos en las Universidades, en los despachos ministeriales y en el
Cuerpo Diplomático, hasta en los Servicios de Inteligencia.
Esos niños. Los que no tenían hogar o sin padres. Los que comían en la
oscuridad de los cubos de basura.
Mucho después de despedirse de Bloch, Szara continuó la conversación
consigo mismo.

Escritor de nuevo, Szara se sentó en la cocina al mediodía; a través de la


ventana que daba al patio le llegaba el olor de la comida que cocinaban en los
otros apartamentos. Y luego, cuando la servían, oyó el tintineo de los
cubiertos contra la porcelana y el solemne rumor de la conversación que
siempre acompaña al almuerzo.
Iba a escribir una historia.
Luego tendría que desaparecer. Porque si el NKVD, se lo proponía, un
seudónimo no le serviría como protección durante mucho tiempo.

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¿Y dónde ir en esos días? ¿A Norteamérica, a Shanghai? ¿A Zanzíbar? ¿A
México?
No, a Estados Unidos.
Alguna vez había conocido a gente en Moscú que había visitado Estados
Unidos, a gente que había vuelto. Aquel hombrecillo que había trabajado en
una fábrica de corbatas. ¿Cómo se llamaba? Se lo habían presentado en una
fiesta. Szara recordaba su rostro agriado por la desesperanza. «Con el
sombrero en la mano —le había dicho—. Siempre con el sombrero en la
mano».
Szara quedó impresionado por esa imagen que ahora reaparecía mientras
imaginaba su futuro. Se vio con Marta Haecht, cogidos de la mano como en
un libro de cuentos. El loco huyó de París a medianoche y embarcó en El
Havre. Diez días en el entrepuente, la estatua de la Libertad, la isla de Ellis.
¡Nueva York! Una confusión infinita, arrastrado por un mar de esperanzas y
sueños, las aceras atiborradas de sus colegas aventureros, todo el mundo
podía ser millonario si lo intentaba. Los centavos ahorrados para un traje
nuevo; los despachos, editores, almuerzos, palabras de ánimo, esperanzas de
éxito, luego, por último…, un conserje.
Conserje con un alias. Un nom de mop. La caricatura de un capitalista con
un puro lo amenaza: «Tú, Cohen, ¿y esto es un suelo limpio para ti? ¡Mira
aquí! ¡Y allí!». Con el sombrero en la mano, siempre con el sombrero en la
mano. El inmigrante obsequioso, sonrisa tras sonrisa, el sudor corriendo en
las axilas.
Pero ¿que iba a hacer en Shanghai? ¿O en Zanzíbar? ¿Dónde, además,
estaba Zanzíbar? ¿O sólo existía en las películas de piratas?
En la mesa, ante él, una «Underwood» de segunda mano, comprada en
una tienda de trastos viejos, sin duda el becerro de oro de algún novelista
frustrado. Pobre cosa, tener que abandonarla en la esquina de una calle
cualquiera; también debería huir de ella, una vez que escribiera las palabras
prohibidas, con sus personajes tan peculiares e identificables. Szara, perezoso
pulsó el teclado con sus dedos índices, en polaco, y añadió los acentos con un
lápiz afilado.
Con el musical sonido de fondo de la hora de almorzar que le llegaba del
patio, André Szara escribió una historia para la revista. ¿Quién era el
misterioso hombre de la Ojrana? Se dice que existen ciertos documentos…
tiempos revolucionarios en Bakú… intriga… rumores que no cesan… quizás
en las alturas del actual Gobierno soviético… tradición del agent
provocateur, se sabía que Roman Malinowsky, elevado a la jefatura del

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Partido Bolchevique en la Duma rusa, había sido agente de la Ojrana, al
igual que el ingeniero Azeff, el cual encabezó la Batalla por la Organización
del partido Socialista Revolucionario y, en 1904, organizó personalmente el
asesinato de Plehve, ministro del Interior, con una bomba… desaparecido en
Siberia… se dice que los archivos se quemaron en 1917, pero ¿ardieron
todos? Estamos seguros de… ciertos secretos… una vez se conoce la
identidad… que el curso de la historia será alterado, una vez más, quizá de
forma violenta, por el hombre misterioso de la Ojrana.
Szara tenía anotada la dirección, escrita en clave personal, en una agenda.
Buscó un sobre y mecanografió en él Mr. Herbert Hull, Editor, y el resto. A la
mañana siguiente tendría tiempo de echarlo al correo. Siempre le gustaba
dejar que ese tipo de artículos reposara un tiempo, para releerlos más tarde,
con ojos frescos, por si había algo que necesitase cambiar.

Aquel atardecer dio un largo paseo. Si no otra cosa, se debía a sí mismo


una seria reflexión. Quizás estaba dejando que el destino decidiera por él,
pero si así era, no haría nada para impedirlo. Aquel día, París parecía una
película sobre París. Un viejo tocaba su concertina y unos pocos aristócratas
bailaban en la calle: los franceses suelen ser estirados como cuerdas de violín,
hasta que deciden relajarse y entonces pueden mostrarse deleitosamente
locos. O quizá fuese un día para algún rito especial —ocurría con frecuencia,
y Szara nunca supo con exactitud de qué iba—, y se esperaba que todo el
mundo hiciera lo mismo: comer un dulce en particular, comprar un ramo de
determinadas flores, acudir a un baile al aire libre en los bulevares. Se cruzó
con unos alborotadores callejeros: chaquetas holgadas, camisas negras,
corbatas blancas, hombreras características; luego se tomó una cerveza belga
en una barra de un café de la esquina. Una muchacha con una cabellera rubia,
fluida como el aire, pasó junto a él y dijo algo deliciosamente incomprensible.
Szara recordó y deseó a la muchacha de Berlín: era trágico vivir semejante
noche sin poder compartirla. En busca de la luz perenne, una bandada de
pájaros remontó el vuelo desde la aguja de una iglesia, rumbo al norte, y dejó
atrás las nubes rojas de un cielo evanescente. Tanta maravilla le hacía daño.
En su paseo se encontró ante la prisión de la Santé, y levantó la mirada hasta
las ventanas preguntándose si alguien desde ellas, al ver el mismo cielo,
saborearía la libertad de su propia vida. Se detuvo para comer una salchicha
con un panecillo francés que compró a una anciana asomada a la ventana de

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un quiosco. La mujer lo miró con ojos calculadores —conocía la vida—, y
aquella mirada le confirmó que él haría lo que fuera más conveniente.

Odile regresó de su ruta de correo el 12 de junio. La información recogida


por los agentes de Berlín, así como el material OTTER del doctor Baumann,
habían sido fotografiados en microfílme en el sótano de una carnicería de
Berlín; el carrete fue cosido dentro de una hombrera de su chaqueta para el
paso por la frontera alemana y el trayecto en tren hasta París. La mañana del
día 13, el carrete estaba revelado ya, y Szara, trabajando en la casa de la rue
Delesseux, tenía la respuesta a su petición cuidadosamente expresada —los
datos periféricos que le habían exigido, como si no tuvieran importancia—
sobre la identificación de los empleados administrativos de la «Fábrica
Baumann» y un esquema de sus personalidades. Baumann fue brusco:

PRODUCCIÓN FINAL PARA MAYO 5500. PROYECTAMOS PARA


JUNIO 6100 BASADOS EN PEDIDOS EN FIRME. LOS OTROS DATOS QUE
SOLICITA NO INCLUIDOS EN NUESTRO ACUERDO. OTTER.

Szara no sintió complacencia ante ese rechazo, pero tampoco sorpresa. La


semana anterior había hecho un viaje de un día a Bruselas para reunirse con
Goldman. La discusión lo había preparado para lo que el rezident sospechaba
que podía ocurrir, y preparó su mensaje de respuesta. Lo escribió en una hoja
de papel que haría llegar a Baumann en el siguiente viaje de Odile a Berlín:

HEMOS RECIBIDO SUS CIFRAS DE MAYO/JUNIO QUE


AGRADECEMOS COMO SIEMPRE. TODOS AQUÍ ESTAMOS
PREOCUPADOS POR SU SALUD Y BIENESTAR. LA LISTA ANOTADA SE
NECESITA PARA GARANTIZAR SU SEGURIDAD Y LE APREMIAMOS
FIRMEMENTE PARA QUE SATISFAGA NUESTRA PETICIÓN SOBRE ESTA
INFORMACIÓN. SÓLO NOS SERÁ POSIBLE PROTEGERLO, SI USTED NOS
DA LOS MEDIOS PARA HACERLO. JEAN MARC.

Falso, pero persuasivo. Como Goldman aseguró: «Decir a alguien que vas
a protegerlo es la manera más segura de que se dé cuenta que está
amenazado». Szara levantó la mirada de su plato de fideos y le preguntó si
Baumann no se encontraba en peligro. Goldman contestó con un
encogimiento de hombros. «¿Y quién no lo está?», fue su respuesta.
Szara cogió otra hoja de papel y escribió un informe a Goldman que luego

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sería retransmitido a Moscú. Supuso que Goldman, en su particular forma de
evaluar las cosas, se protegería a sí mismo, a Szara y a Baumann, por ese
mismo orden. Pasó el mensaje de Goldman a Kranov para que lo cifrara y lo
telegrafiara por la noche.
Szara consultó su calendario, hizo la anotación de la ruta de Odile para el
19 de junio, registró la transmisión recibida de Moscú y su próxima cita con
Sénéschal, aquella misma tarde, que haría más tarde. Aplastó un cigarrillo y
encendió otro. Se alisó el cabello con los dedos. Sacudió la cabeza para
despejarse. Horas, fechas, números, códigos, planes, y alguien que podría
morir si se equivocaba.
Una nueva hoja de papel.
Por medio de la autoridad portuaria de Lisboa se había informado de la
fecha de llegada prevista, el 10 de julio, de un crucero de «Kraft durch
Freude» procedente de Hamburgo. Si la misión correo de Odile era para el 19
de junio, Marta tendría tiempo de embarcar, en el supuesto de que hubiese
sitio en el barco. Durante una hora estuvo trabajando en la carta. Tenía que
ser sincera —Marta sentía un gran respeto por cierta clase de honradez—,
pero Szara sabía que no debía mostrarse demasiado cariñoso. Ella aborrecía
ese tono. Intentó ser despreocupado, pasémoslo bien, y romántico, necesito
estar a tu lado, al mismo tiempo. Difícil. De pronto dio un respingo en la
silla. ¿Dónde demonios iba a encontrar un sello alemán en París? Tendría que
pedir a Odile que comprara uno cuando se bajara del tren en Berlín. ¿Debía
confiarse a ella? No, mejor no. Era el Director delegado de la red, y eso
parecería otra forma de comunicarse con un agente. Hasta el amor puede
convertirse en espionaje, pensó. Pero, aparte de eso, ¿cuándo era su cita con
Sénéschal? ¿Y dónde? Lo había anotado en alguna parte, pero ¿en qué sitio?
¡Santo Dios!

4.20 de la tarde. Hipódromo de Auteil. Junto a la barandilla, frente a la


entrada de la sección D. Un lugar bien elegido para un treff: multitudes de
paso, rostros anónimos; excepto cuando llueve, como esta vez. Szara advirtió
de inmediato que él y Sénéschal acabarían por estar juntos y solos, a la vista
de miles de personas lo bastante sensatas, que se habrían resguardado de la
lluvia bajo la gran tribuna cubierta.
Qué negocio, pensó. Cuando Sénéschal apareció por la puerta de acceso,
Szara silbó fuerte para llamar su atención. Sin decir palabra, ambos subieron

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hasta la última fila de la tribuna; mientras, unos caballos se cubrían de barro
al doblar la última curva de la pista.
—¡Allez, caballos de mierda! —exclamó con desaliento un anciano
sentado en una localidad del pasillo.
Szara tenía la cualidad de percibir los cambios de humor, y en seguida se
dio cuenta de que Sénéschal no se encontraba a gusto. El enredado cabello del
abogado estaba empapado y húmedo el cigarrillo que llevaba entre los labios.
A nadie le gusta mojarse, pero no era por eso. Tenía el rostro pálido y tenso,
como si, sorprendido por algo, el optimismo lo hubiera abandonado.
Durante un rato contemplaron el galope de los caballos; la voz de un
francés excitado que anunciaba la carrera, apenas se oía a través de un
anticuado sistema de altavoces, lleno de carraspeos y ruidos de fondo.
—¿Un fin de semana difícil con Fräulein? —preguntó Szara en tono
amistoso. Tenía la sensación de que la romántica excursión a Normandía no
había resultado como el otro esperaba.
—No. —Se encogió de hombros—. No estuvo mal. Se entrega como una
mujer enamorada. Hace cualquier cosa para agradarme, porque entre
enamorados todo está bien. Cuando me ve poco apasionado, echa mano de
sus trucos. Tú que eres hombre, Jean Marc, ya me entiendes.
—No resulta siempre fácil —dijo Szara—. Los humanos no son de acero,
y eso incluye a los comunistas.
Sénéschal miró los ocho caballos que aparecieron bajo la lluvia para la
siguiente carrera.
—¿Quieres que te demos un respiro? Podríamos inventarnos un viaje,
algo relacionado con el Ministerio de Asuntos Exteriores. La crisis de Grecia,
por ejemplo.
—¿Hay crisis en Grecia?
—Siempre la hay.
Sénéschal gruñó. No parecía interesarle mucho la idea.
—Desea que nos casemos. En seguida.
—No quiero pensar que no has usado…
—No. No es eso. Cree que van a despedirla, y que deberá regresar a
Alemania caída en desgracia. Este fin de semana, después de muchos
mimitos, suspiros y jadeos, hubo lágrimas. Una verdadera inundación. Se
puso roja como un tomate y estalló. Llovía mucho allá arriba. Todo el fin de
semana con las cortinas de las ventanas echadas. Lloraba a gritos y traté de
consolarla, pero no había manera. Ahora, según ella, sólo puede quedarse en
Francia si se casa. Conmigo. En cuanto a mi puesto en Exteriores y la

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información que me pasaba…, bien, ¿qué se le va a hacer? Viviremos del
amor, asegura ella.
—¿Te explicó lo que ha sucedido…?
—Parloteaba como una cotorra. Lo que saqué en limpio fue que su jefe,
Herr Stollenbauer, está siendo presionado. Lötte se pasó toda la semana
pasada recorriendo París en taxi, y dice que los taxistas de París la asustan,
porque no había coches disponibles en la Misión. Dice que fue a todas las
tiendas de prestigio de la ciudad: «Fauchon», «Vigneau», «Rollet»… los
traiteurs[5] más refinados, ¿sabes?, en busca de algo que se llama Rote
Grütze. ¿Sabes de qué se trata? Porque yo no tengo ni idea.
—Una especie de salsa dulce. Hecha con frambuesa roja.
—Pues verás: quieren alquilar una casa, en las afueras. En Suresnes o en
Maison-Laffite, algún sitio así. Según ella, no tienen inconveniente en pagar
lo que sea, pero los propriétaires franceses se toman su tiempo, quieren
papeles firmados, garantías bancarias, ahora esto, luego aquello. Tanta
ceremonia enloquece a los alemanes; ellos creen que con dar el dinero todo
está hecho. Piensan que los franceses se dejan sobornar, y no se equivocan,
pero no entienden que, al tratarse de propiedades, son muy desconfiados. De
lo que ella me contó, deduzco más o menos, lo que acabo de decirte. Y
mientras más difícil está el asunto, más presionado se siente Stollenbauer y
más le grita a ella. Lötte no está acostumbrada a ese trato, así que la solución
es casarse, quedarse en Francia y, supongo, decirle a Stollenbauer que
rescinde su contrato.
—Así que alguien viene a París.
—Évidemment.
—Alguien con un asistente que llama y dice «Oh, sí, y asegúrate de que el
hombre tendrá su salsa Rote Grütze cuando coma su pannküchen».
—¿Tengo que irme al bosque en busca de frambuesas?
Szara quedó horrorizado al ver que no había sombra de ironía en la
pregunta de Sénéschal.
—No te preocupes —lo tranquilizó. Se dio cuenta de que Sénéschal
estaba a punto de derrumbarse. Físicamente era valiente, eso Szara lo daba
por descontado, pero la perspectiva de una vida diaria casado con Huber le
destrozaba los nervios. Szara habló en tono autoritario—. Te casarás con la
francesa de tus sueños, no con la Fräulein. Considéralo como una orden.
La información que acababa de oír era sugerente. Sus viejos instintos —
los del periodista que huele una historia— se habían despertado con fuerza.
De pronto, los caballos que se agitaban entre el barro le parecieron

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triunfantes, símbolos de victoria: los ollares olfateando, el brillo de los flancos
cuando coceaban. El asunto de la Rote Grütze resultaba bastante curioso, pero
la búsqueda de una casa segura era interesante. Las Misiones Comerciales no
buscaban casas seguras. Eso era asunto de la Embajada, una tarea que se
encomendaba a los agentes de Inteligencia de la plantilla. Pero habían
marginado a la Embajada, y eso indicaba un gran secreto un gran secreto
significaba un pez gordo, y había que averiguar de quién se trataba. Cámaras
fotográficas, pensó, cualquier cámara fotográfica. Tomó una decisión.
—No van a despedir a Huber —dijo—. Todo lo contrario. Stollenbauer
caerá a sus pies. Y en cuanto a ti, el único problema que tendrás será
encontrarte con una mujer triunfadora, una estrella de la escena, la pantalla y
la radio. Una princesa. Exigente, supongo, pero no tanto que no puedas
manejarla.

Merced a movilizarse al máximo, los contactos de Szara dieron su


resultado a los pocos días.
Se localizó un traiteur alsaciano; una sonriente Lötte Huber salió de su
establecimiento, seguida de un taxista, jadeante bajo el peso de dos cajas de
salsa Rote Grütze en vasijas de barro, especialmente diseñadas por el
comerciante. También estaba a su disposición para ofrecerles weisswurst,
jaegerwurst, y sauerkraut[6] curada en fresco, sutilmente perfumada con
enebro porque —y aquí el traiteur de mejillas sonrosadas se inclinó sobre el
mostrador y habló en un alemán exquisito y educado— «un hombre
aficionado a la Rote Grütze querrá siempre, siempre, madame, una pizca de
enebro en su sauerkraut. Es el paladar de lo picante. Y somos expertos en ese
paladar».
Schau-Wehrli desechó el dilema de la casa con un gesto despectivo de la
mano, digno de su temperamento suizo. Sondeó a sus amigos y colegas
progresistas del Instituto Internacional de la Ley y pronto localizó una
mansión adecuada. Estaba en Puteaux, en las afueras de la ciudad, una zona
de clase obrera ida a más, cercana a los muelles de carga de la «Citroen», en
la curva sudeste del Sena. Ladrillos rojos y hollín por todas partes, pero en
cada ventana hacían centinela tiestos con flores, y el único escalón delante de
cada puerta de entrada se barría cada día a las ocho de la mañana. Al final del
distrito había una mansión de tres plantas, con el tejado de pizarra, que había
pertenecido a un médico ya fallecido —objeto de un interminable pleito—,
rodeada de una alta tapia cubierta de hiedra y el acceso vedado por una gran

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cancela de hierro forjado. Por fuera parecía la casa de la historia del miedo,
pero la tapia con la hiedra escondía un jardín, grande y cuidado. Retiraron las
fundas de los muebles, y un ejército de mujeres puso todo en disposición de
ser usado. El camino de entrada fue jalonado con tiestos de terracota llenos de
geranios en flor.
Tal como Szara había predicho, Stollenbauer se sintió liberado de su
pesada carga como por arte de magia. La visita anunciada seguía poniéndole
nervioso; pero, por muy mal que fueran las cosas, ahora sabía, por lo menos,
que tenía en quién apoyarse. ¡Nada menos que en la pequeña y gordita Lötte
Huber! ¿No había dicho siempre que algún día ella demostraría lo que valía?
¿No había adivinado él siempre todo el talento y la iniciativa de esa mujer?
Había sido tan lista al conseguir la casa. Al contrario que sus pomposos
ayudantes —sólo sabían gritar por teléfono en su francés gutural—, la astuta
Lötte, con su femenino instinto, había dedicado su descanso del fin de semana
a recorrer diversos lugares, preguntando a las mujeres en el mercado si sabían
de alguna casa para alquilar que no exigiera mucho papeleo.
Entretanto, Szara puso sus fuerzas en orden de batalla y estableció su
propia línea de trabajo. Oh, Goldman fue informado, tenía que serlo, pero el
cable era una obra maestra del género. —Misión Comercial aparentemente a
la espera de un visitante importante en momento no determinado aún—, con
pocas probabilidades de que semejante comunicado atrajera de repente al
codicioso rezident desde Bruselas para atribuirse el mérito.
Una noche, con una copia de la llave de la casa, Szara y Sénéschal fueron
a echarle un vistazo. A Szara le hubiera gustado grabar cuanto se hablara,
pero hubiese resultado demasiado peligroso tener escondido a un agente para
que se ocupara del aparato de grabación. Además, los visitantes importantes
dispondrían también de su agente de seguridad, gente que ve con horror y
sospecha las arrugas de una alfombra, los cables enredados y la pintura fresca.
En lugar de eso, fueron a visitar a una señora pequeñita, parecida a un
pájaro, viuda de un cabo de Artillería, que vivía en la planta superior de la
otra casa al otro lado de la calle, y desde cuya ventana de la sala de estar se
veía el jardín. Un asunto delicado —explicaron a la buena señora—; una
esposa descarriada, un ministro del Gobierno…, la mayor discreción.
Mostraron sus documentos de identidad, oficiales en apariencia, con barras
rojas en diagonal, y le entregaron un abultado sobre lleno de francos. Movió
la cabeza en un gesto de asentimiento y complicidad; quizá fuese vieja, pero
conocía el mundo mejor de lo que ellos suponían. Bienvenidos a su ventana;

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ya era hora de que ocurriera algo en esta vieja y aburrida calle. ¿Y querían
saber un par de cosas de la esposa del carnicero?
Stollenbauer llamó a Lötte a su despacho, la invitó a sentarse en una silla
estrecha y alta, rozó ligeramente con sus dedos las rodillas de ella y le
confesó, en estricto secreto, que el visitante era un colaborador del propio
Heydrich.

Sénéschal había encaminado a Lötte Huber al «descubrimiento» de la casa


segura y de la salsa Rote Grütze, y le había dicho cómo explicar estos éxitos.
El nuevo sentimiento de orgullo que la embargada hizo que se cerrara como
una almeja. Bajo la tutela de Szara, Sénéschal la presionó cuanto pudo. Le
dijo que el puesto importante estaba ahora a su alcance en el Ministerio de
Asuntos Exteriores, ¿iba a ser para él o para su enemigo jurado? De ella
dependía.
La llevó a cenar a «Fouquet», y la atiborró de tostadas triangulares
untadas de una espesa capa de paté de hígado de gansa, acompañadas de una
botella de «Pomerol». El vino la puso simpática, divertida y romántica, pero
no comunicativa. Al final se pelearon. ¿De qué le servía al Ministerio de
Asuntos Exteriores francés, preguntó ella, la información sobre un
colaborador de Heydrich que iba a venir para una reunión importante? Ése era
exactamente el tipo de asuntos que les interesaba, dijo él. El jefazo de su
oficina era, en secreto, un gran admirador de Hitler y podía contar con él para
todo si no surgían problemas con la reunión. Por eso necesitaba saber todo lo
relacionado con ese encuentro. «No —replicó ella—, empiezas a parecer un
espía». Sénéschal palideció y Szara aún más cuando fue informado de la
conversación.
—Pídele excusas —le ordenó Szara—. Dile que te excediste y cómprale
unas joyas —concluyó mientras sacaba un fajo de billetes de su bolsillo.
Szara aceptó lo inevitable. No iban a poder sacarle la fecha de la reunión o
los nombres de los asistentes; la vigilancia era la única opción que les
quedaba. No debían arriesgarse a presionarla demasiado: podían perderla. Por
primera vez, y no sería la última, percibió un velo de inquietud.
Fueron hasta Puteaux en el coche de Sénéschal, estacionaron en la
estrecha calle y vigilaron la casa: una vigilancia técnica que duró una hora y
doce minutos exactamente, acaso un récord por su brevedad. Los niños los
miraban, las muchachas pasaban una y otra vez haciéndose las distraídas, un
barrendero malhumorado raspó la tapa del cubo de la basura con su escoba de

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esparto y un borracho les pidió dinero. Incomodidad era poco para definir lo
que sentían; estaban en un vecindario donde aquello no podía hacerse de
ninguna manera.
Odile regresó de su viaje a Berlín el 22 de junio (Baumann no contestó),
así que ella pudo ayudar a Sénéschal y Szara a turnarse en la vigilancia,
sentados en la salita de la anciana dama. Para entonces, el velo de inquietud
se había convertido en una nube que no tenía trazas de desaparecer. Goldman
tenía la gente adecuada para hacer aquel trabajo y Szara debía improvisar con
los recursos a su alcance. La vigilancia desde la casa de enfrente era una cosa
en la teoría, pero otra muy distinta en la práctica. El frío edificio de piedra
estaba vivo, con vecinos inquisitivos a quienes no se podía eludir en la
escalera. Szara se cuadró de hombros riñéndose a sí mismo —soy un policía
—, y dejó que la anciana señora se ocupara del inevitable chismorreo.
Además, la dama parecía encontrarse a gusto en medio de tanta atención.
Pero lo que no le gustaba era la compañía de ellos. Estaban…, bueno, allí. Si
leían el periódico, éste hacía ruido; si quería limpiar la alfombra, tenían que
levantar los pies. Odile encontró, por fin, la manera de salvar la situación:
descubrió que la anciana sentía pasión por un juego de cartas llamado
bezique, parecido al pinacle. La vigilancia se convirtió en una partida de
cartas más o menos continua, y los tres se conjuraron para jugar no muy bien,
y así dar lugar a que la señora ganara unos pocos francos.
La nube de inquietud se extendió hasta convertirse en niebla. No tenía
sentido alguno que Sénéschal y Odile mantuvieran la vigilancia si no podían
localizar a Szara cuando ocurriera algo. Era su operación. Pero las normas
prohibían terminantemente que los agentes conocieran su domicilio o —
mucho peor— la base de comunicaciones. Tuvo que buscarse en Suresnes una
pensión que tenía el teléfono en el pasillo; dio un nombre falso a la patrona y
pagó un mes por adelantado, y allí permanecía cuando no estaba de turno en
Puteaux, a la espera de que Sénéschal u Odile le telefoneara desde el café de
una calle inmediata a la casa de la anciana señora.
La espera.
La gran maldición del espionaje: el Padre Tiempo con pies de plomo, el
esqueleto unido al teléfono por una tela de araña…, cualquier imagen valdría.
Si uno tenía suerte y se era bueno, la oportunidad se presentaba. Y luego la
espera.
Llegó julio. París hervía bajo el sol, se olían las carnicerías antes de llegar
a ellas. Szara esperaba sentado, sudando en la habitación desnuda, sin que un
solo soplo de aire entrara por la ventana. Leía noveluchas francesas, miraba

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por la ventana. Quise entrar en el mundo del espionaje, pensó, y aparezco
solo en una pensión, como el clásico solitario de un cuento de Gogol. Había
una mujer que vivía abajo, al lado de la entrada, de unos cuarenta años, teñida
de rubio y metida en carnes. Metida en carnes la primera semana, suntuosa la
segunda, como una modelo de Rubens a partir de entonces. También parecía
esperar algo, aunque Szara no podía imaginar qué.
De hecho, debía imaginarlo. Su presencia en la entrada era anunciada por
un rastro de perfume —Cri de la Nuit barato, penetrante, dulzón, que le
incitaba a imaginar cosas absurdas. Como su boca provocativa, en una mueca
permanente que decía al mundo, y en especial a Szara, «¿Y bien?».
Antes que él pudiera contestar, el teléfono sonó.
—¿Puedes venir a cenar? —Era Odile.
Con el corazón desbocado, Szara encontró un taxi destartalado delante del
Ayuntamiento de Suresnes y llegó a la casa de Puteaux en pocos minutos.
Odile se había apartado de la ventana y miraba a través de unos gemelos de
teatro. Se los pasó con una sonrisa de triunfo reprimida.
—Segunda planta —dijo—. A la izquierda de la entrada.
Cuando él miró, no había nadie donde Odile decía, pero en la planta de
arriba divisó a dos hombres indefinidos con trajes oscuros, casi ocultos por las
cortinas de gasa de la ventana. Desaparecieron, y volvieron a aparecer en una
habitación contigua, inspeccionando las cortinas.
—Una comprobación de seguridad —dijo Szara.
—Sí —confirmó Odile—. El coche lo tienen estacionado al final de la
calle.
—¿Qué modelo es?
—No me he fijado.
—¿Grande?
—Oh, sí, y brillante.
Szara sintió que la sangre circulaba más de prisa por sus venas.

La tarde siguiente, el 8 de julio, ellos volvieron. En esa ocasión Szara


estaba de turno. Había retirado de la ventana la mesa de jugar a las cartas;
después de pedir permiso a la anciana señora, se quitó la camisa y quedó en
camiseta, sin mangas, con la colilla entre los labios, un mazo de cartas delante
de él y la expresión hosca. Esta vez, un hombre corpulento, con una corbata
de lazo, acompañaba a los otros dos y desde la abierta verja miró con atención
a Szara el cual le devolvió la mirada. Un Brassai viviente, pensó, jugador de

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cartas en Puteaux; sólo le faltaba un pañuelo de hierbas anudado al cuello. El
hombre de la corbata de lazo apartó por fin la mirada y cerró poco a poco la
cancela que impedía la vista del jardín desde la calle.

El 9 de julio fue el día.


A las dos en punto de la tarde, dos «Panhard» de color negro brillante
llegaron hasta la puerta. Uno de los agentes de Seguridad se bajó del primer
coche y abrió la verja mientras su compañero enfilaba el coche hacia la
entrada. El segundo vehículo giró de tal forma que permitió a Szara
identificar al conductor como el hombre de la corbata de lazo. También pudo
vislumbrar al pasajero, sentado detrás del chófer, mirando por la ventanilla en
el momento que el «Panhard» trasponía la entrada y el agente de seguridad
empujaba la verja para cerrarla. Szara calculó que el pasajero tendría unos
cuarenta años. Quizá su ángulo de visión, desde arriba, lo confundiera, pero a
Szara le pareció bajo y grueso. Llevaba el cabello, negro, peinado con raya, y
tenía el rostro moreno, de rasgos acusados y ojos negros y pequeños. Se había
vestido con un traje cruzado, camisa de cuello duro y alto y corbata gris de
seda. Gestapo, pensó Szara; vestido como un diplomático, pero su rostro
denunciaba al policía y al criminal a la vez, con esa convicción de poder que
Szara había visto en algunos rostros alemanes, en especial —sin importar que
predicaran el ideal nórdico— en los hombres morenos que gobernaban la
nación. Alguien importante, reconoció Szara. La única mirada por la
ventanilla había hecho la pregunta ¿se me ha complacido?
—Diez de trébol —dijo la anciana señora.
Quince minutos más tarde, un «Peugeot» gris se detenía delante de la
casa. Un hombre con facciones de halcón bajó por el lado más alejado de
Szara y el coche se marchó de inmediato. El hombre miró a su alrededor un
instante, se arregló el nudo de la corbata y tocó el timbre de la puerta.
Dershani.

Sénéschal llamó a la puerta con dos golpes y luego entró en el


apartamento.
—¡Cristo, qué calor!
Se derrumbó en un sillón y puso cuidadosamente una «Leica» entre las
fotografías enmarcadas de una mesita coja. Su traje estaba estropeado sin
remedio, con círculos oscuros en las axilas, y tenía una mancha gris de tinta

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de imprenta en la pechera de la camisa. Las dos últimas horas había estado
tendido sobre periódicos en el canalón de un tejado inclinado. Las volutas de
adorno del edificio ofrecían un motivo fotográfico adecuado.
—He sacado fotografías de todos los coches —dijo mientras se enjugaba
la cara con un pañuelo—. Varias del que abrió la puerta. Intenté sacar al que
lo acompañaba, pero no sé cómo habrá salido, quizás un cuarto de perfil, y se
estaba moviendo. En cuanto al rostro del que estaba en el asiento de atrás del
segundo «Panhard», hice dos; ya veremos si salen.
Szara asintió con un gesto y sin decir palabra.
—¿Y bien? ¿Qué piensas?
Szara señaló con los ojos a la anciana señora, esperando impaciente a que
terminara la partida.
—Demasiado pronto para saber alguna cosa. Aguardaremos que salgan al
jardín.
—¿Y qué pasa si llueve?
Szara miró el cielo, un gris jaspeado por la humedad de París.
—No antes de esta noche —dijo.

Aparecieron justo antes de las cinco; una pausa en la negociación. Odile


había llegado a su hora habitual y Szara, retirándose de la ventana, usó sus
prismáticos.
El hombre que había tomado por agente del Servicio de Inteligencia
alemán, era bajo y grueso, tal como había supuesto. El aumento de la lente le
permitió ver una pequeña cicatriz en la ceja izquierda, la marca de honor de
un matón callejero. Los dos hombres se detuvieron unos instantes en el
zaguán que daba al jardín, con las dos puertas francesas abiertas tras ellos. El
alemán hablaba lentamente, Dershani asentía con la cabeza; entonces
empezaron a pasear juntos por el jardín. Eran la imagen misma de la
diplomacia, caminaban pensativos, las manos cruzadas a la espalda, seguían
la conversación con lentitud, escogiendo las palabras con sumo cuidado.
Szara enfocó los prismáticos a los labios; pero, para sorpresa suya, no pudo
saber si hablaban alemán o ruso. Una vez se echaron a reír. A Szara le pareció
oír la risa, llevada por el cálido aire de la tarde, ya avanzada, en medio del
gorjeo de los gorriones que revoloteaban entre los árboles del jardín.
Sólo dieron una vuelta al sendero de gravilla; se detuvieron una vez,
cuando el alemán señaló un manzano, luego volvieron a la casa, cediéndose el

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paso ante la puerta. Dershani rió, dio una palmada en el hombro del alemán, y
pasó el primero.
A las siete y veinte, Dershani abandonó la casa. Siguió la dirección por
donde había ido su coche y desapareció de la vista. Unos minutos más tarde,
el agente de seguridad abrió la verja y, después de salir el coche, volvió a
cerrarla. Subió junto al conductor y el «Panhard» se puso en marcha. En el
jardín, el sol poniente alargó las sombras sobre la hierba agostada, los pájaros
cantaron y nada se movió en el quieto aire del verano.

—Tiens —dijo la anciana señora—. ¿Caerá el Gobierno mañana?


—No, Madame. —El tono de Sénéschal era serio—. Puedo informarle
confidencialmente que, gracias a la gran amabilidad y paciencia de usted, el
Gobierno no caerá.
—Oh, qué lástima.
Odile fue la primera en irse; se marchó caminando hasta la estación de
Metro de Neuilly. Sénéschal desapareció en el lavabo de la anciana señora del
que surgió unos minutos más tarde con un ligero olor a alcanfor. Entregó un
carrete a Szara; éste dio las gracias a la anciana, le dijo que quizá volverían al
día siguiente, y le dio un nuevo fajo de billetes. Después, los dos abandonaron
la casa para perderse en la humedad del crepúsculo.
El coche de Sénéschal se encontraba estacionado varias manzanas más
abajo. Caminaron por calles que, al ser la hora de la cena, estaban desiertas; el
olor a cebolla y a patatas fritas salía por las ventanas.
—¿Lo intentamos de nuevo mañana? —preguntó Sénéschal.
—Creo que ya han hecho lo que venían a hacer —dijo Szara después de
reflexionar un momento.
—¿Estás seguro?
—No. Te llamaré al despacho, si no tienes inconveniente. —Como
quieras.
—Debo expresarte nuestra gratitud. —Para hacer más íntima la fórmula
añadió—: Quiero darte personalmente las gracias por todo lo que has hecho.
Y lamento que hayas arruinado tu camisa.
—No tiene importancia —dijo Sénéschal mirándose la camisa—. Mi
amiguita es una maravilla. Si algo se estropea, ella sabe siempre cómo
arreglarlo. Dice que no se debe tirar nada, que todo puede durar un poquito
más.
—¿Sabe lo de tu… asunto amoroso?

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—Siempre lo saben, Jean Marc. Forma parte de la vida de los franceses.
De eso tratan todas esas canciones tristes de los cafés.
—Pero estás enamorado.
—Oh, esa palabra. Tal vez sí, tal vez no. Pero ella es mi consuelo, lo sepa
o no. L’amour lo arregla todo, y más en París.
—Espero que sea así.
—¿Tienes una amiga?
—Sí. O acaso debiera decir «quizá».
—¿Te trata bien?
—Sí.
—Et alors?
Szara se echó a reír.
—Además, apuesto que también es guapa.
—Ganarías. Aunque no es de ésas que atraen la mirada de todos. Hay algo
especial en ella.
Llegaron al coche. Una tufarada de la tapicería recalentada salió del
vehículo cuando Sénéschal abrió la portezuela.
—Vamos a tomar una cerveza. Queda mucho tiempo hasta la hora en que
sueles desaparecer.
—Gracias —contestó Szara.
Sénéschal giró la llave y el «Renault» empezó a recobrar vida, ayudado
por la mano experta de Sénéschal al manipular la entrada de aire.
—Este puto coche bebe petróleo —dijo irritado, mientras aceleraba el
motor.
Recorrieron las tortuosas calles de Puteaux, cruzaron el Sena por el puente
de Suresnes —las gabarras estaban cubiertas de tiestos de flores y ropa
tendida—, luego el Bois de Boulogne apareció a su izquierda —las parejas
paseaban por él, los hombres con la chaqueta al brazo— y sonó un organillo.
Sénéschal detuvo el coche junto a un puesto de helados.
—¿De qué clase?
—De chocolate.
—¿Doble?
—Claro. Toma unos francos.
—Guárdalos.
—Insisto.
Sénéschal rechazó el dinero y compró los helados. Regresó al coche y
condujo con una mano por el bosque.
—Mira, ahora sí que tendré que tirar la camisa.

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El helado doble de Szara era delicioso. Mientras lo comía, miraba las
muchachas con sus vestidos veraniegos.
Pero no podía quitarse de la cabeza lo que había visto aquella tarde.
Aquella imagen rondaba en su mente como una mariposa alrededor de una
lámpara. No entendía la escena, qué significaba y qué debía hacer. Había
visto algo que no debía haber visto, ésa era su única conclusión. Acaso no
tenía importancia; los Servicios de Inteligencia hablaban entre ellos cuando
les interesaba, y París era una buena zona neutral para hacerlo.
—Si tienes tiempo, podíamos ir a una brasserie —dijo Sénéschal.
—Buena idea. ¿Alguna que conozcas?
Sénéschal lo miró extrañado. Szara reconoció su error: no podían ir donde
fuera conocido.
—Ya encontraremos una que nos guste —dijo por fin—. En esta ciudad es
difícil equivocarse.
Se metieron en el distrito Quince, por el bulevar Lefebvre dirección este.
—Estamos en la zona adecuada —dijo Sénéschal—. Aquí hay locales
enormes, para familias enteras, incluidos niños y perros. En una noche como
ésta las terrazas estarán…
El «Renault» se detuvo renqueante delante de un semáforo rojo; un
hombre gordo con tirantes miraba libros en un puesto callejero. El «Panhard»
se acercó suavemente hasta detenerse al lado de la ventanilla de Sénéschal.
Visto desde la ventana del apartamento de la anciana señora era un
hombre indefinido vestido de traje. Ahora, asomado a la ventanilla, al lado del
conductor, resultaba mucho más real que eso. Era joven, todavía no llegaba a
los treinta, ágil y vivaz. Llevaba el cabello suelto, con un flequillo rebelde
sobre la pálida frente.
—Por favor —dijo en un francés medido—, ¿podemos hablar un
momento?
Sonrió y Szara pensó: Qué ojos tan alegres. Por un instante, se quedó sin
aliento.
—Por favor, ¿sí? —insistió el joven.
El conductor era de más edad, su rostro una silueta al contraluz de las
farolas del bulevar.
—No seas tan jodidamente educado —soltó con un gruñido en alemán.
Giró la cabeza y miró a Sénéschal. Fumaba un puro y la punta del cigarro
era un resplandor rojo cada vez que aspiraba. Su rostro, el clásico del obrero
alemán, estaba abotagado y estólido; llevaba el cabello afeitado por encima de
las orejas.

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El semáforo se puso verde. Un claxon sonó detrás de ellos.
—Arranca —ordenó Szara.
Sénéschal soltó el embrague y el motor se caló. Entre maldiciones y
jadeos, giró la llave de la puesta en marcha y buscó a tientas para cerrar el
aire. El conductor del «Panhard» soltó una carcajada, su compañero continuó
sonriendo. Como un payaso en una pesadilla, le pareció a Szara.
El motor cogió resuello y el «Renault» se alejó del semáforo. Sénéschal
giró de repente por una bocacalle, siguió a toda velocidad por un camino
estrecho bordeado de altas tapias —el coche se balanceaba y vibraba—, pero
cuando trató de girar para volver al tráfico del bulevar, se encontró de nuevo
con un semáforo en rojo. El «Panhard» se colocó a su lado.
—¡Guay, vaya frenazo! —exclamó el hombre sonriente.
—Oiga —dijo el conductor en francés—, no nos obligue a ir detrás de
usted toda la noche…
El tráfico empezó a moverse y Sénéschal logró meterse entre dos coches.
El «Panhard» trató de seguirlos, pero el conductor de un pequeño «Fiat» se
interpuso al tiempo que les dirigía una mirada de furibundo desprecio.
—¿Qué hago? —preguntó Sénéschal a Szara. Éste trató de pensar algo,
como si supiera de qué forma salir del paso.
—Mantente dentro del tráfico —dijo al cabo.
Sénéschal afirmó vigorosamente con la cabeza, estaba dispuesto a hacer lo
que Szara le dijera. Mantuvo al vehículo dentro de la corriente de tráfico, pero
éste empezó a hacerse más fluido a medida que se acercaban al extremo
oriental de la ciudad. Al detenerse en el siguiente semáforo, se inclinó para
mirar por el retrovisor y comprobó que el «Panhard» iba dos coches más
atrás, en el carril adyacente. El joven advirtió su gesto y sacó una mano que
agitó en un saludo. Cuando la luz cambió, Sénéschal pisó el acelerador a
fondo, sorteó al coche que tenía delante, cambió al carril de la izquierda,
apagó los faros y cruzó el tráfico que venía de frente para dirigirse hacia una
calle lateral.
Szara giró la cabeza y no vio el «Panhard». Sénéschal empezó a girar a la
derecha, a la izquierda, zigzagueando en la oscuridad de las desiertas calles
laterales, mientras Szara miraba si los seguían.
—¿Tienes idea de dónde estamos? —preguntó.
—En el Trece.
Un distrito miserable, a oscuras, con persianas de corcho en la puerta de
las tiendas. Al final se veía un ancho bulevar y Sénéschal detuvo el coche,

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pero dejó el motor en marcha. Encendieron sendos cigarrillos y Szara notó
que sus manos temblaban.
—El pasajero del coche estaba en la casa —dijo Sénéschal—. Tú tienes su
fotografía. Pero el otro, el del puro, ¿de dónde ha salido?
—No tengo ni idea.
—Nazis —apuntó Sénéschal—. ¿Les has visto el rostro?
—Sí.
—¿Que querían?
—Hablar, eso dijeron.
—Ah, sí. Me lo creo —dijo con furia y sacudió la cabeza—. ¡Mierda!
—Ya les llegará la hora —dijo Szara.
—¿Lo has oído?, ¿a aquel gilipollas? «Por favor, ¿podemos hablar un
momento?». —Sénéschal lo dijo en tono afeminado y ridículo.
—Ha sido una buena idea, eso de cruzar a la izquierda.
—Se me ocurrió de repente —dijo Sénéschal con un leve encogimiento de
hombros. Tiró la colilla fuera del coche, pisó el embrague para meter la
primera y encendió los faros. Giró a la izquierda y entró en el bulevar.
—Un mal barrio —comentó—. Nadie viene aquí de noche.
Después de conducir durante cinco minutos, se acercó a una boca de
Metro para dejar a Szara.
—Te telefonearé. Después de todo esto, nuestros contactos serán como
antes.
—Esperaré tu llamada —contestó Sénéschal con voz cansada y nerviosa.
El encuentro con los alemanes lo había aterrorizado. Ahora se sentía furioso.
El «Renault» se detuvo en un chaflán. Szara bajó y cerró la portezuela tras
él. Hundió las manos en los bolsillos, tanteando para comprobar que
conservaba el carrete fotográfico, y caminó aprisa hacia el Metro. Cuando
llegaba a la reja abovedada sobre las escaleras y comprobaba que se hallaba
en la estación Tolbiac, oyó un estallido metálico que resonó en todos los
edificios, seguido de un ruido de cristales rotos dispersándose por la calzada.
Sintió que se le helaba la sangre. Miró hacia donde se había producido el
accidente. Dos manzanas más allá, el «Renault» estaba doblado, con el morro
de otro automóvil empotrado en la portezuela del conductor. La del otro lado
estaba abierta de par en par, y había algo en el suelo, a unos pocos metros de
distancia. Szara echó a correr. Dos hombres salieron del coche negro que
había colisionado con el «Renault». Uno de ellos se cogía la cabeza con las
manos y se sentó en la acera. El otro corrió hacia lo que había en el suelo y se
inclinó para mirar. Szara se sintió morir, y buscó refugio entre las sombras de

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un edificio. Las ventanas se iluminaron y la gente se asomó a ellas. Las luces
de la calle se reflejaban en los regueros de líquido que salía de los dos
vehículos y el olor a gasolina llegó hasta Szara. El hombre que estaba
inclinado sobre lo que yacía en el suelo se puso en cuclillas por un momento,
como si buscara algo; de pronto se levantó y pateó con salvajismo lo que tenía
a sus pies. La gente empezó a salir a la calle, todos hablaban con excitación.
El hombre del «Dauphine» regresó, cogió al otro debajo de los brazos y tiró
de él hacia arriba; cuando lo hubo levantado, le hizo caminar a empujones.
Cruzaron el bulevar y se perdieron por una calle lateral.
Caminando de prisa, Szara se acercó al grupo de gente. El «Panhard»
tenía roto el parabrisas en la parte derecha, y la portezuela del conductor del
«Renault» estaba hundida y desplazada hasta la mitad del asiento por la
fuerza del impacto. Sénéschal yacía en el suelo boca abajo, cerca de la
portezuela abierta del otro lado, con la chaqueta sobre la cabeza y los faldones
de la camisa medio fuera de los pantalones. Un grupo de hombres lo rodeaba;
uno de ellos se inclinó para mirar más de cerca, le descubrió el rostro y se
irguió de inmediato, con los ojos cerrados, queriendo borrar lo que había
visto. Hizo un gesto de rechazo con la mano.
—No miréis —dijo.
Otro le interpeló.
—¿Has visto cómo le daba patadas? —Le temblaba la voz—. Ha pateado
a un hombre muerto. Lo ha hecho. Yo lo he visto.

TRANSMISIÓN 11 DE JULIO DE 1938 22.30 HORAS A JEAN MARC:


EL DIRECTORIO SE UNE A SU DOLOR POR LA PÉRDIDA DEL CAMARADA
SILO. INVESTIGACIÓN A CARGO DE YVES CON AYUDA DE ELLI,
INFORME AL DIRECTORIO LO ANTES POSIBLE CON CIRCUNSTANCIAS
PERTINENTES ESTE INCIDENTE, CONSIDERANDO ESPECIALMENTE
PREVIO ACCIDENTE DE ANTERIOR DELEGADO. ESENCIAL
DETERMINAR CIRCUNSTANCIAS EXACTAS DE AMBOS INCIDENTES EN
CUANTO A POSIBLE ORIGEN INTENCIONADO. TÉNGASE EN CUENTA
CUALQUIER POSIBILIDAD REMOTA. TODO EL PERSONAL DE OPAL
EN MÁXIMA ALERTA POR ACCIÓN HOSTIL CONTRA RED.

GRAVE PREOCUPACIÓN POR CONTINUIDAD PRODUCTO ARBOR,
PORQUE HÉCTOR ESTABA PRESENTE CUANDO CONTACTO INICIAL
ENTRE ARBOR Y SILO, Y HÉCTOR HA SIDO PRESENTADO COMO
AMIGO DE SILO. ¿PUEDE HÉCTOR ENCONTRAR MEDIOS PARA

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OPERAR COMO SUSTITUTO DE SILO EN ESTA RELACIÓN? HÉCTOR
MUESTRA PREOCUPACIÓN COMO AMIGO DE FAMILIA Y OFRECE
CONSUELO A SU ALCANCE. SE SUGIERE FUNERAL SILO COMO LUGAR
LÓGICO PARA ESTABLECER CONTACTO ENTRE HÉCTOR Y ARBOR.
COMO ALTERNATIVA, SI AFILIACIÓN POLÍTICA SILO DESVELADA,
¿PODRÍA PRESIONARSE SOBRE ARBOR? ¿COOPERARÍA ARBOR EN
ESTE CONTEXTO? RESPONDAN HASTA 14 JULIO.
OTTER DEBE SER PRESIONADO PARA AMPLIAR SU INFORMACIÓN.
NUEVAS MEDIDAS RECOMENDADA DENTRO DE 48 HORAS.
CANCELAR CUENTA N.º 414-223-8/74 EN BANOUE SUISSE DE
GINEBRA. NUEVA CUENTA N.º 609-846 DX 12 EN CREDIT LEMANS
OPERATIVA DESDE 15 JULIO A NOMBRE COMPAGNIE ROMAILLES CON
CRÉDITO HASTA 50 000 FRANCOS FRANCESES. 10 000 FRANCOS DEBEN
SER RETIRADOS POR CORREO PARA YVES. DIRECTOR.

Sentado en la sucia y calurosa habitación, en la que Kranov transmitía y


descodificaba, Szara dejó el mensaje a un lado. El desenlace frenético que el
Directorio proponía, el tono desabrido y la certeza del fracaso eran como para
deprimir a cualquiera. Echaba de menos al Szara que se hubiera rebelado
contra la calculadora actitud del Directorio, un hombre que, hasta no hacía
mucho, creía con verdadero apasionamiento que el único pecado
imperdonable del hombre era tener el corazón frío. Ahora había dejado de ser
ese hombre. Entendía lo que querían, entendía por qué lo querían, y sabía el
resultado: Lötte Huber estaba perdida. Valais o HECTOR, el amigo de
Sénéschal, también abogado y antiguo militante del Partido Comunista
francés, había estado con Sénéschal la noche en que se «encontraron» con
Huber y la amiga de ésta en el teatro, y había aparecido en escena para hacer
de confidente —Lötte, está tan preocupado y disgustado, que tendrías que
ayudarlo— y poner la operación en marcha. Pero Lötte nunca lo aceptaría
como amante; eso correspondía a un pensamiento analítico, un plan creado a
enorme distancia de los sucesos, basado en una ignorancia supina de las
personas implicadas. Valais era un hombre contemplativo y ponderado, un
normando de gran sensibilidad, carente de la fogosidad y el encanto
mediterráneos de Sénéschal.
Y chantajearla era absurdo. Huber lo echaría todo a rodar y pondría a la
Policía francesa tras sus talones. Moscú erraba claramente el blanco: primero,
cuando perdió al agente que luego Szara sustituiría, en un accidente de
automóvil en las afueras de Maçon; y ahora a Sénéschal, en lo que se les

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había presentado como otro accidente de tráfico, la tragedia de alguien que
causa el accidente y luego se da a la fuga.
Porque Szara no les había dicho la verdad.
De instrumento pasivo en la lucha entre jvosts había pasado a participante
activo.
¿Debía informar al Directorio y, en consecuencia, a Dershani, acerca de
las fotografías tomadas en el jardín de Puteaux? ¿De una reunión secreta de
destacados agentes de los espionajes soviético y alemán, quizás a nivel
diplomático, no tan secreta después de todo? Desvelada. Fotografiada. Acaso
el Directorio conocía el contacto de Dershani con el Servicio Secreto nazi.
Acaso no. Lo cierto era que los alemanes querían mantener el contacto en
secreto: el asesinato de Sénéschal lo probaba. Si informaba, ¿qué le tendría
reservado el NKVD? Prefirió no averiguarlo y, en lugar de eso, preparó un
plan para protegerse de cualquier posible represalia: informó a Schau-Wehrli
que, según el último informe de Sénéschal sobre Huber, la importante reunión
no había tenido lugar aún, y envió mensajes en este sentido a Goldman y
Moscú.
Odile, por supuesto, planteó un problema distinto, y tuvo que hablar con
ella personalmente. Odile tendría que decidir por sí misma, y la vida de Szara
estaba en sus manos: habrá una investigación; no debes decir al rezident de
Bruselas, ni a nadie, lo que estuviste haciendo los días anteriores al 9 de julio.
La había observado con atención: una muchacha belga, picara, de la zona
minera, inexperta, con diecinueve años, leal hasta la muerte una vez se
comprometía a hacer algo, fuera lo que fuese. Lo pensó durante unos minutos.
Su expresión, de normal impertinente, sexy y caprichosa, todo a la vez, se
tornó hermética, inmóvil, de forma que él no podía ni intuir lo que pensaba.
Al final, ella estuvo de acuerdo. Confiaba en él, instintivamente, y quizá
porque era demasiado tarde para decir la verdad. Sabía también, como
persona educada en las tácticas del Partido comunista, que las conspiraciones
eran el pan nuestro de cada día para todos ellos: había que elegir bando, y
esperar las consecuencias.
Las fotografías resultaron perfectas. Las había revelado en una tiendecita
que eligió al tuntún; supuso que el hombre que las revelara no daría mayor
importancia al contenido. Las recogió a media tarde, buscó un reservado en
un café vacío y se pasó una hora mirándolas, unas instantáneas en blanco y
negro tomadas desde arriba con cielo nublado, once fotografías que habían
costado una vida. El ágil y joven agente de seguridad mientras abría la verja.
La cabeza y los hombros de un hombre al volante de un coche. La ventanilla

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de un coche con una figura confusa tras el cristal. Dershani y el agente alemán
en el jardín; el alemán en actitud de hablar, con la mano izquierda levantada
como para subrayar la frase. No había ninguna foto del hombre del puro que
conducía el «Panhard». Sénéschal no pudo fotografiar a su asesino.
Y ahora, qué hacer con ellas. Lo estuvo pensando durante bastante rato y
luego decidió que si Bloch no se ponía en contacto con él, se las pasaría a
Abramov en cuanto se le presentara la oportunidad. No de manera oficial, no
a través del sistema, sino de amigo a amigo. Hasta entonces, las guardaría en
su apartamento.
Mientras pensaba en las fotografías, la habitación hermética empezó a
producirle claustrofobia. A unos metros, de cara a la pared de enfrente,
Kranov trabajaba como una máquina. El rítmico pulso de su tecla telegráfica
atacaba los nervios de Szara; después de guardar el cable de Moscú en un
fichero metálico, abandonó la casa. Salió al sereno aire de la noche y puso
rumbo a los canales. Los trabajadores del matadero trabajaban duramente en
los muelles de embarque de las reses muertas, se las cargaban a cuartos sobre
los hombros y las llevaban hasta los carniceros, que esperaban en las traseras
de los camiones. Mientras trabajaban, maldecían y reían, se enjugaban el
sudor de los ojos, y espantaban las moscas de sus manchados mandiles. En un
café brillantemente iluminado, un hombre ciego tocaba el violín y una puta
bailaba sobre una mesa; la gente enronquecía burlándose del ciego, al que
decían la maravilla que se perdía, pero él sonreía y tocaba de tal manera que
les daba a entender que podía ver más que ellos. Szara caminó por el pasadizo
empedrado paralelo al canal, luego se detuvo y contempló los reflejos de los
rótulos de neón, que se curvaban y serpenteaban con el movimiento de las
oscuras aguas.
A Sénéschal, muerto por su culpa, la de Szara, por su ignorancia y por su
inexperiencia, sólo podía ofrecerle un lugar en su corazón. Se preguntó si
alguna vez sabría cómo se las habían arreglado los alemanes para descubrir su
vigilancia, para seguir al «Renault» sin ser vistos. De hecho, eran
técnicamente más aptos que él, y sólo su casual decisión de tomar el Metro en
Tolbiac le había salvado la vida. Sénéschal se había ido, y él se había quedado
para mirar las aguas muertas del canal y meditar acerca de la vida. Su
condena era entender lo ocurrido y recordarlo. Recordar también, para
siempre, al chófer del «Panhard», una forma confusa vista desde lejos, apenas
la figura de un hombre, y luego la salvaje patada, un espasmo de inútil furia.
De repente, sin avisar, como el golpe que lo había derribado al suelo en la
estación de Praga. Contempló los signos ondulantes en el agua, rojo y azul,

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recordó lo que Sénéschal le había contado de su novia, la que no tiraba nada,
la que decía que todo puede durar un poquito más.

8 de julio.
Subió al tren nocturno de Lisboa. Sentado en un vagón ordinario, para
ahorrar dinero, en previsión del gasto de las fiestas de los amantes: gambas
heladas con mahonesa, el vino que llaman «Barca Velha», a la fría
temperatura de la bodega de la taberna. Pero, además, no quería dormir. En
algún lugar del océano —imaginaba— Marta Haecht tampoco dormiría.
Ajena a la fiesta de fin de viaje, estaría acodada en la barandilla, y miraría la
confusa línea de tierra en la distancia, sin oír apenas los rebuznos de los
alborotadores de «Kraft durch Freude» con sus canciones nazis en el salón de
baile del barco. Guardaría su carta en el bolso, cuidadosamente doblada, para
luego reírse de ella en Portugal.
Nada mejor para un enamorado que una vieja en tren durante toda una
noche, el traqueteo infinito sobre los raíles, la visión esporádica de la
locomotora a la luz de la luna cuando enfila una larga curva. Toda la noche
estuvo evocando recuerdos —¿Hay un sitio para desnudarme?—. Al alba, el
tren pasó por los viñedos de Gascuña. De pie, en la plataforma del último
vagón, miró el brillo de las vías a medida que pasaban bajo los enganches y
respiró la carbonilla del aire. Hacía frío al pie de los Pirineos; el aroma a
resina de los pinos se acentuó cuando el sol asomó por las montañas. Una
pareja de la Guardia Civil española, con sus tricornios de charol, inspeccionó
los pasaportes en el cruce de la frontera, en Hendaya. A partir de allí, y
durante todo el día, estuvieron en la España de Franco. Pasaron ante un carro
de combate incendiado y unas ignominiosas horcas de madera, en las afueras
de un pueblo.
La neblina rielaba sobre las colinas al norte de Lisboa. Toda la ciudad
estaba entumecida, sumergida en la difusa luz nocturna del verano. Afuera de
la estación, los caballos de los carruajes movían perezosos sus colas mientras
esperaban. Szara encontró un hotel, «El Mirador», con torreones y balcones
moriscos. Su habitación daba a un patio donde una fuente vertía el agua,
enrojecida por la herrumbre, sobre azulejos rotos y las rosas se marchitaban
por el calor. Puso el cepillo de dientes en un vaso; luego salió para dar un
largo paseo, y aprovechó para comprarse unos pantalones de hilo, una camisa
de tejido ligero blanca y un sombrero de panamá. Se mudó en la tienda y una
pareja de españoles le pidió noticias cuando volvía al hotel.

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Descubrió un periódico de la emigración rusa en un quiosco, luego pasó la
noche leyendo al son de los grillos y el chapoteo del agua en la ruinosa
fuente. ¡Stalin el asesino! El Príncipe Cheyalevsky obsequia con un talón
bancario a la Liga de Huérfanos. Mme Tsoutskaya inaugura los almacenes
«Milliner». Cuando amaneció, cerró los viejos postigos, pero no pudo dormir.
No había solicitado permiso a Goldman para abandonar París, temía que no se
lo concediera —la muerte de Sénéschal tenía a todos en vilo— y tampoco
había dicho a Schau-Wehrli a dónde iba. Nadie sabía su paradero, y tanta
libertad no le dejaba dormir. No le echarían en falta. Para eso, pensaba, habría
de pasar una semana; entonces aparecería el pánico y empezarían a llamar al
depósito de cadáveres y a los hospitales.
De regreso al hotel se había cruzado con una familia judía. Rostros
cenicientos, la mirada baja, arrastrando lo que conservaban de sus posesiones
cuesta abajo, hacia los muelles. Polacos, le pareció. Habían hecho un largo
camino y ahora se dirigían… ¿adonde? ¿A América del Sur? ¿A Estados
Unidos?
¿Iría ella? Sí, más adelante. Al principio, no; en seguida, no y uno no se
va de una vida así como así. Pero más adelante, después de haberse amado, de
haberse amado de verdad, entonces, sí, se iría con él. Podía imaginarla: la
cabeza apoyada en la mano, el sudor entre sus senos, los pardos ojos, intensos
y puros; mientras, él oía los grillos y algún golpe de los postigos movidos por
el airecillo nocturno.
Tenía dinero. No mucho, pero bastaría. Irían al Consulado de Estados
Unidos y pedirían visados de turistas. Después desaparecerían. ¿Qué era
Norteamérica, sino el país de los desaparecidos?
A las diez de la mañana siguiente contempló cómo atracaba el vapor de
pasajeros Hermann Krieg, un mártir nazi, sin duda. Una multitud de alemanes
bajó por la pasarela, guiñando los ojos por el sol cegador que habían ido a
adorar. Los hombres miraron de reojo a las portuguesas de piel morena
envueltas en sus chales negros, las mujeres casadas se cogieron con fuerza del
brazo de sus respectivos maridos.
Marta Haecht no apareció por ningún lado.
Aquel verano, el calor no perdonó a nadie.

Y mientras los jardines de Londres languidecían y los perros parisinos


dormitaban bajo las mesas de los cafés, Nueva York hervía. OTRO DÍA DE
BOCHORNO, gritaba el Daily Mirror, mientras que el New York Times decía,

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«Se espera que las temperaturas alcancen hoy los 37 °C». Era imposible
dormir de noche. Algunas personas se reunían en las escaleras de las casas y
hablaban en voz baja; otras, sentadas en la oscuridad, escuchaban a Benny
Goodman y su banda en la radio, mientras bebían té helado por litros.
Durante la semana se estaba mal, pero la ola de calor de aquel mes de
agosto parecía reservar el colmo de su infierno para los fines de semana. Se
podía ir en Metro a Coney Island o hacer el largo trayecto en tranvía hasta
Jones Beach, pero apenas podía verse la arena de las playas bajo los cuerpos,
y menos aún encontrar un sitio donde poner la toalla. El mismo océano
parecía caliente y espeso, y las quemaduras en la piel ponían la guinda a tanto
sufrimiento.
Algo mejor lo tenían aquellos que poseían una pequeña casa en el campo
para los fines de semana o, casi tan bueno como eso, recibir la invitación de
alguien que tuviera una casa así. Por eso, Herb Hull, editor jefe en una revista
que trataba de hacerse un sitio entre la Nation y la New Republic, se puso la
mar de contento cuando Elizabeth May le llamó por teléfono el martes por la
mañana y le pidió que fuera con ella el viernes por la noche a su casa en
Bucks County. Jack May estaba a cargo de una de las taquillas de localidades
«Schubert», en la zona teatral de West Forties, y Elizabeth trabajaba como
asistenta social en el Lower East Side. No eran amigos íntimos, pero tampoco
simples conocidos, sino algo entremedias, caso de intimidad bastante
frecuente entre los neoyorquinos.
Después de las habituales molestias —un atasco de tráfico en el túnel
Holland y un recalentamiento del «Ford 32» de los May al salir de
Sommerville, Nueva Jersey— llegaron a una sólida construcción de piedra, a
la orilla de un pequeño estanque. Era una casa típica: dormitorios pequeños, a
los que se llegaba por una escalera de peldaños que crujían, muebles
baqueteados, librería llena de novelas detectivescas olvidadas por los
anteriores ocupantes, y una cama en el cuarto de huéspedes que olía a moho.
No lejos de Filadelfia, Bucks County ofrecía casas de verano y estudios para
artistas en todas sus polvorientas calles. Escritores, pintores, comediógrafos,
editores y agentes literarios buscaban allí su descanso, como muchas otras
personas con ocupaciones diversas dedicadas cada noche a los libros, el teatro
o el «Carnegie Hall». Llegaban el sábado por la noche, descargaban las
vituallas para el fin de semana (el maíz, los tomates y las fresas podían
comprarlos en las tiendas al borde de la carretera), comían un bocadillo y se
acostaban temprano. Pasaban el sábado por la mañana fantaseando con
proyectos que nunca llegaban a realizar —no se gozaba del campo si no se

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soñaba con algo— y el resto del fin de semana lo dedicaban a charlar, beber y
leer en todas sus posibles combinaciones. En las fiestas de los sábados por la
noche se encontraban con las mismas personas que veían a diario en
Manhattan.
Herb Hull estaba encantado de pasar el fin de semana con los May. Eran
brillantes y cultos; el whisky y el bourbon corrían generosamente, y Elizabeth
era una excelente cocinera, famosa por sus palomitas de maíz y sus asados
Brunswick. Eso tenían para cenar el sábado. Luego decidieron eludir las
fiestas y, en su lugar, se sentaron cómodamente, y saborearon sus bebidas,
mientras Jack ponía discos de Ellington en el fonógrafo.
Los May eran fieles suscriptores de la revista de Hull, y entusiastas
seguidores de las causas que él defendía. No pertenecían a ningún partido
político, pero eran ilustrados y progresistas, inclinados hacia Roosevelt,
aunque habían votado a Debs en 1932. Aquella noche, las conversaciones en
todo Bucks County giraban alrededor de la política y en la sala de estar de los
May no se hacía una excepción. Al unísono se lamentaron de los
aislacionistas, los que no querían mezclarse en «ese lío de Europa», y de los
de la German-American Bund,[7] que apoyaban a Hitler y, en realidad, lo
alentaban. Con pesar estuvieron de acuerdo en que no había salvación para los
Sudetes; Hitler los devoraría como había hecho con Austria. Al final habría
guerra, pero Estados Unidos permanecería al margen. Eso sería una
vergüenza, una cobardía y un horror, en definitiva. ¿Qué se había hecho del
idealismo norteamericano?, ¿acaso la destructiva pobreza de la Depresión
había acabado con los valores nacionales?, ¿iría el país a estar gobernado por
Westbrook Pegler y el Padre Coughlin?, ¿odiaba tanto el pueblo
estadounidense a Rusia como para dejar las manos libres a Hitler en Europa?
—Éste es el punto capital —dijo Jack May con enfado mientras movía la
cabeza para expresar su decepción.
Hull aseguró estar de acuerdo. Todo era una triste historia: Henry Ford y
sus amiguetes antisemitas, muchos de los de Washington, que no querían
comprometerse con Europa, los grupos odiosos que decían que Roosevelt era
«Rosenfeld», un judío bolchevique.
—Pero, además, Stalin no está ayudando precisamente a resolver las
cosas. Algunas de las declaraciones de Moscú son sólo palabrería, y ha
enviado a Litvinov, el ministro de Exteriores, a recorrer Europa para que haga
el mismo papel que el Reino Unido y Francia. Eso no va a detener a Hitler; él
conoce la enorme diferencia que hay entre tanques y tratados.

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—¡Ah, en nombre de Cristo! —exclamó Jack May—. Tú conoces la
situación de Rusia. Stalin tiene doscientos millones de campesinos que
alimentar. ¿Qué otra cosa puede hacer?
—Herb, ¿no has estado este año allí? —preguntó Elizabeth.
—El invierno pasado.
—¿Cómo es aquello?
—Oh, secreto y extraño. Tienes la sensación de que te están escuchando
detrás de las cortinas. Pobres. Sin lo mínimo para salir adelante. Apasionados
por las ideas y la literatura. Allí, un escritor es una persona importante de
veras, no un perro ladrador de una traílla. Si tuviera que calificarlo con dos
palabras, creo que una de ellas sería inconveniente. ¿Por qué? No lo sé; pero
todo, y quiero decir todo, es tremendamente difícil. La otra palabra tendría
que ser algo así como regocijante. En realidad, tratan de hacer todo cuanto
sea preciso y, desde luego, puedes sentirlo, como algo que se respira.
Jack May miró a su esposa con una expresión de burla e intriga en el
rostro.
—¿Quiere decir con eso que se lo pasó bien?
Elizabeth se echó a reír.
—Yo estaba fascinado, eso no puedo negarlo —aclaró Herb.
—Y Stalin, ¿qué piensan de él allí? —preguntó ella.
Jack cogió el vaso de Hull de la mesita de café y vertió un poco de
bourbon sobre un nuevo cubito de hielo. Hull tomó un sorbo mientras Jack
iba a dar la vuelta al disco.
—Está claro que tienen cuidado con lo que dicen. Nunca saben quién los
escucha. Pero, al mismo tiempo, son eslavos, no anglosajones, y necesitan
abrirte su corazón si eres su amigo. Y así te enteras de las cosas.
—¿Chismes? —quiso saber Jack—, ¿o cosas reales?
—Vas a reírte, pero no chismorrean, en realidad, al menos no como
nosotros. En los temas amorosos y cosas por el estilo son reservados por
naturaleza. En cuanto a «la cosa real», sí, algunas veces. Conocí a un tipo que
tiene una historia sobre cómo trabajó Stalin en secreto, de acuerdo con la
Ojrana. Una buena historia, de verdad, viva y basada en hechos. Creo que la
publicaremos en Navidad.
—Oh, ese viejo cuento —se burló Elizabeth—. Hace años que se repite.
—Bien —Hull chasqueó la lengua—, en eso consiste el negocio de una
revista. Los stalinistas se pondrán furiosos; pero no anularán sus
suscripciones, sino que escribirán cartas. Entonces, los socialistas y los
troskistas, más furiosos todavía, contestarán con otras cartas. Venderemos

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algunos números en los quioscos del Village. A la larga, todo viene a ser
diálogo, foro abierto, todo el mundo tiene su turno para batear.
—Pero esa persona, ¿se halla realmente en situación de saber algo como
eso? —Elizabeth estaba asombrada de que tal cosa fuera posible.
Hull reflexionó un momento.
—Quizás. O tal vez no. Nosotros reconoceremos, implícitamente, que no
podemos afirmarlo. «¿Quién puede decir lo que sucede detrás de las murallas
del Kremlin?». No es eso con exactitud, pero va en la misma dirección.
—¿Quienes sois vosotros, la revista Time? —Jack estaba dispuesto a
pelearse.
Hull hizo un gesto displicente.
—Ya quisiéramos tener el dinero de Luce. Pero os quiero decir algo,
aunque no debe salir de esta habitación. Todos nosotros, incluido el Time, nos
encontramos en el mismo barco. El enfoque del editor es diferente, siempre lo
es, pero no somos nada sin los lectores, y, de vez en cuando, tenemos que
salir con algo jugoso. Pero, no os alarméis, el resto del número aparecerá sin
cambios, lleno de polémica, con broncas para los capitalistas y apoyo a los
trabajadores; una llamada navideña a la justicia. Creo que os gustará.
—Todo eso me suena a cinismo —gruñó Jack May.
—Bah —se apresuró a añadir Elizabeth—. Piensa en lo que vas a hacer.
Te estás volviendo un criticón, Jack, admítelo.
—La democracia en acción —replicó Jack May con una sonrisa triste—,
hace enloquecer a la gente.

Y, desde luego, alguien se volvió loco.


La noche del 14 de setiembre, las dependencias de la revista de Hull
fueron incendiadas, y «¿Quién era el misterioso hombre de la Ojrana?» ardió
con los demás papeles, o así se cree que ocurrió, porque todo lo que se
encontró fue un montón de cenizas mojadas, que acabaron en el East River
junto con mesas, sillas, máquinas de escribir y, para el caso, con la revista en
sí.
Estaba claro que no había sido un accidente. Habían dejado una lata de
gasolina en el despacho del editor jefe, y allí la encontraron los inspectores de
la compañía de seguros cuando lograron pasar entre lo que quedaba del techo.
Algunos periodistas de sucesos preguntaron al teniente de bomberos quién
podría haber hecho algo así, pero toda su respuesta fue una elocuente sonrisa
irlandesa: estas pandillas de rojos…, ¿cómo diablos iba a saber alguien de qué

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iban?; quizás un rival, tal vez no habían pagado a la imprenta…, podían ser
muchas cosas.
Al principio, el consejo de administración pensó que debían seguir
adelante valientemente; pero, al final, la prudencia se impuso. La aventura se
había comido ya un fondo fiduciario y había arruinado un matrimonio. Quizá
lo mejor fuera dejar el campo a la competencia.
Herb Hull estuvo sin trabajo sólo tres semanas, al cabo de las cuales fue
contratado por una revista de papel satinado dirigida a un público
generalizado, una revista importante. Su nuevo empleo lo ponía en directa
competencia con Collier’s y Saturday Evening Post, lo que significaba tener
que conocer a nuevas multitudes de escritores, pero Hull —que Dios lo
perdone— amaba a los escritores, y muy pronto consiguió colaboraciones
—«¿Vive todavía Amelia Earhart?»—, y su vida volvió a la normalidad.
Tenía una idea bastante clara de por qué habían incendiado las oficinas de la
revista, pero se mantuvo callado —el martirio no figuraba entre sus proyectos
—, aunque en algunas ocasiones jugó con cuatro o cinco nombres que hubiera
podido anotar si hubiese querido.

Andrea Szara lo supo unos pocos días después. Estaba en el mostrador de


cinc de un bar de la rue du Cherche-Midi, tomándose el café de la mañana, y
ojeaba uno de los emblemáticos periódicos de la izquierda francesa, cuando
leyó lo del fuego, sin duda provocado, aseguraba el corresponsal
norteamericano, por J. Edgar Hoover, o sus cómplices fascistas, como parte
de su odiosa campaña contra los trabajadores progresistas y pacíficos de todas
las naciones.
Szara no se sintió muy afectado cuando lo leyó, aunque tuvo la sensación
de haber sido aludido. Quiso apartar ese asunto de su mente y miró la calle.
La purga perdía su virulencia poco a poco, como el fuego, que consume
cuanto encuentra a su paso, y al final se consume a sí mismo: una semana
antes, Goldman le había informado con toda tranquilidad, durante una reunión
en Bruselas, que Yezhov iba a desaparecer. ¿Qué es lo que había pasado en
realidad? Seguramente, el NKVD había sabido de su artículo, e impidió su
publicación. Pero también era seguro que Stalin había sido informado, o leído
el artículo, puesto que era lógico suponer que lo habían robado antes de
provocar el incendio. ¿Habría influido en él como una forma de presión, y en
el momento justo, para que prefiriera acabar con la purga y no seguir con
ella? ¿O se trataba de simple coincidencia, una confluencia de

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acontecimientos? ¿O habría algo más en la historia de lo que él sabía? Era
muy probable que él no hubiera sido el único que se había puesto en
movimiento contra la purga; las operaciones de espionaje nunca funcionan de
esa manera: un hombre valiente contra todo el mundo. Las posibilidades de
éxito eran demasiado bajas en un solo individuo para que el hábil operador no
hubiera dispuesto diversos ataques al mismo tiempo.
Al final no estaba seguro de nada. Quizás esta mañana yo haya
conseguido una victoria, pensó. Nunca hubiera imaginado tal ausencia de
tambores y trompetas. Y no le importaba. Desde la muerte de Sénéschal y su
regreso de Lisboa, tenía la sensación de que nada le importaba y vio que eso
hacía la vida, o su vida en cualquier caso, mucho más fácil. Terminó su café,
dejó unas monedas en la barra y se dispuso a acudir a una conferencia de
Prensa del embajador sueco, pero primero abrió el paraguas, había empezado
a llover.

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LA LONJA DEL HIERRO

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10 de octubre de 1938.
Mientras viviera, André Szara recordaría aquel día como una pintura.
Una pintura curiosa. De un realismo total, en el más puro estilo de 1880,
pero con un toque de incongruencia, algo sesgado, que apuntaba al
surrealismo de una época posterior. El tema del cuadro era una playa larga y
vacía, cercana a la ciudad danesa de Arhus, en la costa de Jutlandia. La tarde
declinaba bajo un cielo aborregado del otoño escandinavo; hileras de nubes
blancas viajaban lentamente hacia el pálido y líquido horizonte. Al este, una
extensa superficie lisa y oscura de agua y, tras ella, un mar de nubes que
ocultaba la isla de Samsø. Unas olas ligeras lamían la playa; la arena era
gruesa y oscura, surcada por una serpenteante línea de conchas rotas,
arrojadas por la marea. Las gaviotas comían al borde del agua y, sobre las
dunas que se elevaban tras la playa, la brisa marina doblegaba la dura hierba.
Una vulgar e intemporal marina captada en un vulgar e intemporal momento.
Pero las figuras no correspondían a la escena. Sergei Abramov, con su
traje azul marino y el chaleco cruzado por la cadena del reloj, su sombrero
negro, su barba negra y su paraguas negro, no encajaba en la pintura. Era un
hombre urbano, que pertenecía al entorno urbano —restaurantes, teatros— y
su presencia en la playa negaba, de alguna forma, la naturaleza. Y no menos
su acompañante, el periodista A. A. Szara, con un impermeable arrugado y un
periódico francés enrollado metido en un bolsillo.
El toque final, que completaba la incongruencia, era el paquete de once
fotografías que Abramov llevaba en las manos, mirándolas como suele
hacerse, colocando una sobre otra después de haberla visto continuando igual
con la siguiente, hasta que la primera reaparece.
¿Hubiera podido captar el artista el talante de Abramov? Sólo un artista
muy bueno, pensó Szara, lo habría logrado. Había mucho que expresar.
Concentrado en sí mismo, ajeno a los gritos de las gaviotas, a las ráfagas del
viento que jugaba con su barba, Abramov tenía marcada en su rostro la
expresión del hombre que ve confirmada una vez más su brutal opinión sobre
la humanidad. Sin embargo, en las cejas levantadas, en la sonrisa insinuada en
una comisura de la boca, no había sorpresa; al haber sido traicionado tantas

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veces ya, lo ocurrido no era más que un ligero contratiempo para él. Ordenó
cuidadosamente las fotografías, las metió en un sobre y se lo guardó en un
bolsillo de la chaqueta.
—Por supuesto —dijo a Szara.
La expresión de éste fue de incomprensión.
—Por supuesto que esto ha ocurrido —continuó Abramov—; por
supuesto que Dershani fue el culpable de que ocurriera; por supuesto que las
pruebas llegan demasiado tarde. —Sonrió con amargura y se encogió de
hombros era su manera de decir udari sudbi, el soplo del destino, que así es
como funciona el mundo—. ¿Y los negativos?
—Los quemé.
—Prudente.
—¿Quemarás también las fotografías?
Abramov pensó un momento.
—No —respondió—. Quiero enseñárselas.
—¿Qué crees que hará?
—¿Dershani? Sonreirá. Nos sonreiremos el uno al otro: hermanos,
enemigos, conspiradores, lobos de la misma camada. Cuando lo hayamos
solucionado, me preguntará cómo las he conseguido.
—¿Y se lo dirás?
Abramov negó con la cabeza.
—Le daré alguna respuesta divertida, una mentira evidente. Que él
agradecerá con una de sus miradas de ave de rapiña. Le devolveré la mirada,
aunque él sabrá que se trata de un farol, y eso será todo. Luego, más adelante,
sin causa aparente, me sucederá algo. O quizá no. En lugar de eso, al que
puede sucederle algo es a Dershani. En política la fortuna, como en cualquier
otra cosa, es mudable. En cualquier caso, las fotografías prueban que ha sido
lo bastante torpe como para que lo hayan cazado; quizás ese margen de
vulnerabilidad se mantengan vivo por un poco más de tiempo. O tal vez me
equivoque en eso.
—No lo sabía —se excusó Szara—. Creí que lo habíamos cogido con las
manos en la masa.
—¿En que masa?
—Colaboración con el enemigo.
Abramov esbozó una amable sonrisa ante la inocencia de Szara.
—Esa reunión puede justificarse de mil maneras. Por ejemplo, una podría
ser que Herr Joseph Ulbrich ha sido llevado al redil de la Unión Soviética.
—Tú lo conoces.

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—Pues claro, el mundo es un pañuelo. El SS Obersturmbannführer, para
darle su rango apropiado, equivalente a teniente coronel en Rusia, es un viejo
amigo. De joven, fue un comunista valiente que luchó en las calles; después,
un Camisa Parda asesino; más tarde, espía de una facción hitleriana, los
Camisas Negras, los que se enfrentaron a Ernst Röhm. Tomó parte en las
ejecuciones de los Camisas Pardas de 1934, y ahora es uno de los ayudantes
de Heydrich en el Sicherheitsdienst, o SD, el Servicio de Inteligencia de la
Gestapo en el extranjero. Trabaja en la Unterabteilung subdivisión que se
ocupa de los Servicios Secretos soviéticos. Puede que haya sido Dershani el
que se haya pasado al SD, y no al revés.
»Ulrich se encargó de la seguridad de la reunión, por tanto fueron los
alemanes quienes la convocaron; Dershani estaba prácticamente solo y sin
protección. Yo diría que parece la ceremonia de bienvenida a un traidor.
Abramov terminó con un encogimiento de hombros.
—Ya lo averiguaré.
Dio la espalda al viento, encendió un cigarrillo y se guardó el fósforo
apagado en un bolsillo.
—Pero, así y todo, va a ser difícil hacer algo. Dershani es ahora el
presidente del Directorio de la OPAL. A mí me han degradado a simple
miembro. Él podría ser degradado más tarde, incluso mucho más tarde,
¿comprendes?, y Yezhov no es ya el superior de Dershani. El puesto
corresponde ahora a Georgian Beria, lo que quiere decir que el jvost
georgiano ha vencido. Y están barriendo la casa. Han descubierto una
conspiración de escritores; Babel, demasiado amigo de la esposa de Yezhov,
ha desaparecido. Lo mismo que Kolt’sev, Pravda tendrá pronto un nuevo
editor. Y han caído otros, muchos otros: escritores, poetas, dramaturgos, así
como los colaboradores de Yezhov. No se ha salvado ni uno: setenta en total.
—¿Y Yezhov?
—¡Ah, sí! —Abramov asintió con la cabeza—. Yezhov. Bueno, puedo
informarte que el camarada Yezhov resultó ser un espía británico. ¿Puedes
imaginar algo así? Pero ¡pobre hombre!, quizá no era consciente de lo que
hacía.
Antes de continuar, Abramov guiñó un ojo y se puso el dedo índice en la
sien.
—Es evidente que Nicolai Ivanovich se volvió loco. Una noche, una
ambulancia se presentó delante de su casa y dos enfermeros, un par de chicos
robustos, le pusieron una camisa de fuerza y se lo llevaron. Lo metieron en
una celda del Instituto Psiquiátrico Serbsy, y lo dejaron solo, con tan mala

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fortuna que consiguió ahorcarse por el ingenioso método de atar sus
calzoncillos a los barrotes de la ventana y hacer un nudo corredizo con ellos.
Para ello tuvo que realizar una hazaña acrobática, sin duda, y nunca supimos
que el «enano asesino» fuera precisamente un atleta; pero, quién sabe, quizá
la locura permite semejantes proezas. Por lo menos, eso es lo que nos gusta
creer.
—Me habían comentado que Yezhov estaba en su ocaso —susurró Szara
—; pero no me dijeron nada de esto.
—Ocaso es una buena definición, supongo. Entretanto, bratets, un
término cariñoso para decir «hermanito», ahora más que nunca, mantente con
la nariz limpia. Realmente ignoro qué le sucedió a tu agente SILO en París;
pero al mirar estas fotografías veo que te has entrometido en los asuntos
alemanes, y no hace falta ser un genio para sumar dos y dos.
—Pero fue…
—No me digas nada —lo interrumpió Abramov—. No quiero saberlo.
Pero entiende que, una vez más, es hora de que los judíos parezcan invisibles,
incluso en París. Beria no es ningún shabbos goy, ya sabes, un amigo de los
judíos ortodoxos que enciende y apaga el candelabro el día de sabbath, y por
tanto acata la prohibición de trabajar, sino todo lo contrario. Su última
actuación está relacionada con un hombre que quizá tú conozcas, Grisha
Kaminsky, antiguo comisario del pueblo para la sanidad. Subió a la tribuna en
el último Pleno y pronunció un discurso muy interesante. Dijo que Beria
había trabajado una vez para los Musulmanes Transcaucásicos, los
nacionalistas de Mussavat, en la época en que estaban bajo el control de los
británicos, cuando éstos intervinieron en Bakú justo después de la revolución.
Según el discurso de Kaminsky, Beria trabajó en la red de contraespionaje
mussavatista, lo cual hacía de él un espía británico. Ni que decir tiene que
Kaminsky se esfumó en el aire después de la reunión del Pleno. Por eso debes
comprender que yo no tenga prisa alguna en ir corriendo a Beria para contarle
una historia, una historia ilustrada con fotografías; la de que su compadre de
jvost, Dershani, está en contacto con el enemigo fascista.
Abramov hizo una pausa para dejar reposar tantas cosas, y los dos
hombres permanecieron de pie en la playa, silenciosos, durante un largo rato.
A juicio de Szara, la ascensión de Beria, a pesar del ataque casi suicida de
Kaminsky, confirmaba lo que Bloch le había dicho cinco meses antes: la
purga, selectiva, estudiada, eficiente y azarosa al mismo tiempo, era, en
efecto, un pogrom. Dudaba que Abramov, a pesar de su poder e inteligencia,
pudiera salir vivo de ella. Y si los aliados de Yezhov morían asesinados, los

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amigos de Abramov serían tratados de la misma manera cuando llegara el
momento.
—Sergei Jakobovich, quizá… —vaciló en decirlo— debieras pensar en tu
propia seguridad. Desde Dinamarca, por ejemplo, uno puede ir a cualquier
parte.
—¿Yo? ¿Huir yo? Jamás. De momento estoy degradado, y lo he asumido
como el buen zhid de un ghetto, la mirada baja y callado como un ratón
mientras digo: «Ab crearé problemas, Gospodin». No, lo que me salva es que,
con Hitler en los Sudetes, Alemania adquiere tres millones y medio de
habitantes, setecientos mil de los cuales son de raza germana, unas cuatro
divisiones de Ejército según mis cálculos, más la correspondiente capacidad
industrial, materias primas, alimentos y lo que quieras. Lo cual significa una
preocupación estratégica muchísimo mayor para Rusia, y, a fin de cuentas,
ésa es mi especialidad. He estado con eso desde 1917. Y sé todo lo que se
debe hacer. Por eso querrán tenerme cerca, al menos de momento.
—Y a mí, ¿también querrán tenerme cerca?
—Oh, ¿a ti?, por supuesto que sí. Después de todo, estás explotando una
buena mina para nosotros. Sin ti y sin tus cofrades, el Directorio no tendría
nada. Producimos herramientas de precisión, o al menos lo intentamos, pero
¿dónde estaríamos sin el mineral de hierro? Y esto me lleva a hablarte de lo
que me ha traído aquí. No pienses que he venido hasta esta playa de
Dinamarca sólo para recoger un puñado de fotografías obscenas.
»El panorama está de la siguiente manera: Hitler tiene los Sudetes, y
sabemos que va a apoderarse de Checoslovaquia; creemos que quiere más,
mucho más. Si el material de OTTER era importante antes, ahora resulta
imprescindible, y el Directorio va a emplear sus métodos con este hombre,
tanto si le gusta como si no. Con este propósito hemos decidido enviarte a
Berlín. Es peligroso, pero necesario. Una de dos, o consigues hablar con
OTTER en un marco mental más… digamos…, ah, más generoso, o
tendremos que apretarle las clavijas. En otras palabras, nuestra paciencia se ha
agotado. ¿Entendido?
—Sí.
—Otra cosa; queremos que entregues dinero a la red RAVEN, en persona.
Échale un vistazo; pedirán tu opinión cuando regreses a París. El Directorio
confía en Schau-Wehrli, no me mal interpretes, pero nos gustaría tener una
segunda opinión.
—¿Me dará Goldman pasaportes para el viaje?

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—¿Qué pasaportes? No seas tonto. Vas como lo que eres un corresponsal
de Pravda, y escribes sobre lo que te parezca. Goldman te explicará cómo
ponerte en contacto con OTTER y RAVEN; juntos prepararéis unos
cuestionarios. Queremos que consigas de OTTER una información sobre
ciertos aspectos particulares y específicos. ¿Alguna pregunta?
—Una.
—¿Sólo una?
—¿Por qué te han enviado aquí, de esta manera? Me has enseñado que
una reunión en un «tercer país» suele reservarse para circunstancias
especiales. No te he oído nada, quiero decir a nivel oficial, que no hubiera
podido ser transmitido por radio. ¿Me has dicho todo?
Abramov inspiró profundamente el aire y acusó el impacto de la pregunta
con un suspiro que parecía decir. Mira, qué listo.
—Seré breve. No están muy seguros de ti. No has avanzado con OTTER,
has perdido un agente, y no importa que no haya sido por tu culpa, el
Directorio no perdona la mala suerte, y tu único triunfo, que ahora tengo en
mi bolsillo, ellos lo ignoran. Para ser claros, tu crédito es escaso. Quieren que
te eche una mirada y luego decidiremos si continúas o no.
—¿Y si no?
—Todavía no se ha decidido nada, así que no seas tan curioso. He venido
en coche hasta aquí, pero quiero que te vayas primero. Tienes una media hora
a pie hasta Arhus, así que habrás de perdonarme si por la carretera paso de
largo por tu lado, como si nunca te hubiese visto. Una última cosa: insisto en
que andes con mucho cuidado en Berlín. Tu condición de periodista te
protege, pero no vayas demasiado lejos en tus averiguaciones. Para contactar
con los agentes, sigue las instrucciones al pie de la letra. Y en cuanto al caos
de Moscú, no te preocupes. Nunca una situación es tan desesperada como
parece. André Aronovich, recuerda el viejo dicho: «Nunca nadie encontró el
esqueleto de un gato en un árbol».
Se despidieron y Szara caminó con dificultad sobre la blanda arena de las
dunas. Una vez arriba, se volvió y la sensación de estar ante un cuadro lo
invadió de nuevo. Sergei Abramov, con el paraguas colgado de un antebrazo
y las manos en los bolsillos, miraba hacia el mar. El paisaje otoñal lo rodeaba
—las chillonas gaviotas, las olas incesantes, el temblor de la hierba en la
playa, el cielo pálido mate—; pero estaba en otra parte. O, mejor dicho, el
paisaje no estaba con él, como si la pintura quisiera decir que la solitaria
figura de la playa no formaba ya parte de la vida de esta tierra.

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27 de octubre de 1938.
No podía alejar de su mente esas visiones.
Un fragmento de lenguaje burocrático, fecha de expiración, ese tipo de
frase que suele encontrarse en pasaportes, visados y permisos de cualquier
clase, se había convertido en el símbolo de un sentimiento que en esencia, no
tenía nombre. Europa se muere, pensó. La despedida más corriente llevaba
escondida la insinuación de una despedida definitiva. Se oía en las canciones,
se veía en el aspecto de las calles, se sentía en los bruscos cambios de humor
de los amigos y de uno mismo, de una alegría absurda en un momento se
pasaba a la desolación en el siguiente.
El vagón restaurante del Expreso Norte a Berlín estaba casi vacío; al faltar
el habitual rumor de las conversaciones, las vibraciones de los floreros y de la
vajilla sobre las mesas desiertas se oían de forma desacostumbrada. Un
camarero de avanzada edad esperaba medio adormilado en su puesto, con la
servilleta al brazo, mientras Szara se esforzaba por tragar una chuleta de
ternera casi fría. Cuando el tren se acercó a la frontera, un empleado diligente
apareció en el vagón y cerró las cortinillas, tal vez para que Szara y otra
pareja no pudiera ver las fortificaciones militares francesas.
El control de pasaportes en Alemania fue peor que otras veces. Y no
hubiera podido determinar por qué, ya que fue la rutina de siempre. Quizá se
debía a un mayor número de policías, y sus pistolas eran más ostensibles. O
por su forma de actuar: empujaban a la gente, elevaban la voz más que otras
veces, utilizaban un tono menos educado, sus modales tenían algo de
exultante. Quizá fueron los hombres trajeados, casi inadvertidos, que apenas
se molestaron en mirar sus documentos.
Llegó a pensar que acaso era cosa suya, que simplemente había perdido
los nervios. Esta vez no hubo la horrible comida china en Bruselas. Se pasó
horas enteras en la trastienda del establecimiento de cartografía de Stefan
Leib, donde Goldman le estuvo repitiendo hasta la saciedad una serie de
instrucciones, y así hasta bien pasada la medianoche. Se encontró un
Goldman diferente; inclinado sobre un escritorio desordenado, a la luz de una
única bombilla, con la voz tensa y cansada, el aliento saturado de alcohol,
trazaba líneas con un lápiz sobre un plano de las calles de Berlín le explicaba
con toda minuciosidad las circunstancias en que ahora se encontraba el doctor
Baumann.
La situación de los judíos alemanes se había deteriorado, aunque lo peor
era la forma en que tal deterioro se produjo. Se había proclamado, como un
golpe de tambor incesante, un decreto cada mes, el siguiente un poco peor que

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el anterior, cada uno preparado a conciencia para inspirar en sus víctimas la
sensación terrorífica de una orquestación implacable. Nada de lo que se les
ordenada era suficiente. Por más que cumplieran con exactitud y puntualidad
la minuciosidad de las normas, el siguiente decreto resultaba más cruel y más
exigente. Los verdugos, cuanto mejor se alimentaban, más hambre tenían.
En abril de 1938 sólo quedaban en Alemania cuarenta mil empresas de
judíos; todas las demás habían pasado a ser propiedad de varios, unas por un
precio nominal, otras, por nada. El hecho de que algunos negocios
permanecieran aún en manos de judíos se debía a que, o bien aportaban
divisas extranjeras, que Alemania necesitaba con verdadera urgencia para
comprar material de guerra, o bien, como la fábrica «Baumann», estaban
directamente relacionados con el esfuerzo del rearme. En junio, los judíos
debían presentar un inventario de sus posesiones, en el que no tenían que
incluir los efectos personales y domésticos.
En julio hubo un atisbo de esperanza: se celebró una conferencia sobre la
emigración judía en la ciudad balneario francesa de Évian, a la que asistieron
representantes de numerosas naciones para enfrentarse con el problema. Pero
rechazaron acoger a los judíos alemanes. Estados Unidos aceptaría sólo a
veintiocho mil, en categorías severamente restringidas. Australia no quería
importar un «problema racial». Los países de América central y del sur sólo
querían agricultores, no comerciantes ni intelectuales. Francia había acogido
ya demasiados refugiados. El Reino Unido afirmaba que no disponía de
espacio, y la inmigración a la Palestina controlada por ellos mismos se había
reducido drásticamente a unos cientos de permisos al mes, desde que las
revueltas y guerrillas árabes —iniciadas en 1936— habían puesto en
dificultades a aquellos que favorecían la entrada de judíos en el país. Pero,
además, el acceso británico al petróleo de Oriente Próximo se basaba en el
mantenimiento de las buenas relaciones con los jeques árabes, y éstos, por lo
general, se oponían al asentamiento de judíos en Palestina. De todas las
naciones reunidas en Évian, sólo Holanda y Dinamarca aceptaron acoger a los
judíos procedentes de Alemania. Cuando la conferencia terminó, casi todos
los judíos alemanes comprendieron que se encontraban atrapados en una
ratonera.
La aparición de decretos continuó. El 23 de julio se exigió que todos los
judíos solicitaran una tarjeta de identidad especial. El 17 de agosto se ordenó
que todos los judíos cuyo primer nombre fuera alemán, debían cambiarlo; a
partir de ese día, los judíos varones se llamarían Israel, y las mujeres, Sarah.
El 5 de octubre, los judíos se vieron obligados a entregar sus pasaportes. Se

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les dijo que les serían devueltos una vez se hubiera inscrito en ellos que su
portador era judío.
Cuando el tren atravesaba el valle del Rin, camino de Düsseldorf, Szara
levantó la cortinilla y vio cómo pasaban las arracimadas luces de los
pueblecitos. A conciencia, intentó liberar su mente de las instrucciones de
Goldman y concentrarse en las probabilidades de ver a Marta Haecht durante
su estancia en Berlín. Pero incluso en su imaginación, ella vivía oculta por su
ciudad, una Marta muy diferente de la que en Lisboa había esperado que
acudiera corriendo a sus brazos. Quizás ella era muy distinta a la mujer que su
mente había forjado. ¿Sería posible que sólo existiera en un mundo de
fantasía hecho a su medida? No importaba, se decía, mientras dejaba
descansar su cabeza contra el frío cristal de la ventanilla. Fuera como fuese, él
anhelaba su presencia, y esta necesidad era el único calor que conservaba del
tiempo en que él creía que todo el mundo vivía para el deseo. Todo lo demás
era hielo.

El periodista Szara bajó del tren en la estación de Potsdam unos minutos


después de las tres de la madrugada, despertó a un taxista y se dirigió al
«Adlon», donde se alojaban todos los periodistas y delegaciones comerciales
de Rusia. El hotel, anticuado, desentonado y de una espléndida comodidad se
hallaba situado en la Pariser Platz, al final de la grandiosa avenida Unter der
Linden, cerca de la Embajada británica y separado por tres casas de la
Embajada rusa. Siguió a un mozo somnoliento a través del amplio vestíbulo
hasta su habitación, y escuchó gritos exuberantes en ruso y el ruido de una
lámpara al romperse. Al fin en casa, pensó. El anciano mozo que le llevaba el
equipaje movió la cabeza apesadumbrado al oír el alboroto.
Los vio por la mañana, buscando el café a tientas en el elegante comedor.
Corresponsales de «Tass» en misión oficial, una variedad de tipos, desde los
anchos de hombros, cabello rubio y ojos claros, hasta los pequeños, de mirada
intensa, con gafas, barba y cabello desordenado. No conocía a ninguno, o así
le pareció, hasta que Vainshtok apareció junto a su mesa con una fuente de
higos guisados.
—Conque Szara ha llegado. Seguro que hay grandes noticias en camino.
Vainshtok, hijo de un comerciante de maderas de Kiev, era corrosivo
hasta la infamia. Bizqueaba ferozmente tras una gafas redondas y siempre
tenía un labio contraído en una mueca de desprecio.
—En cualquier caso, bienvenido a Berlín.

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—Hola, Vainshtok.
—Qué agradable que hayas querido honrarnos con tu presencia. Yo tengo
que escribir de todo, hasta la madrugada. Ya que has venido, a lo mejor puedo
tener un descanso de vez en cuando.
Szara hizo un gesto inquisitivo señalando a los reporteros de la agencia
«Tass» repartidos por el comedor.
—¿Ésos? ¡Ja! —contestó Vainshtok—. En realidad, ellos no escriben
absolutamente nada. Tú y yo, Szara, hemos que hacer todo el trabajo.
Después del desayuno intentó telefonear a Marta Haecht. Le dijeron que
dos meses antes había dejado la revista. Intentó comunicar con su casa, pero
nadie contestó.

El día antes de abandonar París, Kranov le había entregado un mensaje


personal procedente de Bruselas.

EL TRABAJO ESTÁ DISPUESTO PARA SU COMETIDO. BUEN Y


PRODUCTIVO VIAJE. REZIDENT.

En Berlín, la noche del 28 de octubre, Szara comprendió lo que el mensaje


significaba realmente. De los que habían dispuesto el trabajo, sólo conocía a
Odile, cuyo depósito del 26 de octubre en el buzón ciego para OTTER
avisaba de la visita de un amigo que llegaría por la noche. Pero casi todos los
preparativos habían sido realizados por agentes cuyos nombres y rostros
desconocía, quizá destinados en Berlín, aunque no estaba seguro de eso. Tal
vez había participado uno de los reporteros de «Tass», los que por la mañana
tropezaban buscando su café en el «Adlon», o un equipo enviado desde
Budapest. Pero no tenía por qué saberlo. De nuevo, había sido tarea de la
mano invisible.
Pero el André Szara que se disponía a asistir a una reunión clandestina en
territorio de la Gestapo se sintió más que agradecido por esta tarea. Empezaba
a oscurecer cuando el tren de circunvalación se detuvo en la estación de
Grunewald. Bajó al mismo tiempo que algunos hombres con carteras de
negocios, y que se diferenciaban en poco de él mismo. Casi todos los
residentes en Grunewald iban y venían en coche, muchos con chófer. Pero el
regreso nocturno desde las oficinas era mucho más seguro, como los agentes
habían podido observar, y Szara se sintió agradecido incluso por ese mínimo
camuflaje.

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La villa Baumann daba a la calle Salzbrunner, pero él tenía que entrar por
la parte de atrás. Anduvo con rapidez por Charlottenbrunner, luego aminoró el
paso para dejar que uno de los últimos hombres de negocios que regresaban
llegara a su casa; entonces cruzó un camino estrecho y contó los pasos hasta
que vio una roca levantada sobre su base más estrecha. Desde allí entró en un
cuidado bosque de pinos, un lugar en el cual los agentes habían comprobado
que no podía ser visto desde las casas vecinas. Encontró el sendero que le
habían indicado, el cual le conduciría a la tapia encalada que rodeaba la villa
colindante con la propiedad de Baumann.
Entonces esperó. El clima en Berlín era frío y húmedo; el bosque estaba
oscuro y parecía como si el tiempo se hubiese detenido; pero le habían
buscado aquel escondrijo para que pudiera llegar temprano a la zona, a la hora
poco sospechosa del crepúsculo, y ahora tenía que estar allí, muerto de frío,
hasta que la hora mágica de las nueve sonara, momento en que sabían que la
pareja de criados de la residencia Baumann se iba a dormir o, por lo menos,
apagaba las luces. A las nueves y diez se puso en marcha. Tanteó la tapia para
orientarse, mientras contaba los pasos hasta donde le habían indicado, y
encontró el hueco que un agente había hecho en la pared para que pudiera
apoyar el pie. Así lo hizo y, tomando impulso, se agarró al tejadillo de la
tapia. Le habían recomendado que llevara zapatos con suelas de goma, y le
fueron útiles para no resbalar en aquella superficie lisa. No resultó nada
airoso, pero al final se encontró tendido boca abajo sobre el ángulo que
formaba la tapia que acababa de escalar con la que separaba las dos
propiedades.
Al mirar hacia abajo a su izquierda, vio una mujer, vestida con una bata
floreada, que leía sentada junto a una ventana. A su derecha, en la casita del
servicio, con las persianas echadas. Justo debajo de él estaba la caseta de
jardinero adosada a la tapia; entonces descendió cuidadosamente hasta su
techo de ripia, el cual, para su inquietud, cedió algo bajo su peso, pero que
resistió hasta que él saltó al suelo. De la casita le llegó el agudo ladrido de un
perrito que cesó de inmediato. Debía de ser Ludwig, el pretexto que el
apparat buscó para que Baumann pudiera pasear de noche por la vecindad.
Fuera de la vista de la residencia principal, llegó a la puerta de la casa del
servicio y dio tres suaves golpes con los nudillos; no era una contraseña, sino
el estilo que Goldman había aconsejado calificándolo de «informal» y «entre
vecinos». La puerta se abrió al instante y el doctor Baumann lo invitó a pasar.

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Los agentes lo habían metido en la casa, sano y salvo. Alguien, tiritando
bajo el rocío del alba berlinés, había sacado una piedra de la tapia con una
navaja, aunque quizá lo hicieron unos niños. Comoquiera que hubiese sido, el
caso es que estaba dentro. Lo habían manipulado como un arma y preparado
para que su luz —intelecto, influencia, habilidad…, lo que fuera— brillara en
su momento.
Ellos habían cumplido con su tarea. Lástima que él no pudiera hacer lo
mismo con la suya.
Lo intentó, claro que sí. Goldman le había dicho: «Tienes que dominar a
ese hombre. Puedes ser educado y, si te apetece, hasta encantador. Las
amenazas también sirven. Muéstrate solemne, patriota, o tremendamente
aburrido, que también puede servir, pero domínalo». Szara no pudo.
El doctor Julius Baumann había envejecido. La presión brutal e incesante
de la burocracia del Reich había actuado con efectividad en su caso. Su rostro
aparecía hundido por la tensión y la falta de sueño; delgado, encorvado, viejo.
—Usted no se puede imaginar lo que está ocurriendo aquí —repetía una y
otra vez, y Szara no encontraba manera de sacarlo de esas palabras.
—¿Podemos ayudarlo? —preguntó—. ¿Necesita algo?
Baumann se limitaba a sacudir la cabeza, como si estuviera detrás de un
muro que las palabras de Szara no pudieran traspasar.
«Muéstrate animoso —le había dicho Goldman—. Representas la fuerza.
Hazle sentir el poder que tienes, que sepa que lo apoyas».
Szara lo intentó.
—Hay pocas cosas que no podamos hacer, ¿sabe? El crédito que usted nos
merece es ilimitado. Pero debe decirnos lo que quiere.
—¿Qué es lo que quiero? —preguntó Baumann furioso—. Lo que ellos
me han quitado ustedes no pueden devolvérmelo. Nadie puede hacerlo.
—El régimen se está debilitando. Quizás usted no lo advierte pero
nosotros, sí. Hay razones para mantener la esperanza, para seguir resistiendo.
—Ya —repuso Baumann con el tono de quien cede porque encuentra
inútil seguir hablando—. Lo intentamos —añadió. Pero no conseguimos
nada, dijeron sus ojos.
Frau Baumann había experimentado otro tipo de cambio. Era más
Hausfrau que Frau Doktor.[8] Si sus pretensiones —el deseo de preeminencia
social y la necesidad de sentirse digna— eran las mismas que habían
empujado a una nación de cincuenta millones de habitantes a un estado de
furia ciega, ciertamente, ya estaba curada de todo eso. Ahora permanecía
pendiente de todo, y de todo se ocupaba, nunca tenía las manos en reposo.

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Había reducido su existencia a una serie de pequeñas crisis domésticas, había
convertido el miedo en exasperación por la vida de cada día: dedales, escobas,
patatas. Tal vez ésa era su versión del mismo mundo en el que las amas de
casa alemanas vivían, quizás esperaba que, si se unía al enemigo, podría
conservar —ellos le permitirían conservar— lo que le quedaba en la vida.
Cuando salió de la habitación, Baumann la siguió con la mirada.
—¿Lo ve? —preguntó a Szara en un murmullo como si necesitase
demostrar algo.
Szara bajó la cabeza, apesadumbrado; lo entendía.
—¿Y el trabajo? El negocio, ¿cómo va por allí? ¿Qué piensan de usted sus
empleados? ¿Todavía le son fieles? ¿O siguen casi todos la línea del partido?
—Se cuidan de sí mismos. Como todo el mundo hace ahora.
—¿No hay comprensión? ¿Ni un alma buena?
Quizá Baumann vacilara por un momento, pero entonces se dio cuenta de
lo que vendría después —quién era esa alma buena—, y volvió a encerrarse
en sí mismo.
—No importa lo que piensen.
—No quiere ayudarnos. —Szara suspiró—. Ni quiere ayudarse.
Algo brilló en los ojos de Baumann. ¿Simpatía? Pero el brillo desapareció
en seguida.
—Por favor —dijo—. No debe preguntarme demasiado. Cada día soy
menos valiente. Ir a la tapia de piedra a buscar el mensaje es una agonía para
mí, ¿entiende? Tengo que luchar para hacerlo. Yo…
El teléfono sonó.
Baumann se quedó paralizado. Miró fijamente a través de la puerta que
daba a la cocina mientras el aparato seguía sonando. Por último, Frau
Baumann acudió a la llamada.
—¿Sí? —y luego otra vez la pregunta. Escuchó durante un momento,
quiso hablar, pero era evidente que la persona al otro lado de la línea no la
dejaba.
—¿Puedes esperar un momento? —oyeron que decía, luego escucharon
cómo dejaba el auricular sobre una repisa.
Cuando entró en la salita de estar, llevaba la manos apenas rozando sus
mejillas.
—Julius, querido, ¿tenemos dinero en casa? —preguntó despacio, como si
estuviera recurriendo a toda su fuerza interior, pero le temblaban las manos y
sus mejillas ardían enrojecidas.
—¿Quién es?

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—Natalya. Ha llamado para decir que tiene que regresar a Polonia. Esta
noche.
—¿Por qué tiene que…?
—Se lo han ordenado, Julius. La Policía está allí; ellos mismos la
conducirán hasta el tren después de la medianoche. Dice que se comportan
con toda corrección, y que quieren pasar por aquí camino de la estación.
Baumann no reaccionaba. Seguía con la mirada inmóvil.
—¿Julius? Natalya está esperando que le digamos si podemos ayudarla.
—En el cajón —repuso Baumann por fin. Luego se volvió a Szara—.
Natalya es prima de mi mujer. Vino de Lublin hace seis años.
—Apenas hay dinero en el cajón —dijo Frau Baumann.
Szara se sacó un grueso fajo de reichmarks de su bolsillo, y se lo entregó a
Baumann.
—Déselo.
Frau Baumann volvió al teléfono.
—Sí, está bien. ¿Cuándo vienes? —Hubo una pausa mientras escuchaba
la respuesta—. Muy bien, pues luego nos vemos. Estoy segura de que todo se
arreglará. No olvides llevar ropa de abrigo, los hoteles polacos… Sí… Lo
sé… Veinte minutos. —Colgó el auricular y volvió a la sala—. Todos los
inmigrantes judíos polacos deben salir de Alemania —explicó—. Están
siendo deportados.
—¿Deportados? —repitió Baumann incrédulo.
Su esposa asintió con la cabeza.
—A un sitio llamado Zbaszyn.
—¡Deportada! —insistió Baumann—. Una mujer de sesenta y tres años,
deportada. En el nombre de Dios, ¿qué va a hacer en Polonia? —Se levantó
de repente para acercarse a una librería que había junto a la ventana, cogió de
ella un libro de grandes tapas y ojeó las páginas—. ¿Cómo has dicho que era
el nombre?
—Zbaszyn.
Baumann puso el atlas bajo la lámpara y buscó la página.
—Varsovia se comprendería —dijo—. No encuentro ese nombre. —Alzó
la mirada y se dirigió a su mujer—. ¿Ha pensado por lo menos en llamar para
reservar una habitación?
Szara se levantó.
—Tendré que irme —dijo—. La Policía…
Baumann se lo quedó mirando.

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—Creo que ustedes debieran irse —continuó Szara—. Esta medida va a
afectar a miles de personas. A decenas de miles. Es muy posible que la
próxima vez busquen un sitio para ustedes.
—Pero nosotros no somos polacos —dijo Frau Baumann—. Somos
alemanes.
—Yo los sacaré —dijo Szara—. A Francia o a Holanda.
Baumann parecía indeciso.
—No me conteste ahora. Piénselo. Me pondré en contacto con usted y nos
veremos dentro de unos días. —Mientras hablaba se puso la gabardina—. ¿Lo
pensará?
—No lo sé. —La confusión de Baumann era evidente.
—Por lo menos hablaremos de ellos —dijo Szara. Miró su reloj y se
dirigió hacia la puerta.
Fuera, el aire era frío y húmedo. Una insegura escalera de mano le sirvió
para subirse al tejado del cobertizo; desde allí saltó a lo alto de la tapia, se
suspendió de las manos para aminorar la caída y salvó la distancia que lo
separaba del suelo. La hora fijada para su salida de la casa era las 10.08, pero
el imprevisto desenlace lo obligó a hacerlo antes y tuvo que esperar en el
bosque, igual que antes. En el silencio de la vecindad de Grunewald, oyó lo
que debió de ser la breve visita de la prima: abrir y cerrar de las portezuelas
de un coche, un motor en marcha, voces apagadas, portezuelas otra vez y, por
último, el ruido de un coche que se alejaba. Eso fue todo.

29 de octubre.
Szara pensó que no había sido una buena idea telefonear a Marta Haecht,
una conversación que necesariamente tendría que ser embarazosa, difícil. En
lugar de eso, le escribió en un papel de carta con membrete del hotel: «He
vuelto a Berlín por encargo de mi periódico. Me gustaría, más de lo que
puedo decir en esta carta, estar contigo todo el tiempo que pueda. Por
supuesto, seré comprensivo si tu vida ha cambiado y decides que lo mejor es
que no nos veamos. En cualquier caso, tu amigo, André».
El día transcurrió lleno de aburrimiento, y Szara trató de no pensar en los
Baumann. Sacarlos de Alemania no entraba en los planes del Directorio; él no
estaba autorizado para hacer tal ofrecimiento, pero eso no le importaba. Ya
está bien, se dijo.
A la mañana siguiente, Szara recibió contestación a su carta. Fue un
mensaje telefónico que tomó el conserje del hotel «Adlon». Una dirección, un

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número de despacho, una fecha, una hora. De Fräulein H.

31 de octubre.
Szara permaneció de pie delante de la ventana abierta y miró a la
Bischofstrasse, su pavimento brillante bajo la lluvia de la media tarde, con
mojadas hojas de colores pardo y amarillo pegadas al suelo de las aceras.
Respiró complacido el aire húmedo. Oyó los pesados pasos de Marta que
cruzaba la habitación, luego sintió su cálida piel en la espalda.
—Por favor, no te quedes aquí delante —dijo ella en voz baja—. Todo el
mundo se va a dar cuenta de que hay un hombre desnudo en la ventana.
—Qué me das si me quito.
—Ah, te daré eso que no te atreves a pedirme y que deseas más que nada.
—Qué es.
—Una taza de té.
Se alejaron juntos de la ventana, él se sentó a una mesa cubierta con una
tela india, y la miró preparar el té.
La habitación era un desván en un edificio de oficinas. Sus grandes
ventanales y el techo alto hacían de ella el perfecto estudio para un artista.
Benno Ault. Ése era el nombre que podía leerse en el directorio del gran
vestíbulo de mármol, en la planta baja, vestigio de una pasada grandeza. Herr
Benno Ault, Habitación 709. ¿Quién era? Según Marta, «un amigo de la
Universidad. Querido, dulce y olvidado». Un artista que ahora vivía en otra
parte y le había alquilado el estudio como apartamento. Pero su presencia
permanecía viva. En las paredes —pintadas de un beige industrial, ahora
tenían manchas de humedad y estaban desconchadas— había, clavadas con
tachuelas, lo que Szara pensó que era la obra de Benno Ault. Querido, dulce y
olvidado podía haberlo sido, pero también loco como una cabra. Los lienzos
sin enmarcar mostraban un colorido angustioso, de amarillos y verdes
chillones. Eran retratos de náufragos y ahogados, rostros heridos gritando
desde las paredes, hundidos bajo océanos de azafrán y manos grotescas
aferradas al aire.
Le sirvió una humeante taza de té. Se quedó a su lado y le echó azúcar
hasta que él dijo basta, la curva de su cadera rozaba el costado de Szara.
—¿Lo quieres así de dulce?
—Exactamente así.
—Muy bien —dijo Marta. Se acomodó en un sillón cercano, una pieza
única, tapizada de terciopelo, que había conocido tiempos mejores. Se puso

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una servilleta sobre el vientre, un juego pudoroso, como si fuese un desnudo
de Goya que cuidara sus modales. Sorbió el té, cerró los ojos y movió los
dedos de los pies con aire placentero. El sonido de fondo para esta actuación
salía de un enorme aparato de radio, con una banda de sintonización
iluminada por una brillante luz de color ámbar, que desde que llegó Szara
había estado transmitiendo música de Schubert. Marta comenzó a dirigir una
imaginaria orquesta, siguiendo el ritmo atrás y adelante con un dedo índice
estirado.
—¿Soy como me recuerdas? —Fue una pregunta súbita por parte de ella.
—¿Y yo?
—En realidad eres muy diferente.
—También tú.
—Es la vida —suspiró ella—. Pero no me importa. Tu carta me pareció
encantadora, aunque un poco triste. ¿Era sincera? ¿O lo decías sólo para hacer
las cosa más fáciles? No es que me importe mucho. Se trata sólo de
curiosidad.
—Era sincera.
—Yo lo había pensado. Pero entonces me dije, dentro de una hora nos
veremos.
—Las horas pasan; las cartas quedan.
—Tendré que regresar en seguida al trabajo. ¿Volveré a verte? ¿O
esperaremos otro año?
—Mañana.
—Yo no he dicho que quisiera verte.
—¿Querrás?
—Sí.
Cuando llamó a la puerta, Marta acudió a abrirle vestida con una bata de
seda corta atada flojamente a la cintura —recién comprada; el olor a tela
nueva sobresalía por encima del perfume—, el cabello suelto y alisado, el rojo
de los labios recién dado. Una mujer de mundo, que espera su cometido
placenteramente en pleno día. Al verla así, enmarcada por la puerta, Szara se
sintió aturdido. Era demasiado bueno para ser verdad. Cuando ella levantó su
rostro y cerró los ojos, se sintió como un hombre que de repente recibe la
caricia de la luz del sol. Mientras se abrazaban, advirtió que ella sonreía con
placer. Pero a partir de ese momento, todo lo demás —el que le llevara de la
mano hasta el sofá, los cojines apartados a patadas, la bata volando por los
aires… sucedió demasiado de prisa. Lo que había imaginado, tan artificioso y
seductor, no tenía nada que ver con aquello. Parecía que no eran ellos en

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realidad, sino otras dos personas, hambrientas, apresuradas, egoístas. Luego
se rieron al comentarlo; sin embargo, las cosas fueron diferentes, y ambos lo
sabían.
Hubo un momento en que ella levantó la cabeza del sofá y le cuchicheó
delicadamente en el oído. Las palabras eran familiares, una petición amorosa,
pero lo dejaron sorprendido: eran palabras alemanas, y su eco despertó algo
frío y poderoso, casi violento en su interior. Ella se dio cuenta. Y le gustó. Era
peligroso seguir por ese camino, mas no hicieron nada por evitarlo.
Después, mientras tomaba el té, se preguntó cuánto había entendido ella
de lo que había sucedido. ¿La mujer eterna, es sumisa o absorbente? ¿O acaso
ella, por un momento, se había convertido en compañera de su decadencia,
representando su papel en una versión algo maliciosa de la comedia amorosa?
No podía contestarse. Ella parecía feliz, le gastaba bromas, jugueteaba con los
dedos de los pies, contenta consigo misma y con la tarde.
Luego Marta se vistió. También fue diferente en eso. Poco a poco se fue
convirtiendo en una mujer trabajadora, en una berlinesa típica: la Marta
ingenua, algo bohemia, admiradora de periodistas rusos, dejó de existir.
Liguero, medias, una fina camisa de cuello redondo, un gastado traje de lana
hasta media pierna y, por último, un pequeño y elegante sombrero con una
pluma. Lo que parecía un disfraz perfecto se convirtió en auténtico cuando le
hizo una mueca infantil; lo que en alemán es Schnauze, literalmente hocico,
una manera de enviar el mundo a la mierda. Antes de irse, le ofreció su fría
mejilla para no estropear el rojo de los labios, y se sacudió el cabello.

Después de que ella se marchara él se quedó todavía un rato, viendo por la


ventana cómo una bandada de estorninos se alejaba y cambiaba de rumbo en
el lluvioso cielo. El programa de la radio cambió a lo que le pareció
Beethoven o, en cualquier caso, algo profundo y solemne. Se sintió arrastrado
por el ambiente de la ciudad, le fue imposible resistirlo, y él también se sintió
otoñal y meditabundo, mientras se hacía preguntas de respuestas imposibles.
Marta Haecht, por ejemplo. ¿Se había vuelto tan mundana en manos de otros
amantes? Por supuesto que sí. Pero ¿quién?, se preguntó. Eso resultaba
siempre, por su propia experiencia, una sorpresa. ¿Él?
Si se hubiese tratado de una muchacha rusa, él lo hubiera sabido todo. No
habría habido barreras entre ellos para expresar cualquier pensamiento íntimo;
las lágrimas lo hubieron lavado todo y, después, el perdón, la ternura y —
como en una borrachera— un salvaje acto amoroso que hubiese reunido de

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nuevo los trozos del vaso roto. Los polacos y los rusos saben que los
sentimientos escondidos envenenan la vida; el vodka, en último término, no
es más que un catalizador.
Pero ella no era rusa ni polaca; era alemana, como esos malditos y tristes
músicos. La realidad le había sido revelada cuando estaban en el sofá. ¿Qué
era eso? ¿El conquistador oriental que posee a la princesa teutónica? Fuera lo
que fuese, no se trataba de ningún juego.
Inquieto, con el pesar de que Marta hubiera tenido que volver al trabajo,
Szara caminó por la habitación mientras se vestía, rodeado de las maníacas
pinturas de Ault. Qué gente más rara, pensó, hacen de la angustia una virtud.
Pero tales pensamientos no impidieron que contara las horas que faltaban para
volver a verla, y trató de sacudirse la sensación opresiva que atenazaba su
pecho.
Quizá fuese la influencia del propio edificio. Su construcción databa de
principios de siglo; en sus amplios corredores, adornados con pequeños
azulejos octogonales en blanco y negro, resonaba el eco de las pisadas, y
estaban bañados por la difusa luz gris que atravesaba los paneles de cristal
esmerilado de las puertas, las cuales estaban numeradas con caracteres
góticos. Llamado die Eisenbörse Haus, el Edificio de la Lonja del Hierro,
había sido seguramente el sueño acariciado de su constructor. Por lo que
Szara sabía, no había allí ninguna Lonja, o Bolsa, del hierro. ¿Se había
planificado alguna, quizás al lado? En ese caso, sólo habían construido el
anexo, una estructura de siete plantas de ladrillos rojos con el nombre en
letras doradas sobre el cristal de la puerta principal. El ascensor debió
añadirse más tarde. El edificio era enorme, un hormiguero diseñado para
albergar cualquier negocio respetable. Pero el constructor había elegido mal el
sitio. La Bischofstrasse se hallaba al otro lado del río Spree, alejada de la
mejor zona de Berlín y había que cruzar el puente Wilhelm, cercano a la
antigua judería. ¿Existió alguna vez el propósito de hacer de aquel lugar un
distrito comercial? Evidentemente, el constructor debió de pensarlo así, y lo
situó justo al oeste de la Judenstrasse, enfrente del Neue Markt, entre las
calles Pandawer y Steinweg.
Pero no acertó. El edificio quedó como una gran mole entre casas de
vecinos y tiendas miserables; el directorio del vestíbulo explicaba el resto:
profesores de piano, agentes teatrales, un detective privado, un club de
enseñanza de navegación a vela y un club de corazones solitarios, un
astrólogo, un inventor, y Grömmelink, el hombre de las dentaduras postizas a
precios módicos.

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Szara pulsó el botón de llamada del ascensor, el cual, al poco rato subió
entre jadeos hasta la última planta. La puerta metálica se deslizó a un lado y
un sucio guante blanco abrió la puerta interior. El ascensorista era un viejo de
cabello lacio, peinado con raya en medio y recogido detrás de las orejas, de
piel fina, casi transparente y el rostro arrugado por la tragedia. Según Marta le
había dicho, se llamaba Albert, y ella lo tomaba por un tipo extravagante y
bastante divertido, el peligroso ogro del castillo, el defensor del foso. Pero
Szara no lo encontró nada divertido. Albert lo miró fijamente, con evidente y
profundo desprecio, cuando Szara entró en el ascensor y luego olfateó de
manera ruidosa mientras cerraba la puerta de golpe. Huelo a judío, eso era lo
que daba a entender. En la pared, encima de la manivela de mando, había
sendas abarquilladas fotografías de hombres con expresión adusta vestidos
con el uniforme del Landwehr. ¿Hijos muertos en la guerra? Al menos, eso le
pareció a Szara. Mientras dejaban arriba los pisos, Szara no pudo reprimir un
escalofrío. Nunca hubiera imaginado a Marta Haecht viviendo en un sitio
como ése.
Había muchas cosas nuevas en Marta. Mientras echaba una ojeada por el
apartamento, Szara había encontrado en un armario de madera unas pinturas
antiguas de Ault que, era evidente, no merecían ser mostradas. Las fue
mirando sin mucha curiosidad, y entre ellas vio un rosado desnudo, de una
mujer de pie y pensativa, casi cohibida, en medio de frenéticos torbellinos de
verdes y amarillos. Algo familiar llamó su atención, y entonces cayó en la
cuenta de que conocía a la modelo, que ya la había visto en esa misma pose.
Había muchas cosas nuevas en Marta.
El ascensor se detuvo. Albert abrió las puertas, primero la interior y luego
la exterior.
—Vestíbulo —dijo con voz áspera—. ¡Salga!

De nuevo en su habitación del «Adlon», Szara corrió las pesadas cortinas


para evitar la luz del crepúsculo, echó la llave a la puerta y se entregó de lleno
a cifrar un mensaje. Con la ayuda de un horario de trenes alemán que
Goldman le había dado —difícil de descubrir si había un registro—, convirtió
el vulgar texto de grupos numéricos. En su comunicado al Directorio mostró
una extrema cautela, de hecho, casi de engaño: el hombre destrozado de
Grunewald, tal como lo describió, provocaría la alarma y las idas y venidas en
la plaza Dzerzhinsky. El doctor Baumann no estaba bajo el control de nadie,

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incluido el del propio Szara, y éste sólo podía imaginar lo que el Directorio
ordenaría que se hiciera cuando se enterara, en especial el Directorio
presidido por Dershani.
El informe describía a un agente sometido a una presión enorme, pero que
aún era eficiente en su trabajo. Terco, automotivado…, a fin de cuentas, un
hombre de negocios importante y triunfador, y no alguien que recibe órdenes.
Szara reforzó el engaño dando a entender indirectamente que el Directorio
debía frenar su instinto de dominación burocrática y reconocer que trataban
con un hombre para quien ser independiente, incluso siendo judío en
Alemania, era algo instintivo en él, y habitual. Había que hacer creer a
Baumann que quien controlaba era él y que el apparat le estaba subordinado.
Pero si Baumann era un hombre tenaz, continuaba Szara, la situación que
él había encontrado en Alemania era de una gran inestabilidad. Daba cuenta
de la llamada telefónica de la prima política de Baumann, forzada a regresar a
Polonia, informó del desembolso de gastos de emergencia, y luego sugirió
que debieran ofrecer a OTTER la salida del país —si la ocasión lo requiere—
y establecerlo en otra ciudad europea. Mientras ese momento llegaba, la
«Fábrica Baumann» debería contratar a un nuevo empleado, recomendado por
el agente a cargo del caso, que se mantendría como reserva hasta que entrara
en activo. Szara terminó el mensaje diciendo que permanecería al menos siete
días más en Berlín, y que pedía apoyo operativo local para celebrar una
segunda reunión.
Agrupó sus números, hizo la suma falsa y contó las letras del horario por
segunda vez para asegurarse. Los mensajes equivocados ponían furiosos a los
de Moscú —¿Qué es un fepo? ¿Y por qué pide uvas?—, y necesitaba que
confiaran en él y en su buena fe si quería que aceptaran su análisis de la
situación.
Caminó la media manzana que lo separaba de la Embajada rusa, un lugar
que era normal que visitara, donde encontró su contacto, un segundo
secretario llamado Varin, al que entregó su mensaje. Luego desapareció en la
noche berlinesa.

Oh, él tenía compañía, pensó. Nada demasiado serio. Nada que no pudiera
arreglar.
Goldman le había dicho: «Hay dos situaciones que, a mí, si estuviese en tu
lugar, me preocuparían: a) Que te encuentres realmente interceptado, quizá
por una caja móvil: uno delante, uno detrás, y dos a las tres y a las nueve —a

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la izquierda y a la derecha—; caminas por la calle y todo el aparato se mueve
contigo. O quizás es gente en coches estacionados en una calle vacía y
mujeres en las puertas. Todo este tipo de cosas impide que quedes fuera de su
vista. O insisten en saber quién eres en realidad y a dónde vas. O tratan de
asustarte para ver cómo reaccionas. Abandonas, por supuesto. Vuelves al
hotel y usas tu teléfono de contacto, el número 4088. No contestarán, pero el
timbre de la llamada hará su efecto. b) Debes preocuparte si no hay vigilancia
alguna en absoluto. Un periodista soviético en Berlín debe repito, debe
despertar interés en algún nivel de los organismos de contraespionaje. La
situación normal será periódica, con uno o dos hombres, tal vez detectives,
con el aspecto que suelen tener. Te seguirán a media distancia. Lo ideal es
que no te muestres excesivamente hábil. Si eres demasiado astuto, provocarás
su curiosidad. En el caso de que no puedas despistarlos con un par de
maniobras inadvertidas, renuncia a ello e inténtalo en otra ocasión. Por lo
general, los alemanes te marcarán de noche y te dejarán libre de día. Pero si es
el Sáhara, entonces ve con cuidado. Puede significar que tengan un plan, es
decir, que hayan puesto a alguien bueno sobre ti, y él, o ella si vamos a eso,
será mejor que tú. En ese caso, vete a ver al segundo secretario de la
Embajada y ya te prestaremos ayuda».
Muy bien, pensó. Esta vez el geniecillo de Bruselas sabía de qué estaba
hablando. En la calle de paseo, Szara encendió un cigarrillo en la
Kanonierstrasse, parado delante de la lóbrega y vasta fachada del «Deutsche
Bank»; luego, forastero en su ciudad, miró a su alrededor como si estuviese
perdido en medio del mar. El otro hombre que encendía su cigarrillo a unos
cuarenta metros detrás de él, visible sólo como un sombrero y un abrigo, era
su compañía.
No era la noche adecuada para tener compañía. Con diez mil reichmarks
en los bolsillos se dirigía al teatro «Reichshallen» para una reunión con Nadia
Tscherova, actriz, émigrée, RAVEN y jefe de grupo de la red RAVEN.
Tscherova estaría a su disposición —no en un camerino del grandioso
«Reichshallen», sino de un pequeño teatro de repertorio en una calle estrecha
llamada Rosenhain Passage— a partir de las 10.40. Szara no quiso
apresurarse, continuó su paseo, y no comprobó si continuaban siguiéndolo
hasta que no llegó a la Kraussenstrasse. Si no podía hacer el treff esa noche,
Tscherova lo esperaría las tres noches siguientes. Dirigida con mano firme
por Schau-Wehrli, RAVEN era conocida por seguir las órdenes, así que Szara
estaba tranquilo y ofrecía el aspecto de un hombre que no sabe dónde ir y está
sobrado de tiempo.

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Sentía curiosidad por Tscherova. Schau-Wehrli la manejaba con su fina
arrogancia suiza; la llamaba stukach, soplona, el más bajo escalafón de los
agentes soviéticos, que se limitaban a cambiar información por dinero. La
apreciación de Goldman era diferente. Él empleaba la palabra vliyaniya,
compañera de viaje. Este calificativo solía aplicarse a los agentes influyentes,
con frecuencia voluntarios que creían en el sueño soviético: casi siempre
académicos, funcionarios, artistas de todas clases y el hombre de negocios
ocasional interesado en beneficios futuros. Como Tscherova se movía en los
círculos elevados de la sociedad nazi, él la consideraba vliyaniya, aunque se le
pagara, igual que a los hermanos Brozin y Brozina y el maestro de ballet
checo Anton Krafic, los otros componentes de la red RAVEN. En cuanto a los
agentes de más alto rango, los proniknoveniya —especialistas infiltrados que
servían bajo una directa y virtual disciplina militar—, a Szara no le fue
permitido acercarse a ellos, aunque él sospechaba que el grupo MOCHA de
Schau-Wehrli podría estar clasificado como tal; y de Goldman se rumoreaba
que dirigía personalmente a un agente incrustado en el mismo corazón de la
Gestapo.
Claro que el sistema variaba según el punto de vista nacional. Para los
franceses, los agentes de bajo nivel eran los dupeurs, timadores, que
informaban sobre todo de instituciones militares de diversos países. Los
moutons, carneros, se dedicaban al espionaje industrial y los baladeurs,
ambulantes, se encargaban de misiones específicas. El equivalente francés del
proniknoveniya, muy controlado y situado en lugares importantes, era el
agent fixe, mientras que el traffiquant, como Tscherova, dirigía un grupo de
subagentes.
Szara se detuvo en la esquina de la Kraussenstrasse, contempló los rótulos
callejeros y luego cruzó de prisa al otro lado, sin llegar a correr, pero de tal
forma que dos «Daimler» que iban a gran velocidad pasaran zumbando a su
espalda. Una breve mirada al escaparate de un estanco le mostró el reflejo de
su «acompañante», que buscaba con mirada ansiosa desde la esquina opuesta
y luego cruzaba. Szara aligeró el paso; después subió las gradas del hotel
«Kempinski». Cruzó el elegante vestíbulo y se sentó a una mesa del bar del
hotel. Aquello era el Berlín cosmopolita; un diseño de brillantes superficies
en blanco y negro con lámparas cromadas, palmeras, un hombre en esmoquin
blanco tocaba al piano música romántica, pequeños grupos de gente bien
vestida y el sosegado y melódico murmullo de las conversaciones. Pidió un
aperitivo, se recostó en la silla de cuero, y centró su atención en una mujer,
más bien sin edad, y no sin atractivo, que se encontraba sola en una mesa

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cercana, muy concentrada al parecer en lo que le preocupaba: una bebida
larga con un bastón de caramelo en miniatura colgado del borde el vaso.
Diez minutos más tarde, la compañía llegó. Sudoroso, rostro de luna,
anhelante; un detective sobrecargado de trabajo que, evidentemente, había
aparcado en una silla del vestíbulo y luego se había puesto nervioso al creer
que había perdido el contacto con su vigilado. Se acercó a la barra, pidió una
cerveza y contó la calderilla del bolsillo antes de pagar. Szara sintió lástima
por él.
Entretanto, la dama que había elegido hizo firmes progresos con su
bebida. Szara se levantó, se dirigió hacia ella y, de espaldas al detective, se
inclinó y le preguntó la hora. Ella, con bastante educación, le respondió que
no la sabía, pero creía que serían cerca de las diez. Szara rió, se irguió de
nuevo, y comenzaba a dar media vuelta para regresar a su mesa cuando lo
pensó mejor, miró su reloj, dijo algo en voz baja como «Temo que se me ha
parado el reloj», con una sonrisa de complicidad, y entonces sí volvió a su
mesa. La mujer se marchó un cuarto de hora más tarde. Szara miró su reloj,
esperó cinco minutos para que ella fuera donde tuviese que ir, dejó un billete
sobre la mesa y abandonó el bar. Ya en el vestíbulo, corrió hacia un ascensor
en el momento que la puerta comenzaba a cerrarse y pidió la cuarta planta.
Cruzó el rellano decidido, y, cuando oyó que la puerta del ascensor se
cerraba, buscó la escalera y regresó a pie al vestíbulo. El detective, sentado en
un sillón, vigilaba la puerta del ascensor como un gavilán, a la espera de que
Szara regresara de su aventura. Szara abandonó el hotel por una puerta lateral,
se aseguró de no tener más compañía y detuvo un taxi.

Rosenhain Passage era medieval, un callejón tortuoso recubierto de


piedras rotas. Casas con entramados de madera, enlucido agrisado por el
tiempo, paredes que, al elevarse, se inclinaban hacia atrás, y un desagradable
olor a cloaca suspendido en el aire. ¿Qué había ocurrido allí? El agua goteaba
de las tuberías podridas, todas las ventanas cerradas a cal y canto. Una calle
sin vida, inerte. No se veía ni un alma. En medio de todo esto, el teatro «Das
Schmuckkästchen» —El Joyero—, como si una comisión de cultura
ciudadana, encargada de hacer algo por el Rosenhain Passage, se hubiera
sacado el teatro de la manga. Una manera de dar lustre a las cosas. Un
estandarte pintado a mano que colgaba de un anticuado cuerno de posta,
anunciaba la representación de El Dilema del Capitán, de Hans-Peter
Mütchler.

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A medio camino de un pasaje junto al teatro, un hierro apoyado en una
puerta la mantenía abierta. Szara lo apartó de su camino con el pie y dejó que
la puerta se cerrase lentamente a su espalda hasta encajar el pestillo. Tras una
pesada cortina oyó el desarrollo de la obra, un hombre y una mujer
intercambiaron insultos domésticos en el estilo declamatorio reservado a los
dramas históricos. Escucha con atención esto fue escrito hace mucho tiempo.
Los insultos debían de ser divertidos en plan jocoso, la entonación de la voz
así lo daba a entender, y hubo risas entre el público; pero Szara pudo sentir
una incomodidad casi palpable —cambios de postura en los asientos, toses,
suspiros sin palabras— en una audiencia condenada a pasar una noche insulsa
y aburrida.
Tal como Goldman le había dicho, no había nadie en aquel lugar. Forzó la
vista, y en la oscuridad medio vislumbró una fila de puertas. Con leves
golpecitos llamó en la marcada con la C.
—¿Sí? Pase.
Se encontró en un pequeño camerino: espejos, vestidos, desorden. Una
mujer, que mantenía el dedo índice entre las páginas de un libro como señal,
estaba sentada, con el torso erguido, en una chaise-longue. La expresión de su
rostro era tensa y anhelante. Goldman le había mostrado una fotografía suya.
Una actriz. A pesar de eso, la realidad lo dejó deslumbrado. Quizá fuese el
contraste con Berlín, el peso grotesco de la ciudad, su pesada atmósfera, la
gente de complexión gruesa, la brutal densidad de su vida; pero la mujer le
pareció transparente, etérea.
Ella inclinó la cabeza y estudió al hombre que acababa de entrar.
—Usted es diferente —dijo en ruso. Su voz era ronca, y Szara percibió su
desdén en esas tres palabras.
—¿Diferente?
—Por lo general suelen enviarme una especie de verraco. Con las cerdas
erizadas.
Era alta y esbelta; los puños del grueso jersey arremangados dejaban ver
unas muñecas delicadas. Sus enormes ojos tenían un azul pálido y frágil que
hacían pensar en la ceguera, y su cabello, que llevaba largo y suelto, tenía el
color de la cáscara de almendra. Un cabello muy fino, de la clase que se agita
al menor movimiento. Había estado bebiendo. Szara pudo oler el vino.
—Siéntese —dijo ella esta vez con voz suave, en un evidente cambio de
modales.
Szara se acomodó en un sillón que parecía un trono, quizás perteneciente
a la obra de teatro.

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—¿Actúa usted?
Iba vestida con pantalones y calzaba sandalias de tacón bajo, una
indumentaria que no encajaba con los gritos y antiguallas que había oído en el
escenario.
—Especial para esta noche. —Con un gesto que daba a entender la
presentación del personaje, añadió—: Beatrice, una doncella. —Se encogió de
hombros, en un gesto de rechazo ruso—. Es culpa de mi alemán, tan
imposible. En ocasiones represento el papel de alguna extranjera; pero la
mayor parte de las veces hago de doncella. Con vestidos cortos de doncella.
Gusta a todo el mundo. Cuando me agacho, casi se me ve el culo. Aunque no
del todo.
—¿Qué obra es ésta?
—¡Cómo!, ¿acaso no conoce El Dilema del Capitán? Creí que todo el
mundo lo conocía.
—No. Lo siento.
—Mütchler se ajusta al gusto dominante…, es decir, al gusto de
Goebbels. Se dice que la ha calificado de muy excelente. El capitán vuelve a
su casa diez años después de un naufragio; y se encuentra con que su esposa
vive por encima de sus posibilidades, esclava de una moda extravagante,
acosada por difamadores y usureros. Él, por su parte, es un Volk típico:
fornido, campechano, honrado…, un hombre sencillo de Rostock,
acostumbrado a los placeres sencillos. Placeres sencillos, sabe, que nos
obligan a representarlo como si fuese un imbécil. Ya tenemos pues el
conflicto, y una especie de comedia de alcoba, con todos sus divertidos
personajes: hipócritas, majaderos y judíos untuosos.
—¿Y el dilema?
—El dilema es por qué el autor no fue estrangulado nada más nacer.
Szara se echó a reír.
—¿Qué es usted? ¿Un escritor? Quiero decir, además de lo otro.
—¿Cómo sabe que soy «lo otro»?
—Malos tiempos para Nadia si usted no lo fuera.
—¿Y por qué escritor?
—Oh, conozco a los escritores. Los tengo en la familia, o los tenía.
¿Quiere vino? Vaya con cuidado…, es para ponerlo a prueba.
—Sólo un poco.
—Me ha fallado. —Buscó detrás de un biombo y echó vino en un vaso de
agua, se lo dio y luego buscó su propio vaso, oculto tras una pata de la chaise-
longue—. Nazhdrov’ya.

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—Nazhdrov’ya.
—Fuuu. —Arrugó la nariz delante del vaso—. Dile a tu sobrinita, que se
muere por ser actriz, si se puede tolerar un vino blanco tan atroz como éste.
—¿Es usted de Moscú?
—No, de Piter, de San Petersburgo. Perdone, he querido decir de
Leningrado. De una antigua familia. Tscherova es mi nombre de casada.
—Y Tscherov, su esposo, ¿está en Berlín?
Ella resopló, miró al techo y abrió una mano, con el pulgar escondido,
enviando el alma de Tscherov al Paraíso.
—Noviembre de 1917.
—Una época difícil —dijo Szara con simpatía.
—Un menchevique, un buen hombre. Se casó conmigo cuando yo tenía
dieciséis años, y no pudo quejarse. También fueron los últimos ocho meses de
su vida. ¡Pobre Tscherov! —Sus ojos brillaron un instante, y desvió su
mirada.
—Por lo menos, usted se salvó.
—Todos nos salvamos. Los aristócratas y los artistas de mi familia, todos
los locos. La revolución era lo que necesitábamos. Tengo un hermano que
hace lo que usted. O quizá deba decir que hacía. Parece que ha desaparecido.
Sascha. —Rió al recordarlo, una risa amarga. Después se puso los dedos
sobre los labios, como si algo impidiera que hablase—. Perdón. El coronel
Alexander Vonets…, ¿lo conoce usted?
—No.
—Lástima. Un hijo de puta encantador. Ah, la elegante familia Vonets…,
a lo que ha llegado hoy. Una Stukachi miserable, ocupándose de los chismes
de los asquerosos nazis. «Oh, pero mi querido general, ¡es absolutamente fas-
ci-nan-te!». —Se mofó de su propia actuación, y luego se acercó más a Szara
—. ¿Sabe lo que dicen en París? Que una mujer que vaya a una soirée
necesita sólo saber dos palabras de francés para convertirse en una
conversadora elegante: Formidable y fantastique. Pues lo mismo ocurre aquí.
Los miras desde abajo, si son bajitos, te sientas; tus ojos han de mirar siempre
desde abajo, y ellos hablan, hablan y hablan, y tú dices, en alemán, por
supuesto: formidable! después de una parrafada, y fantastique! cuando acaban
la siguiente. Luego, cuando te has ido, ellos comentan: «¡Qué mujer tan
brillante!».
—Así que todo se limita a conversar.
Ella lo miró durante unos segundos.
—Es usted muy grosero —dijo.

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—Perdóneme. Era simple curiosidad. No me importa lo que usted haga.
—Bueno, como usted seguramente sabe, yo no he elegido esto.
—¿No?
—Por supuesto que no. Cuando supieron que había escapado de Rusia y
que estaba en Berlín, enviaron gente aquí; no como usted. —Se encogió de
hombros al recordarlo. Tuve que elegir entre la muerte y el dinero. Y elegí el
dinero.
Szara asintió con la cabeza en un gesto de comprensión.
—Asistimos a… fiestas, mi pequeña compañía y yo. A determinadas
fiestas, ¿sabe? Se nos toma por personas de lo más divertidas. La gente bebe.
Se desinhibe… ¿Quiere usted oírlo todo?
—Por supuesto que no.
—No es tan malo como piensa —dijo ella con una sonrisa—. Evito lo
peor; pero mis compañeros… Bien, tampoco es que yo sea inocente,
entiéndame. He conocido a un par de ellos mejor de que lo que yo hubiera
querido. —Hizo una pausa. Miró a Szara como si lo estudiara; luego le guiñó
un ojo—. Usted tiene que ser un escritor…, tan serio. Todo debe significar
algo, pero nosotros… En el teatro somos como niños traviesos, como
hermanos y hermanas que juegan a escondidas. Estas cosas carecen de
importancia, son una manera de olvidarse de uno mismo, nada más. Una
noche eres esta persona y a la noche siguiente, aquélla; en ocasiones no eres
nadie. Este trabajo deforma el corazón. Quizá. No lo sé.
Estuvo perdida durante un rato, sentada al borde de la chaise-longue, con
los codos apoyados en las rodillas y el vaso entre las manos.
—En cuanto a los nazis…, bien, cuando lo piensas, son más cerdos que
seres humanos. Los hombres, y también las mujeres son exactamente cerdos,
hasta chillan como ellos. No lo digo para insultarlos, es literal. No me estoy
refiriendo a su Schweine!, sino a los cerdos de verdad: rosados, supergordos,
muy inteligentes si es que sabe algo de ellos, desde luego más listos que los
perros, pero muy ávidos, en eso consiste su norma de conducta. Quieren lo
que desean, y mucho, y en seguida, y luego, cuando se hartan, son felices.
Bienaventurados.
—Me parece que me ha dicho que el hombre que venía a verla era como
un verraco.
—Sí, es verdad que lo he dicho. Pero estoy segura de que hay una
diferencia. Usted ha sido lo bastante inteligente para hacérmela ver.
Hasta ellos llegó el cadencioso tono de un monólogo en el escenario,
teñido de una especie de cólera triunfante cargada de razón. Luego una pausa,

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seguida de un tímido aplauso, después el chirrido del mecanismo poco
engrasado que bajaba el telón, y pesados pasos en el corredor, «¡Scheiss!» en
la voz áspera de un hombre, y, por último, un enérgico portazo.
—Ése es el capitán —dijo Tscherova cambiando al alemán—. Un simple
Volk.
Szara se metió la mano en el bolsillo y sacó los gruesos fajos de
reichmarks. Ella bajó la cabeza, los cogió, se levantó y los metió en los
bolsillos de un largo abrigo de lana que colgaba de un clavo.
Szara supuso que lo que hablaran se oiría en el inmediato camerino del
«capitán».
—Tenga cuidado con el… con su salud. Espero que lo haga.
—Oh, sí.
Se puso de pie, dispuesto a irse. En aquella habitación tan pequeña tenían
que estar más juntos de lo que era normal entre desconocidos.
—Es mejor que no averigüemos cómo podría haber sido —dijo él sereno
—. ¿Sí?
Tscherova sonrió con expresión traviesa, divertida de ver cómo se sentía
afectado por su proximidad.
—Usted es diferente, lo es. Y eso no debe preocuparle mucho.
La delicada mano hurgó en el cinturón de su pantalón; cuando la levantó
en la palma tenía una ampolla con un líquido amarillo. Enarcó las cejas: ¿Ve
qué lista soy?
—Fin de la historia —dijo—. Telón.
Ocultó la ampolla tras su espalda, como si no existiera. Se acercó más a
él, lo besó suavemente en la boca —un leve y cálido beso— y le susurró adiós
—en ruso— muy cerca del oído.

Cuando salió del teatro, muy alejado del «Adlon», Szara caminó hacia el
este, siguiendo inconscientemente las instrucciones. Llegó hasta la barrera del
Canal Neu-Kölln y se desvió hacia el sur, por el puente Gertraudten.
Encendió un cigarrillo y contempló las pieles de naranja y los trozos de
madera arrastrados por la sucia corriente. Hacía frío. Las luces de las farolas
aparecían rodeadas de un halo producido por la niebla que el canal
desprendía.
El Directorio nunca conocía personalmente a los agentes; Szara acababa
de entender el porqué. No podía quitarse de la cabeza la vulnerabilidad de
Tscherova. Atrapada entre la Gestapo y el NKVD, entre Alemania y Rusia,

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vivía de su ingenio, de su bella apariencia, de su charla inteligente. Pero su
final sería tener que beber el amarillo líquido de la ampolla. Quizá pronto. La
idea de que tanta vida —toda la emoción que sus venas almacenaban—
pudiera derrumbarse como una masa informe en un rincón lo atormentaba.
¿Es que una mujer, por ser demasiado bella, tenía que morir? A Moscú,
seguramente, no le gustaría su respuesta. ¿Se había enamorado un poquito de
ella? Y qué, si era así. Todas aquellas travesuras, su manera de mirarlo, ¿eran
para atraerlo? Estaba seguro de que sí, porque, si no, ¿qué podía haber sido?
Ella tendría que beber aquello porque los agentes no sobrevivían. Todas
las prevenciones, secretos y claves y todos los métodos clandestinos servían
para ganar tiempo, sólo para eso, ganar tiempo al destino conocido. Las cosas
terminaban mal. Las cosas, siempre y al final, terminaban mal. El mundo era
impredecible, inconsistente, volátil, un manicomio de extraños sucesos, a fin
de cuentas. Mataban a los agentes. Casi siempre. Los sustituías. Eso es lo que
el apparat esperaba que hicieras: reorganizar el caos, reparar el daño, y seguir
adelante. Hasta cierto punto, él podía aceptarlo, pero cuando las mujeres
intervenían en la ecuación, dudaba. Para él proteger a las mujeres era una
necesidad, no podía sacrificarlas, y le resultaba imposible cambiar. Un
instinto antiguo, estar entre las mujeres y el peligro, minaba su voluntad de
llevar a cabo las operaciones de la manera que debía, y eso hacía de él un mal
espía. Así de sencillo. Y lo peor de todo era que el líquido amarillo no
formaba parte de ningún estuche para espías; el NKVD no creía en tales
cosas. No, Tscherova lo había conseguido por su cuenta, porque sabía —lo
mismo que él— cómo acababan los agentes, ella quería adelantarse y hacerlo
por sí misma cuando llegara el momento. Esa idea lo ponía enfermo; no
entendía por qué el mundo funcionaba de esa manera.
Habían cazado a un judío al final de la Brüderstrasse, donde Szara había
girado para seguir hacia el norte. Un grupo de quinceañeros, Hitlerjugend[9],
con sus caprichosos uniformes, obligaban a un pobre desgraciado, puesto a
cuatro patas, a beber el agua sucia de la cuneta, mientras gritaban, reían,
cantaban y se lo pasaban en grande.
Szara se escondió en un portal. Por un instante creyó que iba a perder el
conocimiento, se le nubló la vista y sintió un fuerte martilleo en las sienes. Se
apoyó contra la pared; entonces se dio cuenta de que no se trataba de un
vahído, sino de rabia, y luchó por dominarse. Creyó que se volvía loco, cerró
los ojos para no ver la sangre, y clamó a Dios por una metralleta, una bomba
de mano, una pistola…, cualquier arma. Pero su rezo no tuvo una respuesta

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inmediata. Más tarde descubriría que le faltaba una pequeña esquirla de uno
de los incisivos.
Poco después de la medianoche, tras haberse arrastrado en la oscuridad a
través de calles desiertas camino de su hotel, llegó a la inevitable conclusión:
Tscherova, con lo que hacía, contribuía a destruir a esa gente, a aquellos
jóvenes con su juguete judío. Ella podría debilitarlos sin que se dieran cuenta;
era más que una metralleta o una pistola, un arma más letal que cualquiera de
las que había pedido. Esa seguridad fue un consuelo para él después de lo que
había visto, y, entonces, con la manga de la gabardina, se enjugó las lágrimas
que rodaban por sus mejillas.

A la tarde siguiente, le contó a Marta lo que había visto. Instintivamente,


ella se le acercó, pero cuando extendió sus manos para acariciarlo, él adoptó
una actitud reservada; aunque no rechazó su gesto cariñoso, tampoco deseó
ser reconfortado.
Aquél era un dolor que quería guardar para sí.

Para cubrir las apariencias, debía escribir algo.


«Nada que tenga que ver con la política —le había advertido Goldman—.
Deja que los de la “Tass” se ocupen de los acontecimientos diplomáticos;
busca algo trivial, de relleno. Como si a algún editor ambicioso se le hubiera
metido en la cabeza que la opinión de Pravda sobre Alemania necesita el
toque de Szara. Porque, a pesar de toda la mala sangre y de la hostilidad
política, la vida sigue. Un trabajo poco apetecible, pero que harás lo mejor
que sabes; tienes que convencer a la oficina de Prensa del Reich para que lo
crean. Un poco de su fino desdén teutónico es lo que te conviene. De
momento, déjalos que se rían».
A media mañana, en el comedor del «Adlon», Szara soportó la tierna
benevolencia de Vainshtok. El hombrecito se pasó los dedos por el cabello y
estudió una lista de posible temas.
—¿Un Szara que necesita la ayuda de un Vainshtok? —dijo—. Yo sabía
ya que el mundo estaba al revés, que Armagedón está al caer, ¡pero esto!
—¿Qué tienes por ahí? —insistió Szara, y luego llamó a un camarero que
pasaba—. Una Linzer torte para mi amigo, con mucho schlag encima.
—Tú tienes algún problema. —Las cejas de Vainshtok se dispararon hacia
arriba—. Eso es evidente. Mi mamá siempre me lo advertía: «Querido hijo,

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cuando te pongan nata batida en la Linzer torte, no te fíes». ¿Que te ocurre,
André Aronovich? ¿Has caído últimamente en desgracia? ¿Acaso hay una
chica que no te hace caso? ¿Te estás haciendo viejo?
—No aguanto esta ciudad, Vainshtok. Aquí no puedo pensar.
—¡Oh, él no aguanta a Berlín! El año pasado me enviaron a Madagascar.
Comí, por lo menos es lo que creo, lagarto. ¿Has oído alguna vez,
dondequiera que hayas estado, el ruido de la vajilla rota? Once generaciones
de rabinos Vainshtok se volvieron locos en el paraíso rompiendo los platos de
kosher de Dios, Gott im Himmel! ¡El pequeño Asher Moisevich está
comiendo lagarto! Ah, aquí hay algo para ti. ¿Qué te parece el tiempo, el
clima?
—¿Qué le ocurre?
—Es algo de todos los días.
—¿Y?
—Bien, no es muy frío, ni muy caluroso tampoco. Pero lo más probable
es que un artículo sobre el tiempo no moleste a los ministros del Reich.
Aunque puede que sí. «¿Qué quiere decir con normal? Nuestro clima alemán
es limpio y puro, ¡como no hay otro en ninguna otra parte del mundo!».
Szara suspiró. No se sentía con fuerzas para contestarle.
—Está bien, está bien —dijo Vanishtok mientras le servían su plato
atiborrado de nata—. Me vas a hacer llorar. Haz algo sobre Frau Kummel,
allá arriba, en Lübeck. La llaman Mutter Kummel, Mamá Kummel. Es el
artículo que puedes escribir, y que te sacará de Berlín durante un día.
—¿Mutter Kummel?
—Te anotaré su dirección. Ayer cumplió cien años. Nació el primero de
noviembre de 1838. Imagínate cuántas cosas excitantes ha tenido que ver,
hasta puede que se acuerde de algunas. ¿1838? Schleswig-Holstein era de los
daneses todavía, Lübeck formaba parte del Estado independiente de
Mecklemburgo. Alemania (claro que tendrás que decir Alemania como la
conocemos hoy) no existía. Vas a provocar envidias, Szara. Qué tiempos tan
intrigantes fueron aquéllos. Y Mutter Kummel debió de vivir cada minuto de
entonces.
Aquella misma tarde subió al tren, un viaje desagradable a través de las
tierras llanas y los campos pantanosos del Lüneburg, donde el viento
huracanado tumbaba cañaverales y carrizos bajo un duro cielo gris. Evitó
pasar por Hamburgo tomando la línea que cruzaba Schwerin. En las afueras
de un pueblecito, no lejos del mar, vio un indicador de tráfico a la entrada de

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una curva muy cerrada de la carretera: ¡Conduzca con cuidado! ¡Curva
peligrosa! ¡Judíos, 120 km por hora!
Mutter Kummel vivía con su hija de ochenta y un años en una casa llena
de adornos del centro de Lübeck.
—Otro periodista, querida mamá —dijo la hija cuando Szara llamó a la
puerta.
La casa olía a vinagre, y hacía tanto calor en ella que Szara sudaba
mientras tomaba sus notas. Mutter Kummel recordaba bastantes cosas de
Lübeck: dónde estaba la antigua carnicería, el día en que la cuerda del
campanario de la iglesia se rompió y la campana cayó con un estruendo
terrible, atravesó el suelo del campanario y aplastó a un diácono. Qué iba a
hacer Nezhenko con todo aquello era algo que Szara se imaginaba por no
decir nada de cualquier minero en los Donbás, envolviendo su patata del
almuerzo en el periódico. Pero se entregó a su trabajo, y lo hizo lo mejor que
pudo. Cerca del final de la entrevista, la anciana se inclinó hacia delante, su
plácido rostro coronado por un moño de cabello blanco, y le dijo que die
Juden habían desaparecido de Lübeck, uno más de los cambios ocurridos en
la ciudad, de los que ella había sido testigo en sus muchos años. Gente
educada cuando te cruzabas con ellos en la calle —eso tenía que admitirlo—,
pero no sentía pena porque se hubieran ido.
—Esos judíos —añadió en tono confidencial— han estado robándonos
nuestras almas durante demasiado tiempo. —Szara debió de mirarla
sorprendido porque siguió como si revelara un secreto—. Oh, sí, joven. Es lo
que hacían, y aquí, en Lübeck, lo sabíamos.
Por un momento, Szara se sintió tentado de pedirle que le explicara el
mecanismo de algo semejante —porque le pareció que lo había dicho muy
convencida—: cómo lo hacían, dónde escondían los judíos las almas robadas,
qué hacían con ellas… Pero se contuvo. Dio las gracias a las señoras y cogió
el tren que lo llevaría a Berlín, y a una noche con Marta Haecht, cuya
promesa lo había mantenido cuerdo durante un día más.

Más adelante tendría motivos para recordar esa tarde.


Más adelante, cuando todo cambió, se preguntaría qué hubiera ocurrido si
hubiese perdido el tren de Berlín, si hubiese pasado la noche en Lübeck. Pero
se conocía lo bastante bien como para saber que hubiera encontrado algún
medio para estar aquella noche con Marta. Se tenía a sí mismo por un

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estudiante del destino, incluso por un connoisseur —esa detestable palabra—
de sus trampas y revueltas; de cómo acechaba, cómo atraía.
Se vio a sí mismo en el tren de Berlín, un hombre que había logrado llenar
una tarde sin vida con sus pensamientos de la noche. Por más que los pardos y
los grises del noviembre alemán pasaran ante la ventanilla del tren, él no
estaba allí para verlos; se había ausentado anticipadamente, llevado de su
amor codicioso. De hecho, se preguntaba a sí mismo, ¿había algo que él no
quisiera? Seguro que la quería a ella, la quería como se quiere a una mujer en
una novela victoriana que se guarda en el cajón de la mesilla de noche. ¡Cómo
fantaseó mientras viajaba en el tren! Pero eso no era todo. Quería jugar. Al
juego de la tentación y de la entrega, de los síes y los noes engañosos. Y
luego quería hablar…, hablar en la oscuridad donde pudiera decir lo que
sintiera, y después quería dormir, envolverla en sus brazos, muy unido a ella
en una cama muy cálida. Incluso quería un desayuno. Algo que fuera
delicioso.
Y lo tuvo todo.
En su propia forma diabólica, el destino cumplió hasta su último deseo.
Sólo que le añadió un poco más, un poco de algo que él no esperaba, oculto
en medio de todos sus placeres, donde estaba seguro que iba a encontrarlo.

De noche, el Edificio de la Lonja del Hierro parecía más extraño aún: los
largos corredores alicatados en sombras, la opacidad y el secreto de los
cristales esmerilados de las puertas, y el silencio, roto sólo por un piano
agonizante en la planta baja y el eco de sus propios pasos.
Pero, con la poca luz, el estudio del pintor Benno Ault apareció suavizado.
Los gritos y tormentos colgados de las paredes quedaron en suspiros apagados
y Marta Haecht, en el centro del escenario, con la bata corta de seda y el
perfume de París, corrió graciosa a sus brazos, y le dio todo tipo de razones
para esperar que todo lo que había pensado en el tren no fueran fantasías
ociosas.
Tuvieron su novela victoriana —en sentimientos, si no en la forma—, y
juntos acabaron arrellanados en el sofá, aturdidos y con la noción perdida.
Luego Marta apagó la luz y reposaron, tendidos pacíficamente, durante un
rato, pegajosos, cansados, satisfechos de ellos mismos, como los mejores
amigos.
—¿Qué es lo que dijiste? —preguntó ella en tono perezoso—. ¿Era ruso?
—Sí.

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—No estaba segura. Podía haber sido polaco.
—No, era ruso. Muy ruso.
—¿Algo agradable?
—No. Una grosería. Muy vulgar. Una orden.
—Ah, una orden. ¿Y yo te obedecía? —Marta sonreía en la oscuridad.
—Lo hiciste. No sé cómo, pero me entendiste.
—Y eso te gustó.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Sí, claro. —Marta pensó unos momentos—. Somos tan diferentes.
—No lo creo.
—No debes decir eso. Para mí, esa diferencia es un placer.
—Ah, como el día y la noche.
Marta le puso una mano sobre el pecho.
—Calla.
Permanecieron un rato en silencio. Szara miró los grandes ventanales
iluminados por el pálido cielo nocturno de la ciudad. Algunos copos de nieve
chocaron contra los cristales y se fundieron en gotitas.
—Está nevando —dijo Szara.
Marta se volvió un poco para mirar.
—Es una señal.
—Te refieres a la noche que nos conocimos, que vuelve.
—Sí, igual. Todavía te recuerdo en la cocina del doctor Baumann,
hablabas poco. Ni siquiera te habías fijado en mí. Pero yo ya sabía todo lo que
iba a pasar.
—¿De verdad?
Marta dijo que sí con la cabeza.
—Sabía que ibas a llevarme a alguna parte, a un hotel, a una habitación.
Pensé: Un hombre como tú puede tener siempre a una mujer como yo. Ese
pensamiento me vino de pronto, y me quedé muy sorprendida. Porque yo era
tan buena…, siempre había conocido a chicos que me deseaban, en la
Universidad y en esos sitios, pero era tan Mädchen, que yo no quería. Me
ruborizaba y los apartaba a empujones, ¡se lo tomaban tan en serio! Y
luego…, estas cosas ocurren cuando menos te lo esperas, los Baumann, los
viejos y pesados Baumann, me invitaron a su casa. —Soltó una carcajada—.
Yo no quería ir. Mi padre me obligó.
—Pero me dijiste que sabías quién era yo, que deseabas conocerme.
—Sí, ya sé que te lo dije. Era una mentira. Sólo quería halagarte.
—¡Aj! —Szara pretendió mostrarse herido.

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—Pero, no. Debieras sentirte halagado por mi mentira, porque en cuanto
te vi quise todo, que me obligaras a hacer todo. Tu camisa oscura, tu cabello
negro, la forma como me miraste. Todo era tan… ruso. No sé cómo decirlo.
Algo en ti, poco educado, no educado como lo son los alemanes, pero fuerte,
intenso. —Con los dedos, Marta peinó el cabello de Szara en un gesto que
pareció durar una eternidad, y él sintió el calor de su mano.
—¿Es eso lo que los alemanes piensan siempre de los rusos, cuando no
los odian?
—Es verdad. Algunos alemanes os odian, y son odiosos. Pero es
complicado para la mayoría de nosotros. Estamos preocupados dentro de
nosotros mismos, casi disgustados por encontrarnos en este mundo. Creo que
es por nuestra cultura alemana, y vemos a los rusos, a los judíos, a los eslavos,
a todos los del Este, como seres apasionados y románticos, con sentimientos
por todo lo que ven, y sentimos una profunda envidia en nuestros corazones,
porque nos damos cuenta que ellos sienten, mientras que nosotros sólo
pensamos en las cosas, pensamos y pensamos y pensamos.
—Qué me dices del doctor Baumann, ¿es apasionado y romántico?
—Oh, él no. —Se echó a reír al pensarlo.
—Pero es judío.
—Sí, por supuesto. Sin embargo es mucho más parecido a nosotros, tan
frío y estirado, todo timidez. Ése es el problema que hay aquí, en Alemania:
los judíos se han convertido en alemanes, se consideran a sí mismos
alemanes, tan buenos como cualquier alemán, se creen con los mismos
derechos que los alemanes, y hay muchos alemanes que opinan que eso es
una presunción, y no les gusta. Entonces, después de la revolución de 1917,
vinieron aquí, a Berlín, judíos rusos y polacos, y ésos sí que son diferentes de
nosotros; no sé si groseros es la palabra; incultos. Casi todos hacen su vida
aparte; pero cuando te los encuentras, por ejemplo, cuando están en el
trolebús y va lleno, saltan a la vista, y puedes oler las cebollas que han
comido.
—Los judíos de Polonia han sido enviados de vuelta.
—Sí, lo sé, y eso me entristece. Pero ya había algunos que querían
regresar, y Polonia no los admitía; aquí había gente que decía ¿por qué tiene
que ser siempre el problema para Alemania? Y ahora todos tienen que volver,
y eso me entristece.
—¿Y el doctor Baumann?, ¿dónde puede ir?
—¿Por qué tendría que ir a ninguna parte? Para casi todos los judíos, lo
que ocurre es terrible, una tragedia, lo pierden todo, pero para él no es así. Los

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doctores Baumann del mundo siempre encuentran la forma de seguir adelante.
—¿Te ha dicho eso tu padre?
—No. Es algo que he visto con mis propios ojos.
—¿Sueles verlo?
—¿Socialmente? Por supuesto que no. Pero trabajo para un hombre
llamado Herr Hanau, del pueblecito de Wannsee, arriba, en el Báltico. Herr
Hanau es el propietario de una pequeña naviera, con un barco grande y tres
pequeños, y para que el Gobierno lo tenga en cuenta cuando hay
contrataciones, ha puesto su oficina en Berlín y me ha nombrado su ayudante
aquí. Bien, hace unas pocas semanas tuvimos la suerte de conseguir un
pequeño embarque de máquinas herramientas con destino a Suecia, un gran
triunfo para nosotros; entonces para celebrarlo Herr Hanau me invitó a
almorzar en el «Kaiserhof». Y allí, largo como la vida, estaba el doctor
Baumann, comiéndose una chuleta y bebiendo vino del Rin. Después de todo,
la vida no puede irle tan mal.
Confundido, Szara se puso a mirar por la ventana los copos de nieve que
revoloteaban en el aire inmóvil.
—¿Cómo podía hacer eso? —preguntó—. ¿Es que a un judío, como el
doctor Baumann, le está permitida la entrada en uno de los mejores hoteles de
Berlín y ponerse a comer, como si tal cosa?
—Creo que no. Estos camareros tienen gran sentido de las conveniencias
sociales, y si hubiese estado solo, no le hubieran servido o habría habido una
escena. Pero se encontraba con su protector, sabes, y eso hizo que todo
sucediera con plena normalidad.
—¿Un protector?
—Por supuesto. Aunque mi padre está dispuesto a ayudarlo, a hacerse
cargo de la propiedad de la fábrica, el doctor Baumann sigue al frente de ella.
La «Baumann» hace trabajos para la defensa, como tú debes saber, y por eso
protegen al doctor Baumann.
—¿Quién lo protege?
—A mí me extrañó ver a aquellos dos hombres juntos, el doctor Baumann
y alguien muy alto, un tipo delgado, casi calvo, con unos pocos cabellos
rubios. Un aristócrata creo, por lo menos es lo que me pareció; al final de la
treintena, sin barbilla, y con esa típica sonrisita vacilante, como cuando
alguien está a punto de hacer añicos un jarrón muy valioso y temiera que,
advirtiéndoselo, pudiera partirle el corazón.
Szara cambió de postura en el sofá. Hizo el gesto de estar horrorizado.
—Espero que no estés describiéndome a alguien en particular.

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—No estoy descubriendo ningún secreto, liebchen.
—¿Quién supones que era?
—Se lo pregunté a Herr Hanau. «No te entrometas —me dijo—. Es Von
Polanyi, del Ministerio de Asuntos Exteriores, un tipo listo que no está a tu
nivel».
—El nombre parece húngaro. —Szara sintió el encogimiento de hombros
de ella, como una primera respuesta.
—En la época del Imperio austrohúngaro había nobles por todas partes; y
muchos de ellos en Alemania. De todas maneras, no te preocupes mucho por
Herr doktor Julius Baumann, ya que, según parece, goza de una situación
cómoda.
Szara guardó silencio prolongado.
—¿Estás dormido?
—No. Sueño.
—¿Conmigo?
Szara se acercó más a ella.
—Dame tu mano —dijo Marta.
Por la mañana, cuando la luz del día los despertó, después de la novela
victoriana, del afecto, de la charla sincera en la oscuridad y de un cierto
estado de ausencia que por lo menos imitaba al sueño, Marta Haecht se anudó
el batín de seda a la cintura, y se puso delante de la estufa y preparó unos
blini, tan finos como los crêpes franceses, los cubrió de mermelada de fresa,
procedente de la mejor tienda de Berlín, los plegó con sumo cuidado y los
sirvió en unas fuentes preciosas. En ese momento, Szara se dio cuenta de que
si tenía que comer algo, lo que fuera debía ser, tal como lo imaginó en el tren,
algo absolutamente delicioso.

5 de noviembre.
Un mensaje telefónico en la recepción del «Adlon» decía que se pasara
por la oficina de Prensa de la Embajada. En la Unter den Linden, bajo una
ligera y seca nevada que asemejaba una neblina, miles de miembros del
partido nazi, con sus camisas negras, desfilaban hacia la Puerta de
Bradeburgo. Cantaban con voces guturales, berreaban sus cantos y alzaban
los brazos a la manera del saludo fascista. Entre aquella oleada negra
sobresalían las pancartas contra el Comintern y la Unión Soviética, y los
hombres marchaban golpeando con sus botas contra el pavimento; Szara
sintió el ritmo de aquellos pasos retumbar bajo sus pies. Se arrebujó en el

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impermeable y trató de ignorar a los manifestantes. Era lo mismo que hacían
casi todos los berlineses, primero miraban a los que cantaban, luego apretaban
el paso para ocuparse de sus asuntos. Szara siguió su ejemplo.
Había mucho ajetreo en la Embajada. La gente corría arriba y abajo, los
funcionarios iban cargados de archivos y se respiraba tensión por todas partes.
Varin, el segundo secretario, lo esperaba en la sala de Prensa, junto a la
ventana, más para dejarse ver por los manifestantes que para mirarlos. Era un
hombre de baja estatura, serio, resuelto y de pocas palabras. Le entregó un
sobre; Szara notó al tacto el fino papel parafinado que había dentro. Una radio
estaba encendida en la sala de Prensa, y cuando anunciaron las noticias de las
doce, todos guardaron silencio.
—Menudo lío hay armado en Zabazyn —dijo Varin al acabar el
comentarista—. Tienen a quince mil judíos polacos rodeados de alambradas
de espino en la frontera. Los alemanes quieren echarlos de su país, pero los
polacos no los dejan entrar en el suyo. No hay agua suficiente, y apenas
albergue que les dé cobijo, y eso con un frío que va en aumento. Todos están
a la espera de ver qué país cede el primero.
—Quizá yo debiera ir allí —dijo el periodista Szara.
Varin cerró los ojos un instante, y luego movió apenas la cabeza para
indicar que no hiciera tal cosa.
—¿Por eso se manifiestan?
Varin se encogió de hombros con indiferencia.
—Les gusta desfilar, pues que desfilen. Es a causa del tiempo… Siempre
les da por ahí cuando llega el invierno.
Szara se levantó para despedirse.
—Vaya con cuidado —le recomendó Varin sin inmutarse.

Por un momento, Szara estuvo tentado de olvidar todas las


preocupaciones después de su visita a Varin, pero tuvo que rechazar esa
tentación de inmediato. Mientras se dirigía de regreso al «Adlon», la palabra
Funkspiele sonaba con insistencia en su interior, como el redoble de un
tambor. Era una reproducción radiofónica; pero, también, en general, el
trabajo de un agente doble. Era posible que hubiera una explicación inocente
para el encuentro con Baumann con alguien del Ministerio de Exteriores,
aunque Szara no lo creía así. El Directorio había desconfiado de Baumann
desde el primer momento; ahora comprendía cuánta razón tenían. Las
personas como Abramov, que había pasado la mayor parte de su vida en

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tareas clandestinas, contra la Ojrana antes de 1917, contra el Mundo a partir
de entonces, desarrollan un instinto muy agudo; como los animales, cuando
ciertas noches no se acercan a la charca.
De pronto vio que no tenía elección. Debía pensar igual que un espía
profesional, le gustase o no. Si Baumann estaba bajo el control de los
alemanes, todas las preguntas normales en esos casos surgían de inmediato:
¿Lo controlaban desde el principio? ¿O después de descubrirle? ¿Cómo lo
habían conseguido? Por coerción, no le cabía duda. Ni por dinero ni por ego
ni, Dios no lo permitiera, por ideología. Un judío aterrorizado era lo más
adecuado para los propósitos de los alemanes. ¿Cuáles eran éstos? Engañar.
¿Para qué? ¿En qué sentido? Si las cifras del cable de estampación estaban
infladas, eso quería decir que pretendían asustar a la Unión Soviética,
haciendo ver que tenían más bombarderos de los que admitían, una táctica de
guerra política, la misma que habían empleado, con resultados nefastos contra
Checoslovaquia. Si las cifras eran inferiores a las reales, significaba que
tenían la intención de que los rusos se confiaran. Y eso significaba que
Alemania quería la guerra.
Una vez en el «Adlon», se dirigió a la habitación de Vainshtok, cuya
puerta golpeó con más fuerza de lo deseado. El hombrecillo estaba en mangas
de camisa, envuelto en la nube del humo de los cigarrillos. Sobre el escritorio
tenía una hoja de papel que había sacado de la máquina de escribir.
—¿Szara? Espero que te traiga algo importante. Acabas de ahuyentar a la
mierda de mi musa.
—¿Puedo pasar?
Vainshtok lo invitó a entrar con un gesto y cerró tras él.
—¿Quieres hacerme el favor de no llamar de esa manera? Telefonea
desde el vestíbulo. Estos días, una llamada así en la puerta…
—Gracias por la pista de Mutter Kummel.
—De nada. Creí que necesitabas algo emocionante.
—¿Qué sabes del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich?
Vainshtok suspiró. Anduvo hasta una cartera que tenía abierta y comenzó
a revolver su contenido. Al cabo de unos minutos sacó una delgada guía
telefónica hecha a multicopista.
—Oh, la cantidad de cosas prohibidas que tenemos aquí, en el «Adlon».
Espero que la Gestapo le prenda fuego uno de estos días. Sería digno de
verse, cien bomberos, y todos con gafas. —Se rió al imaginárselo—. ¿Qué es
lo que quieres saber?
—¿Puedes decirme quién es Von Polanyi?

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—Von Polanyi. —Apenas tardó unos segundos—. Herbert K. L. Amt 9.
—¿Qué es eso?
—Lo ignoro. Debe de ser algo del Servicio de Inteligencia.
—¿Cómo?
—Cuando no sabes algo, lo más probable es porque ellos no quieren que
lo sepas. Por lo tanto, no puede ser alguien que se ocupe de averiguar la
cosecha de habichuelas búlgara.
De nuevo en su habitación, Szara corrió las cortinas, cogió lápices y
papel, apoyó sobre el escritorio y contra la pared la guía de ferrocarriles,
desplegó bajo la lámpara el fino papel codificado y comenzó a descifrarlo.

TRANSMISIÓN 5 DE NOVIEMBRE DE 1938 04.30 HORAS.


A: JEAN MARC.
APROBADA SEGUNDA REUNIÓN CON OTTER. FECHA 10 NOVIEMBRE,
HORA 01.15, EN KLEINERSTRASSE 8, WITTENAU. TRANSPORTE EN
AUTOMÓVIL A PUEBLO DE WITTENAU, A UNOS 30 MINUTOS DE
BERLÍN, A LAS 12.40 HORAS DESDE MERCADO PESCADO KOLN, CRUCE
FISCHERSTRASSE Y MUHLENDAMM, DESTACADO PARA ESCRIBIR
ARTÍCULO SOBRE MERCADO DE PESCADO VISITADO POR TURISTAS DE
NOCHE. HOMBRE CON PAÑUELO CUELLO DIBUJO ESCOCÉS TE
CONTACTARÁ. LAS PALABRAS SERÁN: ¿PUEDE DECIRME QUÉ HORA
ES? LA CONTRASEÑA: LO SIENTO, MI RELOJ SE PARÓ EL JUEVES.
KLEINERSTRASSE 8 ES UN ANTIGUO EDIFICIO DE MADERA ORIENTADO
NORTE, AL FINAL ESTE DE LA CALLE TOCANDO PRINZALLEE. RÓTULO
SOBRE PUERTA DICE BETH MIDRESH, UNA SINAGOGA. ENCUENTRA
SUJETO A TRAVÉS PUERTA FINAL PASILLO IZQUIERDO. NO MÁS DE
TREINTA MINUTOS CON SUJETO. REGRESO A BERLÍN EN AUTOMÓVIL
QUE ACORDARÁS CON CONDUCTOR. NO HACER OFRECIMIENTO DE
FUTURA SALIDA DEL PAÍS NI ESTABLECIMIENTO EN OTRO.
DIRECTOR.

7 de noviembre.
Llegó al desván justo después de las nueve, con la respiración algo
agitada, las mejillas frías por el aire de la noche, y una botella de buen vino
envuelta en papel. Encontró una Marta de aspecto diferente; cabello recogido

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hacia arriba, pendientes de baquelita a juego con el color del lápiz de labios,
jersey ajustado y falda. Le dio un estuche de piel que contenía un par de
gemelos de oro en «forma de limoncillos». Como la camisa de Szara tenía
botones en los puños, ella sacó una suya del armario para que él viera qué
efecto hacían. Le fue casi imposible ponérselos y estuvo porfiando hasta que
Marta acudió en su ayuda, riendo de su torpeza. Bebieron el vino y comieron
pastelillos de una caja con papel de adorno. Él cambió la emisora de radio —
una música vienesa que provocó el gesto burlón de Marta—, pero Szara
asociaba a los serios compositores alemanes con el talante de la ciudad, y no
los quería en su santuario. Muy relajados, charlaron, de temas sin
importancia; Marta se entretuvo en sacar las guindas azucaradas que
remataban los dulces y las dejó en un cenicero. Cenaron más tarde, después
de hacer el amor. Esa noche no tenían prisa.
En pocos días, aquello se había convertido en una relación amorosa con
sus propias reglas, una vida que irradiaba de un mullido sofá como centro,
una relación con altibajos, momentos de aspereza suavizados luego, y
educadas mentiras triviales. Algo propio de adultos. Marta, una mujer
trabajadora, una berlinesa sofisticada de vida independiente, aceptaba a Szara
por lo que pensaba que éste era: un periodista soviético que viajaba
constantemente, un hombre que ejercía una fuerte atracción sexual hacia ella,
al que había conocido al final de su adolescencia y que ahora la amaba como
mujer.
Era una lástima que no pudieran ir a restaurantes o a conciertos, pero la
realidad del momento no lo aconsejaba; no tuvieron que discutir para acordar
que lo mejor era evitar situaciones que resultaran embarazosas. La vida era
demasiado corta para complicarla, por ello debían seguir la corriente. Szara
no mencionó la esópica carta ni su viaje a Lisboa. Dudaba que Marta supiera
que le había escrito. De ser así, también ella había decidido no hablar del
asunto. Tenían un pacto, y lo cumplían.
En la radio se oía «Barcarola», de Los cuentos de Hoffman. Marta se sentó
en sus rodillas.
—Es bonito —dijo ella—. Dos amantes en una barca, navegando por un
canal.
Szara deslizó su mano por debajo del jersey de Marta. Ella cerró los ojos,
inclinó la cabeza sobre su hombro y sonrió. Acabó la melodía y un locutor,
haciendo ruido con un papel junto al micrófono, anunció un boletín especial
del doctor Joseph Goebbels.
—¡Oh, qué odioso es este hombre! —exclamó Marta.

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El comunicado de Goebbels era profesional, pero su gimoteo nasal
resultaba demasiado evidente. Mientras leía el editorial que aparecería al día
siguiente en el Volkischer Beobachter, una especie de furia contenida fue
apoderándose de su voz. El tono implicaba que aquel texto hubiera tenido que
leerlo a gritos. Ernst von Rath, tercer secretario de la Embajada alemana en
París, había sido herido de gravedad por los disparos de un judío polaco de
diecisiete años llamado Hershl Grynszpan, un estudiante cuyos padres habían
sido deportados desde Alemania a Polonia, y que permanecían en la ciudad
fronteriza de Zabazyn. El punto de vista de Goebbels era claro: tratamos de
ayudar a estas personas, llevándolas de una nación que no las quiere a un
lugar donde se sentirán más en casa, y mirad lo que nos hacen: disparan sobre
nuestros diplomáticos. ¿Cuánto tiempo creen que los alemanes van a seguir
tolerando estos ultrajes? Terminó el boletín y la música continuó con un vals
de Strauss.
—¡Qué mundo éste! —exclamó Marta con tristeza. De nuevo cerró los
ojos y se arrellanó para ponerse cómoda—. Tenemos que ser amables entre
nosotros —añadió mientras ponía su cálida mano sobre la de Szara.

10 de noviembre.
Al alemán le gusta su pescado con delirio. Para demostrar de forma clara
que era un periodista, Szara garrapateó sus impresiones en un montón de
cuartillas. Arenques y morralla, anotó. Lenguado y merluza. A partir de la
medianoche, el mercado de pescado de Colonia empezó a llenarse con la
pesca reciente transportada en camiones desde la costa: anguilas de reflejos
grises y rosados en hielo machacado, canastas de caracoles y ostras enredadas
en algas, langostas flotando en un tanque de plomo lleno de turbia agua
salada. El aserrín bajo los pies estaba empapado de sangre y de agua marina,
y el aire, incluso en la fría noche de noviembre, apestaba: se huele el yodo de
las charcas formadas al retirarse la marea, escribió Szara, barriles de
desperdicios de pescado. Gatos abandonados. Había mucha gente.
Vendedores que gritaban para llamar la atención de los clientes, hacían
alusiones chistosas al pescado y añadían algo de psicología: el marisco fresco
provocaba la charla animada. Algunos elegantes con sus amiguitas, los rostros
achispados por el alcohol, pasaban ufanos cargados con su compra. Incluso un
aturdido turista británico hacía preguntas en inglés, en voz alta y despacio, y
se sentía confundido porque nadie podía contestarle.

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El agente fue puntual. Un hombre grueso, cejijunto, de mejillas
sonrosadas, con el cabello corto al estilo militar. Después de intercambiar las
palabras convenidas, caminaron en silencio hasta el coche, un «Humboldt»
negro estacionado algo lejos de allí, en Muhlendamm. El agente era un
conductor experto, y cauteloso; rodeó varias manzanas de casas y repitió
varias veces el mismo recorrido hasta asegurarse de que no los seguían.
Fueron hacia el Grunewald, al oeste, y ya cerca de la orilla del Havel,
pusieron rumbo al norte, por una serie de carreteras secundarias para evitar un
encuentro con la Policía, presente en las carreteras principales.
—Me han encargado que te avise que puede haber problemas —dijo el
conductor.
—¿Qué clase de problemas?
—Aktionen. Atentados contra los judíos. Una unidad de vigilancia de la
Embajada estaba distribuyendo un teletipo justo cuando yo salía; era de la
oficina de Müller e iba dirigido a todos los cuarteles de la Gestapo. Decía que
la hora se especificaría «en breve». Es probable que entres y salgas sin
dificultades…, pero no te entretengas.
—El treff tiene lugar en una sinagoga.
—Conozco el lugar. Ha sido elegido porque no hay nadie por allí, y es
mejor para tu contacto, que ha llegado del Este sin pasar por la ciudad. Los
servicios nocturnos lo recogieron el viernes y no se ha movido desde
entonces.
El coche aminoró la velocidad al llegar a las afueras de Wittenau. La calle
se alejaba del Havel; y a ambos lados comenzaron a aparecer cobertizos y
edificios de una sola planta con pequeñas industrias. El conductor frenó y
apagó el motor. La noche era tranquila, y el aire olía ligeramente a humo de
carbón. Szara pensó que el apparat disponía de un genio para elegir sitios
como aquél; zonas muertas, desiertas a medianoche, en las afueras de las
ciudades.
—Ésta es la Prinzallee —explicó el conductor—. Siguiendo recto, a unos
cincuenta metros empieza la Kleinerstrasse. Tu sinagoga está en la esquina.
¿Qué hora tienes?
—La una y ocho minutos.
—Tardarás un minuto en llegar.
Szara se agitó en su asiento. El canto de un pájaro quebró el opresivo
silencio.
—¿Vive alguien por aquí? —preguntó.

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—Casi nadie. Fue un ghetto hace treinta años, después se convirtió en
zona industrial. Sólo quedan la sinagoga y unas pocas viviendas ocupadas por
judíos ancianos. Casi todos los jóvenes se fueron durante el 33.
Szara miró de nuevo su reloj.
—Muy bien —dijo el conductor—. No cierres la portezuela del coche. Es
un ruido que todo el mundo sabe identificar. Y, por favor, no te retrases.
Szara salió del coche. Habían apagado la luz del techo, de manera que el
vehículo permaneció a oscuras. Caminó arrimado a una valla, sobre un suelo
fangoso en el que se hundían sus zapatos. Había un silencio tan absoluto que
podía oír su propia respiración.
La sinagoga era muy antigua, un edificio de dos plantas con vigas de
madera y un tejado muy pendiente. Construida hacía un siglo, quizás había
sido utilizada como taller, posiblemente una serrería, porque estaba adosado a
un patio cubierto donde se veía madera almacenada.
Un rótulo en hebreo encima de la puerta decía Beth Midresh, Casa de
Adoración. Eso indicó a Szara que había sido usada por inmigrantes judíos de
Polonia y Rusia: todas las sinagogas del Límite llevaban esa inscripción. En
Francia tenían el nombre de la calle, mientras que los judíos ricos de
Alemania solían darle el nombre de algún dirigente de la comunidad, la
Sinagoga Adler, por ejemplo. Los otros eran templos grandes y lujosos, muy
distintos del que tenía delante. Vista a la luz de la luna menguante, la
sinagoga de la Kleinerstrasse podría haber estado en Cracovia o en Lodz,
parecía proceder de otro lugar y de otro tiempo.
Aquella impresión persistió en él. La puerta no estaba cerrada con llave,
pero sí encallada en el marco, y Szara tuvo que empujar con fuerza hasta
conseguir abrirla. El interior lo retrotrajo a Kishinev, por el olor a sudor y a
orines del aire viciado, como si nunca hubieran abierto las ventanas. Detrás
del altar, por encima del arca de doble puerta que contenía los rollos de la
Torah, había una pequeña lámpara, la luz perpetua, que apenas dejaba ver los
dos estrechos pasillos entre las filas de sillas de madera, todas de diferentes
estilos. Siguió por el de la izquierda y caminó hasta el fondo, haciendo crujir
con sus pisadas las tablas del pavimento. La puerta a un lado del altar estaba
entornada; la empujó poco a poco, cuando la abrió del todo, vio a un hombre
abatido, sentado a una mesa vacía. La sala era estrecha, quizás alguna vez
sirvió como estudio del rabino; había estanterías vacías adosadas a la pared.
—Doctor Baumann —llamó.
Baumann alzó la mirada, sin que su aspecto abatido cambiara.
—Sí —contestó en voz baja.

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Había una silla enfrente de Baumann, y Szara fue a sentarse en ella.
—No estará usted enfermo, ¿verdad?
—Cansado —repuso Baumann. Y lo dijo en un doble sentido: exhausto y
cansado de vivir.
—Tenemos que hablar de algunas cosas, de prisa, y luego nos iremos.
¿Sabe cómo llegar sin peligro a su casa?
—Sí. Eso no es problema.
Tal vez tenía un conductor esperándolo, o él mismo conducía su
automóvil; Szara lo ignoraba.
—Ante todo queremos saber si usted se ha visto presionado por algún
Ministerio del Reich. No me refiero a que le hayan obligado a entregar su
pasaporte o a cumplir alguna de las leyes proclamadas contra los judíos. Me
refiero a usted en particular. O dicho de otra manera, si han contactado con
usted de alguna manera, de una u otra forma.
Szara creyó que la sonda había llegado a su destino. La sala estaba a
oscuras, pero observó una ligera reacción enfrente. Luego, Baumann agitó la
cabeza con impaciencia, como si Szara estuviese perdiendo el tiempo con
aquellas estúpidas insinuaciones; no quería hablar del tema, lo que deseaba
decirle era otra cosa. Se inclinó hacia Szara y su tono fue apremiante.
—Voy a aceptar su oferta. Su oferta de sacarnos de aquí, a mi mujer y a
mí. Al perro también, si se pudiera arreglar.
—Por supuesto —dijo Szara.
—Pronto. Si es posible, en seguida.
—Tengo que preguntar…
—Queremos ir a Amsterdam. No creo que resulte muy difícil. Nuestros
amigos dicen que los holandeses permiten que vayamos, sin hacer preguntas.
La dificultad está en salir de Alemania. Llevaremos una maleta y el perrito,
nada más. Pueden quedarse con todo, absolutamente con todo…
—Hay algo que necesitamos —lo interrumpió Szara con frialdad,
entonces ladeó la cabeza.
Baumann se irguió como si le hubiese picado una víbora.
—¡Dios mío!
—¿Cantan? —preguntó Szara.
Baumann afirmó con la cabeza. En un gesto instintivo, Szara miró su
reloj.
—¿A la una y media de la madrugada?
—Cuando cantan así… —Baumann calló para prestar más atención al
sonido procedente de la calle.

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Szara recordó la manifestación en la Unter der Linden. Las mismas voces,
profundas y vibrantes. Permanecieron en silencio mientras el clamor se
acercaba. De repente, Baumann se levantó.
—No deben vernos. —Hubo un inicio de pánico en su voz.
—¿Estaríamos mejor afuera, en la calle?
—Vienen hacia aquí. Aquí.
Szara también se levantó. Recordaba el camino que había recorrido, sin
lugar alguno para esconderse. Las palabras de la canción eran perfectamente
audibles ya; las que cantaban en la taberna cuando bebían cerveza: Wenn’s
Judenblut vom Messer spritzt/Dann geht’s nochmal so gut, dann geht’s
nochmal so gut. «Cuando la sangre judía chorrea por los cuchillos / Entonces
todo va bien, entonces todo va bien». Baumann se alejó de la puerta y los dos
hombres se miraron a los ojos, aterrorizados ambos, sin saber qué hacer,
iguales de improviso.
—Escóndase. —La palabra salió de la boca de Baumann en un susurro
roto, como la voz de un niño aterrorizado.
Szara se esforzó por controlarse. Había pasado ya por pogroms, en
Kishinev y en Odesa. Siempre atacaban las sinagogas.
—Salgamos de aquí —dijo.
Era una orden. Pasara lo que pasase, él no iba a terminar su vida de un
golpe estúpido como un animal que sabe que va a morir. Salió a la carrera de
la salita y no había avanzado dos metros por el pasillo cuando una de las
oscuras ventanas a los lados de la puerta de entrada se iluminó de repente;
durante un segundo vio una trémula sombra dorada en ella y, de inmediato, el
cristal cayó al suelo hecho añicos. Afuera, los hombres aullaron
entusiasmados, mientras Baumann, al mismo tiempo, lanzaba un grito. Szara
corrió junto a él y le tapó la boca; sintió la saliva en la palma de la mano, pero
no la retiró hasta que Baumann le hizo gestos de haberse calmado. Detrás de
ellos la otra ventana explotó.
—Una escalera —cuchicheó Szara al oído de Baumann—. Tiene que
haber una escalera.
—Detrás de la cortina.
Corrieron hasta el altar. Szara oyó el chasquido de la puerta atrancada al
abrirse en el lado opuesto del edificio, justo en el momento en que Baumann
apartaba la cortina a un lado y los dos desaparecían detrás del arca. La
escalera no tenía baranda, sólo los peldaños apoyados contra la pared. Subió
corriendo, Baumann iba tras él, e intentó abrir la puerta. Del otro lado de la
cortina les llegaba el ruido de la sillas derribadas a patadas y de los cristales

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rotos de las otras ventanas, todo ello entre un coro de risotadas y gritos de
entusiasmo.
—¡Salid, judíos! —bramó alguien con voz de borracho.
Szara logró forzar la puerta, que mantuvo abierta con una mano, mientras
que con la otra tiraba de la manga de Baumann para que acabara de subir los
peldaños y entrara. Luego, se volvió y la cerró de una patada. La segunda
planta estaba en desuso, un montón de trapos, telarañas en los rincones, sillas
rotas, olor a madera vieja… y a algo más. A quemado. Se volvió para mirar a
Baumann. Éste estaba con la boca muy abierta, el aire le faltaba, y mantenía
una mano apretada contra el centro del pecho.
—¡No! —dijo Szara.
Baumann lo miró, como ausente, y se hincó de rodillas. Szara corrió a la
ventana más próxima, pero vio antorchas y formas difusas que se movían
abajo, en el lado de la sinagoga que daba a la avenida. Atravesó la habitación
hasta la ventana opuesta, y se encontró con que daba justo encima del techo
del almacén de maderas. Era una ventana muy vieja, con paneles de cristal en
finos listones de madera; debía de hacer años que permanecía cerrada. Hizo
todo lo que pudo, y no consiguió abrirla, entonces se echó hacia atrás para
tomar impulso y empezó a dar salvajes patadas a los cristales y al marco,
insistiendo una y otra vez, sin importarle que la tela de su pantalón se
desgarrara y que sobre la espesa capa de polvo de alféizar aparecieran gotas
de sangre. Cuando el agujero abierto fue lo bastante grande, corrió adonde
estaba Baumann y lo agarró de los sobacos.
—Levántese, vamos, levántese.
Pero Baumann no se movió. Había lágrimas en su rostro. Szara tiró de él,
arrastrándolo por el suelo, hasta que, por fin, Baumann empezó a avanzar
sobre pies y manos.
—Así, eso es. —Szara le habló como a un niño.
Oyó el cercano estallido de una puerta al ser arrancada de sus goznes.
Horrorizado miró hacia la escalera y comprendió que el ruido subía de abajo,
que estaban buscando los rollos de la Torah en el arca. El olor a quemado era
cada vez más penetrante. Una voluta de humo surgió en un rincón del
entarimado. Apoyó a Baumann contra la pared debajo de la ventana y le habló
al oído.
—Adelante. Voy a ayudarle, ya queda poco para ponernos a salvo.
Baumann murmuró algo. Szara no lo entendió, pero le pareció que le
pedía que lo dejara morir allí. Furioso, lo apartó a un lado y él mismo atravesó
el agujero, entre maderas y cristales astillados, cayendo de bruces sobre la

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superficie de gravilla alquitranada que cubría el cobertizo del patio. Se
revolvió con los pies y logró regresar junto a la abertura, entonces agarró a
Baumann por las solapas de la chaqueta y tiró hacia sí de él. Cuando el peso
de Baumann comenzó a desequilibrarse sobre el alféizar, Szara retiró
instintivamente las manos y ambos cayeron juntos sobre el techo del
cobertizo.
Szara permaneció aturdido un momento. El caer de espaldas, y con el
peso del otro sobre él, le había dejado sin aliento. Recobró la respiración,
mientras el aire frío hizo que reparase en su calcetín húmedo. Se quitó a
Baumann de encima y se sentó para examinarse el tobillo. Tenía un corte del
que manaba sangre en abundancia. Cuando se apretaba los bordes de la
herida, recordó las siluetas que había visto abajo e hizo de tripas corazón.
Baumann respiraba con fuerza, en roncos suspiros. Cogió la mano que
reposaba fláccida sobre su pecho, y le buscó el pulso. Se asustó cuando notó
unos latidos tan fuertes, y tan rápidos.
—¿Cómo se encuentra?
—Mi Dios del cielo —fue todo lo que Baumann dijo.
—Todo pasará y estaremos muy bien. Lo invitaré a cenar en Amsterdam.
Baumann esbozó una débil sonrisa. Tenía un lado del rostro apoyado en la
sucia superficie de la cubierta y el viento agitaba sus escasos cabellos; dijo
que sí con la cabeza.
Szara pensó en el agente y en el coche, y decidió echar un vistazo desde
arriba. Con sumas precauciones se arrastró hacia el borde del tejado; se arañó
una mejilla contra la gravilla, mientras intentaba sacar la cabeza lo menos
posible, avanzando milímetro a milímetro. Desde donde se encontraba no
podía ver el camino junto a la valla adonde había dejado el coche, pero se
hallaba lo bastante alto como para poder ver una parte del pueblo, el Havel y
un antiguo puente de piedra sobre el río. Sus ojos empezaron a lagrimear a
causa del humo, el fuego comenzaba a tomar cuerpo. La madera vieja crujía y
crepitaba al quemarse, pero lo que había que ver lo vio: un grupo de hombres
con antorchas, moviéndose sin descanso en un corro en el centro del puente,
un instante de movimiento en medio de la oscuridad. Luego oyó un grito que
le trajo el aire de la noche, un borboteo de espuma en el agua al pie de un
pilar del puente, una llamada angustiada que pedía ayuda, el arco dorado
trazado por una antorcha al ser lanzada al agua y, por último, las risas y los
vítores de los hombres en su regreso a Wittenau. Algunos empezaron a cantar.
El fuego, al alcanzar la fachada de la sinagoga, iluminó el cobertizo, y
Szara se arrastró hacia atrás por miedo a ser visto. Los rescoldos y las

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ardientes pavesas caían sobre todo el tejado, produciendo, de momento, el
espeso humo grasiento del alquitrán. Se dio cuenta de que era cuestión de
escasos minutos que el tejado y el almacén de maderas empezaran a arder. Un
segundo antes de echarse hacia atrás había visto unas formas llameantes
lanzadas a la calle desde la puerta de la sinagoga, unos gruesos pergaminos
amarillentos. Los nazis, no contentos con haber quemado la sinagoga, habían
hecho otra hoguera especial para los rollos de la Torah que encontraron en el
arca, después de despojarlos de las cubiertas de seda ceremoniales. Ahora
tendrán de enterrarla, pensó Szara. Se preguntó cómo recordaba en esos
momentos aquello, pero era cierto, era la ley: una Torah quemada tenía que
ser enterrada en el cementerio, como un difunto, y hasta había una ceremonia
para ello. Formaba parte de la cultura del Límite de Asentamiento, y este
saber popular —ritos para mujeres violadas y toda suerte de conocimientos
útiles— se había aplicado muchas veces en el pasado.

Todavía tuvieron que esperar otros treinta minutos antes de que pudieran
salir de allí. La chusma, después de contemplar el incendio durante un rato, se
alejó del lugar en busca de nuevas diversiones. Szara y Baumann resistieron
donde estaban, aplastados contra el tejado para ocultarse; de vez en cuando
tenían que sacudirse las pavesas de encima con las mangas de la chaqueta.
Desde donde se encontraban veían la danza de las llamas anaranjadas de otros
incendios recortadas contra el cielo nocturno, y oyeron el estrépito de los
cristales rotos y algunos gritos y llantos, pero ninguna sirena. Las maderas del
patio prendieron primero —con bastante rapidez, a causa de la
combustibilidad de la creosota— y después el cobertizo, el peligro definitivo.
Szara y Baumann retrocedieron sobre el tejado y saltaron al suelo por el lado
que daba a la calle. Rodearon la sinagoga, convertida en una columna de
fuego que rugía como el viento huracanado, y corrieron en busca del
«Humboldt».
Sólo vieron una persona, de pie y solitaria en la oscuridad: un guardia
urbano, con el tradicional casco de latón brillante, rematado en punta y con
una corta visera, algo parecido al viejo y puntiagudo Pickelhaube de la guerra
de 1914, con una tira de cuero ajustada a la barbilla. Szara, que vio su rostro a
la luz de las llamas, se sorprendió ante su expresión angustiada. No lo
lamentaba por los judíos o por las sinagogas, nada de eso. Tenía más que ver
con toda una vida dedicada al orden perfecto en la que ningún delito puede
quedar impune, ya fuese una muerte o un papel arrojado a la calle; para él,

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todo se reducía a lo mismo. Pero esa noche tenía la certeza de que hubiera
presenciado un incendio premeditado, y un asesinato quizá, si no hubiese
mirado hacia el río; y no se había opuesto porque tenía instrucciones de no
intervenir. Era evidente que, a falta de saber lo que debía hacer, se había
estacionado en la calle, de espaldas al fuego, en una noche sin bomberos. Y
allí seguía, rígido, angustiado, sin poder hacer nada, y muy consciente de ello.

No había nadie en el coche, y la portezuela que él había dejado sin ajustar


seguía igual.
Szara pensó que, cuando menos, les serviría de escondrijo. Dijo a
Baumann que se echara en el suelo, debajo del asiento trasero, y él haría lo
mismo delante. Cuando entraban en el coche, apareció el agente, deslizándose
desde una sombra donde había permanecido oculto mientras la chusma
recorría las calles. No era una chusma anónima, le dijo luego a Szara, sino
gente del Partido, algunos SS uniformados; un ataque organizado y dirigido
por el mismo Estado alemán.
No eran los incendios y el caos lo que preocupaba al agente, estaba
bastante acostumbrado a los incendios y al caos, sino el haber conocido al
doctor Baumann. OTTER, un agente de quien nada debía saber, y menos ver,
y a eso había que añadir que se encontraba en su coche junto al agente
encargado del caso. Eso atentaba contra todas las reglas establecidas, y el
pobre hombre se vio enfrentado a todo el terror burocrático. Hizo lo mejor
que supo, dadas las circunstancias: escondió a Baumann en el maletero, y
para ello retiró una pieza de metal de la junta para que pudiera respirar el aire.
Szara protestó en voz queda cuando se sentó junto al agente.
—Ya puede estar contento con lo que he hecho —dijo el hombre.
—Puede sufrir un ataque cardiaco.
—Ya se cuidará él solo —dijo el agente con un encogimiento de hombros.
Condujo un breve trecho en dirección a Berlín, cruzó el Havel por un
puente estrecho y solitario, luego giró hacia el norte, sorteó Wittenau y,
poniendo rumbo al este, atravesó un extremo de los suburbios berlineses. Era
un itinerario preparado, que evidentemente se sabía de memoria, y lo acercaba
a su destino, despacio pero seguro, por los serpenteantes caminos de
Hermsdorf, Lubans, Blankenfelde y Niederschonhausen, lugares donde las
casas residenciales y los talleres se perdían entre cultivos y bosques. Eran casi
las cuatro de la madrugada cuando llegaron a Pankow: desde allí, el agente
siguió un ruta complicada que los llevó a la Bahnhof[10]. Desapareció dentro

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de la estación y usó el teléfono público que había en la sala de espera.
Después hacia el este de nuevo Weissensee y más tarde Lichtenburg, donde
condujeron a través de la zona más aristocrática de la ciudad, se desvió de
repente para entrar en lo que parecía la explanada de estacionamiento de una
clínica privada, cuya puerta se cerró de manera automática detrás de ellos. El
agente abrió el maletero y ayudó a Baumann a entrar en el hospital. Según
explicó a Szara, le darían asistencia médica; pero habían decidido esconderlo
allí, tanto si la necesitaba como si no.
El teletipo de Heinrich Müller ordenaba, además de los asaltos a las
sinagogas y a los negocios de los judíos en toda Alemania, la detención de
veinte a treinta mil judíos: «La selección debe recaer sobre todo en los judíos
acomodados». Eso significaba dinero, al que los nazis eran tan aficionados.
Por eso, explicó el agente mientras se alejaban del hospital, necesitaban poner
a OTTER en algún lugar donde no pudieran encontrarlo. De no hacerlo así, se
lo llevarían a Buchenwald o a Dachau, le confiscarían todas sus propiedades y
terminarían por deportarlo.
En el camino de regreso a Berlín pasaron por calles salpicadas de cristales
rotos. Szara supo más tarde que el cincuenta por ciento de la producción anual
de planchas de cristal belga, país del que los alemanes se abastecían, había
sido destruido en una sola noche. En algunos momentos, la Policía de Tráfico,
después de comprobar su documentación soviética, los orientaba cortésmente
para que evitaran las zonas más dañadas. Y aquí y allí vieron algo de lo que
ocurría: hombres y niños judíos se arrastraban por la calle o caían en el
estanque, perseguidos por el tumulto de las tropas de las SS y de los nazis de
la zona. Szara los conocía bastante bien: matones de colegio, muchachos
llenos de cerveza, hombrecillos desagradables de aire provocativo, la misma
basura que se había encontrado en cualquier pueblo de Rusia, o en cualquier
otra parte.
El agente no era judío. Por su acento, Szara lo asociaba con la Rusia
Blanca, donde los pogroms habían sido cosa corriente durante siglos; pero los
sucesos del 10 de noviembre lo habían enfurecido. Maldijo. Sus gruesas
manos se crisparon con rabia alrededor del volante, tenía el rostro rojo como
un tomate y no dejó de maldecir y jurar ni un solo momento. Blasfemias
largas, obscenas y rebuscadas en ruso, el habla de una tierra donde los
perseguidores han conseguido mantenerse siempre, de alguna manera, a salvo
de los perseguidos, que se veían limitados para su defensa a las palabras
sucias, y poco más. Minutos después, cuando el alba empezaba a clarear sobre
Berlín y la ceniza caía lentamente sobre las inmaculadas calles, llegaron al

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«Adlon». Szara entró, por la puerta de servicio, porque así se lo aconsejaron,
y subió a su habitación por una escalera trasera.
Para entonces, el agente se había acordado, sin repetirse, de Hitler,
Himmler, Goering y Heydrich. De los nazis y de los alemanes, uno a uno y
todos en conjunto, de sus mujeres y sus hijos, de sus padres, abuelos y
tatarabuelos, incluidas las tribus teutónicas. De sus weisswürste y kartoffeln,
sus dachshunde y schnauzer,[11] sus cerdos y gansos, y de la misma tierra
sobre la que pisara cualquier alemán: ojalá los jodieran, sembrándola de sal y
la quemaran dejándola en barbecho para toda la eternidad.

11 de noviembre.
Al atardecer empezó a hacer bastante frío, y el estudio de Benno Ault
parecía una nevera. De noche, la calefacción central del Edificio de la Bolsa
del Hierro apenas calentaba; los propietarios mantenían una cierta ficción
comercial, como si los arrendatarios fuesen como casi todos los hombres de
negocios, que se apresuraban a regresar por la noche al cálido hogar para estar
con la familia. Pero Szara sospechaba que el pianista ciego, el astrólogo, y de
hecho, casi todos los fantasmas residentes allí trabajaban en sus despachos y
vivían en ellos.
Marta Haecht dormía en la cama situada en un rincón del estudio,
protegida del frío por el abultado edredón de plumas que subía y bajaba al
compás regular de su respiración. Un reposo sin soñar, le pareció a Szara. Sin
preocupaciones. Cuando llegó, justo después de oscurecer, los barrenderos
municipales trabajaban todavía en la Bischofstrasse; les oyó barrer los trozos
de cristal, que luego metían en los metálicos cubos de la basura.
Se puso una manta sobre los hombros y se sentó en el sofá verde, fumó un
cigarrillo tras otro mientras miraba por la alta ventana. El tobillo le ardía bajo
el pañuelo que había usado para vendar la herida, pero eso no era lo que lo
mantenía despierto. Era el frío, un frío que nada tenía que ver con el del
edificio. Lo había sentido aquella mañana, en el «Adlon», cuando se miró al
espejo. Su rostro le pareció pálido y sin rasgos, casi muerto, con la expresión
del hombre al que no le importa lo que los demás puedan ver cuando lo
miran. La respiración de Marta cambió de ritmo, el edredón se agitó, luego
todo fue silencio de nuevo. Un animal sano, pensó. Sólo se había sentido un
poco molesta por los sucesos de lo que luego llamaron la Kristallnacht, la
Noche de los Cristales. Un nombre inspirado, como la Noche de los Cuchillos
Largos, cuando Roehm y sus Camisas Pardas fueron asesinados en 1934. No

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simples cuchillos —ésos eran para los marinero borrachos y los ladrones—,
sino cuchillos largos. Una dimensión mítica. «Esto es obra de Goebbels»,
había dicho Marta, al tiempo que movía la cabeza ante la triste brutalidad de
lo sucedido. Después cerró la puerta al mundo exterior, quiso que él la
acariciara, la envolviera, para así desechar todo el veneno que pudiera
haberlos afectado.
Pero Szara pensaba en Tscherova, la actriz; en Varin, el segundo
secretario de Embajada, y en el agente cuyo nombre ignoraba; en la guerra
que tenían entablada. Lo habían contactado en el «Adlon» y le habían dado
órdenes inequívocas de que abandonara Alemania y regresara a París. Su tren
salía por la mañana, no podía entretenerse. Miró su reloj. Pasaban de las dos y
media. Ya era por la mañana; siete horas más tarde se encontraría lejos. No se
lo había dicho a Marta Haecht, todavía no, y no sabía por qué. No podía darle
una razón convincente; además, quería recordarla feliz, risueña y no, lo que
aún sería peor, fría, distante sin llorar. Conservaba como un tesoro la memoria
de ella como había sido, la muchacha que en lo más profundo de su ser
hubiera preferido ser italiana, quizá mediterránea, más suave y fina que la
áspera gente entre la cual vivía. La muchacha de la nevada.
Se levantó y se acercó a la ventana. A la luz de las farolas de la calle vio
el escaparate de una de las tiendas asaltadas en la Bischofstrasse; ayer, una
tienda de juguetes; aunque, eso resultaba evidente, una tienda de juguetes
judía. En un portal cercano observó un punto rojo fugaz. Un cigarrillo. ¿Era
por él? ¿Algún pobre desgraciado condenado a helarse en una noche de
vigilancia? ¿Un agente del SD? O quizás alguien del Amt 9 de Von Polanyi.
Quería asegurarse de que su línea de comunicación secreta con la Plaza
Dzerzhinsky no había sufrido deterioro alguno y que, por tanto, Moscú
seguiría creyendo lo que Berlín quería que creyese. O un ruso —o un alemán
considerado nasch—, un agente que habrían enviado para cuidar de que nada
le sucediera en territorio berlinés —deja que se la tire, él se va por la
mañana.
¿O sólo será un hombre, sin más, que fumaba un cigarrillo en un portal?
—¿No puedes dormir? —Marta se había incorporado y se apoyaba en un
codo; tenía el cabello revuelto—. Ven, que vas a coger frío —añadió en tono
mimoso, al tiempo que levantaba el edredón para que se acostara a su lado.
—Espera un minuto —dijo él. No quería resguardarse del frío, ni
adherirse a su cuerpo plegándose dulcemente a las curvas de su espalda; no
quería hacer el amor. Necesitaba pensar. Como el hombre absorto que era,
quería permanecer con la mente fría y pensar. Recordó la niñera del pequeño

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jardín de Ostende. Ven y huye conmigo. Marta se dio la vuelta de lado y
refunfuñó algo mientras se subía el embozo hasta la barbilla. Al poco rato, el
ritmo de su respiración le indicó que había reanudado el sueño.
No quería que ella supiera que se iba, era mejor desaparecer. Vio un trozo
de papel que Marta había dejado como señal en el libro que estaba leyendo —
Saint-Exupéry, ¡qué sorpresa!; no, ya le senda—, y buscó su pluma en el
bolsillo de la chaqueta. Queridísima, escribió, tengo que irme esta mañana.
Luego firmó André. Dudaba si podría seguir viéndola, por lo menos mientras
persistiera la lucha sin cuartel entre Moscú y Berlín. Durante la noche le había
asaltado un pensamiento en medio de una especie de especulación: Su jefe,
Herr Hanau, tiene barcos. ¿Qué clase de mercancías transporta y a dónde
las lleva? No, se dijo a sí mismo; no llegaría hasta ese extremo. Ya iba a
resultarle bastante difícil informar a Goldman, o a Abramov, de la verdad
sobre Baumann sin mencionar el nombre de ella. En extremo difícil, pero él
encontraría la manera de hacerlo. Tanto si se amaban como si no, eran
amantes, y se maldeciría si llegaba a mezclarla en ese asqueroso asunto.
—¿Qué estás escribiendo?
—Algo que debo recordar —contestó. Metió el trozo de papel en el
mismo libro, ocultando su manejo tras de un florero que había sobre la mesa
—. Creí que habías vuelto a dormirte —añadió.
—Te he engañado.

11 de noviembre.
Estrasburgo.
Hacía rato que habían dado las once de la mañana, la hora oficial del
armisticio que puso fin a la guerra de 1914 —la undécima hora del undécimo
día del undécimo mes— cuando el tren de Szara cruzaba la frontera; pero el
maquinista del tren era francés, por tanto, un hombre que no podía permitir
que su reloj interfiriera en su honor. Muchos pasajeros se bajaron del tren
cuando los revisores informaron que se guardarían tres minutos de silencio
como recuerdo en suelo francés. Szara se unió a ellos, bajo un bello cielo
azul, envuelto por el frescor de la brisa, con la mano puesta en su corazón en
un gesto sincero. Unos pocos kilómetros de campos y bosques y se
encontraba en otro mundo: el olor de la manteca de freír, el farfullante sonido
de los motores de los coches, la mirada de los ojos femeninos. Francia. In
mente se arrodilló al pie de una bandera tricolor que ondeaba al viento y besó

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la tierra. Era como si al cruzar la frontera se le hubiese puesto un nudo en la
garganta y no pudiera respirar.
Cuando abrió los postigos de su mísero apartamento y se dio la
bienvenida a su patio de vecindad —ajetreado, lleno de voces y apestoso
como siempre—, Alemania le pareció un país fantasmagórico, un sueño, una
farsa. No tenía lógica alguna —creía sinceramente que las personas eran
personas—, pero su intuitivo sentido del mundo le hacía ver que eran de otra
manera. Apoyó los antebrazos en el alféizar de la ventana, cerró los ojos y
dejó que París lo inundara.
El apparat no permitió que estuviera tranquilo mucho rato. Una hora más
tarde, Odile llamaba a su puerta para comunicarle que lo esperaban en la
tienda de Stefan Leib, en Bruselas, aquella misma noche. Obediente, tomó el
tren y salió para Bélgica. Goldman lo recibió como a un héroe, le estrechó la
mano, cerró la puerta y bajó las persianas.
Si le hubiesen dado un respiro, las cosas hubieran ido de otra manera:
habría preparado una fábula y les hubiera contado parte de la verdad de lo que
necesitaban saber: tenían un agente dudoso en Berlín. Aunque quizá no,
porque Baumann y Polanyi en el «Kaiserhof», podrían haber estado
discutiendo el precio de las peras, o bien Amt 9 ser la sección del Ministerio
de Exteriores que había hecho un pedido de percheros a los fabricantes de
cables.
Pero en el Servicio de Inteligencia, por norma, sólo se dispone de un
fragmento detallado, casi nunca de todo el cuadro. Éste, la mayor parte de las
veces, había que intuirlo. Pero un fragmento podía ser suficiente, y Szara lo
tenía. Von Polanyi era agente del Servicio Secreto, Herr Hanau lo había dado
a entender, y Vainshtok, más o menos, lo había confirmado. Eso era más que
suficiente para soltar los perros. Se tantearían otras fuentes: uno tenía ese
fragmento; otro, la parte superior del marco; en un archivo se encontraba el
nombre del artista, un crítico local se ocupaba de robar pintura seca de la
paleta… Resultado: retrato completo, con certificado de origen incluido.
Funkspiele. Agente doble.
Lo cierto era que disponía de bastantes datos. Por ejemplo, los alemanes
se dedicaban a jugar con Baumann de una manera muy efectiva. No lo ponían
a rondar buzones clandestinos a medianoche ni lo obligaban a recibir a
periodistas que saltaban la tapia del jardín; lo invitaban a una excelente
comida en el mejor hotel de Berlín. Era mucho lo que Szara podía contarles,
más que suficiente. A partir de ahí, podrían declarar inocente a Baumann y
devolver la jugada a los alemanes.

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Pero no pensaba entregarles a Marta Haecht, no iba a comprometerse, no
iba a permitirles que lo poseyeran hasta ese extremo. Y si tenía que informar
de sus charlas de alcoba, que así las llamaban, y, en efecto, lo eran, tendría
que poner un nombre y una dirección sobre la almohada.
Así que Szara mintió. Una mentira por omisión, la que más costaba
descubrir. Y Goldman, en cierta manera, lo alentó a que mintiera. Con la
muerte de Sénéschal, una de las redes de París había dejado de ser productiva,
porque no se había encontrado la forma eficaz de recuperar el control sobre
Lötte Huber, la estrella de la función. Esto dio como resultado que la
importancia de Baumann adquiriera mayor relieve aún en la propia
organización de OPAL, y el prestigio de Goldman, como rezident, dependía
directamente de la importancia de la red que dirigía. Tenía rivales por todas
partes y necesitaba andar con cuidado; centenares de redes diseminadas por
Europa, Asia y América, cada una de ellas dirigidas por agentes del GRU o
del NKVD en busca del éxito, los ascensos, los honores habituales. Por eso
Goldman necesitaba recibir buenas noticias, sobre todo de Baumann.
Szara hizo una fiel descripción del estado de Baumann: encanecido,
súbitamente envejecido, bajo la tensión del terror…
—No podía ser de otra manera —dijo Goldman con simpatía.
—Casi muere en la segunda entrevista —señaló Szara.
—¿Lo sabes a ciencia cierta?
—No. Pero fue la impresión que me dio.
—Ah, bueno.
Al oír aquello, Goldman recordó algo de lo ocurrido en España. En 1936,
un pobre desgraciado se infiltró en la Falange, cuando el bando de la
República tenía todavía la oportunidad de ganar la guerra.
—También él encaneció. La presión de la doble vida lo consumía. El
agente búlgaro que lo controlaba pudo comprobarlo. Y un año más tarde
murió en París.
¿De qué? Nadie lo supo con certeza. Pero Goldman y otros creyeron que
la tensión y el riesgo constante de la duplicidad fueron los que acabaron con
él. Y Baumann no era proniknoveniya, un agente incrustado en el corazón del
campo enemigo, como lo había sido aquel agente en España.
—Comprendo la dificultad de la situación, créeme —añadió Goldman—.
El mero hecho de acudir al buzón es motivo suficiente para que un hombre
tiemble de terror. El valor cambia con cada persona, pero nuestra tarea
consiste, André Aronovich, en hacer que todos sean héroes, en darles ánimo.
Ésa fue la actitud de Goldman.

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La misma que mantuvo cuando Szara le dio un informe positivo sobre
Tscherova.
—Está de nuestro lado —dijo Szara—. Sé que al principio fue
coaccionada, obligada; que hubo amenazas, dinero, lo que quieras. Pero las
cosas han cambiado. Puede que sea una émigrée de Rusia, pero no es ninguna
émigrée de la decencia humana.
—¿Qué aspecto tiene exactamente? —preguntó Goldman.
Szara no cayó en la trampa.
—Alta y delgada. Fea para ser actriz. Supongo que el maquillaje y las
candilejas consiguen que parezca atractiva delante del público, pero de cerca
es otra cosa.
—¿Hace papeles de protagonista?
—No. De doncella.
—Al margen de su trabajo, ¿crees que sea una mujer promiscua?
—No me parece de ese tipo. Dice que ha tenido uno o dos amantes en
Berlín, pero creo que de ese tema se ocupan más sus colegas. Siempre está en
ese ambiente y no es ninguna santa, pero tampoco el demonio que aparenta
ser. En tu lugar, yo le diría a Schau-Wehrli que la tratara con delicadeza y
procurara que no le ocurriese nada. Vale mucho y nos interesa protegerla,
aunque nos cueste.
Goldman aprobó con un movimiento de cabeza. Szara tuvo la impresión
de que, a medida que el tiempo transcurría, cada vez se parecía más a Stefan
Leib: el cabello algo más largo de lo normal, la chaqueta de pana suelta y
gastada, lo propio de un cartógrafo introvertido con la mente distraída,
rodeado de sus viejos mapas mugrientos.
—Y qué hay de Alemania.
—¿En una palabra?
—Si lo prefieres…
—Una abominación.
La máscara de Goldman desapareció durante unos fugaces segundos; y
Szara tuvo un momentánea visión del hombre que se ocultaba tras ella.
—Esta vez acabaremos con ellos, y de una forma que no esperan —
murmuró con voz tensa—. El mundo tendrá que agradecer a Dios la
existencia de Stalin.

La Kristallnacht produjo una especie de estremecimiento en París. Los


franceses tenían sus propios problemas: los comunistas y el Comintern, la

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Croix de Feu fascista, las conspiraciones y los atentados entre los diversos
grupos de emigrados, las huelgas y las asonadas, las quiebras bancarias y los
escándalos financieros…, todo ello frente a un ensordecedor redoble de
tambor del Senado y de los Ministerios. Despojado de cualquier retórica,
surgió el problema de Alemania y de Rusia ¿y ahora, qué? Lo cierto es que
aún no habían superado la Gran Guerra; el sofisma político de que los
franceses no sabían morir, que amaban la vida en demasía, era moneda
corriente. Pero en la guerra de 1914, de una forma o de otra, habían muerto, y
muchos en ella. ¿Y para qué? Porque el conflicto surgía de nuevo veinte años
después, a quinientos kilómetros al este de París.
Los problemas del Este no eran una novedad. La experiencia de Napoleón
en Rusia no había ido nada bien, y con la derrota de Waterloo en 1815, los
escuadrones rusos, entre ellos la Guardia Preobajanski, habían ocupado París.
Pero los franceses nunca fueron completamente derrotados como es habitual
que se piense; los rusos, con el tiempo, ya de regreso en su país, comprobaron
que habían contraído varias enfermedades francesas, dos de las cuales
resultaron crónicas: un insaciable apetito por la champaña y un hambre no
menor de libertad. La segunda enfermedad trajo como consecuencia el
levantamiento de los Decembristas, en 1825, la primera de una serie de
revoluciones que culminó en la de 1917.
Pero el problema que les acuciaba ahora venía de Alemania, y los
franceses no podía imaginar nada peor. Quemados en 1870 y chamuscados en
1914, rezaban para que se solucionara. Hitler resultaba tan cul[12], con su
bigotito y su contoneo; nadie quería tomárselo en serio. Pero la Kristallnacht
había sido una acción muy seria —cristales rotos y cabezas rotas—, y los
franceses sabían lo que aquello significaba sin que les importara lo que los
políticos dijeran. Trataron de maniobrar diplomáticamente con Stalin, pues
pensaron que quizás una alianza a los flancos de Hitler lo atraparía en medio,
y aplastarían a la asquerosa comadreja. Aunque maniobrar con Stalin…, uno
creía todo que estaba solucionado, y siempre surgía algo luego que no
funciona.

Los días se hicieron más cortos y más oscuros, pero las tabernas no se
animaron; ese año, el horno no estaba para bollos. La niebla se enroscó en la
rue du Cherche-Midi, y hubo ocasiones en que Szara se llevó a casa a alguna
chica alegre de un café, aunque no conseguía ser feliz con eso. Cada vez
pensaba que lo conseguiría —oh, esa rubia pecosa—; aunque sólo ocurría lo

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que tenía que ocurrir: echaba en falta estar enamorado —seguro que era eso
—; pero el invierno de 1938 no parecía ser la estación más adecuada para
enamorarse. Y tuvo que resignarse.
La vida continuó.
Baumann siguió con sus informes obediente; cada mes producía más
cantidad de acero de estampación, al tiempo que el número de bombarderos
que salían de las fábricas del Reich aumentaba.
O quizá no aumentaba.
O tal vez aumentaba más que lo que Moscú creía.
El abogado Valais, HECTOR, reclutó un nuevo agente, un cabo bávaro
mercenario, de nombre Gettig, que estaba a las órdenes de uno de los
agregados militares. El marido de Odile se escapó con una jovencita irlandesa
que trabajaba de costurera en un taller de modista. Kranov llevaba puesto un
grueso jersey de lana mientras estaba en la fría sala de la última planta de la
rue Delesseux, y seguían dándole a la tecla del radiotelégrafo sin inmutarse: el
eterno campesino ruso en la era de la tecnología. Se convirtió en un símbolo
para Szara, porque el periodista vio por primera vez, y con toda claridad a
OPAL como lo que era: una institución burocrática dedicada al negocio de
robar información y transmitirla. Fue Kranov el que entregó a Szara el
mensaje descifrado que anunciaba la ascensión de Lavrenti Beria a la
presidencia del NKVD. En aquel momento, el triunfo oficial del jvost
georgiano no le dijo mucho a Szara; creyó que sólo era una manifestación
más de la oscuridad sangrienta que dominaba al mundo. Cuando Beria
eliminó al último de los viejos bolcheviques de los puestos de privilegio en el
apparat del espionaje, la purga se dio por terminada.

A mediados de diciembre volvieron a buscarlo. En esa ocasión desde un


ángulo diferente, y esa vez con toda intención.
Un grueso sobre color crema dirigido a su nombre, y entregado en mano
en la oficina de Pravda, una forma usual de escribir a un periodista. Le Cercle
Rénaissance tiene el honor de invitarle… Una tarjeta de celofán claro resbaló
del interior del sobre y cayó al suelo, a sus pies. No mordió el anzuelo esa
primera vez, así que lo intentaron de nuevo —justo antes de la Navidad,
cuando nadie en París tiene suficientes invitaciones—, y en esta ocasión,
alguien tomó su pluma «Mont Blanc» y escribió a mano ¿Sería usted tan
amable de venir? debajo de la letra impresa.

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Eso le significaba ir al barbero, llevar el traje a que se lo limpiaran en
seco, y hacer que le almidonaran en la lavandería la blanca pechera de la
camisa y le dieran la consistencia de la madera, todas ellas indignidades
onerosas a las que se sometió con la vana, muy vana esperanza, de que la
invitación fuera lo que decía ser. Comprobó el nombre, Cercle Rénaissance,
y, en efecto, existía, un club muy exclusivo. Uno de los que no podían entrar
allí, y que lo acompañaba en una visita a una sala de arte, levantó una ceja
cuando oyó pronunciar el nombre y dijo, con expresión de sinceridad y
elogio, que Szara debía considerarse muy afortunado por haber sido invitado.
El club estaba en Neuilly, hogar de algunas de las fortunas más antiguas y
estables de Francia. Vio una calle, una vez que el nervioso taxista pudo
encontrarla, formada por una única fila de elegantes casas de tres plantas,
protegidas por verjas de hierro forjado, discretamente ocultas por el follaje de
los macizos de jardín —hojas perennes—, con la suave iluminación que le
proporcionaban unas farolas de estilo Victoriano. El otro lado de la calle
estaba ocupado por un jardín privado y cerrado al que sólo los residentes
tenían acceso; y por su parte de atrás discurría el Sena.
Un lacayo recogió el mojado paraguas de Szara y le mostró la escalera de
tres tramos que conducía a una pequeña biblioteca. Un camarero apareció con
una bandeja de marfil en la que llevaba un aperitivo «Cinzano» y una fuente
de nueces. Abandonado en la soledad de aquel silencio solemne, sólo
interrumpido por algún crujido ocasional y misterioso, Szara curioseó a su
alrededor, mirando algún que otro libro de las estanterías. Lo que había allí
estaba relacionado con los ferrocarriles y cuidadosamente ordenado; casi todo
los libros habían sido reencuadernados. Algunos pertenecían a ediciones
privadas, muchos ilustrados, con pies en color sepia y en daguerrotipo:

En el andén de Ebenfurth, el Jefe de Estación Hoffman a la


espera de dar la salida al correo Viena-Budapest.
Vagones cargados de madera cruzan un puente elevado en
las montañas de Bosnia.
El expreso de las 7.03 procedente de Ginebra pasa por
debajo del puente de la rue Lamartine.

—Qué placer que haya venido —dijo un hombre desde la puerta.


De edad indefinida, quizás al final de la cincuentena, con el cabello cano
cepillado y pegado a ambos lados de la cabeza. Alto y cortésmente inclinado,
iba vestido de etiqueta y su corbata de pajarita aparecía anudada con cierto

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descuido. Era evidente que había caminado un pequeño trecho bajo la lluvia
sin abrigo y sin paraguas, y se enjugaba el rostro con un pañuelo doblado.
—Soy Joseph De Montfried —se presentó.
Articuló las palabras cuidadosamente, con gran cuidado; acentuó el
sonido t de su apellido y separó la dos sílabas, enfatizando algo la segunda,
como si tuviera un hombre difícil que, por lo general, nadie supiera
pronunciar correctamente. Szara lo encontró divertido; un francés culto tal
vez hubiera pronunciado mal el nombre del barón de Rothschild. Esa familia
también tenía un barón, Szara lo sabía, aunque creía que era el padre o un tío.
—¿Le gusta la colección? —Su tono fue sincero, como si la opinión de
Szara le importara.
—¿Suya?
—Es una parte de la mía. Casi toda la tengo en casa, en esta misma calle;
también hay algo en la casa de campo. Pero el club ha sido muy generoso
conmigo, y les he ahorrado paredes de Racine encuadernado en piel que nadie
lee nunca. —Emitió una risita tímida—. ¿Cuál es ése?
Szara volvió el libro que tenía en la mano para mostrar el lomo.
—Ah, Karl Borns, sí. Un perfecto loco, Borns. Mandó que hicieran su
funeral en el tren de cercanías de Zurich. ¡En un tren de cercanías! —Volvió a
reír. Luego indicó a Szara que se acomodara en el extremo de un sofá—. Por
favor.
De Montfried se sentó en una silla.
—Cenaremos aquí, si usted no tiene inconveniente.
—Por supuesto que no.
—Muy bien. Canapés y algo de beber. Debo asistir a una detestable fiesta
de caridad con mi esposa, a las diez. Temo que la época en que yo comía dos
veces al día hace tiempo que pasó.
Szara estaba decepcionado. Cuando subía las escaleras había echado una
ojeada a un comedor de paredes forradas de seda, adornado con abundante
vajilla china y cristalerías. Tanto dinero invertido en el peluquero y en la
tintorería para luego tener que cenar canapés. Trató de sonreír como un
hombre que ha probado todas las comidas que le han apetecido.
—¿Seguimos en francés? —preguntó De Montfried—. Me defiendo en
ruso, pero temo que diría alguna barbaridad.
—¿Habla ruso?
—Crecí hablando francés en famille y ruso con los criados. Mi padre y mi
tío construyeron buena parte de la red ferroviaria rusa. Luego llegaron la
revolución y la guerra civil, y casi todo fue destruido. Un sitio muy

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emprendedor, por lo menos hubo un tiempo en que lo era. ¿Cómo decía
aquello? «Azúcar de Brodsky, Té de Vysotsky, Revolución de Trotsky».
Supongo que se referían a los judíos, pero recoge con bastante fidelidad lo
que ocurrió. Oh, veamos.
Apretó un botón en la pared y casi al instante apareció un camarero.
De Montfried pidió unos bocadillos y vino, mencionando únicamente el año,
el 27. El camarero asintió con un movimiento de cabeza y cerró la puerta tras
él.
Estuvieron charlando un rato. De Montfried averiguó algunas cosas de
Szara, y en la forma en que un aristócrata sabe hacerlo sin parecer
entrometido. El truco, pensó Szara, consiste en la sinceridad del tono y de la
mirada, usted me interesa tanto. El hombre parecía fascinado por lo que
escuchaba; todo lo encontraba o divertido o inteligente, y, de pronto, Szara, se
dio cuenta de que intentaba que lo fuera.
Él no necesitaba averiguar quién era De Montfried. Conocía lo esencial:
una familia judía ennoblecida, con parientes en Londres, París y Suiza. Con
una inmensa fortuna, caritativos, reservados al máximo y casi sin un
escándalo a sus espaldas. Un apellido lo bastante antiguo como para que su
dinero, como la caza, estuviera curado. Szara se encontró de repente con que
buscaba algo que fuera judío en aquel hombre, pero no halló nada, ni en los
rasgos ni en la voz, que lo identificara como tal; la única característica notable
era la cabeza estrecha y las orejas pequeñas que los aristócratas suelen
compartir con sus perros de caza.
Szara hubo de admitir que los bocadillos eran exquisitos. Las rodajas de
salmón y pato sobre el pan abierto, una salsera de mahonesa aromatizada y
unos cornichons[13] para adornar la vista. El vino, de acuerdo con su etiqueta
blanca y dorada, era un Beaune premier cru[14], denominado «Château de
Montfried», con seguridad el mejor vino que Szara había probado jamás.
—Tenemos que agradecérselo a mi padre —dijo De Montfried al tiempo
que elevaba su copa y la ponía al trasluz—. Después de abandonar Rusia, ya
retirado, más o menos, se interesó por los viñedos de aquí. Para él era como
una especie de mandato bíblico: Cava tus viñas. No sé si eso estaba escrito en
alguna parte, pero a él le parecía que sí. —De Montfried pareció dudar. La
conversación no debía verse afectada por pequeñas tragedias familiares de esa
clase.
—Es extraordinario —comentó Szara.
De Montfried se inclinó hacia él, y dio un nuevo giro a la charla.

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—Monsieur Szara, usted me ha sido recomendado, por un conocido mío
llamado Bloch.
—¿Sí?
De Montfried esperó a que continuara, pero Szara no hizo más
comentarios. Entonces se metió una mano en el bolsillo interior de la
chaqueta del esmoquin y sacó un documento de aspecto oficial, con sellos y
firmas al pie, y se lo pasó a Szara.
—¿Sabe qué es esto?
El papel estaba escrito en inglés y Szara trató de descifrarlo.
—Es un certificado de emigración para la Palestina británica —le explicó
De Montfried—. O Eretz Israel, nombre que yo prefiero. Es valioso, raro y
difícil de conseguir, y de esto es de lo que quiero hablarle. —Tuvo un
momento de vacilación, pero en seguida continuó—. Por favor, espero que
sea tan amable de cortar esta conversación ahora si cree que me estoy
excediendo en algo. En el caso de que sigamos con ella, tendré que rogarle
que sea discreto.
—Comprendo —dijo Szara.
—¿Sin reparos? Yo entendería, por supuesto, que usted pensara que el
escucharme quizá le trajese demasiadas complicaciones.
Szara calló y esperó a que el otro prosiguiera con su explicación.
—Según Monsieur Bloch, usted fue testigo de los acontecimientos
ocurridos el mes pasado en Berlín. Él se atreve a pensar que usted podría, en
base a ello, estar dispuesto a ayudar de manera voluntaria en un proyecto en el
que he puesto un gran interés.
—¿Qué proyecto es ése?
—¿Puedo ponerle un poco más de vino?
Szara acercó su copa.
—Espero que me perdone si le hago una descripción a mi manera
detallada. No quisiera aburrirle, ni que me vea como a un ingenuo sin
remedio; sólo que tengo alguna experiencia de conversaciones sobre el
regreso de los judíos a Palestina y…, bien, puede resultar, incluso
desagradable, como suele ser cualquier discusión sobre política. Las personas
educadas evitan determinados temas, y la experiencia prueba lo prudente de
esa medida. Como los sueños de cada uno o el propio estado de salud; es
mejor hablar de otras cosas. Por desgracia, en la actualidad, el mundo se
comporta como si quisiera eliminar esa cortesía, entre muchas otras; por tanto
sólo puedo rogarle que se muestre tolerante conmigo.

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La sonrisa de Szara fue triste y comprensiva, con la compasión que se
aprende sólo en la vida diaria. Era el oyente al que se le podía decir cualquier
cosa sin miedo a la crítica, porque había oído y visto cosas peores que las que
cualquiera pudiera llegar a decirle. Sacó un cigarrillo de un paquete de
«Gitanes», lo encendió y aspiró el humo. No pueden ofenderme, dijo su gesto.
—Al principio de la Gran Guerra, en 1914, el Reino Unido se encontró
luchando en Oriente Próximo contra Turquía. Los judíos de Palestina se
vieron atrapados en el esfuerzo de guerra de los ejércitos turcos, con
impuestos que los empobrecieron o les obligaron a servir como soldados. Un
grupo de judíos, de la ciudad de Zichron Yaakov, no lejos de Haifa, creía que
el Reino Unido debía vencer en la guerra, pero ¿qué podían hacer ellos? Para
un pequeño grupo, decidido, dispuesto a enfrentarse a una potencia, hay una
respuesta tradicional, además del rezo, el espionaje. De manera que un
botánico llamado Aarón Aaronson, su hermana Sarah, un ayudante suyo
Absalón Feinberg, y varios otros formaron una red que se llamó NILI, un
acrónimo tomado de una frase del Libro de Samuel en hebreo que dice: El
Eterno de Israel no nos engañará. La conspiración tenía su sede en la
Estación Experimental Atlit, aprovechando que la posición de Aarón como
jefe de la unidad controladora de langostas le permitía ir a cualquier sitio sin
levantar sospechas, como por ejemplo, a una posición militar turca. Al mismo
tiempo, Sarah Aaronson, que era bellísima, se convirtió en una habitual de las
fiestas a las que asistían militares turcos de alta graduación. Los británicos
recelaron al principio —los Aaronson no exigían dinero—; pero, más
adelante, en 1917, el producto NILI mereció la aceptación de los agentes
británicos que trabajaban en los barcos anclados frente a Palestina. Hubo
dificultades de comunicación, lo cual me parece que suele ocurrir, y Absalón
Feinberg se dispuso a atravesar el desierto del Sinaí para ponerse en contacto
con los británicos. Fue sorprendido en una emboscada por una patrulla árabe,
que lo mató cerca de Rafah, en la franja de Gaza. Hay una leyenda local que
cuenta que fue enterrado en la arena, en las afueras de la ciudad, y que de sus
huesos, fecundados por los dátiles que llevaba en los bolsillos, creció una
palmera. La red de espionaje se descubrió más tarde, había demasiada gente
que la conocía, y Sarah Aaronson fue detenida por los turcos y torturada
durante cuatro días. En determinado momento, ella pudo engañar a sus
carceleros que la dejaron ir sin vigilancia al lavabo, donde tenía escondido un
revólver, y se quitó la vida. Los turcos capturaron a los demás miembros de la
red, los torturaron y los ejecutaron, excepto a Aarón Aaronson, que

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sobrevivió a la guerra, sólo para morir en 1919 en un accidente aéreo sobre el
Canal de la Mancha.
»Seguro que los árabes lucharon al lado de los británicos, ellos también
deseaban acabar con la ocupación turca, y su sublevación contó con la ayuda
de agentes de la Inteligencia británica, como T. E. Lawrence y Richard
Meinertzhagen. Los árabes creyeron que luchaban por su independencia, pero
no resultó así del todo. Cuando se aclaró la humareda, cuando Allenby
conquistó Jerusalén, los británicos administraron el Mandato de Palestina y
los franceses ocuparon Siria y el Líbano.
»Pero la red NILI no fue el único esfuerzo que los judíos hicieron a favor
de los británicos. Mucho más importante, por sus últimas consecuencias, fue
la contribución del doctor Chaim Weizmann; un hombre muy conocido como
sionista, preparado y persuasivo, pero también es famoso, entre los
profesionales de su misma especialidad, como bioquímico. Mientras enseñaba
e investigaba en la Universidad de Manchester, descubrió un método para
producir acetona sintética por un proceso de fermentación natural. Cuando la
guerra del Reino Unido contra Alemania alcanzaba todo su apogeo, los
británicos descubrieron que tenían poca acetona, disolvente que se utiliza para
la fabricación de cordita, un explosivo importante en artillería para las
granadas y los obuses. En 1916, Winston Churchill, por entonces Lord del
Almirantazgo, llamó a Weizmann. “Doctor Weizmann, necesitamos treinta
mil toneladas de acetona. ¿Puede usted fabricarlas?”. Weizmann no descansó
hasta que lo consiguió, y llegó incluso a emplear muchas de las grandes
destilería de whiskey de la isla hasta que las plantas de fabricación no fueron
construidas.
»¿Produjo la colaboración de Weizmann la Declaración Balfour? Lo
seguro es que no la impidió. En 1917, Lord Balfour, como secretario del
Foreign Office, prometió que el Gobierno británico pondría “su mejor
empeño para facilitar el establecimiento en Palestina de un hogar nacional
para el pueblo judío”. La Liga de Naciones y otros países apoyaron esa
postura. Sería bonito pensar que Weizmann tuvo que ver con aquello; pero los
británicos, que son un pueblo maravillosamente práctico, lo que querían en
aquel momento era la entrada de Estados Unidos en la guerra contra
Alemania, y creyeron que la declaración de Lord Balfour movilizaría la
opinión de los judíos norteamericanos en esa dirección. Pero Weizmann tuvo
su parte en ello.
De Montfried hizo una pausa para llenar la copa de Szara y luego la suya.
—Ahora, Monsieur Szara, tal vez sepa a dónde voy.

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—Sí y no —replicó Szara—. Esa historia no está resuelta aún.
—Es cierto. Continúa. Pero se puede decir tanto como esto: la
supervivencia de la Palestina judía depende de la actitud de los británicos y,
desde esa perspectiva, el gobierno Chamberlain ha sido un desastre.
—Los hechos estarían de acuerdo.
—Sin duda. Cuando Chamberlain, después de ceder ante Hitler en
setiembre, preguntó por qué el Reino Unido tenía que arriesgarse a una guerra
para defender lo que él llamó «un país lejano, del que conocemos muy poco y
cuyo idioma no entendemos», las personas que piensan como yo se sintieron
horrorizadas. Si opinaba eso de los checos, ¿qué pensaría de los judíos?
—¿Cree usted entonces que lo de Munich fue una derrota moral?
De Montfried estuvo a punto de saltar, indignado, pero consiguió
dominarse.
—¿Usted no? —preguntó con calma.
Szara pensó que no se había enfadado. Sólo, decepcionado, de momento.
No estaba acostumbrado. Su vida había sido organizada para mantener alejada
cualquier clase de incertidumbre, y Szara había preguntado algo, quizá para
probarlo, que le pareció inesperado. Para De Montfried sería como servir café
frío en el desayuno: no era una equivocación, era impensable.
—Sí, así lo creo —dijo Szara por fin—. Pero debiéramos preguntarnos en
voz alta qué es lo que Chamberlain escuchó, al margen de la mesa de
negociaciones, de sus generales y de sus discretos acompañantes de traje
oscuro. Porque después de que ellos le dieran su versión, él tenía que elegir
entre creerlos o no. Y obrar en consecuencia. Es fácil imaginar que oyó algo
acerca de lo que podría ocurrí ríes a las ciudades británicas, y en especial a
Londres, si empezaban una guerra con Alemania: bombarderos cargados con
toneladas de bombas; lo que le sucedió a Guernica cuando la bombardearon.
La gente muere en la guerra.
—La gente muere en la paz —replicó De Montfried—. En Palestina,
desde 1920, las turbas árabes han asesinado a centenares de colonos judíos, y
la Policía del mandato británico no ha puesto mucho interés en evitarlo.
—El Reino Unido funciona con petróleo, algo que los árabes tienen y no
necesitan.
—Eso es cierto, Monsieur Szara, pero no es toda la verdad. Como
Lawrence, muchos agentes del Servicio de Inteligencia del Foreign Office han
idealizado a los árabes. La ardiente y terrible pureza del desierto y toda esa
sarta de simplezas. Mientras que de los judíos…, bien, lo único que sacan en
limpio de los judíos es un puñado de judíos.

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Szara rió con gesto de aprobación y De Montfried se calmó un poco.
—Por un momento —dijo— temí que estuviéramos muy alejados en
nuestra forma de ver las cosas.
—No; no lo creo. Pero su «Château de Montfried» me ha puesto por las
nubes, y mucho me temo que a partir de ahora tendrá que ir más directamente
al grano.
Szara esperó para ver qué efecto hacían sus palabras. De Montfried
recapacitó unos instantes antes de proseguir con su charla.
—Los árabes han dejado muy claro que se oponen al asentamiento de
judíos en el Próximo Oriente. Algunos son más hostiles que otros; algunos
diplomáticos, como personas, son bastante decentes, comprenden nuestras
dificultades y no parecen insensibles a lo que podamos ofrecerles. La
emigración alemana ha llevado a Palestina una verdadera mina de
información técnica, en medicina, ingeniería, horticultura; y son personas
para las que el hecho de compartir sus conocimientos con los demás es
instintivo, como una segunda naturaleza. Pero Rashid Alí en Iraq es una
criatura de los nazis, igual que el mufti de Jerusalén; ambos han optado por el
bando alemán. Otros árabes pueden seguir su ejemplo si no obtienen lo que
quieren. El Reino Unido se encuentra en una difícil encrucijada: cómo
conservar la amistad de los árabes sin enajenarse la de Estados Unidos y otros
países liberales. Por eso, con la cuestión judía, han adoptado la táctica de
conferencias y más conferencias. En lugar de comenzar algo práctico, dejan
pasar el tiempo mientras piensan en lo que se ha de hacer. Concedo que es
una maniobra diplomática legítima que les permite, de momento, esquivar el
problema: de ahí el Informe Peel y la Comisión Woodhead y la Conferencia
de Évian, y la próxima que se celebrará en febrero…, la Conferencia de
St. James, de la que saldrá un Libro Blanco. Pero, entretanto, con la
Kristallnacht…
—Eso no fue una conferencia —apostilló Szara.
—Hitler habló al mundo: Los judíos no pueden vivir ya en Alemania; esto
es lo que vamos a hacer con ellos. Cien muertos, miles de apaleados, decenas
de miles encerrados en los campos de Dachau y de Buchenwald. Los judíos
de Alemania y de Austria han entendido lo que eso significa; por eso luchan
como pueden por escapar. Pero el problema es que no basta con huir.
Necesitan algún sitio donde ir, y no lo hay. Tengo la fortuna de haber recibido
una filtración de lo que será el Libro Blanco que saldrá de la Conferencia de
St. James. Ustedes, los periodistas, ya saben cómo ocurren estas cosas.
—Nunca falta un amigo… Y menos mal que los hay.

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—Eso es. Bien, sabemos que van a limitar la emigración a Palestina.
Permitirán la entrada a quince mil judíos anualmente, durante cinco años; a
partir de esa fecha, se acabó. De momento quedan todavía trescientos mil
judíos en Alemania, otros sesenta y cinco mil en Austria, y sólo quince mil
pueden entrar en Palestina. Pero si todo esto se extiende a Polonia, y la
manera que Hitler emplea para referirse a Polonia es idéntica a la que usaba
cuando hablaba de los Sudetes, entonces ¿qué? Serían tres millones
trescientos mil judíos más.
—¿Qué se está haciendo al respecto?
De Montfried se echó hacia atrás, se recostó en el respaldo de la silla y se
lo quedó mirando fijamente. Sus ojos eran oscuros, difíciles de interpretar, y
Szara percibió su conflicto interno entre la desconfianza —una desconfianza
natural y saludable— y la necesidad de confiarse.
—Para empezar —dijo al cabo de un momento—, en todos los puntos del
espectro político, los grupos establecidos llevan años enzarzados en esta
batalla: los del Histadrut, los Nuevos Sionistas de Vladimir Jabotinsky y la
organización que llaman Betar. David ben Gurion y la Agencia de
Inteligencia judía. Y otros, mucho otros, hacen lo que pueden. Es un esfuerzo
político: escriben cartas, piden favores, hacen donaciones, aprueban leyes…
Todo sumado constituye una presencia. Además, en Palestina está la
Haganah, una organización militar, y su rama de espionaje, conocido como
Sherut Yediot, llamada en general Shai, su letra inicial. Pero es todo lo que
pueden hacer para mantener vivos a los judíos de Palestina.
»Luego, desde hace muy poco, hay algo más. Como usted sabe, la
emigración a Palestina se conoce con el nombre de Aliyah. La palabra tiene el
significado de retorno. Los certificados británicos de entrada autorizan el
asentamiento en el país de unos miles de judíos al año, y hay una
organización judía que se ocupa de los detalles, el viaje, la acogida, etcétera.
Pero dentro de esa organización, en la sombra, hay otra. De momento sólo
diez personas la forman, nueve hombres y una mujer muy joven, que se
autodenominan el Mossad Aliyah Bet, es decir, el Instituto para la Aliyah B;
la letra B indica la emigración ilegal, para diferenciarla de la emigración
legal. Este grupo se dedica ahora al alquiler de barcos, cualquier cascarón
abandonado que pueden encontrar en los puertos del sur de Europa, con la
intención de salvar judíos y desembarcarlos de manera clandestina en las
costas de Palestina.
—¿Cree que lo podrán hacer?

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—Lo intentan. Y simpatizo con ellos. Llega un momento en que si te
consideras un ser humano, tienes que hacer algo. De no ser así, uno puede leer
los periódicos y felicitarse por su buena suerte. Pero Weizmann tiene un
interesante punto de vista sobre esto. Después de la Kristallnacht, dijo a
Anthony Eden: «El incendio de las sinagogas alemanas puede propagarse
fácilmente a la Abadía de Westminster». Es decir, quizá llegue un día en que
los ingenuos que se felicitan por su buena suerte se den cuenta que han
calculado mal. Ya veremos.
—Y usted, Monsieur De Montfried, ¿qué es lo que hace?
—Yo le invito a que venga al Cercle Rénaissance de Neuilly, entre otras
cosas. Sucede que, de vez en cuando, veo allí a Monsieur Bloch. Tengo
algunos amigos, acá y allá; tratamos de gastar dinero con prudencia, en los
sitios adecuados. Cuando me es posible, cuento a la gente importante las
cosas que opino deben saber.
—Un grupo de amigos. ¿Acaso tiene un nombre ese grupo?
—No.
—¿De verdad?
—Cuanto menos oficial, mejor; es lo que pensamos. Se puede trabajar sin
ningún tipo de estructura y ser de gran ayuda.
—¿Qué clase de ayuda, Monsieur De Montfried?
—Hay dos áreas en las que hemos puesto un interés especial. La primera
es sencilla: legitimar los certificados de emigración por encima y más allá del
número autorizado oficialmente por el Foreign Office. Cada uno representa la
salvación de varias vidas, porque pueden ser utilizados por las familias. La
segunda área ya no es tan sencilla, pero puede tener mayores consecuencias.
¿Vamos a llamarlo una demostración? Es una palabra tan buena como
cualquier otra. Una demostración de que los grupos que simpatizan con los
asentamientos judíos en Palestina son una fuente de ayuda que los británicos
no pueden ignorar. Es una forma de comprar influencia, como hizo NILI,
como hizo el doctor Weizmann, sirviendo los intereses de la nación
gobernante. Eso, en definitiva, es lo único que los británicos entienden. Quid
pro quo. El libro Blanco será discutido en el Parlamento, donde contamos con
gente que quiere ayudarnos; quisiéramos facilitarles la labor. La única manera
de conseguirlo es con actos concretos, definidos, en que ellos puedan
apoyarse. No en público. Nada se hace en público; sino en los salones, en los
lavabos, en los clubes de los caballeros, en las casas de campo… En todos
esos lugares es donde se hacen los negocios serios. Y en ellos es donde
necesitamos estar representados.

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—¿Pueden hacerse los certificados de emigración en privado?
—¿Quiere decir falsificarlos?
—Sí.
—Por supuesto. Y se hace. Si alguien puede estar orgulloso de sus
falsificadores, ésos son los judíos. Son los mejores, aunque se sabe que
algunos han ido demasiado lejos por su cuenta y, de vez en cuando, pintan un
Rembrandt.
»Por desgracia, los británicos tienen la vocación de contar. Y su
burocracia colonial es eficiente. La debilidad del sistema es que los
funcionarios de las oficinas de pasaportes están mal pagados, una situación
que conduce sólo a una salida. Han sido ofrecidos sobornos, y aceptados.
También descubiertos. Lo mismo ocurre en muchas Embajadas: la argentina,
la liberiana, la guatemalteca… De hecho, los judíos se están convirtiendo en
ciudadanos de cualquier nación del mundo. También se da el caso de los
funcionarios que se conmueven cuando comprueban la intolerable situación
de algunos solicitantes; el horror que sienten se multiplica a medida que ven
más casos. Pero la falsificación y el soborno, o cualquier otra idea que se le
ocurra, en principio, no consiguen el número que necesitamos. Lo que
tenemos en mente es algo muy diferente, un acuerdo privado que produzca
certificados auténticos.
—Difícil. Y razonable.
—Monsieur Bloch tiene una gran confianza en usted. —De Montfried
sonrió al decirlo.
—Hablando en hipótesis, ¿cómo podría colaborar un periodista soviético
en esos asuntos?
—¿Quién sabe? Mi experiencia de la vida es que uno no debe intentar
controlar a las personas influyentes. Sólo puede explicarles el caso, y esperar
lo mejor. Si usted reflexiona, y está de acuerdo con lo que se ha hablado aquí
esta noche, supongo que encontrará la manera de emplear su capacidad en
beneficio de la causa. Ni yo mismo conozco la solución; lo que hago es
buscar gente y explicarles el problema. Pero si yo supiera que esta noche
cuando usted llegue a su casa, va a pensar en todo esto, con franqueza, me
daría por muy satisfecho.
Amablemente, y de mutuo acuerdo, la conversación derivó hacia temas
más agradables, justo a tiempo para que De Montfried pudiera acudir a su
«cosa detestable de caridad». Salieron. Fuera de la pequeña biblioteca, un
miembro del club, de rostro rubicundo y cabello blanco, saludó efusivamente
a De Montfried, mientras imitaba a un maquinista de tren que tirase de la

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cuerda del silbato y haciendo el sonido francés del tuut-tuut. De Montfried rió
de buena gana, como la persona más feliz del mundo.
—Seremos amigos para siempre —dijo a Szara.
Se estrecharon las manos en el vestíbulo de la planta baja, y el lacayo
devolvió a Szara su paraguas que, al parecer, había secado con un paño.

Enero de 1939.
08942 57661 44898
Y así sucesivamente, lo que al final significaba S novym godom y S novym
schastyem —Feliz Año Nuevo y lo mejor para todos—, los deseos, fríos y
formales, del Gran Padre Stalin. Durante su estancia en Berlín, Szara había
pasado cerca del almacén donde guardaba el cuadro con el expediente
DUBOK escondido detrás del lienzo. Le pareció algo remoto y fuera de lugar
por el momento. Esto es una lección para el futuro, pensó. Con la aparición
del poder alemán en Austria y en Checoslovaquia, Rusia asumía el papel de
contrapeso, y si Stalin había sido vulnerable cuando diezmó al Ejército y a los
Servicios Secretos, ya no lo era. Hitler estaba llevando al mundo hacia las
puertas rusas. Los asesinatos de Stalin se perpetraban en los sótanos; los actos
de Hitler ocupaban la primera plana de los periódicos. La unión Soviética era
débil, llena de campesinos hambrientos. Alemania construía soberbias
locomotoras. El expediente de la Ojrana se encontraba mejor donde estaba.

A principios de enero, Szara contrajo una fiebre de improviso.


Permaneció acostado entre sábanas húmedas; cuando cerraba los ojos, veía la
zambullida en el río Havel iluminado por la luna y escuchaba, una y otra vez,
el grito pidiendo auxilio. No deliraba, era la memoria enferma que se negaba
a curarse. Vio a Marta Haecht bailando en el patio de una casa rural con techo
de paja, en el ghetto de una aldea ucraniana. Vio los ojos de la gente que lo
había mirado en Berlín, un gran vestíbulo alicatado, la cara descompuesta del
policía de Wittenau, la habitación de la casa estrecha. Su enfermedad no tenía
nombre; ése era su secreto, pensó; estaba muy dentro, donde las palabras y las
ideas no tienen acceso.
Intentó la tradicional cura de los escritores: escribir. Sin afeitarse, vestido
con pijamas arrugados, algunas mañanas se entregó a la tarea y redactó
pequeños artículos periodísticos que trataban de definir el carácter alemán.
Gentuza repugnante y brutal. En su trabajo atacó hipocresía, crueldad,

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desmesurado apetito, la obsesiva creencia que tenían de ser engañados,
horrible, de ser mal comprendidos, para siempre. Cuando releyó lo escrito,
sintió horror y complacencia, y recordó la increíble astucia de la frase de
Stalin: «El papel conservará cualquier cosa que se escriba en él» y se le
ocurrió que podría buscar la manera de publicarlo. Pero se dio cuenta de que
ése no era el golpe que necesitaba asestar. Lo único que conseguiría sería
enfurecerlos. Y furiosos ya lo estaban, casi siempre lo estaban. Y eso no
podía reprochárselo; de alguna manera era la característica dominante de los
alemanes, no tenía idea del porqué, ni lograba entenderlo. Una mañana,
mientras los gruesos copos de nieve silenciaban la ciudad, rompió los escritos.
Schau-Wehrli fue su ángel de enero. Entrecruzaba las heladas calles de
París y hacía sus treffs con Valais, pagaba a la portera para que le subiera
tazones de espesa y ambarina sopa, y se sentaba al borde de su cama cuando
tenía un momento libre. Durante ese tiempo, él comprendió que la posibilidad
de que delirara y hablara en sueños los pusiera nerviosos, y por eso no querían
llevarlo a un hospital. Nadie habló de aquello, pero un doctor de la Facultad
de Medicina de la Sorbona, un simpatizante, de pronto empezó a visitar a
domicilio a un hombre con fiebre aguda. Un profesor con una gran barba que,
mirándolo desde las alturas de sus éxitos profesionales, le decía: «Descanse,
abríguese y beba mucho té caliente».
Cuando Schau-Wehrli pasaba por allí, se contaban los chismes; al igual
que él, ella no tenía con quién hablar. Después de la reunión en el teatro de
Berlín, Tscherova parecía que había redoblado sus esfuerzos y frecuentaba los
círculos más activos de los jóvenes intelectuales del Partido Nazi, donde
maniobraba con sus agentes para conseguir relaciones productivas.
—¿Qué le hiciste? —preguntó Schau-Wehrli, bromeando y tratándolo de
tenorio.
—Nada, de verdad. —Szara esbozó una débil sonrisa—. Es tan… tan
rusa. Un poco de simpatía, una palabra amable y, de pronto, sale una flor.

La fiebre remitió a los diez días y Szara se fue incorporando al trabajo


poco a poco. En la última semana de enero, Abramov ordenó un encuentro en
un tercer país con el fin de discutir algunos detalles relacionados con la
reorganización de la red OPAL. Esa vez debía celebrarse en Suiza, cerca de la
ciudad de Sion, en el valle del Ródano, a unas dos horas de Ginebra, la noche
del 7 de febrero. La transmisión tardó mucho tiempo en completarse, y
Kranov estaba enfadado.

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—Otra vez han cambiado de operador —dijo. Encendió un cigarrillo y se
sentó a esperar en su silla—. Este novato es lento como un caracol.
Goldman telegrafió al día siguiente, para ordenar —como había hecho
cuando Szara fue a Berlín— una entrega personal de dinero. Un día después
de su entrevista con Abramov, debía llevar sesenta mil francos a Lausana, y
pasarlos, por medio de un complicado procedimiento de contraseña e
identificación, a un individuo de nombre desconocido. Al ser mucho dinero
planteaba un problema. Los correos podían llevar una cantidad limitada de
dinero; por eso, y evidentemente para evitar una tentación, Moscú impuso la
presencia de un segundo correo, el cual, especificó, tenía que ser un
diplomático o un agente del Servicio de Inteligencia, no un agente de la red
como Odile.
Por lo menos, eso fue lo que Maltsaev le dijo.
Szara estaba almorzando en la taberna de su calle, mientras leía el Temps,
que tenía doblado y apoyado en el bote de la mostaza, cuando un hombre se
acercó al otro lado de la mesa y se presentó.
—Ponte en contacto con Ilya Goldman —le dijo para probarle su buena fe
—. Él te confirmará quién soy. Estuvimos juntos en Madrid. En la Embajada.
Luego le explicó que se encontraba temporalmente en París a cargo de
una misión asignada en Belgrado, donde había sido agente político durante
casi un año.
A Szara le desagradó desde el primer momento. Maltsaev era un joven
moreno, algo calvo, de piel enfermiza y gesto agrio; un hombre dado a las
expresiones siniestras, que cuando hablaba parecía que decía mucho menos de
lo que sabía. Llevaba gafas ahumadas y un voluminoso abrigo negro de
excelente calidad.
Dejó bien claro que hacer de correo era un trabajo aburrido y muy por
debajo de su categoría. La orden de acompañar a Szara hasta Suiza le ofendía
por muchos conceptos.
—Esos pequeños zares de Moscú tiran los rublos como si el mundo fuera
a acabarse mañana —dijo con sorna.
Sabía bastante bien lo que se cocía en Lausana, dijo con aire confidencial,
lo típico de los camaradas de despacho que quieren arreglarlo todo con
dinero. También era típico que algún controlador invisible del apparat de la
plaza Dzerzhinsky hubiera aprovechado la ocasión para joder a Maltsaev con
una misión sin importancia, que cualquier agente sin seso hubiese podido
llevar a cabo.

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—Otro enemigo —gruñó—. Algún envidioso de mi carrera o de mi
misión en París. Pero ya veremos si se sale con la suya. A lo mejor no, ¿eh?
—Señaló el plato de Szara—. ¿Qué es eso?
—Andouillette —dijo Szara.
—¿Qué es, una salchicha?, ¿qué lleva dentro?
—No te va a gustar si te lo digo.
—Seguro que lleva algo de la amiguita del cocinero —dijo Maltsaev con
una risotada—. Pídeme un filete. Hecho. Nada de sangre ni poco pasado. —
Sus ojos eran vivaces detrás de las gafas ahumadas mientras escudriñaba cada
rincón de la sala, mirando a los demás parroquianos. Luego se acercó a Szara
en un gesto confidencial—. ¿Quién es ese Abramov que vas a ver? —Lo miró
con aire de triunfo y de complacencia consigo mismo. ¿Sorprendido de que
sepa eso?
—Un jefe. Vaya, uno de ellos.
—¿Un pez gordo?
—Hombre, se sienta en el Directorio. Quizá en otros, no sé.
—Un viejo amigo, ¿a que sí? Tal como están las cosas hoy, uno no dura
mucho sin un protector, ¿verdad?
—Cada uno tiene su vida. —Szara se encogió de hombros—. La mía no
es así. Sólo conozco a Abramov del trabajo.
—¿Sí?
—Por supuesto.
—¡Eh! —Maltsaev llamó a un camarero que pasaba por su lado, y se
olvidó de Szara.

La noche del día 6 nevó, y a la hora en que el tren de Szara y Maltsaev


salía de la Gare de Lyon, el 7 de febrero, los campos y las ciudades de Francia
seguían vestidos de blanco. El siglo XIX, pensó Szara con nostalgia: un par de
caballos cubiertos de restos de escarcha arrastraban un pesado carro a lo largo
de la carretera; una muchacha con un gorro de lana patinaba en una charca
helada, cerca de Melun. El cielo estaba espeso y gris. De vez en cuando, una
bandada de cuervos planeaba en círculo sobre los campos, cubiertos de nieve.
Pero a causa de la presencia de Maltsaev, era un buen momento para soñar. El
helado mundo exterior parecía inmóvil, frío y silencioso; el único indicio de
presencia humana era el humo de la chimenea de una granja.
No había nadie con ellos porque, según las normas, tenían que reservar un
compartimiento completo sólo para los dos. Szara mantenía siempre una

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mano, o un pie, en contacto con la pequeña maleta de viaje que contenía los
sesenta mil francos, empaquetados en billetes de cien, con una faja de papel
donde había escrito algo en caracteres cirílicos. Pero incluso estando solos,
Maltsaev seguía con sus alusiones: … tu amigo en Sion, el hombre de
Bruselas. Es un gran chismoso, pensó Szara. ¿A quién conoces? ¿Cómo se es
fiel? ¿Qué es lo que ocurre en realidad? Maltsaev era el clásico oportunista,
siempre tratando de aprovecharse de los demás en beneficio propio. Szara
supo defenderse bien en cada punto, pero tenía la sensación de que la
continua presión del ataque acabaría por vencerlo. Para evitarlo, fingió sueño.
Maltsaev se complació en su burla.
—¿Así que te vas a la tierra de los sueños con nuestro querido tesoro
sobre tus rodillas?
Habían salido al amanecer y ya era de noche cuando llegaron a Ginebra.
Anduvieron tres manzanas desde la estación de ferrocarril y encontraron el
«Opel Olympia» que había sido dejado delante de un hotel para viajantes de
comercio, con la llave de contacto debajo del pedal del acelerador. Szara
condujo. Maltsaev se sentó a su lado, fumaba sus cigarrillos con filtro
«Belomor», y tenía un mapa de carreteras desplegado sobre las rodillas.
Rodearon la orilla norte del lago Lemán por buenas carreteras y bajo una
ligera nevada; luego, pasado Villeneuve, empezaron a subir en dirección a los
puertos de montaña.
El cielo se aclaró de nubes y apareció una luna brillante y afilada, que
iluminó los cristales de hielo amontonados a ambos bordes de la carretera.
Algunas veces, en las curvas, podían divisar los valles que se extendían a sus
pies: pueblecitos de piedra, ríos helados, caminos desiertos… La sensación de
silencio profundo y de alejamiento afectaron por fin a Maltsaev, que dejó de
hablar y miró por la ventanilla. Eran cerca de las diez cuando bajaron a
Martigny para luego girar hacia el norte por la estrecha llanura del Ródano,
un caudaloso torrente de montaña por aquellos parajes. La carretera tenía una
espesa capa de hielo y Szara condujo con muchas precauciones pero seguro.
Apenas se cruzaron con uno o dos coches en el trayecto.
Sion estaba a oscuras, no se veían luces por ninguna parte y tuvieron que
buscar durante un buen rato hasta que hallaron la carretera de gravilla que
ascendía por la ladera de la montaña. Cinco minutos más tarde, la pendiente
cesó y se encontraron delante de un viejo hotel, mientras oían cómo crujía la
nieve recién caída bajo los neumáticos. El hotel —un letrero tallado encima
del arco de la puerta decía «Hôtel du Vaz»— era de madera y estuco,
coronado por un tejado de pizarra muy inclinado con carámbanos colgantes.

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Estaba más alto que la carretera, al lado de una blanca pradera que ascendía
suavemente hasta la linde de un bosque, siempre verde. Las contraventanas de
la planta baja estaban cerradas; tras ellas vieron un leve resplandor, quizás
una única lámpara en lo que Szara supuso que sería la zona de recepción en el
vestíbulo de la entrada. Mientras apagaba el motor y salía del «Opel», pudo
oír el silbido del viento en la esquina del edificio. No se veía ningún otro
coche; tal vez aquél era un hotel de verano, pensó, al que la gente acudía para
caminar desde allí a las montañas.
Maltsaev descendió del coche y cerró la portezuela sin hacer ruido. Desde
una ventana de arriba les llegó la voz de Abramov.
—¿André Aronovich?
—Sí —gritó Szara—. Baja y ábrenos. Está helando.
—¿Quién está contigo?
Szara miró hacia arriba y vio un postigo entreabierto. Maltsaev se
adelantó a su respuesta.
—No le digas mi nombre —le susurró al oído.
Szara se lo quedó mirando, sin comprender.
—Contéstale —le apremió Maltsaev, al tiempo que le apretaba un codo
con fuerza.
Abramov ha tenido que ver el gesto, pensó Szara. Y debió ser así, porque
un momento después oyeron el sonido, espectral y nítido en el aire frío y
silencioso, de un hombre pesado que bajaba una escalera exterior, quizás en la
parte trasera del hotel. Un hombre con mucha prisa.
Maltsaev, con el abrigo ondeando al viento, echó a correr y Szara, que no
sabía lo que ocurría, lo siguió. En cuanto doblaron la esquina del hotel
tuvieron que frenar la carrera; allí la capa de nieve era más espesa y se
hundían en ella hasta las rodillas, lo que les imposibilitaba correr. Maltsaev
soltó una maldición cuando tropezó. Un grito sonó entre los árboles a su
izquierda. Luego se repitió, pero conminatorio. De amenaza, en ruso, como
Szara reconoció.
Rodearon el edificio y llegaron a la parte trasera, y allí se detuvieron.
Abramov, con un traje oscuro y su sombrero flexible, trataba de cruzar a la
carrera la pradera, cubierta de nieve. Era absurdo, casi cómico. Forcejeaba,
tropezaba y resbalaba; se ayudaban con una mano para avanzar, se erguía,
levantaba demasiado las rodillas para dar unos pocos pasos, volvía a caer, se
inclinaba hacia delante en busca del bosque cercano, e iba dejando tras de sí
un sendero quebrado y blanco. De pronto, el sombrero se ladeó y Abramov lo
agarró con fuerza, en un gesto instintivo, sosteniéndolo por el ala mientras

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corría; parecía el hombre que llega tarde al trabajo y corre para atrapar un
tranvía en la calle de una ciudad.
Los tiradores del bosque lo dejaron que casi alcanzara los árboles. El
primer disparo lo hizo vacilar, pero siguió adelante, aunque más despacio;
luego, el segundo disparo lo derribó. Los tiros resonaron en la ladera,
después, el sonido se fue apagando y de nuevo reinó el silencio. Maltsaev se
adentró por la pradera. Szara lo siguió, aprovechando el sendero abierto. Era
resbaladizo y dificultoso, y pronto su respiración se volvió jadeante. Un
momento antes de que llegara a su lado, Abramov pudo volverse hacia él. Su
sombrero había rodado lejos, y tenía nieve en la barba. Maltsaev se mantuvo a
un lado, en silencio, tratando de acallar su jadeo. Szara se arrodilló. Entonces
vio sobre la nieve la sangre de Abramov. Éste tenía los ojos cerrados;
parpadeó, sólo un momento, y quizás entrevió a Szara. De su garganta salió
un único sonido, un ronco suspiro, «Aj», de agotamiento e irritación, de
despedida, y entonces se fue.

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EL CLUB RENAISSANCE

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En la mesa del rincón más alejado de la cervecería «Heininger», donde
podías ver a todo el mundo y todo el mundo podía verte, sentado bajo el
agujero de bala escrupulosamente conservado en el enorme y dorado espejo,
André Szara se esforzaba por mostrarse encantador mientras trataba de
silenciar una voz interior que le ordenaba silencio, y que marchara a casa.
Novato en el grupo de habituales de la mesa del rincón, y por tanto centro
de la atención de todos, propuso un brindis.
—Bebamos por el amor…, por los amores desesperados… de los días de
nuestra infancia.
Hubo apenas unos segundos de duda (Dios, ¿es que iba a romper a llorar
antes del coro de aprobaciones?) Pero no, no hubo lágrimas; Szara se peinó
con los dedos el largo mechón de cabello negro caído sobre su frente y mostró
su sonrisa vulnerable. Entonces, todos se dieron cuenta de lo muy acertado
del brindis, de lo muy acertado que era él, ese ruso emotivo, a aquellas horas,
bien pasada la medianoche, con su corbata gris acero y camisa castaño pálido,
no era que estuviese borracho, sólo se mostraba íntimo y atrevido.
Allí estaba. Su mano, bajo el mantel, descansaba cálida sobre el muslo de
Lady Ángela Hope, pilar de la noche parisina y mujer a la que le habían
aconsejado que evitase. Con la mano libre sostenía la copa de champán de
borde dorado y bebía «Roederer Cristal», gracias a la atención de un camarero
solícito que llenaba su copa cada vez que él hacía el gesto de beber. Sonreía,
reía, decía cosas divertidas, y todos, absolutamente todos, pensaban de él que
era maravilloso: Voyschinkowsky, «el León de la Bolsa»; Ginger Pudakis, la
esposa inglesa del rey de los embutidos de Chicago; la condesa polaca K, la
cual, cuando tenía alguna intriga amorosa, organizaba ingeniosas fiestas para
sus amigos; el terrible Roddy Fitzware, loco, malo y peligroso de conocer. De
hecho, todos ellos, diez a última hora, estaban pendientes de sus palabras.
¿Era por sus modales, un poco más eslavo de lo conveniente? Quizá. Pero no
le importaba. Fumaba y bebía como un demonio afable y decía, «para un
borrachín, el mar llega sólo hasta las rodillas» y otros dichos rusos, tal como
acudían a su cabeza, casi siempre ridiculizándose, pero haciéndose querer.

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Sin embargo —era más eslavo de lo que los otros creían—, la voz interior
no quería callar. Detente decía—: Esto no te interesa; vas a sufrir, y a
arrepentirte, te atraparán. Pero no la escuchaba. No porque estuviera
equivocada; de hecho, él sabía que tenía razón, pero prefirió ignorarla.
Voyschinkowsky, inspirado por el brindis, contaba una historia.
—… Mi padre me llevó al campamento gitano. ¡Imaginad, de noche, tan
tarde, y a un sitio así! Yo no tendría más de doce años, pero cuando la
muchacha empezó a bailar…
La pierna de Lady Ángela se apretó más bajo la mesa, una mano apareció
en medio de la atmósfera de humo, y un chorro de champán cayó en su copa.
¿Qué otro vino, había preguntado alguien sobre el champán, puedes oír?
Como Lady Ángela Hope, la cervecería «Heininger» era famosa. En la
primavera del 37 había sido el escenario de lo que los parisinos llamaron
después «une affaire bizarre»: la sala principal fue rociada de balas de
ametralladora, asesinaron al maître búlgaro en el lavabo de señoras y un
camarero misterioso, el que decía llamarse Nick, desapareció poco después.
Semejantes sucesos, tan violentamente balcánicos, habían dado una gran
popularidad al local; la mesa que todos querían era la que estaba debajo del
espejo, con un solo agujero de bala; de hecho, era el único espejo que había
sobrevivido. Por lo demás, era una cervecería como otra cualquiera, con sus
bigotudos camareros que corrían entre las banquetas de felpa llevando
bandejas con cangrejos de río y salchichas a la plancha. Todo tenía un aire
perverso fin de siècle. Mientras, la nieve de febrero caía mansa en las calles
de París y los taxistas procuraban defenderse del frío.
En cuanto a Lady Ángela Hope, era famosa en dos círculos muy
diferentes; en el de la multitud nocturna de aristócratas y nuevos ricos, de
todas las nacionalidades y de ninguna, que llenaban determinadas cervecerías
y locales nocturnos; y otro, más oscuro quizá, que la seguía con igual interés,
y quizá mayor entusiasmo. Su nombre surgió ya en una de las primeras
charlas de Goldman, cuando éste sacó un expediente de la caja fuerte de
Stefan Leib en Bruselas. Tanto el predecesor de Szara como Annique Schau-
Wehrli habían sido «probados» por Lady Ángela, «conocida por tener
contactos informales con los centros británicos de espionaje en París». Era tal
como se la habían descrito, cuarentona, sexy, rica, mordaz, promiscua y, casi
siempre, muy asequible; anfitriona e invitada infatigable que conocía a «todo
el mundo». «Seguramente vas a conocerla —le dijo Goldman—, pero tiene
las peores amistades. Mantente alejado de ella».
A pesar de Goldman.

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Szara sonrió para sus adentros. Lástima que Goldman no pudiera verlo
ahora, con la prohibida Lady Ángela apretándose a su lado. Bueno, pensó, es
el destino. Tenía que suceder, y ha sucedido ahora. Sí, puede que hubiera
algún tipo de alternativa, pero la única persona en su vida que entendía de
alternativas, sabía dónde se ocultaban y cómo encontrarlas, se había ido.
Esa persona era Abramov, por supuesto. Y el 7 de febrero, en una pradera
detrás del «Hôtel du Vaz», en Sion, Abramov había dimitido de su cargo. No
sabía con exactitud cómo había sucedido; pero había estado atando cabos, y
tenía una buena idea de qué podía haber sido.
Sospechaba que Abramov había intentado influir en Dershani con las
fotografías tomadas en el jardín de la casa de Puteaux. El asunto no funcionó.
A sabiendas de que sus días estaban contados, habían seguido el consejo que
Szara le dio en la playa de Arhus y preparó la operación final: su propia
desaparición. Dispuso la reunión del «Hôtel du Vaz», en Sion (propiedad,
según dijeron a Szara aquella noche, de una empresa tapadera del
departamento extranjero del NKVD), lo que le daba un motivo legítimo para
salir de Moscú. Se inventó un agente suyo en Lausana que necesitaba sesenta
mil francos franceses. Esto hacía que Goldman fuese el lógico tesorero en
Bruselas, y el viaje de Szara a Sion el método adecuado de entrega. Con el
dinero, Abramov pensó que podría empezar una nueva vida; la operación era
sencilla y estaba bien montada, pero no funcionó.
¿Por qué? Szara veía dos razones: Kranov, de quien él sospechaba que era
un espía del Directorio en la red OPAL, pudo haber alertado a las unidades de
seguridad cuando advirtió que una mano desentrenada y vacilante había
operado el telégrafo en Moscú. Cada operador tiene una firma característica, y
era probable que Kranov, formado para ser sensible a cualquier cambio,
hubiera reaccionado ante la torpe pulsación del mensaje de Abramov.
Aun así, Szara creía que Goldman era la posibilidad más interesante. Los
chismorreos de la red decían que el rezident se había visto involucrado en una
operación de bribones —algo muy diferente de lo habitual en las actividades
de la OPAL—, durante la cual una joven había sido raptada de una pensión en
París. Y cuando Szara habló con Schau-Wehrli y le describió a los agentes
que más tarde encontró aquella noche en el «Hôtel du Vaz» —sobre todo al
que respondía al nombre de guerra de Dodin, un hombre corpulento, bajo y
grueso, de manos rojas y rostro de carnicero—, ella tuvo una ligera reacción.
Aunque luego hizo como si no supiera nada, pero él había visto una sombra
en sus ojos, estaba seguro.

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Por medio de Kranov o de Goldman —o quizá de los dos—, la Sección
especial del Departamento Extranjero tomó cartas en el asunto: envió a
Maltsaev a París para que vigilara a Szara cuando éste fuera a reunirse con
Abramov y averiguara si era su cómplice, e incluso si iba a escapar con él.
Szara cayó en la cuenta de que su instintivo rechazo ante la personalidad de
Maltsaev le había llevado a responder de una manera neutral y fría a la
punzante ofensiva del otro y eso, probablemente, era lo que le había salvado
la vida.
Enterraron a Abramov al borde de la pradera, bajo las ramas cargadas de
nieve de un abeto, removiendo el helado suelo con palas mientras sudaban
bajo la fría luz de la luna. Fueron cuatro, además de Maltsaev; dejaron sus
rifles de caza suizos apoyados en el tronco de un árbol cercano, se quitaron
los abrigos y trabajaron con sus holgados trajes de lana, maldiciendo mientras
cavaban. Esparcieron nieve sobre la tierra removida y regresaron al hotel
vacío; hicieron fuego en la chimenea de la planta baja y charlaron y fumaron
los «Belomor» de Maltsaev, sentados en las sillas de pino artesanales. Szara
participó en todo, hizo su turno con la pala y cargó con el peso de Abramov
cuando lo metieron en el hoyo. No tuvo elección, y durante un rato formó
parte del grupo. Hablaron de lo que se podrían comprar en Ginebra antes de
regresar a Kiev y de otras operaciones, algo en Lituania, algo en Suecia,
aunque lo hacían con la cautela que la presencia de un extraño les imponía. La
única ceremonia para Abramov fue una silenciosa plegaria de Szara, y éste
tuvo buen cuidado de que sus labios no se movieran al pronunciarla. Pero ya
en aquel momento, en la oscura pradera, él planeaba otros funerales.
Por la mañana temprano, en el andén de la estación del ferrocarril,
mientras esperaba el tren de París, Maltsaev no tuvo reparos en hablarle claro.
—Lo normal en estos casos es darle el mismo viaje al cómplice, sea
inocente o no. Pero, de momento, alguien cree que debes seguir vivo.
Personalmente no estoy de acuerdo, en el fondo eres un traidor, pero hago lo
que me mandan. Lo que ha sucedido es una buena lección para ti, Szara,
piénsalo. Ser inteligente quizá no sea tan inteligente como tú crees. Fíjate
donde ha terminado Abramov. La culpa es de sus padres: tenían que haberle
hecho estudiar violín, como a los demás.
Llegó el tren. Maltsaev, después de una inclinación de cabeza y un gesto
con la mano señalando la puerta del compartimiento, le dio la espalda y se
alejó.
Mientras miraba a Voyschinkowsky a través de la mesa, y fingía escuchar
la historia de la niñez de aquel hombre, Szara entendió, por primera vez, la

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cadena de sucesos que habían acabado por conducirlo a la noche del 7 de
febrero. Todo empezó con las relaciones amorosas entre Lötte Huber y
Sénéschal y, a partir de ahí, había seguido como movido por el destino hasta
la conclusión final. Inevitable, pensó. El champán le hacía ver claro; lo
desvelaba, al contrario del vodka, que lo entumecía. Podría decirse, pensó,
que la afición de un oficial nazi por la salsa roja de frambuesa había
provocado, dos años más tarde, la muerte de un agente del espionaje ruso en
una pradera suiza. Sacudió la cabeza para disipar sus pensamientos.
Recuerda, se dijo a sí mismo, estas cosas hay que hacerlas con el corazón
frío.
Voyschinkowsky hizo una pausa para tomar un largo sorbo de champán.
«El León de la Bolsa» había alcanzado ya los sesenta; su rostro largo y
apagado, estaba marcado por unos ojos enrojecidos crónicos y las bolsas
oscuras bajo ellos de una larga vida de insomnes. Se decía que era uno de los
hombres más ricos de París. Tenía un acento húngaro muy pronunciado y una
profunda voz ronca.
—¿Qué se habrá hecho de ella? —le preguntó.
—Pero, Bibi —intervino Ginger Pudakis—, ¿hicisteis el amor?
—Sólo tenía doce años, querida mía.
—¿Y qué?
La boca de Voyschinkowsky se torció en un gesto de amargura.
—Le vi los senos.
—¿Y eso fue todo?
—Permíteme que te diga que un hombre como yo, que ha llevado una
existencia variada y cosmopolita, nunca ha vuelto a vivir un momento como
aquél.
—Oh, Bibi —suspiró ella—, ¡qué triste!
Lady Ángela acercó su boca al oído de Szara.
—Diga algo inteligente, ¿quiere?
—No es triste. Sino agridulce. Me parece una historia perfecta.
—Muy bien dicho —aprobó Roddy Fitzware.
Luego fueron a un local nocturno a ver el baile apache. Una joven
bailarina, con la falda recogida y anudada alrededor de la cintura, resbaló
sobre el pulido pavimento en dirección a los espectadores y dio,
involuntariamente, con el afilado tacón de su zapato en el tobillo de Szara.
Éste se sobresaltó y vio, a través del maquillaje negro y violeta, una ráfaga de
horror en el rostro de la joven; luego, su compañero, vestido con la tradicional
camisa de marinero, acudió junto a ella para llevársela. Ahora me han herido

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en la línea del deber, pensó, y deben darme una medalla, pero no hay país
que lo haga. Estaba muy borracho y se rió en voz alta de sus pensamientos.
—¿Lo han apuñalado? —preguntó serena Lady Ángela, con evidente
alegría.
—Un poco. No ha sido nada.
—Qué hombre tan, pero tan agradable es usted.
—Ah.
—De verdad. La próxima semana, ¿vendría a cenar conmigo, un tête-à-
tête?, ¿sí?
—Sería un honor, querida señora.
—Pueden suceder cosas misteriosas.
—Para eso vivo.
—Espero que venga.
—Acierta. ¿Habrá un violinista?
—¡Santo Dios, no!
—Entonces iré.

La cena fue en «Fouquet», en un comedor privado con cortinas de color


verde oscuro. Querubines dorados pintados sonreían desde las esquinas del
techo. Sirvieron dos vinos, langostinos con alcachofas y rodaballo. Lady
Ángela Hope llevaba un vestido ceñido de resplandeciente seda roja y el
cabello del color del latón bruñido, recogido hacia arriba, sujeto por dos
mariposas de diamantes. Szara pensó que su presentación era ingeniosa:
fascinante, seductora, pero absolutamente intocable; la culminación de la cena
en privado era… que tenía que cenar en privado.
—¿Qué debo hacer con mi casita en Escocia? Tiene usted que
aconsejarme.
—¿Hay algo que no va bien?
—Podría ir bien, podría ir mal. Este hombre horrible, un Mister
MacConnachie si usted quiere, me escribe para decirme que la comisa del
noroeste se ha deteriorado por completo, y…
Szara estaba decepcionado, hasta cierto punto. Además de que sentía
curiosidad, al instinto callejero que conservaba de Odesa le hubiera
complacido la conquista de una aristócrata inglesa en una sala privada de
«Fouquet». Pero desde el principio había comprendido que aquella noche era
para los negocios, no para el amor. Cuando mataban el tiempo con el café,
una discreta llamada sonó en el marco de la puerta, a un lado de la cortina.

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Lady Ángela se puso afectadamente los dedos en el centro del pecho con
gesto afectado.
—¿Quién podrá ser?
—Su marido —respondió Szara con acritud.
Ella contuvo la risa.
—Hijo de puta —dijo en inglés.
Su tono aristocrático hizo de la palabra un poema, y Szara tuvo la
impresión de que era el término más afectuoso de que ella era capaz, o, al
menos, el único que podía dedicarle. A pesar de todo, la encontraba
espléndida.
Roger Fitzware salió de detrás de la cortina. Su manera de moverse
indicaba que ya no era el Roddy algo afeminado y terriblemente divertido que
tanto adoraba la gente de la «Cervecería Heininger». De baja estatura y muy
bello, con su cabello castaño rojizo caído sobre la noble frente, llevaba traje
de etiqueta y fumaba un puro pequeño.
—¿Estoy de trop?
Szara se levantó y le estrechó la mano.
—Encantado de verle —fue su saludo en inglés.
—Mmm —fue toda la respuesta de Fitzware.
—¿Te quedas con nosotros? —preguntó Lady Ángela.
—¿Quieren que pida una silla? —dijo Fitzware para no ser… descortés.
—No hace falta —contestó Lady Ángela. Se levantó, rodeó la mesa y
besó a Szara en la mejilla—. Un hombre muy muy agradable. Debe
telefonearme… muy pronto.
Y desapareció tras la cortina.

Fitzware pidió coñac «Biscuit» y hablaron de cosas triviales durante un


rato. Szara, estudioso de la técnica, vio con gran satisfacción profesional
cómo se comportaba Fitzware; la gente del espionaje, con independencia de
su origen, tiene mucho en común siempre, como los que coleccionan sellos o
los que trabajan en un Banco. Pero la manera de enfocar las cosas, cuando
llegó el momento, no le causó sorpresa, porque resultó ser la misma que los
Servicios rusos preferían, crear un motivo aceptable y solicitar la traición al
mismo tiempo.
Fitzware llevó la conversación como un consumado maestro.
La situación de los porteros en París —y hablando de eso era muy
divertido: su casa de apartamentos sufría bajo la bota de un tirano feroz, un

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vrai dragon, con sus ochenta años y una voluntad de hierro— condujo a la
situación política en París, y aquí Fitzware reconoció implícitamente las
preocupaciones de su interlocutor citando, con expresión severa, el lema que
se veía escrito por todas las paredes y puentes, Vaut mieux Hitler que Blum, la
preferencia fascista por los nazis y el rechazo a Léon Blum, el socialista judío
que desde hacía un año presidía el Gobierno. Luego fue el momento de hablar
de la situación política en Francia, seguida de inmediato polla situación
política en Europa. Con eso, la mesa estaba puesta y sólo faltaba que se
sirviera la comida.
—¿Cree usted que puede haber paz? —preguntó Fitzware. Sacó un purito,
y ofreció otro a Szara. Éste lo rechazó y encendió un «Gitane».
—Por supuesto —contestó Szara—. Si la gente de buena voluntad está
dispuesta a aunar esfuerzos.
Y eso fue suficiente.
Fitzware había enseñado su banderín de señales y Szara le había
contestado. Fitzware dedicó un momento a girar la copa de coñac en su mano
y después de aspirar el cigarro exhaló una larga bocanada de humo. Szara le
concedió tiempo para que celebrara su victoria; para cualquiera del oficio, el
reclutamiento era la gran victoria, quizá la única. Ahora ya se había acordado
que ambos trabajarían juntos por la paz. ¿Y quién no? Los dos sabían con la
misma seguridad de que cada día sale el sol, que habría guerra, pero eso se
hallaba fuera de lugar.
—Los británicos estamos terriblemente confusos —dijo Fitzware, fiel a su
papel—. Temo que no sepamos las verdaderas intenciones de la Unión
Soviética con respecto a Polonia. O con respecto a los países bálticos o a
Turquía. La situación es compleja, un polvorín a punto de estallar. ¿No sería
tremendo que los ejércitos europeos se pusieran en marcha por un simple
malentendido?
—Debería evitarse —aprobó Szara—. A toda costa. Usted cree que vamos
a pagar, como en 1914, el precio de la ignorancia.
—Por desgracia, el mundo no aprende.
—No. Tiene usted razón. Parece que estamos condenados a repetir
nuestros errores.
—A menos, claro es, que tuviéramos el conocimiento, la información, que
permitiera que estas cosas la resolvieran los diplomáticos. En la Liga de las
Naciones, por ejemplo.
—Ésa sería la solución ideal.

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—Bien —dijo Fitzware radiante—. Opino que todavía hay una
oportunidad, ¿no le parece?
—Sí, creo que sí. En cuanto a mí, la información crítica en este momento
se refiere a lo que ocurre en Alemania. ¿Está usted de acuerdo en eso?
Fitzware no contestó de inmediato; se limitó a mirar como si estuviera
hipnotizado. Se había dejado llevar por una falsa pista al suponer que la
información de Szara se referiría a las operaciones soviéticas de espionaje,
políticas o lo que fuera. Ahora tenía que cambiar de área por completo. Las
ofertas de secretos soviéticos eran en muchos casos, provocaciones o cebos,
intentos de enredar a un Servicio Secreto rival para engañarlo o para que
revelaran sus propios recursos. Había que ir con pies de plomo en estos casos.
Una oferta de secretos alemanes, viniendo de un ruso, debía de ser algo
sólido. Fitzware se aclaró la garganta.
—Sin duda alguna.
—Para mí, la clave de una solución pacífica a las dificultades existentes
pasaría por un conocimiento mutuo del armamento, en especial de los aviones
de combate. ¿Qué opina al respecto?
Szara vislumbró en los ojos de Fitzware el brillo fugaz del júbilo, como si
una voz gritara en su interior: «¡Bailaría desnudo sobre mi jodido pastel de
cumpleaños!». Fitzware se permitió un civilizado gruñido.
—Hum, bien, sí por supuesto que estaría de acuerdo.
—Con discreción, Mr. Fitzware, es perfectamente posible.
Así contestaba a una pregunta no planteada: Fitzware no estaba en
comunicación con la Unión Soviética, ni iba a meterse en el cerrado laberinto
de las iniciativas diplomáticas que siguen al espionaje. Estaba en
comunicación con André Szara, un periodista soviético que operaba por su
cuenta. Ése era el significado de la palabra discreción. Fitzware reflexionó
con cuidado; el asunto había llegado a un punto delicado.
—Condiciones —dijo escueto.
—Siento un gran temor por la cuestión palestina, en especial por la sesión
de la Conferencia de Saint James.
El aire triunfante de Fitzware desapareció por completo. Szara no podía
haberle planteado un tema más espinoso.
—Hay áreas más fáciles en las que trabajar —replicó.
Szara inclinó la cabeza con el fin de dar tiempo a Fitzware para que se
recuperara.
—¿Puede ser más específico? —dijo Fitzware por fin.
—Certificados de emigración.

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—¿Auténticos?
—Sí.
—Por encima del límite legal, supongo.
—Por supuesto.
—Y, ¿a cambio?
—Determinación de la producción mensual de bombarderos del Reich.
Basada en la fabricación total de cables de estampación en seco que se
emplean para ciertos controles no electrónicos de los aviones.
—Mis jefes querrán saber la razón por la que usted asegura «total».
—Mis jefes creen que es así. Son, con independencia de lo que uno pueda
pensar, unos jefes competentes, muy efectivos.
Fitzware suspiró, mostrándose de acuerdo.
—Supongo, querido amigo, que no querrá algo más simple a cambio…,
dinero, por ejemplo.
—No.
—Otro coñac entonces.
—Encantado.
—Todavía queda mucho por hacer, y no puedo prometerle nada de
momento. Como es costumbre, ya me comprende.
Fitzware apretó el botón de la pared para llamar al camarero.
—Lo comprendo perfectamente… —dijo Szara. Hizo una pausa para
terminar su coñac—. Pero debe saber que el tiempo es muy importante para
nosotros. La gente se está muriendo. El Reino Unido necesita amigos,
tenemos que hacer que esto funcione de alguna manera. Si ustedes salvan
vidas de los nuestros, nosotros salvaremos vidas de los suyos. Seguro que eso
es la paz del mundo, o algo malditamente parecido.
—Bastante parecido —dijo Fitzware.

El tiempo variable y desapacible de principios de marzo fue testigo de la


seria negociación entre Szara y Fitzware. «Llámelo como quiera —diría más
tarde Szara a De Montfried—, pero aquello fue un regateo burdo». Fitzware
tocó todas las melodías tradicionales: que los jefes de Szara querían algo por
nada; que los mandarines de Whitehall[15] eran un puñado de locos, incapaces
de ver nada; que él, Fitzware, estaba por completo del lado de Szara, pero que
abrirse camino entre la maleza burocrática era algo increíblemente frustrante.
Buena parte de la negociación tuvo lugar en la cervecería «Heininger».
Fitzware se sentaba con Lady Ángela, Voyschinkowsky y toda la pandilla.

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Alguna vez, Szara se les unía; otras, se iba a cenar con alguna de las chicas
del café. Se encontraba con Fitzware en el servicio de caballeros, donde
susurraban de prisa los tiras y aflojas, o se salían un rato a la acera para
respirar un poco de aire fresco. Una o dos veces charlaron en un rincón
durante las reuniones sociales que se organizaban en los apartamentos de los
demás del grupo. En este tiempo, Szara se dio cuenta que ser judío dificultaba
el regateo. Fitzware se mostró siempre correcto, pero hubo momentos en que
a Szara le pareció vislumbrar de la clásica actitud en el otro algo: ¿por qué
sois gente tan difícil, tan avara, tan testaruda?
Y, por supuesto, los jefes de Fitzware trataron de hacer con Szara lo
mismo que el Directorio había hecho con el doctor Julius Baumann. Querían
saber con quién estaban tratando en realidad, necesitaban tener una idea del
proceso, ¿de dónde viene la información? Más, denos más (Y ¿por qué sois
gente tan avara?).
Pero Szara fue como una roca. Sonreía a Fitzware con tolerancia, a
sabiendas de que el inglés iba de pesca, en busca de más información; su
sonrisa decía somos del mismo gremio, amigo mío. Por fin, Szara hizo una
digresión: esta negociación no es nada, admitió quejoso ante Fitzware, si se
compara con los tratos con los franceses, que tienen a sus propias
comunidades judías en Beirut y Damasco. Aquello pareció dar resultado.
Nada como un rival, en el amor y en los negocios, para estimular el deseo.
Hicieron el trato y se estrecharon las manos.
Las cifras de Baumann, desde el 1 de enero de 1937 hasta febrero de
1939, supusieron un pago inicial de quinientos certificados de emigración,
cifra superior a los doscientos ofrecidos por Fitzware, pero inferior a los
setecientos solicitados por Szara. Ciento setenta y cinco certificados al mes
fue lo estipulado a cambio de la información que se entregara a partir de
entonces. El Libro Blanco permitiría setenta y cinco mil entradas legales hasta
1944, quince mil al año, mil doscientas cincuenta al mes. La entrega de
información alemana de Szara permitiría aumentar esa cantidad en un catorce
por ciento. Así viven las matemáticas de los judíos, pensó.
A pesar de que una y otra vez se repitió que debía llevar esa operación con
la cabeza fría, no exagerar su pequeña victoria, pensara lo que pensase de ella,
no pudo evitar que sus visitas al estanco de la esquina fueran mucho más
frecuentes, que los ceniceros rebosaran, que tuviera que llevar más botellas
vacías al cubo de la basura del patio, que su factura del bar subiera de golpe,
que tomara aspirinas y que necesitara echarse litros de agua en los ojos al
levantarse por la mañana.

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Había demasiadas cosas en qué pensar: una, en el invisible servicio de
contraespionaje soviético, que servía para evitar que personas como él
hicieran precisamente lo que estaba haciendo; otra, en el posible chantaje, que
apareció el día en que Fitzware quiso saber cómo operaban los soviéticos en
París y amenazó con denunciarlo si rehusaba cooperar; una tercera, en la gran
probabilidad de que la información de Baumann fuera, de hecho, facilitada
por el Servicio de Inteligencia del Ministerio de Exteriores del Reich, y
estuviera intoxicando los cálculos británicos sobre el armamento alemán.
¿Qué sabrían ellos por otras fuentes?, se preguntó. Se enteró antes de lo que
esperaba.
Durante esa época, Szara encontró consuelo en los lugares más
insospechados. Descubrió que Marzo tenía un buen clima para el espionaje.
Algo relacionado con los cielos grises surcados de veloces nubes o las lluvias
primaverales golpeando en su ventana debió de infundirle valor, quizá porque
un clima turbulento no deja tiempo para pensar en otras cosas. Los partidos
políticos de la derecha y de la izquierda salían cada día a los bulevares,
gritaban sus consignas, ondeando sus banderas, y los periódicos parecían
frenéticos con sus gruesos titulares negros de cada mañana. Los parisienses
tenían una cierta expresión en el rostro: labios apretados, cabeza algo
inclinada hacia un lado, cejas enarcadas. Querían decir, ¿dónde nos lleva todo
esto? e implicaba, a nada bueno. Eso se notaba a cada momento, en aquella
primavera de 1939 en París.
Entretanto, De Montfried se había autonombrado agente encargado
oficial. No era un Abramov, ni tampoco un Bloch; pero tenía una larga
experiencia en los negocios y creyó que sabía por instinto, cómo debía
comportarse un agente secreto. Esto dio lugar a momentos extraordinarios en
la silenciosa biblioteca de temas ferroviarios del Club Renaissance.
De Montfried ofreciéndole dinero —«Por favor, no sea excéntrico con estas
cosas; es sólo un medio para un fin»— que Szara no quería tomar.
De Montfried en el papel de madre judía, abrumando con emparedados de
pescado ahumado a un hombre que apenas podía mirar una taza de café.
De Montfried con un paquete con quinientos certificados de emigración en
sus manos, haciéndose el estoico con lágrimas de placer en los ojos. Nada de
eso importaba. Los días de Abramov y Bloch no volverían; Szara había estado
dirigiendo las operaciones de OPAL demasiado tiempo como para no saber
qué hacer con sus propios asuntos, ahora que se había presentado la ocasión.
Esto incluía no querer conocer demasiados detalles que no fueran de su
directa incumbencia.

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Pero De Montfried dijo lo suficiente para que la imaginación de Szara
pusiera el resto. Pudo verlos, quizás un cirujano oftalmólogo de Leipzig con
su familia o un viejo rabino vacilante de la comunidad hasid berlinesa; y
también cuando subían al barco, y luego, cuando veían desaparecer la costa
alemana en el horizonte. La vida para ellos sería difícil, más que difícil, en
Palestina. Quizá lo que los camisas pardas nazis habían empezado, lo
terminaran las bandas de comandos árabes; pero, por lo menos, tenían una
oportunidad, y eso era mejor que la desesperanza.
Los agentes británicos le proporcionaron toda la parafernalia
acostumbrada: un hombre en clave, CURATE, una señal para citas de
emergencia —la misma llamada telefónica de «número equivocado» que
algunas veces usaron los rusos— y un contacto con el nombre de Evans en
clave. Era un hombre delgado, de unos sesenta años, por su parte casi segura
un oficial retirado del Ejército, muy posiblemente del servicio colonial; vestía
con trajes azules a rayas y llevaba un paraguas plegado; un elegante y
pequeño bigote cuidado y el cuerpo erguido siempre como una vela. Los
contactos se hacían por la tarde, en los grandes cines cercanos a los Campos
Elíseos: en silencio intercambiaban ejemplares doblados de Le Temps que se
colocaban en el asiento vacío entre Szara y su contacto británico.
En silencio, salvo en una ocasión, una sola frase, pronunciada por Evans a
través del asiento vacío, y convenientemente amortiguada por el zapateo de
un grupo de bailarines de Busby Berkeley en la pantalla.
—Nuestro amigo quiere que sepa que las cifras que usted le dio han sido
confirmadas, y que le está agradecido.
Nunca más volvió a oír la voz de Evans.

¿Confirmadas?
Eso quería decir que Baumann estaba diciendo la verdad; su información
había sido autentificada por otras fuentes que informaban a los servicios de
Inteligencia británicos. Y eso quería decir…, ¿qué? ¿Que el doctor Baumann
había traicionado una operación funkspiele de los alemanes, por su cuenta y
riesgo y porque sí? ¿Que el jefe de Marta Haecht se equivocó y no era Von
Polanyi el que estuvo almorzando con Baumann en el «Kaiserhof»? Szara
podía seguir haciéndose infinidad de preguntas; del mensaje de Fitzware
llegarían a deducirse multitud de conjeturas. Pero no había tiempo para eso.
Szara tuvo que apresurarse para regresar a su apartamento, escondió
ciento setenta y cinco certificados debajo de la alfombra, a la espera de poder

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entregarlos aquella noche a De Montfried; tuvo una reunión en el Marais, en
el distrito Tercero, a las cinco de la tarde; luego se dirigió hacia la Place
d’Italie para una treff con Valais, el nuevo jefe de grupo de la red SILO, poco
después de las siete.
La reunión del Marais tuvo lugar en un pequeño hotel, en una habitación
oscura donde había una mesa cubierta de un tapete grasiento. Una semana
antes, habían ofrecido a Szara su propio certificado de emigración a Palestina.
—Es la puerta de escape para salir de Europa —le dijo De Montfried—.
Puede llegar un momento en que usted no tenga otra elección.
Szara había rehusado, cortés pero firme. Sin duda, había alguna razón
para que hiciera eso, pero no quiso darla. Lo que sí pidió a De Montfried fue
una segunda identidad, una buena, con un pasaporte válido que pudiera
enseñar en cualquier frontera que quisiera cruzar. Su intención no era escapar
sino, simplemente, como cualquier depredador eficiente, ampliar su radio de
acción. De Montfried, cuyos favores Szara nunca aceptó, sintió la alegría de
poder ayudarle.
—Nuestro zapatero remendón —dijo usando la jerga para referirse al
falsificador— es el mejor de Europa. Y ya me ocuparé de que se le pague: eso
no debe discutírmelo siquiera.
El remendón no tenía nombre; un hombre gordo, grasiento, con finos rizos
cepillados hacia atrás desde una fuente despejada. Llevaba una camisa blanca
manchada, abotonada en las mangas y daba vueltas lentamente por la
habitación, mientras le hablaba con un francés cuyo acento Szara no supo
localizar, quizás algún lugar de Centroeuropa.
—¿Ha traído usted una fotografía?
Szara le alargó cuatro fotos de pasaporte que se había hecho en un
estudio. El remendón chasqueó la lengua, eligió una y le devolvió las
restantes.
—Yo no guardo archivos. Para eso tendría usted que ir a la «bofia». —
Mantenía un pasaporte francés entre el grueso dedo índice y el pulgar—. Esto,
esto, no lo ve usted todos los días. —Se sentó y puso el pasaporte abierto
sobre la mesa; empezó a quitar la fotografía ayudándose de una esponja
mojada en un disolvente químico. Cuando la tuvo arrancada se la dio, todavía
húmeda, a Szara—. Jean Bonotte —dijo.
El hombre que le devolvía la mirada desde la foto era vanidoso, con unos
ojos oscuros que captaban la luz. Tenía barba de diablo, que empezaba en las
estrechas patillas, bajaba bordeando la mandíbula y luego subía para unirse al

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bigote, el tipo de barba, muy recortada, que es necesario recortar a diario con
las tijeras.
—Parece majo, ¿no?
—Sí.
—No tan majo como él se creía.
—¿Italiano?
El remendón se encogió de hombros en un elocuente gesto.
—Nacido en Marsella. Cualquiera sabe. Pero ciudadano francés. Eso es lo
importante. Viniendo de por allí abajo, siempre se puede decir que se es
italiano o corso o libanés. Por allí se es de donde se dice.
—¿Por qué es tan bueno el pasaporte?
—Porque es real. Porque Monsieur Bonotte no llamará la atención de la
Guardia Civil española en el momento en que usted baje del transbordador en
Algeciras. Porque Monsieur Bonotte no volverá a llamar la atención de nadie,
como no sea la del diablo, pero la Policía no sabe nada de eso. Legalmente
está vivo. Este documento es legal, de una persona viva. ¿Entiende?
—Pero está muerto.
—Del todo. De qué sirve hablar de esto. Esté seguro de que nos ha dejado,
y ningún campesino francés lo va a desenterrar. Por eso digo que es tan bueno
el pasaporte.
El remendón recuperó la fotografía, le prendió una esquina con una cerilla
y contempló cómo la llama azul y verde consumía el papel antes de dejarlo
caer en un plato.
—Nacido en 1902. O sea, treinta y siete años. ¿Le va bien? Cuanto menos
tenga usted que cambiar, mucho mejor.
—¿Qué le parece a usted? —preguntó Szara.
El remendón echó un poco la cabeza hacia atrás, debía de padecer
hipermetropía, y se lo quedó mirando.
—Seguro. ¿Por qué no? La vida es dura algunas veces y eso se nota en el
rostro.
—Entonces déjelo como está.
El remendón empezó a pegar la fotografía al papel. Cuando hubo acabado,
se fue hasta un escritorio y volvió con un estampador, una máquina de
franquear que impresiona en el papel las letras en relieve.
—Esto es auténtico —dijo con orgullo.
Colocó la máquina sobre el ángulo preciso de la foto y luego deslizó un
trozo de cartón encima de la parte de la página ya grabada. Presionó con
fuerza durante unos segundos y luego retiró el estampador.

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—Esto es para impedir que se falsifique —explicó sin apenas una sonrisa.
Devolvió el estampador al escritorio y cogió un sello de goma, un tampón,
una pluma y un pequeño tintero de tinta verde—. Tinta del Gobierno —
explicó—. Para ellos es gratis; para mí, demasiado cara. —Se concentró en su
tarea y puso el sello con firmeza en un lado de la página—. Se lo estoy
renovando. —Mojó la pluma en el tintero y firmó en el lugar señalado por el
sello de goma—. El prefecto Cormier en persona —dijo. Aplicó un papel
secante sobre la firma, la miró con ojo crítico y sopló para asegurarse de que
la tinta estaba seca. Entregó el pasaporte a Szara—. Ahora le he convertido en
ciudadano francés, si no lo es ya.
Szara ojeó, una a una, las páginas del pasaporte. Estaba bastante usado,
con varias entradas registradas en Francia y visitas a Tánger, Orán, Estambul,
Bucarest, Sofía y Atenas. El domicilio de Bonotte era la rue Paradis, en
Marsella. Comprobó la nueva fecha de expiración, marzo de 1942.
—Cuando le toque renovarlo, sólo tiene que dirigirse a cualquier
comisaría de Policía en Francia y decir que ha estado viviendo en el
extranjero. Una Embajada francesa en un país extranjero, sería mucho mejor.
¿Conoce al hombre que le ha enviado a usted aquí?
—No —contestó Szara. Sabía que De Montfried no habría hecho
directamente el contacto.
—Da lo mismo —dijo el remendón—. Usted es un caballero, diría yo.
¿Está contento?
—Sí.
—Úselo con salud. Si yo fuese usted, me sacaría una caríe d’identité, diga
que la ha perdido, y la tarjeta de sanidad y todo lo demás, pero eso depende
de usted. Oh, no eche mano al bolsillo, todo está arreglado.

Eran más de las seis cuando salió del hotel. El andén del Metro de St.-
Paul estaba abarrotado de gente. Tuvo que abrirse paso a empujones cuando
el tren llegó; una vez dentro, con las apreturas, se vio aplastado contra la
espalda de una joven que, por su manera de vestir, debía de ser administrativa
o secretaria. Cuando el tren se puso en marcha, ella dijo algo desagradable
que Szara no captó bien, pero recibió el aliento de olor a salchicha, que
seguro había comido en el almuerzo. Delante de sus ojos estaba el sitio del
cuello que la muchacha había olvidado empolvarse. Le pidió excusas, y ella le
contestó con una jerga que no entendió. Cuando la muchedumbre de la

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estación del Hôtel-de-Ville se agitó y empujó para entrar, Szara se vio aún
más apretado contra ella.
—Pronto estaremos casados —le dijo, en un vano intento de aliviar la
situación. Ella no encontró divertido el comentario y desvió la mirada con
gesto de ignorarlo.
Después de hacer un transbordo, llegó a su parada, Sèvres-Babylone,
ascendió la rue du Cherche-Midi a la carrera y subió a su apartamento.
Aunque tenía el tiempo muy justo, no podía ir al encuentro de Valais con un
segundo pasaporte en el bolsillo. La portera le dio las buenas noches a través
del ventanillo mientras él pasaba a toda prisa hacia la puerta del oscuro patio.
Subió a zancadas los tres tramos de escalera, dejó la puerta abierta con la
llave puesta en la cerradura, escondió el pasaporte de Bonotte bajo la
alfombra, junto a los certificados, y regresó a la escalera. La portera levantó
un ceja cuando lo vio pasar tan ligero, apenas molesta y sorprendida; aunque,
por lo general, no aprobaba aquellas prisas.
Regresó a la estación de Sèvres, después de sortear a su paso amas de casa
que volvían del mercado y de haber tropezado con la correa de un perro
tendida entre un caballero aristócrata y su galgo italiano, invadiendo la acera.
El Metro iba aún peor cuando eran cerca de las siete. A Valais se le tenía
prohibido esperarlo durante más de diez minutos; si él se retrasaba, tenían que
acudir a la cita de seguridad del día siguiente. El primer tren que paró mostró
una impenetrable muralla de abrigos oscuros al abrirse la puerta, pero se las
arregló para entrar en el siguiente. Después de un transbordo en
Montparnasse, sin apenas tiempo para asegurarse de que no lo seguían, salió
de la estación un minuto después de las siete, dobló la primera esquina a la
carrera, y después deshizo el camino andado. Era una maniobra muy burda,
pero lo único que podía hacer en el escaso margen de tiempo que le quedaba.
Treinta segundos antes del límite entró en la tienda de ropas femeninas —
largas hileras de vestidos baratos y una atmósfera cargada de perfume—,
justo al lado de la Place d’Italie. La propietaria de la tienda era la novia de
Valais, una mujer bajita y frescachona, con el cabello rizado a la permanente,
teñido de alheña y labios pintados de color carmesí. Szara no podía imaginar
qué atracción existía entre una mujer así y Valais, un abogado contemplativo
y fumador de pipa. Ella tenía unos pocos años más que él, y era dura como el
acero. Szara iba sin aliento cuando entró, en la trastienda. La cortina del
vestidor estaba descorrida, y vio a una mujer que, en bragas, trataba de
meterse en un vestido color verde guisante que no lograba hacer pasar de la
cabeza y de los hombros.

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Valais lo esperaba en un pequeño obrador donde se hacían los arreglos.
Cuando Szara entró estaba a punto de marcharse, ya tenía el abrigo abotonado
y los guantes puestos. Levantó la mirada de su reloj, apretó la pipa entre los
dientes y le estrechó la mano. Szara se dejó caer en una silla delante de una
máquina de coser, y apoyó los pies en el pedal.
Valais se entregó a una larga, detallada y cuidadosa descripción de su
actividad durante los anteriores diez días. Szara quiso prestarle atención, pero
su mente volvía a lo que Evans le había dicho en el cine aquella tarde; luego
se encontró pensando en la mujer de la que tan cerca había estado en el
Metro. ¿Había sido ella la que se había apretado contra él? No, creía que no.
—Y luego está lo de LICHEN —continuó Valais, mientras esperaba una
respuesta de Szara.
¿Quién diablos es LICHEN? Szara pasó por un momento terrible, con la
mente en blanco. Al final lo recordó: la joven prostituta vasca, Hèlene Cauxa,
casi inactiva durante los dos últimos años; pero que, a pesar de ello, cobraba
su estipendio cada mes.
—¿Qué hace ahora? —preguntó Szara.
Valais puso una cartera de negocios negra sobre el soporte de la máquina
de coser.
—Ella…, ah, estuvo con un señor alemán en el bar de cierto hotel al que
va algunas veces a tomar una copa. Él le hizo una proposición, que ella
aceptó. Se fueron a un hotel más barato, allí cerca, donde suele llevar a sus
clientes. El alemán olvidó su cartera, y ella me la ha traído.
Szara la abrió. Estaba llena de libritos del tamaño de un folleto, casi
doscientos, atados con una cuerda. Cosido con clip en la cubierta del que
estaba encima había un papel donde aparecía la palabra WEISS escrita a
lápiz. Sacó uno de los libritos del fajo y lo abrió. En el lado izquierdo de la
página había frases en alemán, a la derecha, las mismas frases en polaco:

¿Dónde está el alcalde (el jefe) del pueblo?
Dígame el nombre del Jefe de Policía.
¿Es agua potable la de este pozo?
¿Han venido soldados por aquí hoy?
¡Manos arriba o disparo!
¡Rendíos!

—Pidió más dinero —añadió Valais.

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La mano de Szara se dirigió a su bolsillo en un gesto automático. Valais le
dijo cuánto y Szara lo contó, diciendo para sus adentros que tendría que
recordar después cuánto había sido y olvidarlo de inmediato.
—WEISS debe de ser el nombre de la operación —dijo a Valais—.
Significa «blanco».
—La invasión de Polonia —aventuró Valais. Chupó la pipa haciendo
ruido y una nube de humo se elevó hasta el techo del obrador. De la parte
delantera les llegó el timbrazo de la caja registradora. ¿Habría comprado la
mujer en bragas el vestido verde guisante?
—Sí —repuso Szara—. Esto está destinado a los oficiales de la
Wehrmacht que serán trasladados desde sus agregadurías en París, aunque son
unos pocos en cualquier caso, de vuelta a sus unidades en Alemania antes del
ataque. También para la Abwehr, el Servicio de Inteligencia militar. Aun así,
siguen siendo pocos. Quizás estén destinados a otras ciudades, además de
París.
—Más penalidades para los polacos —dijo Valais—. Y eso pone a Hitler
en la frontera con la Unión Soviética.
—Si tiene éxito —replicó Szara—. No menosprecies a los polacos.
Además, Francia y el Reino Unido han garantizado la frontera polaca. Si los
alemanes no se andan con cuidado, pueden arrastrar a todo el mundo, como
en 1914.
—Están demasiado confiados —suspiró Valais—. Tienen una fe
inquebrantable en ellos mismos. —Fumó un rato su pipa—. ¿Has leído a
Salustio, el historiador romano? Habla con verdadero temor de las tribus
germánicas. Cuenta que, en invierno, los fineses buscan el tronco hueco de un
árbol para dormir, pero los germanos se acuestan totalmente desnudos en la
nieve. —Sacudió la cabeza al pensarlo—. Yo soy oficial de la reserva, no sé
si usted lo sabe. En una unidad de Artillería.
Szara encendió un cigarrillo y maldijo en polaco: psia krew, sangre de
perros. Ahora, todo se iba derecho al infierno.

De nuevo en el Metro, ahora con la cartera. Otra vez subiendo las


escaleras del edificio en la calle du Cherche-Midi. Cuando se miraba al espejo
y se peinaba el cabello hacia atrás con los dedos, descubrió una mancha
blanca de yeso en la hombrera de su gabardina, se habría rozado contra una
pared en algún sitio. Comenzó a cepillarla, pero sin éxito. Puso la cartera en el
fondo del armario y se marchó. Se encontraba ya a mitad de la escalera

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cuando se volvió y subió de nuevo. Entró en el apartamento, recogió el
montón de certificados de emigración que tenía debajo de la alfombra y los
metió en su propia cartera antes de salir por segunda vez.
Las calles estaban llenas de gente: parejas que iban a cenar fuera, personas
que regresaban del trabajo. El viento era muy fuerte y hacía remolinos de
polvo y papeles. La gente se sujetaba los sombreros y tenía un gesto crispado
en el rostro; oleadas de nubes de color ocre se deslizaban por el cielo
nocturno. Tenía que ir en Metro hasta Concorde, y luego tomar la línea de
Neuilly. Desde allí caminaría una media hora hasta encontrar un taxi. Era casi
seguro que llovería. Había dejado el paraguas en el armario. Llegaría tarde al
Club Renaissance, con el aspecto de una rata ahogada, y la mancha de yeso en
el hombro. Agarró con fuerza la cartera con sus ciento setenta y cinco
certificados dentro. ¿Se había apretado la chica contra él? ¿Un poco?

Cuando Szara entró en la biblioteca, De Montfried leía un periódico.


Levantó la mirada. Su rostro estaba rojo de ira.
—Va a marchar contra Polonia —dijo—. ¿Sabe usted lo que eso
significa?
—Creo que sí.
Szara se sentó sin esperar a ser invitado. De Montfried dobló el periódico
con gesto solemne y se quitó las gafas de leer. A la media luz de la pequeña
sala, sus ojos tenían el color del lodo.
—Tanto alboroto y delirio por la pobre y sufrida minoría alemana de
Danzig. Eso es lo que significa.
—Lo sé.
—Dios mío, los judíos de Polonia viven en el siglo IX. ¿No lo sabía usted?
Son…, cuando el hasid oye hablar de la posible invasión, se pone a bailar de
contento: mientras peor sea la situación más seguro está de la llegada
inminente del Mesías. Entretanto, la cosa ha empezado ya, los mismos
polacos han empezado ya. Todavía no hay pogroms, pero sí palos y cuchillos;
las pandillas andan incontroladas por Varsovia.
De Montfried calló y miró airado a Szara. Su rostro mostraba dolor; pero,
al mismo tiempo, tenía la expresión del hombre importante con derecho a
pedir explicaciones.
—Yo he nacido en Polonia —dijo Szara—. Sé como es aquello.
—Pero ¿por qué está vivo ese hombre, ese Adolfo Hitler? ¿Cómo se
puede permitir que viva?

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Dejó el periódico doblado sobre una mesita de marquetería. La hora de la
cena en el club se acercaba y Szara pudo oler el asado de buey.
—Lo ignoro.
—¿No se puede hacer nada?
Szara no contestó.
—Una organización como la de ustedes, tan capaz, con tantos recursos…
No puedo entenderlo.
Szara abrió la cartera y entregó el paquete de certificados a De Montfried,
el cual los cogió con mirada ausente.
—Tengo otro compromiso —dijo Szara con la mayor amabilidad posible.
—Perdóneme. —De Montfried sacudió la cabeza como para aclarársela
—. Siento esto como una enfermedad. No puedo evitarlo.
—Lo entiendo —dijo Szara, y se levantó para irse.

Vuelta a la rue du Cherche-Midi. Cambio de carteras. Szara se hundió en


la ventosa noche y se encaminó despacio a la casa de la rue Delesseux. Pensó
que el Directorio querría tener los folletos en sus manos y tendrían que
enviarlos a Moscú con un correo especial. Pero creía que lo mejor era
transmitir el contenido del texto y el nombre codificado WEISS lo antes
posible. Empezó a cambiar de líneas de Metro; en esa ocasión observó todas
las medidas de seguridad. No había línea directa a la rue Delesseux. En la
estación de la Chappelle había una pelea. Quizá entre fascistas y comunistas,
no lo sabía. Una multitud de trabajadores, todos con gorras, entremezclados,
algunos caídos en el suelo con el rostro ensangrentado, dos sujetaban a otro
contra la pared mientras un tercero lo golpeaba. El conductor no detuvo el
tren, que pasó lentamente a lo largo de la estación mientras los pasajeros
miraban por las ventanillas. Los gritos y las maldiciones se oían por encima
del ruido producido por el tren; uno de los obreros fue arrojado contra el
vagón en marcha y se dio un fuerte golpe; los pasajeros lo vieron y algunos se
alarmaron y gritaron. Luego, el tren se perdió en la oscuridad del túnel.

Schau-Wehrli estaba trabajando en la rue Delesseux. Szara le entregó un


folleto y permaneció en silencio mientras ella lo repasaba.
—Sí —dijo pensativa—, todo apunta a lo mismo. Mis comisarios en
Berlín, que trabajan en los ferrocarriles alemanes, piensan igual. Han oído

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comentar que se han pedido análisis de las líneas que van a la frontera polaca.
Eso quiere decir trenes con tropas.
—¿Cuándo?
—Nadie lo sabe.
—¿No será un farol?
—No, no lo creo. Lo fue con los checos, pero no ahora. La producción
industrial alemana está cumpliendo con sus objetivos, la maquinaria de guerra
se encuentra a punto.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Sólo Stalin lo sabe, y a mí no me lo cuenta.

Ya pasaba bastante de la medianoche cuando Szara llegó por fin a su casa.


No había podido comer en ningún sitio; pero hacía tiempo que el apetito lo
había abandonado, sustituido por los cigarrillos y la adrenalina. Sólo tenía
frío, y se sentía sucio y agotado. Había una bañera de cinc en la cocina; abrió
el grifo del agua caliente para ver si quedaba alguna. Sí, aquella noche había
alguna cosa buena en el mundo, un baño, e iba a dárselo. Se quitó la ropa y la
tiró sobre una silla, se sirvió un vaso de vino tinto y buscó en la radio hasta
encontrar algo de jazz americano. Cuando la bañera estuvo hasta casi el borde
de agua, se metió en ella y se apoyó en la espalda, bebió un poco de vino,
dejó el vaso en la parte ancha del borde y cerró los ojos.
Pobre De Montfried, pensó. Tanto dinero y qué poco podía hacer, por lo
menos así era como lo veía. Casi lo había humillado en la biblioteca; estaban
tan furioso que los certificados, conseguidos a un precio que él no podía
imaginarse, parecía como si no les diese importancia. ¡Oh, los ricos! ¿Habría
alguna chica disponible en el café todavía? No, era muy tarde. Había una a la
que podría telefonear, muy comprensiva, decía que le gustaban las aventuras
nocturnas. No, pensó, mejor dormiré un poco. Se interrumpió la música y la
voz de un hombre anunció las noticias. Szara quiso alcanzar la radio con el
brazo extendido, chorreando agua sobre el suelo de la cocina, pero el aparato
se encontraba demasiado lejos. Así que tuvo que oír que los mineros estaban
en huelga en Lille, que el ministro de Economía había rechazado todas las
acusaciones, que la niña desaparecida en los Vosgos había sido hallada, que
Madrid seguía resistiendo, con las facciones luchando en cada lado de la
ciudad sitiada. Stalin había pronunciado un importante discurso político y
había calificado la actual crisis de «Segunda Guerra Imperialista». Había
asegurado que «no permitiría que la Rusia Soviética fuese arrastrada al

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conflicto por los agitadores de la guerra, acostumbrados a que otros les
saquen las castañas del fuego», y atacó a las naciones que querían «encender
la ira de los soviéticos contra los alemanes, envenenar la atmósfera y provocar
un conflicto con Alemania sin razón aparente».
Luego volvió la música, saxofones y trompetas desde algún lugar de baile,
en Long Island. Szara reposó la cabeza en el borde de la bañera y cerró los
ojos. Stalin pretendía que el Reino Unido y Francia estaban conspirando
contra él, maniobrando para que combatiera contra Hitler mientras ambos
países esperaban para luego echarse encima del vencedor, debilitado. Quizá
fuese así. Los que mandan en esos países son aristócratas, intelectuales y
ministros graduados en las mejores Universidades. Stalin y Hitler eran la
espuma de las cloacas de Europa, que flotaban en la superficie. Bien fuera
como fuese, habría guerra. Y a él lo matarían. Lo mismo que a Marta Haecht.
Y a los Baumann, a Kranov, a los agentes que lo sacaron de Wittenau la
Noche de los Cristales, a Valais, a Schau-Wehrli, a Goldman y a Nadia
Tscherova. A todos ellos. El agua se enfriaba con demasiada rapidez. Sacó el
tapón del desagüe y dejó que la bañera se vaciase un poco, luego abrió el
grifo del agua caliente y se tendió boca arriba.

En Londres, en la cuarta planta del 54 de Broadway —supuesta sede de la


«Minimaz Fire Extinguisher Company»—, los agentes del MI6 analizaban el
producto CURATE, lo comparaban con la información procedente de otras
fuentes, luego lo enviaban a los expertos en espionaje en pequeñas oficinas
distribuidas por toda la ciudad. Viajaba en coche y en bicicleta, por mensajero
o por tubo neumático, a veces bajaba a largos y húmedos pasillos, en
ocasiones entraba en salas decoradas y calentadas con fuegos de troncos. El
producto llegaba recomendado. La confirmación de los datos de la
manufactura de cables por Alemania se facilitaba de un manera
independiente, y más adelante, el número de bombarderos producidos se
obtenía de los pedidos de las fábricas, en el mismo Reino Unido, por la
tecnología de no interferencia que protegía las bujías de aviación, y por
ingenieros y hombres de negocios que tenían contratos legítimos con la
industria alemana. El material llegaba, por ejemplo, al Centro de Espionaje
Industrial, que desempeñaba un papel clave en los análisis de la capacidad
alemana para mantener una guerra. El centro había alcanzado una gran
importancia y estaba relacionado con el Subcomité de Planes Conjuntos, el

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Subcomité de Inteligencia conjunta, el Subcomité de Presión sobre Alemania
y el Comité de Objetivos Aéreos.
La historia de CURATE llegó mucho más arriba, algunas veces de manera
extraoficial, y entró en los recintos de Whitehall y del Foreign Office, y desde
allí, se extendió por todas partes. Siempre había alguien más que había oído
hablar de aquello; el conocimiento era poder, y a la gente le gustaba que se
supiera que tenía información secreta, porque eso hacía que parecieran
importantes; información secreta, pero no secreta para ellos.
Simultáneamente, en lugares muy distintos de los Servicios, en los despachos
que se ocupaban de los asuntos coloniales, fue como si les hubiera picado un
enjambre de avispas cuando los tipos del espionaje aparecieran metiendo las
narices en su territorio. El Mandato Británico de Palestina era su dominio y
—por amor a los árabes, por amor a los judíos o por odio a los dos grupos—
el alboroto que armaron los certificados de emigración legítimos fue feroz y
sangriento. Y se discutió.
Así que la gente tuvo que saber algo de ese CURATE; un ruso en París
que alimentaba con aquel extraño bocado al león británico a cambio de que
apartara un poco su zarpa. Y algunos de los que estaban al tanto se indignaron
en privado. Para empezar, la pasión de sus corazones ardía en otra dirección.
Cuando se graduaron en Cambridge, se entregaron por entero a los hombres
idealistas y progresistas, a los hombres de buena voluntad y conciencia del
Kremlin. Quién hizo el trabajo exactamente, es difícil de decir —Anthony
Blunt o Guy Burgess, Donald MacLean o H. A. R. Philby, u otros
desconocidos; todos ellos participaron en los intercambios de información de
las burocracias diplomáticas y del espionaje—; pero uno de ellos, o varios,
pensó que lo mejor era contárselo a alguien, y no dejó de hacerlo. Una charla
durante una cena en un club privado o un mensaje en el buzón ciego de la
tapia de un cementerio. El caso fue que el nombre en clave CURATE y los
perfiles de lo que podía significar empezaron a llegar al Este.
No llegaron solos —muchos otros hechos y toda clase de rumores tenían
que llegar primero—, ni tampoco con mucha rapidez; no sonaron las alarmas.
Pero sí arribó a Moscú y, poco después, al despacho adecuado en el
departamento adecuado. Pasó a manos de gente cautelosa, superviviente de la
purga, que vivía en peligro entre dos aguas, los depredadores arriba y las
presas abajo; gente que se movía con cuidado y circunspección, que sabía que
hay veces que es mejor dejar escapar un pez demasiado gordo para su red
porque pueden verse arrastrados por él hasta el fondo del mar. Ya había
sucedido en otras ocasiones. Al principio se contentaban con una simple

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investigación, con el intento de averiguar quién era, dónde estaba, y por qué
actuaba. Las decisiones se tomarían a su debido tiempo, y en la forma debida.
Se dice que los del contraespionaje son voyeurs por naturaleza. Les gusta
mirar lo que ocurre, porque cuando el momento final llega, hay que salir de la
sombra y echar la puerta abajo; lo divertido se acaba en esos momentos, se
cancelan los archivos, los engranajes empiezan a chirriar, y entonces hay que
volver a empezar todo de nuevo.
Una mañana, a principios de mayo, los periódicos de París dieron una
escueta noticia del cambio de ministro de Exteriores soviético: M. M.
Litvinov había sido sustituido por V. M. Molotov.
Algunos leyeron la noticia redactada debajo del titular; la mayoría, no.
Eran las horas recuperadoras de la primavera; París se mostraba frondoso y
suave, lleno de muchachas, la vida parecía renacer eternamente, la luz de la
mañana bailaba en platos y tazas del desayuno y el rayo de sol que entraba en
las habitaciones las convertía en pinturas de la escuela flamenca. Los
diplomáticos soviéticos iban y venían. Nadie quería preocuparse.
André Szara, fiel a su conciencia, eternamente dividida, hizo las dos
cosas: leyó el artículo y no sintió preocupación alguna. Pensó que la noticia
debía de estar incompleta, pero eso no era nada nuevo. M. M. Litvinov era, en
realidad, Maxim Maximovich Wallach, un judío gordinflón, caballero de la
vieja escuela en su fuero interno, intelectual minucioso, miope y aficionado a
la lectura. ¿Cómo había podido durar tanto tiempo? V. M. Molotov, en
realidad Vyacheslav Mijailovich Skryabin, había cambiado su nombre por
una razón muy diferente. Igual que Djugashvili se convirtió en Stalin,
Hombre de Acero, Skryabin se convirtió en Molotov, el Martillo. Por lo
tanto, pensó Szara, entre los dos harán una espada.
El trivial comentario de Szara resultaría la verdad exacta más adelante.
Pero tenía muchas cosas en qué pensar aquel día. Le esperaba mucho que
hacer aquí y allí, y no era menos sensible que cualquier otra persona, hombre
o mujer, de París a los aires de la primavera, así que el significado de la
noticia no le llegó muy adentro y no llegó a sus oídos, el ruido que la pieza
final de la compleja maquinaria producía al acabar de ajustarse. Sí que oyó el
canto de los pájaros, y a la vecina cuando sacudía la ropa de la cama antes de
airearla en el alféizar de la ventana y también oyó al afilador, que tocaba su
campana de aviso en la rue du Cherche-Midi. Pero eso fue todo.
Adolfo Hitler la oyó, por supuesto, pero eso fue porque tenía las orejas
levantadas entonces. Más tarde diría: «El cese de Litvinov resultó decisivo.

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La noticia me llegó como un cañonazo, como la señal de que la actitud del
Kremlin con respecto a las potencias occidentales había cambiado».
Los Servicios de Inteligencia franceses la oyeron, aunque es probable que
no como un cañonazo, y el 7 de mayo hicieron saber que a menos que Francia
y el Reino Unido ejercieran una gran presión diplomática, Alemania y la
Unión Soviética firmarían un tratado de no agresión al acabar el verano.

El 10 de mayo, Szara fue llamado a Bruselas.


—Vamos a tener que llegar a un acuerdo con Hitler —le informó
Goldman con pesar y disgusto—. Culpa maldita del mismo Stalin: las purgas
han debilitado al Ejército hasta tal punto que no se puede pensar en participar
en una guerra y ganarla. No de momento. Por lo tanto hay que comprar
tiempo, y la única manera de hacerlo es con un tratado.
—¡Santo Dios! —exclamó Szara.
—No hay más remedio.
—Stalin y Hitler.
—Los partidos comunistas europeos no se van a sentir muy felices, a
nuestros amigos en Norteamérica no les va a gustar, pero ha llegado el
momento de que aprendan un poco de política realista. Muchos de aquellos
que se retuercen las manos y los que lloran se irán a la carrera. Les daremos
un beso de despedida, no los necesitamos. Los que se decidan a permanecer
fieles serán los verdaderos amigos, gente que sabe ver las cosas como
nosotros las vemos, así que no hay mal que por bien no venga. Desde 1917, la
construcción de un Estado socialista nos ha costado sudor y sangre; no
podemos permitir que todo eso lo arrastre la corriente porque los idealistas
iluminados lo quieran así. Las fábricas, las minas, las granjas colectivas: ésa
es nuestra realidad, y haríamos un trato con el mismo diablo si fuera preciso
para salvaguardarla.
—Evidentemente, es lo que vamos a hacer.
—No hay otra salida. Casi todos los Servicios Secretos extranjeros lo
tienen muy claro, y el público lo sabrá este verano, en julio o en agosto. Eso
nos deja algo de tiempo para hacer el trabajo.
—No es mucho tiempo.
—Es el que hay, y a él debemos atenernos. Lo primero y más importante,
nuestras redes. No pierdas el tiempo con los mercenarios, trabaja con los
creyentes. Ponlos al corriente de la vida secreta de las alturas, donde se
cuecen las decisiones estratégicas. Los nazis nunca serán amigos de nadie,

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tampoco nuestros; pero necesitamos tiempo para armarnos antes de
enfrentarnos con ellos y ése es el precio que tenemos que pagar. Si alguien no
acepta esta línea, debo ser informado. ¿Has entendido esto?
—Sí.
—Nada cambia con nuestros informadores alemanes. En la guerra
luchamos contra nuestros enemigos, en la paz, contra nuestros amigos. Así
que ahora vamos a tener una especie de paz, pero las operaciones continuarán
como antes. Queremos, en estos momentos más que nunca, saber cómo van
los alemanes, qué piensan, qué proyectan, su capacidad y sus despliegues
militares. Los tiempos son peligrosos e inestables, André Aronovich, y es
ahora cuando las redes han de trabajar al máximo de su capacidad.
—Si tenemos una… una desgracia. Si cogen a alguien, ¿qué ocurrirá
entonces?
—Dios no lo permita. No creo que el Referat VI C vaya a enviar a todo el
mundo a su casa a cuidar del jardín; tampoco vamos a hacerlo nosotros. La
mejor manera de ocuparse de lo que tú llamas «una desgracia» es tomar las
medidas necesarias para que no ocurra. ¿Contesta esto tu pregunta?
Szara torció el gesto.
—Segundo, ocúpate de tus relaciones personales. «Pobre de mí, el mundo
es terrible, ¿qué se puede hacer?, ¿cómo podremos hallar la paz?». Tiene que
haber un compromiso, alguien que quiera moverse un milímetro sin que el
otro suponga que es para hacerle daño. Sólo la Unión Soviética es lo bastante
fuerte para hacer eso. Deja que los británicos y los franceses lleven sus
espadas y cañones de un lado para otro nosotros intentamos aliviar la presión
de Hitler en la frontera oriental, intentamos firmar acuerdos comerciales y
llevar a cabo intercambios culturales, deja que los bailarines hagan la guerra
entre ellos, intentamos vivir juntos en un mundo donde todo no es como
desearíamos. ¡No más movilizaciones! ¡No más 1914!
—¡Bravo!
—No te pases de listo. Si no estás convencido de ello, nadie te creerá. Así
que búscate una salida.
—¿Y los polacos?
—Demasiado tozudos para vivir, como de costumbre y como siempre.
Defenderán su honor, harán bonitos discursos y una mañana se despertarán
hablando alemán. No hay nada que hacer con los polacos. Han elegido su
propio camino. Bueno, ya veremos.
—¿Tienen que renunciar a Danzig?

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—Renuncia a tu hermana. Tú y yo, sentados aquí, en esta tiendecita, da la
casualidad de que nos enteramos que, puestos en marcha, los bombarderos
alemanes convertirán a Varsovia en un infierno. Ésa es la realidad. Ahora,
orden número tres, coge tu ingeniosa pluma y ponte a trabajar. Prueba con
uno de esos periódicos intelectuales franceses que te dan dolor de cabeza y
empieza a establecer el diálogo. Si hubiese alguna manera de ponerse de
acuerdo en el tema —ya sabes, escribiendo lo que te he dicho—, todo seria
perfecto. Pero no podemos aspirar a tanto; cada escritor bajo la luz del sol
tiene su opinión sobre ese tema; pero, al menos, puedes guiñarles un ojo. Por
ejemplo, ¿qué necesita hacer el socialismo mundial para sobrevivir? ¿Están
las vías diplomáticas realmente agotadas? ¿Podría haber sido evitado el baño
de sangre en España si todo el mundo hubiese tenido un poco la voluntad de
negociar?
»Los doctrinarios marxistas te van a crucificar, eso por supuesto, ¿pero y
qué? Lo importante es que la discusión se centre en la reivindicación de un
territorio. Tienes la probabilidad de que alguien salga en tu defensa, siempre
lo hay, no importa lo que digas. Y si no es así, cuando la gente se te acerque
en una reunión y te diga que se está dando la espalda a Lenin, tú necesitas
tener las respuestas adecuadas: recuerda que la Unión Soviética es la
esperanza de una Humanidad progresiva, y el único remedio permanente
frente al fascismo. Pero has de sobrevivir. Stalin es un genio, y este pacto será
la obra de un genio, un paso diplomático bilateral para evitar el golpe
destructor. Y en el momento en que el pacto se haga público, eso es lo que
quiero leer firmado por ti, sin que tenga que obligarte a venir a Bélgica. ¿Está
todo claro?
—Oh, sí —contestó Szara—. El Reino Unido y Francia quieren la guerra
para satisfacer sus aspiraciones imperialistas. La Unión Soviética está sola en
la búsqueda de la paz. Entre líneas, con un guiño y un codazo en los riñones,
que el astuto zorro viejo del Cáucaso está haciendo lo que tiene que hacer
para ganar tiempo. Ya nos las veremos con Hitler cuando estemos preparados.
¿No es esto, poco más o menos?
—Exactamente. No estás solo en esto, claro. Todos los escritores
soviéticos echarán una mano, es probable que pongan algo en escena, en
Moscú, dentro de noventa días. Por cierto, tu participación me la han
ordenado directamente. «Tienes a Szara contigo, ¡ponlo a trabajar!», éstas
fueron las palabras exactas que me dijeron. Se trata de un enorme esfuerzo.
Han puesto a Molotov para que negocie con Ribbentrop, el ministro de

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Exteriores alemán, por si no lo veías claro. No íbamos a enviar a un judío,
pequeño y gordo, a tratar con los nazis, ¿no te parece?
—Política realista, eso es lo que has dicho.
—Ésa es la palabra. Por cierto, te sugiero que tengas la maleta preparada
junto a la puerta. Si la situación evoluciona de la manera que pensamos, existe
la posibilidad de que tengas que viajar en cuanto te lo digamos.
—¿Para asuntos del OPAL?
—No, no. Como el periodista Szara, la voz de la Unión Soviética que
habla desde tierras extranjeras. Creo que debieras celebrarlo con una gran
cena, André Aronovich. Veo un gran futuro profesional para ti.

El nombramiento de Molotov —en la superficie sólo una pieza del


negocio de la diplomacia en el momento en que sobraban piezas— indujo a
París y, evidentemente, a otras capitales europeas, un cambio de posiciones.
El mismo Szara se encontró con que tenía que hacer cosas
incomprensibles para él, pero que, de cualquier forma, estaba obligado llevar
a cabo. Tal como Goldman había sugerido, se preparó para viajar en cualquier
momento. Subido en una silla, bajó la maleta que tenía sobre el armario, le
quitó el polvo y pensó que necesitaba algo más. La maleta, con doce años ya,
su cuero granulado de color ocre con una raya castaña, había visto los
penosos días de servicio en Pravda. Estaba gastada, desteñida, llena de
arañazos…, parecía un refugiado con ella. Lo único que le faltaba era llevarla
atada con una cuerda. Así que se fue a una tienda de maletas, pero no le gustó
lo que había, o demasiado moderno o de muy poca calidad.
Un día pasó delante de una tienda de artículos de cuero por encargo, en el
distrito Séptimo —sillas y botas de montar en el escaparate—, y entró sin
pensárselo dos veces. El dueño era húngaro, un artesano nada tonto vestido
con una bata, las manos endurecidas y nudosas con tantos años de cortar el
cuero y coserlo. Szara le explicó lo que quería, una especie de maletín de
viaje, como el de un médico, de una forma pasada de moda pero sufrida,
hecho con un cuero resistente. El húngaro asintió con la cabeza, le mostró
algunas muestras, y le dio un precio asombroso. A pesar de eso, Szara estuvo
de acuerdo. Nunca había necesitado tanto un objeto como ése. Oh, y una
última cosa: algunas veces tenía que llevar papeles de negocios
confidenciales, y con la clase de gente que se encuentra uno en los hoteles
hoy en día… El húngaro lo comprendió perfectamente, y añadió que Szara no
era el único cliente que sentía tales preocupaciones. El doble fondo

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tradicional era tan viejo como Maricastaña, pero resultaba muy efectivo si
estaba bien hecho. Aseguró que le haría un segundo panel que encajara con
precisión en el fondo, y allí podría poner los papeles, entre los dos. El
artesano le dijo que estaban más seguros que si se cosía. No es tanto para los
empleados de hotel de dedos ligeros, ¿me entiende?, porque el maletín tendrá
una excelente cerradura, sino más bien…, cómo le diría…, para cruzar
fronteras. La palabra quedó flotando en el aire unos segundos. Luego, Szara
dejó una cantidad de dinero como depósito y prometió regresar en junio.
Una semana más tarde pensó que si necesitaba salir de viaje, no era
conveniente que el pasaporte de Jean Bonotte se quedara en el apartamento.
No solían robar por allí; pero aun así, alguna vez ocurría, sobre todo cuando
la gente se ausentaba durante mucho tiempo. Y de vez en cuando el NKVD
podía enviar a un par de técnicos, sólo para mirar si había algo que ver.
Guiado por estos pensamientos abrió una cuenta a nombre de Bonotte, para lo
que usó el pasaporte como identificación, en una oficina de la «Banque du
Nord», en el bulevar Haussmann, y luego alquiló una caja de seguridad donde
dejó el pasaporte. Tres días más tarde, en una bella mañana de junio, volvió al
Banco y metió un sobre con doce mil francos en la caja, sobre el pasaporte.
¿Qué estás haciendo?, se preguntó a sí mismo. En realidad, lo ignoraba; sólo
sabía que se sentía incómodo, de una manera indefinible, como el perro que
aúlla el día antes de una tragedia. Algo, en alguna parte, lo estaba avisando.
Sus antepasados quizá. Seiscientos años de vida judía en Polonia, llenos de
presagios, señales, portentos e intuiciones. Su propia existencia le probaba
que era el descendiente de unas generaciones que habían sobrevivido cuando
otras no pudieron; quizás había nacido ya con el instinto de saber cuándo iba
a correr la sangre. Algo le apremió: Esconde dinero. Unas noches más tarde,
la misma le dijo: Ármate. Pero, por el momento, no le hizo caso.
Fue un mes extraño, aquel junio. Sucedió de todo. Un grupo de checos
emigrados, que vivía en el pueblo de Saint-Denis, en el llamado Cinturón
Rojo de París, se puso en contacto con Schau-Wehrli. Eran comunistas que
habían huido cuando Hitler se apoderó en marzo de lo que quedaba de
Checoslovaquia, y el contacto con OPAL se hizo a través del aparato
clandestino del Partido Comunista francés. El grupo estaba recibiendo
información por medio de la escritura secreta que iba en el reverso de los
sobres de Banco, que contenían los recibos del dinero que ellos habían
enviado por correo a Praga y Brno para mantener a sus parientes. Empleaban
tinta invisible preparada en un laboratorio de química de la Universidad.
Como ocurría con los clásicos, zumo de limón y orina, el mensaje se revelaba

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aplicándole una plancha caliente. La información era muy variada, e incluía
órdenes de batalla de la Wehrmacht, efectivos y armamento de las unidades
alemanas, datos financieros (al parecer robados por las mismas empleadas del
Banco que preparaban los sobres), y también información industrial, pues casi
todos los famosos talleres de maquinaria checa se dedicaban ahora a la
producción de armamento para el Reich.
Ese grupo exigía una atención muy especial. Estaba compuesto por
personas, todas ellas relacionadas entre sí por lazos familiares; aunque
motivadas por el odio a los nazis, consideraban que su contribución era un
negocio, y sabían el valor de ese tipo de espionaje. Tres de los miembros del
grupo de Saint-Denis tenían ya experiencia en esos asuntos. Ellos habían
formado una red en Checoslovaquia, después de que Hitler se apoderara de
los Sudetes, con el propósito de ayudarse a sí mismos y a sus familias cuando
se instalaran en Francia. Las dos empleadas de Banca eran hijas de dos
hermanas, por tanto, primas carnales, y sus respectivos maridos trabajaban
adquiriendo información a través de amistades con las que se relacionaban en
clubes deportivos. Una red semejante, ya instalada y con un funcionamiento
eficaz, era algo casi demasiado bueno para que fuese verdad. Por ello el
Directorio de Moscú, si bien sentía la codicia del producto, también recelaba
de un posible engaño por parte del Referat VI C de contraespionaje, y exigió
una excepcional dedicación del tiempo de Schau-Wehrli, por lo que Goldman
transfirió la red RAVEN a la custodia de Szara.
Movió la cabeza con gesto grave cuando le encomendaron la nueva tarea,
pero la idea de trabajar con Nadia Tscherova no le desagradó. En modo
alguno.
En la rue Delesseux repasó los archivos de RAVEN, que incluían los
informes más recientes de Tscherova en su formato original: un aristocrático
ruso literario, impreso en letras menudas sobre tiras de película que habían
pasado la frontera escondidas en las hombreras de Odile, y luego habían sido
reveladas en la habitación oscura del ático. Los informes anteriores estaban
reescritos al pie de la letra y archivados por orden.
Szara los leyó lleno de asombro. Después de la tensa aridez del doctor
Baumann y de la precisión legalista de Valais, era como una velada en el
teatro. ¡Qué ojo tenía esa mujer! Penetrante, malicioso, irónico, como si
Balzac se hubiera reencarnado en una emigrada rusa en el Berlín de 1939.
Leídos seriamente, los informes de RAVEN constituían una novela de tema
social. La vida de Tscherova se componía de pequeños papeles en malas
comedias, cenas íntimas, reuniones animadas y fines de semana en casas de

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campo cercanas al bosque bávaro, con monterías del jabalí durante el día y
brincos en la cama durante la noche.
Esa mujer inspiraba los más tiernos sentimientos en Szara, aunque
sospechaba que era una especialista en provocarlos y pretendió leer aquellas
liaisons intimes, nunca consumadas del todo, con indiferencia. Pero no pudo.
Ella le había dicho la verdad aquella noche en su camerino: se protegía de lo
peor y no le conmovía lo que sucediera a su alrededor. Esa invulnerabilidad
no premeditada aparecía en todos los informes, y Szara, por encima de
cualquier otra cosa, se sintió divertido. Ella poseía algo de la mentalidad
masculina en estos asuntos; caracterizaba a los pretendientes medio borrachos
y vacilantes y sus complicadas demandas con una delicada brutalidad que
provocaba la carcajada. Por Dios, pensó, ella no es mejor que yo mismo.
Tampoco perdonaba a sus subagentes. A Lara Bronzina la describía como
«la clase de poema espectral y melancólico que los alemanes de un cierto
nivel adoran». El hermano de Bronzina, Viktor Bronzin, actor en seriales
radiofónicos, tenía, según ella, «cabeza de león y corazón de periquito». Y de
Anton Krafic, el maestro de baile, escribía que «cada mañana estaba
sentenciado a vivir otro día». A Szara le resultó fácil imaginarlos —el
lánguido Krafic, Bronzin el leonino, la terriblemente sensible Bronzina—
maquinando fraudes cada vez más divertidos al amparo de la sociedad nazi.
Y Tscherova no ahorraba detalles. Durante un fin de semana pasado en un
castillo cercano al pueblo de Traunstein, entró en un cuarto de baño después
de medianoche y «descubrió a B [inicial de BREWER, Krafic] bebiendo
champaña en la bañera con Bruckmann, Hauptsturmführer de la SS, el cual
llevaba puesto un sombrero con velo y se había pintado los labios». Por el
cielo, ¿qué habrá hecho el Directorio de esto?, se preguntó Szara.
Cuando miró los archivos de salida, encontró la respuesta: Schau-Wehrli
había reprocesado el material para hacerlo digerible. Así, su cable referido a
la descripción de RAVEN sobre el divertido baño, decía solamente:
«BREWER informa que el Hauptsturmführer de la SS BRUCKMANN ha
sido visto hace poco de maniobras con su regimiento en un terreno pantanoso
de marismas cercano a los lagos Masurianos en Prusia Oriental». Otro
indicador, observó Szara, de la invasión de Polonia, donde se podían
encontrar terrenos semejantes.
Un archivo rico y provechoso.
Repasó todo hasta el final, y terminó su tarea la tarde del solsticio de
verano, el día en que se dice que el sol descansa. Agradable idea. Tenía algo
de ruso. Como si el universo se detuviera un momento para reflexionar y se

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tomara un día de asueto. Le pareció sentir el tiempo frenando su marcha: el
clima, luminoso y soleado, sin ningún propósito; el gorjeo, que se desvanece,
de un pájaro posado en el balcón vecino; Kranov, que codifica en su mesa y
tararea una melodía rusa; y desde la planta baja, el tintineo de la campanilla
sobre la puerta del tabac cada vez que la abría un cliente.
Entonces oyeron el zumbido de alarma situado al lado de la mesa de
Kranov; una señal de peligro que funcionaba cuando se apretaba un botón que
había debajo del mostrador del estanco. Unos minutos más tarde, una llamada
sonó en la puerta, al pie de la escalera, una puerta que había al fondo de la
tienda oculta por una cortina.
Szara, al igual que Kranov, no tenía la menor idea de lo qué debían hacer
en un caso así. Los dos se quedaron inmóviles, sentados como dos liebres
sorprendidas en un campo invernal. Estaban literalmente rodeados de material
acusatorio —archivos, informes, documentos robados, y el mismo
radiotelégrafo, con su antena sabiamente comunicada con el ático a través de
la inutilizada chimenea—. No había forma de librarse de todo aquello. Podían
correr escaleras abajo y escapar por la puerta trasera o saltar las tres plantas y
romperse los tobillos; sin embargo, no hicieron ninguna de las dos cosas. Eran
las tres y media de una luminosa tarde de verano y no había la más mínima
sombra que sirviera para ocultarlos.
Así, continuaron sentados, hasta que oyeron un segundo golpe en la
puerta, quizá algo más perentorio que el primero. A Szara no se le ocurrió
nada, entonces bajó la escalera y abrió la puerta. Allí había dos franceses,
esperando con ademanes corteses. Eran franceses de una cierta categoría:
vestían trajes veraniegos color canela de corte conservador, camisas de tejido
ligero y corbatas de seda que, aunque no eran el último grito, no estaban
pasadas de moda. Llevaban las alas de sus respectivos sombreros inclinadas
con el mismo ángulo. Szara se dio cuenta de que pensaba en ruso: ¡Dios mío,
los sombreros están aquí! Los dos hombres tenían la típica coloración que el
francés de mejor humor suele adquirir después de la comida; una ligera
mancha rosada en las mejillas certificaba que el asado había sido bueno y el
vino no demasiado malo. Se presentaron y entregaron sus tarjetas de visita.
Eran, decía en ellas, inspectores de incendios. Sólo querían echar una breve
ojeada, si no era demasiada molestia.
Inspectores de incendios no eran.
Pero Szara tuvo que seguirles el juego y les indicó que entraran. Mientras
subían hasta la tercera planta, Kranov había quitado la manta que cubría la
ventana y con ella había tapado la radio, con lo que la había convertido en una

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curiosa giba oscura sobre una vieja mesa, de la cual salía un cable que subía
por la pared y desaparecía por un agujero del techo camino del ático. El
mismo Kranov debía de estar en un armario o debajo de la cama de Odile, en
el apartamento de la segunda planta —uno de esos lugares inspirados que
siempre se encuentran en medio del pánico—; pero, de momento, estaba
invisible. Los franceses apenas miraron, no apartaron la manta, casi ni
hablaron.
—Tanto papel en una sala tan pequeña como ésta… Han de llevar cuidado
con sus cigarrillos. Quizá debieran tener un cubo de arena en un rincón —dijo
uno de ellos.
Con el dedo índice se tocaron el ala del sombrero y se marcharon. Szara,
con la camisa húmeda de sudor en las axilas, se dejó caer en una silla. De
alguna parte del piso de abajo le llegó el ruido de un batacazo y una
maldición: Kranov se esforzaba por salir del sitio en el que se había metido.
Una comedia, se dijo Szara a sí mismo, una comedia. Se presionó las sienes
con las palmas de las manos.
Kranov, entre jadeos y juramentos, tiró de la manta, la arrojó a un rincón y
envió a Goldman la señal de desastre. Durante las dos horas siguientes, se
cruzaron mensajes y Kranov se pasó todo el tiempo garabateando columnas
de cifras que codificaran las respuestas a las preguntas de Goldman. En
alguna parte, Szara estaba seguro de eso, los franceses tenían un receptor y
tomaban nota de todos los números que crujían a través del aire estival.
El intercambio de mensajes acabó; para entonces, Szara se dio cuenta de
que el juego no había terminado en realidad, de que la red no estaba destruida.
No del todo. Era evidente que habían sido advertidos, tal vez por el Deuxième
Bureau —el Servicio Secreto diplomático y militar—, utilizando agentes de la
Prefectura de Policía de París o de la Direction de la Surveillance du
Territoire, la DST, el equivalente francés del FBI estadounidense. La
advertencia tenía dos partes:
La primera era: Sabemos lo que ustedes están haciendo.
Esto no sorprendió a Szara una vez que tuvo el tiempo suficiente para
reflexionar sobre lo ocurrido. La Policía francesa ha insistido siempre, desde
que Fouché sirvió a Napoleón, en saber con exactitud lo que sucede en su
país, en su capital sobre todo. Que utilizaran para algo lo que sabían, era
cuestión muy diferente —podía haber decisiones políticas de por medio—,
pero eran escrupulosamente cuidadosos en seguir cuanto ocurría, barrio por
barrio, pueblo por pueblo. Por eso, que conocieran la existencia de OPAL no
constituía una gran sorpresa.

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Desde su punto de vista, no les hacía ningún daño que los rusos espiaran a
Alemania, el enemigo tradicional de Francia. Podían haber recibido con
creces su compensación por dejar las manos libres a OPAL, compensación
consistente en un refinado producto de espionaje. Siempre ha sido provechoso
hacer la vista gorda.
Pero la segunda parte de la advertencia era muy seria: Si lo que ustedes
intentan en realidad es convertirse en aliados de Alemania, podemos decidir
que sus días estén contados, porque semejante alianza dañaría los intereses de
Francia, y no vamos a permitir que eso suceda. En consecuencia, caballeros,
ahí tienen ustedes a un par de inspectores de incendios, y se los enviamos con
la mayor cortesía y consideración, que es lo que siempre se hace antes de que
el fuego verdadero comience.
Estamos seguros que ustedes sabrán comprenderlo.

La operación OTTER terminó en julio. Ya no sabrían más del doctor


Baumann. Así que el trueque de información a cambio de certificados de
emigración de aquel mes fue el último. La señal para una reunión que Szara
envió a De Montfried fue contestada de inmediato.
Arrancó a De Montfried de su casa de campo, en château cerca de Tours.
Vestía traje color crema, camisa azul pálido y una pequeña corbata de lazo.
Dejó con gran cuidado su sombrero de paja sobre la mesa de marquetería de
la biblioteca, cruzó las manos y miró a Szara expectante. Cuando éste le dijo
que la operación se había acabado, De Montfried se cubrió el rostro con las
manos, como si estuviera muy cansado. Permanecieron sentados mucho rato
sin decir palabra. Afuera reinaba la opresiva calma de una larga y vacía tarde
de verano.
Szara sintió piedad por él, pero no encontró palabras de consuelo. ¿Qué
decir en ocasiones como ésa? El hombre había descubierto que era menos
poderoso de lo que él había creído. A pesar de ello, Szara sabía que, para
De Montfried, la vida cambiaría poco. Continuaría dando la misma imagen
ante el mundo, rodeado de lujo, alternando en los círculos más altos de la
sociedad francesa; el altanero «Club Renaissance» seguiría siendo el lugar
donde, para su satisfacción personal, se conservaría una biblioteca dedicada al
ferrocarril. Desde luego era digno de envidia. Sólo casi al final de su vida
había conocido los límites de su poder. Consciente de ser un hombre rico e
importante, De Montfried había intentado influir en los acontecimientos
políticos y, aprovechando la experiencia de Szara en este terreno, había tenido

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éxito. Simplemente, no entendía lo bien que lo habían hecho. Simplemente,
no entendía que él se hubiera impuesto en un mundo donde la palabra victoria
suele escucharse en muy raras ocasiones.
Él y Szara, juntos, habían sido responsables de la distribución de mil
trescientos setenta y cinco certificados de emigración al Mandato de
Palestina. Como éstos cubrían a individuos y familiares, y eran tan valiosos,
dieron lugar a matrimonios y a adopciones, algunos de una sola noche, con lo
que las vidas salvadas alcanzarían quizá las tres mil. ¿Qué decía de eso?, se
preguntó Szara. Tú, maldito loco, tú que quieres salvar el mundo, ¿has
aprendido lo que cuesta salvar tres mil vidas? No, no podía decirle eso. Y de
haberlo hecho, se habría equivocado. El verdadero precio de aquellas vidas
tenía que ser pagado todavía, y resultaría mucho más alto, para Szara y para
otros, de lo que cualquiera de ellos se imaginara en aquel momento.
De Montfried dejó caer pesadamente sus manos sobre los brazos del sillón
y echó la cabeza hacia atrás con el rostro ensombrecido por el fracaso.
—Entonces, esto se ha acabado.
—Sí —dijo Szara.
—¿Se puede hacer algo? ¿Cualquier cosa?
—No.
Por supuesto que Szara lo había pensado. Aunque pensado no era la
palabra exacta: su mente había barajado infinidad de historias, había buscado
desesperadamente una solución, cualquiera. Pero sin ningún resultado.
Opinaba que Evans le dijo la verdad aquella tarde en el cine: que el
Servicio Secreto británico tenía medios para comprobar las cifras por otras
fuentes. Eso quería decir que no podía mentir así como así, ofreciendo cifras
que parecieran lógicas. Lo sabrían. No al principio; durante un mes o dos se
las arreglaría bien, y un mes o dos significaban otros trescientos cincuenta
certificados, setecientas vidas por lo menos. Y ese número de vidas bien valía
la pena de una mentira, Szara opinaba así. Pero era peor que eso.
Al principio, cuando se puso en contacto con los británicos, él creía que
sus cifras era falsas, que formaban parte de un plan del contraespionaje
alemán. No importaba. Pero, desde entonces el mundo había cambiado bajo
sus pies: Alemania iba a invadir Polonia, mientras que la Unión Soviética iba
a firmar un tratado que dejaba aislados al Reino Unido y a Francia. Las cifras
falsas que entregara ahora podrían ser la causa de varios acontecimientos:
desvirtuar los esfuerzos armamentísticos británicos de manera imprevisible,
ayudar a los nazis, costar miles de vidas, decenas de miles, en cuanto los

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bombarderos de la Luftwaffe despegaran. Y esas setecientas vidas se
perderían.
—¿Ha hablado ya con ellos? —preguntó De Montfried.
—Todavía no.
—¿Por qué no?
—Esperaba la posibilidad de que a usted y a mí, sentados aquí, se nos
ocurriera algo, o descubrir algo, tal vez encontrar otro camino, la posibilidad
de que usted pudiera prescindir de mí y tuviera otros recursos que yo
desconozco, quizás información de alguna clase que pudiera sustituir la mía.
De Montfried negó con la cabeza.
Hubo una larga pausa, ambos en silencio.
—¿Qué va a decirles? —preguntó De Montfried por fin.
—Que ha habido una interrupción en la fuente; que deseamos continuar
hasta que pongamos un nuevo sistema en funcionamiento.
—Y ¿aceptarán eso?
—No.
—¿Ni siquiera durante un mes?
—Ni siquiera eso. —Szara calló unos instantes—. Sé que resulta difícil de
entender, pero es como no tener dinero. Lenin aseguró que el grano era «la
divisa de las divisas». Eso lo decía en 1917. Para nosotros, y ahora, se puede
decir que el espionaje es la divisa de las divisas.
—Pero estoy seguro de que usted conoce otras cosas, muy interesantes.
—Para la gente con la que trabajo eso podría funcionar. Pero para lo que
pedimos a cambio, estoy seguro de la otra gente: el MI6 tuvo que luchar
mucho, y sólo la importancia de lo que nosotros ofrecíamos les permitió ganar
la batalla. No creo que vayan a empezar la guerra de nuevo por un material
distinto que yo pudiera ofrecerles. Estoy seguro. Si fuese de otra manera, de
verdad que lo intentaría.
Poco a poco, De Montfried comenzó a recuperar fuerzas para enfrentarse
con lo inevitable.
—Me resulta muy duro admitir el fracaso, pero eso es lo que ha ocurrido:
hemos fracasado.
—Nos hemos detenido, sí.
De Montfried se sacó del bolsillo interior de la chaqueta una cartera de
piel y una pluma estilográfica, quitó el capuchón de ésta y empezó a escribir
una serie de números de teléfono en el reverso de una tarjeta de negocios.
—Me localizará en alguno de éstos —dijo—. Casi nunca dejo de estar en
contacto con mi despacho (su número es el que ha estado utilizando hasta

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ahora) pero he añadido algunos más, donde se me pude localizar. Por lo
demás, dejémoslo como hasta ahora, simplemente diga Llama Monsieur B.
Daré instrucciones para que se me avise de inmediato. De día y de noche, en
cualquier momento. Todo cuanto poseo está a su disposición si lo necesita.
Szara se guardó la tarjeta en el bolsillo.
—Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Esperemos que sea lo mejor.
De Montfried asintió con expresión de tristeza. Szara se levantó y le
tendió la mano.
—Adiós.
—Sí —dijo De Montfried al tiempo que se levantaba para estrechar
aquella mano tendida—. Que tenga mucha suerte.
—Gracias —contestó Szara.
Esa misma tarde, la tarjeta fue a reunirse con el dinero y el pasaporte de
Jean Bonotte.

La operación OTTER terminó de pronto, y de mala manera.


Odile debió de haber activado una señal de emergencia desde Berlín,
porque Goldman convocó una reunión especial, que tendría lugar en cuanto
ella descendiera del tren. A Szara y a Schau-Wehrli se les dijo que fueran a
Arion, en Bélgica, un pueblo con minas de hierro al lado de la frontera
luxemburguesa, a pocos kilómetros de la ciudad francesa de Longwy. Hacía
calor y todo estaba sucio en Arion. El humo producido por el carbón de los
hornos cubría las calles con una capa de hollín; la puesta de sol era oscura, de
un anaranjado triste, y el aire nocturno tenía una quietud mortal. La reunión se
celebró en una vivienda obrera, cerca del centro del pueblo; el hogar de un
agente del Partido, un minero al que se le pidió que fuese a pasar la noche con
unos familiares. Una vez los postigos cerrados se sentaron en la exigua sala,
envueltos en los olores de la ropa sudada y la comida hervida.
Odile estaba excitada, su rostro tenía una palidez desacostumbrada, pero
no le faltaba su proverbial determinación. Cinco minutos antes se había
bajado de un tren local procedente de la frontera alemana. Goldman estaba
allí con otro hombre al que Szara no conocía, un ruso bajo y fuerte, de edad
mediana, con el cabello rubio ondulado y unas gafas de cristales tan gruesos
que distorsionaban sus ojos. Al principio Szara pensó que era asmático: su
respiración les llegaba como un ronquido audible. Una vez sentados, Szara
advirtió que el hombre lo estaba mirando y mantuvo su mirada, pero el otro
no desvió la suya. Se puso un cigarrillo entre los labios, rascó la cabeza de

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una cerilla con la uña del pulgar y encendió el cigarrillo con la llamarada.
Sólo entonces desvió el rostro hacia Odile. Mientras sacudía la cerilla para
apagarla, Szara observó que llevaba un reloj grande de oro en la muñeca.
Cuando Szara y Schau-Wehrli llegaron, Odile había contado ya su historia
a Goldman y a su acompañante y había entregado el mensaje de Baumann.
Goldman se lo pasó a Szara.
—Échele un vistazo.
Szara cogió la tira de papel, pasó por encima de la serie de números y
descifró una breve frase al final del papel: Debe usted saber que los rumores
de un próximo acercamiento entre Alemania y la Unión Soviética han
producido indignación en miembros de la clase diplomática y militar.
—¿Cuál es tu opinión? —preguntó Goldman.
—¿Mi opinión? —repitió Szara—. Parece como si tratara de darnos
información adicional. Se lo hemos estado pidiendo durante meses. ¿Existen
tales rumores?
—Quizás. Entre la clase de gente que menciona, podrían ser algo más que
rumores —contestó Goldman—. Pero ¿cómo puede saberlo Baumann?, ¿con
quién habla?
—Lo ignoro —respondió Szara.
—Por favor —dijo Goldman volviéndose a Odile—, cuéntenos de nuevo
lo ocurrido.
—Siempre limpio el buzón por la mañana temprano —empezó Odile—,
cuando las criadas llegan para trabajar a la vecindad. Fui hasta el muro por el
bosquecillo; después de asegurarme de que no me vigilaban, pasé la mano por
encima del muro y busqué hasta que di con la piedra suelta, luego saqué el
papel y me lo guardé en el bolsillo del impermeable. Como no había ningún
mensaje de la red me fui al poste de teléfonos para girar el clavo torcido y,
así, dar el acuse de recibo. Me habría alejado unos diez pasos cuando una
mujer salió de entre los árboles. Tendría unos cincuenta años, llevaba un
vestido casero y parecía muy excitada y nerviosa. «Lo han cogido», me dijo
en alemán. Hice como si no supiera de qué me hablaba. «Está en un campo,
en Sachsenhausen —prosiguió— y sus amigos no pueden ayudarlo». La miré
y eché a correr. «Dígales que tienen que ayudarle», oí que decía a mis
espaldas. Caminé muy de prisa, pero ella me siguió; luego se detuvo y
desapareció entre los árboles. No vi cómo lo hizo, pero cuando unos segundos
después miré por encima de mi hombro, ya no estaba. Oí el ladrido de un
perro, un perro pequeño, en alguna parte del bosque. Me fui hasta la estación
del Ringbahn, en Hohenzollem-Damm, me metí en el lavabo público y allí

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escondí el mensaje en mi hombrera. Una hora más tarde salí de Berlín en un
tren de cercanías. No vi en el tren a nadie que me pareciera extraño, ni me
sucedió nada fuera de lo normal.
—¿Amigos? —se extrañó Schau-Wehrli—, ¿que sus amigos no pueden
ayudarle?, ¿se refería a la comunidad judía?, ¿a los abogados?, ¿a quiénes?
—O a socios de su trabajo —intervino Szara en voz baja—. Gente de
empresas alemanas con los que tenía tratos…
—Lo importante es —lo interrumpió Goldman— si ha sido arrestado
como judío. O como espía.
—Si lo hubiesen cogido en su labor de espionaje, también se hubieran
llevado a Odile —intervino Schau-Wehrli—. Y estaría en manos de la
Gestapo, lo cual significa el edificio Columbia, no en el campo de
Sachsenhausen.
—Quizá —dudó Goldman—. Es difícil saberlo.
—¿Se le puede ayudar? —preguntó Szara.
—Eso es cosa del Directorio, pero sí, ya se ha hecho antes. De momento,
los agentes de Berlín intentarán ponerse en contacto con él en el campo para
que sepa que estamos enterados de lo ocurrido, y que vamos a sacarlo de allí.
Hemos de ayudarle a que resista el interrogatorio. ¿Crees que podrá?
Szara tuvo la sensación de que la vida de Baumann dependía de su
respuesta.
—Si hay alguien que pueda resistirlo, es él. En el aspecto psicológico es
un hombre fuerte. Físicamente…, ahí la cosa cambia. Si cada interrogatorio
dura mucho, puede morir en uno de ellos.
Goldman hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Hubo algo durante tu entrevista con él en Berlín que explique lo de
«las clases diplomáticas y militares» o la referencia de su esposa a los
«amigos»? ¿Son, quizás, unos y otros los mismos?
—Podría ser —mintió Szara—, pero no puedo decirlo.
—¿Es ésa tu respuesta? —preguntó el hombre de las gafas.
Szara lo miró de frente. Los ojos detrás de las gafas eran acuosos y sin
vida.
—Mi respuesta es no. Nada me dijo que pueda explicar ninguna de las dos
cosas.

Cuando regresaron a París en una serie de trenes de cercanías, tuvieron


que hacerlo en compartimientos separados. Eso dio tiempo a Szara para

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reflexionar mientras los sombríos pueblos del nordeste de Francia pasaban
por la ventanilla.
Se sintió viejo. Era otra vez el asunto con Nadia Tscherova, aunque peor.
Se sentía atormentado por lo ocurrido con Baumann, y por su participación en
la destrucción de aquel hombre, aun cuando lo visto en la Kristallnacht
justificaba con creces lo que habían hecho juntos. Un sacrificio de guerra.
Una posición de ametralladora que se ha dejado aislada para retrasar el
avance enemigo por la carretera mientras la retaguardia se retira. Todo eso
está muy bien, hasta que te das cuenta de que el hombre de la ametralladora
eres tú. Pensó, sin avergonzarse por ello, que quizá fuera mejor que Baumann
muriera. Una muerte serena. Misericordiosa. Pero su instinto le dijo que eso
no sucedería. Baumann estaría aterrorizado, exhausto, hundido y humillado,
pero seguía siendo fuerte. Aquel viejo gran hombre tenía el alma templada.
Era natural que el tratado germano-soviético lo explicara todo. Desde el
principio, el Servicio de Inteligencia de Von Polanyi, se había hecho cargo en
el Ministerio de Exteriores alemán, del acercamiento al apparat soviético: se
había abierto un canal de comunicaciones. Quizá las cifras de producción de
Baumann eran intercambiadas por información procedente del otro lado, pero
por otro camino completamente diferente. En este mismo momento, especuló,
se estaba diciendo a un ruso en Leningrado que interrumpiera sus contactos
con cierto capitán de un transbordador finlandés. Así se hacían las cosas, se
acordaban y se mantenían. Te tendremos informado acerca de nuestra
producción de bombarderos, le dijeron a alguien en 1937. En secreto, por
medio del espionaje, porque nuestros países y nuestros líderes, Hitler y Stalin,
a los ojos del mundo, se detestan. En las cuestiones oficiales somos enemigos
mortales, pero en provecho mutuo debemos mantener ciertos entendimientos.
De esa manera, razonaba Szara, los británicos confirman las cifras de
Baumann, porque él no estaba controlado por el contraespionaje nazi, la
oficina de Schellenberg, en el Referat VI C.
Al cabo de un mes se revelaría al mundo el pacto entre Hitler y Stalin. Por
eso habían cancelado la operación Baumann ya que, a partir de ese momento,
no era necesario la comunicación por esa vía. Esas cifras viajarían por télex
de un Ministerio de Exteriores a otro Ministerio de Exteriores. Entretanto,
alguien —no Von Polanyi, según lo que Frau Baumann había dicho a Odile—
había decidido arrojar a Baumann al Sachsenhausen. Su manera de dar las
gracias, eso era evidente.
No, se dijo Szara para sus adentros, no puedes pensar de esa manera. Los
alemanes hacen las cosas por alguna razón. Quizás era su forma de decir

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ahora sal de Alemania, judío. He aquí un pequeño sabor desagradable que te
ayudará a recordar que has de tener la boca cerrada.
Quizá, siguió pensando, sólo quizá. Algo de lo dicho por Goldman sobre
Sachsenhausen era esperanzador, como si pudiesen conseguir sacar a
Baumann de allí y él lo supiera ya.
¡Oh, pero cuánto sabe ese pequeño hijo de puta tan listo! Ha estado
olisqueando alrededor de la verdad. Que los «amigos» y los «diplomáticos»
eran una misma persona, y que el «usted» significaba Szara y nadie más.
¿Que era lo que Baumann había intentado en realidad? Eso requería tiempo
para pensarlo, pero había una pepita de oro enterrada entre esas palabras, algo
que quería dar a Szara, un regalo a su agente encargado del caso. ¿Por qué?
Porque conocía a Szara, y, a pesar de las incesantes órdenes y los apremiantes
requerimientos para que obtuviera más información —requerimientos
desatendidos, órdenes ignoradas—, Szara no lo había abandonado ni tampoco
traicionado. Ahora decía: Por favor ayúdame, y yo te ayudaré.
Además, el otro, el de las gafas, ¿quién era?
¡Oh, Rusia, qué extraños hijos tienes!, se dijo a sí mismo.
Y ahora tenía que seguir las órdenes de Goldman, las recibidas un mes
antes en Bruselas, y repetidas al salir de Arion: escribe algo. Tenía que ir a
casa y ponerse a la tarea. De todo aquello que no quería hacer, ésa estaba casi
al comienzo de la lista. En estos días turbulentos, las personas de buena
voluntad deben de estar haciéndose algunas preguntas difíciles. Cierre la
ventana, deje fuera el ruido de las multitudes desfilando por las calles y
encárese, sin rodeos y sin emoción, con el problema: ¿Cuál puede ser el
futuro del socialismo en el mundo de hoy? ¿Cómo sobreviviría mejor?
En una fiesta celebrada en casa de un intelectual había conocido a un
editor. ¿Cómo se llamaba? Un gallito de pelea subido en lo alto de su pequeña
revista como en un gallinero. «Ven a verme, André Aronovich», le había
dicho con tono suave. ¿Cómo es que tú, impertinente pegajoso, pensó Szara
entonces, te crees tan listo que te diriges a mí tuteándome? Ah, pero mira por
dónde, aquí llega el destino para darte una patadita en el trasero, y el gallito
va a tener lo que quería, una buena ración de maíz en su corral. ¿Iban a pagar
a Szara por eso? ¡Ja! Quizás un pobre almuerzo: «Yo siempre pido el especial
del día, André Aronovich, te lo recomiendo». ¿Sí? Bien, me parece que yo
comeré el pavo en salsa dorada.
Lo mejor era estar preparado, pensó. Ya había recogido su maletín en la
tienda del húngaro del distrito séptimo y esperaba su orden de ponerse en
camino de un día para otro. ¿Adónde lo enviarían?, se preguntó.

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Se despertó como en un sueño. Por un momento no estaba en ninguna
parte, extraviado en algún lugar que no conocía; pero, como en un sueño, eso
no importaba, no había nada que temer. Estaba echado encima de su
impermeable, en el desván de un granero. Hasta él subía el olor dulce del
heno recién cortado. Muy por encima de su cabeza vio el techo del granero,
plateado y suavizado por el tiempo, con la luz incipiente apenas brillando
entre las rendijas donde las tablas se habían separado. Se sentó y se encontró
de cara a una gran ventana abierta —como eran en estos casos, dispuesta para
desde los carros descargar el heno con las horcas dentro del desván—. Se
arrastró para mirar afuera y vio que hacía poco que había amanecido: un rayo
de sol cruzaba el campo segado, y dejaba ver los jirones de niebla que
ascendían desde el suelo. Junto al camino de arena apisonada se erguía un
majestuoso roble; sus hojas emitían un suave susurro movidas por ese ligero
viento que siempre se levanta con las primeras luces.
Había tres hombres en el camino. Hombres de sueño. Llevaban zapatos y
polainas negros, largos abrigos negros y sombreros de anchas alas negros. Los
tres con barba y largos mechones rizados bajo las alas del sombrero. Debían
de ser hasidim, de camino a la shul. Sus rostros eran blancos como el yeso.
Uno de ellos se volvió y lo miró, sin curiosidad ni provocación, una mirada
que reparaba en que un hombre estaba asomado a la ventana del granero;
luego enderezó el gesto y se alejó por el camino. No hacían ruido al caminar
y, por fin, como espíritus albinegros de un sueño, se desvanecieron.
Polonia.
Su mente volvió poco a poco a la realidad. El día anterior, cuando quiso
recordarlo, le vino roto en imágenes fragmentadas y borrosas del viaje. Había
volado hasta un campo de aviación, cerca de Varsovia, en un aeroplano de
ocho plazas, que rebotó en una superficie de alquitrán rugosa al aterrizar.
Había espesos bosques en tres de los cuatro lados del campo, y se maravilló
de que aquello fuera el aeropuerto principal de la ciudad. Durante todo el día
estuvo sin saber con certeza dónde se hallaba. Tomó un taxi. Un tren…, no
dos trenes. Todo un paseo en carro en un día caluroso. Un perro que gruñía
con un sonido profundo de su garganta sin dejar de mover el rabo al mismo
tiempo. El encuentro con un buhonero en un camino. La creciente sensación
de que nunca llegaría a ningún sitio a tiempo para nada, de que estaba donde
estaba, de que los viajeros duermen en los graneros. Una mujer anciana, con
un pañuelo alrededor del arrugado rostro, le dio la bienvenida. Luego hubo un

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ratón, la luna, los lentos y flotantes sueños de cuando uno duerme en un lugar
desconocido.
Se apoyó en la gastada madera del marco de la ventana y contempló cómo
se abría el día. Todavía quedaba un cuarto de luna, blanca sobre el sombrío
azul del cielo matinal. Un mar de nubes tormentosas se movía hacia el Este
con los bordes teñidos de rojo por el sol naciente. Mientras miraba, la luz
rompía aquí y allí entre las nubes; un pino apareció en el horizonte, y un
campo de centeno se vistió de verde. Podía recordar esa luz espectral y
cambiante, el húmedo olor de la tierra al amanecer, el graznido de los grajos
mientras volaban siguiendo la curva del ribazo. Ya había vivido una vez en
esa parte del mundo, hacía mucho tiempo, y en ocasiones había contemplado
mañanas parecidas, cuando era un niño que despertaba antes que nadie para
no perderse ni uno sólo de esos milagros. Se vio a sí mismo, arrodillado en
una cama, delante de una ventana, con una manta sobre los hombros. Vio el
sol remontando una colina en una mañana al final del verano.
—Eh, el de arriba, pan[16], ¿todavía está dormido?
Asomó la cabeza por la ventana y miró hacia abajo. Una anciana lo
llamaba desde el patio. Se mantenía derecha con la ayuda de un bastón, como
una pequeña y bien asentada pirámide, con abrigos y chaquetas por arriba y
anchas faldas por debajo. Los perros de la mujer, uno grande de capa marrón
y otro pequeño, blanco y negro, permanecían a su lado y, como ella, lo
miraban con las cabezas levantadas.
—Véngase a la casa. Le daré un café. —Se volvió cojeando, sin esperar
respuesta. Los perros retozaron a su alrededor, olisquearon los arbustos,
levantaron una pata, y se desperezaron, apretando la tierra con las patas
delanteras extendidas.
Camino de la casa, Szara vio que la mujer había dejado dos cubos grandes
de madera junto al pozo y, como cualquier vagabundo que no merece el pan
que se come, comprendió que ella quería que le llevara el agua adentro.
Primero se quitó su camisa de París, maniobró el mango de la chirriante
bomba y se lavó con borbotones de agua helada que caían al canalón.
Tiritando con el aire del amanecer se frotó con la camisa para secarse, luego
se la puso de nuevo y con los dedos se peinó hacia atrás el húmedo cabello.
Cuando se enjuagó la boca, el agua tan fría hizo que los dientes le dolieran.
Después llenó los cubos y entró tambaleándose en la cocina, resuelto a no
derramar ni una gota de agua en el suelo. La casa era un viejo edificio de
piedra, techo bajo, una estufa de barro cocido, cerca de la pared, y en ésta, un

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gran crucifijo y ventanas con cristales. El olor del café era intenso en el aire
cerrado de la cocina.
Se lo sirvió en una taza de porcelana china —parecía ser que ya no
quedaban platos— que debía de tener más de cien años.
—Gracias, matrushka —dijo y bebió un primer sorbo—. El café es muy
bueno.
—Siempre lo tomo. Cada mañana. —La anciana lo dijo con orgullo—.
Excepto cuando hay guerras. Entonces no se consigue, ni por todo el dinero
del mundo. Por lo menos en estos alrededores.
—¿Dónde estoy?
—¿Dónde está usted? ¡Toma, en Podalki!, ¿dónde iba a estar? —cloqueó.
Sacudió la cabeza ante tal pregunta y luego se acercó a la estufa. Con la
falda agarrada para protegerse las manos, retiró una sartén de pan del horno y
la puso al lado de la taza de café de Szara. Luego se fue a la despensa y volvió
con un cuenco de queso blanco cubierto con un paño. Le puso un cuchillo y
un plato delante, y se retiró al lado de la estufa mientras él comía. Szara
hubiera querido pedirle que se sentara a su lado, pero sabía que eso ofendería
su sentido de la propiedad. Ella comería cuando él hubiese terminado.
Partió una humeante rebanada de pan y la cubrió con queso blanco.
—Oh, qué bueno está esto —alabó Szara.
—Tiene que caminar hasta la ciudad —dijo ella—. Hasta Czestochowa.
—No, voy a Lvov.
—¡Lvov!
—Así es.
—Santa Madre de Dios, Lvov. ¡Eso está muy lejos de aquí! —exclamó
horrorizada por la distancia que Szara tenía que recorrer—. Es un lugar de
Ucrania, ¿lo sabía?
—Sí.
—Dicen que está en Polonia, pero yo no lo creo. Ha de ir con cuidado con
su dinero por aquellos sitios.
—¿Ha estado usted allí, matrushka?
—Quién, ¿yo? —La idea le provocó risa—. No. Los de Podalki no vamos
por allí.
Cuando hubo terminado con el desayuno puso unos pocos zloty bajo el
borde del plato. De vuelta al desván del granero, desplegó el mapa sobre el
heno, pero no pudo encontrar Podalki. Uno de los hombres de la «Tass» en
París, que había viajado con él en el aeroplano, disponía de un mapa mucho
más detallado, pero se separaron al llegar a la estación de ferrocarril en

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Varsovia. No le costó ningún trabajo encontrar la Czestochowa. Si ésa era la
ciudad algo importante más próxima, había debido de cruzar el río Warta el
día anterior, aunque el hombre que llevaba el carro lo había llamado de otra
forma y no era más que una ancha y lenta corriente de agua, poco profunda al
final del verano. El hombre lo había llevado por un pequeño sendero, y Szara
cruzó el río en el transbordador de un viejo judío con un parche en un ojo.
Tenía una balsa y un mecanismo de tracción con un cable del que tiraba hasta
alcanzar la otra orilla. El barquero le dijo que, con paciencia y suerte, el
sendero acabaría por llevarlo a Cracovia.
—Desde allí puede ir a donde quiera —le dijo el hombre mientras se
guardaba en el bolsillo la exigua tarifa y se encogía de hombros, como si se
preguntara por qué alguien se molestaba en ir hasta allí.
Szara plegó el mapa, lo devolvió al maletín, se puso el sombrero de fieltro
y se colgó la chaqueta del hombro. Cuando abandonaba el granero, la anciana
y sus perros sacaban la vaca a pastar. Le dio las gracias de nuevo, ella le
deseó un viaje seguro y le hizo la señal de la cruz para que lo protegiera en su
jornada. Después, él empezó a descender el estrecho y arenoso camino que lo
conduciría a Podalki.
Tardó veinte minutos en llegar. No había gran cosa. Unas pocas casas de
madera dispersas a los dos lados de una calle polvorienta, un hombre con el
cráneo afeitado y bigote de Caballería, con las mangas arremangadas por el
calor del día y los pulgares asidos a los tirantes, apoyado en el dintel de la
entrada de lo que Szara tomó por la tienda del pueblo. Había un pequeño
ghetto judío al otro lado de Podalki: mujeres con pelucas, un hasid con la
yalmurke[17] prendida del cabello cortaba leña en el patio de su casa, niños
pálidos de cabello rizado que lo miraban con ojos vivaces, de reojo, mientras
pasaba. Luego, Podalki desapareció y otra vez se encontró solo en la vasta
estepa polaca, en medio de campos infinitos que alcanzaban hasta los bosques
del horizonte.
Anduvo y anduvo, el calor del sol cada vez era más fuerte, el maletín, más
pesado; empezó a sudar. Los campos a ambos lados del sendero estaban
vivos; los insectos zumbaban, el oscuro musgo de la tierra desprendía un
cierto olor, a podrido y a renuevo, dulce y rancio al mismo tiempo. De vez en
cuando, un grupo aislado de abedules blancos surgía al lado de un arroyo, con
sus delicadas hojas parpadeando al menor soplo del viento. Desde esa
perspectiva, su vida en la ciudad le pareció frenética y absurda. Lo acuciante
del trabajo y la irritante ansiedad del mismo parecían artificiosas. Era
increíble que se tomara tantas molestias por algo tan sin sentido, códigos y

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papeles, intercambio de paquetes en los cines, quién había comido con quién
en un hotel de Berlín… ¡Qué locura! Giraban a su alrededor como el niño con
los ojos vendados de un juego infantil. A principios de agosto, alguien había
irrumpido en una lavandería en seco de las afueras de París y había robado los
uniformes de los agregados militares polacos. Se armó un gran alboroto:
reuniones, mensajes por radio, preguntas sin respuestas, respuestas sin
preguntas.
Pero eso no fue nada comparado con lo que vino unos días después, el 23
de agosto, cuando se anunció el pacto entre Hitler y Stalin. El infierno era
poco para castigar aquello. Llantos, gemidos y rechinar de dientes. Todo
ocurrió como Goldman lo había anticipado, los idealistas se retorcieron las
manos y se golpearon el pecho. Muchos quedaron literalmente aturdidos;
recorrían las calles de París y hacían dolidas y solemnes declaraciones: «He
decidido romper con el Partido». Incluso hubo suicidios. ¿De qué se creían
que iba el juego?, ¿de filosofía?
Oyó el crujido de ruedas de un carro tras él y el «clop-clop» de los cascos.
El carro, conducido por un joven, llevaba una gran montaña de heno. Szara se
apartó a un lado del sendero para dejarle paso, andando entre los surcos del
borde de un campo.
—Buenos días, pan —saludó el muchacho al pasar.
Szara le devolvió el saludo. La tufarada del caballo le llegó envuelta en el
aire cálido del día.
—Bonito día tenemos —dijo el muchacho—. ¿Quiere que lo lleve un
rato?
El carro no frenó del todo, pero Szara tomó impulso y se aupó al borde de
madera, junto al conductor. El caballo aflojó la marcha perceptiblemente.
—Ah, Gniady, no me hagas esto —dijo el muchacho, chasqueó la lengua
y sacudió las riendas.
Avanzaron durante un rato en silencio; luego apareció un sendero de dos
rodadas entre los cultivos y el muchacho tiró de la rienda izquierda para
desviar al caballo. Szara dio las gracias al chico y descendió del carro. A
caminar otra vez, se dijo. Ahora me toca a mí. De tanto en tanto, veía
hombres y mujeres que trabajaban en los campos. La cosecha acababa de
empezar y por cualquier sitio aparecía el reflejo luminoso de las hoces. Las
mujeres trabajaban con las faldas recogidas en la cintura, destacando sus
blancas piernas desnudas sobre los tallos de trigo o centeno.
Szara sabía que alguien se iba a enfadar mucho por haber desaparecido así
de su vista, peor para él. ¡Que se vayan al diablo y rabien en el infierno!

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Estaba harto de amenazas. Había despertado a la realidad y, en cuanto a ellos,
ya podían arreglárselas lo mejor que pudieran para seguir con su mundo
soñado. Por encima de su cabeza, el cielo se extendía hasta el universo, el
azul de la mañana fue palideciendo y enturbiándose a medida que el día
avanzaba. Muy hacia el sur apareció la chata y oscura forma de una hilera de
montañas, con un penacho de nubes rozándola, un anuncio de tormenta para
la húmeda noche que se avecinaba. Esto era lo que existía: la estepa, el
inmenso cielo, el trigo, la arena apisonada del sendero. Durante un momento
fue parte de todo aquello, formó parte de la Naturaleza, no más, no menos. Ni
siquiera sabía qué día era. Había salido de París el 30 de agosto, aunque para
sus cuentas fue el 29, cuando tomó el taxi para ir al aeropuerto de Le Bourget
porque eran las tres de la madrugada, todavía «noche avanzada». El largo día
que vagó por el este de Polonia había sido, de hecho, el 30. Marcaba el final
del verano.
Ya sabía que éste, en realidad continuaría todavía durante algún tiempo,
hasta bien entrado setiembre, cuando la cosecha ocupara a casi todo el mundo
en el campo, cuando la gente dormía en el surco para poder empezar a
trabajar al alba. Por las noches se sentaban en corro y hablaban en voz baja,
incluso hacían un pequeño fuego si tenían ya un terreno segado, y las parejas
se perdían en las sombras para amarse. Pero para él, el verano había
terminado su curso. Tenía el sentido del tiempo adquirido en su infancia,
cuando iba a la escuela, y el final de agosto era el final de la libertad; igual
que había ocurrido en su niñez, suponía que aquello seguía siendo lo mismo.
Qué raro, pensaba, que se sintiera libre con el verano acabado. 31 de agosto
de 1939, ésa era la fecha oficial. La comprobó una vez más para asegurarse.
Sí, ésa era la fecha. Mañana, quizá, volvería a ser «él mismo», con su
personalidad oficial, el periodista André Szara que viaja en tren, escribe cosas
y hace lo que todos esperan que haga.
Pero, de momento, era un viajero solitario en el estrecho camino que iba a
Czestochowa, y disfrutaba de la libertad perfecta del último día del verano.

Llegó a Czestochowa a última hora de la tarde, gracias al trayecto hecho


en un antiguo vehículo que transportaba pepinos para los mercados de la
ciudad. Tomó un tranvía que lo dejó en la estación del ferrocarril y allí
compró un billete para Cracovia, donde podría tomar otro tren hasta Lvov.
—Lo llamamos el tren de la medianoche de Lvov —le explicó el digno
empleado de taquilla—. También decimos, sin embargo, que el amanecer en

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la ciudad de Lvov es muy bello.
Szara sonrió al apreciar la característica ironía polaca que llevaba el
comentario. Las dos ciudades estaban separadas por más de trescientos
kilómetros. Con aquello quería significar que no esperaba que el tren saliera
puntual de Cracovia, que la locomotora era muy lenta o las dos cosas a la vez.
En el restaurante del otro lado de la calle, frente a la estación, se preparó
para el viaje; comió sopa fría de remolacha, pan de centeno con mantequilla
dulce, un filete de buey hervido, una guarnición de rábanos picantes que
hacían saltar las lágrimas y varios vasos de té. Tenía el cuerpo dolorido de
haber dormido en el desván del granero y de los kilómetros recorridos a pie
por el fino polvo del camino. Pero la cena lo reconfortó, y dormitó en el
compartimiento de primera clase hasta poco después de las ocho, hora en que
el tren de las 6.40 para Cracovia salió traqueteando de la estación. La noche
cayó rápidamente sobre el campo de Czestochowa y al sur, en la línea del
horizonte, vio los destellos del cielo iluminado por los relámpagos de una
gran tormenta, y contó hasta tres y cuatro rayos seguidos. Dos horas más tarde
estaban en Cracovia.
Había pasado mucho tiempo desde que fue estudiante en su Universidad,
pero prefirió permanecer en la estación hasta que el «tren de medianoche de
Lvov» saliera. El empleado de la taquilla de Czestochowa había dicho la
verdad, el tren salió con mucho retraso; algunos de los compañeros de
compartimiento lo abordaron después de las dos de la madrugada. Vio pasar
las calles de Cracovia iluminadas por farolas de gas, el cementerio Zydowsky,
el puente del ferrocarril sobre el Vístula; después dormitó una vez más hasta
que los comentarios de los otros pasajeros lo despertaron. Al parecer, el tren
había tomado una vía secundaria y los viajeros trataban de ver lo que ocurría
a través de la ventanilla; luego, de repente, hubo un frenazo. Aquella parada
no le pareció normal. Se oyeron gruñidos furiosos y algunos, para enterarse
de lo que pasaba, bajaron el cristal de la ventanilla tratando de ver a través de
la oscuridad. Un hombre, con el uniforme de los ferrocarriles, se acercaba por
las vías con un farol en la mano; los pasajeros lo llamaron y le preguntaron
que qué ocurría, pero no les hizo caso. El compartimiento estaba a oscuras;
Szara encendió un cigarrillo, se reclinó en el mullido respaldo del asiento y se
dispuso a esperar. Otros pasajeros siguieron su ejemplo. Oyó el crujido de
papel de periódico cuando alguien desenvolvió un bocadillo y el murmullo de
una joven pareja. También el sonido de un violín desde un vagón de tercera
clase. Minutos más tarde, un tren del Ejército, que avanzaba con gran lentitud
pasó por la vía de al lado. Pudo ver a los soldados asomados a las ventanillas

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y de pie en los pasillos; algunos iban sentados en los estribos de las puertas,
balanceando las piernas. Szara vio los puntos brillantes de los cigarrillos
encendidos.
—Van al norte —dijo una mujer sentada frente a él—. Lejos de la
frontera. Quizá se haya arreglado la crisis con Hitler.
Un hombre sentados junto a ella encendió una cerilla para iluminar la
primera página del periódico de la noche.
—Tiros en Danzig, ¿lo ve? Yo diría que se dirigen hacia allí.
El revisor apareció en el pasillo y abrió la puerta del compartimiento.
—Señoras y caballeros, me temo que he de rogarles que bajen del tren.
Por favor.
Este aviso fue recibido con gran indignación.
—Ya, ya —dijo el hombre en tono comprensivo—, pero ¿qué quieren que
haga? Les diría las causas si las supiera. Estoy seguro de que todo se arreglará
en seguida.
Tenía un bigote caído y unos ojos dolientes que le daban la apariencia de
un perro spaniel. Se fue al siguiente compartimiento y un joven lo siguió.
—¿Llevamos el equipaje?
—¿Para qué? —dijo, pero se corrigió de inmediato—. O quizá sí. No
estoy seguro; lo dejo a su criterio, mis buenos señores.
Szara bajó su maleta de la red sobre la ventanilla y ayudó a los demás
pasajeros a bajar el equipaje.
—Le diré… —empezó el pasajero del periódico en tono forzado, pero
luego pareció que no tenía nada que decir. El tren se fue vaciando poco a
poco; los pasajeros, medio dormidos, tuvieron que saltar a un terraplén de
hierbas y quedarse cerca del borde de un terreno cubierto de maleza.
—Y ¿ahora qué? —dijo Szara al hombre del periódico.
—Le aseguro que no lo sé. —Hizo una ligera reverencia y extendió su
mano—. Goletzky. Negocio de jabones.
—Szara. Periodista.
—Vaya. Usted tiene que saber lo que está ocurriendo.
—En absoluto —replicó Szara.
—¿Escribe en los periódicos de Cracovia?
—No. He estado en París los últimos meses.
—Qué suerte. Yo ya me daría con un canto en los dientes si pudiese ir a
Varsovia una vez al año. Lo normal es que me mueva por las provincias del
sur. Jabones perfumados para la gente rica, pastillas amarillas pasadas de

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moda para los campesinos, la fórmula especial del doctor Grudzen para las
jovencitas, y poco más. Eso es lo vendo.
—¿Qué cree que harán con nosotros? —preguntó Szara. Miró su reloj—.
Son más de las cuatro. —Miró hacia el este y vio un pálido resplandor en el
horizonte. Bostezó.
En la parte delantera, la locomotora desprendió un largo siseo de vapor y
luego se oyó el lento movimiento de los pistones al ponerse en marcha.
—¡Oh, no! ¡Se va! —El grito salió de todas las gargantas. Algunos
pasajeros empezaron a saltar dentro de los vagones, hasta que se dieron
cuenta de que el tren permanecía quieto, que sólo la locomotora era la que se
marchaba.
—Vaya, hay que decir que esto está pero que muy bien —dijo Goletzky
con enfado—. Han desenganchado la máquina y nos dejan aquí, en la
oscuridad, entre Cracovia y Dios sabe dónde.
Los pasajeros se dieron cuenta de que la cosa iba para largo y se sentaron
cabizbajos sobre las maletas, en espera de que alguien de la compañía de
ferrocarriles se acordara de ellos. Quince minutos después, la locomotora
reapareció —tenían la palabra del revisor de que era la misma—, pero
arrastraba el tren militar en dirección opuesta. El maquinista saludó con la
gorra, como un gesto compasivo o como una señal secreta, conocida sólo por
los de su profesión; los soldados iban cantando con voces que resonaban
nítidas en el aire de la madrugada. Por último reculando ignominiosamente
apareció la máquina que originalmente arrastrara el tren militar.
—O sea, que lo que nos tiene aquí parados son las maniobras del Ejército
—comentó Goletzky.
A Szara no le gustó nada aquello, mas no puso el porqué. Desechó el
sentimiento de irritación que surge del cansancio. Algunos de los pasajeros
volvieron a sus asientos en los vagones. El revisor hizo un último intento para
disuadirlos.
—En realidad, señoras y caballeros… —dijo, mientras sacudía la cabeza
ante tanta anarquía.
Otros permanecieron afuera y quisieron convertir lo ocurrido en una
fiesta. Alguien consiguió encender y mantener un fuego, y el olor a ajo de las
salchichas asadas llenó el ambiente. Varios se agruparon alrededor del
violinista. Y otros más se aventuraron por los campos en busca de intimidad,
o para aprovechar la oportunidad de ver el paisaje.
El ronroneo de un aeroplano atrajo la atención de todos. Volaba en la
oscuridad, no podían verlo, quizá hacía círculos. De pronto, el ruido del motor

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se oyó mucho más fuerte, y el chirrido mecánico alcanzó lo alto de la escala y
aumentó en un instante.
—¡Se va a estrellar! —exclamó la joven que ocupaba el mismo
compartimiento que Szara.
Su voz tembló de miedo mientras levantaba el rostro, demudado, hacia el
cielo. Se persignó y sus labios musitaron algo. Goletzky y Szara se pusieron
de pie al mismo tiempo, como si una fuerza misteriosa hubiese tirado de ellos.
Alguien dio un grito.
—¿Corremos? —preguntó Goletzky.
Pero era demasiado tarde para hacerlo: el ruido se convirtió en un pitido
irresistible que dejó a los pasajeros paralizados donde estaban. El avión salió
de la oscuridad en una fracción de segundo. Szara vio las esvásticas en las
alas. Algo hizo que se tambaleara hacia un lado, entonces la bomba estalló.
La onda expansiva lo alzó del suelo, lo tuvo por un instante suspendido en
el aire y luego lo lanzó contra el terraplén. Szara sintió que la fuerza del
impacto le movía los dientes y los huesos de un lado del rostro; dejó de oír,
aunque había un siseante silencio. Cuando abrió los ojos, no entendió nada: la
mitad de la derecha del mundo era más alta que la izquierda, como una
fotografía rota y unida luego sin encajar las dos mitades. Se asustó mucho y
se puso a guiñar los ojos, frenético, en un desesperado intento de recuperar la
visión normal, cuando trozos y fragmentos de cosas empezaron a caer sobre
él; instintivamente se protegió la cabeza con el antebrazo. Luego, algo se
movió dentro de cabeza y pudo ver con claridad. Hizo un esfuerzo para
incorporarse, mientras se palpaba la ropa, temeroso de lo que fuera a
encontrar, pero obligado a mirar. Sólo halló polvo, trozos de tela, hojas, y una
mancha en la solapa de su chaqueta. Goletzky estaba cerca, sentado, con la
cabeza entre las manos. Vio al revisor en el fondo del terraplén, inmóvil, con
la cabeza hundida en la tierra. Tenía los pies descalzos y una línea roja le
bajaba desde un talón. Szara buscó a la joven pero no pudo verla por ninguna
parte. Una mujer de más edad, a la que no pudo reconocer, el cabello
revuelto, llorando a raudales, con medio vestido destrozado, clamaba al cielo.
Por como movía los labios y por la furia de su gesto, Szara pensó que estaba
gritando, pero no pudo oír nada.

Primero lo llevaron al hospital de la ciudad de Tarnów. Estuvo sentado en


un pasillo mientras las monjas enfermeras cuidaban de los heridos. Para
entonces había recuperado el oído casi por completo. Para entonces había

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recuperado su maleta milagrosamente; la había llevado al pasillo un soldado
que preguntó si alguien sabía de quién era. Para entonces sabía que los
alemanes habían atacado Polonia hacia las cuatro de la madrugada. Los
soldados polacos, decían los alemanes, había ocupado una estación de radio
alemana en Gleiwitz, matado a algunos soldados y difundido una proclama
incendiaria. Pensó que aquello no era más que la clásica provocación
simulada. En ese momento supo dónde habían ido a parar los uniformes
polacos robados en París. Cuando le llegó el tumo, un médico lo vio y dijo
que quizá tuviera una contusión violenta. Si sentía náuseas, tendría que
someterse a vigilancia médica. Si no, podría continuar su viaje.
Pero ésa no era toda la verdad. Al salir, un joven teniente le dijo, cortés,
que determinadas autoridades, ahora en Nowy Sacz, deseaban hablar con él.
¿Estaba detenido? De ninguna manera, sólo que alguien del hospital había
informado al Estado Mayor del Ejército que un periodista soviético había sido
herido en el ataque a la línea férrea entre Cracovia y Lvov. Y que un tal
coronel Vyborg deseaba discutir con él de ciertos asuntos en el cuartel general
de Nowy Sacz. El joven teniente se sentiría honrado de escoltarlo hasta allí.
Szara sabía que no tenía sentido resistirse; y el teniente lo llevó en un viejo
automóvil checoslovaco, aunque todavía útil, y lo dejó sano y salvo una hora
más tarde en Nowy Sacz.

El teniente coronel Anton Vyborg, a pesar de su apellido escandinavo,


parecía un descendiente de la rancia nobleza polaca. Szara pensó que el
nombre podría remontarse a las guerras medievales entre Polonia y Suecia,
cuando, como en todas las guerras, hubo familias que se encontraron
luchando en el bando equivocado. Cualquiera que fuese la historia, había algo
del caballero báltico en el porte de Vyborg; era alto, esbelto, de labios
delgados, de unos cuarenta años, pensó Szara, con arrugas entretejidas
alrededor de sus estrechos ojos y un cabello pálido y corto, al estilo de los
oficiales de Caballería. Y como tal, llevaba botas altas de piel flexible y
pantalones de montar. Pero, a diferencia de un oficial de Caballería, su
chaqueta del uniforme colgaba del respaldo de su silla, llevaba el cuello
desabotonado, la corbata floja, y la camisa arremangada. Cuando Szara entró
en el despacho, el oficial estaba fumando un cigarro, y en el gran cenicero de
metal se veían las colillas de muchos otros. Su apretón de manos fue de acero,
y miró duramente a Szara con sus fríos ojos azules cuando se presentaron.
Luego, después de hacer un juicio rápido e intuitivo, se volvió cortés, envió a

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su asistente por café y panecillos, y mostró lo que probablemente era —así lo
pensó Szara—: la mitad genial de una personalidad con dos aspectos muy
diferentes.
Mientras esperaba a que su asistente regresara, el coronel Vyborg fumó
satisfecho, la mirada clavada en el espacio, en aparente paz con todo el
mundo. Era el único que hacía eso, porque por la puerta abierta se veía a los
demás oficiales, que pasaban presurosos con los brazos cargados de archivos
mientras los teléfonos no dejaban de sonar. La sensación general era de
movimiento frenético, casi de pánico. Hubo un momento en que un oficial
joven se detuvo junto a la puerta, asomó la cabeza y dijo: «Obidza», que sólo
podía ser el nombre de un pueblo pequeño. El coronel Vyborg hizo el mínimo
gesto de haberse enterado, una cortés y casi irónica inclinación de cabeza, y el
hombre juntó los talones y se marchó corriendo. Szara oyó cómo daba la
noticia a otro en alguna parte del vestíbulo, «Obidza». Vyborg lanzó una larga
bocanada de humo al aire, se levantó de repente, se acercó a la ventana y miró
hacia el patio. El despacho —obviamente temporal: el letrero de la puerta
decía «Asesor Fiscal»— estaba en el Ayuntamiento de Nowy Sacz, una
imponente monstruosidad, reliquia de los tiempos del Imperio Austro-
Húngaro, cuando Galicia fue provincia de Austria. Vyborg permaneció largo
rato observando lo que sucedía en el patio.
—Ahora estamos quemando los archivos —dijo.
Lanzó una significativa mirada a Szara y levantó una ceja, pero no parecía
interesado en saber lo que un periodista pudiera pensar de tales sucesos.
Volvió a sentarse a su mesa.
—Quizá fuese mejor que empezáramos nuestra discusión sin el café; hoy
nada funciona como es debido, incluido el viaje de mi asistente a la panadería.
¿No le importa?
—En absoluto.
—Bien, veamos. Si un periodista soviético ha logrado sobrevivir a los dos
últimos años, significa que no es tonto. Seguramente usted sabe con quién
está hablando.
Szara había supuesto desde el principio que Vyborg era el director o el
segundo de una unidad de Inteligencia militar.
—¿Una… oficina de Inteligencia? —terminó diciendo.
—Sí, exactamente. Usted, señor Szara, bajo el punto de vista legal, es
neutral desde la pasada semana, desde el 23 de agosto. Como ciudadano
soviético, usted, oficialmente, no es amigo ni enemigo de Polonia; por tanto,
voy a proponerle un trato que puede resultar interesante para ambos. Por

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nuestra parte, quisiéramos saber qué hace usted aquí. Sus papeles están en
orden, y presumimos que se le ha asignado una tarea específica. Nos gustaría
saber qué interés tiene Pravda en enviarlo aquí, una semana después de que la
Unión Soviética firmara un tratado, que es lo mismo que la nota necrológica
de este país. A cambio me aseguraré de que se le proporcione un transporte
que lo saque de esta región, por cierto, estamos a sesenta kilómetros al norte
de la frontera, y haremos cuanto esté en nuestras manos para que llegue a
Lvov, si es allí adonde quiere ir.
ȃsta es la oferta. Usted puede, por supuesto, rechazarla. La promesa
alemana de no agresión le alcanza a usted personalmente, sin duda, y quizá
prefiera quedarse con ellos. Si es así, no necesita irse muy lejos o puede
seguir aquí, en Nowy Sacz, y en dos o tres días ellos vendrán a por usted.
Incluso antes. Por otro lado, quizás usted quiera irse de inmediato. En cuyo
caso le diría a mi ayudante que lo acompañara hasta la estación del ferrocarril,
o lo más cerca que pueda, según la multitud lo permita. Miles de personas de
los alrededores han venido hasta aquí tratando de salir como sea, y parece que
los trenes no funcionan. Pero, bueno, usted puede elegir lo que guste. ¿Cuál es
su decisión?
—Me parece una oferta aceptable.
—Dígame entonces la naturaleza de su trabajo en Lvov.
—Quieren saber algo de la vida diaria de las minorías nacionales en
Polonia oriental: rusos blancos, ucranianos, judíos, lituanos…
—Quiere decir minorías nacionales perseguidas. En la antigua provincia
rusa.
—El encargo, coronel Vyborg, no es ése. Quiero que tenga en cuenta que
se me pidió que hiciera este viaje algunas semanas antes de que se supiera lo
del pacto entre la Unión Soviética y Alemania. En otras palabras, no me han
enviado a una guerra para que escriba una historia sobre la vida de
campesinos y sastres. Yo no sé lo que mis editores tienen en la cabeza; ellos
me envían a un sitio y yo hago lo que me dicen. Quizás es que no tienen nada
de nada en la cabeza.
—La alegre, vieja y anárquica Rusia: la mano derecha nunca sabe lo que
hace la izquierda. ¿Algo así?
—¿Y qué no se diría de Rusia? Al final, todo es verdad.
—Usted, de hecho, es polaco.
—De una familia judía procedente de Polonia. He estado en Rusia desde
que era un adolescente.
—Entonces, permítame que me corrija: un polaco típico.

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—Algunos dirían que no.
—En efecto, tiene razón. Pero otros les contestarían diciendo mierda de
caballo.
Vyborg tamborileó con sus dedos sobre la mesa. Un hombre de aspecto
solícito con un uniforme extremadamente arrugado, una especie de profesor
bamboleante con gafas, apareció en la puerta y se quedó allí, dudoso,
carraspeando de vez en cuando.
—Anton, perdóname, pero están en Obidza.
—Eso me han dicho —dijo Vyborg.
—Bien, entonces, vamos a…
—¿Recoger nuestras máquinas de cifrado y marcharnos? Sí, supongo que
hay que hacerlo. Le he pedido a Olensko que se encargue. Dile que empiece,
¿quieres?
—¿Tomarás el mando?
—Te veré en Cracovia. Primero voy a llevar a nuestro corresponsal de
guerra ruso a que vea el frente.
—¿Corresponsal de guerra? —El hombre estaba asombrado—. ¿Tan
pronto? —Miró a Szara sin comprender—. ¿Van a publicar una crónica de
esta guerra? —siguió preguntando con voz incrédula—. ¿«Cincuenta
divisiones alemanas atacan Polonia»? Hombre, hombre, no. Quizás: «Unas
unidades alemanas defienden con heroísmo sus fronteras cincuenta kilómetros
dentro de Polonia».
Vyborg soltó una amarga carcajada.
—Quién sabe —dijo con resignación—. Eso puede que haga pensar al
viejo «Kinto». —El nombre empleado para designar a Stalin hacía referencia
al bandido de una canción, un personaje divertido del folklore georgiano.
Szara se rió al escucharlo—. ¿Lo ves? —dijo Vyborg triunfal—. Está de
nuestro lado.

Sentados en el asiento trasero de un coche abierto del mando militar,


Szara y Vyborg se dirigieron apresuradamente hacia el sudoeste. El chófer de
Vyborg era un sargento corpulento, con el cabello muy corto, bigote de león
domesticado y una nariz abultada y venosa de un color casi púrpura. Maldecía
sin parar en voz baja mientras sorteaba los obstáculos, cruzaba sembrados
cuando era necesario y se abría paso a través de los trigales. La carretera era
una pesadilla. Los refugiados iban hacia el norte, cargando en sus espaldas, o
en carritos, sus pertenencias. Algunos seguían tras su ganado o lo conducían

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atado con una soga. Cuatro personas transportaban a un hombre enfermo en
una cama. Entretanto, las unidades militares polacas —Infantería a pie,
Artillería tirada por caballos y carros de municiones— intentaban dirigirse
hacia el sur. El coche dejó atrás un carro incendiado con dos caballos muertos
atados a las riendas.
—«Stukas» —dijo Vyborg fríamente—. Un arma para aterrorizar.
—Lo sé —dijo Szara.
Siguieron ascendiendo por la polvorienta carretera llena de baches que
subía por las colinas, hacia el lado polaco de los Cárpatos. El aire se hizo más
fresco, el paisaje ondulado se fue difuminando a medida que la luz del día
caía. Szara tenía un horrible dolor de cabeza; los saltos producidos por las
duras ballestas del coche eran una tortura. No se había recuperado de la
explosión de la bomba como había creído. Tenía un sabor metálico en la boca
y sentía como si una hilera de finas agujas se le clavaran en la piel a un lado
de la cara. El coche giró hacia el oeste, encarando una puesta de sol teñida de
rojo por el humo y la calina, la clase de cielo que se ve al final del verano
cuando los bosques arden. Según le dijo el coronel Vyborg, la carretera seguía
la hondonada de un río. El Dunajec.
—Todavía conservamos la orilla oeste —dijo—. Al menos la teníamos
cuando salimos de Nowy Sacz. —Sacó un grueso reloj de bolsillo y lo miró
atentamente—. Puede que ya no —añadió tranquilo—. Desde el punto de
vista militar, no tenemos grandes esperanzas. Quizá puede hacerse algo a
nivel diplomático, incluso ahora. Enfrente hay un millón y medio de
alemanes, tanques y aviones; nosotros no llegamos a un tercio de ese número
y nuestra fuerza aérea es casi inexistente. Pilotos valientes, sí; pero aviones…
—¿Podrán resistir?
—Tenemos que resistir. Los franceses y los británicos pueden venir a
ayudarnos. Por lo menos han declarado la guerra a Alemania. Pero
necesitamos tiempo. Y pase lo que pase, es preciso que la verdad se sepa. Eso
dice la gente siempre cuando muerde el polvo, ¿verdad?, «que la verdad se
sepa».
—Haré lo que pueda —repuso Szara en tono quedo. En los rostros de la
gente de la carretera había visto algunas veces expresiones de pesar, miedo o
ira, pero a él le había parecido, sobre todo, que eran de estupor y desvarío,
que en las miradas había perplejidad y cansancio más allá del sentimiento. No
podía permanecer impasible viendo a los refugiados. Sus ojos guardaron la
imagen de los que adelantaba el coche, uno por uno, uno tras otro.

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—Un esfuerzo —dijo Vyborg—. Es todo lo que le pido. —Calló mientras
adelantaban a un sacerdote que administraba los últimos sacramentos al borde
de la carretera—. Aunque lo más probable es que las cosas se pongan de tal
forma que nos maten. ¿Y para qué? A la Unión Soviética no le pesará ver el
final de Polonia.
—¿Es posible un acuerdo?
—No lo creo. Como uno de nuestros líderes ha dicho: «Con los alemanes
arriesgamos nuestra libertad, con los rusos perderemos nuestra alma». Aun
así, puede que llamar la atención del Politburó sobre lo que los alemanes
están haciendo vaya en su propio interés. No es imposible.
Cuando Szara oyó el ruido del avión apretó los puños. Los ojos de Vyborg
escrutaron el cielo. Se inclinó hacia delante y puso una mano en el hombro
del sargento.
—Vaya despacio, sargento. Si nos ve, atacará.
El «Stuka» salió de una nube herida por el sol; el corazón de Szara latió
con más fuerza cuando oyó el acelerado chirrido del motor.
—¡Pare! —gritó Vyborg.
El conductor dio un violento frenazo. Saltaron del coche y corrieron por la
cuneta de la carretera. Szara se aplastó contra el suelo cuando el avión se
acercó. Dios me salve, fue su pensamiento. El ruido del avión en picado
creció, mezclado con aterrorizados relinchos de caballos, gritos, chillidos,
tableteo de ametralladoras, un estallido como un latigazo sobre su cabeza y
luego el temblor de la tierra al caer la bomba. Cuando el sonido del motor se
perdió en la lejanía, se sentó. Había apretado tanto los puños que se había
clavado las uñas en las palmas de las manos, y le sangraban. Vyborg soltó una
maldición. Sacó los cigarros rotos del bolsillo de la pechera. En la carretera,
una mujer se había vuelto loca; la gente corrió tras ella por un campo
gritándole para que se detuviera.
Al anochecer, la columna de refugiados fue a menos y luego desapareció
por entero. El paisaje se quedó desierto. Cruzaron un pueblo a toda prisa.
Algunas de las casas habían ardido; otras se veían con las puertas de par en
par abiertas. Un perro ladró frenético cuando su coche pasó. Szara cogió la
maleta, sacó un pequeño cuaderno de notas y empezó a escribir. El conductor
sorteó el cráter de una bomba y maldijo en voz alta. Vyborg le ordenó guardar
silencio. Szara apreció el gesto, aunque, en realidad, aquello no importaba.
Los alemanes bombardean objetivos civiles, escribió. No, no publicarían eso.
Los polacos sufren después de que el Gobierno rehúse un compromiso.
Garrapateaba las palabras con rapidez, temeroso de que Vyborg pudiera leer

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lo que escribía. Un nuevo tipo de guerra en Polonia: La Luftwaffe ataca
objetivos no militares.
No.
No había nada que hacer. La inutilidad del viaje lo entristeció. De alguna
manera era algo natural. Muerto en suelo polaco mientras hacía el gesto inútil
de escribir una necrológica que dijera la verdad. De pronto supo con exactitud
lo que era Vyborg: un personaje polaco de las páginas de Balzac. Szara lo
miró a hurtadillas. Había encendido el trozo de un cigarro y pretendía estar
perdido en sus pensamientos mientras su escritor escribía y viajaban a las
trincheras. Sí, un romántico provocador. Puro coraje, frío ante los peligros de
cualquiera que fuese la pasión que en ese momento lo dominaba. Hombres así
—las mujeres, eran peores aún— habían destruido Polonia con bastante
frecuencia. Y la habían salvado. Las dos cosas eran verdad, dependía del año
que se eligiera. Y el gran secreto, pensó Szara, y que Balzac nunca había
comprendido: los judíos polacos eran igualmente malos. En su fe eran
inamovibles, sin importar la forma que tomara: hasidismo, sionismo o
comunismo. Todos estaban ardiendo, y eso lo compartían con los polacos a
partes iguales; era lo que tenían en común.
¿Y tú?
Yo, no, se contestó Szara.
El conductor frenó de repente y se apartó a la derecha de la estrecha
carretera. Un convoy de tres ambulancias arrastradas por caballos avanzaba
con lentitud en dirección opuesta.
—Ya nos estamos acercando —dijo Vyborg.
El coche emprendió la subida de una montaña cuya ladera estaba cubierta
de árboles. Szara pudo oler el aroma penetrante y dulzón de la savia después
de un largo día de calor. La noche refrescó con rapidez, un seto de árboles se
erguía a cada lado de la carretera. Disponían de poca luz para avanzar y los
faros delanteros estaban astillados. El sargento buscaba con la mirada clavada
en la oscuridad y frenaba en seco cada vez que dejaba de ver la carretera al
coger una curva o dar un giro. Sin embargo fueron observados. Por dos veces,
una avanzadilla de la artillería de la Wehrmacht vio una luz que se movía en
la carretera montañosa, y probó suerte: un zumbido bajo, apagado, un destello
en el bosque, un crujido ahogado y luego el sordo estampido del cañón
alemán resonando entre las montañas.
—Fallado —dijo Vyborg con mordacidad cuando el eco se disipó.

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Una vez más, Szara se despertó al alba.
Envuelto en una manta, sobre el suelo sucio de un refugio arruinado de
pastor, cuello, muñecas y tobillos rociados de keroseno para protegerse de los
piojos. Desde la cabaña, un puesto de observación artillería en apoyo del
batallón que se mantenía en la orilla oeste del Dunajec, podía ver un estrecho
valle entre el río y la ladera del bosque, un pueblo destruido e incendiado por
los cañones alemanés, un sector del río, los pilares de madera que habían
servido de sostén a un puente volado y dos fortines de cemento construidos
para defender el cruce. El observador no tendría más de dieciocho años, un
joven teniente movilizado sólo tres días antes que aún vestía el traje que
llevaba puesto en su oficina de seguros de Cracovia. Se había agenciado una
gorra de oficial y llevaba las insignias en los hombros de una camisa blanca
muy sucia; la chaqueta la tenía cuidadosamente doblada en un rincón del
habitáculo.
El teniente se llamaba Mierczek. Alto, rubio, severo, buen hijo de alguien,
monaguillo de su parroquia, sin duda, y soldado ahora. Un poco asustado por
la presencia de un coronel y de un corresponsal de guerra, hizo cuanto pudo
para que estuvieran cómodos. Un preocupado comandante de Infantería los
había recibido la noche anterior y los había conducido hasta el puesto de
observación. Szara lo describió en sus notas como el tipo guerrero de 1914 o
poco antes: feroz, brillante, rostro rojo; quejoso por no disponer de suficiente
munición y cañones de campaña. Nos dio pan, tocino, té y un trozo de un
pastel de pasas duro que su esposa le había hecho antes de salir para el
frente. Lleva un anillo complicado, ¿noble?, ¿masón? No se alegró al vemos.
«No sabemos lo que ocurrirá. Tendrán ustedes que arreglárselas lo mejor
que puedan». Frente a ellos, elementos del XVIII Cuerpo del Ejército XIV de
la Wehrmacht al mando del Generaloberst List. Los avances desde el norte de
Eslovaquia han utilizado los pasos del Jablunkov y del Dukla. Algunas
unidades alemanas avanzaron más de veinticuatro kilómetros el primer día.
Con independencia de lo que aquí ocurra, podemos quedar copados. Una
perspectiva deliciosa. La fuerza aérea polaca bombardeada en tierra durante
las primeras horas de la guerra, según el coronel V.
El diminuto valle fluvial en los Cárpatos era una maravilla al alba: un
cielo estriado de rojo, bancos de niebla contra la ladera, una luz suave sobre el
gris pizarra del río. Pero ningún pájaro. Las aves habían huido. A cambio, un
profundo silencio, y el incesante y apagado zumbido de los cañones lejanos.
Mierczek estuvo mirando durante largo rato a través de un agujero en el
tejado de la parte trasera del refugio, buscaba nubes en el cielo mientras

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rezaba en silencio por la lluvia. Pero el calendario de Hitler había sido
perfecto: la cosecha alemana estaba recogida ya y la población no se vio tan
afectada porque se llamara de repente a los campesinos a servir en el Ejército.
Las infames carreteras polacas, que se convertirían en lodo de diabólica
consistencia en cuanto las lluvias otoñales empezaran, estaban secas; y los
ríos, la única defensa natural de la nación, iban escasos de agua y con poca
corriente.
El ataque alemán empezó a las cinco. Szara y Vyborg miraron sus relojes
cuando los primeros obuses cayeron en el pueblo. Mierczek dio vueltas a la
manivela del teléfono de campaña e hizo contacto con la contrabatería polaca
instalada en la linde del bosque encima del pueblo. Mirando atentamente con
sus prismáticos, localizó las bocas de fuego en un punto del bosque, al otro
lado del río, luego consultó un mapa hecho a mano cuyas coordenadas
estaban trazadas a lápiz.
—Buenos días, mi capitán —dijo Mierczek al teléfono con tono
respetuoso. Szara oía una voz al otro extremo de la línea afectada por el
crujido de la electricidad estática. El observador continuó—: Están en L de
Lodz-veinticuatro, señor. —Siguió mirando por los prismáticos y consultó
otra vez el mapa—. Creo que al sudeste del enrejado, señor.
Vyborg pasó sus propios prismáticos a Szara, que vio el pueblo con toda
nitidez. Un remolino de polvo ascendía en el aire. Luego, la fachada de una
casa en una calleja se desplomaba, seguida de una nube de polvo y humo.
Unas llamas incipientes lamieron una viga rota. Desvió los prismáticos hacia
el río y después hacia el lado alemán, pero apenas pudo ver nada.
Los cañones de campaña polacos abrieron fuego, las explosiones
produjeron un humo ocre por encima de las copas de los árboles. Szara vio
que una lengua de fuego se elevaba en el bosque ocupado por los alemanes.
—Dos puntos a la izquierda —dijo Mierczek al teléfono. Esperaron, pero
nada sucedió. Mierczek repitió sus instrucciones. Szara podía oír una voz
excitada en medio del carraspeo causado por la estática. Mierczek sostuvo el
auricular contra su pecho y habló en tono confidencial.
—Algunas de nuestros obuses no explosionan.
Cuando los cañones polacos reanudaron los disparos, Szara vio la
llamarada naranja de nuevo, pero esta vez en otro sitio. Mierczek informó de
esto. Dos hombres con camisas oscuras y las mangas arremangadas corrían
por el pueblo de casa en casa. Desaparecieron durante un buen rato. Luego
volvió a verlos, con una forma gris sobre una camilla.

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Cada vez le costaba más a Szara ver algo; la capa de humo era tan espesa
que las formas y las sombras de los objetos sólidos se difuminaban. Los
destellos de la Artillería alemana parecieron cambiar de posición…, no podía
ser, pensó, que hubiera tantos en el bosque. Luego una ametralladora polaca
empezó a disparar desde uno de los fortines. Szara dirigió los prismáticos
hacia el extremo de la orilla del río y vio centenares de formas grises,
hombres que corrían agachados, salían de los bosques y se tiraban cuerpo a
tierra. El fuego de la fusilería polaca empezó a repiquetear desde las casas del
pueblo. Un depósito de municiones polaco fue alcanzado por un obús, la
explosión sonó desigual, se elevó una enorme nube, ondulante como un
torbellino, y blancas estrellas brillantes cayeron al río, trazando arcos de
humo en el cielo. Mierczek no dejó de informar ni un solo momento, pero el
fuego defensivo de los polacos parecía no surtir efecto. Por fin, el coronel
Vyborg intervino.
—Creo, teniente, que lo que usted intenta localizar es la batería de un
tanque. Parece que han talado árboles en los bosques para que los tanques los
crucen.
—Pienso que tiene razón, señor —dijo Mierczek. Cuando comunicaba
esta información su rostro se puso tenso, pero siguió transmitiendo hasta el
final. Luego, en un gesto inconsciente, se mordió el labio inferior y cerró los
ojos por un instante.
—Han alcanzado la batería —murmuró.
Szara miró más allá de los bosques polacos, pero apenas pudo ver nada a
causa del humo. Vyborg se asomó al rectángulo irregular que servía de
ventana abierto entre las vigas de madera.
—Deme los prismáticos —pidió a Szara. Miró durante unos segundos—.
Zapadores —explicó y devolvió los prismáticos a Szara.
Las tropas alemanas estaban en el río, protegidas por los pilares de madera
del derribado puente, y disparaban con pistolas contra las puertas de los
fortines. El zapador alemán más cercano al lado polaco iba sin camisa, su
rosado cuerpo destacaba contra el agua gris. Se echó a nadar de repente desde
detrás de uno de los pilares con una soga cogida entre los dientes. Dio unas
brazadas largas y poderosas, soltó luego la soga que se alejó flotando mientras
él volvía nadando de espaldas a favor de la corriente. A su espalda, otros
soldados tiraron a su vez de la soga hasta el pilar donde el nadador había
estado. Algunos se alejaron a nado, pero fueron remplazados por otros.
—¿Oiga? ¿Capitán? ¿Oiga? —Mierczek llamó por el teléfono. Dio
vueltas a la manivela y lo intentó otra vez. Szara ya no oyó el carraspeo de la

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estática—. Creo que la línea se ha cortado. —Cogió unos alicates de una
bolsa caqui y desapareció corriendo por la puerta baja.
Su trabajo consistía, como Szara sabía, en seguir la línea hasta que
encontrara la rotura, repararla y volver. Durante un segundo, Szara vio el
blanco de su camisa a su izquierda, hacia la batería, pero en seguida se
desvaneció en medio de la densa humareda que salía de los árboles.
Szara enfocó los prismáticos en el pueblo. Casi todas las casas estaban
ardiendo. Vio salir de una de ellas a un hombre que corrió hacia los bosques,
pero cayó de rodillas y quedó tendido en el suelo después de dar unos pocos
pasos. Cuando Szara volvió a mirar al río, los zapadores habían avanzado dos
pilares más, y nutridos grupos de alemanes disparaban desde detrás de los que
tenían ya ocupados. El fuego era cruzado. En las viejas y alquitranadas
maderas, como por arte de magia, surgían marcas blancas, de las astillas que
saltaban. Había veces que un soldado alemán caía hacia atrás, pero en seguida
otro lo sustituía en la línea. Un poco más abajo del río se veían destellos
procedentes de la primera fila de árboles. Szara se fijó allí con atención, y vio
algo con la forma de un gran barril silueteado contra el tronco de un pino
destrozado. Sólo pudo divisar una masa redonda debajo del barril. Sí, pensó,
Vyborg había acertado, era un tanque. Un grupo de infantes polacos salió del
bosque debajo del refugio, tres de ellos con una ametralladora y peines de
municiones. Intentaban ganar una posición con un campo de fuego que les
permitiera batir los pilares del río. Avanzaron agachados, atropellándose, uno
perdió el casco, pero los tres consiguieron situarse en una depresión de arena
entre la orilla del río y un grupo de alisos. Vio los destellos de la
ametralladora al disparar. Enfocó los pilares y observó cómo el pánico cundía
entre los alemanes mientras algunos de ellos caían. Se sintió arrebatado por el
entusiasmo, hubiera querido gritar y dar ánimos a los servidores de la
ametralladora. Pero cuando volvió a enfocarlos, sólo quedaba un hombre
disparando, el cual, de pronto, se cubrió el rostro con las manos, se echó hacia
atrás y cayó de espaldas. Con lentitud logró darse la vuelta; entonces comenzó
a arrastrarse y, se dirigió hacia el bosque.
El teléfono de campaña recobró la vida de súbito cuando el crujido del
auricular empezó a dejarse oír de nuevo. Vyborg lo cogió.
—Aquí su puesto de observación —dijo. Se podía oír una voz del otro
lado de la línea que gritaba—. No sé dónde está —siguió Vyborg—. Fue a
reparar la avería; hasta que regrese, yo le dirigiré el fuego. ¿Hay algún oficial
ahí? —Szara oyó la negativa—. Muy bien, cabo, pues coja usted el mando.
Hay tanques en los bosques al norte de usted, en la linde. ¿Puede disparar una

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sola andanada, corta? En el río también sirve. —Hubo una respuesta y
Vyborg miró el mapa que Mierczek se había dejado—. Muy bien, cabo. Mi
consejo es cuadrante M28.
Szara fijó los prismáticos para ver el impacto de la línea de tiro que
Vyborg había dicho; pero un grupo de alemanes, que había alcanzado la orilla
oeste del río y corría hacia los árboles, lo distrajo.
—Han cruzado —advirtió a Vyborg.
—Os habéis quedado cortos —dijo éste al teléfono—; subid un par de
grados.
Szara miró hacia la puerta al tiempo que se preguntaba dónde estaría
Mierczek, y pensó que ya no regresaría. Vio los destellos de las
ametralladoras desde posiciones en el pueblo y por encima. Eran los polacos
que disparaban contra un flanco de ataque que los alemanes habían
establecido en el bosque. Cinco tanques «Panzer» salieron de entre los árboles
y ocuparon el arenal del río, después avanzaron por la orilla y formaron un
ángulo que les permitiría disparar contra las fuerzas polacas del pueblo. Szara
descubrió con los prismáticos al soldado de la ametralladora que había
intentado alejarse de la playa. Permanecía inmóvil sobre la arena.
—¿Cabo? —llamó Vyborg por el teléfono.

A última hora de la tarde estaban cerca del pueblo de Laskowa, no lejos


del río Tososina, sin saber a dónde ir después, posiblemente cortados por el
cerco de la Wehrmacht, pero vivos, casi de milagro.
Habían escapado del escenario de la cabeza de puente alemana sobre el
Dunajec por cuestión de minutos. El coronel Vyborg había tenido la
precaución de dejar el coche oficial, con el sargento para que cuidara de él, en
lo alto de la carretera, antes de entrar en el pueblo. Si lo hubiese dejado en el
pueblo, a esas horas estarían prisioneros o, más probablemente, muertos.
Cuando la resistencia polaca decreció, la Infantería alemana cruzó el río en
balsas de troncos y aisló a un pequeño grupo polaco que quedaban en unas
pocas posiciones al extremo del pueblo. Entonces, los alemanes exigieron la
rendición. Los polacos, a sabiendas de lo que les esperaba, se negaron.
Vyborg vio el inicio del ataque final con sus prismáticos, luego, no queriendo
presenciar aquello, los guardó en su estuche de cuero y apretó los broches
para cerrarlo. Buscaron su camino a través de la maleza de la ladera; hubo
momentos en que estuvieron expuestos al fuego alemán y oyeron el silbido de

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las balas entre las ramas, pero el bosque fue una defensa efectiva y se libraron
de los tiradores alemanes.
Durante un tiempo, la carretera que cruzaba al pie de los Cárpatos estuvo
vacía, luego se encontraron con los restos de un regimiento polaco en retirada
procedente de la frontera; soldados exhaustos, rostros y uniformes grises por
el polvo, carros cargados de hombres heridos y silenciosos, otros heridos
caminaban con ayuda del fusil o apoyados en los compañeros, los oficiales no
daban ya órdenes. Para Szara y, evidentemente, para Vyborg, aquello era peor
que la batalla del Dunajec. Allí habían visto el valor enfrentándose a una
fuerza superior; lo que tenían ahora delante era la derrota del Ejército de una
nación. Un grupo de campesinos que cosechaban trigo en un campo dejaron
de trabajar, se quitaron las gorras y contemplaron en silencio el paso de las
tropas.
El sargento condujo lentamente durante un rato, al paso del regimiento.
Luego, hacia el mediodía, las unidades de vanguardia entraron en batalla.
Según les informó un teniente a quien Vyborg preguntó, un cuerpo de Ejército
alemán, que desde el norte de Eslovaquia se había abierto camino por uno de
los pasos de los Cárpatos, se dirigía ahora hacia el Este —un giro de
extraordinaria e inaudita rapidez favorecido por los camiones y tanques—
para cerrar la bolsa y cortar la retirada a las tropas polacas que iban por la
carretera. Cuando se iniciaron los intercambios de morteros y ametralladoras,
y el regimiento empezó a organizar la resistencia, Vyborg ordenó al sargento
que siguiera una pequeña senda —dos rodadas de carro en el polvo— que
cortaba camino a través de un trigal.
Y en ello se les pasó el día.
—Le llevaremos a un telégrafo o a un teléfono en alguna parte —dijo
Vyborg, con la mente puesta en la presunta crónica de Szara para Pravda.
Pero la senda serpenteaba por las colinas, sin ninguna prisa por llegar a
ninguna parte, se acercaba a innumerables arroyos para abrevar el ganado,
pasaba por ocasionales asentamientos campesinos en lo más atrasado del
campo polaco, lejos, muy lejos de los hilos telegráficos o de algo parecido.
Tan atrasado, pensó Szara, como si se encontraran en el siglo XIV, en una
tierra de carros con altos adrales y enormes ruedas de madera desbastada con
hachas; campesinas con delantales; el olor profundo de la tierra seca de
setiembre, mezcla del estiércol de los cerdos, del dulce heno y del humo de
leña.
—Mire lo que hemos perdido —dijo Vyborg.

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A media tarde se detuvieron en el polvoriento patio de una granja y
compraron pan y salchichas, y cerveza recién hecha, a un campesino asustado
que los llamó pan[18] a cada suspiro. Un hombre que llevaba el miedo a los
ejércitos en la sangre, al que tuvieron que convencer casi a la fuerza para que
cogiera su dinero. Sólo quiero que os marchéis, decían sus ojos mientras
sonreía obsequioso. Sólo quiero que os marchéis. Dejadme a mi esposa y a
mis hijas —ya tenéis a mis hijos—, perdonadme la vida, siempre os hemos
dado cuanto habéis pedido. Tomadlo. Ved que soy un ser humilde, un hombre
estúpido que no interesa a nadie. Marchad ahora.
Se detuvieron en un bosque para comer. El sargento puso el coche lo
suficiente a cubierto como para que los aviones de observación alemanes no
pudieran verlo. Cuando paró el motor, se hizo un silencio profundo, sólo roto
por las tres notas del suave canto de un pájaro solitario. El bosque le recordó a
Szara una catedral; sentados bajo unos robles altos que filtraban y matizaban
la luz, el ambiente evocaba la fresca sombra de una iglesia. Daban ganas de
rezar sólo por estar allí. Pero a Vyborg le hizo más daño que beneficio, su
humor empeoró por momentos. El sargento terminó el pan y la salchicha y se
llevó su cantimplora de cerveza al coche, levantó el capó y comenzó a enredar
en el motor.
—No está contento, y lo demuestra a su manera —dijo Vyborg.
Pero Szara, aunque sólo fuera por cortesía, lo hubiera acompañado.
Conocía esa oscura profundidad del alma y la temía; era la caída en un
infierno privado donde nada se arreglaba, se mejoraba o se solucionaba y que
con frecuencia termina mal. Ya lo había visto otras veces. Observó que la
solapa de cierre de la pistolera de Vyborg no estaba abrochada. Algo sin
importancia, pero no era la clase de oficial que descuidara esos detalles. Sabía
que si Vyborg decidía que su honor consistía en pegarse un tiro en un bosque,
él no podría decir ni hacer nada, y tampoco detenerlo.
—Usted no puede responsabilizarse de todo esto, coronel —dijo Szara
rompiendo el silencio.
Vyborg tardó en contestar. Quizá pensó que no valía la pena molestarse en
hacerlo.
—¿Quién entonces? —dijo al fin.
—Los políticos, y Adolfo Hitler sobre todo.
Vyborg se lo quedó mirando con aire incrédulo, mientras pensaba que
había elegido al más tonto del mundo para que contara la historia de su
nación.

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—Señor —le dijo—. ¿Acaso cree que los que usted ha visto forzando el
Dunajec eran del Partido Nazi? ¿O es que yo no estaba allí? Si lo que había
allí era gente borracha meándose en las farolas, yo no la vi. Vi a Alemania, la
eterna enemiga de Polonia; vi alemanes. «Vamos, compañeros, que aquí hay
faena y nosotros sabemos hacerla, manos a la obra». Vi a la Wehrmacht, y yo
hubiera estado orgulloso de mandarla, cualquier oficial digno de su salario lo
hubiera estado. ¿Cree usted que un puñado de tenderos de mierda y de
escolares revoltosos, dirigidos por Himmler, el granjero de gallinas, y por
Ribbentrop, el vendedor de vinos, pueden derrotar a un batallón polaco? ¿Es
eso lo que cree?
—No, por supuesto que no.
—¡Pues entonces!
Vyborg había levantado la voz. El sargento, con las mangas recogidas
hasta los codos para trabajar bien en el motor del coche, se puso a silbar.
—Y es responsabilidad personal mía —continuó Vyborg, ya más dueño
de sí—. ¿Hay en alguna parte, en algún archivo de Varsovia, un informe
firmado por A. S. Vyborg, teniente coronel, que diga que los «Stukas», los
bombarderos en picado, podían hacer esto y aquello? ¿Que diga que la
Wehrmacht era capaz de cubrir veinticinco kilómetros al día, con el ejemplo
de tanques de Infantería motorizada? No hay nada de eso. Vamos a perder
esta guerra, vamos a ser subyugados, y la culpa recae en la diplomacia, usted
no está del todo equivocado, pero también recae en mí y en mis colegas.
Cuando un país es conquistado o sometido por medios políticos, los culpables
son siempre los Servicios Secretos; porque si se supone que les está permitido
hacer cualquier cosa, tendrían que haber hecho algo. En la vida política, ésa
es la ecuación más cruel, pero hay que aceptarla. Si no la aceptásemos, no
podríamos continuar con nuestro trabajo.
Vyborg hizo una pausa, bebió la cerveza que le quedaba en la cantimplora
y se limpió los labios delicadamente con los dedos. El sargento había dejado
de silbar y el pájaro de las tres notas empezó de nuevo su canto, suave y triste.
El coronel reclinó su espalda contra el tronco de un roble y cerró los ojos.
Estaba muy pálido, advirtió Szara, y cansado, quizás agotado. La fuerza de su
personalidad lo había abandonado. La luz difusa del bosque cambiaba el color
de su guerrera, que ahora aparentaba ser un traje de lana tupida, cortado por
un sastre, y no un uniforme; sus armas al cinto parecían un estorbo. Luego se
esforzó por regresar de donde sus pensamientos lo hubieran llevado, se irguió
y buscó un cigarro en el bolsillo de la pechera, pero se enfadó al no encontrar
ninguno. Cuando volvió a hablar, su voz fue tranquila y resuelta.

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—Cada profesión define sus propios fracasos, amigo mío. El paciente del
médico que no se recupera, el comerciante que debe cerrar su negocio, el
político que dimite de su cargo, el agente del Servicio Secreto que ve su país
invadido… Seguramente usted, por su forma de vivir en Rusia, sabe de eso.
Habrá tenido, para decirlo de alguna manera, «contactos» con su propio
espionaje.
—En muy raras ocasiones —dijo Szara—. Por lo menos a sabiendas.
Porque usted no se está refiriendo a la Policía Secreta, que a ésa sí que se la
encuentra uno todos los días, de una manera u otra, sino a los que se ocupan
de los asuntos internacionales.
—Exactamente. Bien, pues le diré algo: usted se ha perdido una era
histórica, un fenómeno. Conocemos el Servicio Secreto soviético, luchamos
contra él, y malo sería que no lo conociéramos, y lo que la mayoría de
nosotros siente, junto a la lógica indignación patriótica, es quizás un poco de
envidia. Vistos en su conjunto, todos sus componentes importantes forman un
grupo curioso: Theodor Maly, antiguo capellán castrense húngaro, Eitingon,
Sloutsky, Artuzov, Trilisser, el general Shtern, Abramov, el general Berzin,
Ursula Kuczynski, conocida por Sonia, ese hijo de puta llamado Bloch y
todos los lituanos, polacos y judíos que usted quiera; todos ellos son…, mejor
debiera decir que casi todos ellos eran, los mejores en este trabajo. No me
refiero a su moral, sus vidas privadas o su entrega a una causa en la que no
creo; no, no hay que verlos bajo ese aspecto. Pero en lo que al espionaje se
refiere, no los ha habido mejores, y quizá no los haya en el futuro. Supongo
que es una lástima; todos ellos fueron víctimas de algún propósito extraño y
misterioso que sólo Stalin conocía; al menos es una lástima que usted no haya
conocido a unos personajes tan particulares.
—¿Los ha conocido usted?
—No personalmente. Son hombres de papel que viven en los archivos,
pero quizás ésa sea su verdadera manifestación. Porque en carne y hueso,
¿qué son? Un hombrecito con gafas que lee el periódico en un bar. Un obeso
caballero judío que elige una corbata y engatusa a la vendedora. Un hombre
en mangas de camisa y tirantes que aguanta la reprimenda de su esposa por
alguna estupidez doméstica. —Vyborg se rió de su imaginación, de su archivo
de malhechores cuando los enfrentaba a los problemas de la vida diaria—.
Ah, pero en el papel…, en el papel es otra historia. Un embajador
comprometido aquí, la desintegración de un poderoso grupo de emigrados
allá, la copia de una ingeniosa máquina de cifrado sin que nadie sepa cómo ha
sido, un incidente en Bruselas, una desaparición en Praga, y, en seguida, hay

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que sospechar de una mano hábil en la sombra. En el escenario, el mago dice:
Ahora lo ven, ahora no lo ven. Ah, pero queridas señoras, respetados
caballeros, habrán de perdonarme, no puedo decirles cómo se hace el truco.
El sonido de un avión que se acercaba interrumpió a Vyborg, el cual
levantó la mirada y buscó por entre las ramas de los árboles. Durante un rato,
mientras el avión permaneció invisible por encima de las nubes que cubrían el
bosque, estuvieron en silencio. Luego el sonido se perdió en la distancia.
Vyborg se levantó y se sacudió la ropa.
—Una cosa de la que podemos estar seguros: no es de los nuestros. —
Szara también se levantó. Vyborg volvió a mirar el cielo—. Será mejor que
nos movamos o la Wehrmacht en una de sus maniobras de pinzas tan
inteligentes, nos va a coger dentro y caeremos prisioneros. En la última
guerra, la clase de los oficiales respetaba el código de los caballeros, pero esta
vez ya no estoy tan seguro.
Siguieron la marcha por un campo resplandeciente con miles de sombras
verdes y doradas bajo la calina del final de la tarde. Tres carretas venían en
dirección contraria y el sargento, por indicación de Vyborg, se echó a un lado
para que los carros pudieran seguir las rodadas del sendero. Judíos polacos —
hombres, mujeres y niños—, con la mirada baja al paso de oficiales del
Ejército, se dirigían hacia el Este huyendo del avance alemán. Cuando el
coche se puso de nuevo en marcha, Szara se dirigió a Vyborg.
—Evidentemente, para éstos no hay código de caballeros.
—Me parece que no. Si las fuerzas alemanas ocupan Polonia, me temo
que nuestros judíos van a sufrir. Los que acaban de pasar también lo creen, y
yo los comprendo. Pero van hacia el Este. ¿Acaso la Unión Soviética los va a
ayudar?
—Rusia hace lo que tiene que hacer —contestó Szara—. La vida no les
resultará fácil, pero casi todos ellos sobrevivirán. Al final, Stalin sabrá ya qué
hacer con ellos.
—¿En campos de concentración?
—Quizás en batallones de trabajo. No les dejarán que se establezcan y
vivan a su manera.
—¿No ama usted a su país de adopción, señor Szara?
—Él es el que no me ama, coronel, y la vida no suele ser cómoda cuando
eso ocurre.
—Pero usted podría marcharse y, pese a todo, no lo hace.
—¿Y quién no ha pensado en hacerlo? Soy tan humano como los demás.
Pero hay algo en este lugar del mundo que dificulta el dejarlo. No es fácil de

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explicar, porque el anhelo poético por el cielo y la tierra parecen demasiado
poco cuando los chequistas asoman. Y uno se queda. Luego decide
marcharse, lo aplaza una semana, y ocurre algo, tendría que ser el jueves, pero
ese jueves no puede ser; después de pronto, es lunes, pero ese lunes los trenes
no funcionan. Entonces esperan a marzo, y algún decreto nuevo te da
esperanzas; llega la primavera en abril, y tu corazón se siente capaz de resistir
cualquier cosa. O así te lo imaginas. —Se encogió de hombros y continuó—.
Te despiertas una mañana y te das cuenta de que ya eres demasiado viejo para
cambiar, demasiado viejo para empezar de nuevo. Entonces, la mujer que está
en tu cama se aprieta contra ti porque tiene los pies fríos, y te das cuenta de
que no eres tan viejo; después de eso empiezas a preguntarte qué es lo que te
reserva el resto del día, y por Dios que sin saberlo, te has vuelto ruso y todo
ha pasado sin darte cuenta.
—Yo debería de leer lo que usted escribe —dijo Vyborg sonriendo—.
Pero ¿qué clase de ruso es usted si vive en París? ¿O me equivoco?
—No. Tiene razón. Y todo cuanto puedo decir en mi defensa es: ¿qué
poeta no ama lo que ama desde lejos?
Vyborg se echó a reír, primero con una risa educada, luego sin tapujos,
porque la idea había calado hondo en él.
—Qué vergüenza —dijo—, estamos a punto de perder este país nuestro,
tan maravilloso y entrañable. Si no fuera por eso, señor Szara, le aseguro que,
por tener el placer de su compañía, yo iría a buscarlo al infierno si fuese
preciso.

Aquella noche, Szara descansó echado en una manta junto al coche,


tratando de dormir. Era la medicina que necesitaba para el agotamiento, el
alma dolida, la supervivencia; pero cuando le venía el sueño, cada cinco
minutos, no era el sueño que lo curaba. Toda una zona alrededor de su sien le
palpitaba con insistencia, parecía que la tenía hinchada y blanda y temía que
algo irremediable le estuviera ocurriendo por dentro. Fue una noche fría y sin
estrellas. Habían conducido sin parar, sin que pudieran avanzar mucho por
aquel sendero de carros, y sólo se detuvieron al anochecer.
Después de abandonar el robledal, penetraron de súbito en un trigal que
parecía infinito, kilómetros y kilómetros de trigo. No encontraron pueblo
alguno, tampoco un alma, sólo las espigas maduras con su sordo murmullo al
paso del viento de la tarde. Echaron las últimas latas de gasolina en el
depósito del coche; necesitarían conseguir más. Szara tenía sueños terroríficos

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—la genial ironía que les había mantenido la moral durante el día desaparecía
durante la noche— y cuando al fin podía dormir, alguien lo perseguía y él no
podía correr. El suelo sobre el que estaba echado era duro como la piedra; si
se daba la vuelta, el dolor que sentía en el rostro lo obligaba a volver a la
posición original. Bastante antes del alba, el ruido de la tormenta lo despertó.
Pero cuando se incorporó vio en el horizonte que no se trataba de una
tormenta, sino de un resplandor naranja que teñía el negro horizonte nocturno
hacia el Este. Durante unos minutos fue el único que estuvo despierto;
descansó la cabeza sobre el brazo y contempló lo que sin lugar a dudas era
una ciudad ardiendo bajo el fuego de la artillería.
Cuando el sargento y el coronel se despertaron, se unieron a él para mirar
el horizonte. Nadie habló durante mucho tiempo. Luego, el sargento se
levantó, recogió las cantimploras y se fue en busca de agua. No les quedaba
nada para comer ni para beber desde la tarde del día anterior, y la sed
empezaba a ser algo que mejor era no mencionar. Vyborg encendió una
cerilla y trató de estudiar el mapa porque no estaba seguro de dónde se
encontraban.
—¿Podría ser Cracovia la que arde ahí delante? —preguntó Szara.
Vyborg movió la cabeza varias veces para expresar su ignorancia, y
encendió otra cerilla.
—Nuestro sendero de carros no figura en este mapa —dijo—. Pero
calculo que llegaremos a la vía del tren Norte-Sur en una estación de
empalme de algún sitio al noreste de aquí.
Szara cogió el último cigarrillo «Gitane» de un paquete aplastado. Tenía
dos más en la maleta, envueltos en una camisa limpia. Pensó en cambiarse de
ropa. Había sudado y luego se había secado con demasiada frecuencia, y
estaba cubierto por una fina capa de polvo que le hacía sentirse sucio y con
picores por todas partes. Demasiado acostumbrado al lujo de París, pensó.
Baños, cigarrillos, café y agua fresca cuando uno abría el grifo. En esos
momentos parecía un mundo soñado. Según el coronel, Francia había
declarado la guerra, lo mismo que el Reino Unido. ¿Iban los aviones
alemanes a bombardear sus ciudades? Quizá París fuera un resplandor
anaranjado en el cielo.
—No debe de haber agua por aquí cerca —murmuró Vyborg al mirar la
hora en su reloj.
Szara volvió a sentarse, esta vez apoyado contra la rueda del coche, y
fumó su cigarrillo.

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Una hora más tarde, el sargento no había regresado y hacía rato que había
amanecido. El coronel Vyborg recorrió un buen trecho del sendero dos veces
sin ver a nadie. Por último pareció tomar una decisión: abrió el maletero y
sacó un rifle automático. Separó la recámara de su alojamiento delante del
gatillo e inspeccionó los cartuchos; después de devolver todo a su lugar,
entregó el arma a Szara. Por las marcas se trataba de un modelo «ZH 29»,
fabricado en Brno. Checoslovaquia; un arma larga y pesada, no mala del todo;
el punto de apoyo tras el cañón tenía una protección rugosa de aleación
metálica con el fin de que los dedos del tirador no se dañaran con el fuego
automático.
—Tiene veinticinco cartuchos y uno en la recámara —le explicó Vyborg
—. Está montado para disparar un solo tiro, pero puede mover la palanca que
hay detrás de la recámara y disparará en serie. —Volvió a cogerlo y manipuló
el cerrojo—. Ya está cargado. —Sacó su pistola de la funda, una automática
de cañón corto, y la inspeccionó como había hecho antes con el fusil checo—.
Será mejor que nos separemos unos pocos metros, pero iremos siempre a la
misma altura; el campo es un mal sitio para andar con armas cargadas.
Siguieron un trecho por el sendero; el coronel se detenía de vez en cuando
y susurraba el nombre del sargento. Pero no hubo respuesta. La senda rodeaba
una colina en una curva ascendente, y, cuando el sol se acercaba ya al
horizonte, encontraron al sargento, al otro lado, a unos doscientos cincuenta
metros del coche, en un lugar donde el trigal aparecía aplastado y tronchado.
Le habían cortado el cuello. Yacía tendido boca abajo, los ojos muy abiertos y
un gesto de furia en su rostro. Sus manos apretaban un puñado de tierra.
Vyborg se arrodilló a su lado y espantó las moscas. Las botas del sargento
habían desaparecido, sus bolsillos estaban vueltos del revés y cuando Vyborg
miró en el interior de su chaqueta, vio que la pistolera que llevaba en la axila
estaba vacía. No había ni rastro de las cantimploras. Durante un rato, Szara y
Vyborg permanecieron como estaban: Szara de pie, con el pesado rifle en las
manos, Vyborg arrodillado junto al cuerpo desangrado en la tierra. Todo
estaba en silencio, sólo se oía el lejano retumbar de los cañones y el rumor de
las espigas movidas por el viento. Vyborg masculló una palabrota para sus
adentros y fue a coger una medalla religiosa del cuello del sargento, pero si la
había llevado, también se la habían robado. Por fin el coronel se levantó, con
la pistola asida sin fuerza en la mano. Para probar la dureza del suelo, lo
golpeó con el tacón de la bota, pero era seco y duro como una roca.
—No tenemos pala —dijo finalmente. Se volvió y echó a andar. Cuando
llegó a la altura de Szara añadió—: Siempre pasa esto cuando hay guerra. —

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Su voz era amarga y fría—. Han sido los campesinos. Han decidido cuidarse
por sí mismos.
—¿Cómo es que se han enterado de que estábamos aquí? —preguntó
Szara.
—Lo saben —respondió Vyborg.

Todavía con luz del día, vieron las columnas de humo negro de la ciudad
en llamas; el sonido de los disparos se hizo más nítido, era como el crepitar de
la leña seca al arder. Vyborg se puso al volante y Szara se sentó a su lado. No
hablaron durante mucho tiempo. Szara miró la aguja del depósito de la
gasolina, que oscilaba justo por debajo del punto medio. Cada vez que subían
una cuesta o una colina pequeña, Vyborg detenía el coche antes de llegar a la
cima, cogía los prismáticos y hacía a pie el trecho que faltaba. Szara
permanecía en guardia, con el rifle dispuesto, detrás del coche. A la cuarta o
quinta operación de este tipo, Vyborg apareció justo debajo de la ceja de la
colina e hizo señas a Szara con la mano para que se acercara.
—Están al otro lado —le dijo cuando llegó a su altura—. Vaya despacio,
péguese al suelo cuanto pueda y no hable; haga señas si lo cree necesario. La
gente percibe los movimientos y oye los sonidos humanos.
El sol era abrasador. Szara se arrastró sobre los codos y las rodillas,
respirando el polvo, con el rifle atravesado entre los brazos. El sudor le
perlaba la frente y le rodaba por las mejillas.
Cuando coronaron la cuesta, Vyborg le entregó los prismáticos, aunque el
valle se veía muy bien sin necesidad de ellos. Tenían a la vista la estación de
empalme del ferrocarril —tal como Vyborg había pronosticado—, situada
junto a un camino polvoriento al pie de una larga y suave pendiente. Una vía
única trazaba una curva hacia el oeste, y se unía en la estación de empalme a
la doble vía del eje Norte-Sur. La caseta del guardagujas y las palancas de
hierro, bajo un cobertizo de madera, estaban a un lado de los dos apartaderos,
unos trozos de vía muerta donde un tren podía detenerse mientras otro usaba
la salida de la derecha.
El pequeño valle, casi todo de matorrales y arbustos, hormigueaba del gris
de la Wehrmacht. La caseta y el aparato del cambio de agujas aparecían
protegidos por sacos de arena y una ametralladora; varios oficiales de
ferrocarriles de la Wehrmacht, que identificaron como a tales por sus galones
en las hombreras cuando los enfocaron con los prismáticos, estaban reunidos
con banderas verdes en la mano. Por la posición del largo tren con vagones de

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carga que se encontraba detenido en la vía oeste, Szara dedujo que el tren
militar había llegado directamente desde la frontera alemana. Otros detalles
confirmaban su impresión. A lo largo del costado de uno de los vagones
estaba escrito con tiza; Wir fahren nach Polen um Juden zu versohlen,
«Viajamos a Polonia para zurrar a los judíos». Por las insignias supieron que
estaban siendo testigos de la llegada de una parte de la Séptima División de
Infantería; unos mil hombres estaban formados ya, mientras que unos
centenares seguían saliendo por las puertas abiertas de los vagones de carga.
Gracias a los prismáticos, Szara pudo ver con toda claridad los rasgos
faciales de los soldados. Los veía a través de la calina creada por el humo
suspendido en el aire del valle, con un primer plano de maleza que cortaba su
campo de visión y la magia de las cosas distantes aumentadas de tamaño —
las bocas se movían, mas no se oía sonido alguno—, pero pudo ver quiénes
eran. Agricultores, haraganes, mecánicos, matones callejeros, empleados,
obreros fabriles y estudiantes, un Ejército de caras jóvenes, morenos y rubios,
algunos risueños y otros temerosos, algunos bravucones y otros silenciosos y
retraídos, algunos guapos y otros feos, la mayoría sin rasgos especiales: un
Ejército como cualquier otro. Los oficiales, casi todos entre los treinta y los
cuarenta años (mientras que los soldados estaban entre los dieciocho y los
veintipocos), permanecían apartados, fumando y charlando en pequeños
grupos; los sargentos y los cabos se ocupaban del orden entre tanta confusión
y movimiento.
Szara observó con particular atención a los oficiales. Todos estaban
cortados por el mismo patrón: altos, fuertes, competentes, con fácil autoridad
pero sin jactancia. Eran, lo sabía, el alma del Ejército; supervisores y
dirigentes más que ejecutivos, y de la habilidad de ellos dependía, en último
término, la derrota o la victoria. Trabajaban con sus unidades casi con
indiferencia, a veces cogían a un descarriado de cualquier parte del uniforme
y lo situaban donde le correspondía, sin hacer casi nunca un comentario, sólo
le indicaban la dirección que debía seguir, con un pequeño empujón para que
se pusiera en marcha.
Los caballos eran conducidos desde un grupo de vagones de ganado, más
alejados en las vías, hasta la zona de embarque. Eran unos animales grandes y
musculados, domados para la milicia en las yeguadas de la Prusia Oriental. Su
destino, el arrastre de la artillería de la División y de los carros de
aprovisionamiento y municiones; algunos de los mejores eran montados por
los oficiales: el Ejército alemán, como casi todos los ejércitos europeos, se
movía con los caballos. Había unos pocos coches oficiales, como el que Szara

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y el coronel estaban usando, para los oficiales de mayor graduación y el
cuerpo médico, pero los caballos eran los que hacían el trabajo más duro,
cuatro mil para cada división de diez mil soldados. La punta de lanza de la
ofensiva alemana era acorazada —divisiones de tanques y camiones, y su
rapidez de movimiento había puesto fuera de combate, hasta aquel momento,
a las fuerzas defensivas de Polonia—; pero las unidades que ahora se
incorporaban estaban destinadas a ocupar el territorio que los grupos
acorazados de gran movilidad habían conquistado.
Szara cambió la dirección de los prismáticos y enfocó la carretera que
llevaba al Norte, por la que ya marchaban varias compañías. No desfilaban,
caminaban, llevando las armas al desgaire; como siempre, los más altos
cargaban con los rifles, mientras que los bajos y delgados arrastraban las
ametralladoras de trípode y los tubos lanzamorteros; la formación, si bien
desigual, era funcional. La máquina, por el momento, iba despacio. Szara vio
que un cañón de campaña había volcado en una zanja, los caballos tiraban,
enredados en las riendas, y pateaban, asustados, para conservar el equilibrio;
era evidente que el accidente acababa de ocurrir. La situación se normalizó en
seguida: un sargento gritó órdenes, varios soldados sujetaron y tranquilizaron
a los caballos, otros desenredaron las riendas y un tercer grupo se organizó
para izar el cañón hasta la carretera. Sólo les llevó un momento, muchas
manos voluntariosas —¡aúpa!— y asunto resuelto. Continuaron la marcha.
Vyborg lo tocó en el hombro para llamar su atención e hizo un
movimiento con la mano dándole a entender que ya habían espiado lo
suficiente. Szara retrocedió a rastras durante un rato, luego se levantaron y
fueron hasta el coche. Vyborg habló en voz baja, porque por más que
estuvieran bastante lejos de los alemanes, algo de su presencia les quedaba.
—Ésa es la carretera de Cracovia —dijo el coronel—. Nuestro cálculo ha
sido, después de todo, correcto. Pero, como ha visto, la carretera está ocupada
ahora.
—¿Qué podemos hacer?
—Dar la vuelta por detrás o intentar pasar furtivamente por la noche.
—Entonces, ¿nos han cortado la retirada?
—Sí; al menos de momento. ¿Qué le ha parecido la Wehrmacht?
Subieron al coche. Vyborg puso el motor en marcha y retrocedió con
lentitud por el sendero hasta una curva desde la que dejaron de ver la cima de
la colina en la que habían estado.
—Mi impresión es que no quiero ir a la guerra con Alemania —dijo Szara
después de que Vyborg retrocediera hasta el trigal para dar la vuelta.

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—Quizá no haya otra elección —dijo Vyborg.
—¿Cree entonces que Hitler atacará Rusia?
—A su debido tiempo, sí. No podrá resistirse. Cosechas, petróleo, mineral
de hierro: todo lo que Alemania necesita. Por cierto, ¿se ha fijado en los
caballos?
—Bellos.
—Inútiles.
—No soy un entendido, pero me parecieron sanos. Grandes y fuertes.
—Demasiado grandes. Los rusos tienen unos caballos pequeños y tenaces,
los llaman panje, que viven de la maleza. Estos grandes animales de los
alemanes desaparecerán en el lodo ruso; eso fue lo que le ocurrió a Napoleón,
entre otras cosas. Son caballos muy fuertes y poderosos, pero demasiado
pesados. Y, además, hay que alimentarlos.
—Supongo que Hitler habrá estudiado las campañas de Napoleón.
—Él se cree mejor. Napoleón salió de Rusia con unos pocos centenares de
hombres. El resto se quedó como fertilizante. Cientos de miles.
—Sí, lo sé. El «General Invierno», como los rusos lo llaman, acabó con
ellos.
—Eso no es del todo cierto. Sólo remató el trabajo que estaba empezado
ya. Lo que los derrotó fue el tifus. Quiero decir, los piojos. Rusia se defendió
de una forma que nadie puede concebir realmente. Los campesinos han vivido
con esos piojos toda su vida, están inmunizados. Los centroeuropeos, es decir,
los alemanes, no. Lejos de mi intención inmiscuirme en el apparat de
espionaje del viejo «Kinto», pero si Hitler empieza a mostrarse hostil, alguien
debería ir a echar un vistazo a las pomadas y profilácticos que los laboratorios
farmacéuticos alemanes están preparando. Eso, a la larga, puede resultar
decisivo. Claro que, ¿para qué le cuento todo esto? No creo que sirva para
Pravda. Pero, bueno, si sale vivo de aquí, y tiene la oportunidad de
encontrarse con uno de esos agentes que nunca ha visto, ya tiene algo para
susurrarle al oído.

La noche fue deliciosa, la inmensa oscuridad del firmamento tachonada


por el plateado brillo de las estrellas. Szara se acostó de espaldas, cruzó sus
brazos bajo la cabeza y contempló el espectáculo, maravillado por lo que
veía, pero desesperado por la falta de agua. Hablar les resultaba casi doloroso;
sus voces sonaban espesas y roncas. Poco después de ponerse el sol subieron
otra vez a su atalaya; tenían la sensación, como unos animales sedientos, de

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que en alguna parte cercana a la caseta del guardagujas había un arroyo o un
pozo. Pero otro tren vino a ocupar las vías del oeste y, a la luz de varias
hogueras, las unidades se aprestaron a marchar hacia el Norte, por la carretera
de Cracovia.
A medianoche tomaron una decisión. Abandonaron el coche y echaron a
andar hacia el sur, a través de los campos, portando armas, cantimploras y
equipaje de mano. Las dos primeras horas supusieron una verdadera agonía;
tuvieron que andar a tientas, tropezando con la espesa broza que bordeaba los
trigales, deteniéndose llenos de pavor ante cualquier ruido nocturno. Lo que
finalmente los ayudó fue una patrulla alemana del ferrocarril; una locomotora,
con un faro que proyectaba un aguzado cono de luz amarilla sobre los raíles,
marchaba con lentitud y arrastraba un vagón plataforma ocupado por soldados
con ametralladoras. Orientados por la luz, Szara y el coronel caminaron
durante otro hora, al cabo de la cual vieron la silueta de lo que buscaban.
Entonces aguardaron hasta que la patrulla desapareció en el horizonte.
La minúscula estación de ferrocarril tenía una torre de agua. Abrieron el
grifo de la base y, por turnos, bebieron con avidez del chorro que caía a
borbotones sobre la tierra. Era un agua repugnante, de mal olor y gusto
rancio; Szara notó el sabor de la madera sucia y podrida y de Dios sabe qué,
pero la sorbió codicioso de sus manos dispuestas como un cuenco, sin
importarle las salpicaduras en la camisa y en pantalones. Un hombre y una
mujer salieron de una casa que había detrás de la estación; él hacía de jefe de
estación, de guardavías, de guardagujas o de lo que hiciera falta.
Vyborg saludó educadamente a la pareja y dijo al hombre que necesitaba
ropa, cualquiera que tuviera. La mujer se fue y volvió con una camisa y un
pantalón gastados, unos zapatos rotos, una chaqueta liviana y una gorra.
Vyborg sacó la cartera de su guerrera y ofreció un fajo de billetes al hombre.
Él miró tercamente a sus pies, pero la mujer dio un paso adelante y cogió el
dinero sin decir ni una palabra.
—¿Qué será ahora de nosotros? —preguntó el hombre.
—Sólo podemos esperar a ver qué ocurre —contestó Vyborg. Hizo un lío
con la ropa y recogió el rifle y las cantimploras—. Voy a llevarme esto para
enterrarlo. —El hombre le dio una pala de carbón y Vyborg desapareció en la
oscuridad del campo, lejos de las vías.
—Enterrar unas botas tan buenas como ésas… —dijo la mujer.
—Será mejor que las olvide —le aconsejó Szara—. Los alemanes saben
lo que son y quiénes las llevan.
—Sí, pero aun así…

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—Es malo ver cosas como ésta —la interrumpió el hombre en tono
cortante, enfadado porque la mujer pensara sólo en las botas—. Ver cómo un
oficial polaco entierra su uniforme.
—¿Funcionan los trenes? —preguntó Szara.
—Quizá dentro de unos días —contestó el hombre—. Desde aquí hay uno
que va a Cracovia, o al sur, a Zakopane, en las montañas. En tiempos
normales, cada martes, justo a las cuatro de la tarde.
Permanecieron juntos en un silencio embarazoso durante un buen rato,
hasta que un obrero salió del campo, cruzó las vías y dijo: «Ya está listo». Era
Vyborg.

A falta de trenes, Szara y Vyborg decidieron ir hacia el este, por el camino


que salía de la estación hacia el sur, luego bordeaba la frontera eslovaca y por
fin giraba siguiendo los valles fluviales de los Cárpatos. Se unieron a la
columna interminable de refugiados, a pie, en carros tirados por caballos de
carga y, de vez en cuando, en automóvil. Las unidades alemanas estaban
apostadas en los cruces de la carretera, pero los soldados no interferían en la
emigración; parecían aburridos, desinteresados, mientras permanecían
apoyados en las paredes de piedra o en los pretiles de los puentes, fumando,
mirando inexpresivos cómo fluía aquel río humano delante de sus ojos. No
pedían papeles, no llamaban ni buscaban a nadie de sus filas. Szara advirtió
que algunos de los que iban en la columna de refugiados podían ser soldados
que, como Vyborg, habían escondido el uniforme y haciéndose con ropa de
civil. Entre ellos había diversas opiniones sobre la actitud de los alemanes,
desde aquellos que les atribuían benevolencia: «Los Fritze quieren ganar
nuestra confianza», hasta los pragmáticos: «Cuantos menos polacos haya en
Polonia, mejor para ellos. Ahora el problema será para los rusos». La
carretera del este se convirtió en una ciudad móvil: nacían niños y morían
viejos, se hacían amistades y se perdían, se ganaba, se gastaba y se rodaba el
dinero. Un viejo judío, con una barba blanca que le caía sobre el pecho,
cargado de un saco de ollas y sartenes que sonaba a su espalda se confió a
Szara.
—Es la cuarta vez que hago este camino. El 1905 fuimos hacia el oeste
para escapar de los pogroms; en 1916, hacia el este, para huir de los
alemanes; luego, en 1920, otra vez hacia el oeste, con los bolcheviques tras
nuestras cabezas. Y aquí estamos de nuevo. Ya no me preocupo. Todo se
resolverá por sí solo.

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Seis días tardaron en llegar a la pequeña ciudad de Krosno, a unos ciento
treinta kilómetros al este de la línea Cracovia-Zakopane. Allí, Szara vio con
asombro que la bandera polaca ondeaba aún, orgullosa, sobre la entrada de la
estación del ferrocarril. No sabía cómo, pero se habían alejado del avance
alemán. ¿Acaso la Wehrmacht había permitido que la columna de refugiados
entrara en territorio controlado todavía por los polacos para que entorpeciera
los sistemas de suministros y transportes? No se le ocurría otra razón; pero, en
el mejor de los casos, le parecía dudoso. Vyborg dejó a Szara en la estación y
marchó en busca de una unidad militar de información y de un radiotelégrafo
entre las fuerzas que manejaban la defensa de Krosno. Szara pensó que era la
última vez que lo veía, pero reapareció dos horas más tarde, todavía con el
aspecto de un obrero digno y más bien refinado, con su gorra y su chaqueta
usada. Buscaron refugio junto a uno de los pilares que sostenían el techo de
madera de la terminal, rodeados por la incansable multitud de gente exhausta
y desesperada que pasaba sin cesar. El ruido era ensordecedor: gente que
gritaba y discutía mientras los niños chillaban, y un sistema de altavoces que
barbotaban indescifrables sonidos sin sentido. Tuvieron que levantar la voz
para hacerse oír.
—Por fin he podido conectar con mis superiores —dijo Vyborg.
—¿Saben cómo están las cosas?
—Hasta cierto punto, sí. En lo que a usted respecta, Lvov no sufre ningún
ataque, pero es una situación que puede cambiar de un momento a otro. En
cuanto a mí…, se sabe que mi unidad llegó a Cracovia; pero, a partir de ahí,
sólo silencio. Las comunicaciones están muy mal, varias divisiones polacas se
encuentran copadas; casi todas ellas tratan de romper el cerco para dirigirse a
Varsovia. La capital será defendida, y se espera que resista. Personalmente le
doy un mes como máximo, tal vez menos. Temo que haya pocas esperanzas
para nosotros. Este país ha visto mucho milagros, en ocasiones incluso en la
guerra, pero la sensación es que no se puede hacer mucho. Hemos pedido
ayuda al mundo, por supuesto. En cuanto a mí, ya tengo asignada una nueva
misión.
—¿Fuera del país?
Los finos labios de Vyborg esbozaron una apretada y fugaz sonrisa.
—Me es imposible decirle nada. Pero puede desearme suerte, si eso le
agrada.
—Por supuesto, coronel.
—Yo le rogaría, señor Szara, que escribiera acerca de lo que ha visto, si es
que tiene la oportunidad de hacerlo. Que fuimos muy valientes, que nos

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enfrentamos a ellos, que no nos rendimos. Y en el caso de que no pudiera
contarlo así, lo mejor que podría hacer por nosotros sería guardar silencio. Me
refiero a su encargo de Pravda. Historias sobre nuestras minorías nacionales
han aparecido ya en Londres y en París, incluso en Estados Unidos. Quizá
usted no quiere añadir su voz al coro de ladridos.
—Ya encontraré alguna forma.
—Sólo se lo ruego. Eso es lo que todos los oficiales de los ejércitos
derrotados pueden hacer, apelar a la conciencia; pero aun así, yo se lo ruego.
Quizá, todavía en su corazón usted se sienta polaco. La gente de esta nación
anda desperdigada, pero con frecuencia se acuerda de nosotros y no sería
inapropiado que usted se uniera a ellos… Entretanto, y de cara a lo práctico,
me han dicho que hay un tren para Lvov que saldrá de aquí dentro de una
hora. Me gustaría pensar que usted logrará subir a él, tendrá que arreglárselas
por su cuenta; pero así, al menos, habré cumplido con mi parte del trato,
aunque por una ruta inesperada.
—Los periodistas saben muy bien cómo meterse a la fuerza en un tren,
coronel.
—Quizá volvamos a vernos —añadió Vyborg.
—Espero que sí.
—Buena suerte. —El apretón de manos de Vyborg fue vigoroso. Luego se
perdió entre la muchedumbre de refugiados.
Szara pudo subir al tren, aunque no para viajar dentro. Se abrió camino
hasta un lado del vagón, y logró llegar a los peldaños desplegados de hierro.
Ya había un pasajero que se había apoderado del escalón inferior, pero Szara
esperó a que el tren se pusiera en movimiento y entonces saltó y logró
sentarse a un lado. Su compañero era un hombre triste y malhumorado, que
rodeaba una cesta de mimbre con ambos brazos y que, con el hombro, trató de
tirar a Szara del tren; ese escalón le pertenecía y era su sitio según estaban las
cosas.
Pero Szara recurrió a un viejo truco: con su mano libre asió una solapa de
la chaqueta del hombre, y le hizo ver que cuanto más fuerte empujara, más
probable sería que consiguiera echar a Szara del tren, pero que él iría detrás.
El tren no logró alcanzar una marcha rápida, llevaba gente colgada por fuera
de las ventanillas, otros iban tendidos en los techos y también los había
colocados en los topes entre los vagones; la locomotora apenas podía mover
tanto peso. Durante mucho rato, los dos hombre se miraron a los ojos, el uno
empujando, el otro a él agarrado, con los rostros separadas por sólo unos
centímetros. Luego, por fin, ambos cesaron en el forcejeo y apoyaron la

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espalda en los que ocupaban los peldaños superiores. El tren tardó seis
agónicas horas en recorrer los ciento treinta kilómetros hasta Lvov, y si la
estación de Krosno había sido un infierno de multitudes en lucha, la de Lvov
fue mucho peor.
Para cruzar el andén, Szara tuvo que pelear, en el sentido de la palabra. El
calor del ambiente era sofocante; empujó cuerpos, tropezó con un cesto de
gallinas y cayó de boca contra el suelo de cemento; luego tuvo que luchar en
un bosque de piernas para levantarse antes de que lo mataran a pisotones.
Alguien le dio un puñetazo en la espalda, muy fuerte; no vio quién lo hizo,
sólo sintió el golpe. Cuando llegó a la sala de espera, se vio en medio de un
grupo que aunaba su peso para llegar a la salida. Casi la habían alcanzado
cuando una muchedumbre, aterrorizada y frenética, empujó en dirección
contraria. Szara se vio elevado en el aire y temió que la presión le rompiera
las costillas; entonces golpeó con una mano, dio a algo húmedo que provocó
un grito de dolor, y, con un enorme esfuerzo, consiguió volver a poner los
pies en el suelo.
En alguna parte, apenas rozando el límite de su consciencia sonaba el
ronroneo de un avión, pero no intentó relacionarlo con nada del mundo real,
estaba allí, simplemente. Se movió hacia un lado durante unos segundos,
luego una misteriosa contracorriente lo levantó y lo lanzó a través de las
puertas de la estación; consiguió mantener el equilibrio apoyando una mano
en el cemento del suelo. Luego abrió mucho la boca para respirar el aire una
vez se vio liberado de la muchedumbre.
Se encontró, no en la plaza principal de Lvov, sino en una calle lateral de
la estación del ferrocarril. La gente corría y gritaba, y él ignoraba la razón.
Había varios carros abandonados por sus conductores; los caballos corrían
desbocados por las calles empedradas; huían de lo que fuese y dejaban caer
verduras y sacos de arpillera de los carros. El aire estaba lleno de diminutas
plumas blancas que no sabía de dónde venían, pero que habían invadido la
calle como una ventisca. El ronroneo aumentó su intensidad, y entonces
levantó la mirada al cielo. Por un momento quedó como hipnotizado. En
alguna parte, en un archivo de la casa de la rue Delesseux, había una silueta
vista desde abajo, identificada en una cuidada escritura cirílica como el
«Heinkel-111»; y lo que vio por encima de su cabeza era una perfecta réplica
del perfil oscurecido entre las páginas de lo que en ese momento recordó
como el archivo de Baumann. Se trataba de uno de los bombarderos
controlados por el cable de estampación que se fabricaba en las afueras de
Berlín. Había una segunda escuadrilla que se acercaba, por lo menos media

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docena de aviones en el cielo sobre la ciudad, y recordó, si no con hechos y
cifras precisas, al menos su verdadera utilidad: producir la virtual aniquilación
de cualquier casa de madera o de piedra y de cualquier señal de vida una vez
arrojadas sus bombas. Cuando los aviones se colocaron en formación, una
serie de cilindros negros y alargados parecieron flotar por debajo de ellos y
comenzaron a caer dando tumbos, en trayectorias irregulares sobre la tierra.
La primera explosión —la sintió en sus pies y la oyó en la lejanía— lo
sobrecogió, a ésa siguieron otras, cada vez con más estruendo. Corrió. A
ciegas y sin un propósito determinado, preso del pánico, luego tropezó y cayó
junto a una entrada. Golpeó la puerta, que se abrió a su impulso, y se arrastró
dentro de una habitación. Olió serrín y laca; se encontró con una mesa grande,
toscamente tallada, y se lanzó debajo de ella. Sólo entonces descubrió que no
estaba solo, había un rostro pegado al suyo, el de un hombre con una barba
descuidada, gafas de medios cristales y un trozo de lápiz entre su sien y la tira
de su gorra. Los ojos del hombre eran blancos y grandes, ciegos de terror.
Szara se hizo un ovillo cuando un ruido espantoso de algo roto cayó en la
mesa bajo la que se protegía; quizá soltó un alarido, o tal vez fue el hombre
que estaba encogido a su lado; perdió la noción de quién era ni dónde se
encontraba, el mundo estalló dentro de su cabeza; entonces cerró los ojos con
tanta fuerza que pudo ver colores brillantes en la oscuridad. El suelo se
onduló con un crujido a la siguiente explosión, y Szara quiso pasar a través de
él con sus uñas para alcanzar lo profundo de la Tierra. Hubo una explosión
más, y luego otra más alejada, y, por fin, el silencio, que sonó en sus oídos
antes de que se diera cuenta de lo que significaba.
—¿Se ha acabado? —preguntó el hombre en yiddish.
El aire estaba enrarecido por el humo y el polvo; los dos empezaron a
toser; Szara sentía como si tuviese fuego en la garganta.
—Sí —respondió—, se han ido.
Juntos y muy despacio salieron de debajo de la mesa. Entonces Szara vio
que se hallaba en una carpintería, y que el hombre con las gafas de medios
cristales debía de ser el carpintero. Las ventanas habían desaparecido, y Szara
tuvo que buscar durante mucho rato antes de descubrir pequeñas astillas de
cristal empotradas en la pared trasera. Sin embargo, no vio otros desperfectos.
Lo que había arrancado las ventanas también había atrancado la puerta; el
carpintero tuvo que tirar con toda su fuerza para conseguir abrirla.
Con precaución, se asomaron a la calle. A su izquierda había un agujero
donde antes había habido una casa, sólo quedaba un montón de maderas y
ladrillos; la casa siguiente estaba en llamas, con hervores de humo negro

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saliendo por las ventanas altas. Alguien cerca pidió socorro, quizá la voz de
una mujer. El carpintero exclamó: Mein Gott! y se cubrió el rostro con las
manos.
Al otro lado de la calle, en el extremo más alejado de la casa en llamas, se
había abierto un enorme cráter. Fueron hasta allí y miraron: manaba agua de
una tubería rota. Oyeron otra vez la voz que pedía socorro. Salía de una tienda
situada enfrente del cráter.
—Es Madame Kulska —dijo el carpintero.
La puerta de la tienda había desaparecido y el interior, un taller de
modista, había sido arrasado como por un tifón. Había trozos desperdigados
por todas partes.
—¿Quién está ahí? —preguntó la voz.
—Soy Nachman —respondió el carpintero.
—Aquí debajo —insistió la voz.
Aquí debajo quería decir, como vieron, bajo una confusa capa de ladrillos
caídos. Szara y el carpintero apartaron rápidamente los escombros y vieron la
parte trasera de un gran armario y a una mujer pequeña debajo de él. Szara
agarró de una esquina y el carpintero de otra.
—Ein, zwei, drei —dijo el carpintero. Al unísono levantaron el mueble
hasta hacerlo caer contra la pared de ladrillos aplastados; entonces sus puertas
se abrieron, mostrando una hilera de vestidos, de formas y colores diferentes,
colgados de perchas de madera.
—Deme su mano, señor Nachman —pidió la mujer. Los dos la ayudaron
a levantarse. Szara no vio sangre. La mujer se miró la mano con curiosidad y
luego movió los dedos.
—¿Está herida? —preguntó el carpintero.
—No —dijo la mujer con voz débil y afectada por el asombro—. No, me
parece que no. ¿Qué ha ocurrido?
Szara oyó el sonido de una campana. Dejó al carpintero y a la mujer y se
asomó a la puerta. Un coche bomba había llegado ante la casa incendiada, y
los bomberos estaban enroscando una manguera a la trasera del tanque del
agua. Szara salió de la tienda y bajó por la calle. Dos hombres corrían por
ella, llevaban a un muchacho herido en una camilla improvisada con una
colcha. El corazón de Szara se llenó de amargura. ¿Qué objeto tenía lanzar
bombas en un barrio como aquél? ¿Matar? ¿Sólo eso? Un hombre subido a
una escalera de mano ayudaba a salir a una mujer por una ventana de la cual
escapaba ya una ligera nube de humo. Ella lloraba, con un ataque de histeria.

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Al pie de la escalera, un grupo de vecinos le dirigían palabras de ánimo para
sosegarla.
La calle siguiente estaba intacta. Igual que la adyacente. Un hombre vino
corriendo.
—Hay ocho muertos en la estación —dijo a Szara.
—Es terrible, terrible —se lamentó éste.
Luego el hombre siguió su carrera para decírselo a otro. Pasó otro coche
de bomberos. El conductor era un rabino, con un pañuelo ensangrentado atado
a la frente; sentado a su lado, un muchacho tocaba aplicadamente la campana
tirando de la cuerda atada al badajo. Szara se sentó en los guijarros de la calle.
Bajó la mirada y vio que seguía aferrado al maletín. Tuvo que ayudarse de la
mano libre para separar los dedos del asa. La gente pasaba aturdida, como
atontada. Szara puso el maletín entre sus pies y reposó la cabeza entre las
manos. Esto no es humano, pensó, hacer esto no es humano.
Pero había otra cosa en su mente, el fantasma de un pensamiento que se
sobreponía a sus sentimientos. La ciudad de Lvov había sido bombardeada
por una escuadrilla de «Heinkel-111». Había gente muerta, casas destruidas,
incendios que apagar y heridos que curar.
Pero la ciudad seguía allí. No había sido reducida a un montón de cenizas
humeantes, de ninguna manera. De repente: una forma oscura que había visto
semienterrada en una avenida cercana; era una bomba que no había estallado.
Otras habían caído en las calles, entre casas, en patios y jardines; otras habían
horadado los tejados, pero habían dejado a sus habitantes milagrosamente
ilesos. Poco a poco, el conocimiento se fue abriendo paso hasta su conciencia.
No pudo creerlo al principio y tuvo que repetírselo en voz alta: «¡Dios mío,
estaban equivocados!».

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POSTE RESTANTE

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En la penumbra moteada y acuosa de la sala de hidroterapia, el periodista
Vainshtok se limpiaba las gafas con un pañuelo sucio. Se restregó los ojos y
arrugó el puente de la nariz, presentado el semblante ceñudo del intelectual
despojado momentáneamente de sus gafas.
—Chomaya grayaz —dijo con desprecio, mientras bizqueaba al examinar
cada lente por separado—. No hay más que eso.
La frase era típica de la jerga de los periodistas —significaba,
literalmente, «lodo gris»— y definía un tipo de propaganda cuyo propósito
era oscurecer un asunto y ocultar la realidad.
—«La patética situación de las minorías nacionales en Polonia» —se citó
Vainshtok en tono de burla—. Buuuh.
—¿Por qué? —preguntó Szara.
—Bueno. —Vainshtok volvió a ponerse las gafas y reflexionó un instante
—. Cualquiera que sea la razón, eso era lo que querían. Me dieron la primera
página y pusieron mi nombre en letras gruesas.
A unos diez kilómetros de Lvov se encontraba Krynica-Zdroj, uno de los
balnearios más elegantes de Polonia, adonde acudían los privilegiados que
habían logrado añadir a su crónica melancolía un hígado exhausto y un
lumbago pernicioso, afecciones que curaban con inmersiones y duchas,
zambullidas e ingestiones de las olorosas aguas sulfurosas que brotaban desde
lo más profundo de la tierra. Y si al mismo tiempo tenían la oportunidad de
hacer algún pequeño negocio, encontrar una esposa, o un esposo, o rematar
una aventura amorosa, miel sobre hojuelas. En aquel momento, la clientela
del balneario se limitaba a un puñado de periodistas soviéticos y a una horda
de diplomáticos extranjeros con sus familias, escapados al Este para eludir los
combates de Varsovia.
—El porqué lo querían en realidad, parece bastante obvio —continuó
Vainshtok. Y subrayó la frase levantando una de sus hirsutas cejas con aire de
conspirador.
Szara estuvo a punto de soltar la carcajada. Vainshtok era una de esas
personas que siempre dejan entrever con el gesto lo que piensan, pero en
aquel momento parecía bastante raro. Su piel se veía verdosa a la oscuridad

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de día lluvioso que reinaba en la piscina del sótano, se agitaba incómodo
sobre el esqueleto de una silla de jardín, cuyos cojines habían desaparecido
junto con los enfermeros de bata blanca que cada mañana iban a colocarlos, y
llevaba una pistolera bajo la axila —la correa le cruzaba la corbata pintada a
mano—, de la cual sobresalía la empuñadura de una automática. Tras él, la
pared de azulejos verde espuma enmarcaba un Neptuno sobre un caballo
marino de color ultramar y ocre.
—Claro que nada de eso es verdad —añadió—. Esos ucranianos
castigados por el hambre y esos rusos blancos perseguidos con tanta crueldad,
todos gimiendo bajo la bota de la tiranía polaca, son, en realidad, unidades
armadas atacantes; y eso es tan cierto como que nos encontramos en esta
cueva abandonada de Dios. Y eso ocurre cuando los polacos tratan de
establecer posiciones defensivas en aquellas tierras pantanosas. Lo que hay
allí son las mismas bandas de ucranianos fuera de la ley que ya hubo en otros
tiempos, y que Moscú quiere que, a pesar de todo, veamos con simpatía. ¿Qué
quieren con eso? A ver, dímelo tú.
—Que están preparando alguna acción contra los polacos.
—¿Y qué más?
Szara contempló la piscina. Verde y quieta. En cada extremo había
imponentes bombas de agua, monstruos de níquel y plata con manómetros
circulares, grifos de cerámica y tuberías de caucho mal enrolladas en ruedas
de hierro. Imaginó una fila de barbudos aristócratas desnudos en espera del
tratamiento; había algo de decimonónico y ligeramente siniestro en aquellos
aparatos, como si quisieran persuadir a los locos de no volver a la cordura.
—Mientras tanto —siguió Vainshtok—, el muy apreciado André Szara se
va a recorrer los campos de batalla del sur de Polonia, pierde la oportunidad
de escribir su gran historia sobre las minorías nacionales y provoca la
consternación general.
—¿Consternación dices? —Szara rió sin ganas—. ¡Qué palabra! ¿Por qué
no alarms and excursions, como dicen los ingleses? La verdad es que, con
todo este caos, dudo que nadie lo haya advertido.
—Pues te equivocas de medio a medio.
El tono de su voz despertó la atención de Szara.
—Ah, ¿sí?
—Sí.
Otra vez el tono, esta vez en un monosílabo. Algo nada típico en
Vainshtok. Szara dudó, luego se inclinó hacia delante, con el gesto del

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hombre dispuesto a preguntar con franqueza algo embarazoso, y quizá
peligroso. Pero Vainshtok se apresuró a tranquilizarlo.
—Oh, ya sabes cómo son. Cualquier minucia les pone furiosos y les hace
dar saltos mortales, como los ministros del rey en un cuento infantil.
—¿Alguien de los que están aquí?
Vainshtok contestó a la pregunta con un encogimiento de hombros y el
ceño fruncido.
—Tres judíos se encuentran en el cielo; el primero dice…
—Vainshtok…
—El día de mi muerte, toda la ciudad de Pinsk…
—¿Quién preguntó por mí?
—Quién. —Vainshtok suspiró y negó con la cabeza—. Quién. El quién de
siempre.
Szara siguió esperando.
—No le pregunté su nombre. Pero él sabía el mío, y seguro que conocía la
longitud de mi schvontz[19] y quién era la comadrona que atendió a mi madre.
Quién, preguntas. Un cosaco con abrigo. Con ojos de carpa muerta. Vamos a
ver, André Aronovich, se supone que tienes que estar en Lvov. Pero no es así.
¿Crees que nadie se va a enterar? Así que vienen a buscarte. ¿Qué debo
decirles? «¿Szara? Es mi mejor amigo, me lo cuenta todo, acaba de bajarse en
Cracovia para comprar panecillos, no os preocupéis por él». Tendría que
haber sido hasta gracioso… y si no lo fue, merecía tener gracia. Fíjate, ocurrió
el mismo día que los alemanes atacaron Lvov: edificios incendiados, gente
llorando por las calles, tanques en el mercado, la jodida svástica ondeando en
el balcón del Ayuntamiento, unos pocos fanáticos disparando desde las
ventanas. Y de pronto, alguien, alguien del apparat, surge como por arte de
magia y todo lo que quiere saber es dónde se encuentra Szara. Estuve a punto
de decirle: «Usted perdone, pero se está metiendo en lo que no le importa»,
pero no se lo dije, tú sabes que no se lo dije. Me arrastré delante de él hasta
que se fue. ¿Qué quieres?, ¿que me arrepienta?, ¿que llore? En realidad no sé
nada de ti, de verdad. Así que no le dije nada. Sólo que tardé tiempo en
decirle eso.
Szara volvió a sentarse en la silla del jardín.
—No te preocupes. Yo estaba en la ciudad aquel día. Vi lo mismo que tú.
—Entonces lo sabes. —Vainshtok se quitó las gafas, las miró y volvió a
ponérselas—. Todo lo que quiero es seguir vivo. Y si soy un cobarde, qué.
Szara vio cómo le temblaban las manos. Sacó un cigarrillo y se lo ofreció,
luego prendió una cerilla y la mantuvo encendida mientras Vainshtok

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aspiraba el humo.
—¿Han estado los alemanes por aquí?
Vainshtok expulsó el humo por la nariz.
—Sólo un capitán. Vino al día siguiente de la ocupación de la ciudad. Un
par de embajadores salieron a recibirlo. Todos se pusieron a cuchichear aquí;
luego entró y se tomó una taza de té en el vestíbulo. Se evitó una crisis
diplomática, como se decía antes, y los SS no dieron señales de vida. Yo
hubiera tenido pocas posibilidades de escapar. —Acarició la pistola con
afecto—. Tengo la sensación de que, en determinadas circunstancias, el pacto
de no agresión de poco serviría para alguien con mi aspecto. «Oooh, lo
lamento. ¿Era un judío ruso? Qué le vamos a hacer».
—¿Dónde la conseguiste?
—¿No conoces a Tomasz?, ¿el portero?, ¿grandes cejas canosas, gran
barriga, gran sonrisa…, como un Santa Claus polaco?
—Cuando llegué, él me dijo dónde estabas.
—Tomasz te consigue, por una cantidad módica, cualquier cosa que
necesites. —Vainshtok sacó la pistola de la funda y se la pasó a Szara. Era
una «Steyr» automática de acero azul, de fabricación austríaca, compacta y
pesada al tacto.
—Puedes jugar con ella tres minutos —dijo Vainshtok—, pero me has de
dar cinco canicas y un caramelo.
Szara se la devolvió.
—¿Dan de comer en este sitio?
—Dentro de una hora, más o menos —respondió Vainshtok después de
consultar su reloj—. Servirán remolachas hervidas. Luego, a la hora de la
cena, habrá más. Como ves, el clima es delicioso, y lo cierto es que las
remolachas están muy ricas.

Szara durmió en una tumbona de mimbre en el porche de la solana. El


hotel estaba abarrotado de gente y bastante suerte tuvo con encontrar un lugar
en donde dormir. Al extremo derecho de la tumbona había una hamaca,
también en el porche, que el primer cónsul español había reclamado como
cama, mientras que un agregado comercial danés, uno de los últimos en llegar
de Varsovia, se acostó en el suelo, junto a un armario donde se guardaban las
palas de crocket. Para comunicarse entre ellos, los tres se las arreglaron con el
francés; bajaron la voz después de la medianoche, delatados sólo por el brillo
de los cigarrillos encendidos, mientras comentaban los rumores, ocupación

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típica de quienes estaban en el balneario. Se decía que algunos elementos del
Ejército polaco se habían refugiado en los marjales de Pripet con la idea de
resistir hasta seis meses, a la espera de las fuerzas expedicionarias francesas y
británicas que se estaban organizando para defender a Polonia. Se creía que
habían detenido a un diplomático noruego. Era curioso, porque Noruega había
proclamado su neutralidad, pero quizá los alemanes habían cometido el
«error» como una advertencia. O tal vez no había nada de verdad en lo que se
contaba. Estados Unidos, de eso el danés estaba seguro, se había declarado
país neutral. Se estaba organizando un tren para sacar de Polonia a los
diplomáticos. Pero muchos de ellos, procedentes de Varsovia, y que habían
buscado refugio en el pueblo de Krzemieniec, al oeste de Polonia, habían
resultado muertos durante el intenso bombardeo de la Luftwaffe. El Gobierno
polaco había huido a Rumania. Varsovia se había rendido; Varsovia resistía
todavía; Varsovia había quedado tan destruida por las bombas que no había
nada que rendir. La Liga de las Naciones iba a intervenir. Szara fue
apartándose de la conversación sin darse cuenta; las quedas voces del porche
y el repiqueteo de la lluvia lo arrullaron y cayó dormido.
Fue un amanecer particularmente dorado el que lo despertó. El bosque
lejano revivía bajo una luz ambarina. Qué lástima que acabe aquí el verano,
pensó. Esto le hizo caer en la cuenta del día en que estaba. El diecisiete de
setiembre, calculó, después de ordenar la confusa sucesión de días y noches
en los que había estado vagando. A la salida del sol, el césped y los senderos
de gravilla brillaron con las gotas de lluvia caídas la noche anterior y, salvo
un carraspeo de electricidad estática en algún sitio del hotel, reinaba un
silencio absoluto. Un gallo lanzó su «quiquiriquí»; quizás había una aldea al
otro lado del bosque. Miró su reloj: las cinco y unos minutos. El español de la
hamaca del porche estaba echado de espaldas, tapado con la chaqueta, como
si fuera una manta, subida decorosamente hasta la barbilla. En su sueño, la
boca entreabierta bajo el poblado bigote dejaba escapar un siseo a cada
movimiento de su pausada respiración. Szara percibió en el aire, sólo un
instante, un ligero olor a café. ¿Sería posible? Tal vez sólo su deseo. No; lo
había olido. Se liberó de la chaqueta, que se le había enredado, y se incorporó
—oh, los huesos— comprobando que el maletín que había dejado la noche
anterior bajo la tumbona seguía en su sitio. Sentía picor en la barba. Pensó
que necesitaba encontrar la manera de calentar un cazo de agua para afeitarse.
En otras ocasiones había hecho vida de campamento. Pero aquello acabó
hacía tiempo. Se había acostumbrado a vivir en los hoteles. Alguien estaba
haciendo café, podría jurarlo. Se levantó y se desperezó, luego se dirigió hacia

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el vestíbulo. La anarquía. Cuerpos por todos lados. Una mujer con doble
papada roncaba en un sillón; al lado tenía una maleta que había atado a su
dedo con un lazo de zapato. ¿Qué guardaría en ella?, Se preguntó Szara. ¿El
servicio de plata de alguna Embajada? ¿Jamón polaco? ¿Fajos de zlotys?
Aunque éstos de poco le servirían ahora; con toda seguridad, los alemanes
habían impreso ya vales de ocupación listos para su uso. Fue hasta una
escalera y allí perdió el rastro; volvió sobre sus pasos, y entró en el comedor.
Con precaución empujó las puertas de vaivén de la cocina. Sólo vio un gato
dormido sobre una estufa. Sin embargo, el carraspeo, era más intenso, y el
café estaba más cerca. Al final de la cocina otra puerta oscilante daba a una
pequeña despensa, donde dos mujeres levantaron rápidamente la mirada,
sorprendidas por su aparición. Eran camareras del hotel, supuso Szara; unas
muchachas agraciadas, de nariz respingona y barbilla partida, una morena,
rubia la otra, ambas vestidas con faldas y blusas de algodón grueso, las manos
enrojecidas de fregar los suelos. Había una cafetera de cinc sobre un infernillo
colocado en una esquina, y en una radio de forma curvada, de un estilo
pasado de moda, colocada sobre un estante, se oía música sinfónica mezclada
con el carraspeo. Las camareras estaban bebiendo café en tazas del hotel.
Después de dar los buenos días, Szara pidió café.
—Díganme cuánto he de pagar —dijo—. Seré feliz pagándolo.
La muchacha rubia se ruborizó y bajó la mirada. La morena fue a buscar
una taza pequeña, la llenó de café y añadió un pellizco de azúcar de una bolsa
de papel. Le ofreció un trocito de madera a guisa de cucharilla.
—Tienen cerradas las cucharillas bajo llave en algún sitio —explicó—. Y
no necesita pagarnos nada, por supuesto. Lo compartiremos con usted.
—Son muy amables —contestó—. El café estaba fuerte y caliente.
—Sólo había quedado un poco —dijo la muchacha morena—. No lo dirá,
¿verdad?
—Nunca. Es nuestro secreto —respondió Szara con una sonrisa, y trazó
con un dedo una cruz sobre su pecho.
Dejó de oírse la música sinfónica, y fue sustituida por una voz que
hablaba en ruso: «Buenos días, éste es el servicio de noticias internacionales
de Radio Moscú».
Szara miró su reloj. Eran las cinco y media en punto, las siete y media en
Moscú. La voz del locutor era baja, suave y razonable; daba a entender que no
había que preocuparse mucho por lo que fuera a decir; todo había sido
preparado cuidadosamente en algún lugar del Kremlin. Hubo una referencia a
un comunicado, a una reunión del Comité Central y, luego, la noticia de que

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unas cuarenta divisiones del Ejército Rojo habían penetrado en Polonia a lo
largo de un frente de quinientos cuarenta kilómetros. En general habían sido
bien recibidas, no podía hablarse de combates y esperaba poca resistencia. El
ministro de Exteriores, Molotov, había anunciado que «los acontecimientos
de la guerra germano-polaca habían puesto de manifiesto la insolvencia
interna y la evidente impotencia del Estado polaco». Había una profunda
preocupación porque alguna «contingencia inesperada» pudiera «crear una
amenaza contra la Unión Soviética». Molotov continuó diciendo que el
Gobierno soviético «no podía permanecer indiferente al destino de sus
hermanos de sangre, los ucranianos y rusos blancos que habitan Polonia». El
locutor siguió durante un rato; frases elegidas con sumo cuidado muy
precisas. Todo estaba bien preparado. La guerra y la inestabilidad en un
Estado vecino planteaban algunos riesgos; el Ejército avanzaba sólo para
asegurar, con la ocupación de un territorio disputado, que los ciudadanos
soviéticos no pudieran verse involucrados en luchas ni desórdenes civiles. El
locutor continuó con otras noticias extranjeras y locales y terminó con la
temperatura en Moscú, nueve grados.

Avanzada la mañana les llegó la noticia de Lvov de que los alemanes se


estaban preparando para salir de la ciudad. Una ola de excitación y de alivio
recorrió la población de Krynica-Zdroj, y decidieron formar una columna —
las bandas ucranianas continuaban su ofensiva; se sabía de la desaparición de
algunos viajeros— que se dirigiría a la ciudad. No se dio importancia a la
lluvia, menuda pero persistente; el balneario disponía de una buena provisión
de paraguas que fueron distribuidos por Tomasz, el sonriente portero. El
cuerpo diplomático hizo sus mejores esfuerzos por parecer elegante, los
hombres se afeitaron y empolvaron; las mujeres se recogieron el cabello y
sacaron las ropas de etiqueta de baúles y maletas. La procesión fue precedida
por Tomasz, tocado con un elegante sombrerito tirolés con una pluma en la
cinta, y por el consejero comercial de la Embajada belga en Varsovia que
portaba un palo de escoba con una servilleta blanca atada en un extremo como
bandera de la neutralidad.
Fue una larga cola de hombres y mujeres bajo los agitados paraguas
negros la que avanzó por el camino de arena hasta Lvov. Los campos ofrecían
un verde brillante y el olor de la tierra negra y del heno segado era penetrante
y dulce en la atmósfera lluviosa. El espíritu que los animaba estaba lleno de
optimismo. Las perspectivas dominantes se concentraban en la posibilidad de

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una solución diplomática de la crisis polaca, así como en los cigarrillos, el
café, el jabón y hasta quién sabe si el pollo asado y el pastel de crema; todo lo
que se pudiera encontrar en la ciudad de Lvov, nuevamente liberada.
Szara marchó cerca del final de la columna. La gente que le rodeaba tenía
opiniones diversas sobre el avance soviético, cuya novedad se había
extendido como reguero de pólvora. Casi todos consideraban que se trataba
de una buena noticia: Stalin le había dicho a Hitler que, a pesar del oportuno
pacto, había ido demasiado lejos. La creencia general era que ahora empezaría
un período de intensa actividad diplomática y que, con independencia del
resultado final de la invasión alemana, ellos podrían regresar a casa. Para
Szara, aquella escena tenía algo infinitamente polaco, toda esa gente, con sus
trajes oscuros tan formales, desfilando por un camino estrecho bajo la lluvia y
protegidos por un bosque de paraguas. Hacia el final de una caminata de casi
nueve kilómetros, algunos diplomáticos estaban cansados, entonces se decidió
que todo el mundo debía cantar. Y tuvieron que cantar la Marsellesa por ser
lo único que todos conocían. Aunque era el himno nacional de uno de los
países recientemente declarados beligerantes, la columna marchaba protegida
por la bandera blanca, y no disponía de nada mejor para levantar los ánimos
en un día de lluvia. Vainshtok y Szara caminaban junto; el primero,
abandonada su pistolera para el viaje, lanzó el puño cerrado al aire y cantó
con toda su alma en voz alta y temblorosa.
Szara no cantó. Tenía muchas cosas en qué pensar. Intentó traer a su
mente una serie de imágenes, que si encontraba el principio organizador,
adquirirían la forma de un cuadro único y coherente. La ascensión de Beria.
La muerte de Abramov, el suicidio de Kuscinas, el informe de la Ojrana, la
detención de Baumann… Todo acababa con cuarenta divisiones rusas camino
de Polonia. Stalin hizo esto, pensó. Stalin hizo… ¿qué? Szara no encontraba
la palabra. Y eso lo enfurecía. ¿No era lo bastante listo para entender lo que se
había hecho? Quizá no.
Lo que sí sabía era que él había participado, lo había visto, aunque casi
por accidente. No le gustaban las coincidencias, la vida le había enseñado a
desconfiar de ellas; pero era capaz de rememorar cada momento, uno tras
otro, de todo cuanto había visto y oído, de cuanto había sabido —a menudo
desde la periferia, aun así, lo había sabido— sobre todo lo que estaba
ocurriendo. ¿Y por qué yo?, se preguntó. La respuesta fue dura: Porque nadie
te tomó en serio. Porque se te ha considerado un necio educado. Como fuiste
útil de manera secundaria y no muy importante, se te permitió que vieras
cosas o que las averiguaras, de la misma manera que a la doncella se le

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permite que esté al tanto de las aventuras amorosas de su señora, a ésta le
tiene sin cuidado lo que la doncella pueda pensar.
Lo que necesitaba, pensó Szara, era hablar. Decir las palabras en voz alta.
Pero la única persona en la que podía confiar, el general Bloch, había
desaparecido de su vida. ¿Muerto? ¿Huido? No lo sabía.
«Aux armes, citoyens!». A su lado, Vainshtok elevaba su canto al nublado
cielo polaco.
No, pensó Szara, que las empuñe él.

En la ciudad, en la plaza frente a la arruinada estación de ferrocarril, la


gente contempló en silencio cómo la Wehrmacht desfilaba hacia el oeste, de
regreso a Alemania. Había tanto silencio que el sonido de las botas y de los
cascos de los caballos en el pavimento, el crujido del cuero y el entrechocar
del equipamiento, se oía exageradamente al paso de las compañías. Algunos
de los soldados de infantería miraron a la multitud con poco más que una
impersonal curiosidad en sus rostros. Los diplomáticos permanecieron bajo
sus paraguas, junto a los polacos, y presenciaron la procesión. A Szara le
pareció que estaban un poco perdidos. No había nadie a quien llamar, nadie al
que se le pudiera pasar una nota; se encontraban privados de su elemento
natural.
El proceso normal de la retirada sólo se vio interrumpido por un
interludio, único y extraño, en el orden gris de la marcha: los alemanes habían
robado un circo y se lo llevaban consigo. En sus carromatos, adornada con
orlas y florituras de brillantes dorados y sobre un fondo rojo oscuro, figuraba
la leyenda «Circus Goldstein», y las riendas las llevaban severos aurigas de la
Wehrmacht, asombrados por tener que llevar unos caballos emplumados.
Szara se preguntó qué habría sido de los payasos y de los acróbatas. No los
veía por parte alguna, sólo a los animales. Detrás de las barras de una jaula
tirada por un caballo, vio un tigre somnoliento, con la cabeza hundida entre
las zarpas delanteras y las rendijas de sus ojos semicerrados de color verde.
Al anochecer, los diplomáticos regresaron por el camino arenoso hasta el
balneario. Dos días más tarde, una columna de tanques rusos entraba en la
ciudad.

Detrás de los tanques llegó la administración civil: el NKVD, los


comisarios políticos y sus funcionarios. Los funcionarios traían listas. En ellas

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figuraban los miembros de todos los partidos políticos, en especial del
socialista, polacos, ucranianos, rusos blancos y judíos. Los funcionarios
disponían también de los nombres de los miembros de los sindicatos, del
funcionariado, de policías, leñadores, ingenieros, abogados, estudiantes
universitarios, campesinos con algo más que unas pocas reses, refugiados de
otros países, terratenientes, maestros, comerciantes…, y listas de otras clases,
en particular de aquellas personas que, como los comerciantes y los
coleccionistas de sellos, mantenían correspondencia habitual con gente de
fuera del país. De esta forma, los funcionarios sabían ya a quiénes querían
desde el momento de su llegada, e inmediatamente se pusieron a trabajar para
localizar al resto, apoderándose de todos los registros civiles de impuestos,
educación y comercio. Los individuos cuyos nombres aparecía en las listas,
junto con sus familias, tenían que ser deportados a la Unión Soviética en
trenes de mercancías para luego adscribirlos a batallones de trabajos forzados.
Desmantelaron las fábricas y las enviaron al este, a los centros industriales de
la Unión Soviética; los almacenes fueron despojados de sus existencias, las
granjas de su ganado.
Llegaron unidades especiales del departamento extranjero del NKVD, y
algunos de sus miembros se presentaron en el balneario con sus negros
«Pobedas» manchados de barro hasta las manillas de las portezuelas.
Anunciaron que se haría una selección entre los diplomáticos, y serian
enviados de regreso a sus países tan pronto como la mitad occidental de
Polonia concediera la victoria a Alemania.
—Tengan calma —les dijo el agente—. Varsovia se rendirá de un día a
otro. Los polacos no pueden resistir por mucho tiempo.
Los rusos hablaban en tono suave y seguro. Muchos de los diplomáticos
se sintieron aliviados. En el comedor se estableció una mesa de registro a la
que se sentaron dos hombres educados, vestidos con trajes de civil.
Szara y Vainshtok esperaron hasta las cinco antes de situarse en la cola.
Vainshtok se puso filosófico.
—Volvemos a los viejos días de Berlín —suspiró—. Y a las conferencias
de Prensa del doctor Goebbels. Ignoro cómo he podido vivir sin ellas. Al
menos, luego tendremos algo de cenar que no sean remolachas.
Vainshtok era delgaducho y hundido de pecho, con brazos y piernas
delgados y peludos. A Szara le recordaba una araña.
—¿Tanto te importa lo que comes? —preguntó Szara. La cola avanzó un
paso—. Tú no engordas de ninguna manera.

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—El terror —explicó Vainshtok—. Eso es lo que me tiene tan delgado.
Como mucho, pero lo quemo todo.
Cuando al hombre que iba delante de ellos, algo así como un húngaro de
la pequeña nobleza, le llegó el tumo, se acercó a la mesa, adoptó una postura
de rígida atención y, después de anunciar su nombre y su título, presentó sus
credenciales diplomáticas. Szara estudió con detenimiento a los dos agentes
de la mesa. Uno era joven, avispado y eficiente. Tenía una libreta delante y en
ella copiaba la información de documentos y pasaportes. El otro parecía más
un observador, a la espera de algún caso que sobrepasara la capacidad o la
experiencia de su compañero. El observador era un hombre bajo y pesado, de
edad media, cabello rubio ondulado y gafas de un grosor extremado.
—¿Puedo preguntarle, señor, cómo llegó usted a esta zona? —preguntaba
al húngaro el joven agente en francés diplomático.
Mientras decía esto, Szara vio que el observador se ponía en el centro de
los labios un cigarrillo oval, rascaba la cabeza de una cerilla con la uña del
pulgar y encendía el cigarrillo con la llamarada.
¿Dónde?, se preguntó Szara.
—Dejo Varsovia en último tren. Noche en ocho de setiembre… —El
francés del húngaro era muy elemental.
El observador miró a Szara, pero no pareció prestarle mucha atención.
—Parada en Lublin… —decía el húngaro.
—No me encuentro bien —susurró Szara a Vainshtok—. Sigue tú.
Le dio la espalda y salió del comedor. Maniobró para cruzar el abarrotado
vestíbulo pidiendo excusas a la gente al mismo tiempo que empujaba, y
consiguió llegar al pasillo que conducía a la piscina de hidroterapia y otras
zonas de tratamiento en el sótano. Los escalones eran de metal delgado y sus
pasos resonaron en todo el hueco de la escalera de caracol mientras bajaba.
Tomó la primera salida y atravesó un laberinto de grandes antesalas
alicatadas. A medida que pasaba probaba todas las puertas. Por fin pudo abrir
una. Daba a una sala de aguas de algún tipo; el techo, el suelo y las paredes
estaban revestidos de baldosas de color verde pálido, las mangueras colgaban
de perchas de latón y una mampara de lienzo ocultaba una fila de mesas
metálicas. La mampara tenía una serie de aberturas ribeteadas de goma (¿para
hacer aspersiones de agua sulfurosa en los tobillos artríticos?). Se echó en una
de las mesas metálicas, inspiró hondo y trató de serenarse.
Dónde… Ya. Acababa de acordarse: en una ciudad minera perdida en
alguna parte de Bélgica, la noche en que Odile fue interrogada cuando bajó
del tren de Alemania. El observador era el hombre del reloj de oro; Szara

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recordó cómo encendió el cigarrillo en la llamarada de la cerilla, lo recordó
haciendo una sola pregunta: «¿Es ésa su respuesta?». O algo parecido.
Intimidante. Una mirada fría y acuosa.
¿Y ahora? Ahora estaba en Krynica-Zdroj, sentado detrás de una mesa
con un libro-registro ante él. Eso era, probablemente, lo que había hecho con
su vida. Szara dominó un estremecimiento. La pequeña sala era fría y
húmeda, el aire demasiado sereno, una caverna excavada en la tierra. ¿Qué
era lo que no funcionaba, que necesitaba salir corriendo como un niño
asustado? ¿Era eso lo que le había producido pánico, dos agentes sentados en
una mesa? Ahora tendría que volver, subir la escalera y hacer cola. Seguro
que habían notado que se iba, quizás eso lo había hecho sospechoso. ¡Vea
cómo usted mismo se acusa! No, no había nada que temer. ¿Qué iban a hacer
ellos, rodeados como estaban de un montón de diplomáticos? Saltó de la mesa
y abandonó la habitación. Ahora tenía que encontrar el camino de regreso en
aquel laberinto.
Anduvo un trecho hacia donde pensaba que estaba la salida, pero quedó
paralizado cuando oyó unos pasos en la escalera. ¿Quién sería? Unos pasos
normales, confiados. Luego a Vainshtok, llamándolo por su nombre, con su
voz nasal y quejicosa.
—¿André Aronovich? ¡André Aronovich!
Vainshtok, al menos era su voz, avanzaba por el pasillo que conducía a
donde él se encontraba.
—Estoy aquí —respondió Szara.
Al llegar a la esquina, Vainshtok le hizo una seña con los ojos y ladeó la
cabeza de forma casi imperceptible para indicarle que alguien lo seguía, pero
Szara no vio a nadie.
—He venido a decirte adiós —dijo. Luego, de manera imprevisible, se le
echó encima y lo abrazó con el típico vigor del estilo ruso. Szara se quedó
asombrado al verse estrechado con tanta fuerza contra el pecho de Vainshtok.
Entonces quiso corresponderle y abrazarlo también, pero Vainshtok
retrocedió. Dos hombres aparecieron en la antesala y esperaron educadamente
que la despedida terminara.
—Así deja que los que pueden hagan los que deben, ¿de acuerdo? —dijo
Vainshtok, y le guiñó un ojo.
Szara sintió el pesado bulto entre su costado y la cintura del pantalón y
comprendió todo. Vainshtok advirtió la expresión de su rostro y enarcó las
cejas como un comediante.

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—¿Sabes, Szara?, tú no eres un esnob después de todo. ¿Vendrás a verme
cuando pases por Moscú?
—¿No vas a Berlín?
—No, ¡ya he tenido bastante!
—Que tengas mucha suerte.
—Eso. —Sus ojos centellearon.
Se volvió de repente y se marchó. Cuando llegó al final del pasillo, giró
hacia la escalera seguido de uno de los hombres. Momentos después, Szara
los oyó subir los peldaños. Cuando el otro hombre se le acercó vio que era
Maltsaev, moreno y escaso de cabello, con gafas oscuras, el mismo abrigo
voluminoso envolviéndolo por entero y las manos hundidas en los bolsillos.
Movió la cabeza señalando a Szara con evidente satisfacción.
—El trovador errante, ¡por fin! —dijo alegremente.
Szara pareció confuso.
—Has causado quebraderos de cabeza en Moscú —explicó Maltsaev—.
Un día aterrizas en el aeropuerto de Varsovia y al siguiente, nada, aire.
—Un desvío —contestó Szara—. Estuve… ¿cómo lo diría yo?, escoltado
por la Inteligencia militar polaca, Me cogieron en un hospital de Tarnów,
después del bombardeo de una línea férrea, y me llevaron a Nowy Sacz. Y ya
no pudimos atravesar las líneas alemanas. Luego me las ingenié para subirme
al estribo de un tren que venía a Lvov. Y una vez allí, un policía me envió
aquí, con los diplomáticos.
Maltsaev asintió con la cabeza, mostrando su simpatía.
—Bien, ahora todo irá como es debido. He venido para una misión de
enlace con el apparat ucraniano, pero recibí un radio de Belgrado para que
buscara al desaparecido Szara. Siento que tengas que ir a la ciudad para que le
cuentes toda la odisea a algún estúpido coronel. Supongo que no tendrás
inconveniente.
—No, en absoluto.
—Tu amigo Vainshtok vuelve a Moscú. Tal vez tú no tengas que ir;
además, imagino que prefieres quedarte en París.
—Si puedo, sí que me gustaría.
—Afortunado. O enchufado. Algún día me dirás tu secreto.
Szara se echó a reír.
Maltsaev cambió el tono y bajó la voz.
—Espero que no dieras importancia, la última vez que hablamos, en la
estación, en Ginebra…

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Szara recordaba perfectamente una observación sobre Abramov: Sus
padres debieron enseñarle violín, como a todos ellos.
—Lo entiendo perfectamente —dijo—. Era un momento difícil.
—Somos humanos, no de hierro. Lo que pasó con Abramov, bueno, sólo
queríamos hablar con él. Claro que estábamos preparados para hacer más,
pero nunca hubiéramos llegado a aquello si él no hubiese echado a correr. No
podíamos, tú entiendes estas cosas, no podíamos dejar que desapareciera. Y
con lo que pasó, a mí me frieron vivo. Se acabaron mis esperanzas de dejar la
Embajada de Belgrado. Al menos por un tiempo. De cualquier manera, lo que
te dije en la estación… No había podido dormir, y sabía que iba a tener
problemas, quizá bastantes. Pero no debí pagarlo contigo.
—Por favor. —Szara levantó la mano—. No te guardo rencor.
—¿Subimos? —Maltsaev pareció aliviado—. ¿Qué te parece una cena
decente en Lvov antes de que veas al coronel? No me gusta ir por las
carreteras polacas de noche, a no ser que no tenga más remedio. Conducir por
Ucrania era ya bastante malo, sobre todo con los blindados soviéticos en la
carretera.
—Vámonos.
—Huele muy mal aquí abajo. —Maltsaev arrugó la nariz como un crío.
—Azufre. Como en el infierno.
—¿Es con eso con lo que te curan? —Maltsaev soltó un bufido divertido
—. Pecador, deja la bebida y la depravación o te enviaremos aquí.
—¿Nos están esperando tus amigos? —preguntó Szara a Maltsaev
mientras caminaban por el corredor en dirección a la escalera.
—Por fortuna, no. Esos tipos me ponen nervioso. ¿Hay un subsótano? —
Maltsaev miró hacia abajo cuando llegaron a la escalera de caracol.
—Sí, una piscina; los manantiales están por alguna parte.
—Justo las pequeñas cosas que se necesitan. Ah, la vida de los ricos
ociosos —comentó. Luego hizo un gesto con la mano para que Szara lo
precediera.
—Por favor —dijo Szara, mientras se hacía a un lado.
—Insisto. —Maltsaev hizo la parodia de una reverencia cortesana.
Dudaron los dos. Para Szara fue un momento interminable. Esperaba que
Maltsaev se decidiera a subir la escalera; pero el hombre seguía allí,
sonriendo educadamente como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.
Szara empuñó la pistola y disparó.
Esperaba una explosión grande, atronadora, por lo reducido del hueco de
la escalera, pero no fue así. El arma hizo un estallido, algo silbó —como si

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oyera el trayecto de la bala—, y el aire olió a quemado.
—Oh, no has… —dijo Maltsaev.
Estaba furioso. Empezó a sacar una mano del bolsillo pero Szara se le
anticipó asiéndole la muñeca con fuerza. Era curiosamente débil, y Szara lo
dominó con facilidad. Maltsaev se mordió el labio inferior y puso un gesto de
dolor. Szara volvió a disparar y Maltsaev se sentó de golpe, cayendo con todo
su peso hacia atrás contra un peldaño de hierro de la escalera. Murió pocos
segundos más tarde. Para entonces, sólo había melancolía en su rostro.
Szara contempló la pistola. Era la «Steyr» de acero azulado que Vainshtok
había llevado. ¿Por qué se la había dado?, ¿por qué no se la quedó para
defenderse? Szara puso el seguro y se guardó la automática en el bolsillo
lateral de la chaqueta. No oía muy bien, pero le pareció que nadie corría ni
había conmoción arriba. No habrían oído los disparos. Quizá la pólvora de la
bala era la mínima; la verdad era que no lo entendía. Terminó de sacar la
mano de Maltsaev del bolsillo y buscó el arma que sabía que estaba allí, pero
no la encontró. Ni en ningún otro sitio. Eso quería decir que el equipo de
Maltsaev, quizá el mismo que acabó con Abramov, andaba cerca. Maltsaev
no era un asesino, se dijo Szara, sino un organizador de asesinos. Encontró las
llaves de un coche y un conjunto de papeles de identificación en el bolsillo
interior. Palpó el abrigo de arriba abajo y descubrió una tela cosida a la manga
conteniendo la insignia del NKVD con la espada y el escudo dentro de un
saquito de piel de cerdo cerrado con una cuerda. También halló una cartera
con gruesos fajos de rublos, zlotys y reichmarks. Szara repartió todo en sus
propios bolsillos. Luego agarró a Maltsaev por los tobillos y tiró de él. Le
costó bastante, y necesitó de todas sus fuerzas; pero, una vez consiguió mover
el cuerpo, el suave abrigo de lana se deslizó fácilmente por el suelo. Le llevó
dos minutos al menos arrastrar a Maltsaev hasta la antesala y luego a la salita
que tenía la puerta abierta; en el trayecto dejó tras de sí una larga huella
marrón sobre las baldosas. La cerradura de la puerta era bastante sencilla,
funcionaba con una albardilla. Szara la bajó y tiró de la puerta cerrada hasta
que oyó el clic.
Se detuvo al pie de la escalera de hierro, recuperó los casquillos usados y
luego comenzó a subir, con los zapatos en una mano y la pistola en la otra;
pero no había nadie que lo esperara en el rellano, entonces dejó caer el arma
en su bolsillo y se puso los zapatos, alternando la postura de la pata coja. El
vestíbulo seguía igual que como lo había dejado, con el ajetreo de la gente,
una amable confusión y la cola hasta la mesa.

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—Bien —le dijo el diplomático español que había compartido el porche
con él—, su amigo ha podido marcharse finalmente de aquí. Eso es
esperanzador para todos.
—Un hombre listo. Y afortunado —dijo Szara con una clara expresión de
envidia.
—Al final tendré que volver a Varsovia —suspiró el español—. Como
usted sabe, Alemania mira con extraordinaria simpatía nuestra neutralidad.
Quizá no se demore mucho.
—Espero que no —dijo Szara—. Este desorden no conduce a nada.
—Cierto.
—Quizá cenemos juntos esta noche.
El español aceptó con una inclinación de cabeza.
Szara se aseguró por un espejo de la pared que el observador seguía en la
mesa. Luego evitó entrar en su campo de visión saliendo por la puerta trasera.
Pasó por detrás de la cocina, donde las dos jóvenes polacas preparaban las
remolachas que cogían de un recipiente de madera, y de las que aprovechaban
hasta la última piel, que ponían en una cazuela. Las dos le sonrieron al pasar,
incluso la más tímida. Entró en el solario por una puerta lateral y miró afuera,
a través de la celosía de la pared. Había dos «Pobeda» negros estacionados en
el semicírculo de gravilla. Uno estaba cubierto de polvo de la carretera y de
tizne, el otro, salpicado de barro y arcilla. Recordó lo que Maltsaev había
dicho acerca de los blindados soviéticos en las carreteras y decidió probar con
el segundo. Recogió su maleta, respiró hondo y salió del porche al césped.
Saludó con la cabeza a varios diplomáticos que paseaban por allí y se deslizó
en el asiento delantero del «Pobeda» cubierto de barro como si fuese lo más
natural del mundo.
El interior del coche apestaba de una manera horrible a pomada, sudor,
cigarrillos, vodka, tapicería enmohecida y gasolina. Puso la llave de Maltsaev
en el encendido y la giró. El motor de arranque sonó, y se caló; volvió a
arrancar con una nota más alta, funcionó un solo cilindro, y se hundió con un
ruido sordo; después fueron dos los cilindros y, por fin el motor se puso a
resoplar lleno de vida. Luchó con el cambio, montado debajo del volante,
hasta que logró meter una de las velocidades. A través del cristal rayado de la
ventanilla pudo ver que los diplomáticos lo miraban: ¿Quién era ése que,
maleta en mano, se subía al coche y se marchaba con tanta tranquilidad? Uno
de ellos se dirigió hacia él. Szara levantó de golpe el pie del embrague, el
coche dio un salto hacia delante y se caló. El diplomático, un hombre
hermoso y digno, con sendos mechones de cabello gris sobre las orejas,

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levantó un interrogador dedo índice —por favor, sólo un momento—. Szara
volvió a girar la llave y el motor de arranque repitió la misma melodía de
antes. Cuando el motor terminó por responder satisfactoriamente, parpadeó
para quitarse el sudor de los ojos. Un moment, s’il vous plaît, le llamó el
diplomático, a sólo unos pocos metros. Szara le dedicó una forzada sonrisa y
un encogimiento de hombros. La velocidad entró y el coche avanzó, las
ruedas crujiendo sobre la gravilla. Szara miró por el retrovisor. Vio al
diplomático de pie, con las manos en las caderas, la típica caricatura de un
hombre ofendido por una simple e inexplicable grosería.

No quedaba una sola señal de carreteras en toda Polonia —los colegas de


Vyborg ya se ocuparon de eso—, sólo un laberinto de sucias huellas que
apuntaban en todas direcciones. Pero Szara había hecho el camino de Lvov, y
ése era precisamente el que tenía que evitar. Seguro que los ayudantes de
Maltsaev lo esperaban allí, al borde de la carretera, convenientemente
apostados, lejos de las miradas del cuerpo diplomático del balneario.
Había un mapa muy usado del este de Polonia en el suelo del coche, y el
sol, a las seis y veinte de una tarde de finales de setiembre, se encontraba
cerca del horizonte. Allí estaba el oeste. Szara condujo hasta que el sol
quedara a su izquierda y puso rumbo al Norte. Recorrió unos dieciséis
kilómetros antes de que la oscuridad lo sorprendiera. Entonces se apartó de lo
que sin duda era una carretera principal y se adentró en una secundaria antes
de detenerse. A continuación hizo un inventario detallado: tenía bastante
dinero, nada de agua, nada de alimento, el depósito de gasolina casi lleno y
seis balas en la «Steyr». A solas en el coche vio que se trataba de una M-12,
una «Steyr-Hahn», por tanto —«Steyr» con percutor—, con un 08 grabado en
la cacha izquierda, lo cual tenía algo que ver con la absorción del Ejército
austriaco por parte del alemán después de 1938, una readaptación mecánica.
No recordaba con exactitud en qué consistía; había algo en una circular de la
rue Delesseux que apenas había leído, ¿qué le importaban las armas?
Disponía también de tres juegos de documentos de identificación: el suyo
propio, el de Maltsaev y el pasaporte de Jean Bonotte en el falso fondo del
maletín, unido por una cinta de goma a un fajo de francos franceses y a una
tarjeta con números de teléfono. En el maletero del «Pobeda» encontró una
lata llena de gasolina y una manta.
Lo suficiente para comenzar una nueva vida. Muchos habían empezado
con menos.

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«El viento y las estrellas». ¿De quién era ese verso? No lo recordaba, pero
definía la noche a la perfección. Se sentó en la manta bajo un viejo tilo. La
carretera estaba bordeada de ellos, que formaban una avenida, la cual sin
duda, debía de conducir a una gran heredad polaca. Empezaba a refrescar; se
ajustó bien la chaqueta y se mantuvo en calor.
Quiso dormir en el coche, pero la peste lo mareaba. Y no era porque no
estuviese acostumbrado a elementos que había creído identificar. Para él no
suponían novedad alguna los cigarrillos o el vodka, y su propio sudor no era
mejor que el de los demás. Por otro lado, todos los coches rusos olían a
gasolina y a tapicería podrida. Era algo distinto que tenía que ver con el uso
que habían hecho del «Pobeda», quizás el rastro prolongado de los detenidos,
de los capturados. O quién sabe si el olor de los verdugos. En el folklore ruso,
el asesino tiene siempre una señal: una arruga vertical junto a la comisura de
la boca, la señal del asesino. ¿No influiría eso en el olor de un hombre?
El Szara de otros tiempos se hubiera aplicado el cuento, pero no el de
ahora. Había hecho lo que tenía que hacer. «Deja que los que pueden hagan lo
que deben». Y así Vainshtok le había salvado la vida. ¿Porque no quería, o no
podía, usar el arma por sí mismo? No, eso era absurdo. Szara rechazó la idea.
Por fuerza debía de haber otra razón, y tuvo que aceptar la posibilidad de que
nunca la sabría.
Había muchas cosas que no comprendía. ¿Por qué, por ejemplo, le habían
enviado a Maltsaev?, ¿porque había desaparecido durante unos cuantos días?;
¿habrían descubierto lo que había hecho con los británicos en París? No, eso
era imposible. Si había un Servicio Secreto en el mundo que los soviéticos
temieran de verdad, era el británico. El dispositivo de contraespionaje —
Scotland Yard y el MI5— era sumamente eficiente; los agentes del Comintern
que intentaban entrar en el Reino Unido con identificación falsa eran
descubiertos una y otra vez, porque los británicos empleaban sus archivos con
gran eficacia y los mantenían actualizados. En cuanto al MI6 era, a su
manera, una organización depredatoria con una particular sangre fría. Una
consecuencia del carácter nacional británico, con su apetito por la educación y
la aventura, una diabólica combinación cuando se manifestaba en los
servicios de espionaje. Szara no podía creer que el problema fuese en esa
dirección. Fitzware, a pesar de todas sus peculiaridades de estilo, era un
agente serio y escrupuloso. Entonces Evans, el correo. No. Tenía que ser otra
cosa, algo en Rusia, algo relacionado con Abramov, Bloch, el jvost judío.
Quizá Beria y sus amigos decidieron una mañana que ya había vivido
bastante. Pero André Szara había tomado su propia decisión, él no iba a ser

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uno de los que iban con toda docilidad al cautiverio, grabando za chto en las
piedras de la celda. Un acto sencillo, como era el de apretar el gatillo, lo había
liberado. Ahora, judío, polaco o ruso, no tenía patria.
«El viento y las estrellas». Por raro que pareciese, no se lo quitaba de la
mente. Se preguntó cuánto tiempo podría vivir. Tal vez sólo un poco más.
Poco después de oscurecer, un coche pasó por la carretera que él había
dejado. Y una hora más tarde, otro. ¿Eran ellos? Con toda seguridad lo
buscaban. No pararían hasta encontrarlo; eran las reglas del juego, y todo el
mundo lo entendía así. Ah, pero si iba a ser su última noche en la Tierra
quería atesorarla. La ligera brisa, soplando constante sobre los campos
cultivados de Polonia, el vasto cielo, ese misterio inmenso, perfecto y
resplandeciente. Unas ranas croaban en la oscuridad; había vida a su
alrededor. No tenía un plan concreto, sólo el intento de cruzar la frontera
lituana al norte. Después ya vería. Tal vez Suecia, o quizá Dinamarca. De
momento había robado siete horas de vida; cada hora era una victoria, y no
tenía ganas de irse a dormir.

Más adelante, Szara lo escribiría así:


«Si alguna vez la mano de Dios ha guiado mis pasos, ocurrió entre el 20 y
el 23 de setiembre de 1939. Fui desde el sur de Polonia hasta Kovno,
Lituania, en un coche del NKVD robado. En Polonia tenía lugar una tragedia;
yo vi sus señales, seguí su rastro y temo que esa tragedia contribuyó al éxito
de mi huida, porque absorbió las energías de las Fuerzas de Seguridad
soviéticas. No estoy seguro de si sucedió así, y lo único que puedo decir es
que sobreviví. Fue, también, un accidente de la geografía. Si me hubiese
encontrado cincuenta kilómetros más al oeste, los funcionarios del NKVD y
los comisarios políticos que servían en el frente me hubieran arrestado con
toda seguridad. Creo que sabían quién era yo, lo que había hecho, y tenían
una descripción del coche que conducía. De la misma manera, si hubiese
estado cincuenta kilómetros más al este, los del NKVD de Ucrania me
hubieran apresado o me habrían asesinado las bandas ucranianas, que por
entonces eran muy activas. Pero estaba en medio, en una zona detrás del
frente pero que el apparat no controlaba aún. Los que puedan tener alguna
experiencia de una zona donde maniobran las fuerzas soviéticas pero no
luchan sabrán lo que quiero decir. Me moví entre unidades desperdigadas,
entorpecidas por las malas comunidades, entre la confusión, el error y la
ineficacia, y todo me salió como si yo fuera invisible».

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Bien, eso es verdad en cuanto al resultado, pero en modo alguno es toda la
historia. Pudo, por ejemplo, elegir la identidad más adecuada en cada
momento. Al amanecer del día veintidós fue interceptado por una patrulla
soviética; cuando enseño la insignia del NKVD, el oficial le hizo señas con la
mano para que continuara y maldijo cuando las tropas no se quitaron de la
carretera con la suficiente celeridad. Pero en una aldea shtetl, en un lugar
perdido, se presentó como Szara, el judío polaco; allí le dieron un banco para
que durmiera en el estudio de la casa y la mujer del rabino le puso de comer.
Entretanto, el llamativo «Pobeda» fue ignorado por los aldeanos. Lo metió en
un patio embarrado, sin vallar, con una gran cantidad de gallinas, y allí
estuvo, seguro e invisible desde la carretera, mientras él dormía. Más
adelante, cuando convino a sus propósitos, se presentó como él mismo, André
Szara, periodista soviético. Más tarde en otra ocasión, como Jean Bonotte, de
Marsella, ciudadano francés.
Salvar los casi quinientos kilómetros hasta un lugar cercano a la frontera
con Lituania le llevó unas veinte horas. La primera noche, movido por un
instinto oscuro, pero poderoso —¿la mano de Dios?—, se alejó de su refugio
de medianoche y continuó por la misma carretera durante seis horas —hacia
el norte, según creía—. Temía que no podría cruzar los numerosos ríos que
encontraría en su camino, pero, como más tarde comprobó, los polacos no
habían volado los puentes. Así que el «Pobeda» traqueteó sobre las maderas
sueltas de las estructuras tendidas sobre el Berezina y sobre el Belaja. Cuando
atravesó el primer río, llegó a una carretera empedrada, que cruzaba de este a
oeste, flanqueada por abedules. En aquel mismo momento supo dónde se
encontraba, porque aquella calzada la habían construido los corsos del
emperador Napoleón en 1812, un sólido fundamento para las ruedas de
cañones y carretas de las municiones que iban hacia Moscú. Szara la cruzó y
siguió hacia el norte.
Cerca de Chelm, poco antes del alba, se encontró el camino bloqueado por
un tren de ganado, detenido en el cruce. Soldados uniformados del NKVD
vigilaban el tren, y a la luz difusa pudo ver el cañón de una ametralladora
montada en lo alto de un vagón de carga, como para cubrir el «Pobeda». Uno
de los centinelas enarboló el fusil y se acercó a Szara para preguntarle quién
era y qué hacía allí. Szara estuvo a punto de enseñar la insignia, pero se
contuvo. Algo en su interior le aconsejó que la dejara donde estaba. Era
polaco, dijo. Su esposa estaba de parto y él había salido en busca de la
comadrona. El soldado lo miró fijamente. Szara pudo oír voces en polaco que
pedían agua dentro de los vagones de ganado. Sin que mediaran más palabras,

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Szara metió la marcha atrás y retrocedió, el corazón le latía desbocado;
mientras, el soldado lo miraba pero seguía quieto. Un posible problema se
había resuelto por sí solo. Cuando estuvo fuera de la vista del tren, apoyó la
frente sobre el volante durante un rato, luego dio la vuelta con el coche y
retrocedió unos pocos kilómetros, giró por la primera carretera que encontró
y, una hora más tarde, después de varias vueltas, atravesó las vías en un cruce
desierto.
Una mañana temprano, cuando pasaba por delante de una granja, oyó el
lastimero mugido de las vacas sin ordeñar y el furioso ladrido de perros
abandonados y atados a sus cadenas. En otro cruce de vías férreas había una
barrera de madera que le impedía el paso, cuando se bajó para levantarla vio
algo amarillo en el suelo, se inclinó para ver lo que era; se trataba de un trozo
de papel atado a una piedra con un hilo de lana amarilla, quizá sacado de un
chal. Desató la lana y encontró una nota: Por favor, diga a Franciszka
Kodowicz que a Krysia y a Wladzia se las han llevado en el tren. Gracias. El
viento agitaba el trozo de papel en su mano. Estuvo allí, de pie, junto al
coche, durante mucho rato; luego envolvió de nuevo el papel en la piedra, lo
ató con la lana amarilla, y lo dejó en el mismo lugar donde había caído
cuando las muchachas lo lanzaron al pasar el tren. Se hallaba, observó con
frialdad, al margen de promesas y decisiones. Subió al asiento del conductor,
contuvo la respiración cuando le asaltó la peste almizclada a pomada y sudor,
forzó la palanca del cambio hasta abajo y condujo hacia el norte. Ésa era su
decisión, su promesa: existir.
La tercera noche, al haberse desviado hacia el oeste para evitar la ciudad
de Grodno y su mercado, por el mapa vio que había entrado en la región de
los marjales de Pripet. Sospechó que la línea de avance de los rusos no había
alcanzado aún la zona, y que el flanco norte se habría detenido por alguna
razón, porque no vio indicios de ninguna fuerza ocupante. Detuvo el coche y
se dispuso a esperar la mañana, diciéndose que debía permanecer alerta y no
dormirse. Se despertó, una vez y otra, cuando la barbilla le golpeaba el pecho,
pero acabó por caer, exhausto. Cuando se despertó clareaba el día y se vio
rodeado de pantanos que se extendían hasta el bajo horizonte, una llanura
ondulante de carrizos y largos brazos de agua coloreada por un cielo gris
barrido por el viento. La tierra era antigua, desolada; de la lejanía le llegaba
apagado el graznido de las aves acuáticas.
Caminó por allí durante un rato, mientras intentaba orientarse; se lavó el
rostro y las manos en las sucias y heladas aguas del pantano. Buscó en el
cielo, pero no se veía el sol; no tenía idea de dónde estaba ni de cuál era el

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camino del norte. Pero no le importó. Eso era lo peor, que no le importara en
realidad. Su determinación había desaparecido como la arena arrastrada por la
corriente. Se sentó en el estribo del «Pobeda», se desplomó contra la
portezuela y fijó la mirada en las charcas grises y en los ondulantes carrizos.
De alguna manera había alcanzado el fin de su viaje, y sintió que su futuro no
era más que el truco de un ilusionista, la autosugestión de la supervivencia.
Ante la vasta extensión de tierra desierta vio su propia insignificancia con
extrema claridad: un hombre, vanidoso, mezquino, envidioso y astuto, un
oportunista, un fraude. ¿Por qué tenía que seguir vivo un hombre así? Sube al
coche, se dijo a sí mismo. Pero la voluntariosa voz interior lo ponía enfermo,
todo lo que decía era codicioso, todo lo que hacía era desear. Incluso allí, en
el fin del mundo, cantaba su cancioncilla, y cualquier gesto, por absurdo que
fuera, la satisfacía. Pero el único gesto que atraía a Szara era sacar la pistola
de debajo del asiento del conductor y ahorrar al mundo su innecesaria
presencia. Por lo menos un gesto de gracia. ¿Tendría valor para hacerlo?
Sorprendentemente, lo tenía. ¿Qué había hecho con su vida, salvo buscar una
paz momentánea entre las piernas de las mujeres? Para vivir otro día, y luego
otro, había servido a la gente que ahora hacía lo que hacía y que haría —lo
sabía con certeza— lo que haría. Y para poner un buen final a la historia de su
vida particular, el momento y el lugar eran perfectos: como una ironía, se
encontraba a muy pocos kilómetros de la segura frontera lituana. Miró su
reloj, las nueve y dieciséis minutos. El cielo se interpuso en su visión, cientos
de sombras grises, a la deriva, ondulantes como el humo de la batalla
arrastrado por el viento marino.

Lo que lo salvó —porque estuvo muy cerca del precipicio— fue una
visión. No escribió nada sobre ella; no era pertinente, y quizás, había otras
razones. Muy lejos, al final de la carretera que tenía delante, apareció la
silueta de un cazador: un hombre acababa de salir del cañaveral, una escopeta
apoyada en el antebrazo, el cañón doblado en su unión con la culata como
medida de seguridad. Tras él salió un spaniel, se puso al lado del cazador y se
sacudió el agua del pelo. Después, el hombre cruzó la carretera, el perro lo
siguió, y ambos desaparecieron.
Luego, sin saber cómo, Szara se vio conduciendo a través del gran
laberinto de carreteras y caminos que podían llevar a todas partes y a ninguna.
Hubo momentos en que, con lágrimas en los ojos, condujo sin apenas ver,
pero nunca levanto el pie del pedal del acelerador. Condujo rabioso, con furia,

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hacia el viento. Tomaba cualquier camino donde viera que el cielo se agitaba
precipitadamente hacia él, impresión que aumentaba al correr el coche en
dirección opuesta. Pasó, y apenas lo advirtió, por delante de una torre de
vigilancia vacía con alambres de espino a ambos lados, una puerta de
alambres colgaba absurda de uno de sus goznes, como si hubiera sido
apartada por un gigante. Por fin vio a un anciano al lado de la carretera que
hurgaba distraído en un huerto con una primitiva hoz. Szara aplastó el pie
sobre el pedal del freno.
—En el nombre de Dios, ¿dónde estoy?
—¿Vas? —dijo el hombre.
Szara lo intentó otra vez y obtuvo la misma respuesta. Se miraron el uno
al otro, sin encontrar una salida, Szara irritado, el anciano más confuso que
temeroso.
—¿Qué pasa, señor, para que grite tanto? —dijo por fin el anciano con
una irritación controlada por la educación.
El hombre le había hablado en alemán, entonces Szara cayó en la cuenta
de que ése era el segundo idioma que se hablaba en Lituania. Lanzó una
absurda carcajada que pareció un grito, empujó de un golpe la palanca del
cambio y se adentró en el país.

Llegó a Kovno como un fugitivo. Y se quedó para convertirse en un


refugiado.
Dos ciudades marcaban los extremos norte y sur del Límite de
Asentamiento, a saber, Kovno y Odesa. Szara, que había crecido en la
segunda, comprendió pronto a la primera. Eran ciudades fronterizas. Odesa,
en el mar Negro, frente a Estambul; Kovno, en la encrucijada de Rusia,
Polonia y Lituania. Las ciudades fronterizas poseen un particular instinto: por
ejemplo, saben cuándo se avecina una guerra, porque en guerra nadie las
perdona. Saben distinguir a las personas que llegan antes de la guerra. Los
inmigrantes, o los refugiados —como se les quiera llamar— llegan justo antes
que los ejércitos, y auguran tiempos difíciles, como las aves que presagian el
invierno.
Pero la larga y complicada historia de Kovno había dotado a sus
ciudadanos de las características que le habían permitido sobrevivir. Cuando
Szara llegó a la ciudad, que en su niñez se llamó Kovno, en la actualidad se la
conocía por el nombre lituano de Kaunas. Sin embargo, su vecina cercana
seguía llamándose Wilno desde que fue declarada territorio polaco, y no

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Vilna, el nombre ruso anterior a 1917. Los lituanos preferían Vilnius, pero en
aquel preciso momento esa alternativa tenía pocos partidarios.
Los habitantes de Kovno, hoy Kaunas, eran obviamente políglotas. Antes
de irse a dormir, Szara pudo hablar en alemán, polaco y yiddish. También
eran virtualmente inmunes a la política, lo cual no es de extrañar en una
ciudad que ha tenido que soportar desde los Caballeros Teutónicos a los
abogados bolcheviques, pasando por todo lo que cabe en medio. Sus
habitantes eran, dentro de una índole natural tranquila, muy obstinados. En
todo, salvo en cuestiones de nacionalidad. Los lituanos sabían que aquélla era
su patria; los polacos sabían que el suelo que pisaban allí era polaco, sin
importarles lo que otros dijeran; los judíos llevaban en la ciudad cientos de
años, viviendo tan bien como en cualquier otro sitio. La población alemana,
sin embargo, miraba al oeste, con el corazón nostálgico y la canción de
circunstancias puestos en la Patria.
Pero, por obstinados que hubieran podido ser los ciudadanos de Kaunas,
en el otoño de 1939 parecía que muchos de ellos pretendían ser otra cosa.
Szara alquiló el tercio de una habitación en una pensión, realmente un
edificio de apartamentos de alquiler, en lo alto de siete tramos de escalera, y
la compartió con dos judíos polacos, cámaras de cine, que habían huido de
Varsovia a través de los campos en una motocicleta. Uno de ellos trabajaba
por las noches como barrendero en la estación de ferrocarril, y Szara dormía
en su cama hasta que él llegaba a las seis y media de la mañana. Ese arreglo
obligaba a Szara a madrugar. Después del desayuno se pasaba por las oficinas
de las compañías navieras, intentando conseguir un pasaje para cualquiera de
los puertos bálticos —Liepája, Riga, Tallin—, pero el problema estaba en que
había demasiada gente con la misma idea. Los barcos y los transbordadores a
Dinamarca —su destino de preferencia— y, de hecho, a cualquier punto de la
Tierra, estaban ya reservados hasta bien entrado 1940. Cabinas, puentes…,
cada centímetro disponible. Sin desanimarse, tomó un tren hasta Liepája e
intentó obtener mediante soborno un pasaje hasta Noruega en un mercante
maderero. Sólo su precipitada huida del bar del muelle lo salvó de la cárcel. Y
el incidente tuvo testigos. Vio dos rostros en el mismo bar que le resultaron
vagamente familiares, quizá vistos en las oficinas de las navieras. Acudió a
muchos sitios, lo intentó de mil maneras, pero el resultado fue siempre
negativo.
Incluso en el mercado de los rateros, donde el «Pobeda» provocó discretos
silbidos de admiración, pero muy poco interés financiero. Sublimes realistas
estos rateros de Kovno: ¿adonde puede ir uno?, se preguntaron. Al sur, la

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Polonia ocupada; al norte, el Báltico, y al este, la Unión Soviética. Al oeste, el
puerto de Memel estaba en manos del Reich desde el mes de marzo.
Königsberg era alemana y, desde ahora, también Danzig. Szara tomó lo que
quisieron darle por el «Pobeda» y salió corriendo de allí. Seguro que el
NKVD, pensó, tiene ojos y oídos en el mercado de rateros de Kovno.
Sus intentos de cambiar moneda tampoco resultaron muy satisfactorios.
No pudo vender los zlotys; Alemania estaba introduciendo sus marcos en
Polonia y nadie quería ir allí. Los rublos ni siquiera circulaban fuera de la
Unión Soviética; entonces los quemó. Los francos franceses, con mucho lo
mejor de su pequeño tesoro, habían tenido unas fluctuaciones muy animadas
en los mercados de valores extranjeros, pero no le pareció inteligente
quedarse sin ellos; podría emplearlos en cualquier parte, y todo el mundo los
quería por la misma razón.
Durante los primeros días de Kovno, Szara se mostró muy cauteloso;
sabía que el espionaje del apparat soviético en Lituania estaba bien asentado
y era agresivo; sin embargo, poco a poco, abandonó las reglas de la práctica
clandestina y se convirtió en una más de las muchas almas anónimas cuya
principal ocupación era la espera. Se sentó en los parques a contemplar las
partidas de ajedrez con los demás refugiados, mientras las hojas de los árboles
se doraban con el lento avance del otoño. Frecuentó los bares más baratos,
ociosos tras su taza de café, y pronto la gente empezó a darle los buenos días
con un saludo de cabeza: formaba parte de sus vidas diarias en la mesa del
rincón.
Hizo un amigo, alguien imprevisto, un caballero que respondía al nombre
de Mr. Wiggins, al que se encontraba en la naviera y en la agencia de viajes
«Thomas Cook». Mr. Wiggins parecía sacado de las páginas de Kipling:
bigote engomado, cabello peinado con raya en medio, y un cuello postizo
pasado de moda, muy formal e incómodo, pero con el que se sentía seguro.
Era, a su manera, un hombre extremadamente decente que trabajaba en
«Thomas Cook» con toda la convicción, y que quería ver en la marea de
refugiados que invadía su oficina desde el amanecer hasta la tarde, no los
restos de un naufragio, sino una corriente de clientes. Szara pareció ser uno de
sus favoritos.
—Lo siento —decía con verdadero pesar en el tono de su voz—. No
tenemos cancelaciones hoy. Pero inténtelo mañana. Nunca se sabe. La gente
suele cambiar de idea, eso lo he aprendido en mi negocio.
Mr. Wiggins, como cualquiera, sabía que la guerra se acercaba a Lituania.
O, si no la guerra, la ocupación al menos. El país se había sacudido el

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dominio de Rusia en 1918 —del dicho de Lenin «dos pasos adelante y un
paso atrás», éste había sido el paso atrás—, y a cambio había gozado del
privilegio de ser una nación libre. Pero sus días estaban contados y no se
podía hacer nada. Szara, que siempre veía rostros familiares, compraba los
periódicos locales y extranjeros por la mañana temprano y se los llevaba a su
cubil, en la cocina común del apartamento, para estudiarlos de manera
exhaustiva. Compartía las malas noticias con sus compañeros de cuarto
alrededor de una taza de café ligero y recalentado, aunque trataba siempre de
no dejar escapar nada que lo comprometiera.
El futuro comenzó a aclararse a medida que los días pasaban: un gran
intercambio de población iba a producirse en Estonia, Letonia y Alemania
simultáneamente. Los eslavos, al este; los germanos, al oeste, así de sencillo.
Los germanos, más de cien mil, serían embarcados en vapores de pasajeros
del Báltico y enviados a Alemania, desde donde sus tatarabuelos habían
emigrado cientos de años antes. Entretanto, las diversas nacionalidades
eslavas residentes en Alemania pondrían rumbo hacia el este para reunirse
con sus olvidados hermanos en la Unión Soviética. Este reordenamiento de
pueblos buscaba el restablecimiento de la pureza racial en Alemania, y
también reducir la presión de los asentamientos alemanes en Europa del Este.
Sufrían horriblemente decía Goebbels, porque conservaban su lengua, sus
costumbres y su forma de vestir en medio de culturas extrañas, y nadie los
quería, sobre todo por la envidia que sus éxitos causaban. Se les podría llamar
judíos rubios, pensó Szara.
Pero el hecho de la emigración pendía sobre la mesa de la cocina como
una mortaja: si los alemanes iban a abandonar los Estados bálticos, ¿quién
vendría?
Sólo había una nación candidata, y no se trataba de Francia. Para Szara,
que había aprendido una cierta manera de pensar desde 1937, aquello tenía
incluso unas consecuencias más profundas: si la división de Polonia era uno
de los protocolos secretos del pacto Hitler/Stalin, ¿cuáles serían los otros?
—Lo siento mucho, señor —decía Mr. Wiggins—. No hay nada.
Como todos los refugiados, Szara dedicó mucho tiempo a pensar. Sentado
en el banco de un parque, fumaba un cigarrillo viendo caer las hojas. Cuando
escapó de Polonia pensaba que la muerte lo esperaba, o la gloria, y había
actuado de acuerdo con eso. Muerto Maltsaev, nada tenía que perder. Pero
jamás imaginó, ni por un solo instante, que todo acabara en una vida de
penuria, de cafés lóbregos y apartamentos miserables, a la espera de que el
Ejército Rojo alcanzara las puertas de la ciudad. Pensó que quizás intentara

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telefonear para ponerse en contacto con De Montfried y pedirle ayuda; pero
¿qué clase de ayuda podía ofrecerle?, ¿dinero?, ¿más dinero que no podría
comprar lo que Szara necesitaba? Algunos de los judíos prósperos de Kovno
gastaban verdaderas fortunas para comprar su salida antes de que los rusos
llegaran, y se contaba que algunos de ellos habían sido exprimidos hasta
perder todo lo que poseían y luego los contramaestres del barco, flanqueados
por marineros armados, les habían impedido embarcar. Otros rumores —y
Szara sabía que algunos eran ciertos— hablaban de refugiados desesperados
que se aventuraban en el mar en barcas de remos, en ocasiones inducidos por
supuestos barcos contrabandistas, y a los que luego no se les volvía a ver.
¿Ahogados?, ¿asesinados? Nadie lo sabía. Pero la tarjeta postal de
confirmación nunca llegaba a Kovno, y los amigos y los cómplices sólo
podían sacar una conclusión de aquello.
Al final, Szara se dio cuenta de que la trampa tenía una sola salida, en una
sola dirección; y entonces decidió probarla.
—¿Desde Hamburgo? ¿A Copenhague desde Hamburgo, dice usted? —
Por un instante, Mr. Wiggins se permitió mostrar su asombro. Luego se aclaró
la garganta y volvió a ser el perfecto agente de viajes—. Sin problemas…,
vaya me parece. Hay mucho sitio. Cabina de primera clase, si es eso lo que
quiere. ¿Hago la reserva?

Debería de haber funcionado.


Hubo improvisaciones, por supuesto, y tenía que haberlas, pero no se las
arregló mal. Al final no fue culpa suya que las cosas no salieran bien sino de
los avatares de la guerra.
Empezó con los hospitales. Wiggins le ayudó. Le dijo que los miembros
pudientes de la comunidad alemana iban aquí, y los que disponían de menos
medios iban allí. Bien, pues Szara fue allá. A una estructura parda, triste, por
el nombre una institución luterana, en la vecindad inocua, alejada del centro
de la ciudad. Tras un par de días de vigilancia supo cómo funcionaba el
hospital. Necesitados de café o de algo más fuerte, los médicos, según su
categoría, solían ir al «Viena», un local, restaurante y pastelería, de cierta
dignidad. El resto del personal hospitalario, conserjes, empleados y algunas
enfermeras, iban a una taberna con los mismos propósitos. Szara eligió la
taberna. El turno de día del hospital terminaba a las cuatro de la tarde, así que,
a partir de ese momento, la taberna solía estar llena una hora o dos. Acudió
allí durante tres días a las horas de bullicio, sólo para mirar, y se fijó en los

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más solitarios. Al cuarto día escogió a su hombre: tristón, simplote, maduro,
de grandes orejas y melena grasienta, uno de los últimos en abandonar el
local, nunca con prisas en busca del hogar familiar. Szara lo invitó a una
cerveza y entabló conversación con él. Era un lituano nativo, pero sabía
alemán. Szara se enteró en seguida del por qué de beber solo: había algo
malévolo en aquel hombre, algo que ocultaba con cierto tono sugestivo y
burlón, como si hubiese algo malo en todo lo que la gente hacía. Preguntando
por lo que él hacía, Szara admitió que compraba y vendía «papel», y lo dijo
con una mirada furtiva para hacer ver al otro que él creía hablar con un tío
listo.
El asistente sanitario, pues eso resultó ser, lo entendió de inmediato.
Conocía el asunto. Incluso le guiñó un ojo. Éste, pensó Szara, ha visto la
cárcel por dentro, quizá durante mucho tiempo, tal vez por algo muy
desagradable.
—¿Y qué clase de papel compra el caballero en estos días?
—Papel alemán.
—¿Por qué?
—Quién sabe. Un cliente necesita documentación alemana. No expedida
en Alemania, cuidado, y tampoco en Lituania. Para el caso serviría de Polonia
o Hungría. Y si fuese de Yugoslavia, mucho mejor.
El asistente conocía al hombre adecuado. El viejo Kringen.
Szara pidió otra ronda de cerveza, de la mejor que tuvieran, y se pusieron
a discutir de dinero. Un poco de regateo. Szara pretendió estar asustado,
dependía del precio, no avanzó ni un milímetro, puso expresión de mal
humor, y terminó por ceder.
—¿Va a vivir mucho el viejo Kringen? —quiso saber Szara.
—No. Está en las últimas, pero se toma su tiempo; no parece tener prisa.
—Entiendo —dijo Szara—, pero mi cliente no se puede permitir…, bien
ningún contratiempo.
El asistente soltó una risita que sonó horrible. Dijo que el viejo Kringen
no iba a ir a ninguna parte. Y acostado donde estaba, tampoco necesitaba el
pasaporte que, por cierto, habían guardado en el departamento de archivos del
hospital. Pero el asistente tenía un amigo allí y le parecería bien. Eso iba a
costarle un poco más.
Szara cedió en el precio por segunda vez.
Y por tercera, cuando fue a la taberna dos días más tarde. Pero obtuvo lo
que quería. El viejo Kringen era de Siebenbürgen —Siete Colinas—, un
distrito de Rumania, zona que los emigrantes alemanes colonizaron hacía

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mucho tiempo. Szara ignoraba por qué el viejo Kringen había recalado en
Kovno, quizá por las ventajas que la vecina Letonia ofrecía a los emigrantes,
o por cualquier otra razón. Era mucho más viejo que Szara y, a juzgar por su
fotografía, un cabeza dura malencarado; el oficio que figuraba en el pasaporte
era el de criador de cerdos. Szara compró lo que necesitaba; después en busca
de intimidad, encontró una habitación en un distrito de casa de vecindad que
se podía alquilar por horas.
Borró el año de nacimiento con zumo de limón para escribir uno
apropiado para él, esparció un fino polvo sobre la página, que disimularía la
mancha, y cambió la fotografía, luego estampó una firma ilegible suya.
Después la expuso a la luz.
El nuevo Kringen.

Se había deshecho de los documentos de Maltsaev cuando todavía estaba


en Polonia; ahora le tocó el turno a los de Szara. Las paredes de la diminuta
habitación eran delgadas, y los diversos gruñidos y gritos que le llegaban de
todos los lados hacían pensar que los viernes por la noche en Kovno eran muy
parecidos a los de cualquier otra ciudad. Había una mujer —la imaginaba
inmensamente gorda— que reía a carcajadas de una forma estentórea al otro
lado de la pared. Algo produjo un ruido sordo, y ella lanzó un grito de alegría,
luego siguió con sus risotadas estridentes y alguna pausa para, imaginaba
Szara, secarse las lágrimas. Con semejante acompañamiento murió Szara. Se
sentó en el colchón de paja cubierto con una sábana sucia, alumbrado sólo por
una vela, y se rascó el tobillo por algo que le picaba. Había llevado consigo
una taza de café del bar al que solía ir por las tardes, y, dentro de ella, fue
quemando las páginas que arrancó, una por una, de su pasaporte; les prendió
fuego por una esquina y contempló cómo los sellos de entrada y salida
desaparecían a medida que el papel se retorcía y ennegrecía. Las tapas rojas
se resistieron, por ello tuvo que cortarlas a tiras y encender una cerilla tras
otra, pero también cayeron, con una llama azul y amarilla, dentro de la taza
llena de cenizas. Adiós. La amargura que invadió su pecho le sorprendió, mas
no rechazó ese sentimiento. Era como si André Szara, su impermeable, su
sonrisa y su frase inteligente, siempre a punto, hubieran dejado de existir. Al
fin y al cabo, un molesto hijo de puta, pensó Szara. Hurgó con un dedo entre
las cenizas y luego las aventó afuera, por una ventana que daba a un patio
lleno de gatos.

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Un pequeño canal cruzaba aquella zona de Kovno. La insignia del NKVD
cayó al fondo como una piedra. Igual que la «Steyr».

El muelle de Riga estaba abarrotado de alemanes, con sus equipajes, sus


perros, y una banda de música que tocaba mientras subían por la pasarela de
embarque. Las cámaras de los noticiarios destacaban entre la multitud. Szara
ocultó el rostro. Por una curiosa magia tribal, que no supo explicarse, la
multitud se había agrupado, instintivamente, por castas: los prominentes y
ricos, delante; a continuación, los campesinos fumadores de pipa, y, detrás de
todos, los obreros y gente diversa. Todos parecían felices con ese arreglo.
Examinaron su documentación sin excesivo interés. ¿Santo cielo, quién
iba a querer colarse bajo la carpa de ese circo? De hecho, aunque Szara no lo
sabía, el NKVD aprovechó la migración báltica para infiltrar agentes suyos en
Alemania; tales repatriaciones han ofrecido siempre interesantes posibilidades
a los Servicios de Inteligencia.
Szara se preparó por si era descubierto. Cualquier agente de la Gestapo
podía advertir la burda manipulación del pasaporte, y sólo necesitaría cinco
minutos de interrogatorio para comprobar que se trataba de un impostor.
Pensaba admitirlo mucho antes de que lo averiguaran. Había cosido a la
chaqueta el pasaporte de Jean Bonotte y llevaba los francos franceses en el
doble fondo de la maleta, el lugar donde los escondería un hombre como
Bonotte, un tipo de Marsella, sin duda corso, sin duda un criminal. Alemania
y Francia estaban oficialmente en guerra, aunque no hubieran entablado aún
ningún combate real. Casi todo había quedado en palabras. La diplomacia
germana continuaba intentado suavizar las cosas con británicos y franceses.
(¿Valía la pena que el mundo se peleara por un puñado de polacos?). Szara
esperaba que, si lo descubrían, lo arrestarían como ciudadano de Francia. Lo
peor que podría ocurrir sería pasar la guerra, aburrido hasta la saciedad, en un
campo de internamiento cualquiera; lo mejor, que lo canjearan por un
ciudadano alemán al que le hubiera sorprendido el primer disparo de cañón en
el lado equivocado del frente. Y dentro de todo lo malo, un campo de
concentración alemán era, probablemente, el último lugar del mundo donde el
NKVD fuera a buscarlo.
Pero, con todo y con eso, no quería que lo descubrieran. No era alemán, ni
siquiera un criador de cerdos rumano de las Siete Colinas, y no quería que esa
multitud lo apaleara. Había una ira profunda y paciente en ellos. Ante las
cámaras de los noticiarios se mostraban alegres «por volver a la Patria», pero

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entre ellos se prometían un pronto «regreso». Llegaría un momento, eso era
evidente, que algunas cosas quedarían claras, y si se lo miraban con atención
y se fijaban bien en sus rasgos, no tendrían que cavilar mucho para darse
cuenta de que era judío. No, no quería que lo descubrieran, y se había
propuesto eludir cualquier contacto directo en la medida de lo posible.
Con ese propósito representaría el papel de un hombre apesadumbrado,
víctima de la hostilidad antigermana. Ensayó una sola frase, con el acento
Volksdeutsch propio de un hombre como Kringen: «Se lo llevaron… todo».
Tuvo que hacer uso del truco casi de inmediato. Un tipo fornido que se
encontraba a su lado en el muelle quiso entablar conversación y lo saludó.
Szara lo miró fijamente, como si el otro fuera a inmiscuirse en su íntima
angustia, y le soltó la frase. Funcionó. La expresión del hombre pasó de la
sorpresa a la simpatía compasiva, luego a la rabia. Szara se mordió el labio
inferior; no podría decir más sin perder el control. Desvió la mirada y el
hombre dejó caer una zarpa sobre su hombro; el calor humano del gesto casi
provocó en Szara unas lágrimas sinceras.

Un día luminoso. Un mar en calma.


La vida a bordo del vapor de pasajeros estaba organizada con todo detalle.
De ello se ocupaban numerosos oficiales, pero a Szara le pareció que se
mostraban condescendientes, como para facilitar la transición de los
emigrantes a la vida alemana. Fue interrogado —preguntas que sólo requerían
síes y noes—, y le dieron una tarjeta de identidad temporal; se le dijo que
debía presentarse a las autoridades correspondientes del lugar donde fuera a
establecerse, que allí le proporcionarían la documentación de residencia
permanente. ¿Tenía alguna idea de dónde quería vivir? ¿Familia en
Alemania? ¿Amigos? Szara se refugió en su desgracia.
—No se preocupe, amigo mío —le dijo el oficial—. Ahora está en buenas
manos.
El sistema de altavoces funcionaba sin descanso: un schnauzer encontrado
en la sala de oficiales, un animado mensaje de bienvenida del doctor
Goebbels, la benéfica Winterhilfe tiene establecida su mesa en la cubierta de
popa, aquéllos con apellidos de la A a la M deben presentarse a la una en el
comedor para el almuerzo, y los de la N a la Z, a las dos treinta. Para abrir el
apetito, dentro de quince minutos comenzará una fiesta de canciones en la
cubierta de proa, con la famosa contralto Irmtrud con cualquier cosa, de la
compañía de Ópera de Munich y el famoso contralto Gerhard cualquier cosa,

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Untersturmführer de las SS del Coro de Soldados Bávaros, dos inspirados
artistas que se han prestado voluntariamente para acompañarnos en el viaje y
unirse a sus compañeros Volk cantando algunas de las grandes canciones
antiguas.
Szara pasó unos instantes de pánico pensando que tendría que cantar
también, mas vio con alivio que un número suficiente de gente permanecía
acodada en la barandilla, y así se libró del mal trago. Se puso firmes durante
el emotivo Deutschland über Alles que abrió el programa, miró los senos de
la contralto, henchidos de poderoso patriotismo, y luego se apoyó en la
barandilla entre los que formaron el pequeño auditorio.
La mayoría de los pasajeros participó, y todos estaban profundamente
afectados por el canto: hombres y mujeres derramaban lágrimas sin recato, y
una especie de jubilosa agonía aparecía en sus rostros cuando sus voces se
elevaban al unísono. La masiva interpretación de Noche de paz —un
villancico conocido por todos— fue extraordinaria, con un sentimiento tierno
y profundo, en medio de las tranquilas aguas del Báltico.
Szara se mantuvo en su papel; siguió el compás con la cabeza e hizo como
si musitase las viejas palabras para sí, pero su reacción íntima ante aquel acto
se pareció mucho al terror. Fue la instintiva y apasionada unidad de los
cantores lo que produjo su miedo; la nítida profundidad de esa unión resultaba
abrumadora. Pensó que en el mundo no había tres judíos que estuvieran de
acuerdo en lo que significaba ser judío, pero, en apariencia, había cincuenta
millones de personas que sabían con toda exactitud lo que significaba ser
alemán; aunque muchos de los que se encontraban en la cubierta no hubiera
puesto nunca un pie en Alemania.
Algo estaba equivocado, ¿qué? Obviamente habían sufrido injusticias sin
cuento, y en sus rostros aparecía reflejado todo con claridad. Cantaron como
hipnotizados, oscilando, cogidos de las manos —muchos lloraban— y juntos
formaron una muralla de emoción compartida, de nostalgia, pesar,
autocompasión, sentimentalismo, resentimiento, odio y furia. Las palabras
llegaban volando hasta el interior de Szara, ninguna de ellas acertada, ninguna
de ellas equivocada, ninguna de ellas le importaba. Lo que sí era cierto para él
en aquel momento era que las palabras envenenaban. Y que el resto del
mundo tendría que sufrir las consecuencias.
Eludió el almuerzo porque sabía que le sería imposible escapar de la
conversación en una mesa llena de comida. Una mujer baja y gordita, de
pequeños ojos maliciosos, fue en su busca —estaba seguro de que se había
pasado todo el rato mirándole—, y, sin decir palabra, le ofreció un generoso

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trozo de pastel Bundt en una servilleta. El grupo lo había entendido, lo había
aceptado. Era un ser herido, había que dejarlo solo, mas no descuidarlo. La
mujer se alejó para que comiera su pastel en paz. Szara tuvo que hacer un
gran esfuerzo de voluntad para dominar el estremecimiento que surgió de lo
más profundo de su ser.
A la puesta del sol, la voz del sistema de megafonía adoptó de repente un
tono susurrante y reverencioso. Había un cambio imprevisto en los planes: a
la llegada del barco a Hamburgo, un tren formado por vagones de primera
clase llevaría a todos los pasajeros a Berlín, donde el mismo Führer les daría
la bienvenida. Por favor, no se preocupen por los amigos y familiares que
acudan a recibirles al puerto. Habrá sitio para todos. ¡Heil Hitler!
Y si Szara tuvo la pasajera idea de escabullirse durante la confusión del
desembarco y encontrar la forma de acercarse al transbordador de
Copenhague, la realidad de la llegada, dos días más tarde, puso en evidencia
el desatino de semejante propósito. A los dos lados de la pasarela se formó un
doble muro de alemanes vitoreándoles, un pasillo de bienvenida, tan eficaz
como una alambrada de espino, que llegaba hasta la misma estación del
ferrocarril.
Y de esa manera salió para Berlín.

La ciudad le pareció tenebrosa y solemne. Ceremoniosa. Meditabunda. Lo


que percibía en el ambiente era peor, mucho peor, que en la «Noche de los
Cristales» de noviembre de 38. Ahora, la nación estaba en peligro; lo que se
decidía no era ya una maniobra política del Partido Nazi. Francia y el Reino
Unido les habían declarado la guerra —¡qué descarada presuntuosidad!—, y
la gente se sentía unida frente a semejante reacción inesperada. Que naciones
civilizadas —los británicos en cualquier caso, no los franceses, que no se
bañaban— hubieran hecho causa común con los polacos, los judíos y demás
basura eslava, parecía algo de todo punto imposible, pero la vida era así, y
había que enfrentarse con la realidad. Ellos harían lo mismo.
En la terminal de Potsdam esperaba una flota de autobuses para llevar a
los repatriados del Volksdeutsch al Estadio Olímpico, donde una multitud de
setenta y cinco mil personas aguardaba su llegada. Se había reservado toda
una zona de la tribuna para los emigrantes del Báltico, y Adolfo Hitler les
dirigiría la palabra después. Szara no tenía intención de moverse de donde
estaba. Las medidas de seguridad en un lugar donde iba a aparecer el líder
nacional serían intensas, y en este caso con la Gestapo y la Policía berlinesa

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en traje de paisano, habría comprobaciones de identidad, en fin, la pesadilla
de un impostor. Si bien su frágil disfraz había funcionado en los muelles de
Letonia, con semejantes medidas no resistiría mucho tiempo.
Pero hubo una maldita ausencia de confusión para subir a los autobuses.
Los Volksdeutsche poseían una irritante paciencia y maleabilidad que los
llevaron a organizarse por sí mismos en colas perfectas —¿quién, trató de
recordar Szara, había llamado borregos carnívoros a los alemanes?—; así,
cuando intentó escabullirse entre dos autobuses, una joven con un brazalete lo
siguió y lo invitó cortésmente a que se reintegrara a su sitio. Desesperado, se
dobló sobre sí mismo, con la mano libre apretándose el vientre, y volvió
corriendo a la estación. Eso lo entendieron y le dejaron ir. Buscó una salida
distinta, ahora como un simple viajero con su maleta. Vio un letrero que
indicaba el tranvía 24, la línea Dhalem, que lo llevaría a la estación Lehrter,
desde la que podría salir en el último tren para Hamburgo. Le pareció que las
cosas iban a mejorar.
Pero se equivocaba. Para dar tiempo a que los autobuses de los
Volksdeutsche salieran, caminó por las calles de Potsdam cercanas a la
estación durante una media hora, y luego regresó a la estación. Pero vio que
un policía uniformado y un agente de la Gestapo comprobaban la identidad de
todos cuantos subían al tranvía, y se dio cuenta de que sin la protección del
grupo de emigrantes le resultaría imposible pasar. Llamaba la atención, de eso
no le cabía la menor duda. ¿Quién era ese hombre, de rasgos más bien
aristocráticos, vestido con un traje sucio y con un sombrero flexible que le
ocultaba los ojos? ¿Cómo es que llevaba una maleta tan fina?
Dominando el pánico que lo acuciaba, se alejó despacio de la estación;
mientras andaba pensó que se encontraba en una situación peor si cabe.
Estaba solo en medio de las calles desiertas.
El Berlín que conoció un año antes tenía todavía su gente nocturna, la que
gustaba de la oscuridad y de los placeres que ésta implica. Pero aquello se
había terminado. La ciudad estaba desolada, la gente permanecía en sus casas,
se acostaba pronto; Hitler había perseguido los interiores decadentes. Szara
sabía que debía abandonar la calle. Era cuestión de minutos.
Caminó con rapidez hacia el oeste, hacia la Leipzigerplatz, donde
recordaba que había un teléfono público. Por si perdía la maleta, había
memorizado varios números de teléfono. Ya tenía el auricular en la mano
cuando se dio cuenta de que no disponía de monedas alemanas. Había
conseguido algunos marcos de los polacos que huían a Lituania, los
suficientes para comprar un billete para el vapor de Copenhague, mas no

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había previsto la necesidad de usar el teléfono. No de esta forma; no por una
equivocación tan estúpida, se quejó en silencio. Vio un taxi y le hizo señas de
que se detuviera. El taxista se ofendió mucho, y le dijo que él no trabajaba
para cambiar dinero; pero cuando Szara le ofreció cincuenta marcos por dos
monedas de diez, la actitud del conductor se volvió respetuoso en un instante.
—¿Puede esperarme? —le preguntó Szara mostrándole los restantes
billetes.
El taxista asintió con la cabeza. Cualquier cosa por un caballero.
El teléfono estuvo llamando lo que le pareció una eternidad, luego, una
imprevisible voz de hombre contestó. Szara dio un nombre. La voz al otro
lado sonó lánguida y aburrida.
—Oh, ella no está aquí. —Luego añadió—: Supongo que querrá el
número.
Szara dijo que sí y sacó, frenético, un lápiz y una caja de cerillas del
bolsillo. El hombre le dio el número de teléfono y Szara colgó. De reojo
observó que el taxista miraba el reloj. Había un coche de la Policía al otro
lado de la Leipzigerplatz.
—Un minuto tan sólo —gritó al taxista.
Éste notó su acento extraño y lo miró con atención. Szara marcó el nuevo
número; una doncella contestó. Szara preguntó por «Madame Nadia
Tscherova». Sintió un gran alivio cuando escuchó su voz.
—Estoy en Berlín —dijo—. ¿Te molestaría mucho…?
—¿Qué?, ¿quién es?
—Un amigo de las bambalinas. ¿Te acuerdas? ¿La horrible comedia? Te
traigo… un regalo.
—¡Dios mío!
—¿Puedo ir a verte?
—Bien —dijo ella.
—Por favor.
—Pero claro.
—¿Puedes decirme dónde estás?
—¿Cómo?, ¿es que acaso no lo sabes?
—Pues la verdad es que no.
—Oh, bien, es una villa. Antes del Tiergarten, justo al lado de
Charlottenburg, en la Schillerstrasse. La tercera casa empezando por el final
de la calle. Hay un… Dejaré encendidas las luces de la cochera. ¿Cuándo
vendrás?
—Tengo un taxi esperando.

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—Pronto entonces —dijo ella, y colgó.
Se metió en el taxi y dio la dirección al conductor.
—¿De qué parte de Alemania es usted? —le preguntó.
—De Italia —respondió Szara—. Del Tirol. No sabemos hablar en
alemán.
—Así que es italiano.
—Sí.
—Pues para ser un italiano, no lo habla tan mal.
—Grazie.
El taxista soltó la carcajada y se alejó mientras el coche de la Policía
empezaba a circular con lentitud alrededor de la Leipzigerplatz.

—¡Queridísimo! —exclamó ella en ruso. Era una Nadia diferente,


afectada, frágil. Puso un brazo sobre los hombros de Szara, en la otra mano
llevaba una copa, lo atrajo hacia su cuerpo y le dio un beso en plena boca. El
beso le supo a vino—. ¿Qué ingenioso diablo te ha traído hasta mi puerta?
La doncella que lo había acompañado hasta allí hizo una reverencia,
haciendo crujir su almidonado uniforme, y salió de la sala.
—Y ocúpate de tus asuntos —murmuró Tscherova a sus espaldas en voz
muy baja mientras la otra cerraba la alta puerta.
—¿Qué clase de diablo? —preguntó Szara.
—Es de La boda del mercader, de Kostennikov, Acto III.
Szara levantó una ceja.
—Sube conmigo —dijo ella.
La siguió por salones con muebles de nogal barnizados y altos cortinajes
color esmeralda, hasta una escalera curva de mármol con barandilla dorada.
—¿De verdad que no…? —empezó él.
—Calla —susurró ella en tono apremiante—. Nos escuchan.
—¿Los criados?
—Sí.
—¡El último es un mono! —gritó Nadia mientras subía rápidamente la
escalera, el holgado pijama de seda de color pálido flotando al aire.
—¿No te parece que has salido con ventaja? —preguntó él sin moverse.
Nadia hizo un mohín y subió bailando los últimos tres escalones. Sus
zapatillas doradas tenían pompones y las suelas resonaron contra el mármol.
Se detuvo para tomar un sorbo de vino, luego cogió a Szara de la mano, lo
arrastró hasta la alcoba y cerró la puerta tras ellos con el pie. El fuego ardía en

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una chimenea de mármol; la pared estaba empapelada en azul intenso con
motas blancas como copos de nieve, la colcha sobre la amplia cama tenía el
mismo tono azul y blanco y la alfombra era de gruesa lana azul pálido.
—Oh, Seryozha —dijo ella en tono apesadumbrado.
Un borzoi se arrastró remolón fuera del canapé azul y blanco y se
escabulló junto a la chimenea, se sentó de lado y adoptó la expresión triste del
desposeído con un solo movimiento de su peludo rabo. Luego bostezó,
abriendo al máximo su graciosa boca, la cerró con un chasquido y les dirigió
su queja con un breve gemido. ¡Qué me importa el canapé!
—No irán a pensar que soy tu amante —dijo Szara.
—Que lo piensen.
Szara pareció confundido.
—Puedo tener todos los amantes, y cualquier huésped raro, que quiera. Lo
que no puedo tener son espías.
—¿Saben ruso?
—¿Quién sabe lo que ellos saben? Por mis amigos émigrés que ellos
conocen, se creen que todos los rusos gritan y ríen. Si quieres decirme
cualquier cosa de política o confidencial, hazlo en voz baja o pon la gramola.
—¿Es tuyo todo esto?
—Te contaré todo, querido mío, pero primero es lo primero. Perdóname,
aún no sé cómo te llamas. Esto resulta embarazoso. ¿Quieres que me arregle
un poco?
—André —dijo él—. Como en francés.
—Muy bien. Ahora tengo que preguntarte, André como en francés, si
tienes la más remota idea de cómo hueles.
—Lo siento.
—He pasado malos tiempos en Rusia: habitaciones pequeñas, largos
inviernos, gente aterrorizada y ninguna intimidad. Por tanto, no es que me
asuste, créeme, pero…
Abrió una puerta, cubierta toda ella por un espejo, y le hizo un gesto
señalando la bañera con patas en forma de zarpas de león.
—No falta nada. Encontrarás esponja, sales de baño, jabón de lavanda o
almendra, toallas, cepillo para la espalda y champú de París. Puedes darte
crema en la piel si eso te gusta o empolvarte como un buñuelo de pastelería
vienesa. ¿Sí? ¿No te he ofendido?
—Ha sido un largo viaje —dijo Szara mientras entraba en el cuarto de
baño.

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Se desnudó al tiempo que contemplaba, horrorizado, el estado de su ropa.
En la perfumada atmósfera del cuarto de baño, su propia condición se hizo,
por contraste, mucho más evidente. Aun así, cuando se miró en el espejo, se
dijo que había sobrevivido. Una barba de un día (¿tenía todavía un lado del
rostro más hinchado como resultado del bombardeo?), el cabello demasiado
largo, algunas canas más, los ojos amarillentos por la fatiga… No era viejo.
Todavía no. Y delgado y esbelto. Resuelto.
Dejó correr el agua caliente y se metió en la bañera. El calor despertó los
muchos cortes, arañazos y golpes que había ido acumulando en sus viajes e
hizo un gesto de dolor. No había parte de su cuerpo que no le doliera, en cada
una de forma diferente. Miró como se oscurecía el agua, añadió un puñado de
cristales de un tarro y los esparció en el líquido.
—¡Eso da vigor! —gritó ella a través de la puerta abierta cuando olió las
sales de baño. Tarareó para sí en tanto abría una botella de vino, Szara oyó el
chirrido del corcho, y luego puso un disco en la gramola, una ópera italiana,
dulce y llena de sol: el día de mercado, los campesinos se reúnen en la plaza
del pueblo.
—Me gusta ponerlo cuando me baño. ¿A ti no?
—Sí, está muy bien.
Nadia siguió la música cantando algunos versos; su voz, algo ronca, se
apartaba sin pudor alguno de las notas apropiadas.
—¿Podrías darme un cigarrillo?
Un momento después, la mano de Nadia apareció por la puerta con un
cigarrillo encendido. Szara lo cogió agradecido.
—Fumas en el baño. Eres un auténtico ruso.
El perro acudió trotando y lamió el agua de la bañera con entusiasmo.
—¡Seryozha! —lo reprendió Nadia.
Con el dedo índice, Szara rascó al perro entre los ojos. El borzoi levantó
la cabeza y lo miró fijamente, el agua jabonosa chorreando de su hocico
húmedo.
—Vete, Seryozha —le dijo. Para su sorpresa, el perro se dio la vuelta y se
marchó.
—Muy bien, perrito bueno —oyó que le decía Nadia.
—Cuando esté listo…, no tengo nada limpio, lo siento.
—Te daré una de las batas del general. No el trapo viejo que se pone
siempre. Su hija le regaló una en su último cumpleaños; todavía está en la
caja. De satén rojo. Vas a parecerte a Cary Grant.
—¿Es tu amante?

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—¿Cary Grant? Pensé que habíamos sido discretos.
Szara esperó.
—No. En realidad, no. Nadie es mi amante. Cuando el general y yo
estamos juntos, la gente cree otra cosa, pero eso no nos importa. Cuesta algo
explicarlo, aunque como imagino que no vas a irte esta noche, ya tendremos
tiempo de hablar sobre ello. Sin embargo, hay una cosa que no puede esperar.
Has de decirme la verdad de por qué has venido aquí. Si vas a pedirme que
haga todo ese tipo de cosas miserables, necesito saber por qué y para qué.
Dio la vuelta al disco. Había una cierta resignación en su voz, pensó él,
como la mujer que teme una riña con el carnicero pero sabe que no puede
evitarla.
—¿La verdad?
—Sí. ¿Por qué no?
—He… Bien, ¿qué es lo que he hecho? No he desertado. Creo que he
huido.
—No me digas. ¿De verdad?
—Sí.
Nadia quedó callada durante un momento, con expresión reflexiva.
—¿Has huido a Berlín? ¿Es… a Berlín donde se suele huir?
—Estaba atrapado en una ratonera. Salí por el único sitio disponible.
—Bien, si tú lo dices. —La voz de ella tuvo cierto tono de duda.
Szara apagó el cigarrillo en el agua, dejó la colilla al borde de la bañera,
sacó el tapón y miró el remolino formado por el agua al vaciarse.
—Voy a llenar la bañera otra vez —dijo.
—Te traeré un vaso de vino si quieres. Y puedes contarme tus aventuras.
Si te está permitido hacerlo, claro.
—Ahora todo me está permitido —dijo él, y se echó a reír.
—¿Qué ocurre?
—Nada, de verdad —Y volvió a reírse. Se sentía como el genio liberado
de la botella.

Era bien pasada la medianoche cuando bajaron la escalera de puntillas y


se dirigieron a la cocina, un cuarto estrecho de techo alto con porcelanas
oscurecidas en los bordes a fuerza de fregarla durante años. Se prepararon
unos emparedados, altos hasta lo absurdo, de queso y encurtidos con
mantequilla, y regresaron furtivamente por las alfombras de Baluchi como si
fueran ladrones. Szara se vio un momento en un espejo: afeitado, peinado,

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con una bata de amplias solapas de satén rojo y un emparedado gigante en su
plato. Era como si en su largo vuelo a través de una puerta secreta hubiera
aterrizado en el paraíso.
De vuelta al santuario de Nadia, se sentaron en la alfombra delante del
mortecino fuego de la chimenea; Seryozha descansaba con las patas
delanteras cruzadas y miraba con ojos ávidos en espera de su parte del botín.
Szara miró a Nadia, ocupada en morder su emparedado, una seria comedora
rusa, con el cabello caído enmarcando su rostro cuando se inclinaba sobre el
plato. No podía apartar sus ojos de ella. Nadia aparentaba no notar su
presencia, quizás era su costumbre. Al fin y al cabo, el oficio de una actriz
consiste en ser observada pero, aun pensando eso, no quiso parecer un
jovencito majadero y mirón e intentó reportarse, mas fue un intento vano y se
rindió a la evidencia. Es la obra de Dios, pensó: el cabello, largo y liso, del
color de una cáscara de almendra y el frágil azul de sus ojos, las líneas, los
planos y la luz dentro de ella. No tenía palabras. Sólo un sentimiento muy
dentro de él que lo empujaba a decirse, una vez y otra, que era verdad lo que
veía. De pronto, ella levantó los ojos y se volvió hacia él, la mirada ausente,
las mandíbulas paralizadas suspendido el bocado, hasta que Szara se dio
cuenta de que ella estaba imitando la expresión que en él veía. Entonces
desvió la vista.
—¿Sí? —preguntó ella con una ceja, enarcada.
—Nada.
Nadia le sirvió vino en su vaso.
—¿Esperas la llegada del general en algún momento? —preguntó él.
—El general se encuentra en Polonia —contestó ella—. Y si estuviera
aquí, tampoco tendrías que esconderte. Krafic viene a verme con sus amigos,
Lara Bronzina y su hermano. Los conoces en lo que podríamos llamar otro
escenario. Otros también. Una pequeña colonia rusa, ¿sabes?: intelectuales
emigrados, librepensadores, pintores locos y todo lo que quieras. El general se
refiere a nosotros como «un antídoto de Frau Lumplich».
—¿Quién es?
—Un personaje que se ha inventado. En ruso diríamos «Madame Lump».
—Un general ilustrado. Un general ilustrado alemán.
—Los hay —dijo ella. Se sacudió las migajas de las manos y pasó un
trozo de emparedado a Seryozha, que arqueó el cuello para asirlo
delicadamente con los dientes y luego lo engulló. Nadia se levantó y le trajo,
de la mesilla de noche, al lado de su cama, una fotografía enmarcada.
—El general Walter Boden.

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Un hombre cerca de los setenta, pensó Szara. Enjuto de carnes, rostro de
asceta bajo la calva cabeza, arrugas profundas, una simple línea por boca.
Pero la expresión de sus ojos decía alguna otra cosa. Alguna vez, en una vida
que había tallado su rostro como una roca, algo lo había divertido.
—Extraordinario.
—Me encanta que digas eso —dijo ella en tono convencido.
—Si uno esta fotografía a la imagen que me has dado de él, saco la
conclusión de que no es un hombre muy querido por los nazis.
—No. Saben lo que opina de ellos; en el mundo del general, la noción de
ni siquiera son dignos de desprecio significa eso, literalmente. Pero es rico.
Muy muy rico. Y ellos respetan eso. Y su relación con el Alto Mando no es
de poca importancia, aunque él lo define como «la habitación de las doncellas
en la guarida del león». Entre sus amistades figura la vieja aristocracia, los
Metternich y los Bismarck, príncipes y condes, los terratenientes prusianos.
Hitler los odia, echa espumarajos por la boca porque no puede llegar a su
altura; y ellos ocupan dos poderosas fortalezas en Alemania: el Ejército y el
Ministerio de Exteriores.
—Fortalezas. ¿Van a asediarlas?
—Ya veremos.
No debes pensar más en estas cosas, se dijo Szara para sus adentros.
—¿Hay otro tronco para el fuego? —preguntó en voz alta. El rojo de las
ascuas se había ennegrecido.
—No. Hasta mañana, no. En cierta manera, soy prisionera de los criados.
—No te quejes. Hay un largo camino desde Rosenhain Passage y aquel
horrible teatro.
Asintió con un movimiento de cabeza. Él se la quedó mirando, incapaz de
apartar sus ojos de ella. Vio cómo sacaba un pie de la zapatilla y lo metía
debajo de la rodilla opuesta.
—¿Cómo os conocisteis? —preguntó Szara.
—En una recepción. Después salimos a cenar unas cuantas veces.
Charlábamos hasta muy tarde, habla un ruso pasable, y ya sabes cómo se
reacciona en esos casos, en especial cuando no tienes un país que sea tu
patria. Una aventura extraña. Esperé la inevitable proposición, un relajado fin
de semana en el campo, pero nunca la hizo. Una noche, en un restaurante, me
dijo: «Nadia, amiga mía, los generales y las actrices no son una novedad en
Berlín. Son el cliché de los locales nocturnos. Pero, a pesar de eso, ven a mi
casa y dime si te gusta». Y vine. Y en esta misma habitación le pregunté:
«¿De quién es este dormitorio?», porque yo ya había visto el suyo y aquí todo

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era muy nuevo. «Creo que es el tuyo, si te agrada», me respondió. Yo había
esperado cualquier cosa menos eso, y me quedé sin habla. ¿Ves esa pequeña
alfombra persa, la que está junto a tu mano? La puso para Seryozha. De
pronto me puse a llorar… por dentro, porque no quería que él me viera. Y no
hablamos más. Me vine a vivir aquí y fue como una especie de salvación para
mí: dejé de hacer todas esas otras cosas; no volví a ver a aquella gente ruin.
Ahora ésta es mi vida. Cuando él quiere verme, aquí me tiene. Me siento
frente a él durante la cena, conversamos, mi trabajo consiste en ser como soy.
Cualquier afectación, convertirme en lo que yo imagino que él pueda querer,
le rompería el corazón. Tenemos una existencia en común, hacemos…,
¿cómo se dice?, hacemos vida social. Vamos a casa de sus amigos. Algunas
veces al campo, a propiedades enormes. En Alemania, la vida civilizada se
conserva en esos sitios, tanto como en los sótanos de Moscú. Pero no importa
adonde vayamos, yo siempre estoy a su lado. Me apoyo en su brazo. Yo
podría, y, por supuesto, no habría nada más sencillo, hacer creer a la gente
que él es un amante sublime. A la más mínima señal, las lenguas empezarían
a moverse. Sería suficiente con que él lo deseara. Pero no lo desea. No le
importa lo que la gente piense de él. No estoy aquí por vanidad, ni por su
reputación. Estoy aquí porque para él es un placer tenerme aquí.
Su rostro se había sofocado; después apuró el vino de su copa. Cuando lo
miró, él vio ira y pesar en sus ojos, y todo el valor y la rebeldía que pudo
reunir en aquel instante. No se sentía abrumada, en absoluto, pero para ella,
era todo cuanto poseía.
—Y Dios te maldiga si has venido aquí para hacerme trabajar de nuevo.
No importa lo que hayas dicho. Porque no quiero hacerlo. No quiero
traicionar a este hombre de la manera que tú pides. Incluso soy capaz de irme
adonde tu poder no me alcance. Y tú y yo sabemos cuál es ese lugar, y cómo
ir.
Szara respiró hondo y dejó pasar unos instantes para que la atmósfera
creada entre ambos se enfriara un poco.
—Sólo he dicho la verdad —dijo por fin, luego miró su reloj—. Desde las
diez y media de anoche. Hace casi seis horas. Tengo incluso el derecho a estar
orgulloso de cómo me comporto de un tiempo a esta parte.
Ella bajó la mirada. Szara se levantó, caminó con los pies descalzos sobre
la suave alfombra y se acercó a un mueble bar con espejos sobre el que había
un cubo de plata con hielo. Abrió la puerta y encontró una botella de Saint-
Estèphe, usó un sacacorchos y la destapó; luego llenó los dos vasos. Nadia,

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entretanto, había buscado un periódico, hizo manojos con sus hojas y
alimentó el fuego.
—Da calor al ambiente.
—Me pregunto —dijo él— qué habrá sido de la gente de París que tiene
algo que ver con esto. Porque si les hubieses hablado de un trato íntimo con
un oficial de alto rango, quizá se hubieran mostrado… inquisitivos. Para
decirlo de una forma suave.
—Y algo terrible habría sucedido. Porque aun cuando yo intentara
ocultarlo todo, no puedo fiarme de mis amiguitos de Berlín. Ellos han tenido
que improvisar sus vidas durante demasiado tiempo… y no todos los
humanos son tan fuertes como para decir que no.
—Muy pocos.
—Bien, para mí sólo había una salida, y yo estaba preparada para tomarla.
Me había hecho a la idea. Al principio, cuando me escabullí de Rusia y me
vine a vivir a Berlín, esa gente vino a verme. Me amenazaron. Pero les di muy
poco, sólo pequeños chismes y cosas que podían leer en los periódicos.
Entonces jugaron una segunda carta. Tu hermano Sacha está internado en un
campo, me dijeron, y se lo tiene bien merecido. Pero goza de las comodidades
que las circunstancias permiten; trabaja como empleado en una habitación
con calefacción. Si quieres que su situación continúe, tienes que colaborar. De
ti depende.
—E hiciste lo que tenías que hacer.
—Sí. Lo hice. En el exilio, me importó poco lo que hacía de mi vida
porque descubrí que no me afectaba. Quizá Rusia tiene algo que ver con eso.
Embota la sensibilidad o la delicadeza; es como una fuerza, o una debilidad,
como prefieras. Pero entonces conocí a este hombre, y, de pronto, fue como si
despertase de un largo sueño. Todo empezó a importarme, el tiempo, la
manera de colocar un jarrón sobre una mesa, el hecho de encontrarme con
alguien y desear que le gustara. Me había rodeado de murallas, pero todas se
habían venido abajo. Y sabiendo esto, no podía sobrevivir. No por mucho
tiempo. Era incapaz de seguir con lo que había estado haciendo para una
gente que venía con dinero, y que una vez que empezaran a presionarme yo
sabía que sólo me dejarían una manera de escapar. De manera que, tal como
lo vi entonces, no me quedaba mucho tiempo. Pero cada día estaba lleno de
vida y la vida me estremecía. Ellos dicen que es el único don, y ahora puedo
entender eso con todo mi corazón. Nunca he llorado tanto ni nunca he reído
tanto como durante aquellas semanas. Quizás ésa fue mi manera de rezar,

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porque lo que ocurrió después fue un milagro, no hay otra palabra para
describirlo.
»Sucedió a principios de agosto. Un hombre vino a verme. No aquí; sino
en el teatro, igual que hiciste tú. Era evidente que no sabía nada del general.
Un hombre horrible aquél. Rubio, con el cabello ondulado, gafas de cristales
gruesos; bajo y gordo…, repugnante por donde lo mirases. Y de lo que más
quería saber era de ti. Algo ha debido de ir mal, algo de extrema gravedad,
porque ya no he sabido más desde entonces. Ni dinero ni exigencias ni
correos. Nada.
Jugó con la copa entre los dedos mientras miraba la llama de los
periódicos reflejada en la roja superficie del vino.
—No tengo ni idea de lo que ha ocurrido —añadió—. Sólo sé que mi vida
se ha salvado. Y parece que tú has sido la causa.

Se despertó en una especie de paraíso. No recordaba cómo había


terminado en la cama de ella, pero allí estaba, su rostro apoyado en el suave
cubrecama, su costado un poco dolorido por haber dormido acostado sobre el
nudo del cinturón de la bata. Estaba en el paraíso, pensó, porque olía de la
misma forma que el paraíso, o su paraíso, en cualquier caso, debía oler así: al
perfume que ella desprendía —le recordaba el olor de la canela—, a jabón
perfumado y vino y humo de cigarrillos y cenizas del fuego apagado y el
dulce olor del borzoi recién lavado. Podía, pensó, detectar a la propia Nadia,
también dulce, pero en una manera diferente, humana. Durante un rato se
limitó a seguir así, echado, suspendido en una oscuridad perfecta, inspirando.
Cuando advirtió que volvía a dormirse, que caía en la inconsciencia, se
esforzó por mantener los ojos abiertos. Entonces vio una colcha de punto
echada con descuido sobre el canapé; así que Nadia había dormido allí. Su
traje —al parecer las doncellas lo habían limpiado— colgaba de una percha
en el pomo de la puerta del cuarto de baño, y el resto de su ropa aparecía
cuidadosamente doblada sobre la cómoda. Limpia y seca como por arte de
magia.
Luchó para sentarse. Se sintió como si regresara de la muerte. Todas
aquellas noches en Polonia, tendido en el duro suelo sobre una manta; más
tarde, las horas de incomodidad sobre el fino colchón del apartamento de
Kovno, la gente alrededor despierta, entre toses y conversaciones en voz baja.
Ahora le dolía cada minuto vivido de aquella forma. Abrió el blanco postigo
que cerraba la mitad inferior de la ventana. Un jardín de otoño. Rodeado de

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altos muros. Las hojas secas cubrían los senderos y se amontonaban al pie de
un seto. Nadia estaba sentada junto a una mesa de hierro; no podía ver su
rostro, leía; balanceaba una mano sobre el perro lobo tendido a su lado. ¿Me
encuentro en Rusia? Envuelta en un largo abrigo negro y con un pañuelo rojo
al cuello estaba absorta en su libro. El viento jugaba con su cabello color de
otoño, las hojas revoleaban al caer de los árboles y hacían un ruido suave
cuando se arrastraban por el suelo. El cielo estaba en guerra, torres
desmoronadas de nubes grises, batidas y golpeadas al paso del pálido sol.
Amenazaba lluvia. Su corazón suspiró por ella.

Más tarde fue a sentarse en una silla de jardín frente a Nadia y vio que leía
Caballería roja, de Babel. El viento era frío y húmedo y tuvo que arrebujarse
en la chaqueta.
Durante un largo rato permanecieron en silencio.
Y ella no apartó su mirada, no le negó sus ojos: Si es esto lo que deseas,
parecía decirle, posaré para ti. No tocó nada, no cambió nada; no se defendió.
El viento echó el cabello sobre su rostro. Seryozha suspiró, la luz cambiaba al
paso de las nubes por delante del sol, ella permaneció inmóvil. Entonces
Szara empezó a darse cuenta de que no la había comprendido bien. Su quietud
no era una simple postura, lo que él veía en los ojos de ella era lo que había en
los suyos. ¿Podría estar Nadia tan engañada?, ¿desear a alguien tan perdido e
inútil?, ¿acaso estaba ciega?
No.
Desde el momento en que entró en aquel camerino lo enamoró. Lo mismo
le pudo haber sucedido a ella, sólo que no se le pasó por la cabeza. Tal vez
fuese así; las mujeres lo saben siempre, los hombres, nunca. O quizá no, quizá
todo sucedió de otra manera. Pero no importaba. Acababa de entender que
todo había cambiado, que lo que se le ofrecía, era exactamente lo que se le
ofrecía.
Qué triste es, pensó, que no pueda tomarlo. Eran unos náufragos, los dos
abandonados en una isla exótica, aunque aquello fuera el jardín de una villa
florentina en la Schillerstrasse. Pero en algún sitio, lejos de aquellos altos
muros, sonaba la marcha de una banda militar, y pensó que el general
regresaría pronto de sus guerras. Sólo por un momento imaginó su aventura
amorosa durante la huida: las calladas habitaciones de hotel, la Policía
Secreta, los depredadores. No. Ella pertenecía a su imaginación, no a su vida
real. Un recuerdo. De una manera equivocada, de un lugar equivocado, de un

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año equivocado, de unos tiempos en los que el amor no era posible. Uno
recuerda, y ahí quedaba todo. Una cosa más que no pudo suceder en aquellos
días.
—¿Cuándo te vas? —preguntó ella—. ¿Hoy?
—Mañana.
Por un instante tuvo la sensación de haber adivinado su pensamiento, de
haber visto la forma que la pregunta tomaba en la mente de Nadia. Ella se
inclinó por encima de la mesa y le acercó su rostro; Szara pudo ver sus labios
secos por el viento, una marca rosada en el perfil de la mandíbula; de pronto
quedó desenfocada, demasiado cerca para ser bella. Y cuando ella habló su
voz le sonó a desconocida, tan suave que apenas pudo oír lo que decía.
—¿Por qué ha sucedido?
—No lo sé —respondió Szara—. No lo sé.
Nadia apretó los labios y asintió con un ligero movimiento de cabeza.
Estaba de acuerdo. No necesitaba respuesta.
—No podemos hacer nada, tú lo sabes —dijo él.
La expresión de Nadia cambió, graciosamente, pero cambió. Y Szara se
vio ante la única gran mirada inquisitiva de su vida.
—¿No?

Nunca en su vida había sido el amante que fue con ella. Esperaron a que
la noche cayera. Sólo la primera de una serie de decisiones compartidas que
condujeron a la ocasión esperada. Szara no estaría a salvo en la calle, y Nadia
lo sabía, por tanto, la posibilidad de salir no se planteó. Pasaron un día al
estilo del siglo XIX: leyeron, charlaron, cortaron racimos de grosellas de otoño
de un arbusto para adornar una mesa, evitaron a los sirvientes, jugaron con el
perro, apenas se rozaron y sólo de una forma esporádica y accidental, sin
mostrar cómo les afectaba. Si en tiempos de guerra, la vida exigía que el amor
se midiera en horas y no en meses, ellos descubrieron que el amor podía
comprimirse de aquella manera.
Pudieron haber mirado el Tiergarten, por cualquiera de las ventanas de la
villa de tres plantas, o cómo se desenvolvía la vida en el Berlín de aquellos
días: paseantes y ociosos, militares y parejas, ancianos que leían el periódico
en los bancos del parque… Pero no quisieron hacerlo. El mundo privado les
confortaba. Aunque no construyeron castillos de arena, no pretendieron que el
presente fuese distinto a lo que era y trataron de hablar sobre el futuro. Difícil,
sin embargo. Los planes de Szara iban vagamente dirigidos hacia Dinamarca;

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a partir de ahí tenía que improvisar. Ignoraba como se ganaría la vida; los
idiomas que escribía, el ruso y el polaco, no le servían para lo que podía
imaginar. Los intelectuales emigrados pasaban penurias, había ocasiones, en
que el modesto periódico pagaba, otras, no. Todos comían lo que podían
cuando acudían a las fiestas que los antiguos aristócratas organizaban. Pero
hasta esa vida precaria le estaba negada; era un fugitivo, y las comunidades de
émigrées eran los primeros sitios donde irían a buscarlo. Por supuesto que no
podía volver a París, era demasiado peligroso. Triste, porque estar allí con
ella…
Triste, porque incluso podría ponerla en peligro. Eso no lo mencionó.
Pero ella también lo sabía. Ya había visto lo suficiente de la vida soviética y
comprendía la vulnerabilidad en cada una de sus formas conocidas. Por eso
entendía que cada uno hacía lo que tenía que hacer. Esta real politik era muy
alambicada. Empezaba con los políticos y los intelectuales, todos haciendo lo
que había que hacer, pero tenía tendencia a contagiarse y, cuando menos lo
esperabas, te encontrabas acostado con ella.
A pesar de todo, y en eso estaban de acuerdo, había que mantener la
esperanza. Los humanos han sobrevivido a las mayores catástrofes: siempre
había alguien que escapaba del incendio con sólo el cabello chamuscado;
quien perdía el tren que luego se despeñaba por el desfiladero. Los dos
pensaban que cualquiera que fuera la Agencia divina encargada del destino,
algo de suerte les tendría reservada. Todavía había sitios en la Tierra donde
uno podía perderse de manera irremediable. ¿Y qué si se fuese a guardar un
rebaño de ovejas? ¿Era algo tan difícil?
Al final decidieron que el futuro no debía estropearles el día, un día que
los convertía en pequeños héroes, pero no por eso menos héroes. Y tenían el
pasado para recordarlo, dándose cuenta inmediata de que sus vidas daban
lugar, por lo menos, a miles de anécdotas variadas. Descubrieron que en
diversas ocasiones, en Moscú, en Leningrado, no se encontraron por cuestión
de minutos. Habían sido invitados a las mismas casas, habían conocido a la
misma gente; sus huellas a través del bosque nevado se habían cruzado una y
mil veces. ¿Qué hubiera ocurrido si se hubiesen conocido?, ¿todo?, ¿nada?
Con seguridad algo, así pensaban los dos.
No sintieron mucha hambre, tanto a lo largo del día como a medida que la
noche se acercaba, y justo al oscurecer tomaron una cena ligera. La
conversación resultó algo forzada, un poco tensa, en aquel comedor, con el
«tictac» del enorme reloj de pared que convertía cada momento de silencio en
un melodrama. Nadia lo dijo bien claro.

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—Si no fuese porque heriría los sentimientos del general, ya hace un buen
rato que hubiera tirado la sopa sobre ese reloj.
Se retiraron temprano. Szara, para guardar las formas, a una habitación de
invitados; ella, a su santuario azul y blanco. Cuando el ruido cesó en la cocina
y el silencio envolvió la casa, Szara subió la escalera de mármol.

Encendieron la chimenea, apagaron las luces, pusieron la gramola y


bebieron vino.
Nadia lo sorprendió. La manera que tenía de moverse en la vida diaria,
con su fino cuerpo, casi etéreo, hacía que pareciese espiritual, y uno
imaginaba que habría que abrazarla con delicadeza para que no se quebrara.
Pero no era así. Cuando el pijama de seda cayó, ella, con el gesto de una
bailarina de puntas, lo lanzó con el pie al otro lado de la alcoba. Iluminada por
las llamas, su piel tersa y suave se mostró plena, exquisita, ondulante. Durante
unos segundos sólo pudo mirarla. Había imaginado que sus almas unidas
flotarían hasta las alturas, pero se lanzó sobre ella como un lobo, y ella gritó
como una adolescente.
Y qué buen rato pasaron.
Mucho después, cuando ya no les quedaban fuerzas para seguir, cayeron
rendidos por el sueño, siempre abrazados, con las sábanas enredadas en las
piernas, apartadas en medio de palabras irrepetibles y encantadoras.
Szara despertó cuando aún no había amanecido. Extendió el brazo y buscó
a Nadia; entonces, ella dobló su cuerpo despacio, como si se desperezase,
suspirando. La contempló a hurtadillas, una forma pálida en la oscuridad con
los ojos cerrados, los senos subiendo y bajando. Comprendió que algunas
veces no hay fin para el deseo, que nunca se acaba. Que jamás se sacia uno
del otro. Al menos, pensó, podrían esperar lo mejor. Podrían intentarlo.
Podrían iniciar un comienzo.

Pudo haber abandonado la cama al amanecer y salir afuera, al frío, pero


no lo hizo. Robaron otro día, y esta vez no esperaron al anochecer.
Desaparecieron a media tarde. Cuando el reloj de pared del comedor marcaba
la ocho de la noche, una sirvienta puso la sopera en la larga mesa. Pero nadie
apareció por allí. La retiró a las ocho y media.
Szara se marchó al mediodía siguiente. Llamaron un taxi por teléfono, y
esperaron de pie en el vestíbulo mientras llegaba.

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—Por favor, no llores —pidió él.
—No lloraré —prometió ella, hecha un mar de lágrimas.
El taxi tocó la bocina dos veces. Szara se fue.

No consiguió salir de Berlín. Una hora más tarde caía en manos de la


Gestapo.
A su favor, hay que decir que él lo intuía. No entró en seguida en la
estación de Lehrter, sino que caminó por las calles durante un rato, mientras
intentaba serenarse, adquirir la consciencia de ser un viajero cualquiera, un
poco aburrido, con algo de prisa; un hombre que necesita coger el tren de
Hamburgo por alguna razón prosaica, para llevar a cabo una diligencia sin
mayor interés.
Pero a la gente que controlaba la documentación en la escalera que bajaba
al andén no le importaba su aspecto. Un policía de Berlín cogió los
documentos de identidad de Kringen y consultó una lista escrita a máquina
que tenía, miró por encima del hombro de Szara, hizo una señal con los ojos y
un movimiento imperceptible con la cabeza, entonces, dos hombres vestidos
de paisano se le pusieron a cada lado, luego se dirigieron a él con toda
corrección.
—¿Puede acompañarnos un momento, por favor?
Sólo la fuerza de voluntad y un resto de orgullo que la restaba impidieron
que las rodillas se le doblaran; sintió cómo le brotaba el sudor en las raíces del
cabello. Uno de los hombres se hizo cargo de su maleta, el otro lo cacheó,
luego se lo llevaron a la comisaría de Policía, ante la curiosidad de la gente
que pasaba. Tropezó una vez, y uno de los detectives lo agarró de un brazo.
Lo condujeron por un largo pasillo, y, por una puerta sin marco, pasaron a un
despacho en el que un oficial uniformado de las SS estaba sentado detrás de
una mesa, con una carpeta abierta delante de él. Leyendo al revés, Szara pudo
ver una larga lista de nombres y párrafos descriptivos en una hoja de papel
amarillo.
—Cuádrese —le ordenó el hombre con frialdad.
Szara obedeció. El oficial se concentró en los documentos de identidad de
Kringen para que, entretanto, Szara, en aquella postura, se fuera debilitando.
Un procedimiento normal.
—¿Herr Kringen? —dijo por fin.
—Sí.
—Sí, señor.

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—Sí, señor.
—¿Qué ha usado para borrar el año de nacimiento?, ¿limón?, ¿ácido
oxálico? No orina. Por su bien espero que yo no haya tocado su pis.
—Limón, señor —contestó Szara.
El oficial asintió con la cabeza. Señaló el nombre de Kringen con la goma
de borrar que tenía el otro extremo del lápiz.
—El auténtico Herr Kringen ingresó en un hospital luterano para que le
extirparan un callo del pie. Y mientras el pobre hombre estaba en la cama del
hospital, algún ladronzuelo se hizo con sus papeles. ¿Fue usted?
—No, señor. Yo no fui. Compré el pasaporte a un sanitario del hospital.
El oficial asintió.
—¿Y usted es…?
—Mi nombre es Bonotte, Jean Bonotte. Soy de nacionalidad francesa.
Tengo mi pasaporte escondido en el forro de la chaqueta.
—Démelo.
Szara se quitó la chaqueta y con manos temblorosas trató de descoser el
forro. Le llevó mucho tiempo, pero la fuerte costura cedió al fin. Dejó el
pasaporte sobre la mesa y volvió a ponerse la chaqueta, un trozo de forro
retorcido le colgó sobre una pierna. Detrás de él, uno de los detectives rió
burlón. El oficial levantó el auricular del teléfono y pidió un número.
Mientras esperaba la respuesta, pasó las páginas del pasaporte de Bonotte con
el lápiz-borrador.
—¿Cuál es la razón de su visita a Alemania?, ¿un loco impulso?
El detective soltó la carcajada.
—Venía huyendo de Polonia, y no pude encontrar otra salida desde
Lituania.
—Así que compró el pasaporte de Kringen y se vino con el Volksdeutsch
desde Riga.
—Sí, señor.
—Podía haber sido más listo —dijo el oficial, que puso toda la intención
en sus palabras mientras miraba a Szara con atención por primera vez.

Lo llevaron después a la Casa Columbia, el cuartel general de la Gestapo


en Berlín, y lo encerraron en una celda de aislamiento. Era pequeña pero
estaba limpia, con un catre y un cubo, una ventana de fuertes barrotes a tres
metros de altura y una bombilla en el techo. No sabían con entera seguridad
quién era él, y no creían que fuese el tipo insignificante al que se le grita.

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¡Espía, vamos a fusilarte!, sino más bien lo que él afirmaba ser, y que al final
tendrían que tratarlo de una manera distinta. Quizá con delicadeza, quizá no.
Si se decidían por lo segundo, el siguiente paso no era ningún secreto. Hasta
Szara llegaban los alaridos desde distintas partes del edificio; aquello le ponía
enfermo y debilitaba su voluntad de resistir, si ésa hubiese sido su intención.
Abramov, con evidente disgusto, había previsto esa posibilidad durante el
período de su entrenamiento: nadie resiste la tortura, no lo intentes. Diles lo
que tengas que decir, es labor nuestra que no sepas demasiado. Debes intentar
conseguir dos cosas: una, mientras menos les digas en las primeras cuarenta y
ocho horas, mejor —eso nos dará tiempo—; pero, en cualquier caso, diles las
cosas menos importantes que puedas. Eres un oportunista de poco nivel,
forzado a trabajar para el Gobierno —despreciable, pero no importante. Y
dos, trata de avisarnos que te han cogido. Eso es crucial. Podremos proteger a
la red del desastre: cerraremos todos los caminos por los que hayas pasado,
así salvaremos a tus socios, mientras tocamos todas las teclas para liberarte o,
al menos, para evitar que te hagan daño. Las señas se cambian según la
circunstancia: una variación técnica en el radiotelégrafo o tu desaparición de
nuestra vista mientras trabajas en territorio hostil. Pero tiene que haber una
señal establecida, y una forma segura de transmitirla. Recuerda, en esta
organización siempre hay una oportunidad, podemos hacerlo casi todo. «Si te
cogen —había dicho Abramov—, tienes que agarrarte a la esperanza como un
marinero caído al agua se agarra a un tronco de madera».
Szara cerró los ojos y descansó su cabeza contra la fría pared de cemento.
No, Sergei Jakobovich —dijo al alma ausente de Abramov—, no en esta
ocasión. La esperanza, la desesperación…, todas esas fantasías estaban fuera
de lugar. Al final había cometido el error irremediable. No había valorado lo
suficiente la capacidad de la máquina de seguridad alemana, su magnitud,
hasta que no vio la larga hoja amarilla del teletipo con el nombre KRINGEN
en la columna de la izquierda. La identidad que había obtenido en París no
resistiría una buena comprobación. Cuando se puso a recordar su trayectoria
en los dos últimos años de su vida —Jelidze, Renate Braun, Bloch, Abramov,
la red OPAL; luego, De Montfried y los británicos, y, por último su
asignación en Polonia—, se vio como un hombre que aceptaba cualquier cosa
con tal de permanecer vivo. No lo había hecho tan mal, y durante mucho
tiempo si se comparaba con otros como los intelectuales, los viejos
bolcheviques, los judíos, los comunistas extranjeros. Había sobrevivido a casi
todos, torcido y retorcido, engañado y manipulado, pero él seguía vivo.

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Sin embargo, ése no había sido su propósito, y tenía que enfrentarse con la
realidad.
Tenía una sospecha: lo que casi percibió en el pantano de Pripet, el día en
que entró en Lituania, fue un presagio de su futuro, como si estuviese pisando
el umbral de los últimos días de su vida. Pero había interpretado mal el
presagio. No era él quien tenía que ver con la vida; en absoluto. Era la vida la
que tenía que ver con él. Y en lo más profundo de su corazón se preguntó si
no habría ido a Berlín para encontrar la manera de ver a Tscherova; una
llamada del destino que lo había conducido sin saberlo, una vez más, a amar
con verdadera pasión a una mujer antes de abandonar la tierra. De ser así, su
deseo estaba cumplido y ahora le tocaba pagar su parte del trato. Le
sorprendió la frialdad de su ánimo. La hora de los sueños y las fantasías había
pasado; vio el mundo y a sí mismo con toda claridad. Mantendría algunas
obligaciones —proteger a Tscherova sobre todo— pero existían otras, y pensó
cómo sacrificarse de la manera más efectiva. Con qué tardanza, pensó, llega
la fortaleza a algunos seres humanos.

La persona encargada de interrogarlo se llamaba Hartmann. Un


Obersturmbannführer de las SS, un comandante, un hombre bien alimentado,
de rostro plácido y manos pequeñas muy cuidadas, que le habló con mucha
educación. Hartmann no era más que la válvula de entrada de una máquina de
información, y Szara lo sabía. Estaba allí para obtener datos, y casi hubiera
podido asegurar que abogado o funcionario del aparato judicial antes de que
lo llamaran a su puesto actual en el Partido Nazi. Entre sus obligaciones no
figuraba el proceso de la información. Éste se hacía en alguna otra parte, en
puestos de más elevada jerarquía, donde un consejo administrativo, un
directorio, tomaba las decisiones.
Para empezar, Hartmann le aseguró que si los dos iban directos al grano,
todo resultaría mejor. Con sus palabras le dio a entender que haría mejor su
trabajo si no tenía necesidad de bajar a Szara a los sótanos; ambos eran
hombres que podían cumplir con sus obligaciones —Szara, confesar; él
certificar la calidad de esa confesión—, sin necesidad de recurrir a otros
medios. Dichos medios se empleaban con otra clase de personas.
Szara no se resistió. Cooperó. La tarde del primer día tuvo que admitir que
no era Jean Bonotte. Hartmann le había dado lápiz y papel y le había pedido
que escribiera una biografía propia, que debía empezar con su niñez en
Marsella: nombres, lugares, escuelas, maestros…

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—No puedo escribir esa biografía porque no crecí allí —dijo Szara—. Y
mi nombre no es Jean Bonotte.
—De lo que debo deducir que, este pasaporte es una falsificación —
repuso Hartmann.
—Sí, Herr Obersturmbannführer, lo es.
—Entonces, ¿quiere decirme su verdadero nombre? En cuanto a su
nacionalidad, ¿no es francesa?
—Mi nombre real es André Aronovich Szara. Nací como judío polaco
cuando Polonia era una provincia de Rusia. En 1918 me fui a vivir a Odesa;
por tanto, permanecí como ciudadano soviético en la Unión Soviética, donde
llegué a ser periodista en el diario Pravda.
Hartmann quedó confundido.
—¿Ha sido un periódico el que le ha enviado a Berlín?, ¿con una
identidad falsa? Me pregunto si puede aclararme esto.
—Puedo. Obtuve por mí mismo la identidad falsa, y el periódico no ha
sabido de mí desde que salí de Polonia.
Hartmann hizo una pausa. Szara se dio cuenta de la incomodidad que el
otro sentía. Vio cómo se refugiaba en sus notas, preparadas para orientarse en
el interrogatorio, pero en las que ahora nada encajaba. Su francés, atrapado en
el lado equivocado del frente, se había evaporado. En su lugar aparecía un
ruso, más bien importante según sus sospechas, capturado mientras huía de la
Unión Soviética, aliada nominal de Alemania. Hartmann se aclaró la
garganta, lo que en él significaba que estaba furioso. Dudaba que ese asunto
cayera dentro de su competencia. De pronto veía una serie de temas
engorrosos: la culpabilidad del prisionero según las leyes alemanas, la posible
extradición, más muchos otros aspectos que no quería siquiera imaginar.
Todos graves, difíciles, complejos y que, al final, tendrían que resolverse en
un contexto, no legal, sino político. Desde luego, ése no era un caso del que él
pudiera ocuparse; se limitaría a aclararlo para presentárselo a sus superiores
con la información más precisa. Hartmann levantó la pluma y cogió una hoja
de papel en blanco de su escritorio.
—Despacio y con todo detalle —dijo—; empezaremos con su apellido.
Deletréelo, por favor.

Llovió a cántaros aquella noche, lo cual supuso una bendición para Szara.
Le recordó que había un mundo afuera de su celda; el constante repiqueteo
del agua sobre la alta ventana acallaba, aunque no del todo, los sonidos de la

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prisión de la Gestapo. Su plan había empezado con éxito. Hartmann había
ultimado el interrogatorio con la más exquisita corrección. Szara sospechó
que no volverían a verse; más tarde comprobó que sus suposiciones eran
acertadas.
La estrategia de Szara de confesar sin oposición se apoyaba en un
supuesto básico: no estaba seguro de poder mantenerse firme ante un
eufemístico interrogatorio «intensivo». Temió que, si llegaba a ese extremo,
revelaría la existencia de la red OPAL, y eso hubiera señalado, sin remisión, a
Nadia Tscherova. Tenía que evitar los sótanos de Berlín y, llegado el caso, los
sótanos de Moscú.
Las características del carácter alemán especifican, en primer lugar, su
eficiencia; por eso lo habían detenido. Un componente decisivo de esa
eficiencia era, sin embargo, la minuciosidad, y tenía la impresión de que ésta
vendría en su ayuda. Ahora que sabían su verdadera personalidad, esperaba
que quisieran sonsacarle cuanto fuera posible, sobre todo información
política. ¿A qué personas conocía?, ¿cómo eran? ¿Cómo se determinaba, con
exactitud y precisión, la línea política de Pravda?, ¿qué personas intervenían
en ella? Por su parte, eso significaba el empleo de la llamada «defensa
Scheherazade»: mientras más los intrigara con sus historias, más tiempo
tardarían en fusilarlo o en mandarlo a Rusia. Los procesos normales de los
interrogatorios, en los que cada afirmación suscitaba un buen número de
preguntas, un sujeto cooperativo podría prolongarlos durante meses. La
esperanza de Szara se apoyaba en el hecho de que Alemania estaba en guerra,
y ya se sabe que en la guerra suceden cosas imprevistas, incluidas catástrofes
de todo tipo: invasiones, incursiones aéreas, bombardeos, fugas masivas,
incluso negociaciones y paz. Cualquiera de ellas podía suceder en su
provecho. Y si llegaban a devanar toda la madeja con él y decidían
embarcarlo de vuelta a la Unión Soviética, aún le quedaba un último recurso:
jugarse la vida al intentar la huida, de los alemanes o de los rusos, cualquiera
de ellos que le diera la más mínima oportunidad.
No era un gran plan, lo sabía; mas, en sus circunstancias, no tenía otra
cosa. Quizá funcionase. Sin embargo, nunca pudo llevarlo a la práctica,
porque había una característica de la personalidad alemana que olvidó incluir
en su ecuación.

Acudieron a buscarlo después de la medianoche, cuando los sonidos de


los interrogatorios de la Gestapo se oían con toda nitidez y conciliar el sueño

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le resultaba imposible. Primero fue el ruido de una puerta al abrirse, luego, los
pasos que se aproximaban por el corredor. Szara se agarró al marco del catre
con toda la fuerza de sus manos; los pasos se detuvieron delante de su celda y
la puerta se abrió de repente. Dos soldados de las SS, que respondían en todo
al modelo que aparecía en los carteles de reclutamiento, altos y rubios,
pálidos en contraste con los negros uniformes, aparecieron delante de la
puerta, iluminados por una luz potente. Después la orden, ¡Raus!, y, a
continuación, le enseñaron los dientes, en una silenciosa sonrisa que
celebraba un chiste que sólo ellos entendían. Sosteniéndose los pantalones
con las manos, porque le habían quitado el cinturón, anduvo lo más aprisa que
pudo por el corredor, chancleteando, ya que también se habían quedado los
cordones de los zapatos. Su mente estaba anquilosada y sus sentidos
funcionaban por su cuenta: los soldados olían a gimnasio, y un hombre gemía
como en sueños en una celda de aislamiento. Bajaron varios tramos de
escalera, y, por último, entraron en una oficina muy iluminada, con muchas
mesas y la pared cubierta de bellos mapas y de listas.
Un enano lo esperaba apoyado en una barandilla; en sus manos, un
sombrero mojado goteaba sobre el linóleo. Como Szara tenía los ojos bajos,
vio que el borde del pijama sobresalía por debajo del pantalón de aquel
hombrecillo.
—Ah —le saludó éste con voz suave—, es Herr Szara.
—Tendrá que firmar por él —dijo el más alto de los dos SS.
—Es lo que haré —repuso el hombre como si hablase consigo mismo.
Sacaron los documentos y los extendieron sobre una mesa. El enano
desenroscó cuidadosamente el capuchón de una pluma estilográfica de plata.
A continuación trazó una firma muy florida al pie de cada página.
—¿Tenemos preparadas todas sus cosas? —preguntó mientras escribía.
El SS señaló la puerta, en cuyo umbral estaba la maleta de Szara, y varios
sobres apilados sobre ella. Cuando terminó con la última firma, el enano se
dirigió a Szara.
—Vámonos, pues.
Szara se puso los sobres bajo el brazo, cogió la maleta y, con la mano
libre, se sostuvo los pantalones.
—¿Tienen un paraguas que podamos llevarnos? —preguntó el enano al
soldado de las SS.
—Mil perdones, mein Herr, es algo de lo que carecemos.
El enano suspiró, resignado.
—Entonces, buenas noches, Heil Hitler. Gracias por su amable ayuda.

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En el encharcado patio había un pequeño «Opel» verde con el capó
humeante de vapor. El hombre abrió la portezuela; Szara entró y se acomodó
en el asiento de piel. El agua caía por el parabrisas y las luces de los faros
iluminaban ríos dorados. El hombrecito se deslizó tras el volante, giró la llave
del encendido y, tras pedir excusas a Szara, se inclinó por delante de él para
alcanzar la guantera, de la que sacó una «Luger» automática.
—Apreciaré en mucho que no me golpee —dijo en tomo protocolario—.
Y le ruego encarecidamente que no salte del coche; no he corrido desde mi
niñez. Y, si quiere que le diga la verdad, tampoco corrí entonces.
—¿Puedo preguntarle adonde vamos? —Szara, el cual mientras hablaban
abrió los sobres y empezó a ponerse el cinturón, que sacó de uno de ellos.
—Claro que puede preguntármelo —respondió el enano, al tiempo que
intentaba ver a través de la oscuridad—, pero no le servirá de nada si se lo
digo.
Condujo el coche con una cierta inseguridad mientras cruzaban el amplio
patio. Sacó un estuche de piel con una tarjeta y la mostró al centinela, luego
siguió adelante, cuando se abrió la puerta de hierro. Hubo un grito repentino
detrás de ellos.
—¿Qué gritan ésos?
—Que ponga en marcha el limpiaparabrisas —le aclaró Szara.
—Sí, muy bien —gruñó el hombre y dio a la palanca—. Despiertan a un
hombre a medianoche y qué quiere usted.
El «Opel» dobló la esquina de la calle Prinz-Albrecht a Saarlandstrasse.
—Así que usted es el hombre que trabajó en París. ¿Sabe que decimos
nosotros, los alemanes? Que Dios vive en Francia. Algún día me gustaría
visitar esa ciudad.
—Seguro que lo hará —dijo Szara—. Perdone si insisto en preguntar a
dónde vamos. —No le importaba que le disparara. Sus dedos estaban cerca de
la manilla de la puerta.
—A un sitio cerca de Altenburg. Allí. Ya le he revelado el secreto.
—¿Y qué hay allí?
—Usted pregunta demasiado, si me permite que se lo diga. Quizás eso se
haga en Francia, pero aquí, no. Sólo puedo responderle que ya le explicarán
todo. Siempre es así. Al fin y al cabo, no va esposado, y acaba de salir del
peor sitio en el que es posible que usted haya estado nunca. ¿No le dice eso
nada? Lo hemos rescatado, así que compórtese como un caballero, siéntese en
silencio y piense en alguna historia divertida de París. Tenemos varias horas
de viaje por delante.

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Según vio por las señales de la carretera, se dirigían al sur, hacia Leipzig y
Praga, pero el coche se desvió por una serie de carreteras secundarias,
aumentando el rugido el motor a medida que el camino ascendía. En lo alto de
una colina, el «Opel» se detuvo en una explanada, delante de una posada
rodeada de árboles. Sólo se veía la amarillenta luz de una ventana bajo la
cúspide de un tejado inclinado.

El hombre que abrió la puerta de la habitación amarilla no era alguien que


Szara hubiera visto antes, de eso estaba seguro. Pero a pesar de ello, había
algo en él que le resultaba familiar. Era un tipo alto y delgado, al final de la
treintena, de poco cabello, sólo unos ralos mechones rubios peinados con raya
a un lado. No tenía barbilla, por desgracia para él. Su sonrisa, dubitativa, casi
a la defensiva, heredada de una antigua familia y moldeada por una educación
estricta, recordaba al anfitrión ante el invitado que ha roto un valioso jarrón,
temeroso tan sólo de que se le note su serio disgusto y que sonríe y asegura
que eso no ha sido nada.
—Por favor, pase —dijo. La voz era educada y clara, sorprendente para su
apariencia física. Ofreció la mano a Szara y se presentó—: Soy Herbert von
Polanyi.
En ese momento Szara comprendió al menos aquel algo familiar. Cuando
Marta Haecht describió al acompañante del doctor Julius Baumann en el
almuerzo del hotel «Kaiserhof», había trazado un retrato suyo perfecto. El
asombro de Szara fue evidente. Von Polanyi ladeó ligeramente la cabeza al
observarlo.
—Por supuesto, usted no sabe quién soy, ¿verdad? —No estaba seguro al
decirlo: Un tributo, pensó Szara, a la fama de que el NKVD lo sabe todo.
—No —corroboró Szara—. Pero estoy en una gran deuda con usted,
aunque no lo conozca, por sacarme de aquel mal sitio. Al parecer, usted sí que
sabe quién soy.
—Sí, por supuesto, claro que lo sé. Usted es el periodista soviético Szara,
André Szara. Relacionado, en otro tiempo relacionado, creo, con cierta
organización soviética en París. —Von Polanyi lo miró un momento con
atención—. Es curioso que yo haya llegado a conocerlo en persona. No puede
imaginarse cómo lo he estudiado, cómo he tratado de conocer su carácter, de
adivinar lo que usted, y sus directores, harían en determinadas circunstancias.
Algunas veces me enfadaba si usted tenía éxito, otras, en cambio, tenía un
miedo terrible de que usted fracasara. ¡La cantidad de tiempo que le he

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dedicado! Pero usted ya conoce estas cosas. Estábamos relacionados a través
del doctor Julius Baumann. Yo era su agente responsable, igual que usted, las
dos caras del mismo juego.
Szara asintió, e hizo ver que ésa era la primera vez que oía tal cosa.
—¿No lo sabía?
—No.
El rostro de Von Polanyi se iluminó con el triunfo.
—No importa. —Con un gesto de la mano desechó su victoria—. Pase,
por favor, estaremos más cómodos. Un café caliente nos espera.
Era una habitación espaciosa, con unos pocos muebles antiguos y
robustos. Había dos sofás perpendiculares a la ventana, el uno frente al otro,
con una mesita de café en medio. Von Polanyi, algo torpe, con el aire de un
ave zancuda, se acomodó en uno de los sofás. Llevaba ropa de campo, unos
pantalones de lana y una chaqueta ligera de franela, con una corbata ancha y
discreta. La cafetera estaba sobre la mesita, y Von Polanyi ejecutó con agrado
el ritual de servirlo, insistiendo en los terrones de azúcar y en la leche
caliente.
—Se trata de una ocasión especial —dijo—. Es raro que dos personas
como nosotros se conozcan. Pero henos aquí. Espero que físicamente se
encuentre bien. —La expresión de su rostro era de sincera preocupación—.
No… no le habrán hecho nada, ¿verdad?
—No. Se han mostrado muy correctos.
—No siempre son así. —Von Polanyi desvió la mirada. Sabía cosas que le
hacían daño.
—¿Puedo preguntar qué ha sido del doctor Baumann y de su esposa?
Von Polanyi se mostró complacido por la pregunta: eso podía aclararlo en
seguida.
—El doctor Baumann, en contra de los deseos del Ministerio de
Exteriores, que patrocinaba sus relaciones con la Unión Soviética, fue
detenido y llevado al campo de Sachsenhausen. Determinados individuos
insistieron en que las cosas se hicieran así y no pudimos impedirlo. Allí pasó
dos meses, hasta que tuvimos la posibilidad de interceder por él. No le dieron
un buen trato, pero lo superó. En el aspecto físico y, eso seguro, en el
psicológico. Hoy lo vería más o menos como siempre. Fue expulsado de
Alemania, junto con su esposa y sus propiedades confiscadas, incluida la
fábrica «Baumann», que ahora es propiedad de su antiguo ingeniero jefe. Por
lo menos están a salvo, y se han establecido en Amsterdam. Como usted ya
sabe, toda la información que el doctor Baumann le pasaba estaba controlada

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por un departamento del Ministerio de Exteriores. Sin embargo, y eso
podemos discutirlo después, su información era correcta. Al milímetro. Es
decir, que no lo hemos engañado. ¿Tenía usted alguna sospecha?
—Los rusos, Herr Von Polanyi, sospechan de todos, y mucho más en el
espionaje industrial. Puedo decir que la buena fe del doctor Baumann siempre
estuvo puesta en duda, pero nunca fue rechazada como falsa.
—Bien, entonces eso significa que hicimos nuestro trabajo como era
debido. Por supuesto, el doctor Baumann no tenía más opción que colaborar.
Al principio, le ofrecimos a cambio que conservara la propiedad del negocio.
Después, tras la toma de Checoslovaquia, el Partido Nazi se confió, los
ejércitos del mundo no se movieron, el Acta de Neutralidad de Estados
Unidos fue un regalo, y el asunto se puso candente. Yo no soy un sentimental,
Herr Szara, pero la coerción a ese nivel resulta desagradable, y que, sospecho
al final, conduce a la traición, aunque Baumann, de acuerdo con usted,
cumplió su papel en el trato.
—En efecto —dijo Szara. A menos, pensó, que usted tenga en cuenta la
indicación que hizo en su mensaje final, y lo que Frau Baumann dijo a Odile.
—Un hombre honorable —prosiguió Von Polanyi—. En el tema de los
judíos, los nazis se comportan como perros enloquecidos. No quieren ser
razonables, y esa ceguera terminará por destruirnos a todos. Creo que así
ocurrirá en realidad.
Aquello era traición, pura y simple. Szara bajó un poco la guardia.
—Y siguiendo con el tema, debo confesar que usted tuvo la fortuna de
admitir su identidad auténtica, aunque imagino que no su vocación. Cuando
se difundió la información a los diversos departamentos de espionaje, dimos
los pasos necesarios para asegurar su puesta en libertad. Nosotros somos sólo
una pequeña oficina en el Ministerio de Exteriores, un simple grupo de
educados caballeros alemanes, pero tenemos el derecho a leer todo aquello
que nos interese. Pensé que la Gestapo podría usarlo contra nosotros, y por
esa razón abusé de algunos favores y obligaciones para sacarlo a usted de allí.
El coste burocrático ha sido muy alto.
—Pero ha de haber algo más que eso.
—Sí. Lo hay. Mucho más. Espero que usted me perdone si continúo a mi
manera. —Von Polanyi miró su reloj—. Usted será conducido hasta el otro
lado de la frontera. Pero todavía disponemos de algunas horas para nosotros.
Hace mucho que quiero contar una cierta historia, y el tiempo que nos queda
de esta noche puede que sea mi única oportunidad de contarla. Así que,
¿tengo su permiso para continuar?

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—Sí, por supuesto —respondió Szara—. Me gustaría oírla.
—Mientras el café esté caliente… —Von Polanyi llenó primero la taza de
Szara y después la suya. Volvió a sentarse y buscó una postura cómoda en el
sofá. La habitación, según le pareció a Szara, tenía todo el aspecto de un
montaje escénico y no casual. La luz era débil e invitaba a las confidencias;
en los bosques del exterior, la oscuridad y el silencio reinaban, salvo el
apagado y constante rumor de la lluvia. El hombre del «Opel» verde se había
marchado. El ambiente de intimidad era completo.
—Es la historia de una aventura amorosa —comenzó Von Polanyi—. Una
aventura amorosa mantenida a distancia a lo largo de mucho tiempo, seis años
hasta hoy, y que continúa todavía. Una aventura amorosa con raíces en la
personalidad de dos naciones muy diferentes; una aventura amorosa en la que
usted y yo nos hemos visto implicados. Una aventura amorosa que se da entre
hombre poderosos. ¿Está clara la referencia?
—Yo diría que sí.
—Aventura amorosa es una expresión dramática, ¿verdad? —prosiguió
Von Polanyi—; pero ¿de qué otra manera se puede llamar a una relación
basada en un profundo y simpático entendimiento, en una pasión compartida
por ciertos ideales, en una visión común de la raza humana? La aventura
amorosa lo describe. Sobre todo cuando se le añaden elementos, como por
ejemplo el secreto. Que siempre se da en una aventura amorosa. Puede ocurrir
que uno de los amantes esté comprometido con alguien o que la familia no lo
apruebe. O quizá, sin que importe la razón, los dos amantes desean
encontrarse, pero todos son obstáculos en su camino. Hay malos entendidos,
incluso odios, y todo lo que quieren es estar unidos, convertirse en uno. Todo
lo tienen en contra.
Von Polanyi hizo una pausa, cogió un paquete de «Gitanes» de una caja
de madera que había sobre la mesita y ofreció un cigarrillo a Szara. Era la
misma clase de tabaco que había fumado en sus visitas al doctor Baumann,
por supuesto. Después de encender el cigarrillo de Szara con un encendedor
de plata, Von Polanyi continuó.
—Ahora bien, si escribiésemos una obra de teatro, el final lógico de
semejante aventura sería la muerte. Pero si dejamos el mundo del teatro y
entramos en el de la política, la muerte puede ser para el mundo y no para los
amantes. Imagine que Shakespeare reescribiera el acto final de Romeo y
Julieta: en la nueva versión, los dos amantes envenenan los pozos de Verona,
y en la escena final se quedan solos, y viven felices para siempre.

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»Bien —añadió Von Polanyi—, supongo que éste es el fin de mi carrera
literaria. Porque me temo que la realidad no es tan divertida. Los amantes, por
supuesto son José Stalin y Adolfo Hitler. En agosto, el secreto de la aventura
se desveló con el anuncio de un compromiso de bodas, el Pacto de No-
agresión, y un generoso regalo de compromiso, Polonia. Y eso no era más que
el compromiso. ¡Imagínese el boato con que se prepara el día de la boda!
»Pero ése es el futuro. Esta noche, en las pocas horas que tenemos, quiero
hablar del pasado. ¿Por dónde empezar? Porque esta pasión, este noviazgo, no
se acaba en los amantes. Empieza en los pueblos en que vivieron, y comenzó
hace ya mucho tiempo. Alemania ha necesitado siempre lo que Rusia tiene:
petróleo, minas de hierro, metales raros y trigo. Y Rusia ha necesitado
siempre lo que Alemania tiene: ciencia y tecnología, capacidad, la simple
habilidad de hacer las cosas. Un alemán ve un trabajo que hay que hacer,
piensa un minuto, se arremanga, escupe en sus manos y listo, ya está hecho.
Cuando intentamos ir solos, ¡ay!, cuando excluimos al mundo de más allá de
nuestras fronteras, las cosas no van tan bien. Un ejemplo: nuestra última
campaña es conseguir que nuestra gente coma pan de centeno, el cereal que
cultivamos; por ello, con ese propósito, el Ministerio de Propaganda afirma
que el pan blanco debilitó a nuestros soldados en la guerra de 1914. Por
supuesto, nadie se lo cree.
»Ahora bien, dos países así, casi vecinos, ¿no plantean una rivalidad que
clama por ser resuelta? Ya se intentó antes; pero, por alguna razón, no ha
funcionado. Catalina la Grande importó alemanes a toneladas; aunque
ayudaron, la realidad no cambió en nada. Un ejemplo más reciente: en 1917,
el Alto Estado Mayor alemán metió a Lenin en un vagón blindado, y con eso
destruyó a la Rusia imperial. A pesar de todo, en cuanto el mundo encontró
otra vez la calma, volvieron a ponerse de acuerdo con el “Tratado de
Rapallo”. He aquí a los dos Estados más despreciados de Europa corriendo el
uno a refugiarse en los brazos del otro: si nadie me ama, seguro que ese viejo
feo me querrá.
»¡Pobre Rapallo! Otro tratado, y otro dato para que atormente al
estudiante que sufre ante su libro de texto. Pero este matrimonio es algo más
picante si se mira debajo de las sábanas. El Ministerio de la Guerra alemán
forma una compañía de desarrollo llamado GEFO y la dota con setenta y
cinco millones de reichmarks oro. Esto facilita que la compañía “Junkers”
fabrique trescientos cazas en una ciudad rusa llamada Fili, en las cercanías de
Moscú. Alemania recibe doscientos cuarenta, la Unión Soviética se queda con
sesenta y con la tecnología. A continuación aparece una compañía conjunta

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llamada “Bersol” (a estas alturas nuestro estudiante seguramente se está
volviendo loco). Quizá sea para eso, porque “Bersol” se dedica a la
fabricación de gas venenoso, en Trotsk, provincia de Samara. En 1925, en la
provincia de Tambov, cerca de la ciudad de Lipetsk, se funda la Escuela de
Vuelo Privada de Lipetsk. Algo nebuloso, pero que hoy se conoce como
Luftwaffe. En setiembre de 1926, los mercantes rusos descargan en Alemania
trescientas mil bombas, más la pólvora y las espoletas correspondientes, bajo
documentos falsos en los que se declara que transportan chatarra de hierro y
aluminio. ¿Puede resistir más nuestro pobre y sufrido estudiante? Si a esto le
añadimos que el Vehículo Pesado Experimental y la Estación de Pruebas
cerca de la ciudad de Kazán son, de hecho, plantas de “Krupp” y “Daimler” y
que la “Rheinmetall” construye tractores ligeros, carros de combate sería la
descripción exacta, es probable que no. Todo le resultará tan aburrido, a no
ser, claro, que el estudiante vaya a la escuela en Praga. Y esto dura ya desde
hace doce años. Alemania rehace sus fuerzas: los dos ejércitos participan en el
intercambio de oficiales, con facilidades de alojamiento en Berlín y en
Moscú. Y eso es sólo la parte secreta de Rapallo. A la vista de todo el mundo,
los barcos rusos cargados de trigo y mineral viajan al oeste, los técnicos
alemanes hacen sus pequeñas maletas y se dirigen al este.
»Pero cuando Hitler accede al poder en 1933, todo ha de terminar. Es la
cara pecaminosa de Alemania, y la idealista Unión Soviética y sus amigos en
todo el mundo deben volverle la espalda. Lástima, porque todo había ido de
maravilla hasta aquel momento.
»Cualquier diplomático le diría que en aquel momento no se podía hacer
nada, salvo mantener el diálogo abierto, pero Hitler y Stalin compartían un
característico rasgo específico: ambos creen que la lengua es el regalo que
Dios hace a los mentirosos, que las palabras existen sólo para manipular a
aquellos que piensan de manera diferente. Los dos hombres proceden de los
basureros de Europa. Aquí tengo que inclinarme por un dicho ruso: el poder
es como un gran acantilado, alto y escarpado, sólo las águilas y los reptiles
pueden subir hasta él. Ellos creyeron que la diplomacia había sido el
instrumento empleado por aquellos que los habían tenido sojuzgados, a lo
largo de la Historia: Servicios de Inteligencia profesores, judíos y la gente
parecida. Pero entonces se planteaba un problema: ¿cómo podían establecer
alguna clase de comunicación entre ellos? Solución: sólo a base de escritos,
gestos, hechos irrevocables que hicieran evidentes y claras las intenciones de
cada uno. Cierto que ellos no fueron los inventores de este método. Desde los
primeros días de los periódicos, los países se han comunicado de esta manera,

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en la tercera página, en la segunda página, en la primera página… Sin
embargo, hemos de admitir, que Hitler y Stalin emplearon el método con un
particular olfato.
»En 1933, Stalin no se sentía muy seguro acerca de con quién estaba
negociando en Berlín. Había leído traducciones de los discursos de Hitler,
quizás incluso su libro; pero, como he dicho, ¿qué significaba eso? Luego, en
1934, hubo algo que hasta Stalin pudo comprender. La Noche de los
Cuchillos Largos. Hitler tenía un rival, Ernst Röhm, el líder de los Camisas
Pardas. ¿Qué hizo con ellos? Ordenó su asesinato; el de los más importantes,
y a todos en una noche. E igual con todos sus rivales. Bien, al parecer Stalin
sintió los primeros estremecimientos de su pasión romántica, porque en
diciembre de aquel año se quiso poner a la misma altura. Organizó el
asesinato de Kirov, y los rivales políticos de Stalin fueron eliminados en una
purga que continuó hasta 1936.
»Luego le tocó el turno a Hitler. En 1936 envió el Ejército a Renania.
Ocupó territorio. Una vez más, Stalin se dio por enterado. A fin de cubrir las
apariencias, organizó la comedia de los procesos a Kamenev y Zinoviev. Que
fuesen judíos tiene menos importancia que la afirmación de Vyshinsky
durante el juicio de que eran judíos. Aquí vemos que Stalin empieza a
comprender su problema real, tan sencillo como esto: los doce años de
Rapallo habían enseñado a ambos países que podían cooperar; ahora bien,
¿como reinstaurar la cooperación? Porque, con Hitler en el poder, los dos
países conseguirían dominar el mundo si trabajaban juntos. Como dos
amantes, estaban hechos el uno para el otro, y eran muy fuertes, invencibles.
»Pero Stalin se enfrentaba con un problema muy difícil, el hecho de que el
comunismo había sido, por tradición, una religión de idealistas. A un lado
tenía a Tujachevsky, el protegido de Trotsky, la figura más poderosa del
Ejército Rojo. Tujachevsky era joven brillante, atractivo, valiente, había
probado su valor en la batalla, y era amado por sus oficiales. En una farsa
judicial hubiera hecho trizas al oportunista Vyshinsky, y Stalin lo sabía.
Necesitaba ayuda, y la tenía a su alcance. ¿Recuerda lo que le he dicho del
intercambio de oficiales establecido por el “Tratado de Rapallo”? Cartas,
órdenes y comunicaciones de distintos tipos se guardaban todavía en los
archivos alemanes. A instancias de Stalin, y, por supuesto, gracias a
intermediarios del NKVD de la máxima confianza, Reinhard Heydrich y el
servicio de espionaje de la Gestapo SD encontraron las comunicaciones de
Tujachevsky y las rehicieron pero introdujeron en ellas ciertos cambios que
probaban que Tujachevsky y otros cuatro mariscales soviéticos —¡dos de

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ellos judíos!— habían conspirado con Hitler para derrocar el Gobierno de la
Unión Soviética por medio de un golpe de Estado. Mutis de los mariscales y
de casi todos los jefes del Ejército soviético. ¿Qué pensó el mundo de esto, el
conocedor mundo de funcionarios y periodistas? Que la conspiración se había
fraguado en Alemania, una brillante maniobra de los Servicios Secretos para
debilitar el liderazgo militar en la Unión Soviética. Excepto para Stalin, que
estaba detrás de todo, pudo parecer que aquello había sido así.
La situación dejaba a Stalin con una dificultad final y muy grave: los
propios Servicios Secretos, la palanca real de su poder. El NKVD y el GRU
estaban formados por miles de viejos bolcheviques y comunistas extranjeros,
muchos de ellos judíos, ideólogos todos, desde el primero al último. Estas
personas ocupaban puestos decisivos, incluidos el Departamento Extranjero
de ambos Servicios, y tenían a su cargo las tareas más secretas y complejas.
Fueron los que se jugaron la vida por la revolución, los que creyeron que por
mucho que la Unión Soviética se equivocara, al menos se oponía a los
matones de Hitler y a los perseguidores de los judíos. ¿Acercamiento con
Alemania dominada por los nazis? ¡Impensable!
»Pero, como creo que usted sabe, un hombre enamorado es capaz de casi
todo, y Stalin anhelaba tener a Hitler como aliado, cómplice y amigo. Quizá
pensó: Hay un hombre en el mundo, y sólo uno, con quien yo alcanzaría un
perfecto entendimiento, pero están todos estos románticos de cuello duro en
mi camino. ¿Es que nadie va a quitarme de encima a estos entrometidos, a
estos…?, podría decir curas, y no me equivocaría demasiado. Y hubo alguien
de quien echar mano, siempre lo hay. A un nivel, la purga de 1936 a 1938 se
vio como la eliminación de aquellos que sabían demasiado, los que sabían
donde estaban los cuerpos enterrados, el acto final de un criminal que se
asegura de que sus crímenes no serán descubiertos. Para los que tenían una
visión desde dentro, pareció una lucha por el poder en el seno de los Servicios
Secretos: el llamado jvost ucraniano; judíos, polacos y letones contra el jvost
georgiano, casi todos estos últimos de Transcaucasia; georgianos, armenios y
turcos con unos pocos judíos aliados lanzados para enturbiar el asunto. La
realidad es que fue un pogrom masivo, dirigido por Beria, y cuando hubo
concluido, el decorado estuvo listo para hacer pública la consumación de la
aventura amorosa.
»Hitler, desde luego, sabía lo que estaba ocurriendo, porque la
Kristallnacht[20] la primera prueba real para el mundo de lo que Alemania
pensaba hacer con los judíos de Europa, pudo tener lugar entonces, a finales
de 1938. Los antiguos agentes del NKVD lo hubieran asesinado entonces, y

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allí, de no haber estado muerto o a punto de sucumbir trabajando en el fondo
de alguna mina de oro en Siberia. Stalin, siempre astuto, dejó vivos a unos
pocos como muestra, para prevenir la acusación de que había hecho lo que en
realidad hizo: a Lazar Kaganovich, por ejemplo; a Maxim Litvinov, por
ejemplo; a algunos de los agentes de las redes de espionaje europeas, por
ejemplo; y a unos pocos periodistas destacados, a Ilya Ehrenburg, por
ejemplo; a André Szara, por ejemplo.
Von Polanyi hizo otra pausa. Quizás esperaba que Szara farfullara alguna
maldición, y de forma más bien estudiada escogió ese momento para darse
cuenta de que le apetecía tomar otro café. Szara conservó su sangre fría,
asintió con un educado movimiento de cabeza, sí, podría haber sido de esa
manera, pero para él era más importante saber cuál era su situación, no la de
José Stalin. No sentía ira alguna. Sabía que su mente estaba a disposición, del
juicio pendiente de Von Polanyi. Lo que una vez había pretendido ser, por
necesidad, había llegado a serlo, porque su principal reacción a la revelación
de Polanyi fue quizá. Podía ser verdad. Pero, para acercarse al quid de la
cuestión, ¿por qué se lo contaba a él? ¿Qué papel quería asignarle Von
Polanyi?

Tenía que haber uno. Von Polanyi había sabido de él desde hacía tiempo,
al menos desde 1937, cuando viajó hasta Berlín para reclutar al doctor
Baumann. Cuando el NKVD había acordado, a un nivel muy superior al suyo,
recibir información estratégica a través de una red clandestina. Sin saberlo,
Szara había sido un agente del Servicio Secreto del Ministerio de Exteriores
del Reich, «una pequeña oficina… sólo un grupo de educados caballeros
alemanes», y no veía razón alguna por la que Polanyi quisiera dar esas
relaciones por terminadas.
—En lo que a mí respecta —dijo Szara, midiendo mucho sus palabras—,
todo lo que usted dice es cierto. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—No de inmediato —respondió Von Polanyi—. Esta noche, el centro de
Europa es una línea que corta Polonia por la mitad, y yo creo que lo que se
intenta es forjar un imperio germano-soviético a cada lado de ella. Para
Alemania, el oeste de Europa: Francia, la Península Escandinava, los Países
Bajos y el Reino Unido; España y Portugal se le unirán cuando vean cómo
van las cosas, e Italia permanecerá como un socio secundario. Stalin espera
obtener una parte sustancial de los Balcanes, Lituania, Estonia, Letonia,
Turquía, Irán, la India y, con el tiempo, una frontera común con el imperio

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japonés en el Pacífico. Estados Unidos ha de quedar aislado, aplastados poco
a poco y condenado a morir o a ser invadido por mil divisiones. Tanto Hitler
como Stalin prefieren las conquistas políticas a las bélicas, así que la primera
alternativa es la más probable.
—Para mí sería un mundo en el que no podría vivir —dijo Szara—. Pero
usted es alemán, Herr Von Polanyi, un patriota alemán. ¿Es posible que le
disguste tanto su actual líder, que sea capaz de dañar a su propio país para
destruirlo?
—Soy alemán, y es más cierto que soy un patriota alemán. Desde esa
perspectiva le diré que el daño está ya hecho; se ha creado un mundo en el
que me niego a vivir. Si Alemania pierde esta guerra, será desolador, casi lo
peor que pudiera ocurrir, pero no lo peor del todo. Lo absolutamente peor
sería que Adolfo Hitler, José Stalin y la gente que los rodea ganaran esta
guerra. Eso yo no puedo permitirlo.
La arrogancia de Von Polanyi era asombrosa; Szara se esforzó en dar la
impresión de estar confuso y perdido en sus pensamientos.
—Entonces, usted tiene algo particular in mente.
—En este momento, con toda franqueza, no sé qué hacer, no tengo un
proyecto específico; sin embargo sé que debemos establecer una estructura,
pero de un tipo que el poder de Hitler no pueda dañar, y menos destruir,
cuando la oportunidad se presente. ¿Por qué quiero crear una estructura
semejante? Sólo le diré: ¿quién lo hará si yo no lo hago? No quisiera aburrirle
con la historia de los Von Polanyi, y que en cierto sentido usted conoce. Una
antigua familia, de muchos cientos de años. Nunca pacífica. Una familia de
guerreros, si así lo prefiere, pero siempre honorable. Incluso con verdadera
obsesión por el honor. Por eso siempre hemos muerto jóvenes. Pero también
tenemos hijos, y así la línea continúa a pesar de lo inevitable de semejante
herencia. Para mí, el honor reside en el tipo de acción que me propongo. No
ignoro que esta espina del carácter alemán es despreciada por algunos, pero
yo espero que usted encuentre la manera de hacerla útil.
—Por supuesto —dijo Szara—. Pero mi propia situación…
Von Polanyi se inclinó hacia delante.
—Para hacer lo que tengo pensado, Herr Szara, necesito un hombre fuera
de Alemania, un hombre que no sólo esté en un país neutral, sino que tenga
un espíritu neutral. Un hombre sin afiliación, que no se sienta obligado hacia
ningún credo político, que entienda el valor del espionaje, que pueda dirigir la
información recibida adonde haga el mayor bien, igual vale decir el mayor
daño; un hombre, en fin, que pueda llevar a cabo esta liaison con tal habilidad

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que la fuente quede protegida. Por tanto, un hombre con la suficiente
capacidad técnica como para apoyar un acto inspirado por la ética, el honor o
como usted quiera llamarlo. En pocas palabras: necesito un hombre que pueda
hacerlo bien sin que lo sorprendan.
Así pretende que yo sea ese hombre, pensó Szara, y me propone una
extraña conspiración: un judío polaco y un aristócrata alemán trabajan juntos
para poner a Adolfo Hitler al borde de un precipicio no visto aún. ¡Qué idea
tan presuntuosa! Ésa de que dos hombres, más bien corrientes, en una posada
cerca de Altenburg, se atrevan a soñar con oponerse a un Estado de la
magnitud de la Alemania nazi, con su Gestapo, su Abwehr, divisiones de SS,
tanques «Panzer» y la Luftwaffe. Pero era posible, y Szara lo sabía: el poder
de la información secreta era tal, que dos hombres corrientes reunidos en una
posada cerca de Altenburg podían destruir una nación si sabían usarla de la
forma adecuada.
—Usted encuentra la idea atractiva —dijo Von Polanyi, con una ligera
excitación en el tono.
—Sí —repuso Szara—. Quizá pueda llevarse a cabo. Pero en el aspecto
oficial he traicionado a la Unión Soviética. Soy un agente en fuga, y mi
tiempo sobre la tierra es muy limitado. Tal vez semanas. Nada puede cambiar
eso.
Von Polanyi se sintió herido en sus sentimientos.
—Herr Szara, por favor, intente cambiar su concepto de mí. Tenemos un
amigo en la SD que, un secreto, es amigo del NKVD. Si usted lo permite,
haremos que usted pase a mejor vida esta noche; será uno de los muchos que
no ha sobrevivido a un interrogatorio de la Gestapo. Podrá leer, si todo
marcha como espero, su propia nota necrológica en la Prensa de Moscú. Pero
usted no puede traicionarnos, por ejemplo, apareciendo vivo un día al pie de
una columna periodística. ¿Puede darme su palabra de que será así… para
siempre?
—Tiene mi palabra —contestó Szara—. Pero no creo que todo sea tan
sencillo.
—¡Vaya! —exclamó Von Polanyi con desesperación—. Por supuesto que
no. Nada lo es. Vivirá con el miedo mortal de ser reconocido por alguien.
Pero yo creo que una cierta inercia le ayudará a mantenerse seguro. Un agente
soviético lo pensará mucho antes de insistir en que un enemigo, que el NKVD
ha declarado muerto, está vivo. Desacreditar al liderazgo de su propia
organización es algo que no hará. Le resultará más cómodo autoconvencerse
de que ha visto un fantasma, que Moscú sigue siendo infalible.

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—Querrán una prueba de mi muerte.
—La prueba es que descubrirán lo acaecido por conducto clandestino, y
que cuando extiendan uno de sus tentáculos a muy alto nivel, «¿Han visto a
nuestro Szara por algún sitio?», negaremos saber nada de usted. Entonces lo
creerán. El gran riesgo que usted corre es el chismorreo: un grupo de
emigrados, por ejemplo, que comenta algo sobre un francés que habla ruso y
come blini a hurtadillas pensando que nadie lo ve. Usted tiene un pasaporte
francés según el teletipo de la Gestapo. Lo describen como «válido». Úselo.
Sea ese francés. Pero debe alterar su apariencia lo mejor que pueda, además
de llevar la vida de un francés, de un francés que prefiere no regresar a
Francia, un judío marsellés mezclado con quién sabe qué asunto
desagradable. Déjese crecer un bigotito vulgar, póngase brillantina en el
cabello, gane peso. No engañaría a los franceses; ellos conocerían su fraude
en cuanto pronunciase una palabra. Pero, con suerte, lo tomarán por hijo del
arroyo, aunque no sea de su arroyo. Supongamos que vivió en El Cairo y
vendió el género equivocado al Jefe de Policía. Hay un mundo abigarrado en
los márgenes de la sociedad; estoy seguro de que usted lo conoce. Si esconde
a toda clase de gente, bien puede esconderle a usted. Bien, ¿qué piensa de
todo esto?
Szara no contestó de inmediato.
—Quizá —contestó al fin sin dejar de mirarse las manos.
—El mejor engaño es aquel en el que nosotros creemos, y es siempre ese
engaño el que salva nuestras vidas —dijo Von Polanyi con un destello
filosófico en su mirada—. Sobrevivirá, Herr Szara. A mí me parece que es su
don en esta vida. Confíe en el hecho de que casi nadie está seguro de sí
mismo. «Oh, usted me lo recuerda», dirán. Usted debe convertirse en una
leyenda que cree para sí, y sin un segundo de respiro. En su caso, quizás un
pequeño trabajo en alguna clase marque la diferencia, algo que no sea muy
legal.
Szara se volvió y miró por la ventana, pero nada había cambiado; una
noche sin estrellas, el incesante ritmo de la lluvia sobre el bosque.
—¿Cómo estaremos en contacto? —preguntó.
Von Polanyi dejó pasar unos instantes en silencio; aquella pregunta
significaba que habían llegado a un acuerdo, el que no requiere palabras.
Luego expuso los procedimientos: una tarjeta postal a cierta tienda de tejidos,
una dirección para la respuesta a una poste restante, luego el contacto. Su
tono era indiferente, casi despectivo, como si diese a entender que era el tipo
de labor que Szara había hecho ya miles de veces.

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—¿Y si desaparezco, por las buenas? —preguntó Szara cuando el otro
acabó sus explicaciones.
—Estamos juntos en este negocio —dijo Von Polanyi con sencillez—. Si
usted no nos quiere, Herr Szara, entonces, nosotros tampoco lo queremos, a
usted. Es así de sencillo.

Lo sacaron de Alemania con gran estilo, en un «Mercedes» verde oscuro


conducido por un joven todavía en la adolescencia, un oficial de la Armada,
mejillas rosadas, desgarbado, lleno de atenciones. Cada hora o así frenaba,
esperaba hasta ver la carretera desierta, y luego golpeaba con delicadeza en el
maletero. «¿Todo va bien?» o algo por el estilo.
Todo fue bastante bien. Szara iba tendido sobre la manta de una silla de
montar, con su maleta al lado, rodeado de cosas que tenían un olor intenso a
piel antigua y a caballo. Le habían dado una comida suntuosa en la posada,
una bandeja que dejaron delante de su puerta con huevos escalfados, pan con
mantequilla y tartas con mermelada. Y el oficial de la Armada —alguien de
los alrededores de Viena, le pareció— le llevó hasta el maletero medio pato
asado frío envuelto en una servilleta y una botella de cerveza. En la oscuridad
con olor a caballo, Szara se mareó algo en las curvas, pero supo dominarse y
bebió la cerveza. Se detuvieron tres veces. En cada una, Szara imaginó la
presentación de documentos, los saludos a Hitler, el comentario grosero y la
carcajada. Cuando la noche cayó, cruzaron las avenidas de una ciudad. Szara
salió del maletero. Estaba en la calle oscura de un agradable vecindario.
—Bienvenido a Budapest —le dijo el joven oficial—. Su pasaporte está
sellado. Buena suerte.
Luego se alejó en el «Mercedes».

En cierto sentido estaba libre.


Jean Bonotte salió al mundo y vivió más o menos como Von Polanyi
había sugerido, en hoteles miserables cerca de las estaciones del ferrocarril o
en las callejas del puerto, donde el aire olía a pescado podrido y a gasoil.
Nunca permaneció mucho tiempo en el mismo sitio. Se unió al incansable
ejército de las almas perdidas, hombres y mujeres apátridas, sin mucha
diferencia con su época de Kovno. Hizo con ellos las largas colas para
registrarse en las comisarías de Policía, «una semana más, señor, luego tiene
que irse», comió en los mismos restaurantes baratos; se sentó con ellos en los

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parques, cuando el pálido sol invernal iluminaba la estatua del héroe nacional.
Cambió. Los espejos rotos de los innumerables cuartos de hotel le contaron su
historia. No ganó peso como Von Polanyi le recomendó. Lo perdió; su rostro
adelgazó y se contrajo bajo el desaliñado corte de cabello del refugiado. Se
dejó crecer un bigote elegante y lo recortó a la perfección, como último
vestigio de autorrespeto en un mundo donde nada se respetaba. Unas gafas
algo ahumadas le dieron el aspecto del hombre que podía ser siniestro si
quería; un hombre débil y atemorizado con la miserable pretensión de parecer
fuerte. Ese mensaje no pasaba inadvertido para los depredadores. Más de una
vez, la Policía de las diversas ciudades le quitaba el poco dinero que llevaba
en los bolsillos y, en dos ocasiones, lo apalearon.
El segundo día en Budapest, cuando aún no había tomado el pulso de la
vida a las calles, un tipo bajito, con la gorra hundida hasta los ojos y una
colilla pegada a los labios, le pidió dinero para que pudiera entrar en
determinada barriada, o así lo entendió Szara por sus gestos, porque no
entendía ni una palabra de húngaro. Szara apartó con brusquedad la mano que
le impedía el paso; lo siguiente que supo fue que le habían golpeado con más
fuerza que nunca en su vida. Apenas pudo darse cuenta de lo sucedido, aquel
perro lo había mordido antes de ladrar. Se vio tendido en la calle, con los
oídos que le estallaban y la boca llena de sangre, mientras hurgaba en sus
bolsillos en busca del dinero. Por fortuna había dejado la maleta en el hotel, si
la hubiese llevado la habría perdido para siempre. El daño, cuando pudo
mirarse al espejo, era horrible. Tenía los labios cortados cerca de la comisura
de la boca, así como la piel a ambos lados. Sangró bastante. Le quedó una
cicatriz oscura. Con los pantalones y la chaqueta maltratados, la camisa, que
había comprado demasiado grande a propósito para que no le oprimiera el
cuello tenía el aspecto del hombre cuya suerte, si es que alguna vez la tuvo,
hacía tiempo que le había vuelto la espalda. La cicatriz, tan visible, completó
la imagen. Si el NKVD seguía buscando a Szara, y él debía suponer que así
era, no iban a encontrarlo en ese triste y abatido despojo de hombre.
Budapest. Belgrado. El puerto rumano de Constanza. Salónica, donde
vendió billetes de lotería en las calles de la próspera y amplia comunidad
judía. Atenas. Estambul. En Sofía dio la bienvenida al nuevo año, 1940, con
la mirada fija en la bombilla encendida, colgada del techo por el cable
eléctrico, mientras pensaba en Nadia Tscherova.
Como hacía cada día, a veces cada hora. Envió tarjetas a la dirección de la
Schillerstrasse. Firmaba B. La A hubiera sido por André, pero ahora era B.
Sabía que ella lo entendería de inmediato. Esa B era una especie de

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sinvergüenza saludable, que viajaba por todo el sur de Europa con sus
negocios, y de vez en cuando enviaba recuerdos a su antigua novia Nadia, que
vivía en Alemania. «El mar es maravilloso», escribía B desde una ciudad del
mar Negro, en la costa de Turquía. En Bucarest «había salido por fin de un
terrible resfriado». En Zagreb, donde trabajó para dos hermanos judíos en un
puesto del mercado, vendiendo cazuelas y sartenes, B detectó «los signos de
la primavera en el aire». Estoy vivo, le decía a su manera. No me encuentro en
Alemania ni en Rusia, soy libre. Pero llevaba una vida —en Varna, en Corfú,
en Debrecén— que ella no podía compartir. «Amor eterno», escribía B en su
tarjeta postal una hora antes de abandonar una ciudad. Sólo esperaba que ella
fuese capaz de entender lo que amor eterno significaba en realidad, sus diez
mil palabras. En las camas desvencijadas de los cientos de hoteles
desperdigados por los rincones perdidos de Europa, el espíritu de Nadia
reposaba a su lado cada noche.

Cuando trabajaba, casi nunca dejaba de hablar en yiddish. Incluso en las


comunidades sefardíes donde se hablaba el ladino, había alguien que lo
entendía. En los mercados al aire libre y en las calles escondidas de la mayor
parte de las ciudades encontró judíos, y casi siempre necesitaba que se les
hiciera algo. Como no pedía mucho, le decían que sí con un movimiento de
cabeza y los labios apretados, seguro que me vas a robar. No era caridad en
sí, sólo algo en su manera de ser que no les permitía decir que no. Podía estar
hambriento. No tenía el aspecto de ser capaz de cargar o descargar carros,
pero lo hizo un par de veces. Casi siempre limpiaba o hacía recados o vendía
cosas. Cazuelas y sartenes desportilladas y ennegrecidas en Zagreb. Ropa de
segunda mano en Bucarest. Platos, sábanas, herramientas, libros…, todo
usado, hasta gafas. «¿No?» decía. «Entonces pruebe éstas. ¿Puede ver a
aquella joven? ¡Perfecto! Con estas varillas de plata parece usted diez años
más joven». Era fácil adaptarse —se preguntaba si no habría estado haciendo
lo mismo toda la vida—, y lo necesitaba si quería agradar al cliente. ¿Quién
iba a comprar algo a una pared? En esas calles, el dinero se ganaba y se
gastaba al céntimo. Un dinar entero, un lek o un lev no se veían nunca. Pero la
vida era barata. Vivía de pan y té, de patatas, cebollas, coles y ajos. Un poco
de carne seca era un banquete. Y si tenía una tira de grasa en el borde, una
fiesta. La piel del rostro se le puso roja y áspera, por estar en invierno al aire
libre; la de sus manos se endureció como el cuero. Hacía señas con gesto
sigiloso a un cliente, miraba a todos lados para asegurarse de que nadie lo

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escuchaba, ponía sutilmente el dedo sobre la solapa y le decía: «Escuche,
usted va a comprarme hoy, no va a ir a ninguna otra parte. Así que ofrezca un
precio, no me importa cuál sea, estoy desesperado». El propietario de un
puesto de venta de botones e hilos le dijo en Constanza: «David —así se hacía
llamar aquella semana—, eres el mejor luftmensch que he tenido nunca. Quizá
quieras quedarte más tiempo».
Aquella primavera también se convirtió en la otra clase de luftmensch, el
hombre tan inmaterial como el aire, el agente secreto. Al principio, en su
intimidad, a medida que rememoraba el pasado. Volvió como un amor
olvidado, y vio que las cenizas de su antigua vida conservaban más calor de lo
que él había pensado.
Estaba en Izmir, la antigua Esmirna griega, ahora integrada en Turquía.
Justo al lado del viejo bazar, en la calle Kutufane, había un restaurante cuya
propietaria era una anciana señora sefardí, bajita, morena y de ojos negros y
brillantes. Él se encargaba de lavarle los platos. Los brazos y antebrazos se le
pusieron rojos, y apenas cobraba dinero a cambio; pero recibía una comida
providencial —cordero, piñones, sémola, higos secos y albaricoques—.
Además la mujer le dejó un cuarto vacío en el sótano, con un colchón de paja
polvorienta puesto sobre una puerta vieja donde dormía. Hasta había una
mesa, con los bordes quemados por los cigarrillos, y una lámpara de
queroseno. A través de media ventana al nivel de la calle podía ver
Kadifekele, la Fortaleza de Terciopelo, colgada en lo alto de su colina. Tuvo
una fuerte sensación intuitiva sobre aquella habitación: un escritor había
trabajado allí. El hijo de la anciana hacía algo de la sección administrativa de
la Policía de Izmir, aunque él no sabía qué era, y por primera vez en su
odisea, Jean Bonotte pudo gozar de un permiso laboral, aunque no bajo ese
nombre. «Escriba», le dijo la mujer. Y él, simulando que le costaba un gran
esfuerzo, garrapateó un nombre inventado en un trozo de papel. A la semana
siguiente recibió el permiso. «¡Mi hijo!», exclamó la mujer para explicar el
milagro. La fortuna le sonrió. Izmir no era un mal sitio. Un viento cortante
soplaba por los puertos del Egeo y el muelle se llenó de mercantes. La gente
era reservada, introvertida, quizá porque, no muchos años antes, la sangre
había corrido por las calles de Izmir: los turcos masacraron a los griegos, y la
ciudad no podía olvidarlo del todo.
Con sus magros ingresos, Szara se compró un cuaderno y varios lápices y,
cuando las grandes ollas de hierro estaban secas y dispuestas para la noche,
empezaba a escribir. Fue una labor nocturna, para sí mismo, sin pensar en
ningún lector. Ocurrió en marzo, un mes favorable para escribir. Szara sintió,

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porque a los escritores les agrada el tiempo tempestuoso, el trueno y el
relámpago, el aire y la lluvia, cielos de primavera incipiente…, sin
preocuparse de si lo que hacía era bueno o malo, sino de que hubiese muchas
cosas. Escribió sobre su vida, su vida reciente. Le costó, y se sorprendió
cuando se dio cuenta de lo doloroso que resultaba aquello; pero era algo que
quería hacer, y no pudo dejarlo. En el horizonte próximo estaba lo que Von
Polanyi le había contado sobre las ejecuciones durante la purga de 1936, y el
secreto galanteo entre Hitler y Stalin. Pero sobre todo, acerca de la vida fue de
lo que escribió, y no tanto de política. Tenía la sensación de que Izmir no era
el lugar idóneo para escribir de ese último tema. Se trataba de una ciudad
demasiado vieja, que había visto mucho y vivido de alguna manera por
encima de ese tipo de explicaciones. Por todas partes podían verse ruinas de
mármol, gastadas en sus esquinas por el continuo roce de la ropa de la gente
que pasaba. En un sitio así, lo apropiado era la arqueología; pero una
arqueología que, descubrió, no tenía nada que ver con el mundo antiguo; se
podía rascar la suciedad que había en la superficie y encontrar el polvo de
tiempos recientes. Lo que intentaba era preservar, no perder su historia.
Yendo hacia atrás en su vida, bajo la anarquía general de su existencia,
encontró el hilo de sus aventuras, sueños y pasiones. En realidad, de dos
maneras. Si cada vida es una novela, la suya tenía dos tramas. Descubrió que,
a menudo y de forma simultánea, había servido al affaire Hitler/Stalin y
también se había opuesto a él, había trabajado para los dos amos en el
Servicio Secreto soviético. Bloch y Abramov.
Lo que el general Bloch hizo fue tan osado como ingenioso y, a juicio de
Szara, llevado por la desesperación. Supo lo que estaba ocurriendo y luchó en
contra; en esa guerra, Szara había sido uno de sus soldados. Szara vio con
claridad el alcance de la operación y su participación en ella sólo cuando
aplicó el método cronológico. El ejercicio en la celda de Izmir no fue muy
diferente del que llevó a cabo en una habitación de hotel en Praga, cuando
estuvo trabajando con el informe sobre DUBOK, la historia de la traición de
Stalin.
Bloch, que fue consciente del acercamiento entre Stalin y Hitler poco
antes de 1937, decidió impedir la alianza y denunciar a Stalin como agente de
la Ojrana. Se infiltró en el sistema de comunicaciones de Abramov y ordenó a
Szara que embarcara en el vapor que llevaba a Grigory Jelidze del puerto de
El Píreo al de Ostende. Jelidze iba de camino a Checoslovaquia para recoger
el archivo de la Ojrana, escondido poco antes en la consigna de equipajes de
una estación de trenes de Praga. Szara indujo a Jelidze a revelar sus

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tejemanejes en Ostende; entonces, Bloch ordenó el asesinato del correo. Puso
a Szara en su lugar, lo usó para descubrir los crímenes de Stalin en los bajos
fondos bolcheviques, y lo indujo para que publicara la historia de aquella
traición en una revista estadounidense. Casi lo consiguió. Pero el jvost
georgiano se enteró de alguna manera de la operación, e impidió que se
publicara la historia.
Hasta aquí, la cronología daba sus frutos; ya que reflejaba las imágenes de
los acontecimientos en un espejo.
Szara, mientras estuvo en Praga, escribió una crónica para Pravda en la
que relataba la agonía del pueblo checo mientras Hitler se preparaba para
atacarlo. Aquella crónica fue rechazada. No interesaba a Hitler que se
publicara y, eso resultó evidente, tampoco interesaba a Stalin. Últimamente se
criticó a Francia y al Reino Unido por su debilidad en Munich, que
sancionaban la pérdida de Checoslovaquia pero, en el mismo momento, Stalin
y el Ejército Rojo permanecían al margen y nadie dijo nada.
Fue entonces cuando Abramov acudió en auxilio de Szara, viejo amigo
suyo y, además, su agente, integrándolo dentro del apparat de los servicios de
espionaje. ¿Qué mejor lugar para esconderlo del demonio que un rincón
remoto del infierno? En París, Szara se convirtió en el agente encargado de
Baumann, o lo que era lo mismo, el otro extremo de una línea secreta de
comunicación entre Hitler y Stalin.
Entonces ocurrió algo que ni la Gestapo ni el NKVD habían previsto.
La red OPAL de París rompió el velo del secreto que ocultaba la
cooperación en marcha. Por medio de la involuntaria agente de Sénéschal, la
secretaria Lötte Huber, Szara descubrió la reunión entre Dershani, jefe de
Jelidze en el jvost georgiano, y Ulrich, conocido funcionario de la SD, y logró
fotografiarlos. Ésa fue la causa de que asesinaran a Sénéschal casi de
inmediato, al igual que a Abramov, un año después. Abramov, había
cambiado de bando, al menos así lo creía Szara, e intentó usar las fotografías
como instrumento de fuerza, y lo eliminaron cuando trató de escapar.
Había más. La sustitución de Litvinov por Molotov cuando el
compromiso entre Hitler y Stalin estaba a punto de ser revelado, y la
aprobación pública del cambio hecha por el canciller alemán. Incluso el
poema de Alexander Blok, «Los escitas», debió de haber jugado su papel en
la operación. Aquí el análisis debía tener en cuenta a la audiencia. Si la noche
que el actor Poziny recitó el poema, el mensaje dirigido a los diplomáticos
británicos y franceses allí presentes, el texto servía de apelación y de
advertencia, que era lo que Blok quiso decir con «Pero de aquí en adelante

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ninguno de nosotros será vuestro escudo / De aquí en adelante ninguno de
nosotros entrará en batalla… Tampoco nos conmoveremos cuando el feroz
huno / Rapiñe los bolsillos de los muertos, / Incendie las ciudades…». Sin
embargo, para un oído alemán, en aquel momento particular de la Historia,
podía haber significado algo muy diferente, no muy distinto a una invitación
de Stalin a Hitler para que hiciera aquellas cosas precisamente. Aquella
manipulación del poema de Blok era, para Szara, un acto diabólico, y se sintió
más horrorizado con ello que con cualquier otra cosa. Por sí mismo sabía
mejor que nadie que, comparado con otros pecados, el abuso de las palabras
de un poeta no debió significar tanto; pero, de alguna manera, sí que tuvo su
importancia. Sirvió para abrir la puerta a lo que ahora ocurría en Europa
donde, con la ayuda de Stalin, las palabras se habían hecho realidad. El horror
había invadido el continente.
Avanzada la noche en Izmir, el viento primaveral azotaba el mar Egeo.
André Szara levantó la mirada desde la mesa a la ventana. Nunca entendería
los misterios que unían a los dos pueblos, el ruso y en alemán, Blok había
intentado, de la única manera que un poeta podía hacer, por medio de las
imágenes, la inexplicable química del lenguaje en las fronteras. Szara no
alcanzaba más profundidad. Podía ver dónde se ocultaban las respuestas —en
algún momento de lo sucedido entre él y Marta Haecht, en algún momento de
lo sucedido entre Nadia Tscherova y su general alemán, en algún momento de
lo sucedido entre Hitler y Stalin, e, incluso, de lo sucedido entre él y Von
Polanyi—. Confianza y sospecha, amor y odio, atracción y repulsión. ¿Habría
una fórmula mágica que resolviera esa contradicción? Él era incapaz de
encontrarla, al menos aquella noche en Izmir no pudo. Y quizá nunca pudiera.
Sólo pudo pensar en el acto final del drama de Bloch, en el cual maniobró
para que Szara cayera bajo la influencia de De Montfried. Era como si Bloch,
enfrentado a la certeza del fracaso —Beria en la cúspide, los asesinos asidos
al poder, el pacto con el diablo—, hubiese lanzado su último mensaje: salvad
vidas. Szara había hecho las cosas lo mejor que pudo. Y luego, la realidad de
las circunstancias intervino.

Y, sin tardar demasiado, la realidad de las circunstancias impuso tomar


una decisión.
Szara tenía escritos ya muchos cuadernos antes de terminar: todo estaba
enredado, algunas historias demasiado abultadas, páginas escritas por el
anverso y el reverso, sin orden ni concierto, en caracteres cirílicos a lápiz,

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borrones, garabatos en los momentos de impaciencia. Llegó un momento en
que vivió para la noche, para las horas en que la gente de su vida pasada
revivía y hablaba. Quedó sorprendido por su memoria: lo que Abramov dijo,
cómo decía las cosas Marta Haecht. Los sarcasmos de Vainshtok…
Vainshtok, Szara nunca pudo llegar a entender lo que fue el gesto final de su
vida.
El trabajo de fregar vajilla se cobró su precio. Se le secó la piel de las
manos que se le cuartearon, y a veces le sangraban. En ocasiones dejaba una
mancha de sangre en el papel donde reposaba la mano después de escribir.
Dejemos que ellos se lo imaginen, pensó. ¿Ellos? No sabía quiénes eran. Los
rusos se habían convertido en escritores clandestinos en campos de
concentración y en sótanos y en celdas y en miles de formas de exilio, por
eso, sólo podían imaginar lectores clandestinos. Él no era distinto.
Pero, aparte de aquello, el mundo lo trataba irrazonablemente bien. La
anciana ahora mantenía la teoría de que él estaba hecho para algo más que
para limpiar el hollín de las perolas e insistía, hablándole en el yiddish
primitivo de una-palabra-tras-otra que empleaban entre ellos en que algún día
la acompañara para hacer la compra, y al decirlo hacía una rápida pantomima,
como si estuviese cargada con un peso invisible mientras reposaba de
cansancio, y cuando el día llegó, él se sintió como en la escuela. Las cebollas
tenían que ser alargadas y duras. El melón se huele por aquí. Con este ladrón
tienes que contar el cambio dos veces. La mujer tenía planes para él. Szara
olfateó un cambio de suerte, una mejora, una solución posible.
En aquella primavera él no fue el único en buscar soluciones. Al norte,
lejos de donde se encontraba, en la frontera occidental alemana, los oficiales
del Servicio de Inteligencia militar cavilaban sobre el sitio exacto por dónde
atravesar la «Línea Maginot» francesa o, si no podía ser cruzada, cómo rodear
su flanco. Al principio, esto pareció imposible. Aunque la Wehrmacht violara
la neutralidad de Bélgica, ¿cómo iban a poder los tanques «Panzer», tan
decisivos en el plan de ataque, cruzar los densos bosques de las Ardenas?
Para contestar a esta pregunta, los oficiales pusieron unos tubos, tan largos
como anchos en los tanques, atravesados en sus automóviles, y se fueron a los
bosques. Se encontraron con que debían ir despacio, tenían que sortear los
árboles, de los que podían talar algunos, aquí y allí, pero era posible
conseguirlo.
Y se hizo el 10 de mayo. Junto con ataques de planeadores y paracaidistas
para mantener expeditos los puentes belgas y someter los efectivos militares
del país. A la suave luz nocturna del paseo marítimo de Izmir, Szara vio un

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grupo de franceses, quizá viajantes de comercio o empleados de compañías
francesas, reunidos alrededor de un único ejemplar de Le Temps. El viento
soplaba fuerte a aquella hora y los hombres sujetaban con una mano los
sombreros en la cabeza y con la otra las hojas del periódico. Una de las
mujeres tenía lágrimas en las mejillas. Szara se acercó al grupo y leyó por
encima de los hombros. Al instante comprendió lo que había sucedido y
recordó Polonia. Uno de los hombres llevaba un sombrero de paja. Mientras
trataba de pasar una hoja recalcitrante con las dos manos, el viento se llevó su
sombrero, que rodó y rebotó a lo largo del paseo.
Aquella noche, Szara empaquetó sus cuadernos, los envolvió en papel de
embalar y los ató con una cuerda. Un viejo suéter, unas pocas novelas —
Balzac, Stendahl, Conrad en francés—, una muda de camisas y calcetines, la
fotografía de un bistró de París sacada de una revista, un mapa de las calles de
Sofía; todo lo puso encima. Había llegado el momento en que el refugiado
debía desaparecer, y la maleta con doble fondo no le servía ya para sus
propósitos.
A la mañana siguiente, temprano, sin haber dormido y pálido, se puso a la
cola de la oficina central de Correos. Cuando llegó a la enrejada ventanilla
envió un telegrama para la oficina de De Montfried en París. Tuvo la
respuesta a las veinticuatro horas, con una dirección en una calle de Bancos
privados, en la cual, bajo un enorme techo abovedado, que garantizaba una
constante y fría penumbra, un grupo de hombres con pantalones a rayas
contaron miles de francos franceses. Cuando salió, Szara parpadeó bajo la
fuerte luz del sol y se encaminó a las oficinas de la «Denizcilik Bankasi», las
líneas marítimas turcas, una venerable institución que había hecho escalas en
todos los puertos del Mediterráneo durante más de un siglo. Los empleados se
mostraron muy comprensivos. Este patriota francés regresaba a su país,
embarcado en un camarote de primera clase, para enfrentarse con el destino
de la guerra. Todos le estrecharon la mano por tumo mientras le miraban a los
ojos, luego le señalaron el pasillo que conducía a la sala de equipajes.
También allí encontró simpatía. Un supervisor permaneció a su lado, con las
manos cruzadas a la espalda, contemplando a su joven ayudante rellenar el
resguardo. Con un cuidado casi ritual ataron la etiqueta al asa, después el
supervisor hizo sonar una campanillas y un hombre en uniforme azul acudió
para llevarse la maleta. Szara echó una mirada a la sala de equipajes mientras
abría la puerta; las gruesas estanterías de madera llegaban hasta el techo; vio
gladstones[21] pasadas de moda, baúles de barco, portamantas, cestas de

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madera, incluso algunas cajas de envíos metálicas con rótulos impresos. El
supervisor carraspeó a su lado.
—No se preocupe. La confidencialidad de nuestros clientes es sagrada
para nosotros, y la mantenemos incluso en los momentos más difíciles. —
Luego añadió—: Buena suerte. Feliz viaje.
La noticia del ataque alemán a Francia corrió como reguero de pólvora; la
guerra era ya una realidad, y seguramente peor que en 1914. Todos los
ciudadanos que Szara encontró aquel día en Izmir se comportaron de manera
formal y digna. Era su particular manera de enfrentarse a la tragedia.
Embarcó el 14 de mayo y llegó a Marsella cinco días más tarde. Durante
el viaje no salió del camarote, en el que se hizo servir las comidas. Aunque se
habían suspendido futuros viajes, había pocos pasajeros a bordo, sólo aquellos
que consideraron que debían regresar a un país en guerra. A la hora en que el
barco atracaba, Amberes acababa de ser ocupada y la Wehrmacht había
llegado a Amiens. El camarero le dijo en tono confidencial que algunos
pasajeros pensaban que habían llegado demasiado tarde y que no pensaban
desembarcar en Francia. Los funcionarios de pasaportes y aduanas atendieron
a los pasajeros de primera clase en sus camarotes. No hicieron ninguna
pregunta a Jean Bonotte; sólo podía haber una razón para su regreso a
Francia.
Un día más tarde estaba en Ginebra, adonde llegó en un coche de alquiler
porque no le fue posible hacerlo en tren; casi todas las locomotoras y los
coches-camas habían salido para el norte bajo control militar. Jean Bonotte
fue admitido en Suiza con un visado válido para cinco días, había un negocio
bancario que exigía su presencia personal. Envió otro telegrama a
De Montfried y éste, de nuevo, le contestó de inmediato, y, una vez más, fue
dirigido a una calle de Bancos privados. En este caso, en una sala de juntas
lujosamente amueblada, los banqueros habían sido sustituidos por abogados.
Hubo breves presentaciones, se alabó la bondad del tiempo, luego, el término
intervention —una expresión suave, sutil, incluso graciosa, cuando se
ronronea de corrido en francés— apareció en la conversación. Evidentemente
significaba que ciertos funcionarios habían decidido intervenir en favor de
Jean Bonotte, para que no se pusiera en duda que era el tipo de persona que
podía residir en Suiza. Szara apenas habló; el Bonotte sentado a la mesa era
virtualmente ignorado; aquellos caballeros se ocupaban como persona jurídica
de Bonotte, asunto que sí era de su incumbencia. Eran versados profesionales,
con voces de violoncelo, que no hacían preguntas; en lugar de ello, daban
respuestas, y las daban, por razones de cortesía, en forma de preguntas

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retóricas: «No sería una mejor idea informar a la Prefectura que…». Szara
siguió cuanto decían de la mejor manera que pudo. Arrullado por el lejano
tecleo de las máquinas de escribir, confortado por el sol que se filtraba por las
ventanas de cristales emplomados, se hubiera dormido allí mismo si alguien
no le hubiese mostrado con alharacas un papel que necesitaba su firma. Ésta
es la manera de saltar las alambradas de espino sin herirte las manos, pensó.

Y así, empezó de nuevo.


El eterno oficio, en esa cálida, gris y plácida ciudad, donde el Ródano
fluía sereno bajo los puentes de piedra. Concesiones autorizadas, ganancias de
dinero, intereses compuestos, informes enviados por correo en sobres escritos
a mano, información comprada, vendida, negociada, o simplemente, guardada
bajo llave para su posterior uso. La ciudad no era secreta sino privada. Nadie
ocultaba el rostro. Szara encontró la habitual villa en el habitual vecindario,
en el camino de Saussac, al sur de la ciudad, y se puso a pensar seriamente en
sus propios asuntos, que, con bastante rapidez, se confundieron con lo
cotidiano y rutinario. Con los vecinos practicó el único y estirado saludo de
un movimiento de cabeza, no más, pero tampoco menos. Se compró tres trajes
de color marrón, con sólo ligeras diferencias, así los demás sabrían que tenía
más de uno. Abrió una cuenta bancaria, pagó sus cuentas, y de vez en cuando,
desaparecía. «La más digna y ordenada ciudad», escribió el fantasma B desde
Zurich. Algo no muy diferente a la nostalgia aguardaba a Szara en sus horas
de tren, su esfuerzo esporádico para evitar que en el matasellos de Correos
figurara Ginebra, al tiempo que Nadia quedaba informada de que estaba a
salvo en Suiza.
A salvo, por supuesto era algo muy relativo. Seguía siendo un fugitivo.
Pero en alguna parte, durante su larga odisea por las callejas del sur de
Europa, Szara había aprendido a dejar a un lado su miedo al inevitable
castigo. Ahora sólo pensaba en cómo podría eludir el secuestro y el
interrogatorio si el NKVD lo descubría. En el caso de que fuesen a matarlo
mejor que lo hicieran de prisa. Conservó algunos rasgos de su anterior disfraz,
más que protegerse de un posible reconocimiento que por otra cosa. Un día se
cruzó por la calle con una periodista que le conocía, una belga, la cual se lo
quedó mirando con gran atención. Szara reaccionó como el hombre que es
objeto de una proposición sexual, no por inesperada mal recibida, y la mujer
salió corriendo. En otra ocasión, un desconocido se le dirigió a él en ruso,
aunque con cierta expresión de duda. Szara lo miró con aire confuso y le

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preguntó en francés si necesitaba ayuda. El hombre le pidió excusas, hizo una
ligera reverencia y le dio la espalda.
Lo que le ayudaba a protegerse, creía él, era la actitud del Gobierno suizo
con respecto al NKVD; el desertor soviético Ignace Reiss había sido muerto a
tiros en 1937, a la luz del día, por agentes de NKVD que operaban en Suiza.
A los suizos no les gustó nada aquello. Lo que los rusos conservaban, a juicio
de Szara, eran unos pocos agentes como funcionarios de la Embajada y unas
pocas redes, al estilo de OPAL, formadas por antiguos miembros del partido
comunista suizo. Moscú debió de pensar que era mejor no sobrepasar los
límites de la paciencia suiza, porque, desde hacía tiempo, no toleraban ningún
tipo de actividad revolucionaria. Ya no había jóvenes judíos, huidos del
Asentamiento, que pasaran el tiempo hasta altas horas de la noche en los cafés
de Ginebra, discutiendo sobre hasidismo, socialismo, bolchevismo y
sionismo. Lenin, que abandonó su exilio suizo en 1917, no había dejado tras
de sí estatua alguna, y los suizos no parecían sentir ningún entusiasmo por
levantársela.

Ahora era necesario ir a la guerra.


Ésta era su obligación, su herencia, no exigía ninguna justificación.
«Necesito un hombre que pueda hacerlo bien sin que lo sorprendan», le había
dicho Von Polanyi. Muy bien, Szara era ese hombre. En el cajón de su mesa
de trabajo guardaba la dirección de cierta tienda de tejidos en Francfort. Para
completar la conexión sólo necesitaba una dirección de poste restante, y ésta
la puso en Thonon, en la orilla sur del lago Lemán, adonde se llegaba tras un
placentero trayecto en tren. Así estableció una línea de comunicación fuera de
Alemania.
El destino de la información de Von Polanyi dependería de qué le
facilitara y, por supuesto, la elección correspondería a Szara. Ginebra ofrecía
múltiples posibilidades. Con cuidado y tranquilidad, Szara confeccionó una
lista de candidatos. Los obvios —los funcionarios políticos británicos y
franceses— y los no tan obvios. Szara se relacionó con organizaciones
interesadas en causas políticas progresistas. Fue a la biblioteca, leyó
periódicos antiguos y localizó a periodistas bien relacionados con la
comunidad diplomática. Por medio de uno de los abogados de De Montfried,
fue presentado a uno de aquéllos, ya retirado, que había escrito sobre el
mundillo político suizo con extraordinaria perspicacia. Se tomó un pastel de
vainilla y una botella de kirkwasser en casa de su hombre, y pasaron la tarde

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conversando. Sí, la información era un recurso fundamental en Suiza, y la
transacción de compras y ventas era continúa y abundante. Un cierto hombre
de negocios sueco, un ejecutivo de una petrolera francesa, un profesor de
lingüística de la Universidad… Al oír del último, Szara fingió sorpresa. El
viejo periodista sonrió.
—Un comunista terrible en los viejos tiempos, pero me parece que
terminó por ver claro.
La expresión del hombre —cínica, divertida— dijo a Szara cuanto quería
saber. Había doblado la esquina de una red.

París cayó el 14 de junio.


Szara vio la famosa fotografía de la Wehrmacht desfilando bajo el Arco
del Triunfo. Aguardó, con auténtica desesperación que ocurriese un milagro,
un milagro británico, el milagro norteamericano, pero nada sucedió. Como
todos los ojos estaban puestos en Francia, la Unión Soviética eligió el
momento para la ocupación militar de Letonia y Estonia, luego, el día 26
invadió los territorios rumanos de Besarabia y Bukovna del norte, Szara envió
una tarjeta postal a la tienda de Francfort. «Mi esposa y yo pensamos regresar
a casa el 3 de julio. ¿Podemos tener las cortinas listas para esa fecha?». Tres
semanas después, una carta para M. Jean Bonotte, Poste Restante, Thonon.
«En respuesta a su petición, Herr doktor Brückmann llegará al “Hôtel
Belvedere” el 10 de setiembre. Los pacientes que deseen consultar con el
doctor sobre desórdenes neurológicos, deben convenir sus visitas a través de
sus médicos locales».
—Querido, querido —saludó el enano que lo había llevado en su coche a
la posada cerca de Altenburg—, parece que lo ha pasado bastante mal
últimamente.
Szara se pasó un dedo por la cicatriz de los labios, ya blanca por
completo.
—Pudo ser peor.
—Suponemos que está dispuesto a cooperar con nosotros.
—Me tienen a su disposición.
Szara le explicó cómo quería actuar, sobre todo en el asunto de los
correos. Quería que determinada persona en Berlín efectuara esos servicios
con regularidad, pero no fue sincero. A esa persona, Szara se lo juró a sí
mismo, una vez en Suiza, nunca la abandonaría, al menos mientras durara la

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guerra. Por lo menos salvaré esa vida, pensó. Que lo escriban en su tumba.
Von Polanyi ya se las arreglaría para envíos posteriores.
—Como desee —dijo el hombrecillo, aceptando la sugerencia—. Espero
—añadió— que esto sea prueba de nuestra sinceridad. —Entregó un sobre
marrón a Szara—. Ah, sí, una cosa más. Al entregarme este documento,
Herbert me pidió que le dijera que «ahora los amantes están reñidos». Espero
que este mensaje tenga algún sentido para usted.

Hasta que Szara no abrió el sobre aquella noche no lo entendió del todo.
Y entonces se quedó sin respiración. En la mano tenía dos páginas de un
papel corriente escrito a máquina a un espacio. El primer párrafo se refería a
un estudio fotográfico en la Unter den Linden, propiedad de un tal Hoffmann,
el fotógrafo favorito de Hitler, el cual había hecho retratos de la amante de
Hitler, Eva Braun, y de otros dignatarios nazis. El mes anterior al ataque a
Polonia, Hoffmann había empleado un gran mapa de aquel país para decorar
uno de sus escaparates. En abril de 1940, lo había adornado con mapas de
Holanda y de la Península Escandinava. Y hacía una semana, el 3 de
setiembre, con mapas de Ucrania, Rusia Blanca y los países bálticos.
El segundo párrafo decía que el Ministerio de Transportes alemán había
ordenado hacer un estudio de la capacidad de la red ferroviaria este-oeste que
conducía a la frontera oriental alemana. El Ministerio había sido informado de
que soldados, que superaban el millón, la artillería y los caballos serían
trasladados al este.
El tercer párrafo citaba las exigencias de mantenimiento para los aviones
de reconocimiento de la Luftwaffe que operaban sobre Liepája, Tallin, la isla
de Oesel y el archipiélago Moonzund —enclaves todos ellos en las líneas
defensivas soviéticas del Báltico—, así como sobre la red de carreteras que
conducían a Odesa, en el mar Negro.
El cuarto párrafo describía el proceso planificado del Cuartel General
alemán para remplazar las unidades de vigilancia de la frontera en la región
del Burg —la línea divisoria en Polonia entre las fuerzas soviéticas y
alemanas—, por divisiones de ataque. Se había acelerado un estudio de los
planes de evacuación para la población civil en el área. Personal militar
sustituiría a los directores civiles de todos los hospitales.
El párrafo final se limitaba a decir que el nombre de la operación era
«Barbarrosa»: un ataque a gran escala contra la Unión Soviética, desde el

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Báltico hasta el mar Negro, tendrá lugar al final de la primavera o a principios
del verano de 1941.

Szara tuvo que salir de allí, al aire libre. Abrió la puerta con precaución,
pero todas las casas de la calle estaban a oscuras, la gente dormía. Era una
noche nublada, cálida, de un impresionante silencio. Como si el cielo
estuviese pintado en ámbar, como si el tiempo se hubiese detenido en aquella
colina arbolada asomada a Ginebra. Nunca en su vida necesitó tanto caminar.
Pero era imposible. No podía hacerlo. Caminar sin rumbo fijo por aquellas
calles hubiera llamado la atención, y el papel que había dejado sobre el
grasiento mantel amarillo de la mesa de la cocina se lo prohibía; ahora más
que nunca no podía comprender a quienes lo habían hecho invisible con tanta
amabilidad. Sólo pasear, eso no le pareció tan arriesgado. De hecho
necesitaba más, mucho más. Necesitaba lo que pensaba que era la vida, y por
vida entendía París, grupos de gente en una calle estrecha, penumbra,
perfume, cuerpos sin lavar, la forma humeante del tabaco «Gauloises» y de
las patatas fritas. Necesitaba a la gente, de todas las clases, que reía, discutía,
se exhibía, coqueteaba indiferente, se tocaba el cabello. Sintió el dolor de su
ausencia.
Una riña de enamorados era como Von Polanyi lo había calificado. Y no
resultó palabrería, sino una manera sabia de hablar; que no reflejaba con
exactitud lo que significaba: millones de muertos y nadie, nadie en el mundo
podía detener aquello. Locura, pensó. Luego se corrigió. Había visto un
noticiario, con Hitler bailando una giga al lado de su vagón de ferrocarril en
Compiègne, donde los franceses obligaron a firmar el armisticio a los
alemanes en 1918. Un raro y breve baile de esperanza, como el de un loco.
Ésa era la opinión más generalizada entre las democracias occidentales, aquel
hombre tenía que ser recluido en alguna parte. Szara se quedó a ver el
noticiario por segunda vez, y luego por tercera. El filme había sido alterado,
estaba seguro. El compás de la giga se había convertido en un frenesí de
lunático. Szara percibió la manipulación de un Servicio de Inteligencia. Pero
Hitler no estaba loco, era la personificación de la maldad. Y esa noción, la
gente educada no la aceptaba, ofendía su sentido de la racionalidad del
mundo. Sin embargo era lo cierto. Y tan cierta como su imagen en un espejo,
era Stalin. Sólo Dios sabía a cuántos millones de personas había asesinado.
Un ser humano normal y decente se pondría enfermo sólo de pensar en dos
monstruos como ellos. Pero Szara, no; y menos en esos momentos. El lujo de

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la condena no le correspondía. Los accidentes del tiempo y las circunstancias
le exigían que se apresurara a ponerse del lado de uno de los asesinos y
ofrecerle una hacha afilada. Porque tenía que hacer como si sus crímenes no
importaran y Szara, conocedor de la verdad antes que otros, tendría que ser
uno de los primeros en cerrar los ojos.
Hizo lo que tenía que hacer. El profesor de lingüística era un hombre de
baja estatura y malhumorado, con unos pocos cabellos untuosos pegados a
una rosada calva. Szara lo entendió muy bien, combativo, resuelto, vanidoso,
un arrogante convencido de sus teorías. Y, a decir verdad, inteligente dentro
de su desvarío. El Partido Comunista siempre había atraído a gente de esta
clase, y les había dado la importancia que los demás les negaban. Los ojos del
hombre brillaron con pasión misionera, terriblemente ignorante, Szara tuvo
que admitirlo, de lo que estaba haciendo.
Pero Szara era el heredero de una gran tradición, la de Abramov y Bloch,
y, si se remontaba hacia el pasado, la del agente de la Ojrana y más allá aún, y
era muy superior al profesor en eso. Szara paseó entre las estanterías de la
biblioteca de la Universidad, en busca de su presa. La perdió la primera vez,
pero no la segunda. Sólo fue un pequeño roce con una mujer de unos cuarenta
años vestida con un traje de lana negro. Szara, que hojeaba para ocultarse un
estudio Victoriano sobre fonemas, vio cómo cambiaba de manos una caja de
cerillas y con eso tuvo bastante. Cuando el profesor fue a su despacho
después, encontró un sobre que habían metido por debajo de la puerta. El
segundo envío de Polanyi estaba programado para octubre, y Szara sabía que
le seguirían más. Sentía como un malicioso regocijo en las variaciones con
que obligaba al profesor. Quizá la próxima vez le enviaría por correo la llave
de la caja de un guardamuebles.
Pero el profesor cumplía con su trabajo, de eso Szara estaba seguro.
Pasaba la información a su red para que algún Kranov tecleara en su
radiotelégrafo a través del silencio de la noche. Y así llegaría a Moscú. En su
imaginación, Szara veía el recibimiento preparado a la Wehrmacht: el Ejército
Rojo llevado en secreto a la frontera metido en vagones de carga, camiones
camuflados, trampas antitanques excavadas en horas de oscuridad cuando la
Luftwaffe está ciega, fortines reforzados de cemento… Hasta que el demonio
más pequeño destruya al grande y el mundo pueda ocuparse de sus propios
asuntos.

18 de octubre de 1940.

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André Szara estaba en pie entre los árboles teñidos por el otoño de un
bosque al pie de una montaña alpina y contemplaba las ondas que las aguas
del Rin hacían al chocar contra los pilares de un puente. Al otro lado del río
podía verse el pueblo alemán de Hohentengen; la bandera roja y negra agitada
por el viento en lo alto del Ayuntamiento. Un lugar bonito y tranquilo al
extremo sur de la Selva Negra. En el lado del Rin adonde estaba Szara, a unos
pocos kilómetros, se hallaba Kaiserstuhl, un pueblo suizo, también bonito,
también tranquilo. Era una frontera pacífica; apenas sucedía nada. En el lado
alemán del puente, dos centinelas hacían guardia en una garita junto una
barrera. A la salida del pueblo tenían dispuestos unas pocas barreras hechas
con troncos en los que habían liado alambre de espino, por si algún coche
intentaba escapar a toda prisa; y eso era todo.
Miró su reloj y vio que aún faltaban unos minutos para las cuatro. Cambió
el peso de su cuerpo sobre el otro pie, se apoyó en un roble y las hojas
muertas a sus pies crujieron cuando se movió. No se veía ni un alma; estaba a
sólo quince minutos de Zurich, pero en otro mundo. Se entretuvo en imaginar
el trayecto del correo: desde Berlín hasta Munich, luego al cruzar el Danubio
en la provincia de Wüttemberg, después en dirección al lago Constanza, más
tarde, Basilea, donde el Rin gira hacia el norte y, por último, después de pasar
Hohentengen, cruzar el puente de Hohentengen. Volvió a mirar la hora: el
minutero no se había movido. Una voluta de humo serpenteó desde la
chimenea de la caseta del guardabosques, donde los guardias suizos se
alojaban. Ellos, al contrario de sus colegas del lado alemán, no tenían que
hacer la guardia cargados con sus fusiles y expuestos al viento helado.
Ahora llegaba.
Szara se puso tenso al verlo. Un gran automóvil negro, brillante, con
largos guardabarros curvos delanteros y unas pequeñas banderas con
esvásticas sobre los faros. Avanzó con lentitud, sorteando las barreras de
alambre de espino hasta detenerse junto a la mecánica junto a la garita. Uno
de los centinelas se inclinó hacia la ventanilla del conductor, luego se cuadró
y saludó con gesto enérgico. Entonces el otro levantó el picaporte y empujó la
barrera hasta que la tuvo alineada contra el pretil del puente. El coche reanudó
la marcha; Szara oyó las sacudidas sobre los tablones desnivelados que
formaban el suelo del puente. La puerta de la caseta del guardabosque se
abrió, un guardia salió y se acercó hasta medio camino, indiferente, y con un
gesto de la mano hizo señas al conductor del coche para que continuase.
Szara, con las manos hundidas en los bolsillos, saltó a un sendero
descuidado que seguía el pie de la montaña; luego, cuando se hubiera alejado

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de la vista de los centinelas, pasaría a la carretera. Para la operación había
recorrido e inspeccionado todos los pequeños puentes de ese sector del Rin y
acabó por elegir el de Hohentengen. Se había asegurado de que no serían
observados. Resbalando sobre las hojas, salió a la carretera y se dirigió al
automóvil, que esperaba junto a un indicador con la distancia a Kaiserstuhl.
Quedaba poca luz ya en aquel atardecer de octubre y, a través del parabrisas,
a causa del ángulo de visión, sólo le fue posible ver la silueta de un hombre
con uniforme y gorra militar. El cristal de la ventanilla del pasajero estaba
ligeramente teñido, para preservar la intimidad del ocupante. Sólo vio la
ladera de la montaña reflejada en la brillante superficie ahumada, y luego, al
acercarse, su propia imagen, su mano que se dirigía a abrir la portezuela, su
rostro frío y neutro, todo lo contrario a lo que sentía por dentro.
La puerta se abrió suavemente, pero Szara no encontró lo que esperaba.
Parpadeó, sorprendido. No eran los ojos azul pálido ni había afecto en ellos.
Curiosidad quizá. Aunque tampoco mucha. Eran los ojos de un cazador, de un
depredador, que se limitaron a devolverle la mirada, sin sentimiento, sin
reconocimiento, como si no fuese más que una forma móvil en un mundo de
formas móviles.
—Oh, Seryozha —dijo ella al tiempo que tiraba del perro con la cadena de
plata.
Szara debió de quedarse muy sorprendido porque Nadia le dijo:
—¿Pero qué miras? No podía dejarlo en Berlín, ¿no te parece?
Se inclinaron por encima del perro para abrazarse. El corazón de Szara
estallaba de gozo. La presencia de Seryozha significaba que ella no tenían
intención de volver a Berlín. Para Nadia, la vida en las sombras había
terminado.
Szara estaba absolutamente seguro de eso.

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EPÍLOGO

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Esta novela está basada en una conversación mantenida en una clínica
privada de París en febrero de 1937. Mientras se restablecía de un accidente
automovilístico, el agente del espionaje soviético L. L. Feldbin, alias
«Alexander Orlov», tuvo la visita de su primo Zinovy Katsnelson, comisario
de la Seguridad del Estado en Ucrania. Katsnelson le dijo que el grupo
ucraniano de los Servicios Especiales, compuesto sobre todo de judíos,
pretendía derrocar a Stalin, acusándolo ante el Partido Comunista de haber
sido un antiguo agente de la Ojrana. Pruebas de tal afirmación se encontraban
en tres copias de un informe de la Orjana en posesión del grupo. En marzo de
1937, Katsnelson fue llamado a Moscú y fusilado. Feldbin desertó de una
misión en España en julio de 1938, y más tarde pasó a Estados Unidos. En el
curso de su interrogatorio, muchos años después, informó de lo que
Katsnelson le había contado.
Algunos de los personajes de este libro aparecen en la novela Night
Soldiers. He intentado que nombres, cargos y lugares coincidan en los dos
libros, con una sola excepción: en Night Soldiers, el rezident Yadomir
Ivanovich Bloch (Yaschyeritsa) era coronel general, y una graduación tan alta
no le hubiera permitido actuar como lo hace en Estrella oscura. Por esa razón
ha sido degradado a teniente general en esta novela.

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AGRADECIMIENTOS

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Estoy muy agradecido por la ayuda que tantas personas me han prestado
mientras escribía Estrella oscura: historiadores de la época, bibliotecarios,
libreros y amigos, demasiados para nombrarlos aquí. Sin embargo, quiero dar
las gracias a Abner Stein y Anne Sibbald por su generoso apoyo y aliento; a
Luise Erdmann, la editora del manuscrito, por buscar la claridad y la precisión
en un mundo caótico; y en especial, a Joe Kanon, por su confianza en mi
trabajo en particular, y, en general, por dar la posibilidad a tantos escritores de
que puedan seguir dedicándose a lo que mejor saben hacer.

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ALAN FURST (Nueva York, EE. UU., 1941). Licenciado en el Oberlin
College en 1962, obtuvo un master en la Universidad de Pennsylvania en
1967. Trabajó en publicidad y como articulista en varias revistas. Como
periodista ha viajado por Europa del Este y Rusia y ha sido colaborador
habitual de Esquire y The International Herald Tribune. Ha vivido largas
temporadas en Francia, inicialmente ejerciendo como profesor en la Facultad
de Letras de la Universidad de Montpellier, y años después en París. Es
bastante más conocido en Estados unidos que en Europa, a pesar de que él
mismo dice tener espíritu europeo. Cultiva el género del espionaje histórico,
si bien sus personajes son de ficción. Sus novelas, muy bien documentadas, se
desarrollan en el periodo entre las dos Guerras Mundiales y la segunda Guerra
Mundial, en especial en Centro Europa.
Su obra El oficial polaco tiene un gran rigor histórico y realismo, con grandes
dosis de intriga y ha sido publicada con extraordinario éxito en Estados
Unidos y varios países de Europa.

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Notas

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[1] Hotel de las Flores. (N. del T.) <<

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[2] Aquí debe de haber una imprecisión. Los nazis iban con camisas pardas.

Las camisas negras eran características de los fascistas italianos y no creo que
aparecieran en Danzig. Habría que preguntárselo a Günter Grass, que era de
allí, y lo relata en su novela El tambor de hojalata. (N. de T.) <<

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[3] El original dice «Cartes de la Monde», sin duda un error. (N. del T.) <<

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[4] ¿Había luces de neón en 1938? (N. del T.) <<

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[5] Comidas de encargo. (N. del T.) <<

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[6] Weisswurst, salchicha blanca; Jaegerwurst, salchicha de jabalí o ciervo;

Sauerkraut, col fermentada. (N. del T.) <<

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[7] Federación Germano-Americana. (N. del T.) <<

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[8] Hausfrau, ama de casa; Frau Doktor, señora del Doctor. (N. del T.) <<

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[9] Juventudes Hitlerianas. <<

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[10] Estación de ferrocarril. (N. del T.) <<

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[11] Weisswürste, salchichas. Kartoffeln, patatas, Dachshund y schnauzer son

perros de raza alemanes. (N. del T.) <<

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[12] Cul, culo, coloquialmente «gilí». (N. del T.) <<

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[13] Cornichons, pepinillos. (N. del T.) <<

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[14] Prémier cru, primera cosecha. (N. del T.) <<

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[15] Distrito de Londres donde tienen su sede los Ministerios británicos y los

servicios de espionaje. (N. del T.) <<

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[16] Señor en polaco (N. del T.) <<

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[17] Casquete para la cabeza que usan los judíos practicantes varones (N. del

T.) <<

www.lectulandia.com - Página 441


[18] Señor, en polaco. <<

www.lectulandia.com - Página 442


[19] En yiddish, rabo. <<

www.lectulandia.com - Página 443


[20] La Noche de los Cristales. <<

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[21] Tipo de maleta que se abre en dos mitades iguales. (N. del T.) <<

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