El Desciframiento de Los Glifos Mayas

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Michael D.

Coe, actualmente uno de los más importantes expertos en la


cultura maya, relata la historia de lo que él considera «una de las aventuras
intelectuales más interesantes de nuestro tiempo»: una historia polémica, de
enfrentamientos intelectuales entre los distintos expertos que, si bien con
ideas distintas, a veces directamente opuestas, participaron en la ardua labor
del desciframiento de los glifos mayas. Knorosov, Thompson y
Proskouriakoff, protagonistas de esta aventura, aparecen retratados
finamente por Coe.
La escritura jeroglífica que los mayas utilizaron para inmortalizar en estelas,
muros y dinteles las hazañas de sus gobernantes permaneció ilegible
muchos años después de los descubrimientos arqueológicos de esa
civilización centroamericana, aun después de que fue posible leer y entender
la cuenta calendárica maya. Sólo en la segunda mitad del siglo XX se pudo
dar el gran paso del desciframiento, y las ruinas abandonaron su silencio
para comunicar por fin al mundo los logros de una cultura que hasta
entonces había sido poco comprendida.

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Michael D. Coe

El desciframiento de los glifos mayas


Con 112 ilustraciones

ePub r1.0
Watcher 05-07-2018

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Título original: Breaking the Maya Code
Michael D. Coe, 1992
Traducción: Jorge Ferreiro
Diseño de cubierta: Watcher

Editor digital: Watcher


ePub base r1.2

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A
YURI VALENTINOVICH KNOROSOV
ah bobat, ah miatz, etail

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PREFACIO
La historia del continente americano no empieza con Cristóbal Colón, ni tampoco con
Leif el Afortunado, sino con los amanuenses mayas de las selvas centroamericanas
que comenzaron a registrar las hazañas de sus gobernantes hace alrededor de 2 000
años. Entre todos los pueblos del Nuevo Mundo precolombino, sólo los antiguos
mayas poseyeron una escritura completa: podían escribir todo lo que desearan, en su
propia lengua.
Durante el último siglo, posterior al descubrimiento de las ciudades mayas en
ruinas, los especialistas occidentales no pudieron leer ninguna de esas inscripciones.
Salvo por el calendario maya, que se había entendido desde hacía más de cien años,
la situación no había mejorado gran cosa cuando yo fui estudiante en Harvard,
durante la década de 1950 En la actualidad, gracias a algunos sorprendentes adelantos
logrados por epigrafistas de uno y otro lado del Atlántico, podemos leer la mayor
parte de lo que aquellos amanuenses desaparecidos hace ya mucho tiempo dejaron
grabado en sus monumentos de piedra.
Pienso que ese desciframiento es una de las aventuras intelectuales más
interesantes de nuestro tiempo, junto con la exploración del espacio y el
descubrimiento del código genérico. Ésa es la historia que quien) contar en estas
páginas. He tenido la inmensa suerte de conocer personalmente a muchos de los
protagonistas de la parte más reciente de mi relato; como ocurrió conmigo, el lector
pronto se dará cuenta de que este desciframiento no sólo ha involucrado asuntos
teóricos y problemas de conocimientos, sino también a seres de carne y hueso, de
caracteres claramente definidos.
Si así lo queremos, podemos encontrar en mi historia tanto héroes como villanos,
pero, al respecto, permítaseme decir que en realidad no hay «chicos malos» en estas
páginas, sino sólo especialistas bien intencionados y decididos que en ocasiones se
han visto llevados por ideas erróneas a adoptar actitudes equivocadas, a consecuencia
de las cuales sufren sus reputaciones póstumas. Y si hemos de hallar culpables,
recordemos que incluso el ángel caído de John Milton, el propio Satanás, tenía su
lado heroico.
Para escribir este libro he recibido ayuda de muchas fuentes, pero es preciso
subrayar que, para bien o para mal, sus hechos y sus interpretaciones son personales.
Merece especial agradecimiento George Stuart, cuyo manuscrito inédito sobre la
historia del desciframiento con frecuencia me ha guiado hacia pistas e ideas nuevas.
Tengo una inmensa deuda con Linda Schele, Elizabeth Benson, David Stuart, Floyd
Lounsbury y David Kelley, por su paciencia y su tolerancia durante largas entrevistas
grabadas, a menudo por teléfono a larga distancia. Con su generosidad habitual y
entusiasta, Linda me proporcionó copias de la voluminosa correspondencia cruzada
entre los «Jóvenes Turcos» descritos en el capítulo X.

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Deseo agradecer a Y. V. Knorosov y a sus colegas del Instituto Etnográfico de la
Academia de Ciencias Rusa su cálida hospitalidad, durante la visita que mi esposa y
yo hicimos a San Petersburgo (la entonces Leningrado) en 1989, y en especial a las
jóvenes mayistas Galina Yershova y Ana Alexandrovna Borodatova.
Los primeros capítulos del libro fueron escritos cuando pasaba mi licencia trienal
de Yale en el esplendor neoclásico de la British School de Roma; agradezco a
Richard Hodges, director de la Escuela, y a Valerie Scott, la bibliotecaria, haber
hecho de ello una experiencia de lo más gratifícame. Por sus valiosos comentarios
editoriales, también quiero expresar mi agradecimiento a James Mallory, a Andrew
Robinson y al personal de Thames and Hudson. Para terminar, gracias a todos los
antiguos estudiantes de Yale, en particular a Steve Houston, Karl Taube y Peter
Mathews, quienes me mantuvieron en contacto con gran parte de lo viejo y de lo
nuevo en el mundo del desciframiento maya.

En este libro me he basado en la transcripción ideada originalmente por los frailes


españoles para escribir la lengua maya yucateca en la época colonial y revisada en la
actualidad. Como habrá de apreciarse, esa transcripción difiere un tanto de la
ortografía de mayor orientación lingüística usada por muchos epigrafistas, pero
concuerda con el modo en que aparecen en los mapas modernos los nombres de
lugares y los nombres de sitios arqueológicos.
En general, las vocales se pronuncian como en español. No obstante, u antes de
vocal se pronuncia como la w inglesa; de ese modo, ui suena como we en inglés. La
mayoría de las consonantes tienen los mismos valores que en español. Una de las
excepciones es la c, siempre dura (como la k inglesa), incluso antes de e y de i. Como
en la España del siglo XVI, la x suena como sh en inglés. Además, las lenguas mayas
establecen una importante distinción entre consonantes glotalizadas y no glotalizadas;
las primeras se pronuncian fortis, cerrando la garganta. En la ortografía adoptada
aquí, esas consonantes se escribirían de la manera siguiente:

La pausa glótica (’) también es consonántica y se asemeja a la manera en que un


inglés cockney pronunciaría la tt de little.
En las palabras mayas, el acento casi siempre va en la última sílaba.

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PRÓLOGO
Habían transcurrido 12 ciclos, 18 katunes, 16 tunes, 0 uinales y 16 kines desde el
principio del Gran Ciclo. Era el día 12 Cib 14 Uo y estaba regido por el séptimo
Señor de la Noche. La luna tenía nueve días. Habían pasado precisamente 5101 años
nuestros con 235 días desde la creación de este universo y sólo quedaban 23 años y
22 días por transcurrir para el cataclismo final que lo destruiría. Así lo habrían
calculado los antiguos amanuenses y astrónomos mayas, pues era el día 14 de mayo
de 1989 y estábamos en Leningrado.
«¡Gostini Dvor!». En tanto que la incorpórea voz anunciaba la estación del metro,
las puertas del vagón se abrieron y mi esposa y yo fuimos arrastrados escalera
mecánica arriba, junto con miles de pasajeros madrugadores, hacia los brillantes
rayos del sol de Nevsky Prospekt, la gran avenida y arteria del San Petersburgo
zarista y del Leningrado posrevolucionario. Luego de cruzar los puentes de los
canales Griboyedov y Moika —Pedro el Grande había construido su capital
siguiendo el trazo de se amada Amsterdam—, doblamos a la derecha para atravesar la
enorme estructura del edificio del Estado Mayor General y salimos a la Plaza del
Palacio. Más allá de la columna de granito que conmemora la victoria de Alejandro I
sobre Napoleón se hallaba la inmensa fachada barroca verde y blanca del Palacio de
Invierno, con todo aquel gran espacio que evocaba los terribles acontecimientos que
dieron paso a la Revolución de 1917 y al derrocamiento de los zares. A la izquierda,
con destellos de oro a la luz matutina, se erguía el fino chapitel del Almirantazgo,
celebrado en la poesía de Pushkin.
Tras pasar entre el Palacio de Invierno y el esplendor neoclásico del
Almirantazgo, nos detuvimos en el malecón, mientras el brazo principal del Neva,
con sus agitadas aguas, corría en dirección suroeste hacia el Báltico. Leningrado o
San Petersburgo es una de las pocas grandes ciudades europeas que han conservado
un horizonte bajo, no desfigurado por los horribles rascacielos y las cajas de vidrio
que destruyeron la belleza de capitales como Londres y París, por lo que,
adondequiera que miráramos, había edificios que el propio Pushkin habría
reconocido. Exactamente frente a nosotros se hallaba la Isla Vasilievski, con la vieja
Bolsa de Valores (¡capitalista!) en la punta y la Columna de Rostral, construida de
ladrilló. Pedro el Grande había edificado su gran universidad en el malecón de la isla
sobre el Neva y allí había florecido la ciencia rusa en todo su esplendor.
En el propio muelle, el gran zar reformador había establecido su Kunstkammer,
en lo que hoy es Universitetskaya Naberezhnaya 4, una estructura barroca azul
verdosa algo disparatada, de molduras blancas y campanario, fantasía de principios
del siglo XVIII diseñada por arquitectos italianos para alojar su colección un tanto
siniestra de monstruos, de rarezas y otras desviaciones del mundo de la naturaleza.
Sus curiosidades todavía se exhiben allí, pero actualmente la principal función de la

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Kunstkammer es albergar el Instituto Etnográfico de la Academia de Ciencias.
Allí nos dirigíamos ese día, pues yo era becario visitante de la Academia
Nacional de Ciencias de Estados Unidos en el Instituto. Tras una breve caminata por
el Puente del Palacio, esquivando los tranvías eléctricos, nos encontramos ante la
puerta de entrada. La Kunstkammer tiene tres pisos, dedicados principalmente a
exposiciones arcaicas que incluyen sorprendentes colecciones etnográficas
procedentes de todo el mundo, pero lo que nos interesaba eran las oficinas del
primero, pues en una de ellas trabajaba nuestro principal anfitrión, el doctor Yuri
Valentinovich Knorosov, el hombre que, contra todas las probabilidades, hizo posible
el desciframiento moderno de la escritura jeroglífica maya.
Junto con otros cuatro colegas, nuestro amigo Yuri Valentinovich está afiliado a la
sección norteamericana (Nuevo Mundo) del Instituto, y los cinco investigadores se
hallan alojados en una habitación increíblemente reducida, casi al fondo del pasillo
del primer piso. Adentro, reina un amontonamiento de escritorios, de libros y
artículos, junto a la parafernalia para preparar los interminables tés que constituyen
parte esencial de la vida y la conversación en Rusia. Como en todo el país, el
aislamiento se halla reducido al mínimo. La primera vez que entramos en aquel
retrete, durante una visita privada 20 años atrás, era el mes de enero y, a la luz difusa
de invierno, desde las dos altas ventanas de la habitación, se podía ver el Neva
helado, aunque en aquel entonces el siempre activo samovar había arrojado tanto
vapor contra los vidrios que muy poco quedaba visible.
Durante las décadas que ha ocupado aquella verdadera conejera de etnólogos,
lingüistas y asistentes, Knorosov se las ha arreglado para disponer un rincón
sumamente acogedor, cerca de la ventana del extremo izquierdo. Allí nos reuníamos
diariamente, junto con sus científicas protegidas, Galina Yershova («Galia») y Anna
Alexandrovna Borodatova, a hablar largo y tendido sobre los jeroglíficos mayas y
una multitud de asuntos más.
Ahora permítaseme describir a Yuri Knorosov, pues incluso sus compatriotas lo
consideran algo original. Bajo y delgado, hombre acicalado, casi septuagenario, creo
que el rasgo más conspicuo en él lo constituyen sus extraordinarios ojos: son azul
zafiro oscuro, bajo unas cejas pobladas. Si fuera yo un fisonomista del siglo XIX,
diría que expresan una profunda inteligencia. Arriba de las cejas, su cabello gris acero
está peinado hacia atrás, aunque cuando nos vimos por primera vez, en 1969, lucía
raya en medio y era mucho más oscuro. A pesar de lo que parece ser un ceño casi
perpetuo en su expresión, Yuri Valentinovich posee un sentido del humor irónico casi
travieso y deja que fugaces sonrisas asomen en su rostro, como proverbiales rayos de
sol que se abren paso entre negros nubarrones. Como muchos rusos, Knorosov es
fumador compulsivo y tiene los dedos muy manchados de nicotina; es ésta una
costumbre que compañía con aquella otra gran precursora rusa del desciframiento
maya (aunque naturalizada norteamericana), la finada Tatiana Proskouriakoff. A
diferencia de la mayoría de los adictos al tabaco de mi propio país, Knorosov es

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hombre sumamente considerado y siempre sale a la puerta a disfrutar su tabaco
preferido.
De manera general, vestido siempre conservadoramente de traje marrón cruzado,
camisa blanca y corbata oscura, Yuri Valentinovich tiene una personalidad
impresionante, y con mayor razón para los extranjeros como nosotros, por sus
condecoraciones ganadas en la guerra prendidas a su pecho (deja una de ellas en casa,
dado que lleva la efigie de Stalin, personaje no exactamente muy popular en la Rusia
actual). Algo que no es evidente para quienes sólo lo conocen a través de sus obras es
que Knorosov posee un conocimiento enciclopédico acerca de una multitud de
materias, sobre todo la historia y la arquitectura de San Petersburgo. De acuerdo con
nuestro amigo, casi todo lo que actualmente ocurre en la ciudad, para bien o para mal,
puede atribuirse a Pedro I y a su corrupto paniaguado Menshikov, cuyo espléndido
palacio todavía se yergue por encima del malecón, río abajo. Un día, cuando nos
encontrábamos, como de costumbre, tomando té y comiendo galletas de uno de los
innumerables escondrijos que Knorosov tiene en su rincón, salió a relucir el caso del
capitán Bligh y su asombrosa travesía en bote tras el famoso motín. Knorosov resultó
ser experto en el asunto! Mas, con su innato sentido de lo que es correcto, usa su
conocimiento con moderación, tanto al hablar como al escribir.
Lo que resulta verdaderamente sorprendente es que, hasta la reciente revolución
de Gorbachov, ese hombre nunca vio una ruina maya, ni se paró en las plazas y los
patios de Copán, Tikal, Palenque o Chichén-Itzá; como tampoco locó ninguna
inscripción maya real. Sólo en una ocasión había estado fuera de las fronteras de su
país, lo que ocurrió brevemente durante el verano de 1956, cuando se le permitió
asistir al Congreso de
Americanistas en Copenhague. En la historia del desciframiento, Knorosov ocupa
un lugar junto al gran Jean-François Champollion, el genio francés que «resquebrajó»
la escritura egipcia a principios del siglo XIX. Para apreciar las condiciones en que
trabajan Yuri Valentinovich y sus colegas es necesario verlas, por lo que debemos
damos de santos aquellos que disfrutamos de ventajas como el libre tránsito a
cualquier lugar del mundo, a reuniones e institutos en el extranjero, e incluso de la
disponibilidad de computadoras personales y de copiadoras (la investigación glífica
moderna resulta casi inconcebible sin copiadoras xerográficas, que en Rusia son
prácticamente inexistentes).
Este hombre, Yuri Valentinovich Knorosov, posee claramente un espíritu
habituado a la adversidad: veterano de las terribles batallas de la segunda Guerra
Mundial, su primer artículo precursor sobre el desciframiento apareció el año anterior
a la muerte de Stalin, y gran parte de su trabajo de investigación subsecuente fue
realizada durante la desagradable época de la Guerra Fría bajo Leonid Ilych
Brezhnev: los «años del estancamiento», para valernos de la terminología actual. El
hecho de que, gracias a la sola capacidad del pensamiento, un intelectual esforzado
haya podido penetrar en la estructura mental de un pueblo extraño, que vivió mil años

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antes en las selvas tropicales de una región distante, representa para mí el triunfo del
espíritu humano.
Para aquellos lejanos mayas, la escritura era de origen divino: constituía el don de
Itzamná, la gran divinidad creadora a la que, en vísperas de la Conquista, el pueblo de
Yucatán consideraba el primer sacerdote. Año con año, en el mes de Uo —mismo
mes en que nosotros nos encontrábamos a orillas del Neva— los sacerdotes lo
invocaban sacando sus preciosos libros y desplegándolos sobre renuevos frescos en la
casa del señor del lugar. Se quemaba incienso sagrado o pom al dios, y las tablillas de
madera que formaban las cubiertas de los libros se untaban con pigmento «azul
maya» y agua virgen.
Despidámonos ahora tanto del Neva y de la ciudad de Pedro como del hombre
que contribuyó a develar el secreto de aquellos libros y del don de Itzamná, antes de
que el Gran Ciclo Maya cumpla su inexorable curso, para ver cómo fueron leídos
finalmente por modernos mortales esos caracteres.

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I. LA PALABRA HECHA VISIBLE

LA ESCRITURA es la palabra puesta en forma visible, de tal suerte que cualquier lector
instruido en sus convenciones pueda reconstruir el mensaje oral. Todos los lingüistas
están de acuerdo en ello y lo han estado durante mucho tiempo, pero no siempre fue
así. A principios del Renacimiento, cuando los estudiosos empezaron a interesarse
por estas cuestiones, se propusieron ideas muy distintas, de las cuales la mayoría eran
erróneas en tanto que otras se basaban en un razonamiento sumamente fantástico,
aunque ingenioso. En la historia del desciframiento se ha necesitado mucho tiempo
para aclarar algunos de esos conceptos: las ideas preconcebidas arraigadas pueden ser
defendidas por los sabios y los científicos tan fieramente como un perro defiende un
viejísimo hueso.
Como «palabra visible», la escritura fue inventada hará cosa de 5 000 años por los
sumerios de la baja Mesopotamia y, casi de manera simultánea, por los antiguos
egipcios. Siendo nosotros mismos totalmente dependientes de la escritura, hemos de
decir que ése fue uno de los mayores descubrimientos de todos los tiempos; sir
Edward Tylor (1881: 179), quien virtualmente inventó la antropología moderna a
mediados de la época victoriana, afirmaba que la evolución de la humanidad desde la
«barbarie» basta la «civilización» fue resultado de la capacidad de leer y escribir. Sin
embargo, algunos pensadores del mundo Clásico no estaban tan seguros de que
escribir fuera una bendición tan grande.
Por ejemplo, Platón definitivamente creía que la palabra escrita era inferior a la
hablada. En Fedro (Platón, 1973: 95-99), pone en boca de Sócrates un viejo mito
acerca de la invención de la escritura, junto con la aritmética, la geometría, la
astronomía, para no hablar de «varios juegos de dados y ajedrez», por el dios egipcio
Teut (es decir, Tot). Teut se presentó con sus innovaciones ante Tamus, el rey de
aquel país, y le manifestó que debían darse a conocer a todos los egipcios. Tamus las
fue examinando una por una. Al llegar a la escritura, Teut dijo: «He aquí una
invención, ¡oh rey!, que liará a los egipcios más sabios y ayudará a su memoria. He
descubierto una receta segura para la memoria y la sabiduría». Tamus se mostró
escéptico: «Padre de la escritura, en el entusiasmo de tu descubrimiento, le atribuyes
todo lo contrario de su verdadera función. Aquellos que la conozcan dejarán de

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ejercitar su memoria y serán olvidadizos; se confiarán a la escritura para traer los
recuerdos a su memoria mediante signos externos en vez de fiarse a sus propios
recursos internos. Tú no has descubierto una receta para la memoria, sino para las
reminiscencias». Los hombres recibirán de la escritura mucha información, pero sin
la instrucción adecuada parecerán sabios cuando en realidad serán ignorantes.
En el diálogo de Platón, Sócrates plantea que la escritura no ayudará en la
búsqueda de la verdad. Compara la escritura con la pintura: las pinturas parecen seres
vivientes, pero si se les hace una pregunta, permanecen calladas. Si a las palabras
escritas se les pregunta algo, se obtiene una y otra vez la misma respuesta. La
escritura no distingue entre lectores apropiados e inapropiados: se la puede maltratar
o ultrajar injustamente, pero no puede defenderse. En cambio, las verdades que
encontramos en el arte de la dialéctica pueden defenderse a sí mismas. Por
consiguiente, ¡la palabra hablada es superior a la palabra escrita!
Qué duda cabe de que Sócrates estaba en lo cierto: los pueblos que no saben leer
ni escribir son capaces de asombrosas proezas de memoria, como pueden atestiguarlo
los etnólogos. Largas historias tribales han sido confiadas a la memoria por bardos y
por otros especialistas; basta pensar en La Ilíada y en La Odisea, que verso a verso
eran recitadas con exactitud por bardos griegos en aquella época del oscurantismo en
que se había olvidado la escritura micénica (Lineal B), antes de la aparición del
alfabeto. Yo mismo puedo dar fe de esas proezas de la memoria. Al caer ya cierta fría
tarde, durante el gran rito del Shalako del pueblo zuñi, en Nuevo México, mi amigo
Vincent Scully y yo nos encontrábamos en la Casa del Consejo de los Dioses;
sentados alrededor de las paredes se hallaban los impasibles sacerdotes, cantando el
inmensamente largo Mito de la Creación zuñi, hora tras hora de un zumbido profundo
y unísono, en que no podía haber equivocación en una palabra o una sílaba. Además,
lodo era sin ayuda de ningún texto escrito. Un error en la recitación habría significado
el desastre para la tribu.
Y mi esposa me recuerda que cuando nuestros hijos (los cinco sin excepción)
estaban en primer grado y aprendieron a leer y escribir, perdieron la increíble
capacidad de recordar cosas que tenían cuando eran menores. De ese modo, los
optimistas versos de William Blake en Jerusalem,

… God… in mysterious Sinai’s awful cave


To Man the wond'rous art of writing gave…
(… En una terrible cueva del misterioso Sinaí, Dios
dio al hombre el maravilloso arte de escribir…).

tal vez no se justifiquen cabalmente.

Después de Platón y de la Edad Clásica, los primeros en pensar seriamente en los


sistemas de escritura fueron los humanistas del Renacimiento. Lamentablemente,

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sobre ellos recae la culpa de haber perpetuado las ideas erróneas que han persistido al
respecto desde aquellos días gloriosos.
Los visitantes del centro histórico de Roma tal vez hayan pasado frente a un
curioso aunque encantador monumento de la Piazza della Minerva, que se yergue
frente a la antigua iglesia de Santa María. Diseñado por el gran Bernini en persona, el
monumento consiste de un obelisco egipcio con inscripciones, apoyado en el lomo de
un pequeño elefante un tanto barroco cuyo tronco describe un movimiento de torsión.
En el pedestal que soporta esa extraña combinación hay una leyenda en latín, cuya
traducción reza (Pope, 1975: 30-31):

El saber de Egipto
labrado en figuras en este obelisco
y soportado por un elefante
el más poderoso de los animales
puede ofrecer a quienes lo contemplen
un ejemplo
de cómo la fuerza del espíritu
ha de llevar el peso de a sabiduría.

Ahora bien, a mediados del siglo XVII, cuando el papa Alejandro VII ordenó que esa
singular amalgama de egipcio antiguo y de barroco italiano (el obelisco es en realidad
un monumento del siglo VI a. C., ejecutado en tiempos del faraón Psamético) se
pusiera en aquel sitio, no había nadie en el mundo que en verdad pudiera leer los
extraños signos labrados en las cuatro caras del obelisco. De tal suerte, ¿cómo sabía
el autor de la leyenda que el obelisco trataba de la «sabiduría»?
Para responder a esta pregunta debemos retroceder a la Antigüedad Clásica, cuya
memoria estaba siendo revivida activamente entre los humanistas europeos. Gracias a
los descifradores de comienzos del siglo XIX, y en particular á Champollion, la
escritura egipcia puede leerse ahora casi en su totalidad. Los principios según los
cuales opera son una compleja combinación de signos fonéticos y semánticos
(«significado»), como en todos los Antiguos sistemas de escritura, según hemos de
ver. Debido a la conquista de Egipto por los macedonios y los romanos, y con el
tiempo a la cristianización, tras haber florecido durante más de tres milenios, la
civilización egipcia se extinguió gradualmente, lo mismo que el conocimiento de su
maravilloso sistema de escritura (la última inscripción del sistema data de poco antes
de 400 d. C.).
Con su insaciable curiosidad, los griegos se sintieron fascinados por la
civilización del Nilo. En el siglo v a. C., Herodoto, padre de la antropología y de la
historia, visitó Egipto e interrogó a sus sacerdotes acerca de muchas cosas; sin
ambages —y acertadamente— afirmó que la escritura se usaba sobre todo para
efectuar registros históricos, especialmente hechos reales notables, y que se escribía

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de derecha a izquierda. A medida que la cultura de Egipto decaía ante las embestidas
del mundo Clásico, la información trasmitida por los griegos acerca de la escritura
egipcia tenía cada vez menos sentido. Los griegos tal vez fueron confundidos
deliberadamente por los sacerdotes nativos. Considérese al influyente Diodoro de
Sicilia, quien en el siglo I a. C. sostuvo que «su escritura no funciona uniendo sílabas
para trasmitir un sentido subyacente, sino dibujando objetos cuyo significado se
graba en la memoria». Por ejemplo, la figura de un halcón representaba «cualquier
cosa que ocurre de pronto», un cocodrilo significaba el «mal» y un ojo simbolizaba
tanto «vigilante del cuerpo» como «guardián de la justicia» (Pope, 1975: 17). Muy
lejos estamos de Herodoto.
Fue Horapolo (u Horo Apolo) quien, en el siglo IV d. C., nos legó la palabra
jeroglífico para la escritura egipcia; a decir verdad, pergeñó dos libros sobre el terna,
afirmando que los símbolos grabados en los muros, los obeliscos y otros monumentos
de! Nilo eran «inscripciones sagradas», significado de «jeroglífico» en griego. Si no
fuera porque las explicaciones sin sentido de Horapolo iban a tener eco en los
epigrafistas mayistas del siglo xx, resultarían risibles. Según él, el jeroglífico mandril
puede indicar luna, mundo poblado, escritura, sacerdote y nado. «Para señalar a un
hombre que nunca ha viajado pintaban a un ser humano con cabeza de asno. Pues ese
hombre nunca conoce o escucha los relatos de lo que sucede en el extranjero» (Pope,
1975: 19).
De los Jeroglíficos de Horapolo se publicaron dos ediciones en la Italia del siglo
XVI, que fueron leídas con entusiasmo por humanistas como Atanasio Kircher.
Todavía más influyente en el pensamiento renacentista fue Plotino, el filósofo
religioso de origen egipcio, creador del neoplatonismo en el siglo III d. C. Plotino
admiraba mucho a los egipcios, porque podían expresar directamente en su escritura
aquello que pensaban, sin intervención de «letras, palabras u oraciones». «Cada signo
separado es en sí objeto de conocimiento, objeto de sabiduría, objeto de realidad,
inmediatamente presente» (Pope, 1975: 21). Publicadas en Florencia el ario en que
Colón descubrió el Nuevo Mundo, aquellas ideas habrían de hacer que la visión
renacentista de Egipto surgiera como resorte de la sabiduría: allí estaba un pueblo que
podía expresar a otros lo que pensaba en forma visual, sin intervención del lenguaje.
Aquélla era en verdad la escritura ideográfica.
Ahora bien, Atanasio Kircher (1602-1680) debe hacer una entrada apropiada en
escena, para proclamar su doctrina de la sabiduría jeroglífica.[1] En la actualidad, a
este jesuita alemán dificilmente se le dedica un párrafo en cualquier enciclopedia,
pero fue el más extraordinario polígrafo de su tiempo, reverenciado por príncipes y
papas por igual. Apenas había asunto sobre el que no escribiera, casi no existía
ciencia en la que no hubiera experimentado. Entre sus diversos inventos estaba la
linterna mágica, precursora del cine, y, cuando se necesitaba un surtidor que tocara
música, Kircher era el indicado. Roma, donde enseñaba matemáticas y hebreo, fue su
hogar gran parte de su vida. La Ciudad Eterna del siglo xvii tenía sed de obeliscos

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bajo papas como Sixto V: como parte del reordenamiento general de la capital, se
colocaron estratégicamente obeliscos en los puntos nodales de un nuevo sistema de
avenidas, tanto como en el centro de la gran arcada de Bernini, en San Pedro. Todos
aquellos obeliscos habían sido sacados de Egipto por los antiguos romanos y, en su
mayoría, como el Obelisco de Minerva, estaban cubiertos de los supuestos
«jeroglíficos» de Horapolo.
Kircher afirmaba que podía leerlos y dedicaba un enorme esfuerzo a su estudio y
su publicación. Había leído muy meticulosamente las Fuentes griegas: como era
obvio, aquellos signos jeroglíficos trasmitían directamente el pensamiento. Kircher
aceptaba por completo la necedad neoplatónica de Plotino. La siguiente es su
«lectura» de una cartela real del Obelisco de Minerva, respecto al cual se sabe
actualmente que contiene el nombre y los títulos de Psamtjik (Psamético), faraón
saíta de la Vigésima Sexta Dinastía:

La protección de Osiris contra la violencia de Tilo se debe atraer de acuerdo con los ritos y las ceremonias
adecuados mediante los sacrificios y la invocación de los genios tutelares del triple mundo a fin de
garantizar el gozo de la prosperidad que hábitualmente brinda el Nilo contra la violencia del enemigo Tifo
[Pope, 1975: 31-32],

Las fantasías de desciframiento de Kircher habrían de pasar a la historia como


una reductio ad absurdum del escolasticismo, equivalente en futilidad a los cálculos
del arzobispo de Usher sobre la fecha de la Creación. Según dijo en cierta ocasión el
egiptólogo sir Alan Gardiner (1957: 11-12), esas fantasías «rebasan cualesquier
límites en su locura imaginativa».
Sin embargo, la idea de que los sistemas de escritura no alfabética consistían
principalmente de ideogramas —signos que trasmiten ideas metafísicas pero no sus
sonidos en una lengua particular— habría de tener larga vida, tanto en el Nuevo como
en el Viejo Mundo.
Dícese que incluso un reloj parado está en lo correcto cada doce horas, por lo que
no todos los esfuerzos de nuestro polígrafo se perdieron. Kircher era también
políglota y le fascinaban las lenguas. Una de ellas era el copto, lengua egipcia, tan
«muerta» como el latín, pero que todavía se usaba gracias a la liturgia de la Iglesia
copia cristana de Egipto. Había sido la lengua de los pueblos del Nilo, antes de que el
griego empezara a sustituirla y antes de la invasión árabe del siglo VII d. C. Kircher
fue uno de los estudiosos serios del copio y uno de los primeros en insistir en que
derivaba de la antigua lengua de los faraones. De esa suerte, mientras por una parle
altanaba el camino para el desciframiento, que fue logrado mucho tiempo después por
Champollion, por la otra, por su actitud inflexiblemente intelectualista hacia los
jeroglíficos, Kircher impidió su desciframiento durante casi dos siglos.
Sería un error condenar a Kircher por sus irracionalidades: fue un hombre de su
tiempo. Otros jesuitas volvían de China y describían un tipo de escritura que contenía
decenas de miles de «caracteres» diferentes que expresaban ideas de manera directa

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(a hecho pasado, ahora sabemos que ello dista mucho de ser verdad). Aquello
meramente confirmaba lo que los especialistas inteligentes sabían que era cierto. Lo
mismo hicieron las descripciones esquemáticas de las escrituras jeroglíficas
«mexicanas» que eran llevadas a Europa por misioneros como el jesuíta Joseph de
Acosta.

¿En verdad es posible, como creía Kircher, construir un sistema de escritura con
símbolos que no necesariamente tengan relación con la lengua o con cualquier lengua
en particular? ¿Y que, además, exprese ideas de modo directo? El lingüista británico
Geoffrey Sampson evidentemente lo cree: en su libro Writing Systems (Sampson,
1985: 26-45 y figura 3) divide todas las escrituras posibles en semasiográficas, en
que los símbolos carecen de relación con lo que se habla, y en glotográficas, en que
la escritura refleja una lengua determinada, como el inglés o el chino. Sampson es
casi el único entre los miembros de su profesión en hacer esas aseveraciones respecto
a la «escritura» semasiográfica como sistema completo, dado que sólo puede
proponerla como posibilidad teórica, sin que sea capaz de señalar un ejemplo real de
esa escritura.
Sin embargo, fuerza es admitir que en cualesquier escrituras conocidas, incluso en
las alfabéticas, interviene cierta dosis de semasiografía. Pensemos en el inglés escrito
y en la máquina de escribir electrónica en la cual estoy componiendo este libro. Los
números arábigos 1, 2, 3 y así sucesivamente son constructos matemáticos que se
leen one, two, three en inglés pero uno, due, tre en italiano y ce, ome, yei en náhuatl.
Los numerales de barras y puntos, que se usaron entre los antiguos mayas, zapotecas
y otros pueblos de México y América Central antes de los españoles, también son
semasiográficos (o ideográficos, para valernos de la antigua y confusa terminología).
Pero, ¿hasta dónde se divorcian en realidad de la lengua hablada? Reto a cualquier
angloparlante por nacimiento a que evite pensar en la palabra twelve cuando mire
«12» o a un italiano a que se abstenga de decir dodici cuando se someta a la misma
prueba.
Un lingüista, Archibald Hill (1967), nos dice que «toda escritura representa el
habla, audible o silenciosa, y nunca puede representar ¡deas que todavía no hayan
sido incorporadas al habla». En algunos libros sobre escritura, las convenciones
internacionales para señalamiento carretero con frecuencia se presentan como sistema
«sin lenguaje» que se comunica con los conductores, sin importar su lengua materna,
aunque, a pesar de todo, el conductor «diga» algo mentalmente, como «¡No!»,
cuando se halla a la orilla de la carretera ante un círculo rojo con corte diagonal En
mi máquina de escribir, los símbolos $ y £ están tan relacionados con la lengua como
las secuencias de letras «dólares» y «libras». En cualquier cultura en que esos
pretendidos símbolos o incluso

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Figura 1. El sistema de señalamiento carretero internacional.

dibujos «sin lenguaje» se han usado para la comunicación, su significado todavía


ha de aprenderse por medio de la lengua hablada o escrita. De ese modo, la
semasiografía, «escritura» mediante esos signos, poco o nada tiene que ver con el
origen de la escritura o incluso con su evolución. El paso principal en el desarrollo de
la cultura humana está asociado a la representación de sonidos reales de una lengua
determinada.
No obstante, fuera del señalamiento carretero mencionado, en la historia han
existido algunos sistemas semasiográficos curiosos e interesantes. Todos ellos son
códigos, dependientes de un conjunto específico de signos visuales que han sido
acordados previamente por el codificador y el descodificador. La semimítica señal de
linterna, «uno por tierra, dos por mar», de Paul Revere, para advertir del arribo de los
casacas rojas, constituye un ejemplo sumamente simplificado de esa clase de
providencia. Ciertos sistemas han sido muy complejos, pues ofrecen en el tiempo y
en el espacio un gran volumen de información; la dificultad estriba en que, sin la
clave del código, ríos resulta imposible descifrar ese sistema. Ni siquiera el mejor
criptógrafo podría hacerlo.
Consideremos el famoso quipu del Perú incaico (fig. 2), del que dependía la
administración del Imperio inca (Ascher y Ascher, 1981). Aquella clase de registro
por nudos era determinante para la burocracia imperial, pues el poderoso Estado inca
fue el único en la historia del mundo en carecer de verdadera escritura. Cada quipu
está hecho de cierto número de cuerdas unidas entre sí y codificadas con colores, en
las que a intervalos se practican varios nudos. Indicios internos y estructurales
condujeron a diversos estudiosos del siglo xx a concluir que los nudos y las cuerdas
se ajustaban a un sistema de contabilidad decimal. Es frustrante que no se haya
descubierto nada más sobre ellos, pese a las afirmaciones de pioneros españoles e
informantes nativos acerca de que registraban no sólo censos y dalos económicos,
sino también historia, mitología, astronomía y cosas por el estilo. Como las egipcios
de Platón antes de la invención de la escritura, las memorias de especialistas
adiestrados para recordar todo lo que fuera importante muy probablemente eran
llamadas a entrar en acción en momentos decisivos. Dicho de otro modo, como en
otros sistemas semasiográficos acerca de los cuales tenemos conocimiento, los signos

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visuales eran registros mnemotécnicos o aides-mémoires para estimular los recuerdos
de los tenedores de quipus.
Más complejidad todavía puede encontrarse en una sorprendente escritura
inventada a principios del presente siglo por un hechicero apache de Arizona llamado
Silas John (Basso y Anderson, 1973). Para trasmitir plegarias que recibía en sueños,
ideó una serie de signos que eran pintados en piel de gamo y «leídos» por sus
discípulos; ocioso es

Figura 2. Un contador inca con quipu, según un dibujo de


Guarnan Poma de Ayala.

decir que eran «leídos» en apache, aunque no trasmitían datos fonéticos. Sin
embargo, codificadas en el sistema hay instrucciones detalladas sobre el
comportamiento ritual durante las prácticas, instrucciones que sugieren que otros
sistemas semasiográficos conocidos por arqueólogos y etnólogos tal vez no sean tan
primitivos como algunos han imaginado.
Ahora bien, ¿qué ha sido de la «escritura con imágenes»? ¿No nos hablan las
imágenes «directamente»? ¿No reza el viejo refrán que «una imagen vale por mil
palabras»? Kircher, sus compañeros jesuitas y lodo el mundo intelectual romano de
los siglos XVI y XVII se hallaban profundamente impresionados por los símbolos
pictográficos de aquellos sesudos obeliscos e incluso por los animales, las plantas y
otros objetos que veían delineados en los exóticos libros plegables procedentes de
México y que se habían depositado en la Biblioteca del Vaticano. Era el mundo de la
Contrarreforma, que se tambaleaba ante los ataques lanzados por los teólogos

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protestantes contra la iconografía religiosa y que ansiaba responder. La «escritura con
imágenes» o «pictografía» cobró vida propia que ni siquiera en la actualidad se
extinguiría. Para aquellos pensadores jesuitas, las imágenes eran algo grande y bueno.
Cierto es que las representaciones de objetos del mundo natural definitivamente
entran en algunos sistemas de escritura: hasta nuestro propio alfabeto, que deriva de
los fenicios, está basado en imágenes, como la letra A, que al principio fue una
cabeza de buey, y la N, una serpiente.
Un pequeñisimo porcentaje de caracteres chinos derivan del mundo «real», por
ejemplo, el carácter shan, «montaña», que empezó por representarse como montaña
de tres picos. Las imágenes han sido usadas por los amanuenses de múltiples maneras
para formar escrituras, pero no existe, ni ha existido jamás, un verdadero sistema de
escritura pictográfica. ¿Por qué no? Porque, como lo plantea el lingüista George
Trager (1974: 377), las imágenes por sí solas no pueden pasar la prueba de
representar todas las expresiones posibles de una lengua (inténtese escribir con
imágenes un enunciado como «La metafísica me parece insoportablemente oscura»),
además de que nunca será posible estar seguro de que una imagen es interpretada del
mismo modo (en las mismas palabras) por dos observadores sucesivos.

No podemos hablar verdaderamente de escritura en tanto que no hablemos de la


lengua hablada. Para entender cómo se puede integrar un sistema de escritura de
modo que sea posible escribir cualquier expresión de la lengua, además de leerla sin
demasiada ambigüedad, debemos estudiar cómo funcionan las lenguas habladas.
Uno de los rarísimos honores de mi vida lo tuve cuando estudiaba en una escuela
confesional y gané un premio en religión. Era un libro que todavía atesoro en la
actualidad, titulado The Book of a Thousand. Tongues, publicado por la Sociedad
Bíblica Norteamericana (North, 1939). La obra no sólo enumera y describe todas las
lenguas habladas a las que se ha traducido la Biblia del rey Jacobo, sino que da
ejemplos facsimilares de los primeros versículos del Evangelio según San Marcos,
con la adecuada ortografía impresa. Aquél tal vez haya sido mi primer acercamiento a
algo parecido a un asunto de importancia antropológica y despertó en mí un interés
de toda la vida por las lenguas y las escrituras extranjeras.
Existen mucho más de 1 000 lenguas en el mundo: sin contar los dialectos, la
estimación habitual se sitúa entre 2 500 y 4 000. ¡La torre de Babel era un lugar muy
grande! Para un lingüista, las lenguas son sistemas de comunicación ininteligibles
entre sí. Cada lengua está hecha de dialectos que son mutuamente inteligibles, aunque
a veces con dificultad. Pues bien, la palabra «dialecto» ha sido maltratada gravemente
por la prensa y por el uso popular. El mejor ejemplo al respecto está ligado a las
diversas lenguas que se hablan en China, como el mandarín, el Shanghai y el
cantonés: muy erróneamente se les ha llamado «dialectos». Aun siendo lenguas
vinculadas estrechamente, el mandarín hablado es tan incomprensible para un taxista
de habla cantonesa en Hong Kong corno el holandés lo sería para su correlato en

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Nueva York. Un ejemplo más: durante años, el New York Times insistió en que los
pueblos nativos del Nuevo Mundo, los hopi, los aztecas o los incas, sólo hablaban
«dialectos». Presumiblemente, sus directores creían que los indios americanos eran
incapaces de comunicarse en lenguas tan maduras como las europeas.
Un poco de orden fue impuesto en la torre de Babel por los estudiosos de los
siglos XVIII y XIX, cuando descubrieron que ciertos grupos de lenguas descendían
de un tronco común. Un ejemplo que se da comúnmente es la palabra inglesa father.
En griego se dice pater, en latín pater, en francés pére, en alemán Vater, que
claramente son «cognados» o palabras afines. Por los filólogos hemos sabido, desde
hace más de dos siglos, que la mayoría de las lenguas europeas se remontan a una
sola lengua ancestral; otros descendientes del mismo progenitor antiguo, llamado
«protoindoeuropeo», son el sánscrito, en India, y el persa. No pasó mucho tiempo
antes de que los estudiosos norteamericanos, como el sorprendente John Wesley
Powell, héroe manco de Shiloh y fundador de la Oficina de Etnología Americana de
Estados Unidos, encontraran que las lenguas nativas americanas podían combinarse
similarmente en familias. A manera de ejemplo, se descubrió que el náhuatl formaba
paite de la extensa familia utoazteca, difundida desde Oregón hasta Panamá antes de
la llegada de Colón.
En tanto que los filólogos se ocupaban en clasificar las lenguas en grupos
mayores, los lingüistas las separaban para estudiar su funcionamiento.
En el nivel analítico inferior, una lengua consiste de un conjunto de sonidos; a su
estudio se le llama «fonética» o «fonología», como habrán de recordar los
admiradores del Pigmalión de Bernard Shaw. El fonema se define como la unidad de
sonido más pequeña distintiva en una lengua hablada. Para explicar lo anterior,
tomemos el trillado ejemplo de las tres palabras inglesas pin, bin y spin. La pausa
bilabial o consonante con que empieza pin es claramente diferente de la de bin: una
es sonora y otra no, en tanto que el significado cambia según la que se use. Así, p y b
son fonemas distintos. Por otra parte, la p de spin y la p de pin en realidad suenan un
tanto diferente para un fonólogo avezado; mas, por su distribución, es claro que
varían de acuerdo con su entorno (esto es, los sonidos vecinos) y que, de ese modo,
son miembros de un solo y único fonema.
Las lenguas varían mucho en el número de fonemas que contienen. El profesor
DeFrancis (1989: 9) nos dice que el inglés posee alrededor de 40 y se halla en el nivel
intermedio. En el inferior se encuentran el hawaiano y el japonés, con 20 fonemas
cada uno, mientras que en el superior están algunas lenguas minoritarias del Asia
Sudoricntal, corno el meo blanco, con 80 fonemas (57 consonantes, 15 vocales y 8
tonos).
Como puede Jar fe cualquier persona que haya tenido que aprender latín o
francés, las lenguas no sólo consisten de patrones fonéticos significantes, o
pronunciación, sino que también tienen una gramática: las reglas según las cuales se
unen palabras y enunciados. La morfología trata de la estructura interna de las

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palabras y la sintaxis de las relaciones entre palabras en la estructura de un
enunciado. La unidad con significado más pequeña del habla es el morfema, que
consta de uno o más fonemas. Piénsese en la palabra inglesa incredible: in-, -cred- e -
ible son los morfemas que la constituyen. O bien en la palabra trees, que
morfológicamente puede descomponerse en el sustantivo básico tree y en el plural -s.
En los viejos tiempos en que erróneamente se pensaba que las lenguas habladas
del mundo podían disponerse según cieno orden de desarrollo, desde las «primitivas»
hasta las «civilizadas», los lingüistas empezaron a clasificarlas de acuerdo con su
morfología y su sintaxis. Aunque la idea de que las lenguas podían ubicarse en una
escala evolutiva es una tontería del mismo nivel que la descreditada «ciencia» de la
frenología, esa clasificación sigue siendo útil. Para bien o para mal, las categorías son
las siguientes:
Lenguas aislantes o analíticas son aquellas en que las palabras no pueden
analizarse morfológicamente y en las cuales la estructura del enunciado se expresa
mediante el orden de las palabras, el agrupamiento de éstas y el uso de palabras
gramaticales específicas o partículas. Las lenguas chinas son aislantes, lo mismo que
el vietnamita.
Las lenguas aglutinantes unen, o aglutinan, morfemas sucesivos, cada cual con
una sola función gramatical, en el cuerpo de palabras únicas. Un buen ejemplo de
ellas es el turco, con palabras cada vez más complejas que se forman como un tren en
un patio de ferrocarril a partir de una raíz (la locomotora), seguida de una hilera de
sufijos (los vagones). Por ejemplo, la palabra evlerda, que significa «a las casas», se
puede descomponer en ev, «casa», -ler, el sufijo de plural; y -da, el sufijo de dativo.
El náhuatl, la lingua franca del Imperio azteca, es otra de ese tipo: por ejemplo, la
palabra enunciado nimitztlazohtla, construida a partir de ni-, «yo»; mitz, «tú»
(objeto); tlazohtla, raíz verbal no pluralizada, «amar»: «¡Te amo!». El sumerio, para
el cual se ideó la primera escritura del mundo, era aglutinante.
Las lenguas flexionantes cambian la forma de una palabra para indicar todo tipo
de diferencias gramaticales, como el tiempo, la persona (singular, plural y así
sucesivamente), el género, el modo, la voz y el caso. Las lenguas indoeuropeas suelen
ser sumamente flexionantes, como lo puede atestiguar quienquiera que haya
estudiado latín, con sus casos, sus declinaciones y sus conjugaciones. Entre las
familias lingüísticas del mundo, la indoeuropea es excepcional por el lugar
prominente que concede a las diferencias de género; las lenguas que insisten no sólo
en dar el sexo de aquellos a los que se refieren los pronombres, sirio también en
apiñar todos los nombres en categorías tan irreales como masculino, femenino e
incluso neutro son raras o desconocidas en otras latitudes. El sexismo de ese tipo es
ajeno a las lenguas azteca y maya.
Pocas lenguas encajan a la perfección en cualquiera de esas categorías. En inglés
están representadas las tres. El inglés puede ser aislante por su uso del solo orden de
las palabras para expresar diferencias gramaticales (por ejemplo, John loves Mary y

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Mary loves John); muestra aglutinación en palabras como manliness (man, nombre
primitivo, más -li-, formativo adjetival, más -ness, formativo nominal abstracto); y es
flexionante (como en la formación de los plurales man/men, goose/ geese). Aunque
las lenguas mayas sean predominantemente aglutinantes, exhiben una mezcla similar
de tipos lingüísticos.
Las culturas se copian entre sí y lo mismo hacen las lenguas, por una diversidad
de razones, algunas de las cuales son constrictivas por derecho propio: la mejor de
todas éstas es la conquista. ¿Quién puede olvidar, en Ivanhoe de sir Walter Scott, la
digresión sobre la influencia de palabras francesas agregadas al anglosajón después
de 1066, para formar la lengua inglesa básica? Las palabras pueden copiarse tanto por
emulación como por conquista directa; una ojeada a las secciones de economía,
ciencia y entretenimiento de cualquier periódico italiano bastará para encontrar una
pléyade de palabras tomadas por completo del inglés, como manager, persona!
Computer, stress y lifestyle, todas ellas absorbidas en estructuras sintácticas italianas
perfectamente correctas. A lo largo de los siglos, el propio inglés se ha mantenido
notablemente abierto a ese tipo de adopciones, incluso de las lenguas «muertas» de la
Antigüedad. Otras lenguas son sumamente impermeables a los préstamos léxicos,
sobre todo el chino, que prefiere acuñar palabras nuevas a partir de las viejas, para
aspectos poco comunes o recientes; cuando en China apareció la locomotora de
vapor, se la llamó huo che, o «cano de fuego».
El estudio de las adopciones es una ciencia por derecho propio, por lo demás,
sumamente interesante, pues puede describir los contactos culturales ocurridos en el
pasado, y los lingüistas incluso son capaces de reconstruir en parte las culturas y las
sociedades que incidieron entre sí en épocas remotas. Tanto mejor si las lenguas se
registraron en forma visible. Pero, en ocasiones, lo anterior plantea tanto misterios
como soluciones: en la más antigua de todas las escrituras, la escritura sumeria en
tablillas de barro, ni los nombres de sus ciudades (entre ellas «Ur de los caldeos») ni
la mayoría de las profesiones importantes, practicadas hace casi 30 siglos al sur de
Mesopotamia, están en lengua sumeria o en cualquiera de las lenguas semíticas
rivales, sino en una lengua desconocida. Ello sugiere que los sumerios en realidad no
eran nativos de esa región, sino que habían llegado allí y tomado aquellas palabras de
algún oscuro pueblo que verdaderamente era autóctono del «País de entre los ríos»
(Kramer, 1963: 40-42).

En oposición, por ejemplo, al estudio de los tipos particulares de escritura o de


caligrafía, el estudio acucioso de los sistemas de escritura es relativamente reciente,
como una especie de entenado de la lingüística. Supongo que fue así porque, en el
siglo pasado, simplemente no se conocían, o cuando menos no se entendían,
suficientes escrituras diferentes para hacer comparaciones razonables. Se podría
pensar que los lingüistas debían haberse interesado en escribir antes al respecto, pero
que toda una generación de ellos, sobre todo en Estados Unidos, adoptó el criterio de

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que lo importante era la lengua hablada y no la escrita; las escrituras en realidad no
merecían su atención. Tal vez tenía algo que ver la reconocida falta de
«concordancia» entre el inglés moderno hablado y el escrito. Afortunadamente, las
cosas han cambiado.
Mas hubo otro camino hacia la comprensión avanzada acerca de la escritura: el
evolucionismo. La idea darwiniana de la naturaleza, que gradualmente se impuso en
la ciencia occidental tras la publicación de El origen de las especies en 1859, tuvo
repercusiones en el naciente campo de la antropología, dominado por sir Edward
Tylor y el abogado norteamericano Lewis Henry Morgan, titanes científicos del siglo
XIX. Morgan y Tylor pensaban que todas las sociedades y todas las culturas debían
pasar, como las creaturas y las plantas del mundo natural, por una serie de etapas
ordenadas rígidamente. Éstas empezaban por el «salvajismo» (léase «la caza y la
recolección»), pasaban por la «barbarie» (léase «la agricultura y la cría de animales,
con organización en clanes»), hasta la «civilización» (nosotros, naturalmente, con
organización en Estados o territorios). Algunos pueblos, como los aborígenes de
Australia, todavía están estancados en el «salvajismo», en tanto que otros, como los
indios pueblo del suroeste de Estados Unidos, lo están en la «barbarie», aunque,
dándoles el tiempo suficiente, todos ellos surgirán algún día a nuestro mundo
ilustrado. ¡Qué pagada de sí era la visión victoriana!
Lamentablemente, ese hiperevolucionismo encadenó con sus grilletes teóricos a
toda clase de pensadores que escribieron acerca de la escritura, pese al hecho de que
los propios lingüistas hace tiempo descartaron la venerable idea de las lenguas
«primitivas» contra las «civilizadas». Bajo la influencia tyloriana, el mayista
Sylvanus Morley (1946: 259-260) propuso tres fases evolutivas para el supuesto
desarrollo de la escritura. Fase l: la escritura es pictográfica, estando el objeto o la
idea dados por un dibujo, una pintura o algo por el estilo; la imagen en sí no significa
nada fuera de lo que describe. Fase 2: aparece la escritura ideográfica, en que la idea
o el objeto están dados por algún signo sin semejanza o con sólo una lejana similitud
con ellos; el ejemplo que da Morley es la escritura china, el peor de los que pudo
haber escogido. Fase 3: aparece la escritura fonética, en que los signos pierden toda
semejanza con las imágenes originales de los objetos y únicamente denotan sonidos;
aparecen primero los signos silábicos (Morley adujo otro mal ejemplo, el egipcio) y
después los alfabéticos (el fenicio, el griego). Eso decía Morley.
¡Arriba y adelante! ¡Viva el progreso! Nosotros tenemos escritura fonética y ellos
(todos los salvajes, los bárbaros y los chinos) no. Idea reconfortante e idea que aún
aprisiona el espíritu del siglo xx. Ahora bien, en el esquema anterior hay tantos
errores que es difícil saber por dónde empezar. En primer lugar, ya hemos visto que
no existe nada parecido a un sistema de escritura puramente pictográfico, ni nunca ha
existido, aunque en algunas escrituras se usen imágenes de objetos reales y partes de
ellos. Corno segundo punto, tampoco existe nada que se parezca a una escritura
ideográfica. Y, para terminar, todos los sistemas de escritura conocidos son parcial o

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totalmente fonéticos y expresan los sonidos de una lengua determinada.
Un esquema mucho más desarrollado e informado en el aspecto lingüístico ha
salido de la pluma de Ignace Gelb, cuyo libro A Study of Writing (Gelb, 1952) fue por
mucho tiempo la única obra detallada al respecto. Especialista en lenguas y escrituras
del Cercano Oriente en el Instituto Orientalista de la Universidad de Chicago, Gelb
fue uno de los descifradores de la escritura jeroglífica anatolia («hitita»), lo que
podría abrirle las puertas de cualquier Salón de la Fama Epigráfico. Pero Gelb
también tenía su lado oscuro intelectual. Tan hiperevolucionista como tantos otros, el
esquema de Gelb, a semejanza del de Morley, empieza con ese fuego fatuo de la
«escritura pictórica» y desde ella procede, para pasar por sistemas como el sumerio o
el chino (a los que volveremos ulteriormente), hasta la escritura silábica y el alfabeto.
«La conquista del inundo por el alfabeto» es como Gelb introduce el asunto: hasta los
chinos, con su escritura anticuada y desmañada, algún día tendrán que inclinarse ante
lo inevitable y escribir alfabéticamente.
Habiendo visto a Gelb en una sola ocasión, hace muchos años en los salones del
Instituto Orientalista, en realidad no puedo tacharlo de racista. Sin embargo, de
manera absolutamente definitiva, su libro está contagiado de ese siniestro virus de
nuestro tiempo. Al parecer, le resultaba inconcebible que algún pueblo no blanco
alguna vez hubiera podido inventar por sí solo cualquier tipo de escritura con
contenido fonético. Por una parte, se niega a atribuir a los chinos la invención de su
propia escritura, afirmando, sobre bases totalmente inexistentes, que derivaba de su
querido Cercano Oriente (esto es, de los sumerios); y, por la otra, insiste en que
ningún pueblo del Nuevo Mundo, ni siquiera los mayas, poseían la capacidad
intelectual para escribir fonéticamente, salvo en raras ocasiones para expresar
nombres (como los nombres de lugar de los manuscritos aztecas). Los mayas penden,
en efecto, de las ramas inferiores del árbol de la evolución. Este tipo de actitudes
frenaron el desciframiento de la escritura maya durante casi un siglo.

¿Qué clases de sistemas de escritura se han ideado y cómo funcionan? Dejando a un


lado la semasiografía, de la que ya hemos visto que por sí sola no puede constituir
una escritura explotable, nos quedan sistemas que en realidad expresan las
manifestaciones de una lengua hablada, sea ésta el chino, sea el griego. Esos sistemas
se pueden clasificar en logográficos, silábicos y alfabéticos, como veremos en breve.
Jane Austen escribió alguna vez un libro llamado Sentido y sensibilidad; uno
sobre las escrituras verdaderas del mundo podría llamarse Sentido y sonido. Con
propósitos analíticos, todo sistema de comunicación visual dependiente del habla
posee dos dimensiones: la semántica, dimensión del «sentido» o significado, y la
fonética, dimensión del sonido. Las escrituras varían en el énfasis que ponen en una u
otra de estas di-

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Figura 3. Algunos principios de la escritura cuneiforme sumeria:
a. Uso del principio del rebus para expresar conceptos abstractos;
originalmente, estos signos fueron pictográficos. b. Uso de
complementos fonéticos para expresar palabras sumerias
vinculadas conceptualmente con el logograma ka, «boca».

mensiones. Por ejemplo, las escrituras alfabéticas modernas se inclinan


decididamente hacia lo fonético, pero la forma primitiva de la escritura más antigua
del mundo, la sumeria del sur de Irak, es marcadamente semántica.
El sumerio, que se escribía en tablillas de barro, es logográfico, como el chino y
el egipcio. Esta palabra indica que su elemento semántico se expresa mediante
logogramas, voz que deriva del griego logos, «palabra», y gramma, «algo escrito»;
un logograma es un signo escrito que representa un solo morfema o (rara vez) una
palabra completa. Si los enunciados escritos consistieran sólo de logogramas, cosa
que nunca ocurre, sería semasiografía pura, pero el supuesto lector nunca recibiría el
mensaje de manera correcta. En consecuencia, hará cosa de 5 000 años, un escriba
sumerio dio con una manera de suprimir la ambigüedad inherente a la semasiografía:
decidió complementar los logogramas, o ayudarlos, mediante signos de naturaleza
puramente fonética.
Ahora bien, el sumerio era una lengua marcadamente monosilábica, por lo que
estaba plagada de homónimos o palabras de diferente significado pero de igual
pronunciación. Una vez que el amanuense empezó a usar signos fonéticos para
escribir palabras, también quedó en ellas la posibilidad de confusión. Para resolver el
dilema, complementó aquellos signos con logogramas llamados determinativos, que
son caracteres mudos que indican o determinan el tipo general de fenómeno al que
pertenece la cosa nombrada; lo que equivale a decir que, de todas las cosas que tienen
el sonido x, éste es el específico en la clase de significados y. A manera de ejemplo,
en las tablillas, los nombres de todas las deidades sumerias van acompañados de un
asterisco o de una estrella, lo cual dice al lector que esos nombres son los de algo
sobrenatural.
Un examen de la escritura sumeria muestra que los sistemas logográficos son una
compleja mezcla de logogramas y de signos fonéticos. ¿De dónde sacaron los
escribas estos últimos? Lo hicieron al descubrir el principio del rebus.
¿Qué es un rebus? En el Oxford English Dictionary he descubierto que la palabra

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procede del francés y que en latín originalmente significaba «cosas concernientes».
Alguna vez, en la Picardía francesa, se llevaron a cabo representaciones satíricas
llamadas de rebus quae geruntur, «cosas concernientes que ocurren», que contenían
acertijos en forma de imágenes. Desde hace dos siglos el rebus se ha usado en los
libros infantiles ingleses y norteamericanos para poner a prueba el ingenio. El rebus o
escritura de acertijos se puede apreciar en enunciados como I saw Aunt Rose
expresados mediante las imágenes de un ojo (eye), una sierra (saw), una hormiga
(ant) y una rosa (Rose). Lo que ha ocurrido es que, para algo difícil de representar,
como la esposa de un pariente nuestro, se ha expresado virtualmente una palabra
homónima pero fácil de dibujar del mundo «real», en este caso, una hormiga. Eso es
lo que hicieron los primeros escribas sumerios y lo que han hecho todos los antiguos
escribas de todas las latitudes.
El segundo tipo importante de sistemas de escritura es el silábico. Como algunos
de nosotros podemos recordar cuando evocamos que en la primaria se nos pedía
«decir nuestro nombre sílaba por sílaba», todas las lenguas tienen estructura silábica.
Las más comunes son las combinaciones de consonante seguida de vocal (cv, en
taquigrafía lingüística) y de consonante-vocal-consonante (cvc). Pensemos en la
palabra inglesa syllabary; ésta puede analizarse de acuerdo con una secuencia de
sílabas cv, como sy-lla-ba-ry. La palabra inglesa pin es ejemplo de monosílabo cvc.
En muchas partes del mundo y en diversas épocas se han ideado escrituras puramente
silábicas, en que cada signo representa una sílaba determinada (con frecuencia una
sílaba cv). Hasta el desciframiento de la Lineal B micénica, la más antigua de las
escrituras griegas, el ejemplo más conocido de un silabario completo fue reunido por
el jefe Sequoyah de los indios cherokees, inspirado en parte por la manera alfabética
de leer y escribir de sus vecinos blancos. El sistema de Sequoyah tiene 85 signos y ha
merecido elogios de algunos lingüistas por su exacta representación de la fonología
cherokee; entre los cherokees todavía se usa en periódicos y textos religiosos.
Muchas veces se han inventado silabarios de tipo cv, los más recientes por parte
de misioneros con objeto de escribir lenguas nativas de la Norteamérica septentrional,
como el innuit (esquimal).[2] Algunas lenguas son dóciles a ese tratamiento visual,
otras lo son menos y otras más no o son en absoluto. En la parte superior de la escala
de docilidad está el japonés, con su estructura silábica predominantemente cv (sashi-
mi, Yo-ko-ha-ma, etc.), cuya escritura fue ideada por los japoneses allá por nuestra era
del oscurantismo. En el otro extremo están lenguas como la nuestra, con densos
agrupamientos consonánticos. Por ejemplo, la ciudad de Scranton, Pensilvania,
podría haberse escrito silábicamente como Su-cu-ra-na-to-n(o), suprimiendo la o
final al hablar.
Veamos ahora el tercer sistema de escritura, el alfabético. Teórica, o idealmente,
en las escrituras alfabéticas las expresiones de la lengua se descomponen en fonemas,
las consonantes y vocales individuales que constituyen sus sonidos. Como muchas
otras cosas importantes de nuestra civilización, este sistema fue inventado por los

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griegos: en el siglo IX a. C., ellos adoptaron un sistema fenicio que había sido usado
por estos

Figura 4. El silabario cherokee de Sequoyah.

comerciantes marinos para representar las consonantes Siendo semitas, los


fenicios se habían olvidado de las vocales, pues en las lenguas semíticas (incluso en
el árabe y el hebreo) las consonantes son más importantes que las vocales en la
formación de palabras. Para los griegos, eso no bastaba: ellos debían tener vocales a
fin de hacer comprensible su escritura tanto para el lector como para el escritor, por lo
que se apropiaron de algunas letras fenicias equivalentes a sonidos consonánticos que
faltaban en griego y las hicieron representar vocales (Diringer, 1962: 149-152).
Así nació el alfabeto griego. De los griegos, la escritura alfabética se difundió a
los etruscos y a los romanos de Italia, y luego al resto de Europa y del Mediterráneo.
Con el surgimiento del colonialismo europeo en la era moderna, esa escritura estaba
destinada a extenderse por todo el mundo. Pero esa difícilmente era la «conquista»
que han reivindicado algunos estudiosos: la escritura logográfica sigue teniendo
vigoroso uso entre los chinos y los japoneses, quienes representan una parte
importante de la humanidad.
Un hiperevolucionista como lgnace Gelb veía el alfabeto como pináculo de las
escrituras y no podía entender por qué los chinos se habían aferrado a su engorroso y
anticuado modo de escribir. Sin embargo, ninguna escritura que no sean las
sumamente técnicas inventadas por lingüistas profesionales modernos es perfecta, en
el sentido de que represente todo lo que es importante en la lengua. Lo que se omite
en una escritura con frecuencia puede ser «llenado» por el lector a partir del contexto.
Considérese el ejemplo del inglés escrito; por lo general, éste descuida el énfasis y la
entonación, aun cuando sean sumamente importantes en el habla inglesa. Compárese
«I love you» con «I love you» (y a nadie más) o con «I love you» (yo soy el que te
ama).
Otra característica de la escritura alfabética inglesa, que algunos críticos y

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supuestos reformadores como George Bernard Shaw han considerado una
deficiencia, consiste en que un solo y mismo son ido con frecuencia se representa por
más de una letra o un grupo de letras. Considérese un grupo diferenciado de palabras
con idéntica pronunciación, como wrightt:write:right:rite. Cuando este fenómeno se
presenta en una escritura, los lingüistas lo llaman polivalencia, «valores múltiples»; a
decir verdad, el hecho es sorprendentemente común en los sistemas de escritura del
mundo entero, en los logográficos, los silábicos e incluso en los alfabéticos como el
nuestro.
Logográfico, silábico, alfabético: tales son las tres grandes clases de sistemas de
escritura. Es importante tener presente esta tipología, porque fue entendida
incorrectamente o incomprendida casi por la mayoría de los primeros estudiosos que
trataron de explicar o de descifrar escrituras antiguas. Pretendiendo que los
jeroglíficos egipcios eran «ideográficos», Kircher y sus contemporáneos
confundieron la escritura logográfica con la semasiografía; en tanto que, un siglo
antes, fray Diego de Landa, obispo de Yucatán, se engañó al pensar que la escritura
maya era alfabética y no logográfica. El verdadero desciframiento de estos sistemas
logográficos se produjo sólo cuando se comprendió bien a bien el complejo
entrelazamiento de los elementos semánticos y fonéticos que les son inherentes.

Si Atanasio Kircher tan sólo hubiera recibido algún indicio de la verdadera naturaleza
de la escritura china de parte de sus colegas jesuitas que habían sido misioneros en el
Imperio Celeste, podría haber evitado el «mito de la ideografía» que tanto aprisionó
su espíritu de investigación. Como los jeroglíficos egipcios en los que zozobró su
renombre postumo, la escritura china es logográfica y no «ideográfica» ni alfabética.
Pero los europeos del Renacimiento y de la Ilustración insistieron en considerar el
chino escrito como otra maravilla, como sistema ideográfico, lleno de sabiduría
antigua, que comunicaba ideas de manera directa sin intervención de la lengua.

Figura 5. La formación de los caracteres compuestos chinos. El


determinativo «agua» se ha agregado a un signo fonético.

Porque la escritura china[3] y su derivado el japonés son sistemas vivos de


escritura, de uso cotidiano entre centenares de millones de seres, constituyen
excelentes ejemplos del modo en que operan en la actualidad los principios de la
logografía. En realidad, el chino hablado es un conjunto de lenguas vinculadas
estrechamente, a las que erróneamente se llama «dialectos». Estas lenguas son

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aislantes, con un mínimo de gramática, y las palabras siempre consisten de uno o, a lo
sumo, dos morfemas monosilábicos, a más de partículas morfémicas que en
ocasiones se usan como sufijos. Haciendo juego con cada morfema individual, en el
chino hablado hay un signo escrito o «carácter», de los que existe un gran número.
Como en China los tonos son fonémicos —hay cuatro en mandarín, la lengua de tres
cuartas partes de la población, y nueve en cantonés— existen muchos morfemas que
aparear.
¿Cuántos signos existen? El gran diccionario Kang Hsi, terminado en 1717 d. C.,
tiene no menos de 40 000 caracteres, pero 34 000 de ellos son «deformaciones y
duplicaciones inútiles, creadas por sabios ingeniosos». Si bien los diccionarios chinos
más grandes siguen teniendo 14 000 signos de ésos, en general hay consenso en que
sólo cerca de 4 000 son de uso difundido.
Ahora bien, ¿cómo logran millones de niños chinos archivar en su cerebro tantos
signos diferentes? Después de todo, los angloparlantes que usan alfabeto sólo tienen
que aprender 26 letras. La respuesta radica en el hecho de que el chino, como todas
las demás escrituras logográficas conocidas, en realidad es sumamente fonético; al
mismo tiempo, posee un componente fuertemente semántico.
La gran mayoría de los caracteres se forman combinando un elemento semántico
con uno fonético. El sinólogo John DeFrancis (1989; 99) calcula que, hacia el siglo
XVIII, 97 por ciento eran de este tipo. Tomemos primero los elementos fonéticos.
Éstos constituyen un silabario extenso y en ocasiones inconsistente, en que cada
signo silábico corresponde a un morfema. En un diccionario moderno chino-inglés
hay 895 de esos elementos, que habitualmente ocupan dos terceras partes del lado
derecho o de la parte inferior del carácter. A la izquierda o arriba está un
determinativo semántico mudo (llamado «radical» por los sinólogos). En tanto que el
elemento fonético da el sonido general de la sílaba en chino hablado, el determinativo
(como en sumerio y en egipcio) nos señala la clase general de fenómenos a los que
pertenece lo que se nombra. Hay un determinativo que se aplica a las plantas en
general, otro para Lodo lo asociado con el agua, otro más para cosas hechas de
madera, y así sucesivamente. En total, existen 214 determinativos.
Los demás caracteres son sólo logogramas e incluyen aquellos signos —
originalmente pictóricos, si nos remontamos a principios de la historia del chino— a
partir de los cuales se derivaron los elementos fonéticos mediante el principio del
rebus. Muchos de ellos fueron raspados en los «huesos de oráculo» de la dinastía
Shang, en el alba de la civilización china, y, debido a que representan cosas del
mundo real (el signo de «caballo» semeja un equino, el de «luna» o «mes» una media
luna, y así sucesivamente), se ha supuesto que la escritura se originó en forma
pictórica o de pictogramas. Todo lo contrario: en un principio, los escribas chinos
explotaban esos signos pictóricos por su valor fonético.
Por consiguiente, el sistema es mucho más simple, y mucho más fácil de
aprender, de lo que parece a primera vista. Desde luego, las lenguas chinas han

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cambiado considerablemente durante los muchos siglos transcurridos desde que se
ideó y se elaboró la escritura, y el fonetismo en ocasiones presenta problemas para el
lector moderno; pero, con todo, DeFrancis (1989: 111) estima que si memorizáramos
la pronunciación de esos 895 elementos, en 66 por ciento de los casos sería posible
adivinar el sonido de determinado carácter que podamos encontrar al leer un texto
moderno.

Para un estudiante de civilización maya, resulta todavía más instructivo un análisis de


la escritura japonesa logográfica;[4] por anticipado revelaré aquí que, si bien no existe
ninguna relación posible entre la escritura japonesa y la maya, éstas son
sorprendentemente similares en su estructura.
La influencia china sobre Japón empezó en el siglo v d. C., cuando China era un
imperio y Japón un país de tribus y pequeños señoríos. Los japoneses, antes
analfabetos, empezaron a escribir todos sus documentos políticos y religiosos en
chino, valiéndose de caracteres chinos.

Figura 6. El silabario japonés.

Dado que el japonés hablado carece de todo nexo con el chino —es una lengua
sumamente polisilábica y flexionante—, los escribas de Japón se hallaron ante el
enorme problema de adaptar la escritura extranjera a su propia lengua.
Su solución se logró hará cosa de un milenio, cuando seleccionaron algunas
docenas de logogramas chinos o caracteres basados en sus sonidos y, de acuerdo con
la expresiva frase del lingüista William S.-Y. Wang (1981: 231), «los desnudaron
gráficamente». Esos 46 signos representan 41 sílabas cv y las cinco vocales, por lo
cual constituyen un silabario completo.
Lógicamente, puede pensarse que los japoneses pudieron haber abandonado por
completo los caracteres chinos y escrito todo con su nuevo silabario (llamado kana),
pero el conservadurismo cultural y el enorme prestigio de la cultura china superaron
ese impulso. Los caracteres chinos que se habían usado para escribir morfemas en
chino, algunos de los cuales fueron adoptados al por mayor en la lengua, se
emplearon para escribir morfemas de raíces japonesas con el mismo significado pero
de diferente sonido. No pasó mucho tiempo antes de que se desencadenara la
polivalencia, como ocurre en la actualidad: a menudo se usan diversos caracteres
derivados del chino para representar el mismo sonido y, a veces, un carácter tendrá
tanto una pronunciación china como una japonesa nativa.

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Los signos silábicos japoneses se usan de dos modos: en primer lugar, para
escribir las ocasionalmente largas terminaciones gramaticales que vienen después de
las raíces de palabra (dadas por medio de caracteres chinos), y, en segundo, escritos
con minúscula, junto a los caracteres de raíz, para ayudar al lector en su
pronunciación.
De ese modo, los japoneses lograron deglutir por completo el sistema de escritura
chino y adaptarlo a su lengua sacando de él su propio silabario fonético. En otras
palabras, un silabario efectivamente puede coexistir con logogramas en un sistema de
escritura complejo aunque viable. Lo cual es exactamente lo que habremos de
encontrar inscrito en los monumentos de las ciudades abandonadas de los antiguos
mayas.

Maurice Pope, quien ha escrito los mejores libros generales sobre desciframiento, ha
dicho: «Los desciframientos son, con mucho, los logros más encantadores del saber.
Hay cierto toque de magia en la escritura desconocida, especialmente cuando
proviene del pasado remoto, y una gloria consecuente está destinada a cubrir a la
persona que primero resuelva su misterio» (Pope, 1975: 9). Pero el desciframiento no
sólo es misterio resuelto, sino también clave de un mayor conocimiento, «que abre la
cueva del tesoro de una historia por la que, en incontables siglos, no ha errado ningún
espíritu humano»: poético, pero cierto.
Por extraño que parezca, los criptólogos —creadores y descifradores de códigos
en el mundo del espionaje y la contrainteligencia— han desempeñado un papel
mínimo en los grandes desciframientos de escrituras antiguas. A decir verdad,
recuerdo los anuncios de la prensa norteamericana en el sentido de que el famoso
equipo del coronel William Friedman y su esposa había recibido apoyo de algunas
fundaciones para descifrar la escritura maya. Habiendo ganado los Friedman
merecida fama por descifrar el código naval japonés en vísperas de la guerra,[5] era
conclusión dada por hecho que los antiguos mayas serían cosa fácil para ellos. Nada
resultó de aquel proyecto destinado al fracaso, y los Friedman fueron a la tumba sin
haber descifrado un solo jeroglífico maya.
Hay que ver en el diccionario la definición de criptología para saber por qué esas
personas obtienen malos resultados como descifradores arqueológicos. Basada en las
palabras griegas kryptos, «secreto», y logos, «palabra», la criptología es la ciencia
que trata de las comunicaciones secretas. En una comunicación criptográfica, se
pretende que el mensaje sea ininteligible, y desde el Renacimiento italiano se ha
contado con criptólogos avezados para inventar métodos más y más ingeniosos que
hagan esos mensajes tan ilegibles como sea posible, salvo para quienes cuenten con
claves especiales o libros de códigos. En cambio, muy pocas comunicaciones secretas
pueden encontrarse en el pasado prerrenacentista: los escribas sólo se interesaban en
que sus mensajes fueran legibles y exentos de ambigüedad y, si tenían que
esconderlos, se valían de otros medios para que fueran seguros sus canales de

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comunicación.
Otra razón enteramente distinta para que la criptología haya estado ausente en el
desciframiento es la naturaleza de la materia prima con la que trabaja
tradicionalmente. El «texto llano», para valernos de la jerga adecuada, que ha de
cifrarse o codificarse, suele estar en un lenguaje escrito alfabéticamente (véase, por
ejemplo, la clave de trasposición alfabética usada en El escarabajo de oro de Poe o la
clave de sustitución resuelta por Sherlock Holmes en Los bailarines), en tanto que la
mayoría de las escrituras realmente antiguas no son alfabéticas, sino logográficas,
como los jeroglíficos egipcios, sumerios y anatolios. En el mundo de la telegrafía y la
criptología, para las escrituras logográficas vivas de China y Japón, los caracteres
morfémicos se ponen en grupos cifrados de cuatro dígitos, usando números arábigos
convencionales. Me anticiparé a mí mismo diciendo que ninguno de esos
procedimientos ha funcionado, ni funcionará nunca, con los mayas.

Hemos dejado la escritura de los antiguos egipcios hundida aún en los absurdos de
Atanasio Kircher y sus predecesores. Esta prestigiosa escritura acabó por ser
descifrada en gran parte debido a los trabajos de un hombre, Jean-François
Chainpollion (1790-1 832), quien en el espacio de un lapso increíblemente breve
llevó la civilización del Nilo de la oscuridad a la historia. Sería instructivo ver cómo
ocurrió eso y cómo aquel brillante joven francés superó obstáculos intelectuales y
humanos para lograr finalmente el éxito. Su obra es una lección objetiva sobre el
modo de manejar las cosas correctamente ante un sistema de escritura de cierta
complejidad, lección que los supuestos descifradores de la escritura maya pasaron por
alto (en detrimento propio) durante más de un siglo.
Invertiré la romántica historia habitual de Champollion y la Piedra Roseta
poniendo la carreta antes del caballo: revelaré la solución antes del problema.[6]
Tal como Kircher había supuesto correctamente, el copio es un descendiente muy
tardío de la lengua de los faraones, y ambos se hallan vinculados lejanamente con las
lenguas semíticas del Cercano Oriente y con las camiticas de África. Como en las
semíticas, las consonantes llevan mucho más peso que las vocales en la formación de
palabras, por lo que no es sorprendente que la escritura jeroglífica virtualmente pase
por alto las vocales, según ocurre en las escrituras hebrea y árabe. A decir verdad,
apenas tenemos una idea de lo más esquemática del modo en que sonaban las vocales
en cualesquier palabras escritas egipcias.
La invención de la escritura jeroglífica se produjo en el valle del Nilo alrededor
de 3100 a. C., junto con el surgimiento del Estado, y, al parecer, es contemporánea de
la aparición de la escritura en Mesopotamia. El sistema fue enteramente logográfico
desde un principio y no cambió en su carácter esencial hasta que se extinguió a
principios de la era cristiana. Perduró entonces por espacio de 34 siglos, mucho más
tiempo del que se ha usado el alfabeto y casi tan prolongado como el periodo que
cubre el sistema logográfico chino. Los expositores de las maravillas de la escritura

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alfabética disfrutan denigrando lo desmañado de los jeroglíficos, pero el egiptólogo
John Ray (1986: 316) nos recuerda que el sistema se adapta mucho mejor que el
alfabeto a la estructura de la lengua egipcia: el alfabeto griego se usó para escribir
egipcio en tiempos helénicos y romanos, pero los resultados a menudo son
sumamente difíciles de seguir. Más todavía, aunque la escritura fuera en gran parte
monopolio de los escribas, es mucho más fácil de aprender que, por ejemplo, el
chino.
Existen tres formas de escritura egipcia (Gardiner, 1957: 7-10).[7] Antes que nada,
están los mal llamados (y erróneamente interpretados) «jeroglíficos» mismos, que se
ven la mayoría de las veces en inscripciones públicas y monumentales. Desarrollada
paralelamente a ellos estaba la escritura cursiva, que se usaba sobre todo con
propósitos cotidianos, habitualmente en manuscritos sobre papiro; un tipo se conoce
como hierática, usada principalmente en textos sacerdotales, en tanto que otro,
desarrollado con cierta ulterioridad, es la demótica, escritura popular que se empleaba
en transacciones comerciales. Fuera del aspecto general, no hay diferencia esencial
entre las tres.
Existen alrededor de 2 500 signos individuales en el cuerpo del egipcio, pero sólo
un pequeño porcentaje era de uso común. Los expertos los dividen en fonogramas o
signos que representan fonemas (o grupos de ellos) y en semagramas, signos con
referencia total o parcialmente semántica.
Ahora permítasenos considerar los fonogramas. De ellos, 26 son
monoconsonánticos, por dar el sonido de una sola consonante; son los que
escogeremos ulteriormente en las famosas cartelas reales de la Piedra Roseta. Baste
decir que no se trata de un alfabeto, puesto que faltan las vocales ordinarias; lo que se
tiene son unas cuantas vocales débiles o semiconsonantes como y, pero incluso éstas
son omitidas con frecuencia por el escriba. Aunque Gelb (1952: 79-81) insistía en
que se trataba de un silabario, de acuerdo con sus teorías acerca de la evolución de la
escritura, no sé de ningún egiptólogo que concuerde con él. A ello se agregan 84
signos, cada uno de los cuales expresa dos consonantes, e incluso algunos signos tri y
cuadriconsonánticos. Ahora bien, los escribas egipcios probablemente habrían podido
escribirlo todo usando sólo los signos monoconsonánticos (al igual que lo hicieron
con nombres extranjeros como «Cleopatra» y «Tiberio César» en épocas posteriores);
pero no lo intentaron, como los letrados japoneses tampoco han abandonado los
caracteres chinos por la escritura puramente silábica (kana), salvo para escribir
nombres y palabras extranjeros.
Muchos de los semagramas («signos de significado») en realidad son logogramas,
esto es, las palabras se indican mediante una imagen del objeto que se denota: por
ejemplo, un disco solar es Re’, «el sol» o «el dios Sol»; el dibujo de una casa es pr,
«casa». Colocados con frecuencia tras los signos fonéticos están los determinativos.
Hay alrededor de un centenar de ellos y nos dicen a qué clase de cosas pertenece una
palabra: de ese modo, un dios sedente de perfil indica que a palabra es el nombre de

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una deidad; un rollo de papiro atado, que se trata de una idea abstracta; un círculo
dividido en cuatro cuarteles, que es una ciudad o un país, y así sucesivamente. Como
sus correlatos en chino y en la escritura cuneiforme de Mesopotamia, los
determinativos eran asociaciones mudas de los signos fonéticos hablados. Y,
finalmente, existen pequeñas rayas verticales que desempeñan papeles importantes:
una sola raya bajo un signo significa que se trata de un logograma, dos rayas indican
dualidad y tres que el signo está en plural.
Como en todos los sistemas de ese tipo, hay cierto grado de polivalencia (un
signo puede usarse como fonograma o como semagrama, por ejemplo, el signo de
«ganso», que puede ser el biconsonántico z o el determinativo «ave»), pero la
escritura es sorprendentemente realista y está exenta de ambigüedad. De acuerdo con
estos lineamientos, es de gran ayuda que los signos multiconsonánticos con
frecuencia sean reforzados por complementos fonéticos lomados de la lista
monoconsonántica: por ejemplo, la palabra hetep, «ofrenda», que consiste del signo
para htp más t y p.
De esa suerte, en estructura, una vez más tenemos un complejo duelo que
involucra sonido y significado, como nos ocurrió con las escrituras del Lejano
Oriente. Pero otros factores extralingüísticos desempeñaron alguna función entre los
escribas del Nilo. Las consideraciones caligráficas —en otras palabras, conceptos
sobre la belleza de la escritura— con frecuencia dieron por resultado que se cambiara
el orden acostumbrado de palabras y signos individuales (como nos dice Herodoto, la
escritura solía proceder de derecha a izquierda, pero no lo hacía invariablemente así).
Siempre había una relación íntima entre la imagen y el texto, a un grado único en el
Viejo Mundo. Y los textos públicos, o por lo menos aquellos que aparecen en
monumentos como los obeliscos de granito.

Figura 7. Fonogramas egipcios: signos monoconsonánticos.


Figura 8. Fonogramas egipcios: algunos signos biconsonánticos y
triconsonánticos.

son sorprendentemente concisos en lo que dicen y con frecuencia su mamen le


formulistas. ¡El viajero del Nilo se topa una y otra vez con el equivalente del «Mi

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nombre es Ozymandias, rey de reyes» de Shelley!
Champollion fue todo un Hércules del intelecto. [8] Es asombroso el hecho de que
la mayor parte de su gran desciframiento se realizara en el breve lapso de dos años.
Nacido en Figeac, al sur de Francia, a los 17 años de edad ya era experto en lenguas
orientales, especialmente en copio, y se trasladó a París a perfeccionar su
conocimiento del persa y del árabe. En 1814, cuando apenas tenía 24 años, había
publicado dos volúmenes sobre nombres coptos de lugar en el valle del Nilo, los que,
de paso, nunca vio, sino mucho tiempo después de su gran desciframiento.
A mediados del siglo XVIII, el abate francés J. J. Barthélemy supuso
(correctamente) que los óvalos en forma de cuerda —las llamadas «cartelas»— de los
monumentos egipcios podían contener nombres de reyes,

Figura 9. Cartelas reales de Ptolomeo (arriba) y Cleopatra


(abajo).

pero en aquel entonces no había prueba de ello. Luego, en 1798, el que habría de
ser el pedazo de roca más famoso del mundo, la Piedra Roseta,[9] fue descubierto por
el ejército napoleónico que había entrado en Egipto acompañado de un extraordinario
grupo de científicos. Tenía al frente tres textos paralelos: uno en griego (que entre
otras cosas decía que la inscripción era la misma en los tres textos), otra en demótico
y, en la parte superior, otra más sumamente dañada en jeroglíficos. Inmediatamente se
hicieron copias que circularon entre los estudiosos interesados, asombroso ejemplo de
cooperación científica si consideramos los tiempos turbulentos.
Había empezado la gran carrera del desciframiento, que en ciertos aspectos
recuerda la investigación sumamente competida de los años de 1950 que condujo al
descubrimiento de la doble hélice de la molécula del adn o la carrera a la Luna. De
manera general, se consideró que la inscripción demótica debía ser algún tipo de
alfabeto, en tanto que los jeroglíficos con seguridad eran sólo «simbólicos»: una vez
más, le mano de muerto del pensamiento kircheriano. En 1802, dos connotados
orientalistas, el conde Silvestre de Sacy en Francia y el diplomático sueco Johan
Ákerblad, lograron leer tanto los nombres «Ptolomeo» y «Alejandro» como los
demás nombres y palabras no egipcios del texto demótico. Los Ptolomeos eran
extranjeros, griegos macedonios puestos a cargo de Egipto por Alejandro el Grande,
y el decreto grabado en la Piedra Roseta, según trascendió subsecuentemente, había
sido publicado en 196 a. C. por Ptolomeo V, quien probablemente ni siquiera hablaba

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egipcio.
El siguiente en probar suerte con la Piedra Roseta fue el polígrafo inglés Thomas
Young. Médico y físico, en 1801 Young descubrió tanto la

Figura 10. Cartelas reales de Tutmosis y Ramsés.

causa del astigmatismo como la teoría ondulatoria de la luz. La relación de Young


con la escritura egipcia es una mezcolanza un tanto deprimente de aciertos felices y
errores imperdonables, fuera de que él mismo, como ser humano y estudioso, se
hallaba lejos de ser admirable. Sin embargo, Young se dio cuenta de que el texto
demótico estaba lleno de signos que no podían ser puramente fonéticos o
«alfabéticos», a más de entender que la demótica y la jeroglífica no eran sino dos
formas del mismo sistema de escritura. Además, tomó la lectura de «Ptolomeo» en el
texto demótico y encontró su equivalente en las cartelas de Barthélemy; tal vez
gracias a la diosa Fortuna, tuvo correctos cinco de siete signos monoconsonánticos
(p, t, m, i y s). No obstante, nunca avanzó mucho más allá; hasta su muerte, ocurrida
en 1829, empecinadamente se aferró al error de que, en tanto que los nombres
contenidos en las cartelas eran sin duda alguna fonéticos, el hecho obedecía sólo a
que ése era el modo en que los egipcios escribían los nombres extranjeros: el resto de
los jeroglíficos eran símbolos kircherianos.
Irónicamente, eso era exactamente lo que Champollion creyó alguna vez. Pero, a
partir del bienaventurado año de 1822, empezó a cobrar forma una verdadera
revolución en su modo de pensar. Para entonces, se había publicado en detalle
extenso y exacto una inmensa cantidad de material nuevo, en su mayor parte
procedente de la campaña de Napoleón. Y entonces ocurrió lo siguiente; en enero de
ese año, Champollion vio la copia de un obelisco que había sido llevada a Kingston
Lacy, en Dorset, Inglaterra. La inscripción griega del pedestal en el que alguna vez se
había levantado mostraba que había sido dedicado a Ptolomeo y Cleopatra, y él
pronto encontró «Cleopatra» escrito en signos monoconsonánticos tanto en una de las
cartelas del obelisco como en la Piedra Roseta. Armado con aquellas nuevas lecturas,
Champollion pudo leer entonces un gran número de nombres y títulos posteriores
(incluso los de los emperadores romanos) en otros monumentos, como algunos de los
obeliscos colocados en las plazas de la Roma renacentista.
Mas, ¿qué ocurrió con el Egipto faraónico antes de ser subyugado por los
ejércitos griegos y romanos? Para el 14 de septiembre de 1822. Champollion había

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reconocido los nombres de los antiguos gobernantes Ramsés el Grande y Tutmosis,
ambos escritos fonéticamente. Una vez más, ese año el abate Rémusat publicó el
primer estudio de la escritura china no atiborrado de fantasía intelectual y demostró a
nuestro joven egiptólogo que incluso la escritura china era sumamente fonética en su
estructura misma y no una mera sucesión de «ideogramas». Pensando en ello,
Champollion publicó su inmortal Lettre á M. Dacier, en la que mostraba por qué
había cambiado de parecer acerca de los jeroglíficos de fuera de las cartelas: también
entonces debió ser importante el fonetismo.
El dique intelectual levantado por sus precursores, desde los tiempos
grecorromanos, se había roto. En el término de los dos años siguientes, Champollion
descifró la escritura jeroglífica egipcia. El producto de su destacado intelecto
apareció en 1824: Sumario del sistema jeroglífico de los antiguos egipcios. En sus
aproximadamente 400 páginas y 46 láminas, Champollion demostró: 1) que la
escritura era en gran parte, pero no totalmente, fonética; 2) que podían usarse
ortografías distintas para el mismo sonido (polivalencia); 3) que, con base en la
gramática copta, se podían leer tanto las formas jeroglíficas del masculino, del
femenino y del plural como los pronombres y los adjetivos demostrativos (por
ejemplo, «mi», «su», etc.); 4) la existencia de determinativos, incluso el de ¡os
dioses; 5) los nombres de todas las deidades importantes; y 6) el modo en que los
escribas podían jugar con la escritura dando grafías diferentes al nombre del mismo
dios: unas veces escrito de manera puramente morfémica, otras fonéticamente. Por si
fuera poco, Champollion demostró cómo funcionaban las cartelas reales (cada rey
tenía dos: dé usted una ojeada al obelisco más próximo y verá que así es).
Para que nadie dudara de lo correcto del desciframiento, Champollion mostró un
vaso de alabastro egipcio con una inscripción bilingüe en jeroglíficos y en los signos
cuneiformes de silabario de) antiguo persa, que apenas en fechas recientes se había
descifrado parcialmente; ambas lenguas daban el mismo nombre, Jerjes
(Khschearscha en persa).
No se hicieron esperar las aclamaciones del mundo intelectual, ni tampoco las
habituales tejas. Entre otros, el conde de Sacy y el lingüista Guillermo de Humboldt
no escatimaron elogios. Thomas Young, el amargado que se aferraba todavía a su
insostenible teoría acerca de la naturaleza ideográfica de los jeroglíficos, por una
parte reclamó como suyos os descubrimientos de Champollion y, por la otra, hizo
lodo lo que pudo para desacreditarlos. La murmuración entre los especialistas, la
mayoría de ellos probablemente con la nariz muy deformada por la hazaña intelectual
de Champollion, se prolongó por más de cuatro décadas tras la publicación del
Sumario. Sólo se apagó de una vez para siempre en 1866 con el descubrimiento del
Decreto de Canopo, otro ordenamiento ptolomeico en beneficio propio que confería
honores a Ptolomeo III y a su reina, Berenice. Grabado, como la Piedra Roseta, en
griego, en jeroglíficos y en demótico, el decreto aportaba una excelente prueba de que
Champollion había estado completamente en lo cierto.

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El viejo adagio según el cual los buenos mueren jóvenes encierra una amarga
verdad. Tras tener finalmente la oportunidad de visitar Italia y las ruinas del Nilo,
Champollion sucumbió en 1832 a una serie de fulminantes ataques prematuros, a la
edad de 41 años. Mirándonos desde su retrato ejecutado por Cogniet, parece la
personificación de algún héroe de un relato de Stendhal, su compatriota y
contemporáneo. Lo logrado por Champollion sólo me lleva a lamentar que aquellos
ojos no estudiaran nunca una inscripción jeroglífica maya, pues dudo que, en las
circunstancias adecuadas, esa escritura no le hubiera revelado algunos de sus
secretos. John Lloyd Stephens, descubridor de la civilización maya a principios del
siglo XIX, al contemplar los monumentos derruidos de una de sus ciudades
sepultadas por la selva, se lamentaba: «Ningún Champollion les ha dedicado todavía
las energías de su espíritu estudioso. ¿Quién podrá leerlos?». (Stephens, 1841: I,
160).
Champollion abrió el mundo de los sistemas de escritura logográfica antigua a la
posibilidad del desciframiento. De a mayor importancia para la historia del mundo
occidental fue el desciframiento de los registros cuneiformes del Cercano Oliente,
pues contenían las historias, las religiones y las mitologías de pueblos conocidos por
los hebreos del Antiguo Testamento. La palabra cuneiforme viene del latín cuneus,
«uña», por la forma de los toques en cuña con que los escribas mesopotámicos
imprimían sus tablillas de barro húmedo. El primer paso en el desciframiento se dio
al desentrañar el misterio de un silabario cuneiforme tardío empleado por los escribas
del Imperio persa. Gracias a una inscripción trilingüe que exaltaba las hazañas de
Darío y Jerjes se empezó a descifrar, durante la primera mitad del siglo pasado, la
antigua escritura babilónica, logográfica como todos os demás sistemas antiguos
conocidos.
Ahora bien, los babilonios y los asirios, que también tenían escritura cuneiforme,
eran semitas. Con el correr de! tiempo, se desenterraron tablillas cuneiformes todavía
más antiguas, que demostraban estar en otra lengua totalmente carente de relación,
llamada «sumerio» por los semitas; el sumerio se usó en las ciudades Estado de tipo
sacerdotal del sur de Mesopotamia, de alrededor de 3100 a. C. en adelante, y muchos
estudiosos creen que es la escritura más antigua del mundo.[10] Semejante a todas las
demás escrituras antiguas con respecto al empleo de la conocida transferencia de
rebus para inventar los signos fonéticos, aquellos primeros ejemplos de lenguaje
visual también son aberrantes por otros conceptos: en tanto que en el resto de las
civilizaciones del mundo la escritura se desarrolló como aspecto del poder religioso y
político de la persona real, allí, en los irrigados desiertos del Tigris y del Éufrates, fue
básicamente una forma de contabilidad: era una civilización de contadores.
Los descifradores también han puesto sitio a otras escrituras logográficas,
saliendo unas veces con banderas desplegadas y otras no. En la columna del haber,
uno de los mayores éxitos fue el desciframiento de la llamada jeroglífica hitita (que
en realidad resultó estar en otra lengua indoeuropea, el luviano), la escritura en la que

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los gobernantes de la Edad de Bronce de lo que boy es el centro de Turquía
pregonaban sus hazañas bélicas (Pope, 1975: 136-145 y Hawkins, 1986). Entre las
dos guerras mundiales, y ayudados tanto por el descubrimiento de algunos sellos
bilingües cuneiformes y jeroglíficos corno por la identificación de determinantes de
cosas como «país», «dios» y «rey», un admirable grupo de especialistas de
numerosos países (entre ellos Gelb en Estados Unidos) finalmente pudo leer la
escritura. Ésta consistía de alrededor de 500 signos, de los cuales la mayoría eran
logogramas derivados pictográficamente, y contenía un silabario bastante completo
de 60 signos.
Tras el triunfo de Champollion con el egipcio, el desciframiento más conocido del
mundo fue el anunciado por el joven arquitecto británico Michael Ventris durante una
emisión de radio en 1952. En junio del año siguiente, un artículo de fondo aparecido
en el Times, que llamó la atención del mundo hacia ese descubrimiento, coincidió
significativamente con la conquista del Everest por Hillary y Tensing (Pope, 1975:
159-179 y Chadwick, 1958). La hazaña de Ventris era el desciframiento de la Lineal
B, especie de Everest del espíritu, de haberlo habido alguna vez, hecho todavía más
conmovedor por la intempestiva muerte del brillante descifrador a los 34 años de
edad en un accidente automovilístico. Esa escritura sólo se conoce por registros
económicos grabados en barro y guardados en los archivos de los palacios de la Edad
de Bronce de la Grecia y la Creta micénicas.
Según descubrió Ventris, contra la distinguida opinión de sus mayores y
superiores —e incluso contra su propia inclinación— la Lineal B registra una antigua
forma de griego. Trátase de casi sólo un silabario, primordialmente cv, de 87 signos;
además, hay algunos logogramas pictóricos, como los signos de «caballo» (macho y
hembra), de «trípode», de «barca» y de otras cosas de interés para los contadores
palaciegos. Lo que da a este desciframiento un carácter tan inmediato a nosotros es
que por primera vez podemos leer (por mundanos que sean) los registros de la gente y
de la sociedad de las que se habla en la épica de Homero. Los seres de la. Edad de
Bronce fueron nuestros propios antepasados culturales.
¿Cómo lo logró Ventris? No debe olvidarse que se trata de una escritura casi
completamente fonética —a decir verdad, de un silabario—, de suerte que la
metodología para resolver el enigma no está divorciada por completo de la
criptografía (o, en este caso, de los crucigramas). En un silabario cv —y Ventris tenía
todas las razones para creer que de eso se trataba— cada signo comparte una
consonante con otros signos y su vocal con otros más. Así, Ventris empezó a
construir redes experimentales, con las posibles consonantes enumeradas en la
columna de la izquierda y las vocales en la línea horizontal superior (vamos a ver una
para los mayas páginas adelante en esta obra). Como los silabarios de cualquier
latitud —se nos ocurre pensar en el kana japonés—, para las vocales habrá cinco
signos o cosa por el esLilo, y Ventris podía aventurarse a adivinar con cuál de ellas
había más probabilidad de que empezara una palabra.

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Tenía dos obstáculos: la lengua era desconocida y él carecía de clave bilingüe.
Mas el trabajo previo hecho por otros había demostrado que la lengua tenía que ser
flexionante (como el latín o el griego); los logogramas le daban tanto los significados
de algunas series de signos del silabario como las terminaciones de masculino y
femenino de algunas palabras; era probable que ciertos signos tuvieran los mismos
valores que sus similares en el silabario chipriota mucho más tardío, escritura griega
que se usó muchos siglos después en la isla de Chipre.
Una esclarecedora conjetura condujo a Ventris a la solución: que los nombres de
lugar cretenses aparecerían en las tablillas de Lineal B procedentes del palacio de
Minos en Knossos, y entre ellos el de la propia Knossos. Al aplicar lo anterior a su
red experimental, Ventris encontró que toda la escritura estaba en griego.
Ahora podría plantearse la pregunta: ¿cómo se sabe el tipo de escritura ante la
cual nos encontramos? La respuesta está en el número de caracteres o de signos
individuales de la escritura. Véanse las cantidades para sistemas de escritura
descifrados o ya conocidos:[11]

De ese modo, si una escritura desconocida tiene una lista de signos con un total
de entre 20 y 35, probablemente se trate de un sistema de tipo alfabético; si son entre
40 y 90 signos, hay probabilidad de que estemos ante un silabario «puro»; y si
ascienden a algunos cientos, el sistema seguramente es logográfico. También es
importante el número de signos fonéticos en los sistemas de escritura logográficos: el
sumerio tiene entre 100 y 150 y el egipcio alrededor de 100, pero si el jeroglífico
hitita usa un silabario para su fonetismo, los signos fonéticos ascienden sólo a 60,
dentro de los límites habituales de os silabarios «puros». Y, si DeFrancis está en lo
correcto, aunque el número de signos fonéticos que representan silabas en chino sea
enorme, para escribir nombres extranjeros en periódicos y similares en China sólo se

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explotan 62 caracteres por sus valores fonéticos cv, una vez más dentro de los límites
de los silabarios «puros».
Los pilares fundamentales en que se han apoyado todos los desciframientos
realizados son cinco: 1) La base de datos debe ser lo suficientemente grande, con
muchos textos de longitud adecuada. 2) La lengua debe ser conocida o por lo menos
ser una versión ancestral reconstruida, en vocabulario, gramática y sintaxis; como
mínimo indispensable, deberá conocerse la familia lingüística a la que pertenece la
escritura. 3) Debe haber una inscripción bilingüe de algún tipo, uno de cuyos
miembros esté en algún sistema de escritura conocido. 4) Debe conocerse el contexto
cultural de la escritura, sobre todo las tradiciones y las historias que dan nombres de
lugar, nombres y títulos reales, y así sucesivamente. 5) En cuanto a las escrituras
logográficas, debe haber referencias pictográficas, sean imágenes que acompañen al
texto, sean signos logográficos derivados pictográficamente.
En algunos casos, se pueden dispensar uno o dos de los criterios anteriores, y en
otros no; por ejemplo, Ventris se las arregló muy bien sin inscripción bilingüe (pero la
Lineal B era en gran parte fonética). Ninguna escritura ha sido descifrada, esto es,
traducida realmente, a menos que la propia lengua se conozca y se entienda. Un caso
pertinente es el etrusco, escritura de los habitantes originales del centro de Italia antes
del surgimiento del Estado romano. Existen más de 10 000 inscripciones etruscas,
todas escritas en un alfabeto muy similar al de los antiguos griegos; de esa suerte,
está perfectamente establecida la pronunciación de cada palabra. El problema es que
nadie está muy seguro de lo que dicen esos textos: casi todos son breves y, al parecer,
pertenecen a ritos y creencias funerarias, pero la lengua que registran carece
absolutamente de relación con cualquier otra del mundo y no se ha hablado desde el
principio de la era cristiana. El etrusco se puede leer, pero nunca se ha traducido.
A algunos mozalbetes brillantes que aspiran a secundar a Ventris y Champollion
tal vez les agrade saber que todavía existen alrededor de media docena de escrituras
antiguas sin descifrar. Pero soy pesimista: a menos que aparezca nueva información
sobre ellas, seguirán estándolo durante mucho tiempo más. Tómense como ejemplo
los famosos sellos postales de la civilización del Indo o harapana, en la India de la
Edad de Bronce.[12] Existen varios miles de esos sellos, cada uno de los cuales con la
bella representación de un toro o elefante o algo por el estilo, acompañada de una
breve inscripción. Como la lista de signos asciende a una cifra de varios cientos, debe
tratarse de una escritura logográfica; pero como no existen textos de ninguna
longitud, ni ha aparecido aún ninguna inscripción bilingüe (por ejemplo, cuneiforme
y harapana), y siendo la lengua desconocida (se ha aventurado que es una antigua
forma de las lenguas dravinianas que todavía hablan millones de seres en el sur de
India, pero esto es discutible), el sistema de escritura del Indo no se ha descifrado, a
despecho de todas las afirmaciones en contrario. Británicos, indios, finlandeses, rusos
y norteamericanos, por no hablar de computadoras, han trabajado sin excepción en el
problema, pero «todos los caballos y todos los hombres del rey» han sido inútiles

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para volver a armar este singular rompecabezas.
«¿Quién podrá leerlos?». Buena pregunta la de Stephens: para él, las
inscripciones de los monumentos y las ciudades en minas que, junto

Figura 11. Tablilla Lineal B de Pilos acerca de la vigilancia


costera.

con su artista, Frederick Catherwood, descubrió en 1839-1840, pedían a gritos un


Champollion que las descifrara. Como hemos de ver, cierto tipo de texto bilingüe fue
desenterrado en una biblioteca española y publicado en 1864, doce años después de la
muerte de Stephens. Para 1880 había aparecido un facsímil del más glande de los
libros mayas precolombinos y, a fines del siglo pasado, un numerosísimo cuerpo de
inscripciones en piedra mayas estaba a disposición del mundo especializado, en
fotografías y dibujos. A principios del siglo xx, los mayistas ciertamente sabían de
«su» civilización tanto como Champollion había sabido acerca del antiguo Egipto Y
difícilmente se carecía de imágenes para interpretar los textos mayas.

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De tal suerte, ¿por qué se necesitó tanto tiempo para descifrar los glifos mayas?
¿Por qué hubo tanta salida en falso y tantos rodeos equivocados? ¿Por qué los
supuestos descifradores del maya no prestaron atención a lo que se había hecho en
ese sentido en el Viejo Mundo? Y. claro está, ¿quién respondió al ruego de Stephens y
leyó finalmente la escritura de los antiguos mayas?

Figura 12. Mapa de los grupos lingüísticos mayas.

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II. LOS SEÑORES DE LA SELVA

COMO han sido subcensados sistemáticamente por los gobiernos actuales, nadie sabe
con precisión cuántos indios mayas existen, pero en el sureste de México y en
Guatemala, Belice y Honduras viven por lo menos cuatro millones. Desde la
Conquista española de principios del siglo XVI, los mayas han sido objeto de
furiosos ataques físicos y culturales de la población europea y europeizada de esos
países, a los cuales ellos han respondido de diversos modos: unas veces, como los
«primitivos» lacandones de Chiapas, huyendo a las intrincadas selvas. Pero incluso
las propias selvas son derribadas por las fuerzas del progreso a un ritmo vertiginoso y
las aplanadoras, las modernas carreteras, los hoteles, los condominios y cosas por el
estilo transforman los antiguos modos de vida mayas a una velocidad que no podía
haberse predicho hace medio siglo. Entretanto, en las tierras altas de Guatemala se
escenifica una tragedia todavía peor, porque las poblaciones indígenas son
desarraigadas y desmoralizadas por un programa de exterminio sistemático que
desarrolla toda una sucesión de regímenes militares.
Creadores de una de las civilizaciones más admirables que el mundo haya
conocido, hoy los mayas se ven reducidos a lo que algunos antropólogos
condescienden en llamar «cultura popular», con poca o ninguna voz en su propio
destino. ¿Cuántos turistas de vacaciones que visitan las gloriosas ruinas de Yucatán
están conscientes de que la ley mexicana prohíbe la enseñanza de la lengua maya
yucateca en las escuelas, la lengua del pueblo que erigió esas pirámides? El mundo
moderno ha sido traspasado por las nuevas demandas de nacionalidades oprimidas
para ocupar un sitio bajo el sol, pero poco o nada se dice de los millones y millones
de indígenas, la gente del «Cuarto Mundo» latinoamericano. ¿Cuántos jetes de Estado
de esos países tienen sangre «india» de la que puedan hablar? ¿Y cuándo se ha oído
jamás alguna lengua nativa americana en las salas de las Naciones Unidas? La
respuesta es «ninguno».

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Figura 13. Clasificación y profundidad temporal de las lenguas
mayas.

y «nunca». Ninguna conquista imperial fue nunca tan total ni ningún pueblo tan
destrozado.
Pero no siempre fue así.
La civilización maya se hallaba en su apogeo cuando Carlomagno fue coronado
emperador por el Papa en San Pedro, en Roma, la Navidad del año 800: diseminadas
por todas las tierras bajas selváticas de la península de Yucatán había más de una
docena de brillantes ciudades Estado, con grandes poblaciones, altas pirámides y
refinadas cortes reales. Las artes, el estudio de la ciencia y, sobre lodo, la escritura
florecían bajo los auspicios reales. Los matemáticos y los astrónomos mayas
observaban el cielo y seguían la pista a los planetas que se desplazaban contra un tras
fondo de estrellas en la noche tropical. Los amanuenses reales —adoradores de los
dioses gemelos Mono-Hombre— lo anotaban todo en sus libros de papel de corteza e
inscribían las hazañas de sus reyes, sus reinas y sus príncipes en los monumentos y
los muros pétreos de sus templos y sus palacios.
Hasta los imperios más poderosos tienen su época y acaban por sucumbir, para
aguardar la resurrección gracias a la pala del arqueólogo. No transcurrió mucho
tiempo después de 800 sin que las cosas empezaran a desmoronarse para los antiguos
mayas que habían disfrutado de seis siglos de prosperidad durante la era del
oscurantismo europeo, y sin que una ciudad tras otra fueran abandonadas a la selva

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invasora. Luego se produjo un breve resurgimiento final de la cultura de las tierras
bajas, al norte de Yucatán, al que habría de seguir el postrer cataclismo producido por
manos de los extranjeros blancos del otro lado del mar.
En la actualidad se hablan alrededor de 30 lenguas mayas, algunas de las cuales
tan íntimamente vinculadas entre sí como, por ejemplo, el holandés lo está al inglés y
otras tan alejadas unas de otras como el inglés del francés.[13]
Así como el rastro de las lenguas diseminadas de Europa a Persia e India se puede
seguir hasta un mismo antecesor protoindoeuropeo, los lingüistas también pueden
retroceder al nebuloso pasado en busca de un predecesor común. Reconstruido como
protomaya, éste se habló tanto como 4 000 años atrás, tal vez en las montañas del
noroeste de Guatemala, aunque nadie sepa exactamente dónde. Al paso del tiempo,
los dialectos pertenecientes a la lengua ur se diferenciaron para constituirse en
lenguas independientes. Una de ellas fue la forma ancestral del yucateco, aún lengua
materna de cientos de miles de seres en la península de Yucatán. Otro grupo incluía
tanto al antecesor del tzeltal y del tzotzil como del cholano (lenguas aquéllas que
todavía podemos oír en los mercados y las plazas de las grandes poblaciones de las
tierras altas de Chiapas).
En la actualidad sabemos que el cholano es para los textos inscritos de las
ciudades mayas Clásicas lo que el copto fue para las inscripciones jeroglíficas del
antiguo Egipto. Las tres lenguas cholanas que sobreviven hoy en día —el chol, el
chontal y el chortí— aún se hablan en los alrededores de las ruinas de ciudades mayas
Clásicas (el chol en Palenque, al oeste, y el chortí cerca de Copán, al este, hecho que
condujo al finado sir Eric Thompson (1950: 16) a sugerir hace algunos años que los
textos Clásicos estaban en alguna forma de cholano. El tiempo le dio la razón en este
importantísimo aspecto.
Pero no debemos pasar por alto el yucateco. En las grandes ciudades mayas de la
península, al norte de los cholanos, probablemente todos, desde los campesinos más
bajos hasta los grandes príncipes, hablaban yucateco, y tres de los cuatro libros de
jeroglíficos que todavía se conservan están en esa lengua (pese al hecho de que la
influencia cholana se pueda detectar en la obra que se guarda en la Biblioteca Estatal
de Dresde, Alemania). Como sabemos por la compleja experiencia étnica de Europa,
las fronteras lingüísticas no son totalmente impermeables; a decir verdad, son como
cedazos y las palabras adoptadas pasan de un lugar a otro. Baste decir al respecto que
se tienen muchos indicios de que ese intercambio de vocabulario existió por lo menos
desde un milenio antes de la Conquista española, indicios que derivan de la avanzada
situación del desciframiento maya (Campbell, 1984: 7-11).
No hay que olvidar que todas las distintas lenguas mayas que se hablan en la
actualidad son productos finales modernos de la evolución lingüística y han estado
sujetos a diversos grados de «imperialismo lingüístico» por parte de la cultura
hispánica dominante desde la Conquista. Para dar sólo un triste ejemplo, en Yucatán
muy pocos mayas pueden contar en su propia lengua más allá del cinco: un pueblo

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que alguna vez piído contar en maya hasta millones se ha visto reducido a usar sobre
todo números en español.
Sabemos mucho más acerca de las lenguas mayas de lo que Champollion, por
ejemplo, supo nunca del copto y del egipcio. En realidad, como gran ayuda para los
descifradores, técnicas sumamente complejas permiten a los lingüistas reconstruir
con cierta confiabilidad el vocabulario, la gramática y la sintaxis de la lengua
protocholana que se habló en ciudades como Tikal, Palenque y Yaxchilán (Kaufman
y Norman, 1984).
Sólo un optimista nato podría decir que las lenguas mayas son fáciles de
aprender; podrán serlo para un crío maya, mas para los que fuimos educados en
lenguas europeas (incluso el propio ruso) resultan arduas. Basta escuchar a las
placeras de Mérida, capital de Yucatán, o de alguna población al pie de los volcanes
de Guatemala, para darnos cuenta de que el maya es muy distinto de lo que
aprendimos en la escuela.
En primer lugar, son lenguas que no suenan a nada de lo que hayamas oído con
anterioridad. Distinguen de manera importante entre consonantes glotalizadas y no
glotalizadas. Éstas se pronuncian «normalmente» como lo hacemos nosotros, pero,
cuando hay pausa glotalizada, la garganta se aprieta y el sonido se emite como leve
explosión. Decimos que la glotalización es fonémica porque produce cambios en el
significado de las palabras Compárense, por ejemplo, los siguientes pares de palabras
en maya yucateco:

Algo más que nos parece desconocido es la pausa glótica, fonémicamente


significativa en maya aunque se suela pasar por alto en textos de la época colonial
(supongo que porque los nativos sabían cuándo usarla en tanto que a los españoles no
les importaba). Trátase de un estrangulamiento de la garganta o glotis, que los
angloparlantes usan al principio de una palabra como apple o en la exclamación uh-
oh! Los lingüistas la escriben con un apóstrofo o con un signo de interrogación sin
punto. Considérese este enunciado en yucateco: b’ey tu hadzahile’exo’ob’o», «así es
que os golpearon [a vosotros]»: la x se pronuncia como nuestra sh-, con lo cual se
tendrá una idea de cómo suena una lengua que debe haber exigido esfuerzo de
comprensión y de pronunciación a la habilidad de los primeros frailes españoles.
Por si la fonología no fuera ya suficientemente difícil, está la gramática, que no
tiene la menor semejanza con nada con lo cual tuvimos que lidiar cuando aprendimos
latín antiguo, griego o cualquiera de las lenguas europeas modernas. Nos hallamos
totalmente en otro mundo, con diferente disposición de espíritu.[14]
En las lenguas mayas, las raíces son abrumadoramente monosilábicas, con un

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patrón dominante cvc (consonante-vocal-consonante), pero éstas son declinadas en
alto grado y a ellas se agregan partículas especiales. En consecuencia, las palabras
suelen ser polisintéticas, y expresan a menudo en una palabra lo que en inglés
exigiría todo un enunciado.
Junto con lenguas absolutamente desvinculadas y dispersas como el vasco, el
esquimal, el tibetano y el georgiano, las lenguas mayas son ergativas, término
lingüístico especializado que significa que el sujeto de un verbo transitivo (el que no
tiene objeto; «dormir» es intransitivo) y el objeto de uno transitivo (como «golpear»)
tienen el mismo caso o que, tratándose de pronombres, son los mismos. En maya hay
dos grupos de pronombres, a los que llamaremos Grupo A y Grupo B. En maya
yucateco éstos son

Ø, de paso, significa «nada».


Los verbos transitivos toman los afijos del Grupo A como sujetos y los del Grupo
B como objetos. Para verbos intransitivos, como «dormir», se usa un pronombre del
Grupo B como sujeto. Y, para confundirle las cosas al estudiante neófito, los
pronombres del Grupo A se usan para los poseedores de algo. Yo tendría que usar la
misma u- de 3a. persona del singular para «él» en «él lo golpeó» y para «su» en «su
libro»; con ulterioridad volveremos a ello al abordar los glifos mayas.
No obstante, si la acción descrita en el enunciado todavía no ha concluido,
¡aparece como sujeto un pronombre del Grupo A! Lo cual plantea el problema de los
tiempos: en realidad no existen en las lenguas mayas como el yucateco o, por lo
menos, no hay pasado, presente ni futuro como los que conocemos. En su lugar,
existen palabras o partículas de aspecto e inflexiones; éstas indican si una acción ha
concluido o no, si apenas empieza o está por concluir o si lleva rato en desarrollo.
Como adverbios, se sitúan frente a los verbos y los rigen. Para hablar de hechos
pasados, hay que diferenciar el pasado remoto del pasado más reciente; y cuando se
trata del futuro, la palabra de aspecto particular que debe usarse depende de cuán
seguro sea que ocurrirá algo: existe el futuro indefinido «caminaré», el futuro
definido «voy a caminar» y el futuro declarativo indubitable «caminaré».
En maya simplemente no es posible usar un verbo imperfectivo (refiriéndose a
acciones o hechos pasados, presentes o futuros que no han concluido) sin poner un
adverbio de fecha o de aspecto temporal enfrente. Los mayas son, y siempre lo han
sido, muy, muy especiales respecto al tiempo, mucho más que nosotros, y ello lo
veremos en los elaborados armazones cronológicos en los que se insertan todos sus
textos, incluso aquellos escritos en alfabeto español durante la época colonial.

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Para dar una idea de cómo se aplican los principios anteriores a la acción verbal,
aparecen en seguida algunos ejemplos de enunciados en yucateco. Para empezar, el
siguiente es un enunciado con verbo transítivo:

tu hadz-ah-o’on-o’ob, «ellos nos golpearon» (en pasado)


t, aspecto terminativo, verbo transitivo
u-… -o’ob, «ellos» (Grupo A) hadz, «golpear» (nótese la dz glotalizada)
-ah, sufijo perfectivo
-o’on, «nos» (Grupo B)

Y uno más:

taan in-hadz-ic-ech, «yo estoy golpeándote»


taan, aspecto durativo
in-, «yo» (Grupo A) hadz, «golpear»
-ic, sufijo verbal imperfectivo
-ech, «te» (objeto, pronombre del Grupo B)

Y, finalmente, un enunciado con verbo intransitivo:

h ueen-en, «yo dormí»


h, aspecto terminativo, verbo intransitivo
ueen, «dormir»
-en, «yo» (Grupo B)

¿Recuerdan el posesivo?

in hu’un, «mi libro»


in, «mi» (Grupo A)
hu’un, «libro»

No sólo el tiempo desempeña una función decisiva en las construcciones verbales


mayas, sino que también existe toda una clase de intransitivos que describen la
posición y la forma de un objeto o de una persona en el espacio; por ejemplo, hay
distintos términos para decir «tendido de bruces» y «tendido de espaldas». Estos
«posicionales», como se les llama, poseen sus propios sufijos de inflexión.
Como angloparlantes, damos por sentado que se puede hablar, por ejemplo, de
«cuatro pájaros» o de «veinticinco libros», pero este tipo de construcción numérica es
imposible en las lenguas mayas: entre el número y lo que se cuenta debe haber un

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clasificador numérico, que describe la clase a la que pertenece el objeto, el animal, la
planta o la cosa. Esta forma de construcción se vislumbra cuando hablamos de
«bandadas de gansos» o de «una arrogancia de leones», pero esto es pálido atisbo en
comparación con la riqueza de los clasificadores mayas. Los diccionarios yucatecos
coloniales enumeran docenas de ellos, pero sólo un puñado sigue usándose en el
Yucatán actual, aunque deban interponerse incluso cuando el propio número pueda
estar en español. [15] Si veo tres caballos en una pradera, tendría que contarlos como
ox-tul tzimin (ox, «tres»; -tul, clasificador para cosas animadas; tzimin, «caballo» o
«tapir»). Sin embargo, si hubiera tres piedras en la misma pradera, tendida que decir
ox-p'el tunich (ox, «tres»; -p'el, clasificador para cosas inanimadas; tunich, «piedra»).
Hasta el presente siglo, cuando se perdió tanto del antiguo sistema, los mayas
contaban vigesimal y no decimalmente, como lo hacernos nosotros (aunque
conservemos vestigios de ello en expresiones arcaicas como three score and ten por
«setenta»). Pero, al fin y al cabo, fisiológicamente tenemos 20 dedos y no sólo diez,
por lo que la dimensión humana está muy presente en el sistema maya. Por medio de
este sistema, los mayas podían contar elevadísimas cantidades, de millones, cuando
era necesario.
Comparado con las lenguas de la familia indoeuropea, el maya es bastante
desatento al género; en realidad no existen construcciones masculinas, femeninas o
neutras en casi toda la gramática. Un solo y único pronombre se usa para «él», «ella»
y «ello». Sin embargo, los nombres de persona masculinos y femeninos y los
nombres de oficio con frecuencia llevan como prefijos partículas especiales que
indican el sexo. En yucateco, existen ah para los hombres e ix para las mujeres. De
ese modo, en nuestras primeras fuentes coloniales encontramos ah dzib,
«amanuense» (=“el de la escritura») e Ix Cheel, la deidad madre (=“Señora
Arcoiris»).
A una lengua no le basta con tener gramática, sino que también debe contar con
una sintaxis, para que las palabras se puedan hilvanar en enunciados. Cada lengua del
mundo tiene su propio orden terminológico característico. Para los antiguos egipcios,
el orden de un enunciado con verbo transitivo habría sido verbo-sujeto-objeto, o vso,
de modo que, para expresar un enunciado que en inglés sería «El escriba conoce al
consejo», un habitante del Nilo habría tenido que decir «conoce el escriba al
consejo». Nosotros usaríamos la construcción svo para ello. Pero las lenguas mayas
por lo general usan el orden verbo-objeto-sujeto o vos («conoce al consejo el
escriba»); más todavía, con verbos intransitivos que no aceptan objeto, corno en «el
señor está sentado», el verbo también precede al sujeto.
Dado que existen gramáticas y diccionarios para las treinta y tantas lenguas
mayas (y, para el yucateco, una media docena de diccionarios importantes de todas
las épocas a partir de la Conquista), habría sido de esperar que los primeros aspirantes
a descifradores de la escritura jeroglífica maya desplegaran algún esfuerzo, como lo
hizo Champollion con el copto y el egipcio, para adentrarse en una o más de las

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lenguas mayas. Me gustaría decir que así fue, pero no es lo que ocurrió. Por increíble
que parezca, hasta hace alrededor de dos décadas la escritura maya era el único
desciframiento para el que no se consideraba necesaria una base sólida de la lengua
pertinente: todavía hay algunos «expertos» en la materia, ocultos en los polvosos
retiros de los departamentos de antropología, con una idea de lo más nebulosa del
maya como lengua hablada (y muy escasa del español, si se me apura).
A su debido tiempo veremos las consecuencias de esa ignorancia.

Descrita memorablemente en alguna ocasión como un «verde pulgar que se proyecta


hacia el golfo de México», la península de Yucatán es una tabla caliza de escasa
altura que surgió en épocas geológicas recientes de las aguas del mar Caribe. Su
mitad norte es extraordinariamente plana, estando el único relieve topográfico
representado por la cordillera Puuc, unas colinas bajas dispuestas en forma de V
invertida a través de los límites entre los estados mexicanos de Yucatán y Campeche.
La península está horadada por cuevas y pozos (llamados cenotes, del maya dzonot)
que otrora fueron casi la única fuente de agua potable en el Área Maya del Norte.
Al sur, la tierra es más elevada y el relieve más pronunciado. Trátase del Área
Maya Central (o de las tierras bajas mayas del sur), en cuyo centro se encuentra el
departamento del Peten, al norte de Guatemala, corazón geográfico y cultural de la
civilización maya Clásica. Al este del Petén, en Belice, se localizan las
impresionantes Montañas Mayas, fuente del granito usado por los antiguos mayas del
Área Central para los metates en que se molía el maíz. En contraste con el norte de la
península, aquí hay muchos ríos, sobre todo el caudaloso Usumacinta (y sus afluentes
como el de la Pasión), que corre allende innumerables ruinas de ciudades mayas en su
curso hacia el golfo de México, y los ríos Belice y Nuevo, que desembocan en el
Caribe.
Un viajero que, desde el Petén, se dirigiera a pie hacia el sur, en algún momento
encontraría el terreno kárstico de la región de Verapaz, increí-

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Figura 14. Mapa del área maya con los sitios principales.

blemente llagoso, de enormes cuevas, una de las cuales, cercana al poblado de


Chamá, era considerada la entrada a Xibalbá, el Inframundo maya. Dejando atrás esta
región, subiría pronunciadamente a las tierras altas de Guatemala y del vecino
Chiapas: un paisaje sorprendentemente hermoso de picos volcánicos tan
perfectamente cónicos como el Fujiyama, cada uno de los cuales consagrado a los
dioses del pueblo maya quiché que gobernaba aquí antes de la Conquista española.
En estas tierras alias relativamente frescas existen muchos grandes valles, en especial
uno montado en la cresta divisoria continental, que en la actualidad abriga a la
moderna capital de Guatemala, y la enorme caldera volcánica que contiene las aguas
azul zafiro del lago Atitlán, de márgenes salpicadas de pintorescos poblados mayas.
Al sur y al suroeste de las tierras altas está la llanura costera del Pacífico, región
calurosa como homo, de sinuosos ríos, feraces tierras de aluvión y costa bordeada de
lagunas y manglares. Esta zona (agrupada por los arqueólogos junto con las tierras
altas en el Área Maya del Sur) nunca fue muy maya: a decir verdad, las lenguas que
antaño se hablaron allí en gran parte no fueron mayas. Pero la región contribuyó de
manera decisiva al desarrollo de la naciente civilización de los mayas del norte y del
noreste, sobre todo en la creación del calendario sagrado y en la iconografía religiosa
y civil.
Basta bajar del avión en el aeropuerto de Mérida, la principal ciudad de Yucatán,

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para saber que se está en el trópico: viniendo del norte, el primer paso afuera se siente
a veces como si se abriera la puerta de un sauna. Localizándose el reino maya
enteramente al sur del trópico de Cáncer, pero muy al norte del ecuador, hay dos
estaciones claramente marcadas (desde luego, ¡en ninguna de ellas nieva!). La
temporada de secas dura de fines de noviembre a mediados o fines de mayo, meses
durante los cuales llueve muy pocas veces, sobre todo en la mitad norte de la
península y en el Área Maya del Sur. Luego, al tocar a su fin el mes de mayo, nubes
de tormenta empiezan a aglomerarse por las tardes y se inician las lluvias
torrenciales: la voz de Chao, dios de la lluvia, se oye por toda la comarca. A
mediados del verano, los chubascos menguan un poco, para reanudarse en serio hasta
que terminan en noviembre.
Durante aquellos seis meses húmedos del año toda la vida de los mayas y su
propia civilización estaban en manos de los dioses, pues de esas lluvias dependía el
sembrador de maíz maya. El pueblo maya era tan esclavo de las pesadas nubes de
tormenta estivales como los egipcios de la crecida y del descenso del Nilo.
Hace un cuarto de siglo, antes de que tanto se talara para explotación maderera y
para ganadería, una densa selva tropical cubría gran parte del sur de las tierras bajas
mayas, donde la precipitación es abundante.
A medida que se avanza hacia el norte por la llanura yucateca, el clima es más
seco y la cubierta selvática se toma baja y achaparrada, tirando habitualmente los
árboles sus hojas en el clímax de la temporada de secas. En mitad de la selva tropical
hay extensas manchas de sabana herbáceas, a menudo quemadas de manera
deliberada por los mayas para atraer animales de caza como el venado, que acude a
mordisquear los renuevos tiernos que brotan en las cenizas. Durante muchos siglos,
los cultivadores de maíz mayas, como los agricultores de las tierras cálidas de todo el
mundo, paradójicamente se han enfrentado a la selva destruyéndola de manera
temporal. El campesino maya escoge un pedazo de selva durante la temporada de
secas y lo limpia, valiéndose en la actualidad de implementos de acero como el
machete, aunque en el pasado empleaba sólo hachas de pedernal estallado y afilado.
A fines de abril, o en mayo, cuando las temperaturas durante el día alcanzan un
máximo insoportable, el campesino (invariablemente un hombre) prende fuego a los
árboles y matorrales caídos ya secos; el cielo se Loma amarillo oscuro por el humo de
miles de esos incendios y el sol se vuelve un disco anaranjado desvaído. Entonces,
poco antes de que empiecen las lluvias, toma su palo de sembrar y su portagranos de
calabazo y planta su maíz, sus frijoles y otras simientes en hoyos practicados a través
de la capa de ceniza. Con suerte, y de acuerdo con la benevolencia del «Padre Chac»,
empezará a llover y germinarán las si mientes.
Nuestro campesino puede plantar de nuevo usando la misma parcela, o milpa,
pero en el espacio de sólo unos años la fertilidad del suelo empieza a menguar (el
maíz es capataz inflexible) y la hierba se amontona alrededor de las plantas tiernas.
Es hora de abandonar aquella parcela y de limpiar una nueva. Este tipo de cultivo

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cambiante, o «agricul tura de milpa», predomina actualmente en cualquier parte de
las tierras bajas en que haya campesinos, y los arqueólogos han creído por más de un
siglo que era la única clase de agricultura que conocían los mayas. De estar en lo
cierto, las poblaciones de las tierras bajas no pueden haber sido entonces muy
numerosas, pues se necesita mucha tierra para mantener a una familia campesina.
Pero, gracias al reconocimiento aéreo moderno y a las técnicas de sensibilidad
remota de espacio y tiempo, ahora conocemos un uso más intensivo de la tierra,
practicado incluso antes del principio de la era cristiana (Turner, 1978). Llamado
«agricultura de campo elevado», involucraba el cultivo de pantanos de las tierras
bajas, de otro modo inservibles, desaguándolos mediante canales. A lo largo y atrás
de éstos, se disponían terrenos rectangulares elevados, que constituían huertos
permanentes mantenidos húmedos todo el año por acción capilar, que hacía subir el
agua a la superficie desde los canales adyacentes. En aquellas áreas favorables a este
tipo de técnicas, los rendimientos de las cosechas seguramente eran mucho mayores
que en el caso de la agricultura de milpa y el asentamiento podía ser muy estable,
dado que las mismas parcelas se podían usar de manera indefinida. Todo lo anterior
cambia el panorama: es probable que las densidades poblacionales de los antiguos
mayas no fueran bajas en absoluto, sino muy altas.
¿Qué cultivaban y qué comían? Todos los indicios apuntan hacia la abrumadora
importancia del maíz que, de acuerdo con las pruebas de polen Fosilizado, ha existido
en las tierras bajas por lo menos desde 3000 a. C., y del cual derivaban los mayas de
todos los estratos sociales el grueso de su sustento. Esto era lo que se me enseñaba en
Harvard en la década de 1950, pero, hará cosa de 20 años, estuvo de moda que los
estudiantes graduados destacados se mofaran del maíz como producto principal de los
mayas, presentando pretensiones insustanciales en el sentido de que los antiguos
mayas dependían más de las semillas del ramón (que en la actualidad sólo se comen
corno último recurso en caso de hambre) y de varios cultivos de tubérculos. Yo nunca
lo acepté, ni tampoco algunos de mis colegas más conservadores, y me da gusto que
la más novedosa de las pruebas químicas —la medición de relaciones de isótopos de
carbón estable en huesos arqueológicos de la pequeña ciudad maya Clásica de Altún
Ha, en Belice— demuestre de manera concluyente que los habitantes de las ciudades
se alimentaban sobre todo de maíz (White y Schwarz, 1989).
Por tanto, no es sorprendente que el joven Dios del Maíz, junto con Chac, sea
ubicuo en la iconografía maya, no sólo en los libros que se conservan, sino también
en la escultura de grandes ciudades como Copán y en la cerámica funeraria. Nadie ha
dado todavía con ningún dios del ramón, por no hablar de alguna deidad de las
cosechas de tubérculos.
La dieta de los mayas era rica en alimentos vegetales: maíz ingerido en forma de
tamales y tal vez de tortillas (aunque no existan muchos indicios de la época Clásica
al respecto): frijol, calabaza y calabacete, chile y tomate, junto con un sinnúmero de
otras cosechas y de plantas silvestres. Dado que los únicos animales domésticos eran

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el perro (usado de alimento tanto como en la caza), el pavo y la abeja sin aguijón, los
animales de caza como el venado, las pacas, los pecaríes, las aves silvestres y el
pescado desempeñaban un papel importante en la cocina.
Aunque con frecuencia se exprese visualmente de la manera más imaginativa e
incluso fantástica, el mundo de la naturaleza en las tierras bajas mayas entra en casi
todos los aspectos de la iconografía religiosa y civil de ese pueblo. El jaguar, el más
grande de los felinos de piel manchada del mundo, era literalmente «el rey de la
selva», peligroso para los humanos y, como nosotros, en lo alto de su propia cadena
alimentaria particular. Su piel era el símbolo mismo de la realeza y las dinastías
mayas se enorgullecían de atribuirse afinidad con el temible carnívoro; al mismo
tiempo, siendo cazador nocturno, el jaguar estaba vinculado íntimamente con
Xibalbá, el Inframundo maya.
Pero una multitud de otras formas de vida también calaban en la cultura maya;
entre ellas estaban los locuaces monos araña y los ruidosos monos aulladores, que se
desplazaban en negras cuadrillas a través de la cubierta selvática; guacamayos
escarlata de resplandecientes rojos, azules y amarillos; y el quetzal, habitante de los
bosques coronados de nubes, al sur del Petén, cuyas plumas iridiscentes verde
doradas de la cola eran codiciadas para tocados y capas reales. El mundo de los
reptiles era omnipresente, encamado por cocodrilos y caimanes, habitantes de los
lentos sistemas fluviales; por iguanas y por serpientes como la boa constrictor y la
venenosa víbora nauyaca.

Entusiasmados por su materia, los mayistas pueden olvidar que la cultura que
estudian formaba parte de un patrón o modo de vida más extenso al que se denomina
«mesoamericano». Definida de manera general, Mesoamérica abarca la parte de
México y de la vecina América Central que era civilizada al ocurrir la Conquista
española. Cubre la mayor parte del centro, del sur y del sureste de México
(incluyendo la península de Yucatán), Guatemala, Belice y las porciones más
occidentales de Honduras y El Salvador. Dentro de sus fronteras se hablaban, y se
hablan, muchas lenguas, entre ellas, desde luego, las de la familia maya, y se puede
encontrar casi todo tipo de entorno: desiertos, volcanes cubiertos de nieve, valles
templados, tierras bajas tropicales, pantanos poblados de manglares, etcétera.
Sin embargo, dentro de ese parloteo de lenguas y ese paisaje variado hay ciertos
rasgos culturales comunes. Todos aquellos pueblos fueron agrícolas, cultivaban el
maíz, el frijol, la calabaza y el chile; lodos vivían en aldeas, en poblados y en
ciudades y comerciaban en grandes y complejos mercados; y todos tenían libros
(aunque sólo los zapotecas de Oaxaca, los mayas y tal vez los pueblos de Veracruz
tuvieron verdadera escritura). Lo más importante quizás era que todos tenían una
religión panteísta que, sin ser uniforme por doquiera, poseía elementos significativos
en común, como un calendario sagrado basado en un ciclo de 260 días y la creencia
de que era absolutamente necesario derramar sangre humana —sea la propia, sea la

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de los cautivos— para honrar a los dioses y los antepasados.
En un extremo de la cronología mesoamericana están los aztecas y su poderoso
Imperio, el más conocido de todos, dado que su civilización fue destruida —y
documentada— por los conquistadores españoles. La lengua de su Imperio (que
incidió en el maya, pero nunca lo absorbió) fue el náhuatl, una lengua aglutinante
afortunadamente libre de las complejidades que hacen a las lenguas mayas tan
difíciles; la suya era la lingua franca de la mayor parte de la Mesoamérica no maya,
usada por comerciantes y burócratas por igual.
¿Qué hay, entonces, en el otro extremo, en la parte inicial de la cronología? La
arqueología ha tenido que andar largo camino para responder a esta pregunta, pero
antes es necesario mostrar el modo en que esa estructura temporal fue dividida en
segmentos por los arqueólogos. He aquí el esquema aceptado en general (basado en
parte en fechas de carbono radiactivo y en parte en el calendario maya):
Periodo Paleoindio (20000?-8000 a. C.). En esta era remota (Pleistoceno Tardío o
Edad de Hielo), cazadores y recolectores de origen siberiano poblaron el Nuevo
Mundo y Mesoamérica. Grandes animales de caza como el mamut y los caballos
cimarrones erraban por el continente.
Periodo Arcaico (8000-2000 a. C.). En Mesoamérica, pequeños grupos de indios
empezaron a dedicarse a sembrar semillas de plantas y no a la sola recolección. La
selección cultural dio por resultado la domesticación de casi todas las plantas
alimenticias, sobre todo el maíz; y ello condujo a la creación de las primeras aldeas
permanentes del Periodo, junto con las artes de la vida sedentaria como la cerámica y
el tejido en telares.
Periodo Preclásico (o Formativo) (2000 a. C. -250 d. C.). Considerado alguna
vez como una especie de «neolítico» del Nuevo Mundo, con el desarrollo
generalizado de aldeas campesinas y cultos de fertilidad simples basados en figurillas
de barro femeninas, en la actualidad sabemos que la civilización mesoamericana
arraigó primero en este marco temporal, primeramente con los olmecas y luego con
los zapotecas y los mayas.
Periodo Clásico (250-900 d. C.). Es considerado la Edad de Oro de la cultura
mesoamericana, dominada por la gran ciudad de Teotihuacán, en la Altiplanicie
Central mexicana, y por las ciudades mayas surorientales. En realidad, quedaría
mejor definido como el periodo durante el cual los mayas grabaron y erigieron
monumentos fechados en su sistema de Cuenta Larga.
Periodo Posclásico (900-1521 d. C.). Época considerada militarista que siguió a
la caída de la civilización maya Clásica y se caracterizó por el dominio tolteca hasta
los alrededores de 1200 y luego por el del Imperio azteca, que cubrió casi toda la
Mesoamérica extramaya. Las culturas posclásicas, sobra decir, se extinguieron con el
dominio español.
Todavía no se sabe con exactitud cuándo fueron ocupadas por primera vez las
tierras altas y bajas mayas, pero en los valles montañosos de Guatemala se han

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encontrado sitios de pequeños campamentos de cazadores primitivos y por todo
Belice se diseminan asentamientos arcaicos (y probablemente se descubrirían por
todas las tierras altas, si se supiera lo que se busca) (MacNeish, Wilkerson y Nelken-
Tumer, 1980). Como las herramientas de pedernal estallado no hablan, no hay modo
de estar seguros de que aquellos seres hablaran maya o no, pero es posible que así
fuera. Ciertamente, alrededor de 1000 a. C., cuando las poblaciones nacientes que
habitaban en aldeas sedentarias e incluso en pequeñas ciudades se diseminaron por
doquiera, alguna forma de maya ur debe haberse difundido por toda el área.
El origen de la civilización maya Clásica debe buscarse en el Preclásico. Desde la
primera mitad del presente siglo, los arqueólogos mayas —un hatajo de jingoístas—
han adoptado un criterio totalmente mayacéntrico de la historia cultural
mesoamericana: «sus» queridos mayas fueron los primeros en domesticar el maíz, los
que inventaron el calendario mesoamericano, los que dieron las luces de la
civilización a todos los demás. Lo anterior es comparable con la idea geocéntrica
precopernicana del Sistema Solar. En este caso, el papel iconoclasta de Copérnico y
Galileo fue adoptado por los precursores de la arqueología olmeca, como Matthew
Stirling, de la Institución Smithsoniana, y el artista arqueólogo mexicano Miguel
Covarrubias. En los años treinta y cuarenta, encontraron sepultada en la llanura
costera de Veracruz y Tabasco una civilización mucho más antigua, capaz de esculpir
y desplazar colosales cabezas de muchas toneladas (los retratos de sus gobernantes),
de dar forma a magníficas figurillas, máscaras y placas de jade azul verdoso e,
incluso, en el desarrollo olmeca tardío, a una escritura y al calendario «maya» (Coe,
1968).
Cuando se publicaron los primeros informes sobre esta venerable cultura, la
reacción de la comunidad mayista varió de la indiferencia a la hostilidad categórica.
El ataque contra la pretendida antigüedad de la cultura olmeca fue encabezado por
Eric Thompson (1941), el formidable «cerebro» de origen inglés del programa maya
de la Institución Carnegie de Washington. Ya oiremos algo más acerca de él
ulteriormente.
Sin embargo, para consternación de los «búfalos mayas» (expresión de Matt
Stirling), las fechas de carbono radiactivo correspondientes a sitios olmecas como La
Venta demostraron que este pueblo era incluso más antiguo de lo que Stirling y sus
colegas habían supuesto: en centros realmente antiguos como San Lorenzo, un
enorme sitio que yo excavé en la década de 1960, la cultura olmeca, completa, con
pesados monumentos de piedra y construcción de pirámides, se hallaba en pleno
florecimiento hacia 1200 a. C., alrededor de un milenio antes de que cualquier cosa
que pudiera llamarse civilización surgiera en las selvas tropicales de las tierras bajas
mayas (Coe y Diehl, 1980). Aunque los búfalos mayas todavía libren una lucha de
retaguardia, la mayoría de los mesoamericanistas abrigan pocas dudas de que —con
su extraño estilo artístico, su religión panteísta enfocada en hombres jaguares y otras
creaturas híbridas, tanto como en programas de edificación ceremonial— los olmecas

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sean los primeros en reunir lo que conocemos como cultura mesoamericana.
Los olmecas (nombre que, entre paréntesis, les fue dado por los arqueólogos: no
sabemos cómo se llamaban a sí mismos) no estaban solos como constructores de
cultura a mediados del Preclásico. Alrededor de 600 a. C., tanto en Monte Albán,
ciudadela en la cima de las montañas del Valle de Oaxaca, como en sus alrededores,
los gobernantes zapotecas empezaron a erigir monumentos para conmemorar sus
victorias sobre jefes rivales; en ellas se muestra no sólo a sus infortunados cautivos
después de ser torturados y sacrificados, sino que se presentan los nombre de los jefes
muertos, los nombres de sus territorios y Ja fecha en que fueron vencidos o
ejecutados (Marcus, 1983). Entonces, fueron los zapotecas, y no los mayas o los
olmecas, quienes inventaron la escritura en Mesoamérica.
Detengámonos un momento en el sistema calendárico usado en Monte Albán y,
subsecuentemente, en todo el sureste de Mesoamérica. La base de ese calendario era
la cuenta sagrada de 260 días, resultado de la interminable permuta de 13 números
con una secuencia rígida de 20 nombres de días. Para los números se usan barras y
puntos, correspondiendo un punto a «uno» y una barra a «cinco» (de modo que el
número «seis» sería una barra y un punto; el «trece», dos barras y tres puntos). Hay
muchas especulaciones acerca del origen de ese periodo (por ejemplo, se aproxima a
los nueve meses de la gestación humana) (Earle y Snow, 1985), pero hoy en día
cualquiera puede visitar pueblos mayas de las tierras altas de Guatemala, donde los
sacerdotes encargados del calendario todavía pueden dar la fecha correcta en la
cuenta de 260 días: en más de 25 siglos no se ha deslizado un solo día. Ahora bien,
hágase esa cuenta contra los 365 días del año solar y se obtendrá la Rueda
Calendárica de 52 años, equivalente mesoamericano de nuestro siglo.
De uno u otro modo, la Rueda Calendárica se difundió de las tierras altas de habla
zapoteca a los olmecas tardíos de la costa del Golfo y entre los pueblos de los
confines occidental y suroccidental del reino maya (véase Coe, 1976). Dentro de ese
amplio arco, un proceso todavía más extraordinario tuvo lugar en el último siglo
antes de Cristo, hacia fines de Preclásico. Se trata de la aparición del más típico de
todos los rasgos mayas, el calendario de Cuenta Larga, entre pueblos para los cuales
el maya probablemente era (en el mejor de los casos) una lengua

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Figura 15. La cuenta de 260 días maya, en la que 13 números se
entreveran con 20 nombres de días.

extranjera. A diferencia de las fechas de la Rueda Calendárica, que sólo se fijan


den. ro de un ciclo interminable de 52 años y que, de ese modo, recurren una vez
cada 52 años, las fechas de Cuenta Larga se dan en una cuenta de día en día, que
empezó en el año 3114 a. C. y terminará (¡tal vez con una detonación!) en 2012 d. C.
Inmediatamente después de la civilización olmeca, que había declinado hasta ser
irreconocible después del siglo v a. C., una multitud de señoríos surgieron en la
llanura costera del Pacifico, en Chiapas y Guatemala, tanto como en el área situada al
occidente de la ciudad de Guatemala, todos los cuales honraban a sus gobernantes y a
sus dioses erigiendo monumentos de piedra plana (que los arqueólogos llaman
estelas) con «altares» zoomorfos al frente. Al estilo artístico complejo y narrativo que
aparece en esas piedras se le denomina «Izapa», por el enorme sitio de Izapa, situado
cerca de la frontera de Chiapas con Guatemala. Lo importante es que varios de
aquellos señoríos poseían una forma de escritura (en gran parte ilegible) y con el
tiempo algunos llegaron a registrar hechos importantes, no sólo con fechas de Rueda
Calendárica, sino también con Cuenta Larga.
Al paso del tiempo, y de acuerdo con nuestra información arqueológica todavía
escasa, los mayas de las tierras bajas selváticas del Petén y de Yucatán adoptaron
aquel modo de vida no igualitario en grado sumo, de tal suerte que hacia la época, de
Cristo hubo poblaciones e incluso ciudades gobernadas por dinastías reales en toda la
región. En contraste con sus contemporáneos de las tierras altas y de la llanura
costera del Pacífico, los primeros arquitectos mayas dispusieron de un suministro
inagotable de piedra caliza y de mortero de cal para trabajar, de modo que era
obligada la arquitectura de piedra: en vez de los montículos de tierra rematados por
superestructuras perecederas con techo de paja, grandes templos-pirámide de
mampostería se irguieron al cielo, soportando templos superiores de piedra caliza con
reducidas habitaciones construidas de acuerdo con el principio del arco saledizo.
Nunca se podrá conocer toda la envergadura de aquellos programas de
construcción del Preclásico Tardío, dado que en cualquier sitio maya específico las
edificaciones primitivas habitualmente están cubiertas por elevadas construcciones

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del Periodo Clásico. Los arqueólogos han tenido la suerte de hallar algunos sitios en
donde no existe ocupación Clásica, y más suerte aún de encontrar la extensa ciudad
de El Mirador, en el extremo norte del Petén, que pertenece casi por entero al
Preclásico Tardío (Matheny, 1986). Este gigante del Nuevo Mundo antiguo posee
templos-pirámide que alcanzan una altura de más de 70 metros sobre el suelo de la
selva, con enormes grupos arquitectónicos comunicados por medio de calzadas.
Todas esas construcciones estaban recubiertas de estuco blanco y pintadas,
habitualmente de rojo oscuro; y aquí, como en otros sitios del Preclásico Tardío,
mascarones de estuco gigantescos de los grandes dioses mayas (sobre todo, la
maligna deidad-pájaro conocida por los mayas quiché ulteriores como Vucub Caquix)
flanquean las escalinatas que suben a lo alto de las pirámides (Coe, 1989: 162-164).
En efecto, cuanto más sabemos acerca del Preclásico Tardío de las tierras bajas
mayas, más «clásico» nos parece. ¿Cuándo empieza entonces el Clásico? De manera
completamente arbitraria, lo empezamos con el primer monumento maya que tiene
fecha de Cuenta Larga contemporánea (y no retrospectiva). Se trata de una estela de
piedra caliza rota que fue hallada por una investigación de la Universidad de
Pensilvania en Tikal, en el corazón del Petén. Por un lado está un gobernante maya de
ricos atavíos, literalmente festoneado de ornamentos de jade, en tanto que por el otro
hay una fecha de Cuenta Larga correspondiente a un día del año 2. 92 d. C.[16]
Veintidós años después, una dinastía subsecuente de Tikal aparece en la Placa de
Leyden, una pieza de jade hallada en un contexto del Posclásico Tardío en un
montículo cercano a la costa del Caribe. En ¡a actualidad sabemos que la placa
registra el ascenso al trono de un gobernante, al que se representa muy típicamente
con el pie sobre un cautivo de aspecto lastimero, tema éste que se repetirá una y otra
vez entre los belicosos mayas Clásicos.
Aun cuando la fecha de arranque del Clásico se redondee en 250 d. C.,
actualmente parece que muchos de los elementos que conforman la civilización maya
Clásica ya están presentes para entonces: ciudades de mampostería de piedra caliza
gobernadas por una elite, monumentos de piedra labrados para celebrar las hazañas
de los gobernantes, pródigas tumbas reales bajo las subestructuras de los templos, por
lo menos algunos elementos del calendario (en especial la Rueda Calendárica de 52
años), comercio extensivo de artículos de lujo y, lo más importante de todo (desde
nuestro punto de vista), la escritura.
Demos un salto al frente y supongamos (correctamente) que ahora es posible leer
la mayoría de las inscripciones mayas Clásicas; cómo se logró será asunto de los
siguientes capítulos. Supongo que, una vez más, ello equivale a poner la carreta antes
del caballo, pero nos permite hallarle sentido a lo que han producido décadas de
investigación arqueológica intensiva y extensiva en las tierras bajas mayas.
La civilización maya Clásica floreció durante alrededor de seis siglos, en
términos del Viejo Mundo, más o menos desde el reinado del emperador romano
Diocleciano, formidable hacedor de mártires cristianos, hasta el rey Alfredo de

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Wessex, vencedor de los daneses. El profeta Mahorna fue contemporáneo de la
transición del Clásico Temprano al Clásico Tardío mayas; cuando huyó de La Meca a
Medina, marcando el principio de la era islámica, Pacal o «Escudo», el gran
gobernante maya de Palenque, había ocupado el trono por espacio de ocho años.
A diferencia de los imperios del Viejo Mundo, entre los mayas Clásicos nunca
hubo ninguna organización imperial ni ninguna hegemonía absoluta de alguna ciudad
sobre as demás. Antes bien, las tierras bajas estaban organizadas en una serie de
pequeñas ciudades Estado, por lo menos 25 de ellas en el siglo VIII, durante el
apogeo del Clásico. La distancia de cualquier capital determinada a su frontera con
otro Estado rara vez era de más de un día de camino. Algunas ciudades eran más
grandes que otras y ciertamente tenían mayor influencia en el desarrollo de la cultura
maya: desde luego, Tikal, gigante entre los centros mayas, Copán al este, Palenque al
oeste y Calakmul al norte del Peten se encontraban dentro de esa categoría; y
probablemente también las ciudades muy tardías de Uxmal y de Chichén-Itzá, en el
norte de la península de Yucatán.
Los censos exactos son producto del mundo occidental moderno y del Imperio
otomano; ciertamente no contamos con ninguno de los mayas Clásicos. Por esa razón
debemos tomar con reservas todas las estimaciones de la población de sus ciudades.
De manera sumamente conveniente para los arqueólogos de hoy en día, los mayas
Clásicos construían sus casas techadas de paja sobre montículos bajos de tierra y
mampostería, que pueden trazarse en planos y contarse; después de hacerlo, hay que
decidir cuántas personas pueden haber vivido en aquellas casas y cuántas de ellas
tenían ocupación en cualquier momento en una ciudad determinada. De ese modo, las
«adivinestimaciones» de las personas que vivían en Tikal varían desenfrenadamente,
desde 11 000 hasta 40 000: es probable que esta última se acerque a la verdad, dados
los actuales indicios sobre la intensificación de la agricultura en algunas partes de
área maya, según puede observarse en los campos elevados (Haviland, 1970).
Por lo que toca a la población maya total de las tierras bajas, ni siquiera puede
imaginarse. Desde luego había millones de personas, pero no debe olvidarse que
existían extensas áreas sin buenas tierras laborables, como las montañas altas (en el
sur de Belice) y las sabanas de hierba; los suelos profundos, ricos y negros
favorecidos por los mayas en el Petén simplemente no existen en todas partes y, en el
extremo norte de la península, los suelos son delgados y rocosos y la vegetación tan
achaparrada que la economía no debe haber dependido allí de la agricultura, sino de
actividades como la extracción de sal, la apicultura y el comercio.
Las ciudades capitales Clásicas se pueden reconocer no únicamente por su
tamaño, sino también porque sólo ellas parecen haber gozado de derechos casi
exclusivos a desplegar públicamente inscripciones monumentales, como las estelas
esculpidas, los llamados «altares» (en realidad, probablemente tronos) y los dinteles.
Éstos solían ir asociados a edificios específicos dentro de las ciudades, en tanto que
las estelas, a menudo (como en Piedras Negras, junto al río Usumacinta), se alineaban

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en una sola fila ante un templo-pirámide. Como entre los faraones de Egipto, los
gobernantes hereditarios y sus familias y antepasados eran honrados en aquellas
inscripciones tanto como en los retratos en relieve descritos por los textos asociados.
Aquéllas no constituían democracias primitivas ni señoríos nacientes: la familia real y
la nobleza eran aristocráticos patrocinadores de artistas, escribas y arquitectos por
igual, cuya única meta radicaba en glorificar a los dioses y a la casa gobernante.
Reflejando su sociedad sumamente estratificada, entre los mayas Clásicos había
toda una jerarquía de ciudades, poblados y aldeas. Las mayores eran los gigantes
como Tikal, Naranjo, Seibal, Palenque, Yax-chilán. Copan, Uxmal y Cobá. Un poco
abajo estaban centros más pequeños como Dos Pilas, Uaxactún, Caracol y Quiriguá,
que todavía, de acuerdo con lo que dicen sus monumentos, mantenían una vida
política más o menos independiente, aunque Uaxactún fue vencida en guerra por
Tikal, su vecino del sur. Pero los centros menores en ocasiones aventajaban a los más
grandes: el pequeño Dos Pilas derrotó a Seibal en una ocasión y Caracol superó
abrumadoramente a Naranjo e incluso a Tikal (Schele y Freidel, 1990: 171-183).
A despecho de las pías pretensiones de una generación pretérita de arqueólogos,
la sangre y el cuchillo eran la regla y no la excepción entre las ciudades Estado de las
tierras bajas.[17] Las estelas y los dinteles de numerosos sitios registran las victorias
de grandes reyes y de sus compañeros de armas. Uno de los temas favoritos de los
relieves mayas Clásicos era el desnudamiento, la atadura y el pisoteo de cautivos
importantes, para los cuales el final seguro era el sacrificio por decapitación
(probablemente tras una prolongada tortura). Los maravillosos murales de fines del
siglo VIII de Bonampak, sitio de la cuenca del Usumacinta, descubierto por un par de
aventureros norteamericanos en 1946, muestran el desarrollo de una batalla real entre
los mayas: se libró en la selva entre guerreros armados de lanzas y en ella el rey
victorioso, enfundado en jubón de guerra de piel de jaguar, captura a su noble
prisionero.[18] A decir verdad, debe de haber sido asunto muy ruidoso, dado que las
largas trompetas guerreras de madera sonaron por encima de los silbidos y los gritos
habituales que, por los relatos españoles, sabemos que eran típicos de las hostilidades
mayas. En otras habitaciones de Bonampak, los infortunados prisioneros son
torturados bajo la dirección del rey, se presenta a un heredero directo del trono y,
finalmente, el rey y sus nobles, con sus grandes tocados y sus capas de plumas de
quetzal, evolucionan en una victoriosa danza sacrificatoria.
Entre las ciudades Clásicas, es probable que Tikal sea la mejor conocida y la
estudiada más cabalmente (Haviland, 1970). Fundado mucho antes del principio de la
era cristiana, este enorme centro siempre fue conservador e incluso soso entre sus
contemporáneos más innovadores, como Filadelfia o Boston más que Nueva York o
Chicago. Las unidades residenciales (tres o cuatro montículos habitacionales con un
pequeño patio al centro) se diseminan por un área de unos 60 kilómetros cuadrados;
por ningún rumbo de la ciudad se pueden detectar calles o avenidas ni nada que se
asemeje a un patrón reticulado. A medida que uno se acerca al «centro ceremonial»

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de Tikal, aquellas residencias son más grandes; algunas de ellas deben haber servido
de palacios para la nobleza y los ayudantes reales.
Son tan altos los seis templos-pirámide de Tikal que, en la actualidad, se
proyectan muy por encima de la elevada cubierta selvática. Todos se alzan en una
serie de terrazas, con una escalinata al frente de vertiginosa inclinación. En la parte
superior hay un templo de mampostería coronado por una crestería, construcción
encumbrada y no funcional, destinada a destacar las facultades del templo para
alcanzar el cielo. En el interior, las habitaciones son ciertamente reducidas, meras
hendiduras con bóvedas saledizas, pero los vanos de puerta de las habitaciones
exteriores tienen finos dinteles tallados de madera de chicozapote con gobernantes
mayas en su trono o de pie.
En muchos libros he leído que las pirámides mayas se diferencian de las egipcias
en que no se usaban para tumbas reales. Una y otra vez se ha demostrado que esos
son puros disparates sin fundamento, sobre todo de saqueadores de tumbas
clandestinos que, hace ya muchos años, han venido abasteciendo el mercado de arte
precolombino de excelentes vasos y jades Clásicos. ¡Los arqueólogos son lentos en
aprender! Sea como fuere, durante las excavaciones de la Universidad de Pensilvania
en Tikal, a principios de los años sesenta, a nivel de tierra se encontró la tumba real
más espléndida dentro del Templo I, que domina la Gran Plaza del sitio, por lo que
puede demostrarse que ese templo, y probablemente la mayoría de los demás de su
tipo en las tierras bajas mayas, fueron consumidos para albergar los restos de los
dirigentes dinásticos. Keops se habría sentido en su propia casa (Trik, 1963).
Aunque algunos especialistas piensan que los grandes complejos arquitectónicos
llamados «palacios» eran sólo eso, otros no están tan seguros. La Acrópolis Central
de Tikal tiene varios de esos edificios de múltiples habitaciones en hilera, y las
especulaciones acerca de su función varían considerándolos desde residencias reales
hasta seminarios teológicos, pasando por templos dinásticos (Harrison, 1970). Pueden
haber sido todo ello a la vez.
Pocas ciudades mayas de las tierras bajas del sur carecían de juegos de pelota. El
caucho —sabia curada del árbol Castilloa elástica— fue invención mesoamericana,
uno de los muchos regalos del Nuevo al Viejo Mundo, y se usaba principalmente para
pelotas de hule (éstas dejaron atónitos a los conquistadores cuando las vieron rebotar
de un lado a otro en los juegos de pelota aztecas; a decir verdad, Cortés se sintió tan
impresionado que llevó un grupo de jugadores de pelota a España para mostrarlos a
Carlos V). El juego se practicaba por toda Mesoamérica en canchas de mampostería,
quedando la superficie de juego principal confinada entre dos muros paralelos con
taludes inclinados. Las reglas, que no se entienden bien a bien, eran estrictas respecto
a la parte del cuerpo que podía usarse para impulsar la pelota; se preferían las
caderas, pero la palma de la mano estaba verboten.[19]
Cuanto más sabemos acerca del juego de pelota de los mayas del Clásico, más
siniestro nos parece. En Tikal, Lanío como en todo el reino maya, los cautivos

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importantes eran obligados a jugar un encuentro sin oportunidad de triunfo contra el
gobernante y su equipo, con posible derrota y sacrificio humano decretado
previamente corno consecuencia.
Situada lejos de ríos o arroyos, Tikal enfrentaba un perpetuo problema de
suministro de agua, como otras ciudades del norte del Petén, por lo que sus
gobernantes se veían obligados a construir enormes depósitos; hay diez ce ellos en la
parte central de la ciudad, los cuales ayudaban a la población a sobrellevar la larga
temporada de sequía. Los exploradores experimentados pueden dar fe de que es
enteramente posible morir de sed en la selva.
Como actualmente es factible leer la mayoría de las inscripciones públicas de
Tikal, también lo es darse una idea de los principales acontecimientos ceremoniales
presenciados por miles y miles de espectadores mayas. Pero nunca podremos
reconstruir, ni siquiera con la imaginación, todo el alcance del antiguo paganismo: el
sonido de las trompetas de madera y cíe caracol, de los tambores y de los cascabeles,
de los nutridos coros, las nubes de incienso, los vistosos trajes y las máscaras
multicolores de los participantes, a más de las colgantes plumas de quetzal con sus
brillantes colores azul verdoso y oro. Los principales momentos de transición en una
vida real estaban marcados por la pompa y la ceremonia que acompañaban a los ritos
de paso: su nacimiento, su presentación como heredero directo, su ascenso al trono,
su matrimonio y su muerte (digo «heredero» dado que casi todos los gobernantes
mayas conocidos eran hombres). Toda victoria exigía una elaborada ceremonia,
seguida tarde o temprano por el dilatado y complejo sacrificio del vencido,
habitualmente por decapitación.
Gran parte de todo ello estaba regulado calendárica y astrológicamente, por lo que
los astrónomos y los amanuenses desempeñaban un papel importante en la fijación de
fechas de al menos algunos de esos acontecimientos. La terminación de ciertos ciclos
de la Cuenta Larga pedía grandes celebraciones y derramamiento ritual de su propia
sangre por parte del gobernante y de sus esposas, como lo pedían aniversarios
importantes o jubileos de fechas trascendentales de buen augurio, como la asunción
del gobernante (una vez más, me viene a la memoria una práctica análoga entre los
antiguos egipcios). En Tikal, los principales complejos de templos-pirámide están
comunicados por amplias calzadas, por lo que podemos evocar las brillantes
procesiones de reyes, nobles, cortesanos y músicos que se encaminaban por ellas a
esos mausoleos dedicados a la memoria de los gobernantes del pasado.
El culto a los muertos y a los antepasados se hallaba arraigado profundamente en
la cultura de la elite maya que gobernaba las ciudades Estado como Tikal. El
gobernante fallecido era sepultado con enorme pompa en una camilla especial y para
albergar su cámara funeraria se erigía una gran pirámide (Coe, 1988). Para
acompañarlo se ponían ofrendas de alimento y bebida contenidas en vasijas de barro
pintadas o labradas con escenas del lnframundo de la más macabra naturaleza, joyas
de jade y de conchas marinas, a más de animales apreciados como jaguares y

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cocodrilos. Por razones que quedarán claras en capítulos posteriores, sacamos la
conclusión de que los mayas creían que sus difuntos de la nobleza en realidad eran
inmortales, que resucitarían como dioses y serían adorados pava siempre por sus
descendientes reales. Para la elite, la muerte equivalía a una recirculación de la
esencia real.
He tomado a Tikal como mi ciudad maya Clásica preferida, pero cada una de
ellas era tan distinta a su manera como Esparta lo era de Atenas en la Grecia Clásica.
Lo importante de recordar es que toda aquella civilización fue creada con una
tecnología que en realidad se encontraba al nivel de la Edad de Piedra. Las
herramientas metálicas fueron desconocidas en toda Mesoamérica hasta que la
metalurgia del cobre y del oro fue introducida desde el noroeste de Sudamérica, poco
antes de 900 d. C., época para la cual el Clásico había terminado. Nuestra propia
tecnología, de la que estamos tan orgullosos, poca cosa más ha hecho por el área
maya fuera de destruirla; sin ninguna de las maravillas científicas del mundo
moderno, los mayas conformaron una civilización elaborada e instruida en plena
selva.

La civilización maya, que llegó a la culminación de su desarrollo en el siglo VIII,


debe de haber contenido las semillas de su propia caída. En tanto que hay muchas
especulaciones acerca del porqué del colapso de los mayas Clásicos, lo que se sabe es
lamentablemente escaso.[20] Desde fines de la última década del siglo VIII, algunas
ciudades ya no erigieron monumentos esculpidos con fechas de Cuenta Larga y es
posible que hayan sido abandonadas, al menos parcialmente. Sin embargo, en el siglo
IX, las fallas de ese tipo empezaron a multiplicarse y régimen tras régimen se
derrumbaron casi como las empresas modernas van a la bancarrota tras un crac del
mercado de valores. El pequeño heredero directo cuyos ritos se conmemoran en los
murales de Bonampak, pintados alrededor de 790, tal vez nunca haya subido al trono,
pues la vida política de la ciudad estaba a punto de desaparecer. Palenque, Yaxchilán
y Piedras Negras dejaron de ser grandes centros aproximadamente al mismo tiempo
que Bonampak, como dejó de serlo Quiriguá, al sureste.
El registro habla por sí mismo. He aquí algunas fechas de los últimos
monumentos dinásticos conocidos:

Entre los mayistas, escribir libros y artículos sobre las supuestas causas del
colapso es una industria en crecimiento. Se han propuesto toda clase de hipótesis,
muchas de las cuales postulan algún tipo de debacle agrícola: especialistas del pasado
han pensado que ésta fue resultado del agotamiento del suelo por sobreuso de la tierra
o debido al deterioro climático, y así sucesivamente. Aun concediendo que es buen
tópico para trabajos de fin de curso, ante la ausencia casi total de datos no hay

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consenso respecto a lo que pudo haber causado esa muerte inmensa y sin duda trágica
de una de las pocas civilizaciones de selvas tropicales del mundo.
Todos sabemos de la presencia de bárbaros a las puertas de Roma cuando se
derrumbaba aquel gran Imperio. No es de sorprender que haya indicios de algo
parecido entre los mayas. En 889 d. C., en la enorme ciudad de Seibal, a orillas del
río de la Pasión, se erigieron cuatro estelas alrededor de un templo rectangular
claramente no maya.[21] Tres de ellas muestran a poderosos dirigentes de semblante al
parecer extranjero adornado de bigotes, rasgo raro entre la elite maya del Periodo
Clásico. Al mismo tiempo, Seibal fue inundada con cierto tipo de cerámica amarilla,
acerca de la cual se sabe que era manufacturada sobre las márgenes inferiores del
Usumacinta, en la cálida y pantanosa llanura de la costa del Golfo. Era aquél el reino
de los mayas putunes, pueblo de habla chontal, que en tiempos del Posclásico fueron
los grandes comerciantes marítimos de Mesoamérica, con una cultura híbrida
mexicano-maya.[22]
La presencia de putunes en Seibal —a decir verdad, su invasión de las tierras
bajas del sur— tal vez fue resultado, y no causa, del colapso maya, pues se
apoderaron de las rutas comerciales abandonadas por los anciens régimes de las
ciudades Clásicas. Los putunes quizás hayan tenido mucho que ver en el
florecimiento de las ciudades del norte de la península, tanto durante el colapso como
después de él. La magnífica arquitectura de «estilo Puuc» de centros como Uxmal,
Kabah y Chichén-Itzá, en Yucatán, persistió hasta el siglo x, como ocurrió con la
escritura jeroglífica en los monumentos públicos.
Sea como fuere, todas las ciudades de las tierras bajas del sur habían dejado de
funcionar de manera significativa después de 900 d. C., y aunque intrusos de origen
campesino continuaron ocupando algunas de ellas, una gran parte de aquella extensa
área se revirtió a la selva. El cataclismo cultural fue tan profundo como el físico.
Cuando desapareció la elite maya que había regido aquellos centros, también lo hizo
la mayor parte de su conocimiento y de sus tradiciones. Éstos habían estado en manos
de los amanuenses, que como descendientes de las casas reales pueden haber sido
muertos junto con sus señores. Sí, creo (como Eric Thompson antes que yo) que las
revoluciones devastaron la región, aunque admito que es difícil encontrar pruebas
sólidas al respecto. «La Revolución no es de utilidad para los científicos», dijo el
tribunal que, en 1794, condenó a la guillotina a Lavoisier, fundador de la química
moderna. Igualmente puedo imaginar la muerte de amanuenses y de astrónomos
indeseables y la destrucción de miles de libros. Sabemos que los tenían, dado que con
frecuencia se representan en el arte Clásico y que en las tumbas mayas se han
encontrado vestigios de ellos, pero ningún libro Clásico se ha conservado hasta
nuestros días luego de estos dos cataclismos: el colapso del Clásico y la Conquista
española. Es frustrante abordar el periodo que va del colapso a la llegada de los
españoles: por una parte, existen ricas fuentes históricas sobre esos siglos, que nos
vienen de autores españoles y nativos posteriores a la Conquista, mas, por la otra,

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éstas con frecuencia son sumamente equívocas y difíciles de considerar acertadas. La
mayor fuente de confusión, por lo menos respecto a las tierras bajas mayas, es que las
fechas de los acontecimientos ya no se dan en la Cuenta Larga día por día, sino en
una versión trunca y repetitiva conocida como Cuenta Corta. Es como si, dentro de
mil años, un historiador se enterara sólo de que la Revolución norteamericana
empezó en 76, sin que supiera exactamente de cuál siglo se está hablando. Los
estudiosos podrían jugar a hacer saltar piedras sobre el agua con los datos expresados
en ese marco cronológico, como efectivamente ha ocurrido.
Pese al hecho de que los cuatro códices mayas conocidos pertenecen a ese
periodo, no tengo intención de dedicar mucho tiempo al Posclásico, dado que son
virtualmente desconocidas las inscripciones de esa época. En realidad el mundo maya
Posclásico es algo muy diferente.
La primera parle de la historia del Posclásico empieza con Chichén-Itzá, en la
región central del norte de Yucatán, ciudad fundada en el Clásico Tardío. Su nombre
significa «en la boca del pozo de los itzáes», llamada así por su famoso Pozo de los
Sacrificios, un enorme cenote circular o pozo de piedra caliza al que eran arrojados
muchos cautivos antes de la Conquista. Los mayistas todavía discuten acerca de la
cronología, e incluso acerca de la dirección del flujo cultural, pero mi opinión
personal, cuyo conservadurismo acepto, es que de la Altiplanicie Central de México
llegó una fuerte influencia, como resultado de una invasión a fines del siglo x. En ese
momento, Chichén-Itzá se constiuyó en capital de toda la península, con una
proporción considerable de población maya nativa concentrada a tiro de piedra de su
Castillo, la gran pirámide rectangular que domina la ciudad Posclásica.
¿Quiénes fueron los invasores y de dónde vinieron? De acuerdo con los
historiadores aztecas, también esa poderosa tribu había sido precedida en el centro de
México por un gran pueblo de inmensa cultura, al que denominaban tolteca y que
gobernaba desde su capital Tollan («Lugar de las cañas») o Tula, como la llamaban
los españoles. Gracias a una serie de expediciones arqueológicas mexicanas y
norteamericanas, fue localizada y excavada la ciudad tolteca (Diehl, 1983). Situada a
unos 70 kilómetros al noroeste de la ciudad de México, no causa muy buena
impresión; dominada por una pirámide cuyo templo tenía un techo sostenido por
enormes esculturas de guerreros toltecas de torvo aspecto, su estilo artístico y
arquitectónico también puede detectarse en Chichén-Itzá. Allá, en el lejano Yucatán,
se pueden apreciar rasgos específicamente toltecas derivados de Tula, como las
figuras recostadas denominadas «Chac Mool» por los arqueólogos y los relieves de
jaguares al acecho y de águilas devorando corazones.
Nuestras fuentes aztecas nos dicen que Tula estaba gobernada por un hombre dios
que se llamaba a sí mismo Quetzalcóatl, o «Serpiente Emplumada», y nuestras
fuentes mayas hablan de la llegada, desde más allá del agua, de un rey guerrero
llamado Kukulcán, que también significa «Serpiente Emplumada». Algunos
estudiosos revisionistas de la cultura maya consideran que Tula deriva de Chichén-

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Itzá, y no al contrario, pero a mí me parece que es difícil de aceptar. Nadie puede
negar que el Chichén tolteca era espléndido, con su Templo de los Guerreros, su Gran
Juego de Pelota (el mayor de Mesoamérica) y su Castillo, en comparación con la
vulgarmente ostentosa Tula; pero no olvidemos que el Pekín mongol tenía mayor
magnificencia que las tiendas de fieltro de las que habían salido las hordas de Gengis
Khan, y que las poblaciones otomanas de Fatih Mehmet no se comparaban en
opulencia con la Constantinopla que conquistaron en 1453.
Verdaderamente espinoso es el problema de los itzáes. En los anales de Yucatán
—los casi históricos y semiproféticos Libros de Chilam Balam— aparecen como
extranjeros sospechosos y un tanto lascivos que erraban como banda de trovadores
por toda la península. Es razonable suponer que también eran mayas putunes, con un
buen baño de cultura mexicana. Algunos los ubican en Chichén-Itzá a principios del
siglo XIII, pero cuando menos dieron su nombre a esa venerable ciudad, tal vez
inmerecidamente; en todo caso, está relativamente bien documentado que en la
última parte del siglo fundaron Mayapán, una ciudad amuraliada en el monte
achaparrado, al sureste de Mérida, desde la cual dominaron la mayor parte de las
tierras bajas del norte durante casi dos siglos (Pollock el al., 1962).
Mayapán en sí es una pequeña capital construida miserablemente y dominada por
una pirámide rectangular enana que imita al Castillo de Chichén-Itzá. De acuerdo con
las historias, era gobernada por la familia Cocom; a fin de garantizar una afluencia
continua de tributo, aquellos señores de la guerra retenían a las principales familias
del resto de Yucatán dentro de las murallas de Mayapán. Era ésa la llamada «Liga de
Mayapán», que alguna vez cautivó al historiador Oswald Spengler —¡quién lo
creyera!—, autor de La decadencia de Occidente. Mas, con el tiempo, los propios
Cocomes fueron derrocados a su vez y Mayapán fue revertida al monte infestado de
garrapatas.
Cuando los primeros exploradores españoles llegaron a la costa de Yucatán en
1517, la península estaba dividida en 16 «ciudades Estado», cada una de las cuales
luchaba por fijar sus fronteras a expensas de los vecinos, por lo que con frecuencia se
hallaban en pie de guerra unas contra otras. No hará mucho tiempo, se pensaba que
aquello era un ejemplo de degeneración sociopolítica de lo que arqueólogos de la
vieja guardia, como Sylvanus Morley, habían considerado el «Viejo Imperio» de la
Época Clásica. Pero ahora sabemos que, en realidad, ese patrón fue típico de los
mayas a lo largo de su prolongada historia. A ese respecto, nunca hubo ningún «Viejo
Imperio» ni tampoco uno «Nuevo». La hegemonía total, que fue alcanzada primero
por Chichén-Itzá y luego por Mayapán, era una absoluta anomalía.
En tiempos de la Conquista, cada una de aquellas «ciudades Estado» estaba
encabezada por un gobernante llamado halach uinic, u «hombre verdadero», cargo
hereditario en línea masculina. El gobernante residía en la capital y gobernaba a las
poblaciones provinciales por medio de los nobles llamados batabo'ob (en singular,
batab), jefes de patrilinajes nobles vinculados al del propio halach uinic. Éste era el

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jefe militar y tenía a sus órdenes a un grupo de guerreros llamados holcano’oh, a
quienes los invasores españoles temían con justa razón. La clase sacerdotal era
enormemente influyente, pues gran parte de la vida de aquellos mayas estaba regida
por la religión y por las exigencias del calendario; especialmente importante era el
gran sacerdote, el Ah Kin («El del Sol»). Entre las obligaciones de los sacerdotes se
encontraban las de llevar los libros y el calendario, regular los festejos y las
celebraciones del Año Nuevo, dirigir bautismos y oficiar en los sacrificios (tanto
humanos como animales).
Las fuentes españolas, incluyendo al obispo Landa, a quien debemos la relación
más completa de la vida de los mayas antes de la Conquista, describen a Yucatán
como una tierra próspera. La población estaba conformada por la nobleza, los
hombres libres de la gleba, a cargo de la agricultura, la caza, la apicultura y cosas por
el estilo, y los esclavos. Este último grupo parece haber tenido poca importancia
económica, y la esclavitud, en el sentido grecorromano o en el de las plantaciones
norteamericanas de antes de la guerra, fue desconocida en la Mesoamérica
prehispánica.
Poco he dicho en este capítulo acerca de las tierras altas mayas de Chiapas y de
Guatemala, porque desempeñan un papel insignificante en nuestra historia, salvo
durante el Preclásico Tardío, cuando por única vez las dinastías mayas de esas
regiones produjeron monumentos de piedra con inscripciones. En el siglo v d. C.
fueron subyugadas por la gran ciudad de Teotihuacán, la enorme metrópoli situada al
noreste de la ciudad de México, que parece haber dominado la mayor parte del área
maya durante casi siglo y medio. En algún momento del Posclásico, los matasietes
mayas putunes, cuyas depredaciones en las tierras bajas se conocen cada vez mejor a
medida que prosigue la investigación, irrumpieron en las tierras altas, sustituyendo
los linajes reinantes de los cakchiqueles y los mayas quichés nativos por sus propias
dinastías. Otros reinos similares se encontraron entre los mames y los pokomames
(Fox, 1987).
El más poderoso de aquellos Estados era el quiché, hasta que fue aplastado por el
más terrible de todos los conquistadores, el brutal Pedro de Alvarado. La gloria
imperecedera de los quichés tal vez radique en que lograron conservar hasta muy
avanzada la época colonial (cuando fue escrita usando el alfabeto español) la suprema
épica maya, conocida como el Popol Vuh, o «Libro del Consejo», por todos
conceptos el mayor logro de la literatura nativa del Nuevo Mundo que se conozca.[23]
Como hemos de ver, ésta ha resultado ser la clave de algunos de los secretos más
profundos y más esotéricos de la cultura Clásica maya.

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III. EL REDESCUBRIMIENTO DE UNA
CIVILIZACIÓN EN LA SELVA

El REDESCUBRIMIENTO de las ciudades mayas, sepultadas durante casi un milenio bajo


la cubierta selvática tropical, fue producto tanto de la agudeza como de la estupidez
borbónicas. A Carlos III, quien gobernó España y sus dominios de ultramar desde
1759 hasta su muerte ocurrida en 1788, suele describírsele como un «déspota
ilustrado» y como el más grande de los reyes Borbones. Debido a su sagacidad y a su
talento para la reforma administrativa, la inexorable decadencia de España corno
potencia colonial por lo menos se invirtió temporalmente, y como monarca tuvo
algunos éxitos en la escena internacional.
Fuera de la caza, su gran pasión fueron el estudio y la ciencia, de suerte que, por
primera vez desde la Conquista, el palacio real empezó a mostrar interés científico
por los pueblos y por el entorno natural de las nuevas posesiones de España en el
Nuevo Mundo. En la actualidad, a Carlos se le recuerda más por dejar sin electo la
Inquisición y por expulsar a los jesuítas de territorio español; pero este rey sin duda
impulsó el conocimiento dentro de las mejores tradiciones de la Ilustración del siglo
XVIII. Lamentablemente, fue sucedido por gobernantes mucho más obstinados, de
esa clase de Borbones para los cuales se acuñó el adagio: «No aprendieron nada y no
olvidaron nada». A consecuencia de sus políticas, España perdió casi todas sus
colonias de América Latina tras los varios movimientos de independencia, que
empezaron alrededor de 1810 y culminaron en 1821.
Al desaparecer la influencia de España en países como México y Perú, la
exploración científica por parte de extranjeros, hasta entonces excluida de las
posesiones españolas, se hizo realidad, y en Europa y el joven Estados Unidos se
publicó un volumen considerable de información fresca debida a hombres como el
polígrafo alemán Alejandro de Humboldt. La pérdida de los Borbones sin duda fue
ganancia para el mundo.
Pero volvamos a los dominios de Carlos III y a Centroamérica, tal como era a
fines del siglo XVIII. Hasta que fue cedido a México en 1824, Chiapas formó parte
de Guatemala, que había sido provincia española desde su brutal conquista por Pedro
de Alvarado. A oídos de Josef Estachería, presidente de la Real Audiencia de
Guatemala, habían llegado rumores de la existencia de una ciudad en minas próxima

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al poblado de Palenque, en Chiapas, por lo que en el año de 1784 pidió un informe al
respecto a un funcionario local. [24] Como aquel informe no satisfizo a Estachería, al
año siguiente envió al arquitecto real en la ciudad de Guatemala a efectuar una
investigación. Aquel hombre tuvo la osadía de volver con un informe superficial y
con dibujos muy deficientes de lo que había visto.
Finalmente, el exasperado Estachería escogió a un brillante capitán de dragones,
Antonio del Río, y a un artista bastante competente, Ricardo Almendáriz, y les
ordenó trasladarse a Palenque. No fue sino hasta el 3 de mayo de 1787 cuando éstos
llegaron a las minas, situadas en las estribaciones de la Sierra Madre de Chiapas,
apenas arriba de la llanura costera del Golfo, y cubiertas por una selva alta y tupida.
Luego de reunir a un nutrido contingente de mayas choles del lugar para limpiar la
maleza a golpe de hacha y machete, cuando concluyó sus trabajos, Del Río dijo: «…
no quedó ninguna ventana ni ninguna entrada bloqueada», afirmación ésta que, por
suerte para la posteridad, no era enteramente exacta.
Obedeciendo órdenes giradas a Estachería por Juan Bautista Muñoz (historiógrafo
real de Carlos III), Del Río reunió una colección de objetos, entre ellos una magnífica
figura esculpida en relieve que sostenía una planta de lirio acuático, de la cual hoy
sabemos que era la pata de un trono del Palacio de Palenque. Las piezas fueron
despachadas debidamente de Guatemala al Gabinete Real de la Historia Natural de
Madrid, ubicado no lejos del Palacio Real.
En junio de 1787, junto con los dibujos de Almendáriz, Del Río presentó su
informe sobre Palenque a Estachería, quien los remitió a Madrid. Se hicieron varias
copias de los dibujos, de los cuales se depositaron juegos en archivos adecuados,
pero, como muchos informes que se entregan a los burócratas, allí pareció terminar el
asunto.[25]
La historia salta entonces a la Inglaterra de Jorge IV en 1822, año de la muerte de
Shelley; el 2 de noviembre, apareció en Londres un volumen titulado Description of
the Ruins of an Ancient City (Del Río, 1822). Éste no era otra cosa que una
traducción inglesa del informe de Del Río, acompañada de un ensayo largamente
devanado pero torpe del merecidamente olvidado doctor Paul Félix Cabrera. De
importancia perdurable son sus 17 láminas, sacadas de uno de los juegos de dibujos
de Almendáriz. En el borde inferior de nueve de ellos aparecen las iniciales del
grabador, «jfw», identificado como el increíble y extravagante Jean Frédéric
Waldeck, al que habremos de volver. En palabras del mayista George Stuart, aquellas
láminas fueron «las primeras representaciones impresas de la escritura maya labradas
en piedra» (G. Stuart, s. f.: 8) y tuvieron una profunda influencia a ambos lados del
Atlántico, tanto como la relación de Del Río, redactada en un lenguaje positivo y
sorprendentemente exacto.
En el otro confín de las tierras bajas mayas del sur se encuentra la ciudad Clásica
de Copán, en la parte occidental de la actual Honduras Es probable que el
conocimiento de sus ruinas se haya guardado durante la época colonial, dado que

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siempre había habido asentamientos mayas chortíes en el rico valle de Copán. Sea
como fuere, en 1834 el

Figura 16. Tablero del Templo de la Cruz, Palenque. Dibujo de


Almendáriz, grabado de Waldeck, en Description of an Ancient
City, de Antonio del Rio.

gobierno liberal de Guatemala envió al pintoresco Juan Galindo en una


expedición exploratoria a Copán[26] Nacido en Dublín e hijo de un actor inglés y una
angloirlandesa, Galindo apareció en Centroamérica en 1827 y, dos años después, se
unió al ejército liberal invasor del general Morazán, creador de la Confederación
Centroamericana.
Nombrado gobernador del Peten, nuestro aventurero aprovechó su posición para
explorar Palenque, en 1831, exploración de la cual concluyó, primero, que los indios
nativos locales eran descendientes del pueblo que realmente había construido
Palenque y, segundo, que la civilización maya había sido superior a todas las demás
del mundo. Las breves notas publicadas por él al respecto pasaron totalmente por alto
el informe precursor redactado por Del Río en 1822.
Galindo fue a Copán tres años después. Redactó un informe que fue publicado en
1836 por la Sociedad Anticuaria Norteamericana (con sede en Worcester,
Massachusetts, ésta habría de ser la única institución en apoyar la investigación sobre
los mayas hasta fines de siglo). La relación de Galindo sobre Copán fue
sorprendentemente buena, pero es lamentable que carezca de ilustraciones. En ella, el
autor describe las maravillosas estelas y otros monumentos, entre ellos la piedra
rectangular a la que hoy se denomina Altar Q, reconocida apenas a últimas lechas
como galería de retratos del linaje real de Copán. En algunos aspectos, Galindo se
adelantó a su tiempo: creyó que la escritura de los monumentos expresaba la fonética
de la lengua, determinó que en ciertos templos tuvieron lugar sacrificios humanos
(punto de vista notablemente moderno) y dio información detallada y exacta sobre
una tumba excavada por él, que había quedado expuesta en la extensa sección de la
Acrópolis desprendida por el río Copán. Y, lo más importante para nuestra historia,
Galindo sugirió, pese a las diferencias, la similitud general de Palenque y Copán en

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arquitectura, en escultura e incluso en escritura, que adoptaba la forma de «bloques
cuadrados con caras y manos, además de otros caracteres idénticos».
Después de aquellos triunfos, todo fue cuesta abajo en el camino de Galindo, al
caer y ser derrotado el régimen liberal de Centroamérica. El propio Galindo fue
asesinado en 1840 por un grupo de hondurenos.
Se necesitaría una pequeña enciclopedia, o tal vez una película épica
hollywoodense de cinco horas, para hacer amplia justicia a la vida y la carrera del
«conde» Jean Frédéric Maximilien Waldeck, quien se consideraba a sí mismo el
«primer americanista».[27] En ocasiones, incluso las proezas del querido barón
Munchausen palidecen en comparación con las de Waldeck. En su mordaz estilo
bostoniano, el historiador William H. Prescott confió en una ocasión a madame
Fanny Calderón de la Barca que Waldeck era una persona que «habla de manera tan
grandilocuente y dogmática… que abrigo cierto soupçon de que tiene mucho de
charlatán» (Cline, 1947: 282).
Hasta el sitio y la fecha de nacimiento de Waldeck están en duda. Él daba
distintos lugares de nacimiento, como París, Praga y Viena, y, aunque al parecer era
ciudadano naturalizado francés, alguna vez portó pasaporte británico. Afirmaba que
había nacido el 16 de marzo de 1766, con lo que habría tenido 109 años de edad al
morir, el 29 de abril de 1875 (el finado Howard Cline, quien publicó un fascinante
artículo sobre Waldeck, describió este postrer acontecimiento como «al parecer uno
de los pocos hechos inequívocos acerca de su carrera») (Cline, 1847: 283). En cierta
ocasión, Waldeck atribuyó su longevidad a una «dosis anual de rábanos para caballo
y limón que lomaba en cantidades generosas cada primavera»; debe haber funcionado
bien, pues se cuenta que a los 84 años se enamoró de una muchacha inglesa, casó con
ella y procreó un hijo.
Como su legendario predecesor Munchausen, Waldeck era un lanzanombres de
magníficas proporciones. Decía a sus admiradores que había llevado cordiales
relaciones con María Antonieta, Robespierre, Jorge III, Beau Brummel y Byron, y
que había estudiado pintura en París con David (a decir verdad, su estilo neoclásico
se parecía al del pintor). Según el conde (título de nobleza imposible de documentar),
había sido soldado de Napoleón en la expedición a Egipto de 1798, que despertó su
interés por la arqueología.
Lo que sí es seguro es que él preparó, para el editor londinense Henry Berthoud,
algunas de las placas del informe que Del Río hizo en 1822 sobre Palenque. Tres años
después, emprendió el camino a México como ingeniero de minas, en lo cual resultó
un fracaso. Sin recursos en aquel la tierra extraña, se dedicó a una diversidad de
comercios para arreglárselas por sus propios medios, pero se fue interesando cada vez
más por el pasado prehispánico de México.
Armado con lo que parecían ser holgados fondos (al paso del tiempo acabaron por
agotarse), Waldeck vivió en las ruinas de Palenque de mayo de 1832 a julio de 1833,
limpiando el sitio y preparando dibujos. El conde sufría con lo que lo rodeaba, pues

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no soportaba el calor, la humedad y los insectos, que existen en abundancia en
Palenque. También detestaba claramente a México y a los mexicanos, desde el
presidente hasta los campesinos locales; tampoco abrigaba buenos sentimientos para
sus colegas arqueólogos y exploradores. Con el tiempo, obtuvo nuevo apoyo
financiero de lord Kingsborough, aquel excéntrico irlandés, y en 1834 viajó a Uxmal,
Yucatán, en donde hizo más dibujos y reconstrucciones arquitectónicas, algunas de
las cuales en extremo imaginativas.
Para entonces, el colérico conde era persona non grata en México, por lo que le
pareció conveniente trasladarse a Inglaterra y a París, donde pasó el resto de su larga
vida (se ha afirmado que murió de un paro cardiaco cuando volvió la cabeza para
mirar a una linda muchacha que pasaba a su lado, pero también se dice que esto no es
cierto). Tan pronto llegó a París, empezó a trabajar para hacer litografías de sus
dibujos, que en 1838 fueron impresas en un lujoso volumen en folio titulado Voyage
pittoresque et archéologique dans… Yucatán… 1834 et 1836 (Waldeck, 1838).
Lamentablemente, toda la obra que Waldeck publicó sobre los mayas es tan poco
digna de confianza como las grandes mentiras que decía. Waldeck tenía su propia
teoría sobre el origen de los mayas, teoría que sostuvo hasta el fin de su vida, a saber,
que la civilización maya había derivado de los caldeos, los fenicios y especialmente
de los «hindúes», por lo que creyó necesario incluir elefantes en sus representaciones
neoclásicas de los relieves de Palenque, no sólo en el asunto del cual trataba, sino
también en los jeroglíficos. Pero tanto George Stuart como Claude Baudez, que han
visto los dibujos originales de Waldeck en la Colección Ayer de la Biblioteca
Newberry, en Chicago, me aseguran que son de gran calidad. A pesar de todo, no se
puede confiar en sus litografías terminadas, que siempre han sido tratadas con desdén
por los mayistas, y con justa razón.

En julio de 1519, dos años antes del asalto final a la capital azteca de México-
Tenochtitlán, Hernán Cortés y sus aguerridos conquistadores se reunieron en una
población recién fundada en la costa de Veracruz, para repartirse sus beneficios (Coe,
1989). Éstos eran considerables, pues incluían no sólo el botín reunido por ellos entre
los mayas ribereños y los totonacas de la costa del Golfo, sino también algunos
objetos preciosos que les había enviado, a manera de soborno, el lejano Moctezuma
el Joven, emperador de los aztecas. Una quinta parte de aquel botín —el Quinto Real
— fue destinado a Carlos V en España, quien acababa de ser elegido Sagrado
Emperador Romano.
Según Francisco López de Gomara, secretario privado de Cortés, el Quinto Real
incluía algunos libros, plegados como tela, que contenían «figuras, que los mexicanos
usan como letras»; éstos tenían poco valor a ojos de los soldados, ríos dice López de
Gomara, «como no los entendían, no los apreciaban» (Coe, 1989: 1).
El Quinto Real llegó a España sano y salvo, acompañado por un pequeño
contingente de hombres y mujeres nativos, que habían sido rescatados del cautiverio

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y del sacrificio sangriento en Cempoallan, capital de los totonacas. Viajando primero
a Sevilla, luego a la corte real en Valladolid y posteriormente a Bruselas (donde los
objetos metálicos merecieron gran admiración del antiguo orfebre Alberto Durero), la
gente y los objetos extraños despertaron la clase de interés que despertaría en la
actualidad el aterrizaje de seres extraterrestres. En una carta a un amigo en su nativa
Italia, Giovanni Ruffo da Forlí, nuncio papal en la corte española, describió los libros
en los términos siguientes:

Olvidaba decir que había algunas pinturas de menos de una cuarta en total, que estaban plegadas y
unidas en forma de libro, [que estando] desplegados, se extendían. En aquellas pequeñas pinturas había
figuras y signos en forma de letras arábigas o egipcias… Los indios [esto es, los cautivos totonacas] no
pudieron decir qué eran [Coe, 1989: 4].

Testigo ocular aún más acucioso de los objetos exóticos que hablan llegado a
Valladolid Fue un amigo cercano de Ruffo, el humanista italiano Pedro Mártir de
Anglería, cuyo libro De orbe novo fue la primera gran relación de las tierras recién
descubiertas por los españoles y de sus habitantes. Pedro Mártir nos dice que los
libros estaban hechos de la corteza interna de un árbol, que sus páginas estaban
cubiertas con yeso o algo similar, que podían plegarse y que las cubiertas exteriores
eran tablillas de madera. He aquí lo que dice acerca de lo que en ellos había escrito:

Los caracteres son muy distintos de los nuestros: dados, ganchos, lazos, limas y otros objetos dispuestos
en línea, como lo hacemos nosotros: se parecen mucho a las formas egipcias. Entre líneas dibujan figuras de
hombres y animales, sobre lodo de reyes y magnates, por los cuales se puede creer que allí están escritas las
proezas de los antepasados de cada rey [Coe, 1989: 4-5].

De acuerdo con Pedro Mártir, otros tópicos abordados en los libros eran «las leyes,
los sacrificios, las ceremonias, los ritos, las anotaciones astronómicas y ciertos
cómputos, tanto como las maneras y los tiempos de sembrar».
En la actualidad, no cabe duda de que aquellos libros eran mayas, pues ningún
otro pueblo de Mesoamérica tenía algún sistema de escritura que se pareciera en nada
al anterior o que pudiera registrar cosas por el estilo: bastarían los cómputos
matemáticos como pista segura de que estábamos tratando con los mayas. Más
todavía, los amanuenses no mayas de México por lo general escribían en libros
plegables hechos de piel de venado y no en papel de corteza, preferido por los mayas.
Yo reconstruyo la presencia de aquellos códices en Valladolid de la manera
siguiente. Cuando Cortés salió de Cuba en 1519, cruzó el tormentoso canal de
Yucatán procedente de la isla y recaló en la isla de Cozumel, a poca distancia de la
costa, donde los aterrorizados mayas huyeran al monte. Al saquear las casas
abandonadas por los nativos, los españoles dieron con «innumerables» libros, entre
los cuales deben haber estado los ejemplares enviados en el Quinto Real. Ahora bien,
entre los pasajeros que llegaron a Valladolid con el botín se encontraba el amigo
cercano de Cortés Francisco de Montejo —futuro conquistador de Yucatán—, quien
ya había aprendido muchas cosas acerca de la vida de los mayas mediante su

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interrogatorio de cierto Gerónimo de Aguilar; este Aguilar había sido un náufrago,
cautivo por espacio de ocho años de un cacique maya yucateco hasta su huida, por lo
que seguramente sabía todo acerca de la escritura maya. Finalmente, sabemos que
Montejo fue interrogado detenidamente, durante su estancia en Valladolid, por el
insaciablemente curioso Pedro Mártir sobre todo tipo de cosas.
¿Qué ocurrió con aquellos preciosos libros mayas? Sea como fuere, uno de ellos
bien podría haber terminado en Dresde. En 1739, Johann Christian Goetze, director
de la Biblioteca Real de la corte de Sajonia, en Dresde, adquirió un extraño libro de
[28]
una colección privada en Viena. Catalogado por él en 1744, poca atención se le
prestó hasta 1796, cuando apareció en Leipzig una obra singular pero claramente
encantadora en cinco volúmenes. Era Darstellung und Geschichte des Geschmacks
der verzüglichsten Volker, «Descripción e historia del gusto de los pueblos
superiores», de cierto Joseph Friedrich, barón de Racknitz (Coe, 1963). El barón
trabajaba en Dresde como una especie de administrador escénico polígrafo, para
cualquier representación teatral u otro evento público que el Elector de Sajonia
deseara poner, e incluso inventó una máquina de jugar ajedrez para su protector real.
Su Darstellung es básicamente una obra trascultural de decoración de interiores, con
representaciones coloreadas a mano de todo tipo de estilos, desde el pompeyano hasta
el «tahitiano».
Cuando mi difunto amigo Philip Hofer me mostró aquella curiosidad en la
Biblioteca Houghton de Harvard, a principios de la década de 1960, inmediatamente
me sentí atraído por una lámina que mostraba una habitación al «gusto mexicano»,
pues en las paredes y en el techo había motivos tomados directamente de lo que ahora
conocemos como Códice de Dresde, el mejor de los cuatro libros mayas que quedan:
dioses con cabeza de animal y números de barra y punto, además de las serpientes
mayas que daban la bienvenida al espectador. ¡Me pregunto si, hace dos siglos,
alguien tuvo la osadía de construir aquella habitación!
Si bien el excéntrico Von Racknitz nos brindó la primera referencia pictórica del
Códice de Dresde, su arrebato imaginativo no repercutió en absoluto en el mundo
estudioso. Otro fue el caso del explorador Alexander von Humboldt, cuyo hermoso
atlas, Vues des Cordilléres, et monuments des peuples indigènes de l'Amérique,
apareció en 1810 (Humboldt, 1810). Entre sus 69 magníficas láminas estaba una que
mostraba, con detalle absolutamente exacto, cinco páginas del Códice de Dresde.
Aquélla no sólo fue la primera publicación, así fuera en forma trunca, de un códice
maya, sino que también fue la primera vez que cualquier texto jeroglífico maya se
presentaba con exactitud. Fuerza es admitir que las páginas están un poco en
desorden (se presentan tres de las cinco páginas de las tablas de Venus, aunque falta
la 49, que debería seguir a la 48), pero al menos allí estaba algo en lo que un
estudioso podía hincar el diente. Todavía transcurrirían otros 70 años antes de que
alguien encontrara verdadero sentido a lodo el manuscrito de 74 páginas.
Durante la primera mitad del siglo XIX, la investigación americanista estuvo

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repleta de excéntricos: la mano muerta de la academia aún había de sofocar los
entusiasmos desbordados de un pequeño grupo de aficionados en Europa y Estados
Unidos. Entre ellos estaba Edward King, vizconde Kingsborough, noble irlandés
obsesionado por la idea de que los antiguos hebreos habían poblado el Nuevo Mundo.
Para probar su punto de vista, publicó su voluminosa serie en folio, The Antiquities of
Mexico (Kingsborough, 1830-1848). Ahora bien, estos volúmenes no sólo están en
«folio», sino también en «folio elefante»: George Stuart dice que cada volumen pesa
entre 9 y 18 kilos. En total hay nueve de ellos, los dos últimos publicados en 1848.
Para entonces, Kingsborough tenía once años de muerto: llevado a la quiebra por un
largo paseo en su costoso caballo de juguete, murió en una cárcel para deudores.
Para ilustrar el primero de sus rompebloques, Kingsborough contrató al artista de
origen cremonés Agostino Aglio, cuya tarea consistió en hacer copias a la acuarela de
todos los códices prehispánicos cuya existencia en las bibliotecas de Europa era
conocida. Aglio fue una buena elección: era muy conocido en Inglaterra por su
decoración y sus frescos de iglesias, casas de campo y teatros (él hizo los decorados
del Teatro Drury Lane) y se le consideraba un acuarelista muy competente. En 1829 y
1830 se publicaron los primeros siete volúmenes, uno de los cuales contenía la
reproducción fiel del Códice de Dresde completo.
Entonces, ¿por qué ningún brillante Champollion se sentó y empezó a trabajar allí
y entonces en la escritura maya? En paite, probablemente porque los juegos de
Antiquities of Mexico eran sumamente raros (como lo son en la actualidad). Por
ejemplo, en 1843 el explorador y periodista norteamericano B. H. Norman afirmó que
sólo existía un juego en Lodo Estados Unidos (Norman, 1843: 198). Y, como habrá
de recordarse, la relación de Landa sobre los días y los meses mayas, tan
indispensable para trabajar en el Dresde, no habría de aparecer sino hasta 1863.

Constantine Samuel Rafinesque-Smaltz (1783-1840) es una de esas personas sobre


las que nunca hubo, ni hay, ni tampoco habrá nunca consenso.[29] Ni siquiera quienes
lo conocieron bien podrían estar de acuerdo en su aspecto, si era alto o bajo, calvo o
de cabellera abundante, corpulento o delgado, y así sucesivamente. El único retrato
suyo razonablemente exacto aparece en el frontispicio grabado de su Analyse de la
Nature, publicado en Palermo, Sicilia, en 1815; en él, aparece como un hombrecito
de patillas y cabello oscuro peinado hacia abajo sobre la frente, a la moda de la
época.
Hijo de padre francés y madre alemana nacido en Gálata, Turquía, justo al cruzar
el Cuerno de Oro desde Constantinopla, Rafinesque mostró aptitud precoz como
naturalista, y en ese empeño llegó en 1802 a Estados Unidos. De regreso a Europa en
1805, pasó los diez años siguientes en Sicilia, en donde hizo aportaciones perdurables
al estudio de peces y moluscos del Mediterráneo. Luego, volvió a Estados Unidos, en
donde pasó el resto de su vida. Tristemente, murió pobre en Filadelfia, tan endeudado
con sus acreedores que su casero trato de vender el cadáver a una escuela de medicina

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para pagarse el alquiler.
Con aquella especie de entusiasmo ingenuo que al parecer era endémico en la
joven república, Rafinesque probó fortuna en todo. He aquí la evaluación que hace de
sí mismo:

La versatilidad de aptitudes y de profesiones no es rara en Estados Unidos; pero las que yo he


mostrado… tal vez parezcan rebasar lo creíble: y, sin embargo, es un hecho indiscutible que en
conocimiento he sido botánico, naturalista, geólogo, geógrafo, historiador, poeta, filósofo, filólogo,
economista, filántropo… Por profesión, viajero, comerciante, manufacturero, coleccionista, desarrollista,
profesor, maestro, supervisor, dibujante, arquitecto, ingeniero, pulmista [sic], autor, editor, librero,
bibliotecario, secretario… sin que yo mismo sepa lo que puedo ser todavía…

¿Fraude? Así lo creen algunos de mis antropológicos colegas, quienes se niegan a


aceptar la autenticidad del Walum Olum de Rafinesque (1954), relato de la creación y
la migración de los indios delaware que, según él, copió de los registros sobre corteza
originales de la tribu. Pero eso no es definitivamente lo que dicen quienes conocen su
obra zoológica y botánica: Rafinesque identificó incontables especies de organismos
vivos que todavía se consideran válidas y dio a conocer una teoría darwinesca de la
evolución muy anterior a El origen de las especies de Darwin. Y tampoco es lo que
ahora dicen los mayistas.
A George Stuart, del National Geographic, debemos el redescubrimiento de los
esfuerzos precursores de Rafinesque en el desciframiento de la escritura maya. En
contraste con los sueños de opio munchausenescos de Waldeck, la obra de
Rafinesque merece ser considerada con seriedad. En primer lugar, se debe pensar en
aquello de lo que disponía entre los años de 1827, cuando envió al Saturday Evening
Post una carta al respecto, y de 1832, periodo durante el cual se mostró
profundamente interesado en el asunto.
La única publicación medianamente confiable de las inscripciones monumentales
mayas que hasta entonces había aparecido eran los dibujos de Almendáriz
(retrabajados por Waldeck), en el informe de 1822 de Del Río. Si se mira con
detenimiento la versión de Almendáriz sobre el tablero del Templo de la Cruz de
Palenque y se compara con una representación moderna del mismo asunto, se puede
apreciar lo verdaderamente mala que es. En primer lugar, los glifos de las columnas
verticales a ambos lados de la escena fueron sacados al azar, sin orden determinado,
del texto de mucho mayor extensión. Pero aún así, se dibujaron de manera tan pueril
y tan desaliñada que incluso en la actualidad es necesaria buena dosis de intuición
para adivinar cómo pueden haber sido los originales. Con ese tipo de publicación ni
un genio podría haber adelantado mucho en el desciframiento, ni siquiera
Champollion, contemporáneo de Rafinesque.
En contraste con esta lamentable situación, veamos lo que estaba al alcance de
Champollion en 1822, cuando escribió su famosa carta a M. Dacier, y posteriormente.
De 1809 en adelante, el equipo científico francés que había acompañado a Napoleón
a Egipto empezó a publicar la gran Description de l’Égypte, con sus soberbias y

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exactas láminas, indispensables para el joven descifrador; nada de ese nivel habría de
aparecer en el campo de los mayas antes de fin de siglo. Hasta los grabados que hizo
Kircher de los obeliscos romanos era superiores a las fruslerías sobre los mayas de
que entonces disponía Rafinesque.
Con el Códice de Dresde, las cosas empezaron a andar ligeramente mejor.
Rafinesque había visto la lámina que reproducía cinco de sus páginas en el atlas de
Humboldt, lo cual le sugirió algunas ideas, pero es probable que nunca haya visto la
publicación del manuscrito de Kingsborough completa.
Precursor en el campo de la «publicación por vanidad», Rafinesque tenía su
propio periódico, el Atlantic Journal and Friend of Knowledge, que llenaba con
artículos redactados por él mismo sobre todos los temas del mundo. Su First Letter to
Mr. Champollion, donde exponía sus ideas acerca de la escritura maya, apareció en
1832 en el mismísimo primer número, y en los números siguientes los lectores
pudieron encontrar su Second Letter; tenía intenciones de escribir una tercera, pero la
muerte de Champollion se lo impidió (G. Stuart, 1989: 21). El solo hecho de que
conociera y aprobara los adelantos que el gran egiptólogo había logrado al otro lado
del Atlántico, aunque en aquel entonces éstos se hallaran lejos de ser aceptados
universalmente por el mundo estudioso, demuestra que muy poco musgo crecía en
Rafinesque.
Lo que a los mayistas modernos les parece tan sorprendente es lo que Rafinesque
dice en su Second Letter. Antes que nada, caracterizó los jeroglíficos de Otulum
(Palenque) dibujados en el informe de Del Río como un tipo de escritura enteramente
nuevo, profundamente distinto de lo que se conocía por los manuscritos mexicanos
(esto es, no mayas), razón por la cual dio los siguientes puntos de vista:

Además de este monumental alfabeto, el mismo pueblo que construyó Otulum tenía un alfabeto
demótico perteneciente a mi 8a serie, que fue hallado en Guatimala [sic] y Yucatán durante la Conquista
española. Una muestra de él fue dada por Humboldt en sus Investigaciones Americanas, lámina 45, de la
Biblioteca de Dresde, la cual se ha identificado como guatimalteca y no como mexicana, por ser totalmente
distinta de los manuscritos pictóricos mexicanos. Esta página de demótico tiene letras y números, estando
éstos representados por rayas que significan 5 y puntos que significan unidades, dado que nunca pasan de 4.
Lo cual se parece cercanamente a los números de los monumentos.
Las palabras son mucho menos elegantes que los glifos monumentales; también son glifos toscos en
líneas formadas mediante rasgos firmes, irregulares y tortuosos, que dentro encierran rayas pequeñas,
aproximadamente letras idénticas que en los monumentos. No sería imposible descifrar algunos de esos
manuscritos sobre papel metl: dado que están en lenguas que todavía se hablan y que la escritura se entendía
en Centroamérica hace apenas 200 años. De hacerlo, será la mejor clave de las inscripciones monumentales
[Rafinesque, 1832: 43-44].

Tendré que quitarme el sombrero ante Rafinesque. He aquí lo que ha logrado,


valiéndose del material más incompleto y poco prometedor:
1. Vio que las inscripciones de Palenque y los caracteres del Códice de Dresde
representan una sola y única escritura.
2. Fue el primero en entender los valores de las barras y los puntos del sistema
numérico maya, adelantándose a Brasseur de Bourbourg por más de tres décadas.

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1. Atanasio Kircher (1602-1680), el sacerdote jesuita cuyas ideas
acerca de la naturaleza de la escritura egipcia detuvieron su
desciframiento durante más de un siglo.

2. Jean-François Champollion (17901832), el Francés que


finalmente descifró la escritura jeroglífica egipcia.

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3. Michael Ventris (1922-1956). Este joven arquitecto descifró la
clave de la Lineal B de los griegos micénicos.

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4. Una de las finas esculturas de dintel en Yaxchilán, México. En
la actualidad, el texto revela que ésta es una representación de la
esposa del gobernante, la Señora Xoc, acurrucada ante la
«Serpiente de Visión», en el año de 681 d. C. (cf. p. 274).

5. Detalle de los admirables murales del Clásico Tardío en


Bonampak, México, c. 790 d. C. El gobernante Chan Muán y sus
subordinados, de pie, juzgando a sus cautivos.

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6. Vista aérea del centro de Tikal, Guatemala, la mayor de las
ciudades Clásicas mayas.

7. Detalle de la Estela 11 de Seibal, Guatemala; los rasgos no


mayas de este jefe sugieren que puede haber sido un invasor
putún.

8. Jean Frédéric Waldeck (1766? -1875), excéntrico artista y


aventurero francés y uno de los primeros exploradores de la
ciudad maya de Palenque.

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9. Constantine Samuel Rafinesque (1783-1840), naturalista
polígrafo francoamericano que descubrió la numeración de barras
y puntos maya.

10. John Lloyd Stephens (1805-1852), abogado norteamericano


cuyas exploraciones llamaron la atención del mundo hacia la
civilización maya.

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11-12. El costado y la parte trasera de la Estela A de Copán,
Honduras, grabados a partir de dibujos de Frederick Catherwood,
artista de las expediciones de Stephens.

13. Charles Étienne Brasseur de Bourbourg (1814-1874), abate


francés que dio a conocer la Relación de Landa y otros
importantes manuscritos que arrojaron luz sobre la cultura de los
antiguos mayas.

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14. Ernst Förstemann (1822-1906). En sus estudios del Códice de
Dresde, este bibliotecario alemán determinó muchos de los
detalles del calendario y la astronomía mayas.

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15. Página 49 de las Tablas de Venus del Códice de Dresde, según
fue publicado por Förstemann en 1880.

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16. Alfred P. Maudslay (1850-1931), en una cámara de las
Monjas, en Chichén-Itzá, Yucatán. A este inglés se debió la
primera publicación extensa de las inscripciones mayas.

17. Teobert Maler (1842-1917), el irascible austríaco cuyo


registro fotográfico de los monumentos Clásicos estableció
nuevas normas.

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18. Léon de Rosny (1837-1914), orientalista francés y descifrador
de los glifos mayas para las direcciones del mundo.

19. Eduard Seler (1849-1922), estudioso alemán y principal


mesoamericanista de su generación; fue un formidable enemigo
de la escuela fonética representada por Cyrus Thomas.

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20. Cyrus Thomas (1825-1910), uno de los primeros antropólogos
norteamericanos y principal proponente del enfoque fonético de
los glifos a fines del siglo XIX.

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Figura 17. La numeración maya de puntos y rayas.

3. Sugirió que la lengua representada por aquella escritura se hablaba todavía


entre los mayas de Centroamérica y que, sabiendo ésta, sería posible descifrar
manuscritos como el de Dresde.
4. Una vez que se Hiedan leer los manuscritos, también podrán serlo las
inscripciones monumentales.
Rafinesque siempre tuvo presente el ejemplo de Champollion: «En Egipto, se ha
encontrado que el copto es un dialecto tan parecido al egipcio que usted ha podido
leer los jeroglíficos más antiguos. Entre los antiguos dialectos de Chiapa, Yucatán y
Guatimala, nosotros encontramos las ramas del habla antigua de Otulum». Y quién
podría discordar con sus profetices palabras: «Las inscripciones también son
monumentos y del más alto valor, aunque no podamos leerlas. Algunas de ellas lo
serán en el futuro, puesto que las de Egipto, tanto tiempo consideradas inexplicables,
al fin han encontrado intérpretes. Lo mismo ocurrirá algún día por venir con las de
América» (Rafinesque, 1832).

«Habiéndome confiado el Presidente una importante misión confidencial en


Centroamérica, el viernes 3 de octubre de 1839 me embarqué… hacia la bahía de
Honduras» (Stephens, 1841: I, 9). Y así empezó, hace más de 150 años, el viaje que
habría de dar a conocer toda la gloria de la civilización maya. Los nombres de
Stephens y Catherwood se hallan unidos de manera tan inextricable en esta gran
empresa como lo están los de Johnson y Boswell, Gilbert y Sullivan o Holmes y
Watson: no se puede pensar en uno sin el otro.[30]
John Lloyd Stephens tenía 34 años de edad cuando partió con su artista, Frederick
Catherwood, en el viaje por mar a Belice y más allá. Stephens era un abogado
manqué, leal del Partido Demócrata en Nueva York y para entonces escritor sobre
viajes de gran éxito: su Travels in Egypt, Arabia Petrae, and the Holy Land (1837)
había sido sumamente elogiado por Edgar Alian Poe y le había significado una
pequeña fortuna en regalías. Luego de que un librero de Nueva York al parecer
llamara su atención hacia las ciudades en minas de América Central recién
descubiertas, devoró lo que pudo encontrar en los libros de Del Río, Galindo,
Humboldt y Dupaix (oficial francoaustriaco del ejército español, que había hecho
considerables estudios arqueológicos de México a principios de siglo).
El inglés Frederick Catherwood tenía 40 años y era un respetado artista
topográfico de gran experiencia arqueológica en el Mediterráneo y en el Medio
Oriente. Había acompañado a la expedición de Robert. Hay al Nilo, en donde preparó
dibujos e inscripciones sumamente detallados valiéndose de la camera lucida,

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«aparato portátil con un prisma que permitía al artista ver y dibujar imágenes de
escenas u objetos proyectados sobre papel» (G. Stuart, s. f.: 16). En los monumentos
mayas habría de usar ese dispositivo con buenos resultados.
Se habían conocido cuatro años atrás en Londres y habían trabado amistad, de
suerte que no es de sorprender que, cuando Catherwood fue a radicar a Nueva York
para estudiar arquitectura, Stephens lo convenciera de que lo acompañara a
Centroamérica. De aquella colaboración surgió la importante publicación en dos
volúmenes de Incidents of Travel in Central America, Chiapas, and Yucatán y, tras un
segundo viaje para explorar Yucatán, Incidents of Travel in Yucatán de 1843
(Stephens, 1843). Todo mayista, incluyéndome a mí, tiene reservado un lugar de
honor en su librero a estas obras maestras reimpresas a menudo, dado que representan
el verdadero origen de la investigación seria sobre los mayas. Nunca me canso de
releer mis ejemplares: siempre hay algo fresco que encontrar en la deliciosa prosa sin
pretensiones de Stephens e inspiración en los vigorosos grabados de Catherwood.
Su historia se ha contado muchas veces, incluso en libros infantiles, por lo que no
es necesario repetirla aquí. Pero quizá valga la pena examinar sólo lo que aportaron a
la investigación sobre los mayas y considerar algunas de las ideas casi proféticas de
Stephens, tomadas en parte de su familiaridad con las civilizaciones del Viejo
Mundo.
Dejando de lado su exploración de las tierras atlas de Guatemala (en donde no
existen en absoluto inscripciones del Periodo Clásico), estudiaron, describieron y
dibujaron los principales edificios y monumentos de Copán, Quiriguá y Palenque, en
las tierras bajas del sur, además de Uxmal, Kabah, Sayil y Chichén-Itzá en el norte,
junto con diversos sitios del área Puuc, que desde entonces han recibido escasa, si no
es que ninguna, atención arqueológica. Stephens y Catherwood fueron los primeros
en visitar, desde la época de los españoles, las ruinas de Tulum, en lo alto de los
acantilados de la costa oriental de la península. Ocioso es decir que todo ello se hizo
en las condiciones más difíciles, mucho antes de la época de los repelentes contra
insectos, los antibióticos y las pastillas contra la malaria; nuestros viajeros
obviamente sufrieron, pero nunca se quejaron, y la prosa de Stephens conserva
siempre la ecuanimidad (a diferencia de Waldeck y de otros exploradores más
coléricos).
El «presidente» de Stephens era Martin van Buren, y la delicada misión que se le
había confiado consistía en averiguar quién tenía el poder en aquel entonces en
América Central, para hablar con él a nombre de Estados Unidos. Por suerte para
nosotros, sus tareas de agente especial ocuparon muy poco de su tiempo. Aunque
Stephens minimizaba siempre la amenaza, él y Catherwood se hallaban en territorio
sumamente peligroso, con riesgo considerable para sus vidas.
Sus exploraciones se realizaron melódica y meticulosamente. La experiencia de
Catherwood en Egipto le fue aquí de gran utilidad. Al llegar a Copan, la estupenda
ciudad clásica del extremo occidental de Honduras, Catherwood inmediatamente

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puso manos a la obra: «El señor Catherwood hizo el bosquejo de todos los dibujos
con cámara lúcida y dividió su papel en secciones, para respetar en lo posible la
proporción» (Stephens, 1841: I, 137). Esta clase de exactitud ante el barroco estilo
escultórico maya y con las complejidades de las inscripciones nunca antes fue usado
en las ciudades mayas: desde luego, no por el un tanto inepto Almendáriz ni por el
hiperimaginativo Waldeck. Posteriormente, los dibujos fueron reducidos y grabados
en acero para el editor londinense John Murray.
En las publicaciones de 1841 y 1843, la calidad de las láminas representó un salto
cuántico al frente respecto a todo lo que hasta entonces se había publicado sobre las
antigüedades del Nuevo Mundo. Basta comparar la representación que hace
Catherwood del gran tablero del Templo de la Cruz con la entresacada versión del
informe de Del Río de 1822 para ver la diferencia. Lo mismo es válido para los
dibujos más puramente arquitectónicos de Catherwood: hace muchos años (cuando
todavía no me graduaba en Harvard), fui a Uxmal armado con una copia de Stephens
y Catherwood. La soberbia lámina de Catherwood correspondiente a la fachada del
Palacio del Gobernador viene plegada en el volumen. De pie frente al mismo palacio,
comparé directamente el original con la copia: dejando de lado las reconstrucciones
realizadas por el gobierno mexicano en este siglo, eran virtualmente idénticos.
Stephens y Catherwood habrían podido mentir y exagerar, como Waldeck, acerca de
las ruinas de Uxmal —¿qué lector suyo habría visto en 1843 la diferencia?—, pero no
lo hicieron.
Tanto Stephens como Catherwood deben haber tenido grandes conocimientos
acerca de la reciente historia del desciframiento del egipcio y de los brillantes éxitos
de Champollion. Stephens estaba convencido de que los monumentos de ciudades
como Copan contenían el registro de las dinastías que las habían gobernado, punto de
vista sumamente razonable que derivaba de su conocimiento de las antiguas
civilizaciones del Viejo Mundo, pero del cual se burlarían generaciones posteriores
de mayistas.
He aquí lo que dice de Copán: «Una cosa creo y es que su historia está grabada en
sus monumentos. Ningún Champollion les ha dedicado todavía las energías de su
espíritu estudioso. ¿Quién podrá leerlos?». (Stephens, 1841: I, 159).
Contemplando los ricamente cincelados jeroglíficos de la parte posterior de la
Estela F de Copán, Stephens comenta: «… consideramos que en sus tablillas de
medallón la gente que la erigió había publicado un registro de sí misma, mediante el
cual algún día podríamos entablar discusión con una raza extinta y develar el misterio
que Ilota sobre la ciudad» (Stephens, 1841: I, 152).
Sobre el asunto de la edad de las ruinas mayas y de la identificación de la lengua
que hablaba la gente que grabó sus inscripciones, las opiniones de Stephens eran
sorprendentemente similares a las presentadas algunos años antes por Rafinesque.
¿Desarrolló esas ideas de manera independiente? De acuerdo con el difunto Victor
von Hagen, biógrafo de Stephens, cuyas citas con frecuencia no son de fiar, poco

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antes de morir en la penuria, el «constantinopolitano» (como llamó a Rafinesque uno
de sus enemigos) escribió a Stephens clamando prioridad en la interpretación de los
jeroglíficos, lo que subsecuentemente fue reconocido por éste (Von Hagen, 1947:
187-188). He aquí un aspecto olvidado de la historia intelectual que tal vez nunca
reciba mucha luz.
A diferencia de Kingsborough, de Waldeck y de otros como ellos, Stephens
estaba seguro de que las ruinas no tenían muchos miles de años de antigüedad y de
que no habían sido dejadas por colonizadores de tierras lejanas.

Me inclino a pensar que no hay bases suficientes para creer en la gran antigüedad que se ha atribuido a
estas ruinas; que no son obra de gente que se ha extinguido y cuya historia ahora es desconocida; sino, por
opuesta que sea mi idea a todas las especulaciones anteriores, que fueron construidas por los pueblos que
ocupaban la región en tiempos de la invasión de los españoles o por algunos progenitores no muy lejanos
[Sthepens, 1841: II, 442-443].

Conclusión 1: las ciudades en ruinas fueron construidas por los antecesores de los
mayas modernos.
Y he aquí otro párrafo fríamente razonado, salido de la pluma de Stephens:

Es de señalar un hecho importante. Los jeroglíficos [de Palenque] son os mismos que se han encontrado
en Copán y Quiriguá. La región intermedia está ocupada actualmente por pueblos indios que hablan muchas
lenguas diferentes, enteramente ininteligibles entre sí; pero hay Lugar para creer que toda esa región estuvo
ocupada antaño por el mismo pueblo, que hablaba la misma lengua, o, por lo menos, que poseía los mismos
caracteres de escritura [Stephens, 1841: II, 343].

Conclusión 2: el sistema de escritura de Palenque, al occidente, y de Copan y


Quiriguá, al oriente, es único e idéntico.
Conclusión 3: antaño hubo sólo una lengua y una escritura distribuidas por todas
las tierras bajas del sur.
Así, ¿qué hay del códice guardado en Dresde, Alemania, que había sido
reproducido parcialmente por Humboldt? Hacia el final de los volúmenes de 1841,
Stephens mostró comparativamente (fig. 18) la parte superior del Altar Q de Copán y
una sección de las tablas de Venus tomada de Humboldt y llamó la atención hacia la
gran similitud entre ambas escrituras.
Conclusión 4: las inscripciones monumentales y el Códice de Dresde representan
un solo sistema de escritura.
Impulsado por sus descubrimientos, y sin embargo totalmente consciente de que
aún faltaba mucho por hacer, Stephens hizo tres sugerencias para el futuro. La
primera tarea consistiría en buscar en los conventos locales manuscritos relativos a
los habitantes nativos que pudieran determinar la historia de alguna de aquellas
ciudades en ruinas. A ese respecto, Stephens predicaba con el ejemplo. Durante su
visita de regreso a Yucatán en 1841 y 1842, ambos exploradores trabaron firme
amistad con el estudioso yucateco Juan Pío Pérez, por entonces jefe político de la
ciudad de Peto, en el propio centro de la península. Pío Pérez era compilador de uno

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de los grandes diccionarios de maya yucateco e infatigable copista de historias
nativas, que abundaban en las aldeas y las poblaciones de Yucatán.
Como apéndice del primer volumen de lncidents of Travel de 1843, los lectores
podían encontrar la aportación de Pío Pérez, Ancient Chronology of Yucatán, que
hacía por primera vez una explicación notablemente detallada del funcionamiento del
calendario maya, en el cual se daban los nombres de los meses y los días nativos
(pero, desde luego, no los glifos correspondientes, que sólo se conocerían con el
descubrimiento posterior de la Relación de Landa). Además, en el segundo volumen
podían leer el original maya y una traducción al inglés de una importante crónica de
la ciudad de Maní, en la que aparecían ciudades antiguas como Chichén-Itzá y
Mayapán. De ese modo, por vez primera, los estudiosos aplicaban documentos mayas
de la época colonial a la comprensión del pasado prehispánico.
En la lista de sugerencias de Stephens, la número dos era nada menos que el
desciframiento de los textos jeroglíficos. Pero, ¿podía alguien, incluso tan brillante
como Champollion, haber descifrado aquella escritura con los materiales de que se
disponía a principios de la década de 1840? Lo dudo. Las láminas de Catherwood, e
incluso las magníficas litografías que publicó en su cartera Views of Ancient
Monuments (Londres, 1844). desde luego son excelentes, pero simple y sencillamente
no están a la altura de la norma impuesta por Description de l'Égypte. En una escala
de exactitud, se sitúan en algún nivel entre Almendáriz y el cuerpo monumental
presentado por Maudslay a fines de siglo, que en verdad es comparable con lo que
habían hecho los savants de Napoleón para Egipto. Aun cuando las láminas de
Incidents of Travel hubieran estado a la allura de aquellas normas, eran demasiado
pocas y sólo representaban un puñado de sitios mayas (en realidad, Copán, Palenque
y Chichén-Itzá). Con una escritura tan compleja como aquélla, simplemente no basta
para un desciframiento.
Tanto Stephens como Rafinesque habían comprendido correctamente que las
lenguas mayas intervenían en la escritura, tanto como Champollion (y Kircher antes
de él) habían caído en la cuenta de que el copto era supervivencia del egipcio; pero
todavía ningún estudioso europeo o norteamericano había considerado útil aprender
alguna lengua maya, con una posible y curiosísima excepción. Era B. M. Norman,
periodista norteamericano que había estado en Yucatán al mismo tiempo que
Stephens y Catherwood, de diciembre de 1841 hasta el mes de abril siguiente, y quien
se subió al carro de Stephens publicando en Nueva York su propio libro de viajes,
Rambles in Yucatán (Norman, 1843). En general, el libro carece de valor, dado que
Norman entendía poco de historia y de muchas cosas más; para él, las ruinas eran
inconmensurablemente antiguas; «Las pirámides y los templos de Yucatán al parecer
ya eran antiguos en tiempos del faraón» y «Su edad no puede medirse en siglos, sino
en milenios». Las láminas del libro tampoco tienen ningún valor, ni artístico ni de
cualquier otro tipo.
Sea como lucre, Norman tuvo un acierto entre tantos yerros; la lengua maya

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yucateca. Poseía un ejemplar de la rarísima gramática yucateca publicada en 1746 por
el padre franciscano Pedro Beltrán, de la que preparó un sumario en inglés, que
incluyó en Rambles. Con él, cualquier estudioso interesado podía darse una idea muy
buena tanto del funcionamiento del sistema de pronombres mayas, como de los
verbos y de las conjugaciones. Era obvio que Norman lo creía seriamente, pues
agregó un apéndice de más de 500 palabras mayas, al parecer sacadas por él mismo a
informantes nativos, junto con los nombres de números hasta el 100. No tengo la
menor idea de lo que trataba de hacer con ello, pero, de existir alguno por aquel
entonces (y no existían), los supuestos Champolliones podrían haberlo aprovechado.
La tercera sugerencia de Stephens para investigación futura es la más

Figura 18. Altar Q de Copán (arriba) comparado con un detalle


de las páginas de Venus del Códice de Dresde, según publicación
de Stephens, 1841.

interesante de todas, aun cuando pertenezca más al reino de la ficción que al de


los hechos. Sería la búsqueda de una verdadera «ciudad perdida», una ciudad que
todavía tuviera indios mayas vivos, que hubieran conservado intacta su civilización.
Tal vez se hallara en «aquella región extensa y desconocida, por la que no pasa
camino alguno, en donde la imaginación pinta esa misteriosa ciudad vista desde la
más alta de las cordilleras, con habitantes aborígenes indómitos, jamás visitados ni
buscados» (Stephens, 1841: II, 457). Era aquél el espacio abierto del Petén selvático,
que Stephens y Catherwood sólo habían bordeado en sus viajes, situado entre

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Honduras Británica (o Belice) y el Usumacinta.
Las grandes «ciudades perdidas» del Petén: Tikal, Uaxactún, Naranjo, Nakum,
Holmul, Yaxchilán y otras por el estilo, apenas fueron descubiertas mucho tiempo
después de que aquellos primeros exploradores hubieron abandonado la escena y,
desde luego, habían estado en ruinas por espacio de un milenio. Pero la idea de
Stephens perduró en Heart of the World, el gran relato de aventuras de H. Rider
Haggard (1896); lo guardo entre mis libros más preciados y lo he leído muchas veces
(el finado A. V. Kidder [1950: 94] decía que era lo que había atraído al joven
Sylvanus Morley a los mayas).
Stephens y Catherwood nunca volvieron al escenario de su triunfo. Habiendo
contraído cierto tipo mortal de malaria cuando participaba en la construcción de un
ferrocarril a través de Panamá, Stephens murió en la ciudad de Nueva York en
octubre de 1852. Catherwood no le sobrevivió mucho tiempo. En 1854 se hundió en
el transatlántico Arctic, tras haber chocado éste con otro buque durante una travesía
del Atlántico.
No, no descifraron la escritura perdida de los antiguos mayas. Pero ambos vivirán
para siempre en el corazón de los mayistas, pues hallaron y definieron un campo de
estudio enteramente nuevo. Nosotros aún construimos sobre sus cimientos.

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IV. LOS PRECURSORES. EL ALBA DEL
DESCIFRAMIENTO

EN LA vida científica —o por lo menos en la investigación arqueológica— es un


hecho que los descubridores en verdad grandes a veces han sido extraordinariamente
desaliñados. Ciertamente ése fue el caso del abate Charles Étienne Brasseur de
Bourbourg, el hombre que dio a conocer los grandes manuscritos en que se apoya
gran parte de nuestro conocimiento sobre los antiguos mayas.[31]
Debe de haber sido maravilloso ser abbé en la Europa del siglo XIX, pues se
podía tener lo mejor de dos mundos: por una parte, se rezumaba una especie de
santidad y, por la otra, era posible andar libremente por el mundo de la carne, con
todos sus placeres terrenales, tanto intelectuales como de otro tipo. Basta pensar en el
abate Franz Liszt, con su amante y su hijo ilegítimo. Caduco en la actualidad, el título
originalmente se usó sólo para los administradores de abadías monásticas, pero en
Francia se había hecho extensivo a quienquiera que llevara hábito eclesiástico. Como
Liszt, Brasseur lo usaba muy a la ligera.
Nacido en 1814 en el norte de Francia, Brasseur muy pronto se ganó la vida como
novelista de encargo, pero cuando entró en las órdenes eclesiásticas menores se
embarcó en una vida de viajes y de descubrimientos que lo llevó con frecuencia a
Canadá, Estados Unidos y Mesoamérica. Cobró interés perdurable por las lenguas y
la historia mesoamericanas. En 1855, tuvo la enorme fortuna de ser nombrado, por
autoridades eclesiásticas amigas, párroco de Rabinal, pequeña ciudad maya quiché de
las tierras altas de Guatemala, en donde empezó sus estudios de la lengua quiché; el
resultado de aquella estadía fue el Rabinal Achí, auténtico y único drama
prehispánico, que le fue trasmitido oralmente por un informante nativo, quien lo sabía
de memoria.
Aproximadamente por la misma época, el abate dio con el manuscrito de una
admirable obra llamada Popol Vuh, que entonces se hallaba en manos de un amigo
bibliófilo de la capital de Guatemala. Era nada menos que el libro sagrado del pueblo
maya quiché, que había gobernado la región en vísperas de la Conquista. En la
actualidad, el Popol Vuh es considerado unánimemente la obra más grande de la
literatura americana nativa. Con plena conciencia de lo que tenia en las manos,

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Brasseur empezó a traducirlo al francés durante su permanencia en Rabinal y, a su
regreso a Francia, lo publicó en 1861 junto con el texto quiché (que había sido escrito
en alfabeto español). Lamentablemente, se le «adelantó» el explorador alemán Carl
Scherzer, quien cuatro años antes había publicado una traducción al español hecha a
principios de la época colonial (Brunhouse, 1973: 126-127). Independientemente de
quién tuviera la prioridad, las repercusiones de la reaparición del Popol Vuh —
majestuosa obra épica que empieza con la creación del universo— continúan
oyéndose en nuestros días.
Sólo ocho años después del hundimiento del barco de Catherwood, nuestro abate
hizo el descubrimiento que habría de revolucionar el estudio de los antiguos mayas.
En el año de. 1862, cuando investigaba materiales relacionados con América en la
Biblioteca de la Real Academia de Historia de Madrid (en una colección que
entonces se hallaba absolutamente sin catalogar en el sentido moderno), Brasseur dio
con la Relación de las cosas de Yucatán, el manuscrito del obispo Diego de Landa.
Lo publicó dos años después (Brasseur, 1864) y el mundo del conocimiento de los
mayas cambió para siempre.
Lo que Brasseur había descubierto no era la Relación original de Diego de Landa,
escrita en español alrededor de 1566, sino una copia anónima, obra de diversas
manos, que al parecer databa de 1661: claramente se trata del resumen de un tratado
mucho más extenso que, lástima, nunca ha aparecido. Sin embargo, no sólo fue una
mina de oro de información autorizada sobre todos los aspectos de la vida de los
mayas antes de la Conquista, sino también, pese a la denegación de generaciones de
epigrafistas, la verdadera Piedra Roseta para el desciframiento de la escritura
jeroglífica maya.
Conocemos el rostro de Diego de Landa por una copia tardía de su retrato que hay
en el convento de la gran iglesia franciscana de Izamal, Yucatán, construida a su vez
en lo alto de un enorme complejo de montículos piramidales, probablemente del
Periodo Formativo Tardío. Por su semblante ascético de mirada abatida, sería
imposible adivinar siquiera los conflictos y los motivos interiores que pudieran
haberlo hecho tan odiado por sus compatriotas españoles de la península, y tan
querido, a la vez que tan temido, por los mayas, cuyas almas trataba de salvar.
Landa nació el 12 de noviembre de 1524 en Cifuentes, pequeña ciudad cercana a
[32]
Guadalajara, en la provincia española de Castilla la Nueva. En 1547 llegó a
Yucatán con otros cinco frailes franciscanos y en 1549 fue nombrado auxiliar del
custodio de Izama, una población que, como detalle bastante curioso, antes de la
Conquista había venerado a Itzamná, supremo dios maya, inventor de la escritura.
Landa ha tenido muy mala imagen, en parte merecidamente. Por lo que loca a la
idolatría de los nativos, fue un fanático que, en 1562, desató sus infames y tal vez
ilegales procedimientos contra esa práctica, cometiendo con frecuencia crueldades
[33]
enormes y poco franciscanas con sus víctimas. Ya hemos visto que casi todos los
libros existentes de los mayas de las tiernas bajas desaparecieron en aquel entonces

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en su terrible auto de fe de Maní. No siendo en la época obispo franciscano, único
que tenía derecho de llevar adelante una inquisición de aquel tipo, fue acusado por
sus enemigos (tenía muchos) de excederse en su autoridad, por lo que en 1563 fue
llamado a España para defenderse. En aquellos días amargos para él, Landa escribió
su Relación, basada seguramente en notas y en otros materiales que había llevado
consigo en su largo viaje desde Yucatán.
Landa fue exonerado y, en 1572, esta vez como obispo, volvió a Yucatán, en
donde muró siete años después entre sus queridos mayas. Habría de transcurrir otro
siglo y medio para que sus restos fueran devueltos a Cifuentes, su ciudad nata), pero
incluso éstos fueron destruidos durante la enconada Guerra Civil española de la
década de 1930.[34] Al parecer, aquel hombre atormentado y turbulento no habría de
encontrar nunca la paz.
Brasseur era hombre entusiasta y ya puedo imaginar su enorme interés al ver lo
que Landa había escrito acerca del calendario maya, pues aquélla era la primera
ocasión en que los nombres de los días del calendario de 260 y los nombres de los
meses del año civil aproximado de 365 días aparecían con sus glifos apropiados.
Recuérdese que Brasseur ya tenía a la mano el Códice de Dresde completo de la
edición de Kingsborough. En 1859, el orientalista francés Léon de Rosny, quien
posteriormente sería perceptivo estudiante de la escritura maya, encontró otro códice
en un polvoriento rincón de la Biblioteca Nacional de París, documento que publicó
en edición facsimilar el mismo año en que Brasseur hizo lo mismo con su edición de
Landa Con base en lo que aportaba Landa, el enérgico abate pudo identificar los
signos de día y de mes en los códices tanto de Dresde como de París y, a partir de
aquella información, determinó el sistema numérico de barras y puntos (en realidad,

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Figura 19. Los 20 signos de día mayas, en Landa, en el Códice de
Dresde y en las inscripciones.

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Figura 20. Los 18 signos de mes mayas, en Landa, en el Códice
de Dresde y en las inscripciones.

reinventando la rueda, pues Rafinesque ya había descubierto cómo funcionaban


los números).
En resumen, gracias a la Relación cualquier descifrador, incluso Brasseur, habría
sido capaz de interpretar cualquier fecha jeroglífica maya expresada en términos de la
Rueda Calendárica de 52 años (figs. 19 y 20). Aquello debe haber resultado muy
interesante a medida que Brasseur volvía las páginas del manuscrito de Madrid. Pero
quedaba mucho por delante: sólo se trataba de la explicación de Landa acerca del
modo en que realmente funcionaba el sistema de escritura maya: la lengua hecha
visible. Ya he dicho que Brasseur fue un estudioso desaliñado, y ese descuido en
ningún lado es más evidente que en su traducción de aquella parte de la Relación
(Brasseur, 1864 y 1869-1870: I, 37-38), lo que le ha valido el oprobio, a menudo
injusto, de un siglo de mayistas. Vale la pena apuntar Jo que el gran franciscano dijo
en realidad, no lo que Brasseur quería que dijera, pues éste es el meollo de mi libro.
No es fácil leer o traducir el texto de! manuscrito guardado en la Academia de
Historia; en parles parece ligeramente mutilado, pues recuérdese que nos hallamos
ante una suerte de condensación de Reader’s Digest, hecha por amanuenses
burócratas aproximadamente un siglo después. Pero he aquí lo que dice: [35]

Usaba también esta gente de ciertos caracteres o letras con las cuales escribían en sus libros sus cosas
antiguas y sus ciencias, y con estas figuras y algunas señales de las mismas, entendían sus cosas y las daban

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a entender y enseñaban. Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en
que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sintieron a maravilla
y les dio mucha pena.
De sus letras pondré un A, B, C, que no permite su pesadumbre más, porqué usan para todas las
aspiraciones de las letras de un carácter, y después, juntale parte de otro y así vienen a ser in infinitum,
como se podrá ver en el siguiente ejemplo. Le quiere decir lazo y cazar con él; para escribir le con sus
caracteres, habiéndoles nosotros hecho entender que son dos letras, lo escribían ellos con tres poniendo a la
aspiración de la l, la vocal e, que antes de sí trae, y en esto no yerran aunque usen [otra] e, si quieren ellos,
por curiosidad. Ejemplo:

después, al cabo, le pegan la parte junta.


Ha quiere decir agua, y porque la h tiene a antes de sí la ponen ellos al principio con a, y al cabo de esta
manera:

También lo escriben por partes, pero de una y otra manera que no pusiera aquí sino por dar cuenta entera
de las cosas de esta gente: Ma in Kati quiere decir no quiero y ellos lo escriben por parles de esta manera:

Síguese su A, B, C [fig. 21].


De las letras que faltan carece esta lengua y tiene otras añadidas de la nuestra para otras cosas que las ha
menester y ya no usan para nada de estos sus caracteres, especialmente la gente moza que ha aprendido los
nuestros.

Allí estaba, entonces, la tan buscada clave de los jeroglíficos mayas, la Piedra
Roseta con que habían soñado los mayistas desde los tiempos de Rafinesque, de
Stephens y de Catherwood. Los antiguos mayas habían escrito con alfabeto y, para
alguien como Brasseur, lo único que faltaba

Figura 21. El «alfabeto» de Landa y ejemplos dados por él.

era aplicarlo a los libros existentes; de ese modo tendría en sus manos la voz del
amanuense maya que nos hablaba desde el nebuloso pasado. Tarea fácil para el gran
abate, con su inmenso dominio de las lenguas mayas.
Pero, ¡un momento! Echemos tan sólo un vistazo al «A, B, C» de Landa: ¿por qué
hay tres signos para la a, dos para la b, y así sucesivamente? ¿Y por qué algunas de
sus «letras» corresponden a una consonante seguida de una vocal (por ejemplo, cu, ku

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en el «A, B, C»)? Definitivamente hay algo extraño en este abecedario, en este libro
primero de lectura de Landa. De haber estado allí todavía, hasta el entusiasta
Rafinesque habría advertido a Brasseur que se calmara. Por otra parte, podría haber
ayudado un conocimiento comparativo de escrituras de otras latitudes, pues, en 1864,
el desciframiento del egipcio se hallaba en una etapa avanzada y se habían descifrado
tanto la escritura cuneiforme silábica de los persas como la escritura cuneiforme más
compleja de los babilonios y de los asirios.
Sin embargo, nada pudo contener a Brasseur, y menos cuando descubrió un
códice maya más en 1866. Un amigo de Madrid, don Juan de Tro y Ortolano,
descendiente de Cortés, había mostrado a Brasseur aquella herencia familiar y éste lo
publicó tres años después en París, con apoyo del propio Napoleón III (Brasseur,
1869-1870). Brasseur lo había llamado «Troano» en honor de su propietario; pero, en
1875, apareció en Madrid otro fragmento, el llamado «Córtesiano», que pronto fue
reconocido por Rosny como parte de un solo y mismo códice. Hoy, ambos se
encuentran unidos en el Museo de América en Madrid, y a todo el manuscrito
plegable (con 56 hojas pintadas por ambos lados, el más largo que se conozca de los
mayas) lo conoce el mundo estudioso como Códice de Madrid.[36]
El comentario de Brasseur que acompaña al facsímil del Troano es un estudio de
caso en la falacia de la concreción extraviada. Sin la menor idea del orden en que
debían leerse los glifos del Troano (los abordó para atrás), el abate empezó a aplicar
el «A, B, C» de Landa como alfabeto, a cada glifo. Los resultados fueron desastrosos:
sus lecturas no tenían sentido y resultaban patentemente falsas, aunque él se
mantuviera abstraído ante las críticas. Su increíble descuido incluso lo llevó a
inventar una letra para el «alfabeto» de Landa que no aparece por ninguna parte en el
original. Como resultado, todo tipo de enfoque fonético de la escritura jeroglífica
maya cayó en el oprobio, del que necesitaría casi un siglo para salir.
Brasseur se fue directo al fondo, y no sólo en su infundada aplicación de los datos
tomados de Landa. Como historiador, Robert Brunhouse (1973: 130) nos dice: «… a
medida que aparecía libro tras libro, sus ideas fueron siendo cada vez más extrañas y
sus explicaciones más atenuadas, por lo que los hombres sobresalientes que lo habían
respetado iban perdiendo más v más confianza en sus pronunciamientos. No está
claro por qué se dejó engañar por su fértil imaginación».
Al parecer, las obsesiones difusionistas fueron trampa para muchos americanistas,
sensatos en otros aspectos, que simplemente no podían hacerse a la idea de que las
civilizaciones del Nuevo Mundo fueran autóctonas. ¿Se acuerdan del caballo de
juguete de las Tribus Perdidas de Israel que llevó a Kingsborough a la quiebra? Pues
bien, en el caso de Brasseur, su caballo de juguete fue el mito de la Atlántida,
continente que supuestamente se había hundido bajo las aguas en tiempos antiguos,
cataclismo del cual se creía que llegaron refugiados a las costas de Yucatán y
Centroamérica, llevando las artes de la vida civilizada. [37]
En su vejez, poco antes de morir solo en Niza en 1874, aquel simpático clérigo

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estableció su residencia en un hotel (actualmente un Holiday lnn) de la Piazza
Minerva, en Roma. Me pregunto si alguna vez pensó en el obelisco colocado sobre el
lomo de un encantador elefantito en la piazza —el Obelisco de Minerva— y en el
totalmente absurdo intento de descifrarlo hecho dos siglos antes por el jesuíta
Atanasio Kircher. Sin embargo, Kircher sólo ha sobrevivido como nota a pie de
página excéntrica pero instructiva en la historia intelectual; el nombre de Brasseur
brillará para siempre entre los mayistas, asi fuera sólo por sus descubrimientos de
archivo verdaderamente grandes. Acerca del fonetismo y de la utilidad del «A, B, C»
de Landa, tuvo razón, a pesar de todas las razones erróneas; las razones correctas
únicamente aparecerían en el transcurso del siglo siguiente.
Tin la larga cuerda del desciframiento de la lengua maya siempre ha habido dos
hilos entrelazados: el hilo fonético-lingüístico, del tipo inaugurado imperfectamente
por Brasseur, y el calendárico-astronómico. Al tocar a su fin el siglo XIX, habría de
imponerse el segundo, asociado principalmente a Alemania (pues las interpretaciones
fonéticas solían ser coto de franceses y norteamericanos). Entre los alemanes, la gran
figura —y algunos dirían casi sobrehumana— fue Ernst Förstemann, Bibliotecario
Real del Reino de Sajonia.
Förstemann ciertamente no parece un superhombre: su vida fue una existencia
prosaica entre libreros polvorientos y ficheros de biblioteca.[38]
Pero sus verdaderas aventuras ocurrían en el espíritu y qué duda cabe de que era
genial para resolver problemas complejos. Yo lo compararía no con Sherlock
Holmes, sino con su hermano Mycrofl, que aclara misterios sin moverse nunca de su
poltrona del mítico Club de Diógenes.
Nacido en Danzig en 1822 e hijo de un maestro de matemáticas del Danziger
Gymnasium, Förstemann estudió lingüística y gramática con eruditos como Jakob
Grimm (de los famosos hermanos Grimm), haciendo una investigación sobre
nombres de lugar alemanes, y se graduó como doctor en filosofía en 1844. Luego
entró en la vida prosaica de bibliotecario en Wernigrode, Sajonia. Finalmente, en
1867, fue asignado a la Biblioteca de Dresde. Apenas podemos imaginar el tiempo
que perdió allí en una ocupación sin objeto, antes de interesarse en el extraño códice
que Goetze, su predecesor, había llevado de Viena el siglo anterior, y el transcurrido
antes de que pensara hacer algo al respecto.
De acuerdo con su admirador y adepto intelectual Eric Thompson (quien, desde
luego, nunca lo conoció), Förstemann empezó sus estudios sobre el Códice de Dresde
cuando tenía 58 años y continuó publicando sobre asuntos mayas hasta el año de su
muerte (1906, a los 84 años de edad). [39] Resulta imposible pensar en este hombre —
por muchos conceptos opuesto exacto de Brasseur, el romántico francés— sin hacerlo
al mismo tiempo en el Códice de Dresde. A partir de este documento, según las
acertadas palabras de Thompson, «fue aclarada por él toda la estructura del
calendario maya».
La primera tarea de Förstemann consistió en publicar un facsimil increíblemente

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exacto del Dresde, valiéndose de la nueva técnica de la cromofotografía (Códice de
Dresde, 1880). Me considero muy afortunado de haber adquirido esa gran edición en
una subasta de libros en Nueva York, pues sólo se tiraron 60 juegos. Dado el daño
severo que sufrió el original en la segunda Guerra Mundial (pasó un buen rato bajo el
agua durante el bombardeo de la ciudad), la publicación de 1880 constituye un
registro único para los epigrafistas. Ese mismo año, Förstemann empezó a publicar
sus grandes estudios sobre el códice.
Con ayuda de los días y los meses de Landa, y gracias a una decidida inclinación
por las matemáticas adquirida en su niñez, para 1887 había descubierto:
1. La Cuenta Larga, cómputo cotidiano de días consecutivos, ininterrumpido
desde su comienzo el día 4 Ahau 8 Cumkú de la Rueda Calendáríca, miles de años
atrás.
2. Que los mayas usaron un sistema de cálculo vigesimal (de base veinte) y no
uno decimal (de base diez) como el nuestro.

Figura 22. La fecha de Serie Inicial 9. 15. 10. 0. 0 en la Estela 10


de Piedras Negras. Se cuenta hacia adelante a partir de la fecha
inicial de Cuenta Larga hasta llegar a 3 Ahau 3 Mol en la Rueda
Calendárica.

3. Cómo funcionan los almanaques de 260 días (tzolkin) en el Códice de Dresde.


4. Las tablas de Venus en el Códice: cómo hacían los mayas cálculos y
pronósticos acerca del ciclo aparente de 584 días del planeta Venus, visto desde la
Tierra.

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Por si fuera poco para una sola persona, en 1893 (cuando ya tenía 71 años)
Förstemann anunció que había reconocido en el Dresde las tablas lunares, acerca de
las cuales hoy sabemos que son una tabla para advertir sobre posibles eclipses
(considerados por los mayas una calamidad).
Hasta allí, qué bueno. Pero, ¿y todos aquellos monumentos con inscripciones que
permanecían desmoronándose en el silencio de la selva tropical? «¿Quién podrá
leerlos?», preguntaba Stephens. Aquí, el problema radicaba en la falta casi absoluta
de un cuerpo monumental: la ilustración detallada y exacta de las inscripciones en
piedra y estuco de los mayas Clásicos, a escala de la Description de l'Égypte. En
realidad, poca excusa puede haber fuera de la naturaleza en general atrasada de la
investigación sobre los mayas, comparada con el resto del mundo. Después de todo,
la fotografía existía desde tiempo atrás: hacia 1839, llegaban a París daguerrotipos de
monumentos egipcios (a decir verdad, Catherwood había usado el método
esporádicamente cuando estuvo con Stephens en Centroamérica) y la técnica del
negativo-positivo de la fotografía moderna fue inventada al año siguiente por Fox
Talbot, en Inglaterra. El explorador francés Désiré Charnay[40] y el absolutamente
excéntrico Augusto le Plongeon y su esposa (Brunhouse, 1973: 136-165)

Figura 23. Désiré Charnay (1828-1915) en la selva de Chiapas.

de vez en cuantío usaron la fotografía en las tierras bajas mayas, pero ninguno de
sus resultados podía haber ayudado mucho al proceso de desciframiento.

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En 1879, la situación empezó a mejorar. Ese año, cierto Charles Rau, de la
Institución Smithsoniana, publicó una parte del tablero del Tem-plo de la Cruz de
Palenque, en forma que cualquier epigrafista podía ha-ber usado, puesto que aparecía
en una lámina fotográfica microscópicamente exacta (Rau, 1879). Gracias al estudio
detenido de la publicación de Rau y a su conocimiento de los códices, el especialista
norteamericano Cyrus Thomas estableció, en 1882, que el orden de lectura de la
escritura maya era de izquierda a derecha y de arriba abajo, en pares de columnas
(Tilomas, 1882) (si Brasseur lo hubiera sabido, no habría cometido tantas idioteces
con el Troano).
Luego vino Maudslay, una de las pocas figuras de la investigación sobre los
mayas en la que todos parecen estar de acuerdo. Como en el caso de sus predecesores
Stephens y Catherwood, sólo los superlativos parecen adecuados para describir a este
hombre grande pero modesto y recatado: antídoto a la medida de algunos de los
colosales egos que ocuparon el escenario maya en el último siglo o cosa por el estilo.
Alfred Percival Maudslay[41] nació en 1850 y recibió la educación clásica de un
caballero inglés en Harrow y Cambridge. Empezó su carrera como secretario privado
del gobernador de Queensland, Australia, luego acompañó a sir Arthur Gordon a Fiji,
en 1878 fue cónsul británico en Samoa y, finalmente, cónsul general en Tonga. Tras
esta labor colonial en los Mares del Sur (recordada agradablemente en sus memorias
de 1930, Life in the Pacific Fifty Years Ago), fue llamado por cuestión de negocios al
Nuevo Mundo, como supervisor de una mina de oro en México y de una propiedad
frutera en California, en donde conoció a la joven norteamericana que habría de ser
su esposa y compañera durante sus exploraciones en Centroamérica.
Maudslay había leído a Stephens y estaba interesado en las ruinas mayas. En
1881 cumplió la primera de sus siete empresas en América Central, todas por cuenta
propia. Se había fijado la tarea de aportar un registro lo más completo y exacto
posible de la arquitectura, del arte y de las inscripciones de las principales ciudades
mayas conocidas, en particular, de Quiriguá, Copán, Chichén-Itzá, Palenque y la
recién descubierta Yaxchilán, situada en un recodo en U a lo largo del río
Usumacinta. Para aquel registro, usó una inmensa cámara de placa húmeda; las
placas tenían que ser reveladas in situ. Para hacer vaciados, tuvo que llevar todos los
materiales necesarios (yeso, pape) maché, etc.). Todo ese trabajo, al que se agregaba
la dificultad de levantar campamentos y abastecerlos de víveres, tenía que hacerse
bajo la lluvia y en medio del calor, en regiones desprovistas de todo sendero que no
fuera de lo más rudimentario.
Comparado con la fea competitividad del típico arqueólogo de campo maya
actual, Maudslay parece casi un santo. El ejemplo más conocido de su inigualable
generosidad de espíritu concierne a un inesperado encuentro en Yaxchílán con el
explorador francés Charnay, quien creía ser el primero en visitar las minas y
pretendía llamarlas «Ciudad Lorillard», por el rey del tabaco Pierre Lorillard, su
protector. He aquí el relato de Chamay sobre aquel encuentro:

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Nos estrechamos la mano, él sabía mi nombre, me dijo cómo se llamaba: Alfred Maudslay, londinense,
y, en tanto que mi mirada delataba mi molestia interna y yo pensaba: «Está bien», me aseguró: «No hay
razón para que esté tan afligido. Fue mera suerte haberme adelantado, como podría haberlo sido si hubiera
ocurrido lo contrario. No debe temer lo que yo cuente, pues no soy otra cosa que un aficionado, que viaja
por placer. Su caso es distinto. Mas no tengo intención de publicar nada. Venga, he ordenado que le arreglen
un lugar; las ruinas, se las cedo. Puede bautizar la ciudad, decir que la ha descubierto, en realidad, haga lo
que guste. No interferiré con usted en modo alguno e incluso puede dejar de mencionarme si prefiere». Me
sentí profundamente conmovido por su trato amable y encantado de compartir con él la gloría de haber
explorado aquella ciudad. Vivimos y trabajamos juntos como dos hermanos y nos despedimos como los
mejores amigos del mundo [Charnay, 1887: 435-436].

Tal vez haya sido espantoso hacer un registro de ese tipo, pero llevar los
resultados de su gran investigación sanos y salvos a Londres, incluyendo los
vaciados, debe haber sido igualmente espeluznante. Sea como fuere, llegaron a su
destino y Maudslay empleó a una artista, miss Annie Hunter, para dibujar, con base
en vaciados y fotografías que él le proporcionó, placas litográficas exactas de todos
los monumentos y de cada inscripción, pues Maudslay había encontrado editor en las
personas de sus amigos, los biólogos Frederick Du Cane Godman y Osbert Salvin. A
partir de 1889, cuando apareció el primer fascículo, la monumental Archaeology de
Maudslay habría de publicarse como apéndice de la obra Biologia Centrali-
Americana, en múltiples volúmenes; su Archaeology completa alcanzó su forma
definitiva en un volumen de texto y cuatro de láminas (Maudslay, 1889-1902).
No sería posible exagerar la importancia de la obra publicada por Maudslay para
la investigación maya. Por primera vez, los epigrafistas contaron con ilustraciones
increíblemente exactas a gran escala y no sólo con los torpes bocetos de Almendáriz
o, peor aún, con los absurdos de Waldeck. Con Lodo ello disponible en 1902 y
teniendo a mano buenos facsímiles de todos los códices, ¿por qué entonces no surgió
ningún Champollion tardío que descifrara realmente la clave maya? En retrospectiva,
parece extraño, pero las posibilidades estaban en contra de que sucediera, pues nadie
que se dedicara a la investigación sobre los mayas tenía la clase de preparación
lingüística y la claridad de visión que permitieron a Champollion lograr su gran
desciframiento.
Ya he hablado de la extraordinaria generosidad de Maudslay. Ésta intervino
ciertamente en el caso del editor norteamericano Joseph T. Goodman, al que, en
1892, le había llamado la atención su trabajo sobre los jeroglíficos y quien le ofreció
publicarlo como «apéndice de un apéndice», al final de su obra monumental
(Goodman, 1897). De manera un tanto sorprendente, Maudslay no había hecho
ningún intento directo de desciframiento, pero Goodman sí, y Maudslay quedó
impresionado por sus descubrimientos sobre inscripciones monumentales.
Nacido en 1838, Goodman fue un periodista que había empezado precozmente su
carrera. Antes de cumplir 23 años, ya era propietario y director del Territorial
Enterprise de Virginia City, en el entonces Territorio de Nevada. Éste había sido
lugar de! fabuloso descubrimiento, en 1859, de un filón de oro conocido como
Comstock Lode, y Virginia City era una población del Salvaje Oeste por excelencia:

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en 1870 tenía un centenar de cantinas ¡para una población de 30 000 habitantes!
Entre estudiantes de literatura norteamericana, Goodman goza de cierta merecida
fama como persona que, en 1861, dio a un muchacho llamado Samuel Clemens su
primer trabajo de escritor, el de reportero del Enterprise; a decir verdad, Clemens
firmó al principio como «Mark Twain» en una colaboración humorística para el
periódico de Goodman. Éste se hizo rico con sus inversiones en Comstock Lode y se
mudó a California, en donde fundó el San Franciscan (Twain fue colaborador en el
primer número). Luego Goodman adquirió un gran viñedo en Fresno, California, y en
la década de 1880 empezó sus estudios mayas.
El anuncio un tanto jactancioso de sus resultados, aparecidos en 1897 en la
Biologia de Maudslay, le valieron para siempre el encono de los mayistas. Según
Goodman, él había venido trabajando en las inscripciones monumentales desde 1883,
pero las publicaciones de Maudslay al respecto no empezaron a aparecer sino en
1889, por lo que es improbable que, antes de entonces, Goodman hubiera tenido a
mano en California gran cosa que le permitiera una investigación suficientemente
seria. El «Joe» Goodman de Twain pretendía que, de manera enteramente
independiente de Förstemann, había descubierto el secreto de la Cuenta Larga y la
fecha inicial 4 Ahau 8 Cumkú, pero entonces apareció Eric

Figura 24. Variantes de cabeza para los números mayas, con


equivalentes en yucateco hablado.

Thompson con suficientes indicios internos para armar un buen alegato en su


contra: poca duda cabe de que Goodman ya conocía perfectamente lo que

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Förstemann había publicado sobre el Códice de Dresde.
Sería fácil menospreciar a Goodman como fanfarrón de frontera en el mundo de
«La rana saltarina del Condado de Calaveras», pero hizo algunas aportaciones en
verdad perdurables. Entre otras, las tablas calendáricas que publicó junto con
Maudslay siguen usándose entre aquellos estudiosos que trabajan en las fechas
mayas. En segundo lugar, se le debe dar crédito como descubridor de las «variantes
de cabeza», que pueden sustituir a los números de barras y puntos en fechas de
Cuenta Larga (fig. 24). Pero mucho más significativo que todo ello fue un artículo
titulado sosamente «Fechas mayas», publicado en 1905 en el American
Anthropologist (Goodman, 1905), artículo que proponía una correlación entre el
calendario de Cuenta Larga maya y el nuestro, con base tanto en Landa y otrás
fuentes coloniales como en los códices. Fue aquél un logro notable, no tanto para el
desciframiento, sirio para la historia de la cultura maya en general, pues hasta
entonces las fechas de Cuenta Larga en los monumentos mayas Clásicos permanecían
«flotando»: el mundo estudioso en realidad no sabía bien a bien, por ejemplo, qué
siglos se incluían en el intervalo de Copán o cuándo se había producido la última
fecha de Cuenta Larga que señalaba el final del Periodo Clásico. Como muchos
grandes descubrimientos (por ejemplo, las leyes de la herencia de Mendel), el de
Goodman cayó en el olvido o fue desdeñado muchos años, hasta que el estudioso
yucateco Juan Martínez Hernández lo revivió en 1926, aportando más pruebas de su
validez; posteriormente, Eric Thompson lo corrigió por tres días (Thompson, 1935).
A despecho de los mares de tinta derramados sobre el asunto, no existe actualmente la
menor posibilidad de que estos tres estudiosos (combinados como gmt cuando se
habla de la correlación) no tuvieran razón; de suerte que, por ejemplo, cuando
decimos que Yax Pac, rey de Copán, murió el 10 de febrero de 822 en el calendario
juliano, en realidad fue así. Goodman vive.
En su autobiografía dictada en 1906, Mark Twain tuvo estas palabras
característicamente festivas acerca de Goodman, que alguna vez fue su patrón:

Hace un año estuvo aquí y yo lo vi. Vive en el jardín de California, en Alameda. Antes de esta visita al
Este, dedicó doce años al estudio menos prometedor, más difícil y obstinado que nadie haya emprendido
desde tiempos de Champollion; pues se propuso averiguar lo que significan esas esculturas que la gente
encuentra en las selvas de América Central. Y en verdad lo averiguó y publicó un gran libro, resultado de
sus doce años de estudio. En él da el significado de aquellos jeroglíficos, por lo que los científicos de su
especialidad, tanto en Londres y Berlín como en otras latitudes, le reconocen su posición de experto
afortunado en ese complejo estudio. Pero él no es más conocido que antes: lo conoce sólo esa gente
[Clemens, 1924: I, 277].

Sin embargo, Goodman tuvo la última palabra. Cuando Twain murió en abril de
1910, Goodman dijo a Albert Bigelow Paine, primer biógrafo del gran escritor:
«Estoy muy apenado, y al mismo tiempo contento, de que Mark haya terminado tan
bien. Sólo Dios sabe el miedo mortal que tuve de que alguien lo parara en algún
museo oscuro antes del final» (H. Hill, 1973: 206).

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El fin del siglo XIX y el principio del xx es la gran era de los registradores, y en
ella Maudslay ciertamente ocupa el sitio de honor: el trabajo sobre inscripciones
mayas necesariamente empieza con él. Pero no muy atrás estaba el avinagrado
austriaco de origen alemán Teobert Maler.[42] Siendo estupendo fotógrafo, como
Maudslay, mediante una cámara de gran formato con placas húmedas, en vez de los
sustitutos de 35 mm enteramente insatisfactorios de generaciones posteriores de
mayistas, Maler registró con enorme detalle las estelas y los dinteles de toda una
variedad de sitios en los que ni siquiera soñaron los primeros exploradores. En la
década de 1890, los norteamericanos habían empezado a masticar goma ávidamente,
y el chicle —ingrediente básico— debía ser extraído de árboles de la selva por
expertos buscadores, en las tierras bajas mayas del sur. Los chicleros, impróvido pero
en general valiente grupo de bribones (conocí a algunos), abrieron cientos de
senderos por todo el Petén, encontrando docenas de ciudades mayas hasta entonces
desconocidas. Era aquél un mundo que no descubrieron Stephens, Catherwood,
Waldeck ni tampoco Maudslay, y, en ello, Maler fue el precursor. Charles Pickering
Bowditch, el formalísimo bostoniano que financiaba la investigación centroamericana
del Museo Peabody de Harvard, contrató al testarudo e insoportable Maler para
explorar y estudiar sitios como Yaxchilán, Piedras Negras, Seibal, Tikal y Naranjo.
Desde 1901 hasta 1911 (algún tiempo después de que el exasperado Bowditch retirara
a Maler los fondos), las grandes fotografías de monumentos tomadas por éste
aparecieron en las láminas de un volumen tras otro de Memorias del museo.[43] Pero,
a diferencia de la Biología de Maudslay, estas láminas no van acompañadas de
dibujos, lo cual tal vez obedezca a que Maler fue un dibujante terrible y en realidad
tenía poca idea de cómo debían ser los glifos mayas: dudo de que supiese siquiera lo
que era una fecha de Cuenta Larga. Mas esas grandes series complementan
exactamente las de Maudslay; ambas constituyen un verdadero cuerpo y junto con los
códices publicados forman la base en que se han apoyado los verdaderos
desciframientos del presente siglo.

Según el diccionario, una victoria pírrica es aquella ganada a un costo demasiado


elevado.
Tal fue el resultado de una batalla que arreció a fines del siglo XIX y principios
del xx entre dos campos rivales. Por una parte, estaban aquellos que en Francia y
Estados Unidos tomaron en serio el «A, B, C» de Landa y que consideraban la
escritura maya de naturaleza en gran parte fonética. Por la otra, se hallaban los
negativistas: aquellos que se burlaban del «alfabeto» de Landa y que tenían una idea
básicamente kircheriana de los glifos, como «pictográficos» o «ideográficos»
(independientemente de lo que esto quiera decir). Los negativistas, en su mayoría
alemanes, ganaron de momento, pero el costo fue medio siglo de retraso en el
desciframiento.
La primera salva de artillería en aquella guerra, desde luego, fue disparada por el

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infatigable Brasseur de Bourbourg, de cuyo abortado esfuerzo para leer el Troano,
usando el «A, B, C» de Landa como alfabeto, ya hemos hablado. Brasseur había
caído en la misma trampa en que el diplomático sueco Åkerblad se había dejado
atrapar seis años antes, al tratar de leer la escritura demótica de la Piedra Roseta:
como las pocas palabras que Åkerblad había descifrado en el texto demótico estaban
escritas alfabéticamente, el hombre creyó que todo el sistema era exclusivamente
alfabético (Pope, 1975: 64). Por brillante que fuera, Åkerblad no llegó a ninguna
parte, pues la escritura es logográfica.
Rosny, compatriota de Brasseur, llegó a una comprensión más firme de los
problemas que incidían en la escritura maya. Léon Louis Lucien Prunol de Rosny
(1837-1914) fue un distinguido orientalista, con una bibliografía que incluía tanto
trabajos sobre el chino, el japonés, el coreano, el tai y el vietnamita, como obras más
generales sobre la lengua y los sistemas de escritura.[44] Después de Rafinesque, en
un estudio publicado en 1870, Rosny fue el primero que trató de ubicar, dentro de una
estructura mayor, la extraña escritura centroamericana (a la que llamó calculiforme,
«en forma de piedrecita», que en realidad no es mala descripción). Aquel hombre
singular, probablemente el mejor preparado de los aspirantes a descifrador del maya
del siglo pasado, fue, como Brasseur, un gran descubridor: encontró el Códice de
París en 1859 y reconoció el Cortesiano como parte del Códice de Madrid en 1883.
Pero la rama de Rosny descansa en su Essai sur le Déchiffrement de l’Écriture
Hiératique de l’Amérique Centrale (Ensayo sobre el desciframiento de la escritura
hierática de América Central). En él, Rosny identificó correctamente los glifos de las
direcciones del mundo (fig. 25) y fue el primero en escoger elementos fonéticos entre
los signos de días y de meses dados por Landa y por los códices.
Rosny y su traductor al español y patrocinador, Juan Rada y Delgado, estaban
convencidos de que el abate Brasseur y sus discípulos habían fracasado tan
lamentablemente porque en realidad no habían leído ni entendido lo que decía Landa:
que los mayas no usaban sólo «ciertos caracteres o letras» que nos dio en su «A, B,
C», sino también «figuras» y «algunas señales de las mismas». En otras palabras, la
escritura maya era una mezcla de signos fonéticos y de logogramas. Fue trágico que
la claridad de visión mostrada por estos dos hombres tuviera que verse oscurecida por
el humo de la batalla polémica que estaba por empezar.
Después de Brasseur, el personaje identificado más íntimamente con el enfoque
fonético fue el antropólogo pionero norteamericano Cyrus Thomas.[45] Hijo de padres
alemanes inmigrantes y nacido en 1825 en el este de Tennessee, Thomas había
recibido la educación de frontera de aquellos tiempos, como era de esperar. En un
principio practicó el derecho en Illinois y fue brevemente ministro luterano, pero su
vocación era la vida científica. Thomas se dedicó a la entomología y a la agronomía
(su bibliografía incluye tiernos títulos como «Más sobre el gusano de la esciara» y
«Las arañas ¿son peligrosas?»), pero pasó los últimos 28 años de su larga vida (murió
en 1910) en la gran Oficina de Etnología Americana de Estados Unidos. Thomas era

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un hombre tenaz y argumentador que libró la batalla correcta por la verdad científica;
la más perdurable de sus victorias fue la destrucción de la idea racista de que los
terraplenes del este de Estados Unidos fueron obra de alguna raza no india de
constructores de túmulos.
Thomas empezó a publicar sobre la escritura maya en 1881, aproximadamente al
mismo tiempo que Förstemann daba principio a su trabajo sobre el Dresde, y es claro
que, desde un principio, tuvo una perspectiva muy distinta de la de la escuela
alemana. En 1882 publicó su propio estudio de la parte Troano del Códice de Madrid,
identificando por primera vez las ceremonias del Año Nuevo, que ocupaban cinco de
sus páginas (Thomas, 1882). Landa describe con gran detalle esos ritos, que se
desarrollaban a fines de cada año en el Yucatán prehispánico tardío, y la aguda
inteligencia de Thomas captó la relación con lo que estaba

Figura 25. Las direcciones del mundo descubiertas por Rosny y


los colores asociados descubiertos posteriormente por Eduard
Seler.

viendo en el Troano: era la primera ocasión en que una relación etnohistorica se


usaba en el desciframiento. Simultáneamente, su preparación científica se dejaba ver
en el rigor con el que estableció de una vez por todas el verdadero orden en que
debían leerse los glifos mayas.
Hacia fines de la década de 1880, Thomas se había convencido de que una gran
paite del sistema maya era fonética o, por lo menos, según dijo en un artículo de 1893
publicado en el American Anthropologist (Thomas, 1893), se hallaba «en una etapa
de transición de lo puramente ideográfico a lo fonético». A Thomas se le había
grabado un pronunciamiento hecho por el comisario general franciscano fray Alonso
Ponce, quien había estado en Yucatán en 1588. Ponce describió los libros plegables
mayas, y la escritura que contenían, de la manera siguiente:

Los naturales de Yucatán, entre todos los habitantes de la Nueva España, son especialmente encomiables

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por tres cosas: Primero, que antes de la llegada de los españoles hacían uso de caracteres y letras, con los
que escribían sus historias, sus ceremonias, y el orden de sacrificios a sus ídolos, y sus calendarios, en libros
hechos de la corteza de cierto árbol. Eran éstos largas tiras, de un cuarto o un tercio (de yarda) de ancho,
doblados y plegados, de modo que parecían un libro encuadernado en cuarto, poco más o menos. Aquellas
letras y caracteres sólo eran entendidos por los sacerdotes de los ídolos (a los que en esa lengua se les llama
ahkines) y por algunos nativos principales. Con posterioridad, algunos de nuestros frailes aprendieron a
entenderlos y a leerlos, e incluso los escribían [Brinton, 1890: 234-235; las cursivas son mías].

Thomas no podía creer que los misioneros se hubieran molestado en aprender una
escritura que consistiera meramente de caracteres simbólicos.
Un norteamericano, el distinguido lingüista y etnólogo Daniel Garrison Brinton,
de Filadelfia, quien ciertamente conocía al dedillo las lenguas y las fuentes, opinaba
que los glifos mayas eran «iconomáticos», abstrusa palabra con la cual quería decir
que se basaban principalmente en el rebus, el principio de la «escritura de acertijos»,
tan importante para todas las escrituras primitivas conocidas (Brinton, 1886). Era el
método que usaron los aztecas y posiblemente otros pueblos del México no maya
para escribir sus nombres de lugar. Un ejemplo citado por Brinton proviene de la lista
de tributos aztecas, el signo de un lugar llamado Mapachtepec, que significa «en el
Cerro de los Mapuches». En vez de mostrar un mapache, el amanuense dibujó una
mano, o ma-itl, asiendo un manojo de heno, pach-tli en náhuatl (la lengua azteca).
Por tepec, «en el cerro», el amanuense dibujó una montaña convencionalizada.

Figura 26. Escritura rebus azteca: Mapachtepec.

Ahora bien, Thomas no sólo creía que los amanuenses mayas hubieran avanzado
más allá de esa supuesta etapa evolutiva, sino que, como el egipcio, el sistema maya
tal vez incluyera signos fonético-silábicos, signos «ideográficos» (a los que en la
actualidad llamaríamos «logogramas») y posiblemente incluso determinativos
semánticos. Todavía más sorprendente es la sugerencia de Thomas de que «es
probable que el mismo carácter pueda encontrarse en un lugar como fonético, en
tanto que en otro conserva su significado simbólico»; en resumen, ¡estaba sugiriendo
la polivalencia! No es de sorprender que David Kelley (1976: 4) haya afirmado
recientemente: «Creo que él tenía una visión más clara de la naturaleza de la escritura
que cualquier otro hombre de su época».
En la obra de Thomas hay cierto rasgo conmovedor que casi nos mueve a llanto.

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En opinión de Kelley, tanto Tilomas como Rosny fueron mucho más allá de las
pruebas y se abrieron por sí solos al ataque justificado. Pero ambos se anotaron
algunos acienos reales en el desciframiento de los códices y algunas de sus lecturas
aún conservan su validez. Ya hemos de ver a estos dos estudiosos defendidos en
nuestra propia época nada menos que por Yuri Knorosov, quien siempre los ha
considerado como pioneros.
El ataque contra los fonetistas se desató en serio en 1880, cuando la Sociedad
Anticuaria Norteamericana, en Worcester, Massachusetts, publicó un panfleto titulado
«El alfabeto de Landa: una falsificación española», de cierto Philipp J. J. Valentini,
doctor en filosofía (Valentini, 1880). No tengo idea de quién fuera Valentini, pero
parece un tipo extremadamente acerbo, un maestro de escuda de lengua viperina que
dicta conferencias a un grupo de alumnos de oscuro ingenio. Aunque el panfleto sea
actualmente poca cosa más que una curiosidad olvidada, vale la pena asomarse a él,
pues el enfoque y la metodología de Valentini habrían de esgrimirse como cachiporra
contra los fonetistas, muy entrado ya nuestro propio siglo.
Una parte del argumento de Valentini proviene de principios de la época colonial
en el México no maya, en particular de aquellas regiones en que se hablaba la lengua
náhuatl. A los nativos se les pedía aprender de memoria el Padre nuestro, el Ave
María y el Credo. Como dice Valentini de manera tan simpática: «Era tarea difícil
para los maestros [los frailes] meter a fuerza el largo texto latino en las estólidas o
mejor dicho ignorantes cabezas de los pobres indios». ¿Qué hicieron entonces los
frailes? En una parle del mundo en que sólo se conocía la escritura pictográfica,
dibujaron imágenes de objetos, cuyos nombres en náhuatl empezaban con sonidos
similares a aquellos con los que empezaban las palabras adecuadas en la misma
lengua. Así, para Pater noster, dibujaban un estandarte (pantli), y un nopal (nochtli),
y así sucesivamente.
Como Valentini no se hacía a la idea de que ningún «jeroglífico centroamericano»
podía haber sido otra cosa que escritura pictográfica, pensó que Landa había
recurrido a las mismas triquiñuelas con el maya. De tal suerte, reconstruyó la
siguiente trama, con «pobres indios» y todo:

Imaginemos a nuestro docto obispo Landa sentado en el refectorio de su convento en Mérida. Un grupo
de indios descalzos aguarda a la puerta y Landa indica al vocero designado que se acerque a la mesa. Como
respuesta a su pregunta sobre el objeto en que pensaría y que dibujaría al oír el sonido de a, el hombre, con
mano un tanto vacilante, empieza a trazar ante sus ojos, tal pequeña imagen…

Dejemos, por nuestra parte, temporalmente de lado el hecho de que los


principales informantes de Landa fueron Juan Nachi Cocom y Gaspar Antonio Chi,
nobles príncipes uno y otro, que difícilmente pueden haber sido los rústicos descalzos
que imagina Valentini; ambos eran servidores de las casas reales yucatecas y
probablemente también diestros amanuenses. Así, de acuerdo con Valentini, Landa
debe haber recorrido el alfabeto español en la medida en que era aplicable a la lengua

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maya, pronunciando las letras una por una y dejando que sus paniaguados nativos
seleccionaran una imagen adecuada de algo del mundo real para cada sonido en
turno. Para sacarse este conejo particular del sombrero, Valentini tenía a la mano un
ejemplar del diccionario de maya yucateco de Pío Pérez ( 898). Pero Valentini era tan
desaseado en su ejercicio como Brasseur, blanco principal de su ataque. Por ejemplo,
explicó el signo ca de Landa con el dibujo de un peine, seleccionado por el indígena
analfabeto «porque la palabra maya caa significa arrancar el cabello a alguien»; en la
actualidad, ca se acepta generalmente como representación de la aleta de un pez (en
yucateco, «pez» es cay).
Sin embargo, a despecho de su tozudez, Valentini había dado en algo real: los
signos aportados por los informantes de Landa en verdad representaban sonidos
producidos por Landa al pronunciar para sus amigos mayas los nombres de las letras
en español. Pero no eran símbolosimagen del tipo que se figuraba Valentini.
Sin embargo, Cyrus Thomas fue un estudioso mucho más creíble que Brasseur y
sus trabajos reunieron a un grupo de oponentes más formidable, esta vez en
Alemania.
Era aquélla la Alemania de Bismarck, con su unidad recién lograda y un imperio,
renovado por la aplastante derrota que acababa de infligir a los franceses. En cultura,
en saber y en ciencia pocos se le igualaban en aquellos tiempos y, ciertamente, en el
campo de la investigación americanista simple y sencillamente no había nadie de la
estatura del estudioso prusiano Eduard Seler, gigante intelectual a quien Eric
Thompson (1950: 31) en alguna ocasión llamara «el Néstor de los estudios de
América Media».[46] Nacido en 1849 en una familia pobre, Seler había casado con
una mujer muy rica y culta, por lo que nunca en su larga vida tuvo que preocuparse
por cuestiones financieras. También tuvo la buena suerte de lograr el patrocinio del
duque de Loubat, quien no sólo dio el dinero para sus viajes a Mesoamérica, sino que
también publicó los largos y detallados estudios de los códices mexicanos, que se
completaron con facsímiles a color de los manuscritos. Increíblemente bien preparado
para su investigación (conocía la mayoría de las lenguas principales de Mesoamérica
y daba clases de maya y náhuatl), dotado de un espíritu enciclopédico y de una
memoria visual excepcionalmente buena, Seler fue fundador de la investigación
iconográfica mesoamericana: fue el primero en demostrar, con base en el arte y en los
libros prehispánicos, que existía cierta unidad fundamental en el pensamiento y la
religión mexicanos y mayas. Su producción fue estupenda: sólo sus ensayos
escogidos llenan cinco volúmenes muy gruesos y todos valen todavía la pena leerse.
Seler debe de haber sido un hombre maravilloso, con su larga barba blanca,
sentado en su gran biblioteca de erudito, escudriñando manuscritos y libros, la
imagen misma del profesor del Viejo Mundo. En cariñosa reminiscencia, Lotte
Höpfner, sobrina suya (criada por su tía y su tío), recuerda al viejo:

En invierno, mi tío trabajaba en un pequeño invernadero contiguo a la biblioteca, permaneciendo de pie,


ante un gran escritorio. En las tibias noches de verano, aquel escritorio se colocaba en una saliente y se

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alumbraba mediante una luz, protegida contra el viento. ¡Cuántas veces, regresando a altas horas de la
noche de los bailes, cuando subía a la colina de Fichteberg, vi brillar aquella luz entre el denso follaje del
jardín y destacar la silueta del viejo letrado de cabeza alargada y luenga barba! Su mirada escrutadora erraba
a lo lejos: Seler de seguro recibía sus revelaciones científicas en el silencio profundo de la noche [Höpfner,
1949: 63; traducción mía].

Los últimos años de Eduard y Caecilie Seler ciertamente fueron tristes. Sufrieron
mucho durante y después de la primera Guerra Mundial y, en noviembre de 1922, el
decano de la investigación americanista, para entonces enfermo y viejo, murió en su
casa de Berlín. Sus cenizas fueron colocadas en una urna de estilo azteca en el
mausoleo familiar de su esposa en Steglitz, adonde Caecilie acabó reuniéndosele.
Pero su espaciosa casa y la biblioteca única en su género fueron destruidas totalmente
durante el sitio de Berlín, al término de la segunda Guerra Mundial.
Seler fue centro y punto focal de un brillante círculo de americanistas alemanes,
dentro de una tradición que había empezado con Förstemann. Entre ellos se
encontraba Paul Schellhas, ligado estrechamente a Förstemann, quien, en 1897,
publicó una clasificación de deidades de los manuscritos mayas, que aún tiene uso
universal, como base para abordar cada dios o algún complejo de dioses, junto con
los glifos asociados a cada deidad (Schellhas, 1897). Acertadamente, decidió indicar
cada dios sólo con una letra mayúscula de nuestro alfabeto, por lo que todavía nos
referimos al Dios A, al Dios B, al Dios K, al Dios N, y así sucesivamente, aunque en
algunos casos sus nombres puedan leerse actualmente tal y como eran conocidos por
los antiguos mayas.
Cualquiera habría podido pensar que el propio Seler, con su formidable dominio
de las lenguas, la etnohistoria, la arqueología y de todos los códices mesoamericanos
conocidos, era la persona precisa para hacer un desciframiento champollionesco de la
escritura maya, pero, en realidad, su culto al detalle y su recelo por el pensamiento
intuitivo bloquearon efectivamente esos caminos. A decir verdad, el único
desciframiento maya cuyo crédito puede reclamar es la identificación de los glifos de
los principales colores del mundo (asociados con las cuatro direcciones del mundo en
los códices mayas: fig. 25) (Kelley, 1976: 4).
Volvamos ahora a Cyrus Thomas: ¿cómo podía un fronterizo de Tennessee
sostener un debate con una enciclopedia ambulante como Seler? La respuesta es que
no lo sostuvo.
La batalla real entre Thomas y Seler apareció en las páginas de la revista
norteamericana Science en los años de 1892 y 1893.[47] Thomas había cometido el
error de presentar sus lecturas fonéticas de los códices como «clave» de los
jeroglíficos y Seller aceptó el reto. No necesitó mucho tiempo el estudioso prusiano
para demoler la mayoría de las lecturas de Thomas, basadas en una errónea
identificación tanto de los objetos representados como de los glifos individuales.
Seler ciertamente tenía razón de recusarla como «clave», pero no está claro lo que
pensaba de la escritura maya corno sistema o si pensaba en ella en alguna medida.

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Además, fiel a la naturaleza semasiográfica de los jeroglíficos mayas, como toda la
escuela alemana Seler ocasionalmente parece haber aceptado algún tipo de lectura
fonética, pero siempre con una aclaración.
La aclaración era que, si bien los símbolos de las letras de Landa «sin lugar a
dudas poseen cierto valor fonético» y en tanto que los mayas probablemente escribían
de la manera indicada por él en la época colonial, en un principio no podían escribir
textos de ese modo, sino que adoptaron el «método de Landa» a instigación de los
misioneros. Sombras de Valentini. Y, también, sombras de Kircher, pues Seler lanza a
Thomas su pretensión de que «sin duda, gran parte de los jeroglíficos mayas eran
símbolos convencionales, basados en el principio ideográfico».
Ante ataque tan furioso, Thomas capituló abyectamente. En 1903, a la edad de 78
años, publicó un artículo general titulado «Escritura jeroglífica centroamericana» en
el Informe Anual de la Institución Smithsoniana (Thomas, 1903). He aquí lo que dijo
entonces: «Hasta donde se ha determinado, los glifos en gran parte son símbolos (no
caracteres fonéticos), que se usan para denotar números, días, meses, etc.» La
«inferencia fonetista no sólo es dudosa», sino que, debido a que alrededor de la mitad
de las inscripciones consisten en «símbolos numéricos, símbolos calendáricos, etc.»,
no podemos sino concluir «que su contenido vinculado a la historia de las tribus por
las que fueron hechas es escaso o nulo». ¡Un pueblo con escritura, pero sin historia
escrita! Difícilmente se parece a lo que había predicho Stephens, ante las ruinas de
Copán, tantos años atrás.
Pero ése era el consenso de los estudiosos mayas en aquellos tiempos. Los
números y las fechas mayas lo habían conquistado todo y los fonetistas yacían
tendidos en el campo de batalla. Algunos años después, el joven Alfred Marston
Tozzer (1919: 445) conoció al viejo Goodman, sólo un año antes de la muerte de éste.
Tozzer describe el encuentro como sigue:

Fue en una comida en el Club de la Facultad de Berkeley, en septiembre de 1916, y el que escribe,
debido a sus estudios en el mismo campo, tuvo el honor de sentarse junto al señor Goodman, quien por
entonces tenía 78 años. Fue un momento tan largamente esperado como nunca olvidado.
El veterano estudioso habló de los textos mayas durante más de una hora, sin dejar de insistir cada vez
más en la importancia de los elementos numéricos, y finalmente, como conclusión, afirmó que, según creía,
no trataban de historia, sino de aritmética y de la ciencia de los números, y como el único método
prometedor para enfocar el significado de los caracteres todavía sin descifrar —método gracias al cual,
agregó, había logrado él sus grandes adelantos— era el matemático y no el fonético, verdaderamente
desechó este último, delatando cierta impaciencia.

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V. LA ERA DE THOMPSON

HASTA su muerte, ocurrida en 1975, apenas unos meses después de ser nombrado
caballero por la reina Isabel II, John Eric Sidney Thompson dominó los estudios
mayas modernos por la sola fuerza del intelecto y de la personalidad.[48] Thompson
nunca ocupó puesto universitario alguno ni tampoco tuvo estudiantes; jamás esgrimió
el poder como miembro de ningún comité dictaminador de becas ni como director de
ninguna publicación nacional; y en la organización a la que sirvió durante tantos
años, la Institución Carnegie de Washington, nunca lomó decisiones ejecutivas. Sin
embargo, a uno y otro lado del Atlántico, sólo los mayistas valientes o los tontos de
capirote se atrevían a pronunciarse en contra de su opinión.
Ni siquiera después de tanto tiempo me parece fácil escribir acerca de Eric
Thompson de manera desapasionada: me siento dividido entre mi admiración por él
como erudito y la simpatía que inspira su persona, por una parte, y un profundo
disgusto ante ciertos aspectos de su obra y por el modo en que trató a algunos de sus
oponentes, por la otra. A diferencia de algunos que merecieron su desaprobación, Eric
(como me siento inclinado a llamarlo) solía tolerarme como a una especie de
«oposición leal», aunque en ocasiones lanzara puyas sarcásticas dirigidas contra mí.
Tuvimos un amigo común en el arqueólogo americanista Geoffrey Bushnell, del
Downing College, en la Universidad de Cambridge. Tras leer una serie de artículos y
de reseñas un tanto heréticos de los que yo era autor, Eric dijo a Geoffrey que «Mike
Coe es otro Pepe el Gordo: le gusta hacer estremecerse a la gente», irónica referencia
a uno de los personajes de The Pickwick Papers. Desde entonces, firmé las cartas que
le dirigía como «Pepe el Gordo» y él firmó las suyas como «Mister Pickwick».
Supongo que el estilo de su prosa fue lo primero que atemperó mi entusiasmo por
algunas de las publicaciones de Eric. Como no usaba su saber ágilmente, sus artículos
y sus libros solían llevar el pesado lastre de las referencias literarias y mitológicas;
encuentro de lo más engorrosas las citas inoportunas de poetas y de prosistas ingleses
que encabezan los capítulos de su opus magnum, La escritura jeroglífica maya
(Thompson, 1950). La consumada presuntuosidad de todo aquello me aterraba, pero
ejercía un gran influjo entre los arqueólogos, lo cual lamento decir. Ello era
especialmente cierto en América Latina. El arqueólogo mexicano Alberto Ruz, amigo
muy allegado de Thompson, dijo lo siguiente en un obituario;

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Para la presentación de su investigación y de sus conclusiones, Thompson poseía magníficas dotes de
escritor. Sus conceptos, perfectamente organizados, fluyen con claridad, sustentados en un lenguaje al
mismo tiempo simple, preciso y rico, adornado discretamente con alusiones literarias e históricas en las que
florece su amplia erudición humanística [Ruz Lhuillier, 1976-1977: 318; la traducción es mía].

En cierta ocasión comuniqué mis sentimientos acerca del estilo de Eric a un


estudioso mexicano sumamente culto, explicándole que, para ser realmente efectiva,
la prosa inglesa debe escribirse de la manera más simple posible: básicamente, que un
escritor en nuestra lengua debía tratar de parecerse más a Hemingway y menos a
Thompson. Mucho me temo que mi mensaje no alcanzó su objetivo.
En la actualidad, entre la generación más joven como entre las víctimas de sus
acerbos ataques hay clara inclinación a descalificar totalmente a Thompson: estaba
muy, muy equivocado acerca de la naturaleza de la escritura jeroglífica maya, por lo
que debe haberlo estado acerca de lodo lo demás. No comparto esa opinión.
Thompson hizo algunos descubrimientos tremendos y se le debe dar crédito por ellos.
Sin embargo, su papel en el desciframiento de la escritura maya fue enteramente
negativo, por embobecedor y erróneo como lo había sido el de Atanasio Kircher al
detener el desciframiento del egipcio antiguo durante casi dos siglos.

Eric Thompson fue producto de la época eduardiana, educado como miembro de


aquella clase media alta que dio a la Inglaterra de antes de la primera Guerra Mundial
médicos, oficiales militares, abogados, clérigos y, a veces, hombres de letras: los
profesionistas pudientes de una sociedad muy cómoda y bien educada. Nació en
1898, la víspera del Año Nuevo, y fue hijo de un médico londinense. En 1912 dejó la
casa de Harley Street 80 para ingresar en la escuela pública, el antiguo Winchester
College; al paso de los años, habría de dedicar uno de sus libros a su fundador
medieval, William de Wykeham, quien había «echado su pan al agua».
Al estallar la Gran Guerra, Eric se vio atrapado en ella siendo todavía un
mozalbete. Tras dar una edad falsa, se enroló en el Regimiento Escocés de Londres y
sirvió en el horroroso mundo de las trincheras, en donde fue herido de gravedad.
Enviado de regreso a Inglaterra a recuperarse, terminó su carrera militar como oficial
de los Guardias de la Corriente Fría. Al producirse el Armisticio, en vez de ingresar
inmediatamente en una de las universidades de Oxbridge, como habría hecho
cualquier miembro más típico de su clase, Eric viajó a Argentina. Los Thompson eran
en realidad una familia angloargentina, pues su padre había nacido en aquel país. Eric
se trasladó a la estancia de los Thompson en Arenaza, 331 kilómetros al oeste de
Buenos Aires, de la que eran dueños desde la década de 1820, y allí pasó los cuatro
años siguientes trabajando en la ganadería como gaucho, por lo que llegó a hablar el
español de manera enteramente fluida; hasta donde tengo conocimiento, era uno de
los pocos mayistas no latinos que se sentía como en casa en esa lengua (en su
mayoría son casi monolingües).

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La Argentina de aquellos tiempos era una sociedad profundamente dividida, con
gran intranquilidad laboral y mucho conflicto de clases. La gran inmigración de
obreros y campesinos extranjeros que previamente había alimentado la economía
argentina dio paso a una clase baja radicalizada, a medida que empeoraba aquella
economía, de tal suerte que, en 1919, al año siguiente de la llegada de Eric al país, se
habían producido matanzas xenofóbicas de «bolcheviques». Los Thompson
seguramente habrían estado entre la elite de grandes terratenientes puesta en
entredicho por aquel movimiento izquierdista, y bien puede haber sido ese medio el
que conformó las actitudes tenaces de Eric acerca de la amenaza comunista.[49]
¿Especulación? Quizá, pero no cabe la menor duda de que su inflexible posición
política conservadora de épocas subsecuentes definió su reacción hacia la amenaza
más intelectual de la Rusia bolchevique.
De regreso a Inglaterra en 1922, Eric ingresó a Cambridge, en donde estudió para
graduarse en antropología bajo la dirección de A. C. Haddon. No tengo la menor idea
de por qué escogió la antropología pues, por lo que sé, Eric en realidad no tenía muy
buena opinión ni de la materia ni de la gente que la practicaba. Poca o ninguna
referencia hay en cualquiera de sus obras publicadas acerca de las glorias del pasado
en ese campo o de sus descubrimientos y sus teorías. Por ejemplo, Eric escribió
mucho acerca de la religión maya, pero nos veríamos en apuros para descubrir en él
cualquier conocimiento de los grandes pensadores sobre la religión en general, como
Durkheim, Fraser o Malinowski. Es como si alguien buscara hacer, carrera en
biología evolucionista y decidiera pasar por alto a Darwin.
Tal vez fuera posible disculparlo al respecto, pero eso definitivamente afectó su
obra futura sobre los glifos mayas. La fuerza más grande de la antropología quizá
radique en su enfoque comparativo de la variedad humana y cultural en el tiempo y
en el espacio, Haddon, mentor de Thompson, fue un precursor en la práctica de los
estudios comparativos. Básicamente, los antropólogos descubrieron hace tiempo que
los pueblos de todo el mundo con niveles similares de complejidad cultural han
surgido con respuestas institucionales extraordinariamente similares al enfrentarse a
problemas similares; por ejemplo, la invención de los sistemas de escritura jeroglífica
como respuesta a las necesidades de los Estados políticos nacientes. Thompson nunca
reconoció que lo que sabemos acerca de las antiguas civilizaciones del resto del
mundo —en China, en Mesopotamia o en el Mediterráneo— podía arrojar luz sobre
sus queridos mayas. Ellos fueron únicos.
Sea como fuere, el interés de Eric por los mayas se despertó en Cambridge.
Durante su estancia allí, Thompson vio a Alfred Maudslay recibir un grado
honorífico y, valiéndose de An Introduction to the Study of the Maya Hieroglyphs, de
S. G. Morley, publicado en 1915, estudió por sí mismo el calendario maya. Cierto día
fatal de 1925, Eric escribió a Morley, quien por entonces dirigía el proyecto de la
Institución Carnegie en Chichén-Itzá, para pedirle trabajo. Lo que tenia que ofrecer,
según nos cuenta en su autobiografía (Thompson 1963a: 5-6), era que sabía computar

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fechas mayas, pasión particular de Morley. La respuesta fue afirmativa y, tras ser
entrevistado en Londres por el arqueólogo norteamericano Oliver Ricketson y su
esposa Edith (ambos habían realizado excavaciones en Uaxactún), Thompson fue
contratado por la Carnegie.

Debe haber sido maravilloso conocer a Sylvanus Morley; quienes lo hicieron lo


alababan unánimemente como ser humano (pero no necesariamente como científico).
A. V. Kidder, colega suyo durante mucho tiempo, una vez lo describió como «ese
pequeño, miope y dinámico manojo de energía» (Kidder, 1950: 93-94).[50] Nacido en
1883, hasta el fin de su vida en 1948 Morley fue portavoz de los antiguos mayas ante
el mundo exterior, un vulgarizador en el mejor sentido de la palabra, a través de sus
libros, de sus conferencias y c e sus artículos de revista. Sé de más de un arqueólogo
que de chico se sintió atraído a ese campo leyendo alguna de las colaboraciones de
Morley en el National Geographic, vivamente ilustrada con la presentación a color de
una supuesta virgen de peliculesco huipil en el momento de ser arrojada al Cenote
Sagrado de Chichén-Itzá.
Morley obtuvo su licenciatura en Harvard en 1907, y en 1908 su maestría. En un
principio se interesó por la egiptología, pero fue orientado al campo de los mayas
tanto por F. W. Putnam, entonces director del Museo Peabody de Harvard, como por
Alfred Tozzer, neófito profesor del Departamento de Antropología, quien habría de
ser mentor de la mayoría de los mayistas descollantes de la pasada generación,
además de editor de la Relación de Landa.
Harvard fue la institución precursora de la investigación sobre los mayas pues, en
1922, había enviado la primera expedición arqueológica verdadera a las selvas
mayas, en este caso, a las ruinas de Copán (Gordon, 1896). En aquellos días de la
diplomacia de cañonera y de las dóciles repúblicas bananeras, gracias a un generoso
contrato, el Museo Peabody pudo, por espacio de los siete años siguientes, traer
(legalmente) un tesoro mostrenco de monumentos clásicos de Copán, realizando así,
por lo menos en parte, el sueño de Stephens cuando éste adquirió el sitio por 50
dólares. Pero un verdadero programa de excavación se había puesto en marcha por
primera vez en una ciudad maya. Así empezó la era de las grandes expediciones, que
andando el tiempo habría de ver la participación de la Institución Carnegie, la
Universidad de Pensilvania, la Universidad de Tulane (bajo la dirección del
pintoresco y bebedor Frans Blom) y del Instituto Nacional de Antropología e Historia
de México. Fue aquélla una especie de edad de oro que duró hasta la segunda Guerra
Mundial.
Carnegie fue siempre la primera en el campo, con recursos económicos y
humanos que ninguna universidad podía igualar. La historia del modo en que fue
atraída a ese tipo de actividad se ha contado repetidas veces.[51] En síntesis, tres
estudiosos fueron invitados por la Institución Carnegie de Washington a presentar
planes alternos para un programa de investigación antropológica en gran escala. En

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retrospectiva, el mejor era el del etnólogo británico W. H. R. Rivers, para un enorme
proyecto de investigación entre las rápidamente cambiantes y amenazadas culturas de
Melanesia; pero Morley había presentado un extenso plan de investigación sobre los
mayas y éste fue aceptado en julio de 1914, basándose en gran parte en el infinito
entusiasmo del ínfimo epigrafista por su materia.
Morley partió el año siguiente a hacer trabajo de campo entre los monumentos de
Copan, cuyo resultado publicó en un enorme volumen en 1920. Sabía que en la
extensa región del Petén, en el norte de Guatemala —en donde Stephens alguna vez
había imaginado una gran ciudad aún habitada—, debían existir muchas ciudades en
ruinas sin descubrir y él soñaba con encontrarlas. El chicle (cómo hemos visto,
materia prima para la goma de masticar) era extraído por los chicleros nativos del
árbol de chicozapote, y éste crecía profusamente cerca de las ruinas mayas (los
antiguos habían usado su madera para dinteles y vigas arquitectónicos), por lo que
Morley prometió una prima de 25 dólares en oro a cualquier chiclero que le
informara de alguna ruina desconocida con piedras inscritas. Entre otras, aquella
generosidad condujo al descubrimiento de Uaxactún, a un día de camino al norte de
Tikal, a la que Morley bautizó así por una estela que presentaba una fecha de octavo
ciclo (Uaxactún = «8 tunes»).
A causa de un malentendido por parte de soldados guatemaltecos muy propensos
a disparar, quienes creyeron que eran revolucionarios, el grupo de Morley fue
emboscado en el trayecto de regreso de Uaxactún, al otro lado de la frontera con
Honduras Británica, donde perdió la vida el médico de la expedición. Morley apenas
salvó la suya.
«Vay» Morley era un dirigente nato, y desde 1924 empezó a reclutar arqueólogos
para una investigación de dos vertientes sobre los antiguos mayas, cuyo centro, en el
sur, era Uaxactún, bajo la dirección de los Ricketson, y, en la Península de Yucatán, la
mucho más accesible Chichén-Itzá, en cuya vieja hacienda estableció él mismo su
centro de operaciones. No habría de pasar mucho tiempo antes de que Chichén fuera
una Meca para turistas extranjeros de visita en Yucatán, donde a menudo eran
entretenidos por el entusiasta «Vay» en persona. Morley había desarrollado una idea
de la civilización maya que habría de conservar hasta el último día de su vida: que las
ciudades del sur como Copán y los centros del Petén, habían formado parte de un
«Viejo Imperio», una teocracia unida encabezada por sacerdotes ilustrados, para
quienes la guerra era cosa detestable. Con el tiempo, aquella pacífica Arcadia se
desintegró por razones desconocidas y la población huyó al norte en dos grandes
migraciones, para fundar un «Nuevo Imperio», con ciudades como Uxmal, Labná,
Kabah y Chichén-Itzá. Luego, éstas también sucumbieron, en esta ocasión ante
repugnantes guerreros adoradores de ídolos que procedían del centro de México.
En estos días en que la mano del muerto del profesionalismo reina soberanamente
en arqueología, resulta agradable mirar en retrospectiva el tipo de personas que
Morley llevó a Carnegie y la vida que tuvieron. Pocos de ellos tenían esa tarjeta

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gremial de los tiempos modernos, el doctorado (aunque todo el mundo lo llamaba
«doctor Morley», ni siquiera él obtuvo nunca ese grado). Se dice que los hermanos
Smith, Bob y Ledyard, fueron reclutados para la excavación de Uaxactún por Oliver
Rickelson en el bar del concurrido Fly Club de Harvard. Gus Strömsvik, quien luego
dirigiría el provecto de Carnegie en Copán, era un tosco marinero noruego que había
saltado del barco en Progreso, Yucatán, y empezado a trabajar en Chichén reparando
los camiones de la expedición. Ed Shook empezó su carrera como dibujante de
Carnegie y Tatiana Proskouriakoff como artista. Todos resultaron ser muy, muy
buenos arqueólogos.
Ningún arqueólogo de Carnegie tuvo nunca que compaginar sus excavaciones
con un programa académico, pues ellos nunca enseñaron; tampoco tuvieron que pasar
interminables horas preparando propuestas para un financiamiento incierto, pues la
cornucopia de Carnegie era eterna; y ninguno, con excepción del propio jefe, tuvo
que dedicar tiempo y energía enormes a negociar permisos de excavación con
gobiernos extranjeros, pues Carnegie tenía acuerdos de largo plazo con México,
Guatemala y Honduras. Disponían de artistas tamo en el campo como al volver a la
sede nacional, en el centro de operaciones de Carnegie en Cambridge (contiguo al
Peabody), y se les garantizaba publicación expedita. ¡Era el Paraíso! No es
sorprendente que colegas envidiosos llamaran a Carnegie «El Club».
En retrospectiva, las fallas de Morley como jefe de un proyecto científico en gran
escala se hicieron evidentes al paso del tiempo. Por mucho que conquistara la
fidelidad de su personal y la admiración de sus superiores en Washington, es
lamentable el hecho de que, a despecho de 17 años de investigación en Chichén-Itzá
financiada por Carnegie, la mundialmente famosa ciudad sigue siendo un enigma
arqueológico: los especialistas todavía discuten acerca de su naturaleza, su cronología
e incluso de la realidad de la «invasión» tolteca que, según creen los tradicionalistas
como yo, dio por resultado algunos de sus edificios más famosos, como El Castillo.
La mayoría de los arqueólogos contratados por Morley dedicaban su tiempo a
restaurar las construcciones en ruinas para edificación de los turistas y muy poco a la
reconstiucción de un panorama cultural del antiguo Chichén, basada en una sólida
cronología. El joven Thompson desperdició sus considerables aptitudes en aquella
suerte de trabajo, dirigiendo la reconstrucción del friso del Templo de los Guerreros,
y no apreció la tarea:

Trabajé semanas bajo el candente sol de Yucatán acomodando las piedras, desplazándolas a veces cerca
de veinte metros para ver si encajaban. Parte del tiempo tuve un ayudante maya que se encargaba de los
movimientos, pero en mi memoria parecería que yo hubiera levantado personalmente cada bendita piedra
[Thompson, 1963a: 30],

En cambio, el proyecto de Uaxactún, dirigido por Oliver Ricketson y después por


los hermanos Smith, se anotó un éxito resonante, dando el primer panorama completo
de la vida y la muerte de una ciudad Clásica, que sigue siendo válido y útil en la

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actualidad. Por lo que toca a Morley, su posición era desesperada, de modo que, en
1929, el programa arqueológico de Carnegie fue reorganizado y puesto bajo la
dirección de Alfred Vincent Kidder, viejo amigo y socio suyo, quien había sido
primer excavador y sintetizador de la prehistoria de los indios pueblo
norteamericanos (Roys y Harrison, 1949: 218). Kidder tema el doctorado, era un
verdadero profesional, un arqueólogo orientado a la antropología y el hombre preciso
para encabezar «El Club» en el transcurso de las décadas siguientes. Morley pasó el
resto de su vida laborando en la viña de la epigrafía, que, al fin y al cabo, había sido
su primer amor.
Pero, ¿qué ocurrió con él como epigrafista? Le encantaba repetir que su labor
principal era «anotarse éxitos epigráficos»; mas, ¿qué clase de éxitos eran ésos?
Asomémonos a sus dos obras principales al respecto. Inscriptions of Copán, de 1920,
es un enorme lomo de 643 páginas, 33 láminas y 91 ilustraciones; pero el verdadero
romperrocas, el «Gordo» de la epigrafía maya, The Inscriptions of Petén, fue
publicado en 1937-1938, en cinco volúmenes que contenían un total de 2065 páginas,
187 láminas y 39 mapas. Ahora bien, suponiendo que tenga usted a mano la Biologia
Centrali-Americana de Maudslay, compare su trabajo con el de Morley y verá lo que
estuvo mal En vez de Jas magníficas fotografías de Maudslay, hechas todas con su
elefantiásica cámara de placa húmeda en gran formato, las de Morley son terribles.
Todavía peores son las presentaciones en blanco y negro de Copán y Peten: burdas y
sin detalles esenciales, no pueden compararse con las magníficas placas litográficas
que preparó para Maudslay su artista Annie Hunter.
Pero el verdadero problema es aún más profundo. El «éxito epigráfico» de
Morley consistió casi exclusivamente de fechas, de muchas fechas. Morley tenía un
don indudable para arrancar posiciones de Cuenta Larga y de Rueda Calendárica a los
materiales menos prometedores: esleías erosionadas y rotas tiradas en la selva, a
menudo cubiertas de liquenes y musgos. Dada la idea prevaleciente sobre la
naturaleza y el contenido de las inscripciones mayas Clásicas que por entonces
sustentaban Morley y casi todos los demás especialistas durante el apogeo de
Carnegie, no es sorprendente que aquellos grandes tomos —a diferencia de los de
Maudslay— virtualmente hicieran caso omiso de todas las paites del texto que no
fueran de manera explícita calendáricas o astronómicas. Simple y sencillamente
quedaron fuera todas aquellas pequeñas inscripciones tan bien labradas e incisas junto
a las figuras de los que entonces eran considerados sacerdotes gobernantes mayas.
Por consiguiente, en sus años de trabajo en Copán y el Petén, Morley nunca produjo
un verdadero cuerpo de inscripciones mayas, como tampoco lo hizo nadie de
Carnegie, ni siquiera Thompson. A diferencia de Maudslay, al parecer nunca
pensaron que valía la pena.

Es probable que también haya sido por eso que Thompson abandonó la Institución
Carnegie y Chichén-Itzá al terminar la temporada de 1926, pues su inteligencia era

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demasiado grande para ser desperdiciada en la reconstrucción arquitectónica. Le
ofrecieron, y aceptó, un puesto en el Museo Field de Historia Natural de Chicago, que
abría mayores horizontes a sus intereses trascendentes. Eric fue un excelente
arqueólogo práctico y dirigió excavaciones en diversos sitios de Honduras Británica
(en cierto modo, es una lástima que no haya sido él, sino Morley, el director del
proyecto de Chichén, pues ahora ciertamente estaría en mucho mejor posición para
hablar al respecto). Pero lo más importante para su pensamiento futuro acerca de los
antiguos mayas fue que dedicó tiempo de excavación a estudiar a los propios mayas
vivos: a los kekchis y a los mopanes del sur de la colonia, tanto como a los mayas
itzáes de Socotz, al occidente.
Entre sus trabajadores e informantes etnológicos había un joven maya socotz
llamado Jacinto Cunil. quien habría de ser amigo de toda la vida y compadre de Eric.
No podría sobreestimarse la influencia de este hombre en Thompson: el último
capítulo de Rise and fall of Maya Civilization (Thompson, 1963b) (nótense los
acentos gibbonianos), que sintetiza sus ideas sobre los mayas, es en esencia un himno
a Jacinto como modelo de las virtudes y los rasgos que él atribuía a los lejanos
antepasados de Cunil: moderación en todas las cosas, honradez, humildad y profunda
devoción religiosa. Tal vez haya sido así, pero Cunil tenía otra cara —que llegué a
conocer muy bien durante el verano de 1949—, un mundo espiritual del que Eric
debe haber estado consciente, pero que consiguió eliminar por completo de sus libros.
Por moderado que Jacinto fuera habitualmente, sé por experiencia que podía ser una
persona sumamente misteriosa, casi un místico intolerante. Para valernos de la
terminología clásica que agradaba tanto a Eric, en su actitud y en su personalidad era
mucho más dionisiaco que apolíneo. Y, por lo que sabemos de los antiguos mayas,
con base en el testimonio de los glifos y de la iconografía, fue ese aspecto misterioso,
verdaderamente sobrenatural de la persona de Cunil, el que prevaleció entre los
gobernantes de elite en las ciudades Clásicas de las tierras bajas.
En resumen, según Thompson, los antiguos sacerdotes responsables del
calendario fueron básicamente anglicanos ortodoxos como él mismo, por lo que
encontró una profunda afinidad con aquellos sabios y astrónomos antiguos. No es
sorprendente que su principal aportación al desciframiento se limitara al calendario y
a la influencia de los antiguos dioses en la vida de los mayas. A partir de donde se
habían quedado Förstemann y Goodman, durante su estancia en Chicago empezó a
concentrarse en problemas calendáricos, y más todavía cuando, en 1936, fue
contratado como investigador por la Institución Carnegie (puesto que habría de
conservar hasta la disolución del programa de investigación de ésta sobre los mayas,
en 1958).
Cercano colaborador en aquella empresa fue John E. Teeple, ingeniero químico
radicado en Nueva York, quien había sido alentado por Morley a estudiar los
problemas calendárteos mayas como pasatiempo. En una brillante serte de artículos
que empezó en 1925, Teeple resolvió el

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Figura 27. La Serie Suplementaria, del Dintel 21, en Yaxchilán.

misterio de lo que los epigrafistas llamaban la «Serie Suplementaria» y que había


traído locos a Goodman, Morley y Charles Bowditch, del Museo Peabody de
Harvard.[52] Corno habrá de recordarse, los textos de la mayoría de los monumentos
clásicos empiezan con la Serie Inicial, fecha de Cuenta Larga que llega a cierto día y
cierto mes de la Rueda Calendé rica de 52 años. Ahora bien, entre los glifos de día y
de mes habitualmente aparece un grupo de otros glifos, a algunos de los cuales se
agregan números, entre los que se incluye la «Serie Suplementaria».
Teeple demostró que la mayoría de esos glifos, a los que se había designado
mediante letras no compromisorias, presentaban fechas lunares para el día o la noche
determinados de la Serie Inicial: el número de días transcurridos desde la última luna
nueva, la posición de esa lunación particular en un ciclo de seis lunas o meses lunares
y si aquel mes lunar era de 29 o 30 citas (los mayas evitaban las fracciones o los
números decimales). Aún más sorprendente fue que Teeple descubriera que los
astrónomos de Copán habían calculado, con alguna fórmula, que 149 lunas eran
iguales a 4 400 días, lo cual correspondería en nuestros términos a 29. 53020 dias de
lunación promedio, ¡sólo 33 segundos de error respecto a su valor conocido! Acto
seguido, Teeple pasó a demostrar la relación entre los cálculos anteriores y las tablas
de eclipses, que habían sido señaladas en el Códice de Drescle por el astrónomo
norteamericano Robert Willson en las primeras décadas de este siglo. Todo ello
agregaba credibilidad a la idea casi universal de que las inscripciones mayas trataban
exclusivamente de calendario y astronomía.
Thompson poseía un claro don para ese tipo de trabajo: como su amigo Teeple,
habría sido un excelente sacerdote calendárico maya. El primer gran problema al que
se enfrentó fue el de la correlación entre los calendarios maya y cristiano. Ya hemos
visto que Goodman había aparecido con una propuesta de correlación, pero ésta fue

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desechada de manera general en 1910, cuando Morley publicó la propia (Morley,
1910), que posteriormente sería defendida por el joven arqueólogo e historiador del
arte Herbert Joseph Spinden; en vez de fechar el Periodo Clásico alrededor de 300-
900 d. C., según lo indicaba el esquema de Goodman, ello lo habría hecho retroceder
unos 260 años.
Cuando Juan Martínez Hernández resucitó, en 1926, la correlación de Goodman,
Thompson se unió al cortejo. Eric defendería su posición hasta el fin de sus días, aun
cuando la opinión más «informada» e incluso la nueva técnica del carbón radiactivo
parecieran estar en contra suya. En este caso, el tiempo ha demostrado que Goodman,
Martínez y Thompson estaban exactamente en lo cierto.
Retrocedamos ahora a la llamada «Serie Suplementaria» (o, más bien, «Lunar»)
de los monumentos. A la cabeza de la línea, inmediatamente después del glifo de día,
se halla un signo al que se designó con la letra «G»; en realidad, el Glifo G es una
sucesión de glifos alternos. Thompson (1929) demostró que había nueve de ellos y
que formaban un ciclo de nueve glifos diferentes en senes que se repetían una y otra
vez. Lo cual tal vez carezca de relación con la Luna. Eric fue un eterno admirador de
Eduard Seler, quien había muerto cuando él todavía se dedicaba a arrear ganado en
las pampas argentinas. La gran fuerza de Seler —que también habría de ser la de
Thompson— radicaba en su admirable conocimiento de las fechas tanto del centro de
México como de los mayas. El sabio prusiano estaba tan familiarizado con los
códices mexicanos como con los manuscritos mayas, lo cual lo condujo a grandes
ideas acerca de la naturaleza de las páginas de Venus y del Año Nuevo en el Dresde.

Figura 28. El Glifo G: los Nueve Señores de la Noche.

Eric sabía que las fuentes de la época colonial sobre los aztecas, y los propios
códices, nos dicen que había Nueve Señores de la Noche, sucesión de nueve deidades
que presidían las horas de oscuridad, cada cual, masculina o femenina, con su propio
augurio (bueno, malo o indiferente), y demostró que, en cualquier caso, funcional y

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estructuralmente había que vincular las secuencias maya y mexicana. Fue aquél un
gran logro que, una vez más, demostraba la unidad fundamental de los sistemas de
pensamiento mesoamericanos, aunque deba admitirse que ni siquiera hoy podemos
leer los nombres de los dioses mayas del Glifo G o hacer una correlación de cada cual
con la serie mexicana.
Habiendo demostrado que un ciclo de nueve operaba de manera concurrente con
todos los demás ciclos en el increíblemente complejo calendario de permutación de
los mayas, Thompson (1943b) procedió a desenterrar otro ciclo más en el gran
esquema del calendario antiguo: éste medía 819 días, producto de los números
mágicos 7 (número de la tierra), 9 (el cielo) y 13 (el lnframundo). Hasta la fecha,
nadie sabe exactamente lo que significa, pero ese ciclo fue importante entre la elite
Clásica para ceremonias asociadas a las direcciones del mundo, a los colores de éste y
al enigmático Dios K o Kauil, deidad tutelar de la casa real. En las ciudades de las
tierras bajas, como Tikal, las grandes calzadas tal vez hayan visto largas procesiones
por aquellos «caminos reales» los días en que empezaban los ciclos de 819 días.

Figura 29. Los glifos de cuentas de direcciones: a. Indicador de


Fecha Posterior («cuenta hacia adelante»). b. Indicador de Fecha
Anterior («cuenta hacia atrás»).

Desde los tiempos de Goodman, los estudiantes de la materia habían sabido que,
además de la fecha de Serie Inicial, en los monumentos Clásicos había otras fechas, a
las que confusamente llamaban «Serie Secundaria»; éstas se daban como posiciones
en la Rueda Calendárica, alcanzadas por «Números de Distancia», contados hacia
adelante en el futuro o hacia atrás en el pasado. Aquellas «fechas extra» podían
hallarse en cualquier punto, desde unos cuantos días hasta millones de años a partir
de la fecha de Serie Inicial, y durante mucho tiempo nadie supo qué hacían allí la
mayoría de ellas. Algunas caían claramente en aniversarios de la fecha de apertura,
por ejemplo, a intervalos de 5 tunes (5 × 360 días), 10 tunes, 15 tunes, en tanto que

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otras señalaban las terminaciones de grandes periodos en la marcha constante de la
Cuenta Larga (como el primero de enero de 2000 seguramente aparecerá marcado en
nuestro calendario). Thompson (1934 y 1943a) contribuyó de manera importante al
estudio de aquellos cálculos, reconociendo los llamados glifos indicadores de «cuenta
progresiva» y «cuenta regresiva» y el glilo para el periodo de 15 tunes.
Lo anterior aún no respondía a la insistente pregunta sobre lo que significaban
realmente todas aquellas fechas. ¿Era cierto que los mayas rendían culto al propio
tiempo? Si no había historia en las inscripciones, entonces tal vez para eso habían
estado allí aquellos viejos sacerdotes del calendario. Thompson pensaba que la
respuesta a por lo menos parte de la pregunta había sido dada por el siempre
ingenioso Teeple, quien, con aquella clase de ejercicio, acostumbraba matar el tiempo
que pasaba en largos viajes por tren. En 1930, apareció Teeple con su Teoría de los
Determinantes (Teeple, 1930: 70-85), una manera extraordinariamente extraña y
compleja de demostrar la existencia de algo que ahora, en primer lugar, podemos
decir que nunca existió. Por su proceder, me recuerda todos esos bellos experimentos
emprendidos el siglo pasado por los físicos a fin de explorar la naturaleza del «éter»,
que, según se suponía en aquel entonces, cubría los espacios vacíos del universo.
En resumen, Teeple afirmaba que por lo menos algunas de las fechas «raras» de
los registros —aquellas que no caían en terminaciones de periodo— eran intentos de
los mayas por hacer que su Rueda Calendárica, que no tomaba en cuenta los días
intercalares o los años bisiestos, ajustara con la verdadera longitud del año civil
(alrededor de 365 y cuarto días). Supuestamente, los determinantes expresaban el
error acumulado desde el mítico principio del calendario de Cuenta Larga, en el
cuarto milenio antes de Cristo. Poco más de 30 años habrían de transcurrir antes de
que la Teoría de los Determinantes se fuera al éter intergaláctico y desapareciera para
siempre: Teeple había perdido el tiempo.
Benjamin Lee Whorf es uno de los personajes más interesantes y simpáticos de
toda la investigación maya. Si bien su impacto en la ciencia lingüística fue enorme
(todavía se discute mucho acerca de sus teorías), sus esfuerzos por descifrar la parte
no calendárica de los jeroglíficos mayas han caído en suelo estéril, y en la actualidad
se consideran como poco más que curiosidades intelectuales. Y, sin embargo, para
empezar, valió la pena desplegar aquellos esfuerzos que, en mi opinión, mantuvieron
abierto un cauce de investigación que de otro modo habría sido cerrado
herméticamente por los poderes existentes y, en especial, por Thompson.
Hay curiosas contradicciones en tomo de Whorf. Aunque tenía cierto parecido
con Robert Taylor, estrella hollywoodense de la vieja guardia, helo ahí llevando una
existencia bastante prosaica en el ramo de seguros en Hartford. Era a un mismo
tiempo místico y científico, teóricamente riguroso y con frecuencia desordenado en
los hechos.
Hijo de un artista comercial, había nacido en 1897 en Winthrop, Massachusetts.
[53] Tras graduarse de ingeniero químico en el Instituto Tecnológico de Massachusetts

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(mit), entró a trabajar en ingeniería de protección de incendios para la Fire Insurance
Company, de Hartford, Connecticut. Como a otros dos talentosos yanquis de la
misma ocupación (el compositor Charles Ives y el poeta Wallace Stevens), su labor
profesional en Seguros Hartford le ofrecía bastante oportunidad de dedicarse a su
pasatiempo preferido. En el caso de Whorf, era el estudio de la lengua. En 1928, sus
estudios lo llevaron a la lengua náhuatl y a su investigación de toda la vida sobre la
familia lingüística más general (el utoazteca) a la que pertenece ésta.
Al paso del tiempo, fue un lingüista verdaderamente bueno, en gran parte gracias
a la influencia de Edward Sapir, a quien conoció en 1928. Cuando Sapir llegó al
recién fundado Departamento de Antropología de Yale, tres años después, Whorf se
matriculó en su primer grupo como estudiante especial y se dedicó a la lengua hopi
de Arizona, otro miembro de la familia utoazteca. Aquélla fue su aportación
perdurable al conocimiento. La investigación de Whorf lo llevó a creer, según ha
dicho su albacea literario, John Carroll (1956: 17), que «la extraña gramática de los
hopis podría significar un modo distinto de percibir y concebir las cosas por parte de
un hablante del hopi por nacimiento», hipótesis que tuvo enorme influencia en los
círculos intelectuales gracias a una serie de populares artículos para la Technology
Review del MIT. Si Whorf (y su mentor Sapir) tuvieran razón, entonces tal vez todos
nosotros hemos sido condicionados en nuestra visión del mundo y de la realidad por
la gramática particular en la que pensamos y hablamos.
Aproximadamente por la misma época en que conoció a Sapir, Whorf se
obsesionó por los glifos mayas, y fue alentado en su empeño tanto por Herbert
Spinden, en aquel entonces del Museo de Brooklyn, como por Alfred Marston
Tozzer, de Harvard. Nacido en 1877, Tozzer fue miembro fundamental en el mundo
mayista, preparador de la mayoría de las figuras importantes de ese campo y, al
mismo tiempo, individualista e iconoclasta. Nunca se llevó particularmente bien con
el sistema establecido de Carnegie; recuerdo bien mi primera entrevista con aquel
apuesto hombrecito de bigote como cepillo de dientes, en los salones del Museo
Peabody, cuando yo aún no me graduaba, y también su indignada y aguda denuncia
de La civilización maya, de Morley (1946), que acababa de publicarse y que yo
apenas había terminado de leer con sorpresa y admiración.
En 1933, Whorf publicó, en Papers, del Museo Peabody, «El valor fonético de
ciertos caracteres de la escritura maya» (Whorf, 1933). La introducción de Tozzer
parecía destinada a molestar a sus empantanados colegas: «Con no poca satisfacción,
el Museo Peabody publica su artículo sobre un asunto que la mayoría de los
estudiantes de maya hace tiempo habían considerado prácticamente cerrado. Con
gran perspicacia y valor, Whorf se atreve a reabrir la cuestión fonética».
Asombrosamente, Teeple también alentó a Whorf a publicar e incluso cubrió el
costo de algunas ilustraciones, pese al hecho de que él (Teeple) había escrito apenas
tres años antes: «Puedo prever la clara posibilidad de que cuando sean descifrados las
inscripciones y los códices mayas, no encontraremos absolutamente nada más que

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números y astronomía, con una mezcla de mitología y de religión» (Teeple, 1930:
31). Su magnanimidad tal vez refleje la simpatía de un ingeniero químico por otro.
Desde un principio, Whorf insistió en que un sistema de escritura debe registrar la
lengua hablada, por lo que su estudio tenía que desarrollarse en el terreno de la
lingüística. Los intentos anteriores por descifrar los glifos valiéndose del «alfabeto»
de Landa fueron «hechos precipitadamente por personas que no eran lingüistas
científicos», como ciertamente había ocurrido. «La lista de caracteres de Landa tiene
ciertas señales inequívocas de ser genuina y de que es reflejo de un sistema fonético».
Era genuina porque: 1) el signo u es sujeto en tercera persona como prefijo de un
verbo, o posesivo de tercera persona, o bien constructo de un genitivo subsecuente
cuando está antes de un nombre (en términos actuales, sería una construcción
ergativa); 2) la «doble escritura» de varios sonidos (dos signos por letra para a, b, l, u
y x) es reflejo natural de un sistema que tuvo diversos modos de representar esos
sonidos simples: lo que hoy llamaríamos polivalencia; y 3) cuando las fuentes de
Landa le dieron los signos para las sílabas ca y ku, ello fue «reflejo natural de un
sistema silábico».
Por razones muy naturales, Whorf se dedicó exclusivamente a los códices, dado
que sus textos habitualmente van acompañados de ilustraciones que podrían dar
claves sobre la lectura, demostrando con ejemplos del Dresde que el bloque de glifos
de arriba de cada imagen tiene una estructura lingüística: primero el verbo, luego el
objeto y al final el sujeto (habitualmente un dios), lo cual refleja cercanamente el
orden vos habitual del maya yucateco: recuérdese «conoce al consejo el escriba»
Lo lamentable fue que, llegado el momento de aplicar aquellas generalizaciones
sumamente válidas a la dura realidad del desciframiento glífico, Whorf pareció
desmoronarse y cometió errores tan egregios como los de Brasseur y Thomas. Tanto
en aquel artículo como en otro publicado en 1942, Whorf se mostró como un
atomista: en palabras recientes del joven epigrafista Steve Houston (1989: 15),
«Whorf decía que los signos se podían reducir a partes todavía más pequeñas, que un
gancho indicaba un sonido, dos líneas otro», posición ésta muy extraña para ser
adoptada por alguien que sabía cómo funcionaban los primeros sistemas de escritura
del Viejo Mundo. Aquel desaliño lo hizo vulnerable al ataque del sistema establecido
mayista.
Sin embargo, Whorf se anotó algunos aciertos. Identificó en los códices el signo
del verbo «taladrar» y le atribuyó, sin demostrarla aún, la lectura de hax (adoptada
posteriormente por Thompson sin acreditarla a Whorf), a más de usar los signos ma y
ca de Landa para descifrar el signo del mes Mac (ma + ca), precursor del gran
camino que habría de abrirse diez años después en la Unión Soviética. Y, desde
luego, tenía razón para leer en los códices el signo de nombre del Dios D como
Itzamná, deidad suprema maya en el Yucatán tardío previo a la Conquista.
Whorf no tuvo que esperar mucho tiempo el principio de los ataques. En el
número de Maya Research correspondiente a enero de 1935, el abogado irlandés

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Richard C. E. Long, gran amigo de Thompson, publicó un artículo titulado «Escritura
maya y mexicana» (Long, 1935), que en gran medida expresaba la opinión recibida
de los oponentes de Whorf, que eran muchos. Omito mencionar los detalles de la
larga refutación que hizo Long de las lecturas individuales de Whorf, pues qué duda
cabe de que tenía razón y Whorf no. En cambio, abordaré los principales argumentos
de Long, pues aquí el caso era el opuesto.
Para Long, sólo la escritura «verdadera» o «completa» puede expresar cualquier
palabra de la lengua; en cambio, la escritura «embrionaria» no, aunque incluso así
pueda trasmitir cierta información. La escritura maya es «embrionaria», nos dice:
«No creo que en ningún caso haya una verdadera oración gramatical». Long no
acepta como verbos los verbos de Whorf. Una vez que se deja de lado el material
numérico y calendá-

Figura 30. El intento de desciframiento de la página 38b del


Códice de Madrid hecho por Whorf, ejemplo de su enfoque
atomístico de los glifos.

rico conocido, simple y sencillamente no queda espacio para decir gran cosa.
Aceptando de mala gana que pudiera existir alguna pequeña dosis de fonetismo en
ciertos glifos no calendáricos, Long afirma que éstos son comparables con la escritura
rebus o de acertijo de los aztecas y, como esa otra escritura «embrionaria»,
probablemente estén limitados a a expresión escrita de nombres de persona y de
lugar.
Pero el programa real y subyacente de Long es su negativa a atribuir a los mayas
de piel morena una cultura tan compleja como las de Europa, China o el Cercano
Oriente. He aquí un par de citas reveladoras: «E. B. Tylor dijo hace mucho que la
escritura marcaba la diferencia entre la civilización y la barbarie…», «… queda el
hecho de que ninguna raza nativa de América poseyó una escritura completa y por
tanto ninguna alcanzó la civilización, de acuerdo con la definición de Tylor». Idéntico
cuasi racismo habría de teñir Study of Writing, obra publicada en 1952 por Ignace
Gelb, y mucho me temo que también otras obras de este siglo.
Whorf respondió a Long en el número de Maya Research correspondiente a

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octubre de 1935, usando un lenguaje misteriosamente profético:

… esta postura de Long es metodológica por su implicación. Podría ser reconfortante, en el sentido de
que absolvería a los arqueólogos de su responsabilidad si dejan de atender el problema del desciframiento
de esas combinaciones de caracteres. Pues, si el señor Long está en lo cierto, podemos tener la
tranquilizante seguridad de que esos «jeroglíficos» no pueden constituir enunciados definitivos y positivos;
enunciados que podrían exigirnos revisar las teorías arqueológicas acerca de los mayas o de la historia de la
cultura en general. Por tanto, podemos proceder casi como si no existieran [Whorf, 1935].

Aquí, Whorf se adelantó alrededor de 50 años a su época y volvió a hacerlo con


su predicción de que «con el tiempo será posible reconstruir las lenguas de las
ciudades del Viejo Imperio [esto es, las Clásicas], asi como nuestros estudiosos han
reconstruido el hitita».
Whorf murió el 26 de julio de 1941, tras una «prolongada y morosa» enfermedad,
a la edad de 44 años. Thompson prefirió no criticar la obra de Whorf en vida de éste,
contentándose, al parecer, con la paliza que ya había recibido de manos de Long.
Pero, nueve años después de su muere, Eric aprovechó (o desperdició) la ocasión, en
un apéndice a La escritura jeroglífica maya (Thompson, 1950: 311-313). Lo empezó
con una hiriente cita de John Buchan: «Vieja cualidad de la naturaleza humana es
estar segura de su camino, cuando se halla en mitad de la niebla». La primera línea
del párrafo inicial es ejemplo revelador del jaez de las invectivas de Eric cuando
estaba a la ofensiva… o a la defensiva:

Era mi intención pasar por alto los intentos de Whorf por leer la escritura jeroglífica maya, suponiendo
que, a estas alturas, todos los estudiosos de la materia los habrían enviado a ese limbo en que ya se
encuentran las desacreditadas interpretaciones de Brasseur de Bourbourg, Rosny, Charency, Le Plongeon,
Cresson y Cyrus Thomas.

Thompson fue luego a la yugular, tomando tres de los argumentos más débiles de
Whorf y lamentándose a muerte de ellos, al mismo tiempo que evitaba
deliberadamente la parte en verdad importante del mensaje whorfiano: sus
pronunciamientos generales acerca de la probable naturaleza de la escritura. Esta
metodología causa gran impresión en el incauto o en el ignorante: se ataca al
oponente en una multitud de detalles y se evitan los problemas mayores. Eric lo hizo
así con Matthew Stirling en 1941, cuando «demostró», para satisfacción propia y de
la mayoría de sus colegas, que la civilización olmeca era posterior a los mayas
Clásicos (Thompson, 1941); en la década 1950, cuando «demostró» a su oponente
tuso, Knorosov, que estaba equivocado; y, una vez más, en un artículo postumo, que
«demostraba» que el Códice Grolier era apócrifo.
Casi no hay modo de defender las lecturas de Whorf: son erróneas casi en su
totalidad. Pero su verdadero mensaje —que la escritura de los mayas debe registrar
fonéticamente una u otra lengua maya— aún vive. La investigación de Whorf sobre
los mayas fue una tragedia de final absolutamente feliz.
Abrigo sentimientos muy encontrados acerca de lo que algunos consideran no

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sólo la obra más grande de Thompson, sino también el alfa y el omega de toda la
investigación mayista: La escritura jeroglífica maya de 1950. [54] A pesar de mi
aversión hacia muchos aspectos de esa enorme obra, todavía la uso como libro de
texto en mi curso sobre la materia y virtualmente obligo a mis estudiantes a
adquirirla. Para quienquiera que desee saber cómo funcionan realmente el calendario
y la astronomía mayas, esc libro es obligado. Eric fue un soberbio iconografista, que
dio a conocer ideas sumamente sagaces y en general correctas acerca de la religión y
la mitologia mayas: Jacinto Cunil ejerció aquí una influencia positiva. Dejando de
lado la pesada capa de alusiones seudoliterarias, aún queda mucho por aprender del
libro. Yo lo considero no una especie de Summa Hieroglyphicae de la escritura maya,
como lo hacen muchos, sino una gigantesca y compleja obstrucción que detuvo el
desciframiento entre toda una generación de estudiosos occidentales, mantenidos en
cautiverio por su solo tamaño y su detalle, y probablemente también por la afilada
lengua de Thompson.
Sin embargo, primero, las noticias buenas. Eric presentó algunas lecturas nuevas
en su obra de 1950 y éstas en general se han mantenido a la luz del gran
desciframiento de nuestra época. Determinó que un signo, muy común en los códices,
en donde aparece unido a signos principales, se puede leer como te o che, «árbol», o
«madera», y como clasificador numérico en cuentas de periodos de tiempo, como
años, meses o días. Por ejemplo, en yucateco, no se puede decir ox haab por «tres
años», sino que debe decirse ox-te haab, «tres-te años». En los diccionarios
modernos, te. también significa «árbol», y este otro significado del signo fue
confirmado cuando Thompson lo encontró en compuestos que acompañaban a
imágenes de árbol es en el Códice de Dresde. También dio con la lectura de tu para
otro prefijo que aparece antes de cuentas de dias; es el posesivo de tercera persona
que cambia números cardinales como «tres» en ordinales («tercero»). Éste
ciertamente fue un avance, pues le permitió leer el peculiar sistema de fechas usado
en dinteles de sitios yucatecos como Chichén-Itzá.[55]

Figura 31. Lecturas de glifos hechas por Thompson. a. te,


«árbol», «madera»; clasificador numérico. b. ti, «en», «sobre»,
«con». c. tu, «en su (de él)/suyo (de ella)/su (de animal o cosa)».

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Como era de esperar, las opiniones de Thompson sobre el «alfabeto» de Landa
eran claramente ambivalentes, aunque fue el primero en ver que su signo ti, con el
que termina la oración que da el obispo como ejemplo, ma in kati («no quiero»),
funciona igual que la preposición locativa yucateca ti», «en», «sobre»; el que también
pudiera haber funcionado corno signo puramente fonético-silábico, según dejaba
implícito Landa, fue algo que Eric simplemente no pudo aceptar.
Allí estaban, entonces, tres glifos que el primer antifonetista de su tiempo podía
leer en lengua maya yucateca. ¡Esto empieza a parecer subversivo! Más aún, desde
1944, Thompson había demostrado que el par de aletas de pez o, a veces, un par de
peces, que flanqueaban la cabeza del patrono del mes, en el gran glifo que siempre
introduce una fecha de Serie Inicial en un monumento Clásico, es un signo rebus: el
pez es un tiburón, xoc en maya (Thompson, 1944). (Recientemente, Tom Jones ha
demostrado que xoc dio origen a la palabra inglesa shark.) Además, xoc también
significa «contar» en maya.
Aquellos desciframientos fueron sin excepción avances importantes, pero
Thompson no siguió por el mismo camino. ¿Por qué? La respuesta es que Eric era
cautivo de aquella misma disposición de espíritu que, en el siglo I a. C., había llevado
a las absurdas interpretaciones de los jeroglíficos egipcios por Diodoro de Sicilia, al
igualmente absurdo disparate neoplatónico del siglo IV d. C. de Horapolo y a las
fantasías del siglo XVI de Atanasio Kircher. Thompson había pasado por alto la
lección de Champollion.
En un capítulo titulado «Ojeadas al pasado y una mirada al futuro», Thompson
resume sus opiniones sobre la escritura jeroglífica maya. «Los glifos son
anagógicos», dice. Ahora bien, el Webster define anagogía como la «interpretación
de una palabra, un pasaje o un texto (de la Sagrada Escritura o de poesía) que, por
encima de los sentidos literal, alegórico y moral, encuentra un cuarto y definitivo
sentido espiritual y místico». Los glifos no expresan algo tan mundano y terrestre
como la lengua, sino algo mucho más profundo, según Thompson (1950: 295):

Sin una comprensión cabal del texto no podemos, por ejemplo, decir si la presencia del glifo de un perro
se refiere a la función de este animal como portador del fuego a la humanidad o a su tarea de conducir a los
muertos al Inframundo. Que esos significados místicos vayan encajados en los glifos está fuera de duda,
pero hasta ahora sólo podemos suponer la asociación que el autor maya tenía en mente. Es claro que nuestra
labor consiste en buscar más alusiones mitológicas de ese tipo.

Por tanto, la tarea del epigrafista es encontrar esas asociaciones mitológicas para
cada signo, lo cual nos llevará a «la solución del problema glífico», que «nos
conduce, llave en mano, al umbral del castillo interior del alma maya y nos imita a
entrar». Atanasio Kircher no podría haberlo dicho mejor.
Si Thompson no tenía muy buena opinión de los antropólogos, la tenía aún menos
de los lingüistas, punto de vista suyo que fue confirmado ampliamente cuando en una
publicación lingüística apareció una reseña del libro de Eric hecha por el lingüista
Archibald Hill (1952), de la Universidad de Virginia. En ella, Hill tuvo la desfachatez

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de sugerir que, dado el hecho de que se conoce el lenguaje de los glifos, y
considerando la presencia de claves sobre el contenido de a escritura de los códices
en las ilustraciones que los acompañan, entonces tal vez el fracaso en un verdadero
desciframiento «alienta la sospecha de que ha habido defectos en el método mediante
el cual se ha abordado el problema». «El presente libro revela la cantidad que hay de
esos defectos. Thompson no se da cuenta de que su problema es esencialmenle
lingüístico…» Peor aún, «Thompson supone, como lo han hecho todos los mayistas
con excepción de Whorf, que muchos de los glifos representan, no palabras o
construcciones mayas, sino ideas universales».”Una mirada a ésta o a cualquiera de
las demás publicaciones sobre jeroglíficos mayas confirmará ampliamente el
pronunciamiento de que la íntima dependencia de las inscripciones respecto a la
lengua maya lamen lamentablemente se ha minimizado». La reseña de Hill debe
haber sido amarga para Eric, pues no sólo ensalza a Whorf, otro lingüista, sino que
también expone al escarnio público el estilo del libro por «discursivo e intercalado de
citas de la literatura y las artes».
La respuesta de Thompson (1953a) fue rápida y característica: «Al escribir una
reseña se debe saber algo del asunto que se discute y haber leído el libro con cierto
cuidado. El doctor Hill… falla en ambos aspectos». «El doctor Hill se siente más en
su elemento ante las ideas de Whorf sobre el desciframiento». Cuando cierto colega
leyó mi manuscrito, observó acerca del análisis de los métodos de Whorf: «¿Para qué
vapulear a ese caballo muerto? No puede haber nadie que tome en serio el trabajo
fantástico de Whorf». El enfoque lingüístico era inútil: «No se pueden traducir todos
los glifos al yucateco moderno porque muchos de ellos son ideográficos y en muchos
casos se ha perdido actualmente el término arcaico correspondiente».

Figura 32. Glifo para chikin, «oeste».

Un ejemplo aducido por Thompson para defender lo que Hill había fustigado
como «enfoque semirromántico» —esto es, una dependencia parcial de la etnología y
la mitología para la traducción— fue el glifo identificado en el siglo pasado para la
dirección que es chikin, que significa «ocaso» (y, por extensión, «oeste») en
yucateco. Eric afirmó que la mano que aparece sobre el glifo de sol significa
«terminación» y que la combinación completa quiere decir «terminación de sol»; por

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tanto, sería enteramente logográfica. En retrospectiva, aquélla fue una mala elección,
pues ahora sabemos que la mano es el glifo para el sonido chi y que, puesta sobre el
logograma kin, la combinación efectivamente se lee chikin. Pero, como era típico en
él, Thompson se olvidó del argu-

Figura 33. Cláusulas aisladas por Beyer en Chichén-Itzá. Todas


ellas se leen actualmente como Kakupacal (véase la p. 173).

mentó principal de Hill en tanto que se concentraba en detalles secundarios. Hill


fue relegado al limbo, en el que había sido arrojado Whorf.
Sin embargo, un enemigo mucho más formidable que cualquiera de estos
despreciados lingüistas aguardaba más allá del horizonte.

Aunque pocos lo admitieran, a mediados de siglo el desciframiento de la parte no


calendárica de las inscripciones y de los códices en realidad no había avanzado con
respecto a donde se encontraba 50 años atrás. En una evaluación publicada en 1940,
Morley probablemente habló por la mayoría de sus colegas cuando dijo que «el
tiempo en sus varias manifestaciones, el registro exacto de sus principales
fenómenos, constituye el contenido esencial de la escritura maya…» (Morley, 1940:
146-149). Hasta entonces, no se había identificado ni un solo nombre de cualquiera
de los antiguos centros mayas, «mucho menos el de cualquiera de los diferentes
gobernantes de sus múltiples ciudades Estado», por lo que Morley podía afirmar que
«este autor duda mucho que se encuentre jamás ningún nombre de lugar en las
inscripciones en piedra mayas». «Podemos aventurar la suposición de que los glifos
que quedan por descifrar tratan de asuntos ceremoniales».
Fuera de las puñaladas casi quejumbrosas al desciframiento por parle de los
lingüistas —rápidamente reprimidos por Thompson—, la única luz que penetró en la
oscuridad epigráfica fue un análisis de las inscripciones de Chichén-Itzá realizado en
la década de 1930 por Hermann Beyer (1937), irascible alemán contratado por el
Instituto de Investigación de América Media de Tulane, en Nueva Orleáns. Lo que
Beyer hizo fue identificar secuencias de glifos recurrentes, a las que ahora
reconocemos como cláusulas (fig. 33); y, en la medida que no tuvo la pretensión de

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ser realmente capaz de leer o de traducir aquellas secuencias, aquél fue un enfoque
estructural que habría de resultar sumamente fructífero en décadas posteriores,
cuando en realidad despegó el gran desciframiento. Beyer fue un excelente
especialista, aunque con frecuencia hizo que se distrajeran colegas suyos como
Morley. Al estallar la segunda Guerra Mundial, el pobre hombre, quien ya padecía de
cáncer, fue llevado a un campo de concentración en Oklahoma, en donde murió en
1942.
Pero otro alemán, Paul Schellhas —el mismo que había clasificado a los dioses en
los códices—, se mostraba completamente pesimista. «El carácter de los jeroglíficos
mayas es principalmente ideográfico», escribió en 1936. Los intentos de lecturas
fonéticas de Whorf probablemente eran los últimos, y él estaba de acuerdo con Long
en que los glifos «en modo alguno son una verdadera escritura, como la nuestra, ni un
correlato de los jeroglíficos egipcios», toda vez que no pueden reproducir la lengua
(Schellhas, 1936: 133).
En 1945, al término de la guerra, siendo un hombre muy viejo de 85 años,
Schellhas publicó su último trabajo en la revista sueca Ethnos. El título planteaba la
pregunta: «El desciframiento de los jeroglíficos mayas, ¿problema sin solución?». La
desesperanzada conclusión de Schellhas fue que, en realidad, el problema no tenía
solución (Schellhas, 1945).
De ser así, pocas veces en la historia de la ciencia tantos espíritus brillantes
habrían trabajado durante tanto tiempo con tan poco que mostrar tras sus esfuerzos.
¿Quién podría leer los glifos? Al parecer, nadie.

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VI. VIENTO NUEVO DEL ESTE

LA UNIÓN DE REPÚBLICAS SOCIALISTAS SOVIÉTICAS y el otoño de 1952 eran el lugar y


la época más inverosímiles para un gran logro en el desciframiento de la escritura
maya. Apenas siete años antes, la Unión Soviética había salido de una guerra cuyo
costo fueron 20 millones de vidas y sufrimientos inenarrables. Con el pueblo sujeto
con mano de hierro por el dictador más despiadado del mundo y aterrorizado tanto
por la policía política de Stalin como por el sistema del Gulag, la única meta de la
nación parecía ser la glorificación del «líder, maestro y amigo» picado de viruela,
quien tenía los días contados. Stalin, en efecto, murió al año siguiente, pero el
dominio del Partido, de la burocracia y del kgB habría de conservar toda su fuerza
durante las décadas siguientes.
En aquellos días recorridos por el miedo, era casi imposible cualquier innovación
intelectual. Desde 1946 hasta su fallecimiento en 1948, Andrei Zhdanov, secuaz de
Stalin, instituyó, en las artes y en las ciencias, un programa de represión xenofóbica
que virtual mente puso un alto al trabajo creativo dentro y fuera de las universidades.
También en 1948, el camarada Trofim Lysenko triunfó en su lucha por remplazar la
genética por su propia marca de seudociencia de atolondrados: a él le prestó oídos el
dictador y a sus enemigos no. El precio del disentimiento fueron el Gulag o algo peor.
De tal suerte, no era probable que en circunstancias tan espantosas surgiera algo
nuevo o interesante en el mundo del saber soviético, y mucho menos en Leningrado:
en 1949, el paranoico Stalin había ordenado que casi todos los dirigentes de la ciudad
fueran arrestados bajo cargos falsos y «recortados una cabeza», como le gustaba
decir, y el zhdanovismo imperó en la Universidad de Leningrado y los diversos
institutos bajo el disfraz de Academia de Ciencias de la URSS. Pero, en octubre de
1952, un nuevo número de la revista antropológica Sovietskaya Etnografiya
(publicación entregada al marxismo leninismo «científico» y repleta de alabanzas al
gran Stalin) publicó un artículo titulado «Drevniaia Pis’mennost» Tsentral’noi
Ameriki» («La escritura antigua de América Central») (Knorosov, 1952). El autor era
un investigador de 30 años de edad del Instituto Etnológico de Leningrado y su
artículo habría de conducir, al paso del tiempo, al desciframiento de la escritura
maya, permitiendo a aquellos lejanos Señores de la Selva hablamos por voz propia.
Un ruso, ciudadano de los vastos dominios de Stalin, aislado efectivamente del resto

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del mundo intelectual, había logrado lo que generaciones de mayistas más
afortunados del mundo exterior no habían podido hacer.

Yuri Valentinovich Knorosov, el entonces desconocido autor del artículo, nació el 19


de noviembre de 1922 (12.15.8.10.13 13 Ben 6 Zac en el sistema maya), de padres de
[56]
etnia rusa, en la ciudad ucraniana de Járkov. Habiendo ingresado a la Universidad
de Moscú a la edad de 17 años, acabó siendo arrastrado a la segunda Guerra Mundial
y, en 1943, se enroló en el Ejército Rojo.
Fue un milagro que Knorosov haya sobrevivido a la terrible carnicería de aquel
conflicto. Cuando servía como observador de artillería en el 58° Regimiento de
Artillería Pesada, su unidad llegó a Berlín a principios de mayo de 1945, durante los
estertores de muerte del Tercer Reich; la bandera soviética ondeaba al fin sobre el
Reichstag. El joven artillero encontró la Biblioteca Nacional en llamas. De entre los
miles de libros que se consumían, logró rescatar uno del fuego. Por increíble que
parezca, era la edición en un volumen de los códices de Dresde, de Madrid y de París,
publicada en 1933 por los estudiosos guatemaltecos Antonio y Carlos Villacorta.
Knorosov regresó a su país llevando consigo aquel viejo trofeo, junto con sus cuatro
medallas de guerra.
Tras ser desmovilizado, Knorosov regresó ese año a la Universidad de Moscú,
donde se concentró en la egiptología, pero también le llamaron la atención la
literatura japonesa, la lengua árabe y los sistemas de escritura de China y de la
antigua India. Creyéndolo un egiptólogo nato, algunos de sus maestros de la
universidad trataron de convencerlo de que abandonara el chino y se preocupara
menos por la arqueología y la etnología. Pero los estudios comparativos eran el
verdadero forte de Knorosov y su espíritu de investigación no podía limitarse a
Egipto.
La chispa que había brotado de entre las ruinas de Berlín, debido al hallazgo del
libro de los Villacorta, fue alimentada por su profesor Sergei Alexandrovich Tokarev,
quien era especialista en los pueblos de Siberia, Europa oriental, Oceanía y América
(el marxismo por lo menos tuvo el mérito de alentar un enfoque comparativo) y había
leído el pesimista artículo de Paul Schellhas sobre la imposibilidad de leer alguna vez
los glifos mayas. En 1947, Tokarev hizo a su brillante alumno una pregunta:
Si usted cree que cualquier sistema de escritura producido por el hombre puede
ser leído por el hombre, ¿por qué no trata de descifrar el sistema maya?
Muchos creían que Knorosov era demasiado joven e imprudente para abordar
aquella difícil tarea, pero Tokarev contestó: «La juventud es la época para acometer
las grandes empresas». La respuesta de Knorosov consistió en aprender español y en
empezar una traducción —y un comentario— de la Relación del obispo Landa; ésta
fue su tesis de doctorado y constituyó la base de su labor precursora en el
desciframiento (Knorosov, 1955). Terminó sus estudios en Moscú y aceptó un trabajo

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de investigador en el Instituto Etnológico de Leningrado; desde entonces ha estado
allí, en su oficina del primer piso de la antigua Kunstkammer de Pedro el Grande,
que domina las márgenes del Neva.

La gran hazaña de Knorosov indica que, incluso en aquellos tiempos, los científicos y
los estudiosos soviéticos podían lograr adelantos considerables, siempre y cuando
permanecieran ajenos a los temas tabú como la biología mendeliana, la psicología
freudiana y la teoría social de Occidente; el rápido desarrollo de las armas nucleares
soviéticas y los programas espaciales dan suficiente fe de ello. Pero, teniendo
presente la atmósfera zhdanoviana que prevalecía en las instituciones y las revistas de
investigación, no es sorprendente que las 19 páginas del artículo de la Sovietskaya
Etnografiya fueran precedidas de un breve comentario del director, S. P. Tolstov
(autor de una diatriba stalinista titulada «La antropología angloamericana al servicio
del imperialismo»), en el que ensalzaba el enfoque marxista leninista que había
permitido al joven Knorosov triunfar allí donde habían fracasado los especialistas
burgueses. De ese modo, Tolstov puso el parque para los inflexibles ataques del
hombre que habría de ser el enemigo más acerbo de Knorosov: Eric Thompson.
Después de las semimíticas y seudoliterarias divagaciones de Thompson, el
artículo de Knorosov parece un modelo de presentación lógica. Incidentalmente, ni
aquí ni en ningún otro de sus trabajos publicados evoca nunca Knorosov los nombres
de Marx, Engels o Stalin, contra lo que han afirmado muchos de sus detractores, e
incluso defensores, occidentales.
Tras la exposición de la obra del obispo y de su descripción de la escritura,
Knorosov explora la historia de los intentos por descifrar los glifos mayas no
calendáricos, tanto como los altibajos del «alfabeto» de Landa, haciendo llegar su
relación hasta el triste articulo publicado por Schellhas en 1945. Lo que dice en
seguida prepara la escena para su original aportación. Como habrá de recordarse por
el capítulo I, siguiendo un esquema que data del antropólogo Victoriano E. B. Tylor,
Sylvanus Morley sugería que los sistemas de escritura habían avanzado desde los
pictográficos hasta los fonéticos, luego de pasar por los ideográficos (dando al chino
como sistema ideográfico par excellence, toda vez que, según él, cada signo
representa una idea). Denunciando categóricamente ese esquema por
hiperevolucionista, Knorosov demuestra que esas supuestas etapas coexisten en todas
las escrituras primitivas, entre ellas el egipcio, el mesopotámico y el chino, y da
ejemplos que lo prueban. A esos tipos de escritura los llama jeroglíficos y ubica la
escritura maya decididamente entre ellos.
En ese sentido, la escritura jeroglífica es típica de las sociedades Estado, en las
que se mantiene corno monopolio de cierta clase de amanuenses sacerdotales. En
esos sistemas encontramos «ideogramas» (conocidos ahora como logogramas), que
poseen valor tanto conceptual como fonético; signos fonéticos (como los signos no
consonanticos de Egipto); y «signos clave» o determinativos, que sirven como

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clasificadores, de valor conceptual pero no fonético.
He aquí lo que Knorosov dice del «alfabeto» de Landa, nadando a contracomente
de las ideas preconcebidas:

A despecho de un siglo de ataques en contra, los signos dados por D. de Landa tienen exactamente el
significado fonético que él les atribuye. Desde luego, ello no significa ni que esos signos no puedan tener
otros significados ni que agoten los signos fonéticos de los jeroglíficos mayas.

Knorosov aceptaba lo que tanto Valentini como Thompson habían aceptado con
anterioridad, que los signos escritos por los informantes de Lancia eran respuesta a
cada letra del alfabeto español según la pronunciaba entonces él (Landa) en el
español de aquella época. De ese modo, b habría sonado como bay en inglés, l
parecido a el-lay y s como en essay; en cuanto a h, el clérigo habría dicho algo
semejante a ah-chay. Según Valentini, los aturrullados nativos habrían reproducido
aquellos sonidos con imágenes de «ideogramas» de cosas, cuyos nombres sonaban
vagamente a lo que oían en boca del clérigo; aquellos signos en modo alguno podrían
considerarse fonéticos.
Con base en su amplio conocimiento de escrituras de otras partes del mundo,
Knorosov adopta un nuevo plan de acción, Para él, los signos que daba Landa no eran
alfabéticos, sino silábicos en su mayoría: salvo por las vocales aisladas, cada signo
representa una combinación (cv) de consonante y vocal (como en la escritura kana
japonesa). Los principios según los cuales operaban los amanuenses mayas son
similares a los de otros sistemas jeroglíficos: 1) los signos pueden tener más de una
función, esto es, un mismo glifo unas veces podría ser fonético, otras equivale a un
morfema (la unidad más pequeña con significado); 2) el orden de escritura pudiera
invertirse con propósitos caligráficos, principio conocido por los egiptólogos desde la
época de Champollion; y 3) a los signos morfémicos a veces podrían agregarse signos
fonéticos para restar ambigüedad a la lectura (recuérdese que las combinaciones
fonético-morfémicas constituyen la mayoría de los caracteres de la escritura china).
Acto seguido, Knorosov compara detenidamente algunos textos de los códices
con las imágenes que los acompañan, sobre todo en el Dresde. Fuera de su notable
contenido astronómico (labias de Venus y tablas que advierten sobre eclipses solares
o lunares), la mayor parte del Códice de Dresde contiene innumerables cuentas de
tzolkins de 260 días divididos de diferentes modos; cada división del tzolkin describe
una acción de alguna deidad específica ese día determinado; arriba del dios o de la
diosa de que se trata hay un texto que suele contener cuatro glifos; según lo habían
reconocido Seler, Schellhas y otros primeros estudiosos, por lo menos uno de ellos
debe referirse a la deidad, seguido por algún epíteto o un augurio. El tan calumniado
Whorf se dio cuenta de que el primero de los signos, en la parte superior izquierda,
debía ser el verbo o algo por el estilo, y el segundo, arriba a la derecha, el objeto de la
oración.
En su artículo, Knorosov llama la atención hacia el pasaje inferior de a página 16

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del Dresde. Aquí, la misma diosa —casi con segundad la joven deidad lunar— está
sentada de perfil viendo a la izquierda. En el texto de la parte superior, su glifo
aparece abajo a la izquierda. Exactamente atrás de su cabeza, hay un ave determinada
en cada imagen. En el primer caso, se trata de! mítico búho con cuernos conocido
hace tiempo corno Pájaro Muán, asociado no sólo al Inframundo maya, sino también
con lo más alto, el decimotercer cielo. En el texto, la cabeza de esta misma creatura
se puede encontrar en primera posición, precedida por el número «trece» de barras y
puntos. Por consiguiente, los demás signos en posición inicial sobre nuestra Diosa de
la Luna lógicamente deben nombrar al resto de las aves vinculadas con ella, pero
habrá de notarse que, a diferencia del caso del Pájaro Muán, carecen de cotenido
pictórico. Haciendo caso omiso del «alfabeto» de Lauda, Seler y sus seguidores los
habrían llamado «ideogramas» o algo por el estilo. Veamos lo que nuestro joven ruso
hace con ellos.
La lógica de sus procedimientos obra como sigue (fig. 34):
1. Empecemos por el signo de «oeste», identificado por Léon de Rosny en 1875.
Como vimos en el capítulo anterior, en maya yucateco se lee como chikin y consiste
de un signo semejante a una mano empuñada (fonema chi), seguido del signo
logográfico de «sol», kin.

Figura 34. La metodología de Knorosov. Véase la clave de los


números 1-9 en el texto principal.

2. En la página 40a del Madrid, como en todas partes, la ku de Landa más chi

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aparecen arriba de la imagen del Dios Buitre. De ese modo, la combinación debe
leerse ku-ch(i), «buitre» en los diccionarios mayas coloniales y modernos,
permaneciendo muda en la escritura silábica la vocal final de las combinaciones cv-
cv.
3. La cu (también en Landa) más un signo desconocido, sobre la imagen de un
pavo, debe ser la palabra que en maya colonial y moderno se lee como cu-tz(u),
«pavo». (Aquí, Knorosov sugiere el Principio de Sinarmonía, que desarrolla en
artículos ulteriores: que en la escritura cv-c[v] de palabras cvc, la vocal de la segunda
sílaba suele ser [pero no siempre] la misma que la vocal de la primera.) Por tanto, el
signo desconocido debe ser tzu.
4. cu más un signo desconocido, arriba de una imagen de la Diosa de la Luna con
una carga a cuestas (Dresde 16b y en todas parles), debe ser cu-ch(u), «carga». El
signo desconocido es entonces chu.
5. chu más ca (Landa) más ah o ha (Landa), sobre la imagen de un dios cautivo,
debe ser chu-c(a)-ah, «capturado». Como hemos de ver, esta lectura desempeñará un
papel determinante en el desciframiento de las inscripciones monumentales de las
ciudades Clásicas.
6. En Dresde 19a, ocupando una posición que debería contener el número «once»
de barras y puntos, sobre una columna de signos de días, hay tres glifos El primero
está borrado, pero el segundo es una de las l de Landa —l seguida, presumiblemente,
de una vocal desconocida— y el tercero es cu. Dado que «once» es buluc en maya
yucateco, el signo que falta debe ser bu y la segunda l de Lancia tiene que ser lu.
7. tzu más lu arriba de una imagen del Dios Perro en Dresde 21b y en todas partes
debe ser tzu-l(u), «perro», en uno de nuestros diccionarios mayas más antiguos, el de
Motul.
8. Volviendo a nuestra Diosa de la Luna acompañada de aves, en donde se le
representa con un quetzal, el glifo pertinente es a las claras la ku doble de Landa.
Debe tratarse entonces de ku-k(u), «quetzal» en todas las lenguas mayas.
9. Un signo desconocido más la o doble (en Landa), arriba de la diosa
representada con un guacamayo, debe ser mo-o-o (o mo’o), «guacamayo». Por tanto,
el glifo desconocido es mo.
¿Y el glifo que sigue al nombre de cada ave? Knorosov señala una sustitución
fonética para el acostumbrado signo logográfico del mes de Muán (expresado
habitualmente por la cabeza del Pájaro Muán), en donde el primer signo es una
cartela con un rizo dentro; por tanto, la lee como la sílaba mu. Ésta también precede a
la ti de Landa en la combinación glífica mencionada con anterioridad, y, a su vez, va
precedida de la u de Landa, posesivo de tercera persona. Por consiguiente, en este
caso debemos descifrarlo como u mu-t(i), «su ave (o augurio)». Un bloque glífico
completo de este lamoso pasaje debería analizarse como «[nombre de ave], su ave (o
augurio), la Diosa de la Luna, augurio o epíteto».
Knorosov incluso encuentra un buen ejemplo de reforzamiento fonético, con el

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signo logográfico para «firmamento, cielo», caan, seguido por un afijo que él
interpreta como na.
Admitiendo abiertamente que algunos de sus desciframientos fueron hechos antes
por Cyrus Thomas (al que admira), Knorosov señala que las palabras descifradas son
comunes y conocidas, registradas en todos los vocabularios yucatecos, y no
hipotéticas. Su trascendental artículo concluye: «El sistema de escritura maya es
típicamente jeroglífico y no difiere en sus principios de los sistemas jeroglíficos
conocidos». De estar Knorosov en lo cierto, el «alfabeto» de Landa era
verdaderamente la Piedra Roseta (aunque él nunca lo llame así) para descodificar la
escritura, y su metodología allanaría el camino para el desciframiento total.
Los medios de comunicación soviéticos no tardaron en hablar de una historia que
daba lustre a la proeza científica de la URSS, y la hazaña de Knorosov fue difundida
a todo el mundo e incluso apareció en las páginas del New York Times. Se había
arrojado un guante a los epigrafistas occidentales y sobre todo a Thompson, quien
difícilmente rehuiría un reto como aquél.

Thompson decidió disparar la primera andanada de su guerra unilateral con Knorosov


en el número correspondiente a 1953 de la revista mexicana Yan (Thompson, 1953b),
efímera publicación antropológica dirigida por Carmen Cook de Leonard, buena
amiga de Eric que estaba perpetuamente de punta con el Instituto Nacional de
Antropología e Historia de México. El primer párrafo de Eric ya sugiere al lector lo
que viene después:

En los últimos años, las pretensiones de «primeras cosas en el mundo» provenientes de Moscú han ¡do
de la invención del submarino a la invención del béisbol. Una pretensión poco conocida de este tipo es la
del descubrimiento de los principios que constituyen la clave para el desciframiento de la escritura
jeroglífica de los mayas de América Central…

Luego de citar prolijamente la tendenciosa introducción de Tolstov que ensalzaba


la metodología marxista leninista, Thompson afirma (a decir verdad, erróneamente)
que Knorosov repite la misma jerigonza; lo que el joven soviético realmente hizo en
su primera parte fue acusar a Thompson y a Morley de adoptar un enfoque místico de
los glifos a través de su idea de un culto del tiempo, ¡cargo bastante justo!
Como se recordará, Thompson se las entendió postumamente con Whorf sin
prestar la menor atención a los principales argumentos de éste y dedicando mucha
tinta a sus errores menores (claro que los tenía), como un terrier acosa a un ratón.
Con esta nueva amenaza procedente del otro lado de la Cortina de Hierro hizo
exactamente lo mismo. Tras aceptar de todo corazón la vieja explicación de Valentini
sobre el «alfabeto» de Landa, Thompson reprende al ruso por el hecho de que cinco
de sus 15 desciframientos ya hubieran sido hechos por Thomas (como Knorosov
aclara en su artículo); además, se apresura a señalar, Thomas «trabajó en un horizonte
previo a Lenin». Acto seguido, Thompson se lanza con vehemencia sobre un craso

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error: Yuri Valentinovich había identificado como jaguar a un animal de Dresde 13c,
cuando con toda seguridad es una gama. Jubilosamente, Eric representa a esta
creatura junto a un indudable jaguar, también del Códice de Dresde, «para que los
lectores puedan reflexionar acerca del jaguar marxista». Dado que Knorosov, con
cierto descuido, había leído la combinación glífica que acompaña a esa imagen como
chacmool («garra grande»), conocido epíteto para el jaguar, todo el edificio
epigramático propuesto por el ruso se derrumba cual castillo de naipes, según la
opinión ictérica de Thompson.
Al final de su desdeñosa reseña, Eric hace una pregunta: ¿merece Knorosov algún
«honor científico»? Obviamente, la respuesta es «no». En conclusión:

… éste podría ser un auténtico ejemplo de los efectos de la estricta cooperación partidista de un pequeño
grupo que hace trabajo de investigación en Rusia. Para bien del Mundo Libre, es de esperar que así sea por
lo que toca a la investigación bélica.

Había hablado el gran mayista: la metodología de Knorosov no valía siquiera un


comentario, y su llamado «desciframiento» era una patraña marxista y una
estrategema propagandística.
En vida de Thompson raro fue el estudioso de los mayas que se atrevió a
contradecir al Gran Panjandro de la especialidad en este u otros asuntos y, desde
luego, en nada impreso. Pero, en 1955, el lingüista y sinólogo sueco Tor Ulving
publicó un sorprendente comentario sobre el artículo de 1952 en la revista sueca
Ethnos (Ulving, 1955).[57] Tras resumir el enfoque y los hallazgos del soviético, he
aquí su evaluación de lo que había logrado Knorosov:

Será tarea de los expertos en jeroglíficos mayas pronunciar el veredicto final respecto al valor del nuevo
desciframiento bosquejado aquí brevemente. Pero desde ahora puede decirse con seguridad que su
importancia en la historia del desciframiento glífico maya no está en tela de juicio [presumiblemente no
había leído la diatriba de Thompson]. El enfadoso hecho de que se presente en un lenguaje inaccesible para
la mayoría ce los estudiosos del mundo occidental no será disculpa para que éstos no se familiaricen
cabalmente con él. Por primera vez, se ha demostrado que el sistema de escritura se construye de acuerdo
con los principios que prevalecen en otras escrituras primitivas. Éste es de suyo sólido indicio de que el
nuevo desciframiento tiene bases firmes. Por lo demás, es difícil creer que un sistema tan consistente de
signos silábicos, con valores fonéticos que parecen adecuarse a todas las combinaciones en donde éstas se
presenten, podría haberse logrado si no fuera esencialmente conecto.

Suecia tal vez se haya abierto a nuevos cauces de investigación, pero Alemania
(patria de Förstemann, Seler y Schellhas) desde luego no. Al año siguiente, en 1956,
el joven epigrafista alemán Thomas Barthel —quien había sido criptógrafo de la
Wehrmacht durante la guerra— tomó la estafeta donde Thompson la había dejado
(pero sin la polémica de la Guerra Fría), durante una reunión del Congreso
Internacional de Americanistas en Copenhague (Barthel, 1958). A aquella reunión
también asistió Knorosov, quien tras colarse en el amplio entorno del gran experto en
arqueología siberiana, el académico Okladnikov, leyó un trabajo (en inglés) durante
la misma sesión. Para entonces, había considerablemente más en que hincara el

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diente cualquier enemigo de la metodología knorosoviana, pues, en 1955, Knorosov
había publicado una obra más ambiciosa en traducción al español; entre sus nuevas
lecturas se incluían muchas de las principales referencias morfémicas y debo decir,
con cierta pena, que hasta quienes más simpatizaban con su enfoque sintieron desde
un principio que, en no pocas de ellas, Yuri Valentinovich había errado el blanco o,
por lo menos, no aportaba las justificaciones que son tan sólidas en su trabajo
fonético basado en Landa.
Sea como fuere, Barthel insistió en que las escuelas de Cambridge (es decir,
Thompson) y de Hamburgo (en donde él enseñaba) estallan de acuerdo respecto al
problema de Knorosov.
Es curiosa la carrera de Barthel. Como una especie de Doppelgänger, su
trayectoria en el desciframiento en muchos aspectos es paralela a la de Knorosov,
pero, a diferencia de la del soviético, ha dejado poca descendencia intelectual. Ambos
han dedicado su vida a la epigrafía, ambos han tratado de descifrar la escritura maya
y ambos han pensado en el argumento de una remota Isla de Resurrección. En mi
opinión, Barthel se equivocó en su lealtad inquebrantable a la tradición antifonética
de sus predecesores alemanes (señaló que su conferencia de Copenhague se dictaba
en ocasión del cincuentenario de la muerte de Förstemann), pero tal vez todavía más
en su negativa a ver la escritura maya como un verdadero sistema con el mismo
derecho que los de las civilizaciones de Viejo Mundo, opinión ésta equiparable a la
de Thompson y de su amigo Richard Long. Marxista o no, la preparación de
Knorosov en estudios comparativos le dio la fuerza de la que ellos carecen.

Hará cosa de 35 años, Mérida era el remanso más tranquilo de México, una
fulgurante ciudad blanca con gran parte de casas de un solo piso y una multitud de
mujeres mayas enfundadas en deslumbrantes huípiles blancos en las calles y en los
mercados; el maya yucateco aún podía oírse por doquiera y la ciudad tenía merecida
fama de ser una capital provinciana segura e inmaculadamente limpia. En marzo de
1955, me había casado con la hija del connotado genetista y exiliado ruso Theodosius
Dobzhansky; Sophie estudiaba los últimos años de antropología en Radcliffe y yo
empezaba mis estudios de posgrado en Harvard (a decir verdad, nos conocimos ante
la mesa de laboratorio llenando cráneos humanos con semilla de mostaza para medir
la capacidad craneana). Le propuse llevarla, durante las siguientes vacaciones de
Navidad, al área maya, que ella nunca había visto, por lo que, a fines de diciembre de
1955 y principios de enero de 1956,[58] nos encontrábamos en Mérida, como base
para excursionar a sitios como Uxmal y Chichén-Itzá.
En Mérida, nuestro hotel fue el Montejo, un parador enteramente anticuado de
estilo colonial. Nos encantó y, en cierto modo, nos aterró saber que otro de los
huéspedes era Tatiana Proskouriakoff, la famosa artista arqueóloga de Carnegie, una
señora delgada, nerviosa, de cabello castaño, que en aquel entonces debía andar por
los 45; yo había conocido a mucha gente de Carnegie, inclusive a Eric Thompson,

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porque su centro de operaciones de Cambridge, en el número 10 de Frisbie Place,
quedaba frente al Musco Peabody, donde tenía su sede el Departamento de
Antropología, por lo que «Tama» era una vieja conocida, por decirlo así.
A Tania le interesaba definitivamente la escritura maya, pero siempre se remitía a
las opiniones de Eric (como el resto de los de Carnegie); sus trascendentales
descubrimientos acerca del problema de las inscripciones todavía tardarían cinco
años más en ver la luz. Pero, aunque seguía mucho la línea personal de Eric, Tania
era una persona sumamente divergente. A decir verdad, era legendaria a ese respecto:
si se le decía, «Tania, ¿verdad que hace un bello día?», ella lo negaba, para comentar
al cabo de unos minutos lo bueno del tiempo que hacía. Dado lo cual, y dado su
interés por las cosas en Rusia (que a menudo negaba) —como mis suegros, ella
también era exiliada—, difícilmente resultaba sorprendente que hubiera manifestado
curiosidad por el trabajo de Yuri Knorosov.
Una de mis manías es coleccionar libros sobre Mesoamérica, enfermedad que
empezó en mis tiempos de estudiante y que nunca he lamentado. Merodeando por las
dispersas librerías de Mérida, todas mal surtidas, topamos con uno de los últimos
ejemplares en venta del gran diccionario de maya yucateco, de principios de la
Colonia, editado por Martínez Hernández, junto con un pequeño panfleto de pésima
presentación (Knorosov, 1954) publicado por «Biblioteca Obrera», al parecer
membrete del entonces ilegal Partido Comunista Mexicano. Si bien otros títulos de la
serie incluían los «Problemas económicos del socialismo en la URSS», de J. V.
Stalin, y «Cómo ser un buen comunista», de Liu Shao-chi, aquél era una traducción al
español no autorizada de la bomba de Knorosov aparecida en 1952 en Sovietskaya
Etnografiya.
Lo leí repetidas veces. Para mí resultaba increíblemente razonable; a decir verdad,
parecía ser el primer estudio sensato que hubiera leído sobre la parte no calendárica
de la escritura. A la luz de lo que sabía sobre escrituras orientales (acababa de pasar
dos años en Taiwán y por entonces estudiaba japonés en Harvard con Edwin O.
Reischauer), el artículo cobraba todavía más sentido. Como Sophie era bilingüe en
inglés y en ruso, llegamos a la conclusión de que la obra de Knorosov debía llegar a
un público más numeroso en Estados Unidos y en todas partes por medio de la
traducción.
Tania había comprado el mismo panfleto y, cuando lo terminó, vimos que estaba
profundamente interesada, pero creo que, hasta la muerte de Eric, se sintió dividida
entre la convicción de que Knorosov tal vez tuviera razón y el temor a la
desaprobación de Eric. Nunca logró conciliar ambas actitudes. «Él quizás haya
encontrado algo, pero no sé», era su reacción habitual.
Yo tenía considerablemente menos escrúpulos respecto a oponerme a Thompson,
aunque apenas era un joven neófito en el terreno de los mayas y él llevaba décadas
allí. Arios de educación y disciplina estrictas en internados de Nueva Inglaterra me
habían hecho reacio a aceptar la autoridad sin condición, y desde tiempo atrás estaba

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de acuerdo con Tomás Jefferson en que «una ligera rebeldía de vez en cuando es
buena». Por mucho que respetara a Eric Thompson debido a su gran erudición, sentía
que, en ciertas áreas, aquel emperador carecía de indumentaria. Una de ellas era su
negativa absoluta a conceder a los olmecas de Veracruz y Tabasco, escultores de
monumentales cabezas de piedra, cualquier prioridad en el desarrollo de la
civilización sobre los mayas
Clásicos; Eric había hecho acopio de grandes cantidades de hechos para aplastar a
los olmecas y a sus admiradores, pero yo tuve el descaro de publicar una refutación
cuando todavía estudiaba el posgrado, predisponiendo así a varios thompsonianos,
jóvenes y viejos por igual.
Mi segundo acto subversivo consistió en escribir directamente a Knorosov,
manifestándole mi interés por su trabajo y mi apoyo por sus ideas acerca de los
sistemas de escritura primitivos. En mi carta, del 20 de agosto de 1957, decía en un
párrafo:

Si entiendo correctamente su punto de vista, la escritura maya sería muy parecida a la escritura japonesa
moderna. Como usted sabe, el japonés tiene gran número de ideogramas chinos (kanji) para expresar las
raíces de sus palabras; para una lengua en esencia carente de alijos como el chino, eso bastaría, pero no para
el japonés, gramaticalmente complejo. En consecuencia, los afijos japoneses se expresan por medio de
signos silábicos (kana), derivados en última instancia de los ideogramas. Sin embargo, cualquier enunciado
en japonés se puede expresar totalmente por kana. Parecería ser que esta doble naturaleza de la escritura
maya ha conducido a Thompson, por una parte, y a Whorf, por la otra, a errar el camino. Usted ha
demostrado de manera convincente tanto la existencia de afijos silábicos en la escritura maya como que los
llamados «desciframientos» de Thompson no son sino conjeturas respecto al significado de algunos
ideogramas.

Estaba yo en un error respecto a los afijos: la escritura silábica ha resultado estar


generalizada a toda la escritura maya. También lo estaba acerca de los «ideogramas».
Ello fue parte de una correspondencia que se prolongó por años; siento cierta
satisfacción al pensar en la perplejidad de todos los fantasmas que la abrieron y la
leyeron, pues fue una época en que la cIa investigaba toda correspondencia con la
Unión Soviética, en tanto que sus correlatos del kgb hacían un trabajo semejante, por
su lado.
La tesis de doctorado de Knorosov sobre Landa se publicó en 1955 y su autor nos
envió un ejemplar Sophie y yo hicimos una reseña encomiástica en American
Antiquity, llamando la atención hacia su trabajo sobre el desciframiento (Coe y Coe,
1957). Esto tal vez molestó a Thompson, pero lo que en verdad debe haber irritado al
gran mayista fue que llamáramos la atención hacia la reveladora comparación que el
soviético hacía de él con Atanasio Kircher. Y las cosas empeoraron todavía cuando la
traducción, hecha por Sophie, de un nuevo artículo de Knorosov (1958a), donde éste
esbozaba sus métodos y sus desciframientos, apareció en la misma revista en 1958,
conquistando, entre los mayistas y los lingüistas, un numeroso público para aquellas
ideas subversivas procedentes de atrás de la Cortina de Hierro.
Dave Kelley —David Humiston Kelley, para llamarlo por su nombre completo—

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seguramente debe ser único en los anales de los estudios mayas.[59] Mezcla viviente
del espíritu travieso irlandés y de la sobriedad yanqui de Nueva Inglaterra, la gran
complexión, la calva y la sonrisa de diablillo de Dave son rasgos familiares en los
encuentros profesionales, donde siempre es de esperar su presentación de algún
trabajo que resulte insólito e incluso insultante, según el punto de vista de cada cual,
pero que habitualmente se basa en el saber más impecable.
He conocido a Dave desde los tiempos en que ambos cursábamos los últimos
años de licenciatura en Harvard, y siempre me ha impresionado su inmenso
conocimiento de lo extraño, lo exótico y lo caduco en cualquier parte del mundo Los
ovnis, la genealogía de los monarcas irlandeses y armenios, la difusión transpacífica
y los continentes perdidos han reclamado sucesivamente su atención en diversas
etapas de su carrera. Es un anticonformista nato y no resulta extraño que haya
seguido su propio camino despejado en el desciframiento maya, para disgusto de Eric
Thompson.
East Jaffrey es una encantadora y anticuada población de New Hampshire, a la
sombra del monte Monadnock, donde Dave pasó gran parte de su juventud, en una
casa de estilo Victoriano, con dos lías. Nunca olvidaré el día en que me Invitó a
aquella casa junio con otros amigos estudiantes. Allí estaban sus dos tías quedadas en
sus mecedoras. En el tercer piso se hallaba la habitación de Dave, a la que se entraba
a través de un horrible mural con la representación de la página de la destrucción del
mundo en el Códice de Dresde, pintado por su hermano menor. Los estantes estaban
llenos de libros de arqueología, de revistas informales del tipo más outré y de
publicaciones sobre ovnis. Claramente, Dave Kelley no era el tipo de estudiante
común de Harvard.
Dave había nacido en Albania, de padre católico irlandés y madre
norteamericana, y cursado sus primeras letras en el norte de Nueva York. Su carrera
de arqueólogo quedó decidida cuando tenía 15 años de edad. Su tía Alice Humiston
(una de las niñas viejas que conocí en East Jaffrey), entonces jefa de cataloguistas en
la Biblioteca de la Universidad de California en Los Ángeles, era amiga de la señorita
Margaret Morley, sobrina de Sylvanus. La señorita Morley había recomendado
Digging in Yucatán, de Ann Axtell Morris (1931) (esposa de un arqueólogo de
Camegie), como algo que podría interesar a un muchacho. La tía Alice envió así un
ejemplar a Dave. Lo fascinaron dos de las láminas del libro: una, casi al principio,
mostraba un tremendo túmulo en Chichén-Itzá, con personas de pie sobre él, en tanto
que en la segunda, casi al final, el mismo túmulo se había transformado en el
resplandeciente Templo de las Mil Columnas. Según explicó Dave: «Pensé, caray, me
gustaría dedicarme a eso».
Algunos años después, Dave escribió a A. M. Tozzer respecto a ingresar en
Harvard y éste le respondió alentándolo. Tras un servicio militar de tres años, en
1946, Kelley se matrículó de nuevo ingreso en Harvard, en donde fue uno de los dos
últimos estudiantes dirigidos por Tozzer (el otro fue William Sanders, quien habría de

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especializarse en el centro de México). Tozzer era un maestro exigente: cubría el
pizarrón del aula del seminario con bibliografía en letra menuda, pero uno tenía que
leerlo todo, hasta las fuentes que no concordaban con su punto de vista. «Ello incluía
a personas como Eric», me decía Dave, «a quien él no era afecto sobremanera y
cuyas opiniones no siempre respetaba». Dave y yo tuvimos suerte en aquella División
de Investigación Histórica de Carnegie, que se encargaba del estudio de los mayas,
para lo que ocupaba un edificio de estructura antigua, justo al lado del Museo
Peabody, división en la cual Dave aprendió mucho tanto de Eric Thompson como de
Tania Proskouriakoff.
Dave Kelley reconoce que su relación con Thompson nunca fue particularmente
estrecha; como es obvio, a Eric le disgustaban las opiniones no conformistas de Dave
sobre la naturaleza histórica de los monumentos y las inscripciones Clásicos (en los
que preveía una revolución futura); su repulsa a la correlación (gmt) del propio
Thompson (acerca de la cual, en honor a la verdad, Thompson demostró estar en lo
cierto); sus teorías acerca de la difusión del calendario mesoamericano de oeste a este
(asunto sobre el cual Dave hizo su tesis de doctorado); y su interés por el fonetismo.
Fue casualidad la que juntó a Kelley y Knorosov, un hecho que hizo de Dave el
vocero más efectivo del ruso en Occidente. Durante el verano de 1956, cuando Dave
se encontraba en Escocia e Irlanda, investigando, como era característico en él, la
genealogía de Woodrow Wilson para un amigo que estaba escribiendo la biografía del
Presidente, aprovechó su estancia en Europa para cruzar a Copenhague, a la
Conferencia Internacional de Americanistas (Knorosov, 1958a). Allí quedó pasmado
ante la exposición de Knorosov (de quien nunca antes había oído hablar), por lo que,
luego de conocerlo, conversó con él en español, su única Lingua franca (ambos lo
hablaban mal, según Dave).
Al regresara Harvard aquel otoño, Dave encontró que se fraguaba una
conspiración. Desde hacía varios años, los estudiantes interesados en Mesoamérica se
habían unido en un seminario informal al que llamábamos «Mesa Cuadrada», para
emular la Mesa Redonda que había existido desde muchos años atrás en México. Los
conferencistas que lográbamos llevar, y nuestras pláticas de estudiantes, eran mucho
más interesantes que los ciclos de seminarios más oficiales patrocinados por la
Facultad de Antropología, por lo que teníamos más público que ellos, para
contrariedad de las autoridades. Durante el año académico de 1956-1957 me tocó ser
presidente de la Mesa Cuadrada, y con la ayuda subrepticia de Tania organicé una
sesión nocturna dedicada enteramente a las implicaciones de la obra de Knorosov.
Fue una gran sesión. Dentro de la línea del enfoque comparativo de Knorosov sobre
sistemas de escritura primitivos, tuvimos presentaciones de la escritura egipcia por
William Stevenson Smith, del Museo de Bellas Artes de Boston, y de la escritura
china por un especialista chino del Instituto Yenching dee Harvard (cuyo nombre se
me escapa). Sobre una perspectiva histórica de intentos de desciframiento fonético en
el pasado, el lingüista John Carroll, albacea literario de Whorf, habló de este

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malignísimo innovador y, para las propias teorías y los desciframientos de Knorosov,
tuvimos a Dave Kelley en persona. Todavía conservo el orden del día que Tania
propuso para aquella sesión (véase el Apéndice A), el cual demuestra que ella daba
un enfoque enteramente moderno a tan controvertido tema: en retrospectiva, Tania se
adelantaba años a su tiempo.
Creí justo invitar a Eric Thompson a presentar su punto de vista, pero él se
rehusó, con el pretexto probablemente falso de que su presión no lo soportaría. Eric
no estilaba defender su posición sobre los glifos en ningún foro público, y mucho
menos entre estudiantes recién graduados.
Dave partió a desempeñar un puesto de enseñante en el Colegio Tecnológico
Texano, en Lubbock, Texas, en donde preparó el que habría de ser su artículo más
importante, desconocido premeditamente por Thompson hasta el fin de sus días.
Titulado «El fonetismo en la escritura maya», apareció en 1962 en la respetada
revista mexicana Estudios de Cultura Maya y fue una defensa larga y sesuda de las
lecturas silábicofonéticas de Knorosov y una refutación a los ataques de Thompson,
que iban en aumento tanto por su repetición como por su estridencia (Kelley, 1962b).
Pero Kelley llevó por primera vez la metodología knorosoviana a un área
enteramente nueva: las inscripciones monumentales. [60] A medida que la civilización
maya Clásica se desintegraba en las tierras bajas del sur, al norte, la gran ciudad de
Chichén-Itzá, en el centro de la península de Yucatán, entraba en un periodo de
vigoroso crecimiento; en el transcurso de unas cuantas décadas del siglo IX, se
esculpieron numerosos dinteles de piedra con largos textos glíficos (algunos dados a
conocer por John Lloyd Stephens en el siglo pasado). De aquellas inscripciones
Hermann Beyer, desde la década de 1930, había aislado combinaciones y cláusulas
recurrentes, una de las cuales atrajo la mirada de Kelley.

Figura 35. Glifo para lakin, «este».

En este agrupamiento particular, Dave reconoció las sílabas ka, ku y ca de Landa

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(y de Knorosov), tanto como el signo de Ahau invertido, que el soviético había
identificado como la en el signo para lakin, «este». Precediendo a la estaba un glifo
sombreado acerca del cual Dave concluyó que era un alógrafo (o variante) del signo
de «abrir», que el ruso leía como pa. Juntos, todos los glifos se leían como ka-ku-pa-
ca-l(a) o Kakupacal («Escudo Ardiente»), mencionado en las crónicas posteriores a
la Conquista como un valiente capitán Itzá. Fue aquél un logro tremendo: se había
encontrado un nombre de persona, escrito en inscripciones de piedra por amanuenses
que operaban de acuerdo con las reglas descu-

Figura 36. Lectura de Kakupacal hecha por Kelley en Chichén-


Itzá. Éstas son variantes de grafías basadas en el silabario fonético
maya.>

biertas por Knorosov; era una hazaña que presagiaba la actual generación de
descifradores. Por lo demás, nos acercaba a uno de los sueños de Stephens, el que las
historias registradas en los documentos coloniales de algún modo podrían estar
vinculadas a acontecimientos ocurridos en las antiguas ciudades mayas.
Pese a que Thompson desaprobara a alguien a quien le gustaba considerar al
borde de la locura, Kelley insistió en asentar el fonetismo sobre una base sólida: bajo
esa picardía irlandesa yace un rocoso lecho de cordura. Cuando su voluminoso
Deciphering the Maya Script apareció en 1976, un año después de la muerte de
Thompson, incluso los thompsonianos más fieles se hallaron ante la prueba de que
Knorosov había estado en lo cierto y Thompson muy, muy equivocado.
Pero volvamos a 1957. Con la terminación del programa de Carnegie sobre
arqueología maya, Thompson se había mudado de Estados Unidos a su nuevo hogar
en Essex, en donde estuvo inmerso en la preparación de su largamente planeado
Catalog of Maya Hieroglyphs, prodigiosa tarea que finalmente habría de ser
publicada cinco años después (Thompson, 1962). Él y yo seguimos escribiéndonos,
por mi parte tratando de explicarle por qué pensaba que Knorosov y Kelley habían
encontrado algo. Imagino que estaba muy molesto por nuestra reseña del Landa de
Knorosov y considerablemente irritado por la referencia a Atanasio Kircher. El 27 de
octubre, se sentó a escribirme la siguiente carta:

Querido Mike:
No podrás creer —claro que no,
cuando a cuestas lleva el mundo tanto siglos—,
no creerás lo que, por inocencia,
imaginan
esos crédulos niños callejeros.

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¿Cuáles niños? No los de Christopher Fry, sino el aquelarre que surca el firmamento a medianoche
comandado por Yuri. Dave Kelly [sic], persiguiendo a Quetzalcóatl, a Xipe, a Tonatiuh y a Xólotl,[61] tan
raudo por los atolones del Pacífico como yo, alguna vez, perseguí con mi red apolos y vanesas rojas por las
canteras de caliza de una Inglaterra que desapareció en 1914; Burland y las monjas fugitivas de Abbey Art
Center,[62] en New Barnet, bailando con pie ligero sobre tazas de humeante cocoa y la pobre Tania
contoneándose por los arrabales con hambre de sexo, buscando en el oráculo de la otrora Santa Rusia un
droshky que la pueda conducir a una felicidad chejoviana…
Pues bien, el viejo toro tendría que estar en la bahía, pero no está; pace tranquilamente en la pradera.
Creo recordar que dos años atrás todos se hacían lenguas del viejo J.E.S.T.; C-14 hizo volar su correlación
por los aires y sólo él lo ignora… Vaya, ahora me parece que con las nuevas lecturas de C-14 la vieja
correlación de 11.16.0.0.0 volvió a las alturas, donde obviamente debía estar por razones históricas,
astronómicas, arqueológicas y de todo tipo.
Puedo mirar con ecuanimidad a los Burland y a Dave Kelly [sic] correr en pos de Yuri, pues sé que a él
le ocurrirá exactamente lo que a todos los demás que trataron de leer los glifos de ese modo, desde Cyrus
Thomas hasta Benjy Whorf. Ahora que he encontrado en la escritura jeroglífica maya por lo menos 300
afijos (hasta la fecha tengo 296 y aún no acabo), estoy más seguro que nunca de que jamás existió ningún
sistema como el que propone Yuri.
Por eso no tuve que tomarme la presión antes de leer la última explosión suya.[63] Con mi paisaje de
casas de ladrillo rojo tierno y blancas por el valle y mi regreso bastante exitoso al siglo XVIII (a condición
de que a veces pueda ser convenientemente ciego), puedo tomar las cosas con calma a medida que avanzo
en mi catálogo de glifos mayas, que, lo sé, en el futuro será mina de oro para Yuri y los demás, quienes
demostrarán, para satisfacción personal, que los glifos del último prisionero de P. N. 12[64] dicen: Epstein
me fecit. Por eso no me subió la presión ni fui a su Mesa Cuadrada, pues, como dice el poeta:

Que gobierne yo mis pasiones con absoluta autoridad


que sea más sensato y mejore cuando mengüe el vigor,
sin cálculo ni gota en apacible decadencia.

Bueno, Mike, tú vivirás para el año 2000 d. C. Pega esto en la guarda de Maya Hieroglyphic Writing,
Introducción, y ve si para entonces estoy bien mojado. Te saluda

En apacible decadencia
Eric T.

Eric ciertamente tuvo razón en un aspecto: el Catalog se ha constituido en


herramienta indispensable para todos los epigrafistas del maya (todos usan los
números de Thompson o de «T» al referirse a los glifos) y los seguidores de Yuri
desde luego lo explotan. Lo irónico es que todos los estudiosos modernos de los
glifos pertenezcan a la «clase» de Knorosov.
En vano contesté la carta de Eric sugiriendo que, en realidad, él no había
enfocado la teoría general de la escritura maya propuesta por su antagonista, sino que
sólo se había concentrado en los detalles. No tardó en llegar otra misiva salida de su
pluma, que en parte decía:

Gracias por tu buena carta. Creo que estamos discutiendo cosas diferentes. No pretendo que no exista
elemento fonético en la escritura maya, especialmente por la época en que fue escrita la presente edición del
Dresde. Lo que objeto es el enfoque de K., a quien considero completamente inexperto. Si ha dado en el
clavo una o dos veces, bueno, pero yo pondría en boca suya (aunque tonto no sea correcto en este caso) tres
versos de Cowper:

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De seguro no siempre me equivoco;
difícilmente es falso todo lo que digo,
de vez en cuando, por casualidad, un tonto tiene razón.

Nueva leña se echó a la hoguera cuando, en American Antiquity (Knorosov,


1958b) apareció la traducción que mi esposa había hecho del artículo publicado por
Knorosov en 1958, pues, en él, el ruso zahería a Thompson en los términos
siguientes: «Algunos autores consideran desciframiento cualquier interpretación
plausible de signos desconocidos». Y proseguía diciendo:

A diferencia de la determinación del significado de jeroglíficos independientes mediante claves


indirectas, el desciframiento es el principio de ana lectura fonética exacta de palabras escritas en forma
jeroglífica. Como resultado de ese desciframiento, el estudio de los textos se constituye en una rama de la
filología [la lingüística].

En otras palabras, Knorosov negaba a Thompson cualesquier méritos como


descifrador. Como ejemplo del «método» thompsoniano, Knorosov señalaba la
interpretación que Eric daba a la combinación jeroglífica aceptada para «perro» (leída
previamente como tzul por Knorosov). Como ya hemos visto, ésta consiste de dos
signos, uno de los cuales parece representar las costillas y la espina dorsal de algún
animal. Thompson dice que se trata de un signo metafórico para «perro», porque, en
la mitología mesoamericana, el perro acompaña a las sombras de los muertos al
mundo del más allá: difícilmente un caso de «desciframiento», según la definición
que Knorosov da de la palabra (incidentalmente, el glifo en cuestión ofrece un
excelente ejemplo del origen rebus de los signos fonéticos pues, en maya yucateco,
tzul significa tanto «perro» como «espina dorsal», siendo el signo silábico tzu el
resultado final).
El disgusto y la acritud crecientes de Thompson se revelan en grado notable en mi
comentario que publicó ese mismo año:

Una reseña [la de Yan] expresaba con cierto detenimiento mi desfavorable impresión del primer artículo
del ruso Knorosov, quien, siguiendo los pasos de tantos entusiastas desacreditados, pretende haber
descubierto (abrigado en el regazo de la filosofía marxista) la clave para el desciframiento de los glifos
mayas. Ha aparecido recientemente su siguiente y más extensa publicación, que contiene un gran número de
supuestos desciframientos. Mi entusiasmo sigue aún en estado de congelamiento [Thompson, 1958: 45].

A pesar de sus asertos respecto a la falta de valor de las publicaciones de


Knorosov, Thompson dedicaba mucho tiempo a refutarlas, algo que nunca se molestó
en hacer con docenas de esfuerzos por descifrar los glifos de parte de lunáticos y casi
lunáticos que han aparecido cada década en el transcurso de los últimos 75 años. Lo
que hacía a Knorosov todavía más peligroso era que su trabajo había aparecido en
inglés en una revista que era —y sigue siendo— «órgano de casa» para todos los
arqueólogos norteamericanos, mayistas o no. Por consiguiente, no sorprende que la
principal contraandanada de Eric apareciera en la misma revista, en 1959. Con el

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título de «Sistemas de escritura jeroglífica en América Media y los métodos para
descifrarlos» (Thompson, 1959), el artículo pone al descubierto todos los yerros de
Thompson y ninguno de sus aciertos. Tras repetir una vez más los argumentos de
Valentini acerca del «alfabeto» de Landa, Eric pasa luego a los sistemas de escritura
misionera, como el testeriano, que usaron los españoles en el México del siglo XVI,
con el que los frailes trataron de inculcar el fonetismo a los nativos, dejando implícito
que el abecedario de Landa era uno de ellos.
Thompson describe entonces como «hacer portamonedas de seda a partir de
orejas de marrana» las tentativas anteriores de usar el «alfabeto» de Landa, todas las
cuales han caído «totalmente en descrédilto» (una de sus palabras favoritas). El resto
de su artículo lo dedica a ciertos detalles de los pretendidos desciframientos de su
adversario y se abalanza sobre el hecho de que a veces hay en los glifos inversiones
del orden habitual de izquierda a derecha, olvidando el de que un cambio de orden
debido a consideraciones estéticas o de escriltura se hallaba entre los principios
jeroglíficos de Knorosov. Pero nuestro amigo Atanasio Kircher se habría
enorgullecido de uno de los párrafos sumarios de Eric:

Ningún profeta ante el fuego me indicó hacia dónde ir, como dijo Housman. No puedo ni pretender que
he descifrado los glifos mayas ni que conozca ningún sistema que remplace el que he abordado, pues
sospecho que la escritura maya, como el caos, simplemente surgió. Es claro que los elementos glíficos
representan tanto palabras como sílabas (con frecuencia homónimas). Hay ideogramas, glifos arraigados en
la mitología [sus llamados «metaforograrmas»], a más de trozos y pedazos de media docena más de intentos
de escritura [cursivas mías].

En su Catalog de 1962, Thompson hace la misma descripción desordenada de la


escritura: «En resumen, estamos confundidos por una mezcolanza no sistemática de
lento crecimiento. Desde luego, las mezcolanzas carecen de llaves y candados a la
medida» (Thompson, 1962: 29). Pero cómo podía comunicarse un amanuense con esa
mezcolanza o cómo podían leerse aquellas comunicaciones, en el sentido lato de la
palabra, fue una pregunta a la que Thompson no respondió, como tampoco lo había
hecho Kircher cosa de tres siglos atrás.
Una de las últimas diatribas de Eric contra la Amenaza Roja se produjo en 1971,
en su prefacio a la tercera edición de La escritura jeroglífica maya. Como de
costumbre, Eric expone erróneamente la posición de Knorosov, afirmando que éste
considera la escritura maya enteramente fonética, y luego entabla su controversia de
Guerra Fría:

Asunto de cierta importancia, a mi entender, es que en un sistema fonético, como en la solución de una
clave, la velocidad de desciframiento se acelera con cada nueva lectura establecida. Han pasado ya 19 años
desde que se anunció con fanfarrias de heraldos de cota ¿e la URSS que, tras casi un siglo de esfuerzo
burgués abortado, se había resuelto el problema gracias a este enfoque marxista leninista. Con gusto iría en
peregrinación de gracias a la tumba de Marx en el Cementerio de Highgate, si en verdad fuera así. ¡Lástima!
El primer caudal de supuestos desciframientos no ha crecido como río, según debería tras la solución
verdadera de un sistema fonético; se ha secado hace tiempo [Thompson, 1971a: vi].

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Thompson (1972a) dio la palada final a Knorosov en su Maya Hieroglyphs
Without Tears, panfleto del Museo Británico que en la actualidad tiene escaso valor, a
no ser como curiosidad, pese a su elegante aspecto (las publicaciones de Kircher, los
libros de café de su tiempo, también estaban bellamente presentadas).

En retrospectiva sabemos que Thompson erró el blanco por completo y que Knorosov
dio en él. El lector tal vez se pregunte: ¿por qué, después del artículo publicado por
Knorosov en 1952, tardó tanto que el caudal de desciframiento creciera como río?
¿Por qué el desciframiento maya necesitó tantísimo tiempo en comparación, digamos,
con las escrituras egipcia y cuneiforme o con el hitita jeroglífico? Lamento decir que
la razón principal ha sido que casi todo el campo mayista fue siervo voluntario de un
especialista sumamente dominante, Eric Thompson, quien por la fuerza de su
personalidad, su disponibilidad de recursos de la Institución Carnegie de Washington,
su gran erudición y su acerba —e incluso cruel— agudeza, fue capaz de detener la
ola rusa hasta su desaparición, en 1975. La mayoría de los mayistas tenían (y siguen
teniendo) pocas bases lingüisticas o epigráficas; por defecto, abandonaron el campo a
Eric, quien, bombardeándolos con interminables referencias a poetas muertos y a
dioses griegos, los despojó efectivamente de sus facultades críticas.
Hasta la principal publicación de Knorosov (1963) a ese respecto, el voluminoso
y minuciosamente documentado Pis’mennost Indeitsev Maiia (La escritura de los
indios mayas), causó poca impresión entre los partidarios de Thompson, pese a que
mi esposa publicó una traducción de capítulos escogidos, con una introducción
típicamente cautelosa de Tania. Yo asomé el cuello en 1966, cuando mi libro The
Maya (Coe, 1966: 166-169) fue la primera obra popular sobre Ja civilización maya
que elogiaba el enfoque de Knorosov; las reseñas que me hicieron los expertos fueron
característicamente negativas a ese respecto. Todavía en 1976, Arthur Demarest,
entonces estudiante de la Universidad de Tulane, publicó, en una prestigiosa serie, un
contencioso y mal asesorado ataque contra el desciframiento de Knorosov, con este
excelso pronunciamiento: «Difícilmente se necesita concluir que el sistema de
Knorosov carece de validez… No es el primer estudioso en hacer un desciframiento
erróneo y es probable que no sea el último» (Demarest, 1976).
Los disidentes como Dave Kelley y este autor nos encontrábamos fuera, por lo
que toca a nuestras opiniones sobre la escritura maya, pero tras los confines de la
arqueología descubrimos un importante grupo de aliados: los lingüistas. Éstos no
habían olvidado el rudo trato repartido por Thompson entre sus colegas Benjamin
Whorf y Archibald Hill. Algunos de los especialistas en lenguas mayas, como el
respeladísimo Floyd Lounsbury, de Yale (quien subsecuentemente desempeñaría un
papel importante en el desciframiento), pensaban muy bien de Knorosov y sabían
mucho más que Eric acerca de los sistemas de escritura en general. Y hasta mí llegó
el rumor de que cierto distinguidísimo lingüista lisa y llanamente había declarado
que, una vez que Thompson se había reunido con sus antepasados, ¡él descifraría la

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escritura maya!
Arrogante o no, había cierta exactitud en lo que predecía el anónimo lingüista,
pues el periodo de despegue del gran desciframiento sólo se produjo tras la muerte de
Thompson en 1975, y la aportación de los lingüistas a esta extraordinaria hazaña
intelectual fue considerable.
En el último año de vida de Thompson, la Reina lo nombró caballero, como
reconocimiento a sus múltiples aportaciones a los estudios mayas. No tengo idea de
por qué tuve un presentimiento, pero, cuando vi la lista de Distinciones de Año
Nuevo publicada en el New York Times, supe que vería en ella el nombre de Eric, y
allí estaba, junto con el de Charlie Chaplin. Inmediatamente le escribí para felicitarlo;
su carta de agradecimiento expresaba su pena de que Alfred P. Maudslay nunca
hubiera recibido tal honor. Equivocado, y tal vez necio, en algunas cuestiones
importantes, Thompson ciertamente no se equivocó en todo, sino que hizo muchas
aportaciones verdaderas a la materia. Guardo como tesoro mi ejemplar de
Maya Hieroglyphic Writing, completo, con la caita pegada dentro, como él había
estipulado.
¿Por qué se opuso Thompson tan acremente a Knorosov y a todo lo que éste hacía
o publicaba? Una razón puede haber sido su profunda religiosidad, que lo condujo a
preferir los «metaforogramas», explicaciones éstas casi místicas y kircherianas de los
glifos. Otra pudo haber sido su execración del comunismo y de la Rusia soviética.
Pero su obsesión por Knorosov, al grado de que sentía necesidad de atacarlo año tras
año, por lodos los medios permitidos o prohibidos, me sugiere algo más: temía a las
teorías de Knorosov porque, en el fondo, sabía que eran correctas.
Mis sospechas de que fue así surgen de la consideración de unas figuras que
representan glifos de los meses mayas en Maya Hieroglyphic Writing (Thompson,
1950: figs. 16-19). Thompson pidió a su artista que, para cada mes, dibujara una serie
de glifos, desde las formas más antiguas hasta las más tardías; como es natural, el
último de cada serie es el glifo tal y como aparece en la Relación de Landa. Ahora
bien, los nombres de los meses, según se les conocía en el Yucatán previo a la
Conquista, en su mayoría guardan poca relación con el modo de leer y pronunciar
esos glifos en el Periodo Clásico. En consecuencia, tal como lo entendemos ahora, el
informante de Landa ponía prefijos a algunos, con útiles signos fonético-silábicos que
definían su sonido yucateco «moderno». Por ejemplo, a la izquierda de Pop (el primer
mes) de Landa, hay un signo doble que se lee, según descubrió Floyd Lounsbury, po-
p(o). Eric suprimió todos esos signos en Maya Hieroglyphic Writing de 1950.
Yo pregunto, ¿cómo y por qué habría de hacerlo, a menos que reconociera y
censurara la escritura fonética o o que Knorosov hubiera llamado el reforzamiento
fonético? Ello sugiere que debe haber acariciado esa clase de nociones fonéticas por
lo menos dos años antes de que Knorosov apareciera en escena, para luego
descartarlas por no concordar con sus ideas de «mezcolanza» acerca de la escritura o
con sus «metaforogramas». La ferocidad de las andanadas que disparó contra

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Knorosov me demuestra, por lo menos, que sabía que estaba equivocado, y mucho.
Una vez que hizo su declaración de guerra en la revista Yan, ya no pudo retractarse.
De esa suerte, como Seler antes que él en su disputa con Cyrus Thomas,
Thompson obtuvo una victoria de cierto tipo. Pero ésta habría de ser efímera: en
menos de cuatro años, tantos como 435 participantes habrían de asistir a la
conferencia de Albany sobre el fonetismo en la escritura jeroglífica maya. El sol se
había puesto en la era de Thompson.

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VII. LA ERA DE PROSKOURIAKOFF: LOS MAYAS
ENTRAN EN LA HISTORIA

FUE el zar Pedro el Grande quien desterró a los Proskouriakoff a Siberia. En junio de
1698 (un año después de la rendición del último reino maya independiente de
Tayasal), los mosqueteros de Strelitz se habían levantado contra el joven déspota: fue
una revuelta inmortalizada en la ópera Jovanshchina, de Mussorgsky. Pero los
Strelitz fracasaron y sufrieron el castigo más terrible; los que corrieron con suerte
fueron desterrados, entre ellos el antepasado de la mujer cuya brillante investigación
habría de introducir la civilización de los antiguos mayas en la historia.[65]
Tatiana Proskouriakoff nació en 1909 en Tomsk, que entonces era la principal
ciudad de Siberia.[66] Tomsk está situada junto a la cabecera del río Ob, en una
bifurcación del Ferrocarril Transiberiano que conduce al norte. A despecho de su
lejanía de San Petersburgo y de Moscú, a principios de siglo Tomsk difícilmente era
una ciudad de frontera: se preciaba de tener una universidad, varios museos, además
de bibliotecas y sociedades científicas. La familia de Tania pertenecía a la grande y
olvidada clase de la inteligentsia —científicos, escritores maestros, etc.—, que había
dado a la Rusia prerrevolucionaria su distinción considerable en las artes y las
ciencias.
Su padre, Avenir Proskouriakoff, era químico e ingeniero, y su abuelo paterno
había enseñado ciencias naturales en tanto que su madre, Alla Nekrassova (hija de un
general) era médica. En 1915, Avenir lúe comisionado por el zar para que fuera a
Estados Unidos a inspeccionar pertrechos y demás equipo destinado al esfuerzo
bélico de Rusia. Tania, su hermana mayor Ksenia y sus padres zarparon aquel otoño
del puerto de
Arcángel, en el Mar Blanco, pero quedaron atrapados en el hielo;
simultáneamente, las dos niñas bajaron del barco con liebre escarlata y difteria
(¡Ksenia también contrajo sarampión!). Ambas tuvieron que volver cruzando el hielo,
pero, finalmente, abandonaron Rusia el verano siguiente.
Su destino era Filadelfia. Tras la Revolución rusa de 1917, ésta fue su lugar de
residencia permanente. Sin embargo, no les fue tan ajena, pues los Proskouriakoff se
encontraron entre un grupo de rusos blancos intelectuales, el mismo medio en que

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habían vivido antes en Tomsk. Tania y su hermana ingresaron en la escuela primaria;
entre el grupo de sus compañeros de escuela y su hermana, Tania era conocida como
la «duquesa», no por ningún falso orgullo de su paite, sino porque sus jóvenes
contemporáneos habían reconocido en ella a alguien que los eclipsaba a todos. Si
alguna vez tuvo Tania cierto acento naso durante aquellos primeros tiempos, pronto
lo perdió pues, cuando la conocí, hablaba sin acento el inglés norteamericano de la
Costa Este; pero siempre conservó la habilidad de hablar ruso y podía escribir en esa
lengua con una fina escritura presoviética.
Cuando Tania egresó, en 1930, de la Universidad Estatal de Pensilvania, con un
grado en arquitectura, el país acababa de entrar en la Gran Depresión, y los puestos
en su nueva profesión eran casi inexistentes. Trabajó algún tiempo en una tienda
departamental de Filadelfia y luego, a fin de no aburrirse, empezó a hacer dibujos
para uno de los directores del Museo Universitario, por una remuneración sumamente
exigua.

Los dibujos de artefactos de Tania llamaron la atención de Linton Saterthwaite, Jr., un


larguirucho arqueólogo fumador de pipa que había sido nombrado director del gran
programa de excavaciones del museo en Piedras Negras, ciudad maya en minas del
Periodo Clásico, sobre la margen izquierda del río Usumacinta, en Guatemala.
Satterthwaite estaba en busca de un artista que hiciera dibujos de reconstrucción
arquitectónica de los edificios descubiertos en aquel sitio, y Tania obtuvo el puesto,
con todos los gastos y el viaje pagados, pero sin sueldo (también eran tiempos de
penuria para los museos). Había empezado la vida de Tania como mayista.
El irascible austríaco Teobert Maler había explorado Piedras Negras a fines del
siglo XIX y producido, para el Museo Peabody de Harvard, un magnífico registro
fotográfico de sus espléndidos monumentos de piedra: estelas y dinteles. Pero el sitio
estaba, y sigue estando, en condiciones sumamente ruinosas.[67] «Pen» venía
haciendo excavaciones en «P. N.» desde 1931, y Tania trabajó bajo la dirección de
Satterthwaite de 1934 a 1938. Las condiciones de los campamentos arqueológicos
iban desde las espartanas —e incluso sórdidas—, en un extremo de escala de
comodidad, hasta las lujosas, en el extremo superior, y no hay duda sobre a qué
categoría pertenecía la excavación de Piedras Negras. Se dice que un mozo
uniformado servía cocteles por las noches (a Satterthwaite le gustaban los martinis
secos); cierto o no, Tania tuvo la suerte de trabajar para un arqueólogo sumamente
capaz, con un seco sentido del humor y verdadera competencia acerca de los glifos.
La labor de Tania consistió en producir una restauración arquitectónica de la
Estructura P-7 y un dibujo en perspectiva de la Acrópolis, tal y como debía haber
lucido en el Clásico Tardío. Su representación a la acuarela muestra los templos
pirámide y las hileras de estructuras cubiertas de fulgurante yeso blanco, mientras el
Usumacinta serpentea al fondo entre colinas cubiertas por la selva. Fuera del aspecto
casi desierto del complejo (de acuerdo con la idea que entonces se tenía de que las

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ciudades Clásicas fueron «centros ceremoniales» casi vacíos), llaman la atención las
lilas de estelas que se yerguen en grupos ante dos de las pirámides que flanquean la
amplia escalinata. Nuestra joven artista habría de archivar aquellos grupos de estelas
de P. N. en algún recóndito lugar de su memoria, para ser recordados muchos años
después, con resultados notables, en su departamento de Cambridge.
Satterthwaite fue uno de esos estudiosos que se llevan a la tumba la mayor parte
de su saber. Publicó muy poco; lo que llegó a la imprenta con frecuencia estaba
escrito en prosa tan elíptica y oscura que incluso los expertos encontraban difícil
seguir sus argumentos. Un poco por travesura, Thompson me confesó en alguna
ocasión que nunca había podido leer hasta el final «Conceptos y estructuras de la
aritmética calendárica maya» de Satterthwaite (1947). Sin embargo, a fin de cuentas,
fue un maestro excelente y un simpático colega que mantenía el espíritu abierto a
cualquier punto de vista, y ciertamente no consideraba como verdad del evangelio
todo lo que Thompson decía. Aunque en realidad nunca descifró un solo glifo, fue
una figura merecedora de reconocimiento en el campo de los mayas.

La perspectiva de la Acrópolis reconstruida que hizo Tania despertó inmediatamente


el entusiasmo del inquieto Sylvanus Morley, de la Institución Carnegie. Morley
acariciaba la idea de que Tania hiciera toda una serie de reconstrucciones de los sitios
mayas más importantes y, en 1939, la envió a Copán con ese propósito. Tania pasó a
ser experimentada trabajadora de Carnegie, con una verdadera paga por primera vez
en su vida; aquél fue el puesto que habría de ocupar el resto de su existencia.
A fines de la década de 1930, Copán debe de haber sido un lugar singularísimo.
El programa de excavación y restauración de Carnegie estaba dirigido por el
pintoresco noruego Gustav Strömsvik, cuya picaresca carrera era digna de atención,
incluso para los estándares mayistas. A fines de los años veinte, Gus y un compañero
de tripulación habían «saltado a tierra» de su barco mercante, cuando éste se
encontraba anclado frente a Progreso, en la costa norte de Yucatán; días después, dos
maltrechos cuerpos fueron arrojados a la playa por la marea, razón por la cual se
supuso que eran los dos desertores. Se dice que, una vez al año, Gus solía ir a
Progreso a llorar ante su propia tumba. Subsecuentemente, Gus se dirigió a Chichén-
Itzá, en donde había oído hablar de un proyecto arqueológico «gringo»; allí, Morley
le dio el trabajo de reparar los camiones de la expedición, pues Gus no sólo era
excelente marinero, sino también buen mecánico e ingeniero.
No transcurrió mucho tiempo antes de que Strömsvik ayudara a excavar y a
reconstruir edificios en Chichén. Sus aptitudes en ese renglón hicieron que Morley y
Kidder lo escogieran para el proyecto de Copán, donde resultó ser uno de los mejores
arqueólogos de campo entre el personal de Carnegie. Ian Graham describe el
panorama en aquel sitio:

Proskouriakoff fue sola a Copán y, estando allí, consideró la vida en el campamento evidentemente

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salvaje. Habiendo sido educada en un hogar europeo sumamente formal, le sorprendió mucho la batería de
botellas desplegadas sobre una mesa de la sala del campamento, y mucho más cuando descubrió hasta qué
grado alegraba el consumo de su contenido las partidas nocturnas de poker, especialmente los sábados. Un
domingo por la mañana, molesta porque los varones dormían hasta muy tarde, abrió la puerta de la hábil
ación de Gustav Strömsvik y dejó su loro dentro. Pronto se oyó un dueto de chillidos, pues el loro había
prendido a Stromsvik del bigote [I. Graham, 1990: 2].

Cierta película casera, tomada por John Longyear cuando, como graduado de
Harvard, preparaba una tesis sobre la cerámica de Copán, muestra a una joven y
guapísima Tania en el acto de beber cerveza a grandes tragos en aquel mismo
campamento, de modo que por lo menos debe haberse adaptado un poco al régimen.
Después de Copán, Tania viajó a Chichén-Itzá y a los sitios yucatecos de la región
Puuc, en donde preparó dibujos a escala como base para sus reconstrucciones, todo lo
cual apareció en su Album of Maya Architecture (Proskouriakoff, 1946). Siendo cada
vez más evidente para «Doc» Kidder que aquella mujer era considerablemente más
que una artista, en 1943 la nombró arqueóloga de planta de tiempo completo.
Desde sus tiempos de escuela en adelante, todo el que conoció a Tania parece
haber concordado en que el suyo era un espíritu extraordinario y poco común. Una de
sus facetas se inclinaba ciertamente hacia lo artístico: era dibujante sumamente
competente y fina artista de ojo perceptivo y apreciativo para las artes visuales. Pero
también tenía una decidida inclinación científica y cierto don para el anáfisis lógico.
El haberse criado en una familia de científicos seguramente contribuyó a pulir sus
capacidades de estudio. Cuando se dedicaba a un problema —por lo demás era una
«solitaria» que solía trabajar por sí misma en un retiro voluntario— su espíritu
operaba como la proverbial trampa de acero.
A diferencia de muchos desterrados rusos, Tania era racionalista y atea
convencida. Disfrutaba mucho de un argumento y tal vez haya adoptado
deliberadamente una posición extrema al respecto, pero recuerdo que trató de
convencerme de que la Misa en si menor de Bach ni siquiera debía escucharse ¡por su
carácter religioso! Sea como fuere, su orientación la predisponía a buscar
explicaciones racionales a todo, incluso al arte y a la escritura mayas, y la conducía
muy lejos del fetichismo semimístico que tanto fascinaba a Eric Thompson. Pero, en
cambio, no tenía absolutamente ningún interés por la iconografía del arte maya, e
incluso llegó a negar que existieran dioses entre los mayas Clásicos. Aquí es donde
Eric seguramente iba por el camino correcto y Tania no.
La inclinación de Tania por el análisis formal riguroso fue aplicada a alrededor de
un centenar de monumentos mayas del Periodo Clásico, dando por resultado un
método para techarlos por su estilo dentro de un lapso de 20 a 30 años. Su
monografía de 1950, A Study of Classic Maya Sculpture, permitió comparar fechas
estilísticas con fechas mayas (Proskouriakoff, 1950); pero Tania fue más allá y
ofreció un panorama evolutivo del modo en que había cambiado la escultura desde
los tiempos más remotos hasta el colapso de los mayas. El libro, que la colocó a la
vanguardia de la investigación maya, le dio una visión inigualable de todo el cuerpo

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de arte maya en piedra y, de manera inexorable, la condujo a plantearse interrogantes
que, al encontrar finalmente respuesta pusieron de cabeza a todo el mundo del
mayismo.

Terminé mis estudios de licenciatura en 1950, pero no asistí a mi graduación, razón


por la cual me perdí inadvertidamente el discurso de Dean Acheson a la generación
saliente. Con cierto sentimiento de culpa, decidí que lo mejor sería estar presente para
recibir mi doctorado en Harvard, que me fue concedido en junio de 1959. Como
disponía de tiempo, fui al Museo Peabody a ver a Tania. La hallé en su sitio
acostumbrado: sentada a una mesa del salón fumador que había en el sótano del
museo, pues Tania era fumadora compulsiva y lo había sido desde que tenía 16 años.
Me di cuenta de que, aunque siempre un tanto nerviosa, Tania estaba
inhabitualmente entusiasmada por algo, que acabó comunicándome: había
descubierto un «patrón de lechas peculiar», según sus propias palabras, en su viejo
sitio de Piedras Negras. Ante ella se hallaba un mapa en el que había señalado todas
las fechas de las muchas estelas de P. N. Refiriéndose al mapa, Tania me explicó lo
que significaba aquel patrón: los textos de los monumentos trataban simple y
llanamente de historia y no de astronomía, religión, profecía y cosas por el estilo. Las
figuras de las estelas y los dinteles de las ciudades mayas en ruinas eran hombres y
mujeres de carne y hueso y no dioses o, para el caso, incluso sacerdotes.
Me sentí como fulminado por un rayo. De un brillante tajo, aquella extraordinaria
mujer había cortado el nudo gordiano de la epigrafía maya, para abrir un mundo de
rivalidad dinástica, de matrimonios reales, de toma de cautivos y de tocias las demás
hazañas de la elite que han llamado la atención de los reinos de lodo el mundo desde
la más remota antigüedad. Los mayas se habían convertido en seres humanos reales.
Tania me dijo que había enviado un artículo detallado sobre sus descubrimientos
al American Antiquity; cuando el trabajo apareció el año siguiente con el título de
«Implicación histórica de un patrón de fechas en Piedras Negras, Guatemala»
(Proskouriakoff, 1960), todo el campo de la investigación sobre los mayas sufrió una
revolución. Habíamos entrado en la era de Proskouriakoff.
Un artículo publicado al año siguiente en la revista Expedition del Museo
Universitario (Proskouriakoff, 1961a), a invitación de su viejo amigo y primer sostén
Satterthwaite, permite vislumbrar el modo en que funcionaba su espíritu. Escrito para
un público popular, es un notable ejemplo de exposición lógica, en el que Tania
explica la secuencia de hechos que condujeron a su trascendental descubrimiento.
Todo empezó en 1943, decía Tania, cuando Thompson cambió la fecha de la
Estela 14 de Piedras Negras de 800 d. C., que le había asignado Morley, a 761 d. C.
Eric la describía corno una estela del grupo que mostraba «dioses sedentes en nichos
formados por los cuerpos de dragones celestiales», y señalaba que aquella corrección
hacía de la Estela 14 la primera erigida en su fila particular, frente al Templo 0-13.
Varios años después, Tania notó no sólo que la Estela 33 mostraba una escena

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similar (aunque sin nicho), sino también que todos los monumentos de aquel tipo
habían sido los primeros en ser erigidos en una localización particular (esto es, en una
fila frente a alguna pirámide determinada). Subsecuentemente, cada hotún (un
intervalo de cinco tunes, poco menos de cinco años), se erigía un monumento con
otro motivo en la misma fila., hasta que se empezaba una nueva fila semejante en las
cercanías de otro templo. En resumen, había diferentes series de monumentos, cada
una de las cuales empezaba por una estela con nicho.
En aquel entonces, Tania pensaba que esa estela «con nicho» representaba la
dedicación de un nuevo templo (punto de vista más bien thompsoniano): la escalinata
a la que se representaba marcada con huellas de pasos que conducían al nicho debía
haber simbolizado el ascenso al cielo de la víctima sacrificatoria, cuyo cuerpo se
mostraba en ocasiones al pie de la escalinata, Tania buscó luego a aquellas estelas una
expresión glífica peculiar que pudiera indicar sacrificio humano.
«Lo que encontré en cambio inauguraba una línea de pensamiento enteramente
nueva que conducía a conclusiones sorprendentes». Y lo que encontró Tania fue lo
siguiente:
1. En cada estela «con nicho» había una fecha inmediatamente anterior (siempre
terminación de hotún); aquella lecha anterior siempre iba seguida de manera
inmediata por un signo al que Thompson había apodado «Glifo de dolor de muelas»,
puesto que consistía de una cabeza con las mandíbulas vendadas (o de un signo lunar
vendado del mismo modo).
2. Con frecuencia se registraban subsecuentemente los aniversarios de aquel
hecho, sea cual fuere, pero sólo en monumentos del mismo grupo.
3. Las únicas fechas que dos grupos de estelas tenían en común eran algunas que
indicaban las terminaciones de periodos de tiempo convencionales (en la Cuenta
Larga), demostrándose así que cada serie de monumentos presenta una secuencia de
registros independiente.
4. La primera fecha de cada serie no es la vinculada al «Glifo de dolor de
muelas», sino otra que se sitúa en cualquier punto entre 12 y 31 años antes; esta
«Fecha Inicial» siempre va seguida inmediatamente por un signo que a Thompson le
parecía una cabeza de rana hacia arriba, de donde procede el apodo de «Glifo de rana
hacia arriba». Entre paréntesis, Teeple pensaba que este signo representaba un día de
luna nueva o un día de edad de la luna. Aquella Fecha Inicial no puede haber tenido
gran importancia pública, puesto que sólo se registra retrospectivamente después de
haber ocurrido el hecho señalado por el «Glifo de dolor de muelas», y sólo a partir de
entonces empieza a registrarse por aniversarios.
Acto seguido, Tania elaboró tres hipótesis a fin de explicar sus descubrimientos:
—La del «Glifo de rana hacia arriba» es la fecha de nacimiento de la persona del
nicho.

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Figura 37. Glifos de hechos dinásticos identificados por
Proskouriakoff. a. Nacimiento («rana hacia arriba»). b. Ascenso
(«dolor de muelas»).

—La fecha del «Glifo de dolor de muelas» es la del ascenso al trono de esa
persona.
—La serie completa de registros representa los años que vivió un gobernante.
Considerando sólo aquellas series cuyo intervalo completo se conocía, Tania
calculó la duración del tiempo cubierto por cada serie: ascendía a 60, 64 y 56 años,
ciertamente los años de vida normales que podrían esperarse de un gobernante.
Su paso siguiente la adentró todavía más en el mundo desaparecido, mucho
tiempo atrás, de aquellos señores de la selva: ese paso fue la búsqueda de sus
nombres y sus títulos personales. Estos glifos, razonó Tania, deberían diferir en cada
serie, en tanto que los glifos de acaecimiento permanecerían constantes. Tania
encontró lo que estaba buscando —enunciados nominales de tres o cuatro glifos—,
pero aún tenía que demostrar que éstos verdaderamente estaban asociados a las
figuras esculpidas. En aquel punto consideró las Estelas 1 y 2 de Piedras Negras; el
frente de cada una de ellas muestra una figura masculina, pero ésta se encuentra
sumamente erosionada. En la parle posterior de cada estela hay una robusta figura
enfundada en una túnica. Torcida, pero probablemente de acuerdo con el dogma de
que los mayas Clásicos vivían en una especie de teocracia, la idea que mucho tiempo
se tuvo acerca de aquellas figuras era que se trataba de sacerdotes, pero la labor de
Tania enmendó el error: las figuras de túnica son mujeres, como había pensado
siempre una generación de mayistas mucho muy anterior.[68] Volviendo a nuestras
estelas, las fechas de nacimiento en ambas son las mismas y van seguidas del mismo
par de glifos de nombre, cada cual con una cabeza humana femenina, de perfil, como
prefijo. Tania identificó en este último el clasificador proclítico para mujeres (que en
la actualidad se lee como na, forma clásica del ix yucateco posterior, «Señora ___ »).
La mujer de la Estela 3 se halla de pie sola, pero, sen-

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Figura 38. El prefijo (na) para nombres y títulos de mujeres.

tada junio a ella, está una persona de túnica, muy pequeña, con otra fecha de
nacimiento 33 años posterior a la primera, más su propio nombre y su proclítico
femenino. No se puede llegar sino a una sola conclusión: que los retratos de las dos
estelas pertenecen a una sola mujer (seguramente la esposa del hombre del anverso),
y la figura pequeña es su hija. Ergo, los monumentos muestran personas reales y sus
vidas, junto con sus nombres y sus títulos.
Como muchos grandes descubrimientos, el de Tania era de tal simplicidad y tan
obvio que resulta asombroso que epigrafistas como Morley y Thompson —que
conocían al dedillo todos los datos para un largo periodo de tiempo— no hubieran
dado en el clavo mucho antes. Tania tenía razón al decir: «En retrospectiva, la idea de
que los textos mayas registran historia, nombrando a los gobernantes o a los señores
de las ciudades, parece tan natural que es extraño que no haya sido explorada
cabalmente con anterioridad» (Proskouriakoff, 1961a: 16).

A decir verdad, había habido algunos pregoneros en el desierto, pero se había hecho
caso omiso de sus voces. Recordemos que Stephens había dicho de Copan, desde
1841: «Una cosa creo, y es que su historia está grabada en sus monumentos». En su
época, poco o nada de las fechas grabadas en las piedras de las ciudades Clásicas se
podía leer o entender. Pero, en 1901, Charles Bowditch, rico y aristócrata bostoniano
que fue el «ángel» de las expediciones del Museo Peabody a América Central, ya era
una autoridad en cronología maya. He aquí lo que tenía que decir al comentar el
informe de Teobert Maler sobre Piedras Negras y sus monumentos: «Supongamos
que la primera fecha de la Esleía 3 indica el nacimiento; la segunda, la iniciación a
los 12 años 140 días, o sea la edad de la pubertad en aquellos climas cálidos; la
tercera, la elección como jefe a la edad de 33 años 265 días; la cuarta, su muerte a os
37 años 60 días de edad» (Bowditch, 1901: 13). Tras una interpretación paralela de la
Estela 1, Bowditch pregunta: «¿Podrían los dos hombres representados en estas
estelas haber sido gemelos con la misma fecha de nacimiento?».
David Kelley (1976: 214) ha comentado atinadamente este pasaje: «Si Bowditch
o algún estudioso contemporáneo hubiese ido a comprobar el contexto glífico de esta
perspicaz idea, los especialistas que estudian la escritura maya podrían haberse
ahorrado alrededor de 60 años de dudosas interpretaciones astronómicas».

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Y, volviendo a 1910, Herbert J. Spinden, quien había sido el primero en estudiar
el arte maya y a ese respecto fue precursor de Proskouriakoff, consideró con
detenimiento el asunto de los relieves mayas. «A juzgar por los retratos grabados»,
escribió, «muchos monumentos de los mayas del sur son memoriales de conquista»,
con representaciones de vencedores y vencidos. «Ahora bien, es obvio que la
presencia de vasallos y señores en los monumentos aumenta la probabilidad de que se
conmemoren hechos históricos reales y de que se representen personajes históricos
verdaderos» (Spinden, 1916).
Luego, Spinden llamó la atención hacia la Estela 12 de Piedras Negras, que
muestra a un jefe militar sobre algunos cautivos atados y vigilados por los que él
consideraba dos soldados (en realidad, son sa-halo'ob, jefes militares secundarios);
arriba o cerca de los cuerpos de vencedores y vencidos hay grupos de glifos y «parece
razonable suponer que están registrados los nombres tanto de las personas como de
los lugares». De manera sorprendente, como me lo indicó David Stuart, en aquel
mismo artículo Spinden señaló un compuesto de glifo de murciélago en ése y muchos
monumentos más tanto de P. N. como de otros sitios, cuyo «significado general
podría ser “ahora sigue un nombre”»; casi ocho años después, David habría de
identificar aquel compuesto como el que introduce el nombre del escultor.
Spinden fue verdadero precursor de gran parte de lo que hoy damos por sentado,
razón por la cual es trágico que tantas ideas suyas acerca de la civilización
mesoamericana se hayan dejado de lado y menospreciado durante la era de
Thompson, como consecuencia de su adhesión de toda la vida a una correlación
maya-cristiana que resultó insostenible. Lo conocí a muy avanzada edad, cuando
estaba decididamente senil, pero alguna vez fue un pensador en verdad original.
Aunque hayamos llegado a considerar al Sylvanus Morley de los últimos tiempos
como jefe de la escuela antihistórica del culto al tiempo, el Morley de antes había
poseído un espíritu diferente. Impresionado por las numerosas relaciones españolas
acerca de que los mayas de vísperas de la Conquista llevaban historias detalladas en
sus libros plegables, Morley escribió en 1915: «Por esta razón, el autor cree que la
práctica de registrar su historia en la escritura jeroglífica tuvo origen, junto con
muchas otras costumbres, en el área del sur y, por consiguiente, que las inscripciones
de monumentos de las ciudades del sur probablemente sean, por lo menos en parte,
de naturaleza histórica» (Morley, 1915: 36).
A la manera en que Thompson y un Morley más viejo, pero no necesariamente
más sensato, lo entendían, los mayas Clásicos fueron distintos de cualquier otro
pueblo civilizado que haya existido e incluso diferentes de vecinos mesoamericanos
suyos como los mixtecas, cuya pasión por su propia historia queda expresada en
diversos códices tardíos. Una vez más, Thompson (y sus colegas como Morley)
podían discutir cualquier posición siempre que coincidiera con sus propias ideas
preconcebidas y sus predilecciones. En 1950, Eric lodavía pudo decir, en su Maya
Hieroglyphic Writing:

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No creo que en los monumentos se registren hechos históricos. La casi completa ausencia de fechas,
fuera de las terminaciones de periodo, comunes a dos ciudades… obedece, según creo, a la casi ilimitada
selección de fechas en el momento de recabar información sobre terminaciones de katún. Evaluando los
aspectos de un fin de katún, un sacerdote de alguna ciudad podría insistir más en las influencias lunares y
regirse de acuerdo con su elección de fechas; los sacerdotes de otras ciudades pueden haber considerado
primordiales las influencias solares y escogido fechas pensando en ellas [Thompson, 1950: 4].

Concebida con ingenio, pero totalmente errónea, mantenía cautivo a Thompson la


Teoría de los Determinantes de Teeple, que explicaba fechas distintas de las de
«rueda» como correcciones del año civil en el calendario. Simple y sencillamente,
Eric no podía concebir como autores de historia mundana a los antepasados
sacerdotales de Jacinto Cunil. Para él, hasta las escenas que mostraban cautivos
podían haber sido religiosas, en el fondo, porque aquellos desdichados estaban
destinados al sacrificio en alguna ceremonia importante (¡y vaya que lo estaban!),
mas no a celebrar la conquista. Como los marxistas tan presentes en su espíritu, Eric
siempre hallaba lo que sabía que estaba allí antes que nada.
La reacción de Thompson ante la herejía de Tania fue inhabitualmente moderada,
a pesar de la demolición de uno de los pilares en que se apoyaban sus ideas generales
acerca de los mayas. En cierta ocasión, Tania dijo a Peter Mathews lo mucho que
lamentaba no haber dado a conocer a Eric sus descubrimientos con tiempo para que
este pudiera corregir el prólogo a la edición de 1960 de Maya Hieroglyphic Writing y
así salir de un aprieto en retrospectiva. Cuando le dio su trabajo, que aún estaba por
publicarse, la primera reacción de Thompson fue un «¡No puede ser!» Pero luego de
llevárselo a casa y de leerlo aquella noche, a la mañana siguiente había dado media
[69]
vuelta: «¡Claro que tienes razón!» Por muy rusa que fuera, Tania no era ninguna
Amenaza Roja.
El lector habrá notado que el gran adelanto de Proskouriakoff tenía muy poco que
ver con la lengua maya: los textos bien podían haber estado escritos en sueco o en
swahili, para su propósito inmediato, pues su enfoque era puramente estructural.
Tania no fue la única epigrafista que trabajó en gran parte de ese modo, que en
realidad abordaba el significado y las interpretaciones antes que las lecturas en una u
otra lengua maya. A causa de su interés por Knorosov, sé que a Tania le importaba el
desciframiento lingüístico, pero, en su propia investigación, éste desempeñaba un
papel menor y progresivamente más reducido al pasar ella de la madurez a la vejez.
L. o mismo podría decirse de su amigo Heinrich Berlin, mayorista de
ultramarinos de origen alemán radicado en la ciudad de México, quien había
escapado de las persecuciones de Hitler en la década de 1930. Para distraerse, durante
muchos años Berlin había venido analizando estructuralmente las inscripciones de
Palenque, labor hecha más llevadera de lo acostumbrado por la alta calidad del
registro epigráfico de Alfred Maudslay, tanto como por las nuevas inscripciones y
otros descubrimientos realizados durante los años cuarenta y cincuenta por Alberto
Ruz y otros arqueólogos mexicanos.

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El hallazgo más espectacular de Ruz —un descubrimiento de magnitud estelar—
había sido la cripta y el sarcófago de la pirámide principal de Palenque, el Templo de
las Inscripciones, que desempeña un papel en la siguiente etapa de a historia, el
capítulo VIII. Baste decir aquí que en los costados del sarcófago se esculpieron
figuras humanas acompañadas de glifos y que, en 1959, un año antes del artículo de
Tania en American Antiquity, Berlin sugirió que aquellos glifos eran los nombres de
los antepasados de la persona entenada en aquella espectacular tumba del Clásico
Tardío (Berlin, 1959). En otras palabras, la inscripción debía ser histórica.
Tiempo atrás, en 1940, Morley había dicho: «… ciertamente, el autor duda mucho
que alguna vez se encuentren nombres de Lugar en las inscripciones mayas» (Morley,
1940: 148). Pero, en 1958, en el Journal de la Société des Américanistes apareció un
breve artículo de Berlin anunciando el descubrimiento de lo que él llamó «Glifos de
Emblema», por falta de un término mejor (Berlin, 1958). Un Glifo de Emblema
consiste de tres partes: 1) un llamado prefijo superior de Ben-Ich, cuyo significado y
cuya lectura sólo habrían de establecerse algunos años después; 2) un prefijo especial
al que Thompson (a fin de cuentas erróneamente) le asignó la asociación de agua; y
3) un signo principal que, según entendió Berlin, varía con la ciudad a la que se halla
vinculado. Fue éste un descubrimiento en verdad importante, de grandes
consecuencias para el futuro de la investigación maya, pero aún queda la duda (que se
sigue

Figura 39. El gran descubrimiento de Berlin, los Glifos de


Emblema, a, b. Palenque. c, d. Yaxchilán. e. Copan, f. Naranjo. g.
Machaquilá. h. Piedras Negras. i. Seibal. j. Tikal.

discutiendo) de si los Glifos de Emblema representan nombres de lugar, nombres


de las divinidades tutelares de as ciudades o de las dinastías que las gobernaban.
Sea como fuere, Berlin logro aislar Glifos de Emblema para Tikal, Naranjo,
Yaxchilán, Piedras Negras, Palenque, Copán, Quiriguá y Seibal (fig. 39); en la
actualidad se conocen muchos más. Ocasionalmente, alguna ciudad podrá tener más
de un Emblema: por ejemplo, Yaxchilán tiene dos y Palenque tres. Berlin se apresuró
a decir que, de vez en cuando, los Glifos de Emblema de una ciudad aparecerán en

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las inscripciones de otra, indicando algún tipo de relación, y sugirió que un estudio de
distribuciones de Glifos de Emblema tal vez permitiría hacer un análisis de la
geografía política maya.
Como Hermann Beyer antes de él, se interesó en la estructura de los textos y en el
aislamiento de cláusulas recurrentes: Berlin vio que, en ocasiones, los Glifos de
Emblema estaban asociados a lo que llamó katunes «inútiles» glifos de katún con
prefijos superiores de Ben-lch y prefijos numerales—, pero no dio explicación al
respecto. Correspondería a Tania encontrar el significado de los Katunes de Ben-lch y
hallar los nombres de persona que aparecían con ellos y con los Glifos de Emblema.
Berlin siguió publicando nuevos estudios sobre textos de Palenque; uno de sus
éxitos sobresalientes fue su detección de los dioses la «Tríada de Palenque» (Berlin,
1963), a los que hemos de ver participar de manera tan importante en la historia
mitológica del sitio, y gran parte de su trabajo constituyó la infraestructura de la
brillante investigación de Floyd Lounsbury durante algunas décadas siguientes. He
preguntado a personas que lo conocieron (Berlin murió en 1987) por qué él no se
interesaba en el análisis fonético como el que había inaugurado Knorosov y por qué
no prestaba verdadera atención a los problemas de desciframiento lingüístico. Linda
Schele me dice que en una ocasión se lo preguntó y Berlin había respondido que «era
demasiado viejo para esas cosas».
Mas ésa no puede ser la respuesta completa. En 1969, Berlin publicó), en
American Antiquity, una breve y decididamente acre reseña de mi libro The Maya,
que a las claras no le gustó (ai respecto, no parece haberle gustado nada de mi obra;
como nunca lo conocí, no puede haberse tratado de algo personal). He aquí su disparo
inicial:

Coe trata brevemente el tópico de la escritura jeroglífica maya y se muestra decidido partidario de las
lecturas fonético-silábicas lanzadas por Yuri Knorosov. Lamentablemente, Coe no menciona la severa
crítica de Eric Thompson al enfoque de Knorosov, de suerte que al lector se le hace creer que éste es un
logro positivo indiscutible en el desciframiento de los jeroglíficos mayas, cosa que quien reseña siente que
no es exacto [Berlin, 1969].

Berlin por lo menos fue consistente en su hostilidad a ese enfoque. Su trabajo de


despedida en la epigrafía apareció en 1977 con el título de «Signos y significados en
las inscripciones mayas» (Berlin, 1977); en vano buscaríamos en él cualquier
mención a las publicaciones de Knorosov o a cualquier otra cosa de la misma línea.
Sospecho que, para Berlin, la posibilidad de que los antiguos mayas hayan hablado en
realidad una lengua maya carecía de consecuencia.

Al serpentear al noroeste en su curso hacia la llanura costera del Golfo, el


Usumacinta forma un pequeño lazo; dentro de éste, en lo que actualmente es el lado
mexicano de la frontera entre México y Guatemala, se halla la ciudad clásica de
Yaxchilán, explorada por Maler y Maudslay el siglo pasado. La ciudad se extiende

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del modo maya típicamente indefinido en una serie de terrazas naturales y empinadas
colinas que se yerguen por encima de la margen del río, y desde tiempo atrás es
famosa por la belleza de sus relieves escultóricos, los mejores de los cuales fueron
removidos por Maudslay para el Museo Británico. Fuera de sus estelas y de sus
escalinatas jeroglíficas, la mayoría de las esculturas de Yaxchilán se encuentran en los
costados inferiores y en los bordes frontales de diversos dinteles planos de piedra
caliza, que cierran los vanos de las puertas de sus templos más importantes.
Con ayuda de los espléndidos registros gráfico y fotográfico dejados por
Maudslay y Maler, Tania Proskouriakoff desvió su atención de Piedras Negras a los
relieves de Yaxchilán, a los que se refirió brevemente en su artículo de 1960, pero
que analizó con mayor detenimiemo en 1963 y 1964, durante la década en que se
hallaba en la cima de sus facultades de estudiosa (Proskouriakoff, 1963 y 1964). Una
vez más, determinó allí la historia dinástica de una ciudad maya, pero limitándola al
breve intervalo de poco más de un siglo, durante el cual fueron ejecutadas la mayoría
de las esculturas del sitio y erigidos sus edificios visibles. En gran parle, aquella
efervescencia cultural fue obra de dos emprendedores jefes militares del siglo VIII,
en cuyos glifos de nombre se incluía la cabeza de un jaguar. Al más antiguo de ellos
lo llamó «Escudo Jaguar», dado que la cabeza llevaba corno prefijo algo parecido a
un escudo; «Escudo Jaguar» vivió muchos años y murió en sus noventas, siendo
sucedido por su hijo, a quien Tania llamó «Pájaro Jaguar», cuyo glifo nominal está
precedido por algún tipo de ave.

Figura 40. Gobernantes de Yaxchilán. a. Escudo Jaguar. b. Pájaro


Jaguar.

De acuerdo con esta investigación, Tania logró tres cosas. En primer lugar,
demostró que los nombres de los gobernantes generalmente iban seguidos por el
Glifo de Emblema de esa ciudad determinada. En segundo, resolvió el problema de
los Katunes de Ben-Ich: éstos informan al observador en qué katún de su vida se
encontraba el gobernante al ocurrir tal o cual hecho, contado a partir de su nacimiento
(por ejemplo, estoy en mi cuarto Katún de Ben-Ich al escribir estas palabras, pues
ahora tengo 62 años). En tercero, estableció que los hechos bélicos en los que hubo
captura —y éstos son frecuentes en los registros de Yax-

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Figura 41. «Katunes de Ben-Ich». a. Segundo «Katún de Ben-
Ich». b. Tercer «Katún de Ben-Ich». c. Cuarto «Katún de Ben-
Ich».

chilán— siempre están representados por una combinación glífica, para la cual
Tania cita la lectura de chucah debida a Knorosov, el pretérito de chuc, «capturar». Y,
en cuarto lugar, Tania reconoció que, en ocasiones, los dinteles conmemoraban
importantes ritos de sangrado, como en el famoso Dintel 24, que representa a una
esposa de Escudo Jaguar pasándose una cuerda con espinas a través de la lengua en el
cumpleaños de su marido y aislando el glifo de acaecimiento que acompaña a este
horrible pero importante rito.
Como resultado, casi es ridiculamente simple para todos los mayistas, salvo para
los ignorantes, examinar el texto e interpretar la escena del Dintel 8 de Yaxchilán,
relieve que conmemora un hecho bélico del 9 de mayo de 755. En él, Pájaro Jaguar y
un compañero (al que ahora identificamos como Kan-Toc, uno de sus jefes militares
[70]
o sahalo'ob) toman cautivos; el ricamente ataviado Pájaro Jaguar toma a su
prisionero por la muñeca, en tanto que su lugarteniente, vestido de manera menos
suntuosa, torna al suyo por la cabellera. Se identifica a os desdichados cautivos por
los nombres esculpidos en sus muslos, como presume Spinden. El texto empieza en la
parte superior izquierda con la fecha de Rueda Calendárica 7 Imix 14 Tzec, seguida
de chucah, «él capturó». Después de este verbo está el nombre del prisionero de
Pájaro Jaguar. En lo alto de la columna de la derecha se encuentra un compuesto
glífico que en la actualidad se lee (fonéticamente) u ba-c(i), «su cautivo», terminando
la oración con Pájaro Jaguar y el Glifo de Emblema de Yaxchilán. Un texto más
breve a mitad del dintel nombra al compañero de armas y a su cautivo.
Si el lector vuelve atrás al capítulo II, verá que las lenguas mayas «prefieren» el
orden de oración transitiva verbo-objeto-sujeto o vos, a diferencia de nuestro svo.
Exactamente así se comportan la oración jeroglífica del Dintel 8 y la mayoría de los
textos de inscripciones que involucran acciones transitivas. Como es perfectamente
natural, los es-

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Figura 42. Dintel 8 de Yaxchilán, registro bélico de Pájaro Jaguar.

pecialistas en lenguas mayas de diversas universidades pronto empezaron a parar


la oreja ante lo que estaba ocurriendo en el mundo epigráfico; habían guardado
silencio luego de que sus colegas fueran humillados tan enérgicamente por
Thompson. Al fin, se demostraba que las inscripciones Clásicas reflejaban el habla
maya, corno lo habían supuesto los lingüistas Whorf y Hill.

Se había preparado el escenario para un alaque concertado contra las inscripciones


mayas Clásicas en todas las ciudades de las tierras bajas. Pero hagamos una pausa
para considerar lo que, en la década de 1960, tenían ante sí los epigrafistas. Dado el
casi medio siglo en que Carnegie había trabajado en el terreno de los mayas, sería de
esperar que esos epigrafistas hubieran producido un cuantioso cuerpo de todos los
textos monumentales mayas conocidos, del orden de, digamos, el magnífico registro
hecho para Egipto por el equipo especializado de Napoleón en sólo unos cuantos
años. Se habría podido suponer que Carnegie siguiera los pasos de Maudslay y
empleara un grupo de fotógrafos y artistas de primer orden, cuya única tarea habría
consistido en publicar toda inscripción conocida que no hubiera aparecido ya en
Biologia CentraliAmericana de Maudslay.
Sin embargo, ni Morley ni Thompson, dos de los principales epigrafistas de
Carnegie, sintieron obligación ni necesidad de poner en marcha ningún programa al
respecto. Como va he dicho, Inscriptions of the Peten de Morley representa una triste
caída desde las alturas alcanzadas por Biologia. Las excelentes fotografías de Maler,
publicadas por Peabody a principios de siglo, resultaron muy útiles a Proskouriakoff
cuando ésta trabajó en Piedras Negras y Yaxchilán, pero en realidad nada sustituye a
una presentación gráfica que incluya un dibujo detallado y exacto de una inscripción
en relieve, junto a una loto a la misma escala.
Siendo poco generosos, podríamos suponer que el fracaso de Morley y Thompson
en ese aspecto se vinculaba a su continua incapacidad para lograr grandes avances en

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el desciframiento; al estilo de quien evita que otros gocen de lo que no puede tener,
tal vez hayan pensado que si ellos no podían descifrar la escritura, no ciarían
facilidades para que alguien más lo hiciera. A Thompson ciertamente no le habría
gustado la idea de que cualquier Kelley o Knorosov presentes o futuros tuvieran
acceso expedito a todo el registro escrito de sus mayas.
Cieno anochecer del verano de 1969, sonó el teléfono de mi casa en New Haven.
Era mi amigo Stanton Catlin, quien llamaba del Centro para las Relaciones
Interamericanas de Nueva York. Con un decidido interés por el arle latinoamericano,
Stanton había sido director adjunto de la Galería de Arte de Yale cuando yo llegué a
New Haven en 1960. Me comunicó que la Fundación Stella y Charles Guttman se
interesaban en un importante respaldo financiero para el desciframiento de los
jeroglíficos mayas y que, en particular, él sentía que las computadoras de alta
velocidad eran la respuesta. ¿Qué pensaba yo al respecto y cuáles eran mis
sugerencias?
No necesité mucho Tiempo para reaccionar: «Meterse ahora con computadoras
equivaldría a tirar dinero al desagüe. Se intentó en la Unión Soviética y no funciona,
como lo hizo ver Knorosov. De todos modos, es poner la carreta antes del caballo,
porque una de las cosas que actualmente impiden avanzar es la falla de un verdadero
Cuerpo de Inscripciones Mayas. ¿Por qué no empiezan por financiar un programa que
ponga en forma utilizable todas aquellas inscripciones que aún deban registrarse
adecuadamente?».
Stanton regresó ante la gente de Guttman y se acordó la creación de un comité
asesor que habría de reunirse en Nueva York. Por sugerencia mía, éste incluía
(naturalmente) a Tania. Proskouriakoff, a Floyd Lounsbury, de Yale, y a Gordon
Ekholm, director del Museo Norteamericano de Historia Natural. Nos reunimos y no
hubo ningún desacuerdo respecto a quién (para repetir la frase de Morley) se
«anotaría los éxitos epigráficos»: Ian Graham, explorador británico y aficionado a
todas las cosas mayas. Las cartas de presentación de Graham eran excelentes, pues
había descubierto y dado a conocer una multitud de nuevos sitios y monumentos,
como resultado de numerosos viajes de exploración que había hecho a pie y a lomo
de mula por regiones poco conocidas del Petén. Pero lo más importante era que la
calidad de! registro que había traído consigo, con las normas establecidas por su
compatriota Maudslay, lo señalaban claramente como la persona que debía
emprender el Cuerpo.[71]
Graham presentó a la Fundación una propuesta el mes de septiembre siguiente y
ésta fue aceptada. El Cuerpo estaba en marcha. Dado que Graham vivía en
Cambridge y tenía tiempo para trabajar en el Peabody, además de estar asociado
cercanamente a Tania, el comité consideró que el museo debía ser el centro principal
del proyecto; allí había depositado Carnegie sus extensos archivos de fotografías y
notas, luego de que sus burócratas de Washington decidieran cancelar todas las
operaciones arqueológicas en 1958. Con el excelente registro visual que tenía en

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preparación el programa intensivo de la Universidad de Pensilvania en Tikal y los
magníficos dibujos de los relieves de Palenque, que pronto empezarían a aparecer, los
mayistas al fin empezaban a contar con un cuerpo de material de análisis comparable
a la Description de l’Egypte, que había hecho posible tantos desciframientos de
Champollion.

Reza una maldición china: «Que vivas en tiempos interesantes». Para un académico
norteamericano como yo, los años sesenta y principios de los setenta fueron
precisamente así. Estuvieron marcados por una perturbación más o menos continua,
al manifestarse los estudiantes en favor de los derechos civiles y en contra de nuestra
intervención en Vietnam. Ni siquiera en una universidad como Yale, que estuvo
relativamente exenta de la violencia de que otras fueron presa, era fácil concentrarse
en tareas de torre de marfil como el estudio de un pueblo que vivió en las selvas
centroamericanas hace más de un milenio.
Al mismo tiempo, estaba yo en el ojo de la tormenta, dado que el líder de la
revuelta estudiantil que paralizó a Yale en mayo de 1970 era estudiante del
Departamento de Antropología, y yo era su presidente, con responsabilidad directa de
tres edificios sumamente inflamables. El primero de mayo, se volcaron sobre New
Haven miles de manifestantes, algunos de los cuales amenazaban con incendiar hasta
sus cimientos todo el lugar, por lo que la Guardia Nacional tomó posiciones alrededor
de la universidad.
sin embargo, para mí, como para muchos otros colegas, aquél fue, en algunos
aspectos, el periodo más intelectualmente estimúlame que haya vivido, por
desgarrador que fuese con frecuencia. Sin lugar a dudas, aquellos estudiantes de
largas melenas pueden haber sido alharaquientos, pero mostraron espíritus
verdaderamente inquisidores.
La última parte de los sesenta me consagré a los olmecas premayas y realicé una
excavación arqueológica importante en el sitio de Sari Lorenzo Tenochtitlán, en la
costa del Golfo de México. Pero no me desligué por completo del campo maya, pues
para mí era claro que ahí estaban ocurriendo cosas interesantes. Por medio de mis
alumnos, en particular de un estudiante de licenciatura llamado David Joralemon, me
interesé profundamente en la iconografía, en particular la olmeca y la maya, y tuve la
impresión de que su estudio, como el de la epigrafía maya, se hallaba a punto de
despegar.
En otras palabras, el momento era a propósito, no para la revolución política que
tantos de nuestros estudiantes más idealistas predecían confiadamente (a cambio
tuvieron el Watergate), sino, en mi propio mundo intelectual más reducido, para una
revolución en el entendimiento de la cultura preeuropea más avanzada del hemisferio:
la maya Clásica. Con la influencia de Thompson en decadencia y la estrella de
Knorosov en ascenso, particularmente entre los lingüistas; cuando la lingüística y la
historia del arte se hallaban a punto de enlazar sus manos con la epigrafía; y tras las

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posibilidades ilimitadas abiertas por el descubrimiento de la naturaleza histórica de
las inscripciones, algo tenía que suceder con seguridad.
desde luego sucedió, poco antes de la Navidad de 1973, en la más bella de todas
las ciudades mayas; Palenque.

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VIII. LA GENTE DE PACAL

PALENQUE., el más enigmáticamente conmovedor de lodos los sitios mayas, ha guardado sus secretos de
más de 1 200 años. El lugar está impregnado de una calidad que se trasmite y nos atrae irresistiblemente. Su
arquitectura nos canta con una especie de riqueza y una elegancia clásica mozartianas, por enigmática que
sea, no muda como la arquitectura más pesada y más ricamente conservadora de casi todos los demás sitios
mayas Clásicos. Originalidad y armonía irradian de la tierna piedra caliza de Palenque. Quienes se entregan
cabalmente a la experiencia de Palenque sienten la presencia de sus constructores a través de los siglos
[Griffin, 1974: 9],

Gillett Griffin, de Princeton, quien escribió esta emotiva descripción es una


persona emocional, pero no ha exagerado. Durante más de dos siglos, la
incomparable belleza de esa ciudad Clásica, situada en los confines occidentales de la
región maya de las tierras bajas, ha continuado inspirando en sus visitantes este tipo
de prosa
Enclavada en las estribaciones inferiores de la Sierra de Chiapas y rodeada de
selva tropical alta, la ciudad ocupa una posición dominante orientada al norte hacia la
gran llanura del Usumacinta. En algún momento del siglo VII, sus arquitectos habían
aprendido a abrir grandes recintos bien ventilados, con bóvedas de construcción
ligera y techos abuhardillados, dando a las estructuras de la ciudad un carácter
espacioso que falla en los palacios y en los templos construidos pesadamente en otros
sitios mayas. Y, bajo la égida de sus dos más grandes reyes, los artistas de Palenque,
en -relieves esculpidos y en estucos moldeados, escalaron cumbres de elegancia rara
vez alcanzadas en cualquier otra parte de la tierra de los mayas.
Con sus elaboradas escenas y sus largos textos glíficos, aquellos relieves fueron
los que tanto fascinaron a Antonio del Río y a su artista Almendáriz; al
románticamente excéntrico Waldeck; a Stephens y a Catherwood, los padres
fundadores de la arqueología maya; y a Alfred Maudslay. Recordemos que, mucho
antes de que se compilara el magnífico registro de Maudslay, a fines del siglo pasado,
Constantine Rafinesque había vinculado con la escritura del Códice de Dresde los
textos inscritos de Palenque (llamada entonces «Otulum», debido al arroyo que pasa
por el sitio), tipo de escritura que, como sugirió Rafinesque, algún día sería traducida,
dado que la lengua maya que registraba seguía hablándose en el área de Otulum.
Proféticas palabras.

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Si bien nunca se ha publicado ningún plano de toda la ciudad, sabemos que es
grande, aunque el centro del sitio, lo que en la actualidad ven las hordas de turistas,
sea relativamente pequeño. Entre un conglomerado de edificios está el Palacio,
extenso laberinto de estructuras en hilera que encierran palios interiores, constando
por gobernantes sucesivos en el transcurso del tiempo; fueron las pilastras ricamente
estucadas de estos edificios las que tanto cautivaron a Stephens y a otros antiguos
viajeros. Irguiéndose por encima de él, se halla la extraña torre de Palenque, desde
cuya altura se puede ver el magnífico panorama del sitio y del campo circundante.
Al sureste del Palacio está el Grupo de la Cruz, dominado por el Templo del
mismo nombre, llamado así por el árbol del mundo en forma de cruz que se encontró
en el centro del relieve de un santuario del templo superior. Sobre los mayas antiguos,
tanto como sobre los modernos, han caído muchas maldiciones, una de las cuales son
las fantásticas teorías de lunáticos y de gente al borde de la locura. El relieve del
Templo de la Cruz con frecuencia ha sido blanco de ideas extravagantes; en 1956, mi
esposa y yo nos sentamos en un calé de Mérida junto a un norteamericano, quien
primero se presentó como Apóstol de la Iglesia de Jesucristo de los Mormones
(reorganizada) y luego nos aseguró que Jesús había vuelto a la Tierra tras la
Crucifixión y predicado a las multitudes desde el Templo de la Cruz.
Fantasía y ciencia ficción aparte, los tres templos del Grupo de la Cruz poseen un
patrón común: todos tienen un santuario interior con techo abuhardillado y un gran
relieve de piedra caliza al fondo, en el que dos figuras ataviadas (siempre las mismas,
una alta y otra baja) miran hacia un objeto de culto. Los textos glíficos que las
acompañan son sumamente largos y complejos, con múltiples fechas. ¿Quiénes son
esos personajes y qué dicen los textos? Generaciones de epigrafistas han fracasado en
dar una explicación.
En mi opinión, los dos principales descubrimientos arqueológicos hechos en el
área maya fueron Los murales de Bonampak (dados a conocer por Giles Healey en
1946) y la tumba albergada en la pirámide basal del Templo de las Inscripciones de
Palenque (Ruz, 1954 y 1973).
En Palenque nunca se habían emprendido excavaciones en verdadera gran escala
antes de 1949, cuando el arqueólogo mexicano Alberto Ruz. Lhuillier fue escogido
para dirigir un programa de excavación intensivo del Instituto Nacional de
Antropología e Historia (INah). El proyecto fue respaldado económicamente por
Nelson Rockefeller, de acuerdo con su interés por el intercambio cultural entre
Estados Unidos y América Latina. En aquel entonces, Ruz se contaba entre lo más
brillante de la generación joven de antropólogos mexicanos y no era el rudo y
xenofóbico autócrata que posteriormente habría de ser; independientemente de lo
que, con el tiempo, yo o cualquier otra persona hayamos llegado a pensar de él, no
puede negarse que fue un gran descubridor, a la altura de Howard Carter, quien
encontró al rey Tut.
El gran momento en la vida de Ruz llegó el domingo 15 de junio de 1952. Ese

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día, tras varias temporadas dedicadas a despejar el relleno que bloqueaba un túnel
secreto con techo saledizo, que conducía desde el piso del templo superior hasta el
nivel del suelo, en el Templo de las Inscripciones, Ruz y sus trabajadores
contemplaron una cripta subterránea que superaba los sueños más desenfrenados de
cualquier arqueólogo: en medio de la cámara se hallaba un pesado sarcófago de
piedra caliza, cubierto por una enorme plancha esculpida, en tanto que, sobre las
paredes de la cripta, estaban nueve relieves estucados de señores o dioses con atavíos
arcaicos. Al levantar la plancha, con ayuda de gatos, Ruz encontró los restos de un
gran gobernante, que yacían dentro de una cavidad en forma de pez. Sobre el rostro le
había sido puesta una máscara de mosaico de jade, sus dedos estaban cubiertos de
anillos de la misma piedra y, a decir verdad, casi todo el cuerpo le había sido
festoneado de jade, el material más precioso que conocían los mayas.
Para Ruz era claro que, en vida, aquel gran personaje (a quien él dio en llamar «8
Ahau», por la supuesta fecha de nacimiento esculpida en el borde de la tapa del
sarcófago) había ordenado la construcción de ese sepulcro y de la enorme pirámide
que lo cubría, muy a la manera de los faraones del antiguo Egipto. Pero no tocó a Ruz
descubrir quién era realmente ese hombre ni qué significaba para la historia de
Palenque.

Un nuevo amanecer para los estudios mayas y un salto adelante para el


desciframiento empezaron en la pequeña ciudad de Palenque (no lejos de las ruinas),
cierta calurosa tarde de agosto de 1973, en el porche trasero de una cómoda casa
tediada de paja, propiedad de la pareja formada por una delgaducha artista de pelo
cano y su marido
La artista, Merle Greene Robertson, nació y se educó en Montana,[72] razón por la
cual habla tarto inglés como español con un marcado acento nasal (con Merle,
«Palenque» resulta «plenky»). Merle ha pintado desde niña; sus padres alentaron sus
dotes permitiéndole decorar las blancas paredes de su habitación. Se especializó en
arte en la Universidad de Washington, pero terminó su licenciatura en la Universidad
de California en Berkeley. Tras un intento por enseñar arte y arquitectura en una
academia militar del área de la Bahía, cuyo director era su esposo, Merle y Bob
Robertson se trasladaron a la Escuela Robert Louis Stevenson de Pebble Beach,
California.
A principios de los años sesenta, Merle trabajó llevando estudiantes de viaje a
México, donde se enamoró perdidamente de la escultura y la arqueología mexicanas.
Al poco tiempo, se hallaba aplicando sus dotes artísticas al registro de monumentos
mayas en las selvas de las tierras bajas y explorando ciudades antiguas previamente
desconocidas (o poco conocidas) del alto Usumacinta. Merle demostró que era una
viajera de la selva increíblemente entusiasta, pues realizó largas travesías a pie, en
mula y en yip, buscando estelas que fotografiar o calcar por frotamiento. Según
señala David Joralemon, «cuando Merle sale a la selva, puede sobrevivir con hojas y

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una pizca de agua».
Tan fascinada estaba Merle por Palenque que en esa ciudad construyeron ella y
Bob su segunda residencia, la que se convirtió en parada obligatoria de incontables
arqueólogos y aficionados extranjeros a la cultura maya y, sobre todo, en Meca de
«palencófilos». A partir de 1964, Palenque fue la obsesión de Merle: registrarlo todo
antes de que, atacados por la contaminación atmosférica causada por la industria
petroquímica mexicana, sus delicados relieves de estuco y de piedra caliza se
hundieran en el olvido. Merle solicitó y obtuvo permiso del inah para registrar la
escultura de Palenque; colgando de desvencijados andamios o pasando largas horas
de calor en el interior infernalmente húmedo de la tumba de las Inscripciones, Merle
terminó con una documentación en fotografías, dibujos y calcas que superó la de
Maudslay en detalle y en exactitud.
Aquel día de agosto de 1973, un pequeño grupo de amigos se sentaron en el
porche de Merle y platicaron acerca de Palenque. Presentes en aquel momento de
creación estaban el colega artista Gillett Griffin, director de Alte Precolombino del
Museo de Arte de Princeton; Linda Schele, a cuya historia pasaremos en breve, y su
esposo David; David Joralemon, de Yale; y Bob Robertson. Gillett sugirió que tal vez
fuera buena idea una «mesa redonda» sobre Palenque, para reunir a todos aquellos
interesados en el arte, la arqueología y la epigrafía de la ciudad. La opinión fue
unánime: hagámosla lo antes posible y llamémosla en español (como había sugerido
David Joralemon) Mesa Redonda.
Merle es una organizadora nata, una optimista incurable y un cálido ser humano
apreciado por casi todos los que pertenecen al campo, lo cual es raro en un estudio
comúnmente tan lleno de suciedad interpersonal. Se enviaron las invitaciones.
Aquélla habría de resultar la conferencia más importante sobre los mayas que se haya
realizado jamás.
La Primera Mesa Redonda de Palenque se inauguró el 14 de diciembre de ese año
y se clausuró ocho días después (Robertson, 1974). Tuvimos una sesión de trabajo
cada mañana, generalmente bajo el techo de paja de un espacioso salón o champa,
propiedad de Moisés Morales, un activo hombrecito parecido al novelista peruano
Mano Vargas Llosa. Moisés había llegado a Palenque con su familia, procedente del
norte de México, tras incursionar en la Fuerza Aérea Mexicana. Jefe de guías de las
minas por espacio de muchos años, Moisés habla con fluidez por lo menos cuatro
lenguas y conoce íntimamente a los lacandones y la selva tropical en la que viven
(aunque en la actualidad haya sido talada en su mayor parte, por cortesía del gobierno
mexicano). Por medio de él, la gente del pueblo, muchos de ellos mayas choles,
supieron lo que estábamos haciendo, y no pasó mucho tiempo antes de que
tuviéramos sesiones vespertinas especiales para ellos, en ocasiones hasta con 50
vecinos presentes.
Por primera vez se había juntado a epigrafistas con historiadores del arte,
astrónomos, arqueólogos de campo y simples entusiastas. Había en la reunión cierto

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sabor a Yale, pues no sólo asistieron tres miembros de la facultad, sino también tres
de nuestros estudiantes más destacados: Jeff Miller (cuya prometedora carrera habría
de ser cortada por su fallecimiento unos años después), Larry Bardawil y David
Joralemon. En particular, el trabajo de David sobre el sacrificio de sangre y el
simbolismo de la sangre mayas reveló todo un mundo sobre el comportamiento y la
para femaba de la elite en el que no se había reparado: los gobernantes Clásicos de
ciudades como Yaxchilán y Palenque, ayudados por sus esposas, regularmente se
perforaban el pene con horribles sangradores deificados hechos con espinas de
pastinaca.
Por las tardes podíamos ir directamente a las ruinas a comprobar muchas de las
ideas interesantes que se habían planteado en las presentaciones y en las discusiones
matutinas; por ejemplo, podíamos dirigimos sin más al tablero del Templo de la Cruz
Foliada y ver que, en efecto, una de las figuras blandía el ornamentado perforador de
pene deificado de Joralemon. Guiados por Linda Schele, hicimos largas caminatas de
exploración a partes de la ciudad que pocos de nosotros habíamos visto; recuerdo que
a veces nos acompañaban un turista norteamericano algo calvo, a quien habíamos
apodado «Daddy Warbucks», por su extraordinario parecido con cierto personaje de
tira cómica, y su enorme perro mestizo, que siempre trataba de derribarnos a todos
por los senderos a menudo resbalosos.
Hay cierta química mística que produce esas raras conferencias, en las que se
genera un genuino interés intelectual y que resultan ser puntos de inflexión en el
entendimiento de un cuerpo importante de saber. La Primera Mesa Redonda de
Palenque fue una de ellas, pero la mayor parte de la química parece haberse
concentrado en la coincidencia de tres personas que nunca habían oído hablar de las
dos restantes, antes de conocerse en la champa de Moisés: Floyd Lounsbury, Linda
Schele y Peter Mathews.

El interés de Floyd Lounsbury por las lenguas empezó precozmente, pues, como él
mismo dice, «proviniendo de una granja de Wisconsin, en una atmósfera que en
verdad pertenecía a un siglo atrás, tenía la idea de que alguien no era realmente
educado si no podía leer tanto en griego como en latín.[73] En efecto, Floyd tomó latín
en secundaria; y, cuando llegó a la Universidad de Wisconsin, en 1932, también
estudió griego. La familia de Floyd era paupérrima, pues había perdido su granja a
principios de la Depresión; para ir a la universidad, Floyd había solicitado 50 dólares
a su maestro de inglés en preparatoria y pedido viajes gratis hasta Madison.
Floyd se especializó allí en matemáticas, soñando con hacer un posgrado en la
materia en Gotinga, Alemania (por aquel entonces, en Wisconsin, eran pocos los que
habían oído hablar de Hitler). Pero también empezó a tomar cursos de filología: alto
alemán, escandinavo y otras lenguas indoeuropeas… e incluso un curso de fonética.
Fue el brillante lingüista Maurice Swadesh quien inculcó a Floyd el interés por las
lenguas amerindias y consiguió al económicamente limitado estudiante un empleo en

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la Administración de Proyectos de Trabajo, con los indios oneidas de Green Bay,
Wisconsin, puesto que inauguró la relación de toda su vida con las complejas lenguas
iroquesas norteamericanas. Como consta a sus colegas y a sus alumnos, Floyd no sólo
es lingüista, sino también políglota; es probable que no existan lenguas más difíciles
que la oneida y sus afines, pero Floyd las dominó.
Cuando fue reclutado, después de Pearl Harbor, su currículum en matemáticas lo
destinó a la meteorología. Durante sus cuatro años en la Fuerza Aérea del Ejército,
fue pronosticador del tiempo en el Territorio de Amapá, Brasil. Cierto día llegó una
carta a Brasil, ofreciéndole una beca de la Fundación Rockefeller; Floyd la aceptó en
1946, cuando empezó sus estudios de posgrado en antropología y lingüística en Yale.
En un principio, como la mayoría de los lingüistas de su época, Floyd no tenía el
menor interés por los sistemas de escritura; según él, cualquier interés intelectual
verdadero para un lingüista tenía que radicar sólo en la lengua hablada, no en las
escrituras, por lo que hizo su tesis sobre los verbos oneidas. Leyó un poco acerca de
Mesoamérica y echó una mirada superficial a la escritura maya, «pero simplemente
no me gustaba nada, porque todo lo que leía parecía una ciénega. Pensaba que si
alguna vez me metía en ese campo, sería como hacerlo en una de esas hoyas de arena
movediza: entras, te hundes y ¡se acabó!» El único trabajo que más o menos picaba
su curiosidad era el artículo smithsoniano publicado por Whorf en 1942, lo
suficientemente comprensible para un colega lingüista.
Sin embargo, se había sembrado la semilla en suelo fértil y, cuando fue contratado
por Yale como instructor del Departamento de Antropología, Floyd emprendió el
estudio del cuneiforme sumerio, además de que siempre lo habían intrigado los
caracteres chinos. Luego recibió una carta de Dick Woodbury, director de American
Antiquity, pidiéndole que revisara la traducción de dos artículos de un joven ruso,
quien tenía pretensiones de haber descifrado los jeroglíficos mayas. Resultaron ser
los trabajos publicados por Knorosov en los volúmenes de 1952 y 1954 de
Sovietskaya Etnografiya, los que llamaron tanto su atención que consiguió en la
biblioteca la edición de los códices hecha por los Villacorta. «Era lo primero que
tenía cierto sentido», me dijo Floyd.
Al principio, tomó los glifos como pasatiempo: «Lo que realmente me había
pescado no era el desciframiento, sino los acertijos matemáticos del Códice de
Dresde».
Al cabo de algunos años de estudiar el Dresde, Floyd pensó que podía aventurarse
a dar un curso al respecto. En un principio, lo dio cada dos años, pero finalmente
surgió como curso anual. Al llegar a Yale como joven miembro de la facultad, llevé
aquel curso no en una, sino en dos ocasiones. Fue una experiencia extraordinaria. Era
como estar en presencia de una máquina pensante: cuando se le planteaba una
pregunta difícil, Floyd hacía una pausa con una leve sonrisa en el rostro, en tanto que
la computadora de su cerebro resolvía el acertijo y buscaba la respuesta. No es
sorprendente que tanto la facultad como los estudiantes vieran a Floyd con una

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mezcla de admiración y afecto.
En la era de Thompson no se juzgaba necesario saber ninguna lengua maya para
ser experto en glifos. Por ejemplo, Thompson no podía hablar ni escribir la lengua
yucateca ni ninguna otra de la familia de las lenguas mayas; cuando pensaba que le
era necesaria alguna opinión pericial, él confiaba en Ralph Roys, la autoridad de
Carnegie en yucateco, lo que, dada su convicción de que los glifos poco o nada tenían
que ver con el maya hablado, rara vez sucedía. Incluso en la actualidad, hay
epigrafistas mayas (ninguno de los cuales exactamente de primera línea en
desciframiento) que no han dominado la lengua o, por lo menos, no han adquirido de
ella un conocimiento para el trabajo. Compárese lo anterior con quienes se dedican a
las escrituras del Viejo Mundo: sería impensable que un especialista en cuneiforme
no conociera el acádico a alguna otra lengua semítica antigua, o bien que un sinólogo
no hablara chino. Pero los estudios mayas han sido un mundo aparte durante más de
un siglo.
Convencido, como su colega lingüista Arch Hill, de que los glifos en efecto
reproducían el habla, Floyd aprovechó su curso para llevar hablantes nativos de
yucateco y maya chortí a New Haven, a fin de que actuaran como informantes de sus
alumnos de lingüística de campo, obteniendo de ellos una comprensión bastante
completa de las lenguas de las tierras bajas —el yucateco y el cholano—, en las que
habían escrito los amanuenses antiguos. De ninguna manera es fácil aprender
cualquier lengua maya, pero las dificultades palidecen en comparación con la tarea de
aprender oneida.
En 1971, Elizabeth Benson —directora de Arte Precolombino en Dumbarton
Oaks (do)— y este autor colaboramos juntos en la preparación de una conferencia, en
el propio do, en Washington, sobre sistemas de escritura mesoamencanos.[74] Fue una
conferencia curiosa. Pedimos a Floyd, entonces miembro de do, que la presidiera y
leyera un trabajo; por su parte, Tania Proskouriakoff presentó importantes
descubrimientos recientes sobre los glifos para ritos de sangrado en los dinteles de
Yaxchilán, mas, corno era característico en ella, ¡negó que se estuvieran logrando
grandes avances en el desciframiento! George Kubler, historiador de arte de Yale,
argumentó que los glifos eran simples aides-mémoires y aprobó la pretensión de
Thompson de que no tenían mucho que ver con la palabra hablada. Pero la
presentación de Floyd hizo que valiera la pena toda la conferencia: aportó la
metodología para la mayor parte del progreso de los 20 años siguientes.
El trabajo de Floyd versó acerca del llamado afijo de «Ben-Ich» (Lounsbury,
1973). Aunque Tania había demostrado que, en combinación con un coeficiente
numérico (nunca mayor de «cinco»), el afijo expresaba el katún vigente en la vida del
gobernante, partiendo de su nacimiento, ello no decía nada acerca de la lectura de
«Ben-Ich». El primer componente del compuesto es el signo de día Ben (como se lee
en yucateco), en tanto que, para algunos primeros investigadores, el segundo parecía
un ojo, sobre bases muy endebles, y por consiguiente se ganó la etiqueta

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21. Izquierda, Sylvanus G. Morley (1883-1948) y su esposa
Frances; derecha, J. Eric S. Thompson (1898-1975) y su esposa
Florence. Tomada en Chichén-Itzá en 1930, durante la luna de
miel de los Thompson.

23. Benjamín Lee Whorf (1897-1941), brillante lingüista


norteamericano cuyo intento de desciframiento fonético terminó
en fracaso.

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22. (derecha) Sylvanus Morley junto a la Estela F de Quiriguá,
Guatemala, alrededor de 1912. La publicación de las
inscripciones debida a Morley se halla por debajo de las normas
establecidas por Maudslay y Maler.

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24. Yuri Valentinovich Knorosov en Leningrado, alrededor de
1960.

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25. Sir Eric Thompson en su jardín inglés, en 1974. Hasta su
muerte al año siguiente, Thompson siguió siendo enemigo
acérrimo del enfoque de Knorosov.

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26. David H. Kelley en 1991, principal defensor norteamericano
de la obra de Knorosov sobre los jeroglíficos mayas durante los
cincuenta y los sesenta.

27. Reconstrucción de la Acrópolis de Piedras Negras,


Guatemala, por Tatiana Proskouriakoff. Tania demostró que las
estelas alineadas frente a las pirámides eran registros dinásticos.

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28. Estela 14 de Piedras Negras. En su trabajo de 1960,
Proskouriakoff demostró que era un monumento de ascenso al
trono.

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29. Tatiana Proskouriakoff (1909-1985), de una foto de grupo del
personal de Carnegie en Mayapán, México, 1952. Ocho años
después publicó el trabajo que revolucionó la investigación sobre
los mayas.

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30. Heinrich Berlin (1915-1987), en Mayapán, 1954. Este
mayorista en ultramarinos y epigrafista en sus ratos libres, de
origen alemán, descubrió los Glifos Emblema.

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31. El santuario del Templo de la Cruz en Palenque, acuarela de
reconstrucción de Proskouriakoff. Al fondo del santuario hay un
tablero que muestra a Pacal y a Chan-Bahlum en el acto de adorar
el árbol del mundo.

32. Cripta y sarcófago en el Templo de las Inscripciones, en


Palenque, cámara mortuoria de gran gobernante Pacal (603-683 d.
C.).

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33. Merle Green Robertson en Palenque; artista fotógrafa y
organizadora de las Mesas Redondas de Palenque.

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34. Linda Schele trabajando en Washington, D. C., en 1985.
Artista, epigrafista y maestra, ha sido uno de los principales
arquitectos de la nueva visión de los mayas basada en el
desciframiento.

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35. Floyd G. Lounsbury en Copán, en 1988. Antropólogo y
lingüista de Yale, fue teórico del desciframiento moderno.

36. Vaso policromo maya del Clásico Tardío, procedente del área
de Chamá, Guatemala. Se muestra aquí uno de un par de Señores
Gemelos, probablemente el Dios del Maíz y su hermano.

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37. Páginas del Códice Grolier, libro tolteca-maya que trata del
planeta Venus.

38. David Stuart a los ocho años de edad, dibujando un


monumento en Cobá, México.

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39. David Stuart en su casa de Washington, D. C., en 1986. Al
año siguiente publicaría su innovador «Ten Phonetic Glyphs».

40. Inscripción en la cueva de Naj Tunich, Guatemala, del siglo


VIII d. C.

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41. Y. V. Knorosov en Leningrado, en 1989.

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42. La última página del Códice de Dresde, que representa la
destrucción del universo. El dragón del cielo (Itzamná) y la vieja
diosa creadora descargan inundaciones, en tanto que blande
dardos el dios de la guerra (Dios L).

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43. El Amanuense Mono-Hombre del Palacio de los Amanuenses
en Copán, Honduras.

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Figura 43. Lectura del afijo de «Ben-Ich» por Lounsbury. a. La
lectura de ah po. b pom, «incienso» c. ahau, «gobernante», «rey».

de ich, «ojo» o «cara» en yucateco. A su metódica manera, Floyd examinó ésas y


otras hipótesis posibles, y señaló algunas cosas:
1. «Ben-Ich» habitualmente funciona como una especie de título tanto para
hombres como para dioses (Thompson alguna vez había sugerido como lectura el
proclítico masculino ah).
2. El signo de día Ben en realidad es Ah en varias lenguas mayas de las tierras
altas.
3. El supuesto signo de «ich» fue usado por Landa, en forma duplicada, como
aparente reforzador fonético para su glifo de Pop, el primer mes. De acuerdo con la
Teoría de la Sinarmonía de Knorosov, esta combinación tendría que leerse po-p(o) y,
por consiguiente, «Ich» debe ser po.
4. El incienso de copal recibe el nombre de pom en todas las lenguas mayas. El
glifo que acompaña a las imágenes de esferas de incienso en los códices es
combinación del dibujo interno del signo de po con la línea punteada que rodea el mo
de Knorosov. Esta combinación de elementos representa la palabra po-m(o), que
confirma la lectura de po para «Ich».
5. ah po es un título registrado en un diccionario maya cakchiquel de las tierras
altas, tanto como en la épica quiché, el Popol Vuh. En las tierras bajas, ahpop («el de
la estera») y ahau («rey») también son títulos y podrían haber sido lecturas del ah po
original de las tierras bajas. En realidad, fue el propio Floyd, en fechas mucho muy
posteriores, quien aportó la prueba de que «Ben-Ich» debía leerse como ahau en
muchas ciudades de las tierras bajas, demostrando que la lectura de un posfijo
frecuente en el compuesto era -u(a); éste servía como complemento fonético de ahau.
[75]
Era difícil que alguien refutara el análisis de Floyd, basado como estaba en la
sólida prueba de la lingüística, la epigrafía, la etnografía y la iconografía; también se
presentaba de la manera más lógica y alejada del absurdo. La lección consistía aquí
en que, como había afirmado Knorosov, los glifos mayas realmente reproducían la
palabra hablada. En algún momento del fin de semana, Tania visitó el departamento
de Floyd, próximo a no. Cuando Floyd expresó su convicción de que Knorosov iba
por el camino correcto, Tania dijo que, a su parecer, probablemente tenía razón, por

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lo que lo instó a «continuar por él».
El último día de la conferencia de do, Floyd hizo un brillante resumen de todo lo
dicho y pronunció un elocuente discurso sobre la historia de la escritura, demostrando
que lo encontrado por Knorosov acerca de la escritura maya concordaba
perfectamente con lo que se sabía respecto a las escrituras antiguas del resto del
mundo.
David Joralemon habló a Floyd acerca de la próxima Mesa Redonda que se
planeaba sobre Palenque y lo invitó a asistir. Floyd, una de las personas más
modestas y discretas que yo conozca, objetó, diciendo que si bien sabía algo de
códices, había trabajado poco con inscripciones. Finalmente, cedió ante nuestra
persuasión, aunque sin intenciones de presentar nada. Pero Don Robertson,
historiador de arte precolombino de Tulane, a quien Merle había puesto corno
presidente del programa, lo presionó para que preparara algo, de modo que Floyd
empezó a leer sobre Palenque, en especial un artículo de Berlin acerca de la
inscripción del Templo de la Cruz, con su exposición sobre fechas e intervalos entre
ellas. Era un llamado a sus instintos matemáticos, razón por la cual Floyd pensó que
podría hacer algo al respecto.
Pero lo que acabó haciendo no fue en absoluto eso.

En el instante en que conocí a Linda, en la conferencia de Palenque, pensé: «Ésta es


alguien que jamás habría pertenecido al “Club” de Carnegie»: con las faldas de la
camisa colgando sobre los pantalones vaqueros descoloridos, la entonces rechoncha
cara arrugada por las sonrisas, su saleroso hablar suriano y su obsceno sentido del
humor, habría horrorizado a Eric Thompson, a Harry Pollock y al resto de la caterva
de Carnegie.[76] No sabía yo nada de ella, salvo que era una artista que había caído en
Palenque con su esposo David, un arquitecto, y se había enamorado del lugar. Merle
la tenía en muy buen concepto y le guardaba simpatía, pero a ella le simpatizaba
Lodo el mundo. Muchos de nosotros nos preguntábamos, ¿quién diablos es esta
persona?
Linda es un producto del Tennessee occidental. Nació en 1942 en Nashville, hija
de un agente viajero que vendía maquinaria para procesar alimentos, y de su esposa,
artista comercial; el medio familiar era republicano de derecha y «en esencia de
cuello rojo», según Linda. En su niñez, la chiquilla desarrolló una súbita afición por
el predicador de su Iglesia metodista, por lo que quiso ser misionera, «pero entonces
me puse lista». Cuando estuvo en edad de ir a la universidad, Linda comunicó a sus
padres que quería ser artista, pero, para ellos, eso sólo podía significar arte comercial,
«pues lo más importante en la vida era triunfar comercialmenle».
El colegio más cercano que tenía cursos de arte comercial estaba en Cincinnati,
Ohio, y allá fue Linda en 1960. Para horror suyo, encontró que debía compartir el
baño con dos muchachas negras: «mis padres era gazmoños y yo también»; sin
embargo, pronto se sobrepuso a todo. Permaneció un año tomando arte comercial,

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pero aquel Colegio de Diseño, Arte y Arquitectura tenía su propia facultad de
humanidades, y un joven maestro de inglés influyó profundamente en Linda,
introduciéndola en el mundo de las ideas y en la literatura inglesa. Entusiasmada,
Linda se cambió a Bellas Artes en segundo año y se graduó en ese campo en 1964.
La experiencia con su profesor de licenciatura había sido «un viaje raro,
irrepetible e intelectual a la magia». En cambio, su experiencia subsecuente al
estudiar literatura en el posgrado de la Universidad de Connecticut fue «boñiga sin
importancia». Al cabo de seis semanas, Linda decidió que aquello no era lo que
quería, por lo que se retiró a Boston, en donde pasó «el peor año de su vida»
trabajando como dibujante de tuberías en la Electric Boat Company, para tratar de
corregir la falla en el sistema de tuberías que había causado la trágica pérdida del
submarino U.S.S. Thresher. Luego, regresó a la Universidad de Cincinnati, en donde,
andando el tiempo, obtuvo su maestría.
Entretanto, Linda pintaba, en un estilo al que ella llama «surrealismo
biomórfico», vagamente parecido al trabajo de artistas como Gorky, Miró y Klee. Su
metodología de trabajo le viene de su maestro de pintura en Cincinnati, quien le
inspiró la «filosofía del feliz accidente», en vez de tener un plan preconcebido: 1)
conocer su arte muy, muy bien; 2) hacer un primer trazo sobre el papel o el lienzo; 3)
proseguir desde allí, «manteniéndose en un estado alfa, de modo que cuando ocurre
un feliz accidente, se está preparado para seguirlo adondequiera que conduzca». «Es
lo que hago cuando investigo», dice Linda: «Echo a andar una especie de aspiradora
muy, muy grande, tratando de formar un patrón con todos los datos que puedo, sin
predisposición alguna por lo que habrá de venir, luego dejo que la cosa se imprima en
mí y empiezo a seguir los patrones adondequiera que me lleven». No es ni por asomo
la metodología de Floyd —ni la de Tania—, pero ha llevado a resultados
verdaderamente importantes.
Para entonces, Linda se había casado y, en 1968, se cambió junto con David
Schele a la Universidad del Sur de Alabama, en Mobile, en donde ella aceptó un
trabajo para enseñar arte. Aunque Linda había jurado que nunca volvería al Sur,
Mobile inmediatamente les gustó a ambos.
El viraje en su vida se produjo en 1970, cuando decidieron pasar las vacaciones
de Navidad en México. Aquel mes de diciembre viajaron en una vagoneta con tres
estudiantes a bordo. Al llegar a Villahermosa, capila de Tabasco, en las márgenes del
bajo río Grijalva, les hablaron de un sitio maya cercano denominado Palenque y de
una persona interesante llamada Moisés Morales. Fueron a Palenque y se quedaron
doce días, acampando con la vagoneta en el estacionamiento del sitio. Linda, en
efecto, conoció a Moisés y a Merle, quien esaba haciendo una calca frotada del
magnífico tablero hallado en las ruinas del Palacio. «Se me saltaban los ojos,
Palenque me llegó a las entrañas». Tanto, que, después de ir con los estudiantes a ver
los sitios de Yucatán, regresó con David y sus acompañantes a pasar otros cinco días
en el sitio. «No podían sacarme de allí. Tenía que entender lo que estaban haciendo

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aquellos artistas de Palenque».
El verano siguiente la vio de nuevo allí, «caminando por la arquitectura», según
sus propias palabras, tratando de imaginar la secuencia en que se había edificado el
complejo del Palacio. Vio mucho a Merle y se reunió por primera vez con el siempre
entusiasta Gillelt Griffin; éste acababa de redescubrir las extraordinarias ruinas con
torres de Río Bec, sitio maya que se había perdido para el mundo exterior desde su
descubrimiento inicial a principios de siglo. Y, en el verano de 1973, he ahí a Linda
una vez más, en esta ocasión como ayudante de Merle en la iluminación de los
numerosos relieves de estuco de Palenque, para poder fotografiarlos. Como resultado,
pasó cuatro días completos en la húmeda bóveda sepulcral del antiguo gobernante
responsable del Templo de las Inscripciones, examinando detenidamente las figuras y
los glifos esculpidos en su sarcófago y en las paredes circundantes.[77]

Estando en año sabático en Inglaterra, Dave Kelley no pudo asistir a la Mesa


Redonda de Merle. En su lugar envió a Peter Mathews, uno de sus alumnos de
licenciatura en la Universidad de Calgary. Para algunos de nosotros era extraño el
aspecto de aquel callado australiano que llegó el primer día con su pesada maleta en
mano: aparte del bigote y el largo cabello oscuro, distintivo del estudiante de
licenciatura de aquel entonces, Peter llevaba una camiseta impresa a mano con la
siniestra figura del Dios L tomada de las páginas del Dresde. Lo que tenía en aquella
maleta cambiaría el curso de la conferencia: una libreta azul en la que Peter había
anotado con su minúscula escritura todas las fechas de Palenque, los glifos asociados
y lo que cualquiera hubiera escrito acerca del significado de aquellas fechas.
Peter era un «retoño de facultad», hijo de un profesor de economía de la
Universidad Nacional Australiana en Canberra.[78] En preparatoria, se había
concentrado en la geología pasando dos años y medio de genuino trabajo geológico
de campo en Australia, pero siempre le había interesado la arqueología. En aquellos
días, la única arqueología que se enseñaba allí, en el nivel universitario, era la
Clásica; cuando Peter partió a la Universidad de Sydney a estudiar Grecia y Roma
antiguas, se encontró en un curso extremadamente aburrido, que impartía un profesor
anticuado y exigente. Al cabo de un mes, Peter regresó a su casa en Canberra.
Lamentablemente para él (y para muchos otros muchachos), en aquel entonces
tenía lugar la Guerra de Vietnam, por lo que Peter fue llamado a filas. Pero, por
suelte, el médico que lo examinó fue un compasivo interno antibelicista, quien
certificó que Peter no era apto «porque su padre tenía asma». De todos modos, lo más
seguro parecía ser una universidad canadiense, razón por la cual fue a la Universidad
de Calgary, merecidamente afamada por su programa de arqueología. Peter nunca se
atrevió a presentarse a Dave Kelley durante todo el año lectivo, pero, al término de
éste, hizo acopio de valor para preguntar a Dave si podía tomar su curso el semestre
siguiente. Como era característico en él, Dave lo invitó a cenar en su casa aquella
misma noche.

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Durante el año siguiente, Peter pasó casi todas las noches en casa de los Kelley,
empapándose en la escritura jeroglífica maya. Para aprender realmente los glifos,
Dave asignó a Peter la tarea de examinar con detenimiento todos los textos de
Palenque publicados, en Maudslay y otras fuentes, y de transcribirlos a números del
catálogo de Thompson. Aunque inmensamente tediosa, era una manera maravillosa
de aprender los glifos. Luego, Peter anotó todas las fechas, con sus glifos, en su
libreta. Ésta fue la que llevó consigo a la Mesa Redonda de Palenque al año siguiente.

Linda y Peter coincidieron en Palenque como dos completos extraños, pero pronto
empezaron a aunar cabezas. Linda ya había preparado un trabajo sobre la iconografía
y los textos del Grupo de la Cruz y estaba al tanto del aislamiento que Berlin había
hecho en ellos de cuatro individuos, a los que sólo podía designar como A, B, C y D,
dado que no tenía idea de sus nombres.
Fui moderador en una sesión matutina en la champa de Moisés. En un momento
dado, Linda alzó la mano para preguntar: «¿Podemos Peter y yo ver si podemos
encontrar más gobernantes?». «Claro, no veo por qué no», le respondí. «Tú conoces
cada piedra de Palenque y Peter conoce cada glifo. ¿Por qué no ven si entre ambos
pueden integrar una historia dinástica de Palenque? Nadie lo ha intentado todavía».
Aquella tarde volé en avión con mis estudiantes para visitar brevemente
Bonampak (que tiene la que debe ser la peor y más aterradora pista de aterrizaje).
Linda y Peter se retiraron a casa de Merle, en donde trabajaron, ante una mesa de
cocina, en la libreta de éste. Allí se les unió Floyd, llevando consigo una tarjetita que
contenía sus propias fórmulas matemáticas para obtener posiciones de Cuenta Larga
con fechas de Rueda Calendárica (la mayoría de las fechas de Palenque se dan sólo
en Rueda Calendárica). Con posterioridad, Floyd habría de confiar aquellas fórmulas
a la memoria, ¡para poder evitarse la tarjeta!
Lo primero que hicieron fue encontrar todos los acaecimienios de cierto prefijo
glífico, acerca del cual el siempre observador Berlin había notado que introducía
nombres de protagonistas en los textos de Palenque, pero que él no intentó leer pues
no tenía interés por ese problema (véase Berlin, 1968). Aquel prefijo tenía la sílaba
ma de Lauda, el signo de kin, «sol», y un par de elementos flanqueantes identificados
previamente por Knorosov como na silábico; unos años después, Floyd pudo definir
ese prefijo como título de las tierras altas, cuya lectura debía ser makina («Gran Sol»
o algo parecido).[79] La identificación del prefijo real hizo posible que el grupo
encontrara muchos nombres de gobernantes, o la mayoría de ellos, en las
inscripciones de Palenque.
Trabajaron con otra hipótesis, aprovechando el conocimiento que poseía Floyd de
la lingüística maya: que una expresión temporal (de fe-

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Figura 44. El título makina. El glifo completo que se muestra
aquí se lee Makina Kuk, «Gran Sol Quetzal», uno de los últimos
gobernantes de Palenque.

cha) iría seguida por un verbo y éste, a su vez, por el sujeto del enunciado: un
nombre real más títulos, entre los cuales lo más probable era que se incluyera el Glifo
Emblema de Palenque. Luego abordaron la cuestión del nombre; «¿cómo llamaremos
a estos tíos?», se preguntaban.
«Dos horas y media después», cuenta Linda, «¡lo teníamos!».
Aquella noche, después de la cena, empezó la demostración de Linda y Peter, con
Floyd en el papel de moderador y de relator. Tenían al auditorio cautivado, a medida
que presentaban sus resultados, complementados por grandes mapas dibujados por
Linda. Lo que expusieron fue nada menos que la historia de Palenque, desde el
principio del Periodo Clásico Tardío, a comienzos del siglo VII, hasta el fin de la
ciudad, lapso que cubría casi todas sus glorias arquitectónicas y artísticas. Se había
hecho historia ante nuestros propios ojos. Los conferencistas habían mostrado las
historias personales de seis reyes de Palenque sucesivos, desde su nacimiento hasta su
muerte («glifo de acaecimiento», esto es, verbo, identificado por Floyd), pasando por
el ascenso, la lista de reyes más completa de cualquier sitio maya.
¿Y sus nombres? Al primer gobernante de la lista lo llamaron simplemente
«Escudo», dado que eso era lo que representaba el logograma de su nombre. A los
demás les asignaron nombres en maya yucateco, que en gran parte dependían de los
logogramas nominales; decidieron llamar «Serpiente Jaguar» al sucesor de Escudo,
puesto que su signo combinaba las cabezas de ambos animales. Cuando los
expositores se sentaron, Moisés inmediatamente se puso en pie de un salto: ¿por qué
tenían que estar los nombres en yucateco, cuando las inscripciones de Palenque de
seguro estaban en chol, la lengua maya que todavía se habla actualmente en el área?
Fue un momento político embarazoso, pero prevaleció la razón. Como estudiosos de
los mayas, los epigrafistas comprendieron que habían usado el yucateco sólo por
costumbre y que la lengua hablada por la mayoría de los habitantes de las tierras
bajas del sur seguramente había sido alguna forma de cholano.
En consecuencia, todos adoptamos la forma chol de Can-Balam —Chan-Bahlum
—, y así sucesivamente con los demás nombres. Como una especie de nota al pie

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irónica a esta decisión, en años recientes ha aparecido una inscripción según la cual el
nombre de Chan-Bahlum, en realidad, se pronunciaba así en yucateco.[80] De esa
suerte, el panorama lingüístico es un tanto más complejo de lo que habíamos
supuesto allá por 1973.
Makina «Escudo», que encabezaba la lista de Linda y Peter, fue el gran potentado
inhumado en la espectacular tumba construida bajo el Templo de las Inscripciones.
Después de 1960, Ruz dio en llamarlo «8 Ahau», puesto que ésa parecía ser la fecha
de nacimiento del gobernante registrada en la tapa del sarcófago, pero, ¿era ése su
verdadero nombre en maya? Que su nombre tema que significar «escudo» quedaba
fuera de duda, pues el principal signo logográfico era claramente el tipo de pequeño
escudo que los guerreros mayas Clásicos llevaban sujeto a las muñecas. Pero Dave
Kelley descubrió, en Calgary, que los amanuenses palencanos tenían modos a
temativos de escribir el nombre del gran gobernante: Dave encontró una versión
puramente fonético-silábica, que consistía de una variante del signo pa de Knorosov,
seguida por ca, para terminar con el signo de «Ahau invertido» o de la del propio
ruso. En consecuencia, pa-ca-l(a) o «Pacal» (Kelley, 1976: 181).
A mi regreso a New I-laven, me topé con la misma lectura, sin saber que Dave ya
la había encontrado. Lo que hice a continuación fue buscar la palabra pacal en mi
extensa colección de diccionarios de lengua maya y hete aquí, allí estaba al reverso
de la página 97 del diccionario de Viena del siglo XVI (uno de los primeros
diccionarios de yucateco), glosada como escudo.
Examinando los diferentes modos en que se escribía el nombre de Pacal, se puede
apreciar que a los amanuenses de Palenque les gustaba jugar con su escritura,
mezclando signos logográficos (semánticos) con silábicos. Pacal se podía escribir de
manera puramente logográfica, con la imagen de un escudo; puramente silábica; o
logosilábicamente, añadiendo el signo la de «Ahau invertido» como complemento
fonético para decirnos que ese objeto escudo acaba en -l. Todo ello lo sabía Floyd,
con su conocimiento de primera mano de las escrituras cuneiformes del Viejo Mundo,
y habría sido familiar para los egiptólogos, de Champollion en adelante.
¿Quién fue Makina Pacal? Sus registros se encuentran en diversos lugares, sobre
todo en los tres grandes tableros que dan su nombre al Templo de las Inscripciones y
que fueron colocados en el muro trasero de la estructura superior. Pero el lugar más
obvio para buscar su historia y sus hazañas era el borde de la tapa del sarcófago,
puesto que ya se sabia que el texto empezaba con su fecha de nacimiento el 9.8.9.13.0
8 Ahau 13 Pop (26 de marzo de 603) y que había otros nombres y otras fechas.
Después de la Mesa Redonda, Floyd empezó a trabajar en el texto de la tapa,
publicando sus hallazgos en las actas de la conferencia al año siguienle (Lounsbury,
1974). Uno de los problemas era que todavía se desconocían los predecesores de
Pacal, puesto que aquella tarde en la cocina de Merle sólo se había trabajado en la
última parte de la dinas-

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Figura 45. Diferentes escrituras del nombre de Pacal. Los
logogramas en la parte superior, los signos fonéticos en la
inferior.

tía. El otro radicaba en que dos de los nombres —el de Pacal y otro más—
aparecían con una variedad de fechas y con lo que semejaban «glifos de
acaecimiento», en el que parecía ser un modo confuso.
Floyd resolvió lodo el asunto demostrando que los «glifos de acaecimiento», que
tenían un tresbolillo de cinco puntos como signo principal, iban con «fechas
terminales», esto es, que registraban la muerte de la persona. De un solo golpe, Floyd
resolvió aquel dilema: había dos Pacales, no uno, tanto como otros dos personajes
que compartían el mismo nombre. De esa suerte, las otras personas nombradas en la
tapa resultaban ser los antepasados de Pacal: su madre, la Señora Zac-Kuk («Quetzal
Blanco»), su abuelo materno, el primer Pacal; además de otros antepasados que se
remontaban hasta 524 d. C.
Los autócratas mayas estaban tan orgullosos de su sangre azul como cualquier rey
europeo. Para demostrar su derecho a la legitimidad, incluso en la vida futura,
Makina Pacal había ordenado que se colocaran relieves de algunos de sus precursores
por toda la cara exterior de su féretro de piedra; cada antepasado aparece ante una
especie diferente de árbol o de planta. Ninguno de sus padres gobernó, en realidad, la
ciudad Estado de Palenque, pese ai hecho de que la Señora Zac-Kuk era hija de Pacal
I, pero se les puede encontrar en uno y otro extremo del sarcófago.[81] La cámara
funeraria completa es el equivalente de la galería de retratos ancestrales de las casas
reales inglesas.
Gracias al esmerado trabajo arquitectónico de Merle y Linda, es mucho lo que
hoy sabemos acerca de los programas de construcción de diversos gobernantes de
Palenque, cosa que no puede decirse de otras ciudades mayas. Pacal «el Grande»
empezó su carrera como constructor en 647 d. C. y luego ordenó la edificación de la
mayoría de las «casas» o estructuras en hilera del Palacio, pero su logro principal fue
su propio monumento funerario, el Templo de las Inscripciones. Las obras
arquitectónicas de Chan-Bahlum, su hijo y sucesor, son igualmente sorprendentes,
sobre todo el Grupo de la Cruz, pero su historia viene después.

Toda acción provoca una reacción igual y opuesta. La reacción a la Primera Mesa
Redonda de Palenque empezó incluso antes de inaugurarse. Los signos de tormenta
fueron demasiado claros con la ausencia de Ruz, pese a que se le había invitado. Y no
sólo eso, sino que no hubo allí ni un solo arqueólogo del inah, ni un solo estudiante

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de la Universidad ni tampoco de la enorme Escuela de Antropología de la ciudad de
México. Es de reconocer que los estudios mayas nunca habían sido el fuerte de los
mexicanos; casi todos los grandes antropólogos de los últimos cien años se habían
concentrado en los zapotecas, los mixtecas y los aztecas, dejando los mayas a los
investigadores extranjeros. Pero aquel tipo de boicot ciertamente resultaba insólito.
No cabe duda de que fue organizado por Ruz.
Por su origen, Alberto Ruz Lhuillier ni siquiera fue mexicano.[82] Había nacido en
Francia de madre francesa y padre cubano (era sobrino de Fidel Castro Ruz, lo cual
puede explicar en parte su orientación política). Llegó a México en 1935 y, andando
el tiempo, logró la naturalización. A principios de los años cuarenta, era el
arqueólogo mayista más prometedor de los mexicanos más jóvenes, y, con el tiempo,
organizó el Seminario de Cultura Maya en la Universidad; como director de su
revista, Estudios de Cultura Maya, publicó parte del mejor material que jamás se
haya escrito en el campo, en el cual el artículo en que Dave Kelley defendía a
Knorosov no fue el menos importante. Queda fuera de duda que, por muchos años,
Ruz constituyó una fuerza positiva en el avance de los estudios mayas, especialmente
por sus grandes excavaciones en Palenque.
Fue aquélla una época de cooperación científica internacional, por lo que toca al
sistema antropológico mexicano. Especialistas con poder y buenas relaciones
políticas, como Alfonso Caso e Ignacio Bernal, fomentaron un clima que la hizo
posible.
Pero todo cambió a partir de 1970. El primero de diciembre de ese año, Luis
Echeverría Álvarez tomó posesión como presidente de México. Durante más de seis
décadas, México ha sido un Estado unipartidista en que un presidente es alguien
cercano a un dios y a un rey, y sus políticas se impulsan a todos los niveles inferiores
de la pirámide política durante todo un sexenio. Considerado por un amplio sector
como arquitecto de la terrible matanza de estudiantes disidentes entre las pirámides
aztecas de Tlatelolco, poco antes de los Juegos Olímpicos de 1968, Echeverría, sin
embargo, tenía tendencias izquierdistas y era decididamente antinorteamericano De
fuente confiable sé que, en uno de sus decretos, ordenaba al inah expulsar de México
a los arqueólogos «gringos».
Si bien Echeverría, el «líder supremo», no era comunista, gran parte de la vida
cultural mexicana en los medios oficiales cayó bajo la dirección de verdaderos
creyentes en el marxismo, el opio de la inteligentsia de toda América Latina, lo cual
incluía a la antropología y a la arqueología. Frases hechas marxistas como «modos de
producción», «lucha de clases» y «contradicciones internas» empezaron a atiborrar
los textos arqueológicos mexicanos, irónicamente al mismo tiempo que los soviéticos
empezaban a librarse de esa particular camisa de fuerza intelectual. Como resultado
del edicto «antigringo» echeverrista, durante las dos décadas siguientes casi
desaparecieron totalmente los permisos para que los norteamericanos hicieran
excavaciones en México, y la cooperación científica entre los dos países vecinos fue

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cosa del pasado. Los anuncios turísticos que promovían a México como país amigo
sonaban a nota irónica entre los arqueólogos yanquis.
Ruz era tan ortodoxamente marxista como cualquier otro, según lo atestigua un
artículo postumo leído en Mérida, poco después de su muerte, acaecida en 1979 (Ruz,
1981). Sin embargo, él y Eric Thompson siguieron siendo buenos amigos y aliados de
especialidad, seguramente una contradicción en el pensamiento marxista clásico. En
todo caso, él y el inah mostraron indiferencia ante ésta y toda subsecuente Mesa
Redonda de Palenque. Ellos salieron perdiendo.
Pero Ruz obviamente abrigaba algún agravio más profundo en contra de aquellos
advenedizos extranjeros de Palenque. Ese mismo año de 1973, el inah publicó su
magnun opus sobre el Templo de las Inscripciones la cual contenía lo que él
consideraba el estudio final y definitivo sobre el entierro de su «8 Ahau» en la tumba
de las Inscripciones (Ruz, 1973). Cuando los dos artículos, uno de Floyd y otro de
Linda y Peter, aparecieron en 1974 en las actas de la Mesa Redonda, Ruz estalló en
un paroxismo de rabia; en palabras de Linda: «Vio el trabajo de su vida irse por el
desagüe», pues Ruz había asegurado que el texto de la tapa del sarcófago respaldaba
su aserto de que el hombre sepultado, «8 Ahau», conocido también como Pacal, no
tenía más de 50 años de edad, cuando los tres epigrafistas de la Mesa Redonda habían
demostrado que murió a la edad de 80 años.
A pesar de su estrecha asociación con Thompson, Ruz conocía poco los glifos, y
su lectura del texto inscrito en el borde de la tapa era irremediablemente errónea, pues
mezclaba, por ejemplo, las fechas y los acaecimientos en las vidas de ambos Pacales,
llegando a conclusiones equivocadas acerca de las posiciones de Cuenta Larga de las
13 fechas de Rueda Calendárica.
Ruz (1975, 1977a y 1977b) devolvió el golpe tan pronto como pudo, calificando a
Linda, a Peter y a Floyd de «fantasistas», en sarcásticos artículos publicados en 1975
y 1977. En diciembre de 1974, se apareció en la Segunda Mesa Redonda de
Palenque. Linda cuenta la historia: «Vino a bajarnos del pedestal. Tomó viejos
dibujos de la tapa del sarcófago; los cortó en glifos individuales, dio a cada
investigador del Centro de Estudios Mayas un glifo y les dijo que encontraran en la
bibliografía todo lo que pudieran al respecto. Escogió las partes que le gustaban y las
unió para hacer su propia lectura, que es aproximadamente como sonaba».[83]
Para Ruz, el glifo de «escudo», que los tres norteamericanos habían identificado
como nombre de Pacal, no era tal, sino un símbolo de elevada posición que se había
concedido a su supuesto «8 Ahau». Durante la discusión subsecuente, resultó que
Ruz era incapaz de leer glifos a la vista, necesario en esta clase de trabajo. Entonces,
se levantó Linda. «Traté de ser lo más respetuosa que pude, llevé a Ruz paso a paso
por nuestra lectura: lecha, verbo, nombre y Glifo Emblema».
Luego, secundado por un joven estudiante norteamericano de Tania, Ruz
preguntó: «¿Cómo sabe usted que es un verbo?». Linda no pudo responder y se sentó.
«Me sentí completamente abatida. En ese mismo momento decidí que iba a encontrar

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por qué tenía que ser un verbo y que ¡nadie volvería a hacerme esa pregunta!». El
feliz desenlace de aquella desagradable confrontación fue que Linda hizo un
posgrado en la Universidad de Texas, aprendió lingüística maya y escribió la
fundamentación inicial de su tesis de doctorado sobre los verbos en la escritura
jeroglífica maya. A fin de cuentas, respondió a la pregunta.
En cuanto a las fechas de Pacal, dice Linda: «Su nacimiento, su ascenso y su
muerte están vinculados a fechas de millones de años del pasado y a milenios del
futuro; si alguien quiere desplazar sus fechas, tiene que moverlas todas como un solo
cuerpo».

Cuando Betty Benson y yo compartimos un taxi del aeropuerto de Villa-hermosa a la


Primera Mesa Redonda de Palenque, ya habíamos estado trabajando juntos durante
más de diez años, ella como directora de la sección precolombina de Dumbarton
Oaks y yo como asesor de esa parte de do. Entre ambos, habíamos montado la
exposición en la increíblemente hermosa ala de Philip Johnson en do, pero, lo que era
aún más importante, también un programa de becas, conferencias y publicaciones
destinadas a unir la historia del arte y de la arqueología en una sola empresa.
Betty es una dama, tal como la define el diccionario: mujer refinada y de modales
apacibles. Su tacto y su tranquilidad hicieron de ella la persona perfecta para reunir a
latinoamericanos, europeos y norteamericanos en el tipo de simposios y de programas
internacionales en que se especializaba do. Habiéndose encargado previamente de la
gran colección Bliss de arte antiguo del Nuevo Mundo, cuando ésta se expuso en la
Galería Nacional de Washington, Betty tiene una excelente apreciación del arte de
muchas culturas, pero los mayas fueron su primer amor. No creo que hayamos
diferido en ningún asunto importante durante todos esos años que colaboramos en do.
Betty estaba tan eufórica como cualquiera de nosotros por el éxito de la Mesa
Redonda de Merle. A principios de la primavera de 1974, se dio cuenta de que
«quedaba dinero en la polla» de do.[84] Entonces se le ocurrió que tal vez sería bueno
invitar a una conferencia en do a todas aquellas personas que alguna vez hubieran
trabajado en las inscripciones de Palenque. Heinrich Berlin se disculpó, diciendo que
«ya no estaba dedicado a esas cosas con las que solía jugar en otro tiempo», pero,
cierto fin de semana de principios de abril, hubo una reunión de especialistas de
Palenque en la sala del seminario precolombino instalado en el sótano del ala de
Johnson en do.
La reunión empezó desastrosamente. Yo estaba allí como observador y puedo
atestiguar que la atmósfera estaba cargada de resentimiento y enemistad. Todo el
asunto derivó hacia un mal comienzo con la pregunta inopinada de George Kubler:
«¿Cómo saben que se traía de una escritura?». Sentada allí con Joyce Marcus, su
alumna de Harvard, Tania se mostraba muy rusa, esto es, muy opuesta, lino de los
obstáculos, señaló Floyd, era que Tania «tenía su propia teoría acerca de la historia
dinástica, y las nuestras estaban resultando un tanto diferentes». Pero el punto álgido

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principal era que simplemente no soportaba a la un tanto burda y terrenal tennessiana;
para desaliento de Linda, aquella antipatía unilateral fue algo que Tania nunca perdió.
Tan negativa llegó a mostrarse acerca de lo que había estado haciendo el equipo de
Palenque, que yo empecé a creer que Betty había cometido un terrible error al reunir
a aquel grupo.
Como no podía soportarlo, el sábado por la tarde salí hacia New Haven. Ya
entrada la tarde del día siguiente, la mayoría de los participantes, entre ellos Tania y
Joyce, también se fueron. Además de Betty, se quedaron cinco intransigentes: Linda,
Peter, Floyd, Merle y Dave Kelley. En palabras de Betty, «al principio estaban en
pequeños grupos de dos, entregados a una conversación inconexa. De pronto, hubo
un momento en que Floyd, Linda, Dave y Peter estaban en el suelo alrededor de un
ejemplar del Maudslay y habían encontrado un nuevo glifo. Todo fue porque cada
cual sabía algo que desconocían los demás. Pensé: ¡ajá!, ése es mi grupo y los he de
reunir nuevamente».
Lo que Linda había llevado consigo era aquello en lo que había estado trabajando
desde la Mesa Redonda. De regreso a Mobile, había extendido y pegado juntos todos
los textos de Palenque publicados en el Maudslay y en las otras fuentes. Luego los
había analizado, usando no solamente fechas, sino oraciones enteras, encontrando
patrones. Floyd llevaba con sigo las copias por frotamiento de la tapa del sarcófago,
debidas a Merle, y Peter tenía su libreta. Estaban «casi en trance; de vez en cuando
aparecía el brazo de Betty, para entregar material de referencia y respaldo». En las
tres y media horas que habían trabajado en Palenque en 1973, habían obtenido los
últimos 200 años de su historia; en esta ocasión, de las 6:30 a las 10 de la noche,
obtuvieron los primeros 200 años.
«Todos los reyes», exclama Linda, «¡zas, zas, zas, uno tras otro! Y nadie de los
que no estuvieron en el piso aquella noche volvió a ser invitado».
Fue una verdadera reunión de inteligencias. Floyd dijo posteriormente que era la
única vez que había trabajado con alguien: siempre lo había hecho solo. Betty tenía
apilados en una mesa todos los diccionarios de lengua maya de la excelente biblioteca
de do, y ellos iban a consultarlos una y otra vez. Apareció el significado de un glifo
clave en forma de hoja, en un contexto que sugería «linaje». Dave dijo que tenia que
haber una referencia lingüística y, ¡hete aquí!, en los diccionarios estaba la palabra le,
glosada como «hoja» y «linaje».
Betty en verdad tenía «su grupo», al que volvió a reunir en cuatro
miniconferencias más, tres en Washington y una en Jaffrey, la ciudad natal de Dave.
Las miniconferencias derivaron en más que reuniones de fin de semana: los cuatro
epigrafistas llegaban el miércoles y no se iban sino el lunes siguiente.
Pregunté a Linda, que las considera el momento en que cambió la historia
moderna del desciframiento, cuál había sido la verdadera aportación de las
miniconferencias de Betty. Cuando empezaron, explicó Linda, ya se había
implementado el método de análisis fonético de Knorosov; el trabajo de

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Proskouriakoff y de Berlin había demostrado, fuera de toda duda, que las
inscripciones eran históricas. Pero, aunque era implícita la sintaxis de aquellos textos,
todos los que habían trabajado en ellos habían examinado sólo glifos individuales.
La gente de las miniconferencias abordó inscripciones particulares como textos
enteros. «Sabiendo que reflejaba la lengua real, debía tener la estructura sintáctica de
las lenguas mayas: tenía que haber verbos, tenía que haber adjetivos, tenía que haber
sujetos. Aunque no se supiera cuál era el verbo, se sabía en dónde estaba debido a su
posición en el enunciado». Floyd aportó la lingüística necesaria, pero Linda también
empezaba a ser buena en ese aspecto. Usaron Números de Distancia —descubiertos
años antes por Thompson— para contar hacia adelante y hacia atrás a partir de techas
y decir cómo se relacionaban en el tiempo los verbos entre sí.
«Empezamos a abordar textos completos. Podíamos traducir un verbo, por
ejemplo, como ‘él hizo algo en tal o cual fecha’. Conocíamos su edad y sabíamos en
qué contexto se estaba haciendo, por lo que podíamos alcanzar —por primera vez—
niveles de traducción de 80 y 90 por ciento en los textos».

Cuando no había realmente miniconferencias, los epigrafistas intercambiaban largas


cartas con nuevos hallazgos e inferencias y publicaban artículos, a menudo en la serie
de la Mesa Redonda de Merle. En 1974, Floyd descifró el título makina y pasó a
resolver un misterio, de los que hacían vacilar la inteligencia, existente en el tablero
de la pared posterior del Templo de la Cruz.
Ha de recordarse que, como los tableros de los templos restantes del Grupo de la
Cruz, éste muestra dos figuras frente a un objeto de culto, en este caso un árbol
cruciforme rematado por un ave fantástica. Quienes eran exactamente aquellos dos
personajes era algo que había intrigado a los mayistas desde que las exploraciones de
Del Río se dieron a conocer en Londres, pero los asistentes a las miniconferencias (o
«palencófilos», como se llamaban a sí mismos) rápidamente concluyeron que el
individuo más bajo y bien arropado era nada menos que el propio Pacal, en tanto que
la figura alta de la derecha era Chan-Bahlum, su hijo y heredero, el gobernante que
había construido os tres templos del Grupo de la Cruz.[85] ¿Y el árbol? De seguro era
un árbol del mundo, probablemente el que en el pensamiento maya tanto antiguo
como moderno se alza en el centro del universo y sostiene el cielo. Hacia el
larguísimo texto que flanquea esta escena dirigió Floyd su atención (Lounsbury,
1976). Si se calcula la fecha de Cuenta Larga con que empieza en la parte superior
izquierda, ésta cae en 7 de diciembre de 3121 a. C., alrededor de seis y medio años
antes del principio de la era maya actual, fecha ésta claramente mitológica. Lo que se
traslucía de aquella época remota era el nacimiento de una diosa ancestral a la que los
epigrafistas sólo pudieron llamar «Señora Animalejo», por la cabeza de pájaro que
forma su glifo de nombre. A la matusalénica edad de 761 años, dio a luz a una tríada
de dioses que fueron las divinidades tutelares de la dinastía de Palenque. Luego, la
inscripción se traslada en el tiempo para describir la historia de los reyes de Palenque,

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pasando por Pacal hasta su sucesor Chan-Bahlum.
Lo que, matemático como siempre, descubrió Floyd fue que el intervalo entre el
nacimiento de la «Señora Animalejo» y el nacimiento de Pacal —1359 540 días— es
múltiplo de no menos de siete diferentes periodos de tiempo importantes para los
mayas, de suerte que el nacimiento de la «Señora Animalejo» es una fecha
enteramente ideada, que los amanuenses astrónomos de Palenque inventaron para dar
a Chan-Bahlum y a su distinguido padre ascendencia divina. Ahora bien, uno de los
intervalos de ese número mágico es el periodo sinódico de Marte, lo cual confirma lo
que Dave Kelley había venido diciéndonos a todos desde sus tiempos de estudiante,
que muchas de las fechas de las inscripciones Clásicas tienen una significación
astronómica, por encima y más allá de la historia «real», enfoque éste que ha podido
establecerse una y otra vez en la investigación más reciente.
Floyd estudió el asunto hasta el fin, en 1980, cuando demostró que las
expresiones de nacimiento mitológico en el mismo texto del Templo de la Cruz
siguen las reglas de la sintaxis maya, en las que el orden de las palabras no guarda
semejanza con lo que acostumbramos en inglés o en español (Lounsbury, 1980).
También identificó un patrón de coplas paralelas, artificio retórico sumamente
difundido en las culturas indígenas de América, tanto como en el Viejo Mundo; los
Salmos están llenos de esos recursos literarios, por ejemplo:

Hizo de la inmensidad agua estancada,


y de la tierra yerma manantiales.

Esas coplas se usan mucho en el maya hablado moderno, especialmente en el


discurso ritual, las plegarias, la oratoria y otros usos formales de la lengua, pero
Floyd fue el primero en equipararlas con los textos jeroglíficos Clásicos. La lección
fue que los epigrafistas harían mejor en empezar a estudiar lingüística maya y
literatura de la época colonial, pues ya no bastaba la búsqueda en los diccionarios.
Dolida por la ironía de Ruz en la Segunda Mesa Redonda, Linda lo tomó muy a
pecho, por lo cual, en 1980, en su tesis de doctorado de la Universidad de Texas, no
sólo determinó el significado de «glifos de acae-

Figura 46. El glifo de «sedente»: chumuan, «él estaba sentado».

cimiento» específicos en declaraciones dinásticas —como chum, «estar sentado»

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(esto es, entronizado), para una imagen a la que Linda identifica a su manera
característica como «un asno sedente»—, sino que también demostró cómo se usaban
silábicamente los afijos verbales para escribir las terminaciones gramaticales de esos
verbos (Schele, 1982). Por ejemplo, en maya, chum pertenece a una categoría de
verbos especial que describe la posición del sujeto en el espacio y que tiene sus
propias terminaciones inflexionales. Al determinar Floyd las verdaderas lecturas
fonéticas de los signos silábicos T. 130 (ua) y T. 116 (ni), con el tiempo Linda pudo
leer la importantísima combinación glíflica de «sedente» como chumuan(i), «él
estaba sentado», en cholano perfectamente gramatical, que ahora se acepta de manera
general como lengua de las inscripciones Clásicas.
Para fines de la década de 1970 se estaban teniendo adelantos en varios frentes.
Para encontrar la historia dinástica, fue un logro importante cierto artículo que
Christopher Jones, de la Universidad de Pensilvania, publicó en American Antiquity
en 1977. Jones es el epigrafista del Proyecto Tikal y en varios lugares de los
monumentos de ese sitio ha observado que se nombra a un gobernante y tras ese
nombre vienen el de una mujer y el de su predecesor. La explicación que sugiere es
que se trata de la madre y del padre del gobernante (Jones, 1977). La lectura de ese
artículo inspiró a Linda a hacer una hoja de ejemplos similares en otros sitios, la cual
llevó a la miniconferencia final.
Según ella, cuando Peter Mathews y Dave Kelley rieron aquella hoja, que incluía
declaraciones de parentesco en Yaxchilán, su reacción fue: «Dios Santo. ¿Sabes lo
que dice esto? ¡Dice que Pájaro Jaguar era hijo de Escudo Jaguar!» El resultado fue
que, con aquellos glifos de parentesco recién identificados —los cuales, en efecto,
decían «X, hijo de Z»—, se podían determinar sólidas genealogías para cualquier
ciudad en la que se presentaran. En la década siguiente, se empezaría a introducir la
lectura fonética exacta de esos glifos, con una nueva generación de epigrafistas.
En aquellos días estimulantes, los descubrimientos se produjeron al ritmo en que
una pradera es arrasada por las llamas. Difícilmente parecía transcurrir un día o una
semana sin que se diera a conocer algún otro hecho sorprendente, sin que se hiciera
una nueva lectura de algún glifo o

FIgura 47. Glifos de parentesco.

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sin que se presentara alguien con otra revolucionaria interpretación de datos más
antiguos. Por primera vez en casi siglo y medio de investigación maya, un grupo de
especialistas había podido asociar templos, palacios y monumentos con gente de
carne y hueso, en un marco histórico. Aquellos estudiosos empezaron a dar sentido a
las escenas a menudo horripilantes que se representaban en estelas y relieves, muchas
de las cuales parecían involucrar ritos de linaje y de extracción de sangre real.
Entonces se pudieron aclarar misterios que habían intrigado a los especialistas
desde fines del siglo XVIII. El tablero oval colocado en un muro del Palacio de
Palenque ahora resultaba ser respaldo de un trono, cuyos asiento y patas habían sido
removidos por Del Río, para ser enviados a su rey, Carlos 111; y la escena del tablero
resultó ser la de Pacal el Grande, sentado en un trono de jaguar y recibiendo un
tocado real de manos de su madre, Zac-Kuk, el día de su ascenso. Y así fue evidente
que ése era el trono en que se invistió con el poder a todos los reyes subsecuentes de
Palenque, hasta el fin de la dinastía y de la propia civilización maya Clásica (Schele y
Miller, 1986: 112 y 114).
Asimismo, se podía ver, a partir de su texto ya legible, que el Tablero del Palacio,
una gran losa descubierta por Ruz, representaba el ascenso de Makina Kan-Xul, hijo
menor de Pacal y de la Señora Ahpo-Hel (su esposa principal), quien asumió el
gobierno tras la muerte de su hermanomayor, Chan-Bahlum; los reales progenitores
habían fallecido tiempo atrás, pero se les muestra entregando a Kan-Xul los símbolos
del poder que éste iba a calarse duran le la ceremonia. La mala suerte habría de
golpear posteriormente al infortunado Makina Kan-Xul, pues fue capturado por
Toniná (como lo indica claramente un monumento a cautivos de ese sitio, con su
nombre y su Glifo Emblema) y, casi con seguridad, murió decapitado lejos de su
territorio natal (Schele y Freidel, 1990: 492).
Todos aquellos detalles iconográficos, que durante mucho tiempo habían eludido
la explicación, ahora empezaban a tener sentido, y en Mesa Redonda tras Mesa
Redonda, las prendas de ropa usadas en los ritos y los objetos de uso ceremonial
cobraban significado en el contexto del poder y del prestigio de la elite.
Los tipos de interpretaciones que salían de las conferencias y de las
miniconferencias de Palenque se difundían a la investigación de otras partes de las
tierras bajas mayas, en particular a Guatemala y Belice, en donde la xenofobia no
había suprimido las excavaciones empezadas por investigadores extranjeros, y en los
que nuevos textos jeroglíficos, tumbas y escondites se encontraban constantemente.
En Tikal, Guatemala, se descubrió el extraordinario Entierro 116 bajo el Templo I, tan
alto como un rascacielos, sobre la plaza principal de aquella enorme ciudad, y
entonces los epigrafistas pudieron entender que aquélla era la tumba de un gran rey,
cuyo nombre tal vez había sido Ah Cacau, «El del Chocolate», escrito con el silabario
fonético maya (Trik, 1963 y Jones, 1988).[86]

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Figura 48. El glifo de hel o de «cambio de gobierno», a. El
octavo en la sucesión. b. El décimo en la sucesión.

Se encontró que, como los de Yaxchilán, los reyes de Tikal usaban un glifo (que,
sobre bases no muy seguras, Thompson [1950: 161-162] leía como hel, «cambio»)
para decir qué gobernante particular era alguien en una sucesión numerada.
Independientemente del modo en que se lea hel —e incluso en la actualidad hay poca
concordancia al respecto—, está perfectamente establecido el significado de los glifos
de hel numerados, lo que hace de la determinación de las líneas dinásticas una tarea
más simple de lo que solía ser.
Durante la última parte de la década de los setenta, empezó a correrse la voz de lo
que estaba ocurriendo en Palenque, y la Mesa Redonda anual empezó a crecer más
allá de cualquier expectativa, como bola de nieve colina abajo. En 1973, sólo 35 de
nosotros nos habíamos reunido en la champa de Moisés, pero, apenas cinco años más
tarde, hubo no menos de 142 participantes de siete países, cifra que siguió creciendo
al paso de los años. Un público todavía mayor tuvieron con el tiempo los
maravillosos Talleres de Jeroglíficos Mayas, que inauguró en 1978 la Universidad de
Texas, en Austin, y que, desde entonces, se han desarrollado sobre una base anual.[87]
En esencia, son obra de una investigadora, la carismática Linda, innata mujer
espectáculo, si alguna vez hubo alguna, quien sin esfuerzo lleva a su embelesado
público a través del material más difícil, desde el fonetismo knorosoviano hasta los
enunciados de parentesco. El tributo definitivo a su éxito ha sido la proliferación de
talleres similares por todo Estados Unidos.
Como es natural, hubo (y hay) quienes no recibieron con gusto todo aquello, y
menos que nadie los arqueólogos de campo, fieles y firmes en la raya, quienes
empezaban a sentir que su tipo de investigación de bagatelas, entre túmulos
domésticos y ollas de cocina de los antiguos campesinos mayas, había sido opacada
por toda aquella atención a los asunLos de la elite Clásica. Con algunas excepciones,
estaban evidentemente ausentes de las Mesas Redondas de Palenque y de los talleres
de glifos, y seguían dictando conferencias y publicando sin dar el menor indicio de
que los mayas Clásicos fueron un pueblo que supo leer y escribir. Su exasperación
empezaría a aflorar una década después (¡quién lo creyera!) en Dumbarton Oaks.
Pero nadie podía negar que, escribiendo en 1940, Sylvanus Morley se había
equivocado de medio a medio cuando dijo: «Los antiguos mayas indudablemente
registraron su historia, pero no en inscripciones de piedra» (Morley, 1940: 148); o
que «la gente de Pacal», aquel pequeño y dedicado grupo de «palencófilos», nos

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hubiera acercado mucho más a una lectura completa de la historia y de la vida
espiritual de los antiguos mayas.

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IX. EL DESCENSO A XIBALBÁ

ERA el 4 de agosto de 1968 y se celebraba la fiesta de Santo Domingo, patrón de


Sanio Domingo Pueblo, al suroeste de Santa Fe de Nuevo México. En un extremo de
la cálida y polvosa plaza, un sacerdote dominico observaba nerviosamente cómo
varios cientos de danzantes, dispuestos en dos largas filas, golpeaban la tierra con los
pies calzados de mocasines, a modo de enorme plegaria colectiva de lluvia,
acompañados por el potente canto de barítono de un coro y por el toque de tambores.
Mientras mi familia y yo observábamos la ceremonia pública más grande y, por
ciertos conceptos, más impresionante de norteamericanos nativos, al noroeste, una
diminuta nube crecía más y más sobre los montes Jémez, hasta cubrir todo el cielo; al
fin, estalló la tormenta, los rayos cruzaron el cielo y el pueblo resonó con el estrépito
del rodar de truenos.
Ese memorable día nos topamos con Alfred Bush y Douglas Ewing, viejos
amigos míos del Este. Ambos eran funcionarios del Club Grolier de Nueva York, una
organización formal dedicada a coleccionar libros y manuscritos antiguos raros.
Tenían un propósito que discutimos allí, en ese mismo momento: ¿estaría yo
interesado en organizar una exposición sobre escritura jeroglífica maya en el Grolier,
usando documentos originales?
Lo estuve, pero advertí que las instituciones europeas de seguro serían reacias a
prestar los tres códices conocidos para una exposición en Nueva York y que, tan sólo
sobre bases prácticas, sería una propuesta inverosímil llevar grandes estelas de
México o de Guatemala. Algunas inscripciones en piedra más pequeñas —dinteles o
tableros— se podían pedir prestadas a museos y colecciones privadas de Estados
Unidos, pero, en realidad, ello no bastaba si lo que se quería era decir algo acerca de
la escritura maya y del «estado del arte» respecto al desciframiento (recuérdese que
nos encontrábamos en una época posterior al logro de Proskouriakoff y previa a la
Primera Mesa Redonda).
Pero se me ocurrió una idea. Si teníamos que depender exclusivamente de fuentes
norteamericanas, entonces, la mayoría de los textos mayas originales no estaban en
piedra ni en papel, sino en cerámica. En ocasiones, esos textos eran
sorprendentemente largos, tan extensos como muchas inscripciones monumentales.
En la introducción a su Catalog de 1962, Eric Thompson había descartado los textos

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en cerámica, porque no valía la pena estudiarlos, concluyendo que eran simple
decoración de artistas básicamente analfabetos, quienes escogían ciertos glifos para
ponerlos en sus vasijas, porque parecían atractivos: esos glifos reflejaban «el deseo
del artista de producir una distribución bien equilibrada y estéticamente agradable».
[88] Y, como resultado, eso era, naturalmente, lo que creían la mayoría de los

mayistas.
Me vi obligado a dudar de esa suposición sin fundamento, puesto que me
encontraba entre quienes habían demostrado que Thompson estaba en un error acerca
de la antigüedad de la civilización olmeca y me sentía plenamente satisfecho de que
sus opiniones sobre la naturaleza de la escritura maya fueran insostenibles. Pensé que
si podía reunir suficientes vasijas y platos de mayas Clásicos, con escritura
jeroglífica, bajo un mismo techo, podría ver si Thompson tenía o no razón.

Nuestro plan para la exposición se quedó parado, pues estuve ocupado con mi colega
Dick Diehl redactando lo concerniente a nuestras excavaciones conjuntas en el
enorme sitio olmeca de San Antonio Tenochtitlán; habíamos pasado allí tres
temporadas de campo y, como en cualquier otra excavación arqueológica, el trabajo
real de excavar era sólo la punta del iceberg: se necesitaron años de análisis y de
redacción antes de tener todo impreso (Coe y Diehl, 1980). Pero, a principios de abril
de 1971, estaba listo para poner manos a la obra en la exposición del Grolier.
Antes de 1960, ni la arqueología de bona fide ni el comercio de antigüedades
habían podido aportar un número suficiente de piezas de alfarería maya de la elite
para que alguien les hallara mucho sentido. Pero, después de esa lecha, el cambio de
condiciones políticas en Guatemala había dado paso al saqueo en gran escala de sitios
Clásicos del Petén, menos conocidos o desconocidos aún. Participaban en ello las
guerrillas izquierdistas, el ejército de derecha, los políticos locales y una masa de
campesinos sin tierra y menesterosos. Los saqueadores más eficientes, y por tanto los
más peligrosos, disponían de sierras de alta tecnología y empezaron a cortar las
estelas mayas para facilitar su remoción y su venta (Meyer, 1977).
Además de las colecciones privadas guatemaltecas, el mercado principal para ese
material era Nueva York, y, en menor grado, ciudades europeas como París y
Ginebra, donde, por lo menos, se encontraban los comerciantes más reputados.
Aunque es fácil castigar a esos individuos como principales culpables del saqueo del
Petén, es probable que haya causado mucho más destrucción una cáfila de
coleccionistas, de valuadores sin escrúpulos y comerciantes menores, que importaban
cargas aéreas de materiales de baja calidad vía Miami, para donar a museos ingenuos
como saldos fiscales. Sea como fuere, estaba disponible para su estudio una
asombrosa cantidad de vasos mayas de la belleza y del interés disciplinario más
absolutos. Irónicamente, encontré que aquellos comerciantes de Nueva York, blanco
de gran parte de la justa indignación de los arqueólogos, eran mucho más generosos
con el material que poseían de lo que habían sido esos mismos arqueólogos con los

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suyos.
El público tiene la impresión de que debe llevar meses o incluso años instalar una
exposición importante. He sabido que la mayoría de ellas se montan apresuradamente
al cuarto para las doce. A decir verdad, instalé la exposición del Grolier, llamada Los
escribas mayas y su mundo (Coe, 1973), el 17 de abril, día de su inauguración.
Desempacando caja tras caja de cerámica maya, en los elegantes salones del club,
empecé a notar un extrañísimo patrón surgido de las escenas pintadas en aquellos
vasos: pares de idénticos mozalbetes de atuendo muy similar aparecían una y otra
vez. Por mi mente cruzó la palabra «gemelos». Ello disparó inmediatamente otro
nexo neurálgico: «gemelos: Popol Vuh». Yo había leído repetidas veces el Popol Vuh,
libro sagrado de los mayas quichés de las tierras altas, y los gemelos son
importantísimos en él.
El Popol Vuh fue transcrito en caracteres latinos en algún momento del siglo XVI,
con toda probabilidad a partir de un original jeroglífico extraviado. Redescubierto por
Brasseur de Bourbourg el siglo pasado y considerado de manera general la obra más
grande de la literatura americana nativa, se ha traducido muchas veces.[89] El libro
empieza con la creación del mundo a partir del caos y termina con la Conquista
española. Pero lo que guarda mayor interés para el estudiante de mitología maya y el
iconografista es la segunda parte, inmediatamente posterior a la creación. En esencia,
se trata de un «tormento infernal», que involucra a dos pares de gemelos de origen
divino. Los primeros, 1 Hunahpú y 7 Hunahpú (1 Ahau y 7 Ahau en el calendario
maya de las tierras bajas), son dos apuestos muchachos que se divierten jugando
pelota sobre la superficie de la Tierra, pero el ruidoso juego ofende a los señores del
Inframundo o Xibalbá («lugar de terror» en maya quiché), quienes los convocan a su
temible presencia. Tras someterlos a pruebas horripilan les e inhabilitadoras, son
obligados a jugar un juego de pelota con los siniestros xibalbanos, juego que los
gemelos pierden, por lo que son muertos por decapitación.
La cabeza de 1 Hunahpú es colgada de un árbol llamado jícaro. Cierto día, al
pasar la hija de un señor xibalbano ante el árbol, la calavera le habla; cuando ella
extiende la mano hacia la calavera, ésta la escupe y la doncella queda embarazada por
arte de magia. Expulsada a la superficie del mundo, andando el tiempo la muchacha
da a luz al segando par de gemelos: los Héroes Gemelos, Hunahpú e Ixbalanqué,
«Cazador» y «Jaguar Sol». Siendo aún niños, éstos realizan diversos actos heroicos:
destruyen monstruos y transforman a sus alharaquientos y celosos medio hermanos
en monos, episodio éste que posteriormente habría de conducirme a un imprevisto
descubrimiento.

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Figura 49. Desenvolvimiento de un vaso del Clásico Tardío.
Arriba están la Secuencia Estándar Primaria y el nombre y los
títulos del propietario y patrón. La escena inferior y el texto
vertical tratan de una reunión de los dioses en el primer momento
de la creación.

Los muchachos matan pájaros con sus cerbatanas y se divierten de diversos


modos, pero, de nuevo, sus ruidosos juegos de pelota dan por resultado que los
convoquen a Xibalbá. En vez de sufrir la suerte de su padre y de su tío, Hunahpú e
Ixbalanqué derrotan a los de Xibalbá con artimañas y suben al cielo para ser el sol y
la luna.
Al colocarlos en sus cajas de exhibición, pronto me di cuenta de que muchos de
aquellos vasos y platos tenían referencias pictóricas notablemente específicas a los
episodios de Xibalbá en el Popol Vuh, y todos los estudios posteriores que hice de ese
tipo de materiales han confirmado e incluso ampliado esta interpretación. ¿Qué
significa todo ello? En este punto tenemos que considerar la función de esa alfarería
para la elite: aunque obviamente sea imposible estar ciento por ciento seguros, dada
la falta de registros de esos jarros, los indicios arqueológicos publicados sugieren que
el destino último de una pieza de alfarería pictórica maya, sea pintada o grabada, era
ser colocada —llena de comida o de bebida— junto al muerto al que se honraba, en
una tumba o en una sepultura. Cuando mi artista, Diane Peck, desarrolló esas escenas
para ser publicadas en el catálogo de la exposición, encontré que se hallaban repletas
de imágenes de muerte del Inframundo; estaban sazonadas con horripilante
simbolismo de calaveras, huesos cruzados, ojos desencajados, vampiros y cosas por
el estilo.
Lo anterior en modo alguno sugiere que, en la alfarería, todo estaba tomado por
completo del Popol Vuh —una parte era más histórica—, pero sí implica que la
sección del Inframundo en la épica quiché era compartida por los pueblos Clásicos de
las tierras bajas, para ser usada en la cerámica destinada a ofrendas funerarias. A
decir verdad, la historia de los Héroes Gemelos y Xibalbá en el Popol Vuh es sólo la
parte que queda de lo que alguna vez fuera una enorme mitología del Inframundo:
existen docenas, tal vez cientos de misteriosas deidades de Xibalbá en vasos y platos,

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rodeadas de una compleja escenografía. Pero ese atestado Inframundo era un lugar
ordenado: como el sir Joshua Jebb, de Edith Sitwell, advertía a sus hijas:

For Hell is just as properly proper


As Greenwich, or as Bath, or Joppa!
(¡Pues el Infierno también está tan decorosamente limpio
como Greenwich, o como Bath o Joppa!)

Pude darme cuenta de que, en Xibalbá, imperaban dos dioses, a los que
habitualmente se representa entronizados en sus propios palacios; eran éstos el Dios L
(a quien ya hemos visto en el Templo de la Cruz de Palenque) y el Dios N. A pesar de
su edad avanzada, ambas deidades gozaban de los servicios de harenes y,
evidentemente, de las atenciones de la joven Diosa de la Luna.
En tanto que Thompson (1970b) consideraba al Dios N —quien funciona como
deidad del fin de año en el Códice de Dresde— como un Bacab, deidad cuatripartita
que sostiene el cielo, vi que su nombre glífico contenía con frecuencia el signo pa de
Knorosov, sobre un tun logográfico, y que se leía como «Pauahtún», importante dios
vinculado por Landa con las ceremonias de fin de año. Hace apenas unos años, mi
antiguo alumno Karl Taube confirmó esta lectura demostrando que el pequeño
elemento de «maíz-rizo», que yo había pasado por alto en el glifo nominal del dios,
es la sílaba uah, y de ahí pa-uah-tun. Con posterioridad, en Copán, volveremos a
encontrar a Pauahtún.
Se puede estar en un error por razones correctas (la especialidad de Thompson),
pero, inversamente, se puede estar en lo correcto por razones erróneas. Vi gemelos en
esa alfarería y salté a la conclusión de que habían salido de las páginas del Popol Vuh.
Pero los gemelos que identifiqué con Hunahpú e Ixbalanqué, y a los cuales llamé
«Jóvenes Señores», resultaron ser los sacrificados padre y tío de los Héroes Gemelos.
Una vez más, fue éste un trabajo de Taube, quien ha hecho el descollante
descubrimiento de que el padre, 1 Hunahpú, es nada menos que el joven Dios del
Maíz de la iconografía maya (Taube, 1989).[90] Así como todo campesino maya, al
estar sembrando, «envía» el grano de maíz al Inframundo, así a 1 Hunahpú —Dios
del Maíz— se le ordenó descender a Xibalbá; allí se le dio muerte y luego resucitó en
sus vástagos Hunahpú e Ixbalanqué.
Ahora bien, todo lo anterior tal vez parezca desligado de la historia del
desciframiento maya, pero, andando el tiempo, la alfarería maya pintada o incisa
volvió de ultratumba a desempeñar su función. Y los nuevos horizontes iconográficos
abiertos por la exposición del Grolier entraron en esa mezcla de historia del arte y de
epigrafía en que derivó la serie de Mesas Redondas de Palenque.
El verdadero trabajo sobre la exposición del Grolier empezó tras su clausura. Era
la preparación de un catálogo (Coe, 1973), que, por mi parte, debía tratar de alcanzar
las mismas normas de documentación exacta que Maudslay había logrado con su

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Biologia. Ello significaba desarrollar todas las escenas —con textos glíficos— de
aquellos vasos cilindricos. Años atrás, había yo leído, en el Illustrated London News,
que el Museo Británico había inventado una cámara que podía tomar fotografías de
objetos girados lentamente en un tomo, por lo que pregunté a
Justin Kerr, el fotógrafo neoyorquino contratado para trabajar en el catálogo, si
podía idear una cámara para hacerlo. Justin pensaba que era posible, pero que a él le
llevaría demasiado tiempo crear un prototipo, razón por la cual empezamos con las
tomas múltiples de cada vaso. La hoy famosa cámara «de desarrollo continuo» de
Justin fue una realidad, pero demasiado tarde para el libro.[91]
Sucedio, pues, que casi lodos los vasos fueron desarrollados laboriosamente por
mi artista, Diane Peck, mediante dibujos en blanco y negro, pero ello aún me daba un
cuerpo exacto para trabajar. A partir de él, y de docenas de vasos, vasijas y platos
mayas Clásicos, publicados o no, integré un compendio de textos sobre cerámica en
fichas de trabajo, acabé con varios cientos de entradas. Aquel verano llevé conmigo
todo ese material a nuestra casa veraniega en las colinas de Berkshire, Massachusetts,
para trabajar en paz y tranquilidad.
Con la distracción de cinco hijos no siempre era fácil hacer investigación, o por lo
menos eso pensaba. Todos los días de calor pedían que los llevara a nuestra poza
helada del río Green, cerca de los límites con Vermont. Se bañaban horas en las aguas
que calaban hasta los huesos, pero a mí me bastaban 20 minutos, por lo cual pasaba el
resto del tiempo esperando que salieran, sentado con mis fichas de trabajo. Ahora
bien, por muchos conceptos mi inteligencia es lo opuesto de la de Floyd Lounsbury,
por lo que sospecho que cada cual se halla bajo el control de un hemisferio cerebral
distinto. Si bien no tengo habilidad para recordar números y nombres, y ciertamente
tampoco habilidad para las matemáticas, poseo una memoria visual casi absoluta:
cuando veo algo, nunca lo olvido, sea in toto, sea en detalle. Una vez archivados en
mi memoria, esos apuntes visuales con frecuencia se clasifican por sí solos en
patrones. Uno de esos patrones empezó a surgir mientras estaba sentado escuchando
con un oído los alegres gritos y las zambullidas de mis hijos.
Para mí, ya era evidente que había diferentes tipos de textos sobre alfarería
pictórica, dependiendo de su colocación en el objeto. Los que yo llamé textos
«Primarios» habitualmente aparecían en una franja horizontal, justo abajo del borde
del vaso, o en un tablero vertical, separado de la escena; en tanto que los
«Secundarios» en realidad estaban dentro de la escena misma y vinculaban a los
actores en cualquier drama que se representara. Con base en una comparación con el
modo en que funcionaban los dinteles de piedra, supuse que los textos Secundarios
contenían los nombres y posiblemente los títulos de los personajes principales, a
menudo los aterradores habitantes de Xibalbá. Investigaciones posteriores han
demostrado que esa suposición era correcta, al ser evidente que dioses específicos
podían estar vinculados con glifos de nombre determinados e incluso con Glifos
Emblema: también los dioses tenían ciudades.

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Figura 50. Un texto de Secuencia Estándar Primaria. a. Signo
Inicial. b. Paso (sustitutos del Dios N). c. Ala-Tresbolillo. d.
Segmento de serpiente. e. IL-Cara. f. Muluc. g. Pez. h. Roedor-
Hueso. i. Mano-Mono. Todos éstos son sobrenombres, no
desciframientos.

Empecé a notar una semejanza respecto a muchos de los textos Primarios, y era
que los mismos glifos, con variaciones menores, aparecían una y otra vez y en el
mismo orden. El hecho despenó mi curiosidad, por lo que, al volver a nuestra granja
de 1810, recorté aquellos textos en glifos individuales y luego alineé glifos idénticos
en columnas verticales. Resultó que me hallaba ante una especie de fórmula estándar,
a la que llamé Secuencia Normal Primaria (snp) y que casi siempre empezaba con
una combinación glífica (un signo principal y dos afijos), al que di el nombre de
Signo Inicial. El orden en que aparecían los veintiún signos o cosa por el estilo era
absolutamente fijo (a todos les puse sobrenombres, con propósitos mnemotécnicos,
como «Ala-Tresbolillo» y «Mano-Mono», pero ningún texto los contenía todos. En
algunas piezas podía haber sólo unos cuantos glifos de la snp; en esos enunciados
breves, los que habitualmente aparecían escritos solían ser el Signo Inicial, el Dios N
y Ala-Tresbolillo, en este orden.
Y había también sustituciones interesantes, que harían posible una nueva
interpretación acerca de lo que trataba por lo menos unta parte de la snp. Pero los
epigrafistas que descifrarían esas nuevas vistas todavía estaban en primaria cuando se
descubrió la sNp.
¿Qué significaba aquella fórmula? Estaba seguro de que poco o nada tenía que
ver con las acciones de las personas, sagradas o seculares, retratadas en las vasijas:
ésta era tarea de los textos Secundarios. Como la snp con frecuencia iba seguida por
lo que seguramente eran nombres, por Glifos Emblema y por el título ba-ca-b(a)
(bacab, frecuente en los monumentos), tuve la certeza de que aquellos glifos
terminales nombraban al propietario o al patrón, lo mismo que a su ciudad (fuera
hombre o mujer). Teniendo presente mi interpretación del lnframundo en la cerámica
funeraria maya, no es sorprendente que yo sugiriera que la snp tal vez estuviera
escrita en forma de encantamiento funerario hecho, tal vez como el Libro de los
Muertos egipcio, destinado a informar al alma del difunto lo que habría de encontrar
en su viaje a Xibalbá. Todo el cuento de los Héroes Gemelos era una parábola de
Muerte y Transfiguración para la elite maya, de suerte que, ¿por qué no un texto o un
conjuro hecho para ayudar al difunto a quien se honraba?
No era aquélla sino una hipótesis de trabajo, y las hipótesis se pueden alterar o
incluso demoler cuando son plausibles otras interpretaciones; durante la década de los
ochenta, así sucedió, por lo menos en parte, con mi hipótesis del «canto fúnebre»
acerca de la snp.

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La del Grolier no fue sino la primera de varias exposiciones de cerámica pictórica
maya que organicé; la segunda se presentó en la Galería de Arte de Princeton, de
Gillet Griffin (Coe, 1978), y la tercera en el Museo Israel de Jerusalén (Coe, 1982). A
estas alturas, se hallaba en pleno uso la cámara de desarrollo de Kerr. Mi modo de
sentir era entonces, y sigue siendo, que, aunque productos del saqueo (como la
mayoría de las vasijas griegas o de los bronces chinos), todos aquellos materiales
debían

Figura 51. Dioses de los amanuenses en vasos clásicos, a. El


Dios Conejo escribiendo un códice. b. Los Amanuenses Mono-
hombre.

hacerse del dominio público, para que los especialistas pudieran estudiarlos.
Había toda una nueva clase de vasos para los estudios mayas; estaban pintados
con delicadeza caligráfica, de negro o marrón sobre fondo crema o canela claro. Me
parecía que habían sido producidos por los mismos artistas amanuenses que tal vez
hubieran pintado los códices mayas clásicos, razón por la cual los llamé «vasos de
estilo códice». No pasó mucho tiempo sin que los arqueólogos de campo los
declararan a todos falsificaciones, pues ninguno de ellos había encontrado nunca uno
de esos objetos en sus excavaciones. Dado que, durante una excavación de bona fide,
en el sitio de Nakbé, en el Petén, se han encontrado fragmentos de un vaso de estilo
códice, ya puede dejarse descansar ese pato en particular (Hanson et al., s. f.).
Me impresionaba el hecho de que algunos de aquellos vasos mostraran pares de
individuos con rostros simiescos en el acto de pintar códices plegables, con cubiertas
de piel de jaguar; esos personajes alegremente maniáticos, tanto como otros dioses
escribanos, sostenían pinceles en una mano y cacharros de pintura en forma de
caracol en la otra (fig. 51) (Coe, 1976b). Una vez más, me asaltó con fuerza la
relación con el Popol Vuh. Volviendo a la historia de los Héroes Gemelos: cuando
eran muchachos que perfeccionaban sus habilidades tirando con cerbatanas y
disparando a los pájaros en los árboles, su desconsideradísima abuela (la anciana
Diosa Creadora de la cosmología maya) prefería a sus mimados medio hermanos, 1
Batz y 1 Chuén («Uno Mono» y «Uno Artesano»). Cierto día, siempre grandes

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embusteros, los muchachos persuadieron a los dos intratables de que subieran a un
gran árbol a bajar algunos pájaros, que se habían trabado en unas ramas altas, pero los
medio hermanos se atoraron allí. Por arte de magia, los Gemelos dieron a sus dos
adversarios largas colas y grandes vientres —en otras palabras, los convirtieron en
monos—, y ya no pudieron descender. La vieja se echó a reír ruidosamente ante la
cómica escena cuando volvieron a casa. Pero, dice el narrador del Popol Vuh,

Aquéllos eran invocados por los músicos y los cantores, por las gentes antiguas. Invocábanlos también
los pintores y talladores en tiempos pasados. Pero fueron convertidos en animales y se volvieron monos
porque se ensoberbecieron y maltrataron a sus hermanos.

Hay sólido indicio de que el culto a los escribas monos o monos-hombres se


había difundido por toda la antigua Mesoamérica y se podía encontrar no sólo entre
los mayas de las tierras altas, sino también en Yucatán, en tiempos de la Conquista
española. Asimismo, entre los aztecas, el mono era el dios patrono de los artesanos,
los músicos y los danzantes. ¿Y por qué no? Nuestros cercanos parientes, los monos,
eran los más inteligentes de los animales no humanos que conocían los pueblos como
el maya, quienes los elevaron a la categoría de dioses, así como los egipcios
consideraban patrón de sus escribas y del arte de escribir al dios mandril Tot.
En el capítulo siguiente volveré a los amanuenses mayas y a sus dioses.

El descubrimiento de un nuevo códice maya sería un hecho sumamente raro. Con


toda probabilidad tomado por Cortés en Yucatán y embarcado por él a Europa en
1519, el Dresde apenas fue conocido por los estudiosos en el siglo XVIII. El Madrid
apareció en dos secciones hacia mediados del siglo XIX y el París aproximadamente
por la misma época. Desde entonces, docenas de piezas han llegado a coleccionistas y
a museos y todas han resultado apócrifas. Llevo un archivo fotográfico de códices
falsificados, pintados lanío en papel de corteza como, con mayor frecuencia, en piel
cruda. Todos sin excepción son verdaderamente absurdos y feos. Los modernos
«amanuenses» que presentan esa espuria chatarra ni siquiera tienen la más ligera idea
de los rudimentos del calendario maya, por no hablar de la iconografía y de los glifos
no calendáricos.
Poco antes de que se inaugurara la exposición del Grolier, un amigo me habló de
un códice que bien podía ser auténtico. Era propiedad del coleccionista mexicano
doctor Josué Sáenz, por lo que fui a verlo a su casa de la ciudad de México. El
pretendido códice estaba en papel de corteza cubierto con yeso (como los tres códices
verdaderos, aunque también como muchos falsos), pero a mí me pareció auténtico,
pues tenía signos calendáricos convincentes y figuras de deidades dibujadas en una
especie de estilo híbrido maya-tolteca, ligeramente parecido al de los relieves de
Chichén-Itzá.
¿Cómo había llegado a manos del doctor Sáenz? Cierto día, según parece, se le
había acercado una persona con una proposición: lo llevarían en avión a una pista de

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aterrizaje, en donde se le mostraría un grupo de tesoros precolombinos recién
descubiertos. De ese modo fue con ellos en un avión ligero al lugar de aterrizaje
secreto; habían cubierto la brújula con un trapo, para que no supiera en dónde estaba,
pero el doctor Sáenz ha viajado mucho y sabía que debía encontrarse en las
estribaciones de la Sierra de Chiapas, no lejos de la llanura costera del Golfo. Tras el
aterrizaje, le llevaron las piezas, acerca de las cuales le dijeron que habían sido
halladas en una cueva seca del área. Entre ellas se incluían una máscara de mosaico
(seguramente maya del Posclásico Tardío); una pequeña caja con glifos labrados,
incluso el Glifo Emblema de Tortuguero (es probable que no se hallaran lejos de ese
sitio, satélite de Palenque); un cuchillo sacrificial de pedernal con mango de madera
en forma de mano; y un códice. Se le permitió llevar todo «a prueba» a la ciudad de
México, lo cual significaba que verificaría su autenticidad con un consultor, persona
que vive de hacer ese tipo de cosas para coleccionistas mexicanos y extranjeros, por
una considerable gratificación.
El experto dictaminó que la máscara[92] era falsa (terminó siendo uno de los
tesoros de la colección de Dumbarton Oaks). El veredicto sobre el códice también fue
negativo, pero a Sáenz lo intrigaba tanto que de todos modos lo adquirió, junto con la
cajita (que posteriormente di a conocer en la serie de las Mesas Redondas) (Coe,
1974).
Regresé a New Haven con un buen juego de fotos que me había dado el doctor
Sáenz. Al mostrárselas a Floyd Lounsbury, ambos llegamos a la conclusión de que lo
que teníamos ante nosotros eran diez páginas de un Calendario de Venus de 20 de
ellas; estructural mente era similar a las páginas de Venus del Códice de Dresde, en
cuanto a que su forma completa habría cubierto 65 ciclos del planeta. Empero, hay
muchas diferencias con el Dresde, siendo la más importante que imágenes de dioses
acompañan las cuatro fases de Venus y no sólo su aparición como Estrella de la
Mañana. En el pensamiento mesoamericano, Venus era un cuerpo celeste
excepciónalmente maligno, por lo que las deidades de Venus en el Grolier aparecen
blandiendo armas y mostrándose desagradables por otras razones, como en el Dresde.
Sin embargo, a diferencia del Dresde, los intervalos cubiertos por cada fase
(aceptados como 236, 90, 250 y 8, para un total de 585 días) se expresaban en
«números de anillo», esto es, coeficientes de barras y puntos atados como bultos.
Floyd y yo quedamos convencidos de que Sáenz en verdad tenía el cuarto códice
maya conocido. Aunque su texto era puramente calendárico, le pedí que lo prestara
para la exposición, cosa que hizo, sugiriendo que temporalmente podía llamársele
«Códice Grolier». Poco después de haberlo instalado en su caja, llegó un reportero
del New York Times con un fotógrafo y, al día siguiente, «el Códice Grolier» apareció
por toda una sección del periódico, con una foto un tanto borrosa de tres de sus
páginas, tomadas en ángulo.
No Lardó mucho en llegar de Filadelfia una amistosa carta de Linton
Salterthwaite, quien pedía más detalles sobre el códice. Al poco tiempo, Linton me

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envió copia de una carta que había recibido de Thompson, quien había visto el
artículo del Times (pero que nunca había visto el original ni me pidió fotografías). En
resumen, Thompson anunciaba alegremente que me habían «pescado»: el llamado
«códice» era una clara falsificación.
Para cuando salió el catálogo, al que llamé The Maya Scribe and His World, ya
tenía techa de carbono radiactivo de un fragmento de papel de corteza del códice:
1230 ± 130 d. C., casi perfecto para el estilo y la iconografía, que es una especie de
híbrido maya-tolteca.[93]
Ahora bien, el sumamente conservador Club Grolier nunca había comercializado
nada como mi catálogo, por lo que estaban seguros de que no se iba a vender. Por
eso, a insistencia suya, Doug Ewing y yo nos vimos obligados a firmar un documento
aceptando cabal responsabilidad financiera por el volumen (por cierto, había pagado
todos los dibujos de mi propio peculio). Cuando preguntaron quién iba a recibir
ejemplares gratis para reseña, mi respuesta fue «¡Nadie!»: no veía razón para enviar
ejemplares de cortesía a mayistas ortodoxos, cuyas reacciones negativas podía prever
con cierta exactitud y, desde luego, no si Doug y yo teníamos que pagar la cuenta.
Pero, protestaron los directores, siempre hemos enviado un ejemplar de reseña al
Book Collector de Inglaterra; de ese modo partió The Maya Scribe para acabar en
manos de Eric Thompson, el más predecible de los mayistas. El disparo inicial de
Eric en mi contra fue hecho desde ultratumba. En 1975, tras ser nombrado caballero,
había emprendido un viaje como conferencista huésped a Bolivia, en donde fue
afectado severamente por la altitud. Para cuando volvió a su casa de Essex, era ya una
persona sumamente enferma y a poco falleció.
Su reseña postuma en The Book Collector (Thompson, 1976) no prestaba
atención al tema principal de mi libro, que las escenas de la cerámica maya pictórica
y los textos de la alfarería no eran mera decoración de un puñado de artistas
analfabetos, sino presentaciones plenas de significado, hechas por artistas
amanuenses tan conocedores como cualquiera de los asuntos de la cultura maya de
elite sólo después habría de descubrirse que los amanuenses mayas eran elite).
Tampoco se hacía mención a la Secuencia Normal Primaria, que era algo nuevo para
la epigrafía maya. En suma, se me dio el mismo trato que antes se había dispensado a
Whorf y a Knorosov: pasar por alto el argumento principal en tanto que él se
concentraba en algún detalle en que pensaba que eran mejores sus oportunidades de
aniquilar rápidamente.
Tras lo que Thompson iba era el Códice Grolier. No repetiré todos sus
argumentos, dado que sólo son periféricos en la historia del desciframiento y que
cada uno de ellos es refutable; pero, amontonados juntos, formaban una pila que
impresionó a sus seguidores. El «experto» mexicano de Sáenz, amigo de Thompson,
puso su grano de arena que consistió en un rumor sin fundamento de que Los
falsificadores habían usado algún viejo papel de corteza hallado en una cueva, lo cual
explicaría la fecha de carbono radiactivo (supongo que deben haber fechado primero

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el papel, para saber en qué estilo pintar el códice).
El dénouement del asunto del Códice Grolier fue que, en la actualidad, lo
consideran auténtico la mayoría de los mayistas que son, sea epigrafistas, sea
iconografistas, o bien lo uno y lo otro; que el arqueo-astrónomo John Carlson (1990:
99) ha demostrado que contiene conceptos acerca del planeta Venus que se han hecho
públicos sólo después de que fue exhibido en Nueva York; y que probablemente sea
el más antiguo de los cuatro códices conocidos, pues Karl Taube ha demostrado que
el Dresde tiene iconografía de influencia azteca (Taube y Bade, 1991). El doctor
Sáenz ha donado el manuscrito al gobierno mexicano, pero en la actualidad
languidece en una bóveda de la ciudad de México.
La ironía de lodo el asunto es que, si Brasseur de Bourbourg hubiera topado con
él cuando revolvía archivos a mediados del siglo XIX, el Grolier serta aceptado
incluso por los investigadores más intransigentes como una pieza genuina.

No pretendo ser un gran descifrador. Me considero más bien un habilitador, que llama
la atención de gente que trabaja en otras áreas hacia los adelantos en un área
determinada. De vez en cuando, tengo la suerte de abrir horizontes que previamente
habían permanecido sin detectar. Uno de ellos fue el mundo macabro de a cerámica
maya Clásica; allí estaba un área de iconografía intacta, de seres sobrenaturales,
entregados a actividades con las que hasta ahora no había soñado la investigación
sobre los mayas. ¿Quién se habría atrevido antes a sugerir que los gobernantes
Clásicos —y los dioses— se inyectaban enemas alucinógenos o embriagantes con
jeringas especiales? Y, sin embargo, ese espantoso comportamiento está registrado
una y otra vez en los vasos y en las vasijas. ¿Quién habría pensado en amanuenses
monos-hombres?
La cerámica pictórica revela que la descripción simple hecha por Schellhas, de un
panteón habitado aquí y allá, se queda corta ante la realidad: hay cientos de dioses
mayas, en su mayoría habitantes del Inframundo. Ningún alfabeto en el mundo podría
tener suficientes letras para nombrarlos. Algunos de los dioses de Schellhas —el Dios
D (Itzamná), el L y el N (Pauahtún)— reinan en Xibalbá, pero existe una variedad de
animales, de monstruos y de hombres, con frecuencia de forma compuesta, que nos
dejan perplejos.[94] Los historiadores del arte han comprendido que la mayor parte de
la iconografía maya aparecía en dos lugares: en los atuendos de los personajes reales
registrados en los monumentos de piedra (éstos son virtuales sinfonías iconográficas)
y en la alfarería.
En cuanto al desciframiento, por primera vez fue posible tomar en serio los textos
sobre cerámica. Decían algo, aun cuando la snP haya resistido todos los intentos por
descifrarla durante más de una década. En superficies de alfarería aparecían pintados
nombres y títulos de personajes reales, tanto como esculpidos en piedra. Y a muchos
de esos extraños seres sobrenaturales se les nombraba en los textos Secundarios. El
universo de la investigación mayista definitivamente se hallaba en expansión.

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Pero había mucho rezongo y descontento de las alas. Como reacción contra el
incontrolado y al parecer incontrolable saqueo que había producido toda aquella
alfarería y, en particular, las estelas aserradas y mutiladas, se formó un poderoso
grupo cabildero de mayistas que adoptaron la postura de que ese material ni siquiera
debía estudiarse, pues ello, en efecto, condonaría el pillaje. Como lo han
comprendido la mayoría de los europeos, en la cultura norteamericana existe una
vena fuertemente puritana que atraviesa nuestra vida pública por oleadas. Como
ejemplo, a cierto arqueólogo de campo se le ha oído manifestar en más de una
ocasión que cada vasija maya desenterrada por manos ajenas a la arqueología debe
reducirse a polvo fino. Son personas que habrían hecho añicos la Piedra Roseta
porque no había sido desenterrada por ninguno de los arqueólogos de Napoleón.
No tengo intención de empantanarme en este problema, que es excesivamente
complejo y que a menudo flota en un mar de hipocresía. Otra complicación es que
empezó a abrirse una grieta entre epigrafistas e iconografistas, por una parte, y
arqueólogos de campo, por la otra, división que no sólo era respecto al problema del
saqueo, sino que resultaba todavía más profunda: ¿es el estudio propiamente dicho
del mundo maya el mundo de los gobernantes de la elite, o la vida cotidiana de los
«mayas comunes y corríentes», quienesquiera que éstos hayan sido? Hacia fines de la
década de 1980, esa grieta había empezado a parecerse al Gran Cañón.

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X. UN NUEVO AMANECER

ALGUNOS descifradores empiezan jóvenes. Se dice que el gran Jean-François


Champollion inició su carrera a la edad de nueve años, cuando abordó el estudio de
las lenguas orientales en Grenoble, y que apenas tenía 17 cuando publicó su primer
artículo docto, un estudio de la etimología copta de nombres de lugar egipcios
registrados por los griegos (Pope, 1975: 68).
Pero Champollion no tiene nada de David Stuart, el joven mayista cuya carrera de
seguro debe establecer una nueva marca de precocidad epigráfica. [95] En cierto
modo, David estaba preadaptado a una vida en los estudios mayas: sus padres son
coautores de un libro sobre los mayas (Stuart y Stuart, 1977). Su padre, George, ha
sido, durante mucho tiempo, experto en el tema y director arqueológico del National
Geographic. David nació en Washington, en 1965. Sin embargo, hizo la mayor parte
de sus primeros estudios en Chapel Hill, Carolina del Norte, donde George realizaba
un doctorado en antropología.
En 19l8, a la tierna edad de tres años, David fue llevado en su primer viaje a las
maravillas arqueológicas de México y Guatemala. Sus primeros recuerdos son las
ruinas de grandes ciudades mesoamericanas como Monte Albán, Chichén-Itzá y
Tikal, lugar este último en donde «lloró amargamente» porque no se le permitió subir
a lo alto del Templo I con su hermana y sus hermanos mayores.
El viraje en la vida de David se produjo en el verano de 1974, cuando toda la
familia Stuart fue a pasar cinco meses a la ciudad maya de Cobá. Ésta es única entre
los sitios mayas: situada en las selvas de Quintana Roo, en la parte oriental de la
península de Yucatán, está construida entre un grupo de lagos cubiertos de litio
acuático, y sus diversos complejos de suburbios se comunican con el centro mediante
una red de sacbe'ob, o calzadas elevadas. Aquel niño de ocho años se encontró
viviendo en una choza maya techada de paja, entre gente que en gran parte hablaba
yucateco. Los Stuart pasaron en Cobá dos veranos, tiempo durante el cual George
trabajó en un proyecto de levantamiento de mapas en gran escala. Como David en
realidad no tenía edad para ayudar en la cartografía, se le dejó a sus propios planes.
Tenía mucho tiempo libre y solía errar solo por la selva, en donde de vez en cuando

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se topaba con esculturas caídas.
Durante la temporada de 1975, el proyecto encontró dos nuevas estelas, y George
lo abandonó todo para dibujarlas; pero, de niño, el mismo David pasaba el tiempo
dibujando, de modo que hizo sus propios bocetos de esos relieves y empezó a
preguntarse qué significaba toda aquella escritura. Por suerte, en Cobá había una
pequeña biblioteca que tenía la Introduction de Thompson, de modo que David
empezó a copiar los dibujos de glifos de la cubierta posterior del libro, «sólo por
diversión».
También fue una suerte conocer la vida de los mayas actuales. Aunque no
aprendió a hablar la lengua, David logró captar un extenso vocabulario yucateco
durante sus juegos con los hijos de los trabajadores. Para el joven David, el punto
culminante de la experiencia de Cobá se produjo en 1975, cuando hubo una
prolongada sequía —no rara en las tierras bajas del norte— y, en la plaza principal de
la ciudad en ruinas, se celebró una ceremonia de cha-chaac. Un hechicero, o h-men
(«el que hace las cosas»), fue llevado de la ciudad de Chemax; bajo ¡a supervisión de
aquel hombre, se construyó un altar con cuatro arcos de ramas frescas atadas por
arriba y se hicieron ofrendas a Chac, dios de la lluvia: ofrendas de balché (el
aguamiel de los nativos), de cigarrillos y de Coca Cola. Para entonces, el muchacho
estaba convencido de que tenía que ser mayista.
Durante aquel verano de 1975, Eric Thompson (quien ya era sir Eric) fue a
Yucatán para la visita de Estado de la Reina, en la que se incluía un viaje a Uxmal.
Luego, Thompson visitó Cobá, por primera vez desde 1930, cuando él y Florence
habían pasado su luna de miel en las ruinas, en tanto que Eric estudiaba el sitio y sus
monumentos. Durante la semana siguiente, los Stuart llevaron al gran personaje en
auto por todo Yucatán; para el joven e impresionable David, «fue una gran
experiencia conocer al hombre que había escrito el libro».

David conoció a Linda Schele en 1976 en Washington, como resultado directo del
trabajo de sus padres en el libro del National Geographic titulado The Mysterious
Maya (al Geographic le gusta la aliteración en sus títulos). Linda era asesora del
proyecto y los Stuart la invitaron a cenar en un restorán de Washington. El tópico de
la conversación fue la escritura maya, por lo que Linda estuvo ocupada dibujando
glifos en un bloc. Transcurrió algún tiempo antes de que notara que el muchacho de
once años miraba por encima de su hombro; cuando éste señaló: «Vaya, ése es un
glifo de Fuego», ella se volvió, asombrada. Linda es buena apostadora a las
corazonadas, y aquella misma velada imitó a David a ir el verano siguiente a
Palenque, para pasar varias semanas ayudándola a corregir dibujos de las
inscripciones del sitio.
Y así sucedió. David llegó a Palenque en el verano de 1976, acompañado por
Gene, su madre. Linda me dice que David era «muy reservado, pues no deseaba ser el
centro de la atención ni molestar a nadie: callado y distante». Pararon en casa de

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Merle y, de acuerdo con David, «Lo disfrutaba. Linda me daba un dibujo de una
inscripción y decía: “Muy bien, vete a leer esto”. Y yo me iba a la biblioteca de Merle
toda la tarde, trataba de luchar con las fechas y de buscar patrones o de hacer lo que
pudiera. Luego, salía y le hacía algunas preguntas. En realidad, lo que más me ayudó
fue dibujar los glifos antes que leer libros. Clasifica uno los glifos mentalmente,
aunque no sepa lo que son esas cosas».
Lo que Linda dio al muchacho aquel primer día fue el tablero del Templo del Sol
de Palenque, en el Grupo de la Cruz, uno de los grandes monumentos de Chan-
Bahlum. Según ella, «En ocho horas, tras una breve consulta, lo había leído lodo. ¡En
ocho horas había ido adonde a nosotros nos había llevado cinco años llegar!»
El método de David consistía en tomar un bloc de papel tamaño oficio, en el que
escribía todo lo que podía encontrar acerca de cada glifo de Palenque, valiéndose de
los libros de la soberbia biblioteca de Merle; cada línea era un bloque glífico
separado de un texto particular. Sentado luego con Linda en el porche trasero (el
lugar en que había nacido la serie de las Mesas Redondas), revisaba los textos con
ella. Una de las cosas que él había notado era cierto glifo compuesto, que con
frecuencia se presentaba en los tableros del Grupo de la Cruz, con nombres de dioses
y gobernantes de carne y hueso. A su maestra, Linda, le gustó la idea, por lo que
sugirió que David lo anotara y lo presentara en la siguiente Mesa Redonda, que
habría de efectuarse en junio de 1978 (D. Stuart, 1979).
Así lo hizo, de suerte que los grandes ce la especialidad deben haber estado
sorprendidos de oír a un muchacho que aún no cumplía los 13 años expresarse con
idea y exactitud sobre un tema sumamente complejo. Fue una presentación
sorprendente: ¡incluso Champollion había llegado a la edad madura de 17 años antes
de presentar su primer trabajo en Grenoble!
Sin embargo, no Lodo eran glifos para el joven epigrafista, quien, de regreso en
Chapel Hill, estaba empezando la escuela secundaria, aunque podía trabajar en
aquéllos cuando tenía tiempo libre.

Los tres Stuart asistieron a la gran conferencia «Fonetismo en la escritura jeroglífica


maya», realizada en junio de 1979 en la Universidad Estatal de Nueva York, en
Albany (Justeson y Campbell, 1984). Como la primera Mesa Redonda de Palenque,
ésta fue un parteaguas en los estudios mayas y en el desciframiento de la escritura. El
lingüista Lyle Campbell (1984: 11) dio el tono cuando dijo desde el principio:
«Ningún lingüista mayista que haya estudiado la materia con seriedad duda ya de la
hipótesis fonética definida por Knorosov y elaborada por David Kelley, Floyd
Lounsbury y otros». La escritura maya era logográfica, esto es, una combinación de
logogramas, que expresan los morfemas o las unidades significantes de las palabras,
y de signos fonético-silábicos. En otras palabras, exactamente lo que Knorosov nos
había venido diciendo desde 1952.
Se había invitado a Yuri Valentinovich y el Departamento de Estado había

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notificado a los organizadores que efectivamente venía (mi esposa sería intérprete),
pero, como solía suceder con los soviéticos, todo resultó una quimera. Años después,
Knorosov nos contó por qué no se había presentado. El problema, nos dijo, no era la
Cortina de Hierro, sino lo que él llama la «Cortina de Oro»: en la época previa a
Gorbachov, los apparatchiks del Partido pedían exorbitantes sumas de dinero para
conceder cualquier visa de salida, y Knorosov simplemente no lo tenía.
Lo que hizo de aquella reunión una «primera» fue la nutrida participación de los
lingüistas. La afilada lengua de Thompson los había relegado a la penumbra exterior,
pero las cosas ya eran diferentes. Ido Thompson y con el fonetismo knorosoviano
cabalmente establecido, veían ante sí nuevos horizontes. Por una parte, el hecho de
que, durante más de doce siglos, las lenguas mayas se hubieran registrado con una
escritura parcialmente fonética, les daba la oportunidad de estudiar, por primera vez,
la evolución en el tiempo de una familia de lenguas indígenas del Nuevo Mundo. Por
la otra, los lingüistas podían contribuir de manera importante al desciframiento, de
diversos modos. Uno de ellos sería la reconstrucción del vocabulario y de la
gramática de las ramas cholana y yucateca del maya, según se hablaban en los
tiempos Clásicos,[96] en tanto que otro consistiría en llevar su inigualable
conocimiento de la estructura de las lenguas mayas al análisis de palabras y
enunciados jeroglíficos.
Al principio de la conferencia, Dave Kelley se levantó y fijó un gran cuadro en la
pared. En esencia, era un casillero con todos aquellos signos silábicos que Knorosov
y otros habían propuesto y que se habían visto confirmados por la investigación
subsecuente; a la izquierda del cuadro estaba una columna vertical de consonantes y a
lo largo de la parte superior una fila de vocales, que daban en las casillas un arreglo
de combinaciones cv (consonante y vocal). Cuadros de esa naturaleza se habían
hecho desde hacía mucho tiempo para los sistemas silábicos de escrituras antiguas de
otras latitudes —por ejemplo, para el Lineal B del mar Egeo y el hitita jeroglífico de
Turquía—, pero eran una innovación en los estudios mayas. «Empezaremos con
esto», les dijo Dave. «Ahora, ¿hacia dónde vamos desde aquí?».
Un nuevo camino fue abierto por la polivalencia, el principio de escritura
reconocido mucho tiempo atrás por estudiosos de la escritura cuneiforme
mesopotámica y de ¡os jeroglíficos egipcios, pero que los mayistas no habían captado
cabalmente, hasta que fue explorado por los lingüistas James Fox y John Justeson
(1984) en la conferencia de Albany; desde luego, no había sido tomado en cuenta por
Knorosov en su obra precursora. Recapitulando, la polivalencia básicamente está
presente 1) cuando un solo signo tiene múltiples valores y 2) cuando un sonido está
simbolizado por más de un signo.
Encontramos el primer tipo de polivalencia en la escritura inglesa; a decir verdad,
es bastante común. Un ejemplo dado por Fox y Justeson es el signo compuesto ch en
inglés: posee valores totalmente diferentes en las palabras chart, chorus y chivalry.
Vea usted simplemente el signo de su máquina de escribir: éste puede ser y, el signo

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de ampersand (&) y et- (en &c por «etcétera»). Los especialistas en cuneiforme
llaman «polifonía» a este tipo de polivalencia. Los mayistas tuvieron conocimiento
de la polifonía hace mucho tiempo. Considérese, por ejemplo, el signo bien
establecido para el penúltimo de la lista de 20 días: es Cauac, dado por el obispo
Landa, pero en la escritura jeroglífica maya también puede ser lun o haab, con el
significado de «año», además de actuar como la sílaba fonético-silábica cu.
De esa suerte, ¿cómo saben los lectores de este libro cuál de esos valores
fonético-polifónicos es el correcto? Exactamente como lo hacen con la polifonía de la
escritura inglesa: por el contexto. Para reducir más cualquier posible ambigüedad, los
amanuenses mayas, tanto como sus colegas mesopotámicos y egipcios, con
frecuencia añadían complementos fonéticos, a fin de reforzar la adecuada lectura del
signo en cuestión; por ejemplo, agregando como sufijo el signo silábico n(i), con
objeto de mostrar cuándo debe leerse el signo de Cauac como tun y no como haab o
como Cauac.
Lo contrario de la polifonía es la homofonía, por medio de la cual múltiples
signos tienen el mismo valor fonético. Ello a veces se produce

Figura 52. Polivalencia: polifonía. Los logogramas van en la


parte superior, los signos fonéticos en la inferior, a. Cauac (signo
de día), b. haab (año de 365 días), c. tun (ciclo de 360 días), d. cu
(signo silábico).

históricamente, cuando signos que alguna vez tuvieron pronunciaciones distintas


con el tiempo convergen en el mismo sonido, situación ésta bien comprobada en el
egipcio. Cinco años después de la reunión de Albany, Steve Houston (1984) presentó
un soberbio ejemplo de homofonía maya: los signos para «cuatro», «serpiente» y
«cielo», que se podían sustituir libremente entre sí como logogramas, siempre que se
necesitara el sonido can (en yucateco) o chan (en cholano).

Figura 53. Polivalencia: homofonía. Estos glifos son


intercambiables.

El significado de homofonía no se perdió para el joven David Stuart. En los años


siguientes, buscaría ese tipo de patrón sustitutivo para presentar muchas nuevas
lecturas en las que investigadores anteriores, incluso Knorosov, habían fallado. Ése

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fue el origen de la que habría de ser su importante publicación «Diez sílabas
fonéticas».
El trabajo de Fox y Justeson resultó ser sumamente productivo al paso de los
años. Ellos mismos hicieron varios nuevos desciframientos glíficos, como la
combinación de glifos que equivale a uinic, «hombre» en casi todas las lenguas
mayas, y u bac, «su prisionero», frecuente en monumentos bélicos del Periodo
Clásico.
El informe sobre la conferencia de Albany se publicó en 1984. En un apéndice,
Peter Mathews mostró —por primera vez en forma impresa— un cuadro silábico
razonablemente completo para la escritura maya, acerca del cual varios oradores
concordaron respecto al valor silábico

Figura 54. Lecturas de James Fox y John Justeson. a. uinic,


«hombre», «persona». b. u bac, «su cautivo».

de cada signo. El cuadro se ha ampliado y modificado en años subsecuentes, pero


en la actualidad poca duda cabe de que los mayas podían escribir y escribían todo lo
que querían con su silabario. Los logografías resultarían una nuez más dura de cascar,
pero las sustituciones con signos puramente fonéticos también conducirían a su
desciframiento.
En realidad, David Stuart no leyó ningún trabajo en Albany, pero en aquel
entonces ya empezaba a jugar con la enigmática Secuencia Normal Primaria y
presentó un breve estudio del segundo glifo de la secuencia, una cabeza del Dios N,
que él consideraba algún tipo de verbo. En retrospectiva, ahora sabemos que estaba
en lo correcto, pero fue convencido de que lo retirara en favor de un breve artículo
sobre la lectura del signo de sangrado en los relieves mayas Clásicos (D. Stuart,
1984). Actualmente, David desaprueba esa lectura, pero, en el trabajo (que se publicó
con el volumen de 1984), hizo la importante observación de que la banda de ornato,
que dimana de las manos de un gobernante durante los ritos de Fin de Periodo, en
realidad es sangre derramada de su propio pene, con un perforador de hueso o de
espina de pastinaca, instrumento identificado previamente por David Joralemon. Al
parecer, no era tarea ligera asumir el poder en un Estado maya Clásico.

Yo creería que ser hijo de un director del National Geographic, con posibilidades
infinitas de viaje y aventura en tierra extraña, sería el sueño de todo muchacho

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adolescente. La realidad probablemente se halle lejos de eso, pero no puede negarse
que David tuvo una juventud interesante en comparación con la mía (hasta que estuve
en licenciatura, nunca había viajado a ningún lugar más exótico que Montreal).
En vacaciones de Navidad del invierno c e 1980-1981, a la edad de 15 años,
David tuvo oportunidad de participar en un descubrimiento verdaderamente
electrizante, en que se combinaban la exploración, el peligro y la falta de
comodidades, en proporciones más o menos iguales. Sucedió como sigue. El año
anterior, dos campesinos mopanes habían descubierto una cueva subterránea en el
Petén surorienlal, cerca de la frontera con Belice;[97] el lugar fue visitado
subsecuentemente por varios norteamericanos, entre ellos un joven estudiante
graduado de Yale, Pierre Ventur, quien le dio el nombre que lleva, Naj Tunich, «la
casa de piedra». En muchas partes de las tierras bajas mayas y en la región
montañosa de la Alta Verapaz se pueden encontrar cuevas calizas, que en
dondequiera son veneradas y temidas por los mayas, como entrada al terrible
Inframundo. Ingresar en ellas se considera un acto de valentía, por la posibilidad de
atraerse la ira de los habitantes de Xibalbá, los señores de la muerte; a decir verdad,
poco después de haber emprendido un extenso programa de exploración de las cuevas
mayas, el brillante y joven arqueólogo Dennis Puleston fue alcanzado por un rayo en
la cima de El Castillo, la pirámide principal de Chichén-Itzá. A los mayas no les
habría extrañado.
Al National Geographic habían llegado informes de que en Naj Tunich había un
verdadero tesoro: sus paredes estaban cubiertas de dibujos realistas y de largos textos
jeroglíficos del Periodo Clásico. La revista decidió que ésa sería una buena historia,
por lo que David voló a Guatemala con su padre, editor en jefe, y un amigo, para
después trasladarse al sitio de la cueva en helicóptero. Tras levantar un pequeño
campamento de tiendas, exploraron la cueva durante varios días, pero ni siquiera eso
bastó para estudiar todos los 1 200 metros de tortuosos pasajes.
David era el epigrafista de la expedición y gozaba con las varias docenas de
largos textos trazados con pigmento negro en columnas sencillas y dobles sobre las
húmedas paredes de la cueva. Había mucha escritura fonética y varias fechas de
Rueda Calendárica, que podían vincularse a la Cuenta Larga (una caía el 18 de
diciembre de 741 d. C., en el apogeo del Clásico Tardío maya). Para él, el mejor
momento fue cuando se topó con una nueva manera de escribir el signo del mes Pax.
La forma habitual es logográfica, y al parecer se asemeja a un tambor que emite su
sonido (pax significa «tambor» en algunas lenguas mayas): en su lugar, David
encontró que el amanuense había usado dos signos, siendo el primero el conocido
glifo reticulado de pa, usado desde el siglo XVI por el obispo Landa como indicador
fonético para su versión de Pax, y en el nombre del Dios N o Pauahtún, en tanto que
el segundo era un signo que nunca antes se había leído, un óvalo que contenía dos
líneas diagonales paralelas. Ergo, de acuerdo con el principio de sinarmonía de
Knorosov, el segundo signo debe de leerse xa, por lo que, junto con el primero, la

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lectura debe ser Pa-x(a). David había descifrado su primer signo fonético —el
primero de una larga serie— gracias al hecho de que

Figura 55. Escritura fonética del mes Pax en la cueva de Naj


Tunich.

los antiguos amanuenses se divertían jugando con la escritura, yendo de un lado a


otro entre as escrituras logográfica y fonética y equilibrando el sonido y el
significado.
Iluminadas por la luz instantánea y el equipo fotográfico, las paredes de la
caverna guardaban muchas otras sorpresas, la menor de las cuales no fueron los
encuentros homoeróticos realistas. Pero estaba muy a tono el que hubiera alguna
representación de Hunahpú, el gran Héroe Gemelo, en el acto de jugar a la pelota,
pues aquella cueva al fin y al cabo era una extensión del propio Xibalbá. ¿Qué había
llevado a los arListas amanuenses a Naj Tunich, a mediados del siglo VIII? Hoy en
día, por todas las tierras bajas, los chamanes mayas usan las cavernas para sus ritos y
sus adivinaciones más secretas; pero, hasta que los textos se descifren y se analicen
cabalmente —a lo cual se dedica actualmente Andrea Stone—,[98] sólo podemos
imaginar lo que ocurrió allí a la luz de las teas de pino.

Todo lo anterior tuvo lugar cuando David estaba en la preparatoria. En verano, seguía
asistiendo a las conferencias de la Mesa Redonda de Palenque. Tras su graduación,
ocurrida en la primavera de 1983, presentó en la Mesa Redonda un trabajo sobre el
glifo de «la cuenta de los cautivos», que él había descubierto (D. Stuart, 1985a). En
realidad, se trata de un complejo de signos que las generaciones anteriores de
epigrafistas en vano habían intentado vincular a algo calendárico, dado que siempre
incluía un número de barras y puntos. David pudo demostrar que en verdad
significaba «el de equis cautivos», de acuerdo con las habituales declaraciones
jactanciosas de aquellos belicosos gobernantes. La frase empezaba por el proclítico
ah, «el de ___», luego expresaba el número y terminaba por el logograma de
«hueso», cuya lectura demostró David que debía ser hac, sea «hueso», sea (en este
caso) «cautivo», excelente ejemplo de rebus en la escritura maya. En un medio
político en que la toma de prisioneros importantes validaba el poder real, Pájaro
Jaguar de Yaxchilán, rey triunfante en la guerra, con frecuencia hacía que los

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amanuenses intercalaran la frase «el de los 20 cautivos» entre su nombre y el Glifo
Emblema de su ciudad.

Figura 56. El glifo de «la cuenta de los cautivos». a. ah uuc bac,


«el de los siete cautivos». b. ah kal bac, «el de los 20 cautivos».

Para entonces, David empezaba a ser ampliamente conocido en el campo de los


mayas y tenía un gran círculo de conocidos y amigos que trabajaban en algunos de
sus mismos problemas. Pese a su juventud, e independientemente del hecho de que ni
siquiera fuese principiante en licenciatura, se le concedió una beca en Dumbarton
Oaks para el ano lectivo de 1983-1984. Ello significaba que podría trabajar con
absoluta tranquilidad en el bonito entorno que, de manera general, era considerado
paraíso de los estudiosos, con acceso a la soberbia biblioteca de do y a su notable
archivo fotográfico de alfarería maya.
En aquel entonces, David vivía en su casa de Washington. Cierto día de febrero
de 1984, recibió una llamada telefónica de Chicago; era un representante de la
Sociedad MacArthur: en reconocimiento a sus logros como mayista, se le nombraba
asociado y se le otorgaba un premio de no menos de 128 000 dólares. Los servicios
de noticias al punto pescaron ésta, y la maravillosa historia de que un muchacho de
18 años, apenas egresado de la preparatoria, había ganado un «premio al genio» —
como ¡os periodistas se complacen en llamar a esta beca— apareció en las primeras
páginas de los periódicos y en las revistas de todo Estados Unidos. Tanta publicidad
no se le subió a la cabeza, y en el campo había consenso de que el Asociado de
MacArthur, a los 18 años de edad, no era muy distinto del chiquillo reservado y
discreto que se había sentado al lado de Linda, aquel verano de 1976 en Palenque.
Entre ambas, las dos becas dieron al joven epigrafista dos años completos de no
hacer otra cosa que «juguetear con los glifos», para valernos de sus propias palabras.
El dinero de MacArthur se invirtió atinadamente, después de guardar algo con que
pagar viajes al área maya y comprar una computadora personal. En aquella época,
Linda, su antigua maestra, fue a Washington por espacio de dos meses. «Aquellos dos
años posteriores a la preparatoria fueron muy productivos, trabajando con Linda. En
verdad me sentía que estaba allí para quedarme».

Como habrá de recordarse, gracias a la investigación precursora de Eric. Thompson


(1943a y 1944) sabernos que existen expresiones glíficas asociadas a Números de
Distancia, que nos dicen si una cuenta es regresiva (Indicador de Fecha Anterior, o

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Ifa) o progresiva (Indicador de Fecha Posterior, o ifp), a partir de la fecha de base,
para llegar a una nueva fecha. Con lógica considerable, Thompson había convencido
a la mayoría de sus colegas de que el signo principal tanto del ifa como del ifp, la
cabeza de un feroz pez, era un rebus, que jugaba con los homónimos xoc, «tiburón» y
xoc, «cuenta»; de esa suerte, argumentaba que uno significaba «cuenta regresiva a
___», en tanto el otro era «cuenta progresiva a ___».
Durante su idilio en do, David notó que la variante más abstracta de la cabeza de
pez podía sustituir al «corchete» u- de Landa, pronombre posesivo de tercera persona,
por lo que empezó a acariciar la idea de que tal vez ambas variantes fueran en
realidad u. Dado que tanto el ifa como el ifp con frecuencia iban seguidos por la ti
fonética de Landa, David comenzó a sospechar que la cabeza de pez incluso podría
ser ut, más ti como complemento fonético. «Estaba muy reacio al respecto, porque
todo el mundo hablaba de xoc. Me sentía como un hereje». Pero cuando encontró ut y
a su cognado yucateco uchi en los diccionarios, David vio que significaba «suceder o
llegar a pasar». Obviamente iba por camino productivo.
El desciframiento de ese compuesto glífico por parte de David fue afinado por
varios colegas al correr de los años, pero sigue teniendo validez su lectura básica.
Cuatro lingüistas —John Justeson, Will Norman, Kathryn Josserand y Nicholas
Hopkins— han encontrado, en las lenguas cholanas (la mayoría de las inscripciones
Clásicas están en protocholano), la prueba gramatical de que el ifa se lee ut-iy o ut-ix,
«llegó a pasar», y el ifp iual ut, «y entonces llegó a pasar» (Schele, 1991: 71-72).
Recientemente, ello ha permitido a Linda Schele parafrasear un texto como el del
Dintel 21, monumento de Pájaro Jaguar, gobernante de Yaxchilán, como sigue:

(El) 9.0.19.2.4 2 Kan


G8 [Señor de la Noche] regía, Glifo Y Hace 7 días llegó (la luna)
Tres lunas habían terminado.
3X [era el nombre] de los 29 [días del mes lunar].
El 2 Yax él dedicó el lugar de 4-murciélago, era su casa
«señor dios del cielo», Luna-Calavera
séptimo sucesor, señor del título, Yat-Balam, Sagrado Señor de Yaxchilán.
(eran) 5 días, 16 uinales, 1 tun, 15 katunes y luego 7 Muluc 17 Zec llegó a pasar él dedicó el lugar de 4-
murciélago
«señor dios del cielo», Pájaro Jaguar Señor de 3 Katún El de los 20 cautivos.

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Figura 57. Lecturas de David Stuart. a, b. iual ut, «y entonces
llegó a pasar» (Indicador de Fecha Posterior), c. utiy, «llegó a
pasar» (Indicador de Fecha Anterior). d, e. uitz, «montaña». f.
pitzil, «jugar pelota». g, h. dzib, «escritura».

Me parece irónico que incluso el calendario maya haya empezado a ceder ante las
fuertes embestidas del análisis fonético, considerando que tantos estudiosos muertos
hace ya mucho tiempo (Seler, Goodman y Morley, entre otros) habían recusado
totalmente el fonetismo, aferrándose a la idea de que, en las inscripciones Clásicas,
había poca cosa más que declaraciones calendáricas.

El trabajo que había hecho sobre el glifo de ut, dice David «en realidad me demostró
una de las operaciones importantes de este sistema de escritura: la enorme cantidad
de sustituciones libres. Pese a toda esa complejidad gráfica, mucho de ella era sólo
repetitivo». El terrible cenagal que Floyd Lounsbury había encontrado al empezar la
Introduction de Thompson sencillamente no existía. Durante aquellos productivos
años de 1984 a 1987 (David ingresó como principiante en Princeton en 1985), toda
clase de nuevas lecturas fonéticas, dice, «saltaban ante mí». Repito, aquello era
homofonía, signos fonéticos que sustituían a otros signos fonéticos o a logogramas.
Apoyándose en parte en la colaboración de otros investigadores como Linda Schele,
los resultados de sus extraordinarios hallazgos se dieron a conocer en una nueva serie
dirigida y publicada por su padre, Research Reports on Ancient Maya Writing. El
número 14 de la serie fue el notable «Diez sílabas fonéticas» de David, en que el tipo
de metodología inaugurada por Floyd y continuada por Fox y Justeson llegaba a la
fruición (D. Stuart, 1987). El cuadro fonético presentado por primera vez en la
Conferencia de Albany empezaba a perder algunos de sus espacios vacíos.

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Los desciframientos de David abrieron muchas nuevas líneas de investigación.
Para mí, lo más significativo fue la determinación del glifo de la sílaba dzi (que los
lingüistas escriben ts'i); con sus signos ya identificados para -h final —b(a), b(i) o
b(e)—, ello condujo a la sorprendente identificación del compuesto glífico dzib, para
la propia «escritura», y ah dzib, «el de la escritura», para el amanuense. Como hemos
de ver, las implicaciones de ese hallazgo fueron enormes para nuestra idea de la
sociedad y de la cultura de los antiguos mayas.
En aquella sutil, modesta y meticulosamente argumentada publicación se resolvía
acertijo tras acertijo. La identificación del signo para la sílaba tzi de tipo cv no sólo
llevó a David a la lectura de la combinación glífica utzil, «bueno» (pronóstico
frecuente en los códices), sino también al descubrimiento de los jeroglíficos para uitz,
«montaña». Escribiendo el catálogo del Grolier, yo había notado que, en algunas
vasijas de barro, una monstruosa cabeza de ojos orlados y marcas de Cauac con
frecuencia había servido de base o de trono a dioses individuales, cuando no los
rodeaba como cueva; lo llamé el «Monstruo de Cauac», a falta de otro término mejor.
Lo que David encontró fue que el logograma del Monstruo de Cauac podía tener un
sustituto fonético consistente en dos signos, uno que debía leerse ui (o wi) y el otro
tzi; aplicando los principios de Knorosov, ello daría uitz(i). ¡Q.E.D.! Como veremos
con posterioridad, la lectura de uitz ayudó a identificar topónimos o nombres de lugar
en algunas ciudades Clásicas y fuera de ellas.
La lectura de tzi produjo otro dividendo: uniéndolo a un signo descifrado por
David como pi, se obtenía la palabra para «jugar pelota», pitz en los diccionarios. El
gran juego sagrado de la elite maya al fin había recibido su nombre jeroglífico, y el
título ah pitz, «el del juego de pelota», empezó a surgir entre los títulos o epítetos de
aquellos émulos de Hunahpú e Ixbalanqué en el Periodo Clásico.
Un dios más recibió su nombre propio en «Diez sílabas fonéticas». Fue el Dios K,
de Schellhas, deidad con pies de serpiente, de cuya frente sobresale una pipa o una
hoja Ce hacha. Desde los tiempos del Preclásico Tardío, antes del principio de nuestra
era, el Dios K siempre había funcionado como patrón de linajes reales y del poder del
rey. El soberano sostenía su imagen en la mano derecha en el llamado «cetro de
muñeco», emblema de poder divino, durante las ceremonias de Fin de Periodo. De
esa suerte, ¿quién era en realidad el Dios K? En un magnífico despliegue de
conocimientos, a principios de siglo, el formidable Eduard Seler había demostrado,
comparando las ceremonias de Año Nuevo del Dresde con las que describía Landa,
para el Yucatán tardío previo a la Conquista, que el Dios K debía ser la deidad a la
que los informantes del obispo llamaban Bolón Dzacab («Nueve Linajes») (Seler,
1902-1903: 1, 377). Aquello parecía razonable, pero David halló una sustitución
fonética para el nombre del dios, cuando se usaba en enunciados nominales de jefes
importantes, en las inscripciones de Chichén-Itzá: ka-ui-l(a), o Kauil, ser sobrenatural
citado en fuentes coloniales.
Debo mencionar otro adelanto logrado por el joven Stuart en ese asombroso tour

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de force. Hasta el momento, liemos estudiado palabras de tipo cvc o cvcvc, en las
cuales la consonante final se expresa por medio de un signo silábico cuya vocal final
es muda. Pero la gramática de las lenguas cholana y yucateca con frecuencia pide una
vocal final o una consonante débil, como en las palabras yucatecas ooc-ih, «él entró»,
o hantabi, «¿fue comido?». ¿Cómo puede saber el lector cuándo debe pronunciarse
realmente la vocal final o cuándo es muda? David presentó dos signos, uno de los
cuales debía leerse como hi y el otro como yi, que podían añadirse a terminaciones
gramaticales para mostrar que esa vocal, en realidad, era sonora.

Hacia mediados de los años ochenta, las gotas de desciframientos que empezaron en
la década de los sesenta se habían multiplicado hasta formar una fuerte creciente.
Cualquier recién llegado, en espera de uno de los talleres de Linda en Austin, podría
encontrarse no sólo entre varias docenas, sino entre centenares de ávidos
participantes, de los cuales por lo menos algunos empezaban a hacer descubrimientos
por su propia cuenta. Sin embargo, entre todos aquellos entusiastas diseminados por
todo el país, había un pequeño puñado de epigrafistas verdaderamente brillantes,
entre ellos David, situados en la cresta de la ola. Todos eran jóvenes, todos eran
artistas competentes (necesario para dibujar los glifos) y todos conocían, para
trabajar, cuando menos una lengua maya. Sus desciframientos empezaron a rebasar
por amplio margen las posibilidades de publicación expedita, de modo que se
mantenían en contacto por carta o verbalmente, reuniéndose sólo de vez en cuando,
en conferencias o en el campo. El núcleo sólido de aquellos Jóvenes Turcos estaba
constituido por Peter Mathews, David Stuart, Steve Houston, Kari Taube, Barbara
MacLeod y Nikolai Gru. be; salvo Peter y Nikolai, todos eran norteamericanos.
Presidiendo a ese grupo estrechamente unido estaban Linda y Floyd. En cierta
ocasión, Floyd me comentó con disgusto acerca de ellos:

Son jóvenes y van demasiado rápido para mí. Para empezar, soy de tipo lento y no tengo buena memoria
visual, lo que representa una desventaja definitiva. Hilos pueden retener muchos datos en la cabeza, y eso
les permite ver cosas y dar saltos adelante que me dejan arrastrándome en el polvo, en tanto que mi ritmo
consistiría en ver sólo una de ellas y, antes de pasar a cualquier otra, seguirle la pista y publicar una prueba,
valiéndome de todos sus acaecimientos disponibles en donde fuese. Pero, si alguien va en pos suya de ese
modo, se niega a sí mismo la oportunidad de aprender tan rápido como es posible. [99]

Como Peter Mathews, Steve Houston es un «retoño de facultad», nacido en 1958


en Chambersburg, Pensilvania, de padre profesor universitario y madre sueca. Tras
graduarse con summa cum laude en la Universidad de Pensilvania, vino a doctorarse
a Yale, siendo alumno de Floyd, mío y de la historiadora del arte Mary Miller. Karl
Taube también es hijo de académico, un químico ganador del premio Nobel; apenas
un año mayor que Steve, vino con nosotros procedente de la Universidad de
California. Habiendo sido yo mismo estudiante de posgrado, estoy plenamente
consciente de que, en general, es mucho más difícil enseñarles a ellos que a los

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alumnos de licenciatura: son, al mismo tiempo, colegas y subordinados. Con
estudiantes como Karl y como Steve en Yale, me encontré en una situación inversa:
eran ellos los que me enseñaban, y no al contrario. Yo siempre aprendo de los
estudiantes (por eso prefiero ser académico y no simple director de museo), pero
dudo que alguna vez haya aprendido más que de este par.
Los otros dos miembros de esa extraordinaria red —Barbara MacLeod y Nikolai
Grube— no pertenecían, como Peter, Steve y Karl, a la órbita de Yale. Barbara estaba
en la Universidad de Texas, como parte de la floreciente cosecha de estudiantes
graduados de Linda, y Nikolai ocupa un puesto en la Universidad de Hamburgo, en
donde existe una larga y honorable tradición de estudios mesoamericanos. En cierto
modo, la capacitación de Nikolai es única: pasa varios meses al año en alguna remota
aldea maya de Quintana Roo y estudia el lenguaje esotérico de los h-men o
chamanes; ocioso es decir que habla con fluidez el yucateco, como Champollion
hablaba el copto.

A veces, de desciframientos al parecer insignificantes derivan grandes logros


epigráficos, como la tormenta bíblica que se produjo a partir de una nube no mayor
que la mano de un hombre. Sucedió como sigue. Mi amigo David Pendergast, del
Real Museo de Ontario, estaba en busca de un epigrafista que se encargara de los
breves textos que había encontrado en jades y otras piezas de Altún Ha, pequeño pero
rico sitio de Belice que él había excavado (Pendergast, 1979). Inmediatamente le
sugerí a Peter Mathews, quien fue contratado. En tanto que a Peter no le llevó mucho
tiempo encontrar en una placa de jade con inscripciones que Altún Ha tenía su propio
Glifo Emblema, de mucho mayor importancia fueron los glifos que encontró
grabados en un par de bonitas orejeras de obsidiana esmerilada, procedentes de un
entierro real de aquel sitio (Mathews, 1979). El primer compuesto glifico de cada una
de ellas empezaba con u, el conocido posesivo de tercera persona, seguía con un
signo de tu (determinado mucho tiempo atrás por Thompson como tu, por su uso
como clasificador numérico en inscripciones yucatecas) y el signo reticulado pa de
Landa, abajo. Peter lo leyó como u tup(a), «su orejera», en maya; después venían
varios glifos de lo que parecía ser el nombre del propietario, presumiblemente el
hombre de la tumba. De ese modo se encontró el primer caso comprobado de
«rotulación de nombre» en a epigrafía maya.
No pasó mucho tiempo sin que, examinando los textos delicadamente incisos de
una colección de tiras de huesos colocadas con el cuerpo del gran rey, bajo el Templo
1 de Tikal, David notara que varios de ellos empezaban con la frase u ba-c(i), es
decir, u bac, «su hueso», seguida por el nombre del rey y el Glifo Emblema de Tikal.
[100]

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Figura 58. Rotulación de nombre a. u tup, «su orejera», inciso en
una orejera de obsidiana de Altún Ha. b. u bac, «su hueso», inciso
en un hueso procedente de la tumba del Gobernante A de Tikal.

Allí estaba un uso increíblemente prosaico de una escritura que Thompson y otros
estudiosos siempre habían considerado terreno de lo puramente esotérico y
sobrenatural. Era casi como si un cáliz tuviera un gran rótulo: «Éste cáliz pertenece al
Rev. John Doe». Thompson se habría horrorizado, pero la rotulación de nombres
había resultado ser omnipresente en el mundo de los amanuenses Clásicos. A los
antiguos mayas les gustaba nombrar cosas y también decir al mundo quién era su
dueño. Como hemos de ver, incluso los templos, las estelas y los altares tenían sus
propios nombres.

Aquel texto reiterativo y casi ritual que yo había encontrado en la cerámica pictórica
maya, a principios de los años setenta, y que pensé que podría ser un canto fúnebre,
permaneció dormido muchos años, pero al fin empezó a llamar la atención de los
jóvenes epigrafistas: al fin y al cabo, la Secuencia Normal Primaria era el texto
escrito de la manera más común en la cultura maya Clásica; pero parecía
impermeable al desciframiento. Es decir, hasta que aquella nueva generación entró en
escena.
Trabajando en el catálogo del Grolier, ya había notado que existían sustituciones
de la snp, no sólo en lo que los epigrafistas llaman «alógrafos» (variaciones menores
del mismo glifo), sino sustituciones de signos enteros que unas veces indicaban
polivalencia y otras parecían cambiar el significado. Ello quería decir que la sNp
podría ser sometida al «análisis distributivo», un estudio de patrones de sustitución
entre signos de aquel texto sumamente codificado y casi formulista. Eso fue
exactamente lo que Nikolai Grube se propuso hacer en su tesis de doctorado y en lo
que David, Steve y Karl empezaron a trabajar, en Yale y Princeton, y Barbara
MacLeod en la Universidad de Texas.[101] Ayuda inestimable fue brindada por el
siempre generoso Justin Kerr, quien hizo para ellos centenares de desarrollos de

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vasos mayas no publicados, fotografiados en su estudio de Nueva York.
Los resultados fueron extraordinarios y no exactamente los que yo había
esperado. Con posterioridad abordaré el modo en el que David Stuart localizó el
compuesto glífico para dzib, «escritura», en aquellas vasijas y las implicaciones de
ese descubrimiento. Como lo han señalado Steve y Karl, la snp resultó ser un
gigantesco caso de rotulación de nombres (Houston, Stuart y Taube, 1989). Lo que
ellos notaron fue que el compuesto al que yo había dado el sobrenombre de «Ala-
Tresbolillo» podía alternar en algunos textos con otro compuesto que seguramente

Figura 59. Glifos para formas de vasijas en la Secuencia Normal


Primaria, a. u lac, «su plato», b. u hauanté, «su plato trípode», c.
Ala-Tresbolillo, que representa a los vasos cilindricos y a las
vasijas de fondo redondeado (recipientes para bebidas).

debía leerse como u la-c(a). En muchas lenguas majas, y en protocholano


reconstruido, lac significa «plato» y, por consiguiente, u lac sería «su plato». La
confirmación proviene del hecho de que la frase sólo se presenta en platos anchos.
Por otra pane, «Ala-Tresbolillo» sólo ocurre en vasijas que son más altas que anchas;
este argumento es complejo, pero Brian Stross, Steve Houston y Barbara MacLeod
han convencido a sus colegas de que debe leerse y-uch'ib, «su vasija para beber»
(MacLeod y Stross, 1990).
A los arqueólogos mayistas les encanta estudiar las vasijas de baño. Se regocijan
con los tiestos que extraen por cientos de miles de sus zanjas de excavación. Pero
muy pocos de ellos han pensado en la función detoda esa cerámica. La iconografía y
la alfarería han empezado a decirnos para qué se usaban, por lo menos como
accesorios sepulcrales: las piezas de cerámica de la elite maya eran recipientes para
comida y bebida. Muchas escenas palaciegas sobre alfarería pintada muestran que en

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los platos, o laco'ob, se apilaban tamales de maíz y que los vasos se llenaban con un
líquido espumoso. Éste puede haber sido balché, la bebida nativa a la que se daba
sabor con corteza del árbol del mismo nombre, pero también puede haber sido otra
cosa.
Qué era esa «otra cosa» quedó claro con el trabajo de David Stuart en la snp. Yo
había llamado «pez» a cierto compuesto glífico que sigue al glifo de «Ala-
Tresbolillo», dado que ése es su signo principal. En un torrente de inspiración, David
vio que aquel pez, cuyo valor silábico se sabe que es ca, iba precedido del signo para
«peine» de Landa y seguido de -u final, lo cual lo llevó a la conclusión de que el
compuesto debía leerse ca-ca-u, claramente cacao o chocolate.

Figura 60. Glifos para bebidas en la Secuencia Normal Primaria.


a. cacau, «cacao (chocolate)». b. sac ul, «atole blanco».

Una extraordinaria comprobación de esa lectura se produjo en 1984, cuando los


arqueólogos hallaron y excavaron una tumba del Clásico Temprano, en el sumamente
saqueado sitio de Río Azul, al noreste del Petén. Había en ella una extraña vasija,
finamente pintada sobre una capa de estuco; la tapa del recipiente en realidad podía
atornillarse a la vasija como jarra con «sello arriba». En el texto jeroglífico se incluía
el nombre o los nombres del dueño y el compuesto de y-uch'ib, «su vasija para
beber», tanto como el recién identificado glifo de cacao. Se enviaron a la Hershey
Foods Corporation raspaduras del residuo dejado en el interior, para análisis de
laboratorio. Resultado: ¡era chocolate! (D. Stuart, 1988).
En la actualidad, parecería ser que lodos los vasos cilindricos con textos glíficos
se usaban como recipientes para cacao, y el magnífico Vaso de Princeton muestra
inequívocamente a una cortesana —tal vez del harén del Dios L— vertiendo bebida
de chocolate desde lo alto de un vaso a otro, para formarle una buena capa de
espuma, lo que era muy apreciado entre los aztecas y probablemente también entre
los mayas. Sin embargo, la elite naya tomaba otra bebida, pues, en las vasijas de
fondo redondeado y abiertas, el glifo de «pez», para chocolate, se sustituye por otro
compuesto que se lee como ul; éste es el atole, una bebidablanca refrescante hecha de
maíz, que aún se ingiere actualmente en las poblaciones mayas. [102]
De esa suerte, ¿a quién pertenecen esos platos o esas vasijas para beber chocolate
o atole? Cabe hacer la pregunta, pues hemos visto que se trata de una forma de
rotulación de nombres. La respuesta se halla tras el fin de la snp, en una posición en
que aparecen nombres, títulos y Glifos Emblema. Allí hace su entrada el noble
propietario. ¿Fue el o la que ordenó la vasija? Y, ¿fue hecha y adornada

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específicamente para acompañar el alimento y la bebida a la tumba y al Inframundo,
con el cuerpo y con el alma de su dueño o su dueña (como yo había pensado tiempo
atrás)? ¿O había tenido la vasija una existencia propia en el palacio, antes de que
muriera su distinguido propietario? Éstas son preguntas a las que todavía no se ha
dado cabal respuesta.
¿Y el resto de la snp? Los glifos para la forma y el contenido de la vasija sólo son
una parte de la secuencia que, de estar escrita por completo (nunca lo está), podría
contener hasta 35 glifos. Un grandísimo problema lo constituye el que la snp sea una
fórmula antigua, que aparece primero en vasijas de piedra tallada del Preclásico
Tardío. Gran parte de su lenguaje, que probablemente sea protocholano, debe ser
sumamente arcaico; viene a la memoria el e pluribus unum escrito en las monedas
norteamericanas en latín, lengua extinta mucho tiempo atrás. Sin embargo, en una
tesis doctoral de 560 páginas, Barbara MacLeod (1990) ha demostrado que la snp
tiene cinco partes: 1) una presentación o invocación, que llama a la vasija a la
existencia; 2) una descripción del tratamiento de la superficie, pintada o incisa; 3) el
nombre de la forma de la vasija; 4) lo que Barbara llama «recetas»: el contenido de la
vasija; y 5) las «conclusiones», los nombres y los epítetos correspondientes al
individuo en ultratumba. Por consiguiente, ¿es la snp sólo un caso glorificado de
rotulación de nombres, de etiquetar un objeto y de nombrar a su propietario? De ser
así, entonces mi hipótesis anterior de que la snp es una especie de canto fúnebre era
totalmente errónea, como los Jóvenes Turcos se apresuraron a señalar cuando
encontraron y-uch'ib, lac y cacau en la cerámica. Pero los hallazgos de Barbara
sugieren que ambas escuelas tenían razón: ese enunciado formulista servía para
dedicar la vasija y su alimento o su bebida al alma del dueño en su viaje a Xibalbá.
Antes de la invasión europea, la mayor parte del arte indígena del Hemisferio
Occidental nos parece sumamente anónimo e impersonal, y es poca o ninguna la
información que poseemos acerca de quiénes fueron los artistas que produjeron todas
esas obras maestras o sobre cuál era su posición en las sociedades precolombinas. A
decir verdad, durante gran parte de la prehistoria y de la historia humanas, los artistas
rara vez ponían su firma. Como ha dejado en claro el extinto Joseph Alsop (1982) en
su libro precursor The Rare Art Traditions, antes de los griegos, sólo en el antiguo
Egipto encontramos obras firmadas, y esos raros ejemplos sólo tienen nombres de
arquitectos. Sin embargo, según el propio Alsop,

En el contexto más amplio de la historia del arte mundial… una firma en una obra debe considerarse un
acto profundamente simbólico. Firmando, el artista dice, en efecto: «Hice esto y tengo derecho a poner e mi
nombre, porque lo que yo hago es ligeramente distinto de lo que han hecho o harán otros» [Alsop, 1982:
181].

Fuera del mundo moderno (en donde incluso se firma el arle de motel), el
difundido uso de las firmas generalmente se ha limitado a sólo cinco tradiciones
artísticas: el mundo grecorromano, China, Japón, el mundo islámico y Europa desde

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el Renacimiento en adelante.
Que los mayas Clásicos fueron una excepción a esa regla empezó a ser evidente a
partir de la lectura que David Stuart hizo de los compuestos de dzib en las vasijas de
barro; la palabra significa tanto «escritura» como «pintura», que los mayas no
distinguían entre sí, tal vez porque ambas se ejecutaban con una pluma de pincel (hay
indicio de que, como en el antiguo Egipto, los textos monumentales originalmente se
trazaban en las piedras como dibujos a la tinta). Ah dzib es «el de la escritura», en
otras palabras, el «amanuense». Mi propio análisis de escenas de las vasijas ya ha
demostrado que los patronos sobrenaturales de los amanuenses mayas Clásicos eran
los dioses Monos-Hombre —Uno Mono y Uno Artesano del Popol Vuh— que
escribían diligentemente con plumas de pincel y cacharros de pintura en forma de
caracol (Coe, 1976b).
Según reveló David, u dzib, «su escritura (o su pintura)», ocupaba dos posiciones
en la snp. La primera estaba en la sección «superficie de tratamiento» de Barbara;
David demostró que ésta alternaba con un compuesto en el cual la sílaba yu precedía
a la lu de Landa y a una cabeza de murciélago. Si la vasija y sus textos eran pintados,
aparecía u dzib; si era grabada o incisa, el compuesto adecuado era «lu-Murciélago».
Era obvio que un compuesto se refería a la pintura, en tanto que el otro —no leído
aún— tenía que ver con el grabado.
La segunda posición de u dzib se encuentra en la sección de la fase nominal de
algunos vasos, en donde va seguida de un nombre de persona. Como hay excelente
razón para creer que una sola y única persona pintó la vasija y escribió el texto, ésa
sólo puede ser la firma del

Figura 61. Texto de un vaso cilindrico de Naranjo, que da el


nombre del artista y amanuense y su parentesco real.

artista: «la escritura de X». La interrogante sobre la posición social de aquellos


artistas y amanuenses fue despejada por David en el estudio que hizo sobre un
extraordinario vaso publicado en mi catálogo del Grolier. Se trata de un cilindro alto,
de fondo blanco, que casi seguramente procede de Naranjo, en el este del Petén. La
snp aparece en su lugar habitual, en una franja horizontal, inmediatamente abajo del
bor de, pero continúa abajo, en una banda próxima a la base. El glifo de u dzib
aparece en el texto al fondo, seguido inmediatamente de un nombre de persona, luego
de un compuesto que David ha descifrado como idza-t(i); idzat se glosa en los

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diccionarios como «artista, el sabio», título que David ha encontrado en todas las
obras firmadas. De manera más sorprendente, tras un compuesto que puede dar «la
ciudad natal» del artista, en los bloques glíficos que preceden y siguen a su nombre,
se mencionan los de su madre y de su padre: ella es una dama de la ciudad de Yaxhá,
pero el padre no es otro que un conocidísimo ahau, rey de la poderosa ciudad de
Naranjo (D. Stuart, 1989: 156-157).
Por consiguiente, este artista amanuense no sólo firmó su vaso, sino que también
era príncipe, de ascendencia real por ambos lados. La idea thompsoniana de que
aquellos pintores y grabadores de cerámica eran meros decoradores, artistas
campesinos extraños a la órbita del mundo intelectual de los mayas, ha sido
condenada al olvido por la epigrafía (como lo fue por la arqueología) El ah dzib y el
ah idzat pertenecían a los más altos estratos de la sociedad maya. Generaciones de
mayistas han pretendido que la civilización de los antiguos mayas era una teocracia,
una cultura regida por sacerdotes, incluso tras los descubrimientos de
Proskouriakoff. Pero, en la actualidad, los supuestos sacerdotes han desaparecido,
para ser remplazados por dinastías guerreras. Por tanto, el depósito real del saber de
los mayas en tiempos del Clásico bien puede haber sido el cuerpo de aquellos artistas
y calígrafos de elite. Como hemos de ver, la elevada posición del amanuense maya ha
sido reafirmada por las excavaciones más recientes realizadas en Copán.
David se graduó en Princeton en la primavera de 1989. Su tesis, con mención
honorífica, fue un estudio epigráfico e iconográfico del artista maya (D. Stuart, s. f.).
En ella, David pudo ahondar mucho más en las implicaciones del glifo de «esculpir»,
«lu-Murciélago», para el arte y para la cultura mayas. Desde 1916, Spinden había
notado que este compuesto se presentaba con cierta frecuencia en monumentos
esculpidos mayas, e hizo la observación, sorprendente para su época, de que los
glifos escritos después de él podrían contener nombres de persona. Pero, gracias a la
cerámica, David sabía que «lu-Murciélago» introduce nombres de escultores, como
dzib lo hace respecto a Jos pintores.
En cierta ocasión, Thompson me dijo con sorna que una estela de Piedras Negras
tal vez dijera Epstein me fecit; desentrañado el significa-

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Figura 62. Firmas de escultores en la Estela 31 de El Perú,
Guatemala. Todas empiezan por la expresión «lu-Murciélago» y
todas están en «escritura» diferente.

do de «lu-Murciélago», ello ha resultado, ¡en venganza!, próximo a la verdad,


pues, en la Estela 12 de Piedras Negras, no menos de ocho artistas reclamaron el
crédito por la escultura, firmando cada cual con «escritura» diferente. Kin Chaac, uno
de los artistas, puso su firma en otros monumentos de Piedras Negras, como el
magnífico Trono 1, pero, al parecer, se había extendido tanto como algunos artistas
del Renacimiento italiano, pues su firma aparece en un tablero del Museo de Arte de
Cleveland, del que hay buenas razones para creer que fue sustraído de otro sitio
ubicado en cualquier lugar de la cuenca del Usumacinta. Fue aquél un descubrimiento
sorprendente y un amplio testimonio de la individualidad que caracteriza a la
civilización maya Clásica. Mas, para ser francos, el fenómeno de la firma fue
relativamente restringido en el tiempo y en el espacio: se limita principalmente a la
parte occidental de las tierras bajas mayas y a un marco temporal de sólo alrededor de
150 años, en el Clásico Tardío. Sin embargo, es buen ejemplo de cómo el
desciframiento nos ha permitido, por lo menos en parte, levantar la cortina de
anonimia sin rostro que ha envuelto a los mayas, para ver, al fin, algunos seres reales.

Sólo sé de dos proyectos arqueológicos a gran escala en las tierras bajas mayas en
que la epigrafía y la historia del arte han sido parte integral desde su concepción. Uno
de ellos es el programa de la Universidad Vanderbilt, en la región de Petexbatún, al
oeste del Petén, dirigido por Arthur Demarest (el mismo Arthur Demarest que lanzó
el ataque de juventud contra Knorosov, pero ahora arrepentido).[103] El otro está en
Copán, dirigido por William Fash, de la Universidad del Norte de Illinois, uno de los
pocos arqueólogos de campo que yo sepa que puede leer jeroglíficos mayas.[104] Bill
ha pasado en Copán 15 temporadas de campo, habiendo empezado allí incluso antes
de terminar su doctorado en Harvard. Como consecuencia de ese trabajo de equipo (y,
desde luego, del de sus predecesores), no se conoce tan bien la historia de ninguna

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otra ciudad maya.
El sitio se localiza a orillas del río Copán (que, en el transcurso de los años, ha
cortado parte de su gran Acrópolis) y es famoso desde tiempos de Stephens por la
belleza y por el altorrelieve de sus monumentos de traquita. La introducción de David
Stuart en el sitio, el «Valle del romance y de las maravillas» de Stephens, se produjo
en el verano de 1986, después de la Mesa Redonda de Palenque. Linda, quien para
entonces era la epigrafista y la historiadora del arte de Bill, había invitado a David a
unírsele durante dos semanas en el sitio, y éste «tuvo una racha con el material de
Copán», haciendo muchos dibujos de las inscripciones. Estando en Palenque, David
había conocido al epigrafista alemán Nikolai Grube —«la única persona
considerablemente más joven que Linda y que las demás personas con las que había
trabajado»—. Simpatizaron al punto, y juntos, además de Linda, habrían de dar
importantes pasos en el desciframiento, valiéndose de los datos de Copán. Ese
verano, Nikolai pasó posteriormente por Copán, adonde volvió al año siguiente,
cuando fue agregado al equipo epigráfico. En el transcurso de esos dos años, él,
David, Steve Houston y Karl Taube interactuaron con frecuencia y, como dice David,
«los cuatro constituimos una nueva escuela de pensamiento o algo por el estilo».
En 1987, las tolerantes autoridades de Princeton dieron libre a David el semestre
de primavera, por lo que éste volvió a Copán, en donde permaneció por espacio de
seis meses. Entonces tuvo su primera experiencia real en excavación de campo, bajo
la meticulosa tutela de Fash, personaje de barba negra, a quien tenían en gran estima
sus colegas y los copanecos locales. Ahora bien, algunos arqueólogos pueden excavar
casi toda la vida sin encontrar nada digno de señalarse, pero David debe haber nacido
con buena estrella, pues el 15 de marzo (los Idus de Marzo, según le gusta señalar)
halló un espectacular escondite; colocados como ofrenda dedicatoria bajo el altar que
forma la base de la imponente Escalinata de los Jeroglíficos de Copán, había tres
«pedernales excéntricos» finamente estallados, dos jades hereditarios y parafernalia
usada en sangrados ceremoniales.
El equipo epigráfico empezó a publicar sus hallazgos en una nueva serie, Copán
Notes, que, aunque de vez en cuando dé muestras de indebida precipitación editorial,
ha hecho importantes aportaciones al desciframiento. Uno de sus logros principales
fue una lista completa de los gobernantes de Copán, con datos de la vida de cada
cual, empezando por el fundador de la dinastía, cierto Yax Kuk Mo’ («Quetzal Verde-
Guacamayo»), quien existió en el siglo v, y terminando por el último gran
gobernante, Yax Pac (o «Nuevo Amanecer“), quien murió en 820 d. C. (Schele y
Freidel, 1990: 311). Berthold Riese, otro alemán especialista en glifos, también de la
Universidad de Hamburgo, reconoció que —aunque mayistas anteriores consideraron
que representaba un congreso astronómico dedicado a correlacionar los calendarios
lunar y solar—, el famoso Altar Q en realidad muestra a los 16 gobernantes
dinásticos, o ahauo'ob, sentados sobre sus propios glifos de nombre (Fash, 1991:
142). Los detalles de sus reinados, desentrañados por los epigrafistas, permitieron a

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los arqueólogos y a los historiadores del arte de Fash (entre ellos Mary Miller, de
Yale) asociar a gobernantes y acaecimientos individuales de sus reinados con
monumentos específicos y programas arquitectónicos.
Mucha luz se ha hecho en la historia política de los reyes de Copan y en su
relación con la mucho más pequeña Quiriguá, ciudad relativamente chica de la
colinas del valle del Motagua, en Guatemala, muy conocida, desde la visita de
Stephens y Catherwood, por sus gigantescas estelas y sus esculturas zoomórlicas de
piedra arenisca (Schele y Freidel, 1990: 317-319). Durante gran parte del Clásico,
Copan tuvo hegemonía sobre su vecino más pequeño, pero, el 3 de mayo de 738 d.
C., los papeles se invirtieron, por lo menos temporalmente, pues, en esa fecha, uno de
los reyes más distinguidos de Copán (18 Conejo) fue decapitado por Quiriguá, tras su
ignominiosa captura.
Sin embargo, este libro no trata de política, sino de desciframiento, lo cual me
hace volver al asunto de la rotulación de nombres. Ha resultado que los mayas ponían
nombres propios no sólo a los artículos portátiles como la joyería y la cerámica, sino
a casi todo lo que la elite consideraba importante en su vida. En la primera Copán
Note, (Schele y Stuart, 1985), Linda y David demostraron que a las estelas se les
llamaba te tun, «árbol piedra», y que los textos que describían su erección decían que
se les «plantaba» (el verbo maya es dzap-, «plantar»); aún más, todas las estelas de
Copán tenían nombre propio, como las personas. Cuando apareció la siguiente Copán
Note, David Stuart (1986a) había determinado el nombre maya para los incensarios
de piedra descubiertos por los arqueólogos: sac lac tun, «plato de piedra blanco». Por
si fuera poco, descubrió el nombre jeroglifico de uno de los altares de

Figura 63. Desciframientos en Copán. a. dzapah tetún, «él plantó


el árbol piedra (la estela)». b. sac lac tun, «plato de piedra blanco
(incensario de piedra)».

Copán, el Altar Q (D. Stuart, 1986b); la piedra representa la cabeza de un


monstruo con signos de kin («sol») en los ojos y la lectura incompleta del nombre
propio es, propiamente, kinich + signo desconocido + tun, u «ojos de sol ___ piedra».
«¿Qué hay en un nombre?», preguntaba Shakespeare; los mayas habrían respondido
«¡Muchas cosas!», pues tomaban tan en serio la nomenclatura que, en la actualidad,
parece probable que, en una ciudad importante como Copan, cada edificio, cada
pirámide y quizás incluso cada plaza y cada tumba tuvieran nombre. David escogió
los nombres de los templos en asociación con el verbo para la dedicatoria de la
«casa» (otot); esas Frases se leen a kaba y-otot, «el nombre de su casa es ___» (véase

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Schele, 1991: 42 y 56).
Aquellos epigrafistas, los Jóvenes Turcos, hablan replanteado toda la interrogante
de lo que representan los Glifos Emblema: ¿son nombres de linajes o de lugares?
(Heinrich Berlin había dejado abierta la pregunta). Si bien en la actualidad se acepta
de manera general que el llamado prefijo de «grupo de agua» de Thompson para el
Glifo Emblema debe leerse kul o ch’ul, «sagrado» —con los afijos de Ben-Ich y de
ua, el Glifo Emblema de Copán sería algo así como «sagrado señor de Copán»—, se
reconoce, sin embargo, que los Glifos Emblema se aplican en ocasiones a Estados
que incluyen más de una ciudad y que puede haber más de un Glifo Emblema en un
Estado particular (como en Yaxchilán y Palenque) (Schele, 1991: 50-53).[105]

Figura 64. Lectura de los afijos del Glifo Emblema de Copán


como ch'ul ahau, «sagrado señor (de)». Todavía no hay consenso
sobre cómo leer el signo principal.

El descubrimiento hecho por David Stuart de que la lectura del signo principal del
Glifo Emblema de Yaxhá, ciudad en ruinas del Peten, realmente es Yaxhá, que
también es nombre de un cuerpo de agua cercano, sugirió la posibilidad de que, por lo
menos en un principio, algunos Glifos Emblema puedan haber sido nombres de lugar
(topónimos) (D. Stuart, 1985). Los topónimos de bona fide han resultado ser bastante
comunes, como lo ha demostrado la reciente investigación de Steve Houston y David
Stuart (s. f.), siendo el nombre de lugar introducido habitualmente por el ut-i,
«sucedió (en)», de David.

En muchos de los topónimos se incluye uitz, «cerro» o «montaña», en la expresión,


rasgo que los mayas comparten con los aztecas y los mixtecas. En Copán son
comunes las alusiones a mo'uitz («Cerro del Guacamayo»); dondequiera que
estuviese, el «Cerro del Guacamayo» era el lugar de un rito de Fin de Periodo que
conmemoraba al infortunado 18 Conejo. Algunos topónimos parecen referirse a
lugares de una ciudad, otros a sitios fuera de ella, en tanto que otros más son
patentemente mitológicos. Entre los nombres mitológicos estaría matauil, lugar en
donde nacieron las deidades mencionadas en los tableros del Grupo de la Cruz de
Palenque. El más misterioso de todos ellos es un lugar de seres sobrenaturales
traducido por los epigrafistas como «hoyo negro, agua negra», que puede haber

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existido en el principio de la creación.
Uno de los descubrimientos más sorprendentes realizados en Copan, vinculado
directamente con la posición de los amanuenses en la sociedad maya, fue realizado
bajo la dirección de William Sanders, de la Universidad Estatal de Pensilvania;
ocurrió en un gran grupo residencial conocido como «Sepulturas», ubicado al noreste
del centro de la ciudad (Webster, 1989). La fachada del edificio principal (9N-82)
estaba adornada con esculturas de escribas que sostenían tinteros de caracol en una
mano, en tanto que, en el relleno, se halló la estatua de uno de mis amanuenses mono-
hombre, una vez más, con tintero y pluma de pincel. En el interior de la estructura se
encontraba una banca de piedra, con dioses Pauahtún esculpidos en los soportes,
además de un magnifico texto jeroglífico de relieve completo en todo el frente. La
construcción fue, a decir verdad, un palacio de gran esplendor de algún amanuense,
cuyo morador era claramente patriarca de todo el complejo.
¿Quién fue aquel amanuense? Los epigrafistas pronto encontraron que se llamó
Mac Chaanal y que habla vivido durante el postrer florecimiento de Copán, cuando,
bajo el gobierno del ahau Yax Pac, se había producido la desentralización y la
trasmisión del poder a manos de sátrapas locales. Era tan elevada la posición de Mac
Chaanal, que se le había permitido esculpir una dedicatoria para honrar a sus propios
antepasados, en la que se incluían los nombres de su madre y de su padre (Fash,
1991: 136-137).
Igualmente honrado fue un amanuense anterior, cuyo lugar de reposo final era
una tumba cavada profundamente bajo el templo que se alza Frente a la Escalinata de
los Jeroglíficos. Al ser descubierta en 1989, los arqueólogos pensaron que habían
encontrado un entierro real, pero, cuando hallaron un códice en irremediable
descomposición junto a la cabeza, diez piezas de alfarería pintadas a sus pies y una
vasija en la que se representaba a un amanuense, quedó claro que en realidad se
trataba de un ah dzib, pero de gran jerarquía, pues lo había acompañado a Xibalbá un
niño sacrificado (Fash, 1991: 106-111). Nadie sabe quién fue aquel hombre, pero
vivió alrededor de 150 años antes de Mac Chaanal, en el siglo VII; Bill Fash sugiere
que era hermano del duodécimo ahau, «Humo Imix Dios K», pero Linda considera
más probable que haya sido el padre de éste, quien nunca accedió al poder, y
hermano menor del ahau precedente. En todo caso, fue una persona muy importante.
Los, mayas Clásicos tornaban en serio a sus intelectuales.

La década de 1980 vio producirse desciframientos a un ritmo vertiginoso. Con


frecuencia, dos o más integrantes de la nueva generación de mayistas encontraban la
misma lectura de manera totalmente independiente, lo que puede suceder porque,
como cree Linda, en la actualidad las cosas han llegado a una «masa crítica». A fines
de la década, esa masa se había alcanzado claramente por lo que toca a cierto
interesante grupo glífico, arrojando luz sobre todo un campo de opiniones y de
comportamientos.

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El signo principal de ese grupo es un glifo de Ahau, cuya mitad derecha ha sido
oscurecida por una piel de jaguar. Algunos epigrafistas, entre ellos Linda,
propusieron que se leyera balam ahau, con un significado aproximativo de «señor
escondido» (Schele, 1985). El glifo a veces aparece en Textos Secundarios, sobre
vasos pintados muy finos; en general, los textos describen escenas con figuras
fantásticas individuales, cuyo nombre se da al principio, seguido del llamado glifo de
balam ahau, con Glifo Emblema al final.
A fines de octubre de 1989, Linda recibió, en Austin, dos cartas escritas el mismo
día. Una era de Nikolai Grube, de Hamburgo, y la ora de Steve Houston, de
Nashville, Tennessee (sede de la Universidad Vanderbilt, en donde enseña). De
manera independiente, cada cual había considerado a los afijos que seguramente se
leen ua y ya como complementos fonéticos del signo principal logográfico, y ambos
proponían que el grupo se leyera ua-y(a) (o way, según la ortografía usada por los
lingüistas y por los epigrafistas más modernos). En su carta, luego de discutir una
posible lectura para otro glifo, Nikolai dice:

Estoy mucho más seguro acerca del título «Balam Ahau» como WAY. ¡Gran cosa ésta! Way significa
«nagual» en todas las lenguas de las tierras bajas, además de «transformación animal»… La idea de esta
lectura se me ocurrió cuando hablaba con varios mayas de Quintana Roo, quienes me contaron de un
hechicero que puede transformarse en gato o mono araña. Ellos llamaban u way, «su nagual», a los animales
en los cuales se transformaba el hechicero.

Por su parte, Steve señala que, en yucateco, way es «transformar por


encantamiento» y que, en algunas otras lenguas mayas, puede adoptar el significado
de «dormir» o de «soñar».
¿Qué significa todo ello? En todas las culturas indígenas de los trópicos del
Nuevo Mundo existe la difundida creencia de que los chamanes se pueden
transformar a voluntad en animales peligrosos, habitualmen-

Figura 65. El glifo de uay. Detalle de un vaso de estilo códice,


con el Jaguar Lirio Acuático flotando en el mar; el texto lo
identifica como el uay del rey de Seibal.

te en jaguares, y el antropólogo Peter Furst (1968) ha demostrado que esa idea se


remonta a la antigua civilización olmeca de Mesoamérica. De manera más específica,
en lo que toca a los mayas, los etnólogos han descubierto un principio muy similar

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aplicado por los tzotziles contemporáneos de las tierras altas de Chiapas. Entre esos
mayas, cada persona tiene un correlato animal llamado wayhel o chanul, en forma de
jaguar, coyote, ocelote, lechuza, venado, colibrí, y así sucesivamente. De acuerdo con
mi viejo maestro en Harvard, Evon Vogt, quien toda su vida ha estudiado a los
tzotziles, esas creaturas viven en un mítico corral dentro de una gran montaña
volcánica. El tipo de correlato animal depende de la posición social de una persona:
los tzotziles de gran jerarquía pueden tener como wayhel un jaguar, en tanto que los
de baja condición tal vez tengan un ratón. Según Vogt (1971: 33-34), «La vida de una
persona depende de la de su correlato animal, que debe protegerse del mal o del daño
para seguir viviendo. El cuerpo humano resiente cualquier daño que sufra el wayhel.
La muerte del cuerpo y la del wayhel son simultáneas». Cuando Nikolai se valió de la
palabra nagual para designar ese concepto de alter ego, usó una palabra náhuatl, pues
el principio se describió por primera vez en obras de antropología sobre pueblos que
antaño fueron súbditos aztecas; obviamente, se trata de un principio
panmesoamericano.
Durante el Periodo Clásico, como señalaron Steve Houston y David Stuart (1989)
al abordar ese asunto, el concepto de way o de uay es más conspicuo en los vasos
pictóricos, en particular en los de estilo códice. Sobre esas superficies pintadas, los
uayo'ob pueden tener forma de Jaguar Lirio Acuático; o de varios animales
«jaguarizados» como el «Perro Jaguar»; o bien de animales mitológicos como un
monstruoso sapo, un mono o un Venado-Mono; o tal vez de una serpiente con
cuernos de venado y aspecto de dragón, a la que se da el nombre de chi-chaan en
algunos textos jeroglíficos.
Pero los uayo’ob no se limitan a los vasos. En los ritos de sangrado real,
representados de manera tan gráfica en los dinteles de Yaxchilán, la «Serpiente de
Visión» (término de Linda) que se alza por encima de la escena se identifica en los
textos como el uay del personaje, masculino o femenino, que derrama su propia
sangre o, incluso, como el uay de Kauil (el Dios K), pues incluso los dioses tenían sus
propios uayo'ob, como los tenían también los linajes reales. Estructuras enteras se
identifican con uaybil, término glosado en maya tzolzil como «lugar para dormir,
dormitorio». ¿Era éste algún lugar en que un gran ahau de Yaxchilán, como el
poderoso Escudo Jaguar, podía comunicarse en sueños con su uay (seguramente un
jaguar)?
En resumen, Steve y David consideran al uay «coesencia» de seres tanto humanos
como sobrenaturales. En un puntapié dirigido a mis propias espinillas (del mismo
modo en que alguna vez busqué las de Thompson), ellos aseguran que «gran parte de
la imaginería sobre cerámica está ligada a las percepciones mayas del yo. Como
resultado, muerte y ultratumba ya no pueden considerarse tema predominante en el
arte de la alfarería maya» (Houston y Stuart, 1939: 13). Como es muy natural, no
concuerdo exactamente con esa generalización: Steve y David admiten que, en las
inscripciones, el sueño está vinculado con la muerte y que el glifo de «signo de

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porcentaje» que la representa puede sustituir al logograma uay, entre otros
contraargumentos. Sin embargo, el descubrimiento de uay por esta nueva generación
de epigrafistas significa un gran paso adelante en la era en que culmina el gran
desciframiento maya. En su respuesta a las cartas de sus jóvenes amigos, Linda habló
por muchos de nosotros diciendo: «Doy gracias a todos ustedes por compartirnos este
notable descubrimiento. Este último me deja un tanto aterrada».
¡Y a nosotros también!

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XI. UNA OJEADA AL PASADO, UNA MIRADA AL
FUTURO

COMO nos ha dicho Maurice Pope (1975: 11), la gloria acompaña por sí sola a
cualquiera que descifra primero alguna escritura desconocida del pasado remoto. Las
inscripciones mayas desde luego provienen de ese pasado y siempre estuvieron
rodeadas por el aura de lo exótico, mas, ¿quién fue el primero en resolver su
misterio? Ciertamente, qué gran historia habría sido si una sola persona, o tal vez un
equipo de dos, hubiera logrado el desciframiento del código maya, como James
Watson y Francis Crick descubrieron juntos la estructura de doble hélice del adn,
encontrando, en cierto modo, el secreto de la vida. Pero en el desciframiento maya no
hubo ninguna gran carreta comparable con ésa, sino, más bien, un siglo de tanteos y
de tropiezos que, tras larga espera, al fin desembocaron en el esclarecimiento.
John Lloyd Stephens había pedido un Champollion que materializara y que leyera
aquellos textos mudos de Copán, pero nunca apareció nadie. ¿Por qué no? Como,
desde principios del siglo XIX, había señalado Rafinesque, aquel extraño
«constantinopolitano», la lengua de la escritura era conocida y se hablaba todavía: se
la podría haber aplicado al desciframiento, como el gran francés puso su
conocimiento del copio en relación con los jeroglíficos egipcios.
Lamentablemente, en el camino de cualquier persona que hubiese podido pensar
en emprender la gran carrera había obstáculos casi insuperables, sin importar la
grandeza de su genio. Nunca, en ninguna parte, se ha hecho ningún desciframiento
importante sin que exista un cuerpo considerable —un corpus— de textos, dibujados
o fotografiados, si no es que ambas cosas, con el mayor detalle posible. El logro de
Champollion se basó en dibujos realmente exactos de los monumentos egipcios,
empezando por la Piedra Roseta. Lejos estoy de ser bonapartista, pero en cierto
modo, es una lástima que Napoleón nunca haya invadido América Central, pues su
equipo de savants tal vez hubiera hecho un registro de inscripciones mayas tan
maravilloso como el que había llevado de su campaña de Egipto. Los estudiosos de
los mayas no contaron con ese corpus sino a fines del siglo XIX. Cierto es que se
disponía de tres libros o códices, que sirvieron de valioso abasto al molino de
Förstemann —sus irrupciones en la calendárica maya—, pero, por lo que toca a leer

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la escritura, simplemente no bastaron.
El segundo obstáculo fue igualmente serio, no sólo para los precursores del siglo
pasado, sino también para los mayistas de nuestra propia época. Se trata del concepto
intelectualista e «ideográfico» que había servido en una época muy anterior para
hundir a aspirantes a descifradores de los monumentos egipcios. ¿Recuerda usted al
polígrafo jesuíta Atanasio Kircher y sus fantásticas «lecturas» de los obeliscos? La
falacia de que las escrituras jeroglíficas consistían en gran parte de símbolos que
comunican las ideas directamente, sin intervención de la lengua, fue sostenida como
artículo de fe por generaciones de distinguidos estudiosos de los mayas, entre ellos
Seler, Schellhas y Thompson, tanto como por una multitud de discípulos menores.
Me pregunto si siquiera estaban conscientes de que esa falacia fue soñada por los
neo-platónicos del mundo Clásico.
Con su habitual claridad de visión, Stephens predijo en 1841: «Por siglos, los
jeroglíficos egipcios fueron inescrutables, pero, aunque tal vez no en nuestros días,
estoy convencido de que se descubrirá alguna clave más segura que la Piedra Roseta»
(Stephens, 1841: II, 457). Veintiún años después, el extraordinario descubridor
Brasseur de Bourbourg dio con la Relación de Yucatán, en los polvorientos rincones
de una biblioteca madrileña, y allí estaba: el «A, B, C» de la escritura maya,
redactado por Landa. Con su obstinación característica, los mayistas (salvo algunos,
como Cyrus Thomas) despreciaron, durante aproximadamente un siglo, ese precioso
documento como verdadera clave del desciframiento, todo ello a pesar de que el
obispo Landa en realidad había aportado muchas más lecturas para los signos que la
Piedra Roseta para la egiptología.
A pesar de todos los importantes descubrimientos de Eric Thompson en muchas
áreas de los estudios mayas, por la fuerza de su carácter y con apoyo en una inmensa
erudición y una lengua afilada, por sí solo detuvo el desciframiento durante cuatro
décadas. Con anterioridad, Seler aplastó a Thomas y efectivamente acabó por un
buen lapso con el enfoque fonético de los glifos; pocos se atrevieron a desenterrar la
obra de Thomas en vida de Thompson. Los lingüistas como Whorf, quienes tuvieron
la osadía de sugerir que la escritura podría expresar la lengua maya, fueron
condenados rápidamente al olvido.
Al parecer, Thompson nunca creyó que hubiera ningún sistema en lo que habían
escrito los mayas: era una mera mezcolanza de varios intentos primitivos de escritura,
heredada de un pasado lejano y orientada hacia fines sobrenaturales por los
sacerdotes, que supuestamente gobernaban a la sociedad. Si Thompson se hubiera
interesado un mínimo en el análisis comparativo, cosa que definitivamente no
ocurrió, habría descubierto que ninguna de las escrituras «jeroglíficas» del Viejo
Mundo operaba de ese modo. Cometió un error fatal, pues, si algo nos enseña la
antropología, es que, en determinado nivel de evolución social y política, distintas
sociedades de todas las latitudes llegan a soluciones muy semejantes de problemas
similares, en este caso, la necesidad de las sociedades Estado primitivas de compilar

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registros permanentes y visibles de una lengua hablada no permanente.
Tal vez haya sido el terrible aislamiento impuesto por la Rusia de Stalin lo que
permitió a Knorosov obtener su gran logro, el goteo con que empezó la creciente.
Quizá sea cierto, pero también lo es que, marxista o no, Knorosov desde un principio
había adoptado un enfoque comparativo, pues se sentía como «en su casa» tanto con
los jeroglíficos egipcios y los caracteres chinos como con los signos de los
monumentos y de Jos códices mayas. Con frecuencia me he preguntado si fue
casualidad que las figuras descollantes del desciframiento moderno hayan sido rusos
por nacimiento: a lo largo de toda la turbulenta historia de la Madre Rusia, incluso en
épocas de la más rígida represión, siempre hubo intelectuales que desafiaron las ideas
recibidas. Yuri Knorosov demostró que, lejos de ser una mezcolanza, la escritura
maya era típicamente logográfica, descubrimiento que, andando el tiempo, condujo a
la lectura de los textos del Periodo Clásico en la lengua que hablaron los antiguos
amanuenses. Tatiana Proskouriakoff reveló la naturaleza histórica de aquellos textos,
no por métodos lingüísticos, sino estudiando la estructura de las fechas mayas
«publicadas», que por generaciones habían estado en manos de todos, pero que no
habían sido comprendidas.
Si lo que el lector busca es un héroe, entonces, quien más se acerca a
Champollion es Knorosov. Siendo ése el caso, Thompson (fuera de su afinidad con
Kircher) sería por consiguiente otro Thomas Young, el brillante innovador de la
egiptología quien, atascado en el fango por su idea mentalista y simbolista de la
escritura, nunca hizo un verdadero desciframiento. Ambos llevarían hasta su lecho de
muerte esa fea carga.
Bueno, dirán ustedes, ¿pero por qué poner a Champollion por las nubes? ¿Acaso
no contó él con la ventaja de la Piedra Roseta? Si, contó con ella, pero los mayistas
siempre tuvieron la suya y no supieron reconocerla como lo que era. Champollion
descifró la escritura en sólo dos años, en tanto que a los mayistas les tomó lo que
comparativamente parece una eternidad.
El paso de tortuga al que avanzó el desciframiento maya antes de 1952, cuando se
publicó el artículo de Knorosov que hizo época, también se ve desfavorecido por
cualquier comparación con lo ocurrido con el hitita jeroglífico, escritura de la Edad
de Bronce de la Anatolia Central (hoy Turquía), que estructural mente es casi idéntica
a la escritura maya (Pope, 1975: 136-145). Trabajando sin el beneficio de la Piedra
Roseta y con sólo unos cuantos sellos bilingües sumamente breves, un equipo
internacional de estudiosos —todos investigando de manera independiente— habían
descifrado la clave jeroglífica en el transcurso de las dos décadas anteriores a la
segunda Guerra Mundial. En contraste con la escasa preparación de la mayoría de los
mayistas, aquellos epigrafistas, en particular, estaban completamente familiarizados
con las escrituras del Viejo Mundo, como la cuneiforme asiria y el egipcio, y tenían
una buena idea de la estructura de los sistemas primitivos. Irónicamente, para los
hititólogos, la «Piedra Roseta» apareció después de hacerse el desciframiento: fue el

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hallazgo, hecho en 1947, de las inscripciones bilingües, en fenicio y jeroglífico, de
Kul Tepe, en las montañas surorientales de Turquía, que confirmaron lo que aquel
admirable equipo había encontrado.

¿Se ha descifrado realmente la escritura maya? ¿Hasta qué grado podemos leerla en
realidad (lo que es distinto de saber simplemente su significado)? La respuesta a estas
preguntas depende en gran parte de que se esté hablando de los textos —en
monumentos, códices y cerámica— o sólo de los signos per se. He visto estimaciones
modernas de que se puede leer alrededor de 85 por ciento de todos los textos en una u
otra lengua maya y, desde luego, hay ciertos textos monumentales que casi se pueden
leer in toto; algunos de ellos son de extensión considerable, como el tablero de 96
jeroglíficos de Palenque.[106] Pero si se trata sólo de los signos, tal como aparecen en
el catálogo de Thompson, entonces es otra cuestión.
Hay alrededor de 800 signos en la escritura jeroglífica maya, pero entre ellos se
incluyen muchos logogramas arcaicos, en gran parte nombres reales, que se usaron
una sola vez y que luego cayeron en desuso general. Muchos epigrafistas le dirán a
usted que, en cualquier momento de la historia de la cultura maya, sólo se usaron en
realidad alrededor de 200 o 300 glifos y que algunos de ellos con toda seguridad
fueron alográficos u homofónicos. El número de signos es, por tanto, mucho más
reducido que aquel que debían aprender en la escuela los escribas egipcios; si el
lector vuelve atrás para mirar la tabla de la página 51, verá que ese número es
comparable con el del cuneiforme sumerio o el del Hitita jeroglífico. Cifras como ésa
deberían haber convencido, mucho tiempo atrás, a los epigrafistas mayas de que se
hallaban ante una escritura logofonémica o logosilábica.
Se sabe que más de 150 de esos aproximadamente 800 signos tienen función
fonético-silábica. El tipo de sus valores fonéticos es abrumadoramente el de
consonante y vocal, con excepción de los que equivalen a las puras vocales. Como en
muchas otras escrituras primitivas, hay considerable polivalencia, incluyendo tanto
homofonía (varios signos con la misma lectura) como polifonía (varias lecturas para
el mismo signo). La polivalencia también podría dar por resultado un signo que
tuviera funciones tanto logográficas como silábicas. Reconocidamente, en el cuadro
silábico todavía quedan algunos espacios en blanco: de las 90 casillas posibles
basadas en la estructura fonémica del maya cholano y yucateco, 19 están en blanco,
pero me inclinaría a predecir que pronto serán llenadas.
Como hemos visto en el capítulo I, ningún sistema de escritura es realmente
completo, por cuanto a que exprese visual mente cada rasgo distintivo de la lengua
hablada. Siempre falla algo, por lo que se deja que el lector llene las lagunas a partir
del contexto. Por ejemplo, el maya yucateco posee dos tonos que son fonémicos,
pero, hasta donde yo sé, en los códices no se les escribe de ninguna manera. Aunque
la pausa glótica sea importante en todas las lenguas mayas, más que inventar para ella
un signo especial, los amanuenses la escribían repitiendo dos veces la vocal tras la

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cual aparece: de ese modo, por mo, «guacamayo», escribían m(o)-o-o.
No veo ningún indicio claro de que los mayas usaran taxogramas en su escritura,
esto es los «determinativos» o «radicales» que usaron los escribas del Viejo Mundo
para indicar la clase semántica de fenómenos a la que pertenecían sus palabras
escritas fonéticamente. En cierta ocasión, sospeché que el llamado signo de «grupo
de agua», puesto como prefijo a los Glifos Emblema, habría tenido que desempeñar
esa función, pero también ha caído ante las arremetidas del análisis fonético y en la
actualidad debe leerse como kul o ch’ul, «sagrado». Como no era mudo, no puede
haber sido un taxograma, basándonos en su definición.
Para satisfacer a sus patrones reales —y familiares, pues ellos también
pertenecían a ese estrato social más elevado— los amanuenses jugaban con la
escritura, pasando una y otra vez de la dimensión puramente semántica a la
puramente fonética, con etapas intermedias entre una y otra. Ese aspecto lúdico de la
escritura se demuestra elegantemente gracias a las diferentes grafías de nombres
reales, como el de Pacal de Palenque y el de Yax Pac de Copan. Para satisfacer
demandas estéticas, ocasionalmente se podían intercambiar signos dentro de los
bloques glíficos, cambiando su orden, como lo habían hecho los escribas egipcios
milenios atrás a lo largo de las márgenes del Nilo. Y dos signos contiguos podían
combinarse en uno solo, al capricho del amanuense, como en el glifo para el
«asentamiento» de un periodo de tiempo. Todo ello era predecible a partir de los
sistemas de escritura del Viejo Mundo.

Figura 66. Combinación de signos en la escritura maya. Los


cuatro ejemplos se leen chum tun, «asentamiento del tun».

Representando morfemas enteros, los logogramas podrían haber tenido dificultad


para el lector maya, pero antes o después de ellos, cuando no en ambos casos, se
hacía uso extensivo de complementos fonéticos para ayudar a leerlos, y esos
«apoyos» con frecuencia han llevado al epigrafista al desciframiento de tan difíciles
signos. Los signos fonético-silábicos también se usaban para expresar terminaciones
gramaticales de raíces logográficas. Pero siempre puede haber algún residuo de
logogramas que nunca podrán leerse, aunque podamos imaginar su significado
aproximativo; en su mayoría, según puede predecirse con seguridad, serán

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Figura 67. Grafías alternativas para balam, «jaguar». A voluntad,
el amanuense podía escribirlo de manera puramente logográfca,
logográficamente con complementos fonéticos o de manera
puramente silábica.

signos del nombre de gobernantes que adoptan la forma de cabezas de animales


fantásticos, difíciles de encontrar en la naturaleza, y que nunca aparecen escritos
fonéticamente ni con complementos fonéticos. Esos glifos «únicos en su género»
desafían el análisis.
Ahora bien, los amanuenses mayas podrían haber escrito cualquier cosa
expresada en su lengua, usando sólo el signario silábico, pero no lo hicieron, como
tampoco los japoneses con sus signos de kana, ni los sumerios o los hititas con sus
silabarios, o bien los egipcios con su repertorio de signos consonánticos. Los
logogramas simple y sencillamente tenían demasiado prestigio para ser abolidos. Y,
¿por qué tendrían que haberlo sido? «Una imagen vale por mil palabras», dice el
proverbio, y los logogramas mayas, como sus equivalentes egipcios, suelen ser
singularmente pictóricos y, por ende, más directamente informativos que una serie de
signos fonéticos abstractos; por ejemplo, los mayas podían escribir, y a veces
escribieron, balam, «jaguar», silábicamente como ba-la-m(a); pero, usando una
cabeza de jaguar para balam, el amanuense podía tener la palabra deseada de una
manera más expresiva.
A decir verdad, entre los mayas del Clásico y los del Posclásico no había
diferencia entre la representación escrita y la pictórica. Como en el antiguo Egipto,
los textos suelen llenar todos los espacios que en realidad no ocupan las imágenes, e
incluso pueden aparecer como frases nominales en los cuerpos de las figuras de
cautivos. Son relativamente escasos los textos Clásicos sin imágenes; los tableros del
Templo de las Inscripciones y los 96 jeroglíficos, unos y otros de Palenque,
constituyen notables excepciones. Ello es válido tanto para los monumentos Clásicos
como para los códices Posclásicos que se conservan, lo cual no es sorprendente si
consideramos que el artista y el amanuense eran una sola y única persona.
¿Y qué dicen los textos ya descifrados? Tengamos presente que muchos miles de
códices de papel de corteza, que antaño se usaron entre los mayas Clásicos,
desaparecieron casi sin dejar rastro. Lo que nos queda son cuatro libros en diversos
estados de integridad o de deterioro, textos sobre cerámica y otros objetos portátiles
(que en gran parte provienen del comercio de antigüedades), además de inscripciones
monumentales muchas de ellas gastadas por la intemperie hasta quedar

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irreconocibles. Todas las cuales son, seguramente, una muestra muy parcial de lo que
escribieron realmente los antiguos mayas. Desaparecieron para siempre las
composiciones puramente literarias (entre las que deben haberse incluido la épica
histórica y la mitología), los registros económicos, las operaciones con bienes raíces
y, estoy seguro, la correspondencia personal y diplomática. Los libros y otros
documentos escritos deben haber circulado libremente por todas las tierras bajas
mayas, pues, ¿de qué otro modo habría podido la civilización maya Clásica haber
alcanzado su unidad cultural y científica ante una balcanización política demostrable?
Pero, gracias a las vicisitudes del tiempo y a los horrores de la invasión española,
desaparecieron lodos esos preciosos documentos. Ni siquiera el incendio de la
biblioteca de Alejandría arrasó de manera tan absoluta como ésta la herencia de una
civilización.
Las inscripciones monumentales, en estelas, altares, dinteles, tableros de piedra y
cosas por el estilo, ofrecen testimonios públicos de hazañas reales, de descendencia y
de otros asuntos (sobre todo, la guerra) que, como esas «carteleras» permanentes del
Viejo Mundo, suelen ser sumamente parsimoniosas en lo que dicen. Ciertamente
mantienen al mínimo adjetivos y adverbios, al buen estilo de Hemingway. Las
manifestaciones monumentales casi siempre empiezan por una expresión
cronológica, para luego seguir con un verbo de acaecimiento, un objeto (si el verbo es
transitivo) y un sujeto; después, pasan (o regresan) a otra expresión temporal y a otro
señalamiento. La fig. 68 da un ejemplo de ese tipo de inscripciones, tomado de
Piedras Negras.
En cuanto a los códices que aún existen, todos ellos del Posclásico, sólo tres
tienen textos de alguna longitud; son breves, pero de estructura muy semejante a la de
las inscripciones Clásicas, aunque por su contenido no sean abiertamente históricos,
sino religioso-astronómicos. Por ejemplo, el Códice de Dresde contiene 77
almanaques basados en el calendario de 260 días, en los cuales se asocian
determinados días con dioses específicos y augurios apropiados; ceremonias de Año
Nuevo; tablas de Venus y de eclipses; y tablas de multiplicar vinculadas con el
calendario y con los movimientos de los planetas.[107]
En la actualidad, entendemos que los textos sobre cerámica constituyen por sí
solos una clase aparte. Aunque todavía quede mucho por saber al respecto, la
Secuencia Normal Primaria es, al parecer, una especie de señalamiento dedicatorio de
la vasija, que nombra a su forma, a su contenido y a su dueño, como lo hace la
rotulación de nombres para otros tipos de objetos, desde estelas hasta artículos de
joyería personales. Por mi parte, creo que el futuro estudio de los Textos Secundarios,
que se vinculan directamente con las escenas de las vasijas, revelarán algún día todo
un mundo de pensamiento que pueden haber contenido los códices rituales de las
tiernas bajas Clásicas, desaparecidos mucho tiempo atrás. La lectura del glifo de uay,
descrita en el capítulo anterior, de seguro ha dado a los epigrafistas, a los
historiadores del arte y a los estudiantes de la religión de los mayas algo en que

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pensar.
Dice un proverbio sumerio de hace 4000 años: «Un escriba cuya mano iguala a la
boca en verdad es un escriba» (Green, 1981: 359). No hay duda de que la escritura
jeroglífica maya «iguala a la boca»; tal como lo habían dicho siempre lingüistas de la
talla de Archibald Hill, Benjamin Whorf y Floyd Lounsbury, esa escritura en gran
parte es la forma visible del maya hablado, tanto como la nuestra lo es del inglés
hablado.
Una reunión de alrededor de 175 lingüistas, historiadores del arte, epigrafistas,
arqueólogos y aficionados, que tuvo lugar a principios de 1989 en la Universidad de
California en Santa Bárbara, mostró exactamente lo que ello significa y en dónde
puede ubicarse el futuro del desciframiento maya. Como los textos monumentales
contienen historias de gente y de hechos reales, informó Sandra Blakeslee (1989) en
el New York Times, los lingüistas especializados han pensado que deben reflejar la
lengua real. En esta avanzada etapa del desciframiento, ha quedado claro que los
epigrafistas van a tener que descender a los «detalles de espulgador de la lengua
registrada», según expresión de David Stuart.
En la reunión de Santa Bárbara, el propio David fue blanco de la crítica bien
intencionada del lingüista Nicholas Hopkins, experto en lenguas cholanas, por no
haber prestado suficiente atención, en sus «Diez glifos fonéticos», al Principio de
Sinarmonía de Knorosov. Hopkins señaló que, cuando los amanuenses violan de
manera evidente esa regla, existe alguna explicación lingüística válida para hacerlo;
por ejemplo, cuando escriben mut, «ave» o «augurio», como mu-t(i), en vez del
predecible mu-t(u), es porque las lenguas mayas occidentales, entre ellas el chol, usan
vocales delanteras altas (por ejemplo, la i) como vocales eco después de una
consonante alveolar (como la t). Cuando David quiere leer u dzi-b(i) y u dzi-b(a)
como u dz'ib, «su escritura», acierta en la primera lectura, pero falla en la segunda,
que bien puede ser un verbo y no nombre de algo que se posee: u dziba, «él lo
escribió» (Hopkins, s. f.).
Ello nos trae al análisis del discurso, especialidad de Katheryn Josserand, esposa
lingüista de Hopkins. Un discurso es un texto coordinado, no sólo una palabra o un
enunciado, por ejemplo, una conversación entre dos personas, una narración oral, una
oración o incluso una profecía; todos éstos son tipos de discursos que se usan entre
los majas contemporáneos y que han recibido creciente atención por parte de los
lingüistas. Además, la época colonial es rica en textos históricos y proféticos de
Yucatán: los famosos Libros de Chilam Balam, «el Profeta Jaguar»; mientras que, de
las tierras altas, tenemos grandes obras épicas como el Popol Vuh, analizado y
traducido por Dennis Tedlock (1985), especialista en literaturas americanas nativas.

ESTELA 3 DE PIEDRAS NEGRAS


Lectura en maya chol y traducción por cortesía de Linda Schele

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Sinopsis

El 9.12.2.0.16 5 Cib 14 Yaxkín (7 de julio de 674), la señora Katún Ahau


nació en un lugar llamado Man que, según se cree, queda entre Piedras Negras
y Yaxchilán. Cuando apenas tenía doce años de edad, el 9.12.14.10.16 1 Cib
14 Yaxkín, fue casada («adornada») con el heredero directo del;. trono de
Piedras Negras, Yo’ Acnal, quien subió al poder 44 días después. A la edad de
33 años, el 9.13.16.4.6 4 Cimí 14 Uo (22 de marzo de 708), la señora Katún
Ahau dio a luz a una niña, la señora Kin Ahau, del linaje de la Tortuga de
Piedras Negras. Tres años después, la señora Katún Ahau, poderosa reina toda
su vida, celebró una ceremonia llamada «toma del bastón», el 9.13. 19.13.1 11
Tmix 14 Yax. El katún corriente terminó, como señala el texto, 99 días
después, el 9.14.0.0.0 6 Ahau 13 Muán (5 de diciembre de 711). En la escena
inferior, la reina y la señora Kin Ahau, de 3 años de edad, aparecen sentadas
en un trono.

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Figura 68. Estela 3 de Piedras Negras: ejemplo de un texto
completo, de su lectura y de su traducción.

Lo que presentó Josserand en Santa Bárbara fue la aplicación de ese análisis a


textos glíficos largos, como los de Palenque, para «fastidiar el significado», según
dice Sandra Blakeslee. El análisis consiste en «rastrear al participante», tratando de
identificar a los protagonistas de los hechos, cuando los nombres de los actores no
siempre son explícitos.
He aquí cómo resolvió Josserand el problema, según Blakeslee:

La información sobre antecedentes [ordenada cronológicamente por los Indicadores de Fecha Anterior]
a menudo está indicada por un sufijo, cierto glifo cuyo valor fonético era -ix… Un prefijo verbal, i-, indica
que la acción se vincula a la linea de la historia principal o a un nuevo dalo.
Dividiendo los textos en trozos por medio de esas marcas, dijo Josserand, es posible encontrar el
acontecimiento culminante del relato. Cuando los amanuenses mayas Legan a la parte más importante de la
historia… no mencionan el nombre del ador principal. El lector o el escucha debe saber ese nombre desde
alguna parte anterior de la historia.

Ya sabemos que los textos de los monumentos y de los códices siguen las (para
nosotros) peculiares reglas de la gramática maya, pero este tipo de análisis es nuevo y
constituye una gran promesa para el futuro. Una de sus aplicaciones podrían ser los
espinosos problemas planteados por los dinteles esculpidos durante el Clásico
Terminal en Chichén-Itzá, en los que hasta tres actores, posiblemente hermanos
cogobernantes, pueden aparecer en una sola inscripción.

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Veamos ahora el problema de la capacidad de leer y escribir. Fuera de los
amanuenses y de los gobernantes, entre la población en general, ¿quién era capaz de
leer todos aquellos textos? La opinión prevaleciente entre los mayistas siempre ha
sido que la posibilidad de leer y escribir se limitaba a una mínima parte de la
población.[108] Ello tal vez haya sido válido para los mayas de Yucatán
inmediatamente anteriores a la Conquista, acerca de los cuales escribió Landa, pero
su cultura se hallaba entonces en un estado de decadencia y tal vez no necesariamente
sea aplicable a los mayas Clásicos.
Una gran parte de la especulación ilustrada a ese respecto proviene tanto de una
época en que todavía no se descifraba la escritura, como de un medio intelectual en
que se exageraban considerablemente las dificultades y la torpeza general de los
sistemas de escritura logogríficos.
Los epigrafistas como Ignace Gelb[109] denigraban consistentemente esos
sistemas y consideraban la invención del alfabeto como un mecanismo activador para
la difusión de la lectura y la escritura en todo el mundo, posición ésta que abrazó
subsecuentemente el antropólogo social Jack Goody (1977: 82-83), quien estaba
convencido de que los mayas habían escrito con «cuerdas anudadas». Pero la
proporción de personas que leen y escriben poco o nada tiene que ver con la clase de
sistema de escritura que se use y sí mucho con! a cultura en la cual se vive. La tasa de
seres con capacidad de leer y escribir más alta del mundo es la de Japón, que usa una
escritura logosilábica, y una de las más bajas es la de Irak, que tiene el alfabeto árabe.
Sospecho que la escritura maya no era tan difícil de aprender o, por lo menos, de
leer: en sus merecidamente famosos talleres, cada uno de los cuales duraba un solo
fin de semana, Linda Schele ha enseñado a varios miles de insignes aficionados a
examinar textos mayas. Simple y sencillamente no puedo imaginar que el hombre o
la mujer mayas de la calle miraran una estela esculpida y pintada de colores
brillantes, sin que, por lo menos, pudieran leer la fecha, los acontecimientos y los
nombres de los protagonistas que se daban en ella, particularmente cuando los
acompañaba una imagen, corno casi siempre ocurría. Desde luego, todas las
escrituras son más difíciles de escribir que de leer, por lo que probablemente eran
unos pocos afortunados los que sabían leer y escribir enteramente en ese sentido: no
es sorprendente que los amanuenses, los ah dzib, pertenecieran a la casta real.

Desde los años veinte, siempre ha habido exposiciones públicas de arte


precolombino, pero ninguna ha causado el impacto intelectual de una titulada La
sangre de los reyes (Schele y Miller, 1986); el espléndido catálogo resultante de
aquella innovadora exposición revolucionó la manera en que pensarnos acerca de los
mayas Clásicos. Nutrido de la investigación más reciente sobre la escritura
jeroglífica, por primera vez ese catálogo permitió a la antigua elite de las ciudades
mayas manifestar sus propios intereses y sus propias metas, por medio de algunos de
los objetos más espléndidos que jamás se hayan reunido bajo un mismo techo. En el

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sumamente crítico mundo de los museos, aquella exposición fue reconocida
universalmente como algo devastador.
La exposición fue hija intelectual de Linda Schele y Mary Miller y se inauguró en
1986, en el espléndido Museo de Arte Kimbell, de Louis Kahn, en Fort Worth, Texas.
Mi colega Mary Miller, en la actualidad profesora de Historia del Arte en Yale, fue
introducida por Gillet Griffin
4 Véase de Gelb (1950: 236-247) el capítulo titulado «The future of writing».

en el mundo del arle precolombino, en Princeton, pero hizo su carrera de


posgrado en Yale, en donde obtuvo un doctorado en historia del arte, escribiendo su
tesis sobre los murales de Bonampak. Instruida enteramente en los glifos mayas, era
la persona idónea para colaborar en una exposición de ese tipo, nutrida de los últimos
adelantos de la epigrafía y la iconografía mayas.
Básicamente, la imagen de los mayas Clásicos que nuestra pareja presentó al
mundo fue una serie de sociedades monárquicas, cuyas obsesiones principales eran la
sangre real (la descendencia) y la conquista sangrienta. Por medio de una multitud de
los objetos mayas más herniosos que jamás se hayan reunido en un mismo sitio, las
organizadoras hablaron de un sangrado penitencial de lo más apropiado para poner
los pelos de punta, de tortura y de sacrificio humano, todo lo cual basado firmemente
en lo que en realidad dijeron los mayas Clásicos de sí mismos. Ciertamente, no
fueron éstos los pacíficos mayas acerca de los cuales hablaban Morley y Thompson
con entusiasmo extravagante. Gracias a los numerosos e informativos dibujos de
Linda, el catálogo es mina de información acerca del arte y de la vida de la elite que
gobernó las ciudades mayas, en tanto que la exposición en sí, debido a una línea
narrativa estrictamente organizada, fue la primera en presentar el arte precolombino
como algo más que una colección de obras maestras un tanto bárbaras y aterradoras.
El desciframiento había hecho posible todo aquello.
De todas (o casi todas) parles llegaron espaldarazos. En un largo ensayo
publicado en el New York Review of Books, en donde reprendía a sus compatriotas
por prestar demasiado poca atención a los antiguos mayas, el distinguido escritor
mexicano Octavio Paz (1987) elogió el catálogo en los términos más calurosos. Por
otra parte, podía oírse el rumor proveniente de las alas: definitivamente, todo aquello
no iba muy bien para ciertos historiadores del arte, cuyas narices habían sido
descoyuntadas. Un reseñador particularmente acerbo incluso llegó a sugerir que
Schele y Miller se habían valido de la exposición para promover sus propias carreras
y hacer la vida más difícil a aquellos historiadores del arte precolombino que no eran
mayistas.
Pero aquello no era nada comparado con lo que estaba preparándose entre
nuestros amigos, los arqueólogos de campo.

Cualquiera habría pensado, razonablemente, que el desciframiento de la escritura


maya habría sido acogido con los brazos abiertos por los arqueólogos. ¡Ni en lo más

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mínimo! La reacción de la fraternidad (y de la sororidad) excavadora, ante el
desarrollo más interesante en la arqueología del Nuevo Mundo durante este siglo, ha
sido… la repulsa. No es que pretendan, como los adversarios de Champollion, que no
ha ocurrido el desciframiento, sino que sólo creen que no vale la pena enterarse (por
lo menos abiertamente).
En cierto modo, los arqueólogos mayistas no son culpables de su triste
predicamento. Al mismo tiempo que los permisos de excavación de gobiernos
extranjeros (particularmente en México) son tan escasos como los proverbiales
dientes de las gallinas, han venido menguando las fuentes de financiamiento público
para excavar. Como resultado, la competencia por esos escasos recursos ha alcanzado
extremos febriles, y entre los mayistas ha surgido una especie de lucha interna
vindicativa que nunca existió en tiempos de la Carnegie. Para que esto no se tome
como ficción de mi parte, permítaseme mencionar cierta situación que se produjo
hará unos años en Harvard. El puesto principal en arqueología maya, la Cátedra
Charles Bowditch, estaba a punto de quedar vacante, con el inminente retiro de
Gordon Willey, la cabeza reconocida en el campo. Para llenarla, un comité nombrado
por el rector hizo una breve lista de candidatos e invitó a los mayistas a hacer una
evaluación de las personas que figuraban en ella. ¿Los resultados? Se informa
detalladamente que, molesto por la suciedad y la grosería de las cartas, el rector
señaló que nunca en su vida había visto nada igual. Los respondedores fueron como
tiburones en frenesí de alimentación y las aguas académicas quedaron tintas en
sangre. Ocioso es decir que no se llenó la vacante.
Debido, en parte, al creciente número de nuevos doctores que salían de las
universidades norteamericanas, había cada vez más arqueólogos con cada vez menos
que estudiar y cada vez menos que decir acerca del pasado de los mayas. Empezaba a
parecer que había quedado atrás la era del descubrimiento arqueológico. Sin nada
mejor que hacer, los excavadores especulaban acerca del colapso maya. La nueva
generación de arqueólogos podía dirigir el proceso de financiamiento (participaba en
todos los comités pertinentes), la publicación (integraba los consejos editoriales de
las revistas) y la promoción académica (detentaba los puestos inamovibles en los
mejores departamentos); pero no encontraba mucho con que ganarse el interés del
público.
Compárese lo anterior con lo que ocurría en la epigrafía y en la iconografía y será
comprensible el pique de los arqueólogos de campo. He aquí a un hatajo de extraños
con máxima cobertura en los diarios y en las revistas, que nunca tenían que soportar
el calor, las picaduras y las enfermedades gastrointestinales endémicas en la
excavación de campo, que nunca habían tenido que encontrar su camino entre
montañas de monótonos tiestos y de astillas de obsidiana. He aquí a una persona
como Linda Schele, quien llenaba enormes auditorios a su máxima capacidad
adondequiera que fuese, ¡y ni siquiera era graduada en antropología! Era injusto.
Los esgrimidores de almocafres finalmente cobraron venganza en Dumbarton

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Oaks, durante una conferencia efectuada a principios de 1989. Se llamó «En vísperas
del colapso: sociedades mayas antiguas en el siglo VIII d. C.» No estuve allí
(afortunadamente), pero poca duda cabe de que toda la conferencia fue una reacción
negativa contra el desciframiento y La sangre de los reyes. Si bien Mary Miller y
David Stuart aparecían en la lista de oradores, se les limitó únicamente a la
aportación de datos, en tanto que Linda —sin discusión la experta número uno en el
asunto— fue excluida de la tribuna (aunque de todos modos asistió y se sentó entre el
público).
Fue palpable la hostilidad al desciframiento y a la idea nada ilógica de que los
propios mayas Clásicos tal vez tuvieran algo interesante que decir al respecto. Un
especialista ampliamente conocido se las arregló para presentar un trabajo de 44
páginas, sobre la organización política de los antiguos mayas, en el que no se
mencionó una sola vez el desciframiento ni se indicó que todas las novedades se
habían encontrado en las inscripciones, a partir del trabajo de Berlin y
Proskouriakoff, durante las décadas de los cincuenta y los sesenta. Era el enfoque de
la frialdad. Pero la actitud prevaleciente hacia el hecho demostrable de que ya se
podían leer las inscripciones fue ligeramente distinta: sí, ahora se puede leer Ja cosa,
¡pero todo es una bola de mentiras! Y, de todos modos, ¿quién puede confiar en lo
que dijeron aquellos políticos Clásicos?
El golpe final en la conferencia fue asestado por su relator: las inscripciones
mayas eran «epifenoménicas», palabra de poca monta que significa que la escritura
maya sólo tiene aplicación marginal, por ser secundaria respecto a aquellas
instituciones más primordiales —la economía y la sociedad— tan bien estudiadas por
los arqueólogos de campo.
En otras palabras, ¡uvas verdes! Si nosotros los excavadores que tenemos las
cartas en la mano nos molestáramos en aprender a leer los textos, éstos no nos dirían
nada importante, y nosotros habríamos perdido nuestro valioso tiempo. Pero, como
un joven epigrafista, presente en aquella reunión de do, me escribió posteriormente,

Esta gente ha malentendido y subestimado fundamentalmente la prueba histórica y textual. ¿No habrán
oído hablar de historiografía? ¿No existen acaso otras líneas de indicios igualmente equívocas? ¿No
deberíamos nosotros estar atentos al modo en que otros estudiosos abordan otras civilizaciones
alfabetizadas, corno las de Mesopotamia y China? Podríamos sacar de allí importantes lecciones.
Es gente incapaz de criticar la epigrafía en sus propios términos. ¿Quién niega que haya problemas de
interpretación? Sin embargo, la descalificación absoluta de todo un conjunto de datos es tan disparatada
como antiintelectual. Que primero aprendan cómo leen los glifos los epigrafistas; y que luego critiquen.

Creo que el problema subyace en algo todavía más profundo, en la incapacidad o


en la mala voluntad de los arqueólogos con preparación antropológica para admitir
que trabajan con vestigios de personas reales, que alguna vez vivieron y hablaron;
que aquellos antiguos reyes, reinas, guerreros y amanuenses fueron realmente indios
mayas y que vale la pena escuchar sus palabras.
Actualmente, en las revistas dominadas por arqueólogos de campo se ha llegado a

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la fase final de la repulsa: aunque toda esa epigrafía, todo ese arte y toda esa
iconografía no fueran sólo baratijas y tonterías, aunque los textos no fueran
mendaces, no representan la verdadera cultura y la organización social de los mayas:
en palabras de uno de los participantes en la conferencia, en los textos ni siquiera se
menciona a la «inmensa mayoría» de la población maya. ¡Claro que no! Tampoco los
millones de fellahin que construyeron las pirámides y los palacios de Egipto son
mencionados en las inscripciones reales del Nilo, ni las multitudes de campesinos que
trabajaban las tierras de los reyes hititas aparecen en sus relieves monumentales.
Lo que esa perspectiva populista, tan común entre los arqueólogos, pasa por alto
es que, en las sociedades preindustriales no democráticas, con un nivel de
organización estatal, grandes partes de la cultura son generadas en realidad por las
cortes reales y por la elite en general. Un ahau maya podía decir con confianza:
L'Étai, c'est moi, y dudo que el campesinado maya hubiera estado en desacuerdo. Los
intereses de un gobernante como Pacal, de Palenque, eran los intereses de todos, y no
por ello pierden su tiempo los mayistas que escogen concentrarse en Pacal y no en
tópicos como los patrones de asentamiento rural o la tipología de la cerámica
utilitaria.

En mi opinión, por más que «las carretas se pongan en círculo», ni siquiera una
conferencia como la de do podrá descarrilar el progreso continuo del desciframiento.
Como me dijo en cierta ocasión Linda Schele: «El desciframiento ha ocurrido. Hay
dos modos de reaccionar ante él. Uno es aprovecharlo, de suerte que, si alguien no
puede hacerlo por sí mismo, debe tener a su lado a a guien que pueda. El otro es
desconocerlo, tratar de destruirlo, básicamente, descalificarlo».
Al entrar en el tercer milenio, el ejemplo de cómo hacerlo adecuadamente ha sido
puesto por arqueólogos como Bill Fash en Copán, Arthur Demarest en Dos Pilas y en
los sitios del Petexbatún, además de Diane y
Arlen Chase (1987) en Caracol:[110] en esos sitios, la epigrafía ha sido auxiliar de
la arqueología de campo en casi todos los pasos del proyecto, tal como ha ocurrido
desde el siglo pasado en Egipto, en Mesopotamia y en China.
Pero el tipo de capacitación que se da a los mayistas también tendrá que tomar un
nuevo derrotero. En la actualidad, siento mucho informar que la mayoría de los
arqueólogos de campo son casi totalmente iletrados en escritura maya, salvo por una
posible habilidad para reconocer las fechas de Cuenta Larga en una inscripción.
Pocos o ninguno de ellos tienen el menor conocimiento de una lengua maya.
Compárese esto con lo que tiene que saber un asiriólogo antes de obtener un
doctorado: el candidato debe haber dominado tanto el sumerio como el acádico y
tener buenas bases de una o más lenguas semíticas. Imagínese a alguien que se llame
egiptólogo y no pueda leer una inscripción jeroglífica, ¡o a un sinólogo mudo en
chino! ¿Cómo pueden los especialistas iletrados estudiar civilizaciones que sabían
leer y escribir? Puedo predecir que todo eso tendrá que cambiar, para bien.

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Desde luego, la lingüística desempeñará un papel aún más importante en el
futuro, a medida que se afinen las lecturas y que nos dediquemos al análisis de textos
enteros y no a glifos o a frases individuales. Para entender mejor las inscripciones
antiguas, los epigrafistas tendrán que trabajar de manera más estrecha con los
narradores, los chamanes y otros especialistas mayas contemporáneos. David Stuart
seguramente tiene razón al decir que ni siquiera hace unos años podía nadie predecir
que la escritura fuese tan fonética; y lo era mucho en las inscripciones muy antiguas.
Según David: «En la actualidad, sólo pasamos por una etapa de transición. ¡Creo que
podremos leer literalmente la cosa como nunca imaginamos!»
Mi primera visita a Yucatán y mi introducción a los antiguos y los modernos
mayas tuvieron lugar en las vacaciones de Navidad de 1947, cuando todavía
estudiaba la especialidad de inglés en Harvard. Poco o nada sabía de la civilización
maya, apenas lo que había pescado de algunos libros de viajes Baldíes que pedí
prestados en la Biblioteca Widener. Errando por las ruinas de Chichén-Itzá, me topé
con el gran complejo de las Monjas, al sur del grupo principal, con sus numerosos
dinteles de piedra inscritos con aquellos (para mí) extraños caracteres. En mi
inocencia me preguntaba si los arqueólogos realmente podían leer lo que estaba
escrito en ellos, cuando se presentó un norteamericano, fotógrafo de cine en
Hollywood. Ante mis propios ojos, pasó la mano sobre los glifos de cada dintel y me
leyó exactamente lo que decían. Me quedé pasmado de admiración: ¡debía ser todo
un genio! Sólo después, cuando volví a Cambridge y conocí a algunos arqueólogos
verdaderos, descubrí que eran puros disparates. De principio a fin. Ni siquiera los
especialistas podían leer entonces aquellos dinteles.
Sin embargo, en la actualidad, cosa de 45 años después, si usted encuentra a
alguien que haga exactamente aquello —leer los otrora mudos textos en auténtico
maya yucateco—, no tiene usted razón de no creer. En uno de los mayores logros
intelectuales de nuestro siglo, el código maya fue descifrado al fin.

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EPÍLOGO

LOS ojos azules de Yuri Valentinovich Knorosov aún miran más allá del río Neva,
pero ahora no está en Leningraclo, sino en San Petersburgo: mucha agua ha corrido
bajo el cercano puente desde que lo vimos la última vez. A su héroe, Pedro el
Grande, se le han devuelto su ciudad y su santo patrón. Y el hombre que nos permitió
leer los glifos mayas por fin pudo detenerse a la sombra de las pirámides mayas: a
fines de 1990, fue invitado a Guatemala para recibir del presidente Cerezo una
medalla de oro. Después de la ceremonia, visitó Tikal y Uaxactún, junio con su joven
colega Calina Yershova y el esposo guatemalteco de ésta. Con característica
contrariedad rusa, se quejó ante sus compañeros de viaje de que todo aquello no fuera
distinto de lo que había leído al respecto en los libros.
Luego, poco después de que Cerezo dejara el cargo, recibieron una siniestra
llamada telefónica en la ciudad de Guatemala: abandonen territorio guatemalteco en
72 horas o morirán. Knorosov y sus amigos se ocultaron inmediatamente, luego
huyeron del país de los mayas… y de los escuadrones de la muerte derechistas que se
habían propuesto extirpar todo lo que quedaba de la cultura maya y a los mayas
mismos. El hombre que había hecho posible que los antiguos amanuenses mayas
hablaran con voz propia aún no podía caminar libremente por las ciudades en que
ellos habían vivido.
Pero, ¿quién puede saberlo? Tal vez todos nos encaminemos a la destrucción. Los
sabios mayas de todo Yucatán predicen que el mundo acabará en el año 2000 y pico.
¿Cuántos años será ese «pico»? El Gran Ciclo del calendario maya, que surgió de las
tinieblas el 13 de agosto de 3114 a. C., tocará a su fin al cabo de casi cinco milenios,
el 23 de diciembre de 2012 d. C., cuando todavía vivan muchos de los que lean este
libro. Ese día, a decir de los antiguos amanuenses mayas, se cumplirán 13 ciclos, 0
katunes, 0 tunes, 0 uinales y 0 kines desde que comenzó el
Gran Ciclo. Sera un día 4 Ahau 3 Kankín regido por el Dios Sol, noveno Señor de
la Noche. La luna tendrá ocho días de edad y corresponderá a la tercera lunación de
una serie de seis. ¿Qué sucederá entonces? Dice una profecía de katún del Libro de
Chilam Balam de Tizimín (Edmunson, 1982: 4.1):

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APÉNDICE A. «EL ORDEN DE DISCUSIÓN
SUGERIDO» DE PROSKOURIAKOFF

Nota: este plan general fue preparado por Tatiana Proskouriakoff para la Mesa
Cuadrada organizada por estudiantes en el Museo Peabody de la Universidad de
Harvard, durante el año académico de 1956-1957. Es notable por su clara visión del
futuro del desciframiento maya. En la actualidad, llamaríamos «logogramas» a sus
«ideogramas».

ORDEN DE DISCUSIÓN SUGERIDO


Para la Mesa Quadrada (sic) sobre el desciframiento de la escritura maya
Observaciones preliminares

La estructura de los sistemas jeroglíficos según Knorosov:


1. Similitud esencial de todos los sistemas jeroglíficos.
2. Elementos constitutivos:
a. Ideogramas: palabras.
b. Fonogramas: silábicos, fonémicos.
c. Determinativos: adicionales a los anteriores, se refieren sólo al significado.
3. Un signo determinado puede adoptar distintas funciones en diferentes contextos.

Peculiaridades del sistema maya, según Knorosov:


1. Fuerte componente fonético.
2. Indicador semántico (no siempre presente): indica si el signo es ideograma,
fonograma o determinativo. Es específico para un signo.
3. Las partículas más comunes tienen valor constante.
4. Orden de lectura de izquierda a derecha y de arriba abajo, con variaciones
ocasionales de la manera siguiente:
a. Los determinativos no tienen posición fija.
b. Rotación de signos 90 o 180 grados.
c. Inversiones (del orden de los signos).
d. Omisiones de sonidos (¿abreviaturas?).
e. Ligaduras (una parte común a dos signos).
f. Inserciones de un signo en otro (el signo insertado debe leerse al final).
g. Adiciones de complemento fonético (fonema final repelido habitualmente).
5. Variación de valor vocálico en las sílabas.
a. No hay diferencia entre vocales largas y cortas.
b. Discrepancias debidas a sustituciones fonéticas.
c. Intermutabilidad aparentemente intrínseca.
d. Eliminación de la última vocal al final de la palabra por un fonema

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consonántico. Habitualmente el valor silábico repite la vocal anterior (sinarmonía).

Discusión
1. Estructura teórica de otros sistemas propuestos o implícitos:
a. Pictográficos o ideográficos; ya no son sostenibles.
b. Sistema de Whorf (énfasis fonético) (Carroll).[111]
c. El de Thompson (énfasis ideográfico) (¿Thompson?).
d. Barthel (Kelley). D. Kelley (Kelley).
2. Asumiendo la premisa de Knorosov de que todos los sistemas jeroglíficos
básicamente son similares, ¿de qué manera puede ayudamos en la interpretación el
conocimiento de otra escritura (por ejemplo, el chino)? ¿Se lee un carácter chino de
una sola manera (lingüísticamente)?
3. La lengua de los jeroglíficos.
a. ¿De qué manera puede el conocimiento de la fonética, la morfología y la
sintaxis aplicarse al desciframiento de los jeroglíficos mayas?
b. ¿Hay entre las lenguas mayenses grandes diferencias sintácticas que se orienten
a la eliminación de ciertos grupos por ser incompatibles con la estructura jeroglífica
(por ejemplo, la frecuencia y la posición de partículas)? (Carroll)
c. ¿Pueden las variaciones lingüísticas como las que hay entre el chol y el
yucateco, el yucateco y el mam, implicar cambios sistemáticos en la escritura?
(Carroll)
d. ¿Qué indicios específicos hay de que el chol o alguna lengua choloide fue la de
los jeroglíficos? (Kelley)
4. Enfoques y demostraciones en el desciframiento.
a. Ejemplos escogidos:
Thompson (¿Thompson?)
Whorf (Carroll)
Knorosov (Kelley)
b. ¿Deja alguno o la totalidad de los anteriores de constituir prueba suficiente?
(Abierto a la discusión.) ¿Cuáles son las debilidades de cada cual?

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APÉNDICE B. EL CUADRO SILÁBICO MAYA

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El sistema de escritura maya es una mezcla de logogramas y de signos silábicos;
con éstos, los mayas podían escribir palabras de manera puramente fonética, y a
veces lo hacían. Este cuadro muestra el silabario maya tal como ha sido descifrado
hasta ahora. Debe tenerse presente que, debido a la homofonía, el mismo sonido se
representa habitualmente mediante más de un signo; y que algunos de esos signos
también pueden actuar como Iogogramas. Con excepción

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de la línea superior izquierda de casillas, en la que cada signo representa una
sílaba consistente de una sola vocal, cada casilla contiene uno o más signos que
representan una sílaba de consonante y vocal (cv); las consonantes están a la
izquierda y las vocales arriba. De tal suerte, todos os signos de la casilla superior
derecha se pronunciarían nu.
Como ejemplo de escritura silábica, un amanuense maya habría escrito la palabra

pitz, «jugar pelota», con los signos para pi y para tzi, combinados así:

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GLOSARIO[112]
alfabeto. Definido estrictamente, un sistema de escritura más o menos fonémico, en
que algunos signos representan a las consonantes y otros a las vocales de una
lengua. Definido de manera más general, incluiría alfabetos consonánticos como
el árabe y el hebreo.
baktún. En la Cuenta Larga maya, periodo de 20 katunes o 144 000 días (394 años y
medio).
carácter. Término usado por los sinólogos para describir un solo logograma o un
signo compuesto en la escritura china. Aproximadamente equivalente al término
glifo en la epigrafía maya.
cartela. Línea oval, a veces en forma de cuerda, que rodea a los nombres reales en los
textos jeroglíficos egipcios.
complemento fonético (llamado también indicador fonético). En una escritura
logográfica, signo fonético que señala el sonido inicial o final del morfema o de la
palabra representada por un logograma, cuando un logograma determinado es
polifónico (q. v.), actúa para reducir la ambigüedad.
cuneiforme. La escritura «en forma de uña» del antiguo Cercano Oriente, escrita
habitualmente en tablillas de barro húmedo con un punzón. La mayoría de las
escrituras cuneiformes fueron logogríficas (q. v.) y se usaron para registrar el
sumerio, el acádico y otras lenguas.
demótico. Variedad tardía y caligráfica de escritura jeroglífica egipcia, empleada para
el uso cotidiano y escrita generalmente en rollos de papiro.
desciframiento. El proceso mediante el cual se leen y se traducen los signos y los
textos de una escritura previamente desconocida.
determinativo. En escritura logográfica, un signo no pronunciado que sólo trasmite
significado y que indica la clase de palabras de significado afín a la que pertenece
la palabra referente, por ejemplo, en la escritura china, todos los caracteres para
objetos vinculados a «madera» adoptan el determinativo de «madera».
dialectos. Variedades de enguaje hablado mutuamente inteligibles, en contraste con
las lenguas, que son mutuamente ininteligibles.
dintel. Piedra plana o pedazo de madera que va de uno a otro lado del vano ce una
puerta.
epigrafía. El estudio de los sistemas y los textos de escritura antigua. escritura
logográfica. Un sistema de escritura mixto que consiste de logogranras y de
signos fonéticos o de signos semánticos combinados con signos fonéticos.
Algunas escrituras logográficas incorporan determinativos (q. v.) como signos
semánticos. Sinónimo de jeroglífica.
escritura silábica. Un sistema de escritura en que el signo representa sílabas enteras.
En la mayoría de las escrituras silábicas, los signos equivalen a sílabas cv, más las

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vocales. Puede ser parte de una escritura logográfica, como en maya y en hitita
jeroglífico. La lista total de signos silábicos constituye un silabario.
estela. Monumento de piedra esculpida que se yergue por sí solo, habitualmente en
forma de plancha.
glifo. Contracción de jeroglífico. En epigrafía maya, indica un logograma, un signo
fonético o un signo compuesto.
Glifo Emblema. En las inscripciones mayas, un compuesto glífico que indica que un
gobernante o algún otro personaje importante se identifica con una ciudad o un
Estado particular.
gramática. El estudio de la estructura de una lengua hablada.
grupo de agua. En escritura maya, prefijos que acompañan al signo principal del
Glifo Emblema y que, según creía J. E. S. Thompson, se referían al agua, aunque
ahora se sepa que significan «sagrado».
hierática. Una variedad de la escritura jeroglífica egipcia, usada principalmente para
escribir en rollos de papiro.
homónimo. Palabra con la misma pronunciación que otra, pero con significado
diferente.
ideograma. Término caído en desuso que antaño se aplicó a un signo que
supuestamente trasmitía sólo significado; se le usó vagamente por logograma (q.
v.) y por semasiograma (q. v.).
Indicador de Fecha Anterior (Ifa). Glifo que indica que una fecha que sigue se refiere
a una época anterior, en el calendario de Cuenta Larga maya.
Indicador de Fecha Postenor (IfP). Un glifo maya que indica que una lecha que sigue
se refiere a una época posterior.
infijo. En escritura maya, signo semejante a un prefijo que puede aparecer dentro de
un signo principal.
jeroglífico Habiendo significado originalmente «escultura sagrada», ahora en general
es sinónimo de logograma (q. v.).
katún. En la Cuenta Larga maya (q. v.), periodo de 20 tunes o 7 200 días (ligeramente
menos de 20 años).
kin. En la Cuenta Larga maya, periodo de un día.
lectura. En epigrafía, limitada a la determinación del equivalente hablado de un signo
o de un texto en una escritura desconocida hasta ese momento.
logograma. Signo escrito que representa un morfema o, rara vez, toda una palabra.
morfema. La unidad de habla más pequeña con significado. Por ejemplo, la palabra
inglesa cheerful consiste de los morfemas cheer y ful
morfología. El estudio del modo en que los morfemas forman palabras en el habla.
Número de Distancia. Número de Cuenta Larga que da el intervalo temporal entre
dos fechas en un monumento maya.
pausa glótica. En el habla, una consonante producida por el cierre y la apertura de la
glotis y las bandas vocales.

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pictograma. Signo que representa un objeto o una cosa del mundo real.
polifonía. Forma de polivalencia (q. v.) en la que se asigna más de un valor fonético a
un signo determinado; por ejemplo, en inglés escrito, la combinación de letras gh
es sumamente polifónica.
polisemia. Forma de polivalencia en la que se asigna más de una significación a un
signo determinado.
polivalencia. La asignación de más de un valor a un signo escrito.
prefijo. En escritura maya, un signo más pequeño, habitualmente aplanado, que se
agrega al signo principa) (q. v.).
quipu. Grupo de cuerdas de diferentes colores conectadas y anudadas, usadas por los
burócratas incas para levar registros.
rebus. El principio de la «escritura de acertijos», en la que un morfema o una palabra
difícil de expresar por medio de una imagen se da por medio del pictograma de un
homónimo (q. v.).
rótulos de nombre. Glifos mayas usados para marcar objetos; esos objetos pueden ser
tan diversos como vasijas de cerámica, artículos de uso personal, monumentos o
edificios.
Rueda Calendárico. Ciclo maya recurrente que se basa en la permuta del Almanaque
de 260 días y del «año indefinido» de 365 días. Su duración era ligeramente
menor de 52 años.
Secuencia Normal Primaria (snp). Texto maya formulista que suele aparecer
exactamente bajo el borde de la cerámica pintada y grabada; incluye los rótulos
de nombre para las clases de vasijas y señala su contenido.
semasiografia, semasiográfico. Comunicación visual que indica ideas directamente,
sin que esté vinculada a una lengua específica. Con anterioridad llamada
ideografía (q. v.). Ejemplo: la numeración «arábiga» del mundo moderno.
Serie Inicial. La primera fecha de Cuenta Larga que aparece en un monumento maya;
siempre está precedida por un Glifo Introductorio.
Serie Suplementaria. En escritura maya, era ésta una serie de glifos que seguían a una
Serie Inicial (q. v.) y se unían a una fecha de Rueda Calendárica. Incluye el glifo
para el Señor de la Noche regente y para los cálculos lunares.
signario. El número total de signos en un sistema de escritura.
signo. En el estudio de sistemas de escritura, una unidad de comunicación visual.
Para los mayistas, es sinónimo de glifo.
signo principal. En escritura maya, el signo mayor al que se agregan los prefijos; los
signos principales también pueden valer por sí mismos. No existe diferencia
funcional necesaria entre prefijos y signos principales.
signo semántico. En las escrituras, los signos que pertenecen al significado.
signos fonéticos. En las escrituras, los signos que indican sonidos del habla, en
oposición a los
signos semánticos, que sólo trasmiten significado

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sílaba. Sonido vocálico o grupo de sonidos que se emiten en un solo esfuerzo de
articulación y forman una palabra o un elemento de palabra. Consiste de una sola
vocal (v) o de una vocal y una o más consonantes (c).
sinarmonía. En a escritura silábica entre los mayas, principio según el cual la última
vocal de un par de signos fonéticos de cv hará eco a la primera, aunque no se
pronuncie.
sintaxis. En el habla, la manera en que las palabras se ordenan en enunciados.
texto bilingüe. Texto escrito en dos lenguas y/o dos diferentes escrituras, de contenido
idéntico o muy similar.
topónimo. Un glifo maya que indica el nombre de un lugar, una característica
geográfica o una ubicación importante dentro de una ciudad.
traducción. En epigrafía, una lectura (q. v.) que ha sido puesta en palabras de otra
lengua, como el español.
tun. En la Cuenta Larga maya, un periodo de 360 días.
tzolkin. Palabra moderna derivada del maya yucateco y usada por algunos epigrafistas
para referirse al Almanaque de 260 días.
uinal. En la Cuenta Larga maya, un periodo de 20 días.
variante de cabeza. Glifo maya que sustituye a un coeficiente de barras y puntos en
los textos de la Serie Inicial (q. v.); adopta la forma de la cabeza del dios que
preside a ese número.

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NOTAS

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[1]
Acerca de la cañera de Atanasio Kircher, me he basado en Godwin (1979) y en
Pope (1975: 28-33). <<

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[2]Esta escritura fue ideada inicialmente para la lengua cree por el misionero
metodista James Evans. <<

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[3]Los mejores análisis de la escritura china están en Sampson (1985: 145-171) y De
Francis (1989: 89-121). <<

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[4] Respecto a la escritura japonesa, véase Sampson (1985: 172-193). <<

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[5]Kahn (1967: 21-22); hay numerosas referencias a las carreras de los Friedman a lo
largo de toda esta obra. <<

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[6]La historia de Champollion y del desciframiento de los jeroglíficos egipcios es
contada convenientemente por Pope (1975: 60-84) y Gardiner (1957: 9-11). <<

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[7]Para una buena descripción de la estructura de la escritura egipcia, véanse Ray
(1986) y Schenkel (1976). <<

www.lectulandia.com - Página 306


[8] Para una buena biografía de Champollion, véase Hartleben (1906). <<

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[9]
Quirke y Andrews (1989) tienen un estudio completo y accesible de la Piedra
Roseta. <<

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[10] Véase un estudio del sumerio más antiguo en Powell (1981). <<

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[11] He adaptado y ampliado una lista similar que aparece en Gelb (1952: 115). <<

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[12] Sobre la escritura del Indo, véase Mahadevan (1977). <<

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[13]
Una buena relación de la lenguas mayas puede encontrarse en Morley, Brainerd y
Sharer (1983: 497-510). <<

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[14]Mi descripción de la gramática y de la morfología de los verbos mayas se basa en
Schele (1982), Bricker (1986); Morley, Brainerd y Sharer (1983), y en el curso de
lengua yucateca impartido por Paul Sullivan en Yale, en 1989-1990. <<

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[15]Pérez (I898) da una larguísima lista de clasificadores, la mayoría de los cuales
han caído en desuso. <<

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[16] Es la Estela 29; véase Morley, Brainerd y Sharer (1983: 276 y fig 4.6). <<

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[17] Esto ha sido detallado por Schele y Miller (1986). <<

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[18]
Los murales de Bonampak se representan en Ruppert, Thompson y Proskuriakoff
(1955). <<

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[19]Lamentablemente, no hay testigos presenciales del juego según se efectuaba entre
los mayas. <<

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[20]Las especulaciones y las hipótesis acerca del colapso de los mayas son cubiertas
por Culbert (1973). <<

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[21] Son las estelas 8, 9, 10 y 11; véase J. Graham (1990: 25-38). <<

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[22] Aquí me he apegado a los argumentos presentados por Thompson (1970). <<

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[23] La mejor traducción al inglés del Popol Vuh es la de Tedlock (1985). <<

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[24]Brunhouse (1973) hace un excelente estudio sobre las primeras exploraciones en
las tierras bajas mayas. La expedición de Del Río a Palenque se describe en Cabello
Cano (1983). <<

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[25]
Algunos de esos dibujos se reproducen en Cabello Carro (1983), pero todavía hay
que publicar una edición facsimilar. <<

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[26]Sobre detalles de la carrera de Galindo, véanse I. Graham (1963) y Brunhouse
(1973:31-49). <<

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[27]
Sobre la vida de Waldeck, véanse Cline (1947) y Brunhouse (1973: 50-83).
Waldeck merece una biografía extensa. <<

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[28] La historia del Códice de Dresde es presentada por Thompson (1972: 16-17). <<

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[29]
Detalles biográficos y bibliográficos sobre este personaje extraordinario pueden
encontrarse en Rafinesque (1987) y G. Stuart (1989). <<

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[30]
Von Hagen (1947) tiene una buena (aunque ocasionalmente inexacta) biografía de
Stephens. <<

www.lectulandia.com - Página 329


[31]
Brunhouse (1973: 113-135) hace un estudio excelente y benévolo de Brasseur.
Véase también Escalante Arce (1989). <<

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[32]En Pagden (1975: 11-17) se puede encontrar material biográfico sobre Landa.
Galina Yershova ha terminado, en ruso, una biografía de Landa que aún no se
publica. <<

www.lectulandia.com - Página 331


[33] Sobre la Inquisición franciscana en Yucatán, véase Clendinner (1987). <<

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[34] Galina Yershova, comunicación personal. <<

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[35]He traducido del original en español. La traducción de este crítico pasaje en
Pagden (1975: 124-126) es buena; pero la versión inglesa en Tozzer (1941: 169-170)
no es confiable, dado que se basa en una traducción francesa del español. <<

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[36] Para una edición facsimilar moderna del códice, véase Códice de Madrid (1967).
<<

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[37]El mito de la Atlántida habría de tener larga vida en los estudios mayas; entre sus
partidarios se contaba a Edward H. Thompson, propietario y excavador de Chichén-
Itzá hacia fines de siglo. <<

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[38] 8 Sobre la vida de Förstemann, véanse Reichert (1908) y Tozzer (1907). <<

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[39] En Thompson (1950: 29-30) hay una reseña de los logros de Förstemann. <<

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[40]Charnay (1887); muchos de los grabados de ese libro se basaron en las propias
fotografías de Charnay. <<

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[41] Sobre la vida de Maudslay, véase Tozzer (1931). <<

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[42] Brunhouse (1975: 5-28) tiene un bosquejo de la vida de Maler. <<

www.lectulandia.com - Página 341


[43]
Estas grandes publicaciones empezaron con Maler (1901) y continuaron saliendo
durante los diez años siguientes. <<

www.lectulandia.com - Página 342


[44]Para una apreciación de Rosny, véase Kelley (1962a.: 7); véase también Rosny
(1876), obra precursora en la epigrafía maya. <<

www.lectulandia.com - Página 343


[45] Para un obituario de Thomas, véase Anónimo (1911). <<

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[46]Pueden encontrarse biografías breves de Seler en Höpfner (1949) y Termer
(1949). <<

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[47] Véanse Thomas (1892a y 1892b) y Seler (1892 y 1893). <<

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[48]Sobre la vida de Eric Thompson, véanse Hammond (1977), I. Graham (1976) y
Willey (1979). El Thompson (1963) autobiográfico cubre su carrera inicial en
arqueología. <<

www.lectulandia.com - Página 347


[49] Este tema ha sido explorado por Villela (s. f.). <<

www.lectulandia.com - Página 348


[50] Brunhouse (1971) escribió una amplia biografía de Morley. <<

www.lectulandia.com - Página 349


[51] Esta famosa historia está bien narrada por Brunhouse (1971: 63-78). <<

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[52]Teeple (1925) es el primero de ellos. Los hallazgos de Teeple, que nunca han sido
rebatidos seriamente, fueron resumidos en Teeple (1930). <<

www.lectulandia.com - Página 351


[53] Carroll (1956: 1-33) tiene un esbozo biográfico de Whorf. <<

www.lectulandia.com - Página 352


[54]Esta obra (Thompson, 1950) tuvo dos ediciones consecutivas, sin cambios, salvo
por la adición de nuevos prefacios. <<

www.lectulandia.com - Página 353


[55] 8
El análisis de las fechas de Chichén-Itzá fue presentado primero por Thompson
(1937). <<

www.lectulandia.com - Página 354


[56] Esta sección está basada en mis entrevistas con Y. V. Knorosov. <<

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[57] En aquel entonces, Ulving era jefe de la sección china en la Universidad de
Göteborg; en sus títulos académicos se incluyen lenguas eslavas y la lectura del ruso
(carta dirigida a mí del 22 de agosto de 1991). <<

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[58]
En mi «Introducción» a Schele y Miller (1986) se da erróneamente esta fecha
como marzo de 1956. <<

www.lectulandia.com - Página 357


[59]
Mi relato sobre David Kelley se basa en muchos años de trato y en una entrevista
grabada el 12 de diciembre de 1989. <<

www.lectulandia.com - Página 358


[60] Las investigaciones de Knorosov se limitaron enteramente a los códices. <<

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[61] Éstos son dioses aztecas. <<

www.lectulandia.com - Página 360


[62]Cottie Burland estaba empleado entonces en el Departamento Etnográfico del
Museo Británico y era prolifico autor de libros sobre religión mexicana. Radical en lo
político y místico excéntrico, con frecuencia fue blanco de la ironía de Thompson.
Con anterioridad había yo contado a éste la visita que hice, en compañía de Burland,
al Abbey Art Center, iglesia inhabilitada de los alrededores de Londres, en donde
monjas y sacerdotes retirados rendían culto en medio de máscaras de Nueva Guinea y
de otros lugares exóticos. <<

www.lectulandia.com - Página 361


[63]
Probablemente fue en respuesta a nuestra reseña de 1957 sobre el Diego de Landa
de Knorosov. <<

www.lectulandia.com - Página 362


[64] La Estela 12 de Piedras Negras representa a un gobernante sobre un grupo de
prisioneros; el cuerpo de cada uno de estos se halla marcado con glifos. <<

www.lectulandia.com - Página 363


[65]Información personal de Y. V. Knorosov Proskouriakoff visitó la URSS a
principios de los setenta y fue acogida calurosamente por Knorosov y sus colegas. <<

www.lectulandia.com - Página 364


[66]
Para detalles sobre la vida de Proskouriakoff, he confiado en Marcus (1988) e I.
Graham (1990). <<

www.lectulandia.com - Página 365


[67]Piedras Negras no sólo está sumamente deteriorada, sino también amenazada de
inundación por el proyecto de una presa mexicano-guatemalteca sobre el Usumacinta.
<<

www.lectulandia.com - Página 366


[68] Este tema lo explora con mayor profundidad Proskouriakoff, (1961b). <<

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[69] Información personal de Peter Mathews. <<

www.lectulandia.com - Página 368


[70]La investigación reciente ha establecido que los sahalo’ob eran jefes militares
subalternos, tal vez gobernadores de ciudades o poblaciones subsidiarias. <<

www.lectulandia.com - Página 369


[71]
El origen de este proyecto lo describe J. Graham (1975:7), aunque no mencione
cómo se vio involucrada en un principio la Fundación Guttman. La actual serie,
Corpus of Maya Hieroglyphic Inscriptions, sigue siendo publicada por el Museo
Peabody en Cambridge. <<

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[72] Agradezco a Elaine Kaplan los datos biográficos sobre Merle Greene Robertson,
<<

www.lectulandia.com - Página 371


[73]Esta sección sobre Floyd Lounsbury está basada en una entrevista grabada el 3 de
diciembre de 1989. <<

www.lectulandia.com - Página 372


[74] Publicada como Benson (1973). <<

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[75]En la ortografía lingüística moderna, -u(a) se escribe -w(a), pero tanto aquí como
en todas partes me he apegado a la ortografía yucateca tradicional <<

www.lectulandia.com - Página 374


[76]Para los datos sobre la vida de Linda Schele me he basado en mis entrevistas
grabadas el 11 y el 13 de noviembre de 1989. <<

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[77] Aquélla, como hemos de ver, era la tumba de Pacal, <<

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[78]Esta información y la subsecuente fueron dadas por Peter Mathews en entrevistas
telefónicas. <<

www.lectulandia.com - Página 377


[79] Carta de Lounsbury del 12 de febrero de 1974 dirigida a los «palencófilos». <<

www.lectulandia.com - Página 378


[80]En un tablero de piedra del siglo VIII d. C., procedente de la región de Palenque,
actualmente en el museo regional de Emiliano Zapata, Tabasco, el nombre de Chan-
Bahlum claramente va precedido por el complemento fonético ca (T25), ello implica
que ese nombre era yucateco: Can-Balam. <<

www.lectulandia.com - Página 379


[81] Schele y Freide (1990: 223) afirman que Zac-Kuk en realidad gobernó la ciudad.
<<

www.lectulandia.com - Página 380


[82]La información sobre Ruz fue recabada a lo largo de los años gracias a
conversaciones con colegas. <<

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[83] Entrevista con Schele del 28 de noviembre de 1989. <<

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[84] Entrevista grabada el 5 de diciembre de 1989. <<

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[85]
El persistente debate sobre la identificación de estas figuras lo han examinado
Schele y Freidel (1990: 470-471). <<

www.lectulandia.com - Página 384


[86]Esta lectura fue puesta en tela de juicio por algunos epigrafistas, dado que la
combinación glífica con que empieza el nombre del gobernante tai vez no sea un
signo duplicado de ca. <<

www.lectulandia.com - Página 385


[87]Schele (1978) es la primera de la serie Notebooks. Éstas son indispensables para
el estudiante de epigrafía. <<

www.lectulandia.com - Página 386


[88] Thompson (1962: 14-18) presenta sus ideas sobre los textos en cerámica. <<

www.lectulandia.com - Página 387


[89]Tedlock (1985) hizo la traducción más reciente al inglés, que es al mismo tiempo
legible y autorizada. <<

www.lectulandia.com - Página 388


[90]
Este artículo también aporta la confirmación de mi lectura del nombre del Dios N
como Pauahtún. <<

www.lectulandia.com - Página 389


[91] Justin Kerr describe su cámara de desarrollo en Coe (1978: 138-139). <<

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[92] Publicado subsecuentemente por Von Winning (1963: fig. 333). <<

www.lectulandia.com - Página 391


[93] La muestra fue procesada por Teledyne Isotopes. Inc., de Nueva Jersey,
laboratorio comercial saniamente respetado. <<

www.lectulandia.com - Página 392


[94]
Parte de ese mundo complejo y sobrenatural lo describe Hellmuth (1987), en gran
medida basado en la iconografía de la cerámica Clásica maya. <<

www.lectulandia.com - Página 393


[95]Mi información acerca de David Stuart se basa en una entrevista grabada el 10 de
diciembre de 1989. <<

www.lectulandia.com - Página 394


[96] Así lo hicieron para el protocholano Kaufman y Norman (1984) <<

www.lectulandia.com - Página 395


[97] Para una descripción de la cueva y de su exploración, véase G. Stuart (1981). <<

www.lectulandia.com - Página 396


[98] Andrea Stone, comunicación personal. <<

www.lectulandia.com - Página 397


[99] Lounsbury, entrevista grabada del 3 de diciembre de 1989. <<

www.lectulandia.com - Página 398


[100] Descrito por Houston y Taube (1987). <<

www.lectulandia.com - Página 399


[101]
Barbara MacLeod ha enseñado maya yucateco y hecho investigaciones sobre la
morfología del verbo yucateco y cholano. <<

www.lectulandia.com - Página 400


[102]El atole también aparece en cerámica como combinación glífica que se lee sac
ha, «agua blanca», uno de sus nombres modernos en Yucatán. <<

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[103] La primera investigación epigráfica de este proyecto la describe Houston (s. f.).
<<

www.lectulandia.com - Página 402


[104]
Fash (1991) tiene una relación popular pero autorizada sobre el proyecto de
Copán. <<

www.lectulandia.com - Página 403


[105] Para una lista completa de Glifos Emblema, véase Mathews (1985: 25-26). <<

www.lectulandia.com - Página 404


[106] Peter Mathews lo hace regularmente en sus seminarios anuales sobre
jeroglíficos. <<

www.lectulandia.com - Página 405


[107]Thompson (1972) hace una buena descripción de la estructura de estos
almanaques y estas labias, pero, como de costumbre, es engañoso acerca de la
naturaleza de la escritura. <<

www.lectulandia.com - Página 406


[108]Cecil Brown (1991) cree que los mayas tenían una baja tasa de personas que
supieran leer y escribir. Basa su opinión en e. hecho de que la única palabra básica
para «escribir» se halla sumamente difundida entre los grupos lingüísticos mayas,
pero las numerosas palabras para «leer» son heterogéneas y probablemente
posteriores a la Conquista. Yo he llegado a una conclusión distinta <<

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[109] Véase de Gelb (1950: 236-247) el capítulo titulado «The future of writing». <<

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[110] En los últimos años, Nikolai Grube ha sido epigrafista del Proyecto Caracol. <<

www.lectulandia.com - Página 409


[111]
John B. Carroll era entonces profesor asociado en la Escuela Normal para
Graduados de la Universidad de Harvard, además de albacea literario de Whorf;
David Kelley era estudiante de posgrado en el Departamento de Antropología de
Harvard; Eric Thompson declinó nuestra invitación a asistir. <<

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[112]
Al compilar esta lista, he aprovechado los glosarios de DeFrancis (1989), Kelley
(1976) y Pope (1975). <<

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