El Desciframiento de Los Glifos Mayas
El Desciframiento de Los Glifos Mayas
El Desciframiento de Los Glifos Mayas
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Michael D. Coe
ePub r1.0
Watcher 05-07-2018
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Título original: Breaking the Maya Code
Michael D. Coe, 1992
Traducción: Jorge Ferreiro
Diseño de cubierta: Watcher
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A
YURI VALENTINOVICH KNOROSOV
ah bobat, ah miatz, etail
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PREFACIO
La historia del continente americano no empieza con Cristóbal Colón, ni tampoco con
Leif el Afortunado, sino con los amanuenses mayas de las selvas centroamericanas
que comenzaron a registrar las hazañas de sus gobernantes hace alrededor de 2 000
años. Entre todos los pueblos del Nuevo Mundo precolombino, sólo los antiguos
mayas poseyeron una escritura completa: podían escribir todo lo que desearan, en su
propia lengua.
Durante el último siglo, posterior al descubrimiento de las ciudades mayas en
ruinas, los especialistas occidentales no pudieron leer ninguna de esas inscripciones.
Salvo por el calendario maya, que se había entendido desde hacía más de cien años,
la situación no había mejorado gran cosa cuando yo fui estudiante en Harvard,
durante la década de 1950 En la actualidad, gracias a algunos sorprendentes adelantos
logrados por epigrafistas de uno y otro lado del Atlántico, podemos leer la mayor
parte de lo que aquellos amanuenses desaparecidos hace ya mucho tiempo dejaron
grabado en sus monumentos de piedra.
Pienso que ese desciframiento es una de las aventuras intelectuales más
interesantes de nuestro tiempo, junto con la exploración del espacio y el
descubrimiento del código genérico. Ésa es la historia que quien) contar en estas
páginas. He tenido la inmensa suerte de conocer personalmente a muchos de los
protagonistas de la parte más reciente de mi relato; como ocurrió conmigo, el lector
pronto se dará cuenta de que este desciframiento no sólo ha involucrado asuntos
teóricos y problemas de conocimientos, sino también a seres de carne y hueso, de
caracteres claramente definidos.
Si así lo queremos, podemos encontrar en mi historia tanto héroes como villanos,
pero, al respecto, permítaseme decir que en realidad no hay «chicos malos» en estas
páginas, sino sólo especialistas bien intencionados y decididos que en ocasiones se
han visto llevados por ideas erróneas a adoptar actitudes equivocadas, a consecuencia
de las cuales sufren sus reputaciones póstumas. Y si hemos de hallar culpables,
recordemos que incluso el ángel caído de John Milton, el propio Satanás, tenía su
lado heroico.
Para escribir este libro he recibido ayuda de muchas fuentes, pero es preciso
subrayar que, para bien o para mal, sus hechos y sus interpretaciones son personales.
Merece especial agradecimiento George Stuart, cuyo manuscrito inédito sobre la
historia del desciframiento con frecuencia me ha guiado hacia pistas e ideas nuevas.
Tengo una inmensa deuda con Linda Schele, Elizabeth Benson, David Stuart, Floyd
Lounsbury y David Kelley, por su paciencia y su tolerancia durante largas entrevistas
grabadas, a menudo por teléfono a larga distancia. Con su generosidad habitual y
entusiasta, Linda me proporcionó copias de la voluminosa correspondencia cruzada
entre los «Jóvenes Turcos» descritos en el capítulo X.
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Deseo agradecer a Y. V. Knorosov y a sus colegas del Instituto Etnográfico de la
Academia de Ciencias Rusa su cálida hospitalidad, durante la visita que mi esposa y
yo hicimos a San Petersburgo (la entonces Leningrado) en 1989, y en especial a las
jóvenes mayistas Galina Yershova y Ana Alexandrovna Borodatova.
Los primeros capítulos del libro fueron escritos cuando pasaba mi licencia trienal
de Yale en el esplendor neoclásico de la British School de Roma; agradezco a
Richard Hodges, director de la Escuela, y a Valerie Scott, la bibliotecaria, haber
hecho de ello una experiencia de lo más gratifícame. Por sus valiosos comentarios
editoriales, también quiero expresar mi agradecimiento a James Mallory, a Andrew
Robinson y al personal de Thames and Hudson. Para terminar, gracias a todos los
antiguos estudiantes de Yale, en particular a Steve Houston, Karl Taube y Peter
Mathews, quienes me mantuvieron en contacto con gran parte de lo viejo y de lo
nuevo en el mundo del desciframiento maya.
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PRÓLOGO
Habían transcurrido 12 ciclos, 18 katunes, 16 tunes, 0 uinales y 16 kines desde el
principio del Gran Ciclo. Era el día 12 Cib 14 Uo y estaba regido por el séptimo
Señor de la Noche. La luna tenía nueve días. Habían pasado precisamente 5101 años
nuestros con 235 días desde la creación de este universo y sólo quedaban 23 años y
22 días por transcurrir para el cataclismo final que lo destruiría. Así lo habrían
calculado los antiguos amanuenses y astrónomos mayas, pues era el día 14 de mayo
de 1989 y estábamos en Leningrado.
«¡Gostini Dvor!». En tanto que la incorpórea voz anunciaba la estación del metro,
las puertas del vagón se abrieron y mi esposa y yo fuimos arrastrados escalera
mecánica arriba, junto con miles de pasajeros madrugadores, hacia los brillantes
rayos del sol de Nevsky Prospekt, la gran avenida y arteria del San Petersburgo
zarista y del Leningrado posrevolucionario. Luego de cruzar los puentes de los
canales Griboyedov y Moika —Pedro el Grande había construido su capital
siguiendo el trazo de se amada Amsterdam—, doblamos a la derecha para atravesar la
enorme estructura del edificio del Estado Mayor General y salimos a la Plaza del
Palacio. Más allá de la columna de granito que conmemora la victoria de Alejandro I
sobre Napoleón se hallaba la inmensa fachada barroca verde y blanca del Palacio de
Invierno, con todo aquel gran espacio que evocaba los terribles acontecimientos que
dieron paso a la Revolución de 1917 y al derrocamiento de los zares. A la izquierda,
con destellos de oro a la luz matutina, se erguía el fino chapitel del Almirantazgo,
celebrado en la poesía de Pushkin.
Tras pasar entre el Palacio de Invierno y el esplendor neoclásico del
Almirantazgo, nos detuvimos en el malecón, mientras el brazo principal del Neva,
con sus agitadas aguas, corría en dirección suroeste hacia el Báltico. Leningrado o
San Petersburgo es una de las pocas grandes ciudades europeas que han conservado
un horizonte bajo, no desfigurado por los horribles rascacielos y las cajas de vidrio
que destruyeron la belleza de capitales como Londres y París, por lo que,
adondequiera que miráramos, había edificios que el propio Pushkin habría
reconocido. Exactamente frente a nosotros se hallaba la Isla Vasilievski, con la vieja
Bolsa de Valores (¡capitalista!) en la punta y la Columna de Rostral, construida de
ladrilló. Pedro el Grande había edificado su gran universidad en el malecón de la isla
sobre el Neva y allí había florecido la ciencia rusa en todo su esplendor.
En el propio muelle, el gran zar reformador había establecido su Kunstkammer,
en lo que hoy es Universitetskaya Naberezhnaya 4, una estructura barroca azul
verdosa algo disparatada, de molduras blancas y campanario, fantasía de principios
del siglo XVIII diseñada por arquitectos italianos para alojar su colección un tanto
siniestra de monstruos, de rarezas y otras desviaciones del mundo de la naturaleza.
Sus curiosidades todavía se exhiben allí, pero actualmente la principal función de la
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Kunstkammer es albergar el Instituto Etnográfico de la Academia de Ciencias.
Allí nos dirigíamos ese día, pues yo era becario visitante de la Academia
Nacional de Ciencias de Estados Unidos en el Instituto. Tras una breve caminata por
el Puente del Palacio, esquivando los tranvías eléctricos, nos encontramos ante la
puerta de entrada. La Kunstkammer tiene tres pisos, dedicados principalmente a
exposiciones arcaicas que incluyen sorprendentes colecciones etnográficas
procedentes de todo el mundo, pero lo que nos interesaba eran las oficinas del
primero, pues en una de ellas trabajaba nuestro principal anfitrión, el doctor Yuri
Valentinovich Knorosov, el hombre que, contra todas las probabilidades, hizo posible
el desciframiento moderno de la escritura jeroglífica maya.
Junto con otros cuatro colegas, nuestro amigo Yuri Valentinovich está afiliado a la
sección norteamericana (Nuevo Mundo) del Instituto, y los cinco investigadores se
hallan alojados en una habitación increíblemente reducida, casi al fondo del pasillo
del primer piso. Adentro, reina un amontonamiento de escritorios, de libros y
artículos, junto a la parafernalia para preparar los interminables tés que constituyen
parte esencial de la vida y la conversación en Rusia. Como en todo el país, el
aislamiento se halla reducido al mínimo. La primera vez que entramos en aquel
retrete, durante una visita privada 20 años atrás, era el mes de enero y, a la luz difusa
de invierno, desde las dos altas ventanas de la habitación, se podía ver el Neva
helado, aunque en aquel entonces el siempre activo samovar había arrojado tanto
vapor contra los vidrios que muy poco quedaba visible.
Durante las décadas que ha ocupado aquella verdadera conejera de etnólogos,
lingüistas y asistentes, Knorosov se las ha arreglado para disponer un rincón
sumamente acogedor, cerca de la ventana del extremo izquierdo. Allí nos reuníamos
diariamente, junto con sus científicas protegidas, Galina Yershova («Galia») y Anna
Alexandrovna Borodatova, a hablar largo y tendido sobre los jeroglíficos mayas y
una multitud de asuntos más.
Ahora permítaseme describir a Yuri Knorosov, pues incluso sus compatriotas lo
consideran algo original. Bajo y delgado, hombre acicalado, casi septuagenario, creo
que el rasgo más conspicuo en él lo constituyen sus extraordinarios ojos: son azul
zafiro oscuro, bajo unas cejas pobladas. Si fuera yo un fisonomista del siglo XIX,
diría que expresan una profunda inteligencia. Arriba de las cejas, su cabello gris acero
está peinado hacia atrás, aunque cuando nos vimos por primera vez, en 1969, lucía
raya en medio y era mucho más oscuro. A pesar de lo que parece ser un ceño casi
perpetuo en su expresión, Yuri Valentinovich posee un sentido del humor irónico casi
travieso y deja que fugaces sonrisas asomen en su rostro, como proverbiales rayos de
sol que se abren paso entre negros nubarrones. Como muchos rusos, Knorosov es
fumador compulsivo y tiene los dedos muy manchados de nicotina; es ésta una
costumbre que compañía con aquella otra gran precursora rusa del desciframiento
maya (aunque naturalizada norteamericana), la finada Tatiana Proskouriakoff. A
diferencia de la mayoría de los adictos al tabaco de mi propio país, Knorosov es
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hombre sumamente considerado y siempre sale a la puerta a disfrutar su tabaco
preferido.
De manera general, vestido siempre conservadoramente de traje marrón cruzado,
camisa blanca y corbata oscura, Yuri Valentinovich tiene una personalidad
impresionante, y con mayor razón para los extranjeros como nosotros, por sus
condecoraciones ganadas en la guerra prendidas a su pecho (deja una de ellas en casa,
dado que lleva la efigie de Stalin, personaje no exactamente muy popular en la Rusia
actual). Algo que no es evidente para quienes sólo lo conocen a través de sus obras es
que Knorosov posee un conocimiento enciclopédico acerca de una multitud de
materias, sobre todo la historia y la arquitectura de San Petersburgo. De acuerdo con
nuestro amigo, casi todo lo que actualmente ocurre en la ciudad, para bien o para mal,
puede atribuirse a Pedro I y a su corrupto paniaguado Menshikov, cuyo espléndido
palacio todavía se yergue por encima del malecón, río abajo. Un día, cuando nos
encontrábamos, como de costumbre, tomando té y comiendo galletas de uno de los
innumerables escondrijos que Knorosov tiene en su rincón, salió a relucir el caso del
capitán Bligh y su asombrosa travesía en bote tras el famoso motín. Knorosov resultó
ser experto en el asunto! Mas, con su innato sentido de lo que es correcto, usa su
conocimiento con moderación, tanto al hablar como al escribir.
Lo que resulta verdaderamente sorprendente es que, hasta la reciente revolución
de Gorbachov, ese hombre nunca vio una ruina maya, ni se paró en las plazas y los
patios de Copán, Tikal, Palenque o Chichén-Itzá; como tampoco locó ninguna
inscripción maya real. Sólo en una ocasión había estado fuera de las fronteras de su
país, lo que ocurrió brevemente durante el verano de 1956, cuando se le permitió
asistir al Congreso de
Americanistas en Copenhague. En la historia del desciframiento, Knorosov ocupa
un lugar junto al gran Jean-François Champollion, el genio francés que «resquebrajó»
la escritura egipcia a principios del siglo XIX. Para apreciar las condiciones en que
trabajan Yuri Valentinovich y sus colegas es necesario verlas, por lo que debemos
damos de santos aquellos que disfrutamos de ventajas como el libre tránsito a
cualquier lugar del mundo, a reuniones e institutos en el extranjero, e incluso de la
disponibilidad de computadoras personales y de copiadoras (la investigación glífica
moderna resulta casi inconcebible sin copiadoras xerográficas, que en Rusia son
prácticamente inexistentes).
Este hombre, Yuri Valentinovich Knorosov, posee claramente un espíritu
habituado a la adversidad: veterano de las terribles batallas de la segunda Guerra
Mundial, su primer artículo precursor sobre el desciframiento apareció el año anterior
a la muerte de Stalin, y gran parte de su trabajo de investigación subsecuente fue
realizada durante la desagradable época de la Guerra Fría bajo Leonid Ilych
Brezhnev: los «años del estancamiento», para valernos de la terminología actual. El
hecho de que, gracias a la sola capacidad del pensamiento, un intelectual esforzado
haya podido penetrar en la estructura mental de un pueblo extraño, que vivió mil años
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antes en las selvas tropicales de una región distante, representa para mí el triunfo del
espíritu humano.
Para aquellos lejanos mayas, la escritura era de origen divino: constituía el don de
Itzamná, la gran divinidad creadora a la que, en vísperas de la Conquista, el pueblo de
Yucatán consideraba el primer sacerdote. Año con año, en el mes de Uo —mismo
mes en que nosotros nos encontrábamos a orillas del Neva— los sacerdotes lo
invocaban sacando sus preciosos libros y desplegándolos sobre renuevos frescos en la
casa del señor del lugar. Se quemaba incienso sagrado o pom al dios, y las tablillas de
madera que formaban las cubiertas de los libros se untaban con pigmento «azul
maya» y agua virgen.
Despidámonos ahora tanto del Neva y de la ciudad de Pedro como del hombre
que contribuyó a develar el secreto de aquellos libros y del don de Itzamná, antes de
que el Gran Ciclo Maya cumpla su inexorable curso, para ver cómo fueron leídos
finalmente por modernos mortales esos caracteres.
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I. LA PALABRA HECHA VISIBLE
LA ESCRITURA es la palabra puesta en forma visible, de tal suerte que cualquier lector
instruido en sus convenciones pueda reconstruir el mensaje oral. Todos los lingüistas
están de acuerdo en ello y lo han estado durante mucho tiempo, pero no siempre fue
así. A principios del Renacimiento, cuando los estudiosos empezaron a interesarse
por estas cuestiones, se propusieron ideas muy distintas, de las cuales la mayoría eran
erróneas en tanto que otras se basaban en un razonamiento sumamente fantástico,
aunque ingenioso. En la historia del desciframiento se ha necesitado mucho tiempo
para aclarar algunos de esos conceptos: las ideas preconcebidas arraigadas pueden ser
defendidas por los sabios y los científicos tan fieramente como un perro defiende un
viejísimo hueso.
Como «palabra visible», la escritura fue inventada hará cosa de 5 000 años por los
sumerios de la baja Mesopotamia y, casi de manera simultánea, por los antiguos
egipcios. Siendo nosotros mismos totalmente dependientes de la escritura, hemos de
decir que ése fue uno de los mayores descubrimientos de todos los tiempos; sir
Edward Tylor (1881: 179), quien virtualmente inventó la antropología moderna a
mediados de la época victoriana, afirmaba que la evolución de la humanidad desde la
«barbarie» basta la «civilización» fue resultado de la capacidad de leer y escribir. Sin
embargo, algunos pensadores del mundo Clásico no estaban tan seguros de que
escribir fuera una bendición tan grande.
Por ejemplo, Platón definitivamente creía que la palabra escrita era inferior a la
hablada. En Fedro (Platón, 1973: 95-99), pone en boca de Sócrates un viejo mito
acerca de la invención de la escritura, junto con la aritmética, la geometría, la
astronomía, para no hablar de «varios juegos de dados y ajedrez», por el dios egipcio
Teut (es decir, Tot). Teut se presentó con sus innovaciones ante Tamus, el rey de
aquel país, y le manifestó que debían darse a conocer a todos los egipcios. Tamus las
fue examinando una por una. Al llegar a la escritura, Teut dijo: «He aquí una
invención, ¡oh rey!, que liará a los egipcios más sabios y ayudará a su memoria. He
descubierto una receta segura para la memoria y la sabiduría». Tamus se mostró
escéptico: «Padre de la escritura, en el entusiasmo de tu descubrimiento, le atribuyes
todo lo contrario de su verdadera función. Aquellos que la conozcan dejarán de
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ejercitar su memoria y serán olvidadizos; se confiarán a la escritura para traer los
recuerdos a su memoria mediante signos externos en vez de fiarse a sus propios
recursos internos. Tú no has descubierto una receta para la memoria, sino para las
reminiscencias». Los hombres recibirán de la escritura mucha información, pero sin
la instrucción adecuada parecerán sabios cuando en realidad serán ignorantes.
En el diálogo de Platón, Sócrates plantea que la escritura no ayudará en la
búsqueda de la verdad. Compara la escritura con la pintura: las pinturas parecen seres
vivientes, pero si se les hace una pregunta, permanecen calladas. Si a las palabras
escritas se les pregunta algo, se obtiene una y otra vez la misma respuesta. La
escritura no distingue entre lectores apropiados e inapropiados: se la puede maltratar
o ultrajar injustamente, pero no puede defenderse. En cambio, las verdades que
encontramos en el arte de la dialéctica pueden defenderse a sí mismas. Por
consiguiente, ¡la palabra hablada es superior a la palabra escrita!
Qué duda cabe de que Sócrates estaba en lo cierto: los pueblos que no saben leer
ni escribir son capaces de asombrosas proezas de memoria, como pueden atestiguarlo
los etnólogos. Largas historias tribales han sido confiadas a la memoria por bardos y
por otros especialistas; basta pensar en La Ilíada y en La Odisea, que verso a verso
eran recitadas con exactitud por bardos griegos en aquella época del oscurantismo en
que se había olvidado la escritura micénica (Lineal B), antes de la aparición del
alfabeto. Yo mismo puedo dar fe de esas proezas de la memoria. Al caer ya cierta fría
tarde, durante el gran rito del Shalako del pueblo zuñi, en Nuevo México, mi amigo
Vincent Scully y yo nos encontrábamos en la Casa del Consejo de los Dioses;
sentados alrededor de las paredes se hallaban los impasibles sacerdotes, cantando el
inmensamente largo Mito de la Creación zuñi, hora tras hora de un zumbido profundo
y unísono, en que no podía haber equivocación en una palabra o una sílaba. Además,
lodo era sin ayuda de ningún texto escrito. Un error en la recitación habría significado
el desastre para la tribu.
Y mi esposa me recuerda que cuando nuestros hijos (los cinco sin excepción)
estaban en primer grado y aprendieron a leer y escribir, perdieron la increíble
capacidad de recordar cosas que tenían cuando eran menores. De ese modo, los
optimistas versos de William Blake en Jerusalem,
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sobre ellos recae la culpa de haber perpetuado las ideas erróneas que han persistido al
respecto desde aquellos días gloriosos.
Los visitantes del centro histórico de Roma tal vez hayan pasado frente a un
curioso aunque encantador monumento de la Piazza della Minerva, que se yergue
frente a la antigua iglesia de Santa María. Diseñado por el gran Bernini en persona, el
monumento consiste de un obelisco egipcio con inscripciones, apoyado en el lomo de
un pequeño elefante un tanto barroco cuyo tronco describe un movimiento de torsión.
En el pedestal que soporta esa extraña combinación hay una leyenda en latín, cuya
traducción reza (Pope, 1975: 30-31):
El saber de Egipto
labrado en figuras en este obelisco
y soportado por un elefante
el más poderoso de los animales
puede ofrecer a quienes lo contemplen
un ejemplo
de cómo la fuerza del espíritu
ha de llevar el peso de a sabiduría.
Ahora bien, a mediados del siglo XVII, cuando el papa Alejandro VII ordenó que esa
singular amalgama de egipcio antiguo y de barroco italiano (el obelisco es en realidad
un monumento del siglo VI a. C., ejecutado en tiempos del faraón Psamético) se
pusiera en aquel sitio, no había nadie en el mundo que en verdad pudiera leer los
extraños signos labrados en las cuatro caras del obelisco. De tal suerte, ¿cómo sabía
el autor de la leyenda que el obelisco trataba de la «sabiduría»?
Para responder a esta pregunta debemos retroceder a la Antigüedad Clásica, cuya
memoria estaba siendo revivida activamente entre los humanistas europeos. Gracias a
los descifradores de comienzos del siglo XIX, y en particular á Champollion, la
escritura egipcia puede leerse ahora casi en su totalidad. Los principios según los
cuales opera son una compleja combinación de signos fonéticos y semánticos
(«significado»), como en todos los Antiguos sistemas de escritura, según hemos de
ver. Debido a la conquista de Egipto por los macedonios y los romanos, y con el
tiempo a la cristianización, tras haber florecido durante más de tres milenios, la
civilización egipcia se extinguió gradualmente, lo mismo que el conocimiento de su
maravilloso sistema de escritura (la última inscripción del sistema data de poco antes
de 400 d. C.).
Con su insaciable curiosidad, los griegos se sintieron fascinados por la
civilización del Nilo. En el siglo v a. C., Herodoto, padre de la antropología y de la
historia, visitó Egipto e interrogó a sus sacerdotes acerca de muchas cosas; sin
ambages —y acertadamente— afirmó que la escritura se usaba sobre todo para
efectuar registros históricos, especialmente hechos reales notables, y que se escribía
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de derecha a izquierda. A medida que la cultura de Egipto decaía ante las embestidas
del mundo Clásico, la información trasmitida por los griegos acerca de la escritura
egipcia tenía cada vez menos sentido. Los griegos tal vez fueron confundidos
deliberadamente por los sacerdotes nativos. Considérese al influyente Diodoro de
Sicilia, quien en el siglo I a. C. sostuvo que «su escritura no funciona uniendo sílabas
para trasmitir un sentido subyacente, sino dibujando objetos cuyo significado se
graba en la memoria». Por ejemplo, la figura de un halcón representaba «cualquier
cosa que ocurre de pronto», un cocodrilo significaba el «mal» y un ojo simbolizaba
tanto «vigilante del cuerpo» como «guardián de la justicia» (Pope, 1975: 17). Muy
lejos estamos de Herodoto.
Fue Horapolo (u Horo Apolo) quien, en el siglo IV d. C., nos legó la palabra
jeroglífico para la escritura egipcia; a decir verdad, pergeñó dos libros sobre el terna,
afirmando que los símbolos grabados en los muros, los obeliscos y otros monumentos
de! Nilo eran «inscripciones sagradas», significado de «jeroglífico» en griego. Si no
fuera porque las explicaciones sin sentido de Horapolo iban a tener eco en los
epigrafistas mayistas del siglo xx, resultarían risibles. Según él, el jeroglífico mandril
puede indicar luna, mundo poblado, escritura, sacerdote y nado. «Para señalar a un
hombre que nunca ha viajado pintaban a un ser humano con cabeza de asno. Pues ese
hombre nunca conoce o escucha los relatos de lo que sucede en el extranjero» (Pope,
1975: 19).
De los Jeroglíficos de Horapolo se publicaron dos ediciones en la Italia del siglo
XVI, que fueron leídas con entusiasmo por humanistas como Atanasio Kircher.
Todavía más influyente en el pensamiento renacentista fue Plotino, el filósofo
religioso de origen egipcio, creador del neoplatonismo en el siglo III d. C. Plotino
admiraba mucho a los egipcios, porque podían expresar directamente en su escritura
aquello que pensaban, sin intervención de «letras, palabras u oraciones». «Cada signo
separado es en sí objeto de conocimiento, objeto de sabiduría, objeto de realidad,
inmediatamente presente» (Pope, 1975: 21). Publicadas en Florencia el ario en que
Colón descubrió el Nuevo Mundo, aquellas ideas habrían de hacer que la visión
renacentista de Egipto surgiera como resorte de la sabiduría: allí estaba un pueblo que
podía expresar a otros lo que pensaba en forma visual, sin intervención del lenguaje.
Aquélla era en verdad la escritura ideográfica.
Ahora bien, Atanasio Kircher (1602-1680) debe hacer una entrada apropiada en
escena, para proclamar su doctrina de la sabiduría jeroglífica.[1] En la actualidad, a
este jesuita alemán dificilmente se le dedica un párrafo en cualquier enciclopedia,
pero fue el más extraordinario polígrafo de su tiempo, reverenciado por príncipes y
papas por igual. Apenas había asunto sobre el que no escribiera, casi no existía
ciencia en la que no hubiera experimentado. Entre sus diversos inventos estaba la
linterna mágica, precursora del cine, y, cuando se necesitaba un surtidor que tocara
música, Kircher era el indicado. Roma, donde enseñaba matemáticas y hebreo, fue su
hogar gran parte de su vida. La Ciudad Eterna del siglo xvii tenía sed de obeliscos
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bajo papas como Sixto V: como parte del reordenamiento general de la capital, se
colocaron estratégicamente obeliscos en los puntos nodales de un nuevo sistema de
avenidas, tanto como en el centro de la gran arcada de Bernini, en San Pedro. Todos
aquellos obeliscos habían sido sacados de Egipto por los antiguos romanos y, en su
mayoría, como el Obelisco de Minerva, estaban cubiertos de los supuestos
«jeroglíficos» de Horapolo.
Kircher afirmaba que podía leerlos y dedicaba un enorme esfuerzo a su estudio y
su publicación. Había leído muy meticulosamente las Fuentes griegas: como era
obvio, aquellos signos jeroglíficos trasmitían directamente el pensamiento. Kircher
aceptaba por completo la necedad neoplatónica de Plotino. La siguiente es su
«lectura» de una cartela real del Obelisco de Minerva, respecto al cual se sabe
actualmente que contiene el nombre y los títulos de Psamtjik (Psamético), faraón
saíta de la Vigésima Sexta Dinastía:
La protección de Osiris contra la violencia de Tilo se debe atraer de acuerdo con los ritos y las ceremonias
adecuados mediante los sacrificios y la invocación de los genios tutelares del triple mundo a fin de
garantizar el gozo de la prosperidad que hábitualmente brinda el Nilo contra la violencia del enemigo Tifo
[Pope, 1975: 31-32],
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(a hecho pasado, ahora sabemos que ello dista mucho de ser verdad). Aquello
meramente confirmaba lo que los especialistas inteligentes sabían que era cierto. Lo
mismo hicieron las descripciones esquemáticas de las escrituras jeroglíficas
«mexicanas» que eran llevadas a Europa por misioneros como el jesuíta Joseph de
Acosta.
¿En verdad es posible, como creía Kircher, construir un sistema de escritura con
símbolos que no necesariamente tengan relación con la lengua o con cualquier lengua
en particular? ¿Y que, además, exprese ideas de modo directo? El lingüista británico
Geoffrey Sampson evidentemente lo cree: en su libro Writing Systems (Sampson,
1985: 26-45 y figura 3) divide todas las escrituras posibles en semasiográficas, en
que los símbolos carecen de relación con lo que se habla, y en glotográficas, en que
la escritura refleja una lengua determinada, como el inglés o el chino. Sampson es
casi el único entre los miembros de su profesión en hacer esas aseveraciones respecto
a la «escritura» semasiográfica como sistema completo, dado que sólo puede
proponerla como posibilidad teórica, sin que sea capaz de señalar un ejemplo real de
esa escritura.
Sin embargo, fuerza es admitir que en cualesquier escrituras conocidas, incluso en
las alfabéticas, interviene cierta dosis de semasiografía. Pensemos en el inglés escrito
y en la máquina de escribir electrónica en la cual estoy componiendo este libro. Los
números arábigos 1, 2, 3 y así sucesivamente son constructos matemáticos que se
leen one, two, three en inglés pero uno, due, tre en italiano y ce, ome, yei en náhuatl.
Los numerales de barras y puntos, que se usaron entre los antiguos mayas, zapotecas
y otros pueblos de México y América Central antes de los españoles, también son
semasiográficos (o ideográficos, para valernos de la antigua y confusa terminología).
Pero, ¿hasta dónde se divorcian en realidad de la lengua hablada? Reto a cualquier
angloparlante por nacimiento a que evite pensar en la palabra twelve cuando mire
«12» o a un italiano a que se abstenga de decir dodici cuando se someta a la misma
prueba.
Un lingüista, Archibald Hill (1967), nos dice que «toda escritura representa el
habla, audible o silenciosa, y nunca puede representar ¡deas que todavía no hayan
sido incorporadas al habla». En algunos libros sobre escritura, las convenciones
internacionales para señalamiento carretero con frecuencia se presentan como sistema
«sin lenguaje» que se comunica con los conductores, sin importar su lengua materna,
aunque, a pesar de todo, el conductor «diga» algo mentalmente, como «¡No!»,
cuando se halla a la orilla de la carretera ante un círculo rojo con corte diagonal En
mi máquina de escribir, los símbolos $ y £ están tan relacionados con la lengua como
las secuencias de letras «dólares» y «libras». En cualquier cultura en que esos
pretendidos símbolos o incluso
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Figura 1. El sistema de señalamiento carretero internacional.
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visuales eran registros mnemotécnicos o aides-mémoires para estimular los recuerdos
de los tenedores de quipus.
Más complejidad todavía puede encontrarse en una sorprendente escritura
inventada a principios del presente siglo por un hechicero apache de Arizona llamado
Silas John (Basso y Anderson, 1973). Para trasmitir plegarias que recibía en sueños,
ideó una serie de signos que eran pintados en piel de gamo y «leídos» por sus
discípulos; ocioso es
decir que eran «leídos» en apache, aunque no trasmitían datos fonéticos. Sin
embargo, codificadas en el sistema hay instrucciones detalladas sobre el
comportamiento ritual durante las prácticas, instrucciones que sugieren que otros
sistemas semasiográficos conocidos por arqueólogos y etnólogos tal vez no sean tan
primitivos como algunos han imaginado.
Ahora bien, ¿qué ha sido de la «escritura con imágenes»? ¿No nos hablan las
imágenes «directamente»? ¿No reza el viejo refrán que «una imagen vale por mil
palabras»? Kircher, sus compañeros jesuitas y lodo el mundo intelectual romano de
los siglos XVI y XVII se hallaban profundamente impresionados por los símbolos
pictográficos de aquellos sesudos obeliscos e incluso por los animales, las plantas y
otros objetos que veían delineados en los exóticos libros plegables procedentes de
México y que se habían depositado en la Biblioteca del Vaticano. Era el mundo de la
Contrarreforma, que se tambaleaba ante los ataques lanzados por los teólogos
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protestantes contra la iconografía religiosa y que ansiaba responder. La «escritura con
imágenes» o «pictografía» cobró vida propia que ni siquiera en la actualidad se
extinguiría. Para aquellos pensadores jesuitas, las imágenes eran algo grande y bueno.
Cierto es que las representaciones de objetos del mundo natural definitivamente
entran en algunos sistemas de escritura: hasta nuestro propio alfabeto, que deriva de
los fenicios, está basado en imágenes, como la letra A, que al principio fue una
cabeza de buey, y la N, una serpiente.
Un pequeñisimo porcentaje de caracteres chinos derivan del mundo «real», por
ejemplo, el carácter shan, «montaña», que empezó por representarse como montaña
de tres picos. Las imágenes han sido usadas por los amanuenses de múltiples maneras
para formar escrituras, pero no existe, ni ha existido jamás, un verdadero sistema de
escritura pictográfica. ¿Por qué no? Porque, como lo plantea el lingüista George
Trager (1974: 377), las imágenes por sí solas no pueden pasar la prueba de
representar todas las expresiones posibles de una lengua (inténtese escribir con
imágenes un enunciado como «La metafísica me parece insoportablemente oscura»),
además de que nunca será posible estar seguro de que una imagen es interpretada del
mismo modo (en las mismas palabras) por dos observadores sucesivos.
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Nueva York. Un ejemplo más: durante años, el New York Times insistió en que los
pueblos nativos del Nuevo Mundo, los hopi, los aztecas o los incas, sólo hablaban
«dialectos». Presumiblemente, sus directores creían que los indios americanos eran
incapaces de comunicarse en lenguas tan maduras como las europeas.
Un poco de orden fue impuesto en la torre de Babel por los estudiosos de los
siglos XVIII y XIX, cuando descubrieron que ciertos grupos de lenguas descendían
de un tronco común. Un ejemplo que se da comúnmente es la palabra inglesa father.
En griego se dice pater, en latín pater, en francés pére, en alemán Vater, que
claramente son «cognados» o palabras afines. Por los filólogos hemos sabido, desde
hace más de dos siglos, que la mayoría de las lenguas europeas se remontan a una
sola lengua ancestral; otros descendientes del mismo progenitor antiguo, llamado
«protoindoeuropeo», son el sánscrito, en India, y el persa. No pasó mucho tiempo
antes de que los estudiosos norteamericanos, como el sorprendente John Wesley
Powell, héroe manco de Shiloh y fundador de la Oficina de Etnología Americana de
Estados Unidos, encontraran que las lenguas nativas americanas podían combinarse
similarmente en familias. A manera de ejemplo, se descubrió que el náhuatl formaba
paite de la extensa familia utoazteca, difundida desde Oregón hasta Panamá antes de
la llegada de Colón.
En tanto que los filólogos se ocupaban en clasificar las lenguas en grupos
mayores, los lingüistas las separaban para estudiar su funcionamiento.
En el nivel analítico inferior, una lengua consiste de un conjunto de sonidos; a su
estudio se le llama «fonética» o «fonología», como habrán de recordar los
admiradores del Pigmalión de Bernard Shaw. El fonema se define como la unidad de
sonido más pequeña distintiva en una lengua hablada. Para explicar lo anterior,
tomemos el trillado ejemplo de las tres palabras inglesas pin, bin y spin. La pausa
bilabial o consonante con que empieza pin es claramente diferente de la de bin: una
es sonora y otra no, en tanto que el significado cambia según la que se use. Así, p y b
son fonemas distintos. Por otra parte, la p de spin y la p de pin en realidad suenan un
tanto diferente para un fonólogo avezado; mas, por su distribución, es claro que
varían de acuerdo con su entorno (esto es, los sonidos vecinos) y que, de ese modo,
son miembros de un solo y único fonema.
Las lenguas varían mucho en el número de fonemas que contienen. El profesor
DeFrancis (1989: 9) nos dice que el inglés posee alrededor de 40 y se halla en el nivel
intermedio. En el inferior se encuentran el hawaiano y el japonés, con 20 fonemas
cada uno, mientras que en el superior están algunas lenguas minoritarias del Asia
Sudoricntal, corno el meo blanco, con 80 fonemas (57 consonantes, 15 vocales y 8
tonos).
Como puede Jar fe cualquier persona que haya tenido que aprender latín o
francés, las lenguas no sólo consisten de patrones fonéticos significantes, o
pronunciación, sino que también tienen una gramática: las reglas según las cuales se
unen palabras y enunciados. La morfología trata de la estructura interna de las
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palabras y la sintaxis de las relaciones entre palabras en la estructura de un
enunciado. La unidad con significado más pequeña del habla es el morfema, que
consta de uno o más fonemas. Piénsese en la palabra inglesa incredible: in-, -cred- e -
ible son los morfemas que la constituyen. O bien en la palabra trees, que
morfológicamente puede descomponerse en el sustantivo básico tree y en el plural -s.
En los viejos tiempos en que erróneamente se pensaba que las lenguas habladas
del mundo podían disponerse según cieno orden de desarrollo, desde las «primitivas»
hasta las «civilizadas», los lingüistas empezaron a clasificarlas de acuerdo con su
morfología y su sintaxis. Aunque la idea de que las lenguas podían ubicarse en una
escala evolutiva es una tontería del mismo nivel que la descreditada «ciencia» de la
frenología, esa clasificación sigue siendo útil. Para bien o para mal, las categorías son
las siguientes:
Lenguas aislantes o analíticas son aquellas en que las palabras no pueden
analizarse morfológicamente y en las cuales la estructura del enunciado se expresa
mediante el orden de las palabras, el agrupamiento de éstas y el uso de palabras
gramaticales específicas o partículas. Las lenguas chinas son aislantes, lo mismo que
el vietnamita.
Las lenguas aglutinantes unen, o aglutinan, morfemas sucesivos, cada cual con
una sola función gramatical, en el cuerpo de palabras únicas. Un buen ejemplo de
ellas es el turco, con palabras cada vez más complejas que se forman como un tren en
un patio de ferrocarril a partir de una raíz (la locomotora), seguida de una hilera de
sufijos (los vagones). Por ejemplo, la palabra evlerda, que significa «a las casas», se
puede descomponer en ev, «casa», -ler, el sufijo de plural; y -da, el sufijo de dativo.
El náhuatl, la lingua franca del Imperio azteca, es otra de ese tipo: por ejemplo, la
palabra enunciado nimitztlazohtla, construida a partir de ni-, «yo»; mitz, «tú»
(objeto); tlazohtla, raíz verbal no pluralizada, «amar»: «¡Te amo!». El sumerio, para
el cual se ideó la primera escritura del mundo, era aglutinante.
Las lenguas flexionantes cambian la forma de una palabra para indicar todo tipo
de diferencias gramaticales, como el tiempo, la persona (singular, plural y así
sucesivamente), el género, el modo, la voz y el caso. Las lenguas indoeuropeas suelen
ser sumamente flexionantes, como lo puede atestiguar quienquiera que haya
estudiado latín, con sus casos, sus declinaciones y sus conjugaciones. Entre las
familias lingüísticas del mundo, la indoeuropea es excepcional por el lugar
prominente que concede a las diferencias de género; las lenguas que insisten no sólo
en dar el sexo de aquellos a los que se refieren los pronombres, sirio también en
apiñar todos los nombres en categorías tan irreales como masculino, femenino e
incluso neutro son raras o desconocidas en otras latitudes. El sexismo de ese tipo es
ajeno a las lenguas azteca y maya.
Pocas lenguas encajan a la perfección en cualquiera de esas categorías. En inglés
están representadas las tres. El inglés puede ser aislante por su uso del solo orden de
las palabras para expresar diferencias gramaticales (por ejemplo, John loves Mary y
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Mary loves John); muestra aglutinación en palabras como manliness (man, nombre
primitivo, más -li-, formativo adjetival, más -ness, formativo nominal abstracto); y es
flexionante (como en la formación de los plurales man/men, goose/ geese). Aunque
las lenguas mayas sean predominantemente aglutinantes, exhiben una mezcla similar
de tipos lingüísticos.
Las culturas se copian entre sí y lo mismo hacen las lenguas, por una diversidad
de razones, algunas de las cuales son constrictivas por derecho propio: la mejor de
todas éstas es la conquista. ¿Quién puede olvidar, en Ivanhoe de sir Walter Scott, la
digresión sobre la influencia de palabras francesas agregadas al anglosajón después
de 1066, para formar la lengua inglesa básica? Las palabras pueden copiarse tanto por
emulación como por conquista directa; una ojeada a las secciones de economía,
ciencia y entretenimiento de cualquier periódico italiano bastará para encontrar una
pléyade de palabras tomadas por completo del inglés, como manager, persona!
Computer, stress y lifestyle, todas ellas absorbidas en estructuras sintácticas italianas
perfectamente correctas. A lo largo de los siglos, el propio inglés se ha mantenido
notablemente abierto a ese tipo de adopciones, incluso de las lenguas «muertas» de la
Antigüedad. Otras lenguas son sumamente impermeables a los préstamos léxicos,
sobre todo el chino, que prefiere acuñar palabras nuevas a partir de las viejas, para
aspectos poco comunes o recientes; cuando en China apareció la locomotora de
vapor, se la llamó huo che, o «cano de fuego».
El estudio de las adopciones es una ciencia por derecho propio, por lo demás,
sumamente interesante, pues puede describir los contactos culturales ocurridos en el
pasado, y los lingüistas incluso son capaces de reconstruir en parte las culturas y las
sociedades que incidieron entre sí en épocas remotas. Tanto mejor si las lenguas se
registraron en forma visible. Pero, en ocasiones, lo anterior plantea tanto misterios
como soluciones: en la más antigua de todas las escrituras, la escritura sumeria en
tablillas de barro, ni los nombres de sus ciudades (entre ellas «Ur de los caldeos») ni
la mayoría de las profesiones importantes, practicadas hace casi 30 siglos al sur de
Mesopotamia, están en lengua sumeria o en cualquiera de las lenguas semíticas
rivales, sino en una lengua desconocida. Ello sugiere que los sumerios en realidad no
eran nativos de esa región, sino que habían llegado allí y tomado aquellas palabras de
algún oscuro pueblo que verdaderamente era autóctono del «País de entre los ríos»
(Kramer, 1963: 40-42).
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que lo importante era la lengua hablada y no la escrita; las escrituras en realidad no
merecían su atención. Tal vez tenía algo que ver la reconocida falta de
«concordancia» entre el inglés moderno hablado y el escrito. Afortunadamente, las
cosas han cambiado.
Mas hubo otro camino hacia la comprensión avanzada acerca de la escritura: el
evolucionismo. La idea darwiniana de la naturaleza, que gradualmente se impuso en
la ciencia occidental tras la publicación de El origen de las especies en 1859, tuvo
repercusiones en el naciente campo de la antropología, dominado por sir Edward
Tylor y el abogado norteamericano Lewis Henry Morgan, titanes científicos del siglo
XIX. Morgan y Tylor pensaban que todas las sociedades y todas las culturas debían
pasar, como las creaturas y las plantas del mundo natural, por una serie de etapas
ordenadas rígidamente. Éstas empezaban por el «salvajismo» (léase «la caza y la
recolección»), pasaban por la «barbarie» (léase «la agricultura y la cría de animales,
con organización en clanes»), hasta la «civilización» (nosotros, naturalmente, con
organización en Estados o territorios). Algunos pueblos, como los aborígenes de
Australia, todavía están estancados en el «salvajismo», en tanto que otros, como los
indios pueblo del suroeste de Estados Unidos, lo están en la «barbarie», aunque,
dándoles el tiempo suficiente, todos ellos surgirán algún día a nuestro mundo
ilustrado. ¡Qué pagada de sí era la visión victoriana!
Lamentablemente, ese hiperevolucionismo encadenó con sus grilletes teóricos a
toda clase de pensadores que escribieron acerca de la escritura, pese al hecho de que
los propios lingüistas hace tiempo descartaron la venerable idea de las lenguas
«primitivas» contra las «civilizadas». Bajo la influencia tyloriana, el mayista
Sylvanus Morley (1946: 259-260) propuso tres fases evolutivas para el supuesto
desarrollo de la escritura. Fase l: la escritura es pictográfica, estando el objeto o la
idea dados por un dibujo, una pintura o algo por el estilo; la imagen en sí no significa
nada fuera de lo que describe. Fase 2: aparece la escritura ideográfica, en que la idea
o el objeto están dados por algún signo sin semejanza o con sólo una lejana similitud
con ellos; el ejemplo que da Morley es la escritura china, el peor de los que pudo
haber escogido. Fase 3: aparece la escritura fonética, en que los signos pierden toda
semejanza con las imágenes originales de los objetos y únicamente denotan sonidos;
aparecen primero los signos silábicos (Morley adujo otro mal ejemplo, el egipcio) y
después los alfabéticos (el fenicio, el griego). Eso decía Morley.
¡Arriba y adelante! ¡Viva el progreso! Nosotros tenemos escritura fonética y ellos
(todos los salvajes, los bárbaros y los chinos) no. Idea reconfortante e idea que aún
aprisiona el espíritu del siglo xx. Ahora bien, en el esquema anterior hay tantos
errores que es difícil saber por dónde empezar. En primer lugar, ya hemos visto que
no existe nada parecido a un sistema de escritura puramente pictográfico, ni nunca ha
existido, aunque en algunas escrituras se usen imágenes de objetos reales y partes de
ellos. Corno segundo punto, tampoco existe nada que se parezca a una escritura
ideográfica. Y, para terminar, todos los sistemas de escritura conocidos son parcial o
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totalmente fonéticos y expresan los sonidos de una lengua determinada.
Un esquema mucho más desarrollado e informado en el aspecto lingüístico ha
salido de la pluma de Ignace Gelb, cuyo libro A Study of Writing (Gelb, 1952) fue por
mucho tiempo la única obra detallada al respecto. Especialista en lenguas y escrituras
del Cercano Oriente en el Instituto Orientalista de la Universidad de Chicago, Gelb
fue uno de los descifradores de la escritura jeroglífica anatolia («hitita»), lo que
podría abrirle las puertas de cualquier Salón de la Fama Epigráfico. Pero Gelb
también tenía su lado oscuro intelectual. Tan hiperevolucionista como tantos otros, el
esquema de Gelb, a semejanza del de Morley, empieza con ese fuego fatuo de la
«escritura pictórica» y desde ella procede, para pasar por sistemas como el sumerio o
el chino (a los que volveremos ulteriormente), hasta la escritura silábica y el alfabeto.
«La conquista del inundo por el alfabeto» es como Gelb introduce el asunto: hasta los
chinos, con su escritura anticuada y desmañada, algún día tendrán que inclinarse ante
lo inevitable y escribir alfabéticamente.
Habiendo visto a Gelb en una sola ocasión, hace muchos años en los salones del
Instituto Orientalista, en realidad no puedo tacharlo de racista. Sin embargo, de
manera absolutamente definitiva, su libro está contagiado de ese siniestro virus de
nuestro tiempo. Al parecer, le resultaba inconcebible que algún pueblo no blanco
alguna vez hubiera podido inventar por sí solo cualquier tipo de escritura con
contenido fonético. Por una parte, se niega a atribuir a los chinos la invención de su
propia escritura, afirmando, sobre bases totalmente inexistentes, que derivaba de su
querido Cercano Oriente (esto es, de los sumerios); y, por la otra, insiste en que
ningún pueblo del Nuevo Mundo, ni siquiera los mayas, poseían la capacidad
intelectual para escribir fonéticamente, salvo en raras ocasiones para expresar
nombres (como los nombres de lugar de los manuscritos aztecas). Los mayas penden,
en efecto, de las ramas inferiores del árbol de la evolución. Este tipo de actitudes
frenaron el desciframiento de la escritura maya durante casi un siglo.
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Figura 3. Algunos principios de la escritura cuneiforme sumeria:
a. Uso del principio del rebus para expresar conceptos abstractos;
originalmente, estos signos fueron pictográficos. b. Uso de
complementos fonéticos para expresar palabras sumerias
vinculadas conceptualmente con el logograma ka, «boca».
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procede del francés y que en latín originalmente significaba «cosas concernientes».
Alguna vez, en la Picardía francesa, se llevaron a cabo representaciones satíricas
llamadas de rebus quae geruntur, «cosas concernientes que ocurren», que contenían
acertijos en forma de imágenes. Desde hace dos siglos el rebus se ha usado en los
libros infantiles ingleses y norteamericanos para poner a prueba el ingenio. El rebus o
escritura de acertijos se puede apreciar en enunciados como I saw Aunt Rose
expresados mediante las imágenes de un ojo (eye), una sierra (saw), una hormiga
(ant) y una rosa (Rose). Lo que ha ocurrido es que, para algo difícil de representar,
como la esposa de un pariente nuestro, se ha expresado virtualmente una palabra
homónima pero fácil de dibujar del mundo «real», en este caso, una hormiga. Eso es
lo que hicieron los primeros escribas sumerios y lo que han hecho todos los antiguos
escribas de todas las latitudes.
El segundo tipo importante de sistemas de escritura es el silábico. Como algunos
de nosotros podemos recordar cuando evocamos que en la primaria se nos pedía
«decir nuestro nombre sílaba por sílaba», todas las lenguas tienen estructura silábica.
Las más comunes son las combinaciones de consonante seguida de vocal (cv, en
taquigrafía lingüística) y de consonante-vocal-consonante (cvc). Pensemos en la
palabra inglesa syllabary; ésta puede analizarse de acuerdo con una secuencia de
sílabas cv, como sy-lla-ba-ry. La palabra inglesa pin es ejemplo de monosílabo cvc.
En muchas partes del mundo y en diversas épocas se han ideado escrituras puramente
silábicas, en que cada signo representa una sílaba determinada (con frecuencia una
sílaba cv). Hasta el desciframiento de la Lineal B micénica, la más antigua de las
escrituras griegas, el ejemplo más conocido de un silabario completo fue reunido por
el jefe Sequoyah de los indios cherokees, inspirado en parte por la manera alfabética
de leer y escribir de sus vecinos blancos. El sistema de Sequoyah tiene 85 signos y ha
merecido elogios de algunos lingüistas por su exacta representación de la fonología
cherokee; entre los cherokees todavía se usa en periódicos y textos religiosos.
Muchas veces se han inventado silabarios de tipo cv, los más recientes por parte
de misioneros con objeto de escribir lenguas nativas de la Norteamérica septentrional,
como el innuit (esquimal).[2] Algunas lenguas son dóciles a ese tratamiento visual,
otras lo son menos y otras más no o son en absoluto. En la parte superior de la escala
de docilidad está el japonés, con su estructura silábica predominantemente cv (sashi-
mi, Yo-ko-ha-ma, etc.), cuya escritura fue ideada por los japoneses allá por nuestra era
del oscurantismo. En el otro extremo están lenguas como la nuestra, con densos
agrupamientos consonánticos. Por ejemplo, la ciudad de Scranton, Pensilvania,
podría haberse escrito silábicamente como Su-cu-ra-na-to-n(o), suprimiendo la o
final al hablar.
Veamos ahora el tercer sistema de escritura, el alfabético. Teórica, o idealmente,
en las escrituras alfabéticas las expresiones de la lengua se descomponen en fonemas,
las consonantes y vocales individuales que constituyen sus sonidos. Como muchas
otras cosas importantes de nuestra civilización, este sistema fue inventado por los
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griegos: en el siglo IX a. C., ellos adoptaron un sistema fenicio que había sido usado
por estos
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supuestos reformadores como George Bernard Shaw han considerado una
deficiencia, consiste en que un solo y mismo son ido con frecuencia se representa por
más de una letra o un grupo de letras. Considérese un grupo diferenciado de palabras
con idéntica pronunciación, como wrightt:write:right:rite. Cuando este fenómeno se
presenta en una escritura, los lingüistas lo llaman polivalencia, «valores múltiples»; a
decir verdad, el hecho es sorprendentemente común en los sistemas de escritura del
mundo entero, en los logográficos, los silábicos e incluso en los alfabéticos como el
nuestro.
Logográfico, silábico, alfabético: tales son las tres grandes clases de sistemas de
escritura. Es importante tener presente esta tipología, porque fue entendida
incorrectamente o incomprendida casi por la mayoría de los primeros estudiosos que
trataron de explicar o de descifrar escrituras antiguas. Pretendiendo que los
jeroglíficos egipcios eran «ideográficos», Kircher y sus contemporáneos
confundieron la escritura logográfica con la semasiografía; en tanto que, un siglo
antes, fray Diego de Landa, obispo de Yucatán, se engañó al pensar que la escritura
maya era alfabética y no logográfica. El verdadero desciframiento de estos sistemas
logográficos se produjo sólo cuando se comprendió bien a bien el complejo
entrelazamiento de los elementos semánticos y fonéticos que les son inherentes.
Si Atanasio Kircher tan sólo hubiera recibido algún indicio de la verdadera naturaleza
de la escritura china de parte de sus colegas jesuitas que habían sido misioneros en el
Imperio Celeste, podría haber evitado el «mito de la ideografía» que tanto aprisionó
su espíritu de investigación. Como los jeroglíficos egipcios en los que zozobró su
renombre postumo, la escritura china es logográfica y no «ideográfica» ni alfabética.
Pero los europeos del Renacimiento y de la Ilustración insistieron en considerar el
chino escrito como otra maravilla, como sistema ideográfico, lleno de sabiduría
antigua, que comunicaba ideas de manera directa sin intervención de la lengua.
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aislantes, con un mínimo de gramática, y las palabras siempre consisten de uno o, a lo
sumo, dos morfemas monosilábicos, a más de partículas morfémicas que en
ocasiones se usan como sufijos. Haciendo juego con cada morfema individual, en el
chino hablado hay un signo escrito o «carácter», de los que existe un gran número.
Como en China los tonos son fonémicos —hay cuatro en mandarín, la lengua de tres
cuartas partes de la población, y nueve en cantonés— existen muchos morfemas que
aparear.
¿Cuántos signos existen? El gran diccionario Kang Hsi, terminado en 1717 d. C.,
tiene no menos de 40 000 caracteres, pero 34 000 de ellos son «deformaciones y
duplicaciones inútiles, creadas por sabios ingeniosos». Si bien los diccionarios chinos
más grandes siguen teniendo 14 000 signos de ésos, en general hay consenso en que
sólo cerca de 4 000 son de uso difundido.
Ahora bien, ¿cómo logran millones de niños chinos archivar en su cerebro tantos
signos diferentes? Después de todo, los angloparlantes que usan alfabeto sólo tienen
que aprender 26 letras. La respuesta radica en el hecho de que el chino, como todas
las demás escrituras logográficas conocidas, en realidad es sumamente fonético; al
mismo tiempo, posee un componente fuertemente semántico.
La gran mayoría de los caracteres se forman combinando un elemento semántico
con uno fonético. El sinólogo John DeFrancis (1989; 99) calcula que, hacia el siglo
XVIII, 97 por ciento eran de este tipo. Tomemos primero los elementos fonéticos.
Éstos constituyen un silabario extenso y en ocasiones inconsistente, en que cada
signo silábico corresponde a un morfema. En un diccionario moderno chino-inglés
hay 895 de esos elementos, que habitualmente ocupan dos terceras partes del lado
derecho o de la parte inferior del carácter. A la izquierda o arriba está un
determinativo semántico mudo (llamado «radical» por los sinólogos). En tanto que el
elemento fonético da el sonido general de la sílaba en chino hablado, el determinativo
(como en sumerio y en egipcio) nos señala la clase general de fenómenos a los que
pertenece lo que se nombra. Hay un determinativo que se aplica a las plantas en
general, otro para Lodo lo asociado con el agua, otro más para cosas hechas de
madera, y así sucesivamente. En total, existen 214 determinativos.
Los demás caracteres son sólo logogramas e incluyen aquellos signos —
originalmente pictóricos, si nos remontamos a principios de la historia del chino— a
partir de los cuales se derivaron los elementos fonéticos mediante el principio del
rebus. Muchos de ellos fueron raspados en los «huesos de oráculo» de la dinastía
Shang, en el alba de la civilización china, y, debido a que representan cosas del
mundo real (el signo de «caballo» semeja un equino, el de «luna» o «mes» una media
luna, y así sucesivamente), se ha supuesto que la escritura se originó en forma
pictórica o de pictogramas. Todo lo contrario: en un principio, los escribas chinos
explotaban esos signos pictóricos por su valor fonético.
Por consiguiente, el sistema es mucho más simple, y mucho más fácil de
aprender, de lo que parece a primera vista. Desde luego, las lenguas chinas han
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cambiado considerablemente durante los muchos siglos transcurridos desde que se
ideó y se elaboró la escritura, y el fonetismo en ocasiones presenta problemas para el
lector moderno; pero, con todo, DeFrancis (1989: 111) estima que si memorizáramos
la pronunciación de esos 895 elementos, en 66 por ciento de los casos sería posible
adivinar el sonido de determinado carácter que podamos encontrar al leer un texto
moderno.
Dado que el japonés hablado carece de todo nexo con el chino —es una lengua
sumamente polisilábica y flexionante—, los escribas de Japón se hallaron ante el
enorme problema de adaptar la escritura extranjera a su propia lengua.
Su solución se logró hará cosa de un milenio, cuando seleccionaron algunas
docenas de logogramas chinos o caracteres basados en sus sonidos y, de acuerdo con
la expresiva frase del lingüista William S.-Y. Wang (1981: 231), «los desnudaron
gráficamente». Esos 46 signos representan 41 sílabas cv y las cinco vocales, por lo
cual constituyen un silabario completo.
Lógicamente, puede pensarse que los japoneses pudieron haber abandonado por
completo los caracteres chinos y escrito todo con su nuevo silabario (llamado kana),
pero el conservadurismo cultural y el enorme prestigio de la cultura china superaron
ese impulso. Los caracteres chinos que se habían usado para escribir morfemas en
chino, algunos de los cuales fueron adoptados al por mayor en la lengua, se
emplearon para escribir morfemas de raíces japonesas con el mismo significado pero
de diferente sonido. No pasó mucho tiempo antes de que se desencadenara la
polivalencia, como ocurre en la actualidad: a menudo se usan diversos caracteres
derivados del chino para representar el mismo sonido y, a veces, un carácter tendrá
tanto una pronunciación china como una japonesa nativa.
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Los signos silábicos japoneses se usan de dos modos: en primer lugar, para
escribir las ocasionalmente largas terminaciones gramaticales que vienen después de
las raíces de palabra (dadas por medio de caracteres chinos), y, en segundo, escritos
con minúscula, junto a los caracteres de raíz, para ayudar al lector en su
pronunciación.
De ese modo, los japoneses lograron deglutir por completo el sistema de escritura
chino y adaptarlo a su lengua sacando de él su propio silabario fonético. En otras
palabras, un silabario efectivamente puede coexistir con logogramas en un sistema de
escritura complejo aunque viable. Lo cual es exactamente lo que habremos de
encontrar inscrito en los monumentos de las ciudades abandonadas de los antiguos
mayas.
Maurice Pope, quien ha escrito los mejores libros generales sobre desciframiento, ha
dicho: «Los desciframientos son, con mucho, los logros más encantadores del saber.
Hay cierto toque de magia en la escritura desconocida, especialmente cuando
proviene del pasado remoto, y una gloria consecuente está destinada a cubrir a la
persona que primero resuelva su misterio» (Pope, 1975: 9). Pero el desciframiento no
sólo es misterio resuelto, sino también clave de un mayor conocimiento, «que abre la
cueva del tesoro de una historia por la que, en incontables siglos, no ha errado ningún
espíritu humano»: poético, pero cierto.
Por extraño que parezca, los criptólogos —creadores y descifradores de códigos
en el mundo del espionaje y la contrainteligencia— han desempeñado un papel
mínimo en los grandes desciframientos de escrituras antiguas. A decir verdad,
recuerdo los anuncios de la prensa norteamericana en el sentido de que el famoso
equipo del coronel William Friedman y su esposa había recibido apoyo de algunas
fundaciones para descifrar la escritura maya. Habiendo ganado los Friedman
merecida fama por descifrar el código naval japonés en vísperas de la guerra,[5] era
conclusión dada por hecho que los antiguos mayas serían cosa fácil para ellos. Nada
resultó de aquel proyecto destinado al fracaso, y los Friedman fueron a la tumba sin
haber descifrado un solo jeroglífico maya.
Hay que ver en el diccionario la definición de criptología para saber por qué esas
personas obtienen malos resultados como descifradores arqueológicos. Basada en las
palabras griegas kryptos, «secreto», y logos, «palabra», la criptología es la ciencia
que trata de las comunicaciones secretas. En una comunicación criptográfica, se
pretende que el mensaje sea ininteligible, y desde el Renacimiento italiano se ha
contado con criptólogos avezados para inventar métodos más y más ingeniosos que
hagan esos mensajes tan ilegibles como sea posible, salvo para quienes cuenten con
claves especiales o libros de códigos. En cambio, muy pocas comunicaciones secretas
pueden encontrarse en el pasado prerrenacentista: los escribas sólo se interesaban en
que sus mensajes fueran legibles y exentos de ambigüedad y, si tenían que
esconderlos, se valían de otros medios para que fueran seguros sus canales de
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comunicación.
Otra razón enteramente distinta para que la criptología haya estado ausente en el
desciframiento es la naturaleza de la materia prima con la que trabaja
tradicionalmente. El «texto llano», para valernos de la jerga adecuada, que ha de
cifrarse o codificarse, suele estar en un lenguaje escrito alfabéticamente (véase, por
ejemplo, la clave de trasposición alfabética usada en El escarabajo de oro de Poe o la
clave de sustitución resuelta por Sherlock Holmes en Los bailarines), en tanto que la
mayoría de las escrituras realmente antiguas no son alfabéticas, sino logográficas,
como los jeroglíficos egipcios, sumerios y anatolios. En el mundo de la telegrafía y la
criptología, para las escrituras logográficas vivas de China y Japón, los caracteres
morfémicos se ponen en grupos cifrados de cuatro dígitos, usando números arábigos
convencionales. Me anticiparé a mí mismo diciendo que ninguno de esos
procedimientos ha funcionado, ni funcionará nunca, con los mayas.
Hemos dejado la escritura de los antiguos egipcios hundida aún en los absurdos de
Atanasio Kircher y sus predecesores. Esta prestigiosa escritura acabó por ser
descifrada en gran parte debido a los trabajos de un hombre, Jean-François
Chainpollion (1790-1 832), quien en el espacio de un lapso increíblemente breve
llevó la civilización del Nilo de la oscuridad a la historia. Sería instructivo ver cómo
ocurrió eso y cómo aquel brillante joven francés superó obstáculos intelectuales y
humanos para lograr finalmente el éxito. Su obra es una lección objetiva sobre el
modo de manejar las cosas correctamente ante un sistema de escritura de cierta
complejidad, lección que los supuestos descifradores de la escritura maya pasaron por
alto (en detrimento propio) durante más de un siglo.
Invertiré la romántica historia habitual de Champollion y la Piedra Roseta
poniendo la carreta antes del caballo: revelaré la solución antes del problema.[6]
Tal como Kircher había supuesto correctamente, el copio es un descendiente muy
tardío de la lengua de los faraones, y ambos se hallan vinculados lejanamente con las
lenguas semíticas del Cercano Oriente y con las camiticas de África. Como en las
semíticas, las consonantes llevan mucho más peso que las vocales en la formación de
palabras, por lo que no es sorprendente que la escritura jeroglífica virtualmente pase
por alto las vocales, según ocurre en las escrituras hebrea y árabe. A decir verdad,
apenas tenemos una idea de lo más esquemática del modo en que sonaban las vocales
en cualesquier palabras escritas egipcias.
La invención de la escritura jeroglífica se produjo en el valle del Nilo alrededor
de 3100 a. C., junto con el surgimiento del Estado, y, al parecer, es contemporánea de
la aparición de la escritura en Mesopotamia. El sistema fue enteramente logográfico
desde un principio y no cambió en su carácter esencial hasta que se extinguió a
principios de la era cristiana. Perduró entonces por espacio de 34 siglos, mucho más
tiempo del que se ha usado el alfabeto y casi tan prolongado como el periodo que
cubre el sistema logográfico chino. Los expositores de las maravillas de la escritura
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alfabética disfrutan denigrando lo desmañado de los jeroglíficos, pero el egiptólogo
John Ray (1986: 316) nos recuerda que el sistema se adapta mucho mejor que el
alfabeto a la estructura de la lengua egipcia: el alfabeto griego se usó para escribir
egipcio en tiempos helénicos y romanos, pero los resultados a menudo son
sumamente difíciles de seguir. Más todavía, aunque la escritura fuera en gran parte
monopolio de los escribas, es mucho más fácil de aprender que, por ejemplo, el
chino.
Existen tres formas de escritura egipcia (Gardiner, 1957: 7-10).[7] Antes que nada,
están los mal llamados (y erróneamente interpretados) «jeroglíficos» mismos, que se
ven la mayoría de las veces en inscripciones públicas y monumentales. Desarrollada
paralelamente a ellos estaba la escritura cursiva, que se usaba sobre todo con
propósitos cotidianos, habitualmente en manuscritos sobre papiro; un tipo se conoce
como hierática, usada principalmente en textos sacerdotales, en tanto que otro,
desarrollado con cierta ulterioridad, es la demótica, escritura popular que se empleaba
en transacciones comerciales. Fuera del aspecto general, no hay diferencia esencial
entre las tres.
Existen alrededor de 2 500 signos individuales en el cuerpo del egipcio, pero sólo
un pequeño porcentaje era de uso común. Los expertos los dividen en fonogramas o
signos que representan fonemas (o grupos de ellos) y en semagramas, signos con
referencia total o parcialmente semántica.
Ahora permítasenos considerar los fonogramas. De ellos, 26 son
monoconsonánticos, por dar el sonido de una sola consonante; son los que
escogeremos ulteriormente en las famosas cartelas reales de la Piedra Roseta. Baste
decir que no se trata de un alfabeto, puesto que faltan las vocales ordinarias; lo que se
tiene son unas cuantas vocales débiles o semiconsonantes como y, pero incluso éstas
son omitidas con frecuencia por el escriba. Aunque Gelb (1952: 79-81) insistía en
que se trataba de un silabario, de acuerdo con sus teorías acerca de la evolución de la
escritura, no sé de ningún egiptólogo que concuerde con él. A ello se agregan 84
signos, cada uno de los cuales expresa dos consonantes, e incluso algunos signos tri y
cuadriconsonánticos. Ahora bien, los escribas egipcios probablemente habrían podido
escribirlo todo usando sólo los signos monoconsonánticos (al igual que lo hicieron
con nombres extranjeros como «Cleopatra» y «Tiberio César» en épocas posteriores);
pero no lo intentaron, como los letrados japoneses tampoco han abandonado los
caracteres chinos por la escritura puramente silábica (kana), salvo para escribir
nombres y palabras extranjeros.
Muchos de los semagramas («signos de significado») en realidad son logogramas,
esto es, las palabras se indican mediante una imagen del objeto que se denota: por
ejemplo, un disco solar es Re’, «el sol» o «el dios Sol»; el dibujo de una casa es pr,
«casa». Colocados con frecuencia tras los signos fonéticos están los determinativos.
Hay alrededor de un centenar de ellos y nos dicen a qué clase de cosas pertenece una
palabra: de ese modo, un dios sedente de perfil indica que a palabra es el nombre de
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una deidad; un rollo de papiro atado, que se trata de una idea abstracta; un círculo
dividido en cuatro cuarteles, que es una ciudad o un país, y así sucesivamente. Como
sus correlatos en chino y en la escritura cuneiforme de Mesopotamia, los
determinativos eran asociaciones mudas de los signos fonéticos hablados. Y,
finalmente, existen pequeñas rayas verticales que desempeñan papeles importantes:
una sola raya bajo un signo significa que se trata de un logograma, dos rayas indican
dualidad y tres que el signo está en plural.
Como en todos los sistemas de ese tipo, hay cierto grado de polivalencia (un
signo puede usarse como fonograma o como semagrama, por ejemplo, el signo de
«ganso», que puede ser el biconsonántico z o el determinativo «ave»), pero la
escritura es sorprendentemente realista y está exenta de ambigüedad. De acuerdo con
estos lineamientos, es de gran ayuda que los signos multiconsonánticos con
frecuencia sean reforzados por complementos fonéticos lomados de la lista
monoconsonántica: por ejemplo, la palabra hetep, «ofrenda», que consiste del signo
para htp más t y p.
De esa suerte, en estructura, una vez más tenemos un complejo duelo que
involucra sonido y significado, como nos ocurrió con las escrituras del Lejano
Oriente. Pero otros factores extralingüísticos desempeñaron alguna función entre los
escribas del Nilo. Las consideraciones caligráficas —en otras palabras, conceptos
sobre la belleza de la escritura— con frecuencia dieron por resultado que se cambiara
el orden acostumbrado de palabras y signos individuales (como nos dice Herodoto, la
escritura solía proceder de derecha a izquierda, pero no lo hacía invariablemente así).
Siempre había una relación íntima entre la imagen y el texto, a un grado único en el
Viejo Mundo. Y los textos públicos, o por lo menos aquellos que aparecen en
monumentos como los obeliscos de granito.
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nombre es Ozymandias, rey de reyes» de Shelley!
Champollion fue todo un Hércules del intelecto. [8] Es asombroso el hecho de que
la mayor parte de su gran desciframiento se realizara en el breve lapso de dos años.
Nacido en Figeac, al sur de Francia, a los 17 años de edad ya era experto en lenguas
orientales, especialmente en copio, y se trasladó a París a perfeccionar su
conocimiento del persa y del árabe. En 1814, cuando apenas tenía 24 años, había
publicado dos volúmenes sobre nombres coptos de lugar en el valle del Nilo, los que,
de paso, nunca vio, sino mucho tiempo después de su gran desciframiento.
A mediados del siglo XVIII, el abate francés J. J. Barthélemy supuso
(correctamente) que los óvalos en forma de cuerda —las llamadas «cartelas»— de los
monumentos egipcios podían contener nombres de reyes,
pero en aquel entonces no había prueba de ello. Luego, en 1798, el que habría de
ser el pedazo de roca más famoso del mundo, la Piedra Roseta,[9] fue descubierto por
el ejército napoleónico que había entrado en Egipto acompañado de un extraordinario
grupo de científicos. Tenía al frente tres textos paralelos: uno en griego (que entre
otras cosas decía que la inscripción era la misma en los tres textos), otra en demótico
y, en la parte superior, otra más sumamente dañada en jeroglíficos. Inmediatamente se
hicieron copias que circularon entre los estudiosos interesados, asombroso ejemplo de
cooperación científica si consideramos los tiempos turbulentos.
Había empezado la gran carrera del desciframiento, que en ciertos aspectos
recuerda la investigación sumamente competida de los años de 1950 que condujo al
descubrimiento de la doble hélice de la molécula del adn o la carrera a la Luna. De
manera general, se consideró que la inscripción demótica debía ser algún tipo de
alfabeto, en tanto que los jeroglíficos con seguridad eran sólo «simbólicos»: una vez
más, le mano de muerto del pensamiento kircheriano. En 1802, dos connotados
orientalistas, el conde Silvestre de Sacy en Francia y el diplomático sueco Johan
Ákerblad, lograron leer tanto los nombres «Ptolomeo» y «Alejandro» como los
demás nombres y palabras no egipcios del texto demótico. Los Ptolomeos eran
extranjeros, griegos macedonios puestos a cargo de Egipto por Alejandro el Grande,
y el decreto grabado en la Piedra Roseta, según trascendió subsecuentemente, había
sido publicado en 196 a. C. por Ptolomeo V, quien probablemente ni siquiera hablaba
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egipcio.
El siguiente en probar suerte con la Piedra Roseta fue el polígrafo inglés Thomas
Young. Médico y físico, en 1801 Young descubrió tanto la
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reconocido los nombres de los antiguos gobernantes Ramsés el Grande y Tutmosis,
ambos escritos fonéticamente. Una vez más, ese año el abate Rémusat publicó el
primer estudio de la escritura china no atiborrado de fantasía intelectual y demostró a
nuestro joven egiptólogo que incluso la escritura china era sumamente fonética en su
estructura misma y no una mera sucesión de «ideogramas». Pensando en ello,
Champollion publicó su inmortal Lettre á M. Dacier, en la que mostraba por qué
había cambiado de parecer acerca de los jeroglíficos de fuera de las cartelas: también
entonces debió ser importante el fonetismo.
El dique intelectual levantado por sus precursores, desde los tiempos
grecorromanos, se había roto. En el término de los dos años siguientes, Champollion
descifró la escritura jeroglífica egipcia. El producto de su destacado intelecto
apareció en 1824: Sumario del sistema jeroglífico de los antiguos egipcios. En sus
aproximadamente 400 páginas y 46 láminas, Champollion demostró: 1) que la
escritura era en gran parte, pero no totalmente, fonética; 2) que podían usarse
ortografías distintas para el mismo sonido (polivalencia); 3) que, con base en la
gramática copta, se podían leer tanto las formas jeroglíficas del masculino, del
femenino y del plural como los pronombres y los adjetivos demostrativos (por
ejemplo, «mi», «su», etc.); 4) la existencia de determinativos, incluso el de ¡os
dioses; 5) los nombres de todas las deidades importantes; y 6) el modo en que los
escribas podían jugar con la escritura dando grafías diferentes al nombre del mismo
dios: unas veces escrito de manera puramente morfémica, otras fonéticamente. Por si
fuera poco, Champollion demostró cómo funcionaban las cartelas reales (cada rey
tenía dos: dé usted una ojeada al obelisco más próximo y verá que así es).
Para que nadie dudara de lo correcto del desciframiento, Champollion mostró un
vaso de alabastro egipcio con una inscripción bilingüe en jeroglíficos y en los signos
cuneiformes de silabario de) antiguo persa, que apenas en fechas recientes se había
descifrado parcialmente; ambas lenguas daban el mismo nombre, Jerjes
(Khschearscha en persa).
No se hicieron esperar las aclamaciones del mundo intelectual, ni tampoco las
habituales tejas. Entre otros, el conde de Sacy y el lingüista Guillermo de Humboldt
no escatimaron elogios. Thomas Young, el amargado que se aferraba todavía a su
insostenible teoría acerca de la naturaleza ideográfica de los jeroglíficos, por una
parte reclamó como suyos os descubrimientos de Champollion y, por la otra, hizo
lodo lo que pudo para desacreditarlos. La murmuración entre los especialistas, la
mayoría de ellos probablemente con la nariz muy deformada por la hazaña intelectual
de Champollion, se prolongó por más de cuatro décadas tras la publicación del
Sumario. Sólo se apagó de una vez para siempre en 1866 con el descubrimiento del
Decreto de Canopo, otro ordenamiento ptolomeico en beneficio propio que confería
honores a Ptolomeo III y a su reina, Berenice. Grabado, como la Piedra Roseta, en
griego, en jeroglíficos y en demótico, el decreto aportaba una excelente prueba de que
Champollion había estado completamente en lo cierto.
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El viejo adagio según el cual los buenos mueren jóvenes encierra una amarga
verdad. Tras tener finalmente la oportunidad de visitar Italia y las ruinas del Nilo,
Champollion sucumbió en 1832 a una serie de fulminantes ataques prematuros, a la
edad de 41 años. Mirándonos desde su retrato ejecutado por Cogniet, parece la
personificación de algún héroe de un relato de Stendhal, su compatriota y
contemporáneo. Lo logrado por Champollion sólo me lleva a lamentar que aquellos
ojos no estudiaran nunca una inscripción jeroglífica maya, pues dudo que, en las
circunstancias adecuadas, esa escritura no le hubiera revelado algunos de sus
secretos. John Lloyd Stephens, descubridor de la civilización maya a principios del
siglo XIX, al contemplar los monumentos derruidos de una de sus ciudades
sepultadas por la selva, se lamentaba: «Ningún Champollion les ha dedicado todavía
las energías de su espíritu estudioso. ¿Quién podrá leerlos?». (Stephens, 1841: I,
160).
Champollion abrió el mundo de los sistemas de escritura logográfica antigua a la
posibilidad del desciframiento. De a mayor importancia para la historia del mundo
occidental fue el desciframiento de los registros cuneiformes del Cercano Oliente,
pues contenían las historias, las religiones y las mitologías de pueblos conocidos por
los hebreos del Antiguo Testamento. La palabra cuneiforme viene del latín cuneus,
«uña», por la forma de los toques en cuña con que los escribas mesopotámicos
imprimían sus tablillas de barro húmedo. El primer paso en el desciframiento se dio
al desentrañar el misterio de un silabario cuneiforme tardío empleado por los escribas
del Imperio persa. Gracias a una inscripción trilingüe que exaltaba las hazañas de
Darío y Jerjes se empezó a descifrar, durante la primera mitad del siglo pasado, la
antigua escritura babilónica, logográfica como todos os demás sistemas antiguos
conocidos.
Ahora bien, los babilonios y los asirios, que también tenían escritura cuneiforme,
eran semitas. Con el correr de! tiempo, se desenterraron tablillas cuneiformes todavía
más antiguas, que demostraban estar en otra lengua totalmente carente de relación,
llamada «sumerio» por los semitas; el sumerio se usó en las ciudades Estado de tipo
sacerdotal del sur de Mesopotamia, de alrededor de 3100 a. C. en adelante, y muchos
estudiosos creen que es la escritura más antigua del mundo.[10] Semejante a todas las
demás escrituras antiguas con respecto al empleo de la conocida transferencia de
rebus para inventar los signos fonéticos, aquellos primeros ejemplos de lenguaje
visual también son aberrantes por otros conceptos: en tanto que en el resto de las
civilizaciones del mundo la escritura se desarrolló como aspecto del poder religioso y
político de la persona real, allí, en los irrigados desiertos del Tigris y del Éufrates, fue
básicamente una forma de contabilidad: era una civilización de contadores.
Los descifradores también han puesto sitio a otras escrituras logográficas,
saliendo unas veces con banderas desplegadas y otras no. En la columna del haber,
uno de los mayores éxitos fue el desciframiento de la llamada jeroglífica hitita (que
en realidad resultó estar en otra lengua indoeuropea, el luviano), la escritura en la que
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los gobernantes de la Edad de Bronce de lo que boy es el centro de Turquía
pregonaban sus hazañas bélicas (Pope, 1975: 136-145 y Hawkins, 1986). Entre las
dos guerras mundiales, y ayudados tanto por el descubrimiento de algunos sellos
bilingües cuneiformes y jeroglíficos corno por la identificación de determinantes de
cosas como «país», «dios» y «rey», un admirable grupo de especialistas de
numerosos países (entre ellos Gelb en Estados Unidos) finalmente pudo leer la
escritura. Ésta consistía de alrededor de 500 signos, de los cuales la mayoría eran
logogramas derivados pictográficamente, y contenía un silabario bastante completo
de 60 signos.
Tras el triunfo de Champollion con el egipcio, el desciframiento más conocido del
mundo fue el anunciado por el joven arquitecto británico Michael Ventris durante una
emisión de radio en 1952. En junio del año siguiente, un artículo de fondo aparecido
en el Times, que llamó la atención del mundo hacia ese descubrimiento, coincidió
significativamente con la conquista del Everest por Hillary y Tensing (Pope, 1975:
159-179 y Chadwick, 1958). La hazaña de Ventris era el desciframiento de la Lineal
B, especie de Everest del espíritu, de haberlo habido alguna vez, hecho todavía más
conmovedor por la intempestiva muerte del brillante descifrador a los 34 años de
edad en un accidente automovilístico. Esa escritura sólo se conoce por registros
económicos grabados en barro y guardados en los archivos de los palacios de la Edad
de Bronce de la Grecia y la Creta micénicas.
Según descubrió Ventris, contra la distinguida opinión de sus mayores y
superiores —e incluso contra su propia inclinación— la Lineal B registra una antigua
forma de griego. Trátase de casi sólo un silabario, primordialmente cv, de 87 signos;
además, hay algunos logogramas pictóricos, como los signos de «caballo» (macho y
hembra), de «trípode», de «barca» y de otras cosas de interés para los contadores
palaciegos. Lo que da a este desciframiento un carácter tan inmediato a nosotros es
que por primera vez podemos leer (por mundanos que sean) los registros de la gente y
de la sociedad de las que se habla en la épica de Homero. Los seres de la. Edad de
Bronce fueron nuestros propios antepasados culturales.
¿Cómo lo logró Ventris? No debe olvidarse que se trata de una escritura casi
completamente fonética —a decir verdad, de un silabario—, de suerte que la
metodología para resolver el enigma no está divorciada por completo de la
criptografía (o, en este caso, de los crucigramas). En un silabario cv —y Ventris tenía
todas las razones para creer que de eso se trataba— cada signo comparte una
consonante con otros signos y su vocal con otros más. Así, Ventris empezó a
construir redes experimentales, con las posibles consonantes enumeradas en la
columna de la izquierda y las vocales en la línea horizontal superior (vamos a ver una
para los mayas páginas adelante en esta obra). Como los silabarios de cualquier
latitud —se nos ocurre pensar en el kana japonés—, para las vocales habrá cinco
signos o cosa por el esLilo, y Ventris podía aventurarse a adivinar con cuál de ellas
había más probabilidad de que empezara una palabra.
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Tenía dos obstáculos: la lengua era desconocida y él carecía de clave bilingüe.
Mas el trabajo previo hecho por otros había demostrado que la lengua tenía que ser
flexionante (como el latín o el griego); los logogramas le daban tanto los significados
de algunas series de signos del silabario como las terminaciones de masculino y
femenino de algunas palabras; era probable que ciertos signos tuvieran los mismos
valores que sus similares en el silabario chipriota mucho más tardío, escritura griega
que se usó muchos siglos después en la isla de Chipre.
Una esclarecedora conjetura condujo a Ventris a la solución: que los nombres de
lugar cretenses aparecerían en las tablillas de Lineal B procedentes del palacio de
Minos en Knossos, y entre ellos el de la propia Knossos. Al aplicar lo anterior a su
red experimental, Ventris encontró que toda la escritura estaba en griego.
Ahora podría plantearse la pregunta: ¿cómo se sabe el tipo de escritura ante la
cual nos encontramos? La respuesta está en el número de caracteres o de signos
individuales de la escritura. Véanse las cantidades para sistemas de escritura
descifrados o ya conocidos:[11]
De ese modo, si una escritura desconocida tiene una lista de signos con un total
de entre 20 y 35, probablemente se trate de un sistema de tipo alfabético; si son entre
40 y 90 signos, hay probabilidad de que estemos ante un silabario «puro»; y si
ascienden a algunos cientos, el sistema seguramente es logográfico. También es
importante el número de signos fonéticos en los sistemas de escritura logográficos: el
sumerio tiene entre 100 y 150 y el egipcio alrededor de 100, pero si el jeroglífico
hitita usa un silabario para su fonetismo, los signos fonéticos ascienden sólo a 60,
dentro de los límites habituales de os silabarios «puros». Y, si DeFrancis está en lo
correcto, aunque el número de signos fonéticos que representan silabas en chino sea
enorme, para escribir nombres extranjeros en periódicos y similares en China sólo se
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explotan 62 caracteres por sus valores fonéticos cv, una vez más dentro de los límites
de los silabarios «puros».
Los pilares fundamentales en que se han apoyado todos los desciframientos
realizados son cinco: 1) La base de datos debe ser lo suficientemente grande, con
muchos textos de longitud adecuada. 2) La lengua debe ser conocida o por lo menos
ser una versión ancestral reconstruida, en vocabulario, gramática y sintaxis; como
mínimo indispensable, deberá conocerse la familia lingüística a la que pertenece la
escritura. 3) Debe haber una inscripción bilingüe de algún tipo, uno de cuyos
miembros esté en algún sistema de escritura conocido. 4) Debe conocerse el contexto
cultural de la escritura, sobre todo las tradiciones y las historias que dan nombres de
lugar, nombres y títulos reales, y así sucesivamente. 5) En cuanto a las escrituras
logográficas, debe haber referencias pictográficas, sean imágenes que acompañen al
texto, sean signos logográficos derivados pictográficamente.
En algunos casos, se pueden dispensar uno o dos de los criterios anteriores, y en
otros no; por ejemplo, Ventris se las arregló muy bien sin inscripción bilingüe (pero la
Lineal B era en gran parte fonética). Ninguna escritura ha sido descifrada, esto es,
traducida realmente, a menos que la propia lengua se conozca y se entienda. Un caso
pertinente es el etrusco, escritura de los habitantes originales del centro de Italia antes
del surgimiento del Estado romano. Existen más de 10 000 inscripciones etruscas,
todas escritas en un alfabeto muy similar al de los antiguos griegos; de esa suerte,
está perfectamente establecida la pronunciación de cada palabra. El problema es que
nadie está muy seguro de lo que dicen esos textos: casi todos son breves y, al parecer,
pertenecen a ritos y creencias funerarias, pero la lengua que registran carece
absolutamente de relación con cualquier otra del mundo y no se ha hablado desde el
principio de la era cristiana. El etrusco se puede leer, pero nunca se ha traducido.
A algunos mozalbetes brillantes que aspiran a secundar a Ventris y Champollion
tal vez les agrade saber que todavía existen alrededor de media docena de escrituras
antiguas sin descifrar. Pero soy pesimista: a menos que aparezca nueva información
sobre ellas, seguirán estándolo durante mucho tiempo más. Tómense como ejemplo
los famosos sellos postales de la civilización del Indo o harapana, en la India de la
Edad de Bronce.[12] Existen varios miles de esos sellos, cada uno de los cuales con la
bella representación de un toro o elefante o algo por el estilo, acompañada de una
breve inscripción. Como la lista de signos asciende a una cifra de varios cientos, debe
tratarse de una escritura logográfica; pero como no existen textos de ninguna
longitud, ni ha aparecido aún ninguna inscripción bilingüe (por ejemplo, cuneiforme
y harapana), y siendo la lengua desconocida (se ha aventurado que es una antigua
forma de las lenguas dravinianas que todavía hablan millones de seres en el sur de
India, pero esto es discutible), el sistema de escritura del Indo no se ha descifrado, a
despecho de todas las afirmaciones en contrario. Británicos, indios, finlandeses, rusos
y norteamericanos, por no hablar de computadoras, han trabajado sin excepción en el
problema, pero «todos los caballos y todos los hombres del rey» han sido inútiles
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para volver a armar este singular rompecabezas.
«¿Quién podrá leerlos?». Buena pregunta la de Stephens: para él, las
inscripciones de los monumentos y las ciudades en minas que, junto
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De tal suerte, ¿por qué se necesitó tanto tiempo para descifrar los glifos mayas?
¿Por qué hubo tanta salida en falso y tantos rodeos equivocados? ¿Por qué los
supuestos descifradores del maya no prestaron atención a lo que se había hecho en
ese sentido en el Viejo Mundo? Y. claro está, ¿quién respondió al ruego de Stephens y
leyó finalmente la escritura de los antiguos mayas?
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II. LOS SEÑORES DE LA SELVA
COMO han sido subcensados sistemáticamente por los gobiernos actuales, nadie sabe
con precisión cuántos indios mayas existen, pero en el sureste de México y en
Guatemala, Belice y Honduras viven por lo menos cuatro millones. Desde la
Conquista española de principios del siglo XVI, los mayas han sido objeto de
furiosos ataques físicos y culturales de la población europea y europeizada de esos
países, a los cuales ellos han respondido de diversos modos: unas veces, como los
«primitivos» lacandones de Chiapas, huyendo a las intrincadas selvas. Pero incluso
las propias selvas son derribadas por las fuerzas del progreso a un ritmo vertiginoso y
las aplanadoras, las modernas carreteras, los hoteles, los condominios y cosas por el
estilo transforman los antiguos modos de vida mayas a una velocidad que no podía
haberse predicho hace medio siglo. Entretanto, en las tierras altas de Guatemala se
escenifica una tragedia todavía peor, porque las poblaciones indígenas son
desarraigadas y desmoralizadas por un programa de exterminio sistemático que
desarrolla toda una sucesión de regímenes militares.
Creadores de una de las civilizaciones más admirables que el mundo haya
conocido, hoy los mayas se ven reducidos a lo que algunos antropólogos
condescienden en llamar «cultura popular», con poca o ninguna voz en su propio
destino. ¿Cuántos turistas de vacaciones que visitan las gloriosas ruinas de Yucatán
están conscientes de que la ley mexicana prohíbe la enseñanza de la lengua maya
yucateca en las escuelas, la lengua del pueblo que erigió esas pirámides? El mundo
moderno ha sido traspasado por las nuevas demandas de nacionalidades oprimidas
para ocupar un sitio bajo el sol, pero poco o nada se dice de los millones y millones
de indígenas, la gente del «Cuarto Mundo» latinoamericano. ¿Cuántos jetes de Estado
de esos países tienen sangre «india» de la que puedan hablar? ¿Y cuándo se ha oído
jamás alguna lengua nativa americana en las salas de las Naciones Unidas? La
respuesta es «ninguno».
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Figura 13. Clasificación y profundidad temporal de las lenguas
mayas.
y «nunca». Ninguna conquista imperial fue nunca tan total ni ningún pueblo tan
destrozado.
Pero no siempre fue así.
La civilización maya se hallaba en su apogeo cuando Carlomagno fue coronado
emperador por el Papa en San Pedro, en Roma, la Navidad del año 800: diseminadas
por todas las tierras bajas selváticas de la península de Yucatán había más de una
docena de brillantes ciudades Estado, con grandes poblaciones, altas pirámides y
refinadas cortes reales. Las artes, el estudio de la ciencia y, sobre lodo, la escritura
florecían bajo los auspicios reales. Los matemáticos y los astrónomos mayas
observaban el cielo y seguían la pista a los planetas que se desplazaban contra un tras
fondo de estrellas en la noche tropical. Los amanuenses reales —adoradores de los
dioses gemelos Mono-Hombre— lo anotaban todo en sus libros de papel de corteza e
inscribían las hazañas de sus reyes, sus reinas y sus príncipes en los monumentos y
los muros pétreos de sus templos y sus palacios.
Hasta los imperios más poderosos tienen su época y acaban por sucumbir, para
aguardar la resurrección gracias a la pala del arqueólogo. No transcurrió mucho
tiempo después de 800 sin que las cosas empezaran a desmoronarse para los antiguos
mayas que habían disfrutado de seis siglos de prosperidad durante la era del
oscurantismo europeo, y sin que una ciudad tras otra fueran abandonadas a la selva
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invasora. Luego se produjo un breve resurgimiento final de la cultura de las tierras
bajas, al norte de Yucatán, al que habría de seguir el postrer cataclismo producido por
manos de los extranjeros blancos del otro lado del mar.
En la actualidad se hablan alrededor de 30 lenguas mayas, algunas de las cuales
tan íntimamente vinculadas entre sí como, por ejemplo, el holandés lo está al inglés y
otras tan alejadas unas de otras como el inglés del francés.[13]
Así como el rastro de las lenguas diseminadas de Europa a Persia e India se puede
seguir hasta un mismo antecesor protoindoeuropeo, los lingüistas también pueden
retroceder al nebuloso pasado en busca de un predecesor común. Reconstruido como
protomaya, éste se habló tanto como 4 000 años atrás, tal vez en las montañas del
noroeste de Guatemala, aunque nadie sepa exactamente dónde. Al paso del tiempo,
los dialectos pertenecientes a la lengua ur se diferenciaron para constituirse en
lenguas independientes. Una de ellas fue la forma ancestral del yucateco, aún lengua
materna de cientos de miles de seres en la península de Yucatán. Otro grupo incluía
tanto al antecesor del tzeltal y del tzotzil como del cholano (lenguas aquéllas que
todavía podemos oír en los mercados y las plazas de las grandes poblaciones de las
tierras altas de Chiapas).
En la actualidad sabemos que el cholano es para los textos inscritos de las
ciudades mayas Clásicas lo que el copto fue para las inscripciones jeroglíficas del
antiguo Egipto. Las tres lenguas cholanas que sobreviven hoy en día —el chol, el
chontal y el chortí— aún se hablan en los alrededores de las ruinas de ciudades mayas
Clásicas (el chol en Palenque, al oeste, y el chortí cerca de Copán, al este, hecho que
condujo al finado sir Eric Thompson (1950: 16) a sugerir hace algunos años que los
textos Clásicos estaban en alguna forma de cholano. El tiempo le dio la razón en este
importantísimo aspecto.
Pero no debemos pasar por alto el yucateco. En las grandes ciudades mayas de la
península, al norte de los cholanos, probablemente todos, desde los campesinos más
bajos hasta los grandes príncipes, hablaban yucateco, y tres de los cuatro libros de
jeroglíficos que todavía se conservan están en esa lengua (pese al hecho de que la
influencia cholana se pueda detectar en la obra que se guarda en la Biblioteca Estatal
de Dresde, Alemania). Como sabemos por la compleja experiencia étnica de Europa,
las fronteras lingüísticas no son totalmente impermeables; a decir verdad, son como
cedazos y las palabras adoptadas pasan de un lugar a otro. Baste decir al respecto que
se tienen muchos indicios de que ese intercambio de vocabulario existió por lo menos
desde un milenio antes de la Conquista española, indicios que derivan de la avanzada
situación del desciframiento maya (Campbell, 1984: 7-11).
No hay que olvidar que todas las distintas lenguas mayas que se hablan en la
actualidad son productos finales modernos de la evolución lingüística y han estado
sujetos a diversos grados de «imperialismo lingüístico» por parte de la cultura
hispánica dominante desde la Conquista. Para dar sólo un triste ejemplo, en Yucatán
muy pocos mayas pueden contar en su propia lengua más allá del cinco: un pueblo
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que alguna vez piído contar en maya hasta millones se ha visto reducido a usar sobre
todo números en español.
Sabemos mucho más acerca de las lenguas mayas de lo que Champollion, por
ejemplo, supo nunca del copto y del egipcio. En realidad, como gran ayuda para los
descifradores, técnicas sumamente complejas permiten a los lingüistas reconstruir
con cierta confiabilidad el vocabulario, la gramática y la sintaxis de la lengua
protocholana que se habló en ciudades como Tikal, Palenque y Yaxchilán (Kaufman
y Norman, 1984).
Sólo un optimista nato podría decir que las lenguas mayas son fáciles de
aprender; podrán serlo para un crío maya, mas para los que fuimos educados en
lenguas europeas (incluso el propio ruso) resultan arduas. Basta escuchar a las
placeras de Mérida, capital de Yucatán, o de alguna población al pie de los volcanes
de Guatemala, para darnos cuenta de que el maya es muy distinto de lo que
aprendimos en la escuela.
En primer lugar, son lenguas que no suenan a nada de lo que hayamas oído con
anterioridad. Distinguen de manera importante entre consonantes glotalizadas y no
glotalizadas. Éstas se pronuncian «normalmente» como lo hacemos nosotros, pero,
cuando hay pausa glotalizada, la garganta se aprieta y el sonido se emite como leve
explosión. Decimos que la glotalización es fonémica porque produce cambios en el
significado de las palabras Compárense, por ejemplo, los siguientes pares de palabras
en maya yucateco:
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patrón dominante cvc (consonante-vocal-consonante), pero éstas son declinadas en
alto grado y a ellas se agregan partículas especiales. En consecuencia, las palabras
suelen ser polisintéticas, y expresan a menudo en una palabra lo que en inglés
exigiría todo un enunciado.
Junto con lenguas absolutamente desvinculadas y dispersas como el vasco, el
esquimal, el tibetano y el georgiano, las lenguas mayas son ergativas, término
lingüístico especializado que significa que el sujeto de un verbo transitivo (el que no
tiene objeto; «dormir» es intransitivo) y el objeto de uno transitivo (como «golpear»)
tienen el mismo caso o que, tratándose de pronombres, son los mismos. En maya hay
dos grupos de pronombres, a los que llamaremos Grupo A y Grupo B. En maya
yucateco éstos son
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Para dar una idea de cómo se aplican los principios anteriores a la acción verbal,
aparecen en seguida algunos ejemplos de enunciados en yucateco. Para empezar, el
siguiente es un enunciado con verbo transítivo:
Y uno más:
¿Recuerdan el posesivo?
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clasificador numérico, que describe la clase a la que pertenece el objeto, el animal, la
planta o la cosa. Esta forma de construcción se vislumbra cuando hablamos de
«bandadas de gansos» o de «una arrogancia de leones», pero esto es pálido atisbo en
comparación con la riqueza de los clasificadores mayas. Los diccionarios yucatecos
coloniales enumeran docenas de ellos, pero sólo un puñado sigue usándose en el
Yucatán actual, aunque deban interponerse incluso cuando el propio número pueda
estar en español. [15] Si veo tres caballos en una pradera, tendría que contarlos como
ox-tul tzimin (ox, «tres»; -tul, clasificador para cosas animadas; tzimin, «caballo» o
«tapir»). Sin embargo, si hubiera tres piedras en la misma pradera, tendida que decir
ox-p'el tunich (ox, «tres»; -p'el, clasificador para cosas inanimadas; tunich, «piedra»).
Hasta el presente siglo, cuando se perdió tanto del antiguo sistema, los mayas
contaban vigesimal y no decimalmente, como lo hacernos nosotros (aunque
conservemos vestigios de ello en expresiones arcaicas como three score and ten por
«setenta»). Pero, al fin y al cabo, fisiológicamente tenemos 20 dedos y no sólo diez,
por lo que la dimensión humana está muy presente en el sistema maya. Por medio de
este sistema, los mayas podían contar elevadísimas cantidades, de millones, cuando
era necesario.
Comparado con las lenguas de la familia indoeuropea, el maya es bastante
desatento al género; en realidad no existen construcciones masculinas, femeninas o
neutras en casi toda la gramática. Un solo y único pronombre se usa para «él», «ella»
y «ello». Sin embargo, los nombres de persona masculinos y femeninos y los
nombres de oficio con frecuencia llevan como prefijos partículas especiales que
indican el sexo. En yucateco, existen ah para los hombres e ix para las mujeres. De
ese modo, en nuestras primeras fuentes coloniales encontramos ah dzib,
«amanuense» (=“el de la escritura») e Ix Cheel, la deidad madre (=“Señora
Arcoiris»).
A una lengua no le basta con tener gramática, sino que también debe contar con
una sintaxis, para que las palabras se puedan hilvanar en enunciados. Cada lengua del
mundo tiene su propio orden terminológico característico. Para los antiguos egipcios,
el orden de un enunciado con verbo transitivo habría sido verbo-sujeto-objeto, o vso,
de modo que, para expresar un enunciado que en inglés sería «El escriba conoce al
consejo», un habitante del Nilo habría tenido que decir «conoce el escriba al
consejo». Nosotros usaríamos la construcción svo para ello. Pero las lenguas mayas
por lo general usan el orden verbo-objeto-sujeto o vos («conoce al consejo el
escriba»); más todavía, con verbos intransitivos que no aceptan objeto, corno en «el
señor está sentado», el verbo también precede al sujeto.
Dado que existen gramáticas y diccionarios para las treinta y tantas lenguas
mayas (y, para el yucateco, una media docena de diccionarios importantes de todas
las épocas a partir de la Conquista), habría sido de esperar que los primeros aspirantes
a descifradores de la escritura jeroglífica maya desplegaran algún esfuerzo, como lo
hizo Champollion con el copto y el egipcio, para adentrarse en una o más de las
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lenguas mayas. Me gustaría decir que así fue, pero no es lo que ocurrió. Por increíble
que parezca, hasta hace alrededor de dos décadas la escritura maya era el único
desciframiento para el que no se consideraba necesaria una base sólida de la lengua
pertinente: todavía hay algunos «expertos» en la materia, ocultos en los polvosos
retiros de los departamentos de antropología, con una idea de lo más nebulosa del
maya como lengua hablada (y muy escasa del español, si se me apura).
A su debido tiempo veremos las consecuencias de esa ignorancia.
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Figura 14. Mapa del área maya con los sitios principales.
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para saber que se está en el trópico: viniendo del norte, el primer paso afuera se siente
a veces como si se abriera la puerta de un sauna. Localizándose el reino maya
enteramente al sur del trópico de Cáncer, pero muy al norte del ecuador, hay dos
estaciones claramente marcadas (desde luego, ¡en ninguna de ellas nieva!). La
temporada de secas dura de fines de noviembre a mediados o fines de mayo, meses
durante los cuales llueve muy pocas veces, sobre todo en la mitad norte de la
península y en el Área Maya del Sur. Luego, al tocar a su fin el mes de mayo, nubes
de tormenta empiezan a aglomerarse por las tardes y se inician las lluvias
torrenciales: la voz de Chao, dios de la lluvia, se oye por toda la comarca. A
mediados del verano, los chubascos menguan un poco, para reanudarse en serio hasta
que terminan en noviembre.
Durante aquellos seis meses húmedos del año toda la vida de los mayas y su
propia civilización estaban en manos de los dioses, pues de esas lluvias dependía el
sembrador de maíz maya. El pueblo maya era tan esclavo de las pesadas nubes de
tormenta estivales como los egipcios de la crecida y del descenso del Nilo.
Hace un cuarto de siglo, antes de que tanto se talara para explotación maderera y
para ganadería, una densa selva tropical cubría gran parte del sur de las tierras bajas
mayas, donde la precipitación es abundante.
A medida que se avanza hacia el norte por la llanura yucateca, el clima es más
seco y la cubierta selvática se toma baja y achaparrada, tirando habitualmente los
árboles sus hojas en el clímax de la temporada de secas. En mitad de la selva tropical
hay extensas manchas de sabana herbáceas, a menudo quemadas de manera
deliberada por los mayas para atraer animales de caza como el venado, que acude a
mordisquear los renuevos tiernos que brotan en las cenizas. Durante muchos siglos,
los cultivadores de maíz mayas, como los agricultores de las tierras cálidas de todo el
mundo, paradójicamente se han enfrentado a la selva destruyéndola de manera
temporal. El campesino maya escoge un pedazo de selva durante la temporada de
secas y lo limpia, valiéndose en la actualidad de implementos de acero como el
machete, aunque en el pasado empleaba sólo hachas de pedernal estallado y afilado.
A fines de abril, o en mayo, cuando las temperaturas durante el día alcanzan un
máximo insoportable, el campesino (invariablemente un hombre) prende fuego a los
árboles y matorrales caídos ya secos; el cielo se Loma amarillo oscuro por el humo de
miles de esos incendios y el sol se vuelve un disco anaranjado desvaído. Entonces,
poco antes de que empiecen las lluvias, toma su palo de sembrar y su portagranos de
calabazo y planta su maíz, sus frijoles y otras simientes en hoyos practicados a través
de la capa de ceniza. Con suerte, y de acuerdo con la benevolencia del «Padre Chac»,
empezará a llover y germinarán las si mientes.
Nuestro campesino puede plantar de nuevo usando la misma parcela, o milpa,
pero en el espacio de sólo unos años la fertilidad del suelo empieza a menguar (el
maíz es capataz inflexible) y la hierba se amontona alrededor de las plantas tiernas.
Es hora de abandonar aquella parcela y de limpiar una nueva. Este tipo de cultivo
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cambiante, o «agricul tura de milpa», predomina actualmente en cualquier parte de
las tierras bajas en que haya campesinos, y los arqueólogos han creído por más de un
siglo que era la única clase de agricultura que conocían los mayas. De estar en lo
cierto, las poblaciones de las tierras bajas no pueden haber sido entonces muy
numerosas, pues se necesita mucha tierra para mantener a una familia campesina.
Pero, gracias al reconocimiento aéreo moderno y a las técnicas de sensibilidad
remota de espacio y tiempo, ahora conocemos un uso más intensivo de la tierra,
practicado incluso antes del principio de la era cristiana (Turner, 1978). Llamado
«agricultura de campo elevado», involucraba el cultivo de pantanos de las tierras
bajas, de otro modo inservibles, desaguándolos mediante canales. A lo largo y atrás
de éstos, se disponían terrenos rectangulares elevados, que constituían huertos
permanentes mantenidos húmedos todo el año por acción capilar, que hacía subir el
agua a la superficie desde los canales adyacentes. En aquellas áreas favorables a este
tipo de técnicas, los rendimientos de las cosechas seguramente eran mucho mayores
que en el caso de la agricultura de milpa y el asentamiento podía ser muy estable,
dado que las mismas parcelas se podían usar de manera indefinida. Todo lo anterior
cambia el panorama: es probable que las densidades poblacionales de los antiguos
mayas no fueran bajas en absoluto, sino muy altas.
¿Qué cultivaban y qué comían? Todos los indicios apuntan hacia la abrumadora
importancia del maíz que, de acuerdo con las pruebas de polen Fosilizado, ha existido
en las tierras bajas por lo menos desde 3000 a. C., y del cual derivaban los mayas de
todos los estratos sociales el grueso de su sustento. Esto era lo que se me enseñaba en
Harvard en la década de 1950, pero, hará cosa de 20 años, estuvo de moda que los
estudiantes graduados destacados se mofaran del maíz como producto principal de los
mayas, presentando pretensiones insustanciales en el sentido de que los antiguos
mayas dependían más de las semillas del ramón (que en la actualidad sólo se comen
corno último recurso en caso de hambre) y de varios cultivos de tubérculos. Yo nunca
lo acepté, ni tampoco algunos de mis colegas más conservadores, y me da gusto que
la más novedosa de las pruebas químicas —la medición de relaciones de isótopos de
carbón estable en huesos arqueológicos de la pequeña ciudad maya Clásica de Altún
Ha, en Belice— demuestre de manera concluyente que los habitantes de las ciudades
se alimentaban sobre todo de maíz (White y Schwarz, 1989).
Por tanto, no es sorprendente que el joven Dios del Maíz, junto con Chac, sea
ubicuo en la iconografía maya, no sólo en los libros que se conservan, sino también
en la escultura de grandes ciudades como Copán y en la cerámica funeraria. Nadie ha
dado todavía con ningún dios del ramón, por no hablar de alguna deidad de las
cosechas de tubérculos.
La dieta de los mayas era rica en alimentos vegetales: maíz ingerido en forma de
tamales y tal vez de tortillas (aunque no existan muchos indicios de la época Clásica
al respecto): frijol, calabaza y calabacete, chile y tomate, junto con un sinnúmero de
otras cosechas y de plantas silvestres. Dado que los únicos animales domésticos eran
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el perro (usado de alimento tanto como en la caza), el pavo y la abeja sin aguijón, los
animales de caza como el venado, las pacas, los pecaríes, las aves silvestres y el
pescado desempeñaban un papel importante en la cocina.
Aunque con frecuencia se exprese visualmente de la manera más imaginativa e
incluso fantástica, el mundo de la naturaleza en las tierras bajas mayas entra en casi
todos los aspectos de la iconografía religiosa y civil de ese pueblo. El jaguar, el más
grande de los felinos de piel manchada del mundo, era literalmente «el rey de la
selva», peligroso para los humanos y, como nosotros, en lo alto de su propia cadena
alimentaria particular. Su piel era el símbolo mismo de la realeza y las dinastías
mayas se enorgullecían de atribuirse afinidad con el temible carnívoro; al mismo
tiempo, siendo cazador nocturno, el jaguar estaba vinculado íntimamente con
Xibalbá, el Inframundo maya.
Pero una multitud de otras formas de vida también calaban en la cultura maya;
entre ellas estaban los locuaces monos araña y los ruidosos monos aulladores, que se
desplazaban en negras cuadrillas a través de la cubierta selvática; guacamayos
escarlata de resplandecientes rojos, azules y amarillos; y el quetzal, habitante de los
bosques coronados de nubes, al sur del Petén, cuyas plumas iridiscentes verde
doradas de la cola eran codiciadas para tocados y capas reales. El mundo de los
reptiles era omnipresente, encamado por cocodrilos y caimanes, habitantes de los
lentos sistemas fluviales; por iguanas y por serpientes como la boa constrictor y la
venenosa víbora nauyaca.
Entusiasmados por su materia, los mayistas pueden olvidar que la cultura que
estudian formaba parte de un patrón o modo de vida más extenso al que se denomina
«mesoamericano». Definida de manera general, Mesoamérica abarca la parte de
México y de la vecina América Central que era civilizada al ocurrir la Conquista
española. Cubre la mayor parte del centro, del sur y del sureste de México
(incluyendo la península de Yucatán), Guatemala, Belice y las porciones más
occidentales de Honduras y El Salvador. Dentro de sus fronteras se hablaban, y se
hablan, muchas lenguas, entre ellas, desde luego, las de la familia maya, y se puede
encontrar casi todo tipo de entorno: desiertos, volcanes cubiertos de nieve, valles
templados, tierras bajas tropicales, pantanos poblados de manglares, etcétera.
Sin embargo, dentro de ese parloteo de lenguas y ese paisaje variado hay ciertos
rasgos culturales comunes. Todos aquellos pueblos fueron agrícolas, cultivaban el
maíz, el frijol, la calabaza y el chile; lodos vivían en aldeas, en poblados y en
ciudades y comerciaban en grandes y complejos mercados; y todos tenían libros
(aunque sólo los zapotecas de Oaxaca, los mayas y tal vez los pueblos de Veracruz
tuvieron verdadera escritura). Lo más importante quizás era que todos tenían una
religión panteísta que, sin ser uniforme por doquiera, poseía elementos significativos
en común, como un calendario sagrado basado en un ciclo de 260 días y la creencia
de que era absolutamente necesario derramar sangre humana —sea la propia, sea la
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de los cautivos— para honrar a los dioses y los antepasados.
En un extremo de la cronología mesoamericana están los aztecas y su poderoso
Imperio, el más conocido de todos, dado que su civilización fue destruida —y
documentada— por los conquistadores españoles. La lengua de su Imperio (que
incidió en el maya, pero nunca lo absorbió) fue el náhuatl, una lengua aglutinante
afortunadamente libre de las complejidades que hacen a las lenguas mayas tan
difíciles; la suya era la lingua franca de la mayor parte de la Mesoamérica no maya,
usada por comerciantes y burócratas por igual.
¿Qué hay, entonces, en el otro extremo, en la parte inicial de la cronología? La
arqueología ha tenido que andar largo camino para responder a esta pregunta, pero
antes es necesario mostrar el modo en que esa estructura temporal fue dividida en
segmentos por los arqueólogos. He aquí el esquema aceptado en general (basado en
parte en fechas de carbono radiactivo y en parte en el calendario maya):
Periodo Paleoindio (20000?-8000 a. C.). En esta era remota (Pleistoceno Tardío o
Edad de Hielo), cazadores y recolectores de origen siberiano poblaron el Nuevo
Mundo y Mesoamérica. Grandes animales de caza como el mamut y los caballos
cimarrones erraban por el continente.
Periodo Arcaico (8000-2000 a. C.). En Mesoamérica, pequeños grupos de indios
empezaron a dedicarse a sembrar semillas de plantas y no a la sola recolección. La
selección cultural dio por resultado la domesticación de casi todas las plantas
alimenticias, sobre todo el maíz; y ello condujo a la creación de las primeras aldeas
permanentes del Periodo, junto con las artes de la vida sedentaria como la cerámica y
el tejido en telares.
Periodo Preclásico (o Formativo) (2000 a. C. -250 d. C.). Considerado alguna
vez como una especie de «neolítico» del Nuevo Mundo, con el desarrollo
generalizado de aldeas campesinas y cultos de fertilidad simples basados en figurillas
de barro femeninas, en la actualidad sabemos que la civilización mesoamericana
arraigó primero en este marco temporal, primeramente con los olmecas y luego con
los zapotecas y los mayas.
Periodo Clásico (250-900 d. C.). Es considerado la Edad de Oro de la cultura
mesoamericana, dominada por la gran ciudad de Teotihuacán, en la Altiplanicie
Central mexicana, y por las ciudades mayas surorientales. En realidad, quedaría
mejor definido como el periodo durante el cual los mayas grabaron y erigieron
monumentos fechados en su sistema de Cuenta Larga.
Periodo Posclásico (900-1521 d. C.). Época considerada militarista que siguió a
la caída de la civilización maya Clásica y se caracterizó por el dominio tolteca hasta
los alrededores de 1200 y luego por el del Imperio azteca, que cubrió casi toda la
Mesoamérica extramaya. Las culturas posclásicas, sobra decir, se extinguieron con el
dominio español.
Todavía no se sabe con exactitud cuándo fueron ocupadas por primera vez las
tierras altas y bajas mayas, pero en los valles montañosos de Guatemala se han
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encontrado sitios de pequeños campamentos de cazadores primitivos y por todo
Belice se diseminan asentamientos arcaicos (y probablemente se descubrirían por
todas las tierras altas, si se supiera lo que se busca) (MacNeish, Wilkerson y Nelken-
Tumer, 1980). Como las herramientas de pedernal estallado no hablan, no hay modo
de estar seguros de que aquellos seres hablaran maya o no, pero es posible que así
fuera. Ciertamente, alrededor de 1000 a. C., cuando las poblaciones nacientes que
habitaban en aldeas sedentarias e incluso en pequeñas ciudades se diseminaron por
doquiera, alguna forma de maya ur debe haberse difundido por toda el área.
El origen de la civilización maya Clásica debe buscarse en el Preclásico. Desde la
primera mitad del presente siglo, los arqueólogos mayas —un hatajo de jingoístas—
han adoptado un criterio totalmente mayacéntrico de la historia cultural
mesoamericana: «sus» queridos mayas fueron los primeros en domesticar el maíz, los
que inventaron el calendario mesoamericano, los que dieron las luces de la
civilización a todos los demás. Lo anterior es comparable con la idea geocéntrica
precopernicana del Sistema Solar. En este caso, el papel iconoclasta de Copérnico y
Galileo fue adoptado por los precursores de la arqueología olmeca, como Matthew
Stirling, de la Institución Smithsoniana, y el artista arqueólogo mexicano Miguel
Covarrubias. En los años treinta y cuarenta, encontraron sepultada en la llanura
costera de Veracruz y Tabasco una civilización mucho más antigua, capaz de esculpir
y desplazar colosales cabezas de muchas toneladas (los retratos de sus gobernantes),
de dar forma a magníficas figurillas, máscaras y placas de jade azul verdoso e,
incluso, en el desarrollo olmeca tardío, a una escritura y al calendario «maya» (Coe,
1968).
Cuando se publicaron los primeros informes sobre esta venerable cultura, la
reacción de la comunidad mayista varió de la indiferencia a la hostilidad categórica.
El ataque contra la pretendida antigüedad de la cultura olmeca fue encabezado por
Eric Thompson (1941), el formidable «cerebro» de origen inglés del programa maya
de la Institución Carnegie de Washington. Ya oiremos algo más acerca de él
ulteriormente.
Sin embargo, para consternación de los «búfalos mayas» (expresión de Matt
Stirling), las fechas de carbono radiactivo correspondientes a sitios olmecas como La
Venta demostraron que este pueblo era incluso más antiguo de lo que Stirling y sus
colegas habían supuesto: en centros realmente antiguos como San Lorenzo, un
enorme sitio que yo excavé en la década de 1960, la cultura olmeca, completa, con
pesados monumentos de piedra y construcción de pirámides, se hallaba en pleno
florecimiento hacia 1200 a. C., alrededor de un milenio antes de que cualquier cosa
que pudiera llamarse civilización surgiera en las selvas tropicales de las tierras bajas
mayas (Coe y Diehl, 1980). Aunque los búfalos mayas todavía libren una lucha de
retaguardia, la mayoría de los mesoamericanistas abrigan pocas dudas de que —con
su extraño estilo artístico, su religión panteísta enfocada en hombres jaguares y otras
creaturas híbridas, tanto como en programas de edificación ceremonial— los olmecas
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sean los primeros en reunir lo que conocemos como cultura mesoamericana.
Los olmecas (nombre que, entre paréntesis, les fue dado por los arqueólogos: no
sabemos cómo se llamaban a sí mismos) no estaban solos como constructores de
cultura a mediados del Preclásico. Alrededor de 600 a. C., tanto en Monte Albán,
ciudadela en la cima de las montañas del Valle de Oaxaca, como en sus alrededores,
los gobernantes zapotecas empezaron a erigir monumentos para conmemorar sus
victorias sobre jefes rivales; en ellas se muestra no sólo a sus infortunados cautivos
después de ser torturados y sacrificados, sino que se presentan los nombre de los jefes
muertos, los nombres de sus territorios y Ja fecha en que fueron vencidos o
ejecutados (Marcus, 1983). Entonces, fueron los zapotecas, y no los mayas o los
olmecas, quienes inventaron la escritura en Mesoamérica.
Detengámonos un momento en el sistema calendárico usado en Monte Albán y,
subsecuentemente, en todo el sureste de Mesoamérica. La base de ese calendario era
la cuenta sagrada de 260 días, resultado de la interminable permuta de 13 números
con una secuencia rígida de 20 nombres de días. Para los números se usan barras y
puntos, correspondiendo un punto a «uno» y una barra a «cinco» (de modo que el
número «seis» sería una barra y un punto; el «trece», dos barras y tres puntos). Hay
muchas especulaciones acerca del origen de ese periodo (por ejemplo, se aproxima a
los nueve meses de la gestación humana) (Earle y Snow, 1985), pero hoy en día
cualquiera puede visitar pueblos mayas de las tierras altas de Guatemala, donde los
sacerdotes encargados del calendario todavía pueden dar la fecha correcta en la
cuenta de 260 días: en más de 25 siglos no se ha deslizado un solo día. Ahora bien,
hágase esa cuenta contra los 365 días del año solar y se obtendrá la Rueda
Calendárica de 52 años, equivalente mesoamericano de nuestro siglo.
De uno u otro modo, la Rueda Calendárica se difundió de las tierras altas de habla
zapoteca a los olmecas tardíos de la costa del Golfo y entre los pueblos de los
confines occidental y suroccidental del reino maya (véase Coe, 1976). Dentro de ese
amplio arco, un proceso todavía más extraordinario tuvo lugar en el último siglo
antes de Cristo, hacia fines de Preclásico. Se trata de la aparición del más típico de
todos los rasgos mayas, el calendario de Cuenta Larga, entre pueblos para los cuales
el maya probablemente era (en el mejor de los casos) una lengua
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Figura 15. La cuenta de 260 días maya, en la que 13 números se
entreveran con 20 nombres de días.
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del Periodo Clásico. Los arqueólogos han tenido la suerte de hallar algunos sitios en
donde no existe ocupación Clásica, y más suerte aún de encontrar la extensa ciudad
de El Mirador, en el extremo norte del Petén, que pertenece casi por entero al
Preclásico Tardío (Matheny, 1986). Este gigante del Nuevo Mundo antiguo posee
templos-pirámide que alcanzan una altura de más de 70 metros sobre el suelo de la
selva, con enormes grupos arquitectónicos comunicados por medio de calzadas.
Todas esas construcciones estaban recubiertas de estuco blanco y pintadas,
habitualmente de rojo oscuro; y aquí, como en otros sitios del Preclásico Tardío,
mascarones de estuco gigantescos de los grandes dioses mayas (sobre todo, la
maligna deidad-pájaro conocida por los mayas quiché ulteriores como Vucub Caquix)
flanquean las escalinatas que suben a lo alto de las pirámides (Coe, 1989: 162-164).
En efecto, cuanto más sabemos acerca del Preclásico Tardío de las tierras bajas
mayas, más «clásico» nos parece. ¿Cuándo empieza entonces el Clásico? De manera
completamente arbitraria, lo empezamos con el primer monumento maya que tiene
fecha de Cuenta Larga contemporánea (y no retrospectiva). Se trata de una estela de
piedra caliza rota que fue hallada por una investigación de la Universidad de
Pensilvania en Tikal, en el corazón del Petén. Por un lado está un gobernante maya de
ricos atavíos, literalmente festoneado de ornamentos de jade, en tanto que por el otro
hay una fecha de Cuenta Larga correspondiente a un día del año 2. 92 d. C.[16]
Veintidós años después, una dinastía subsecuente de Tikal aparece en la Placa de
Leyden, una pieza de jade hallada en un contexto del Posclásico Tardío en un
montículo cercano a la costa del Caribe. En ¡a actualidad sabemos que la placa
registra el ascenso al trono de un gobernante, al que se representa muy típicamente
con el pie sobre un cautivo de aspecto lastimero, tema éste que se repetirá una y otra
vez entre los belicosos mayas Clásicos.
Aun cuando la fecha de arranque del Clásico se redondee en 250 d. C.,
actualmente parece que muchos de los elementos que conforman la civilización maya
Clásica ya están presentes para entonces: ciudades de mampostería de piedra caliza
gobernadas por una elite, monumentos de piedra labrados para celebrar las hazañas
de los gobernantes, pródigas tumbas reales bajo las subestructuras de los templos, por
lo menos algunos elementos del calendario (en especial la Rueda Calendárica de 52
años), comercio extensivo de artículos de lujo y, lo más importante de todo (desde
nuestro punto de vista), la escritura.
Demos un salto al frente y supongamos (correctamente) que ahora es posible leer
la mayoría de las inscripciones mayas Clásicas; cómo se logró será asunto de los
siguientes capítulos. Supongo que, una vez más, ello equivale a poner la carreta antes
del caballo, pero nos permite hallarle sentido a lo que han producido décadas de
investigación arqueológica intensiva y extensiva en las tierras bajas mayas.
La civilización maya Clásica floreció durante alrededor de seis siglos, en
términos del Viejo Mundo, más o menos desde el reinado del emperador romano
Diocleciano, formidable hacedor de mártires cristianos, hasta el rey Alfredo de
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Wessex, vencedor de los daneses. El profeta Mahorna fue contemporáneo de la
transición del Clásico Temprano al Clásico Tardío mayas; cuando huyó de La Meca a
Medina, marcando el principio de la era islámica, Pacal o «Escudo», el gran
gobernante maya de Palenque, había ocupado el trono por espacio de ocho años.
A diferencia de los imperios del Viejo Mundo, entre los mayas Clásicos nunca
hubo ninguna organización imperial ni ninguna hegemonía absoluta de alguna ciudad
sobre as demás. Antes bien, las tierras bajas estaban organizadas en una serie de
pequeñas ciudades Estado, por lo menos 25 de ellas en el siglo VIII, durante el
apogeo del Clásico. La distancia de cualquier capital determinada a su frontera con
otro Estado rara vez era de más de un día de camino. Algunas ciudades eran más
grandes que otras y ciertamente tenían mayor influencia en el desarrollo de la cultura
maya: desde luego, Tikal, gigante entre los centros mayas, Copán al este, Palenque al
oeste y Calakmul al norte del Peten se encontraban dentro de esa categoría; y
probablemente también las ciudades muy tardías de Uxmal y de Chichén-Itzá, en el
norte de la península de Yucatán.
Los censos exactos son producto del mundo occidental moderno y del Imperio
otomano; ciertamente no contamos con ninguno de los mayas Clásicos. Por esa razón
debemos tomar con reservas todas las estimaciones de la población de sus ciudades.
De manera sumamente conveniente para los arqueólogos de hoy en día, los mayas
Clásicos construían sus casas techadas de paja sobre montículos bajos de tierra y
mampostería, que pueden trazarse en planos y contarse; después de hacerlo, hay que
decidir cuántas personas pueden haber vivido en aquellas casas y cuántas de ellas
tenían ocupación en cualquier momento en una ciudad determinada. De ese modo, las
«adivinestimaciones» de las personas que vivían en Tikal varían desenfrenadamente,
desde 11 000 hasta 40 000: es probable que esta última se acerque a la verdad, dados
los actuales indicios sobre la intensificación de la agricultura en algunas partes de
área maya, según puede observarse en los campos elevados (Haviland, 1970).
Por lo que toca a la población maya total de las tierras bajas, ni siquiera puede
imaginarse. Desde luego había millones de personas, pero no debe olvidarse que
existían extensas áreas sin buenas tierras laborables, como las montañas altas (en el
sur de Belice) y las sabanas de hierba; los suelos profundos, ricos y negros
favorecidos por los mayas en el Petén simplemente no existen en todas partes y, en el
extremo norte de la península, los suelos son delgados y rocosos y la vegetación tan
achaparrada que la economía no debe haber dependido allí de la agricultura, sino de
actividades como la extracción de sal, la apicultura y el comercio.
Las ciudades capitales Clásicas se pueden reconocer no únicamente por su
tamaño, sino también porque sólo ellas parecen haber gozado de derechos casi
exclusivos a desplegar públicamente inscripciones monumentales, como las estelas
esculpidas, los llamados «altares» (en realidad, probablemente tronos) y los dinteles.
Éstos solían ir asociados a edificios específicos dentro de las ciudades, en tanto que
las estelas, a menudo (como en Piedras Negras, junto al río Usumacinta), se alineaban
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en una sola fila ante un templo-pirámide. Como entre los faraones de Egipto, los
gobernantes hereditarios y sus familias y antepasados eran honrados en aquellas
inscripciones tanto como en los retratos en relieve descritos por los textos asociados.
Aquéllas no constituían democracias primitivas ni señoríos nacientes: la familia real y
la nobleza eran aristocráticos patrocinadores de artistas, escribas y arquitectos por
igual, cuya única meta radicaba en glorificar a los dioses y a la casa gobernante.
Reflejando su sociedad sumamente estratificada, entre los mayas Clásicos había
toda una jerarquía de ciudades, poblados y aldeas. Las mayores eran los gigantes
como Tikal, Naranjo, Seibal, Palenque, Yax-chilán. Copan, Uxmal y Cobá. Un poco
abajo estaban centros más pequeños como Dos Pilas, Uaxactún, Caracol y Quiriguá,
que todavía, de acuerdo con lo que dicen sus monumentos, mantenían una vida
política más o menos independiente, aunque Uaxactún fue vencida en guerra por
Tikal, su vecino del sur. Pero los centros menores en ocasiones aventajaban a los más
grandes: el pequeño Dos Pilas derrotó a Seibal en una ocasión y Caracol superó
abrumadoramente a Naranjo e incluso a Tikal (Schele y Freidel, 1990: 171-183).
A despecho de las pías pretensiones de una generación pretérita de arqueólogos,
la sangre y el cuchillo eran la regla y no la excepción entre las ciudades Estado de las
tierras bajas.[17] Las estelas y los dinteles de numerosos sitios registran las victorias
de grandes reyes y de sus compañeros de armas. Uno de los temas favoritos de los
relieves mayas Clásicos era el desnudamiento, la atadura y el pisoteo de cautivos
importantes, para los cuales el final seguro era el sacrificio por decapitación
(probablemente tras una prolongada tortura). Los maravillosos murales de fines del
siglo VIII de Bonampak, sitio de la cuenca del Usumacinta, descubierto por un par de
aventureros norteamericanos en 1946, muestran el desarrollo de una batalla real entre
los mayas: se libró en la selva entre guerreros armados de lanzas y en ella el rey
victorioso, enfundado en jubón de guerra de piel de jaguar, captura a su noble
prisionero.[18] A decir verdad, debe de haber sido asunto muy ruidoso, dado que las
largas trompetas guerreras de madera sonaron por encima de los silbidos y los gritos
habituales que, por los relatos españoles, sabemos que eran típicos de las hostilidades
mayas. En otras habitaciones de Bonampak, los infortunados prisioneros son
torturados bajo la dirección del rey, se presenta a un heredero directo del trono y,
finalmente, el rey y sus nobles, con sus grandes tocados y sus capas de plumas de
quetzal, evolucionan en una victoriosa danza sacrificatoria.
Entre las ciudades Clásicas, es probable que Tikal sea la mejor conocida y la
estudiada más cabalmente (Haviland, 1970). Fundado mucho antes del principio de la
era cristiana, este enorme centro siempre fue conservador e incluso soso entre sus
contemporáneos más innovadores, como Filadelfia o Boston más que Nueva York o
Chicago. Las unidades residenciales (tres o cuatro montículos habitacionales con un
pequeño patio al centro) se diseminan por un área de unos 60 kilómetros cuadrados;
por ningún rumbo de la ciudad se pueden detectar calles o avenidas ni nada que se
asemeje a un patrón reticulado. A medida que uno se acerca al «centro ceremonial»
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de Tikal, aquellas residencias son más grandes; algunas de ellas deben haber servido
de palacios para la nobleza y los ayudantes reales.
Son tan altos los seis templos-pirámide de Tikal que, en la actualidad, se
proyectan muy por encima de la elevada cubierta selvática. Todos se alzan en una
serie de terrazas, con una escalinata al frente de vertiginosa inclinación. En la parte
superior hay un templo de mampostería coronado por una crestería, construcción
encumbrada y no funcional, destinada a destacar las facultades del templo para
alcanzar el cielo. En el interior, las habitaciones son ciertamente reducidas, meras
hendiduras con bóvedas saledizas, pero los vanos de puerta de las habitaciones
exteriores tienen finos dinteles tallados de madera de chicozapote con gobernantes
mayas en su trono o de pie.
En muchos libros he leído que las pirámides mayas se diferencian de las egipcias
en que no se usaban para tumbas reales. Una y otra vez se ha demostrado que esos
son puros disparates sin fundamento, sobre todo de saqueadores de tumbas
clandestinos que, hace ya muchos años, han venido abasteciendo el mercado de arte
precolombino de excelentes vasos y jades Clásicos. ¡Los arqueólogos son lentos en
aprender! Sea como fuere, durante las excavaciones de la Universidad de Pensilvania
en Tikal, a principios de los años sesenta, a nivel de tierra se encontró la tumba real
más espléndida dentro del Templo I, que domina la Gran Plaza del sitio, por lo que
puede demostrarse que ese templo, y probablemente la mayoría de los demás de su
tipo en las tierras bajas mayas, fueron consumidos para albergar los restos de los
dirigentes dinásticos. Keops se habría sentido en su propia casa (Trik, 1963).
Aunque algunos especialistas piensan que los grandes complejos arquitectónicos
llamados «palacios» eran sólo eso, otros no están tan seguros. La Acrópolis Central
de Tikal tiene varios de esos edificios de múltiples habitaciones en hilera, y las
especulaciones acerca de su función varían considerándolos desde residencias reales
hasta seminarios teológicos, pasando por templos dinásticos (Harrison, 1970). Pueden
haber sido todo ello a la vez.
Pocas ciudades mayas de las tierras bajas del sur carecían de juegos de pelota. El
caucho —sabia curada del árbol Castilloa elástica— fue invención mesoamericana,
uno de los muchos regalos del Nuevo al Viejo Mundo, y se usaba principalmente para
pelotas de hule (éstas dejaron atónitos a los conquistadores cuando las vieron rebotar
de un lado a otro en los juegos de pelota aztecas; a decir verdad, Cortés se sintió tan
impresionado que llevó un grupo de jugadores de pelota a España para mostrarlos a
Carlos V). El juego se practicaba por toda Mesoamérica en canchas de mampostería,
quedando la superficie de juego principal confinada entre dos muros paralelos con
taludes inclinados. Las reglas, que no se entienden bien a bien, eran estrictas respecto
a la parte del cuerpo que podía usarse para impulsar la pelota; se preferían las
caderas, pero la palma de la mano estaba verboten.[19]
Cuanto más sabemos acerca del juego de pelota de los mayas del Clásico, más
siniestro nos parece. En Tikal, Lanío como en todo el reino maya, los cautivos
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importantes eran obligados a jugar un encuentro sin oportunidad de triunfo contra el
gobernante y su equipo, con posible derrota y sacrificio humano decretado
previamente corno consecuencia.
Situada lejos de ríos o arroyos, Tikal enfrentaba un perpetuo problema de
suministro de agua, como otras ciudades del norte del Petén, por lo que sus
gobernantes se veían obligados a construir enormes depósitos; hay diez ce ellos en la
parte central de la ciudad, los cuales ayudaban a la población a sobrellevar la larga
temporada de sequía. Los exploradores experimentados pueden dar fe de que es
enteramente posible morir de sed en la selva.
Como actualmente es factible leer la mayoría de las inscripciones públicas de
Tikal, también lo es darse una idea de los principales acontecimientos ceremoniales
presenciados por miles y miles de espectadores mayas. Pero nunca podremos
reconstruir, ni siquiera con la imaginación, todo el alcance del antiguo paganismo: el
sonido de las trompetas de madera y cíe caracol, de los tambores y de los cascabeles,
de los nutridos coros, las nubes de incienso, los vistosos trajes y las máscaras
multicolores de los participantes, a más de las colgantes plumas de quetzal con sus
brillantes colores azul verdoso y oro. Los principales momentos de transición en una
vida real estaban marcados por la pompa y la ceremonia que acompañaban a los ritos
de paso: su nacimiento, su presentación como heredero directo, su ascenso al trono,
su matrimonio y su muerte (digo «heredero» dado que casi todos los gobernantes
mayas conocidos eran hombres). Toda victoria exigía una elaborada ceremonia,
seguida tarde o temprano por el dilatado y complejo sacrificio del vencido,
habitualmente por decapitación.
Gran parte de todo ello estaba regulado calendárica y astrológicamente, por lo que
los astrónomos y los amanuenses desempeñaban un papel importante en la fijación de
fechas de al menos algunos de esos acontecimientos. La terminación de ciertos ciclos
de la Cuenta Larga pedía grandes celebraciones y derramamiento ritual de su propia
sangre por parte del gobernante y de sus esposas, como lo pedían aniversarios
importantes o jubileos de fechas trascendentales de buen augurio, como la asunción
del gobernante (una vez más, me viene a la memoria una práctica análoga entre los
antiguos egipcios). En Tikal, los principales complejos de templos-pirámide están
comunicados por amplias calzadas, por lo que podemos evocar las brillantes
procesiones de reyes, nobles, cortesanos y músicos que se encaminaban por ellas a
esos mausoleos dedicados a la memoria de los gobernantes del pasado.
El culto a los muertos y a los antepasados se hallaba arraigado profundamente en
la cultura de la elite maya que gobernaba las ciudades Estado como Tikal. El
gobernante fallecido era sepultado con enorme pompa en una camilla especial y para
albergar su cámara funeraria se erigía una gran pirámide (Coe, 1988). Para
acompañarlo se ponían ofrendas de alimento y bebida contenidas en vasijas de barro
pintadas o labradas con escenas del lnframundo de la más macabra naturaleza, joyas
de jade y de conchas marinas, a más de animales apreciados como jaguares y
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cocodrilos. Por razones que quedarán claras en capítulos posteriores, sacamos la
conclusión de que los mayas creían que sus difuntos de la nobleza en realidad eran
inmortales, que resucitarían como dioses y serían adorados pava siempre por sus
descendientes reales. Para la elite, la muerte equivalía a una recirculación de la
esencia real.
He tomado a Tikal como mi ciudad maya Clásica preferida, pero cada una de
ellas era tan distinta a su manera como Esparta lo era de Atenas en la Grecia Clásica.
Lo importante de recordar es que toda aquella civilización fue creada con una
tecnología que en realidad se encontraba al nivel de la Edad de Piedra. Las
herramientas metálicas fueron desconocidas en toda Mesoamérica hasta que la
metalurgia del cobre y del oro fue introducida desde el noroeste de Sudamérica, poco
antes de 900 d. C., época para la cual el Clásico había terminado. Nuestra propia
tecnología, de la que estamos tan orgullosos, poca cosa más ha hecho por el área
maya fuera de destruirla; sin ninguna de las maravillas científicas del mundo
moderno, los mayas conformaron una civilización elaborada e instruida en plena
selva.
Entre los mayistas, escribir libros y artículos sobre las supuestas causas del
colapso es una industria en crecimiento. Se han propuesto toda clase de hipótesis,
muchas de las cuales postulan algún tipo de debacle agrícola: especialistas del pasado
han pensado que ésta fue resultado del agotamiento del suelo por sobreuso de la tierra
o debido al deterioro climático, y así sucesivamente. Aun concediendo que es buen
tópico para trabajos de fin de curso, ante la ausencia casi total de datos no hay
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consenso respecto a lo que pudo haber causado esa muerte inmensa y sin duda trágica
de una de las pocas civilizaciones de selvas tropicales del mundo.
Todos sabemos de la presencia de bárbaros a las puertas de Roma cuando se
derrumbaba aquel gran Imperio. No es de sorprender que haya indicios de algo
parecido entre los mayas. En 889 d. C., en la enorme ciudad de Seibal, a orillas del
río de la Pasión, se erigieron cuatro estelas alrededor de un templo rectangular
claramente no maya.[21] Tres de ellas muestran a poderosos dirigentes de semblante al
parecer extranjero adornado de bigotes, rasgo raro entre la elite maya del Periodo
Clásico. Al mismo tiempo, Seibal fue inundada con cierto tipo de cerámica amarilla,
acerca de la cual se sabe que era manufacturada sobre las márgenes inferiores del
Usumacinta, en la cálida y pantanosa llanura de la costa del Golfo. Era aquél el reino
de los mayas putunes, pueblo de habla chontal, que en tiempos del Posclásico fueron
los grandes comerciantes marítimos de Mesoamérica, con una cultura híbrida
mexicano-maya.[22]
La presencia de putunes en Seibal —a decir verdad, su invasión de las tierras
bajas del sur— tal vez fue resultado, y no causa, del colapso maya, pues se
apoderaron de las rutas comerciales abandonadas por los anciens régimes de las
ciudades Clásicas. Los putunes quizás hayan tenido mucho que ver en el
florecimiento de las ciudades del norte de la península, tanto durante el colapso como
después de él. La magnífica arquitectura de «estilo Puuc» de centros como Uxmal,
Kabah y Chichén-Itzá, en Yucatán, persistió hasta el siglo x, como ocurrió con la
escritura jeroglífica en los monumentos públicos.
Sea como fuere, todas las ciudades de las tierras bajas del sur habían dejado de
funcionar de manera significativa después de 900 d. C., y aunque intrusos de origen
campesino continuaron ocupando algunas de ellas, una gran parte de aquella extensa
área se revirtió a la selva. El cataclismo cultural fue tan profundo como el físico.
Cuando desapareció la elite maya que había regido aquellos centros, también lo hizo
la mayor parte de su conocimiento y de sus tradiciones. Éstos habían estado en manos
de los amanuenses, que como descendientes de las casas reales pueden haber sido
muertos junto con sus señores. Sí, creo (como Eric Thompson antes que yo) que las
revoluciones devastaron la región, aunque admito que es difícil encontrar pruebas
sólidas al respecto. «La Revolución no es de utilidad para los científicos», dijo el
tribunal que, en 1794, condenó a la guillotina a Lavoisier, fundador de la química
moderna. Igualmente puedo imaginar la muerte de amanuenses y de astrónomos
indeseables y la destrucción de miles de libros. Sabemos que los tenían, dado que con
frecuencia se representan en el arte Clásico y que en las tumbas mayas se han
encontrado vestigios de ellos, pero ningún libro Clásico se ha conservado hasta
nuestros días luego de estos dos cataclismos: el colapso del Clásico y la Conquista
española. Es frustrante abordar el periodo que va del colapso a la llegada de los
españoles: por una parte, existen ricas fuentes históricas sobre esos siglos, que nos
vienen de autores españoles y nativos posteriores a la Conquista, mas, por la otra,
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éstas con frecuencia son sumamente equívocas y difíciles de considerar acertadas. La
mayor fuente de confusión, por lo menos respecto a las tierras bajas mayas, es que las
fechas de los acontecimientos ya no se dan en la Cuenta Larga día por día, sino en
una versión trunca y repetitiva conocida como Cuenta Corta. Es como si, dentro de
mil años, un historiador se enterara sólo de que la Revolución norteamericana
empezó en 76, sin que supiera exactamente de cuál siglo se está hablando. Los
estudiosos podrían jugar a hacer saltar piedras sobre el agua con los datos expresados
en ese marco cronológico, como efectivamente ha ocurrido.
Pese al hecho de que los cuatro códices mayas conocidos pertenecen a ese
periodo, no tengo intención de dedicar mucho tiempo al Posclásico, dado que son
virtualmente desconocidas las inscripciones de esa época. En realidad el mundo maya
Posclásico es algo muy diferente.
La primera parle de la historia del Posclásico empieza con Chichén-Itzá, en la
región central del norte de Yucatán, ciudad fundada en el Clásico Tardío. Su nombre
significa «en la boca del pozo de los itzáes», llamada así por su famoso Pozo de los
Sacrificios, un enorme cenote circular o pozo de piedra caliza al que eran arrojados
muchos cautivos antes de la Conquista. Los mayistas todavía discuten acerca de la
cronología, e incluso acerca de la dirección del flujo cultural, pero mi opinión
personal, cuyo conservadurismo acepto, es que de la Altiplanicie Central de México
llegó una fuerte influencia, como resultado de una invasión a fines del siglo x. En ese
momento, Chichén-Itzá se constiuyó en capital de toda la península, con una
proporción considerable de población maya nativa concentrada a tiro de piedra de su
Castillo, la gran pirámide rectangular que domina la ciudad Posclásica.
¿Quiénes fueron los invasores y de dónde vinieron? De acuerdo con los
historiadores aztecas, también esa poderosa tribu había sido precedida en el centro de
México por un gran pueblo de inmensa cultura, al que denominaban tolteca y que
gobernaba desde su capital Tollan («Lugar de las cañas») o Tula, como la llamaban
los españoles. Gracias a una serie de expediciones arqueológicas mexicanas y
norteamericanas, fue localizada y excavada la ciudad tolteca (Diehl, 1983). Situada a
unos 70 kilómetros al noroeste de la ciudad de México, no causa muy buena
impresión; dominada por una pirámide cuyo templo tenía un techo sostenido por
enormes esculturas de guerreros toltecas de torvo aspecto, su estilo artístico y
arquitectónico también puede detectarse en Chichén-Itzá. Allá, en el lejano Yucatán,
se pueden apreciar rasgos específicamente toltecas derivados de Tula, como las
figuras recostadas denominadas «Chac Mool» por los arqueólogos y los relieves de
jaguares al acecho y de águilas devorando corazones.
Nuestras fuentes aztecas nos dicen que Tula estaba gobernada por un hombre dios
que se llamaba a sí mismo Quetzalcóatl, o «Serpiente Emplumada», y nuestras
fuentes mayas hablan de la llegada, desde más allá del agua, de un rey guerrero
llamado Kukulcán, que también significa «Serpiente Emplumada». Algunos
estudiosos revisionistas de la cultura maya consideran que Tula deriva de Chichén-
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Itzá, y no al contrario, pero a mí me parece que es difícil de aceptar. Nadie puede
negar que el Chichén tolteca era espléndido, con su Templo de los Guerreros, su Gran
Juego de Pelota (el mayor de Mesoamérica) y su Castillo, en comparación con la
vulgarmente ostentosa Tula; pero no olvidemos que el Pekín mongol tenía mayor
magnificencia que las tiendas de fieltro de las que habían salido las hordas de Gengis
Khan, y que las poblaciones otomanas de Fatih Mehmet no se comparaban en
opulencia con la Constantinopla que conquistaron en 1453.
Verdaderamente espinoso es el problema de los itzáes. En los anales de Yucatán
—los casi históricos y semiproféticos Libros de Chilam Balam— aparecen como
extranjeros sospechosos y un tanto lascivos que erraban como banda de trovadores
por toda la península. Es razonable suponer que también eran mayas putunes, con un
buen baño de cultura mexicana. Algunos los ubican en Chichén-Itzá a principios del
siglo XIII, pero cuando menos dieron su nombre a esa venerable ciudad, tal vez
inmerecidamente; en todo caso, está relativamente bien documentado que en la
última parte del siglo fundaron Mayapán, una ciudad amuraliada en el monte
achaparrado, al sureste de Mérida, desde la cual dominaron la mayor parte de las
tierras bajas del norte durante casi dos siglos (Pollock el al., 1962).
Mayapán en sí es una pequeña capital construida miserablemente y dominada por
una pirámide rectangular enana que imita al Castillo de Chichén-Itzá. De acuerdo con
las historias, era gobernada por la familia Cocom; a fin de garantizar una afluencia
continua de tributo, aquellos señores de la guerra retenían a las principales familias
del resto de Yucatán dentro de las murallas de Mayapán. Era ésa la llamada «Liga de
Mayapán», que alguna vez cautivó al historiador Oswald Spengler —¡quién lo
creyera!—, autor de La decadencia de Occidente. Mas, con el tiempo, los propios
Cocomes fueron derrocados a su vez y Mayapán fue revertida al monte infestado de
garrapatas.
Cuando los primeros exploradores españoles llegaron a la costa de Yucatán en
1517, la península estaba dividida en 16 «ciudades Estado», cada una de las cuales
luchaba por fijar sus fronteras a expensas de los vecinos, por lo que con frecuencia se
hallaban en pie de guerra unas contra otras. No hará mucho tiempo, se pensaba que
aquello era un ejemplo de degeneración sociopolítica de lo que arqueólogos de la
vieja guardia, como Sylvanus Morley, habían considerado el «Viejo Imperio» de la
Época Clásica. Pero ahora sabemos que, en realidad, ese patrón fue típico de los
mayas a lo largo de su prolongada historia. A ese respecto, nunca hubo ningún «Viejo
Imperio» ni tampoco uno «Nuevo». La hegemonía total, que fue alcanzada primero
por Chichén-Itzá y luego por Mayapán, era una absoluta anomalía.
En tiempos de la Conquista, cada una de aquellas «ciudades Estado» estaba
encabezada por un gobernante llamado halach uinic, u «hombre verdadero», cargo
hereditario en línea masculina. El gobernante residía en la capital y gobernaba a las
poblaciones provinciales por medio de los nobles llamados batabo'ob (en singular,
batab), jefes de patrilinajes nobles vinculados al del propio halach uinic. Éste era el
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jefe militar y tenía a sus órdenes a un grupo de guerreros llamados holcano’oh, a
quienes los invasores españoles temían con justa razón. La clase sacerdotal era
enormemente influyente, pues gran parte de la vida de aquellos mayas estaba regida
por la religión y por las exigencias del calendario; especialmente importante era el
gran sacerdote, el Ah Kin («El del Sol»). Entre las obligaciones de los sacerdotes se
encontraban las de llevar los libros y el calendario, regular los festejos y las
celebraciones del Año Nuevo, dirigir bautismos y oficiar en los sacrificios (tanto
humanos como animales).
Las fuentes españolas, incluyendo al obispo Landa, a quien debemos la relación
más completa de la vida de los mayas antes de la Conquista, describen a Yucatán
como una tierra próspera. La población estaba conformada por la nobleza, los
hombres libres de la gleba, a cargo de la agricultura, la caza, la apicultura y cosas por
el estilo, y los esclavos. Este último grupo parece haber tenido poca importancia
económica, y la esclavitud, en el sentido grecorromano o en el de las plantaciones
norteamericanas de antes de la guerra, fue desconocida en la Mesoamérica
prehispánica.
Poco he dicho en este capítulo acerca de las tierras altas mayas de Chiapas y de
Guatemala, porque desempeñan un papel insignificante en nuestra historia, salvo
durante el Preclásico Tardío, cuando por única vez las dinastías mayas de esas
regiones produjeron monumentos de piedra con inscripciones. En el siglo v d. C.
fueron subyugadas por la gran ciudad de Teotihuacán, la enorme metrópoli situada al
noreste de la ciudad de México, que parece haber dominado la mayor parte del área
maya durante casi siglo y medio. En algún momento del Posclásico, los matasietes
mayas putunes, cuyas depredaciones en las tierras bajas se conocen cada vez mejor a
medida que prosigue la investigación, irrumpieron en las tierras altas, sustituyendo
los linajes reinantes de los cakchiqueles y los mayas quichés nativos por sus propias
dinastías. Otros reinos similares se encontraron entre los mames y los pokomames
(Fox, 1987).
El más poderoso de aquellos Estados era el quiché, hasta que fue aplastado por el
más terrible de todos los conquistadores, el brutal Pedro de Alvarado. La gloria
imperecedera de los quichés tal vez radique en que lograron conservar hasta muy
avanzada la época colonial (cuando fue escrita usando el alfabeto español) la suprema
épica maya, conocida como el Popol Vuh, o «Libro del Consejo», por todos
conceptos el mayor logro de la literatura nativa del Nuevo Mundo que se conozca.[23]
Como hemos de ver, ésta ha resultado ser la clave de algunos de los secretos más
profundos y más esotéricos de la cultura Clásica maya.
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III. EL REDESCUBRIMIENTO DE UNA
CIVILIZACIÓN EN LA SELVA
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al poblado de Palenque, en Chiapas, por lo que en el año de 1784 pidió un informe al
respecto a un funcionario local. [24] Como aquel informe no satisfizo a Estachería, al
año siguiente envió al arquitecto real en la ciudad de Guatemala a efectuar una
investigación. Aquel hombre tuvo la osadía de volver con un informe superficial y
con dibujos muy deficientes de lo que había visto.
Finalmente, el exasperado Estachería escogió a un brillante capitán de dragones,
Antonio del Río, y a un artista bastante competente, Ricardo Almendáriz, y les
ordenó trasladarse a Palenque. No fue sino hasta el 3 de mayo de 1787 cuando éstos
llegaron a las minas, situadas en las estribaciones de la Sierra Madre de Chiapas,
apenas arriba de la llanura costera del Golfo, y cubiertas por una selva alta y tupida.
Luego de reunir a un nutrido contingente de mayas choles del lugar para limpiar la
maleza a golpe de hacha y machete, cuando concluyó sus trabajos, Del Río dijo: «…
no quedó ninguna ventana ni ninguna entrada bloqueada», afirmación ésta que, por
suerte para la posteridad, no era enteramente exacta.
Obedeciendo órdenes giradas a Estachería por Juan Bautista Muñoz (historiógrafo
real de Carlos III), Del Río reunió una colección de objetos, entre ellos una magnífica
figura esculpida en relieve que sostenía una planta de lirio acuático, de la cual hoy
sabemos que era la pata de un trono del Palacio de Palenque. Las piezas fueron
despachadas debidamente de Guatemala al Gabinete Real de la Historia Natural de
Madrid, ubicado no lejos del Palacio Real.
En junio de 1787, junto con los dibujos de Almendáriz, Del Río presentó su
informe sobre Palenque a Estachería, quien los remitió a Madrid. Se hicieron varias
copias de los dibujos, de los cuales se depositaron juegos en archivos adecuados,
pero, como muchos informes que se entregan a los burócratas, allí pareció terminar el
asunto.[25]
La historia salta entonces a la Inglaterra de Jorge IV en 1822, año de la muerte de
Shelley; el 2 de noviembre, apareció en Londres un volumen titulado Description of
the Ruins of an Ancient City (Del Río, 1822). Éste no era otra cosa que una
traducción inglesa del informe de Del Río, acompañada de un ensayo largamente
devanado pero torpe del merecidamente olvidado doctor Paul Félix Cabrera. De
importancia perdurable son sus 17 láminas, sacadas de uno de los juegos de dibujos
de Almendáriz. En el borde inferior de nueve de ellos aparecen las iniciales del
grabador, «jfw», identificado como el increíble y extravagante Jean Frédéric
Waldeck, al que habremos de volver. En palabras del mayista George Stuart, aquellas
láminas fueron «las primeras representaciones impresas de la escritura maya labradas
en piedra» (G. Stuart, s. f.: 8) y tuvieron una profunda influencia a ambos lados del
Atlántico, tanto como la relación de Del Río, redactada en un lenguaje positivo y
sorprendentemente exacto.
En el otro confín de las tierras bajas mayas del sur se encuentra la ciudad Clásica
de Copán, en la parte occidental de la actual Honduras Es probable que el
conocimiento de sus ruinas se haya guardado durante la época colonial, dado que
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siempre había habido asentamientos mayas chortíes en el rico valle de Copán. Sea
como fuere, en 1834 el
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arquitectura, en escultura e incluso en escritura, que adoptaba la forma de «bloques
cuadrados con caras y manos, además de otros caracteres idénticos».
Después de aquellos triunfos, todo fue cuesta abajo en el camino de Galindo, al
caer y ser derrotado el régimen liberal de Centroamérica. El propio Galindo fue
asesinado en 1840 por un grupo de hondurenos.
Se necesitaría una pequeña enciclopedia, o tal vez una película épica
hollywoodense de cinco horas, para hacer amplia justicia a la vida y la carrera del
«conde» Jean Frédéric Maximilien Waldeck, quien se consideraba a sí mismo el
«primer americanista».[27] En ocasiones, incluso las proezas del querido barón
Munchausen palidecen en comparación con las de Waldeck. En su mordaz estilo
bostoniano, el historiador William H. Prescott confió en una ocasión a madame
Fanny Calderón de la Barca que Waldeck era una persona que «habla de manera tan
grandilocuente y dogmática… que abrigo cierto soupçon de que tiene mucho de
charlatán» (Cline, 1947: 282).
Hasta el sitio y la fecha de nacimiento de Waldeck están en duda. Él daba
distintos lugares de nacimiento, como París, Praga y Viena, y, aunque al parecer era
ciudadano naturalizado francés, alguna vez portó pasaporte británico. Afirmaba que
había nacido el 16 de marzo de 1766, con lo que habría tenido 109 años de edad al
morir, el 29 de abril de 1875 (el finado Howard Cline, quien publicó un fascinante
artículo sobre Waldeck, describió este postrer acontecimiento como «al parecer uno
de los pocos hechos inequívocos acerca de su carrera») (Cline, 1847: 283). En cierta
ocasión, Waldeck atribuyó su longevidad a una «dosis anual de rábanos para caballo
y limón que lomaba en cantidades generosas cada primavera»; debe haber funcionado
bien, pues se cuenta que a los 84 años se enamoró de una muchacha inglesa, casó con
ella y procreó un hijo.
Como su legendario predecesor Munchausen, Waldeck era un lanzanombres de
magníficas proporciones. Decía a sus admiradores que había llevado cordiales
relaciones con María Antonieta, Robespierre, Jorge III, Beau Brummel y Byron, y
que había estudiado pintura en París con David (a decir verdad, su estilo neoclásico
se parecía al del pintor). Según el conde (título de nobleza imposible de documentar),
había sido soldado de Napoleón en la expedición a Egipto de 1798, que despertó su
interés por la arqueología.
Lo que sí es seguro es que él preparó, para el editor londinense Henry Berthoud,
algunas de las placas del informe que Del Río hizo en 1822 sobre Palenque. Tres años
después, emprendió el camino a México como ingeniero de minas, en lo cual resultó
un fracaso. Sin recursos en aquel la tierra extraña, se dedicó a una diversidad de
comercios para arreglárselas por sus propios medios, pero se fue interesando cada vez
más por el pasado prehispánico de México.
Armado con lo que parecían ser holgados fondos (al paso del tiempo acabaron por
agotarse), Waldeck vivió en las ruinas de Palenque de mayo de 1832 a julio de 1833,
limpiando el sitio y preparando dibujos. El conde sufría con lo que lo rodeaba, pues
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no soportaba el calor, la humedad y los insectos, que existen en abundancia en
Palenque. También detestaba claramente a México y a los mexicanos, desde el
presidente hasta los campesinos locales; tampoco abrigaba buenos sentimientos para
sus colegas arqueólogos y exploradores. Con el tiempo, obtuvo nuevo apoyo
financiero de lord Kingsborough, aquel excéntrico irlandés, y en 1834 viajó a Uxmal,
Yucatán, en donde hizo más dibujos y reconstrucciones arquitectónicas, algunas de
las cuales en extremo imaginativas.
Para entonces, el colérico conde era persona non grata en México, por lo que le
pareció conveniente trasladarse a Inglaterra y a París, donde pasó el resto de su larga
vida (se ha afirmado que murió de un paro cardiaco cuando volvió la cabeza para
mirar a una linda muchacha que pasaba a su lado, pero también se dice que esto no es
cierto). Tan pronto llegó a París, empezó a trabajar para hacer litografías de sus
dibujos, que en 1838 fueron impresas en un lujoso volumen en folio titulado Voyage
pittoresque et archéologique dans… Yucatán… 1834 et 1836 (Waldeck, 1838).
Lamentablemente, toda la obra que Waldeck publicó sobre los mayas es tan poco
digna de confianza como las grandes mentiras que decía. Waldeck tenía su propia
teoría sobre el origen de los mayas, teoría que sostuvo hasta el fin de su vida, a saber,
que la civilización maya había derivado de los caldeos, los fenicios y especialmente
de los «hindúes», por lo que creyó necesario incluir elefantes en sus representaciones
neoclásicas de los relieves de Palenque, no sólo en el asunto del cual trataba, sino
también en los jeroglíficos. Pero tanto George Stuart como Claude Baudez, que han
visto los dibujos originales de Waldeck en la Colección Ayer de la Biblioteca
Newberry, en Chicago, me aseguran que son de gran calidad. A pesar de todo, no se
puede confiar en sus litografías terminadas, que siempre han sido tratadas con desdén
por los mayistas, y con justa razón.
En julio de 1519, dos años antes del asalto final a la capital azteca de México-
Tenochtitlán, Hernán Cortés y sus aguerridos conquistadores se reunieron en una
población recién fundada en la costa de Veracruz, para repartirse sus beneficios (Coe,
1989). Éstos eran considerables, pues incluían no sólo el botín reunido por ellos entre
los mayas ribereños y los totonacas de la costa del Golfo, sino también algunos
objetos preciosos que les había enviado, a manera de soborno, el lejano Moctezuma
el Joven, emperador de los aztecas. Una quinta parte de aquel botín —el Quinto Real
— fue destinado a Carlos V en España, quien acababa de ser elegido Sagrado
Emperador Romano.
Según Francisco López de Gomara, secretario privado de Cortés, el Quinto Real
incluía algunos libros, plegados como tela, que contenían «figuras, que los mexicanos
usan como letras»; éstos tenían poco valor a ojos de los soldados, ríos dice López de
Gomara, «como no los entendían, no los apreciaban» (Coe, 1989: 1).
El Quinto Real llegó a España sano y salvo, acompañado por un pequeño
contingente de hombres y mujeres nativos, que habían sido rescatados del cautiverio
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y del sacrificio sangriento en Cempoallan, capital de los totonacas. Viajando primero
a Sevilla, luego a la corte real en Valladolid y posteriormente a Bruselas (donde los
objetos metálicos merecieron gran admiración del antiguo orfebre Alberto Durero), la
gente y los objetos extraños despertaron la clase de interés que despertaría en la
actualidad el aterrizaje de seres extraterrestres. En una carta a un amigo en su nativa
Italia, Giovanni Ruffo da Forlí, nuncio papal en la corte española, describió los libros
en los términos siguientes:
Olvidaba decir que había algunas pinturas de menos de una cuarta en total, que estaban plegadas y
unidas en forma de libro, [que estando] desplegados, se extendían. En aquellas pequeñas pinturas había
figuras y signos en forma de letras arábigas o egipcias… Los indios [esto es, los cautivos totonacas] no
pudieron decir qué eran [Coe, 1989: 4].
Testigo ocular aún más acucioso de los objetos exóticos que hablan llegado a
Valladolid Fue un amigo cercano de Ruffo, el humanista italiano Pedro Mártir de
Anglería, cuyo libro De orbe novo fue la primera gran relación de las tierras recién
descubiertas por los españoles y de sus habitantes. Pedro Mártir nos dice que los
libros estaban hechos de la corteza interna de un árbol, que sus páginas estaban
cubiertas con yeso o algo similar, que podían plegarse y que las cubiertas exteriores
eran tablillas de madera. He aquí lo que dice acerca de lo que en ellos había escrito:
Los caracteres son muy distintos de los nuestros: dados, ganchos, lazos, limas y otros objetos dispuestos
en línea, como lo hacemos nosotros: se parecen mucho a las formas egipcias. Entre líneas dibujan figuras de
hombres y animales, sobre lodo de reyes y magnates, por los cuales se puede creer que allí están escritas las
proezas de los antepasados de cada rey [Coe, 1989: 4-5].
De acuerdo con Pedro Mártir, otros tópicos abordados en los libros eran «las leyes,
los sacrificios, las ceremonias, los ritos, las anotaciones astronómicas y ciertos
cómputos, tanto como las maneras y los tiempos de sembrar».
En la actualidad, no cabe duda de que aquellos libros eran mayas, pues ningún
otro pueblo de Mesoamérica tenía algún sistema de escritura que se pareciera en nada
al anterior o que pudiera registrar cosas por el estilo: bastarían los cómputos
matemáticos como pista segura de que estábamos tratando con los mayas. Más
todavía, los amanuenses no mayas de México por lo general escribían en libros
plegables hechos de piel de venado y no en papel de corteza, preferido por los mayas.
Yo reconstruyo la presencia de aquellos códices en Valladolid de la manera
siguiente. Cuando Cortés salió de Cuba en 1519, cruzó el tormentoso canal de
Yucatán procedente de la isla y recaló en la isla de Cozumel, a poca distancia de la
costa, donde los aterrorizados mayas huyeran al monte. Al saquear las casas
abandonadas por los nativos, los españoles dieron con «innumerables» libros, entre
los cuales deben haber estado los ejemplares enviados en el Quinto Real. Ahora bien,
entre los pasajeros que llegaron a Valladolid con el botín se encontraba el amigo
cercano de Cortés Francisco de Montejo —futuro conquistador de Yucatán—, quien
ya había aprendido muchas cosas acerca de la vida de los mayas mediante su
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interrogatorio de cierto Gerónimo de Aguilar; este Aguilar había sido un náufrago,
cautivo por espacio de ocho años de un cacique maya yucateco hasta su huida, por lo
que seguramente sabía todo acerca de la escritura maya. Finalmente, sabemos que
Montejo fue interrogado detenidamente, durante su estancia en Valladolid, por el
insaciablemente curioso Pedro Mártir sobre todo tipo de cosas.
¿Qué ocurrió con aquellos preciosos libros mayas? Sea como fuere, uno de ellos
bien podría haber terminado en Dresde. En 1739, Johann Christian Goetze, director
de la Biblioteca Real de la corte de Sajonia, en Dresde, adquirió un extraño libro de
[28]
una colección privada en Viena. Catalogado por él en 1744, poca atención se le
prestó hasta 1796, cuando apareció en Leipzig una obra singular pero claramente
encantadora en cinco volúmenes. Era Darstellung und Geschichte des Geschmacks
der verzüglichsten Volker, «Descripción e historia del gusto de los pueblos
superiores», de cierto Joseph Friedrich, barón de Racknitz (Coe, 1963). El barón
trabajaba en Dresde como una especie de administrador escénico polígrafo, para
cualquier representación teatral u otro evento público que el Elector de Sajonia
deseara poner, e incluso inventó una máquina de jugar ajedrez para su protector real.
Su Darstellung es básicamente una obra trascultural de decoración de interiores, con
representaciones coloreadas a mano de todo tipo de estilos, desde el pompeyano hasta
el «tahitiano».
Cuando mi difunto amigo Philip Hofer me mostró aquella curiosidad en la
Biblioteca Houghton de Harvard, a principios de la década de 1960, inmediatamente
me sentí atraído por una lámina que mostraba una habitación al «gusto mexicano»,
pues en las paredes y en el techo había motivos tomados directamente de lo que ahora
conocemos como Códice de Dresde, el mejor de los cuatro libros mayas que quedan:
dioses con cabeza de animal y números de barra y punto, además de las serpientes
mayas que daban la bienvenida al espectador. ¡Me pregunto si, hace dos siglos,
alguien tuvo la osadía de construir aquella habitación!
Si bien el excéntrico Von Racknitz nos brindó la primera referencia pictórica del
Códice de Dresde, su arrebato imaginativo no repercutió en absoluto en el mundo
estudioso. Otro fue el caso del explorador Alexander von Humboldt, cuyo hermoso
atlas, Vues des Cordilléres, et monuments des peuples indigènes de l'Amérique,
apareció en 1810 (Humboldt, 1810). Entre sus 69 magníficas láminas estaba una que
mostraba, con detalle absolutamente exacto, cinco páginas del Códice de Dresde.
Aquélla no sólo fue la primera publicación, así fuera en forma trunca, de un códice
maya, sino que también fue la primera vez que cualquier texto jeroglífico maya se
presentaba con exactitud. Fuerza es admitir que las páginas están un poco en
desorden (se presentan tres de las cinco páginas de las tablas de Venus, aunque falta
la 49, que debería seguir a la 48), pero al menos allí estaba algo en lo que un
estudioso podía hincar el diente. Todavía transcurrirían otros 70 años antes de que
alguien encontrara verdadero sentido a lodo el manuscrito de 74 páginas.
Durante la primera mitad del siglo XIX, la investigación americanista estuvo
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repleta de excéntricos: la mano muerta de la academia aún había de sofocar los
entusiasmos desbordados de un pequeño grupo de aficionados en Europa y Estados
Unidos. Entre ellos estaba Edward King, vizconde Kingsborough, noble irlandés
obsesionado por la idea de que los antiguos hebreos habían poblado el Nuevo Mundo.
Para probar su punto de vista, publicó su voluminosa serie en folio, The Antiquities of
Mexico (Kingsborough, 1830-1848). Ahora bien, estos volúmenes no sólo están en
«folio», sino también en «folio elefante»: George Stuart dice que cada volumen pesa
entre 9 y 18 kilos. En total hay nueve de ellos, los dos últimos publicados en 1848.
Para entonces, Kingsborough tenía once años de muerto: llevado a la quiebra por un
largo paseo en su costoso caballo de juguete, murió en una cárcel para deudores.
Para ilustrar el primero de sus rompebloques, Kingsborough contrató al artista de
origen cremonés Agostino Aglio, cuya tarea consistió en hacer copias a la acuarela de
todos los códices prehispánicos cuya existencia en las bibliotecas de Europa era
conocida. Aglio fue una buena elección: era muy conocido en Inglaterra por su
decoración y sus frescos de iglesias, casas de campo y teatros (él hizo los decorados
del Teatro Drury Lane) y se le consideraba un acuarelista muy competente. En 1829 y
1830 se publicaron los primeros siete volúmenes, uno de los cuales contenía la
reproducción fiel del Códice de Dresde completo.
Entonces, ¿por qué ningún brillante Champollion se sentó y empezó a trabajar allí
y entonces en la escritura maya? En paite, probablemente porque los juegos de
Antiquities of Mexico eran sumamente raros (como lo son en la actualidad). Por
ejemplo, en 1843 el explorador y periodista norteamericano B. H. Norman afirmó que
sólo existía un juego en Lodo Estados Unidos (Norman, 1843: 198). Y, como habrá
de recordarse, la relación de Landa sobre los días y los meses mayas, tan
indispensable para trabajar en el Dresde, no habría de aparecer sino hasta 1863.
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para pagarse el alquiler.
Con aquella especie de entusiasmo ingenuo que al parecer era endémico en la
joven república, Rafinesque probó fortuna en todo. He aquí la evaluación que hace de
sí mismo:
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exactas láminas, indispensables para el joven descifrador; nada de ese nivel habría de
aparecer en el campo de los mayas antes de fin de siglo. Hasta los grabados que hizo
Kircher de los obeliscos romanos era superiores a las fruslerías sobre los mayas de
que entonces disponía Rafinesque.
Con el Códice de Dresde, las cosas empezaron a andar ligeramente mejor.
Rafinesque había visto la lámina que reproducía cinco de sus páginas en el atlas de
Humboldt, lo cual le sugirió algunas ideas, pero es probable que nunca haya visto la
publicación del manuscrito de Kingsborough completa.
Precursor en el campo de la «publicación por vanidad», Rafinesque tenía su
propio periódico, el Atlantic Journal and Friend of Knowledge, que llenaba con
artículos redactados por él mismo sobre todos los temas del mundo. Su First Letter to
Mr. Champollion, donde exponía sus ideas acerca de la escritura maya, apareció en
1832 en el mismísimo primer número, y en los números siguientes los lectores
pudieron encontrar su Second Letter; tenía intenciones de escribir una tercera, pero la
muerte de Champollion se lo impidió (G. Stuart, 1989: 21). El solo hecho de que
conociera y aprobara los adelantos que el gran egiptólogo había logrado al otro lado
del Atlántico, aunque en aquel entonces éstos se hallaran lejos de ser aceptados
universalmente por el mundo estudioso, demuestra que muy poco musgo crecía en
Rafinesque.
Lo que a los mayistas modernos les parece tan sorprendente es lo que Rafinesque
dice en su Second Letter. Antes que nada, caracterizó los jeroglíficos de Otulum
(Palenque) dibujados en el informe de Del Río como un tipo de escritura enteramente
nuevo, profundamente distinto de lo que se conocía por los manuscritos mexicanos
(esto es, no mayas), razón por la cual dio los siguientes puntos de vista:
Además de este monumental alfabeto, el mismo pueblo que construyó Otulum tenía un alfabeto
demótico perteneciente a mi 8a serie, que fue hallado en Guatimala [sic] y Yucatán durante la Conquista
española. Una muestra de él fue dada por Humboldt en sus Investigaciones Americanas, lámina 45, de la
Biblioteca de Dresde, la cual se ha identificado como guatimalteca y no como mexicana, por ser totalmente
distinta de los manuscritos pictóricos mexicanos. Esta página de demótico tiene letras y números, estando
éstos representados por rayas que significan 5 y puntos que significan unidades, dado que nunca pasan de 4.
Lo cual se parece cercanamente a los números de los monumentos.
Las palabras son mucho menos elegantes que los glifos monumentales; también son glifos toscos en
líneas formadas mediante rasgos firmes, irregulares y tortuosos, que dentro encierran rayas pequeñas,
aproximadamente letras idénticas que en los monumentos. No sería imposible descifrar algunos de esos
manuscritos sobre papel metl: dado que están en lenguas que todavía se hablan y que la escritura se entendía
en Centroamérica hace apenas 200 años. De hacerlo, será la mejor clave de las inscripciones monumentales
[Rafinesque, 1832: 43-44].
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1. Atanasio Kircher (1602-1680), el sacerdote jesuita cuyas ideas
acerca de la naturaleza de la escritura egipcia detuvieron su
desciframiento durante más de un siglo.
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3. Michael Ventris (1922-1956). Este joven arquitecto descifró la
clave de la Lineal B de los griegos micénicos.
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4. Una de las finas esculturas de dintel en Yaxchilán, México. En
la actualidad, el texto revela que ésta es una representación de la
esposa del gobernante, la Señora Xoc, acurrucada ante la
«Serpiente de Visión», en el año de 681 d. C. (cf. p. 274).
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6. Vista aérea del centro de Tikal, Guatemala, la mayor de las
ciudades Clásicas mayas.
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9. Constantine Samuel Rafinesque (1783-1840), naturalista
polígrafo francoamericano que descubrió la numeración de barras
y puntos maya.
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11-12. El costado y la parte trasera de la Estela A de Copán,
Honduras, grabados a partir de dibujos de Frederick Catherwood,
artista de las expediciones de Stephens.
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14. Ernst Förstemann (1822-1906). En sus estudios del Códice de
Dresde, este bibliotecario alemán determinó muchos de los
detalles del calendario y la astronomía mayas.
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15. Página 49 de las Tablas de Venus del Códice de Dresde, según
fue publicado por Förstemann en 1880.
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16. Alfred P. Maudslay (1850-1931), en una cámara de las
Monjas, en Chichén-Itzá, Yucatán. A este inglés se debió la
primera publicación extensa de las inscripciones mayas.
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18. Léon de Rosny (1837-1914), orientalista francés y descifrador
de los glifos mayas para las direcciones del mundo.
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20. Cyrus Thomas (1825-1910), uno de los primeros antropólogos
norteamericanos y principal proponente del enfoque fonético de
los glifos a fines del siglo XIX.
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Figura 17. La numeración maya de puntos y rayas.
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«aparato portátil con un prisma que permitía al artista ver y dibujar imágenes de
escenas u objetos proyectados sobre papel» (G. Stuart, s. f.: 16). En los monumentos
mayas habría de usar ese dispositivo con buenos resultados.
Se habían conocido cuatro años atrás en Londres y habían trabado amistad, de
suerte que no es de sorprender que, cuando Catherwood fue a radicar a Nueva York
para estudiar arquitectura, Stephens lo convenciera de que lo acompañara a
Centroamérica. De aquella colaboración surgió la importante publicación en dos
volúmenes de Incidents of Travel in Central America, Chiapas, and Yucatán y, tras un
segundo viaje para explorar Yucatán, Incidents of Travel in Yucatán de 1843
(Stephens, 1843). Todo mayista, incluyéndome a mí, tiene reservado un lugar de
honor en su librero a estas obras maestras reimpresas a menudo, dado que representan
el verdadero origen de la investigación seria sobre los mayas. Nunca me canso de
releer mis ejemplares: siempre hay algo fresco que encontrar en la deliciosa prosa sin
pretensiones de Stephens e inspiración en los vigorosos grabados de Catherwood.
Su historia se ha contado muchas veces, incluso en libros infantiles, por lo que no
es necesario repetirla aquí. Pero quizá valga la pena examinar sólo lo que aportaron a
la investigación sobre los mayas y considerar algunas de las ideas casi proféticas de
Stephens, tomadas en parte de su familiaridad con las civilizaciones del Viejo
Mundo.
Dejando de lado su exploración de las tierras atlas de Guatemala (en donde no
existen en absoluto inscripciones del Periodo Clásico), estudiaron, describieron y
dibujaron los principales edificios y monumentos de Copán, Quiriguá y Palenque, en
las tierras bajas del sur, además de Uxmal, Kabah, Sayil y Chichén-Itzá en el norte,
junto con diversos sitios del área Puuc, que desde entonces han recibido escasa, si no
es que ninguna, atención arqueológica. Stephens y Catherwood fueron los primeros
en visitar, desde la época de los españoles, las ruinas de Tulum, en lo alto de los
acantilados de la costa oriental de la península. Ocioso es decir que todo ello se hizo
en las condiciones más difíciles, mucho antes de la época de los repelentes contra
insectos, los antibióticos y las pastillas contra la malaria; nuestros viajeros
obviamente sufrieron, pero nunca se quejaron, y la prosa de Stephens conserva
siempre la ecuanimidad (a diferencia de Waldeck y de otros exploradores más
coléricos).
El «presidente» de Stephens era Martin van Buren, y la delicada misión que se le
había confiado consistía en averiguar quién tenía el poder en aquel entonces en
América Central, para hablar con él a nombre de Estados Unidos. Por suerte para
nosotros, sus tareas de agente especial ocuparon muy poco de su tiempo. Aunque
Stephens minimizaba siempre la amenaza, él y Catherwood se hallaban en territorio
sumamente peligroso, con riesgo considerable para sus vidas.
Sus exploraciones se realizaron melódica y meticulosamente. La experiencia de
Catherwood en Egipto le fue aquí de gran utilidad. Al llegar a Copan, la estupenda
ciudad clásica del extremo occidental de Honduras, Catherwood inmediatamente
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puso manos a la obra: «El señor Catherwood hizo el bosquejo de todos los dibujos
con cámara lúcida y dividió su papel en secciones, para respetar en lo posible la
proporción» (Stephens, 1841: I, 137). Esta clase de exactitud ante el barroco estilo
escultórico maya y con las complejidades de las inscripciones nunca antes fue usado
en las ciudades mayas: desde luego, no por el un tanto inepto Almendáriz ni por el
hiperimaginativo Waldeck. Posteriormente, los dibujos fueron reducidos y grabados
en acero para el editor londinense John Murray.
En las publicaciones de 1841 y 1843, la calidad de las láminas representó un salto
cuántico al frente respecto a todo lo que hasta entonces se había publicado sobre las
antigüedades del Nuevo Mundo. Basta comparar la representación que hace
Catherwood del gran tablero del Templo de la Cruz con la entresacada versión del
informe de Del Río de 1822 para ver la diferencia. Lo mismo es válido para los
dibujos más puramente arquitectónicos de Catherwood: hace muchos años (cuando
todavía no me graduaba en Harvard), fui a Uxmal armado con una copia de Stephens
y Catherwood. La soberbia lámina de Catherwood correspondiente a la fachada del
Palacio del Gobernador viene plegada en el volumen. De pie frente al mismo palacio,
comparé directamente el original con la copia: dejando de lado las reconstrucciones
realizadas por el gobierno mexicano en este siglo, eran virtualmente idénticos.
Stephens y Catherwood habrían podido mentir y exagerar, como Waldeck, acerca de
las ruinas de Uxmal —¿qué lector suyo habría visto en 1843 la diferencia?—, pero no
lo hicieron.
Tanto Stephens como Catherwood deben haber tenido grandes conocimientos
acerca de la reciente historia del desciframiento del egipcio y de los brillantes éxitos
de Champollion. Stephens estaba convencido de que los monumentos de ciudades
como Copan contenían el registro de las dinastías que las habían gobernado, punto de
vista sumamente razonable que derivaba de su conocimiento de las antiguas
civilizaciones del Viejo Mundo, pero del cual se burlarían generaciones posteriores
de mayistas.
He aquí lo que dice de Copán: «Una cosa creo y es que su historia está grabada en
sus monumentos. Ningún Champollion les ha dedicado todavía las energías de su
espíritu estudioso. ¿Quién podrá leerlos?». (Stephens, 1841: I, 159).
Contemplando los ricamente cincelados jeroglíficos de la parte posterior de la
Estela F de Copán, Stephens comenta: «… consideramos que en sus tablillas de
medallón la gente que la erigió había publicado un registro de sí misma, mediante el
cual algún día podríamos entablar discusión con una raza extinta y develar el misterio
que Ilota sobre la ciudad» (Stephens, 1841: I, 152).
Sobre el asunto de la edad de las ruinas mayas y de la identificación de la lengua
que hablaba la gente que grabó sus inscripciones, las opiniones de Stephens eran
sorprendentemente similares a las presentadas algunos años antes por Rafinesque.
¿Desarrolló esas ideas de manera independiente? De acuerdo con el difunto Victor
von Hagen, biógrafo de Stephens, cuyas citas con frecuencia no son de fiar, poco
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antes de morir en la penuria, el «constantinopolitano» (como llamó a Rafinesque uno
de sus enemigos) escribió a Stephens clamando prioridad en la interpretación de los
jeroglíficos, lo que subsecuentemente fue reconocido por éste (Von Hagen, 1947:
187-188). He aquí un aspecto olvidado de la historia intelectual que tal vez nunca
reciba mucha luz.
A diferencia de Kingsborough, de Waldeck y de otros como ellos, Stephens
estaba seguro de que las ruinas no tenían muchos miles de años de antigüedad y de
que no habían sido dejadas por colonizadores de tierras lejanas.
Me inclino a pensar que no hay bases suficientes para creer en la gran antigüedad que se ha atribuido a
estas ruinas; que no son obra de gente que se ha extinguido y cuya historia ahora es desconocida; sino, por
opuesta que sea mi idea a todas las especulaciones anteriores, que fueron construidas por los pueblos que
ocupaban la región en tiempos de la invasión de los españoles o por algunos progenitores no muy lejanos
[Sthepens, 1841: II, 442-443].
Conclusión 1: las ciudades en ruinas fueron construidas por los antecesores de los
mayas modernos.
Y he aquí otro párrafo fríamente razonado, salido de la pluma de Stephens:
Es de señalar un hecho importante. Los jeroglíficos [de Palenque] son os mismos que se han encontrado
en Copán y Quiriguá. La región intermedia está ocupada actualmente por pueblos indios que hablan muchas
lenguas diferentes, enteramente ininteligibles entre sí; pero hay Lugar para creer que toda esa región estuvo
ocupada antaño por el mismo pueblo, que hablaba la misma lengua, o, por lo menos, que poseía los mismos
caracteres de escritura [Stephens, 1841: II, 343].
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de los grandes diccionarios de maya yucateco e infatigable copista de historias
nativas, que abundaban en las aldeas y las poblaciones de Yucatán.
Como apéndice del primer volumen de lncidents of Travel de 1843, los lectores
podían encontrar la aportación de Pío Pérez, Ancient Chronology of Yucatán, que
hacía por primera vez una explicación notablemente detallada del funcionamiento del
calendario maya, en el cual se daban los nombres de los meses y los días nativos
(pero, desde luego, no los glifos correspondientes, que sólo se conocerían con el
descubrimiento posterior de la Relación de Landa). Además, en el segundo volumen
podían leer el original maya y una traducción al inglés de una importante crónica de
la ciudad de Maní, en la que aparecían ciudades antiguas como Chichén-Itzá y
Mayapán. De ese modo, por vez primera, los estudiosos aplicaban documentos mayas
de la época colonial a la comprensión del pasado prehispánico.
En la lista de sugerencias de Stephens, la número dos era nada menos que el
desciframiento de los textos jeroglíficos. Pero, ¿podía alguien, incluso tan brillante
como Champollion, haber descifrado aquella escritura con los materiales de que se
disponía a principios de la década de 1840? Lo dudo. Las láminas de Catherwood, e
incluso las magníficas litografías que publicó en su cartera Views of Ancient
Monuments (Londres, 1844). desde luego son excelentes, pero simple y sencillamente
no están a la altura de la norma impuesta por Description de l'Égypte. En una escala
de exactitud, se sitúan en algún nivel entre Almendáriz y el cuerpo monumental
presentado por Maudslay a fines de siglo, que en verdad es comparable con lo que
habían hecho los savants de Napoleón para Egipto. Aun cuando las láminas de
Incidents of Travel hubieran estado a la allura de aquellas normas, eran demasiado
pocas y sólo representaban un puñado de sitios mayas (en realidad, Copán, Palenque
y Chichén-Itzá). Con una escritura tan compleja como aquélla, simplemente no basta
para un desciframiento.
Tanto Stephens como Rafinesque habían comprendido correctamente que las
lenguas mayas intervenían en la escritura, tanto como Champollion (y Kircher antes
de él) habían caído en la cuenta de que el copto era supervivencia del egipcio; pero
todavía ningún estudioso europeo o norteamericano había considerado útil aprender
alguna lengua maya, con una posible y curiosísima excepción. Era B. M. Norman,
periodista norteamericano que había estado en Yucatán al mismo tiempo que
Stephens y Catherwood, de diciembre de 1841 hasta el mes de abril siguiente, y quien
se subió al carro de Stephens publicando en Nueva York su propio libro de viajes,
Rambles in Yucatán (Norman, 1843). En general, el libro carece de valor, dado que
Norman entendía poco de historia y de muchas cosas más; para él, las ruinas eran
inconmensurablemente antiguas; «Las pirámides y los templos de Yucatán al parecer
ya eran antiguos en tiempos del faraón» y «Su edad no puede medirse en siglos, sino
en milenios». Las láminas del libro tampoco tienen ningún valor, ni artístico ni de
cualquier otro tipo.
Sea como lucre, Norman tuvo un acierto entre tantos yerros; la lengua maya
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yucateca. Poseía un ejemplar de la rarísima gramática yucateca publicada en 1746 por
el padre franciscano Pedro Beltrán, de la que preparó un sumario en inglés, que
incluyó en Rambles. Con él, cualquier estudioso interesado podía darse una idea muy
buena tanto del funcionamiento del sistema de pronombres mayas, como de los
verbos y de las conjugaciones. Era obvio que Norman lo creía seriamente, pues
agregó un apéndice de más de 500 palabras mayas, al parecer sacadas por él mismo a
informantes nativos, junto con los nombres de números hasta el 100. No tengo la
menor idea de lo que trataba de hacer con ello, pero, de existir alguno por aquel
entonces (y no existían), los supuestos Champolliones podrían haberlo aprovechado.
La tercera sugerencia de Stephens para investigación futura es la más
Usaba también esta gente de ciertos caracteres o letras con las cuales escribían en sus libros sus cosas
antiguas y sus ciencias, y con estas figuras y algunas señales de las mismas, entendían sus cosas y las daban
También lo escriben por partes, pero de una y otra manera que no pusiera aquí sino por dar cuenta entera
de las cosas de esta gente: Ma in Kati quiere decir no quiero y ellos lo escriben por parles de esta manera:
Allí estaba, entonces, la tan buscada clave de los jeroglíficos mayas, la Piedra
Roseta con que habían soñado los mayistas desde los tiempos de Rafinesque, de
Stephens y de Catherwood. Los antiguos mayas habían escrito con alfabeto y, para
alguien como Brasseur, lo único que faltaba
era aplicarlo a los libros existentes; de ese modo tendría en sus manos la voz del
amanuense maya que nos hablaba desde el nebuloso pasado. Tarea fácil para el gran
abate, con su inmenso dominio de las lenguas mayas.
Pero, ¡un momento! Echemos tan sólo un vistazo al «A, B, C» de Landa: ¿por qué
hay tres signos para la a, dos para la b, y así sucesivamente? ¿Y por qué algunas de
sus «letras» corresponden a una consonante seguida de una vocal (por ejemplo, cu, ku
de vez en cuantío usaron la fotografía en las tierras bajas mayas, pero ninguno de
sus resultados podía haber ayudado mucho al proceso de desciframiento.
Tal vez haya sido espantoso hacer un registro de ese tipo, pero llevar los
resultados de su gran investigación sanos y salvos a Londres, incluyendo los
vaciados, debe haber sido igualmente espeluznante. Sea como fuere, llegaron a su
destino y Maudslay empleó a una artista, miss Annie Hunter, para dibujar, con base
en vaciados y fotografías que él le proporcionó, placas litográficas exactas de todos
los monumentos y de cada inscripción, pues Maudslay había encontrado editor en las
personas de sus amigos, los biólogos Frederick Du Cane Godman y Osbert Salvin. A
partir de 1889, cuando apareció el primer fascículo, la monumental Archaeology de
Maudslay habría de publicarse como apéndice de la obra Biologia Centrali-
Americana, en múltiples volúmenes; su Archaeology completa alcanzó su forma
definitiva en un volumen de texto y cuatro de láminas (Maudslay, 1889-1902).
No sería posible exagerar la importancia de la obra publicada por Maudslay para
la investigación maya. Por primera vez, los epigrafistas contaron con ilustraciones
increíblemente exactas a gran escala y no sólo con los torpes bocetos de Almendáriz
o, peor aún, con los absurdos de Waldeck. Con Lodo ello disponible en 1902 y
teniendo a mano buenos facsímiles de todos los códices, ¿por qué entonces no surgió
ningún Champollion tardío que descifrara realmente la clave maya? En retrospectiva,
parece extraño, pero las posibilidades estaban en contra de que sucediera, pues nadie
que se dedicara a la investigación sobre los mayas tenía la clase de preparación
lingüística y la claridad de visión que permitieron a Champollion lograr su gran
desciframiento.
Ya he hablado de la extraordinaria generosidad de Maudslay. Ésta intervino
ciertamente en el caso del editor norteamericano Joseph T. Goodman, al que, en
1892, le había llamado la atención su trabajo sobre los jeroglíficos y quien le ofreció
publicarlo como «apéndice de un apéndice», al final de su obra monumental
(Goodman, 1897). De manera un tanto sorprendente, Maudslay no había hecho
ningún intento directo de desciframiento, pero Goodman sí, y Maudslay quedó
impresionado por sus descubrimientos sobre inscripciones monumentales.
Nacido en 1838, Goodman fue un periodista que había empezado precozmente su
carrera. Antes de cumplir 23 años, ya era propietario y director del Territorial
Enterprise de Virginia City, en el entonces Territorio de Nevada. Éste había sido
lugar de! fabuloso descubrimiento, en 1859, de un filón de oro conocido como
Comstock Lode, y Virginia City era una población del Salvaje Oeste por excelencia:
Hace un año estuvo aquí y yo lo vi. Vive en el jardín de California, en Alameda. Antes de esta visita al
Este, dedicó doce años al estudio menos prometedor, más difícil y obstinado que nadie haya emprendido
desde tiempos de Champollion; pues se propuso averiguar lo que significan esas esculturas que la gente
encuentra en las selvas de América Central. Y en verdad lo averiguó y publicó un gran libro, resultado de
sus doce años de estudio. En él da el significado de aquellos jeroglíficos, por lo que los científicos de su
especialidad, tanto en Londres y Berlín como en otras latitudes, le reconocen su posición de experto
afortunado en ese complejo estudio. Pero él no es más conocido que antes: lo conoce sólo esa gente
[Clemens, 1924: I, 277].
Sin embargo, Goodman tuvo la última palabra. Cuando Twain murió en abril de
1910, Goodman dijo a Albert Bigelow Paine, primer biógrafo del gran escritor:
«Estoy muy apenado, y al mismo tiempo contento, de que Mark haya terminado tan
bien. Sólo Dios sabe el miedo mortal que tuve de que alguien lo parara en algún
museo oscuro antes del final» (H. Hill, 1973: 206).
Los naturales de Yucatán, entre todos los habitantes de la Nueva España, son especialmente encomiables
Thomas no podía creer que los misioneros se hubieran molestado en aprender una
escritura que consistiera meramente de caracteres simbólicos.
Un norteamericano, el distinguido lingüista y etnólogo Daniel Garrison Brinton,
de Filadelfia, quien ciertamente conocía al dedillo las lenguas y las fuentes, opinaba
que los glifos mayas eran «iconomáticos», abstrusa palabra con la cual quería decir
que se basaban principalmente en el rebus, el principio de la «escritura de acertijos»,
tan importante para todas las escrituras primitivas conocidas (Brinton, 1886). Era el
método que usaron los aztecas y posiblemente otros pueblos del México no maya
para escribir sus nombres de lugar. Un ejemplo citado por Brinton proviene de la lista
de tributos aztecas, el signo de un lugar llamado Mapachtepec, que significa «en el
Cerro de los Mapuches». En vez de mostrar un mapache, el amanuense dibujó una
mano, o ma-itl, asiendo un manojo de heno, pach-tli en náhuatl (la lengua azteca).
Por tepec, «en el cerro», el amanuense dibujó una montaña convencionalizada.
Ahora bien, Thomas no sólo creía que los amanuenses mayas hubieran avanzado
más allá de esa supuesta etapa evolutiva, sino que, como el egipcio, el sistema maya
tal vez incluyera signos fonético-silábicos, signos «ideográficos» (a los que en la
actualidad llamaríamos «logogramas») y posiblemente incluso determinativos
semánticos. Todavía más sorprendente es la sugerencia de Thomas de que «es
probable que el mismo carácter pueda encontrarse en un lugar como fonético, en
tanto que en otro conserva su significado simbólico»; en resumen, ¡estaba sugiriendo
la polivalencia! No es de sorprender que David Kelley (1976: 4) haya afirmado
recientemente: «Creo que él tenía una visión más clara de la naturaleza de la escritura
que cualquier otro hombre de su época».
En la obra de Thomas hay cierto rasgo conmovedor que casi nos mueve a llanto.
Imaginemos a nuestro docto obispo Landa sentado en el refectorio de su convento en Mérida. Un grupo
de indios descalzos aguarda a la puerta y Landa indica al vocero designado que se acerque a la mesa. Como
respuesta a su pregunta sobre el objeto en que pensaría y que dibujaría al oír el sonido de a, el hombre, con
mano un tanto vacilante, empieza a trazar ante sus ojos, tal pequeña imagen…
Los últimos años de Eduard y Caecilie Seler ciertamente fueron tristes. Sufrieron
mucho durante y después de la primera Guerra Mundial y, en noviembre de 1922, el
decano de la investigación americanista, para entonces enfermo y viejo, murió en su
casa de Berlín. Sus cenizas fueron colocadas en una urna de estilo azteca en el
mausoleo familiar de su esposa en Steglitz, adonde Caecilie acabó reuniéndosele.
Pero su espaciosa casa y la biblioteca única en su género fueron destruidas totalmente
durante el sitio de Berlín, al término de la segunda Guerra Mundial.
Seler fue centro y punto focal de un brillante círculo de americanistas alemanes,
dentro de una tradición que había empezado con Förstemann. Entre ellos se
encontraba Paul Schellhas, ligado estrechamente a Förstemann, quien, en 1897,
publicó una clasificación de deidades de los manuscritos mayas, que aún tiene uso
universal, como base para abordar cada dios o algún complejo de dioses, junto con
los glifos asociados a cada deidad (Schellhas, 1897). Acertadamente, decidió indicar
cada dios sólo con una letra mayúscula de nuestro alfabeto, por lo que todavía nos
referimos al Dios A, al Dios B, al Dios K, al Dios N, y así sucesivamente, aunque en
algunos casos sus nombres puedan leerse actualmente tal y como eran conocidos por
los antiguos mayas.
Cualquiera habría podido pensar que el propio Seler, con su formidable dominio
de las lenguas, la etnohistoria, la arqueología y de todos los códices mesoamericanos
conocidos, era la persona precisa para hacer un desciframiento champollionesco de la
escritura maya, pero, en realidad, su culto al detalle y su recelo por el pensamiento
intuitivo bloquearon efectivamente esos caminos. A decir verdad, el único
desciframiento maya cuyo crédito puede reclamar es la identificación de los glifos de
los principales colores del mundo (asociados con las cuatro direcciones del mundo en
los códices mayas: fig. 25) (Kelley, 1976: 4).
Volvamos ahora a Cyrus Thomas: ¿cómo podía un fronterizo de Tennessee
sostener un debate con una enciclopedia ambulante como Seler? La respuesta es que
no lo sostuvo.
La batalla real entre Thomas y Seler apareció en las páginas de la revista
norteamericana Science en los años de 1892 y 1893.[47] Thomas había cometido el
error de presentar sus lecturas fonéticas de los códices como «clave» de los
jeroglíficos y Seller aceptó el reto. No necesitó mucho tiempo el estudioso prusiano
para demoler la mayoría de las lecturas de Thomas, basadas en una errónea
identificación tanto de los objetos representados como de los glifos individuales.
Seler ciertamente tenía razón de recusarla como «clave», pero no está claro lo que
pensaba de la escritura maya corno sistema o si pensaba en ella en alguna medida.
Fue en una comida en el Club de la Facultad de Berkeley, en septiembre de 1916, y el que escribe,
debido a sus estudios en el mismo campo, tuvo el honor de sentarse junto al señor Goodman, quien por
entonces tenía 78 años. Fue un momento tan largamente esperado como nunca olvidado.
El veterano estudioso habló de los textos mayas durante más de una hora, sin dejar de insistir cada vez
más en la importancia de los elementos numéricos, y finalmente, como conclusión, afirmó que, según creía,
no trataban de historia, sino de aritmética y de la ciencia de los números, y como el único método
prometedor para enfocar el significado de los caracteres todavía sin descifrar —método gracias al cual,
agregó, había logrado él sus grandes adelantos— era el matemático y no el fonético, verdaderamente
desechó este último, delatando cierta impaciencia.
HASTA su muerte, ocurrida en 1975, apenas unos meses después de ser nombrado
caballero por la reina Isabel II, John Eric Sidney Thompson dominó los estudios
mayas modernos por la sola fuerza del intelecto y de la personalidad.[48] Thompson
nunca ocupó puesto universitario alguno ni tampoco tuvo estudiantes; jamás esgrimió
el poder como miembro de ningún comité dictaminador de becas ni como director de
ninguna publicación nacional; y en la organización a la que sirvió durante tantos
años, la Institución Carnegie de Washington, nunca lomó decisiones ejecutivas. Sin
embargo, a uno y otro lado del Atlántico, sólo los mayistas valientes o los tontos de
capirote se atrevían a pronunciarse en contra de su opinión.
Ni siquiera después de tanto tiempo me parece fácil escribir acerca de Eric
Thompson de manera desapasionada: me siento dividido entre mi admiración por él
como erudito y la simpatía que inspira su persona, por una parte, y un profundo
disgusto ante ciertos aspectos de su obra y por el modo en que trató a algunos de sus
oponentes, por la otra. A diferencia de algunos que merecieron su desaprobación, Eric
(como me siento inclinado a llamarlo) solía tolerarme como a una especie de
«oposición leal», aunque en ocasiones lanzara puyas sarcásticas dirigidas contra mí.
Tuvimos un amigo común en el arqueólogo americanista Geoffrey Bushnell, del
Downing College, en la Universidad de Cambridge. Tras leer una serie de artículos y
de reseñas un tanto heréticos de los que yo era autor, Eric dijo a Geoffrey que «Mike
Coe es otro Pepe el Gordo: le gusta hacer estremecerse a la gente», irónica referencia
a uno de los personajes de The Pickwick Papers. Desde entonces, firmé las cartas que
le dirigía como «Pepe el Gordo» y él firmó las suyas como «Mister Pickwick».
Supongo que el estilo de su prosa fue lo primero que atemperó mi entusiasmo por
algunas de las publicaciones de Eric. Como no usaba su saber ágilmente, sus artículos
y sus libros solían llevar el pesado lastre de las referencias literarias y mitológicas;
encuentro de lo más engorrosas las citas inoportunas de poetas y de prosistas ingleses
que encabezan los capítulos de su opus magnum, La escritura jeroglífica maya
(Thompson, 1950). La consumada presuntuosidad de todo aquello me aterraba, pero
ejercía un gran influjo entre los arqueólogos, lo cual lamento decir. Ello era
especialmente cierto en América Latina. El arqueólogo mexicano Alberto Ruz, amigo
muy allegado de Thompson, dijo lo siguiente en un obituario;
Trabajé semanas bajo el candente sol de Yucatán acomodando las piedras, desplazándolas a veces cerca
de veinte metros para ver si encajaban. Parte del tiempo tuve un ayudante maya que se encargaba de los
movimientos, pero en mi memoria parecería que yo hubiera levantado personalmente cada bendita piedra
[Thompson, 1963a: 30],
Es probable que también haya sido por eso que Thompson abandonó la Institución
Carnegie y Chichén-Itzá al terminar la temporada de 1926, pues su inteligencia era
Eric sabía que las fuentes de la época colonial sobre los aztecas, y los propios
códices, nos dicen que había Nueve Señores de la Noche, sucesión de nueve deidades
que presidían las horas de oscuridad, cada cual, masculina o femenina, con su propio
augurio (bueno, malo o indiferente), y demostró que, en cualquier caso, funcional y
Desde los tiempos de Goodman, los estudiantes de la materia habían sabido que,
además de la fecha de Serie Inicial, en los monumentos Clásicos había otras fechas, a
las que confusamente llamaban «Serie Secundaria»; éstas se daban como posiciones
en la Rueda Calendárica, alcanzadas por «Números de Distancia», contados hacia
adelante en el futuro o hacia atrás en el pasado. Aquellas «fechas extra» podían
hallarse en cualquier punto, desde unos cuantos días hasta millones de años a partir
de la fecha de Serie Inicial, y durante mucho tiempo nadie supo qué hacían allí la
mayoría de ellas. Algunas caían claramente en aniversarios de la fecha de apertura,
por ejemplo, a intervalos de 5 tunes (5 × 360 días), 10 tunes, 15 tunes, en tanto que
rico conocido, simple y sencillamente no queda espacio para decir gran cosa.
Aceptando de mala gana que pudiera existir alguna pequeña dosis de fonetismo en
ciertos glifos no calendáricos, Long afirma que éstos son comparables con la escritura
rebus o de acertijo de los aztecas y, como esa otra escritura «embrionaria»,
probablemente estén limitados a a expresión escrita de nombres de persona y de
lugar.
Pero el programa real y subyacente de Long es su negativa a atribuir a los mayas
de piel morena una cultura tan compleja como las de Europa, China o el Cercano
Oriente. He aquí un par de citas reveladoras: «E. B. Tylor dijo hace mucho que la
escritura marcaba la diferencia entre la civilización y la barbarie…», «… queda el
hecho de que ninguna raza nativa de América poseyó una escritura completa y por
tanto ninguna alcanzó la civilización, de acuerdo con la definición de Tylor». Idéntico
cuasi racismo habría de teñir Study of Writing, obra publicada en 1952 por Ignace
Gelb, y mucho me temo que también otras obras de este siglo.
Whorf respondió a Long en el número de Maya Research correspondiente a
… esta postura de Long es metodológica por su implicación. Podría ser reconfortante, en el sentido de
que absolvería a los arqueólogos de su responsabilidad si dejan de atender el problema del desciframiento
de esas combinaciones de caracteres. Pues, si el señor Long está en lo cierto, podemos tener la
tranquilizante seguridad de que esos «jeroglíficos» no pueden constituir enunciados definitivos y positivos;
enunciados que podrían exigirnos revisar las teorías arqueológicas acerca de los mayas o de la historia de la
cultura en general. Por tanto, podemos proceder casi como si no existieran [Whorf, 1935].
Era mi intención pasar por alto los intentos de Whorf por leer la escritura jeroglífica maya, suponiendo
que, a estas alturas, todos los estudiosos de la materia los habrían enviado a ese limbo en que ya se
encuentran las desacreditadas interpretaciones de Brasseur de Bourbourg, Rosny, Charency, Le Plongeon,
Cresson y Cyrus Thomas.
Thompson fue luego a la yugular, tomando tres de los argumentos más débiles de
Whorf y lamentándose a muerte de ellos, al mismo tiempo que evitaba
deliberadamente la parte en verdad importante del mensaje whorfiano: sus
pronunciamientos generales acerca de la probable naturaleza de la escritura. Esta
metodología causa gran impresión en el incauto o en el ignorante: se ataca al
oponente en una multitud de detalles y se evitan los problemas mayores. Eric lo hizo
así con Matthew Stirling en 1941, cuando «demostró», para satisfacción propia y de
la mayoría de sus colegas, que la civilización olmeca era posterior a los mayas
Clásicos (Thompson, 1941); en la década 1950, cuando «demostró» a su oponente
tuso, Knorosov, que estaba equivocado; y, una vez más, en un artículo postumo, que
«demostraba» que el Códice Grolier era apócrifo.
Casi no hay modo de defender las lecturas de Whorf: son erróneas casi en su
totalidad. Pero su verdadero mensaje —que la escritura de los mayas debe registrar
fonéticamente una u otra lengua maya— aún vive. La investigación de Whorf sobre
los mayas fue una tragedia de final absolutamente feliz.
Abrigo sentimientos muy encontrados acerca de lo que algunos consideran no
Sin una comprensión cabal del texto no podemos, por ejemplo, decir si la presencia del glifo de un perro
se refiere a la función de este animal como portador del fuego a la humanidad o a su tarea de conducir a los
muertos al Inframundo. Que esos significados místicos vayan encajados en los glifos está fuera de duda,
pero hasta ahora sólo podemos suponer la asociación que el autor maya tenía en mente. Es claro que nuestra
labor consiste en buscar más alusiones mitológicas de ese tipo.
Por tanto, la tarea del epigrafista es encontrar esas asociaciones mitológicas para
cada signo, lo cual nos llevará a «la solución del problema glífico», que «nos
conduce, llave en mano, al umbral del castillo interior del alma maya y nos imita a
entrar». Atanasio Kircher no podría haberlo dicho mejor.
Si Thompson no tenía muy buena opinión de los antropólogos, la tenía aún menos
de los lingüistas, punto de vista suyo que fue confirmado ampliamente cuando en una
publicación lingüística apareció una reseña del libro de Eric hecha por el lingüista
Archibald Hill (1952), de la Universidad de Virginia. En ella, Hill tuvo la desfachatez
Un ejemplo aducido por Thompson para defender lo que Hill había fustigado
como «enfoque semirromántico» —esto es, una dependencia parcial de la etnología y
la mitología para la traducción— fue el glifo identificado en el siglo pasado para la
dirección que es chikin, que significa «ocaso» (y, por extensión, «oeste») en
yucateco. Eric afirmó que la mano que aparece sobre el glifo de sol significa
«terminación» y que la combinación completa quiere decir «terminación de sol»; por
La gran hazaña de Knorosov indica que, incluso en aquellos tiempos, los científicos y
los estudiosos soviéticos podían lograr adelantos considerables, siempre y cuando
permanecieran ajenos a los temas tabú como la biología mendeliana, la psicología
freudiana y la teoría social de Occidente; el rápido desarrollo de las armas nucleares
soviéticas y los programas espaciales dan suficiente fe de ello. Pero, teniendo
presente la atmósfera zhdanoviana que prevalecía en las instituciones y las revistas de
investigación, no es sorprendente que las 19 páginas del artículo de la Sovietskaya
Etnografiya fueran precedidas de un breve comentario del director, S. P. Tolstov
(autor de una diatriba stalinista titulada «La antropología angloamericana al servicio
del imperialismo»), en el que ensalzaba el enfoque marxista leninista que había
permitido al joven Knorosov triunfar allí donde habían fracasado los especialistas
burgueses. De ese modo, Tolstov puso el parque para los inflexibles ataques del
hombre que habría de ser el enemigo más acerbo de Knorosov: Eric Thompson.
Después de las semimíticas y seudoliterarias divagaciones de Thompson, el
artículo de Knorosov parece un modelo de presentación lógica. Incidentalmente, ni
aquí ni en ningún otro de sus trabajos publicados evoca nunca Knorosov los nombres
de Marx, Engels o Stalin, contra lo que han afirmado muchos de sus detractores, e
incluso defensores, occidentales.
Tras la exposición de la obra del obispo y de su descripción de la escritura,
Knorosov explora la historia de los intentos por descifrar los glifos mayas no
calendáricos, tanto como los altibajos del «alfabeto» de Landa, haciendo llegar su
relación hasta el triste articulo publicado por Schellhas en 1945. Lo que dice en
seguida prepara la escena para su original aportación. Como habrá de recordarse por
el capítulo I, siguiendo un esquema que data del antropólogo Victoriano E. B. Tylor,
Sylvanus Morley sugería que los sistemas de escritura habían avanzado desde los
pictográficos hasta los fonéticos, luego de pasar por los ideográficos (dando al chino
como sistema ideográfico par excellence, toda vez que, según él, cada signo
representa una idea). Denunciando categóricamente ese esquema por
hiperevolucionista, Knorosov demuestra que esas supuestas etapas coexisten en todas
las escrituras primitivas, entre ellas el egipcio, el mesopotámico y el chino, y da
ejemplos que lo prueban. A esos tipos de escritura los llama jeroglíficos y ubica la
escritura maya decididamente entre ellos.
En ese sentido, la escritura jeroglífica es típica de las sociedades Estado, en las
que se mantiene corno monopolio de cierta clase de amanuenses sacerdotales. En
esos sistemas encontramos «ideogramas» (conocidos ahora como logogramas), que
poseen valor tanto conceptual como fonético; signos fonéticos (como los signos no
consonanticos de Egipto); y «signos clave» o determinativos, que sirven como
A despecho de un siglo de ataques en contra, los signos dados por D. de Landa tienen exactamente el
significado fonético que él les atribuye. Desde luego, ello no significa ni que esos signos no puedan tener
otros significados ni que agoten los signos fonéticos de los jeroglíficos mayas.
Knorosov aceptaba lo que tanto Valentini como Thompson habían aceptado con
anterioridad, que los signos escritos por los informantes de Lancia eran respuesta a
cada letra del alfabeto español según la pronunciaba entonces él (Landa) en el
español de aquella época. De ese modo, b habría sonado como bay en inglés, l
parecido a el-lay y s como en essay; en cuanto a h, el clérigo habría dicho algo
semejante a ah-chay. Según Valentini, los aturrullados nativos habrían reproducido
aquellos sonidos con imágenes de «ideogramas» de cosas, cuyos nombres sonaban
vagamente a lo que oían en boca del clérigo; aquellos signos en modo alguno podrían
considerarse fonéticos.
Con base en su amplio conocimiento de escrituras de otras partes del mundo,
Knorosov adopta un nuevo plan de acción, Para él, los signos que daba Landa no eran
alfabéticos, sino silábicos en su mayoría: salvo por las vocales aisladas, cada signo
representa una combinación (cv) de consonante y vocal (como en la escritura kana
japonesa). Los principios según los cuales operaban los amanuenses mayas son
similares a los de otros sistemas jeroglíficos: 1) los signos pueden tener más de una
función, esto es, un mismo glifo unas veces podría ser fonético, otras equivale a un
morfema (la unidad más pequeña con significado); 2) el orden de escritura pudiera
invertirse con propósitos caligráficos, principio conocido por los egiptólogos desde la
época de Champollion; y 3) a los signos morfémicos a veces podrían agregarse signos
fonéticos para restar ambigüedad a la lectura (recuérdese que las combinaciones
fonético-morfémicas constituyen la mayoría de los caracteres de la escritura china).
Acto seguido, Knorosov compara detenidamente algunos textos de los códices
con las imágenes que los acompañan, sobre todo en el Dresde. Fuera de su notable
contenido astronómico (labias de Venus y tablas que advierten sobre eclipses solares
o lunares), la mayor parte del Códice de Dresde contiene innumerables cuentas de
tzolkins de 260 días divididos de diferentes modos; cada división del tzolkin describe
una acción de alguna deidad específica ese día determinado; arriba del dios o de la
diosa de que se trata hay un texto que suele contener cuatro glifos; según lo habían
reconocido Seler, Schellhas y otros primeros estudiosos, por lo menos uno de ellos
debe referirse a la deidad, seguido por algún epíteto o un augurio. El tan calumniado
Whorf se dio cuenta de que el primero de los signos, en la parte superior izquierda,
debía ser el verbo o algo por el estilo, y el segundo, arriba a la derecha, el objeto de la
oración.
En su artículo, Knorosov llama la atención hacia el pasaje inferior de a página 16
2. En la página 40a del Madrid, como en todas partes, la ku de Landa más chi
En los últimos años, las pretensiones de «primeras cosas en el mundo» provenientes de Moscú han ¡do
de la invención del submarino a la invención del béisbol. Una pretensión poco conocida de este tipo es la
del descubrimiento de los principios que constituyen la clave para el desciframiento de la escritura
jeroglífica de los mayas de América Central…
… éste podría ser un auténtico ejemplo de los efectos de la estricta cooperación partidista de un pequeño
grupo que hace trabajo de investigación en Rusia. Para bien del Mundo Libre, es de esperar que así sea por
lo que toca a la investigación bélica.
Será tarea de los expertos en jeroglíficos mayas pronunciar el veredicto final respecto al valor del nuevo
desciframiento bosquejado aquí brevemente. Pero desde ahora puede decirse con seguridad que su
importancia en la historia del desciframiento glífico maya no está en tela de juicio [presumiblemente no
había leído la diatriba de Thompson]. El enfadoso hecho de que se presente en un lenguaje inaccesible para
la mayoría ce los estudiosos del mundo occidental no será disculpa para que éstos no se familiaricen
cabalmente con él. Por primera vez, se ha demostrado que el sistema de escritura se construye de acuerdo
con los principios que prevalecen en otras escrituras primitivas. Éste es de suyo sólido indicio de que el
nuevo desciframiento tiene bases firmes. Por lo demás, es difícil creer que un sistema tan consistente de
signos silábicos, con valores fonéticos que parecen adecuarse a todas las combinaciones en donde éstas se
presenten, podría haberse logrado si no fuera esencialmente conecto.
Suecia tal vez se haya abierto a nuevos cauces de investigación, pero Alemania
(patria de Förstemann, Seler y Schellhas) desde luego no. Al año siguiente, en 1956,
el joven epigrafista alemán Thomas Barthel —quien había sido criptógrafo de la
Wehrmacht durante la guerra— tomó la estafeta donde Thompson la había dejado
(pero sin la polémica de la Guerra Fría), durante una reunión del Congreso
Internacional de Americanistas en Copenhague (Barthel, 1958). A aquella reunión
también asistió Knorosov, quien tras colarse en el amplio entorno del gran experto en
arqueología siberiana, el académico Okladnikov, leyó un trabajo (en inglés) durante
la misma sesión. Para entonces, había considerablemente más en que hincara el
Hará cosa de 35 años, Mérida era el remanso más tranquilo de México, una
fulgurante ciudad blanca con gran parte de casas de un solo piso y una multitud de
mujeres mayas enfundadas en deslumbrantes huípiles blancos en las calles y en los
mercados; el maya yucateco aún podía oírse por doquiera y la ciudad tenía merecida
fama de ser una capital provinciana segura e inmaculadamente limpia. En marzo de
1955, me había casado con la hija del connotado genetista y exiliado ruso Theodosius
Dobzhansky; Sophie estudiaba los últimos años de antropología en Radcliffe y yo
empezaba mis estudios de posgrado en Harvard (a decir verdad, nos conocimos ante
la mesa de laboratorio llenando cráneos humanos con semilla de mostaza para medir
la capacidad craneana). Le propuse llevarla, durante las siguientes vacaciones de
Navidad, al área maya, que ella nunca había visto, por lo que, a fines de diciembre de
1955 y principios de enero de 1956,[58] nos encontrábamos en Mérida, como base
para excursionar a sitios como Uxmal y Chichén-Itzá.
En Mérida, nuestro hotel fue el Montejo, un parador enteramente anticuado de
estilo colonial. Nos encantó y, en cierto modo, nos aterró saber que otro de los
huéspedes era Tatiana Proskouriakoff, la famosa artista arqueóloga de Carnegie, una
señora delgada, nerviosa, de cabello castaño, que en aquel entonces debía andar por
los 45; yo había conocido a mucha gente de Carnegie, inclusive a Eric Thompson,
Si entiendo correctamente su punto de vista, la escritura maya sería muy parecida a la escritura japonesa
moderna. Como usted sabe, el japonés tiene gran número de ideogramas chinos (kanji) para expresar las
raíces de sus palabras; para una lengua en esencia carente de alijos como el chino, eso bastaría, pero no para
el japonés, gramaticalmente complejo. En consecuencia, los afijos japoneses se expresan por medio de
signos silábicos (kana), derivados en última instancia de los ideogramas. Sin embargo, cualquier enunciado
en japonés se puede expresar totalmente por kana. Parecería ser que esta doble naturaleza de la escritura
maya ha conducido a Thompson, por una parte, y a Whorf, por la otra, a errar el camino. Usted ha
demostrado de manera convincente tanto la existencia de afijos silábicos en la escritura maya como que los
llamados «desciframientos» de Thompson no son sino conjeturas respecto al significado de algunos
ideogramas.
biertas por Knorosov; era una hazaña que presagiaba la actual generación de
descifradores. Por lo demás, nos acercaba a uno de los sueños de Stephens, el que las
historias registradas en los documentos coloniales de algún modo podrían estar
vinculadas a acontecimientos ocurridos en las antiguas ciudades mayas.
Pese a que Thompson desaprobara a alguien a quien le gustaba considerar al
borde de la locura, Kelley insistió en asentar el fonetismo sobre una base sólida: bajo
esa picardía irlandesa yace un rocoso lecho de cordura. Cuando su voluminoso
Deciphering the Maya Script apareció en 1976, un año después de la muerte de
Thompson, incluso los thompsonianos más fieles se hallaron ante la prueba de que
Knorosov había estado en lo cierto y Thompson muy, muy equivocado.
Pero volvamos a 1957. Con la terminación del programa de Carnegie sobre
arqueología maya, Thompson se había mudado de Estados Unidos a su nuevo hogar
en Essex, en donde estuvo inmerso en la preparación de su largamente planeado
Catalog of Maya Hieroglyphs, prodigiosa tarea que finalmente habría de ser
publicada cinco años después (Thompson, 1962). Él y yo seguimos escribiéndonos,
por mi parte tratando de explicarle por qué pensaba que Knorosov y Kelley habían
encontrado algo. Imagino que estaba muy molesto por nuestra reseña del Landa de
Knorosov y considerablemente irritado por la referencia a Atanasio Kircher. El 27 de
octubre, se sentó a escribirme la siguiente carta:
Querido Mike:
No podrás creer —claro que no,
cuando a cuestas lleva el mundo tanto siglos—,
no creerás lo que, por inocencia,
imaginan
esos crédulos niños callejeros.
Bueno, Mike, tú vivirás para el año 2000 d. C. Pega esto en la guarda de Maya Hieroglyphic Writing,
Introducción, y ve si para entonces estoy bien mojado. Te saluda
En apacible decadencia
Eric T.
Gracias por tu buena carta. Creo que estamos discutiendo cosas diferentes. No pretendo que no exista
elemento fonético en la escritura maya, especialmente por la época en que fue escrita la presente edición del
Dresde. Lo que objeto es el enfoque de K., a quien considero completamente inexperto. Si ha dado en el
clavo una o dos veces, bueno, pero yo pondría en boca suya (aunque tonto no sea correcto en este caso) tres
versos de Cowper:
Una reseña [la de Yan] expresaba con cierto detenimiento mi desfavorable impresión del primer artículo
del ruso Knorosov, quien, siguiendo los pasos de tantos entusiastas desacreditados, pretende haber
descubierto (abrigado en el regazo de la filosofía marxista) la clave para el desciframiento de los glifos
mayas. Ha aparecido recientemente su siguiente y más extensa publicación, que contiene un gran número de
supuestos desciframientos. Mi entusiasmo sigue aún en estado de congelamiento [Thompson, 1958: 45].
Ningún profeta ante el fuego me indicó hacia dónde ir, como dijo Housman. No puedo ni pretender que
he descifrado los glifos mayas ni que conozca ningún sistema que remplace el que he abordado, pues
sospecho que la escritura maya, como el caos, simplemente surgió. Es claro que los elementos glíficos
representan tanto palabras como sílabas (con frecuencia homónimas). Hay ideogramas, glifos arraigados en
la mitología [sus llamados «metaforograrmas»], a más de trozos y pedazos de media docena más de intentos
de escritura [cursivas mías].
Asunto de cierta importancia, a mi entender, es que en un sistema fonético, como en la solución de una
clave, la velocidad de desciframiento se acelera con cada nueva lectura establecida. Han pasado ya 19 años
desde que se anunció con fanfarrias de heraldos de cota ¿e la URSS que, tras casi un siglo de esfuerzo
burgués abortado, se había resuelto el problema gracias a este enfoque marxista leninista. Con gusto iría en
peregrinación de gracias a la tumba de Marx en el Cementerio de Highgate, si en verdad fuera así. ¡Lástima!
El primer caudal de supuestos desciframientos no ha crecido como río, según debería tras la solución
verdadera de un sistema fonético; se ha secado hace tiempo [Thompson, 1971a: vi].
En retrospectiva sabemos que Thompson erró el blanco por completo y que Knorosov
dio en él. El lector tal vez se pregunte: ¿por qué, después del artículo publicado por
Knorosov en 1952, tardó tanto que el caudal de desciframiento creciera como río?
¿Por qué el desciframiento maya necesitó tantísimo tiempo en comparación, digamos,
con las escrituras egipcia y cuneiforme o con el hitita jeroglífico? Lamento decir que
la razón principal ha sido que casi todo el campo mayista fue siervo voluntario de un
especialista sumamente dominante, Eric Thompson, quien por la fuerza de su
personalidad, su disponibilidad de recursos de la Institución Carnegie de Washington,
su gran erudición y su acerba —e incluso cruel— agudeza, fue capaz de detener la
ola rusa hasta su desaparición, en 1975. La mayoría de los mayistas tenían (y siguen
teniendo) pocas bases lingüisticas o epigráficas; por defecto, abandonaron el campo a
Eric, quien, bombardeándolos con interminables referencias a poetas muertos y a
dioses griegos, los despojó efectivamente de sus facultades críticas.
Hasta la principal publicación de Knorosov (1963) a ese respecto, el voluminoso
y minuciosamente documentado Pis’mennost Indeitsev Maiia (La escritura de los
indios mayas), causó poca impresión entre los partidarios de Thompson, pese a que
mi esposa publicó una traducción de capítulos escogidos, con una introducción
típicamente cautelosa de Tania. Yo asomé el cuello en 1966, cuando mi libro The
Maya (Coe, 1966: 166-169) fue la primera obra popular sobre Ja civilización maya
que elogiaba el enfoque de Knorosov; las reseñas que me hicieron los expertos fueron
característicamente negativas a ese respecto. Todavía en 1976, Arthur Demarest,
entonces estudiante de la Universidad de Tulane, publicó, en una prestigiosa serie, un
contencioso y mal asesorado ataque contra el desciframiento de Knorosov, con este
excelso pronunciamiento: «Difícilmente se necesita concluir que el sistema de
Knorosov carece de validez… No es el primer estudioso en hacer un desciframiento
erróneo y es probable que no sea el último» (Demarest, 1976).
Los disidentes como Dave Kelley y este autor nos encontrábamos fuera, por lo
que toca a nuestras opiniones sobre la escritura maya, pero tras los confines de la
arqueología descubrimos un importante grupo de aliados: los lingüistas. Éstos no
habían olvidado el rudo trato repartido por Thompson entre sus colegas Benjamin
Whorf y Archibald Hill. Algunos de los especialistas en lenguas mayas, como el
respeladísimo Floyd Lounsbury, de Yale (quien subsecuentemente desempeñaría un
papel importante en el desciframiento), pensaban muy bien de Knorosov y sabían
mucho más que Eric acerca de los sistemas de escritura en general. Y hasta mí llegó
el rumor de que cierto distinguidísimo lingüista lisa y llanamente había declarado
que, una vez que Thompson se había reunido con sus antepasados, ¡él descifraría la
FUE el zar Pedro el Grande quien desterró a los Proskouriakoff a Siberia. En junio de
1698 (un año después de la rendición del último reino maya independiente de
Tayasal), los mosqueteros de Strelitz se habían levantado contra el joven déspota: fue
una revuelta inmortalizada en la ópera Jovanshchina, de Mussorgsky. Pero los
Strelitz fracasaron y sufrieron el castigo más terrible; los que corrieron con suerte
fueron desterrados, entre ellos el antepasado de la mujer cuya brillante investigación
habría de introducir la civilización de los antiguos mayas en la historia.[65]
Tatiana Proskouriakoff nació en 1909 en Tomsk, que entonces era la principal
ciudad de Siberia.[66] Tomsk está situada junto a la cabecera del río Ob, en una
bifurcación del Ferrocarril Transiberiano que conduce al norte. A despecho de su
lejanía de San Petersburgo y de Moscú, a principios de siglo Tomsk difícilmente era
una ciudad de frontera: se preciaba de tener una universidad, varios museos, además
de bibliotecas y sociedades científicas. La familia de Tania pertenecía a la grande y
olvidada clase de la inteligentsia —científicos, escritores maestros, etc.—, que había
dado a la Rusia prerrevolucionaria su distinción considerable en las artes y las
ciencias.
Su padre, Avenir Proskouriakoff, era químico e ingeniero, y su abuelo paterno
había enseñado ciencias naturales en tanto que su madre, Alla Nekrassova (hija de un
general) era médica. En 1915, Avenir lúe comisionado por el zar para que fuera a
Estados Unidos a inspeccionar pertrechos y demás equipo destinado al esfuerzo
bélico de Rusia. Tania, su hermana mayor Ksenia y sus padres zarparon aquel otoño
del puerto de
Arcángel, en el Mar Blanco, pero quedaron atrapados en el hielo;
simultáneamente, las dos niñas bajaron del barco con liebre escarlata y difteria
(¡Ksenia también contrajo sarampión!). Ambas tuvieron que volver cruzando el hielo,
pero, finalmente, abandonaron Rusia el verano siguiente.
Su destino era Filadelfia. Tras la Revolución rusa de 1917, ésta fue su lugar de
residencia permanente. Sin embargo, no les fue tan ajena, pues los Proskouriakoff se
encontraron entre un grupo de rusos blancos intelectuales, el mismo medio en que
Proskouriakoff fue sola a Copán y, estando allí, consideró la vida en el campamento evidentemente
Cierta película casera, tomada por John Longyear cuando, como graduado de
Harvard, preparaba una tesis sobre la cerámica de Copán, muestra a una joven y
guapísima Tania en el acto de beber cerveza a grandes tragos en aquel mismo
campamento, de modo que por lo menos debe haberse adaptado un poco al régimen.
Después de Copán, Tania viajó a Chichén-Itzá y a los sitios yucatecos de la región
Puuc, en donde preparó dibujos a escala como base para sus reconstrucciones, todo lo
cual apareció en su Album of Maya Architecture (Proskouriakoff, 1946). Siendo cada
vez más evidente para «Doc» Kidder que aquella mujer era considerablemente más
que una artista, en 1943 la nombró arqueóloga de planta de tiempo completo.
Desde sus tiempos de escuela en adelante, todo el que conoció a Tania parece
haber concordado en que el suyo era un espíritu extraordinario y poco común. Una de
sus facetas se inclinaba ciertamente hacia lo artístico: era dibujante sumamente
competente y fina artista de ojo perceptivo y apreciativo para las artes visuales. Pero
también tenía una decidida inclinación científica y cierto don para el anáfisis lógico.
El haberse criado en una familia de científicos seguramente contribuyó a pulir sus
capacidades de estudio. Cuando se dedicaba a un problema —por lo demás era una
«solitaria» que solía trabajar por sí misma en un retiro voluntario— su espíritu
operaba como la proverbial trampa de acero.
A diferencia de muchos desterrados rusos, Tania era racionalista y atea
convencida. Disfrutaba mucho de un argumento y tal vez haya adoptado
deliberadamente una posición extrema al respecto, pero recuerdo que trató de
convencerme de que la Misa en si menor de Bach ni siquiera debía escucharse ¡por su
carácter religioso! Sea como fuere, su orientación la predisponía a buscar
explicaciones racionales a todo, incluso al arte y a la escritura mayas, y la conducía
muy lejos del fetichismo semimístico que tanto fascinaba a Eric Thompson. Pero, en
cambio, no tenía absolutamente ningún interés por la iconografía del arte maya, e
incluso llegó a negar que existieran dioses entre los mayas Clásicos. Aquí es donde
Eric seguramente iba por el camino correcto y Tania no.
La inclinación de Tania por el análisis formal riguroso fue aplicada a alrededor de
un centenar de monumentos mayas del Periodo Clásico, dando por resultado un
método para techarlos por su estilo dentro de un lapso de 20 a 30 años. Su
monografía de 1950, A Study of Classic Maya Sculpture, permitió comparar fechas
estilísticas con fechas mayas (Proskouriakoff, 1950); pero Tania fue más allá y
ofreció un panorama evolutivo del modo en que había cambiado la escultura desde
los tiempos más remotos hasta el colapso de los mayas. El libro, que la colocó a la
vanguardia de la investigación maya, le dio una visión inigualable de todo el cuerpo
—La fecha del «Glifo de dolor de muelas» es la del ascenso al trono de esa
persona.
—La serie completa de registros representa los años que vivió un gobernante.
Considerando sólo aquellas series cuyo intervalo completo se conocía, Tania
calculó la duración del tiempo cubierto por cada serie: ascendía a 60, 64 y 56 años,
ciertamente los años de vida normales que podrían esperarse de un gobernante.
Su paso siguiente la adentró todavía más en el mundo desaparecido, mucho
tiempo atrás, de aquellos señores de la selva: ese paso fue la búsqueda de sus
nombres y sus títulos personales. Estos glifos, razonó Tania, deberían diferir en cada
serie, en tanto que los glifos de acaecimiento permanecerían constantes. Tania
encontró lo que estaba buscando —enunciados nominales de tres o cuatro glifos—,
pero aún tenía que demostrar que éstos verdaderamente estaban asociados a las
figuras esculpidas. En aquel punto consideró las Estelas 1 y 2 de Piedras Negras; el
frente de cada una de ellas muestra una figura masculina, pero ésta se encuentra
sumamente erosionada. En la parle posterior de cada estela hay una robusta figura
enfundada en una túnica. Torcida, pero probablemente de acuerdo con el dogma de
que los mayas Clásicos vivían en una especie de teocracia, la idea que mucho tiempo
se tuvo acerca de aquellas figuras era que se trataba de sacerdotes, pero la labor de
Tania enmendó el error: las figuras de túnica son mujeres, como había pensado
siempre una generación de mayistas mucho muy anterior.[68] Volviendo a nuestras
estelas, las fechas de nacimiento en ambas son las mismas y van seguidas del mismo
par de glifos de nombre, cada cual con una cabeza humana femenina, de perfil, como
prefijo. Tania identificó en este último el clasificador proclítico para mujeres (que en
la actualidad se lee como na, forma clásica del ix yucateco posterior, «Señora ___ »).
La mujer de la Estela 3 se halla de pie sola, pero, sen-
tada junio a ella, está una persona de túnica, muy pequeña, con otra fecha de
nacimiento 33 años posterior a la primera, más su propio nombre y su proclítico
femenino. No se puede llegar sino a una sola conclusión: que los retratos de las dos
estelas pertenecen a una sola mujer (seguramente la esposa del hombre del anverso),
y la figura pequeña es su hija. Ergo, los monumentos muestran personas reales y sus
vidas, junto con sus nombres y sus títulos.
Como muchos grandes descubrimientos, el de Tania era de tal simplicidad y tan
obvio que resulta asombroso que epigrafistas como Morley y Thompson —que
conocían al dedillo todos los datos para un largo periodo de tiempo— no hubieran
dado en el clavo mucho antes. Tania tenía razón al decir: «En retrospectiva, la idea de
que los textos mayas registran historia, nombrando a los gobernantes o a los señores
de las ciudades, parece tan natural que es extraño que no haya sido explorada
cabalmente con anterioridad» (Proskouriakoff, 1961a: 16).
A decir verdad, había habido algunos pregoneros en el desierto, pero se había hecho
caso omiso de sus voces. Recordemos que Stephens había dicho de Copan, desde
1841: «Una cosa creo, y es que su historia está grabada en sus monumentos». En su
época, poco o nada de las fechas grabadas en las piedras de las ciudades Clásicas se
podía leer o entender. Pero, en 1901, Charles Bowditch, rico y aristócrata bostoniano
que fue el «ángel» de las expediciones del Museo Peabody a América Central, ya era
una autoridad en cronología maya. He aquí lo que tenía que decir al comentar el
informe de Teobert Maler sobre Piedras Negras y sus monumentos: «Supongamos
que la primera fecha de la Esleía 3 indica el nacimiento; la segunda, la iniciación a
los 12 años 140 días, o sea la edad de la pubertad en aquellos climas cálidos; la
tercera, la elección como jefe a la edad de 33 años 265 días; la cuarta, su muerte a os
37 años 60 días de edad» (Bowditch, 1901: 13). Tras una interpretación paralela de la
Estela 1, Bowditch pregunta: «¿Podrían los dos hombres representados en estas
estelas haber sido gemelos con la misma fecha de nacimiento?».
David Kelley (1976: 214) ha comentado atinadamente este pasaje: «Si Bowditch
o algún estudioso contemporáneo hubiese ido a comprobar el contexto glífico de esta
perspicaz idea, los especialistas que estudian la escritura maya podrían haberse
ahorrado alrededor de 60 años de dudosas interpretaciones astronómicas».
Coe trata brevemente el tópico de la escritura jeroglífica maya y se muestra decidido partidario de las
lecturas fonético-silábicas lanzadas por Yuri Knorosov. Lamentablemente, Coe no menciona la severa
crítica de Eric Thompson al enfoque de Knorosov, de suerte que al lector se le hace creer que éste es un
logro positivo indiscutible en el desciframiento de los jeroglíficos mayas, cosa que quien reseña siente que
no es exacto [Berlin, 1969].
De acuerdo con esta investigación, Tania logró tres cosas. En primer lugar,
demostró que los nombres de los gobernantes generalmente iban seguidos por el
Glifo de Emblema de esa ciudad determinada. En segundo, resolvió el problema de
los Katunes de Ben-Ich: éstos informan al observador en qué katún de su vida se
encontraba el gobernante al ocurrir tal o cual hecho, contado a partir de su nacimiento
(por ejemplo, estoy en mi cuarto Katún de Ben-Ich al escribir estas palabras, pues
ahora tengo 62 años). En tercero, estableció que los hechos bélicos en los que hubo
captura —y éstos son frecuentes en los registros de Yax-
chilán— siempre están representados por una combinación glífica, para la cual
Tania cita la lectura de chucah debida a Knorosov, el pretérito de chuc, «capturar». Y,
en cuarto lugar, Tania reconoció que, en ocasiones, los dinteles conmemoraban
importantes ritos de sangrado, como en el famoso Dintel 24, que representa a una
esposa de Escudo Jaguar pasándose una cuerda con espinas a través de la lengua en el
cumpleaños de su marido y aislando el glifo de acaecimiento que acompaña a este
horrible pero importante rito.
Como resultado, casi es ridiculamente simple para todos los mayistas, salvo para
los ignorantes, examinar el texto e interpretar la escena del Dintel 8 de Yaxchilán,
relieve que conmemora un hecho bélico del 9 de mayo de 755. En él, Pájaro Jaguar y
un compañero (al que ahora identificamos como Kan-Toc, uno de sus jefes militares
[70]
o sahalo'ob) toman cautivos; el ricamente ataviado Pájaro Jaguar toma a su
prisionero por la muñeca, en tanto que su lugarteniente, vestido de manera menos
suntuosa, torna al suyo por la cabellera. Se identifica a os desdichados cautivos por
los nombres esculpidos en sus muslos, como presume Spinden. El texto empieza en la
parte superior izquierda con la fecha de Rueda Calendárica 7 Imix 14 Tzec, seguida
de chucah, «él capturó». Después de este verbo está el nombre del prisionero de
Pájaro Jaguar. En lo alto de la columna de la derecha se encuentra un compuesto
glífico que en la actualidad se lee (fonéticamente) u ba-c(i), «su cautivo», terminando
la oración con Pájaro Jaguar y el Glifo de Emblema de Yaxchilán. Un texto más
breve a mitad del dintel nombra al compañero de armas y a su cautivo.
Si el lector vuelve atrás al capítulo II, verá que las lenguas mayas «prefieren» el
orden de oración transitiva verbo-objeto-sujeto o vos, a diferencia de nuestro svo.
Exactamente así se comportan la oración jeroglífica del Dintel 8 y la mayoría de los
textos de inscripciones que involucran acciones transitivas. Como es perfectamente
natural, los es-
Reza una maldición china: «Que vivas en tiempos interesantes». Para un académico
norteamericano como yo, los años sesenta y principios de los setenta fueron
precisamente así. Estuvieron marcados por una perturbación más o menos continua,
al manifestarse los estudiantes en favor de los derechos civiles y en contra de nuestra
intervención en Vietnam. Ni siquiera en una universidad como Yale, que estuvo
relativamente exenta de la violencia de que otras fueron presa, era fácil concentrarse
en tareas de torre de marfil como el estudio de un pueblo que vivió en las selvas
centroamericanas hace más de un milenio.
Al mismo tiempo, estaba yo en el ojo de la tormenta, dado que el líder de la
revuelta estudiantil que paralizó a Yale en mayo de 1970 era estudiante del
Departamento de Antropología, y yo era su presidente, con responsabilidad directa de
tres edificios sumamente inflamables. El primero de mayo, se volcaron sobre New
Haven miles de manifestantes, algunos de los cuales amenazaban con incendiar hasta
sus cimientos todo el lugar, por lo que la Guardia Nacional tomó posiciones alrededor
de la universidad.
sin embargo, para mí, como para muchos otros colegas, aquél fue, en algunos
aspectos, el periodo más intelectualmente estimúlame que haya vivido, por
desgarrador que fuese con frecuencia. Sin lugar a dudas, aquellos estudiantes de
largas melenas pueden haber sido alharaquientos, pero mostraron espíritus
verdaderamente inquisidores.
La última parte de los sesenta me consagré a los olmecas premayas y realicé una
excavación arqueológica importante en el sitio de Sari Lorenzo Tenochtitlán, en la
costa del Golfo de México. Pero no me desligué por completo del campo maya, pues
para mí era claro que ahí estaban ocurriendo cosas interesantes. Por medio de mis
alumnos, en particular de un estudiante de licenciatura llamado David Joralemon, me
interesé profundamente en la iconografía, en particular la olmeca y la maya, y tuve la
impresión de que su estudio, como el de la epigrafía maya, se hallaba a punto de
despegar.
En otras palabras, el momento era a propósito, no para la revolución política que
tantos de nuestros estudiantes más idealistas predecían confiadamente (a cambio
tuvieron el Watergate), sino, en mi propio mundo intelectual más reducido, para una
revolución en el entendimiento de la cultura preeuropea más avanzada del hemisferio:
la maya Clásica. Con la influencia de Thompson en decadencia y la estrella de
Knorosov en ascenso, particularmente entre los lingüistas; cuando la lingüística y la
historia del arte se hallaban a punto de enlazar sus manos con la epigrafía; y tras las
PALENQUE., el más enigmáticamente conmovedor de lodos los sitios mayas, ha guardado sus secretos de
más de 1 200 años. El lugar está impregnado de una calidad que se trasmite y nos atrae irresistiblemente. Su
arquitectura nos canta con una especie de riqueza y una elegancia clásica mozartianas, por enigmática que
sea, no muda como la arquitectura más pesada y más ricamente conservadora de casi todos los demás sitios
mayas Clásicos. Originalidad y armonía irradian de la tierna piedra caliza de Palenque. Quienes se entregan
cabalmente a la experiencia de Palenque sienten la presencia de sus constructores a través de los siglos
[Griffin, 1974: 9],
El interés de Floyd Lounsbury por las lenguas empezó precozmente, pues, como él
mismo dice, «proviniendo de una granja de Wisconsin, en una atmósfera que en
verdad pertenecía a un siglo atrás, tenía la idea de que alguien no era realmente
educado si no podía leer tanto en griego como en latín.[73] En efecto, Floyd tomó latín
en secundaria; y, cuando llegó a la Universidad de Wisconsin, en 1932, también
estudió griego. La familia de Floyd era paupérrima, pues había perdido su granja a
principios de la Depresión; para ir a la universidad, Floyd había solicitado 50 dólares
a su maestro de inglés en preparatoria y pedido viajes gratis hasta Madison.
Floyd se especializó allí en matemáticas, soñando con hacer un posgrado en la
materia en Gotinga, Alemania (por aquel entonces, en Wisconsin, eran pocos los que
habían oído hablar de Hitler). Pero también empezó a tomar cursos de filología: alto
alemán, escandinavo y otras lenguas indoeuropeas… e incluso un curso de fonética.
Fue el brillante lingüista Maurice Swadesh quien inculcó a Floyd el interés por las
lenguas amerindias y consiguió al económicamente limitado estudiante un empleo en
36. Vaso policromo maya del Clásico Tardío, procedente del área
de Chamá, Guatemala. Se muestra aquí uno de un par de Señores
Gemelos, probablemente el Dios del Maíz y su hermano.
Linda y Peter coincidieron en Palenque como dos completos extraños, pero pronto
empezaron a aunar cabezas. Linda ya había preparado un trabajo sobre la iconografía
y los textos del Grupo de la Cruz y estaba al tanto del aislamiento que Berlin había
hecho en ellos de cuatro individuos, a los que sólo podía designar como A, B, C y D,
dado que no tenía idea de sus nombres.
Fui moderador en una sesión matutina en la champa de Moisés. En un momento
dado, Linda alzó la mano para preguntar: «¿Podemos Peter y yo ver si podemos
encontrar más gobernantes?». «Claro, no veo por qué no», le respondí. «Tú conoces
cada piedra de Palenque y Peter conoce cada glifo. ¿Por qué no ven si entre ambos
pueden integrar una historia dinástica de Palenque? Nadie lo ha intentado todavía».
Aquella tarde volé en avión con mis estudiantes para visitar brevemente
Bonampak (que tiene la que debe ser la peor y más aterradora pista de aterrizaje).
Linda y Peter se retiraron a casa de Merle, en donde trabajaron, ante una mesa de
cocina, en la libreta de éste. Allí se les unió Floyd, llevando consigo una tarjetita que
contenía sus propias fórmulas matemáticas para obtener posiciones de Cuenta Larga
con fechas de Rueda Calendárica (la mayoría de las fechas de Palenque se dan sólo
en Rueda Calendárica). Con posterioridad, Floyd habría de confiar aquellas fórmulas
a la memoria, ¡para poder evitarse la tarjeta!
Lo primero que hicieron fue encontrar todos los acaecimienios de cierto prefijo
glífico, acerca del cual el siempre observador Berlin había notado que introducía
nombres de protagonistas en los textos de Palenque, pero que él no intentó leer pues
no tenía interés por ese problema (véase Berlin, 1968). Aquel prefijo tenía la sílaba
ma de Lauda, el signo de kin, «sol», y un par de elementos flanqueantes identificados
previamente por Knorosov como na silábico; unos años después, Floyd pudo definir
ese prefijo como título de las tierras altas, cuya lectura debía ser makina («Gran Sol»
o algo parecido).[79] La identificación del prefijo real hizo posible que el grupo
encontrara muchos nombres de gobernantes, o la mayoría de ellos, en las
inscripciones de Palenque.
Trabajaron con otra hipótesis, aprovechando el conocimiento que poseía Floyd de
la lingüística maya: que una expresión temporal (de fe-
cha) iría seguida por un verbo y éste, a su vez, por el sujeto del enunciado: un
nombre real más títulos, entre los cuales lo más probable era que se incluyera el Glifo
Emblema de Palenque. Luego abordaron la cuestión del nombre; «¿cómo llamaremos
a estos tíos?», se preguntaban.
«Dos horas y media después», cuenta Linda, «¡lo teníamos!».
Aquella noche, después de la cena, empezó la demostración de Linda y Peter, con
Floyd en el papel de moderador y de relator. Tenían al auditorio cautivado, a medida
que presentaban sus resultados, complementados por grandes mapas dibujados por
Linda. Lo que expusieron fue nada menos que la historia de Palenque, desde el
principio del Periodo Clásico Tardío, a comienzos del siglo VII, hasta el fin de la
ciudad, lapso que cubría casi todas sus glorias arquitectónicas y artísticas. Se había
hecho historia ante nuestros propios ojos. Los conferencistas habían mostrado las
historias personales de seis reyes de Palenque sucesivos, desde su nacimiento hasta su
muerte («glifo de acaecimiento», esto es, verbo, identificado por Floyd), pasando por
el ascenso, la lista de reyes más completa de cualquier sitio maya.
¿Y sus nombres? Al primer gobernante de la lista lo llamaron simplemente
«Escudo», dado que eso era lo que representaba el logograma de su nombre. A los
demás les asignaron nombres en maya yucateco, que en gran parte dependían de los
logogramas nominales; decidieron llamar «Serpiente Jaguar» al sucesor de Escudo,
puesto que su signo combinaba las cabezas de ambos animales. Cuando los
expositores se sentaron, Moisés inmediatamente se puso en pie de un salto: ¿por qué
tenían que estar los nombres en yucateco, cuando las inscripciones de Palenque de
seguro estaban en chol, la lengua maya que todavía se habla actualmente en el área?
Fue un momento político embarazoso, pero prevaleció la razón. Como estudiosos de
los mayas, los epigrafistas comprendieron que habían usado el yucateco sólo por
costumbre y que la lengua hablada por la mayoría de los habitantes de las tierras
bajas del sur seguramente había sido alguna forma de cholano.
En consecuencia, todos adoptamos la forma chol de Can-Balam —Chan-Bahlum
—, y así sucesivamente con los demás nombres. Como una especie de nota al pie
tía. El otro radicaba en que dos de los nombres —el de Pacal y otro más—
aparecían con una variedad de fechas y con lo que semejaban «glifos de
acaecimiento», en el que parecía ser un modo confuso.
Floyd resolvió lodo el asunto demostrando que los «glifos de acaecimiento», que
tenían un tresbolillo de cinco puntos como signo principal, iban con «fechas
terminales», esto es, que registraban la muerte de la persona. De un solo golpe, Floyd
resolvió aquel dilema: había dos Pacales, no uno, tanto como otros dos personajes
que compartían el mismo nombre. De esa suerte, las otras personas nombradas en la
tapa resultaban ser los antepasados de Pacal: su madre, la Señora Zac-Kuk («Quetzal
Blanco»), su abuelo materno, el primer Pacal; además de otros antepasados que se
remontaban hasta 524 d. C.
Los autócratas mayas estaban tan orgullosos de su sangre azul como cualquier rey
europeo. Para demostrar su derecho a la legitimidad, incluso en la vida futura,
Makina Pacal había ordenado que se colocaran relieves de algunos de sus precursores
por toda la cara exterior de su féretro de piedra; cada antepasado aparece ante una
especie diferente de árbol o de planta. Ninguno de sus padres gobernó, en realidad, la
ciudad Estado de Palenque, pese ai hecho de que la Señora Zac-Kuk era hija de Pacal
I, pero se les puede encontrar en uno y otro extremo del sarcófago.[81] La cámara
funeraria completa es el equivalente de la galería de retratos ancestrales de las casas
reales inglesas.
Gracias al esmerado trabajo arquitectónico de Merle y Linda, es mucho lo que
hoy sabemos acerca de los programas de construcción de diversos gobernantes de
Palenque, cosa que no puede decirse de otras ciudades mayas. Pacal «el Grande»
empezó su carrera como constructor en 647 d. C. y luego ordenó la edificación de la
mayoría de las «casas» o estructuras en hilera del Palacio, pero su logro principal fue
su propio monumento funerario, el Templo de las Inscripciones. Las obras
arquitectónicas de Chan-Bahlum, su hijo y sucesor, son igualmente sorprendentes,
sobre todo el Grupo de la Cruz, pero su historia viene después.
Toda acción provoca una reacción igual y opuesta. La reacción a la Primera Mesa
Redonda de Palenque empezó incluso antes de inaugurarse. Los signos de tormenta
fueron demasiado claros con la ausencia de Ruz, pese a que se le había invitado. Y no
sólo eso, sino que no hubo allí ni un solo arqueólogo del inah, ni un solo estudiante
Se encontró que, como los de Yaxchilán, los reyes de Tikal usaban un glifo (que,
sobre bases no muy seguras, Thompson [1950: 161-162] leía como hel, «cambio»)
para decir qué gobernante particular era alguien en una sucesión numerada.
Independientemente del modo en que se lea hel —e incluso en la actualidad hay poca
concordancia al respecto—, está perfectamente establecido el significado de los glifos
de hel numerados, lo que hace de la determinación de las líneas dinásticas una tarea
más simple de lo que solía ser.
Durante la última parte de la década de los setenta, empezó a correrse la voz de lo
que estaba ocurriendo en Palenque, y la Mesa Redonda anual empezó a crecer más
allá de cualquier expectativa, como bola de nieve colina abajo. En 1973, sólo 35 de
nosotros nos habíamos reunido en la champa de Moisés, pero, apenas cinco años más
tarde, hubo no menos de 142 participantes de siete países, cifra que siguió creciendo
al paso de los años. Un público todavía mayor tuvieron con el tiempo los
maravillosos Talleres de Jeroglíficos Mayas, que inauguró en 1978 la Universidad de
Texas, en Austin, y que, desde entonces, se han desarrollado sobre una base anual.[87]
En esencia, son obra de una investigadora, la carismática Linda, innata mujer
espectáculo, si alguna vez hubo alguna, quien sin esfuerzo lleva a su embelesado
público a través del material más difícil, desde el fonetismo knorosoviano hasta los
enunciados de parentesco. El tributo definitivo a su éxito ha sido la proliferación de
talleres similares por todo Estados Unidos.
Como es natural, hubo (y hay) quienes no recibieron con gusto todo aquello, y
menos que nadie los arqueólogos de campo, fieles y firmes en la raya, quienes
empezaban a sentir que su tipo de investigación de bagatelas, entre túmulos
domésticos y ollas de cocina de los antiguos campesinos mayas, había sido opacada
por toda aquella atención a los asunLos de la elite Clásica. Con algunas excepciones,
estaban evidentemente ausentes de las Mesas Redondas de Palenque y de los talleres
de glifos, y seguían dictando conferencias y publicando sin dar el menor indicio de
que los mayas Clásicos fueron un pueblo que supo leer y escribir. Su exasperación
empezaría a aflorar una década después (¡quién lo creyera!) en Dumbarton Oaks.
Pero nadie podía negar que, escribiendo en 1940, Sylvanus Morley se había
equivocado de medio a medio cuando dijo: «Los antiguos mayas indudablemente
registraron su historia, pero no en inscripciones de piedra» (Morley, 1940: 148); o
que «la gente de Pacal», aquel pequeño y dedicado grupo de «palencófilos», nos
mayistas.
Me vi obligado a dudar de esa suposición sin fundamento, puesto que me
encontraba entre quienes habían demostrado que Thompson estaba en un error acerca
de la antigüedad de la civilización olmeca y me sentía plenamente satisfecho de que
sus opiniones sobre la naturaleza de la escritura maya fueran insostenibles. Pensé que
si podía reunir suficientes vasijas y platos de mayas Clásicos, con escritura
jeroglífica, bajo un mismo techo, podría ver si Thompson tenía o no razón.
Nuestro plan para la exposición se quedó parado, pues estuve ocupado con mi colega
Dick Diehl redactando lo concerniente a nuestras excavaciones conjuntas en el
enorme sitio olmeca de San Antonio Tenochtitlán; habíamos pasado allí tres
temporadas de campo y, como en cualquier otra excavación arqueológica, el trabajo
real de excavar era sólo la punta del iceberg: se necesitaron años de análisis y de
redacción antes de tener todo impreso (Coe y Diehl, 1980). Pero, a principios de abril
de 1971, estaba listo para poner manos a la obra en la exposición del Grolier.
Antes de 1960, ni la arqueología de bona fide ni el comercio de antigüedades
habían podido aportar un número suficiente de piezas de alfarería maya de la elite
para que alguien les hallara mucho sentido. Pero, después de esa lecha, el cambio de
condiciones políticas en Guatemala había dado paso al saqueo en gran escala de sitios
Clásicos del Petén, menos conocidos o desconocidos aún. Participaban en ello las
guerrillas izquierdistas, el ejército de derecha, los políticos locales y una masa de
campesinos sin tierra y menesterosos. Los saqueadores más eficientes, y por tanto los
más peligrosos, disponían de sierras de alta tecnología y empezaron a cortar las
estelas mayas para facilitar su remoción y su venta (Meyer, 1977).
Además de las colecciones privadas guatemaltecas, el mercado principal para ese
material era Nueva York, y, en menor grado, ciudades europeas como París y
Ginebra, donde, por lo menos, se encontraban los comerciantes más reputados.
Aunque es fácil castigar a esos individuos como principales culpables del saqueo del
Petén, es probable que haya causado mucho más destrucción una cáfila de
coleccionistas, de valuadores sin escrúpulos y comerciantes menores, que importaban
cargas aéreas de materiales de baja calidad vía Miami, para donar a museos ingenuos
como saldos fiscales. Sea como fuere, estaba disponible para su estudio una
asombrosa cantidad de vasos mayas de la belleza y del interés disciplinario más
absolutos. Irónicamente, encontré que aquellos comerciantes de Nueva York, blanco
de gran parte de la justa indignación de los arqueólogos, eran mucho más generosos
con el material que poseían de lo que habían sido esos mismos arqueólogos con los
Pude darme cuenta de que, en Xibalbá, imperaban dos dioses, a los que
habitualmente se representa entronizados en sus propios palacios; eran éstos el Dios L
(a quien ya hemos visto en el Templo de la Cruz de Palenque) y el Dios N. A pesar de
su edad avanzada, ambas deidades gozaban de los servicios de harenes y,
evidentemente, de las atenciones de la joven Diosa de la Luna.
En tanto que Thompson (1970b) consideraba al Dios N —quien funciona como
deidad del fin de año en el Códice de Dresde— como un Bacab, deidad cuatripartita
que sostiene el cielo, vi que su nombre glífico contenía con frecuencia el signo pa de
Knorosov, sobre un tun logográfico, y que se leía como «Pauahtún», importante dios
vinculado por Landa con las ceremonias de fin de año. Hace apenas unos años, mi
antiguo alumno Karl Taube confirmó esta lectura demostrando que el pequeño
elemento de «maíz-rizo», que yo había pasado por alto en el glifo nominal del dios,
es la sílaba uah, y de ahí pa-uah-tun. Con posterioridad, en Copán, volveremos a
encontrar a Pauahtún.
Se puede estar en un error por razones correctas (la especialidad de Thompson),
pero, inversamente, se puede estar en lo correcto por razones erróneas. Vi gemelos en
esa alfarería y salté a la conclusión de que habían salido de las páginas del Popol Vuh.
Pero los gemelos que identifiqué con Hunahpú e Ixbalanqué, y a los cuales llamé
«Jóvenes Señores», resultaron ser los sacrificados padre y tío de los Héroes Gemelos.
Una vez más, fue éste un trabajo de Taube, quien ha hecho el descollante
descubrimiento de que el padre, 1 Hunahpú, es nada menos que el joven Dios del
Maíz de la iconografía maya (Taube, 1989).[90] Así como todo campesino maya, al
estar sembrando, «envía» el grano de maíz al Inframundo, así a 1 Hunahpú —Dios
del Maíz— se le ordenó descender a Xibalbá; allí se le dio muerte y luego resucitó en
sus vástagos Hunahpú e Ixbalanqué.
Ahora bien, todo lo anterior tal vez parezca desligado de la historia del
desciframiento maya, pero, andando el tiempo, la alfarería maya pintada o incisa
volvió de ultratumba a desempeñar su función. Y los nuevos horizontes iconográficos
abiertos por la exposición del Grolier entraron en esa mezcla de historia del arte y de
epigrafía en que derivó la serie de Mesas Redondas de Palenque.
El verdadero trabajo sobre la exposición del Grolier empezó tras su clausura. Era
la preparación de un catálogo (Coe, 1973), que, por mi parte, debía tratar de alcanzar
las mismas normas de documentación exacta que Maudslay había logrado con su
Empecé a notar una semejanza respecto a muchos de los textos Primarios, y era
que los mismos glifos, con variaciones menores, aparecían una y otra vez y en el
mismo orden. El hecho despenó mi curiosidad, por lo que, al volver a nuestra granja
de 1810, recorté aquellos textos en glifos individuales y luego alineé glifos idénticos
en columnas verticales. Resultó que me hallaba ante una especie de fórmula estándar,
a la que llamé Secuencia Normal Primaria (snp) y que casi siempre empezaba con
una combinación glífica (un signo principal y dos afijos), al que di el nombre de
Signo Inicial. El orden en que aparecían los veintiún signos o cosa por el estilo era
absolutamente fijo (a todos les puse sobrenombres, con propósitos mnemotécnicos,
como «Ala-Tresbolillo» y «Mano-Mono», pero ningún texto los contenía todos. En
algunas piezas podía haber sólo unos cuantos glifos de la snp; en esos enunciados
breves, los que habitualmente aparecían escritos solían ser el Signo Inicial, el Dios N
y Ala-Tresbolillo, en este orden.
Y había también sustituciones interesantes, que harían posible una nueva
interpretación acerca de lo que trataba por lo menos unta parte de la snp. Pero los
epigrafistas que descifrarían esas nuevas vistas todavía estaban en primaria cuando se
descubrió la sNp.
¿Qué significaba aquella fórmula? Estaba seguro de que poco o nada tenía que
ver con las acciones de las personas, sagradas o seculares, retratadas en las vasijas:
ésta era tarea de los textos Secundarios. Como la snp con frecuencia iba seguida por
lo que seguramente eran nombres, por Glifos Emblema y por el título ba-ca-b(a)
(bacab, frecuente en los monumentos), tuve la certeza de que aquellos glifos
terminales nombraban al propietario o al patrón, lo mismo que a su ciudad (fuera
hombre o mujer). Teniendo presente mi interpretación del lnframundo en la cerámica
funeraria maya, no es sorprendente que yo sugiriera que la snp tal vez estuviera
escrita en forma de encantamiento funerario hecho, tal vez como el Libro de los
Muertos egipcio, destinado a informar al alma del difunto lo que habría de encontrar
en su viaje a Xibalbá. Todo el cuento de los Héroes Gemelos era una parábola de
Muerte y Transfiguración para la elite maya, de suerte que, ¿por qué no un texto o un
conjuro hecho para ayudar al difunto a quien se honraba?
No era aquélla sino una hipótesis de trabajo, y las hipótesis se pueden alterar o
incluso demoler cuando son plausibles otras interpretaciones; durante la década de los
ochenta, así sucedió, por lo menos en parte, con mi hipótesis del «canto fúnebre»
acerca de la snp.
hacerse del dominio público, para que los especialistas pudieran estudiarlos.
Había toda una nueva clase de vasos para los estudios mayas; estaban pintados
con delicadeza caligráfica, de negro o marrón sobre fondo crema o canela claro. Me
parecía que habían sido producidos por los mismos artistas amanuenses que tal vez
hubieran pintado los códices mayas clásicos, razón por la cual los llamé «vasos de
estilo códice». No pasó mucho tiempo sin que los arqueólogos de campo los
declararan a todos falsificaciones, pues ninguno de ellos había encontrado nunca uno
de esos objetos en sus excavaciones. Dado que, durante una excavación de bona fide,
en el sitio de Nakbé, en el Petén, se han encontrado fragmentos de un vaso de estilo
códice, ya puede dejarse descansar ese pato en particular (Hanson et al., s. f.).
Me impresionaba el hecho de que algunos de aquellos vasos mostraran pares de
individuos con rostros simiescos en el acto de pintar códices plegables, con cubiertas
de piel de jaguar; esos personajes alegremente maniáticos, tanto como otros dioses
escribanos, sostenían pinceles en una mano y cacharros de pintura en forma de
caracol en la otra (fig. 51) (Coe, 1976b). Una vez más, me asaltó con fuerza la
relación con el Popol Vuh. Volviendo a la historia de los Héroes Gemelos: cuando
eran muchachos que perfeccionaban sus habilidades tirando con cerbatanas y
disparando a los pájaros en los árboles, su desconsideradísima abuela (la anciana
Diosa Creadora de la cosmología maya) prefería a sus mimados medio hermanos, 1
Batz y 1 Chuén («Uno Mono» y «Uno Artesano»). Cierto día, siempre grandes
Aquéllos eran invocados por los músicos y los cantores, por las gentes antiguas. Invocábanlos también
los pintores y talladores en tiempos pasados. Pero fueron convertidos en animales y se volvieron monos
porque se ensoberbecieron y maltrataron a sus hermanos.
No pretendo ser un gran descifrador. Me considero más bien un habilitador, que llama
la atención de gente que trabaja en otras áreas hacia los adelantos en un área
determinada. De vez en cuando, tengo la suerte de abrir horizontes que previamente
habían permanecido sin detectar. Uno de ellos fue el mundo macabro de a cerámica
maya Clásica; allí estaba un área de iconografía intacta, de seres sobrenaturales,
entregados a actividades con las que hasta ahora no había soñado la investigación
sobre los mayas. ¿Quién se habría atrevido antes a sugerir que los gobernantes
Clásicos —y los dioses— se inyectaban enemas alucinógenos o embriagantes con
jeringas especiales? Y, sin embargo, ese espantoso comportamiento está registrado
una y otra vez en los vasos y en las vasijas. ¿Quién habría pensado en amanuenses
monos-hombres?
La cerámica pictórica revela que la descripción simple hecha por Schellhas, de un
panteón habitado aquí y allá, se queda corta ante la realidad: hay cientos de dioses
mayas, en su mayoría habitantes del Inframundo. Ningún alfabeto en el mundo podría
tener suficientes letras para nombrarlos. Algunos de los dioses de Schellhas —el Dios
D (Itzamná), el L y el N (Pauahtún)— reinan en Xibalbá, pero existe una variedad de
animales, de monstruos y de hombres, con frecuencia de forma compuesta, que nos
dejan perplejos.[94] Los historiadores del arte han comprendido que la mayor parte de
la iconografía maya aparecía en dos lugares: en los atuendos de los personajes reales
registrados en los monumentos de piedra (éstos son virtuales sinfonías iconográficas)
y en la alfarería.
En cuanto al desciframiento, por primera vez fue posible tomar en serio los textos
sobre cerámica. Decían algo, aun cuando la snP haya resistido todos los intentos por
descifrarla durante más de una década. En superficies de alfarería aparecían pintados
nombres y títulos de personajes reales, tanto como esculpidos en piedra. Y a muchos
de esos extraños seres sobrenaturales se les nombraba en los textos Secundarios. El
universo de la investigación mayista definitivamente se hallaba en expansión.
David conoció a Linda Schele en 1976 en Washington, como resultado directo del
trabajo de sus padres en el libro del National Geographic titulado The Mysterious
Maya (al Geographic le gusta la aliteración en sus títulos). Linda era asesora del
proyecto y los Stuart la invitaron a cenar en un restorán de Washington. El tópico de
la conversación fue la escritura maya, por lo que Linda estuvo ocupada dibujando
glifos en un bloc. Transcurrió algún tiempo antes de que notara que el muchacho de
once años miraba por encima de su hombro; cuando éste señaló: «Vaya, ése es un
glifo de Fuego», ella se volvió, asombrada. Linda es buena apostadora a las
corazonadas, y aquella misma velada imitó a David a ir el verano siguiente a
Palenque, para pasar varias semanas ayudándola a corregir dibujos de las
inscripciones del sitio.
Y así sucedió. David llegó a Palenque en el verano de 1976, acompañado por
Gene, su madre. Linda me dice que David era «muy reservado, pues no deseaba ser el
centro de la atención ni molestar a nadie: callado y distante». Pararon en casa de
Yo creería que ser hijo de un director del National Geographic, con posibilidades
infinitas de viaje y aventura en tierra extraña, sería el sueño de todo muchacho
Todo lo anterior tuvo lugar cuando David estaba en la preparatoria. En verano, seguía
asistiendo a las conferencias de la Mesa Redonda de Palenque. Tras su graduación,
ocurrida en la primavera de 1983, presentó en la Mesa Redonda un trabajo sobre el
glifo de «la cuenta de los cautivos», que él había descubierto (D. Stuart, 1985a). En
realidad, se trata de un complejo de signos que las generaciones anteriores de
epigrafistas en vano habían intentado vincular a algo calendárico, dado que siempre
incluía un número de barras y puntos. David pudo demostrar que en verdad
significaba «el de equis cautivos», de acuerdo con las habituales declaraciones
jactanciosas de aquellos belicosos gobernantes. La frase empezaba por el proclítico
ah, «el de ___», luego expresaba el número y terminaba por el logograma de
«hueso», cuya lectura demostró David que debía ser hac, sea «hueso», sea (en este
caso) «cautivo», excelente ejemplo de rebus en la escritura maya. En un medio
político en que la toma de prisioneros importantes validaba el poder real, Pájaro
Jaguar de Yaxchilán, rey triunfante en la guerra, con frecuencia hacía que los
Me parece irónico que incluso el calendario maya haya empezado a ceder ante las
fuertes embestidas del análisis fonético, considerando que tantos estudiosos muertos
hace ya mucho tiempo (Seler, Goodman y Morley, entre otros) habían recusado
totalmente el fonetismo, aferrándose a la idea de que, en las inscripciones Clásicas,
había poca cosa más que declaraciones calendáricas.
El trabajo que había hecho sobre el glifo de ut, dice David «en realidad me demostró
una de las operaciones importantes de este sistema de escritura: la enorme cantidad
de sustituciones libres. Pese a toda esa complejidad gráfica, mucho de ella era sólo
repetitivo». El terrible cenagal que Floyd Lounsbury había encontrado al empezar la
Introduction de Thompson sencillamente no existía. Durante aquellos productivos
años de 1984 a 1987 (David ingresó como principiante en Princeton en 1985), toda
clase de nuevas lecturas fonéticas, dice, «saltaban ante mí». Repito, aquello era
homofonía, signos fonéticos que sustituían a otros signos fonéticos o a logogramas.
Apoyándose en parte en la colaboración de otros investigadores como Linda Schele,
los resultados de sus extraordinarios hallazgos se dieron a conocer en una nueva serie
dirigida y publicada por su padre, Research Reports on Ancient Maya Writing. El
número 14 de la serie fue el notable «Diez sílabas fonéticas» de David, en que el tipo
de metodología inaugurada por Floyd y continuada por Fox y Justeson llegaba a la
fruición (D. Stuart, 1987). El cuadro fonético presentado por primera vez en la
Conferencia de Albany empezaba a perder algunos de sus espacios vacíos.
Hacia mediados de los años ochenta, las gotas de desciframientos que empezaron en
la década de los sesenta se habían multiplicado hasta formar una fuerte creciente.
Cualquier recién llegado, en espera de uno de los talleres de Linda en Austin, podría
encontrarse no sólo entre varias docenas, sino entre centenares de ávidos
participantes, de los cuales por lo menos algunos empezaban a hacer descubrimientos
por su propia cuenta. Sin embargo, entre todos aquellos entusiastas diseminados por
todo el país, había un pequeño puñado de epigrafistas verdaderamente brillantes,
entre ellos David, situados en la cresta de la ola. Todos eran jóvenes, todos eran
artistas competentes (necesario para dibujar los glifos) y todos conocían, para
trabajar, cuando menos una lengua maya. Sus desciframientos empezaron a rebasar
por amplio margen las posibilidades de publicación expedita, de modo que se
mantenían en contacto por carta o verbalmente, reuniéndose sólo de vez en cuando,
en conferencias o en el campo. El núcleo sólido de aquellos Jóvenes Turcos estaba
constituido por Peter Mathews, David Stuart, Steve Houston, Kari Taube, Barbara
MacLeod y Nikolai Gru. be; salvo Peter y Nikolai, todos eran norteamericanos.
Presidiendo a ese grupo estrechamente unido estaban Linda y Floyd. En cierta
ocasión, Floyd me comentó con disgusto acerca de ellos:
Son jóvenes y van demasiado rápido para mí. Para empezar, soy de tipo lento y no tengo buena memoria
visual, lo que representa una desventaja definitiva. Hilos pueden retener muchos datos en la cabeza, y eso
les permite ver cosas y dar saltos adelante que me dejan arrastrándome en el polvo, en tanto que mi ritmo
consistiría en ver sólo una de ellas y, antes de pasar a cualquier otra, seguirle la pista y publicar una prueba,
valiéndome de todos sus acaecimientos disponibles en donde fuese. Pero, si alguien va en pos suya de ese
modo, se niega a sí mismo la oportunidad de aprender tan rápido como es posible. [99]
Allí estaba un uso increíblemente prosaico de una escritura que Thompson y otros
estudiosos siempre habían considerado terreno de lo puramente esotérico y
sobrenatural. Era casi como si un cáliz tuviera un gran rótulo: «Éste cáliz pertenece al
Rev. John Doe». Thompson se habría horrorizado, pero la rotulación de nombres
había resultado ser omnipresente en el mundo de los amanuenses Clásicos. A los
antiguos mayas les gustaba nombrar cosas y también decir al mundo quién era su
dueño. Como hemos de ver, incluso los templos, las estelas y los altares tenían sus
propios nombres.
Aquel texto reiterativo y casi ritual que yo había encontrado en la cerámica pictórica
maya, a principios de los años setenta, y que pensé que podría ser un canto fúnebre,
permaneció dormido muchos años, pero al fin empezó a llamar la atención de los
jóvenes epigrafistas: al fin y al cabo, la Secuencia Normal Primaria era el texto
escrito de la manera más común en la cultura maya Clásica; pero parecía
impermeable al desciframiento. Es decir, hasta que aquella nueva generación entró en
escena.
Trabajando en el catálogo del Grolier, ya había notado que existían sustituciones
de la snp, no sólo en lo que los epigrafistas llaman «alógrafos» (variaciones menores
del mismo glifo), sino sustituciones de signos enteros que unas veces indicaban
polivalencia y otras parecían cambiar el significado. Ello quería decir que la sNp
podría ser sometida al «análisis distributivo», un estudio de patrones de sustitución
entre signos de aquel texto sumamente codificado y casi formulista. Eso fue
exactamente lo que Nikolai Grube se propuso hacer en su tesis de doctorado y en lo
que David, Steve y Karl empezaron a trabajar, en Yale y Princeton, y Barbara
MacLeod en la Universidad de Texas.[101] Ayuda inestimable fue brindada por el
siempre generoso Justin Kerr, quien hizo para ellos centenares de desarrollos de
En el contexto más amplio de la historia del arte mundial… una firma en una obra debe considerarse un
acto profundamente simbólico. Firmando, el artista dice, en efecto: «Hice esto y tengo derecho a poner e mi
nombre, porque lo que yo hago es ligeramente distinto de lo que han hecho o harán otros» [Alsop, 1982:
181].
Fuera del mundo moderno (en donde incluso se firma el arle de motel), el
difundido uso de las firmas generalmente se ha limitado a sólo cinco tradiciones
artísticas: el mundo grecorromano, China, Japón, el mundo islámico y Europa desde
Sólo sé de dos proyectos arqueológicos a gran escala en las tierras bajas mayas en
que la epigrafía y la historia del arte han sido parte integral desde su concepción. Uno
de ellos es el programa de la Universidad Vanderbilt, en la región de Petexbatún, al
oeste del Petén, dirigido por Arthur Demarest (el mismo Arthur Demarest que lanzó
el ataque de juventud contra Knorosov, pero ahora arrepentido).[103] El otro está en
Copán, dirigido por William Fash, de la Universidad del Norte de Illinois, uno de los
pocos arqueólogos de campo que yo sepa que puede leer jeroglíficos mayas.[104] Bill
ha pasado en Copán 15 temporadas de campo, habiendo empezado allí incluso antes
de terminar su doctorado en Harvard. Como consecuencia de ese trabajo de equipo (y,
desde luego, del de sus predecesores), no se conoce tan bien la historia de ninguna
El descubrimiento hecho por David Stuart de que la lectura del signo principal del
Glifo Emblema de Yaxhá, ciudad en ruinas del Peten, realmente es Yaxhá, que
también es nombre de un cuerpo de agua cercano, sugirió la posibilidad de que, por lo
menos en un principio, algunos Glifos Emblema puedan haber sido nombres de lugar
(topónimos) (D. Stuart, 1985). Los topónimos de bona fide han resultado ser bastante
comunes, como lo ha demostrado la reciente investigación de Steve Houston y David
Stuart (s. f.), siendo el nombre de lugar introducido habitualmente por el ut-i,
«sucedió (en)», de David.
Estoy mucho más seguro acerca del título «Balam Ahau» como WAY. ¡Gran cosa ésta! Way significa
«nagual» en todas las lenguas de las tierras bajas, además de «transformación animal»… La idea de esta
lectura se me ocurrió cuando hablaba con varios mayas de Quintana Roo, quienes me contaron de un
hechicero que puede transformarse en gato o mono araña. Ellos llamaban u way, «su nagual», a los animales
en los cuales se transformaba el hechicero.
COMO nos ha dicho Maurice Pope (1975: 11), la gloria acompaña por sí sola a
cualquiera que descifra primero alguna escritura desconocida del pasado remoto. Las
inscripciones mayas desde luego provienen de ese pasado y siempre estuvieron
rodeadas por el aura de lo exótico, mas, ¿quién fue el primero en resolver su
misterio? Ciertamente, qué gran historia habría sido si una sola persona, o tal vez un
equipo de dos, hubiera logrado el desciframiento del código maya, como James
Watson y Francis Crick descubrieron juntos la estructura de doble hélice del adn,
encontrando, en cierto modo, el secreto de la vida. Pero en el desciframiento maya no
hubo ninguna gran carreta comparable con ésa, sino, más bien, un siglo de tanteos y
de tropiezos que, tras larga espera, al fin desembocaron en el esclarecimiento.
John Lloyd Stephens había pedido un Champollion que materializara y que leyera
aquellos textos mudos de Copán, pero nunca apareció nadie. ¿Por qué no? Como,
desde principios del siglo XIX, había señalado Rafinesque, aquel extraño
«constantinopolitano», la lengua de la escritura era conocida y se hablaba todavía: se
la podría haber aplicado al desciframiento, como el gran francés puso su
conocimiento del copio en relación con los jeroglíficos egipcios.
Lamentablemente, en el camino de cualquier persona que hubiese podido pensar
en emprender la gran carrera había obstáculos casi insuperables, sin importar la
grandeza de su genio. Nunca, en ninguna parte, se ha hecho ningún desciframiento
importante sin que exista un cuerpo considerable —un corpus— de textos, dibujados
o fotografiados, si no es que ambas cosas, con el mayor detalle posible. El logro de
Champollion se basó en dibujos realmente exactos de los monumentos egipcios,
empezando por la Piedra Roseta. Lejos estoy de ser bonapartista, pero en cierto
modo, es una lástima que Napoleón nunca haya invadido América Central, pues su
equipo de savants tal vez hubiera hecho un registro de inscripciones mayas tan
maravilloso como el que había llevado de su campaña de Egipto. Los estudiosos de
los mayas no contaron con ese corpus sino a fines del siglo XIX. Cierto es que se
disponía de tres libros o códices, que sirvieron de valioso abasto al molino de
Förstemann —sus irrupciones en la calendárica maya—, pero, por lo que toca a leer
¿Se ha descifrado realmente la escritura maya? ¿Hasta qué grado podemos leerla en
realidad (lo que es distinto de saber simplemente su significado)? La respuesta a estas
preguntas depende en gran parte de que se esté hablando de los textos —en
monumentos, códices y cerámica— o sólo de los signos per se. He visto estimaciones
modernas de que se puede leer alrededor de 85 por ciento de todos los textos en una u
otra lengua maya y, desde luego, hay ciertos textos monumentales que casi se pueden
leer in toto; algunos de ellos son de extensión considerable, como el tablero de 96
jeroglíficos de Palenque.[106] Pero si se trata sólo de los signos, tal como aparecen en
el catálogo de Thompson, entonces es otra cuestión.
Hay alrededor de 800 signos en la escritura jeroglífica maya, pero entre ellos se
incluyen muchos logogramas arcaicos, en gran parte nombres reales, que se usaron
una sola vez y que luego cayeron en desuso general. Muchos epigrafistas le dirán a
usted que, en cualquier momento de la historia de la cultura maya, sólo se usaron en
realidad alrededor de 200 o 300 glifos y que algunos de ellos con toda seguridad
fueron alográficos u homofónicos. El número de signos es, por tanto, mucho más
reducido que aquel que debían aprender en la escuela los escribas egipcios; si el
lector vuelve atrás para mirar la tabla de la página 51, verá que ese número es
comparable con el del cuneiforme sumerio o el del Hitita jeroglífico. Cifras como ésa
deberían haber convencido, mucho tiempo atrás, a los epigrafistas mayas de que se
hallaban ante una escritura logofonémica o logosilábica.
Se sabe que más de 150 de esos aproximadamente 800 signos tienen función
fonético-silábica. El tipo de sus valores fonéticos es abrumadoramente el de
consonante y vocal, con excepción de los que equivalen a las puras vocales. Como en
muchas otras escrituras primitivas, hay considerable polivalencia, incluyendo tanto
homofonía (varios signos con la misma lectura) como polifonía (varias lecturas para
el mismo signo). La polivalencia también podría dar por resultado un signo que
tuviera funciones tanto logográficas como silábicas. Reconocidamente, en el cuadro
silábico todavía quedan algunos espacios en blanco: de las 90 casillas posibles
basadas en la estructura fonémica del maya cholano y yucateco, 19 están en blanco,
pero me inclinaría a predecir que pronto serán llenadas.
Como hemos visto en el capítulo I, ningún sistema de escritura es realmente
completo, por cuanto a que exprese visual mente cada rasgo distintivo de la lengua
hablada. Siempre falla algo, por lo que se deja que el lector llene las lagunas a partir
del contexto. Por ejemplo, el maya yucateco posee dos tonos que son fonémicos,
pero, hasta donde yo sé, en los códices no se les escribe de ninguna manera. Aunque
la pausa glótica sea importante en todas las lenguas mayas, más que inventar para ella
un signo especial, los amanuenses la escribían repitiendo dos veces la vocal tras la
La información sobre antecedentes [ordenada cronológicamente por los Indicadores de Fecha Anterior]
a menudo está indicada por un sufijo, cierto glifo cuyo valor fonético era -ix… Un prefijo verbal, i-, indica
que la acción se vincula a la linea de la historia principal o a un nuevo dalo.
Dividiendo los textos en trozos por medio de esas marcas, dijo Josserand, es posible encontrar el
acontecimiento culminante del relato. Cuando los amanuenses mayas Legan a la parte más importante de la
historia… no mencionan el nombre del ador principal. El lector o el escucha debe saber ese nombre desde
alguna parte anterior de la historia.
Ya sabemos que los textos de los monumentos y de los códices siguen las (para
nosotros) peculiares reglas de la gramática maya, pero este tipo de análisis es nuevo y
constituye una gran promesa para el futuro. Una de sus aplicaciones podrían ser los
espinosos problemas planteados por los dinteles esculpidos durante el Clásico
Terminal en Chichén-Itzá, en los que hasta tres actores, posiblemente hermanos
cogobernantes, pueden aparecer en una sola inscripción.
Esta gente ha malentendido y subestimado fundamentalmente la prueba histórica y textual. ¿No habrán
oído hablar de historiografía? ¿No existen acaso otras líneas de indicios igualmente equívocas? ¿No
deberíamos nosotros estar atentos al modo en que otros estudiosos abordan otras civilizaciones
alfabetizadas, corno las de Mesopotamia y China? Podríamos sacar de allí importantes lecciones.
Es gente incapaz de criticar la epigrafía en sus propios términos. ¿Quién niega que haya problemas de
interpretación? Sin embargo, la descalificación absoluta de todo un conjunto de datos es tan disparatada
como antiintelectual. Que primero aprendan cómo leen los glifos los epigrafistas; y que luego critiquen.
En mi opinión, por más que «las carretas se pongan en círculo», ni siquiera una
conferencia como la de do podrá descarrilar el progreso continuo del desciframiento.
Como me dijo en cierta ocasión Linda Schele: «El desciframiento ha ocurrido. Hay
dos modos de reaccionar ante él. Uno es aprovecharlo, de suerte que, si alguien no
puede hacerlo por sí mismo, debe tener a su lado a a guien que pueda. El otro es
desconocerlo, tratar de destruirlo, básicamente, descalificarlo».
Al entrar en el tercer milenio, el ejemplo de cómo hacerlo adecuadamente ha sido
puesto por arqueólogos como Bill Fash en Copán, Arthur Demarest en Dos Pilas y en
los sitios del Petexbatún, además de Diane y
Arlen Chase (1987) en Caracol:[110] en esos sitios, la epigrafía ha sido auxiliar de
la arqueología de campo en casi todos los pasos del proyecto, tal como ha ocurrido
desde el siglo pasado en Egipto, en Mesopotamia y en China.
Pero el tipo de capacitación que se da a los mayistas también tendrá que tomar un
nuevo derrotero. En la actualidad, siento mucho informar que la mayoría de los
arqueólogos de campo son casi totalmente iletrados en escritura maya, salvo por una
posible habilidad para reconocer las fechas de Cuenta Larga en una inscripción.
Pocos o ninguno de ellos tienen el menor conocimiento de una lengua maya.
Compárese esto con lo que tiene que saber un asiriólogo antes de obtener un
doctorado: el candidato debe haber dominado tanto el sumerio como el acádico y
tener buenas bases de una o más lenguas semíticas. Imagínese a alguien que se llame
egiptólogo y no pueda leer una inscripción jeroglífica, ¡o a un sinólogo mudo en
chino! ¿Cómo pueden los especialistas iletrados estudiar civilizaciones que sabían
leer y escribir? Puedo predecir que todo eso tendrá que cambiar, para bien.
LOS ojos azules de Yuri Valentinovich Knorosov aún miran más allá del río Neva,
pero ahora no está en Leningraclo, sino en San Petersburgo: mucha agua ha corrido
bajo el cercano puente desde que lo vimos la última vez. A su héroe, Pedro el
Grande, se le han devuelto su ciudad y su santo patrón. Y el hombre que nos permitió
leer los glifos mayas por fin pudo detenerse a la sombra de las pirámides mayas: a
fines de 1990, fue invitado a Guatemala para recibir del presidente Cerezo una
medalla de oro. Después de la ceremonia, visitó Tikal y Uaxactún, junio con su joven
colega Calina Yershova y el esposo guatemalteco de ésta. Con característica
contrariedad rusa, se quejó ante sus compañeros de viaje de que todo aquello no fuera
distinto de lo que había leído al respecto en los libros.
Luego, poco después de que Cerezo dejara el cargo, recibieron una siniestra
llamada telefónica en la ciudad de Guatemala: abandonen territorio guatemalteco en
72 horas o morirán. Knorosov y sus amigos se ocultaron inmediatamente, luego
huyeron del país de los mayas… y de los escuadrones de la muerte derechistas que se
habían propuesto extirpar todo lo que quedaba de la cultura maya y a los mayas
mismos. El hombre que había hecho posible que los antiguos amanuenses mayas
hablaran con voz propia aún no podía caminar libremente por las ciudades en que
ellos habían vivido.
Pero, ¿quién puede saberlo? Tal vez todos nos encaminemos a la destrucción. Los
sabios mayas de todo Yucatán predicen que el mundo acabará en el año 2000 y pico.
¿Cuántos años será ese «pico»? El Gran Ciclo del calendario maya, que surgió de las
tinieblas el 13 de agosto de 3114 a. C., tocará a su fin al cabo de casi cinco milenios,
el 23 de diciembre de 2012 d. C., cuando todavía vivan muchos de los que lean este
libro. Ese día, a decir de los antiguos amanuenses mayas, se cumplirán 13 ciclos, 0
katunes, 0 tunes, 0 uinales y 0 kines desde que comenzó el
Gran Ciclo. Sera un día 4 Ahau 3 Kankín regido por el Dios Sol, noveno Señor de
la Noche. La luna tendrá ocho días de edad y corresponderá a la tercera lunación de
una serie de seis. ¿Qué sucederá entonces? Dice una profecía de katún del Libro de
Chilam Balam de Tizimín (Edmunson, 1982: 4.1):
Nota: este plan general fue preparado por Tatiana Proskouriakoff para la Mesa
Cuadrada organizada por estudiantes en el Museo Peabody de la Universidad de
Harvard, durante el año académico de 1956-1957. Es notable por su clara visión del
futuro del desciframiento maya. En la actualidad, llamaríamos «logogramas» a sus
«ideogramas».
Discusión
1. Estructura teórica de otros sistemas propuestos o implícitos:
a. Pictográficos o ideográficos; ya no son sostenibles.
b. Sistema de Whorf (énfasis fonético) (Carroll).[111]
c. El de Thompson (énfasis ideográfico) (¿Thompson?).
d. Barthel (Kelley). D. Kelley (Kelley).
2. Asumiendo la premisa de Knorosov de que todos los sistemas jeroglíficos
básicamente son similares, ¿de qué manera puede ayudamos en la interpretación el
conocimiento de otra escritura (por ejemplo, el chino)? ¿Se lee un carácter chino de
una sola manera (lingüísticamente)?
3. La lengua de los jeroglíficos.
a. ¿De qué manera puede el conocimiento de la fonética, la morfología y la
sintaxis aplicarse al desciframiento de los jeroglíficos mayas?
b. ¿Hay entre las lenguas mayenses grandes diferencias sintácticas que se orienten
a la eliminación de ciertos grupos por ser incompatibles con la estructura jeroglífica
(por ejemplo, la frecuencia y la posición de partículas)? (Carroll)
c. ¿Pueden las variaciones lingüísticas como las que hay entre el chol y el
yucateco, el yucateco y el mam, implicar cambios sistemáticos en la escritura?
(Carroll)
d. ¿Qué indicios específicos hay de que el chol o alguna lengua choloide fue la de
los jeroglíficos? (Kelley)
4. Enfoques y demostraciones en el desciframiento.
a. Ejemplos escogidos:
Thompson (¿Thompson?)
Whorf (Carroll)
Knorosov (Kelley)
b. ¿Deja alguno o la totalidad de los anteriores de constituir prueba suficiente?
(Abierto a la discusión.) ¿Cuáles son las debilidades de cada cual?
pitz, «jugar pelota», con los signos para pi y para tzi, combinados así: