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En el lado salvaje
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Libro electrónico625 páginas17 horas

En el lado salvaje

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Las gemelas Arc y Cisi se crían en los arrabales de Chillicothe, Ohio, cerca del río y a la sombra de la gran fábrica de papel que da de comer a la ciudad. Viven con su madre depresiva y con su glacial tía Trébol, ambas drogodependientes. Arc se pasa el día cavando en busca de huesos de dinosaurio y de lo que sea que su madre perdió hace tiempo. Cisi elabora catálogos de bulbos y pedalea entre los narcisos de su querida abuela Asclepia, único asidero emocional de las niñas.

Pero no hay bicicleta lo bastante rápida para esquivar los precedentes familiares, decididos a arrastrar a las pequeñas al lado salvaje de la vida. Allí están también Harlow, Jueves, Violeta, Nell Salvia e Índigo. Madres solas, prostitutas y toxicómanas. Mujeres que no le importan a nadie, y mucho menos a la policía, cuando sus cuerpos empiezan a aparecer, uno tras otro, flotando en el río.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 may 2024
ISBN9788418918995
En el lado salvaje
Autor

Tiffany McDaniel

Tiffany McDaniel is the internationally bestselling author of Betty, and the novels The Summer That Melted Everything and On the Savage Side. Drawing from her Cherokee heritage, she is a poet, a novelist, and a visual artist. She is the winner of over a dozen literary prizes, including The Guardian’s Not the Booker, the Ohioana Reader’s Choice Award, Friends of American Writers Chicago, the Society of Midland Authors, and the FNAC. She lives with cats and a dog surrounded by the trees and wildlife that she loves. When not writing, she may be found in the garden or walking in the woods. Tiffany was awarded the prestigious title of Knight of the Order of Arts and Letters in July 2021.

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    En el lado salvaje - Tiffany McDaniel

    PRIMERA PARTE

    Illustration

    CAPÍTULO 1

    El poder de una flor es que se eleva sobre lo que tiene alrededor.

    POETA NARCISO

    El primer pecado fue creer que nunca moriríamos. El segundo fue creer que estábamos vivas.

    Cuando una mujer desaparece, ¿cómo se la recuerda? ¿Por su preciosa sonrisa? ¿Por su bonita cara? ¿Por la droga presente en su organismo? ¿O por todos los clientes con aliento de drogadicto y deseos mundanos?

    En Chillicothe, Ohio, reina una conocida disputa. La misma disputa que ha reinado en campos que en su día fueron bucólicos, donde se ha creado una industria y varias generaciones han vivido del sustento de abuelos y padres que trabajaban en la fábrica de papel hasta que por la noche volvían a casa, en la que se convertían en los capitanes de la mesa de la cena mientras nuestras madres eran mujeres de manos inmortales que recogían nuestras plegarias caídas y las atendían.

    Pero esos dioses entre la gente corriente eran un mito. Tenían tanto de reales como los héroes de la antigua Grecia. Resultó que Chillicothe, Ohio, estaba lleno de mortales.

    La tierra había sido llamada Chala-ka-tha por las tribus indígenas que habían vivido en ella miles de años antes de que los colonos europeos viniesen a robársela y a ponerle un nombre que la lengua blanca pudiese hacer suyo. Chillicothe.

    Fieles a sus costumbres de blancos, industrializaron la tierra. Chillicothe creció en edificios y tejados a dos aguas, compitiendo con las colinas de alrededor. En el nuevo reino, había sido la primera capital de Ohio, antes de que eso también le fuese arrebatado. Se podían ver restos de ese esplendor en la presencia de un par de grandes almacenes, cuyos pasillos estaban unidos a la rueda incesante de carritos de la compra y de vales dominicales. Bajo el fuerte aliento del desarrollo y el asfalto, se hallaban las copas redondeadas de los árboles que se mecían al viento y los vestigios de los que habían vivido siglos antes. Cuna de lo que había sido la rica cultura de los Primeros Pueblos, Chillicothe era un lugar primario de excavaciones geométricas y túmulos. Repletas de dientes de tiburón fosilizados, obsidianas y conchas del lejano océano, las excavaciones eran algo mágico para una niña como yo. De pequeña, cavaba bajo los abundantes escarabajos y las lombrices, en lo profundo del suelo fresco y nativo, esperando descubrir el rastro enterrado de lo bello y lo oculto.

    Algunas personas contemplan un lugar como es. A mí me gusta contemplarlo como será descubierto en el futuro. ¿Qué objetos dejaría Chillicothe, Ohio, en la tierra oscura si desapareciese con el paso del tiempo? Habría tirantes de piel de los bolsos de las mujeres que visitaban las secciones de maquillaje cada Semana Santa por las rebajas, pajitas de plástico de la lista casi interminable de restaurantes de comida rápida, chaquetas de camuflaje de los depredadores y plumas de los nidos de las presas. Habría viejos folletos sobre Tecumseh, fotos familiares de álbumes forrados en tela, páginas marcadas de la Biblia y jeringuillas usadas para recordarnos que no éramos perfectos.

    Pero sobre todo habrá distintas capas. Capas de furia, de belleza, de las horas que se marchitan como la hierba seca. Y encima, como depósito final, el serrín de la fábrica de papel. Tal vez hasta conserve el olor, mezclado con la tierra, endurecido con las piedras, renovado a cada bocanada. Los vecinos se referían al aroma que venía de la fábrica como el olor del dinero. Pero delante de los que no habían nacido ni se habían criado en Chillicothe, se tapaban la nariz y decían: «Caray, cómo apesta esta ciudad».

    Durante toda nuestra vida, mi hermana Cisi y yo pensamos que el mundo entero olía así. Una mezcla de huevos podridos, basura caliente y los gases tóxicos que desprende la madera cuando la obligan a convertirse en papel. El hedor salía de las chimeneas a rayas rojas y blancas y ascendía hasta el cielo, donde ahogaba a los pájaros antes de volver a caer sobre nosotros como una manta y pegarse a nuestra ropa, nuestro pelo y nuestros hogares.

    Precisamente a la sombra de la fábrica de papel era donde vivíamos Cisi y yo con nuestra madre Adelyn y su hermana Trébol, en la parte de la ciudad que no se veía al mirar por la calle Mayor, con sus edificios de ladrillo y hormigón construidos por los hombres de antaño. Nosotras vivíamos en la zona sur, donde los propietarios de chabolas alquilaban casitas de bloques de hormigón. La nuestra estaba pintada de un marrón que según Cisi era el color de la Pepsi-Cola aguada. A mí me parecía el color de la arena del lecho del río dejada secar en las plantas de nuestros pies y desteñida a la luz del sol. La casa tenía un pequeño porche con barrotes metálicos negros por entre los que mi hermana y yo nos pasábamos notas cuando jugábamos a que estábamos en lados opuestos del mundo.

    —He escrito mi nota con tinta morada de unicornio —decía siempre Cisi, cuyo boli era tan negro como el mío.

    Las casas tenían una incómoda proximidad unas con otras. Si había una riña al lado, la oías. Si había cena en el horno, la olías. Si había una mujer sentada a la mesa de la cocina con la cara entre las manos, la veías.

    Tal vez, cuando habían construido las casas, habían echado el hormigón con cuidado en los porches en vísperas de que se colocasen los felpudos. Pero a medida que las noches se agolpaban contra el tiempo perdido de quienes se pasaban el día durmiendo, se convirtió en una parte de Chillicothe en la que las ratas estaban dispuestas a arrancarse las patas a mordiscos para huir de aquel infierno. Un infierno del que mi hermana y yo intentábamos escapar en nuestras bicis. No creíamos que nada pudiese empeorar, pero en 1979, cuando teníamos seis años, nuestro padre murió y nuestra madre se puso a gritar mientras mi hermana y yo nos cogíamos de las manos, con las espaldas pegadas a la pared.

    Yo pensaba que nuestra madre había colgado la ropa de nuestro padre en las ventanas por rabia. Por la forma en que aporreaba las paredes con los puños, parecía que la enfureciese que él se hubiera muerto.

    —Si no estuviera ya muerto, lo mataría —dijo rompiendo a patadas el armario de la cocina antes de sacar el cajón de los trastos y volcarlo en el suelo.

    Cogió el martillo y unos clavos.

    —Ese hijo de Chillicothe se va a enterar.

    Levantó una de las camisas de franela de papá del suelo por la manga y la arrojó hacia la ventana como si lo sacase a él de la tumba. A continuación, arrastró el viejo sillón tapizado por el suelo y, al subirse a su cojín marrón de flores, se cayó como mínimo cinco veces.

    El fino tirante de la camisola roja se le había caído y había dejado parte de su cuerpo desnudo. Mi madre llevaba camisolas a modo de camisetas todo el año. Incluso durante los meses en los que el suelo se helaba. A veces las combinaba con amplios vaqueros cortados. Otras con unas simples medias de satén, usadas tantos días que se estiraban y se ensanchaban en la parte de atrás y la entrepierna. Cuando llegaba el invierno se ponía pantalones de chándal con cintura elástica, sobre todo de color melocotón o verde azulado, subidos por encima de las llagas que tenía en las pantorrillas. Ese día de 1979 estábamos a finales de la primavera, y ella llevaba unas medias de satén azul claro, pero tan descoloridas que se habían vuelto grises.

    Cisi y yo observábamos cómo nuestra madre clavaba la ropa de nuestro padre a la pared golpeando tan fuerte con el martillo que siempre se formaban pequeñas grietas en el yeso alrededor de los vaqueros raídos y sucios, la ropa interior amarillenta e incluso el uniforme del ejército chamuscado de cuando ella había intentado quemarlo antes de pensárselo mejor y decidir conservarlo.

    —Picha de lagartija —masculló mamá subiéndose al ancho reposabrazos para mantener el equilibrio.

    —Más te vale no caerte del sillón, Addie. —La tía Trébol no quitaba los ojos de la imagen del río Danubio en Hungría que discurría por la tele—. Tendremos que tirar tu cuerpo a la maleza para que te lleven los animales. Escupe, escupe, araña, ¿dónde la escondes, anda? —Trébol se escupió en la palma de la mano y golpeó con ella el brazo del sofá—. En la sangre. Ahí.

    Cada vez que la tía Trébol pronunciaba la palabra «sangre», cosa que hacía a menudo, la decía como si perteneciese a un pueblo que había derramado más que ninguno. Estaba sentada despatarrada en el viejo sofá, que lucía el mismo color que el círculo de óxido del lavabo del cuarto de baño. Tenía los pies apoyados en la mesa de centro, lo bastante separados para que las cajetillas de cigarrillos vacías, las botellas de cerveza y los cuadraditos de papel de plata se amontonasen entre sus tobillos, con las pulseras tobilleras caídas hasta las plantas sucias de los pies.

    Utilizaba el camisón que le envolvía los hombros para secarse el sudor de la frente. Era de satén azul lechoso. Tenía tantos años como ella, que para Cisi y para mí era solo una hora menos que el polvo acumulado en casa. A decir verdad, a la tía Trébol todavía le faltaba una semana para cumplir los treinta. Simplemente lucía los rigores de la vida con un poco de antelación.

    —¿Puedes hacer más ruido con el puto martillo? —preguntó, sacudiendo la cabeza con cada palabra.

    Aunque Trébol nunca veía la tele con el sonido puesto, siempre se estaba quejando de que alguien hacía tanto ruido que no la dejaba escuchar el puñetero canal.

    —Métete el puño en la boca a ver si te ahogas, Trébol —replicó mamá haciendo todavía más ruido con el martillo.

    Una vez que todas las ventanas estuvieron tapadas, empecé a dudar de la furia de mamá porque lo único que hizo entonces fue recorrer el pasillo hasta su cuarto llorando y soltar el martillo por el camino.

    —Vuestra madre es ahora la mujer de un fantasma, niñas —declaró la tía Trébol, que se inclinó hacia delante y logró encontrar su lápiz de ojos azul bastante rápido entre la basura de la mesa—. Ya no volverá a ser joven.

    Sin usar un espejo, Trébol se pintó el contorno de los ojos con el delineador y se llevó el lápiz hasta cada una de las sienes. En esas líneas rectas cruzó unas equis diminutas hasta que parecieron las púas de la alambrada situada junto a la vía del tren.

    —¿Tía? —dijo Cisi observándola—. ¿Cómo es que siempre llevas lápiz de ojos azul?

    Cisi se puso a cantar la palabra «azul» hasta que yo me uní a ella.

    —Porque cuando se nos cae la piel —contestó la tía Trébol—, el color que hay debajo es azul. ¿Cómo me ha quedado el alambre de espino? —Giró la cabeza de un lado al otro mostrando las pequeñas equis—. ¿Me protegerá de los monstruos boca abajo que se alimentan de sangre de mujer?

    Asentimos con la cabeza mientras ella se levantaba y se ponía su chaleco negro con flecos por encima del top corto, tan escotado que se le veía el encaje del sostén. Llevara lo que llevase, nunca se quitaba el cuello de imitación de piel de leopardo. Tenía unas solapas redondeadas y un broche en la parte delantera, como los cuellos que llevaban los marineros de los cuadros que aparecían en los libros que yo sacaba de la biblioteca.

    Se quitó el cuello para sacudirlo contra su pierna. En el aire se levantaron nubes de polvo. Esa sería toda la limpieza que recibiría. Cuando volvió a colocárselo, ronroneó enroscando la lengua mientras cerraba el broche.

    Me puse de pie sobre el cojín del sofá para acariciar el cuello y le pregunté:

    —¿De dónde decías que lo trajiste, tía?

    —De cuando estuve en la selva —respondió—. Fue el único recuerdo que traje. Venga, quítale los dedos pringosos de encima.

    —¿Cómo lo trajiste de la selva, tía Trébol? —Cisi se cruzó de brazos—. Tú nunca has salido de Chillicothe.

    —Aquí también hay selvas, pequeña.

    Nunca nos había llamado «pequeña» a ninguna de las dos. Sonó tierno con su acento, como si lo hubiese dicho cientos de veces mientras preparaba sopa.

    —Anda, dame el pañuelo. —Señaló el camisón del sofá.

    Cuando se lo di, se lo echó sobre los hombros. Mi tía lo llamaba su pañuelo nocturno.

    —Porque solo las mujeres que llevan el río a las espaldas pueden ponérselo —como ella te decía—. Y yo he estado llevando el río a la espalda desde que tenía edad para saber que, o llevas el río, o el río te lleva a ti. Mi pañuelo nocturno es la onda del agua. La clase de onda que solo sale a la luz de la luna.

    La seguimos al cuarto de baño, con el largo y estropajoso cabello pelirrojo rozándole los bolsillos traseros de la falda vaquera. Nos sentamos en el borde de la bañera y observamos cómo se escalonaba el flequillo con el cepillo rosa. Luego nos quedamos mirando el cinturón de piel blanco que llevaba. Tenía una huella dactilar manchada de sangre junto a la hebilla dorada y otras en la zona situada sobre la cadera derecha. La sangre era de cuando se había partido el labio. Otra, de un puñetazo en la nariz. Y otra después de esa, de un corte en el dorso de la mano. Se había frotado la sangre contra las diminutas espirales del dedo y había presionado fuerte contra el cuero, soplando para que se secase más rápido.

    —¿Creéis que esta noche ganaré mucha pasta, niñas? —preguntó, dejando el cepillo del pelo para subirse las tetas—. ¿Suficiente para ir a Brasil? —Meneó las caderas—. ¿O a Marruecos? Sí, allí es adonde pienso ir.

    Vimos cómo se cepillaba los dientes que le quedaban con el dedo. Después de escupir, se miró al espejo. En algunas partes del cristal había trocitos de cinta adhesiva transparente. Mientras estudiaba su reflejo, se acercó a él inclinándose con el ceño fruncido, la vista fija en un punto situado sobre su hombro derecho.

    —Hay otra —dijo, cogiendo el pequeño rollo de cinta adhesiva del lavabo—. Otra grieta.

    Arrancó un trozo y lo pegó sobre la imagen reflejada de su hombro.

    —Hay que sellar las grietas —aseveró, haciendo presión sobre la cinta—. Si no, se harán cada vez más grandes hasta que se abran del todo y os roben el nombre. Acordaos, niñas. Algún día a vosotras también os saldrán grietas en la piel. Y se os agrietará todavía más porque tenéis canicas de bruja en lugar de ojos.

    Contempló la cinta adhesiva del espejo para asegurarse de que los bordes estaban bien sellados.

    —Ayudadme —nos pidió—. Ayudadme a comprobar que las grietas están bien cerradas.

    Saltamos de la bañera, nos pusimos de puntillas y al presionar la cinta con los dedos, notamos el cristal frío detrás.

    —Apretad bien —nos mandó—. Con todas vuestras fuerzas. No querréis que vuestra tía se haga cachitos, ¿verdad?

    Apretamos tanto que las tres acabamos gruñendo. Eso pareció satisfacer a la tía Trébol cuando sonrió a su reflejo.

    —Escupe, escupe, araña, ¿dónde la escondes, anda? —Se escupió en la palma de la mano y la estampó contra el espejo—. Ahí.

    Y apagó la luz.

    —Hay comida en el congelador. —Cogió el bolso camino de la puerta principal, arrastrando el pañuelo nocturno por detrás—. Menos mal que vivimos en una casa de bloques de hormigón.

    —¿Por qué, tía? —pregunté.

    —Porque no se puede incendiar. —Guiñó el ojo antes de cerrar la puerta de golpe.

    Una vez que se hubo marchado, Cisi y yo imitamos sus andares, contoneando las caderas hasta que nos dio la risa tonta y nos dejamos caer hacia atrás contra la ventana. Cuando una de las perneras del pantalón de papá cayó sobre el hombro de Cisi, dejó de reírse y preguntó:

    —¿Por qué crees que mamá no ha tirado la ropa de papá al barro como hizo con sus zapatos? ¿O por qué no la ha cortado como cortó sus cinturones?

    —A lo mejor es por el viento —respondí—. Así, cuando entre por la ventana, se pondrá su ropa. Se pondrá sus camisas y pantalones viejos. A lo mejor lo ha hecho por eso. Para darle al viento ropa y que no entre siempre en casa desnudo.

    —Vamos a ver si ella nos dice lo mismo —susurró Cisi—. Y entonces lo guardaremos como un secreto.

    Echamos una carrera hasta el cuarto de nuestra madre. Estaba al fondo del todo del estrecho pasillo. La puerta blanca estaba cerrada. Cisi metió el dedo en el ojo de la cerradura y lo giró como si la abriese. Dentro, la habitación estaba a oscuras. La bombilla del ventilador del techo se había fundido, y nadie la había cambiado desde entonces. La única fuente de luz era una lámpara verde que había en el suelo en un rincón, pero la pantalla estaba tan sucia que la luz a duras penas la traspasaba.

    —¿Mamá? —la llamó Cisi desde la puerta—. ¿Estás ahí?

    Pisamos despacio tanteando los objetos esparcidos por el suelo con los dedos de los pies descalzos. Ya no había somier, solo el colchón gris con estampado de grandes flores azules arrimado a la pared bajo las ventanas. El resto de los muebles eran austeros. Una vieja cómoda con los cajones abiertos y la ropa desparramada. La mesilla rosa había tenido patas en otro tiempo, pero mamá las había partido de tal manera que el cajón quedaba directamente encima del suelo y el tablero al alcance desde el colchón.

    Deslicé los dedos por las paredes pintadas años antes de verde claro y llenas de las palabras escritas con rotulador por dos yonquis. Podía distinguir la letra de mi padre de la de mi madre. Él siempre escribía inclinado a la derecha. Ella siempre escribía inclinada a la izquierda. Sus palabras nunca se tocaban del todo. En algunas partes, las letras parecían pájaros dibujados que se alejaban volando el uno del otro.

    —¿Mamá? —volvió a llamarla Cisi, justo antes de que la viésemos moverse en el colchón.

    Estaba usando el petate del ejército de mi padre como manta.

    —¿Quién anda ahí? —La voz de nuestra madre sonó en un susurro ronco—. ¿Quién anda en mi cuarto?

    —Hola, mamá. —Cisi se acercó al colchón, se sentó en el montón de ropa sucia y preguntó—: ¿Por qué has puesto la ropa de papá en las ventanas?

    —¿Qué?

    Mamá puso los ojos en blanco y palpó la abarrotada mesilla de noche.

    —Sus cosas. Mamaaá. —Cisi tuvo que repetir la pregunta no una, sino tres veces—. Escúchame.

    —Ah, yo he colgado su ropa, Cisi. He sido yo —dijo mamá—. Yo lo he hecho.

    Parecía que sus palabras tuviesen pegamento y se enganchasen unas a otras.

    —Lo sabemos, mamá —asentí—. Pero ¿por qué? ¿Lo has hecho para vestir al viento?

    —Él se ha ido, pequeñas. —Se dio la vuelta—. Vuestro padre está muerto.

    —¡Lo sabemos! —grité—. Ya lo sabemos.

    Ella se incorporó parpadeando, y el petate le bajó a la cintura.

    —Entonces, ¿por qué coño no lo habéis dicho? —Se pasó los dedos por el pelo—. Mocosas de mierda. ¿Se ha ido ya Trébol?

    —Sí —contestó Cisi—. Llevaba el alambre de espino. Estará fuera toda la noche.

    —Mierda.

    Mamá se puso la mano en la cabeza.

    Le di un empujón a Cisi y señalé el agujero que había en un lado del colchón. Era nuevo. Tenía escasos centímetros de diámetro y los bordes deshilachados. Distinguí el extremo de un mechero que asomaba de él, unas cuantas gomas elásticas y algo que parecía el capuchón de un bolígrafo.

    —Dejadme en paz, niñas.

    Mamá se dio la vuelta, y nos llegó un olor a sudor corporal.

    Nos tapamos las narices mientras Cisi preguntaba:

    —Pero ¿por qué has puesto la ropa de papá en las ventanas?

    —Me cago en la leche. —Mamá se secó la baba de la barbilla—. Pues para que el mundo piense que aquí vive un hombre. Si se enteran de que ahora solo hay mujeres en esta casa, nos harán sentarnos desnudas en la grava hasta que se nos clave en las piernas. Y entonces no podremos volver a nadar en el río. Nos hundiremos como piedras. ¿Sabéis lo que pasará? Andaremos con tanto peso que nos quedaremos sin aliento. Nos pasaremos el resto de la vida intentando recuperarlo. Y ahora dejadme en paz. —Dio un manotazo al colchón, y el olor a orina se elevó en el aire—. No puedo pensar con vosotras dos encima todo el tiempo.

    —Venga, Cisi. —La ayudé a levantarse—. Vamos a comer algo.

    Al salir, Cisi agarró la manga de la camisa de cuadros colgada en la ventana. Tiró de ella tan fuerte que la tela se desgarró y arrancó el clavo. El sonido invadió la habitación e hizo que nuestra madre se incorporase más rápido de lo que la habíamos visto incorporarse nunca.

    —Perdona, mamá. —Cisi se quedó inmóvil, temblando, y la camisa se le cayó al suelo—. Yo no quería…

    —No. —Mamá se puso a llorar mientras salía a gatas del colchón y golpeaba fuerte con las rodillas contra el suelo haciendo un ruido sordo—. ¿Por qué lo has hecho, niña tonta?

    —Perdona, mamá —repitió Cisi con un hilo de voz.

    Mamá agarró a Cisi por el brazo. Cuando yo traté de intervenir, tiró también de mí.

    —Os voy a vender a las dos a la fábrica de papel —nos amenazó, lanzándonos al suelo—. Os subirán a la cinta transportadora como a los troncos, y la sierra irá a por vosotras. Zas, zas. —Imitó el sonido de la sierra al tiempo que nos arañaba la piel con las uñas—. Os cortará y os convertirá en papel fino. Zas, zas. Ya no seréis niñas. Y estaréis calladas. Como el papel.

    —No, mamá, no —gritamos las dos.

    —Oh, sí, mamá, sí. —Nos clavó más las uñas en la piel—. Cuando os hayáis convertido en papel, os quemaré hasta que solo quede ceniza.

    —No.

    Levanté el brazo y le di a mi madre una bofetada. Mientras Cisi retrocedía y se ponía a llorar contra la pared, yo me quedé debajo de mamá. Le dirigí una expresión ceñuda, y ella me miró antes de recoger la camisa de papá del suelo y sostenerla contra el pecho palpitante.

    —Sois unas niñas malas, muy malas.

    Abrazó la camisa y se arrastró por el suelo hasta la lámpara, donde inspeccionó la tela bajo la luz como si buscase rotos o agujeros. Estrechó fuerte la camisa mientras la luz le iluminaba la cara.

    Alguien le había dicho una vez que tenía unas mejillas bonitas, de modo que se cortó el cabello pelirrojo y se dejó una melena breve como las que aparecían en las revistas que leía en aquel entonces, a finales de los setenta. Se decoloraba el pelo y se lo peinaba de punta, dejando las raíces a la vista. Tal vez en otro tiempo había tenido las mejillas bonitas, pero sus ojos de párpados caídos estaban ahora hundidos y llorosos, y los iris verdes habían ido desapareciendo cada vez más hasta dar la impresión de que únicamente tenía pupilas negras, un reflejo de las sombras que la rodeaban.

    La nariz le moqueaba continuamente, y los orificios nasales estaban irritados debido a ello. Tenía marcas en la piel de rascarse sin parar, un hábito que empeoraba por las noches; los arañazos unían las llagas antiguas con las nuevas. El sudor de la frente siempre le dejaba húmedo el pelo de la coronilla, y la mugre que no se lavaba a diario se acumulaba en unas arrugas que era demasiado joven para tener. Con solo seis años, yo ya quería meterla en la bañera porque pensaba que podría quitárselo todo como si no fuese más que la suciedad de una caída.

    —¿Por qué le hacéis esto a vuestro papá? —preguntó mientras abrazaba la camisa contra su puntiaguda barbilla—. ¿Por qué lo arrancáis de la ventana de esa forma? ¿Eh? ¿Por qué le hacéis esto? Os odio a las dos. Ojalá no hubierais nacido.

    Echó a correr a cuatro patas hacia nosotras gritando. Salimos apresuradamente de la habitación. Nuestro escondite no era muy bueno. Estaba en la cocina, en el estrecho espacio entre la nevera verde y la pared revestida con paneles donde se tiraban los calendarios de pared viejos. Los amontonamos encima de nosotras y esperamos.

    —Respiras muy fuerte, Arc —susurró Cisi—. Nos encontrará y nos dará de comer al monstruo de la aguja.

    Cuando oímos que la puerta del cuarto de nuestra madre se cerraba de golpe, salimos a gatas sabiendo que ella no aparecería el resto de la noche.

    —A veces mamá da miedo —confesó Cisi empujando el taburete por el suelo y subiéndose a él para llegar al teléfono de la pared.

    Derramando lágrimas sobre los botones, marcó el número de la abuela Asclepia y contó los segundos que pasaban hasta que ella contestó. Mientras Cisi le contaba a nuestra abuela todo lo que había pasado, yo acerqué una silla a la nevera para poder abrir el congelador y saqué un envase de macarrones con queso congelados.

    —Ha puesto las camisas y los pantalones de papá en todas las ventanas —oí decir a Cisi mientras abría el envase y quitaba el plástico antes de meter el recipiente en el horno—. Y luego ha intentado convertirnos en papel.

    —No te preocupes, tesoro. —La voz de la abuela resonó en la cocina—. Yo me ocuparé.

    A la mañana siguiente nuestra abuela vino con sus pañuelos finos en tres tonos distintos de fucsia. Traía un rollo de tela amarillo chillón debajo del brazo.

    —No puedes cubrir la casa con la ropa de un muerto —le dijo a mamá—. A veces no sé qué te pasa por la cabeza, Adelyn.

    —Cuánto brilla —observó Cisi estirando el brazo hacia la tela amarilla—. Es lo más bonito que tendremos en la vida, Arc. Seguro que es lo que las mariposas tienen en las alas.

    —Esa tela no quedará bien aquí, mamá —apuntó mi madre mientras se miraba a un pequeño espejo sobre la mesa de la cocina.

    Se estaba preparando para salir a alguna parte embadurnándose los párpados con delineador. No paró de pintarse el contorno hasta que tuvo que volver a afilar el lápiz de ojos, para lo que usó un cuchillo.

    —¿Dónde está Trébol?

    La abuela Asclepia hizo sitio a la tela en la mesa recogiendo los platos sucios. El fregadero estaba tan lleno que tuvo que ponerlos en el suelo. Utilizó el pie para esconderlos debajo de la mesa.

    —Se ha ido a París —respondió mamá, sacando morros y mandando besos sonoros a su reflejo—. De todas formas, no sé por qué te empeñas en cambiar de cortinas, mamá. Nuestras cortinas están bien. De hecho, son maravillosas.

    —Piensa en las niñas, Adelyn.

    La abuela Asclepia puso los brazos en jarras.

    —¿Abuela? —terció Cisi alargando la mano y tirándole de la manga.

    —Oh, casi me olvido. Tomad, nenas.

    Nuestra abuela abrió la cremallera de su riñonera y nos dio a mi hermana y a mí un nuevo juego de rotuladores.

    El suelo de casa no era de madera, ni de linóleo, ni de moqueta. Era de hormigón duro pintado de blanco por alguien que supongo que pretendía ocultar la dura realidad del suelo sobre el que andaba. Entre la suciedad y la mugre, mi hermana y yo dibujábamos. Casas con familias hechas con muñecos de palitos. Perros y gatos. Un par de payasos. Caballos que deseábamos que fuesen nuestros y flores que deseábamos tener. Nuestra abuela era quien nos traía rotuladores para asegurarse de que siempre teníamos suficiente rojo para pintar la espalda de la mariquita, suficiente azul para el cielo, suficiente verde para dar vida a las colinas. También dibujábamos a nuestra madre y nuestro padre. Les poníamos sonrisas porque eran dibujos y en los dibujos no hace falta decir la verdad.

    —Gracias, abuela Asclepia —dijo Cisi sonriéndole.

    Siempre la llamábamos abuela Asclepia,1 nombre que debía a la planta en la que las mariposas monarca ponían los huevos. No os podéis imaginar la cantidad de veces que levantábamos la mano a los lunares lisos de su cuello y le decíamos que eran los huevos que habían dejado las mariposas que revoloteaban alrededor de las flores que crecían enfrente de la puerta trasera.

    —De nada, tesoro. —Mi abuela acarició la cabeza de Cisi—. Y ahora tú y tu hermana id a jugar. Tengo que hablar con vuestra mamá.

    Salimos corriendo al pasillo, pero no fuimos lejos y pegamos las orejas a la pared.

    —Mira que colgar a su padre de esa forma —estaba diciendo la abuela—. Debería darte vergüenza, Adelyn. ¿Cómo quieres que superen su muerte si su ropa tapa la luz que deberían estar viendo? Mantengo lo que dije ante su tumba. Si no haces limpieza, y me refiero a ti, la casa, todo, volveré a llevármelas.

    —Mamá, no empieces —se quejó mi madre—. Trébol está aquí. Todo va bien. Las niñas son felices.

    —¿Con quién crees que estás hablando?

    —No vas a llevarte a mis hijas, mamá. Si lo haces, me suicidaré. ¿Me oyes? Si ellas no están aquí, ¿qué motivos me quedan para mejorar? Las quiero. Por favor, mamá. Te juro que me suicidaré. ¿Quieres limpiar la sangre de tu hija? ¿Quieres enterrarla? Pues más vale que elijas un ataúd bonito, mamá, porque si te llevas a mis pequeñas, será culpa tuya.

    —Oh, Adelyn.

    La abuela Asclepia dejó escapar un suspiro profundo y cansado.

    Cuando oí que las patas de la silla raspaban contra el suelo, supe que mi madre se había levantado para abrazar a la abuela. Era algo que siempre hacía, justo antes de meter la mano en la riñonera de nuestra abuela y quitarle el dinero que tuviese.

    A continuación se hizo el silencio hasta que la abuela Asclepia chasqueó la lengua y dijo:

    —Toda la luz tapada… Te encantarán las cortinas amarillas, Adelyn. Te animará ver un color tan alegre. Necesitas más amarillo en tu vida, cariño.

    —Ya viene —susurré a Cisi al oído.

    Cuando la abuela salió para ir a su coche, nos cogimos de la mano y fuimos corriendo a echarnos en la hierba como si llevásemos allí desde el principio. Ella nos sonrió antes de estirar el brazo hacia el asiento trasero y sacar su robusta máquina de coser.

    Formé una bocina con las manos alrededor de la boca y grité:

    —¿Vas a coser algo, abuela Asclepia?

    —Os voy a coser unas cortinas nuevas, corazón. —Llevaba la máquina de coser con las dos manos y emitía una serie de gruñidos.

    —Unas cortinas nuevas, Arc. —Cisi sonrió—. Espero que me haga primero unas para mi cuarto.

    A los pocos minutos de que la puerta mosquitera de la entrada se cerrase, oímos el zumbido regular de la máquina de coser. También oímos la discusión. Cisi se sentó y se tapó los oídos. Le agarré una mano y le pregunté:

    —¿Quieres ver algo guay, Cisi?

    La ayudé a levantarse y nos fuimos corriendo al jardín de la parte trasera.

    —Mira allí.

    Señalé el avispero que se mantenía en equilibrio en las ramas del arce moribundo.

    —Oh —suspiró Cisi—, qué bonito, Arc. Zzz, zzz, zzz. ¿Crees que los avispones querrán ser amigos nuestros?

    —Puede que no. El avispero está alto. Eso significa que será un invierno duro2 —dije, como habría hecho la abuela.

    Cisi se puso a aplaudir al avispero mientras yo me sentaba y usaba una piedra para raspar las capas de tierra de la base del tronco del arce. Procuraba no escuchar los gritos de mamá, que aumentaron de volumen mientras la máquina de coser seguía funcionando. La voz de la abuela Asclepia era como un eco lejano.

    —Aplaude conmigo, Arc. —Cisi zumbaba.

    —No puedo —repuse—. Estoy cavando. Voy a buscar algo bonito para que mamá vuelva a ser feliz.

    Las dos alzamos la vista al oír que mamá salía corriendo por la puerta trasera. Estaba vestida únicamente con un retal de tela amarillo intenso alrededor de las caderas como una faja caída. Llevaba una botella de vodka en la mano y tenía polvo blanco alrededor de los agujeros de la nariz.

    —La abuela se va a enfadar —anunció Cisi mientras yo me levantaba en el agujero que había cavado.

    —¿Mamá? —le grité—. Vístete. Vístete, mamá.

    Deseé que en ese preciso instante lloviesen camisolas y vaqueros cortados del cielo.

    —Está toda sudada —observó Cisi mientras mirábamos cómo relucía el cuerpo de nuestra madre.

    —¡Para, mamá! —chillé—. Por favor. ¿Qué haces?

    —Está bailando —dijo Cisi riendo como una tonta.

    —¿Bailando?

    A mí me pareció que se apartaba sobresaltada de algo, como una abeja o una mosca. Tardé un instante en ver que se bamboleaba acompasadamente. Cuando cayó al suelo, no paró. Era como si no se diese cuenta de que tenía la espalda contra la hierba. Siguió balanceando los brazos y agitando las piernas.

    —No todas las madres pueden bailar en el suelo, Arc —declaró Cisi, riendo más fuerte.

    A mamá se le había corrido el pintalabios naranja. Regueros de rímel azul eléctrico le caían sobre los forúnculos de las mejillas. Era una mujer delgada. Esa delgadez confería a su cuerpo unas líneas duras que parecían esquinas a las que les costaba formar lo que debía ser curvo, como la cintura y las caderas. Mi hermana y yo nos quedamos mirando en silencio las estrechas caderas de nuestra madre, preguntándonos cómo podíamos haber nacido entre ellas.

    —Soy libre —gritó mamá al levantarse.

    Cuando pasó corriendo junto a nosotras, Cisi estiró el brazo y sus dedos rozaron el extremo de la faja amarilla.

    —Soy libre —repitió mamá—. Soy…

    A nuestra madre le dio el hipo justo cuando la abuela Asclepia salió de casa, con las gafas en la nariz y una cinta métrica en la mano. Sujetaba la cortina que ya había cosido y abrió mucho los ojos al ver a su hija.

    —¿¡Dónde está tu ropa, Adelyn!? —gritó la abuela Asclepia.

    —Lo sien… to, ma… má.

    Como si quisiese demostrar que la botella de vodka vacía que tenía en la mano no era más que un jarrón, mamá empezó a recoger dientes de león del jardín.

    —Por el amor de Dios. Las niñas, Adelyn. —La abuela nos miró a Cisi y a mí antes de sacudir la cortina y perseguir a su hija—. Ven aquí, Adelyn. Para ahora mismo.

    Pero mamá no paró. Siguió corriendo, recogiendo dientes de león y metiéndolos en la botella hasta que la boca estuvo llena de tallos. Solo entonces se la tendió a su madre y dijo:

    —Te he cogido… flo… res.

    —Ya veo. —La abuela Asclepia envolvió rápidamente con la cortina el cuerpo de mamá, que temblaba con cada hipido—. Entra, cariño. Vístete y tranquilízate.

    Las dos mujeres entraron en casa. Mi madre, mirando los dientes de león, y su madre, mirando la cortina amarillo intenso. Un minuto más tarde, mamá volvía a correr por el jardín, y la cortina se deslizaba por su espalda como una capa caída. Mientras ella saltaba y brincaba, la abuela lloraba desconsoladamente en la cocina diciendo que las cortinas habían sido «un tremendo error».

    —¿Arc? —dijo Cisi apoyándose en mi costado.

    —¿Sí? —Ahora me recosté yo en ella.

    —La llorera de la abuela suena como manzanas cayendo de un árbol.

    —Sí —asentí—. Algún día nosotras también sonaremos así.

    Vimos que mamá se tumbaba en la hierba, pero esta vez no movió un músculo, salvo el parpadeo de los ojos y la ligera elevación del pecho cada vez que le venía el hipo.

    —Mamá se va a quedar ahí tumbada tanto tiempo que se convertirá en un pueblo —dijo Cisi—. Nosotras viviremos allí y no pasará nada malo. No morirá el papá de nadie ni se helará ningún río, menos cuando queramos patinar encima con gatos.

    —¿Dónde está mi niña de ojos azules? —preguntó mamá. Cuando lo hacía, yo cerraba el ojo izquierdo y Cisi cerraba el derecho hasta que solo se veían nuestros ojos azules—. ¿Dónde está mi niña de ojos verdes? —quiso saber—. Cerramos cada una nuestro ojo azul y dejamos los verdes abiertos.

    Mamá sonrió mientras Cisi se acercaba y empezaba a recoger los dientes de león que quedaban en el jardín. Yo me uní a ella. Juntas los colocamos sobre nuestra madre.

    —¿Me estáis en… ente… rrando? —preguntó.

    —Luego te desenterraré —prometí.

    —Cla… ro que sí, pequeña. —Me sonrió—. Tú lo de… sentierras todo.

    Eso mismo diría más de una década después, cuando un periodista de Nueva York vino a entrevistarla.

    —Mi Arc lo desenterraba todo —les dijo—. A mi Arc le gusta desenterrar. Ella lo desentierra todo.

    —¿Por qué? —le preguntaron como si de verdad les importase, pero solo era su trabajo.

    —Porque era arqueóloga —contestó mi madre.

    —¿Dónde está ahora? ¿Esa hija arqueóloga suya?

    —En la tierra. —A mamá se le iluminaron los ojos de esperanza—. En la tierra, desenterrando otra cosa. Cada vez que desentierra algo, me lo trae a casa. Siempre lo ha hecho. Y siempre lo hará. Cuando era niña traía a casa tapones de botella. Otra vez trajo un trozo de cuerda vieja. Luego, un aparato de los dientes que había estado en el suelo mucho tiempo. Se notaba por lo oxidado que estaba el alambre. ¿Se lo imagina? No sé qué me traerá a casa esta vez.

    Luego mi madre se sentará a esperar y se colocará lo bastante para saber que hay poco espacio entre el pasado y el presente. En ese espacio, tal vez yo vuelva a casa con ella. Es lo que ella se dirá porque fue lo que yo le prometí.

    Pero nunca volveré a casa. Estoy demasiado muerta para hacer algo así.

    Illustration

    Casi todo lo que el río sabía tenía que ver con los peces, las corrientes y la materia orgánica que se deposita en sus aguas. Por lo tanto, entendía la descomposición del cuerpo humano como nadie. La erosión. Lo que el río mismo le hace a la tierra que lo rodea. Quitándole más y más hasta que es menos de lo que una vez fue.

    La descomposición del cuerpo se producía más despacio con la temperatura fría de su agua que en la hierba cálida. Los largos días y noches flotando serían lo último que el mundo le infligiese a medida que la piel se ablandaba, preparándose para desaparecer. El río observaba cómo los largos mechones de pelo flotaban en su superficie, como gusanos que los peces intentaban comer.

    El río sabía lo que tenía que hacer. Entró en los pulmones y volvió el cuerpo lo bastante pesado para que se hundiese hasta el lodo del fondo mientras los halcones se alejaban sobrevolando las colinas. Cuando los ojos se hincharon y el corazón se empapó, el río lo olió. A veces el corazón tenía un olor dulce y amargo. Otras tenía un olor tan parecido a su agua que el río no podía distinguirlos. Se obsesionó con el momento en el que el cuerpo decía: Soy.

    Bajo estas nubes de Ohio, un río seguirá discurriendo y una madre gritará. En las corrientes avivadas por la lluvia y la niebla, ¿cuánto se alejará un cuerpo de casa?

    1 En inglés, Mamaw Milkweed. Milkweed significa «algodoncillo», un arbusto de hojas rojas y anaranjadas de la familia de las asclepias. (Todas las notas son del traductor.)

    2 Alusión al refrán anglosajón See how high the hornet’s nest, ‘twill tell how high the snow will rest («Fíjate en lo alto que está el nido de los avispones, te dirá lo alta que caerá la nieve»), según el cual la altura de los avisperos permite pronosticar lo abundantes que serán las nieves ese invierno.

    CAPÍTULO 2

    Durante una cantidad de tiempo mínima, soy una rima.

    POETA NARCISO

    1993

    Me llamo Arcade. Me llamaron así por las luces brillantes de la máquina recreativa a la que mi madre jugaba con mi padre cuando estaban lo bastante sobrios para acordarse de cómo se jugaba. Luego me llamaron Arc. Mi madre decía que era su pequeña arqueóloga. A pesar de todas las cosas que he desenterrado, nadie ha venido a desenterrarme a mí.

    En la otra vida hay distancias. También hay caballos. Marrón oscuro como almas quemadas. Con las crines negras. Y estrellas blancas en el pecho. Pasan junto a mí galopando tan rápido que solo puedo estirar el brazo para acariciarlos con las puntas de los dedos. Sus cuerpos son cálidos, su respiración es regular. Sus cascos se hunden en la tierra y levantan polvo rojo hasta que cierro los ojos y veo el otoño de 1993.

    Era octubre. Las hojas habían cambiado, pero todavía no se habían caído. Las calabazas habían madurado, pero todavía no se habían tallado. El aire frío había llegado, pero las lumbres todavía no ardían. Cisi y yo íbamos a cumplir veinte años. Los cielos estaban llenos de nubes que se movían despacio. Habíamos estado en casa de nuestra amiga. Se llamaba Jueves. Vivía en una caravana que según ella era del color de un perro que ladra. A mí simplemente me parecía marrón.

    Estaba cerca del río, a un paseo en coche por el campo y las colinas de las afueras de la ciudad. Sus padres le habían comprado la caravana unos años antes, cuando ella se había negado a volver a casa. Ambos eran profesores y no soportaban la idea de que su hija anduviera en la calle. Le dieron un sitio en el que vivir con la esperanza de que se le quedase pequeño y regresase a casa, donde la aguardaba la vida de horarios cumplidos a rajatabla y planes largamente acariciados que había llevado antes. Ella les dijo que ese momento no llegaría nunca. Incluso se tatuó un sello en el dorso de la mano derecha con la palabra PAGADO. Como los que te ponen en las discotecas. Cuando se lo enseñó a sus padres, les dijo: «¿Lo veis? Me acostaré tarde toda la vida».

    Sus padres pagaban las facturas y le llevaban la compra un par de veces por semana, como hicieron aquel día. El padre, con

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