- Debe ser bonito, con gente buena para llevar ese nombre.
¿Lo conoce maestra, sabe dónde queda?
Únicamente bajas la cabeza asintiendo.
- ¿Está lejos? ¿Más allá del río?
Cómo le vas a contestar, cómo le dices que ese lugar está tan lejos que ni la justicia divina o milagrosa alcanza a quienes no tienen las hojas de papel llamadas pasaporte, cómo le dices que sus hijos viven en el peligro de ser asesinados en cualquier momento. Sus ojos brillantes y húmedos esperan la respuesta, ¿cómo le dices?
- Más allá del río, no mucho. Pero están bien, ¡no se preocupe!
Rompe en llanto.
- Lo mismo me dicen ellos en sus cartas y que pronto vendrán.
Te explica que las cartas las lee y contesta el padre el día que le toca confesarse y hasta le sirven de pretexto para no contarle sus cosas. Ríe un poco.
- Yo no fui niña, me tocó lavar, cortar leña, recogerla, trabajar el campo, cuidar animales, pelar nopales, pescar café, desgranar maíz, hacer hilados, tantas cosas. De chica me encantaban los chicles, no tenía dinero para comprarlos, entonces me metía en la milpa y robaba hojas para tamales y luego las vendía. Ahí andaba, rete contenta, como vaca, masca y masca, para no desperdiciarlo me lo tragaba. Una vez quise robar la gallina del padre para después cobrarle por encontrarla, pero la condenada armó tanto alboroto que me atraparon y me dieron una buena paliza, aún así me gusta el chicle.
Te enseña los hilados que hace con mecate, el entramado es idéntico a las telarañas que están en tu maleta. ¿Qué haces aquí? Creías que ibas a ayudar pero es ella la que te ayuda. Tu presencia es hasta ridícula, ajena. No importa qué diga ella o qué mires. Tus ojos, son ojos ajenos, incapaces de comprender algo. La soga sigue latiendo y enredándose, una pregunta más, un retorcer más de tu aire inerte. Aquí no está tu crisálida, éste es un pozo donde nacen todos los naufragios. Sus tejidos son mosaico donde se esconden las historias, sólo el que los teje conoce los hilos y los porqués.
La luz violeta y el silencio han dejado la tarde en manos de una noche que canta ruidos que nunca podrás describir. Ella, te regala una bolsa y le pides que a cambio te deje regalarle unas clases para leer y escribir. Se atasca de risa y te mira como quien mira a una niña metiendo la mano en la cazuela para sacar algo sin permiso.
- ¡Maestra!, Nadie ha logrado enseñarme y, me gusta no saber por qué el padre lee y escribe muy bonito. Le acepto unos chicles. ¿Sabe?, A los que les gustaría aprender es a los muchachos, pero ellos regresan hasta dentro de ocho meses, cuando acaba la cosecha. Le aconsejo que si quiere trabajar aquí, venga en invierno, para esas fechas ya llegaron, ahora no hay nadie que quiera aprender.
Terminas tu café y tomas el consejo, le compras dos cajas de chicles y, aceptas que aún nadie ha podido alfabetizar a la neblina.
©1996. Lucía
de Luna