Incluso cuando los directores de publicidad y distribución dejaron de pelearse entre sí para conspirar contra él y conseguir que lo despacharan con todos sus bártulos al norte, donde ya solo escribía pasando frío, sobre algún deprimente encuentro en cuarta división con pelea incluida, uno sabía al leer sus crónicas, que estas eran pura literatura. De hecho, sus artículos, se habían recopilado en libros que habían acabado en las bibliotecas y antologías escolares. Pág. 15-16
Mientras comíamos, tuve una conversación de lo más interesante con la señora Fangfoss, que me contó muy indignada que en los periódicos nunca incluían reseñas de las novelas rosa que ella escribía, y que los bibliotecarios de las bibliotecas públicas tampoco las adquirían. Pág. 96
Mientras tanto, la señora Fangfoss, aprovechando la coyuntura, hizo circular una lista de quejas entre la gente del pueblo y animó a sus habitantes a reivindicarlas cada vez que se les acercara alguien de la prensa o la televisión, con la intención de que el mundo se enterara, para gran irritación de las autoridades, de que los baños de nuestro colegio seguían estando en un extremo del patio y que se congelaban en invierno, que la basura de Sinderby se recogía solo una vez cada quince días y no una a la semana como en Banchester, aunque ambos pagábamos los mismos impuestos, y que la biblioteca del condado no quería poner en sus estanterías novelas de amor fáciles de leer, como por ejemplo las suyas. Pág. 169-170
Cómo llegamos a la final de Wembley. J. L. Carr. Tusquets Editores, S. A. 2018. Aportado por Lola