Sabía que el verdadero viaje en el tiempo se hace a pie, volviendo a los lugares donde hemos dejado algo de nosotros. La casualidad quiso que uno de sus muchos itinerarios comerciales transcurriera por aquel valle encajado entre montes viejos y acostumbrados a la fatiga del sol y la continua brega de la lluvia y el viento. Estoicos pellejos del planeta que contemplan cansados la vida de los torpes humanos. Las sendas eran casi las mismas, apenas una pintura recién aplicada enmarcando los límites de la carretera. El mismo sinuoso camino que llamaba a las puertas de la memoria.
El pueblo había cambiado. Materiales sintéticos en las ventanas, semáforos en la via principal y edificios enormes que impedían el paso del sol y multiplicaban los ecos de las tareas cotidianas. Algunas caras conocidas y arrugadas ya, a la sombra de los plátanos en una tarde de verano como otra cualquiera.
Echó de menos el polvo de los caminos de antaño. La civilización se parece mucho a la domesticación. Todo resulta más amable pero se pierde la magia de la verdadera naturaleza de las cosas. Puede que también la de las personas. El camino, en las afueras, seguía sin asfaltar, y en las cunetas crecían plantas silvestres agostadas por el calor y el abandono. Un par de chalets de impecable factura a ambos lados de lo que había sido un hogar. El carácter pacífico de la palabra no consiguió engañarlo y tampoco la apariencia inocente de las paredes encaladas aún, resistiendo milagrosamente el paso del tiempo.
Por aquella puerta había salido ella aquel extraño día en que su mundo de muchachito en ciernes se tambaleó ante la amenaza brutal de su ausencia. Uno de los primeros rayos de luz de la consciencia había sido aquel terrible aldabonazo de los conflictos personales sobre la madera inocente de los primeros años. El recuerdo punzante de su rostro contraído por la ira y anegado en lágrimas de rabia. Aquel terrible día fue su llanto de crío el que iluminó las conciencias de los adultos, cegadas por las cosas pequeñas y ruines. Las miserias de que nos sembramos el camino por razones que no llegaremos a conocer jamás.
Afortunadamente, quedaban ecos más alegres de los días pasados. Sonrisas femeninas entre juegos interminables, olores a comida de gente humilde y esforzada, rastros de la brisa de abril entre las hojas altas de aquellos árboles que entonces parecían inmortales. Sus gigantescas ausencias demostrando ahora que nada dura eternamente.
No fue capaz de internarse entre las paredes vacías y desamparadas. Como si la presencia de un protagonista real de la historia fuese una profanación insufrible. La simple aproximación despertaba sensaciones extrañas, ruidos de otro tiempo, rumores de agua vertida en la gran olla que solía presidir la cocina, en lo alto de aquellas arandelas a punto de fundir bajo el calor terrible del carbón.
Y de repente se preguntó dónde había quedado todo aquello. En qué extraño rincón podrían haberse refugiado las risas infantiles o las voces airadas de los malos días. Dónde los sudores y dónde los llantos. Dónde los murmullos del amor nocturno o las dudas que siembra la escasez. Dónde la esperanza de los días futuros o la tristeza de esos que pasan como nubes, mansos e incógnitos, sin propósito ni destino aparente.
Antes de abandonar el lugar, miró por última vez a las paredes mudas, como quien pregunta.