16 de diciembre de 2008

Tiniebla

Siempre habrá un día en que maldigas tus propios fundamentos. Un día en que serías tu peor enemigo. El más taimado e inmisericorde. Hay horas tan negras que ni el sueño se atreve a entrar entre sus paredes y se queda fuera, asombrado y muerto de frío, sin atreverse a franquear el umbral en penumbras.

Días hay en que la soledad es casi un manto que se adapta al cuerpo con tal perfección que parece que nunca hubieras tenido una cálida mano sobre el hombro o una sonrisa blanca y despreocupada frente al rostro. Días en que la mente te oculta lo único que realmente conoce y se inventa un personaje concebido sólo para las tragedias, al que nadie podría prestar la más mínima atención. Si alguien se detiene a tu lado y te invita a un café, enseguida verás en su cara un gesto de confusión que le disuade incluso de contestar a tu exánime disculpa. Llevas prisa.

Llega un momento en que esos días son más y más frecuentes y ya es difícil deshacerse del confortable manto de la soledad. Resulta cómodo cuando hace frío y también cuando hace calor. Es un disfraz con infinitas capacidades de adaptación, algo que siempre se acomoda a lo que sea necesario, rápida y apaciblemente.

Por suerte hay algo, perdido en algún rincón del laberinto, que consigue hacer valer su voz cuando más perdido te encuentras en la inmensidad de ese saberse nadie. Un duende caprichoso que reniega de tu cobardía y detesta el silencio. Un tipo contumaz y levantisco al que aparentemente no conoces de nada, pero que habita en tí, y no renuncia nunca. Jamás.

Para cuando descubres que has sido capaz de alejarte de tan peligroso cobijo, descubres también que no ha sido inútil. Queda una especie de asombro que ya no tiene nada que ver con la fatalidad de la vieja frontera. Asombro ante el espejo que retrata a uno de los muchos que eres, que diría Whitman. Perplejidad ante las propias dudas. Incredulidad ante la continua sorpresa de la vida, que no será nunca previsible.

Y una sensación mucho más agradable. Algo que debe parecerse a la satisfacción del iniciado. La conciencia profunda de saberse mejor, pero por dentro. La sencilla seguridad de saber distinguir más allá de la pura apariencia. De ver mucho más lejos que la pura mirada. Para entenderlo es recomendable abrigarse bien y subir a una montaña un día claro. Y una vez en lo alto, darse unos suaves paseos, acostumbrarse al frío poco a poco y finalmente limitarse a contemplar lo que ocurre. En esos largos minutos en que el astro se oculta, justo antes de que la tiniebla imponga su ley, el duende deja ver la inmensa versatilidad de sus poderes. La infinita variedad de mundos que habitan entre la luz y la tiniebla. Eso es la vida.

3 de diciembre de 2008

La Maragatería



A veces me pregunto a dónde van nuestros pasos. O por ser más exactos, cuál es su razón de ser. Su objetivo, si hay un objetivo. Parece claro que nos gusta cambiar de lugar, de situación, de colores, de sonidos... Sin que ello tenga necesariamente una finalidad muy concreta. Lo que no sé decidir es si eso nos sirve de algo, si nos hace crecer. Puede que lo intrascendente sea también importante. Cuando la luz de la mañana se cuela apenas por el escaso espacio que ha quedado entre la puerta de la habitación y el marco, algo te dice que es mejor ponerse en marcha. Y te pones la ropa, poca, porque va a hacer calor, y cómoda, porque es lo sensato cuando se va en bici.


No queda más remedio que recorrer algunos kilómetros antes de abandonar el coche en una esquinita de una calle cualquiera, enfundarse los guantes, las gafas, el pañuelo sobre la cabeza, y sin más, echar a volar sobre dos ruedas. Salida de Astorga en dirección a Santa Colomba. No importa si no se llega. Pasa un grupo de cicloturistas con las alforjas a tope y un montón de colores a las espaldas. Voy cuesta abajo y contra lo que parecía, el frío se deja notar.


El terreno es más ondulado de lo que decía el mapa. El paisaje se extiende hasta el infinito, en un horizonte casi inabarcable y bien diferente de la Galicia acogedora, siempre sembrada aquí y allá de montañitas redondas y maternales. Llego a Castrillo. Había estado antes aquí. Es un pueblito que han restaurado conservando el aire rural de hace muchos años. El andar por sus calles, auténticos rompecabezas de piedras dispuestas de todas las formas posibles, puede hacerse difícil. Con la bici, aún más. Han proliferado los negocios. Aquí y allá brotan mensajes que anuncian regalos gastronómicos sin cuento. Lo que más llama la atención es el color. Es un mundo de arcilla que resulta incluso extraño si no pasas por aquí muy frecuentemente.


La carretera oculta su vocación. A veces sube suavemente y a veces desciende de forma más acusada. Calculo mentalmente el esfuerzo necesario para subir a la vuelta. Y luego me digo que es mejor no preveerlo todo y dejar al reloj la última palabra. El grupo de cicleteros que me precedía se interna por un camino sin asfaltar. Van formando pequeños grupos, esperándose de vez en cuando unos a otros. Alguno se para a averiguar por qué demonios no va más rápido el trasto y luego sigue adelante con un gesto de fastidio.


A punto de llegar a Santa Colomba, el reloj dicta la conveniencia de volver, justo antes de enfilar una pendiente que luego habría que subir con cierto esfuerzo. De vuelta para Astorga tropiezo con algún ciclista no muy avezado. Siempre me angustia verlos hundidos en el sillín, con las rodillas elevadas hasta el cielo, casi cómicamente. Recuerdo como insistía mi viejo profe en la utilidad de la ley de la palanca. El hombre pasa sudoroso y yo venzo la tentación de decirle cómo hay que hacerlo. Pena de esfuerzo desperdiciado. El saludo obligado y seguimos haciendo camino.
El sol calienta ya y la leve ascensión tensa los músculos mientras la vegetación proclama la generosidad del astro que recorre el cielo, hoy de un azul deslumbrante, como cada día. De cuando en vez detengo la marcha para inmortalizar con mi camarita algún rincón, alguna flor, un ramillete de sombras, una piedra que no parece de este mundo...


El punto de destino se deja ver pronto, engañosamente. Quedan rampas y curvas, caminos escondidos, aldeas que saludan desde la relativa lejanía... Apenas hay tráfico. De cuando en cuando algún camión de reparto o algún utilitario que no resiste la tentación de demostrar su formidable poderío. Pena de esfuerzo desperdiciado. Por fin atraco junto a las cuatro ruedas que sostienen mi casita de metal negro. Una vez dentro, toca deshacerse del disfraz, acomodar el mecánico jumento y después, procurarse el condumio en esta pequeña ciudad que en otro tiempo fue importante, como tantas otras.


Hay una sensación apacible en el ambiente. Grupos de turistas arremolinados en torno a la catedral, o la obra de Gaudí, que siempre llama poderosamente la atención. No muy lejos un pequeño bareto que anuncia un menú del día a un precio razonable. Maderas oscuras en la entrada, en el mostrador y en el techo. Pregunto si puedo comer y me sumergen en un pequeñísimo comedor donde voy a tener que perderme las andanzas de Fernando Alonso, que es de lo poco que soporto en la tele. Me acomodo en una mesa tras un biombo que oculta a los comensales de la curiosidad de quienes se entretienen en la barra con la conversación y las bromas. Enfrente una pareja ya entrada en años que apenas se intercambia unas palabras entre plato y plato, al fondo otra más joven y a mi derecha un matrimonio con infante incluído.


La camarera tiene acento extranjero, la tez clara y la expresión seria. Es amable y mira con franqueza, pero no quiere sonreir. Ya después de haber satisfecho la deuda y a punto decontinuar con mi vida, el tipo de la mesa de al lado ejerce de amable nativo interesándose por su origen, que resulta ser un extenso país del norte. La muchacha se retira dejando entrever su poco interés por la conversación, a lo que el imprevisto entrevistador reacciona con un inevitable "ya me parecía a mí que era rusa". Cierto, se le nota en las maneras soviéticas... Esta es una fantasía verbal que afortunadamente no he llegado a exteriorizar y que apoya la teoría de mi tendencia incorregible al gruñido. Qué se le va a hacer.


Queda tiempo para echarse una siestecita dentro del coche, dar un paseo por los aledaños de la catedral, y hacer un par de disparos para contrastar el ambiente urbano de la ciudad con la tranquíla soledad del páramo y la carretera recorrida en bicicleta. Quedarán en la mente las vueltas y revueltas, los chatos perfiles de las lomas distantes y una extraña abundancia de lagartos. Verdes y grandes como pocas veces los había vísto. Y escurridizos. Al revés que estas viejas piedras, que parecen agradecer la llegada de alguien. Aunque sea uno de estos peñazos, siempre empeñados en atraparlo todo con la dichosa cámara.