Siempre habrá un día en que maldigas tus propios fundamentos. Un día en que serías tu peor enemigo. El más taimado e inmisericorde. Hay horas tan negras que ni el sueño se atreve a entrar entre sus paredes y se queda fuera, asombrado y muerto de frío, sin atreverse a franquear el umbral en penumbras.
Días hay en que la soledad es casi un manto que se adapta al cuerpo con tal perfección que parece que nunca hubieras tenido una cálida mano sobre el hombro o una sonrisa blanca y despreocupada frente al rostro. Días en que la mente te oculta lo único que realmente conoce y se inventa un personaje concebido sólo para las tragedias, al que nadie podría prestar la más mínima atención. Si alguien se detiene a tu lado y te invita a un café, enseguida verás en su cara un gesto de confusión que le disuade incluso de contestar a tu exánime disculpa. Llevas prisa.
Llega un momento en que esos días son más y más frecuentes y ya es difícil deshacerse del confortable manto de la soledad. Resulta cómodo cuando hace frío y también cuando hace calor. Es un disfraz con infinitas capacidades de adaptación, algo que siempre se acomoda a lo que sea necesario, rápida y apaciblemente.
Por suerte hay algo, perdido en algún rincón del laberinto, que consigue hacer valer su voz cuando más perdido te encuentras en la inmensidad de ese saberse nadie. Un duende caprichoso que reniega de tu cobardía y detesta el silencio. Un tipo contumaz y levantisco al que aparentemente no conoces de nada, pero que habita en tí, y no renuncia nunca. Jamás.
Para cuando descubres que has sido capaz de alejarte de tan peligroso cobijo, descubres también que no ha sido inútil. Queda una especie de asombro que ya no tiene nada que ver con la fatalidad de la vieja frontera. Asombro ante el espejo que retrata a uno de los muchos que eres, que diría Whitman. Perplejidad ante las propias dudas. Incredulidad ante la continua sorpresa de la vida, que no será nunca previsible.
Y una sensación mucho más agradable. Algo que debe parecerse a la satisfacción del iniciado. La conciencia profunda de saberse mejor, pero por dentro. La sencilla seguridad de saber distinguir más allá de la pura apariencia. De ver mucho más lejos que la pura mirada. Para entenderlo es recomendable abrigarse bien y subir a una montaña un día claro. Y una vez en lo alto, darse unos suaves paseos, acostumbrarse al frío poco a poco y finalmente limitarse a contemplar lo que ocurre. En esos largos minutos en que el astro se oculta, justo antes de que la tiniebla imponga su ley, el duende deja ver la inmensa versatilidad de sus poderes. La infinita variedad de mundos que habitan entre la luz y la tiniebla. Eso es la vida.