Como en años anteriores, Miguel Diego Núñez, asiduo colaborador de esta página, quiere recordar desde ella el aniversario del fallecimiento de Sánchez Rojas y de Unamuno, remitiéndonos, en esta ocasión, la evocación que de ellos había Rufino Aguirre Ibáñez desde la portada de El Adelanto del 31 de diciembre de 1948.
1931 – 1936 Sánchez Rojas y Unamuno
«Se cumplen hoy los aniversarios de la muerte de José Sánchez Rojas y don Miguel de Unamuno. Para nosotros, salmantinos enamorados de lo nuestro, la reiteración con que año tras año rememoramos esta fecha, es tanto como la expresión de una congoja qué no hemos podido dominar aún. Nos duele su recuerdo con la intimidad que nos complace evocarlos ahora como los vimos entonces, en aquellos momentos crepusculares cuando ni ellos ni nosotros sabíamos que la muerte arrojaba ya su pálida sombra sobre los rostros de los que la gubia del tiempo había descarnado anticipadamente para la medalla definitiva de la historia. Más todavía que si su representación literaria poética o filosófica, tienen un relieve humano excepcional para todos los que estuvimos unidos por el afecto y la admiración a sus reacciones vitales. Verlos vivir y pensar; pasear con ellos y escuchar la catarata de palabras de sucedidos, de anécdotas del uno, y las ideas, los poemas y lucubraciones meditativas del otro, era un hermoso espectáculo humano que no olvidaremos nunca.
Sánchez Rojas era como un cohete; se deshacía en una airosa pirotecnia verbal con la esplendidez de un millonario que derrochase su caudal por el placer de alegrar a la gente que le rodea. Con lo que él maltrataba, de ingenio en las tertulias del café o de la redacción, otros vivirían en la holgura y hasta en la opulencia. No guardaba nada para sí, con aquel franciscanismo de la absoluta pobreza, que tenía el supremo valor de su naturalidad. No había comedia, ni mucho menos farsa alguna en su desdén por todo lo suntuario: vivir, para Sánchez Rojas, era sólo moverse, ir de aquí para allá, enterarse de todo, hablar y comentar con la agudeza de su ingenio igual las menudas cosas provincianas que los grandes acontecimientos mundiales. Todo, desde el epicentro de los acontecimientos a los que, de una manera u otra, parecía estar siempre ligado. Las preocupaciones que la vida trae a los demás, las había eliminado Sánchez Rojas con un gracioso y heroico corte de mangas: desconociéndolas.
Sus últimos días, fueron, realmente, maravillosos en este aspecto. Pocas veces le vimos más locuaz, más feliz de expresión ingeniosa y hasta sarcástica. Vivía unos meses de euforia y actividad relampagueante, metido en no sé cuántos proyectos y planes para el futuro. Sin duda alguna, pasaba por el ciclo lúcido y exaltado de la parálisis general progresiva y fulguraba su talento con los más bellos y asombrosos relumbres. Pensándolo bien, tal vez había en su rostro más descarnado y, sobre todo en sus ojos más turbios, una como fatiga más acentuada que trataba de ocultar con un esfuerzo voluntarioso y difícil. Parécenos ahora, que más de una vez se nos ocurrió la idea de asistir al final de un drama y que de un momento a otro iba a caer el telón sobre aquella vida más dramática, en fondo del fondo, que cualquier representación teatral. Pero no sé si esta impresiona es de antes o de después de su muerte; durante muchos días me acompañó esta congoja y la sugestión de haberle visto muerto cuando todavía fumaba su eterna colilla humeante sobre los divanes de Novelty.
Don Miguel tenía ya en los últimos tiempos el rostro más fino de Zurbarán que nunca. Aún era el vasco fuerte, conocido como incansable andarían y conversador infatigable; pero, a veces, don Miguel sé abstraía en la conversación y dejaba que los demás desflecasen los comentarios sin una réplica. Los que tuvimos en ocasiones la fortuna de formar parte de su auditorio reducido, sabemos que los silencios de don Miguel eran excepcionales. Apagado el fulgor momentáneo de sus diatribas políticas contra tirios y troyanos, Unamuno caía en una especie de sopor y la mirada se le marchaba tras los ensueños de siempre. Su voz aparecía como cansada y hasta titubeante. Salvo los raros momentos de exaltación qué, recordaban al Unamuno de años atrás, podíamos ver en él una ternura como de abuelo de todos nosotros, tolerante y paternal, que nos permitía tirarle de las barbas: quiero decir, contradecirle y negarle la razón en las discusiones.
Comenzaba –sabiéndolo o ignorándolo– a despedirse, de las cosas. Tal vez por eso, don Miguel volvía a recrearse en la poesía, para descansar de su actitud combatiente, a la que el destino –no su vocación– le arrastró hasta el final de sus horas. Eran los poemas de su "Cancionero”, que en gran parte sigue inédito, lo que por entonces llenaba sus días de contenido espiritual. Siempre fue don Miguel, sobre todo, un acendrado, difícil y nada musical poeta: retornaba ahora a la prístina fuente de su inspiración manadera, a los motivos de su agonía perenne, a dialogar con el misterio del más allá que comenzaba a señalarle con el dedo. Y en esto, en la poesía, se le disolvía a don Miguel la amargura y el dolor de la Patria, convulsiva y tormentosa.
"Sosiega un poco, corazón, la mano
de la boca, y escucha: no estás solo.
Si, ya sé que te, miran en silencio
las otras bocas, mas no tienen ojos...
Échate, corazón, en el sendero,
arrópate un momento con el polvo,
duerme una noche del Señor siquiera,
una noche en que calle y pase todo...
¿Y si no te despiertas? ¿Dónde? Dime.
¿En tu pueblo, en su pueblo generoso?
Mañana..., ayer..., quién sabe..., no sé nada...
Aquieta, corazón’, la manó un poco."
Cuando don Miguel nos recitaba, trémulo y fatigado, este poema, ya andaba buscando la noche en qué dormiría su único sueño silencioso, tranquilo y confortador: el sueño eterno, que el Señor abriga con su mano, y la paz que no lograron alcanzar en vida su corazón y su cabeza, siempre en agónica contradicción, en lucha constante, en penosa disconformidad.»