Aunque somos conscientes de que la dispersión de la obra de José Sánchez Rojas dificulta enormemente la localización de muchos de sus artículos y de que a pesar de haber recuperado buen número de ellos seguramente aún nos queden muchos por descubrir, si pensábamos que, al menos, habíamos encontrado todos los relacionados directamente con Alba de Tormes; sin embargo Sánchez Rojas no deja de sorprendernos y, recientemente, hemos tenido acceso a una nueva semblanza –desconocida por nosotros– descriptiva de su tierra que fue publicada por el diario madrileño El Liberal con fecha 7 de agosto de 1924 y que transcribimos a continuación.
SENSACIONES
EL PUEBLO DE TERESA DE JESÚS
(ALBA DE TORMES)
(Para Emilio de Zúñiga)
Una noche de insomnio y de fatiga en el vagón del ferrocarril. Luz del alba en tierras extremeñas, Baños de Montemayor, los picachos nevados de la sierra bejarana. La mantequilla y el café con leche de la cantina. Y luego, las tierras paniegas. Fuentes, marcando la división de las Castillas y de Extremadura; Guijuelo, orgulloso de sus jamones y de sus chorizos; las dehesas enormes —con monte y caza— del ducado de Alba... Alba de Tormes... El viajero, después de cuatro años de ausencia, después del haber rehecho —o deshecho—su vida para siempre, torna al pueblo de la niñez. La vieja diligencia con herrajes rotos que le traslada a la villa, los montes de Navales y de Galiana, la dehesa y el río, el castillo presidiendo las casitas bajas, achaparradetas y graciosas del pueblo, espejándose en el Tormes...
El viajero no puede con su emoción, que ya no le cabe en el pecho. Las muchachas —amigas de sus novias—están gordas y son jamonas y caminan lentamente con las facciones abultadas. Los chicos son hombres de bigotes, concejales del Directorio y miembros del «requeté» local.
Aquel señor que saludamos en la tertulia es el delegado gubernativo.
Hay registrador nuevo, juez de primera instancia nuevo, notario nuevo. El viajero es un poco extraño en su propia casa. Abrazos a queridos amigos de la niñez que nos han seguido de lejos —¡muy de lejos!—, a través de nuestros escritos. ¿Y Fulano? Murió. ¿Y Zutano? Marchó a Buenos Aires. ¿Y Lolita? Lolita casó con un ganadero de fuera. Paquito tuvo suerte en tierras extrañas, y manda a sus viejos pesos de oro.
¡Alba de Tormes!... Visitamos la iglesia de Santa Teresa, tan íntima, tan recogida, tan silenciosa, tan llena de paz y de gracia. Y firmamos en el álbum de viajeros como un turista frívolo más que visita los pueblos para comprar postales. Y una monjita nos llama al torno, y maternalmente nos saluda:
—¡Pepito! ¡Pepito! ¡Pero cuánto recordamos en esta santa casa a tu padre, tan bueno con nosotras, aquel republicano y herejote que está en el cielo...!
La comida en la casa amiga, las confidencias a pleno chorro en el comedor discreto y en la sombra. El sabroso yantar y los amigos leales, eternos, que nos dan una impresión de hogar a nosotros, desterrados del contacto de la efusión. Un paseo por la villa. Gentes extrañas, rostros desconocidos en la casa de nuestros padres; una barbería en lo que fue nuestro despacho, en la ancha pieza donde los libros de Cervantes, de Leopardi, de Manzoni, del Dante, de la Santa, nos regalaban el cerebro y el corazón a manos llenas.
Y el paseo lento, a la caída de la tarde, por el Espolón. Sigue el Tormes con su eterna canción de quietud, que nosotros hemos oído y entendido tantas veces. Sigue la mole ingente del castillo ducal, lleno de grietas y de remiendos, y el feo puente metálico que nos regaló este querido Isidro Pérez Oliva cuando fue diputado, a petición de un alcalde filisteo, y las caperuzas de la sierra lejana llena de nieve y llena de blancura, y una ventana —¡ la misma !—hoy cerrada y sin perfume, espejándose en el Tormes.
La noche. Un minuto en el convento con los frailes amigos. El silencio de la huerta con los lechugales, con las rosaledas, con las abejitas zumbando y laborando en el dorado fanal. El organista, que no sabiendo qué decirnos, nos regala con una audición al órgano de un delicioso nocturno de Chopín:
—¡Estupendo, chico!
—¡Delicioso, padre Manolo!
La despedida en la puerta del río. Manos amigas qué apretamos fuertemente contra el corazón. ¿Para qué palabras, para qué protestas de afecto? El pueblo de la niñez nos da la sensación dé una de esas mujeres que hemos amado, y cuyo rostro, al cabo de loss años, no nos es desconocido completamente:
—¿Dónde he conocido yo a esta mujer? ¡Pues no lo recuerdo! ¡Y no está mal del todo, no está mal!
JOSE SANCHEZ ROJAS