Coincidiendo con la festividad castellanoleonesa, Entre el Tormes y Butarque incorpora a sus páginas electrónicas una recreación, firmada por José Sánchez Rojas, que nos traslada a la época y nos pone en contacto con algunos de los personajes que protagonizaron el movimiento comunero cuya derrota en la campa de Villalar frente a las tropas imperiales de Carlos I hoy conmemoramos.
CONSPIRANDO CON PADILLA
DEL LIBRO EN PRENSA «DIALOGOS DE ULTRATUMBA»
«A las seis y media estamos citados con Padilla, el Greco y yo en Santa Isabel. El Greco, que es bastante bebedor, me ha citado dos horas antes en una botillería de Zocodover. Trasegamos de lo lindo el blanco vinillo de Yepes. Charlamos por los codos. El momento es gravísimo para la patria. Plebeyos y magnates, obispos y laicos, están hartos de los gestos del Rey alemán.
La regencia del cardenal Adriano ha colmado la paciencia de los más cachazudos.
Las Cortes de Santiago han cedido por fuerza los inmensos tributos que les demandaba Carlos para su exaltación al trono imperial, a la muerte de su abuelo Maximiliano. En estos años del Señor que corren —1520, 1522— las ciudades castellanas están ya exhaustas de tanto despilfarro, de tanta baraúnda y en ellas se amasa y se cuece, subterráneamente, la levadura de la insurrección.
— ¿Sabes lo que dicen en Toledo, querido Pepe, de esta gentuza flamenca? Son ladrones, son rapaces. Hay un alemanote, con bigote de mijo, favorito del Emperador, llamado Xebrés, que coge las bolsas al vuelo. ¡Ay de mis doblones!
Las Cortes de Santiago han cedido por fuerza los inmensos tributos que les demandaba Carlos para su exaltación al trono imperial, a la muerte de su abuelo Maximiliano. En estos años del Señor que corren —1520, 1522— las ciudades castellanas están ya exhaustas de tanto despilfarro, de tanta baraúnda y en ellas se amasa y se cuece, subterráneamente, la levadura de la insurrección.
— ¿Sabes lo que dicen en Toledo, querido Pepe, de esta gentuza flamenca? Son ladrones, son rapaces. Hay un alemanote, con bigote de mijo, favorito del Emperador, llamado Xebrés, que coge las bolsas al vuelo. ¡Ay de mis doblones!
Salveos Dios
ducado de a dos
que Xebrés no topó con vos.
ducado de a dos
que Xebrés no topó con vos.
—Padilla, ¿está bien de ánimos?
—Muy bien. Y su mujer no es como Antoñica Quijano, la sobrina de nuestro amigo Don Quijote, que quiere el maridito recosido a las faldas, no. Maruja Pacheco es tan valiente como Juanito. Este ya sabe que se juega la cabeza en la horca si le vencen los boches, pero tiene su alma en su almario y no da su brazo a torcer. En el Alcázar le miran de reojo. Padilla es noble, de los de la calle de la Plata, solar rancio, escudo conocido, doce nombres de pila y padrino corregidor, pero nos ha salido plebeyo. Ya sabrás que murió Ronquillo, el alcalde.
—Sí, replico—. Se lo llevó el diablo en Valladolid. Teresa dijo que se borraría como hija de Ávila si hubiera persistido Ronquillo en hablar a todas horas de la ciudad de los caballeros y de los hidalgos como cuna suya.
—Ansí es —interrumpe mi amigo el Greco—. La «Junta Santa» de Ávila, ¡hasta las Juntas de hogaño han borrado la levadura democrática de antaño!, no aguanta más. Y veremos qué nos dice Padilla esta noche.
Llega Padilla a la botillería. Con nosotros escancia un litro de lo añejo. La pluma gallarda de su chambergo se mueve airosamente: trae el juboncillo prieto como los calzones. Calza espuelas. Las tiene a punto en toda sazón para montar a caballo, siempre con silla, piafando de alegría en la cuadra el noble bruto.
Como hay policías honorarios, nos separamos los tres para ir cada uno por nuestro lado a Santa Isabel. El cabo de los policías, fullero y andaluz él, un tal Sánchez Guerra, natural de Cabra en tierras de Córdoba, tiene más olfato que un sabueso y peor intención que olfato todavía. Doméstico de semitas, aliado de frívolos, es de los que se echan la manta a la cabeza, el trabuco al hombro y la navaja a la diestra por un quítame allá esas pajas. Nosotros se la hemos jugado de puño esta tarde. Está en el Alcázar despachando y nombrando Ronquillos en todas las villas descontentas y nos hemos aprovechado de la coyuntura para conspirar.
Yo voy a Santa Isabel por la calle de la Plata. Doy un rodeo después por la posada de la Santa Hermandad; los castizos cuadrilleros están jugando a los dados y chicoleando a las mozas de partido. Junto al Ayuntamiento, desenvaino la espada, me cubro con la capa hasta los ojos y rebajo las alas del chambergo para que no me vean. Por San Bartolomé, el hijo del Greco disputa una novia a un cadete de la Academia. La espadaña de Santa Isabel sobresale por los tejadillos en la noche. Entro en la iglesia. Oscuridad. Las monjitas rezan en voz baja. A través de las rejas claveteadas del coro, veo los ojos negros de una profesa que me miran insistentemente. Padilla está en la iglesia. El Greco no ha llegado todavía. Probablemente se ha detenido en alguna botillería del tránsito. Nos sentamos en un banco.
—¿Sabes lo que contenía el pliego de Maldonado? —me dice Padilla mirándome a los ojos.
—No.
—¿De veras?
—¡De veras, hombre! Sellado me lo entregó y sellado llegó a su destino.
—¿Cómo anda aquello?
—¡Mal, Juanito, mal! íbamos bien después del golpe de la Asamblea de Ávila. Habíamos sacado dos procuradores en Cortes por cada ciudad, hidalgo el uno, labrador el otro; habíamos recabado el derecho de nombrar nosotros regentes si el Rey se ausentaba, moría o enfermaba de la chola... Iba la cosa como una seda... Y de pronto, estos Grandes de España, que hicieron aquel manifiesto ridículo —¿te acuerdas?— diciendo que nos apoyaban, nos volvieron la espalda así que el flamenco les dijo que podían cubrirse delante de sus cesáreas barbas, yantar de su plato, holgar en su lecho y acompañarle en los deportes que dicen venatorios.
—¡Mal lo pintas, José!—me interrumpió Padilla.
—¡Así es! Luego, andáis un poco descuidados. Paco Maldonado está que echa las muelas. Allá en Salamanca, me consta, no tiene simpatías más que entre los escolares y clérigos jóvenes; en cambio, los dominicos, los hermanos en religión de Fray Martín, en particular el Padre Juan Hurtado, le odian a muerte. En la socampana, los pecheros de Ledesma y de Alba de Tormes, y de Ciudad Rodrigo, se han unido a la protesta. Poca cosa: quinientos fusileros. Mas en Vitigudino hay tierras de Abadengo, y en Béjar dominan los Zúñigas, esos burgaleses orgullosos, y ya han levantado horcas a la entrada de los pueblos. Los rollos no descansan de sacar la pechuga a los villanos.
—¿Y por Zamora?
—El cura Acuña es el más leal.
—Si salimos bien de esta, le traemos de Arzobispo a Toledo.
—¿Tienes planes?
—Sí. Vete a Valladolid. Revienta cuantos caballos quieras. Tengo amigos en Madrid, en Illescas, en Talavera en todas partes. Toma los pliegos que te acreditan de emisario mío. En Segovia dile a mi tocayo Bravo que prepare mil caballos y dos mil lanzas. Y que se deje de bobear con casaditas, que no son tiempos aquestos para amores tapados. Toma doscientos doblones en oro para el camino; en ese bolso van. Me lo regaló María el día de las bodas.—Y el comunero, al decir María, temblaba de dulzura y de felicidad infinitas.
—¿En Valladolid, qué hago?
—Husmear los infundios de la gente, palpar la opinión, exponerme —como diría cualquier Gay imperialista— su coeficiente. ¡Agita, hijo mío, el espíritu de este pueblo! ¡Llénale de inquietud, castellano! ¡Por Dios, por España y por la dama, por mi María, por la tuya, por la de todos, peleemos como caballeros y muramos, en el rollo si es preciso, como cristianos! ¿Contáis con Miguel de Unamuno, el recio vizcaíno, en Salamanca?
—¡Contamos, Juan, contamos! Paco Maldonado y él son íntimos amigos. En el Concejo lleva ahora Miguel la voz cantante; los amigos del flamenco están rabiosos con el vizcaíno. ¿Quieres algo para Miguel? ¿No sabes que le presenta para procurador en Cortes el estamento o brazo de la llaneza?
—¡Me alegro, chico! Dale un abrazo.
Hora era de que dejase sus ensueños místicos... o de que los calentase al fuego de la lucha en el arroyo. Camino de Villalar le espero. Dice de él Don Quijote, que, aunque vizcaíno, no le guarda rencor y que le estima porque mantiene los fueros de la pluma frente...
—¡Calla, Juan, calla! ¿No sabes que hay un señor censor militar, asaz despierto y agudo, que me poda mis memorias cuando las doy a las muchedumbres? El otro día, que platiqué con el Greco, me quitó no sé cuántas cosas de las que me dijo con más ardor el cretense. Como que el diálogo, mutilado aquí y acullá, precia concebido y trazado por un idiota. ¡En fin, paciencia, que dijo el otro!
En esto llegó el Greco. Las monjitas comenzaron los laudes. Padilla se arrodilló cara al Presbiterio. Su hermoso rostro varonil parecía iluminado.
—¡Vaya un retrato que tiene el mancebo!—me dijo el Greco «sotto voce».
—¿De qué habéis tratado?
Le conté nuestro diálogo al pintor brevemente.
—Mañana salgo para Valladolid.
-¿Con el alba?
—Sí; con el alba.
Las isábelas seguían rezando despacito. Nos embozamos los tres conspiradores. Llegamos a casa de Juanito. María hizo los honores con supremas distinción y gentileza. Me ofrecieron cena abundante y muelle lecho. A las cinco me despertó Juanito.
— ¡Arriba, muchacho! ¡Madruguemos con la aurora!
Me froté los ojos y me vestí con priesa. El caballo de Padilla piafaba, gordo y satisfecho, delante de un magnífico pienso. Acaricié al noble bruto. Monté en él. María Pacheco me puso provisiones en las alforjas; mazapanes, embutidos, clarete de Yepes, albaricoques y olivas de los Cigarrales. Abracé a Juanito y besé la mano de María. En el puente de Alcántara me saludaron dos mosqueteros. Tres horas después estaba en Illescas... Acabo de llegar a Segovia; dentro de dos o tres días estaré en Valladolid.»
—Muy bien. Y su mujer no es como Antoñica Quijano, la sobrina de nuestro amigo Don Quijote, que quiere el maridito recosido a las faldas, no. Maruja Pacheco es tan valiente como Juanito. Este ya sabe que se juega la cabeza en la horca si le vencen los boches, pero tiene su alma en su almario y no da su brazo a torcer. En el Alcázar le miran de reojo. Padilla es noble, de los de la calle de la Plata, solar rancio, escudo conocido, doce nombres de pila y padrino corregidor, pero nos ha salido plebeyo. Ya sabrás que murió Ronquillo, el alcalde.
—Sí, replico—. Se lo llevó el diablo en Valladolid. Teresa dijo que se borraría como hija de Ávila si hubiera persistido Ronquillo en hablar a todas horas de la ciudad de los caballeros y de los hidalgos como cuna suya.
—Ansí es —interrumpe mi amigo el Greco—. La «Junta Santa» de Ávila, ¡hasta las Juntas de hogaño han borrado la levadura democrática de antaño!, no aguanta más. Y veremos qué nos dice Padilla esta noche.
Llega Padilla a la botillería. Con nosotros escancia un litro de lo añejo. La pluma gallarda de su chambergo se mueve airosamente: trae el juboncillo prieto como los calzones. Calza espuelas. Las tiene a punto en toda sazón para montar a caballo, siempre con silla, piafando de alegría en la cuadra el noble bruto.
Como hay policías honorarios, nos separamos los tres para ir cada uno por nuestro lado a Santa Isabel. El cabo de los policías, fullero y andaluz él, un tal Sánchez Guerra, natural de Cabra en tierras de Córdoba, tiene más olfato que un sabueso y peor intención que olfato todavía. Doméstico de semitas, aliado de frívolos, es de los que se echan la manta a la cabeza, el trabuco al hombro y la navaja a la diestra por un quítame allá esas pajas. Nosotros se la hemos jugado de puño esta tarde. Está en el Alcázar despachando y nombrando Ronquillos en todas las villas descontentas y nos hemos aprovechado de la coyuntura para conspirar.
Yo voy a Santa Isabel por la calle de la Plata. Doy un rodeo después por la posada de la Santa Hermandad; los castizos cuadrilleros están jugando a los dados y chicoleando a las mozas de partido. Junto al Ayuntamiento, desenvaino la espada, me cubro con la capa hasta los ojos y rebajo las alas del chambergo para que no me vean. Por San Bartolomé, el hijo del Greco disputa una novia a un cadete de la Academia. La espadaña de Santa Isabel sobresale por los tejadillos en la noche. Entro en la iglesia. Oscuridad. Las monjitas rezan en voz baja. A través de las rejas claveteadas del coro, veo los ojos negros de una profesa que me miran insistentemente. Padilla está en la iglesia. El Greco no ha llegado todavía. Probablemente se ha detenido en alguna botillería del tránsito. Nos sentamos en un banco.
—¿Sabes lo que contenía el pliego de Maldonado? —me dice Padilla mirándome a los ojos.
—No.
—¿De veras?
—¡De veras, hombre! Sellado me lo entregó y sellado llegó a su destino.
—¿Cómo anda aquello?
—¡Mal, Juanito, mal! íbamos bien después del golpe de la Asamblea de Ávila. Habíamos sacado dos procuradores en Cortes por cada ciudad, hidalgo el uno, labrador el otro; habíamos recabado el derecho de nombrar nosotros regentes si el Rey se ausentaba, moría o enfermaba de la chola... Iba la cosa como una seda... Y de pronto, estos Grandes de España, que hicieron aquel manifiesto ridículo —¿te acuerdas?— diciendo que nos apoyaban, nos volvieron la espalda así que el flamenco les dijo que podían cubrirse delante de sus cesáreas barbas, yantar de su plato, holgar en su lecho y acompañarle en los deportes que dicen venatorios.
—¡Mal lo pintas, José!—me interrumpió Padilla.
—¡Así es! Luego, andáis un poco descuidados. Paco Maldonado está que echa las muelas. Allá en Salamanca, me consta, no tiene simpatías más que entre los escolares y clérigos jóvenes; en cambio, los dominicos, los hermanos en religión de Fray Martín, en particular el Padre Juan Hurtado, le odian a muerte. En la socampana, los pecheros de Ledesma y de Alba de Tormes, y de Ciudad Rodrigo, se han unido a la protesta. Poca cosa: quinientos fusileros. Mas en Vitigudino hay tierras de Abadengo, y en Béjar dominan los Zúñigas, esos burgaleses orgullosos, y ya han levantado horcas a la entrada de los pueblos. Los rollos no descansan de sacar la pechuga a los villanos.
—¿Y por Zamora?
—El cura Acuña es el más leal.
—Si salimos bien de esta, le traemos de Arzobispo a Toledo.
—¿Tienes planes?
—Sí. Vete a Valladolid. Revienta cuantos caballos quieras. Tengo amigos en Madrid, en Illescas, en Talavera en todas partes. Toma los pliegos que te acreditan de emisario mío. En Segovia dile a mi tocayo Bravo que prepare mil caballos y dos mil lanzas. Y que se deje de bobear con casaditas, que no son tiempos aquestos para amores tapados. Toma doscientos doblones en oro para el camino; en ese bolso van. Me lo regaló María el día de las bodas.—Y el comunero, al decir María, temblaba de dulzura y de felicidad infinitas.
—¿En Valladolid, qué hago?
—Husmear los infundios de la gente, palpar la opinión, exponerme —como diría cualquier Gay imperialista— su coeficiente. ¡Agita, hijo mío, el espíritu de este pueblo! ¡Llénale de inquietud, castellano! ¡Por Dios, por España y por la dama, por mi María, por la tuya, por la de todos, peleemos como caballeros y muramos, en el rollo si es preciso, como cristianos! ¿Contáis con Miguel de Unamuno, el recio vizcaíno, en Salamanca?
—¡Contamos, Juan, contamos! Paco Maldonado y él son íntimos amigos. En el Concejo lleva ahora Miguel la voz cantante; los amigos del flamenco están rabiosos con el vizcaíno. ¿Quieres algo para Miguel? ¿No sabes que le presenta para procurador en Cortes el estamento o brazo de la llaneza?
—¡Me alegro, chico! Dale un abrazo.
Hora era de que dejase sus ensueños místicos... o de que los calentase al fuego de la lucha en el arroyo. Camino de Villalar le espero. Dice de él Don Quijote, que, aunque vizcaíno, no le guarda rencor y que le estima porque mantiene los fueros de la pluma frente...
—¡Calla, Juan, calla! ¿No sabes que hay un señor censor militar, asaz despierto y agudo, que me poda mis memorias cuando las doy a las muchedumbres? El otro día, que platiqué con el Greco, me quitó no sé cuántas cosas de las que me dijo con más ardor el cretense. Como que el diálogo, mutilado aquí y acullá, precia concebido y trazado por un idiota. ¡En fin, paciencia, que dijo el otro!
En esto llegó el Greco. Las monjitas comenzaron los laudes. Padilla se arrodilló cara al Presbiterio. Su hermoso rostro varonil parecía iluminado.
—¡Vaya un retrato que tiene el mancebo!—me dijo el Greco «sotto voce».
—¿De qué habéis tratado?
Le conté nuestro diálogo al pintor brevemente.
—Mañana salgo para Valladolid.
-¿Con el alba?
—Sí; con el alba.
Las isábelas seguían rezando despacito. Nos embozamos los tres conspiradores. Llegamos a casa de Juanito. María hizo los honores con supremas distinción y gentileza. Me ofrecieron cena abundante y muelle lecho. A las cinco me despertó Juanito.
— ¡Arriba, muchacho! ¡Madruguemos con la aurora!
Me froté los ojos y me vestí con priesa. El caballo de Padilla piafaba, gordo y satisfecho, delante de un magnífico pienso. Acaricié al noble bruto. Monté en él. María Pacheco me puso provisiones en las alforjas; mazapanes, embutidos, clarete de Yepes, albaricoques y olivas de los Cigarrales. Abracé a Juanito y besé la mano de María. En el puente de Alcántara me saludaron dos mosqueteros. Tres horas después estaba en Illescas... Acabo de llegar a Segovia; dentro de dos o tres días estaré en Valladolid.»
JOSÉ SÁNCHEZ ROJAS
España, 01-enero-1920
España, 01-enero-1920