Acabo de dar los primeros pasos, y ya todo está amarillo, todo es amarillo. Claro que ese color es el resumen de lo que veo, el predominante en el paisaje y en mi ánimo.
El Camino es una fina línea ocre, un garabato en un lienzo monocromático manchado en algunos puntos con tonos verdes y rojos, pequeños puntos de apoyo que se me antojan insuficientes para cruzar este páramo.
A primera hora de la mañana, el rocío edulcora un poco la aridez salada del horizonte, disfraza de suave lana de oveja la salvaje piel de la meseta. Después, con el tiempo y los kilómetros, saldrá el león que lleva dentro el día e impondrá su ley severa, su código rígido frente a la que no cabe rebelarse. Para entonces espero contar con la ayuda de algún amigo, peregrino, sombra o fuente, que me permita suspender por un tiempo el castigo dorado.
Después de la siesta restarán un par de horas de camino inclemente, de interminables alfombras de trigo moteadas con parches de tierra seca, baldía; de la ciudad concentrada en un punto: una masa difusa, lejana, que irá creciendo, concretándose hasta definir nuevas líneas, nuevos volúmenes, y, finalmente, otros colores.
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