24 febrero 2010

Pasando de modas

 

- Los hombres que a mí me gustan no saben llorar, ven el fútbol en el sofá, cerveza en mano, y tienen pelo por casi todas partes - aseguró Cuqui García-Ruano con una mueca de desprecio, mientras se recolocaba el lazo azul.

- Pero señora, este año no se llevan. Vuelven a estar de moda los chicos con barba de tres días y media melenita - repuso la dependienta algo sofocada.

- De esos ya tengo cinco de otras temporadas, estoy harta. Tardan más en arreglarse que yo y están terminando con todas mis cremas. Para colmo, pasadas las diez, a todos les duele la cabeza.

- Espere un momento. Veré si queda algo en el almacén.

Tras cinco minutos interminables, la chica vuelve con un gañán clásico.

- Ha habido suerte. Nos queda uno, algo barrigón y un poco calvo, pero creo que se le acoplará.

- Uy, sí. Algo más bajito, pero hasta me recuerda al difunto marqués.

-.-

19 febrero 2010

La lista negra


Santiago palideció por un instante, pero reaccionó en seguida abalanzándose sobre Paco. Sin embargo, éste lo estaba esperando y tuvo tiempo de apartarse. Su enemigo perdió el equilibrio al no encontrar el cuerpo esperado, el cuerpo vencido hacia adelante, y Paco aprovechó esa inercia acompañando el movimiento con su mano, para estrellar la cabeza de su contrincante contra el panel. Santiago quedó inconsciente y cayó pesadamente al suelo con los brazos extendidos, las mangas del traje subidas. En la muñeca izquierda relucía un reloj de oro. En la derecha, una sencilla pulsera de plata.

A Paco le llamó la atención ese objeto, en el que parpadeaba sin fuerza un pequeño led verde. Se la quitó, y en el reverso un reloj marcaba una siniestra marcha atrás. Quedaban algo menos de quince minutos. La brigada debía estar al caer. Haciendo acopio de toda su entereza, se colocó la pulsera, recuperó el whisky y se sentó en una esquina, semioculto. No tuvo que esperar demasiado. Cuando la puerta se abrió, Santiago acababa de recuperar el conocimiento y se incorporaba tambaleándose.

La brigada estaba compuesta por tres androides: el verdugo, su ayudante y un médico. El primero, que parecía estar al mando, contempló la escena. Todo cuadraba según su programación: un hombre angustiado delante de él, y otro en un sillón con una pulsera, paladeando un whisky. Desenfundó la pistola láser y apuntó hacia la yugular. Una diana roja señaló el punto exacto sobre el cuello de Santiago. El presidente lanzó un grito de terror, mientras notaba que algo por dentro se rompía.

El médico se acercó un poco para realizar un radio escáner suficientemente preciso. El resultado fue positivo, el verdugo había dado en el blanco, y la muerte era cuestión de poco tiempo. Paco respondió con un gesto de asentimiento a la mirada muda del facultativo.

Paco se hubiera ahorrado los últimos minutos de su enemigo, pero no sabía cual podía ser la reacción de la brigada, pues probablemente tendría orden de no abandonar la estancia sin certificar la muerte del ejecutado. Tuvo que soportar la lenta agonía de un hombre que nunca había sabido perder. Cuando salieron los hombres, apenas quedaba un minuto en la cuenta atrás. Apuró el trago de whisky y pensó: ¿ahora qué?

Al minuto exacto se encontró en una gran estancia, sentado a una gran mesa de caoba. Enfrente tenía otra pantalla similar a la de su última morada. Tenía el fondo negro, y unas grandes letras grises destacaban. Se fijó bien, era la lista negra.

Ordenados por horas y minutos, estaban todos los fallecidos del día. Su nombre aparecía en el último renglón, y un interrogante solicitaba la causa de su muerte. Seleccionó la opción adecuada y pulsó la confirmación. A continuación, pidió ser teletransportado a una isla paradisiaca.

Un mundo sin presidente amaneció como si tal cosa al día siguiente. Probablemente nadie repararía en ello hasta la convocatoria de las siguientes elecciones. En el primer noticiario de la mañana, la lista negra corría por la parte inferior de las pantallas. Juan Garcés, virus 315; Antonio Benavente, fallo cardíaco; Andrew Morton, ejecución sumarísima; Carla Stepanek, síndrome 213; Francisco Miñambres, accidente.

FIN


16 febrero 2010

Últimas voluntades


Santiago se tomó unos segundos para contestar, lo que puso en guardia a Paco. Sabía de antemano que tendría que analizar con mucha atención lo que quisiera contarle.

- Miguel, claro. Debía de haberlo imaginado. Se me olvidaba que una vez fuisteis amigos. Te sorprendería saber lo que decía de ti cuando no estabas delante.

Paco frunció el ceño y apretó los dientes. La rabia le subía del estómago a la boca. Cerró los puños dispuesto a abalanzarse sobre aquel hombre, pero reaccionó a tiempo. Aquel individuo iba a hacer lo imposible por sacarlo de sus casillas. No debía caer en la provocación.

- Hace ya mucho tiempo de eso. Después prefirió otras compañías más gratas, supongo. Como la tuya. Imaginaba que sabrías algo de él, tú que tanto gozaste de su amistad.

- Miguel tenía una idea muy particular de la amistad. Yo gocé de sus favores, que, por cierto, le devolví con intereses, pero a la hora de la verdad no supo estar a la altura.

- Ya imagino. Por eso murió, ¿no? Cuando ya no fue útil, te lo quitaste de encima. ¿Me equivoco?

- Sí. Te equivocas. No tienes ni idea de lo que pasó. Miguel era mi mano derecha, mi hombre de confianza. Con él llegué a lo más alto, y lo apreciaba. Aunque no me creas, él era para mí un amigo, quizá mi único amigo. Me ayudó a subir, es cierto, y yo se lo recompensé con creces, con cargos de mucha responsabilidad, con poder, con prestigio, con dinero. Pero él siempre quería más...

- ¿Y?

Santiago se tomó un respiro antes de contestar. Sentía que estaba contando demasiado. Desvió un poco la mirada de su interlocutor y respondió:

- Lo tuve que relevar de sus puestos. Le busqué un retiro digno, pero no lo llegó a encajar bien. Discutimos, y a partir de ahí, nos distanciamos.

Paco recordó entonces la reciente conversación con Adela Garcés. Más o menos todo cuadraba, pero había un pequeño detalle. Adela había comentado que Miguel había vuelto un día asustado y medio borracho, y que existía algo que sabía Miguel y el presidente temía. Entonces no imaginaba qué podía ser, pero ahora sabía que, al menos, Santiago Escámez tenía una razón para temer a Miguel Bermejo: su pasado en URBEXPORT.

- Os distanciasteis, y Miguel se quedó tranquilito en su casa esperando el sobre negro. ¿No esperarás que me crea eso, verdad? Con lo que sabía él...

- Importa poco lo que tú creas...

- Apuesto a que Miguel no se quedó esperando, ¿no? Imagino que te chantajeó, amenazó con largar, ¿no es cierto? Y tú no te podías permitir ese lujo. Tu carrera política arruinada, y posiblemente tus huesos en la carcel. Un destino muy duro para alguien que se siente invulnerable.

Santiago se puso rojo de ira. Por un momento parecía que iba a saltar sobre Paco, pero echó mano del temple que, sin duda, tenía y dibujó en su cara una sonrisa irónica.

- Eres muy listo, Paco. Tu problema es que siempre fuiste demasiado honrado. Demasiado gilipollas, más bien. Podías haber llegado lejos, de mi mano, pero preferiste hundirme. Miguel se pasó de listo, en cambio, y ahora está muerto. De todo aquello solamente tú y yo sabemos la verdad, y a ti te queda ya poco. En unos minutos, un pelotón te vendrá a ejecutar. No pongas esa cara, no dolerá demasiado. Duele más pensar cómo se te irá la vida. ¿Sabes? Es bastante limpio. Un pequeño impacto con una pistola láser te seccionará la yugular por dentro. Un agujero pequeño, pero suficiente. Te desangrarás poco a poco, pero sin rastro de sangre. Te marearás, te sentirás débil, serás perfectamente consciente de que te mueres, y no podrás hacer nada. ¿No es maravilloso? Y yo te veré desde una esquina, disfrutando de cada gesto de angustia, bebiéndome tu whisky, cómodamente sentado. Las instrucciones están dadas, la brigada no tardará en llegar.

Paco no pareció inmutarse demasiasdo. Como si nada le afectara, se acercó al panel y pulsó una tecla.

- ¿También vas a disfrutar al escuchar mis últimas voluntades, Santiago? Tengo tiempo de contarlo todo antes de que vengan, ¿no es cierto? Yo moriré, pero tú no tardarás mucho en venir detrás. La estafa contra el Estado es delito de alta traición, si no recuerdo mal, y el asesinato tiene también la pena máxima, si se aplican las leyes que tú mismo promoviste, ¿no te acuerdas? Dime, Santiago, ¿Por cuál de esos delitos prefieres morir?

(continuará)

14 febrero 2010

Querido Presidente


Paco se sirvió doble ración de whisky, y pegó dos largos tragos mientras trataba de pensar. Tenía la certeza de que su amigo no había muerto de forma natural. ¿Tenía algo que ver el Presidente en esa muerte?

No parecía probable. ¿Para qué iba a mancharse de esa forma el hombre más importante del país? ¿No bastaba con el ostracismo al que había condenado a su antiguo colaborador? ¿Qué fue lo que distanció a esos dos hombres? Esta última pregunta la podía contestar cualquiera de los dos.

Al contrario de lo que se podría pensar, aunque seguía sin encontrarse con ánimos de enfrentarse a Miguel, en cambio con el Presidente no ocurría lo mismo. Hasta tenía su morbo ver la cara al principal responsable del país, un lujo reservado a muy pocos, desde que la Ley Electoral de 2056 prohibiera hacer públicos los nombres y fotografías de los candidatos a las elecciones. La propaganda electoral, ordenaba la legislación, debía limitarse a la publicación de los programas de gobierno por los medios públicos designados por la Junta Electoral.

Al seleccionar la opción y recibir la pregunta de rigor, Paco se dio cuenta de que no conocía el nombre y los apellidos del Presidente, uno de tantos secretos oficiales. Contestó con el nombre oficial del cargo y esperó. La máquina pareció entrar en un bucle sin fin, el ruido de fondo aumentó, como si estuviera pensando, estupefacta, la forma de rechazar esa petición tan chirriante, tan transgresora de las estrictas pautas de seguridad. Cuando, de golpe, el procesador paró, una voz grave le sorprendió por la espalda.

- Hola, Paco. ¿Te acuerdas de mí?

Al girarse, se encontró con un hombre sonriente, más o menos de su edad, con la mano extendida, ofreciendo una confianza muy lejana de sentir por su parte, porque el rostro de aquel hombre le resultaba familiar, y era esa percepción precisamente la que lo hacía desconfiar. Conocía a ese hombre, estaba seguro, pero de algo malo.

Cuando estrechó su mano, el contacto tibio de la piel le sorprendió. Esta vez no se enfrentaba a un holograma, era el hombre en persona quien le apretaba firmemente los huesos mientras le miraba a los ojos con una sonrisa sarcástica.

- Vaya. El Presidente en persona. ¿A qué debo tanto honor? ¿Para qué correr riesgos pudiendo enviar un holograma?

- Los hologramas pueden transmitir las palabras, pero no los sentimientos, y yo tengo un especial interés en percibir los tuyos en tus últimos instantes. Quiero ver cómo termina la vida del hombre que estuvo a punto de abortar mi carrera, el único que todavía podría ponerla en peligro hoy en día. Quiero degustar el sabor amargo de la impotencia que se siente cuando se termina el plazo, y ya no se puede hacer nada. Permíteme ese desquite. No sé si me recuerdas. Nos conocimos hace tiempo. Por aquel entonces, me llamaban Santiago Escámez.

- Vaya, vaya. Santiago Escámez. Ya decía yo que esa cara me sonaba. Pero si acabo de verla hace sólo un rato. Me pregunto cómo se puede llegar de gerente de una empresa en ruinas a presidente de toda una nación.

- No sé si te gustaría saberlo. Imagino que a tu alma incorrupta le escandalizaría saber determinadas cosas. Te ahorraré ese disgusto.

- No te preocupes. Hablaba para mí mismo. Después de la colección de mentiras que contaste en el caso URBEXPORT, tampoco puedo esperar que me cuentes ahora la verdad de las miserias de tu ascenso. Me conformaría que me explicaras, con algo de sinceridad, lo que le pasó a Miguel Bermejo, si es que lo sabes. Para eso te he llamado.

(continuará)

09 febrero 2010

Lo que dijo Adela



Cuando el tiempo se acaba, la sensación de angustia precipita las decisiones. Paco, aparentemente, tenía tiempo de sobra, pero pecaba de excesiva ansiedad. Corrió al panel y pulsó la opción de hablar con alguien. Al instante una voz metalizada le ordenó:

- Nombre y apellidos de la persona con quien desea hablar.
- Adela Garcés Sánchez, respondió Miguel sin dudar.
- La persona que usted busca ha sido localizada. En breves instantes aparecerá ante usted. El tiempo de la conversación ha sido limitado a diez minutos- aclaró la máquina.

Adela Garcés era la mujer de Miguel Bermejo. La recordaba siempre sonriente, apacible, dulce. Un bálsamo. Irradiaba tanta paz que todo lo demás pasaba totalmente desapercibido. Paco nunca se preguntó por la mujer que latía debajo de esa bondad y esa sencillez externas. Tampoco imaginó sufrimiento alguno en aquella persona, siempre tan dispuesta a consolar las penas de los demás. Ahora que la tenía delante, sentía unas ganas enormes de abrazar a aquella mujer, con un solo abrazo que compensara todas las carencias anteriores. Pero tampoco eso fue posible. Al intentar abrazarla, casi se cae de cara al suelo. La Adela que veía era otro holograma.

- Perdona, Paco. No nos permiten venir en persona. Me alegro mucho de verte. No has cambiado nada desde la última vez...

Mientras Adela se detenía, pensando en aquella última vez, Paco la observó mejor. Ella sí que había cambiado. Su sonrisa era una línea muy fina, marcada por las arrugas, que maquillaba un rostro más serio, menos dulce. Había engordado bastante, y se vestía de forma descuidada, como si ya nada importara para ella. Aún así, el tono de su voz conservaba la amabilidad de siempre, y parecía sincera. Por otra parte, la imagen parecía actual, lo que daba a entender que la mujer todavía vivía. De otra forma, se le habría aparecido una similar al recuerdo que él conservaba en su imaginación.

- La última vez, Adela, estaba más muerto que vivo. Casi como ahora. No sé si lo sabes, recibí el sobre negro. Me quedan pocas horas de vida.

- No sabes cuánto lo siento. A Miguel le llegó hace unos años. Todavía recuerdo la cara de pánico que puso al recibirla.

- Miguel. ¿El sobre negro? Pero si el noticiario dijo que murió de accidente.

- ¿Eso dijo? No lo miré. Se lo llevaron muy pronto. Era joven todavía, pero había caído en desgracia. Últimamente todos le abandonaban. Sobre todo desde que el Presidente le puso la cruz.

- ¿El Presidente? ¿Tan lejos había llegado?

- Sí. Durante un tiempo perteneció al equipo del Presidente. Eran uña y carne. Después, la relación se enfrió. Miguel nunca me explicó por qué. Siempre que le preguntaba pasaba de puntillas por el tema y se escapaba con cualquier excusa. Había algún asunto oscuro, antiguo. Algo que Miguel sabía y el Presidente temía. Por lo visto fue eso lo que envenenó la relación. Un día, eso lo recuerdo muy bien, Miguel volvió a casa asustado, demacrado, diciendo cosas incoherentes. Parecía borracho, pero no había bebido. Desde entonces, todos nuestros amigos nos fueron abandonando. Cuando llegó el sobre negro, hacía meses que no entraba una carta en nuestra casa.

- Lo del sobre me sigue sin cuadrar, Adela. ¿Sabes cómo murió Miguel?

- No, claro que no. Nadie lo sabe. ¿Lo sabes tú acaso?

- No. No lo sé. Pero de accidente, sin duda, no. Algo tan premeditado como un sobre negro no puede ocultar un accidente.

Paco se arrepintió al instante de haber pronunciado esta frase. La sangre abandonó de repente la cara de Adela, y sus ojos comenzaron a brillar.

- Adela... Lo siento. No quería inquietarte. Seguro que Miguel murió de forma natural. Perdona...

Era demasiado tarde para las disculpas. Adela se tapó la cara, se giró de espaldas y, al instante, se desvaneció.


(continuará)

04 febrero 2010

Una acuarela con varias capas de pintura


Accidente. ¿Por qué esa palabra no le extrañó entonces y ahora la encontraba tan vacía, tan ambigua? Accidente a secas. Qué raro. ¿Por qué no dieron más explicaciones? ¿Accidente de tráfico, accidente laboral, accidente doméstico?

En aquel momento no quiso saber más, pero ahora que repasaba ese instante, ayudado por las imágenes, le crecía una inquietud siniestra. ¿Y si no fue un accidente? ¿Y si fue algún tipo de ajuste de cuentas?

Algo le decía que su íntimo amigo había ido demasiado lejos en el caso URBEXPORT. Y si aquello había salido bien, ¿por qué detenerse ahí? Su codicia le habría llevado a cometer mayores fechorías por las que finalmente habría pagado. O quizá fue prudente y se detuvo ahí, llegándole su fin por algún despiste al volante.

Ahora tenía medios para conocer la verdad. Bastaba con pulsar la opción adecuada del panel. Le podía preguntar incluso al mismo Miguel. ¿Sería capaz de enfrentarse a su antiguo amigo ahora que conocía su traición?

En el fondo, Paco sabía que no, pero prefería mentirse mientras agitaba los cubitos en un vaso prácticamente vacío. Inventó su excusa. ¿Sabría aquel hombre cómo y por qué había muerto? ¿Es todo el mundo consciente del momento en que nos llega la hora?

Él era sabedor de la suya, la había estado esperando, es cierto, pero no era menos cierto, que por las mismas, podría haber seguido viviendo al menos un lustro más. Su cuerpo no estaba tan desgastado, aunque su alma hacía ya demasiado que se limitaba a convivir con aquel físico empeñado en aguantar a toda costa. Por eso, cuando vio el sobre negro, no experimentó ninguna sorpresa. ¿Habría pasado lo mismo con Miguel, o le sorprendió la muerte sin sospechar siquiera que le estaba acechando? En ese caso, podría resultar inútil hablar con él.

Y si no podía ser Miguel, ¿quién? ¿Quién le podía contar la verdad? Quizá nadie. La verdad completa no siempre la conoce una sola persona. La realidad es una acuarela en la que se superponen varias capas de pintura, formando colores imposibles de plasmar en un solo trazo. Cada pincelada se ejecuta conociendo las anteriores, pero sin saber cuales serán las posteriores. Las últimas, ¿serán capaces de recordar cuales fueron las primeras? Probablemente, no.

(continuará)


02 febrero 2010

Una amistad diluida en el tiempo


URBEXPORT, S.A. Recordaba aquel caso: un presunto fraude al fisco de varios millones de euros. Aparentemente un caso clásico de doble facturación, gastos declarados varias veces e ingresos no contabilizados. Pero había algo más. Paco lo había detectado por pura casualidad, al percatarse de un paso de mercancías no declarado en la aduana.

Aquella empresa funcionaba de forma bastante irregular, y resultó sencillo detectar un montón de ilegalidades. En las transacciones ficticias aparecían varias empresas fantasma, ligadas a personajes importantes de la política y los negocios. En el informe que presentó a sus superiores se detallaban los pasos que se debía dar para demostrar el fraude y encausar a los responsables, entre los que Santiago Escámez quedaba bastante mal parado.

Pero entonces llegó su depresión, el oscuro pozo del que tardó un par de meses en salir. Cuando volvió a su puesto, nada se había hecho como él había recomendado. Los registros se habían realizado sin orden judicial. El sumario se instruyó mal, no se admitieron casi ninguna de las pruebas, y el escándalo incipiente se zanjó con un lavado en la prensa de la honorabilidad de los presuntos culpables. Ahora empezaba a comprender por qué.

A Miguel dejó de verlo al poco tiempo. Lo ascendieron y fue trasladado a otra ciudad. Las malas lenguas decían que el puesto lo había obtenido medrando en las alturas del ministerio, pero él no quiso creer todas esas calumnias.

No le reprochó que poco a poco se fueran distanciando, a pesar de sus esfuerzos por mantener el contacto. Le dejó ir sin una queja, como si éstas, las quejas, fueran a manchar el lienzo de una amistad inmaculada.

Se enteró de su muerte casi de casualidad. Su nombre le extrañó en la anodina lista del obituario que diariamente publicaba el Estado en todos los medios de información, y que él miraba por encima, después de repasar los titulares de las noticias. La causa de la muerte parecía explicar lo prematuro de la misma: accidente.


(continuará)