26 marzo 2017

Gastronomía razonable


Relato escrito para el Viernes Creativo. La imagen anónima ha sido recuperada por Munemasa Takahashi 

El club del lazo amarillo fue una organización secreta que tuvo su punto álgido en la segunda mitad de la década de los años veinte. No se conoce muy bien su actividad, pero existen ciertos indicios que apuntan hacia una reforma radical de la cultura japonesa, comenzando por la gastronomía, en la que intentarían introducir el ajo morado de las Pedroñeras.

En la única foto que se conserva, solo es posible distinguir a cuatro de sus miembros, que guardan la boca bien cerrada y tienen el semblante serio, como si el hecho de sonreír fuera suficiente para emitir efluvios pestilentes. Algunos expertos postulan que aquellas pioneras recibieron aquel mismo día un áccesit, algún tipo de premio menor que la chica situada abajo a la derecha sostenía con poco entusiasmo, una especie de palo rematado con un corazón de alcachofa en un extremo. Tal objeto recuerda el báculo perdido del último emperador de la dinastía Yoshida, de cuyos restos apenas habla la historia. Ese instrumento debió ser el responsable tanto del fin de la estirpe como de la desaparición de aquella asociación cultural.


Otra posibilidad remota que se baraja es que las chicas no lo estaban pasando bien en la fiesta, que alguna se veía fea y decidió destruir la foto, esperando, con la consabida paciencia japonesa, a que el tsunami hiciera su trabajo. Una opción poco probable, teniendo en cuenta que hasta la fecha, el ajo morado no ha conseguido el lugar que merece en la cocina nipona.

-.-

11 marzo 2017

Los otros mundos

Dreamwalking erik johansson
Escrito para el Viernes creativo. La imagen es de Eric Johansson

No tengo costumbre de dejar un vaso lleno de agua encima de la mesita, a pesar de que me levanto siempre con sed a mitad noche. Si lo hiciera, podría interrumpir el sueño lo mínimo posible y no abandonar la calidez del cuarto.

Pero los sueños no siempre son plácidos y la sequedad de la boca sabe más a desasosiego que a calor de edredón. La habitación es, a menudo, el escenario de una posguerra nuclear, en la que las paredes callan crímenes terribles y el polvo del suelo es sospechoso de ser vida calcinada.

Necesito salir y demostrarme a mí mismo que hay alguien ahí fuera, que no todo se ha perdido, pero el pasillo es más de lo mismo: naturaleza muerta, edificios vacíos, sobre las paredes; la luz amarilla, que no deja de ser un sucedáneo amargo de un sol extinguido.

Por suerte, sobre el banco de la cocina siempre hay una jarra de agua y un vaso junto a ella, como preparado por alguien para mí; un reloj que muestra el avance de las horas, el resplandor del faro de un coche que recorre la avenida.

Apuro de un trago el vaso y me lleno otro para el viaje de vuelta. Lo dejo en la mesita, junto a la lámpara. Me fijo otra vez en el suelo y ha crecido la yerba. Ya dentro de las sábanas, apago la luz y desaparecen las paredes. En el cielo brillan un montón de estrellas con planetas como el nuestro. Otros mundos llenos de seres buenos dispuestos a salvarnos, que deben estar de camino ahora mismo. Alguien me susurra al oído unas palabras que no entiendo.

Pienso que debería tener siempre a mi lado un vaso lleno de agua, que no sé por qué me cuesta tanto cambiar de hábitos.

-.-