Ella, se sabe pronto, es el alma del local, y eso que no le va mucho el nuevo nombre que le hemos puesto. Más que una diosa de las artes, parece una bruja procedente de otros tiempos y de otros lugares. Digo esto con todo el respeto que me merecen este tipo de hechiceras. Es bastante alta, muy delgada, espectral. Su cara es difícil, alargada, con una frente estrecha que se ensancha a la altura de la prominente mandíbula, en la que encajaría bien un ronzal. El pelo castaño largo ayuda a dulcificar ese rostro duro, pero proporciona a la mujer un aspecto todavía más lineal, más desgarbado. Para colmo, viste de negro.
Tras este aspecto tan poco prometedor nos sorprende su sonrisa, su amabilidad, una dulzura en el trato construida sin palabras, a base de movimientos pausados y gestos cómplices. Luego sabremos que se debe sobre todo a su escaso dominio del idioma. Es belga. La conversación se limita a poco más que la demanda urgente de las bebidas. Escogemos whisky con hielo. Está sonando algo de John Lee Hooker y parece un sacrilegio pedir un cubata dulzón. Ella asiente a nuestras demandas de tal forma que no nos quedará claro si las ha entendido hasta que las tengamos colocadas sobre la mesa. Entonces sonará algún
blues más.
La tormenta pide paso, y pronto influirá en el desarrollo de la noche, cambiando tiempos, escenarios y hasta caras. Cuatro rayos son suficientes para derrotar a una instalación eléctrica cansada, reconvertida a 220 V. desde su original 125 V. de forma chapucera. La
Musa nos sorprende con unos improvisados candelabros: velas simples pegadas con cera a sus platillos de café. La nueva luz se encuentra cómoda en la sala, deformando a su gusto los rostros, profundizando las sombras. La ausencia de música atenúa las conversaciones, las reduce al tono de los susurros cómplices. Ella tiene pinta de terminar un conjuro cuando sirve las copas, pero las sirve con mágica precisión.
No tenemos prisa en terminar las bebidas. Sabemos que afuera el futuro no es prometedor, y sin embargo aquí dentro crece la excitante sensación del comienzo de una nueva etapa. Vuelve la luz, y la sonora normalidad del punteo de una guitarra eléctrica, las voces forzadas y el humo disuelto en una luminosidad que ahora se nos antoja excesiva. Cesa la lluvia y pagamos la cuenta. Salimos felices, sin importar ya demasiado adonde vamos. A este sitio, por lo menos, volveremos. Nos esperan muchas más noches de magia y blues.
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