- Cuéntame, me dijo. Dime algo sobre ti.
Estas palabras suelen actuar sobre mí como un hechizo, y nada consigue fluir fácilmente desde mi boca tras ser pronunciadas; pero era ella quien me lo pedía, y no sabía negarle nada.
- Te cuento:
Nací un día como hoy, 29 de Julio de 1.967, en una clínica que ya no existe con nombre de una fecha que ya no se celebra, en la ciudad de Castellón. Hacía mucho calor, y mi padre derramó la horchata que le llevaba a mi madre por los nervios. Antes ella había vomitado el hígado con cebolla ingerido en la comida. Eso es lo que me contaron. Yo no lo recuerdo, pero en cambio me encanta la horchata y el hígado con cebolla.
- Felicidades, me dijo, con una sonrisa picarona, porque lo celebras, ¿no?, continuó con algo de sorna.
Una sonrisa iluminó mi rostro, afirmando; y ella cambió rápidamente su expresión, abriendo bien los ojos desde su anterior entrecerrada posición, juntando los labios hasta convertirlos en una minimalista y apetecible fresa, mostrando interés, curiosidad, y, al mismo tiempo, dulzura.
- Cuéntame. ¿Cómo te sientes?
- No sé. Es una sensación extraña. No puedo decir que me sienta viejo, pero ya no me siento joven. No tengo en qué basar esa afirmación: físicamente estoy bien, mejor que a los 30 y que a los 20; tengo menos pelo, pero más del que esperaba tener; más arrugas, pero ya las tenía hace mucho tiempo.
He cambiado. Ahora veo la vida de otra forma, la disfruto de otro modo más sosegado, menos intenso, y eso, me temo, no es sinónimo de juventud.
Además, con lo susceptible que soy, que siempre he sido, los comentarios tipo "Pero si estás de maravilla. Ya me gustaría estar así a mi a tu edad", cada vez más frecuentes, empiezan a tocarme los cojones.
No pareció contenta con la respuesta, pero, por suerte, evitó realizar comentarios compasivos. A continuación, se tomó un respiro, inclinándose hacia adelante, buscando con todo su cuerpo la copa de cerveza. Sus movimientos eran coordinados, armónicos, hablaban por sí solos: la mano alzando la copa al encuentro de su boca, los labios apoyados sobre el canto dejando una suave marca de carmín, el arqueo de su espalda al dejarse caer suavemente sobre el respaldo del sillón. Los pensamientos negativos me habían abandonado sin pronunciar una palabra. Yo la miraba, y ella, sabedora del efecto que estaba causando, sonreía. Un toque de malicia era la guinda que debía coronar tan sabroso postre.
- Cuarenta años, ya son años, ¿no? ¿No tienes reúma los días de lluvia?
- Pues mira, no, pero me gusta pasarlos en la cama, en buena compañía, respondí, algo herido en mi amor propio.
- Por buena compañía, te refieres al Marca, claro.
Es broma, es broma, no te enfades, se apresurá a decir, quitando hierro.
Con uno de sus estudiados movimientos, un aleteo de manos acompañado con un rostro simuladamente compungido, selló la paz, y comenzó de nuevo el interrogatorio:
- Cuéntame. ¿Cómo te ha ido? ¿Has conocido la felicidad?
- Supongo que sí. A ratos, a sorbos. Siempre con ganas de más, nunca saciado de ella. Creo que es lo único que podemos conseguir: algunas gotas del preciado licor. Por suerte, a medida que te haces viejo, necesitas comer menos, beber menos, y el sabor es más apreciado y dura más.
- Quien no se consuela es porque no quiere, dijo, volviendo por sus fueros.
- Quien no se consuela es porque es tonto, respondí rápido. ¿Sirve de algo vivir desconsolado?
No contestó esta vez con ninguna maldad. Se quedó quieta, de lado, expectante, como quien ya sabe todo lo que quiere saber, se quiere ir, y está esperando a que pase el camarero para pedir la cuenta. Pero yo todavía no había terminado. No podía terminar sin realizarle una última pregunta:
- Supongo que tengo derecho a conocer tu nombre. ¿Cómo te llamas?
- ¿No lo sabes? Me llaman Fortuna. Vendré más veces a verte, pero otras te daré la espalda. Así es la vida, ¿no?
Me di cuenta entonces de algo que no había apreciado en toda la conversación: nunca la había tenido totalmente de cara, ni de espaldas; así como tampoco había sido nunca capaz de adivinar sus encantadores movimientos, ni de predecir sus amables o hirientes palabras.
Y como en un sueño, la silueta de la joven se disolvió en la bruma veraniega, y mi mirada vagó buscándola por las arenas de la playa, en las ondulantes aguas, más allá de la línea del horizonte, hasta que el sonido metálico de la bandeja con la cuenta me despertó de mi aturdimiento.
Acercabdo el papel a la vista no puede evitar pensar: ¿cuánto cuesta la Fortuna?
Estas palabras suelen actuar sobre mí como un hechizo, y nada consigue fluir fácilmente desde mi boca tras ser pronunciadas; pero era ella quien me lo pedía, y no sabía negarle nada.
- Te cuento:
Nací un día como hoy, 29 de Julio de 1.967, en una clínica que ya no existe con nombre de una fecha que ya no se celebra, en la ciudad de Castellón. Hacía mucho calor, y mi padre derramó la horchata que le llevaba a mi madre por los nervios. Antes ella había vomitado el hígado con cebolla ingerido en la comida. Eso es lo que me contaron. Yo no lo recuerdo, pero en cambio me encanta la horchata y el hígado con cebolla.
- Felicidades, me dijo, con una sonrisa picarona, porque lo celebras, ¿no?, continuó con algo de sorna.
Una sonrisa iluminó mi rostro, afirmando; y ella cambió rápidamente su expresión, abriendo bien los ojos desde su anterior entrecerrada posición, juntando los labios hasta convertirlos en una minimalista y apetecible fresa, mostrando interés, curiosidad, y, al mismo tiempo, dulzura.
- Cuéntame. ¿Cómo te sientes?
- No sé. Es una sensación extraña. No puedo decir que me sienta viejo, pero ya no me siento joven. No tengo en qué basar esa afirmación: físicamente estoy bien, mejor que a los 30 y que a los 20; tengo menos pelo, pero más del que esperaba tener; más arrugas, pero ya las tenía hace mucho tiempo.
He cambiado. Ahora veo la vida de otra forma, la disfruto de otro modo más sosegado, menos intenso, y eso, me temo, no es sinónimo de juventud.
Además, con lo susceptible que soy, que siempre he sido, los comentarios tipo "Pero si estás de maravilla. Ya me gustaría estar así a mi a tu edad", cada vez más frecuentes, empiezan a tocarme los cojones.
No pareció contenta con la respuesta, pero, por suerte, evitó realizar comentarios compasivos. A continuación, se tomó un respiro, inclinándose hacia adelante, buscando con todo su cuerpo la copa de cerveza. Sus movimientos eran coordinados, armónicos, hablaban por sí solos: la mano alzando la copa al encuentro de su boca, los labios apoyados sobre el canto dejando una suave marca de carmín, el arqueo de su espalda al dejarse caer suavemente sobre el respaldo del sillón. Los pensamientos negativos me habían abandonado sin pronunciar una palabra. Yo la miraba, y ella, sabedora del efecto que estaba causando, sonreía. Un toque de malicia era la guinda que debía coronar tan sabroso postre.
- Cuarenta años, ya son años, ¿no? ¿No tienes reúma los días de lluvia?
- Pues mira, no, pero me gusta pasarlos en la cama, en buena compañía, respondí, algo herido en mi amor propio.
- Por buena compañía, te refieres al Marca, claro.
Es broma, es broma, no te enfades, se apresurá a decir, quitando hierro.
Con uno de sus estudiados movimientos, un aleteo de manos acompañado con un rostro simuladamente compungido, selló la paz, y comenzó de nuevo el interrogatorio:
- Cuéntame. ¿Cómo te ha ido? ¿Has conocido la felicidad?
- Supongo que sí. A ratos, a sorbos. Siempre con ganas de más, nunca saciado de ella. Creo que es lo único que podemos conseguir: algunas gotas del preciado licor. Por suerte, a medida que te haces viejo, necesitas comer menos, beber menos, y el sabor es más apreciado y dura más.
- Quien no se consuela es porque no quiere, dijo, volviendo por sus fueros.
- Quien no se consuela es porque es tonto, respondí rápido. ¿Sirve de algo vivir desconsolado?
No contestó esta vez con ninguna maldad. Se quedó quieta, de lado, expectante, como quien ya sabe todo lo que quiere saber, se quiere ir, y está esperando a que pase el camarero para pedir la cuenta. Pero yo todavía no había terminado. No podía terminar sin realizarle una última pregunta:
- Supongo que tengo derecho a conocer tu nombre. ¿Cómo te llamas?
- ¿No lo sabes? Me llaman Fortuna. Vendré más veces a verte, pero otras te daré la espalda. Así es la vida, ¿no?
Me di cuenta entonces de algo que no había apreciado en toda la conversación: nunca la había tenido totalmente de cara, ni de espaldas; así como tampoco había sido nunca capaz de adivinar sus encantadores movimientos, ni de predecir sus amables o hirientes palabras.
Y como en un sueño, la silueta de la joven se disolvió en la bruma veraniega, y mi mirada vagó buscándola por las arenas de la playa, en las ondulantes aguas, más allá de la línea del horizonte, hasta que el sonido metálico de la bandeja con la cuenta me despertó de mi aturdimiento.
Acercabdo el papel a la vista no puede evitar pensar: ¿cuánto cuesta la Fortuna?