Y te encontré de
nuevo, y sin pensarlo mucho, de hecho no lo pensé, te saludé, y me encontré de nuevo
esos ojos tristes. Hasta ahora me di cuenta que siempre fueron así, aún en los
minutos eternos que pasamos juntos, no los suficientes para conocerte del todo
y saber la razón de tu eterna tristeza. Y sentir tu mano fría, no realmente
fría, más bien una mano indiferente y somnolienta, si es que una mano puede
parecer somnolienta, al tacto cuando te la estreché en un saludo de caballeros,
no abrazos como los que me gusta dar a las personas que quiero cuando me cruzo
en sus vida inopinadamente, y los doy con premeditación y alevosía. Y me alejé,
consciente en ese momento de mi espontaneidad sumisa, siempre me subyugo a mi
espontaneidad, y te di la espalda, sintiendo el calor en mis mejillas, porque mofletudos
cachetes no tengo, o a esta piel tirante que tengo sobre la calavera que
sostiene mi cerebro, pedazo de masa gris que no ha podido superar su condición
de encierro. Y afanoso fingí prisa y ocupación acelerada, para que no sintieras
lo que me afectaba verte, saludando afanoso a quien se cruzaba en mi
diligencia. Y te acercaste a despedirte, y pregunté trivialidades de tu vida,
que realmente no me interesaba, y darme cuenta que tantos detalles de tu vida
los había olvidado, pasado por alto o ignorado, lanzados como un costal de
piedra en mi frágil memoria. Y no te dije ni una palabra de mi vida, y tampoco
lo preguntaste, será que no parecía necesario preguntar, y eso estuvo bien, no
fingir la hipocresía que puede rondar mis actos cotidianos.
Y te dije hasta
luego, con las mínimas ganas de volver a verte, y dándome cuenta la triste
realidad de mi vida pasada, esas ganas enormes de llenar mi vida con alguien
que nunca lo mereció… y de los recuerdos de ese tiempo sólo me queda un triste
abrigo colgado en mi armario, como otro solitario cadáver de mis relaciones pasadas…