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miércoles, 13 de mayo de 2009

jueves, 2 de abril de 2009

Nuevo intento

Estos días ha habido más tarea de la habitual. Ya sabeis, hay épocas en las que sobran horas del día y otras en las que parece que todo se acumula y no se acaban nunca las cosas que hay que hacer. A pesar de ello, aún he tenido un ratillo para experimentar con mis gatines. MamáCostillo le regaló al Chipie un nuevo arnés (que el otro se lo quitaba todo el tiempo y era como no ponerle nada) para que pueda salir a tomar el sol (que estos días, en una muestra de generosidad infinita, ha decidido hacer acto de presencia).

Como ya os he contado, Snake anda siempre a su libre albedrío por la zona de atrás. No le llega con nuestras terrazas y pulula por todo el vecindario. Es tan sumamente marujo que yo me lo imagino entrando en casa de los vecinos, y a éstos la primera vez que le ven, acojonaditos perdidos al ver la mole que ha invadido su casa. Es harina de otro costal el bicho este. PapáCostillo le construyó una escalera (Stulti, qué pena que no he hecho foto, jajaja) para que pudiera subir sin problemas porque hay algunas diferencias de altura. Y ahora anda por lo que él considera sus dominios como pedro por su casa, haciendo la ronda como si fuera el sereno, que estoy por cambiarle el collar por un buen manojo de llaves. Sin embargo, los otros dos (pobrecicos míos) todavía no se han ganado la confianza de poder andar sueltos. Boo tiene la costumbre de escaparse siempre a las zonas más imposibles, justo esas donde no puedes cogerlo. Y él, tan obediente siempre, cuando está allí cual marajá y le llamo, me mira con una superioridad y una prepotencia que me dejan sin habla. Y no se menea el tío!!


Con Chipie ya hemos tenido algún que otro disgusto. Todavía recuerdo el susto que nos dio a los pocos días de traerlo del asilo. Yo estaba en España y el Costillo me llamó a una hora inusual para él (que se acuesta cuando las gallinas). El pobre casi lloraba. Chipie había desaparecido y no había manera de encontrarlo. Recorrió el barrio con su lata de comida y le salieron al encuentro tropecientos gatos... todos menos el nuestro. Estaba desesperado. A las cinco de la mañana el señor Rojo (alias Chipie) decidió que ya estaba bien de andar por ahí de picos pardos y regresó. Se acercó a la ventana del dormitorio y empezó a golpear el cristal con la patita para que le abrieran. Al Costillo casi le dan los siete males, pero creo que si le tocase alguna vez la lotería no le haría la misma ilusión.


Así las cosas, o no salen (lo cual a mí me parte el alma) o tienen que salir atados, que es la opción menos mala, aunque no la idónea. Bonnie ya lleva mucho tiempo saliendo con correa y lo lleva bastante bien. Se pasa horas espatarrado al sol (cuando lo hay) y pillando alguna mojadura cuando a mí se me olvida que está en la terraza (corramos un tupido velo, please). Pero con Chipie todos los intentos fracasaron: todavía no sé cómo cada vez que le sacábamos conseguía quitarse el arnés y el collar y se largaba con viento fresco.


El primer día, cuando le colocamos su nuevo arnés, fue un espectáculo, porque no había forma humana de hacerle meter las patitas por su sitio. Y encima, el pobre, estaba acojonado perdido. Andaba cual Robocop que es que era de partirse de risa (pobre!). Por si la nueva situación no fuese lo suficientemente lastimera para él, Snake, aprovechando que estaba atado, lo acosaba (y derribaba, claro) con una saña que a mí me hace pensar que este gato está poseído por Belcebú. Incluso que él mismo es Satán! Así que el bueno de Chipie, como alma en pena, volvía a entrar en la casa y se acurrucaba en un rincón. No podía ni acercarme a cogerlo del pánico que le entraba.


Ayer, por motivos que no vienen al caso, tuve que estar bastante tiempo en la terraza, así que aproveché para sacar a los tres. Boo a lo suyo, pasando de todo, acostado bajo la lavanda o persiguiéndome para que le de su ración de mimos, que este gato no se cansa!. Snake correteando tras los pájaros hasta que fue consciente de que tenía una víctima mucho más asequible: Chipie! Menos mal que estaba yo para controlarlo. Al final conseguí que volviese a dedicarse a sus rondas de vigilancia y Chip pudiese disfrutar de un poco de "libertad". Y vaya si lo disfrutó! Haciendo caso omiso del arnés se dedicó a investigar cada una de las plantas, cada ruido, cada esquina. En fin, que parece que hemos dado un paso más. Aunque, todo hay que decirlo, en uno de sus ataques de pánico ya ha conseguido quitarse el arnés una vez... todo será cuestión de adelgazar y si no lo usa el gato podré utilizarlo para numeritos bondage!

domingo, 29 de marzo de 2009

Tenía que pasar... y ha pasado!

En su día ya os hablé de las locuras del señor Snake. Este gato cada día nos sorprende con una nueva. Qué capacidad de inventar trastadas tiene el bicho. Cierto es que está mucho más socializado que cuando llegó a casa. Cierto también que araña menos que antes, aunque hoy no sea el mejor momento para decirlo, porque ayer por la noche me dejó fina (también es verdad, y vaya esto como defensa del felino, que sé que no le gusta que le toquen la barriga y yo, cabezona como no hay otra, dale que te pego a intentar tocársela, y claro, pasa lo que pasa).

El caso es que hoy, estando todavía en la cama, en esos momentos en los que piensas en si deberías levantarte o dejarte caer en los brazos de Morfeo otro par de horas, Snake no paraba de llorar. Este gato, tan particular como es en todo, no sabe maullar y en su lugar hace una serie de ruidos raros, raros, raros (Papuchi dixit). No todos son iguales: los hay de alegría cuando ve que mami le llena el cuenco de agua de la nevera, los hay de éxtasis cuando papi o mami abren la bolsita de comida blanda; los hay de guerra cuando Chipie o Boonie osan acercar el morro a “su” territorio y los hay lastimeros como si se le hubiera muerto la madre. Esos eran los de esta mañana. De mala leche, cagándome en la madre que lo parió, me levanté y le abrí la puerta de la terraza para que saliera a vigilar palomas. Todavía no había puesto el culo en la cama de nuevo cuando oigo que el Costillo viene corriendo y me dice: “le has dejado salir a Snake?”. Y yo, “pues sí, que estaba de un pesadiiiiiiito”. “Pero no!!!!”. Y yo, todavía medio adormilada, pensando a este tío se le ha ido definitivamente la olla, ha perdido el norte o está pensando en ir a buscar a la madre de Marco. Qué coño le pasa ahora?? Y entonces me suelta: “Es que... ha matado a un pájaro”. Y yo, “quééééééééé?”.

El Costillo, mientras yo asimilaba la noticia, salió a recoger al pobre pajarín (que me negué a ver). Después me contó la historia. Este hombre se levanta escandalosamente temprano siempre (también los domingos), y Snake puede estar en la calle 24 horas al día, así que lo primero que hace cuando ve que alguien se ha levantado es pedir que le abran la puerta para ir a hacer alguna de las suyas. Tuvo suerte y, como hoy por fin no llovía, el Costillo le dejó salir muy temprano. Pasó el tiempo, el gato en la terraza, el Costillo en el ordenador, y Boo, Chipie y yo durmiendo el sueño de los justos. Al cabo de un rato el Costillo fue a la cocina para prepararse un segundo café, cuando vio que en la puerta estaba Snake, esperando para entrar, pero con “algo” en la boca. Cuando se acercó para mirar casi cae de culo, porque lo que este gilipichibirichi traía entre sus pedazo colmillos no era otra cosa que un pobre pajarillo (que mira, si al menos hubiera sido una de esas palomacas asquerosas que requetecontraodio, tira que te vas, pero un pobre pajarín, que no hace daño a nadie, snif). El Costillo flipando y Snake ahí, todo plantado, orgulloso de su cacería y, supongo, ofreciéndole un presente (será por lo que traga, que vamos a tener que prostituirnos para pagar su comida). Intentó ver si estaba vivo (como ocurrió la otra vez), pero hoy no ha habido tanta suerte y el pobre animalillo había pasado a mejor vida.

Sufur me decía en aquella ocasión “Sé que no debería decir esto, porque eres defensora de toda la vida y esas cosas, pero... ¡bien por Snake! Al fin y al cabo, es un cazador, y hoy ha debido sentirse genial por un tiempo. (...)”, aunque nadie lo diría, más ahora que lleva cerca de dos horas espatarrado en la cama con cara de no haber roto un plato en su vida. El caso es que su comportamiento, esos ojos de asesino sediento de sangre que pone a veces, y el haber leído últimamente algún artículo de Charles Manson me están haciendo pensar que quizá deba ponerle un apellido (Manson, para más señas) al sanguinario que tengo por animal de compañía.

domingo, 8 de marzo de 2009

HALLER PARK. Jueves 25 septiembre 2008. Mombasa IV.

La última parada del día nos condujo hasta el Haller Park. Quizás Kombo intuyó nuestra añoranza a las bestias que nos habían acompañado en nuestro viaje, y dejó esto para el final. El Haller Park no es otra cosa que un lugar inmenso donde viven en semilibertad muchísimos animales que no han tenido demasiada suerte en la vida. Los terrenos pertenecen a una antigua cementera (se llaman así las fábricas de cemento?), que un buen día decidió destinarlos a refugio de animales, un lugar donde poder vivir casi casi en libertad, con la ventaja de tener veterinarios que les cuiden y comida diaria sin tener que andar buscándola. No me gustan los zoológicos, no soporto ver a los animales encerrados, pero lugares como este, o como Cabarcenos, allá en Cantabria, no me disgustan del todo. Es más, aquí disfrutamos como niños viendo las traperías que son capaces de hacer los monos por robar, o las poses fantásticas y tremendamente sensuales que adoptan las coronadas y mil otras cosas más. Pero vayamos por partes. Llegamos al lugar y lo primero que vimos fue una inmensa roca... que se movía! Acojonaditos perdidos no le quitamos la vista de encima. No sabíamos si estábamos viendo visiones, o la falta de siesta tras la mariscada nos hacía sufrir alucinaciones. Concentramos nuestra vista en el objeto en cuestión y entonces fue cuando descubrimos que no era un objeto, sino una tortuga inmensa, la más grande que he visto en mi vida. Empezamos bien!!

Mientras Kombo se encargaba del tema de las entradas, nosotros nos dedicamos a disfrutar del lugar. Con el calor que estaba haciendo se agradecía inmensamente la sombra de los inmensos árboles que enmarcaban la entrada... aunque nuestra mirada volvía una y otra vez a la tortuga. Nos había dejado sin palabras!! Cargados de ilusión como si fuésemos dos niños entramos por fin el parque y la primera visita se la hicimos a las jirafas. Igual que habíamos hecho en Nairobi, estuvimos dándoles de comer a las jirafas, aunque aquí se unía otra atracción al espectáculo, ya de por sí tremendamente divertido. El lugar está lleno de monos. Hay monos por todas partes. Y los monos, por si ustedes no lo saben, son un poco “ladronzuelos”. Sin pizca de vergüenza se dedicaban a ir cogiendo toda la comida que “se nos caía” para llenar su boca hasta límites imposibles. Una vez con la bocaza bien llena salían de allí como alma que lleva el diablo. Se subían a un árbol, se comían las reservas y bajaban a por más! Qué tíos!!

























Un cartel, un poquito más allá, te advertía o te pedía, que no te sentases en las tortugas. La advertencia puede parecer sin sentido, pero claro, si te confundes y piensas que es una roca... Allí dentro había otros cuatro o cinco ejemplares de esas tortugas inmensas que todavía recuerdo con la boca abierta. El lugar está muy cuidado, muy verde, y aquí y allá hay casitas con hermosos tejados de paja. A los pies de las escaleras de acceso, y como el que no quiere la cosa, descansan inmensos fósiles, casi del tamaño de las tortugas. En este continente nada es pequeño, nada te deja indiferente. Kombo me anima a acercarme a las tortugas. Se agacha y empieza a acariciar a una de ellas en la parte inferior del cuello, como haría yo con Boonie (claro que Boo es un solete y no me hace nada, pero quién sabe qué intenciones tendrán estos mastodontes?). Me da un poco de cosilla, pero al final me animo. No creo que vaya a tener muchas más posibilidades de hacerlo, así que me lanzo y empiezo a acariciarle el cuello, como haría con mi peque. Y parece que le gusta, porque cuando paro empieza a seguirme. Es muy rugoso y, con la imaginación que tengo, me da la sensación de estar acariciando un dinosaurio o algún ser de hace millones de años.













Seguimos caminando y llegamos al foso de los cocodrilos, inmensos, terroríficos, con una mirada que hiela la sangre y unos dientes que prefieres observar desde la distancia. Por nada del mundo quisiera encontrarme con uno a menos de cinco metros. Son inmensos y hay muchísimos. Algunos están en el agua (son los que más miedo me dan) otros descansan en tierra firma, aunque estos animales no deben ser tranquilos ni siquiera mientras duermen.























Monos y más monos van apareciendo por el camino. Hacen el paseo agradable y lucen con descaro todos sus atributos, mostrando poderío, porque ellos lo valen, sí señor. El paisaje en algunos lugares parece de cuento de hadas y te hace sentir que esos animales realmente no viven mal, a pesar de no tener la libertad que sería deseable. Me hacen pensar en la leona herida, de la que nadie se hizo cargo y llego a la conclusión de que a veces el estado del bienestar requiere ciertos sacrificios. Nos encontramos con otro ejemplar del “lagarto bicolor” y el Costillo consigue hacerle una foto que me encanta. También notamos otras “presencias”, otros reptiles de gran tamaño que parecen habitar el lado oscuro y vivir en las tinieblas. Mejor no encontrarse de frente con ellos, que a mí esta clase de bichejos me pone los pelos como escarpios.






















Llegamos a un lago lleno de animales: pájaros, búfalos, coronadas, monos y más monos. Algunos trabajadores están llevándoles la comida y nos entretenemos mirando sus reacciones, su apetito, sus maneras. Y así nos encontramos de frente con un hipopótamo inmenso. Es la hora de la comida y sale del agua a esperar las viandas. Kilos y kilos de comida, y el hipopótamo a su ritmo, pero cientos de pájaros intentan llevarse también su parte. Y lo consiguen a pesar de los monos, que también tienen aquí buenas víctimas a las que saquear. El descojone se generaliza cuando ya no son uno o dos monitos los que roban la comida, sino cuando son decenas y todos actuando como los chiquillos de Oliver Twist, sableando aquí y allá, llenando su boquita como si fuera una bolsa tamaño xxl y saliendo disparados a disfrutarla en un lugar tranquilo, donde nadie se la pueda quitar. Una vez terminada, a la carga y a por más! Parece que no se sacian con nada.
















Salimos del parque con la sonrisa en la cara. Hemos disfrutado muchísimo de nuestra estancia allí. Ha sido fantástico volver a ver de cerca a los animales, a los que estábamos echando de menos. Salimos de nuevo a la civilización, la luz ya casi se ha ido y los mercados y puestos ambulantes inundan hasta el último rincón. Hay gente por todas partes, parece una fiesta!! El día ha sido agotador y estamos cansados como perros. Claro que no hay nada que una buena ducha y la espléndida cena que Dorkas nos ha preparado no puedan arreglar. Tras la cena nos vamos al bar de la playa a tomar unos combinados. Disfrutamos de la música, del ronroneo de las olas y nos vamos a la cama pensando que mañana ya habrá tiempo para descansar!


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jueves, 29 de enero de 2009

De fuera vendrán que de casa me echarán... o no!

Snake, como bien sabeis todos, es un callejero. Pero en el sentido más literal de la palabra. No sólo fue allí donde le encontré, sino que es el lugar donde más feliz se siente -si exceptuamos, claro está, mi sillón favorito, que lo es también suyo, y de Bonnie, así que andamos todo el día a la griesca a ver quién lo pilla primero. Y es que yo, que soy rara y egoista, con mis gatos siempre acabo cediendo. Así que, aunque mi espalda me mate y me muera de ganas por sentarme en “mi” sillón, si está en él uno de estos dos monstruitos, me jodo y me aguanto, y sigo sentada en la misma silla... -. El caso es que aunque hiele tanto que todo amanezca cubierto por un manto blanco, el minino TIENE que salir.

Decir que tengo complejo de Emilio es decir poco, porque hay días que poco más puedo hacer que abrir y cerrar la puerta cientos y cientos de veces. Quién dijo que yo no tenía paciencia?

Hace unos meses escuché en la terraza unos ruidos muy extraños. Salí a ver qué era lo que pasaba, porque mi intuición me decía que Snake tenía algo que ver en ello. Y en efecto, así era. Salí y me lo encontré acojonadito perdido con la espalda pegada a la pared mientras otro gato de dimensiones similares a las suyas (mi animalico ronda los 10 kilos) boxeaba con él. Decir con él es decir mucho, porque Snake a lo más que llegaba era a esconder las patitas en su tremenda barriga. No sin un puntito de vergüenza por su cobardía, saqué al gato invasor de nuestros dominios, como madre preocupada por la poca valía de su hijo al que le tiene que sacar siempre las castañas del fuego. Me encabronó bastante, la verdad, porque las peleas que tiene en casa con Chipie son épicas, y a veces parece que se van a matar... aunque sólo estén jugando y la única damnificada sea yo, que tengo que ir recogiendo los mechones de pelos que dejan por todas partes.

Ha pasado el tiempo y Snake ha ido haciéndose adulto. Ya no es el niño alocado que corría sin saber por dónde. Bueno, esto sigue haciéndolo, pero es que a este gato se le va mucho la pinza. El caso es que un día de estos volvió a aparecer el gato invasor. Con sus dos bemoles llego, escogió un lugar soleado de la terraza y decidió echarse a dormir la siesta. Snake, que estaba por allí paseando, no salió huyendo, sino que se dedicó a observarle. Se pasó un tiempo que a mí me pareció infinito haciéndolo. Poco a poco iba acercándose un poco más al invasor, con pausa, con mucha astucia (este gato piensa que puede pasar desapercibido, pero ya os digo que con su tamaño esto es poco menos que imposible), iba ganando posiciones. Y yo observando. Y el invasor miraba a Snake y luego me miraba a mí, y viceversa, como recordando aquella ocasión en que la mamá tuvo que socorrer al cachorro. Y Snake se acercaba. Y el invasor no se movía... hasta que observó que mi “hombretón” estaba demasiado cerca y decidió irse con el rabo entre las piernas. Recorrió toda la terraza maullando como si se le hubiera muerto la madre, que encogía el corazón escucharle. Mucho cuento es lo que tiene este bicho. Desapareció de mi ángulo de visión y vi cómo Snake recorría todos los lugares para encontrarle. No hubo forma.



Seguí con mis cosillas y a las dos horas, aproximadamente, el invasor había vuelto. Pero qué se le ha perdido a este tiparraco aquí?, pensaba yo aturdida. Dio un montón de vueltas hasta llegar al objetivo: el lugar más cálido de toda la terraza, que no es otro que la esquina de la misma, donde tenemos una enredadera que ahora son sólo palicos, pero que se pone preciosa en verano, y que ha sido guarida de ni sé ya los gatos. Boo dormía ahí antes de encontrarnos. Snake, al otro lado de un gran charco, le miraba con ojillos de envidia, porque a él también le encanta ese lugar y, cuando hace sol, se pasa allí horas tumbado, como si estuviera en Benidorm. Entonces se me ocurrió escribir este post, o más bien el título: De fuera vendrán que de casa me echarán. El reloj siguió a su ritmo y yo a mis tareas, y cuando salí a la terraza para ver cómo estaba la situación, me encontré a los dos pipiolos compartiendo solarium!! Así que tuve que añadir el “O no”, eso sí, con la alegría de saber que el gato invasor ya no acojonará más a mi Snake, que se está haciendo “un paisano”.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Nieva!!!!

El viernes, con unos coleguillas hablábamos acerca de la posibilidad de ver la nieve durante el fin de semana. En la tele y los periódicos llevaban varios días advirtiéndonos de que llegaba un temporal. A ellos no les apetecía nada, a mí sí. Por un lado porque me encanta la nieve, por otro por la superstición esta de pensar que año de nieves año de bienes (y es que tengo ya muchas ganas de tener un año tranquilito, sin sobresaltos) y, por último que no menos importante, por ver las reacciones del mamarracho de Snake, tan loco siempre por salir a la calle. El sábado fue un día raro, muy raro. Fuimos de compras, buscamos la crisis y no pudimos encontrarla entre semejante avalanchas de compradores. Había nevado por la mañana, con mucha fuerza pero sin llegar a cuajar ni un poquito. Mientras paseábamos, el cielo era tan azul que, si no fuese por el frío que hacía y por las capas de ropa que llevaba la peña, podríamos haber pensado que estábamos en agosto, en uno de los pocos días buenos de agosto que nos regala este país. Llegar a casa y empezar a ponerse el cielo negro y a nevar como si no hubiera un mañana fue cuestión de minutos. Cómo nevaba!! Chipie estaba alucinado, sentadito y mirando por la ventana qué cosas extrañas eran esas que parecían volar ante sus narices sin poder echarles la zarpa. Flipaba, el pobre. Snake, tan cabezón como siempre, no paró hasta que le dejamos salir (tuvo más suerte que Boonie, que aunque pidió una y mil veces permiso, no lo vio concedido). Qué risa ver su carita de sorpresa cuando pisó esa "cosa" blanca. Claro que el susto duró un segundo, después empezó a chuparla como si fuera el más delicioso sorbete! Y es que este gato no tiene remedio. Tiene un vicio con el agua fría que no es normal. Es verme ir a la nevera con su cuenquito y se pone loco. Cuando el cuenco lleva ya unas horas en su sitio él prefiere ir a beber fuera. Allí le tengo siempre unos tiestos monísimos con piedrecillas igual de monas, llenos de agua y se pega la gran panzada. Muchas veces quiere salir sólo para beber! Así que ayer, con esa mezcla de lluvia y hielo se puso las botas. El único inconveniente era la temperatura. Hacía un frío del carallo y se estaba infinitamente mejor en casa, en el sillón de mamá, al lado de la calefacción. No sabe nada este pollo!


Seguía nevando y nevando, y sin cuajar. Y a mí se me llevaban todos los demonios, porque la nieve tiene un algo que me encanta. No sé si es que recuerdo los años cuando siendo una niña caían nevadas tan tremendas que hasta nos quedábamos sin cole (y qué contentos nos poníamos!!) o si es ese blanco tan especial que cubre todo de magia. No sé, pero me encanta ver todo nevado. Cuando ya empieza a estar pisoteada y sucia, la nieve pierde todo su encanto y entonces quisiera que desapareciera de repente, pero claro, nada es perfecto.

Por la noche había cuajado un poquito y salí a hacer algunas fotos a la terraza. Los vecinos piensan, definitivamente, que estoy tarada, porque cuando no me ven cámara en mano haciendo fotos a las plantas, me ven hablando con un gato (y, lo que es peor, exigiéndole una respuesta), y ahora, para rematar, haciendo fotos por la noche quién sabe a qué. En fin, que piensen lo que quieran, que a mí no me quitan lo bailao!

sábado, 8 de noviembre de 2008

Sigo en África

o al menos viviendo entre fieras, porque sino lo de esta mañana no se explica. Os he hablado en alguna ocasión de La Puti, nombre en absoluto despectivo que hemos adjudicado a la visitante más asidua de este, nuestro hotel gatuno. El Costillo y yo no terminamos de ponernos de acuerdo acerca de si La Puti es La Puti o es otra Puti que vino con anterioridad. Lo cierto es que son de la misma raza, los mismos colores de piel y ojos, pero la primera Puti era más gordita (di tú que también puede ser que venga tanto por aquí porque en su casa la tengan a dieta, y esa sea la explicación de todo). El caso es que ella viene aquí, se planta en la puerta de la terraza y espera (poco, que si por algo se caracteriza el bicho es por su falta de paciencia), si nadie le abre (porque no la hemos visto) empieza a maullar, llorar y/o hacer ruidos rarísimos que hacen que se entere todo el vecindario de que quiere entrar. Le abrimos, pasa como Pedro por su casa, olisquea la comida y el agua de nuestros nenes y se sube a la encimera, como intentando dejar claro que quien manda aquí es ella. Por sus ovarios! Nuestros gatines tienen que tomar comida especial, porque Boo y Chipie están operados y Snake gordo como un demonio. A ella no le hace mucha gracia, así que después de olerla empieza a buscar otra cosa más suculenta que llevarse a la boca. Hace pocos días descubrió las gominolas (unas con sabor a pollo, creo) y desde entonces es adicta. Ya no respeta horarios ni fechas, viene cuando le da la gana y exige su dosis.

Hasta ahí todo bien, porque la verdad es que es preciosa, aunque muy arisca. Llega, come, no acepta mimos y se va por donde ha venido. Un día y otro. Hace unos días, después de haberse ido la princesa, escuché ruidos muy extraños. Salgo a la terraza y me encuentro a Snake absolutamente acojonado, pegado a la pared y la perraca esta en pose de te voy a dar, te voy a dar... y no precisamente un caldito don Simón. Le eché la bronca, porque una cosa es que ella tenga su carácter, bendita sea, pero está en casa de otro animal y debe respetarlo. Vamos hombre! Y que Snake tiene mucho cuerpo y con Chipie organizan unas peleas de órdago, pero en cuanto le entra otro gato ya no sabe dónde meterse.

Hoy Puti ha tenido menos suerte. Resulta que cuando llegó Boonie estaba en la terraza... como está atado ella le esquivó y pudo acceder a la puerta de la cocina sin demasiados problemas, aunque con bastante riesgo. Se puso morada de “sus” gominolas y tras pegarme un arañazo que me dejó temblando, tomó las de villadiego. En lugar de salir pitando, se metió bajo las sillas que hay en la terraza y entonces tuvo lugar la hecatombe, pues llegó Boo y él, tan defensor como ha sido siempre de su espacio (recuerdo un día, antes de que viviese con nosotros, que un gato osó pasear por “sus” terrazas y empezó a perseguirlo con el mismo estilo de un leopardo, qué zancadas daba el jodío... y es que todavía le cuesta tolerar a Chipie y, especialmente, a Snake en lo que él considera su reino) empezó a bufarle, pero cosa mala. Y ella, tan atrevida, osó contestarle y se armó la de sanquintín. Boo parecía Muhammad Ali dando puñetazos a dos patas y soltando unos ganchos que hasta a mí me hicieron temblar. Ella consiguió huir por la retaguardia y él fue siguiéndola hasta que por fin la vio, no fuera de su territorio, pero sí de su alcance. Le cogí como pude poniendo en riesgo mi integridad y su hombría y le metí en casa. Decidí correr un tupido velo y me puse a pasar el aspirador. Quizás no fue la idea más acertada, porque Boo lo odia a muerte. Fue esquivándolo pero seguro su mala leche aumentó al ritmo del precio del pan. Cuando estaba limpiando los filtros del aparatejo oigo un maullido, miro hacia la puerta y era La Puti otra vez (esta gata no conoce límites). Le abro la puerta, pensando que Boo estará más calmado. Craso error... Boo, nuestro viejín, el que nos da penita porque ya no puede subirse a sitios donde antes se tiraba horas subido, salió tras ella como alma que lleva el diablo. Justo al lado de la puerta la gata cayó rendida, panza arriba y el otro atancando, y ella intentando defenderse, y yo temiendo meter una manina y llevarme todos los arañazos juntos. Un show, os digo que fue un show. Obviamente no hay fotos ni vídeos ni nada (y es una pena), pero es que no estaban las cosas como para dejarles solos y salir corriendo a por la cámara.

La Puti ahora está en uno de las terrazas cercanas, Snake controlando desde la distancia y Boo durmiendo el sueño de los justos. Ha hecho su trabajo, que no es otro que defender a su amita (yo) de invasores extraños y peligrosos, como esa gatita melosa que a lo mejor cree que aquí va a tener un sitio. Va lista!!

El vídeo es de otro día, y es para que veais a La Puti y a Boo en uno de los días tranquilitos.

martes, 17 de junio de 2008

Buena gente

No tengo abuelas desde hace tiempo, y la que pretendía que me adoptara se “fue” al poco de llegar yo. Ni siquiera gozo de la presencia de una abuela fantasma tan genial y sarcástica como la de Iago (suertudo, él), así que soy yo misma quien tiene que andar echándose flores todo el día. Un coño, pues muchos pensarán que soy una creída, una estúpida, una subida de tono. Vaya usted a saber! El caso es que soy buena gente. Afirmo. Y, como no podía ser de otra forma, comparto mi vida con buena gente.


Algunas veces pienso que cuando era pequeñita, en alguna de aquellas múltiples caídas que sufrí por andar siempre donde no debía, se debió introducir en alguna parte de mi cuerpo (probablemente en las rodillas que eran siempre las damnificadas, pobres) alguna especie de imán atrapador de gatos. De otra forma no se explica que siempre se me peguen todos, no?


Como sabéis, Boo llegó solito un buen día a casa (sin duda atraído por mi fuerza magnética oculta). Snake se enredó con mis piernas (ven como lo de las rodillas es verídico??!!) cuando caminaba por la calle. Pero no son sólo ellos los que se me arriman, no, no, hay algunos que no contentos con “acosarme” por la calle para que les traiga a casa (el Costillo me tiene casi amenazada: si entra otro gato salgo yo!), se presentan aquí por las buenas, así como el que no quiere la cosa: pasaba por aquí, viste? Es un no creer.


Hubo un tiempo (hace algunos años) en que mi Costillo tenía unos horarios laborales poco menos que mortales de necesidad (de hecho, el que iba a ese trabajo era él, pero la muerta era yo, que no podia acostumbrarse a ese ritmo infernal y a esos cambios de turno a diario). Algunas veces se iba de casa a las cinco de la mañana o antes, y yo me quedaba en la cama, claro, a dónde va ir una a esas horas! (supongo que no sería plan largarme a un after de esos mientras el Costillo se deslomaba, no?), pero claro, siempre era como en una especie de duermevela, que estás dormida pero estás al loro. Esto tal vez sean resquicios del pavor que le tenía a la oscuridad cuando era chica. El caso es que un día, a eso de las seis, noche cerrada (si fuese ahora ya estarían los pajarillos cantando, sería pleno día y no me asustaría tanto), comencé a escuchar unos sonidos de lo más extraños en la terraza. Era como el lamento de un bebé y digo yo: quién sería la bruja capaz de volar, subir hasta aquí y dejar un retoño para que termine de arrebatarme el poco sueño que me quedaba? Pudo más (como siempre) la curiosidad que el miedo y me asomé a ver qué pasaba. No sabía si me encontraría al bebé de la bruja o a un alien, pues los alaridos eran aterradores. El caso es que medio paralizada por el miedo fui asomando mi naricilla (sin abrir puertas ni ventanas, of course!, que una es maruja pero no idiota) y ahí estaba él. Una cosilla moníiiiiiiiiiiisima, con carita de “quiéreme un poco, please, y sere tuyo”. Ains. Salí. Se asustó, corrió un poco, pero cuando vio que llevaba algo que supuestamente olía rico, se me acercó, se dejó acariciar y tres segundos y medio después se puso a comer como si le fuese la vida en ello. A todo esto, desde dentro, Chipie y Boo estaban como locos. Boo un poco menos, pues es más pasota y creo que lo único que pensaba era: “Por dior que no traiga más “bichos” a casa!!” (y es que Boo no llevó muy bien la llegada de Chipie, aunque ahora le adore). Chipie, que en todo sale a su padre, es marujo, cotillo, buena gente y genial anfitrión, como yo. Así que estaba desesperado porque le dejase entrar y tener así alguien con quien jugar y hacer perrerías (o gaterías) por la casa, ya que Boo, como os digo, no le hacía ni caso.


Nuestro querido amigo, llegó, recibió mimos, comió y se fue como alma que lleva el diablo. Al día siguiente, a la misma hora, la misma canción: repetimos todoooo, pero esta vez dentro de casa. Así estuvo días y días y yo estaba loca con él y pensando, pues nada le llevamos al veterinario y si no es de nadie… se siente, nos lo quedamos!!! El Costillo estaba también animado (y eso que sólo le había visto en fotos), pero es que no era para menos. Su piel color arena y sus huevotes bien puestos que a mí me encantaban (los nuestros venían castrados de serie). Ay, qué cosa más bonita. El Costillo, mucho más sabio que yo en estos temos, me decía que no me emocionase demasiado, que seguro que andaba a “gatas” y hacía un descanso en su aventura para venir a picar algo. Que cuando se le pasase la calentura no volvería. Y así fue, y yo me quedé toda chafada. Y ya no digo nada de Chipie, tan cariñoso siempre con los de fuera. Al borde estuvo de una depresión. Nunca más se supo de él.


Una noche volví a escuchar ruidos y me levanté a la carrera, pensando que era mi Arenita lindo, pero no, era un tremendo gatazo que pesaría veinte kilos (sin exagerar), que me pegó un bufido que casi me deja muerta. Siguió sentado en la silla de nuestra terraza hasta que tuvo a bien y yo, honestamente, no me atreví a asomar ni la patita, no fuera a ser que me la arrancase de un zarpazo.


Cierta vez, domingo por la mañana, estábamos el Costillo y yo tomándonos un café, o desayunando, no recuerdo. El caso es que empezamos a oír llorar y, como siempre, dijimos al unísono: “Chipieeeeeeeeee”. Y el pobre Chipie nos miró como diciendo, y a estos ahora qué tripa se les ha roto? No era él quien lloraba y Bonnie no llora nunca. Será algún crío que pasaba por la calle. Pero es que el llanto seguí oyéndose y nosotros locos, que no sabíamos de dónde procedía. El Costillo, que no se caracteriza precisamente por su paciencia, se levantó y dijo: Hasta aquí. Bajó a la puerta que da a la calle, la abrió para ver qué sucedía y allí estaba ella: una bolita negra y peluda, llorando justo delante de la puerta de entrada, reclamando atención. La cogió, la subió a casa, un amor de gata os digo. Se dejaba mimar, acariciar, besar… Era diminuta, negra como la noche y de hermosos ojos verdes. Y odiaba a los otros gatos. Chipie, haciendo gala de su saber estar, fue a darle la bienvenida y ella le pegó un bufido que el pobre saltó tres metros hacia atrás hacienda vuelta campana y rueda lateral. La tuvimos unos días en casa, porque el Costillo no podía ir esos días al veterinario, y con nosotros se portaba genial, pero a los otros dos los traía fritos. No les dejaba acercarse ni a diez metros, porque ya empezaba a bufar y a ponerles caras raras y ellos salían por piernas. Ambos pensábamos que la gata a lo mejor era de alguien (rezábamos para que no y así quedárnosla), así que decidimos que no podíamos esperar más tiempo y fui yo quien la llevó a la clínica. La metí en el transportín y nos fuimos. Me subo al autobús (el Costillo va siempre en bici, pero yo si voy con bici voy a lo que voy y necesito las dos manos, me resulta imposible llevar el dichoso transportín atrás y manejar con una sola mano. Soy torpe, lo sé) y el chófer (a los que yo siempre llamo autobuseros, que me gusta más) me dijo que vaya gatito lindo que tenía y que si estaba enfermo. Y yo, en mi Holandés a medias, diciéndole que era una gatita, que sí, que era muy linda, pero que no era mía y no sabía si estaba enferma o no, que la llevaba al veterinario para ver si tenía chip. Y él: Uy, pero eso te va a costar mucho dinero, no es mejor que lo lleves a un asilo? Y yo, no, no, nuestro veterinario es un solete y quiero llevarla allí, porque si no es de nadie, nos la quedamos y así ya pueden hacerle una revisión, tomarle los datos, vacunarla… El pobre me miró con cara rara y me dijo que no me cobraba el billete porque pocas veces se encontraba con gente tan buena por la calle (toma ya!). Durante todo el trayecto (unos diez minutos tampoco piensen) fuimos hablando el autobusero y yo de la dichosa minina y de los otros dos que quedaban en casa. Llegué al veterinario y os digo que sudaba deseando con todas mis fuerzas que no tuviese chip, que no fuese de nadie. Empezaron a pasarle el aparatejo detector y nada, no pitaba. Y yo ya daba gracias al cielo. Pero no es sabio cantar victoria antes de tiempo (y eso es algo que nunca aprendo). En un momento la máquina empezó a pitar. El veterinario dijo que el chip no estaba colocado en el sitio más habitual, pero que sí había uno. Ains. Adiós negrita, adiós. A través de no sé qué web encontraron a la dueña y la llamaron desde allí. Lo primero que preguntó fue si estaba bien, lo segundo si le podían dar los datos de los que la habían encontrado. El veterinario me preguntó si me molestaba y le dije que no. Obvio. Me fui de la clínica dejando allí a la gatita, a la que pasaría su dueña a buscar. Volví a casa muy triste, no voy a negarlo, porque le había cogido cariño y me hacía ilusión quedármela. A las dos o tres horas suena el teléfono. Era la chica para saber dónde la habíamos encontrado. Le conté toda la historia y la pobre no sabía si reír o llorar. Me agradeció mil veces que la hubiésemos cuidado y, sobre todo, que no nos la hubiésemos quedado. Llevaban cuatro años juntas, ya había sido mamá, y el cariño que le tenían todos en casa era tan grande que desde que desapareció andaban también ellos como perdidos. Se me fue la tristeza de un plumazo y me alegré tremendamente por la gata y por su dueña. Y me sentí (nos sentí) buena gente.


Al día siguiente sonó el timbre. Bajo a abrir y me encuentro con una moza toda sonriente con un tremendo ramo de girasoles. Era la “mamá” de la gata (cuyo nombre no recuerdo y el Costillo no está para preguntarle). Nos contó dónde vivían y la suerte de que la gata hubiese podido llegar hasta nuestra casa, pleno centro, tráfico a tope, sin haberle pasado nada.


Han aparecido otros en nuestra vida, y son infinitos los que me han asaltado en plena calle, pero esto se está haciendo kilométrico, así que abrevio. La última en aparecer y la que, sin duda, nos robó el corazón (especialmente a Chipie, que creyó encontrar al amor de su vida) fue La Puti. Ella, elegante, preciosa, llegaba y se paseaba por la terraza, contoneándose con gracia y salero. Y él, pobre, no podía apartarle los ojos de encima. Se iba corriendo desde la ventana de la cocina a la de la habitación y la miraba, la buscaba, la deseaba. El primer día se asustó cuando salí, pero al rato volvió, le di comida, la acaricié un poco y Chipie se desesperó por no poder salir y acariciarla. Volvió y volvió y volvió… hasta cuatro veces al día venía a por su ración de comida, la muy loca! Entraba en casa, se dejaba acariciar, a veces soltaba unos zarpazos que te ponían de vuelta y media (todavía tengo el recuerdo de uno que me hizo en una tetilla, la muy bruta!, y hace más de seis meses de todo esto), le bufaba a Chipie (este pobre bicho debería asumir que no es muy afortunado en el amor, y que su vida como relaciones públicas no tiene futuro) y presumía, presumía ante ellos y ante nosotros. El Costillo siempre dijo que esa gata le olía a perfume… femenino. Y era cierto.















El nombre que le pusimos (no tan elegante como la gata, todo hay que decirlo) le venía que ni pintado: venía, comía, recibía sus toneladas de caricias diarias, ponía “cachondillo” a Chipie, y se largaba. Y así cada vez. Al principio dudábamos de si era la misma gata o no, pues la “primera” traía un collar fucsia, muy coqueto, y la “segunda” no traía nada. Agradecimos mi manía de ir casi siempre cámara en mano, y pudimos comprobar que era la misma. El collar apareció un día cuando hubo que podar el arbolito de Bonnie.
















La época de celo fue terrible. En las terrazas se oían alaridos que podrían escucharse a cientos de kilómetros. Nos costaba dormir, los gatos no paraban, querían salir. Un sindiós. Después de aquella época no sé si volvió una o dos veces, y ahora hace meses que no se deja caer por aquí, y la verdad es que, a pesar de sus afiladas uñas, la echamos terriblemente de menos. Vuelve, Puti, te necesitamos!!