Lo
único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a
pared, en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares
de las ventanas, en todas partes. Miles de libros en cada rincón de
la casa. Se tenía la sensación de que si las personas iban y
venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. Cuando era
pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las
personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil
matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine
sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y
siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de
cualquier biblioteca perdida de Reykjavík, Valladolid o Vancouver.
Si
alguna vez, como ocurrió en dos o tres ocasiones, no había
suficiente dinero para comprar lo necesario para el Shabbat, mi madre
miraba a mi padre, y mi padre comprendía que había llegado el
momento de elegir la víctima sacrificial y se acercaba a la vitrina:
era una persona de principios y sabía que el pan era más importante
que los libros y que el bienestar del niño estaba por encima de
todo. Recuerdo su espalda curvada al dirigirse hacia la puerta con
tres o cuatro libros queridos bajo el brazo, con el corazón dolorido
iba a la tienda del señor Meyer a vender algunos volúmenes tan
preciados como un pedazo de su propia carne. Sin duda el mismo
aspecto debía tener Abraham cuando salió por la mañana con Isaac a
la espalda hacia el monte Moria.
Podía
adivinar su dolor: mi padre tenía una relación sensual con los
libros. Le gustaba tocarlos, escudriñarlos, acariciarlos, olerlos.
Le excitaban los libros, no podía contenerse, enseguida les metía
mano, incluso a los libros de personas desconocidas. Es cierto que
los libros de antes eran mucho más sexys que los de ahora: tenían
qué oler y qué acariciar y tocar. Había libros con letras de oro
estampadas sobre las aromáticas pastas de piel, algo ásperas al
tacto, pero que hacían que te recorriera un escalofrío como cuando
se toca algo íntimo e inaccesible, algo que se estremece y tiembla
al contacto de tus dedos. Y había libros que tenían tapas de cartón
forradas de tela y pegadas con una cola que tenía un olor
asombrosamente sensual. Cada libro tenía un olor propio, secreto y
excitante. Algunas veces la tela estaba un poco separada del cartón
y se movía como una falda atrevida, era difícil evitar mirar por el
espacio oscuro que había entre el cuerpo y la ropa y respirar allí
aromas de vértigo.
Amos
Oz, Una historia de amor y oscuridad, 2002. Traducción de
Raquel García Lozano.
****
(…) En
forma resumida, nuestra tesis es esta: a fin de mantenerse como
familia judía, la familia judía se basó forzosamente en palabras.
No cualesquiera palabras, sino aquellas que provenían de los libros.
Los
padres judíos no se limitaban a recitar las historias, las
leyes y los fundamentos de la fe en el círculo familiar; los leían.
Porque incluso si no poseyeran libros, los textos rituales que ellos
narraban estaban escritos en libros. Un papiro o un pergamino era una
especie de costoso artículo doméstico a finales de la Antigüedad y
en la Edad Media, y de ningún modo podemos suponer que cada hogar
judío, en el norte de África o en Europa, estaba en condiciones de
poseer ni siquiera uno de esos artículos. Pero la sinagoga
conservaba el rollo de la Torá guardado dentro del armario dorado en
la pared orientada hacia Jerusalén. Y alguien del vecindario —el
rabino, el maestro de escuela, el médico, el comerciante rico—
seguramente sí poseía al menos alguno de los libros sagrados y
rabínicos. De tal modo que los volúmenes estaban al alcance de los
demás; la lectura y la recitación eran lo normal, y por
consiguiente sus contenidos podían resonar en cada hogar judío.
Incluso
si no se encontrara una sinagoga en un radio de muchas millas, ni
tampoco rabinos, algún miembro de la familia habría sido capaz de
recitar unas migajas de Torá, unos versículos importantes, unas
formulaciones básicas, y el esqueleto de la Historia. Tal vez solo
un cántico. Todavía podía transmitir a la progenie un legado
escrito, aunque por medio oral. Incluso desprovistos de libros, o
apenas alfabetizados, a los judíos siempre les acompañaba el texto.
(...)
En
los oídos de los niños resonaba la verbosidad rígida y exigente,
al mismo tiempo que rica y nutritiva, de los libros. Muchas de las
palabras eran, desde luego, cíclicas, eternamente releídas y
repronunciadas. El calendario judío impone diaria, semanal, mensual
y anualmente sus textos recurrentes. La repetición puede, sin duda,
restar creatividad, pero tiene también la extraña capacidad de
anclar, de nutrir, y hasta de sorprender. A veces, los versos
repetidos generan música; y gran parte de la musicalidad judía
surgió de la resonancia de palabras repetidas. Los niños son
proclives a absorber esas tempranas sonoridades textuales como
preciosas canciones de cuna; para toda la vida.
Amos
Oz & Fania Oz-Salzberger, Los judíos y las palabras,
2012. Traducción de Jacob Abecasís & Rhoda Henelde Abecasís.
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(…)
Digo que la semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una
actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo. Es una
plaga muy común que, por supuesto, se manifiesta en diferentes
grados. Un o una militante ecologista puede adoptar una actitud de
superioridad moral que le impida llegar a un acuerdo pero causará
muy poco daño si lo comparamos, digamos, con un depurador étnico o
un terrorista. Aún más, todos los fanáticos sienten una atracción,
un gusto especial por lo kitsch. Muy a menudo, el fanático sólo
puede contar hasta uno, ya que dos es un número demasiado grande
para él o ella. Al mismo tiempo, descubriremos que, a menudo, los
fanáticos son sentimentales sin remedio.
Amos
Oz, Contra el fanatismo, 2002. Traducción de Daniel Sarasola.