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miércoles, 21 de enero de 2015

José Luis Alvite o la estética de la derrota

Ayer me enteraba del fallecimiento de José Luis Alvite, una de esas plumas que cuando las lees ya no las puedes olvidar. Un gallego que nunca visitó los Estados Unidos, pero que sin embargo ha dejado una serie de relatos fantáticos ambientados en el Savoy, un antro de perdedores con aroma a cine negro clásico, y una prosa de ráfaga de ametralladora que, en ocasiones, obliga a parar la lectura, esbozar una sonrisa para poder asimilar unas metáforas demoledoras.

Por las mañanas trabajaba en un banco y por la tarde se dedicaba al periodismo, tanto en radio como en prensa escrita, mientras por las noches era un noctámbulo reconocido, hasta el punto de que muchas veces tenía que "madrugar antes de haberme acostado".

En su recuerdo os dejo el relato con el que abre el libro "Almas del nueve largo. Historias del Savoy", publicado por Ézaro Ediciones en 2007.

A la gente, la raza no se le suele mirar en la piel de la cara sino en el forro de los bolsillos.

Ahora que lo pienso, de los personajes del Savoy en muy contadas ocasiones se me ocurrió precisar su raza. Es una excepción el caso del ex boxeador Sony "Sweet" Sullivan, pero se da la curiosidad de que ni él mismo está seguro del color de su piel porque con las secuelas de su carrera en el ring olvidó por completo su pasado, así que si se pusiese los guantes, probablemente ni siquiera sabría que pertenece a la misma raza que Sammy Davis Jr. Del resto podemos intuir que son blancos los personajes cuyos apellidos delatan su origen italiano, como ocurre con Ernie Loquasto, Tonino Fiore o Jerry Mangano. Dice el columnista Chester Newman que a la gente la raza no se le suele mirar en la piel de la cara sino en el forro de los bolsillos, de modo que "nada blanquea tanto una mano negra como el jodido color del dinero". Según el viejo zorro del Clarion, "Si Leonardo Da Vinci pintase ahora 'La Última Cena', Cristo saldría sentado a la mesa con los Harlem Globe Trotters.

El pianista Larry Williams es un negro con la contención de un blanco. Quiero decir que es un tipo sedentario y poco expresivo que solo se hace notar en las fotos oscuras cuando le convencen para que sonría como si fuese a resucitar. Es conocida la pasión que muchos negros sienten por la extravagancia, lo que explica que se vistan de manera tan llamativa, con el cuello de la camisa montado sobre las solapas del traje y las manos tan adornadas que a veces les ocurre como a Winie Hardy, al que las joyas le pesan más que la pistola y cada vez que dispara es como si el crimen lo estuviese cometiendo una rondalla. No es así Larry Williams. A Larry es como si lo que le sucede en el corazón no le ocurriese en su cara. Solo por su repertorio se puede intuir su estado de ánimo. De él escribió Chester Newman que "en el rostro del pianista de Savoy la felicidad resulta tan extraña como una buena noticia escrita en la tapia de un cementerio". No es así el caso de Winnie Hardy. A Winnie le pierde su estilo distendido y hablador. Es corpulento y decidido pero son pocos los jefes del hampa que confían en él porque Winnie Hardy es uno de esos tipos que incluso parecen incapaces de guardar el secreto de su propia muerte. Cada uno a su estilo, ambos son gente entrañable, Winnie porque podría sonreír con al excusa de un derrame cerebral, y el bueno de Larry, porque es íntimo y personal y porque sé que controla la sed como si temiese que el agua pudiese dañarle para siempre su delicada dentadura de azúcar. "Sweet" Sullivan es un personaje intermedio. Es negro pero da la sensación de ignorarlo. Dicen que los golpes le hicieron olvidar su pasado y su raza, aunque su cara tiene tan poco contraste, que tendría que sudar para verse las facciones en el espejo. ¡Joder!, el bueno de Sony se comporta sin raza, embaucado por el ambiguo sopor del castigo, como si los golpes del boxeo, ¡Dios santo!, le hubiesen transformado en un incoloro personaje de la radio.

lunes, 16 de diciembre de 2013

El francotirador paciente, una novela efímera

Si hace poco en este mismo blog me posicionaba a contracorriente de la opinión mayoritariamente favorable a la serie británica Black Mirror, no me queda otro remedio que volver a ponerme a remar contra la corriente poderosamente favorable a la última novela de Arturo Pérez-Reverte, un autor del que por otra parte me declaro ferviente seguidor.

Pero como una cosa no quita la otra, tengo que decir que El francotirador paciente (Alfaguara, 2013) es una novela efímera, es decir, una historia que no pasará a los anales de las mejores novelas del autor, además de ser un relato que se lee con apenas emoción y ni siquiera el final consigue despertar al lector, al menos a mí.

Una historia que se sumerge esta vez en el mundo del grafiti, ese arte urbano calificado por unos como puro vandalismo y por otros como una forma de arte contemporáneo, a través de una experta en arte, Alejandra Varela, embarcada en la búsqueda de un misterioso grafitero que firma Sniper y del que parece que nadie conoce su rostro, su verdadera identidad o su lugar de residencia.

Eso no es del todo cierto, ya que a Alejandra Varela le bastarán apenas tres llamadas de teléfono, tres encuentros, para conocer todos los detalles de la vida, obra, andanzas y todo lo que haga falta del misterioso Sniper, lo cual ya deja puestas una bases bastante endebles.

Por el camino el autor desgrana algunas reflexiones esta vez sí con interés, acerca de las motivaciones de los grafiteros digamos de la vía más artística, para llenar la ciudad con sus mensajes, y sobre algunas imposturas que se viven a diario en el caótico mundo del arte contemporáneo manejado por fuerzas tan oscuras como las que manejan el resto del mundo.


En dos tardes se puede dejar lista la lectura de esta novela, muy fiel al estilo del autor, pero esta vez huérfana de un calado lo suficientemente importante como para meter de lleno al espectador en la trama, en las sombras que acogen a los grafiteros, y compartir con ellos la sensación de peligro o las dudas morales que les acechan detrás de cada esquina.

miércoles, 28 de marzo de 2012

El agujero de Helmand (Carlos Fidalgo, Menoscuarto Ediciones, 2011)


La torturada geografía de un no menos torturado Afganistán, un país imposible, tumba de multitud de ejércitos que a lo largo de los siglos intentaron dominarlo sin terminar de conseguirlo nunca ninguno, es el espacio en el que se mueve un pelotón de marines de los Estados Unidos encargados de mantener un peñasco al que llaman La Roca.

Una roca desde la que dominan, visualmente hablando, el serpentear de un río condenado a no encontrar nunca el mar, mientras el viento, el polvo y la arena son los amos de un paisaje desolado, de una tierra inmisericorde que guarda más esqueletos de la historia que ningún otro país.

Polvo, sudor y muerte se dan cita en esta novela de apenas cien páginas, ganadora del periodista del Diario de León Carlos Fidalgo y galardonada con el Premio Tristana 2010. Una novela precisa como el disparo de un francotirador, con frases que salen disparadas como ráfagas de las armas automáticas de unos estadounidenses en medio de un país hostil, un lugar que no comprenden y en el que más que extranjeros son el enemigo.

Unas tierras duras que mantienen la memoria de Alejandro Magno y sus intentos de llegar al océano del que le había hablado su maestro, de los rusos que vivieron su Vietnam particular y de los estadounidenses presencia ultramoderna estrellada en los mismos villorrios espectadores mudos (el silencio es una clave importante de la novela) del desastre de los ejércitos más poderosos.

Geografía inmisericorde en el que el tiempo tiene sus propias reglas, su propio devenir capaz de atraer con particulares cantos de sirena a aquellos humanos ajenos a ella y el misterio se cierne sobre los páramos mientras el tiempo entra en una espiral capaz de absorberlo todo y devolver únicamente los restos del naufragio.

“Las guardias en La Roca duran dos meses. Dos meses largos. Durante ese tiempo, un mismo pelotón se encarga de otear el horizonte, día y noche, y es lo único que tiene que hacer. Sé que antes o después nos va a tocar a nosotros. Lo sé desde que encontramos el cementerio. Pero después de la emboscada, empiezo a pensar que quizá no sea tan malo”. 

viernes, 20 de noviembre de 2009

Leu Yee-Chang

Esos tiempos pasaron. Todo lo que había entonces desapareció.

*********

Él recuerda esa época pasada. Como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo, el pasado es algo que puede ver, pero no tocar. Y todo cuanto ve está borros y confuso.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Cómo acabar de una vez por todas con la cultura (Woody Allen. Tusquets Editores, 2007)

Para acabar con la Mafia (Un vistazo al crimen organizado)

El año pasado, el crimen organizado fue responsable directo de más de cien asesinatos, y los mafiosi participaron de forma directa en otros cientos más, ya sea prestando dinero para el transporte en vehículos del servicio público o guardándoles los abrigos mientras iban por ahí a pegar tiros. Otras operaciones ilícitas llevadas a cabo por miembros de la Cosa Nostra fueron el juego, el tráfico de drogas, la prostitución, secuestros, usura y, violando fronteras estatales el transporte de un inmenso pez rojo con fines pornográficos. Los tentáculos de este corrupto imperio alcanzan al mismo gobierno. Hace sólo unos pocos meses, dos jefes de la banda con juicios federales pendientes pasaron la noche en la Casa Blanca y el presidente durmió en el sofá.

Historia del crimen organizado en Estados Unidos

En 1921, Thomas (el Carnicero) Covello y Ciro (el Sastre) Santucci intentaron organizar diferentes grupos étnicos del hampa y, de esa manera, hacerse los amos de Chicago. Esto fracasó cuando Albert (el Positivista Lógico) Corillo asesinó a Kid Lipsky encerrándolo en un armario y aspirando todo el AITE que quedaba en el interior con una pajita. El hermano de Lipsky, Mendy (alias Mendy Lewis, alias Mendy Larsen, alias Mendy Alias) vengó la muerte de Lipsky secuestrando el hermano de Santucci, Gaetano (también conocido como Little Tony o Rabino Heny Sharpstein), y devolviéndolo pocas semanas después en veintisiete potes de mermelada. Esta fue la señal para el inicio de un baño de sangre.

Para acabar con las memorias de guerra (Las memorias de Schmeed)

Cerca del final, fui al búnker de Hitler. Las fuerzas aliadas se cernían sobre Berlín, y Hitler opinaba que, si los rusos llegaban primero, necesitaría un corte completo de cabello, pero que, si lo hacían los norteamericanos, podía pasar con un arreglo. Todo el mundo se peleó. En medio de todo esto, Bormann quiso afeitarse y yo le prometí que me pondría a trabajar según un plan detallado. Hitler se puso moroso y distante. Habló de hacerse una raya en el pelo de oreja a oreja y luego afirmó que el desarrollo de la máquina de afeitar eléctrica volcaría la guerra a favor de Alemania. “Seremos capaces de afeitarnos en segundo, ¿eh, Schmeed?”, murmuró. Mencionó otras estrategias enloquecidas y dijo que algún día no sólo haría que le cortasen el pelo, sino que le hicieran una permanente. Obsesionado como de costumbre por el tamaño, juró que un día tendría un frondoso peluquín, “uno que hará temblar el mundo y requerirá una guardia de honor para peinarlo”. Al final, nos estrechamos la mano y le hice un último corte. Me dio una propina de un pfenning. “Ojalá pudiera ser más”, dijo, “pero, desde que los aliados invadieron Europa he estado un poco corto de dinero”.

Para acabar con la filosofía (Mi filosofía)

Aforismos

Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción.

El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Es un hermoso pensamiento, aunque bastante incómodo, sobre todo si acabas de pagar el anticipo de una casa.

La nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión.

¡Ojalá viviera Dionisos! ¿Dónde comería?

No sólo no hay Dios, sino que ¡intenta conseguir un electricista en fin de semana!

Para acabar de una vez por todas con la cultura (Boletín de cursos de primavera)

Lectura veloz: Este curso aumentará la velocidad de lectura un poco más cada día hasta el final del curso; en ese momento el estudiante deberá leer Los hermanos Karamazov en quince minutos. El método se basa en echar un vistazo a la página y eliminar del campo visual todos los pronombres. Pronto se eliminan los pronombres. Poco a poco se alienta al estudiante a dormirse una siesta. Se disecciona una rana. Llega la primavera. La gente se casa y muere. Pinkerton ya no regresa nunca más.

Para acabar con la tradición judaica (Leyendas acídicas según la interpretación de un distinguido erudito)

Hay en este caso un tratamiento muy sutil del problema del orgullo y la vanidad, y todo parece indicar que el ayuno es una tremenda equivocación. En especial con el estómago vacío. El hombre no debe ser el promotor de su propia infelicidad; en realidad, el sufrimiento es fruto de la voluntad de Dios, aunque jamás alcance a comprender por qué El disfruta tanto con ello. Algunas tribunas ortodoxas creen que el sufrimiento es la única manera de redimirse; los eruditos escriben sobre los miembros de un culto, llamado esenitas, quienes de forma premeditada andaban por ahí golpeándose la cabeza contra las paredes. Dios, según los últimos libros de Moisés, es benévolo, aunque haya aún muchos temas que él prefiere no tocar.

(Esenitas: Secta judía austera en los tiempos de los macabeos)

Para acabar con los libros de recuerdos (Memorias de los años veinte)

En los años siguientes creció mi amistad con Scott; la mayoría de nuestros amigos creía que el protagonista de su última novela estaba inspirado en mí y que mi vida estaba inspirada en su anterior novela. Acabé siendo considerado un personaje de ficción.

Scott tenía un grave problema de disciplina y, si bien todos adorábamos a Zelda, pensábamos que ejercía una influencia nefasta en la obra de él, reduciendo su producción de una novela al año a una ocasional receta de mariscos y una serie de comas.

Finalmente, en 1929, fuimos todos juntos a España. Allí, Hemingway nos presentó a Manolete que era tan sensible que parecía una loca. Llevaba ajustados pantalones de torero o, a veces, de ciclista. Manolete era un gran, gran artista. Su gracia era tal que de no haberse convertido en matador de toros, podría haber llegado a ser un contable mundialmente famoso.

Para acabar con los espectáculos de mimo (¡Un poco más alto por favor!)

Otro ejemplo espeluznante de mi vacío mimético se materializó tan sólo unas pocas semanas después, cuando aparecieron ante mi puerta dos entradas gratuitas para el teatro (que gané por haber identificado correctamente la voz de Frank Sinatra en un concurso radiofónico quince días antes). El primer premio era un Bentley, así que, para llamar en el acto al locutor había salido desnudo y dando brincos de la bañera. Al coger el teléfono con una mano mojada mientras intentaba apagar la radio con la otra, pegué un salto hasta el techo mientras las chispas llenaban la habitación como si me ejecutaran en una silla eléctrica. Mi segunda órbita alrededor de la lámpara, que colgaba del techo, fue interrumpida por el cajón abierto de mi escritorio Luis XV contra el que me di de cabeza con una moldura dorada en la boca. Mi rostro parecía haber sido comprimido en un molde de pastel rococó, tenía además un chichón en la cabeza del tamaño de un huevo de avestruz que afectó a mi lucidez, y quedé en segundo lugar detrás de la señora Sleet Mazursky.

Para acabar con las revoluciones en Latinoamérica (¡Viva Vargas!)

¡Viva Vargas! Hoy nos lanzamos a la sierra. Indignados y asqueados por la explotación que lleva a cabo en nuestro pequeño país el corrupto régimen de Arroyo. Enviamos a julio al palacio de gobierno con una lista de nuestras quejas y reivindicaciones, todas, en mi opinión, justificadas. Resultó que el sobrecargado orden del día de Arroyo no incluía el que dejaran de abanicarle para encontrarse con nuestro enviado revolucionario, por lo que delegó el asunto en su primer ministro, quien afirmó que consideraría con atención nuestras peticiones, pero que, primero, quería ver cuánto tiempo podía sonreír Julio con la cabeza sumergida en lava hirviendo. (…)

Estaba relajándome inoportunamente en una bañera de agua caliente, cuando llegó la noticia de que la policía pasaría en unos minutos para colgarme. Pegué un salto fuera del baño con comprensible presteza; pisé un jabón húmedo y patiné hasta el patio; por suerte amortigüé la caída con los dientes, que se desparramaron por el suelo como salidas de una caja de chicles. Aunque desnudo y herido, el instinto de conservación me dictó que actuara con rapidez y, cuando monté a Diablo, mi alazán, lancé el grito de los rebeldes. El caballo se encabritó sobre sus dos patas traseras y volví a encontrarme en el suelo con muchos huesecitos fracturados.

Por si fuera poco, había hecho apenas unos metros a pie cuando me acordé del ciclostil; no quise dejar atrás semejante arma política, prueba judicial de suma importancia, di media vuelta y fui a buscarla. Para colmo de la mala suerte, el trasto pesaba más de lo que parecía y levantarlo era trabajo más apropiado para una grúa que para un estudiante universitario de sesenta kilos. No me preguntéis cómo me las arreglé para desengancharme y pegar un salto por la ventana de atrás. Por suerte, eludí a la policía y me abrí camino hacia la seguridad del campamento de Vargas.

Para acabar con las novelas policíacas (El gran jefe)

- Kaiser – dijo ella, presa de un repentino estremecimiento -, ¿me entregarás?

- ¿Cómo no, muñeca? Cuando el Ser Supremo recibe una paliza como ésta, alguien tiene que pagar los platos rotos.

- Oh, Kaiser, podemos escaparnos juntos, lejos de aquí. Sólo nosotros dos. Podríamos olvidar la filosofía. Establecernos en algún lugar y, tal vez, más tarde, dedicarnos a la semántica.

- Lo lamento, nena. No hay trato.

Ya estaba bañada en lágrimas cuando empezó a bajarse la bata por los hombros. Quedó de pronto desnuda ante mí como una Venus cuyo cuerpo parecía decirme: “Tómame, soy tuya”. Una Venus cuya mano derecha me acariciaba el pelo mientras la izquierda empuñaba una 45 que apuntaba a mi espalda. Le descargué en el cuerpo mi 38 antes de que pudiera apretar el gatillo; dejó caer la pistola y se dobló con un gesto de total sorpresa.

- ¿Cómo pudiste hacerlo, Kaiser?

Se debilitaba rápidamente, pero me las arreglé para contarle el resto de la historia.

- La manifestación del universo, como una idea compleja en sí misma, en oposición al hecho de ser interior o exterior a su propia Existencia, es inherente a la Nada conceptual en relación con cualquier forma abstracta existente, por existir, o habiendo existido en perpetuidad sin estar sujeto a leyes de la física, o el análisis de ideas relacionadas con la antimateria, o la carencia de Ser objetivo o subjetivo, y todo lo demás.

Era un concepto sutil, pero espero que lo haya pescado antes de morir.

viernes, 17 de abril de 2009

El libro negro (Kara kitap, Orhan Pamuk, 1985-1989)


Diecinueve escuetas palabras escritas en un papel. Eso es todo lo que Rüya le deja a su marido Galip cuando decide abandonarle. Y este abandono coincide con la misteriosa desaparición de su hermano, el famoso columnista Cêlal. En ese momento se inicia una búsqueda casi desesperada por las calles de un Estambul más que propicias para el desarrollo de una historia que muy bien se puede encuadrar en el género negro.

Una búsqueda que tiene mucho de metafísica, de un recorrer caminos oscuros la mayor parte de las veces por los laberintos del amor, de la propia identidad, pero también de la lectura, de la escritura. Identidad personal y también nacional en un país que se debate entre el pasado y el presente, y que no encuentra su lugar en el presente.

Pamuk disecciona el alma de la ciudad, de sus gentes, de sus noches, de sus subterráneos, que son los mismos que los de sus personajes, por medio de historias del pasado, de artículos periodísticos, de teorías filosóficas que buscan letras en los rostros de las personas. Con todo eso se teje una densísima tela de araña en la que todos los hilos, poco a poco (esta novela requiere de ciertas dosis de paciencia) nos van conduciendo a un final ciertamente capaz de mover a la emoción.

El recuerdo de otros tiempos, de un amor fraguado en la infancia, se convierte en dolor, en pérdida de puntos de referencia, en la conformación de una identidad que debe mucho a los que nos rodean, a sus cuentos, historias y la mirada que derraman sobre uno, a la memoria, a esa memoria que va cristalizando con el paso de las generaciones. El Uno no se puede construir sin el Otro.

Fragmentos

“Por fin soñé que era la persona que llevaba años queriendo ser. Justo en medio de esa vida a la que llamamos ‘sueño’, en el bosque de edificios de la fangosa ciudad, en un lugar entre las calles oscuras y caras más oscuras todavía. Me encontré contigo mientras dormía con el cansancio de la desdicha. Comprendí que podrías amarme aunque no me hubiera convertido en otro; comprendí la necesidad de aceptarme tal y como soy con las resignación que siento al observar mi fotografía de carnet; comprendí la inutilidad de luchar por ser otra persona: fuera en un sueño o en un cuento. A medida que caminamos se abren las calles oscuras y se apartan las casas terribles que penden sobre nuestras cabezas, a medida que caminamos las aceras y las tiendas cobran sentido.”

“¿Se han dado cuenta de que las aguas se están retirando del Bósforo? No lo creo. En estos días en que nos matamos unos a otros con la alegría y el entusiasmo de un niño que va a una feria, ¿quién de nosotros lee nada y se entera de lo que ocurre en el mundo? Incluso leemos a medias a nuestros columnistas en los muelles de los transbordadores en los que nos abrimos paso a codazos, en las paradas de los autobuses en las que nos apretujamos, en los asientos de los taxis colectivos con las letras bailando. Yo he leído la noticia en una revista francesa de geología.”

“Entonces, mientras regreso hacia las luces de la ciudad sin volver a encender mi cerilla y mientras pienso que esa es la mejor manera de enfrentarse a la muerte en el momento del desastre, llamaré amargamente a una amante lejana: Querida, preciosa mía, mi triste, ha llegado el momento de la gran catástrofe, ven a mí, ven dondequiera que estés, sea un despacho lleno de humo o en la cocina que apesta a cebolla de una casa que huele a colada, o en un revuelto dormitorio azul, ven dondequiera que estés, ha llegado el momento, ven a mí; ha llegado el momento de que esperemos la muerte abrazándonos con todas nuestras fuerzas en el silencio de una habitación en penumbra porque hemos echado las cortinas para olvidar la terrible catástrofe que se acerca.”

“Caminé por callejones que se cortaban en curvas irregulares, cada vez más estrechos y oscuros. Caminé escuchando el sonido de mis propios pasos entre ventanas de ciega oscuridad de casas sombrías cuyos caídos miradores las aproximaban entre sí. Caminé por aquellas calles completamente olvidadas que ni siquiera se atreven a pisar las manadas de perros callejeros, los somnolientos serenos, los drogadictos ni los mismos fantasmas.”

“Porque nada puede ser tan sorprendente como la vida. Excepto la escritura. Sí, por supuesto, excepto la escritura, el único consuelo.”

miércoles, 4 de febrero de 2009

El castillo blanco (Beyaz kale, Orhan Pamuk, 1979)


Íbamos de Venecia a Nápoles y nos barcos turcos nos cortaron el paso. Éramos en total tres naves, mientras que sus galeras, surgiendo de la niebla, parecían no tener fin. De repente estallaron en nuestro barco el miedo y la inquietud; los galeotes, en su mayoría turcos y moros, lanzaban gritos de alegría que nos crispaban los nervios. La proa de nuestro barco, como las de los otros dos, estaba orientada hacia tierra, hacia poniente, pero nosotros no pudimos ser tan rápidos como ellos. Nuestro capitán, que temía ser castigado si caía cautivo, era incapaz de ordenar que se flagelara con violencia a los galeotes. Más tarde medité a menudo que toda mi vida había cambiado a causa de la cobardía de aquel capitán.

En cambio, ahora pienso que mi vida habría cambiado en realidad de no ser por aquel breve ataque de cobardía del capitán. Es algo sabido que la vida no está predeterminada y que todas las historias son una cadena de casualidades. Pero incluso los que son conscientes de esa realidad, cuando llega cierto momento de su existencia y miran atrás, llegan a la conclusión de que lo que vivieron como casualidades no fueron sino hechos inevitables. Yo también pasé por una época parecida; ahora, mientras sueño con los colores de los barcos turcos que aparecían en la niebla como fantasmas e intento escribir mi libro en una vieja mesa, creo que esa época es la mejor para empezar y acabar una historia. 

Así empieza El castillo blanco, el primer libro que leo del Premio Nobel de Literatura en 2006, el turco Orhan Pamuk, un hombre al que sus referencias a los genocidios armenio y kurdo le valieron un juicio en su país del que finalmente salió absuelto, y que le obligaron a pasar una temporada exiliado en Estados Unidos antes de regresar en 2007 de nuevo a su país.

Centrándome en el libro, diré que me parece una novela magnífica acerca de la necesidad de que Oriente y Occidente acerquen posiciones, toda vez que son más las cosas que nos unen que las que nos separan, o si no son más, por lo menos hay suficientes puntos en común para tender puentes.

Eso se deriva de una historia hasta cierto punto inquietante, en la que un científico veneciano ve como su barco es atacado por los turcos y acaba como prisionero y vendido como esclavo en el Estambul del siglo XVII. Allí será comprado por un Maestro interesado en conocer los conocimientos científicos occidentales, y a fuerza de roces, peleas y muchas horas de escritura, irán poniéndose uno en el lugar del otro (proceso ayudado por el asombroso parecido físico entre los dos), hasta lograr una simbiosis en la que va a ser muy difícil diferenciar a uno del otro.

Una novela en las que las cosas van ocurriendo a su propio ritmo, lentamente pero sin pararse, como una lluvia fina que nos va empapando sin darnos cuenta, de tal forma que el desenlace de la novela no nos sorprende en absoluto, algo que no lo digo como algo negativo, sino todo lo contrario, ya que parece inevitable.

La pregunta que empieza a flotar en el aire acerca de la propia identidad y de la ajena, y la necesidad de enfrentarse a uno mismo, aunque sea a través de los pecados de los otros, va tejiendo una tela irrompible entre ambos personajes que terminan apropiándose de los recuerdos y conocimientos íntimos del otro, hasta lograr un respeto mutuo que puede muy bien llevarse al entendimiento entre Oriente y Occidente, que mantienen recelos que proceden en su mayor parte del desconocimiento mutuo. Un canto al conocimiento y la libertad, con dos personajes que estudian todo lo que tienen a mano: los astros, los animales, los sueños, la esencia humana…

Aunque tiene obra anterior a esta, es El castillo blanco la que está en el inicio del reconocimiento internacional de Orhan Pamuk, especialmente después de los elogios que le dedicó el recientemente fallecido John Updike.

Sobre la mesa había una bandeja con incrustaciones de nácar con melocotones y cerezas, tras la mesa había un diván de enea en el que habían colocado unos cojines del mismo color verde que enmarco de la ventana; allí estaba sentado yo, con un pie en la setentona; más allá se veía un pozo en cuyo brocal se posaba un gorrión, y olivos y cerezos. En el nogal que había entre ellos habían atado con largas cuerdas un columpio bastante algo que una brisa apenas perceptible balanceaba suavemente.

miércoles, 21 de enero de 2009

Fragmentos (I)

Y por fin está la otra historia. Dos jóvenes amigas mías se pasaron al otra noche para compartir un vino y algo de conversación. Como tienen veintitantos, la conversación terminó derivando a la situación actual de las artes visuales y la cosificación de la mujer. Su conclusión fue, por supuesto, que a las mujeres o se les debería pedir que posaran desnudas o en posturas eróticas o de cualquier otra clase. Para ellas era mucho más interesante una habitación vacía. Les parecía algo más comprometedor. Implicaría al espectador y le obligaría a utilizar la imaginación para intuir quién habría en la habitación, o quién llegaría o qué tipo de situación dramática se desarrollaría en ella.
De ese tema pasamos a charlar sobre el oficio más antiguo del mundo, asunto sobre el que expusieron sus opiniones. Ambas se veían como bibliotecarias en ciernes, bastante inteligentes y muy al día de lo que se cuece hoy en el mundo. Lo último que querían era entrar en esa profesión, es lo que menos se les pasa por la cabeza. A su modo, y siendo jóvenes e idealistas, lo que quieren es ejercer alguna influencia sobre el mundo, y cambiarlo para que se parezca un poco más a lo que desean sus corazones.

Cuando se puso en marcha esta organización para apoyar a los artistas, escritores y músicos del barrio, se tomó como objetivo personal el que tuviera éxito. En ese momento yo estaba perdiendo la vista, así que ella se pasaba todos los días por casa sin faltar uno para ayudarme con cualquier cosa que pudiera necesitar: responder al teléfono, mirar el correo electrónico, firmar cheques para las facturas, etc. De entre todos los problemas que tenía, había uno más grave que todos los demás: amaba el alcohol sobre cualquier otra cosa. Cuando su marido la echó de casa no tuvo donde quedarse, así que dejé que se instalara en mi apartamento. Lo primero que hacía por la mañana era ir a la cocina y ponerse una copa. Para la una del mediodía no se acordaba ni de su nombre. Y si le decías algo al respecto, te echaba una bronca y te dejaba claro que se trataba de su vida y que ella podía hacer lo que le diera la gana. Ah, conoció a Miss Dama de Compañía, con quien solía intercambiar historias sobre la vida. Hicieron buenas migas.

Miss Anónima hizo una visita relámpago a la ciudad. Se quejaba de lo difícil que le estaba resultando conseguir que una galería la representara. Habló también de un amor secreto que tenía en Palestina, un médico que quería casarse con ella y tener un hijo. También se lamentó por su situación, porque quería quedarse en Nueva York y no quedarse en Palestina.
La otra noche estuvieron todos aquí, los vivos y los muertos, ayudándome a celebrar mi cumpleaños, intercambiando bromas y anécdotas, y admirando las obras de arte que hay en la casa. Una de las habitaciones tenía cuadros abstractos de una joven pintora californiana que estaba empeñada en saber si yo creía en los espíritus y si tenía conversaciones con los muertos. Le expliqué que únicamente se me aparecían en sueños para darme consejos. Ella, que era budista, me dijo que hablaba a todas horas con su abuelo, que había muerto diez años atrás con noventa y dos años.

Al volver la vista atrás veinte años y recordar a los que se han ido pero no hemos olvidado, no puedo dejar de pensar en su legado. En lo que quisieron alcanzar en la vida y en lo que pudieron y no pudieron conseguir. Cuando cerraron los ojos por última vez (según cuenta un conocido nuestro que trabajaba en una agencia funeraria), todos tenían una mirada serena, como si hubieran quedado satisfechos.
Los que quedan entre nosotros se mantienen ocupados haciendo de todo, y siempre se les recodará por lo que hicieron y por lo que no hicieron. Con respecto a sus vidas secretas, tengo que decir que sus auténticas vidas siguen siendo eso: un secreto.

(Fragmentos del relato corto Nuestras vidas secretas (¿Sabes a lo qué me refiero?) de Steve Cannon) 

lunes, 1 de diciembre de 2008

Derrumbe (Ricardo Menéndez Salmón)

Disparó y la cabeza rebotó y vio cómo los ojos se nutrían por última vez de un sorbo de luz y cómo luego se iban tiñendo de sombras –sombras en las que pudo ver su propio reflejo con el brazo aún extendido- y cómo finalmente se apagaban igual que una estrella lejana que parpadea con inusitada fuerza antes de extinguirse para siempre concentrando en ese último brillo todo lo que un día fue: su esplendor, su mérito, su excelencia: la asombrosa y asombrada evidencia de haber sentido, de haber gozado, de haber reído: de haber sido.

Colgó. Se sentó. Saboreó su café. Se quemó la lengua. Maldijo sin palabras. La niña lo miró, rió como un gnomo y se abandonó entre sus brazos. Manila sintió que aquella carne era sólo un atajo para continuar vivo. Las lágrimas le atenazaron la garganta y, enterrando la cara en el pelo de su pequeña, lloró todas las cosas que la noche previa no se habían atrevido a nacer.

Al contemplar la desnudez de su mujer, Manila sintió el temor a que ella lo abandonara en el cielo de la boca, como el garfio de un carnicero. Le sucedía siempre. Bastaba que pensase en su vientre, que cinco años después conservaba todavía una leve cicatriz de la cesárea, para que comprendiera que un día ella podría dejar de amarlo, escapar de su lado buscar el consuelo de otras manos. Y ese pensamiento resultaba infinitamente más doloroso que la propia muerte. Imaginar esa cicatriz en los ojos de otro hombre, o recluida en el espejo donde un extraño se afeitaba, se le antojaba la auténtica experiencia del infierno.

Aquel día en que todo empezó a cobrar forma, el mismo en que decidieron hacer del terror una disciplina, deambularon de un lado para otro malgastando tiempo y energía, aplazando el momento de regresar a sus hogares donde nada faltaba y donde, sin embargo, como ellos mismos insinuarían más tarde en el primero de sus vídeos, todo era contingente: teléfonos inalámbricos, tabaqueras de cedro, reproducciones de Chagall: bisutería del alma y del cuerpo.

Asumiendo lo profundo de semejante paradoja, Humberto pensó que no importaba de qué te hicieras socio y mucho menos cuánto costase. Uno se hacía socio de Universo Temático para olvidar que no pertenecer a Universo Temático era un problema. Carecer de dinero para pagar la cuota de Universo Temático no era el obstáculo: el obstáculo era no pertenecer a ninguna sociedad privada, a ningún club de élite, a ninguna logia conspirativa. (En realidad, se dijo a sí mismo, no existían personas que desearan la libertad. Las personas adquirían compromisos con toda la rapidez posible. Era una forma, acaso la única, de garantizar la inmortalidad)

Y en su sonrisa de dentífrico, en su blanca inocencia de virgen que asomaba al regazo de la vida con el esplendor de una afrodita de la era del nailon, fue como si Valdivia ya pudiera adivinar el implacable rostro de la gran bestia mostrando su cadavérico señuelo, la voz de la sangre y la tiniebla, el perro carnicero que, huesos adentro, a todos habitaba y consumía.

Al principio fue un ruido sordo, amortiguado, no muy distinto al que alguien que comienza a despertar escucharía al paso de un camión de gran tonelaje; luego, durante un instante sobrecogedor, pues el oído comprendió que no era tanto una cesación del ruido como el anticipo de su expansión lo que estaba escuchando, transcurrió una pausa, un hiato que enmascaraba una especie de succión, como si el tiempo, suspenso en torno a un momentáneo agujero negro, hubiera dejado de latir; y de pronto llegó el fragor, un sonido difícil de describir, mestizo, heteróclito, bastardo, un sonido que no provenía de nada natural, fuera tierra, mar o viento, sino que era la expresión misma del ruido bruto, la quintaesencia del ruido en tanto que sinónimo de la devastación.

Tras descender la loma, contempló rostros fatigados por la falta de sueño y el impacto del miedo. Parecía gente regresada de una fiesta, atrozmente cansada y con la mente en blanco. Saludó aquí y allá, un poco despótico, como si todo aquel dolor le fuera ajeno, levantando la barbilla como un príncipe entre sus súbditos. Algunos fumaban; otros escupían y masticaban fruta; unos pocos miraban a lo lejos. Las mujeres se habían reunido en grupos y con la puntera de sus zapatillas hacían agujeros en el suelo, como cuando se aguarda por un coche fúnebre. Unos días antes, en la cola del supermercado o en la ventanilla del banco, se mostraban altivos, cómplices, dueños de su orgullo. Hoy sólo tenían miedo. Pero era difícil saber cuál de ellos era el simulacro y cuál era el real.

Manila se vio como un sheriff abriendo la puerta de un automóvil, dando un salto hacia el futuro para salvar su cinematográfico pellejo. Tintineó la espuela de su cabalgadura por ensalmo reconvertida en llave metálica. Acalló el alboroto de los relinchos, envenenó los sabrosos pastos, masacró la cabaña equina de Nevada a cambio de un árbol de levas. Canjeó sus muebles de caoba, el ocre de sus ranchos y la furia de sus reses por avenidas alquitranadas y horizontes de macadán. Dio esquinazo a los cazarrecompensas, sus voces roncas de tanto aullar un perruno gripo de espanto y guerra que venía a rebotar contra la seriedad del frigorífico, la gravedad del extractor de humos, el hermetismo del lavavajillas en que su huída se contenía, pluralmente resuelta. Y a través del retrovisor, no sin sincera añoraza, descubrió a las prostitutas que no habían recibido salario alguno por sus cuerpos gozados; algo avejentadas, como ubres secas, de pie soñando junto a la placa de vitrocerámica, últimas presencias de una senda que abandonaba.

-Vera -dijo.

Y Vera calló como si jamás hubiese existido su voz, el contexto en que se hallaban, la lengua dentro de la garganta de su padre; calló como si Valdivia no fuese un pedazo de vida, una fracción de folclore, un empeño verbalizador; calló como si Valdivia representase un episodio imposible de interpretar, un guarismo equívoco, un estado del alma indigno de contemplarse, una palabra nunca caligrafiada, nunca pronunciada, jamás forjada por intelecto alguno.

-Vera –repitio una, diez, quinientas veces mientras desandaba las estancias de su pánico y regresaba al coche.

Y la palabra palpitó en la tráquea, resbaló de sus labios, se acomodó sobre el pecho, circunvaló el volante, acarició el diámetro de cuero, se congeló de frío en el frío térmico del parabrisas, en el frío secuencial de su brevedad, en el frío tamaño de su elocuencia.

Y fue como si a un hombre le hubiesen arrebatado la esperanza.

Cualquier esperanza.

A sus pies, del velero que, para solaz de los turistas, recorría varias veces al día el trayecto entre el islote de Cutis y las playas artificiales, ganadas con piquetas, grúas y dragas a aquella lengua de roca viva, descendía una mujer. Valdivia la vio bajar pausada y morosa, rotunda a medida que apuraba los metros de escala: rojizo el cabello, crema el holgado vestido, sandalias de color limón. De pronto deseó fumar el viento, desaparecer por un instante, abarcar el mundo desde un satélite espacial. Le hubiera gustado congelarla allí: en la distancia, perfecta y unívoca que la armonía terrestre parecía exigir, en el terco pinchazo facial, en el ladrido de un perro a la caza de un pájaro misterioso.

Avanzó sensual en su pereza, en el dibujo de los muslos contra el viento. Cuántas cosas cabían en aquella mujer, pensó Valdivia. Cuántos grabados y músicas no agotarían uno solo de sus gestos. Y cómo sonreía con ternura al hombre que la aguardaba, cómo llevaba la pena, una pena que era puntual memoria de los dos, en el generoso tamaño de su boca, como un caramelo intacto.

La mujer se acercó al hombre que la esperaba y se detuvo. Valdivia la miró con emoción. La duración del viaje brillaba en el salitre de sus cabellos. Llegaba sumergida en el viento. Era una novia, una esposa, una maga escapando a través de un jirón de brisa.

El trigémino de Valdivia ardía cuando los amantes se besaron, cuando el mar se frotó contra los muslos y las lenguas se mencionaron su nostalgia.

domingo, 31 de agosto de 2008

Fragmentos

La primera noche que salimos, Milanova y yo hablamos del amor. ¿Pero qué es lo que yo pienso del amor?

Oh, nada, nada, no es la gran cosa.

En realidad, nunca había amado a nadie. No había tenido ninguna relación con nadie. Extremada timidez y fobia social, un cóctel poderoso. Milanova tenía más experiencia. Cruzaba y descruzaba sus bellísimas piernas (“columnas dóricas por donde resbala la proa de tu quijada”, según el inexplicable segundo verso de su poema).

Un día voy a querer tocar esas piernas, le dije.

Tócalas si quieres.

Un día, pero no hoy, contesté.

(Fragmento del relato corto Blanca Nieves en Nueva York, de Iván Thais)

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Hubo una pausa, durante la cual Sasha fue vivamente consciente de la presencia de Coz, detrás de ella, esperando. Ella deseaba por encima de todo agradarle, decirle algo así como “Fue un momento de inflexión”, “Ahora lo veo todo de manera distinta” o “Llamé a Lizzie y por fin hicimos las paces”, o “He vuelto a tomar clases de arpa”, o, simplemente “Estoy cambiando, estoy cambiando, estoy cambiando. ¡He cambiado!”. Redención, transformación. Dios como quería esas cosas. Todos los días, a cada minuto. ¿No las quiere todo el mundo?

-Por favor, no me preguntes cómo me siento –pidió a Coz.

-De acuerdo –dijo él en voz baja.

Se quedaron sentados en silencio, el silencio más largo que jamás hubiera habido entre ellos. Sasha miró por la ventana inundada de agua las luces difuminadas entre la penumbra del anochecer. Se quedó ahí, con el cuerpo en tensión, reclamando el diván, su lugar en esa habitación, su vista de la ventana y las paredes, el débil rumor de los coches que siempre encontraba cuando aguzaba el oído, y estos minutos del tiempo de Coz: uno, otro y luego otro más.

(Fragmento del relato corto Objetos encontrados de Jennifer Egan)

miércoles, 23 de abril de 2008

El penal mas largo del Mundo (Osvaldo Soriano)

Con este relato, que yo he encontrado en cuentos celestes, y recitado por Alessandro Baricco y Leonor Watling, acompañados por los músicos de Marlango, se cerró el festival de la palabra Spoken World.

El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.

Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.

El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.

A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.

Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos.Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda.

Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.

En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.

El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.

El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.

Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.

Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.

Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:-Constante los tira a la derecha.

-Siempre -dijo el presidente del club.

-Pero él sabe que yo sé.

-Entonces estamos jodidos.

-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato.

-Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.

-No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.

-El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.

El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.

-¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.

-No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó.-Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.

-Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su casa.

El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.

-Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media. A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.

El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.-¿Y yo cómo sé? -dijo él.-¿Cómo sabés qué?-Si me tengo que tirar para ese lado.La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.

-En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.

¿Y si no lo atajo? -preguntó él.

Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo.

El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.

El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.

Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el árbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.

Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.

Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después- que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.

A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.

El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el alambrado, pero el árbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba: "¡no vale, no vale!".

La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el "no vale" llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue "qué pasó" y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vezbajo el arco.

Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.

Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria.

Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.-Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.

jueves, 9 de agosto de 2007

Almas del nueve largo. Historias del Savoy (José Luis Alvite) (V)



Norah Jones. Come away with me

A las tres de la madrugada, en cualquier garito de la ciudad hay dos o tres fulanos con cuyo rostro se podría esclarecer la última caída de la Bolsa y seis asesinatos. Con razón dice el detective Fuller que cada vez que se cruza con un hombre a esa hora, no sabe si darle las buenas noches o leerle sus derechos. A Lorraine Webster la asesinaron a las tres de la madrugada en Shorts, un bar de mala nota que tiene merecida fama de que nadie se fija en nadie, de modo que a última hora no es rato que el barman haga el arqueo de su caja a sabiendas de que al cadáver de la mesa del fondo sobra quien le haya pagado las copas. En sitios como Shorts todo el mundo tiene tan mal aspecto que podrá ocurrir que en la redada por un asesinato la Policía incluso sacase esposado al muerto. No comprendo qué podía buscar Lorraine en un sitio así. Tantos años después de su muerte, todavía me pregunto qué clase de aliciente puede encontrar una mariposa en el interior de un cerdo.

Lorraine estaba acostumbrada a las malas compañías y a los lugares confusos pero jamás la imaginé en un garito como Shorts, un sitio en el que la mitad de la clientela incluso podría estar de vuelta de la muerte. Artie Fuller me dio algunos detalles de las pesquisas policiales pero no hubo un solo detalle que me quedase medianamente claro. “Pudo ser cualquiera, Al, muchacho, ya sabes lo que dice el columnista Chester Newman, que las únicas diferencias entre Shorts y la guerra son los pufos, el bidé y el barman”. La muerte era lo habitual en un lugar tan desalmado, de modo que el balazo en el pecho de Lorraine Webster el forense lo zanjó como si en una mujer tan hermosa aquel proyectil del nueve largo fuese bisutería. El detective Fuller quiso animarme con una nota de cumplida humanidad: “Si te sirve de consuelo, muchacho, te diré que Lorraine tenía el magnífico aspecto de un cadáver dispuesto a colaborar, así que el teniente Hoffman tomó nota de que tendido en el suelo del Shorts yacía un cuerpo de una mujer que aparentaba retención de empaque”.

El caso es que rehusé ver el cadáver cuando lo velaron en la funeraria de Jerry Mangano. No quise verla resplandeciente e inanimada, como un sello de correos al que le hubiese fallado la goma. Su muerte sigue siendo un misterio que no hace sino revalorizar su recuerdo, como un van Gogh con una mancha de sangre en la firma. Hace muchos años de aquello, muchacho, pero todavía al pronunciar su nombre me sube la saliva a la boca. Con el tiempo conocí a muchas mujeres. Ninguna es como ella. Tienen los ojos parecidos, pero es distinta la letra a lápiz de su mirada. Sólo Lorraine era capaz de precintar un espejo con aquella mirada en la que había un tercio de ginebra, dos partes de neón y una aceituna empalada con un hueso invertebrado.



Cassandra Wilson. Harvest Moon