Enorme la sorpresa que me he llevado con
esta serie que tenía ahí aparcada sin hacerle demasiado caso, y que los calores
veraniegos me han llevado a ella a pesar de que esta primera temporada ya es
del año 2013, pero ¿qué importa el tiempo si lo que te está esperando al final
es una experiencia inigualable?
Esa es la sensación que he tenido con esta
producción de la norteamericana SundanceTV, que parece que tiene tras de sí
otras tres temporadas más, algo que no me extraña en absoluto después de haber
disfrutados de las seis primeras joyas visuales, que forman esta primera
temporada de Rectify.
De una forma muy sencilla, cocinando la
historia a ese fuego lento con el que nuestras abuelas y nuestras madres, ponen
sobre la mesa esos platos absolutamente exquisitos que forman parte de la
memoria inmortal de nuestro paladar, así hacen los creadores de Rectify con el
espectador. De forma pausada vamos descubriendo la historia de Daniel Holden
quien en su adolescencia fue enviado al corredor de la muerte acusado de la
muerte de una chica de su pueblo, Paulie, Georgia.
Una prueba de ADN le da un billete para
salir de esa monotonía a la espera de la muerte que sabe que le espera al final
del pasillo, no como inocente sino como una persona que tendrá que afrontar un
nuevo juicio, como si hubiera logrado una prórroga de incierto desenlace, pero
que le va a volver a poner en contacto con una realidad completamente extraña.
De vivir en un entorno controlado, con la
tortura de pasarse la mayor parte del día encerrado en una celda sin ventanas,
con la única luz de un fluorescente, a salir a un mundo real, de grandes
horizontes, de espacios ahora ya extraños, mientras intenta conseguir
conectarse con una realidad de la que había vivido apartado durante 19 largos
años.
Es el reencuentro consigo mismo, con su
familia y el de esta con el hijo pródigo, con un Daniel sobre el que pesa la
sombra de la duda a la hora de saber cual fue su auténtico papel en el trágico
suceso. Seis capítulos para seis días de nueva vida, de deambular por las
calles hostiles de un pueblo de la América profunda, inmisericorde, patriota y
en crisis. Ahí tendrá que recomponer en la medida de lo posible su
personalidad, aprender a vivir en comunidad, a recuperar la esencia humana que
el corredor de la muerte se esforzó en quitarle.
Hay hostilidad soterrada, miedo en una
sociedad cerrada incapaz de comprender su equivocación a la hora de encarcelar
a un inocente, o al menos, a una persona a la que no se le da el beneficio de
la duda, a la que se acosa como a una bestia, incapaz como es ese microcosmos
aparentemente perfecto, de plantearse la duda. La condena social como estigma
imperecedero, en una comunidad, la de Paulie, en la que la religión llega
incluso al lecho conyugal.