Los
diálogos entre Oriente y Occidente dan sus mejores frutos cuando el encargado
de poner los puentes es un artista, sea del tipo que sea, y cuando la
sensibilidad oriental se cruza y funde con la forma de entender el arte en
occidente, los resultados suelen ser difícilmente mejorables. Y ejemplos hay
muchos.
En este
caso, una breve parada sobre la obra de un creador fallecido en suiza este
mismo año y que responde al nombre de Zao Wou-Ki, al que la crítica de arte
occidental considera como el inventor de la abstracción lírica, de una pintura
asentada en la tradición oriental y crecida al calor de los grandes maestros
occidentales.
Wou-Ki
nació en el seno de una familia de banqueros acomodada, y recibió una educación
exquisita en una casa en la que había una gran colección de arte medieval
chino, además de reproducciones de obras de Cézanne, Picasso, Matisse y Renoir.
El mismo artista chino reconocía que fueron las obras de esos pintores los que
le convencieron de iniciar un camino vital que tendría a la pintura como
referente fundamental.
A
algunos de esos pintores llegará a conocerlos en el París de 1948, en un viaje
que fue determinante tanto por el hecho de asentarse definitivamente en
occidente, como por conocer de primera mano las obras de aquellos a los que
había admirado desde la lejana China. En Francia también conocería al pintor y
poeta Henry Michaux, la persona que en un momento dado le sugirió que añadiera
a su obra los conocimientos que tenía sobre la forma de pintar con tinta china
y la caligrafía propia de su país natal.
En los
Estados Unidos conocerá en su momento de máximo esplendor, el expresionismo
abstracto, algo que será otro hito en su trayectoria pictórica. Con todos esos
elementos, Wou-Ki desarrollará una serie de obras ante las que se tiene la
sensación de estar ante cosmogonías muy personales, ante fragmentos de un
universo continuo, ante sentimientos volcados hacia paisajes que ya no son
reales, sino trascendentes.
Paisajes
que unas veces evocan desiertos, otras veces el fondo del mar, en una suerte de
topografías sentimentales por las que circular sin prisa, dejándose llevar por
la belleza, dejándose flotar en la ligereza, la sutileza que bañan esas telas
evocadoras, vibrantes, de gesto caligráfico ancestral y de libertad expresiva.