La vida ofrece signos que la memoria es incapaz de descifrar.
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martes, 20 de junio de 2017
domingo, 8 de diciembre de 2013
Café literario
Como en La melancolía de los ríos somos amantes del buen café y los buenos libros, el otro día, cuando encontré por azar esta ilustración, cuyo autor desconozco, me puse a observarla con detenimiento y curiosidad. Me pareció ingeniosa la idea de sintetizar con humor todo un universo literario en una simple taza de café: una isla, sangre, un reloj, la cucaracha, el infierno. La verdad es que el café y los libros mezclan muy bien.
Esta tarde de diciembre yo tomo café Baroja. Estoy en París, en el París antiguo anterior a la expansión de los bulevares. El Segundo Imperio tiene los días contados. Las tabernas están llenas de conspiradores: anarquistas, revolucionarios, legitimistas, españoles exiliados, bohemios sin futuro y sin obra. El café Baroja es negro, cargado, intenso. Se sirve en taza pequeña y con poca azúcar. Su sabor es algo antiguo, pero muy personal. Cada sorbo evoca multitud de vidas y ambientes que se entrecruzan en la vieja ciudad, ahora en pleno proceso de renovación. Secretos escondidos en un cajón, porteras de edificios oscuros y poco recomendables, callejuelas con nombres llenos de historia. Y tejados, muchos tejados. El café Baroja no es un café sofisticado, pero nunca defrauda. Es tan adictivo que siempre acabas repitiendo. Te lo pide el cuerpo.
Y tú... ¿qué café tomas hoy?
miércoles, 25 de julio de 2012
C de café
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, huele a café en el cuarto. Una vez oí, quizá en alguna película, que, si querías vender la casa, debías procurar que oliera a café. Muevo la cucharilla y su tintineo me lleva a otros cafés. Somos las cafeteras que hemos tenido. El café, con sus tazas y sus costumbres, forma parte desde siempre de nuestras mitologías más cotidianas.
Me acostumbré al sabor del café bebiendo los posos que mi padre dejaba en su taza. Restos de sobremesas de domingo, en que el tiempo se detiene y se tarda en recoger los platos. Luego llegaron los cafés de estudiante nocturno en piso compartido, una puerta abierta a la charla y la amistad. Conversaciones que iban a durar el tiempo de un café y se alargaban hasta el amanecer. Pasillos convertidos en salas de estar. Magia del instante.
Durante mucho tiempo creí que el inicio del verano venía marcado por el café con hielo y el Tour de Francia. Era todo un rito que procuraba no romper. Si iba a viajar, lo dejaba para más tarde. Eran los tiempos de Delgado, Lejarreta, Pino y Arroyo. Por entonces, vivía encima de una panadería y cada mañana me despertaba el olor dulzón de la bollería, que llegó a hacerse insoportable. Pero llegaba la hora del tour y era sagrada. Inmenso placer el de disfrutar de un café helado mientras te preguntabas dónde atacaría Perico. El ruido de un viejo ventilador, más que su efectividad, aliviaba en lo posible el rigor del verano en el Sur.
Cafés viajeros. Cafeterías convertidas en centros de peregrinación a cualquier hora y en cualquier lugar. Inmensa variedad de tazas y presentaciones. Café a la americana de los ingleses, de esos que te dejan la lengua escaldada durante un buen rato. Café sosegado de las viejas cafeterías de Lisboa, donde el tiempo tiene otro ritmo. Cafés apresurados de bar de carretera, que sientan como un puñetazo en el estómago (la expresión es de un amigo). Cafés en las plazas de Cádiz, llenas de color y luz antigua. Café en casa, en tu taza favorita, mientras comienza la película que pensáis ver esa noche. Cafés compartidos todos los veranos con ese amigo que ya no nos llama. Cafés italianos, los mejores, disfrutados en el Trastevere o en la terraza de los Museos Capitolinos. Vayas donde vayas, siempre quedará un italiano donde tomar un café decente. Mesas de mármol que, en medio de una calor infernal, conservan el frío del invierno. Sonido de tazas y cucharillas. Me aficioné a hacer fotografías de tazas de café y, siempre que puedo, sobre todo si el lugar lo merece, lo que sucede muy a menudo, procuro traerme el recuerdo. Magia de la imagen y del aroma. ¿Te apetece un café?
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miércoles, 23 de mayo de 2012
sábado, 19 de mayo de 2012
De un sueño
Tenía la nuca más hermosa que yo haya visto. Quizá te lo haya contado antes, pero hay dos lugares en las mujeres, aparte de los obvios, que me pierden. Uno de ellos es la nuca, el otro lo dejo a tu imaginación. Siempre me ha gustado la belleza frágil que parece pedir una caricia. Cuando llegué, ella estaba sola. Leía. Es posible que sus ojos estuvieran en la gran estepa rusa o en alguna vieja mansión rural inglesa o que miraran a través de los cristales del Nautilus la oscuridad del fondo marino. Debía de ser esto último, pues cuando me miró, tuve la impresión de que venía de un lugar lejano. Sus pupilas habían guardado el último atisbo de luz del océano y ahora lo reflejaban junto al blanco de la taza de café. De pronto me dijo: ¿Crees en la felicidad? Era hermosa, como una sirena salida del sueño eterno de un adolescente. ¡Qué fácil tenía la respuesta! ¿Creía en la felicidad? Era verano y ella llevaba un vestido ligero que dejaba intuir sus pechos. Sus rodillas desnudas se rozaban con las mías. Sobre la mesa había un libro y dos tazas de café. Creo en ella al noventa y nueve por ciento, contesté, creyéndome ingenioso. Entonces es que no crees, me insistió. Bueno, le dije, eso es como la existencia de Dios, nadie puede demostrar que existe, pero tampoco que no existe. Ya, la felicidad es una cuestión de fe, respondíó ella. Sus dedos hacían tintinear la cucharilla dentro de la taza ya vacía. Nos miramos. Seguro que algún espejo reflejaba nuestra imagen y quizá desde la calle, enmarcados por el gran ventanal, pensaran en nosotros como en dos enamorados. Sus labios tenían el sabor del café y un deje de misterio marino que nunca supe concretar. Quizá la felicidad estaba en ese uno por ciento que nos faltó. O quizá ese uno por ciento sea este recuerdo que, como un sueño, me ha venido de repente. Como el aroma del café o el olor a estrella de mar de su pelo.
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sábado, 25 de julio de 2009
Un café en el Trastevere
Roma. Piazza di Santa Maria in Trastevere. Una calurosa mañana de agosto. Rodeados de color por todas partes: naranjas, limones, pomelos, manteles de colores vivos, un abanico con mucha historia y, por encima de todo, una camiseta 'giallorossa' de AS Roma. Grandes sombrillas blancas tamizan la luz. A nuestro alrededor leen prensa extranjera. El tono de las conversaciones es bajo. Ruido de tazas y platos. Al lado, la Basílica, en la que aún no hemos entrado, enigmática como un cofre por abrir. Y allí, delante de nosotros, los restos de un cappuccino que se ofreció gustoso a calmar nuestro cansancio.
Cerca, el río Tíber, cuyo fluir majestuoso puedo imaginar ahora en el recuerdo. Uno de esos momentos mágicos que ofrecen los viajes. Quizás algún día volvamos allí juntos (sí, os lo digo a vosotros).
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