Aquellas tablas de los libros infantiles nos presentaban conjugada la vida: amar, temer, partir. Allí estaba el paradigma de todo, aunque no lo sabíamos aún. Tiempos verbales de nombre fascinante, como sacados de un libro de caballerías o una novela bizantina (pretérito pluscuamperfecto de Alejandría, gerundio de Constantinopla, futuro perfecto de Escocia). Y, entre todos ellos, señero, espada en mano, apostado a la entrada del puente, el pretérito indefinido, traicionado por los gramáticos, que atraviesa el aire frío de la madrugada para llegar ahora hasta mi cuarto y recordarme, con su habitual contundencia, que fui.
Un tiempo indefinido. ¿Qué tiempo no lo es? ¿El de hacerse mayor? ¿El que separa el otoño del invierno? ¿La salud de la enfermedad? ¿El amor de la indiferencia? ¿La amistad de la distancia? ¿El tiempo de hacerse más mayor aún? ¿El de los recuerdos? La vida se conjuga siempre con colores degradados. El entretiempo es su única estación.
Fulgores de una época en que los libros, pintados de colorines, aún olían a inocencia y sus tablas de letra pequeña (ahora imposible) nos advertían de algo lejano pero seguro: amarás, temiste, has partido.