En aquella época mis abuelos vivían en un segundo piso y yo solía visitarlos casi todos los domingos. Ir hasta la capital me permitía explorar un territorio muy distinto al cotidiano, un territorio lleno de quioscos, confiterías y estancos. De tebeos Marvel y barquillos de crema degustados al sol en plazas con estatuas antiguas y sonido de campanas. Y a la hora de la siesta tenía una casa distinta cuyos rincones podía descubrir. Para un niño un cambio de casa, aunque sea por unas horas, tiene algo de aventura. Cada niño lleva siempre con él su propia aventura.
Mi rincón preferido era el trastero, quizá porque iba muy poco y no lo conocía bien. Para llegar a él había que subir varios tramos de escalera y mis abuelos, tan complacientes en otras cosas, no parecían muy dispuestos a llevar hasta allí a un niño alérgico al polvo. Pero, de vez en cuando, se producía el milagro: era necesario subir. Algunas veces, ellos más generosos o yo más cansino, me dejaban subir solo. En el piso de arriba vivía un matrimonio mayor al que encontrábamos a veces en el portal. Correctos, educados, amables. Creo recordar que él se llamaba Sebastián y era muy alto. Uno de esos domingos supe que había muerto. Fue una de las primeras veces que fue consciente de la muerte. Desde entonces, me daba mucho miedo pasar por su puerta, ya siempre cerrada, pero era un peaje necesario si quería llegar hasta el desván. Pasaba por ese tramo del tercero a toda prisa, pegado a la pared, mirando de reojo hacia atrás. Un sudor frío me recorría el cogote y se me erizaban los pelos de todo el cuerpo. Encaraba el tramo final directamente a la carrera hasta llegar al descansillo de los trasteros, con su suelo de cemento sin embaldosar y su uralita en el techo. Entonces metía la vieja llave en la cerradura, luchaba un poco con ella y se abría ante mí el cofre del tesoro.
Allí se amontonaban objetos que habían formado parte de la vida de mis abuelos. Tantos y tan curiosos que, de una vez para otra, no podía recordarlos. El techo era inclinado y acababa en un pequeño ventanuco que, aunque estaba muy tapado y era casi imposible acercarse hasta él, daba algo de luz al espacio, ocupado por telas y objetos cuyos nombres y uso desconocía. Platos, quinqués de petróleo, damajuanas, atizadores, cajas imposibles de abrir por el peso que aguantaban, braseros antiguos, una radio Vanguard, alguna silla desfondada, viejas fotografías familiares enmarcadas y olvidadas y, en un lateral, láminas con pirámides y motivos orientales, que alguna vez habían presidido el salón familiar, quizá mientras mi abuela escuchaba en aquella radio los seriales de la tarde. Y muchos libros en una inestable estantería improvisada con tablas viejas. Números sueltos de
Reader's Digest. Obras de teatro de colecciones populares: Muñoz Seca, los Quintero, Arniches. Y novelas de detectives y del Oeste, a las que mi abuelo era muy aficionado. Un día se va a escapar un tiro, Antonio, y ya verás, le decía mi abuela, pero él no levantaba la vista de sus páginas amarillentas, mientras disfrutaba tranquilo un Camel mentolado cuyo humo perfumaba toda la habitación.
Algún tiempo después, tuve la suerte de ser yo quien viviera en esa casa. Y subí muchas veces a ese trastero, casi siempre cuando se hacía imprescindible. Era diminuto y me tenía que inclinar para no darme en el techo y la mayoría de los objetos que habían formado parte de mi cofre del tesoro ya no estaban. Hoy me pregunto cómo en aquel espacio tan reducido cabían todos mis sueños. Nunca pude evitar el escalofrío en la espalda al pasar por la puerta del tercero.