Es una noche más. Como toda noche más, es hoy. Hoy es diferente.
Capaz piensa mil horas qué ponerse o tal vez se pone "lo primero que encuentra". El destino lo eligen sus amigas. Casi que no tiene lugar en esa elección. Y eso lo hace más especial. Es hoy. Así son las historias que le cuentan. Si está enojada, de mal humor; si no quiere ir, si prefiere otro bar... "Yo estaba enojado y triste el día que te conocí, triste porque estaba solo y enojado porque sí"...
Finalmente se pone ese vestido que le queda mejor que cualquier otro, el corpiño que le hace las tetas más lindas, el maquillaje exacto entre natural y femenino. Se toma tres vasos, lo ideal, sin pensarlo, pero ya se conoce: lo suficientemente fisura para ser sin restricciones pelotudas y lo exactamente limitada para no papelonear.
Pasan seis horas. Cinco. Siete, tal vez. O puede que ocho. O quizás cuatro. Horas de un no sé qué que no puede describir: no por el fernet y el vodka sino por el vaivén inapalabrable. Ese vaivén que nadie puede reconocer. Ese vaivén de catástrofes para algunos, aciertos para otros, nadas para unos cuantos.
Vuelve. Llega. Puso canciones en el camino porque tuvo ganas de encasillarse en algún sentimiento musicalizado pero reconoció que no hay canción que exprese "hoy tampoco". No sabe qué cosa, pero vuelve con un "hoy tampoco" que le pesa en la espalda.
¿Para qué pensé en la ropa?, se dice, mientras se saca ese pedazo de tela apretado y corto que con suerte podría ser un vestido. ¿En serio me tomé tiempo en elegir el corpiño?, se pregunta, mientras se lo quita con bronca y lucidez. Porque a pesar del alcohol que le pesa en las venas, entiende todo. Entiende todo lo que no entendía cuando supuestamente estaba en su mejor estado. Que vestirse el cuerpo es desvestirse el alma. Y ella quiere gustar por dentro, entonces, ¿qué sentido tiene tanta tela?
Porque ella es lo que es cuando está desnuda. Cuando no tiene corpiño, cuando la bombacha es la última del cajón, cuando toma agua mineral, cuando no se maquilla hace tantas horas que ya son días, cuando está en zapatillas. Cuando en sus uñas se ven continentes de esmalte saltado, cuando su boca tiene sabor a milanesa fría. Cuando prende el último cigarrillo, que se lo dieron y por suerte es mentolado optativo. Cuando tiene el alma real y "aburrida".
Cuando vuelve, y no cuando sale. Porque para arrancar uno se prepara, por más que vaya a comprar frutas al chino de la esquina y elija ir con el pijama. Porque para el regreso no hay elección... cae con lo que tiene. Con lo que le queda. Y ahí es cuando ella quiere gustar. Con los restos. Con la nada.
Porque cuando uno gusta con nada, es cuando gusta de verdad. Cuando gusta todo. Gustar en partes es para jugar al tetris, y ya se cansó de jugar.